Circulo de Lovecraft No15 417113 PDF

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Círculo de Lovecraft es una revista de terror y fantasía oscura.

Su objetivo es la difusión
de artículos, relatos e ilustraciones del género.

AVISO LEGAL. Los textos e ilustraciones pertenecen a los autores, que conservan todos
sus derechos asociados al © de su autor.

El autor, único propietario de su obra, cede únicamente el derecho a publicarla en Círculo


de Lovecraft para difundirla por Internet en formato pdf o epub.

NORMAS DE PUBLICACIÓN. La revista Círculo de Lovecraft está dedicada al terror,


pero también a la fantasía y a la ciencia ficción como géneros afines.

DIRECCIÓN: Amparo Montejano

SUB-DIRECCIÓN: José R. Montejano

MAQUETACIÓN: Círculo de Lovecraft

ILUSTRADORA DE PORTADA: Andrea Beré

ILUSTRADOR DE CONTRAPORTADA: Horacio Bordón

WEB: http://circulodelovecraft.blogspot.com.es/

CONTACTO: [email protected]
“Los horrores del movimiento”
Amparo Montejano

No imagináis, mis Queridos Animales Nocturnos, las ganas que

teníamos —tras de este terrible «parón epidemiológico»— de poner

de nuevo la locomotora de Círculo de Lovecraft en marcha; un parón,


a todos los niveles, que tanta oscuridad y desconsuelo han traído a nuestro

mundo ordinario; a nuestra engreída y soñolienta cotidianeidad en la que se

vislumbraba como improbable, o del todo imposible, el escenario vivido y el

actual, que no son sino remembranzas de las terribles plagas que desde el siglo

VI, ya en tiempos del emperador Justiniano, se han convertido en compañeras

inseparables de la población europea —¿os suenan de algo los términos

«zoonosis» o «miasmas»?—. Y es que este azote desalmado y abstruso que

tod@s, de una u otra forma, hemos padecido en la persona de algún familiar o

amig@, o inclusive en carne propia, nos ha hecho reverenciar —aún más si

cabe— la significancia de lo existencial: lo impredecible que nos recorre, que nos

rodea..., la incapacidad del hombre —como especie— de domeñar la realidad

concreta del mundo en el que vive, la incapacidad de asumir «el control». El

control… ¡Qué vocablo tan terrible y de tanta trascendencia!, porque, ¿quién de

nosotr@s, en nuestro día a día, no organizamos las horas en función de

actividades vitales —o al revés, que me da lo mismo— mal caligrafiadas en las

agendas de «Un Todo a Cien»? ¿Quién no elabora un valioso planning de trabajo

a seguir, sí o sí —no ya semanal, sino semestral o inclusive anual—, con la

fabulada convicción de que todo lo sojuzga nuestra intencionalidad psicológica?

¡Qué absurdo! Y ¡qué irracional es nuestra altisonante sustancia!... Quizá, solo

quizá, es por lo que este número XV debía estar dedicado a Stefan Grabiński.

Autor polaco del fantástico, denostado —¡cómo no! — por los claustros

académicos de la época, y que se presenta ante nosotros con una prosa de

individualidad terrible —peculiaridad que suele habitar en el genio— que plasma

en los viajes, intencionadamente oníricos, de sus personajes, habitualmente

sometidos a la contradicción que resulta del anhelo de gobierno —el absoluto de


los elementos— frente a la caída estrepitosa hacia lo eventual y aleatorio —en

forma de «sobrenatural»—. Y es que, tal cual refiere Grabiński en sus obras,

nada de lo que pensemos, hagamos o digamos alterará la insondable locura que

es este mundo de pesadilla, en donde lo que coexiste con nosotr@s, pero que,

sin embargo, se halla fuera de nuestras leyes científicas del universo observable,

nos resulta incomprensible e insoluble de aceptar —pese a que nos subyugue y

atraiga como «moscas a la miel»—.

No quiero proseguir con esta perorata, pues no me corresponde a mí robaros

vuestro valioso tiempo —efímero y de gustos caprichosos—… eso es algo que

deben hacer los increíbles autores con los que, a continuación, tendréis el gusto

de toparos y conocer a través de sus trabajos artísticos: relatos, ensayos y un

poema, el que el gran escritor de terror norteamericano, Wilum Hopfrog Pugmire,

concibió para la impresión —en sepia (1935)— de la cara de nuestro Maestro

Lovecraft.

Simplemente y, para terminar, permitidme que dedique este número a tod@s los

que, en estos meses oscuros, se han marchado de puntillas, sin hacer ruido…

sumidos por entre el silencio y la niebla de un tren fantasma que se sirvió de

nuestra arrogancia de vida, «controlada y tecnológica» —que nos imposibilitaba

mirar hacia atrás y aprender de la historia—, para sumirnos, de nuevo, en una

Baja Edad Media pesadillesca que nos arrebató lo más preciado que teníamos y

tenemos, mis Queridos Animales Nocturnos, que no es otra cosa que la libertad

y la vida.

Gracias por estar ahí y, sed felices.


Circulo de
Lovecraft

El último vuelo del Águila Negra – J. P. Bango 10

Las nueve lágrimas de Loviatar – Ariel F. Cambronero 55

Un hombre cansado – Javier Garrido 74

La cita – Pedro P. González 122

1 de 6 – Sonia González Sánchez 140

El guardián de la estación – Ada de Goln 161

El huérfano – Jordi Moreno 175

Biblioteka – Zahara C. Ordóñez 196

Intrusos en el jardín – Rocío Qespi 214

Dibujo al carbón – Osvaldo Reyes 260

Sinfín – Román Sanz Mouta 274

Febril y cansado – Carlos Vega 302

Tinnire – David P. Yuste 317


Roberto Bayeto, con La ciudad de las polillas 27
Andrzej Sarwa, con La aparecida 89
W. H. Pugmire, con In Dark of Providence 119
Covadonga González-Pola, con No mires 249

La Reina del Horror Eldritch: W. H. Pugmire


por Bobby Derie 108

Horror en las vías del tren: 100 años de El Demonio del Movimiento
por Mikołaj Gliński 235
´
El ultimo

Vuelo
´
Aguila
del
Negra
por J. P. Bango

“Gvozd”, #2, 1906


«El verdadero viaje de descubrimiento
no es buscar nuevas tierras,
sino mirarlas con nuevos ojos».

Voltaire

N
o soy lo que esperas. He viajado por confines tan remotos que ayudé a

construir sus mapas. He conocido la playa y la nieve, serpenteado

montañas y también las he atravesado. He visto amaneceres que brotaban entre

la niebla y atardeceres que recreaban formas esplendentes. Transité por un lago

helado en Suiza; atravesé los Alpes entre escorrentías lodosas; crucé el Vístula

en las afueras de Varsovia en una primavera que recuerdo tan hermosa porque

tú estabas allí.

Participé en la guerra aunque no quería. Ayudé a transportar armas y

tropas y vendas y cajas de madera y gases dentro de cilindros que hedían a

muerte. Los más jóvenes vomitaban temerosos de su suerte; los viejos se

persignaban cruzando los dedos. Uno leía una carta en voz alta y otro se la

callaba porque no traía buenas noticias. Algunos echaban de menos a sus hijos

y el resto a aquellos que los concibieron. Hans lloraba sus penas sobre el hombro

de quien se sentaba a su lado y, Adam, el hombro, lo compadecía, aunque

sufriera por lo mismo. En unas ocasiones canturreaban y en otras gemían. Los

oía incluso cuando se confesaban. La mayoría dormía a pierna suelta por última

vez en su vida.

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Paul le pidió a Martha, desde la ventana, que le olvidara, pero entre

dientes suspiraba por sentir de nuevo esa piel pecosa junto a la suya... Piotr, que

seguía en ayunas, quería llorar pero ya no le quedaban lágrimas; ¡echaba tanto

de menos al niño que fue antaño! Los morteros explotaban en los campos

aledaños por donde yo transitaba. Las balas silbaban espoleadas por el viento.

El fuego del lanzallamas incendiaba las trincheras al otro lado de la frontera de

espino. Las ratas huían de los hombres porque temían su ira. Jamás se sintió

nunca más huérfana la felicidad que en mitad de ese campo embebido de niebla

y cadáveres. Una noche me detuve, exhausto, en mitad del páramo y al

amanecer me obligaron a seguir adelante so pena de sedición. Llevé, en fin, a

los vencidos de regreso a sus casas y a los que perdieron los acompañé a

prisión. Los banqueros cerraron sus pactos en clase preferente al tiempo que los

ujieres esparcían por las ventanillas las cenizas de quienes habían propiciado

sus fortunas. Los coroneles envolvían sus medallas entre el equipaje en espera

de la próxima orden. El coraje volvía a adormecerse después de izada la bandera

blanca. Europa se reconstruía con la ayuda de la banca y yo seguía trabajando

como si nada, y así fue hasta que varios lustros y dos guerras más tarde, me

quedé ya sin habla y postrado en un granero en el campo, rodeado de paja y

gallinas, recubierta de polvo y de agua que se filtraba cuando más llovía; si bien

esto, querida amiga, te lo explico luego.

En mi testuz el viejo escudo de un águila y en mis tripas, todavía

humeantes, los restos de ese carbón del que otrora me alimenté. Soy, lo admito,

vieja incluso para ser una locomotora de vapor. Vestigio y testigo a su vez de un

mundo que murió mucho después de merecerlo. Ya te lo advertí antes: soy lo

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último que esperabas, pero aún tengo memoria y una historia que contar.

¿Querrás escucharla conmigo?

En la década de los veinte conocí un hombre, pero no a uno cualquiera.

Escribía y lo hacía muy bien, aunque no le gustaba pregonarlo. Creedme, sé por

qué lo digo. En mis años de servicio los he conocido de toda clase y pelaje.

Vanidosos, engreídos, borrachos, siempre en el mismo orden. Unos querían

cambiar el mundo con su pluma estilográfica y otros únicamente firmar las letras

de los bancos. La mayoría vivía del sustento que les propiciaban otros, ya fueran

amigos, amantes o tesoreros. Los menos cortejaban viudas y barriles de cerveza

con la misma determinación con la que habían perdido la pasión de la que antaño

presumieron. Todos pensaban que eran excepción y no la norma imperante. Lo

importante, afirmo, lo dejaban para después de muertos.

Lo veía cada tarde sentado en la estación. Trazaba en su libreta

esquemas y gráficos que adornaba con fórmulas, vectores y flechas, mientras

observaba interesado los motores que movían mi corazón. Estudiaba con

delectación turbinas, pistones y engranajes. «¿Le llevo el equipaje, señor?», le

preguntó una vez el revisor y el escritor negó con la cabeza pues nunca soltaba

prenda, y se fue por donde había venido llevando la libreta consigo al hostal en

el que se hospedaba. Al día siguiente, lo mismo: tomaba notas y dibujaba y a

veces incluso preguntaba por qué una cosa o por qué la otra. El maquinista lo

conocía y por eso es que le saludaba cortés, dándole la mano, que no era fina

como la del escritor sino callosa y vivida. El maquinista había participado en la

Gran Guerra al igual que su interlocutor y había sufrido lo mismo. Yo también le

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apreciaba, si es que ello era posible en un vehículo de mi condición, incluso lo

añoré cuando murió abrazado a la pala con la que, desde joven, acarreaba el

carbón. Me puede la emoción al recordarlo, aunque sé que es difícil de creer

habida cuenta lo que soy. La vida solo tiene sentido cuando deja de serlo,

¿puedes entender la contradicción? Lo cierto es que el escritor también lo echó

de menos cuando en cabina apareció un maquinista joven en lugar uno viejo. El

escritor, en el fondo, lo admiraba. Había visto mundos que él ni siquiera

imaginaba y eso, para aquel que de soñar se alimentaba, era una virtud mucho

más edificante aún que la mayor de las fortunas. Dicen que le dedicó uno de los

cuentos que pergeñaba a escondidas, aunque no lo puedo certificar: la del

escritor era una labor ímproba que jamás compartía.

Un día, por fin, abandonó el andén y se atrevió a subir a uno de los

vagones más elegantes. Lo vieron curiosear entre baúles y maletas y hablar con

el gordinflón que taponaba el pasillo, y con el listillo que le había robado la cartera

a la vista de los demás, mas en lugar de aprehenderlo le dio una propina

adicional por demostrar tal osadía entre tanto caballero de la alta sociedad. No

era muy locuaz, no sé si te lo había dicho, pero lo poco que hablaba tenía sentido.

Por eso y por lo que vendrá después te pido ahora algo de paciencia porque esto

de abreviar, está claro, no es lo mío. Entre tanto —prosigo—, el escritor continuó

con sus averiguaciones y pesquisas entre los pasajeros de primera y cuando se

cansó de sus réplicas se sentó en el restaurante y pidió ratatouille sin saber muy

bien lo que era, como después contó el camarero cuando le preguntaron al

respecto, y un vino de esos que sabía que no podía pagar, pero, se dijo, ya

encontraría la manera de hacerlo. Después yo me eché a andar, como hacía

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cada tarde, siguiendo las vías prefijadas que otros habían diseñado para mí.

Aceleré cuando debía y cuando no debía frené, y si no frené más por mi cuenta

lo hice constreñido por el nuevo maquinista, que era menos rudo que aquél, mas

también bastante más prudente. Y con la misma puntualidad de siempre llegué

a la primera de las paradas y, al rato, a la siguiente y allí bajaba la gente y subía

gente renovada, y cuando arribé al final del servicio tampoco bajó ahí el escritor,

pues su intención nunca había sido llegar tanto a un destino dado como servirse

de mi traquetear a modo de inspiración para lo que fuera eso que registraba en

la libreta.

El hombre, pues, seguía garabateando a su manera el cuadernillo

encolado que había comprado cuando volvió de la guerra. Describía con

palabras lo que allí percibía. Había gente que lo miraba de soslayo porque sentía

curiosidad y otros que dormitaban a su lado, incluso roncando, y niños

jugueteando y madres que les reñían y una muchacha ingenua que esperaba a

su prometido mientras el susodicho se despedía de su amante en el andén. Todo

eso que veía lo anotaba raudo en el cuadernillo de marras. Repitió ese viaje

tantas veces que debió aprendérselo de memoria y ni aun así pisó el suelo de

ninguna otra estación distinta de esa desde la que partíamos. A todo aquel que

preguntó acerca del porqué de tan extraño hábito le respondía lo de siempre:

«¿acaso no sabe usted que el tren guarda en su interior un mecanismo

perfecto?». Y al día siguiente, lo mismo. El escritor se acomodaba en el mejor

de los asientos no sin antes limpiarlo con un pañuelo de felpa; después asía la

pluma estilográfica, sacaba el frasco de tinta y sonreía abiertamente mientras

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dejaba que las musas continuaran su labor. Yo, no me quito mérito. Jamás pudo

decir que derramé la tinta de ese bote o que frené antes de tiempo.

Cuando lo de dentro no lo conformaba se asomaba a la ventana. Entonces

compartíamos la misma visión. Una tarde ambos te entrevimos asomada entre

los carrascos que crecían junto a la vía y él también se estremeció. ¿Escuchas

bien lo que te digo?

El paisaje había cambiado al otro lado de la loma. Ya no había guerra de

trincheras, ni alambres de espino, ni aires envenenados ni ratas devorando las

entrañas de los caídos, pero el páramo seguía siendo el mismo; los fantasmas

de los soldados campaban a sus anchas por entre el lodazal brumoso y solo

nosotros dos parecíamos verlos. Gente de un bando y del opuesto penaban

eternamente mientras trataban de buscar la manera de regresar a casa. Se

contaban por millones las sombras que por allí se movían. Unos habían muerto

de miedo y otros por las balas, y algunos de las fuertes migrañas que padecieron

después de coger la gripe. Algunos habían fallecido luchando contra el

adversario, pero la mayoría sucumbieron esperando que alguien decidiera por

ellos el siguiente de los pasos. Habían pasado frío y soportado hambre y sufrido

el acoso de los piojos y sentido el mayor de los temores acaecidos que no era el

miedo al enemigo sino a uno mismo. Aquel sentir era tan generalizado allí dónde

transitábamos que se convirtió en tangible, en mensurable, y así lo entendió

también el escritor cuando se empeñó en aferrarlo con sus manos, y cuando sus

manos no dieron abasto se invitó a transformarlo en letras que borroneaba

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ansioso en el cuaderno. Doliente muy a su pesar por haber presenciado todo eso

cuando creyó haberlo olvidado, dejó de sonreír y lo hizo para siempre.

Ya no comía en el restaurante de la clase preferente, sino que compartía

bocadillo con los pasajeros a los que les faltaba el sustento, y después volvía a

asomarse por entre la ventanilla contigua buscando con la mirada, entre todos

esos muertos que caminaban errantes, a aquél a quien mató en el campo de

batalla apalancando la bayoneta entre la cuenca y el ojo y clavándola

fuertemente como si de veras lo odiara. Se preguntaba a sí mismo allí asomado:

«¿cómo podría haberlo asesinado siguiendo el dictado de una sola orden?» Mas

no encontraba otra respuesta distinta al malestar que lo acuciaba que seguir

escribiendo acerca de lo que veía, sentía o imaginaba, pues ya hacía tiempo,

temía, que había dejado de discernir la realidad de aquello que no lo era. Luego

apareciste tú, de pie en la cima de esa montaña, y aplacaste en parte esos

pensamientos furibundos. ¿Puedes creer que llegué a sentir celos?

Meses después de aquello no escribía prosa, la vomitaba: su caligrafía,

otrora cristalina, se volvió briosa y descuidada. El cuadernillo se redecoró de

símbolos en sus márgenes que ése que le espiaba de soslayo ya no reconocía.

Comentó después cuando le preguntaron que le habían parecido más fruto del

conjuro arcano de un grimorio medieval que una poesía sin más.

Para entonces, el escritor había dejado de asomarse a la ventana

buscando el fantasma de aquél al que mató; la escudriñaba preso de tal

desesperación que parecía poseído, en palabras del doctor que lo atendió

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durante su primer ataque epiléptico: «parecía ciertamente vesánico». Más

ninguno de los médicos pudo probar nunca que el escritor estuviese más loco

que cuerdo, aun siendo verdad que no había dejado de vislumbrar los espectros

que moraban ese páramo fronterizo; peor aún, porque ahora los presentía en

casi cualquier sitio donde quiera que mirara: en la estación en la que esperaba,

acechando a los viandantes, o en el vagón del tren que cada día profanaba, o

detrás de ése que lo miraba a escondidas, pues esa era su afición, susurrándole

al oído fragmentos de su vida pasada... Incluso podría haberlo visto junto a ti,

que escuchas ahora estas palabras, pues detrás de toda persona que habla...

vive el muerto que será alguna vez.

Lo que no acertaba a comprender aquél que lo despertó de su letargo era

porqué seguía viajando en el tren si luego no salía de él cuando arribaba al

destino. Y el escritor respondía lo que manifestaba casi siempre, a modo de

retahíla: «Que amaba el movimiento y lo que el movimiento significaba; que el

tren era el medio de comunicación perfecto precisamente por eso, porque no se

salía de la vía, y que la vida era igual por mucho que creyéramos lo contrario

invocando el libre albedrío para decidir nuestro sino». Pero, entre toda aquella

perfección, anotó después en su cuaderno con pulso tembloroso, había algo que

lo desconcertaba profundamente. Si el universo era tan perfecto, «¿por qué

había lugar en él para horrores tan feroces como los que acontecían cada día?».

La respuesta la encontró reflejada en la ventanilla cuando atravesamos el túnel;

el más largo de cuantos horadaban la montaña a ese lado de la cordillera. El

fantasma que allí vio tenía la misma cara y miraba abyectamente como el escritor

pues el escritor era el fantasma, aun de forma figurada. Sobre su cabeza creyó

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ver unos hilillos extraños y pronunciados, una suerte de cuerdas entrelazadas

que se elevaban enhiestas hasta el mismísimo cielo. Y a todos y a cuantos

observaba en ese vidrio reflejados les ocurría lo propio. «¿Acaso puede ser

verdad que nos maneje un ser superior como si fuéramos títeres?», cuentan que

exclamó en voz alta justo después de volver en sí.

Perturbado por esa visión extemporánea se invitó a sabotearla cogiendo

prestado del cesto de una costurera que viajaba en el tren, las tijeras con las que

desmadejaba la lana, y con ellas cortó el hilo que lo sujetaba al firmamento, o, al

menos, eso creyó, pues ninguno de los que estaban en el vagón supieron

explicar exactamente el porqué de ese comportamiento tan raro. Mas, no

conformándose con ello, trató de escindir los hilos de quienes le acompañaban

en el viaje, y así, uno tras otro, a la par que el revisor iba chequeando los billetes,

el escritor cortaba con sus tijeras los hilos invisibles que conectaban a los

pasajeros con el cielo. Cuando llegó a la última estación tampoco puso pie en

ella, como ya puedes suponer, mas aprovechó la ocasión para cortar los hilos de

la gente que subía de nuevas, siendo Hans, el marinero, quien más se enfadó

con él, quizá porque se vio amenazado por el arma que portaba o quizá porque

se hubo levantado con el pie equivocado, pero lo cierto es que terminó

propinándole un fuerte puñetazo en mitad de su tabique nasal, que quebró con

facilidad antes de empezar a manar sangre de manera prominente. El revisor

aprovechó para devolver al escritor a su sillón y embucharle un linimento

emponzoñado con jarabe de heroína, que, según le aseguró el camarero, le

dormiría ipso facto, como de hecho sucedió.

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Fue el último día que lo vimos respirar pues poco tiempo después murió

aquejado de mil y un padecimientos que si los glosara listados ocuparían varios

renglones, como no obstante ocurrió en la hoja del periódico que publicó su

esquela. Era un buen escritor, insisto mucho en ello, pero jamás cuidó de su

salud, o, si lo hizo, no puso el suficiente empeño. Lo cierto es que nadie más

ocupó ese sillón hasta que desvalijaron el vagón de preferente con el propósito

evidente de reconvertirlo en almacén de carga al inicio de la segunda de aquellas

guerras espantosas con las que me tocó lidiar. Fue el día en el que vi volar más

aviones de los que yo pensaba que existían. El día, te comentaba, en el que el

sol se opacó de nuevo y amenazó, furioso, con no volver a salir.

Otra vez cristales rotos y periódicos exaltados, odio hacia al diferente y

tropas ingentes conquistando territorios. Otra vez los llantos y los lamentos a un

lado de las ventanas y en el otro los soldados con sus pañuelos despidiendo a

su infancia. Portaban distintos uniformes, pero sobrellevaban los mismos

temores. Yo, simplemente, me dedicaba a avanzar por entre las vías, pues eso

es lo que había hecho siempre. Primero acarreé ganado y después a los artilleros

sin que importara el horario, y las armas que llevaban sobre sus hombros

adolescentes y las balas que herían a los del bando contrario y todo aquello que

en sus escarcelas guardaban, incluyendo las fotografías de esos a los que

amaron. También porté tanques en los vagones que arrastraba, y obuses

amenazantes, y menos ataúdes de los necesarios, y la carne enlatada que

devoraban con ansia los generales en el cuartel. Y así un día después de otro y

tras este un año más tarde y luego... llegaron ellos. No sabían dónde iban;

añoraban el lugar en el que vivieron. Alguno guardaba sus joyas entre dobladillos

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y fajines y otros se las robaban para sobornar a los guardias. Todos arrastraban

sus maletas como si de veras les hicieran falta. Los perros de presa aullaban,

pues estaban bien adiestrados, y un niño, menesteroso, moría rodeado entre

extraños que caminaban cabizbajos con una estrella en el brazo y una punzada

en el pecho. Durante aquel trecho, llevé conmigo sus sueños, deseos e ilusiones

hasta la mismísima puerta del infierno. Era invierno, ¿cómo olvidarlo? Los

engañé de vil manera creyendo que los llevaba a otro lado. ¡Eran familias

enteras!, ¿has oído lo que te he contado? Se alejaron suspirando. Hedientos…

Hambrientos... Sufriendo como perros a los que se les muele a palos.

Caminaban despacio pisando sobre el barro... Eran hombres, mujeres y niños

asidos de las manos...

¡Y vi cómo se convertían en humo!

Quedé desolada y rota al albur de ese tormento que se llevó el aire en

forma de cenizas cuando arreció, y aunque seguí moviéndome ya no quería

hacerlo. Acaso, ¿tenía razón el escritor? ¿Si el universo reglado por aquel ser

superior era tan perfecto como decían que era, por qué consentía en su seno

semejante grado de horror, toda esa barbarie vana de la que yo era testigo? Un

día, simplemente, me negué a seguir avanzando por esa maldita vía y mis

turbinas explotaron y aunque trataron de arreglarlas ya no encontraron las piezas

que necesitaban porque yo era un trasto desusado y porque la guerra había

diezmado gravemente los repuestos. Harías bien en no juzgarme por haber

cooperado en el exterminio descrito, pues, estoy seguro, tú hubieras hecho lo

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mismo. ¿O crees que no te vi cuando te asomaste por entre el alambre de espino

mientras cerraban las puertas de las duchas?

¡Escucha! Fue por eso y no por otra cosa por lo que acabé frustrado en el

granero viendo pasar las nubes a través de las tablillas, con mi piel erosionada

por las deposiciones de las gallinas y mi voluntad corrompida por aquello que

presencié, sufriendo en mis propias carnes el peso de ese escudo que tatuaron

en mi frente y, lo juro, contra mi voluntad, las bestias desalmadas que me

obligaron a participar de la segunda de esas guerras: un águila negra posada

sobre un fondo amarillo que bien podía ser el color con el que se expresa ahora

mi ira. Y así pasaron los días con sus horas respectivas y más meses y años de

los que podía contar. Creí que era otra vez de día cuando te observé allí posada

tan grácil y resplandeciente como siempre acostumbrabas: cantabas una

melodía tan hermosa que el tiempo se detuvo. Presumo que entiendes de qué

hablo, aunque no me importa si no. La naturaleza es bella precisamente porque

no sabe que lo es.

Una noche apareció el escritor, de pie, detrás de la valla. Me sorprendió

verlo allí caminando bajo la luna como si nada pues le creía ya muerto. Y lo cierto

es que así era, como se aprestó a comentar mientras me examinaba

cuidadosamente como quien escruta a un animal que está a punto de adquirir.

Me dijo, en fin, que cualquier otra pregunta que hiciera carecía de relevancia ante

la magnitud real de la empresa por la que el propio escritor se había visto

obligado a regresar del mundo de los muertos, aun convertido en fantasma.

Quería que volviera al servicio y yo le contesté que era imposible, que había

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olvidado el oficio y las servidumbres que conllevaba, que el óxido y, sobre todo,

la edad erosionaba ya mis venas y que la pena me había hurtado la voluntad.

Empero el escritor insistió, ya te lo comenté antes, pues era hombre de pocas

palabras pero de carácter obstinado, y tanto lo repitió que terminó

convenciéndome, ahora que lo pienso, sin saber muy bien cómo; igual que no

sabía cómo podía comunicarme con él siendo el escritor un hombre y yo, en fin,

una cosa. Pero, ya ves... El cerebro encierra en su singularidad tantos misterios

que no conocemos...

No vino solo sino acompañado del maquinista, que portaba un uniforme

semejante al que antaño lució y la misma actitud esforzada de siempre; se

encaramó junto a él en la cabina, entre el cuadro de mandos y la caldera, y azuzó

el carbón y lo avivó lo suficiente como para calentar el agua y generar la energía

que nos permitiera impulsarnos hacia adelante. Y eso que idearon, ocurrió. Mas

yo no seguía ya una vía o algo que se le pareciera, sino que volaba. ¡Volaba!

¿Puedes creerlo? Entonces nos lo contó. Y eso que nos contó te resumo:

Durante toda su vida, el escritor había tratado de desentrañar el misterio

que ocultaba el universo y así fue hasta que comprendió que el universo no

guardaba dentro de sí ningún otro secreto que su propia negación. Así las cosas,

entendió que la única regla que debía seguir para convertir su vida en otra mejor

era ignorarlas todas ellas. Y eso fue lo que sucedió una vez se supo liberado de

las normas que lo anclaban a la realidad, el día en el que cortó el primero de

aquellos hilos invisibles que le unían a un firmamento que no solo lo guiaba, del

mismo modo que los raíles guiaban el trayecto de un tren, sino que lo

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determinaba inexorablemente. Y lo mismo les sucedía a los demás, aunque

ninguno de ellos pudiera verlo. Por eso intentó ayudar a aquellos con los que se

topó en cuanto tomó conciencia de la verdad, pero, como ya te he contado, no

se lo tomaron nada bien, supongo que porque a nadie le gusta que se ponga en

cuestión todo eso en lo que uno cree, por lo que desistió momentáneamente solo

para continuar pergeñando un plan cuyas líneas maestras, sin embargo, no

podía llevar a cabo mientras siguiera con vida.

Ergo se murió.

El resto lo puedes imaginar habida cuenta tu propia experiencia y bagaje

cultural. El mundo de lo preternatural es tan desconocido como prolijo a la hora

de articular conjuros que le devuelvan a uno la vida, ya seas persona o cosa. El

escritor se había pasado media existencia tratando descubrir un porqué. Quería

dedicar su muerte, simplemente, a hacer justicia.

Revivido de mi propia consunción desde el día en el que el escritor tuvo a

bien invitarme a su cruzada, dirijo una procesión preñada de espectros

errabundos que surca sagaz el mundo y sus aledaños entre nubes, polvo o

polución, recogiendo por el camino a los hombres, mujeres, niños y animales

inocentes a los que el destino abandonó, la mayoría antes de tiempo. El tren de

los muertos que yo encabezo orgullosa los llevará, según declama nuestro líder,

hacia otra dimensión en donde siempre ganen los buenos. Tengas el rostro que

ahora tengas, querida mía, ¿querrás compartir con nosotros tan apasionante

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aventura o preferirás gastar lo que te quede de vida esperando que

ése que maneja los hilos decida ufano el momento de tu muerte?

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SOBRE EL AUTOR

J. P. Bango. Doble titulado por la Universidad de Salamanca y la Universidad Complutense

de Madrid. Cinéfilo empedernido, ha colaborado como redactor, articulista y crítico de

varias revistas y publicaciones online como «Terror Universal», «Cinefania», «El Sitio de

Ciencia Ficción»; «El Zoom Erótico»; «Pasadizo», entre otras, además de escribir y editar

en solitario «El Cronicón Cinéfilo», sitio distinguido como finalista al Mejor Blog

Periodístico de habla hispana en el concurso internacional «Deustche Walle Internacional

Weblogs Awards 2004», y el blog literario «Microrrelatando», en el que da rienda suelta a

su pasión por el relato de ficción en su modalidad más breve. Desde el año 2007 colabora

en calidad de crítico en el portal de cine «Septimovicio», donde llega a cubrir, in situ, varias

ediciones del Festival Internacional de Cine de Cannes. De forma paralela y con el mismo

equipo de trabajo, durante los años 2009 y 2010 ejerce de co-programador del I y II Festival

Internacional de Cine Clásico RETROBACK de Granada y, con las mismas funciones, en

la XXVI edición del Festival Internacional de Jóvenes Realizadores de Granada. A finales

del año 2010 participa de forma activa en la creación de «Fantasmagoria», un festival de

carácter conceptual enteramente dedicado al cine fantástico de autor. En el ámbito literario,

resulta elegido finalista del I Concurso de Relato Corto organizado por «Pasadizo» en la

categoría de Ciencia-Ficción con el relato «Obef 109» y, de nuevo, finalista en el Premio

Vórtice de Ciencia Ficción 2004 con el relato «La Decisión final», publicado en papel por

Ediciones El Parnaso dentro de la antología «La ciudad de los muertos». Su tercer relato,

«El Plan Soñado», un acercamiento al género de horror romántico, forma parte la

Antología «Visiones 2005» editada en el mismo año por la AEFCFT. En 2008, colabora

en el número 4 del magazine cultural «Caldodecultivo-MGZ» con un relato de

ambientación costumbrista titulado «Sueños Verticales».


Por Roberto Bayeto
Mientras miraba por la ventana del vagón del ferrocarril, Ambroce recordó

la extraña invitación que le hiciera su viejo amigo Julio.

Julio era diez años mayor que él y durante su adolescencia y hasta los

veinticinco años de Ambroce, fue su mejor amigo en Lincoln, Nebraska, ciudad

donde nacieron. Un hermano mayor, diría su madre, que quería a Julio como a

otro hijo más.

A pesar de que Julio le llevaba quince años tenía un carácter bastante

peculiar, lo cual generaba que siempre estuviera con gente menor que él, aunque

Ambroce le provocaba un cariño especial porque tenía la edad de su hermano

menor, el que no veía hacía más de quince años.

Cuando Julio cumplió los treinta y cinco años, le ofrecieron una oferta de

trabajo de una compañía que tenía como cometido la construcción desde cero

de una ciudad completa. Julio ya hacía cinco años que era un ingeniero civil muy

respetado, y escribía regularmente artículos sobre resistencia de materiales y

nuevas estructuras habitacionales en una conocida revista neoyorkina.

—Alguien leyó uno de mis artículos y me ofreció un contrato para que

participe en un proyecto arquitectónico único y completamente vanguardista.

Pagan muy bien y espero que en cinco años concluya y regresaré para

comprarme la casa Hutchinson en la colina, o si me asenté allí te enviaré un

pasaje y vas a visitarme —le dijo una mañana y partió en el tren del mediodía —

y una cosa más—sacó un tanque de hierro fundido de su bolsillo —, este juguete,

un tanque Centurión de Dinky Toys, lo encontré cuando tenía diez años y éramos

muy pobres, fue mi primer juguete, ¿entiendes? Me hizo feliz y me acompañó

cuando mis padres murieron en el accidente de la cervecería.

- 28 -
Ambroce tomó el juguete de la mano de su amigo y asintió sin poder hablar

por la emoción.

—Quiero que lo cuides hasta que volvamos a reencontranos —dijo, y partió

en el ferrocarril mientras Ambroce rozaba con sus dedos el juguete dentro del

bolsillo de su saco.

Diez años después de ese triste evento, en el día del cumpleaños número

treinta y cinco de Ambroce y cuando había publicado su segunda novela, el

cartero golpeó su puerta y le entregó un sobre con una carta y un pasaje para el

ferrocarril que lo llevaría, después de dos trasbordos, hasta Moth City, la ciudad

donde actualmente vivía su amigo Julio.

Ambroce meditó varios días mirando la carta y el boleto de tren, hasta que

una mañana llenó su mochila con lo que consideraba esencial, les pidió a sus

vecinos que vigilaran su casa y partió hasta la estación del tren de Lincoln.

***

La locomotora se detuvo y Ambroce descendió en una estación bastante

austera y rodeada por un escudo de montañas a los dos lados de la vía.

—Bienvenido a Moth City...— dijo Julio, y lo abrazó.

Se le notaban sus casi cincuenta años, incluso a Ambroce le pareció notarlo

vencido porque su boca sonreía, pero sus ojos no.

—¿Y mi tanque de Tiny Toy? —preguntó Julio, a lo que Ambroce le

respondió:

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—Cuando remodelé mi casa desapareció. Quizás alguno de los pintores se

lo llevó para uno de sus hijos o lo tiraron con los escombros.

Julio lo miró unos segundos seriamente, pero enseguida sonrió y le dijo:

—Sube a mi auto, es chico, pero entramos los dos… Y ten en cuenta esto,

cuando te entregue otra cosa que sea importante para mí, trata de cuidarla mejor.

Ambroce asintió y miró con curiosidad el pequeño Messerschmitt KR200.

—¿Entramos los dos en eso? —preguntó, riendo.

—Entra más de lo que aparenta, me hace recordar a una muchacha que

conocí en Lincoln…

—¿“La estrecha Lili”? — dijo Ambroce.

—¿Tú también…?

—Un caballero no habla de esas cosas.

—Tienes razón —se rio Julio y arrancó el pequeño vehículo, dirigiéndose

por una carretera que atravesó las montañas.

Ambroce miró con asombro la forma imponente y amenazante de una

ciudad que estaba agazapada detrás de las formaciones rocosas.

—¿Sientes como que estás frente aun monstruo gigantesco que te va a

devorar? —preguntó Julio.

—La verdad que sí, me tradujiste una sensación que no podía interpretar.

—No te preocupes, después de un tiempo sientes que ya te devoró y pronto

te va a cagar.

Ambroce observó impresionado las estructuras que se extendían hasta un

cielo gris plomizo que parecía artificial. Sintió que era virtualmente imposible una

descripción, no por lo insólito, sino porque no existían puntos de referencia con

- 30 -
lo que conocía, incluso con Nueva York, ciudad de la que poseía álbumes

enteros de fotografías y a la que pensó mudarse desde que tuvo uso de razón.

No sin cierto temor Ambroce contempló las torres de cientos de metros de

altura que morían en las nubes, sintiendo la sensación de que en cualquier

momento caerían sobre ellos, pulverizándolos. Calles, puentes y túneles que

eran transitados por miles de vehículos, la mayoría de ellos similares al

Messerschmitt, al Ford Giron o al BMW Isetta 300 atravesaban los edificios o los

rodeaban, como si se trataran de pistas donde niños caprichosos dejaran

deslizar sus autos de juguete hacia el agujero de una serpiente.

—Todos los autos son pequeños— dijo Ambroce, mirando con curiosidad

los mini vehículos que mantenían filas perfectas.

—En Moth City falta lugar para estacionar, somos demasiados. O conduces

uno de estos, o viajas en Metro.

—¿Qué es de tu vida, te casaste? ¿Tienes hijos?

—Sí y lo segundo se podría decir que los heredé, pero ya los perdí.

—No te entiendo.

—No importa, te lo explicaré más tarde.

Julio condujo a través de un puente y después de girar en una esquina,

entró al estacionamiento junto a una torre que más bien parecía un monolito

negro.

—Vivo aquí— dijo inexpresivamente, mientras bajaban del automóvil.

Entraron al edificio. Un corredor llevaba a seis ascensores que estaban

enfrentados a una puerta de bronce en cuya superficie estaba tallado un cráneo

de lobo.

—Sale calor de ella...

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—Es porque es un horno atómico. Ahí se arroja todo lo que ya no sirve. Los

átomos de lo que se introduce por esa puerta —señaló el círculo de bronce— se

fusionan y producen más energía. Es un método ingenioso y barato, aunque

moralmente caro.

—La fusión es imposible con nuestra tecnología actual.

—No aquí, geniecillo.

En segundos la puerta corrediza de uno de los ascensores se abrió y

entraron en él. Ambroce sintió una leve sensación de náuseas en la boca del

estómago. La puerta volvió a abrirse. Salieron y Julio apoyó la palma de la mano

en una placa metálica que estaba en una pared blanca con flores azules. Una

puerta circular se abrió y atravesaron el umbral.

Julio se dejó caer sobre un sillón azul que hacía juego con el resto de la

estancia. Ambroce quedó impresionado ante la limpieza y la lujosa combinación

de cada mueble con la sala. Todo era nuevo, recién fabricado. Incluso la ciudad

parecía recién estrenada.

—Ponte cómodo. Estás en tu casa. ¿Qué quieres tomar? —le dijo Julio

mientras se levantaba del sillón.

—Me gustaría un café con crema... —respondió Ambroce.

Julio caminó hasta la cocina y colocó dos tazas bajo una cafetera estilo Art

Nouveau.

—Después de ver esos autitos retro futuristas recorriendo la autopista

imaginé que tendrían robots para hacer el café —bromeó Ambroce.

—Hay cierta fobia a las máquinas inteligentes por aquí. Si existieran los

robots, nosotros seríamos los últimos en aceptarlos —respondió Julio.

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—¿Por qué? Eso es lo que sueñan los humanos desde hace décadas,

máquinas que trabajen por ellos. Esta ciudad parece tener todos los atributos

para desarrollar una civilización tecnológica donde el humano no esté

esclavizado a las máquinas y principalmente, a otros humanos.

Julio sacudió su cabeza mientras abría un paquete de galletas y las dejaba

caer sobre un plato en una bandeja junto a las dos tazas, azúcar, edulcorantes

y una jarrita con crema.

—Siempre van a existir humanos que quieran ser esclavizados por otros

más poderosos, por eso hay tantos cristianos, ¿no? Adorar un dios que controla

nuestro destino es la mayor muestra de ello.

—Bueno, yo creo en Dios, aunque tú ibas a la iglesia los domingos, creo

recordar —se burló Ambroce.

Julio sonrió y se sirvió dos terrones de azúcar.

—Bueno, ya no creo más. Mucha agua ha pasado bajo este puente.

—¿Por qué me enviaste el pasaje y la invitación? —preguntó

imprevistamente Ambroce, mirando a su amigo a los ojos.

—Porque necesito que me hagas un favor… —le respondió Julio, con

expresión seria, pero a la vez abrumada.

La ciudad era agobiante desde su tamaño y altura. Cientos de pisos y calles

se alzaban unos sobre otros en un Moskstraumen de metal, cemento, plástico,

cristal y madera. Ambroce se dio cuenta que las cúpulas de plexiglás de los

vehículos que se deslizaban por las carreteras estaban cubiertas con un material

opaco que no dejaba ver a sus ocupantes. Se dio cuenta que se sentía cada vez

- 33 -
más extraño y subyugado por los aromas de perfumes franceses, comida de

gourmet y curiosamente, grasa de Metro.

Deambuló durante media hora por las veredas y calles, quedándose parado

frente a las vidrieras y observando los objetos que estaban a la venta. Por todas

partes había juguetes, pero lo curioso era que desde que llegara, no había visto

un solo niño. Los juguetes parecían antiguos, como los de las revistas más

amarillas y estropeadas que tenía su padre en uno de sus baúles, juguetes muy

anteriores a su propia infancia y probablemente dirigidos a coleccionistas.

Caminó algunas millas más y se dio cuenta de que sentía angustia, una

opresión constante de la que no lograba librarse. Observó el cemento, el plástico,

el vidrio y el hierro. En ese momento supo que necesitaba naturaleza viva y no

simulada. Se fijó en la pantalla multicolor del ingenio que le diera su amigo, un

curioso aparato, pensó, que le indicó su posición y el camino a seguir para llegar

a una zona que se mostraba con color verde.

Recorrió varias calles que se adentraban en secciones con gigantescos

edificios, luces rojas, amarillas, verdes y azules que señalaban intersecciones o

adornaban vidrieras que exhibían juguetes, ropa elegante y adornos para

salones u oficinas. Vías laberínticas por las que transitaban monstruosos trenes

con forma de gusanos de acero y cristal, y edificios que parecían ser museos,

pero que en el mapa se llamaban “Mausoleos”, concluían el trayecto en el

pequeño mapa electrónico.

Llegó al parque menos de media hora después. En él había medio centenar

de personas tomando refrescos o leyendo. Se dio cuenta que la mayoría no

hacía nada y observaban el cielo perpetuamente gris con miradas vacías, como

buscando una respuesta a un misterio que ni él ni ellos imaginaban. La impresión

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que le dieron fue de soledad, desolación y en algunos casos, desesperación

materializada en los que parecían ser de la misma edad que Julio.

Se alejó todo lo que pudo de la zona urbana y se recostó contra un árbol,

junto a una enorme fuente de mármol.

Notó que una hermosa muchacha comenzó a caminar hacia él. Cuando

estuvo junto a él se agachó y le dijo:

—Julio me llamó hace media hora y me dijo que vendrías al parque, que no

soportarías tanto cemento y metal.

—¿Lo conoces?

Ella rio. Su alegría fue estridente.

—¿Si lo conozco? Sí, bastante.

Ambroce observó a la chica unos instantes, era más joven que él, de unos

veinticinco años, tenía el cabello largo y lacio de color castaño, ojos azules, piel

muy blanca y estaba vestida con un short ajustado de color rojo, una remera

blanca de manga corta con escote en V que insinuaba más de lo que mostraba,

y unas sandalias color lila que se quitó.

—Son… ¿parientes? —preguntó Ambroce.

—Ibas a preguntar otra cosa —lo apremió ella.

—Bueno, iba a preguntar si “amantes”, pero eso no es algo que me

incumba.

Ella se sentó junto a él, dejó las sandalias en el pasto y le extendió su mano.

—Me llamo Pamela.

Ambroce le estrechó la mano suavemente.

—Ambroce…

—¿Quieres preguntar otra vez qué soy de Julio?

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—¿Eres su amante?

—Lo fui hace algunos años, era amiga de su hija, pero en un momento

dado presioné para que dejara a su mujer y ahí terminamos.

—Una situación complicada, imagino.

—Nada que no se pueda resolver siguiendo adelante.

La muchacha parecía ser bastante extrovertida, por lo que Ambroce trató

de seguirle la charada, saber más de ese lugar y anticipar cuál sería el favor que

le pidiera su amigo, el que le comenzaba a parecer una persona ajena, quizás

incluso no compartiendo sus valores y gustos, como podría haber sucedido

después de diez años de distanciamiento y con una nueva familia de por medio.

Ella lo miró a los ojos.

—Julio me pidió un favor.

—¿A ti también?

—No te comprendo.

—No importa, es que Julio parece estar necesitado de favores últimamente.

—Sigo sin comprenderte, pero no viene al caso, el favor que me pidió fue

que saliera contigo y si me parecías atractivo, que te hiciera el amor.

Ambroce tragó saliva. Había unas cuantas experiencias sexuales en su

vida, pero esto lo superaba. Las mujeres de Nebraska no eran unas santas, pero

un hombre necesitaba trabajar un poco antes de poder llevarlas a la cama.

— ¿Qué quieres hacer? —dijo ella, mirándolo con una expresión extraña,

casi se podría decir que voraz.

Él se sintió cohibido por quinta o sexta vez en su vida, por lo que intentó

cambiar de tema porque no le había agradado la actitud de su amigo para con la

muchacha, casi tratándola como una prostituta.

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—¿Eres prostituta? —le preguntó torpemente.

Ella abrió los ojos muy grandes con una expresión de asombro.

—¿Qué? ¿Pero eres tonto? Julio me dijo que eras un poco naif, ¡pero no

me imaginé nunca que me ibas a preguntar tal barbaridad!

Ambroce se cubrió de rubor, como un chico, y casi musitó:

—Perdona, es que no estoy acostumbrado a cómo actúan ustedes en esta

ciudad, digo… Culturalmente.

Ella pareció calmarse y le respondió:

—No hay problema y no, no soy una prostituta, eso no existe en Moth City,

los hombres no necesitan pagar porque las mujeres aquí estamos emancipadas,

además, somos diez mujeres por cada hombre. Explosión demográfica femenil,

le llaman… —y dejó escapar una risita, que hizo sonreír a Ambroce y sacarlo del

“momento de humillación” en el que él solo se había metido.

Después de hacer el amor ella se recostó de espaldas, mientras encendía

un extraño cigarrillo que dijo, era de Hierba. Ella quiso encenderle uno, pero él

se negó, prefería no fumar porque su padre y madre, fumadores compulsivos,

habían muerto de cáncer a los pulmones antes de cumplir cincuenta años.

—Wow... es un torbellino hacer el amor así— dijo Pamela, mientras le

acariciaba la pierna con los dedos de sus pies.

Ambroce ya descontracturado, dijo sonriendo:

—Nunca lo había hecho con una mujer tan desinhibida, tan... agresiva, es

una experiencia fantástica. ¿Todas las mujeres de esta ciudad son así? —

preguntó el muchacho.

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Ella sonrió con una expresión cómplice. La hierba comenzaba a hacer su

efecto.

—¿Ya quieres ir en busca de otra, semental? No, no somos todas así. La

mayoría somos frías, calculadoras y molestas, pero eso es porque no lo hacemos

con personas que deseen satisfacernos. Aunque los hombres son peores, son

fríos, calculadores, distantes, molestos y, además, demasiado circunspectos.

¿Quieres comer algo?

—Me gustaría, hacer el amor me provoca hambre, bastante.

Ella se levantó y caminó hasta la heladera. Ambroce observó su espalda

unos segundos, notando el tatuaje en el omóplato derecho. Era una polilla, de

las que se chocan con el vidrio de los faroles o se meten en las llamas cuando

hay una fogata en medio del campo.

—¿Pasta o pescado? —preguntó ella, mostrándole dos bandejas

pequeñas de vidrio con la comida en su interior.

—Pasta —dijo él, a lo que ella metió las bandejas en un horno pequeño,

esperó cinco minutos cantando “Softly, as in a morning sunrise”, de Abby Lincoln,

completamente desnuda, golpeando su talón derecho sobre el piso y sacudiendo

sus nalgas firmes y pequeñas de un lado para otro.

Tenía una gran voz y Ambroce se sintió hipnotizado por lo que estaba

viendo e imaginó, que Julio debía tener un motivo más que profundo para no

seguir una relación con ella.

Comieron en silencio, mientras él observaba por la ventana un cercano

océano azul que parecía querer desbordarse sobre la ciudad.

—Julio me habló mucho de ti. Dice que eres muy culto, escritor, ¿no? que

los dos se sentaban a leer en voz alta relatos de Dickens, Maupassant y M.R.

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James junto al fuego, mientras afuera la tormenta sacudía las casas de madera

de la ciudad.

—Y de muchos otros autores. Sí, con Julio hacíamos esas cosas, pero

jamás habíamos compartido una mujer tan maravillosa como tú, es más, jamás

habíamos compartido ni siquiera una mujer fea.

Ella dejó escapar una carcajada.

—Eres muy gracioso, ¿lo sabías?

—No, eres la primera mujer que me lo dice. Las otras decían que parecía

un vejestorio esperando la muerte, por lo aburrido.

—Ella volvió a reír con fuerza, mientras se la caía el pescado de la boca y

sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Basta, para…

—Pero no dije nada gracioso…

Ella se atoró y Ambroce hizo que levantara los brazos, apoyándose en su

espalda para ayudarla.

—Oh —murmuró ella, ya que los dos estaban comiendo desnudos.

Cuando se recuperó, Pamela dejó su bandeja sobre la mesita ratona, le

quitó la de él y lo llevó como a un escolar hasta el dormitorio.

Las primeras luces del amanecer lo despertaron, pero el vidrio del enorme

ventanal del dormitorio cambió de color y las filtró bastante.

Pamela se desperezó, miró su reloj y se levantó de un salto.

—Ups, me van a asesinar.

—¿Tus padres?

—Mi esposo, ¿quién vive con sus padres después de los dieciocho años?

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—Yo vivía con mis padres…

Ella dejó escapar otra carcajada.

—Y no crees que eres gracioso, podrías montar un espectáculo en uno de

los pubs de la costanera. Me tengo que ir, mi esposo va a sospechar que…

bueno, ¿qué me importa?, ¿no? El idiota no me toca desde hace un año.

Ambroce observó el bello cuerpo curvilíneo, el perfil de nariz pequeña pero

bien formada y el fino pelo lacio y castaño que le llegaba hasta las nalgas.

—Disculpa que lo diga, pero tu esposo es un imbécil.

Ella le hizo un gesto afirmativo con la cabeza y caminó rápidamente hasta

la puerta. Antes de salir miró a Ambroce y dijo:

—Si Julio te pregunta... dile que sí...— y se alejó riendo por el corredor.

Ambroce se vistió rápidamente para acompañarla a que se tomara un taxi,

o lo que hubiera en esa ciudad que se le pareciera, pero cuando salió se detuvo

frente al ascensor y percibió el calor insano que salía de las entradas de los

hornos atómicos. Era una sensación de enfermedad, de muerte, y nunca se

hubiera imaginado que tanto de su forma de vida y de sus afectos se irían por

uno de ellos.

Estaban sentados en la sala mientras Julio miraba por la ventana hacia el

mar amenazante.

Recostado en el sillón del lado opuesto, Ambroce se inclinó hacia su amigo

y le dijo:

—No eres el mismo, Julio. Estás cansado, sintiendo algo que te abruma,

¿o me equivoco?

—No te equivocas.

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—Mira, yo siento que en esta ciudad existe una mecanicidad casi

automática en la forma de moverse de la gente y tú, bueno, siempre estás como

si estuvieras frente a una encrucijada y no supieras qué camino tomar.

— No estás demasiado lejos de la verdad, aunque hay tantos matices que

ni te los puedes imaginar sin una explicación más profunda.

Ambroce escuchó a su amigo sin interrumpirlo, esperando encontrar alguna

razón que le impidiera sospechar que Julio lo había invitado por un acto egoísta

y nada más.

—No me has dicho el motivo principal de tu invitación, el favor. Hacía más

de diez años que no teníamos comunicación y de pronto, llega un sobre enviado

por ti. Es como sospechoso.

Julio pareció sorprendido por las palabras de Ambroce, pero bajó la mirada

y murmuró.

—Hay algo, sí, pero antes de que te lo pida, debes ver algunas cosas,

entender el por qué. Siempre te expliqué por qué necesitaba cada cosa cuando

te lo pedía, ¿no es así? En cambio, yo no te pedía explicaciones a ti cuando

necesitabas algo.

—En eso no puedo darte la contraria. Pero me preocupa que no seas la

misma persona, aquel amigo de fierro que conocí.

—Sigo siendo el de antes, pero tengo una carga de responsabilidad que no

puedo soslayar.

—¿Un contrato?

—Algo así.

—¿Por qué no tomas a tu familia y nos vamos de este lugar? Podemos ir a

Nueva York, estaba en mis planes, ¿sabías?

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—Desde niño te quieres ir a Nueva York, pero ya no tengo familia, la tiene

otra persona y están felices, o bueno, lo más felices que se puede ser en esta

urbe.

—¿Cómo que tu familia la tiene otra persona? ¿El favor no era que me

llevara a tu familia de este lugar?

—No irían contigo y te denunciarían ante la primera mención de algo tan,

digamos, ridículo para ellos. Irse de aquí no es una opción.

—¿Entonces?

—No es tan fácil de explicar.

—No te entiendo.

Julio retorció sus manos nerviosamente. Estaba al borde del colapso y no

podía controlarse.

—Mira, todos los que firmamos un contrato con “Moth City”, como una

entidad, tenemos un reloj biológico con una terminación, de otra forma viviríamos

demasiado y moriríamos apilados, como te dije, no hay lugar aquí.

— ¿Y por qué no se van? Es fácil, van a la estación, se suben al tren…

—Esa es una decisión política que se escapa de mis manos. Todo aquí

está controlado por un Consejo Corporativo que ya ha tomado las decisiones

para los próximos cien años. Entre ellas no está el abandonar la ciudad y volver

a las raíces. Cuando llegamos aquí era un páramo y se nos avisó que el contrato

que debíamos firmar para trabajar, implicaba determinados protocolos que en su

momento, no tomé en cuenta. Incluso pensé que como dices tú, me subiría al

tren y volvería a mi antigua casona en Lincoln cuando quisiera. La ambición me

consumió, era mucho dinero, como el fuego frente a una polilla, un resplandor

que debía llevarme a la gloria.

- 42 -
Bebió un trago de Ron y se recostó en el sillón.

—Te veo mal, Julio...— le dijo Ambroce, preocupado —...parecería como

si ya no tuvieras ganas de vivir y no me gusta, no me está gustando lo que veo.

—Mañana te dejaré en el Sanatorio. Allí comprenderás el porqué de mi

amargura y cuando todo pase, tú mismo justificarás mis futuras acciones.

Julio detuvo el vehículo en un Bulevar cuyos canteros centrales estaban

pletóricos de flores rojas que pendían de racimos bajo arbustos verdes.

—Ese edificio es El Lazareto. Quiero que entres por esa puerta y salgas

por la que existe en el extremo opuesto. Presta atención a todos los detalles y

no intervengas en nada, por más que te desagrade o te opongas a ello. No te

olvides que aquí no es Lincoln y lo que pueda parecerte horrendo, es lo más

natural para nosotros.

—¿Lazareto? ¿Hay enfermos contagiosos?

—Si fuera así no te haría meter en ese tártaro.

Ambroce asintió, mientras su amigo lo saludaba rápidamente y se alejaba

hacia el norte por el Bulevar.

El edificio del hospital era gris, gigantesco, subyugante. Titubeando

atravesó la puerta giratoria y se encontró con una escena impresionante. Cientos

de personas vestidas de blanco se movían de izquierda a derecha, rápidamente,

sin vacilar, como un cardumen de sardinas. Dentro del edificio decenas de

corredores se cruzaban, mientras desde todos los puntos se podía sentir un

molesto olor a trapos hervidos y manzanas al horno. En una puerta pudo ver un

cartel que decía “Tisanería”, y más adelante, un corredor por donde transitaban

señoras vestidas de colores oscuros.

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Ambroce continuó caminando por el corredor circular hasta que llegó a un

edificio central de forma cilíndrica, desde el que se proyectaban en varias

direcciones una docena de brazos con paredes cubiertas de azulejos blancos y

suelo de mármol gris tornasolado. Un inquietante olor a cosas quemadas —

carne, plástico y flores — lo guio por uno de los tramos que siguió intuitivamente.

Se sentía como en una persecución, detrás de una presa metafísica inexistente

fuera de su propia cabeza. Atravesó una puerta de vaivén de vidrio ámbar y se

detuvo frente a una enorme cúpula llena de camillas con personas acostadas.

Eran hombres y mujeres con una característica común: todos tendrían la edad

aproximada de Julio. A su alrededor se movían varios cientos de mujeres,

hombres y niños que acariciaban las frentes de los postrados o rozaban sus

mejillas con labios curvados.

—Niños… —pensó, recordando que desde que llegara no había visto

ninguno.

Se detuvo cerca de los cuerpos que creía muertos, pero después de una

rápida inspección, se dio cuenta de que aún estaban vivos, en un estado de

semiinconsciencia. Frente a las camillas Ambroce pudo apreciar una gigantesca

puerta de lo que parecía ser bronce, tallada con símbolos que no comprendía y

jeroglíficos con formas animales: cabezas de cocodrilo, cuerpos de león y alas

de murciélago.

Sin moverse observó como un pequeño grupo de enfermeras y médicos

abrían la puerta enorme con unas palancas que parecían ser garras doradas.

Esta protegía una hoguera de llamas azules y naranjas que hicieron que

Ambroce retrocediera instintivamente. Los familiares comenzaron a apartarse y

las camillas, animadas por algún oculto mecanismo, iniciaron una lenta

- 44 -
procesión hacia el horno. Cuando los cuerpos estuvieron en medio de las llamas,

Ambroce contempló con una desagradable sensación en el estómago como la

carne viva era consumida lentamente e incluso, después de cinco minutos, le

pareció que algunos cuerpos todavía se movían con espasmos cada vez más

lánguidos.

Se alejó buscando la salida y sin entender el motivo por el que Julio lo había

hecho ver tal monstruosidad. El olor a Tisanería — ya lo asociaba con ese

nombre — lo invadió dándole náuseas. Casi corrió durante varios minutos, hasta

que llegó a una puerta giratoria y la atravesó, descendiendo por la escalera con

largas zancadas que lo hacían pisar de a tres escalones por vez. La gente lo

observó extrañada. En ese momento se sintió como el extranjero que realmente

era y creyó oler su miedo, les salía por la piel húmeda.

El vehículo de Julio se detuvo a su lado y subiendo la cúpula, él le hizo

señas de que subiera. Ambroce entró al coche y se recostó en el asiento trasero.

—¿Para qué querías que viera esa aberración?... ese “hospital” que no

sana a nadie...

—Ya lo vas a comprender...— murmuró su amigo sombríamente — Hay

una verdad en cada una de las acciones que se cometen en el universo, una de

ellas es que nosotros somos la Ciudad de las Polillas... y al morar entre estos

edificios, entre los otros insectos condenados, yo también soy una polilla.

Julio aceleró y se perdió entre una serie de carreteras de acero que subían

hacia las torres de ajedrez, mientras Ambroce meditaba las palabras de su amigo

sin todavía poder comprender su significado total.

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Moth City era una ciudad extremadamente seca. Nunca llovía a pesar de

que el cielo estaba constantemente nublado. Era como una cosa artificial, un

parque de horrores de metal, vidrio, bronce y madera. Se sintió como cuando su

padre detuvo el coche frente a un zoológico de carretera abandonado, a pocos

quilómetros de Lincoln. Habían descendido a pesar de la protesta de su madre,

y atravesado un portón volcado.

—Mira eso, es interesante, ¿no, Microbio? —le había dicho Oswald, su

padre, señalándole las jaulas llenas de esqueletos de animales exóticos. —En

este lugar hubo un escape de gas antes de que tú nacieras y no sobrevivió nadie.

El ejército se llevó los cuerpos de los dueños de este lugar y de los visitantes,

pero dejó todo lo demás —le dijo, mientras encendía un Marlboro.

Ambroce se había sentido muy impresionado en ese entonces, mucho más

aún cuando vio el cuerpo del imponente elefante, misteriosamente en pie, la piel

todavía adhiriéndose a los huesos con huecos por los que asomaba la osamenta.

Su padre lo llevó al serpentario. Allí le habló de la persistencia de los olores.

— Siente este olor...— susurró, mientras alzaba la nariz desde su cuerpo

delgado de un metro noventa y ocho de altura.

Ambroce lo imitó, sintiéndose asqueado ante el aroma picante y amargo

que castigó su nariz.

—Son serpientes antropófagas. Es el olor a serpientes devoradoras de

humanos. Recuérdalo, si todavía se siente el olor es porque alguna de ellas

regresa cada tanto por aquí, buscando comida fácil. Siete metros de hambre y

destrucción, ¿comprendes?

—No sabía que había serpientes tan grandes — había murmurado

Ambroce, aterrorizado por la revelación.

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—No todos lo saben, están acostumbrados a las “cascabel”, o las “hocico

de cerdo” pero no a estos monstruos que provienen de junglas y pantanos del

sur del planeta o de Asia.

Padre e hijo avanzaron por el serpentario. Los esqueletos de las tortugas

lo impresionaron desde su alienidad. Le parecían monstruos extraterrestres

acorazados envueltos en trajes para surcar el espacio infinito, que hubieran

fallecido cerca de sus naves espaciales y fueran descubiertos millones de años

después por astronautas humanos. Un enorme habitáculo con su cristal blindado

roto lo atrajo. Se acercó a él descubriendo una osamenta de unos diez metros

de largo. Leyó «Anaconda» en la placa de bronce y madera. El esqueleto de la

serpiente parecía ondular dentro de una piscina interior y a su lado estaba lleno

de pequeñas osamentas de tortugas. Esa imagen le trajo el recuerdo de una

película de ciencia ficción que viera en el cine del centro de Lincoln: la serpiente

era el armazón de la arcaica nave alienígena, las tortugas, los tripulantes

muertos dentro de sus escafandras acorazadas.

Se sirvió una taza de chocolate de la máquina y lo bebió, meditabundo.

Julio llegaría mañana por la tarde de un viaje de último momento y Ambroce le

comentaría sobre su decisión de regresar a su ciudad natal. Él no quería estar

más en ese zoológico repleto de esqueletos cubiertos de piel, donde se quemaba

viva a la gente por motivos que no podía imaginar. Pero trataría de llevarse a

Julio con él. Creía firmemente que los argumentos y la lógica serían más fuertes

que la compulsión de su amigo por quedarse para terminar creyó, como los

Hombres Polilla del sanatorio. Si él no quería subirse a una de esas camillas,

- 47 -
Ambroce estaría allí para arrastrarlo hasta la estación de trenes y saltar dentro

del primero que llegara con rumbo a no importaba dónde.

El leve siseo de la puerta al abrirse lo despertó. Julio dejó la pequeña

maleta sobre el sillón y se sentó, sacándose los zapatos con sus propios pies.

—Hola...— dijo.

Ambroce notó preocupado, que su rostro tenía un matiz de resignación.

— ¿Te pasó algo malo?

—Nada que no esperara.

— ¿Puedo preguntar?

—Voy a bañarme, después hablamos, ¿ok?

Estaban sentados frente a la enorme pantalla de un televisor que desde

que llegaran, Julio jamás había encendido. En un canal transmitían una película

interpretada por Bob Hope y Jerry Lewis.

—Como te dije anteriormente, soy un simple ingeniero, nadie más

importante que los otros diseñadores y constructores de esta urbe. De los

“directores” apenas se susurra, incluso una vez creí conocer a uno de ellos, pero

era solamente un supervisor, otro miembro del Pueblo de las Polillas y no el que

enciende la hoguera.

Ambroce no respondió. Nunca había visto a Julio tan obsesionado con algo

sin ningún sentido y lo del “Pueblo de las Polillas” lo era.

—Julio, mañana regreso a casa y quiero que vengas conmigo. Aquí nadie

te necesita, pero allá... sabes bien que eres mi única familia.

—¿Y tus padres?

- 48 -
—Los mató el cigarrillo.

Julio lo miró en silencio, suspirando. Después de casi un minuto sin decir

palabra alguna, respondió:

—No creo que pueda, mi amigo, no entiendes, hay cosas que son

ineluctables, designios contra los que no se puede luchar. Además, eso

provocaría que mis “paranoicos” compañeros de trabajo hicieran suposiciones

que culminaran mal, muy mal, incluso para ti.

—“No hay nada contra lo que no se pueda luchar”, decías tú, ¿lo

recuerdas?

La mirada de Julio pareció iluminarse unos segundos, a lo que Ambroce

agregó:

—Mañana cuando amanezca te vas conmigo. Toma lo que consideres

importante y subimos a tu autito de juguete y vamos hasta la terminal. Después

nos trepamos al primer tren que pase sin sacar boletos en la estación para no

alertar a nadie. Ya encima del tren nos manejaremos con el inspector.

Julio se quedó en silencio unos segundos, hizo unos gestos extraños con

su rostro y señalando hacia arriba y abajo con su mano, como un loco, cambió

repentinamente su expresión sombría y rio, mientras espontáneamente se

levantaba y abrazaba a Ambroce.

—Está bien, amigo, voy contigo. Pero tenemos que llevar a alguien más.

—¿A tu exmujer y tus hijos?

—No son mis hijos y ahora tienen un padre más joven, más acorde con la

edad de mi exmujer. Quiero que nos llevemos a Pam, está por terminar su Máster

de arquitectura y en cualquier momento le va a llegar la oferta para que firme por

- 49 -
la Ciudad de las Polillas, ¿comprendes? Aún está a tiempo de escapar y ese era

el favor que te quería pedir, que te la lleves.

—Eso me descolocó.

—Pam era amiga de mi hijastra y estuve saliendo con ella casi diez años,

desde sus dieciséis hasta hace unos meses… ¡y no me digas que soy un viejo

verde! Fue algo que sucedió y se mantuvo en el tiempo. Pero la dejé porque

quería que saliera de este lugar, que fuera feliz y viviera hasta que su propio reloj

natural así lo definiera. Voy a llamarla, prefiero que no escuches porque no sé si

querrá aceptar lo que le voy a ofrecer y hay cosas que no quiero que sepas,

intimidad, le llaman —se levantó, atravesó la puerta y la cerró. A los pocos

minutos regresó del dormitorio sonriendo. A pesar de su aparente felicidad,

Ambroce notó que tenía cierta opacidad, era como si detrás de su rostro hubiera

un cráneo de acero, una manifestación de toda esa urbe fría y distante

enquistada en su cuerpo.

Cuando llegaron a la planta baja, Julio lo miró a los ojos y le dijo:

—En caso de que surja alguna contrariedad quiero que tomes a Pam,

conduzcas hasta la estación y se vayan lo más lejos posible.

—Nos vamos a ir los tres de aquí, amigo. No hay una segunda opción.

—¡Por favor, escúchame! Quiero que te lleves a Pam... ¿me entiendes? Es

una gran chica, es buena, ya no queda mucha gente como ella en este mundo

de mierda y trata de que no pase como con mi tanque Tiny Toy, ¿está claro? No

la vayas a perder esta vez.

Ambroce metió su mano en el bolsillo de la campera y sacó un pequeño

tanque de juguete.

- 50 -
—¡Me mentiste! ¡No lo habías perdido! —exclamó Julio, feliz, pero

imprevistamente hizo un movimiento casi burlesco, como el de un arlequín que

se hubiera quitado su pintura en un acto de rebeldía contra de la fantasía del

mundo, se acercó hasta la tapa de los hornos que calentaban el edificio, la abrió

y sin que su amigo atinara a hacer nada, se arrojó hacia las llamas azules.

Ambroce solamente se quedó allí, intuyendo lo que iba a hacer Julio desde

que le hiciera conocer el destino de los pacientes de ese horrible hospital,

personas de la misma edad que él.

—Soy del pueblo de las polillas...— había dicho. Y como las polillas, fue

atraído por el fuego.

El pequeño BMW que conducía Pam se detuvo frente al edificio. Ella lo miró

y le alzó las cejas, sonriendo, mientras subía la cúpula de su vehículo de tres

asientos.

—¿Y Julio? —preguntó, saltando del interior del automóvil.

—Fue una polilla —atinó a decir Ambroce, con los ojos llenos de lágrimas.

Ella se acercó a él y lo abrazó, dejando escapar un sollozo.

—Hoy me llegó el contrato, pero Julio me pidió que no lo firmara. Sácame

de aquí, por favor… —gimió ella y subieron al pequeño vehículo que condujo

Ambroce con expresión desolada.

Llegaron a la estación en el momento que un tren que se dirigía a Houston.

Subieron rápidamente y se acomodaron en un compartimiento privado,

esperando que en cualquier momento unas autoridades que Ambroce jamás

había visto, aparecieran y se llevaran a Pamela nuevamente para la Ciudad de

las Polillas.

- 51 -
Pero el ferrocarril se sacudió, despidió un sonido metálico y chirriante y

partió de la estación dejando atrás el recuerdo de un amigo que jamás podría

escapar del fuego, que su sino era el de terminar como lo hizo, dentro de las

llamas.

—A mi amigo Polilla— se dijo Ambroce y miró a Pamela, pensando que

Julio le había legado esta vez lo mejor que había encontrado en su vida.

- 52 -
SOBRE EL AUTOR

Roberto Bayeto fue uno de los creadores e impulsores de la

primera revista de cómic en Uruguay llamada "Rem" y del primer

fanzine de ciencia ficción y fantasía "Trantor", además de creador

de la revista de ciencia ficción y fantasía "Diaspar". En este período

(1985-1990) también publicó en revista "Vórtice" de Argentina.

De 2001 a 2005 fue codirector de la revista "Dias extraños" en

Uruguay. Publicaciones en revistas "Bodoï" de Francia y en "Magic

Attack" de Alemania. Publicación del cómic "Genética Grunge" en

sus dos entregas "Revelaciones" y "Tiempo fuera" en varios países, entre ellos: Francia,

Holanda, España y EE.UU. Publicación en Antología "Utopiae 2004" e invitado en la

Convención de Utopiae de ciencia ficción en Francia. Publicación en revista "Heavy metal",

especial Sirenas de EE.UU y en Revista "Asimov Ciencia Ficción" de España.

En el periodo de 2006 a 2010 ha sido guionista de la serie animada "El pequeño héroe" en

sus dos temporadas, "El tesoro de la luz" y "La leyenda del lobizón" emitido en "Canal 4" y

de "El pequeño héroe, el musical" obra de teatro realizada en el Teatro Metro (Uruguay).

Recibió junto con el equipo premios "Tabaré" y "Arroba", este último a mejor

emprendimiento tecnológico. Publicación en "Fragmentos del futuro" (España), en "Qubit"

Especial Uruguay Cyberpunk (Cuba), en revista digital "Bem Online" (España). en revista

"Galaxies" (Francia).

Actualmente se encuentra codirigiendo la revista digital Mordedor.


presenta…

Alquimia, brujería,
satanismo, sectas, fantasmas,
posesiones demoníacas,
vudú, los límites de la
muerte, la simbología de las
matemáticas, hechicería,
caos, paganismo,
conspiraciones...
Las nueve lágrimas de
Loviatar
Por Ariel F. Cambronero Zumbado
I

Vainoharhaisuus

¡Din, don! Apenas escuchó el timbre, Carlos abrió la puerta. No había

nadie del otro lado, solo un paquete de casi un metro de alto envuelto en papel

estraza. «¿Quién se habrá acordado de mí en esta Navidad?», pensó abúlico.

Dubitativo, inspeccionó el objeto de arriba abajo en busca de alguna nota. Al

tocar la envoltura, la garganta se le hizo un nudo y la respiración se le aceleró.

En ese momento, los vecinos de los apartamentos de ese mismo piso abrieron

la puerta y dieron un paso al frente. Sincronizados, se giraron hacia Carlos y

fijaron la mirada en él. Trémulo, sin dejar de ver a todas partes, se apresuró a

entrar y pasó el cerrojo. Al unísono, un ejército de portazos retumbó por todo el

pasillo unos segundos después.

¿Qué había sido todo eso? Aspiró una enorme bocanada de aire. Colocó

el obsequio sobre la mesa y, desganado, rasgó el envoltorio: una pintura quedó

al descubierto. Apenas la vio, se sostuvo con fuerza de una de las sillas,

luchando por no desmayarse, y se sentó lo más rápido que pudo. Todo le dio

vueltas durante un buen rato. Pálido como un cadáver, parpadeó obsesivamente

varias veces y observó sus manos con detenimiento: temblaban como si

padeciera de Parkinson. Un hormigueo le estrujaba la carne dentro de las

palamas y un sudor frío le congelaba cada rincón de su cuerpo. Debido a que los

labios se le secaron como si estuviera en invierno, se relamía de forma

compulsiva hasta que la lengua se le secó. Tragando con dificultad la poca saliva

- 56 -
que le quedaba, cerró los ojos y recostó la frente sobre la mesa. Así permaneció

varias horas.

Cuando el malestar pasó, se tomó un vaso de agua y, sin darle mucha

importancia a lo ocurrido, ya que no era la primera vez que le sucedía, prosiguió

con su faena. Convirtió el papel en una bola y la arrojó encima del sofá.

Contempló el cuadro: retrataba a una jovencita ataviada con un vestido celeste

de mangas bombachas y vuelos negros en la parte del corsé. De su cuello,

colgaba un pendiente de plata con una cruz de doble brazo que emergía del

centro de un infinito. Aparte de embelesarlo, el fenotipo de la doncella lo

intrigaba: piel pálida como la de una vampiresa, guedeja nívea y lacia recogida

en una trenza sobre el hombro, dos esmeraldas a modo de ojos, pómulos

rosáceos y pronunciados, nariz respingada y boca pequeña de labios carnosos.

A la vez que lucía una espléndida y desbordante sonrisa, lloraba con desmesura,

como si sufriera la peor de las calamidades.

Había un detalle aún más extraño: detrás de la señorita, yacía un espejo

que no la reflejaba; en su lugar, se proyectaba un centenar de glóbulos oculares.

Carlos sacudió la cabeza, parpadeó con insistencia y observó, esta vez con más

detenimiento, el fondo del cristal. Los glóbulos oculares se habían movido. Ignoró

ese juego visual y prosiguió examinando la obra. El marco del espejo era igual

al del cuadro: una miríada de manos de bronce en posición de rezo. Luchaban

por mantenerse unidas para no interrumpir la plegaria. A ambos laterales de la

chica, ratones y grillos bailaban entre sí sobre una pila de vísceras. De los dorsos

de los roedores y los insectos, nacían varios hilos que se alzaban hasta perderse

debajo del marco: no se podía identificar en dónde acababan o, más bien, en

- 57 -
dónde empezaban. Tanto los mures como los saltamontes vestían un traje de

bufón de diferentes tonos entre azul y violeta.

Tras escalofriarse por el encanto insuflado por la obra, una arcada por

poco hizo vomitar a Carlos. Batallando por no despegar la vista de la dama, giró

el presente: un sobre adherido con cinta pendía justo en el centro. Contenía una

hoja con la siguiente frase: «JOS HYVÄKSYT “LOVIATARIN YHDEKSÄN KYYNELEET”,

RIPUSTAA TÄMÄ MAALAUS TALOSSASI. EI EDES KUOLEMA VOI PELASTAA SINUA». Arrugó

la cara y se le escapó una risilla sardónica. ¿Cuál era esa lengua? Totalmente

desconocida para él. Quizá su mejor amiga, Gabriela, una políglota y traductora

maravillosa, podría descifrar el mensaje. Mientras tanto, colgó el regalo en la

sala y, tras ser invadido por un cansancio sobrehumano, se fue a dormir. Justo

cuando se retiraba del sitio, sin que lo advirtiera, todos los ojos dentro del cuadro,

incluyendo los de la señorita, lo miraron con desdén.

II

Kuolema sisäelimissä

A la mañana siguiente, Carlos se despertó apático. El cuerpo le pesaba y

una terrible fiebre lo cocinaba por dentro. Un saborcillo ferroso y viscoso le

erizaba el paladar. Tambaleó renqueando al baño. Debía sujetarse el pijama

porque se le caía constantemente, como si fuera dos tallas más grande. Se miró

en el espejo: su faz estaba roja y llena de pústulas, plagada de una barba de tres

días y colmada de baba reseca en las comisuras y cúmulos de lagañas en los

rabillos de los ojos. Los pómulos y la quijada se le pronunciaban sobremanera y

las venas se erguían hinchadas y amoratadas por el cuello, los párpados y las

sienes. Intentó tragar un poco de saliva, pero un ataque de tos arremetió contra

- 58 -
él. Empapó todo el cristal de escupa sanguinolenta. Los pulmones se le

embalaron descomedidos. ¿Pero de qué demonios se había enfermado?

Sudaba como un maldito cerdo condenado al matadero.

Se apresuró hacia la sala. Asió el teléfono: sin tono. Estrelló el aparato un

sinfín de veces, pero este no dio el brazo a torcer y permaneció sin tono. Otro

ataque de tos lo embistió: se contorsionó como una lombriz recién pisada hasta

caer de rodillas sobre el porcelanato, enfrente de la pintura. Escuchó una risilla.

Frenético, registró con la vista cada rincón: provenía del cuadro. «Debo estar

delirando», balbuceó. Otro ataque de tos: vomitó una catarata de sangre babosa

y pestilente. Cada vez con más potencia, la tos lo acometía una y otra vez. Él

vomitaba y convulsionaba como un poseso, hasta el punto de expulsar sus

propios órganos. Sus extremidades se enflaquecían luego de cada arcada, luego

de cada trozo de víscera expelida, luego de cada miríada de bilis. Enflaquecían

cada diez segundos. Enflaquecían y enflaquecían hasta reducirse a simples

huesos recubiertos con una tirilla débil y casi transparente de pellejo velludo.

Carlos terminó convertido en un cadáver ahogado en su propia sangre, rodeado

por sus intestinos.

III

Valloitettu mies

Carlos amaneció tirado en la sala. Tras percatarse de que continuaba con

vida, se levantó sobresaltado. Contempló sus manos: temblaban y un sudorcillo

gélido brillaba en sus palmas. Había recuperado el grosor de su cuerpo. Con

precaución, alzó la mirada hacia la pintura, y tragó algo de saliva: el sabor férreo

había desaparecido. El pijama otra vez le quedaba a la medida y la piel había

- 59 -
recobrado su tono acanelado. Se aupó enseguida y se dirigió al baño. Debía

constatar la apariencia de su rostro. Al entrar, advirtió una nota adherida con

cinta al espejo. La arrancó y revisó ambos lados. En el reverso, este mensaje:

«17-1-7-1-19-20 12-1 4-5-22-4-1 5-14 3-1-4-1 23-9-4-1, 5-14 3-1-4-1 19-5-5-14-

3-19-14-1-3-9-16-14. 5-20-21-1-13-16-20 22-14-9-4-16-20 17-1-19-1 20-9-5-13-

17-19-5».

—¡Pero qué diablos! —expresó con una sonrisa sardónica.

Dobló el papel y lo guardó en el bolsillo del pijama.

Un estruendo capturó su atención. Tenso y con la respiración acelerada,

caminó con sigilo en busca del causante de aquel rumor. Provenía de la sala. Al

llegar ahí, un vaho frío se introdujo en sus poros. Boquiabierto y con los ojos

como platos, observó la habitación: todo yacía de cabeza. El techo y el piso

intercambiaron lugares, algunos de los muebles se hallaban invertidos, con las

patas rotas, y los jarrones reposaban hechos añicos encima de la tablilla,

alrededor del bombillo; el televisor dormitaba con la pantalla reventada y el

teléfono, descolgado, chillaba con necedad cerca del umbral que conducía a la

cocina. Solo un objeto se mantenía derecho, en su sitio: el cuadro. Justo cuando

Carlos fijó su mirada en este, todos los glóbulos oculares giraron en torno a él y

empezaron a parpadear con vehemencia.

Tras engullir un mar de saliva y vacilar en avanzar o retroceder, optó por

regresar a su recámara; sin embargo, apenas dio un paso hacia atrás, se vio

puesto de cabeza y, enseguida, se estrelló contra el techo. El escritorio se

abalanzó hacia él y le aplastó un brazo. Además, se fracturó el cuello, lo que le

imposibilitó mover la cabeza. Así, su vista solo podía enfocar un punto: el retrato

de la señorita. Con voz carrasposa y desgarrada, gritó por ayuda. Nadie lo

- 60 -
auxilió. Después de escuchar sus alaridos, los vecinos continuaron como si nada

fuera de este mundo sucediera en el apartamento de Carlos.

Batallaba por moverse, pero su cuerpo no le obedecía. Maldijo al cielo y

la tierra un centenar de ocasiones. Vociferaba como una rata rabiosa contra los

vecinos inútiles, contra todos los dioses que se le vinieron a la mente en ese

momento, contra la persona que le había enviado aquella maldita obra… De

soslayo, percibió algo que lo inquietó: los grillos y los ratones del cuadro salían

bailando de este, formando dos filas perfectas, y se acercaban a él de salto en

salto. Los mures se afilaban los dientes y los insectos se tornaban cada vez más

rechonchos. Luchaba por alejarlos a patadas, pero las piernas no le respondían.

Un sudor helado le humedeció la espalda y las axilas al escuchar cómo los

roedores deshilachaban su pijama. Su corazón deseaba arrancarse y ofrecerse

como sacrificio a Huitzilopochtli, como en el tiempo de los aztecas, antes de ser

la presa de semejantes alimañas.

Terminaron de roer la tela: los ratones, a toda velocidad, le atravesaron el

ano de una embestida y, afanosos, escarbaron para colonizar hasta el último

rincón de sus intestinos. El pobre se reventó las cuerdas vocales de tanto

baladrar. Las lágrimas le chorreaban a borbotones sin poder controlarse. Una

horda de saltamontes aprovechó que tenía la boca abierta de par en par y se

precipitó en su interior como una manada de suicidas románticos; otro grupo, en

cambio, se adentró por sus fosas nasales y oídos risoteándose con brutalidad.

El vientre de Carlos empezó a hincharse sobremanera. Las patas de los grillos

le cosquilleaban y picoteaban la parte trasera de los ojos; inclusive, algunas se

asomaban debajo de los párpados. Los glóbulos oculares se le movían

incesantemente, deseosos de dispararse de las cuencas para escapar de esa

- 61 -
tortura. El semblante se le desfiguraba cuando le destejían los órganos y se los

cambiaban de lugar una y otra vez.

Dos tropas de insectos le empujaron los ojos hacia afuera: quedaron

colgando de un hilillo de carne. La garganta se le infló como el saco vocal de un

sapo. Se infló, se infló y se infló con tanta desmesura que los ratones y las

caballetas se le desparramaron por la boca. Uno de los roedores le carcomió la

tráquea y la faringe: apenas se formó un agujero en la zona de la manzana de

Adán, los múridos salieron a través de este a punta de empujones. La quijada de

Carlos se desmontó de tanta alimaña apiñada en su cavidad bucal. Los

saltamontes se le marcaban bajo la piel: le caminaban por todo el cuerpo, entre

las venas y los músculos, presurosos por visitar hasta el sitio más recóndito de

ese territorio tan exótico para ellos. Al poco rato, los conquistadores habían

arruinado a tal grado el cuerpo que lo dejaron irreconocible, plagado de heces y

huevecillos.

IV

Hukkunut jokapäiväiseen elämään

Una vez más despertó en la sala. Todo estaba acomodado como si nada

de lo que vivió hubiera ocurrido. Sin embargo, había tres elementos inquietantes:

la parte trasera de su pijama se encontraba rota, un nuevo papel reposaba al

lado de su cabeza y un hedor a mierda emanaba de sus poros. El desgraciado

explotó en llanto. Advirtió que no poseía ninguna herida, solo sentía un poco

hinchado el estómago. Trémulo y sollozante, asió la nota y se percató de otro

mensaje numérico: «14-16 16-12-23-9-4-5-20 21-22 5-19-19-16-19. 21-22 5-19-

19-16-19 6-22-5…».

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—¡Maldición! ¿Pero… pero qué es…? ¿Me… me… me estaré volviendo

loco? —sollozó limpiándose con desgano las lágrimas.

Tras girarse hacia el teléfono, se apresuró con vehemencia hacia el

escritorio. Descolgó el aparato y, después de suspirar aliviado al escuchar el

tono, le marcó a su amiga.

—¡Ayúdame, por favor! Gabriela, te necesito con urgencia. ¡Ven, por

favor! Estoy en peligro… —su llanto incrementó—. Te… lo… suplico, Gaby…

La llamada se cortó abruptamente. Carlos reventó el teléfono contra la

mesa. En ese momento, la peste a mierda seca y rancia había aumentado

bastante. Trepaba por sus fosas nasales y su paladar. Asqueado de sí mismo,

corrió a la ducha. Se desnudó y se restregó el jabón contra la piel repetidas

veces. Cada vez más rápido y más fuerte. Más rápido y más fuerte. Más rápido

y más fuerte. Más rápido y más fuerte. Todo en vano. El olor persistía; de hecho,

era todavía más potente y apestoso. De forma involuntaria, arrojó el jabón al piso

y corrió, sin poderse detener, en dirección a la cocina. Los ojos se le tornaron

como platos al advertir que cogía un cuchillo en contra de su voluntad y colocaba

una olla con agua en uno de los discos de la estufa. Forcejeaba por detenerse,

pero su cuerpo le había arrebatado el libre albedrío.

Gritando como desquiciado, hundió el cuchillo en su carne y se rebano a

tasajos los brazos, el pecho, los muslos, el abdomen, las nalgas… Después de

cada corte, quedaba al descubierto una capa gruesa y viscosa de caca con

semillas de pus por doquier. Con las piernas temblorosas y la vista turbia, echó

sus pedazos de cuerpo dentro del recipiente y encendió el fuego al máximo. No

soportó mucho tiempo más. Se arrastró tambaleándose hasta el baño y cayó de

- 63 -
cabeza sobre el inodoro. Terminó ahogándose en el retrete. Lo último que

escuchó fue a alguien halar la cadena.

Illallinen ystävän kanssa

—¡Carlos! —grito con angustia una voz femenina.

Despertó de modo abrupto, sin ningún trozo de menos. El rostro lo tenía

empapado de sopa… Al parecer, se había desmallado y cayó de cara al caldo…

—Es evidente que no has dormido nada. Realmente esa pintura te debe

tener alterado —los pelos se le erizaron al escucharla referirse a la obra—. Pero

bueno, sígueme contando acerca de los mensajes cifrados. Dices que son solo

números, ¿no?

Dubitativo, extrajo los papeles de su pijama y los colocó sobre la mesa.

¿En qué momento había llegado Gabriela? Cavilaba como orate por recordarlo,

pero su mente se mantenía vacía.

—Fíjate bien en esto —le señaló los signos de puntuación de cada nota—

. ¿Lo ves? —arqueó las cejas al percatarse de la faz de signo de pregunta de

Carlos—. Si están separadas por signos de puntuación es porque en realidad

son letras.

—¿Y… —sacudió la cabeza— cómo sabemos qué número es cada letra?

—Supongo que por orden alfabético… Es decir, quizá el uno sea la «a»;

el dos, la «b»; el tres, la «c»; y así sucesivamente.

—Mmm, puede ser…

—Ahora enséñame el mensaje en idioma ininteligible que venía con la

nota del cuadro.

- 64 -
Perplejo y sin respirar, tragó un poco de saliva.

—Ga… Gaby, ¿cuándo te conté acerca de eso? Yo solo recuerdo que

cuando te llam… —¡bum!—. ¡Gabriela! ¡Dios mío, pero qué mierda está

sucediendo!

La cabeza de la chica explotó como un tomate. Bañó la cara de Carlos de

pulpa podrida y agusanada. El cuerpo de Gabriela se derrumbó sobre el

almuerzo. Nervioso e hiperventilando, Carlos se levantó a toda prisa y tiró el

asiento a un lado. Las larvas de la cabeza de Gabriela intentaban meterse en

sus ojos, así que los cerró y se limpió a punta de manotazos. Al levantar los

párpados, se encontró en otro escenario: permanecía sentado, desnudo y

amarrado a una silla. Gabriela le practicaba una felación. Solo que había algo

diferente en ella: le habían cocido los ojos. Batalló por quitársela de encima, pero

fue imposible. La chica le chupó el pene hasta envolvérselo con una baba

mohosa y vidriosa. Él se arqueaba indefenso, aterrado y gustoso a la vez. Se

arqueó hasta verse forzado a cerrar los ojos y gemir entre alaridos tras eyacular.

Al levantar los párpados, la escena había vuelto a cambiar: él se hallaba

totalmente inmovilizado, aún con vida sobre la mesa, sin brazos ni piernas ni la

tapa del abdomen; es decir, era un simple cuenco humano en cuyo estómago se

servía estofado de vísceras. Gabriela utilizaba una de las manos de Carlos a

modo de cucharón para comer de su amigo. Sorbía el caldo con fragor y halaba

las tirillas de carne como espaguetis.

—Si aceptas «Las nueve lágrimas de Loviatar», cuelga este cuadro en tu

casa. Ni siquiera la muerte podrá salvarte —lo miró directo a los ojos—. Así es

como traduciría el mensaje.

- 65 -
Carcajeándose, le abrió la boca y, tras destrozarle el frenillo de la lengua

de una jalón, empezó a devorársela sin quitarle la mirada de encima. El pobre

chico lloraba y baladraba con desmesura. Harta de sus lloriqueos, ella asió sus

pies mutilados y le hundió los pulgares en los ojos hasta extraérselos de las

cuencas. El resto fue oscuridad y sonidos guturales y choque de dientes y

lengüetazos y salivazos y sorbos y risotadas y eructos…

VI

Elämän matka

Despertó en la cocina. Afanoso y sudoroso, miró en torno a él: se

encontraba solo. En la mesa, frente a él, una nota que decía: «21-22 23-1-4-1 5-

20 13-9 10-22-5-7-16». ¿Y Gabriela? Quizá se limitó a descifrar aquellos

mensajes y se fue, ¿no…? ¡Aquellos mensajes! Se apresuró a sacar los otros

papeles y, tras colocarlos en orden, procedió a interpretarlos.

—A, b, c, d, e —decía mientras contaba con los dedos de las manos—, f,

g, h, i, j, k, l, m, n, ñ, o, p… —suspiró—. Así que diecisiete, ¿eh?

Se dio cuenta de que necesitaría un lapicero. Al pasar por la sala, corrió,

sin dejar de ver a todos lados, hacia su cuarto y, lo más rápido que pudo, asió el

primer bolígrafo que halló sobre el escritorio y regresó a la cocina. La pintura,

tanto de ida como de venida, siguió a Carlos con todos sus ojos, con expresión

bufona. Reanudó la decodificación. Letras, números, anotaciones, letras,

números, anotaciones, letras, números, anotaciones… Una y otra vez, una y otra

vez, una y otra vez. Hasta completar el primer mensaje. Hasta completar el

segundo mensaje. Hasta completar el tercer mensaje. Un sudor helado le lamió

la espalda con lentitud.

- 66 -
—…

Boquiabierto y con la cara hecha un signo de pregunta, se levantó de

golpe. La silla cayó de espalda.

—Pero… ¡qué rayos! ¿Mi error? ¿De qué error estará hablando? Esto

tiene que ser una broma…

Empezó a nevar copiosamente dentro del apartamento. Desconcertado,

miró alrededor con la boca abierta: los muebles de madera lucían derruidos por

las termitas, la estufa plagada de herrumbre, los trastes cobijados por una gruesa

costra de grasa, como si no los hubieran lavado en años. Una brisa lo escalofrió.

Tiritando sobremanera, se relamió la resequedad de los labios y se giró: frente a

él, un espejo rodeado de hojas verdes que se marchitaban con tardanza. Dentro

del cristal, la señorita de la pintura desnuda por completo con un espejo al nivel

del ombligo. Allí se proyectaba la misma chica, solo que calva, con moretones

por toda la piel, los labios partidos y sangrantes, y el glóbulo ocular izquierdo

fuera de su cuenca, colgando de un hilillo de carne.

Ella también portaba un espejo delante del ombligo, en el que se reflejaba

la misma mujer, ahora con los senos reventados, el ojo derecho a punto de

explotar y la piel repleta de pústulas. Entre sus manos, un espejo donde se

observaba a la misma dama: esta vez su piel, verduzca y babosa, se podría con

celeridad. De las llagas, salían y entraban a toda prisa ratas impacientes y

rabiosas. Algunas le mordisqueaban la carne; inclusive, una de ellas, encima de

su hombro, jugaba con el glóbulo ocular colgante. Sus cadavéricas manos se

aferraban a un espejo, donde se exhibía otro espejo, roto y con la imagen de

Carlos en cada una de sus trizas. Él yacía sobre un cúmulo de carne

- 67 -
descompuesta en medio de un mar de ciempiés, grillos, ratas y tarántulas que

se movían con frenetismo.

El enorme y primer espejo que contenía a todas esas mujeres se

resquebrajó. Al unísono, se desató una tormenta y Carlos explotó como una

sandía impactada contra la cerámica. La tempestad esparció sus intestinos con

gracilidad por todo el recinto.

VII

Mitä ihon alla?

Carlos se levantó gritando, pataleando y agitando los brazos como

demente. Yacía en el suelo de la cocina. Terminó de auparse. Con el semblante

deformado por una mueca y los ojos como platos, asió un cuchillo y corrió hacia

la sala. Tomó la pintura y, tras escupirle en el rostro a la señorita, la penetró sin

cansancio, baladrando y chirriando los dientes, hasta destrozarla por completo.

Trémulo, dejó caer el arma. Se carcajeó como desquiciado. Los trozos de la obra

sangraban a borbotones. De inmediato, una risa femenina resonó detrás de las

paredes y opacó sus carcajeos. Él empezó a sentir un cosquilleo en sus brazos.

Resoplando y chillando, observó cómo varias criaturas le caminaban debajo de

la piel, la cual empezó a ennegrecerse a los pocos segundos. Ya no eran solo

sus brazos: le correteaban por todo el cuerpo. Parecía un ejército de tumores

marchando dentro de él. De pronto, aquellas cosas le royeron la carne. Roían,

roían y roían hasta emerger, como polluelos desesperados por romper el

cascaron.

Gritando como orate, se golpeó a sí mismo para asesinar a aquellas

criaturas. Una de ellas salió: una rata albina. Entre arcadas y alaridos, cogió al

- 68 -
animal y lo estrelló contra el porcelanato. Escuchó cómo chillaban más de

aquellas alimañas debajo de su carne. Sin pensárselo dos veces, tomó el cuchillo

y se apuñaló con frenesí. Los baladros eran sofocantes. Chorreaba sangre en

demasía, pero no le importó. Siquiera consideró detenerse. Se tasajeó el

abdomen y las extremidades. Tras arrancarse un trozo de muslo, descubrió un

nido de ratoncitos apelotados entre sí. Acuchilló, acuchilló, acuchilló… Los mures

huyeron de su escondite a toda velocidad, empujándose unos a otros; él, en

cambio, cayó al suelo luego de terminarse de amputar la pierna. Amputó un

brazo, su otra pierna, su pene, sus mejillas, su nariz… Se yuguló para poder

liberar, y liberarse, de la rata que le apretaba la garganta.

VIII

Väära toivo

Abrió los ojos: la pintura se vanagloriaba desde lo alto de la pared, frente

a él. Había un pequeño cambio en ella: se tapaba la boca como si riera a

carcajadas. Carlos se echó a llorar. Agarró su cabello y se lo arrancó a tirones.

Hiperventilando y trémulo, se arrastró hasta su cuarto. Revolcó los cajones de

su mesita de noche, su escritorio y su armario. Rebuscó y rebuscó hasta hallar

un encendedor. Tomó el basurero de la cocina, vació la basura en el piso y, luego

de haberle prendido fuego, arrojó el cuadro en su interior. En ese momento, se

encendió la televisión de la sala a todo volumen. Carlos fue a echar un vistazo.

El aparato proyectaba la escena de violación de Perfect Blue. Mima, la

protagonista, gritaba de manera demencial y forcejeaba para quitarse de encima

a sus violadores; de súbito, como si ella ahora controlara el guion, guardó silencio

y giró la cabeza hacia atrás. Con sus enormes ojos cafés, penetró la mirada de

- 69 -
Carlos y susurró: «¿Acaso ya lo olvidaste? Porque yo aún no…». Él tragó un

poco de saliva. Vacilante, dio un paso al frente. Pero no avanzó más. Se mantuvo

así durante unos minutos, hasta que, tras tomar un poco de aire, se aproximó al

televisor. Justo antes de que lo desconectara, este se apagó por cuenta propia.

En el basurero no quedaba más que una torre de humo que se mecía de un lado

a otro con debilidad.

Invadido por un bostezo, se fue a dormir con una sonrisa triunfal de oreja

a oreja.

IX

Ikuinen elämä

Apenas se despertó, se apresuró a verificar si la pintura aún seguía ahí.

La pared estaba vacía. Por fin se había librado de ella. Suspiró. Con una sonrisa

despreocupada, fue por un vaso de agua a la cocina. Admiró la transparencia

del líquido precipitarse dentro de la transparencia del vaso, como si con ello

erradicara la tensión de todo lo acontecido. Tras cerrar el grifo, dirigió la vista

hacia el calendario aferrado a la refrigeradora: «24 de diciembre». Desde el

veinticuatro de diciembre había desperdiciado ocho días de vacaciones por culpa

de aquella… Esperen… ¿Veinticuatro de diciembre? ¿Cómo era posible?

Sacudió los hombros con afán despreocupado y, sorbiendo un trago de agua,

caminó de vuelta a su cuarto. Cruzó la sala con tranquilidad y, justo cuando iba

a entrar a la recámara, se detuvo en el umbral. Tras titubear un poco, con los

ojos entrecerrados, regresó a la sala. Apenas entró en ella, un sabor aceitoso y

amargo le inundó el paladar. Escupió instintivamente. Múltiples gotitas de todos

los colores se balanceaban en sus labios y un escupitajo iridiscente se retorcía

- 70 -
en la cerámica. Miró enseguida el vaso: lo arrojó lo más lejos posible y se limpió

la lengua con la camisa. El agua ahora era aceite multicolor que serpenteaba

desesperado.

Una risotada retumbó por todo el recinto. Advirtió dos cosas que le

erizaron la piel, lo encorvaron de golpe y le tornaron los ojos como platos: se

encontraba encerrado en un cubo, las salidas a su cuarto y la cocina habían

desaparecido. Tanto las paredes como el techo y el piso ahora se hallaban

recubiertos de obras pictóricas. Entre ellas, resaltaba «Las nueve lágrimas de

Loviatar», el retrato de la señorita de mirada esmeralda, la cual lo avizoraba, con

una enorme sonrisa y ya sin lágrimas en el rostro, desde la esquina en la que

había sido colocada el día de su llegada a aquel hogar.

Carlos cayó de rodillas, llorando y gritando como orate. De pronto, un

escalofrío lo forzó a girarse a la derecha. Una pintura sobresalía de las demás:

«Saturno devorando a su hijo», de Goya. Tras un parpadeo, ahora él era quien

se hallaba en manos de Saturno, observando la realidad desde el interior del

cuadro. Las ratas y los grillos de «Las nueve lágrimas de Loviatar» se asomaron

por la esquina inferior diestra, anonadados por lo que le ocurriría a Carlos. De

pronto, Saturno lo decapitó de un bocado: una lluvia de saltamontes azotó el

espacio y todo se oscureció.

Fuera del óleo, una jovencita de vestido celeste se acercó a la pintura.

Contempló sus obras anteriores: «VAINOHARHAISUUS», «KUOLEMA SISÄELIMISSÄ»,

«VALLOITETTU MIES», «HUKKUNUT JOKAPÄIVÄISEEN ELÄMÄÄN», «ILLALLINEN YSTÄVÄN

KANSSA», «ELÄMÄN MATKA», «MITÄ IHON ALLA?», «VÄÄRA TOIVO». Sonrió y admiró

su nueva producción: la cabeza de un hombre, con las cuencas vaciadas y la

boca desdentada, sobre un montículo de estiércol en medio de un mar

- 71 -
interminable de ratas, caballetas, ciempiés y tarántulas de colores variados y

vívidos. Las alimañas salían y entraban de todos los orificios de la cabeza. En la

frente, un símbolo pintado de musgo: una cruz de doble brazo que emergía del

centro de un infinito. La tituló «IKUINEN ELÄMÄ».

- 72 -
SOBRE EL AUTOR

Ariel F. Cambronero es un escritor de 26 años nacido en Heredia, Costa Rica. Es egresado

de la carrera de Literatura y Lingüística con Énfasis en Español de la Universidad Nacional

(UNA). Actualmente, cursa la Maestría Académica en Lingüística en la Universidad de

Costa Rica (UCR). Ha colaborado en las antologías Y2K de la Editorial Estudiantil de la

UCR con su poema “Hijo” (2019), Brujería de la Revista Fantastique con su relato

“Decarabia” (2019), Los gatos de la Editorial Aeternum con su cuento “El nazareno del

gato blanco” (2019), el cual fue denominado como el mejor texto de todos los

seleccionados, Discapacidad malévola, también de la Editorial Aeternum, con su cuento

“¡Nosotras somos legión!” (2019) y Papeles de la pandemia de la revista Letralia con su

relato “Ojos que aún siguen ahí” (2020). Ha publicado en revistas nacionales e

internacionales tales como: Monolito (2018), Palabrerías (2018), Revista Fantastique

(2018), Ágora-Colmex (2018), Larvaria (2018), Letralia (2019), Íkaro (2019), Vaulderie

(2019), Entropía (2020), entre otras.


Un
hom
bre
can
sado
por
Javier Garrido

Ilustración de Erich Schilling (1885-1945)


El hombre está en verdad muy cansado y tiene sueño. ¿Quién puede negarlo?

Lo único que desea en el mundo es llegar a su casa para echarse a dormir, aspira

a caer en su cama como una piedra: su agotamiento es así de profundo y en ese

momento ninguna otra cosa parece importarle. A ratos parpadea, pero sabe bien

que cerrar los ojos es una trampa, porque le seduce no volver a abrirlos. Es por

eso que se empeña en mirar con los ojos muy abiertos, como con asombro, pero

eso lo agota aún más y no puede darse la más pequeña tregua en la vigilancia.

Siempre previsor, no solía pasarle eso de que se le hiciera tarde. Nuestro hombre

cansado es un ciudadano ejemplar, de costumbres ordenadas, fiel a sus hábitos

rutinarios, al que le complacía, tanto como a cualquiera, estar en su casa antes

de que dieran las ocho de la noche. Para eso contaba con la proverbial

puntualidad del subterráneo, el gusano plateado que recorre presuroso el oscuro

vientre de la ciudad. Y así era siempre, hasta ese maldito día: un verdadero día

de mierda en que todo lo que podía salir mal, le ha salido mal, y ahora le tocaba

pagar las consecuencias. Regresaba a su hogar demolido, con los músculos del

cuello agarrotados, manteniéndose en pie a duras penas, más muerto que vivo.

Es tardísimo y el vagón viaja casi vacío: acaso este sea ya el último tren,

haciendo el imposible último trayecto de la noche. A intervalos, el gusano

plateado decelera, y una voz metálica gangosea el nombre ininteligible de la

estación, y tras detenerse, las puertas se abren con un gemido neumático a los

andenes despoblados.

A veces, alguien sube o alguien baja.

¿Qué hora será?

- 75 -
Hace rato que dejó de mirar el reloj de su muñeca para no desesperarse.

También sabe que en cada una de las estaciones que van atravesando titilan en

lo alto números rojos, pero sus ojos fatigados ya no son capaces de descifrarlos

y solo los percibe como puntos parpadeantes suspendidos en la penumbra.

El hombre cansado no ignora que su viaje es largo y que aún le queda mucho

recorrido por delante, muchas estaciones desiertas que atravesar con irrisión,

pero se mantiene firme es su decisión de no dormirse. Deplora su inexcusable

negligencia por no traer consigo nada para leer, y por eso se afana en distraerse

observando a los otros pasajeros, espiando los pequeños actos de esos otros

habitantes de la noche. Lo cierto es que fuera de eso no hay mucho que mirar.

El vagón es exactamente el mismo en la mañana que en la tarde, en la tarde que

en la noche, con sus asientos simétricos, sus agarraderas cromadas, los paneles

en que se exhibe la topografía de las líneas o secos mensajes institucionales o

coercitivos. Lo único que cambia son los viajeros, y por ellos uno puede discernir

el momento del día casi tanto como por el reloj: en la mañana lucen indiferentes,

en la tarde pugnaces, en la noche devastados.

(Como él mismo).

Algunos de los pasajeros van abstraídos, escudriñando la pantalla del celular

con el rostro agobiado, como penitentes, y hay unas pocas, poquísimas,

conversaciones rumoreadas; casi todos evitan mirarse. Es como en los

ascensores —piensa—, en donde es de pésimo gusto que los ojos se

encuentren, pues la norma es el silencio mientras se mira vacuamente hacia

algún punto impreciso. Pero igual envidia la buena fortuna de esos pocos que

pueden mantenerse despiertos charlando. Aunque por regla general le parezcan

repulsivas las conversaciones causales con desconocidos y las evite como a la

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peste, esa noche hubiera aceptado con agrado hacer una excepción. Si tuviera

alguien con quien hablar —piensa—, el viaje no se le haría tan largo y no tendría

por qué temerle al sueño. Podría, quizás, comentar lo tedioso que ha sido su día

(y suele siempre ser así), o el mucho tiempo que se tiene que malgastar en estos

viajes de una punta a otra de la ciudad (nunca menos de cincuenta y ocho

minutos en la mañana, y otros cincuenta y tantos en la noche), o el mal estado

del tiempo (llueve continuamente), o alguna noticia vislumbrada de un vistazo al

periódico: le bastaría una conversación trivial sobre un tema cualquiera. Pero en

lugar de eso solo tiene su propio cansancio.

Baja los ojos y mira por un instante sus propias manos, colocadas con simetría

perfecta sobre las rodillas. Nota que la derecha es algo más grande que la

izquierda y que tiene manchados de nicotina los dedos índice y corazón.

Los párpados se le hacen pesados y comienzan a ceder. Cerrar los ojos se le

antoja la mayor de las felicidades. De golpe, hace una inspiración profunda,

retiene un momento el aire y luego lo exhala ruidosamente. Se da una palmada

en la rodilla y abre los ojos.

Está despierto y decide de modo irrevocable permanecer así: no se dejará

derrotar.

En la siguiente estación el tren reduce la velocidad, aunque no llega a detenerse.

Eso no resulta para nada inusual: algunas estaciones cierran un poco más

temprano que otras. Lo sabe desde siempre, pero igual le produce una sensación

de extrañeza ver a esos dos o tres obreros afanándose en asear la inmensidad

de los andenes vacíos, taciturnos y borrosos como espectros.

Para terminar de despabilarse, mira alrededor.

- 77 -
¿Cuánta gente lo acompaña en el vagón? Muy poca, ya menos que hace diez

minutos, pero quizás demasiada para esa hora de la noche. ¿Seis personas?

No, más bien ocho (conmigo, nueve). El hombre cansado está sentado al final

del pasillo, del lado izquierdo, de frente a la dirección de la marcha, y desde esa

posición privilegiada puede observar bien a los demás pasajeros, sus colegas de

infortunio.

También es libre de mirar por la ventanilla, aunque fuera de las estaciones en el

exterior por lo general no hay mucho que ver: apenas un agonizante rayón

tartamudeante de fría luz eléctrica rompiendo la penumbra.

Aunque no siempre es así: de golpe, en medio de la oscuridad del túnel, se

cruzan tumultuosamente con un tren que viene en sentido contrario, un caos de

luces en el que por un instante microscópico alcanza a discernir un rostro fugaz

pegado a una de los cristales.

A unos pocos pasos, de su lado del pasillo, pero más allá de la puerta, le ofrece

su perfil un hombre muy alto y trajeado de negro riguroso, con el cabello canoso

ralo y facciones afiladas, que hojea con parsimonia y metódica precisión un

periódico. Parece abstraído en la lectura, pero a intervalos irregulares el lado

izquierdo de su rostro es perturbado por una brusca convulsión que le levanta la

comisura del labio. Frente a él, en el lado contrario, viaja una mujer joven que

llama la atención por su belleza vagamente pueril, de cara redonda, ojos color

avellana y cabello muy corto, revuelto y oscuro. Viste una blusa roja muy

escotada y falda negra por encima de las rodillas, con las piernas enfundadas en

medias del mismo color. Desde un poco más allá, dos mozarrones musculosos

procuran ganar su atención bisbiseando y dirigiéndole risas y requiebros soeces,

- 78 -
pero ella permanece impasible y solo mira al frente, con los brazos cruzados

sobre el pecho, como si se sintiera desnuda.

También el hombre cansado la mira y se indigna, y no ignora que quizás lo

correcto sería que interviniera y que les impusiera respeto a los zagaletones, ya

que ese no es el comportamiento correcto con una mujer sola, pero que le puede

importar si lo que tiene es sueño. Y aunque no se atreve a confesárselo, acaso

también contribuya a disuadirlo el miedo: lo único que le faltaría a ese día sería

enredarse en una pelea confusa por una desconocida en inferioridad de

condiciones.

(No, eso no lo va a admitir jamás).

Deja correr los dedos por la cabellera y la frente sudorosa.

Mucho más lejos, casi en el extremo opuesto del compartimiento, conversa una

pareja, pero como están de espaldas a él, apenas entrevé dos cabezas muy

juntas. La de la izquierda tiene cabello de mujer y se estremece como si riera.

¿En realidad ríe? No lo sabe, ya que solo ve el movimiento acompasado de los

hombros y de la mata de pelo rubio.

De improviso, sin que viniera a cuento, lo asalta un recuerdo desagradable.

Ya no está muy seguro de cuando sucedió. Sin duda, muchos meses atrás. ¿O

quizás años?

Iba en un vagón exactamente igual a ese, pero no a la misma hora: en aquella

ocasión era viernes, algo después del mediodía, y el tren entraba a una estación

atiborrada de gente. Al decelerar, levanto la vista y vio a la muchedumbre dar un

paso adelante como un solo bloque; enseguida, sin transición se elevó un

clamoreo unánime de horror y apenas un instante después sintió el trepidar y el

craquido de algo que se quebraba bajo las ruedas de la máquina. Alguien, un

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desconocido, había saltado a las vías, o quizás otro alguien lo había empujado

(nunca llegó a saberlo). En medio del caos hicieron apearse a los pasajeros y

evacuaron la estación. Más tarde, al referir el caso, un médico al que conocía y

al que luego no quiso ver nunca más le había comentado en tono de guasa que

en la morgue cosían las heridas de la víctima aplastada y esta quedaba con el

aspecto disforme de una almohada vieja, ya que los huesos triturados no se

podían recomponer.

El solo recordar aquello aún le revolvía el estómago.

Abstraído en esta incomoda evocación tardó en notar que el tren había vuelto a

detenerse. Escucho por la megafonía la voz del conductor pronunciar las ultimas

silabas del nombre de la estación, sin llegar a discernirlas.

Dos figuras más completaban la población fija del vagón, que lo acompaña desde

al menos ocho o nueve estaciones atrás (en el entretanto, otra gente ha subido

y bajado, formas afantasmadas, borroneadas, un policía, un músico ambulante,

un marinero, una meretriz, una señora obesa que apenas viajó una estación, un

funámbulo, un hombre muy grueso y moreno que no quiso sentarse y que miraba

alrededor como son extrañeza, pero todos esos no cuentan). Cuatro o cinco

asientos adelante, casi en el centro del vagón, quizás a media distancia entre la

pareja de novios y la pareja de mozarrones, va un hombrecillo aduendado,

escuálido, encogido, de mirada oblicua, bigotito mal recortado y risa de idiota,

con las coderas del paltó deshilachadas y aire inconfundible de burócrata o

tinterillo ínfimo. Sobre las rodillas lleva un sobado portafolio marrón, y un fino hilo

de saliva le cuelga de la comisura del labio mientras asiente como un autómata

a la conversación de aquella otra Forma.

¿Forma?

- 80 -
El hombre cansado vuelve a parpadear, como si no estuviera convencido de

estar del todo despierto. ¿No se habrá rendido ya, no estará dormido, con la

cabeza caída sobre el pecho? Mira aquella figura que le daba la espalda sin

comprender, como si estuviera bajo el agua, como si soñara, demasiado vasta

para asimilarla con un solo golpe de vista. Por más que se esfuerza no logra

asimilarla a un ser humano. Puede ver al hombrecillo aduendado, insignificante,

puede ver su aplicada mueca imbécil, pero no acaba de desentrañar a su

interlocutor. Acaso perciba las partes, pero no el todo: una espalda descomunal,

ancha, grotesca, malvada, como a punto de derrumbarse sobre el enano, unas

manos autónomas, de dedos cortos y gruesos y gestos pausado, una cabeza

redondeada y masiva, la piel calva y tirante, que surge directamente de los

hombros, sin atisbo de cuello.

¿Está soñando?

En todo caso, sabe que aquel monstruo está riendo, sus carcajadas resuenan y

el otro lo sigue, servil e insignificante.

“Qué tontería” —repite para sí otra vez, sin llegar a convencerse.

El altoparlante anuncia otra parada, alguien que no acaba de decidirse a subir al

fin lo hace, un perfil crudo, andrógino, que va a sentarse un poco más acá de la

forma grotesca. Su llegada impone un inesperado silencio a los conversantes,

un silencio antinatural.

“Definitivamente, estoy dormido y soñando” —piensa, al mirar al recién llegado,

un ser aculebrado, flácido como si fuera invertebrado, del que es imposible

determinar el sexo. ¿Una mujer? Quizás, su rostro está pintarrajeado, pero sus

rasgos quebrados y angulosos no son de mujer. ¿Hombre? Jamás. Ni siquiera

parece pertenecer al género humano.

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De pronto, todos lo miran, hasta la pareja del fondo se ha volteado, hasta el

hombre del periódico levanta la vista de la página, hasta la mujer de la blusa roja,

hasta los dos mocetones, hasta el duendecillo que parece complacerse en

comprobar una presencia aún más inhumana que la suya propia, y, sobre todo,

hasta aquella espalda descomunal, que se mueve con lentitud poderosa y

descubre su perfil arcaico.

“Algo va a ocurrir” —se dice, desde el fondo de los párpados que caen ya a

plomo, pero por supuesto, nada ocurre, y las caras vuelven a sus ocupaciones

habituales sin mayor perplejidad. Solo ha sido la natural expectativa y el

desencanto consiguiente.

La mujer de la blusa roja saca de su bolso un espejo y se retoca cuidadosamente

el maquillaje.

Los párpados caen, los párpados se levantan, pero cada vez más despacio, cada

vez duran más tiempo cerrados. Quiere dormir, no le importaría estar muerto con

tal de dormir, pero no en este lugar habitado por seres tan extraños, entre

desconocidos. Teme también no oír el aviso de su parada y perderse para

siempre en esos túneles oscuros.

“¿Mi estación? ¿Cuál es mi estación?” —se despierta de pronto a un brusco

espasmo de conciencia. Hace rato que no oye la voz del conductor, ya no

recuerda adónde va. ¿No es posible que ya la haya pasado?

No, no puede ser, aún falta mucho, demasiado.

Los ojos vuelven a cerrarse, aunque sabe bien que ahora alguien lo está

mirando.

- 82 -
Una tumultuosa caída a través de un pozo, acompañado del ritual

resquebrajamiento del agua. El chapoteo de la Hidra en su profundidad y el

tronar del gato de siete colas en una espalda desollada y pétrea.

Un grito lo despierta.

Algo así como un sordo pavor lo estremece. ¿Quién ha gritado? ¿De qué

garganta sale ese gorgoteo animal que no cesa?

Se borra la imagen del pozo y del agua y entonces una oscuridad y entonces

quiere abrir los ojos y solo lo logra tras una prolongada lucha.

Por supuesto, no ve nada desacostumbrado, apenas los mismos rostros ya

familiares en sus actividades acostumbradas, nadie está gritando, solo un

rumoreo de conversaciones a media voz, pero alcanza a percibir la huella de una

mirada que menos de un segundo antes la ha escrutado como una amenaza

obsecuente.

Pero ¿de quién?

Volvieron a detenerse, y esta vez pudo ver el nombre de la estación: Plaza

Garay.

(Sí, exactamente era ese).

Esa era una estación que conocía bien, con el andén en el centro y las paredes

recubiertas con losanges verdes y amarillos, y en ella el tren se detuvo durante

un tiempo inusitadamente largo. Tanto, que por un instante se sintió tentado a

apearse, impelido por un oscuro presentimiento. Eso era un solemne disparate,

pues se encontraba aún muy lejos, lejísimos, de su casa; de hacerlo, se hubiera

visto obligado a caminar casi una hora, o a tomar otro medio de transporte, como

un taxi. A los restantes pasajeros la espera no pareció incomodarles o

impacientarles, como si fuera natural para ellos.

- 83 -
No recuerda que haya sonado la alarma, como suele ocurrir en esas situaciones.

¿O quizás sí?

A través del ventanal vio que alguien se aproximaba por el andén. Resultó ser el

conductor, que parece estar controlando con parsimonia algo en alguno de los

vagones. En cada uno de ellos se asoma por la primera y la última de las puertas

(en la del centro no) echa un vistazo brevísimo y luego sigue hasta la siguiente.

Es un hombre achaparrado, más que maduro, aunque aún erguido, moreno, de

bigote hirsuto, vestido con camisa gris de manga corta con galones, pantalón

azul marino y zapatos deportivos.

Ya se asoma en este vagón: primero en la puerta del principio, luego en la del

final, la que queda justo delante del asiento en que viaja el hombre cansado.

Se asoma y mira a ambos lados. Sus ojos tropiezan un instante, como no puede

ser de otra forma, en la mujer. Luego siguen su recorrido, hasta que sus miradas

se cruzan.

Vio en los ojos de aquel hombre prematuramente avejentado sorpresa, como si

no esperara encontrarlo ahí, y luego lástima.

Pero esto apenas duro un instante, pues antes de que tuviera ocasión de decidir

nada ya el torso había desaparecido de la puerta, y las puertas se habían cerrado

y el tren arrancaba como si nada hubiera ocurrido.

Pero, ¿había sucedido algo?

Quiere pensar, quiere darse cuenta de que sus temores son vanos, de que este

es solo un viaje rutinario, el mismo viaje de todas las noches, de que nada de

monstruoso o anormal hay en los demás pasajeros, tan casuales como los de

otra noche cualquiera, pero su cerebro embotado no coordina bien estas ideas y

se empecina en advertirle de ese peligro intangible que lo acecha.

- 84 -
Si tan solo pudiera dormir un minuto, un segundo, una milésima de segundo...

Cosa fácil es: basta con que cierres los ojos y reclines la cabeza, así, así...

Los otros son solo viajeros comunes y corrientes, acaso también hartos de sus

propios problemas, y quizás tan cansados como tú. La espalda ciclópea sigue

conmoviéndose, riendo, bufando, el ente invertebrado se mira las uñas y la mujer

de la blusa roja persiste en mirar al frente, con los brazos otra vez cruzados sobre

los pechos.

Solo que ahora sonríe, una sonrisa que es solo de los labios, pues el resto de su

cara persiste inconmovible.

También sonríe el hombre canoso del periódico, pero solo de medio rostro, pues

la otra mitad sigue en su continuo espasmo.

Con un supremo esfuerzo logra levantar los parpados. A través de sus ojos

empañados le parece discernir una figura, una sombra, que viaja ahora en el

asiento de enfrente. Sus rodillas casi se tocan, y en el manchón blanquecino que

debe ser una cara mal afeitada cree vislumbrar un esbozo de sonrisa. Se pasa

la mano por los ojos y al volver a mirar comprueba que allí no hay nadie.

Otra parada. ¿Oíste cuál es? No, no alcanzaste a oír la voz del conductor, pero

no debe ser la tuya, que aún está lejos. Se levanta la pareja de novios del final

del compartimiento (ella es muy joven, ahora lo sabes, algo más alta que él,

delgada, de cabello castaño) y se levantan los mocetones, que no se resignan a

dejar sus chanzas groseras a la mujer de la blusa roja. Parece que van a bajar

en esta estación y algo te tienta a seguirlos, algo te dice que debes quedarte

aquí. Pero no haces caso, pues sabes muy bien que sería idiota quedarte a

medio camino.

- 85 -
Frenazo. Las puertas se abren al andén vacío y bajan las dos parejas, nadie

aborda el vagón, ha de ser tardísimo, ninguna persona sensata viaja a esta hora.

Seis pasajeros prosiguen el viaje, aunque el hombre cansado sabe que el ya no

cuenta. Hay una laxitud definitiva en sus miembros, el sueño se hace imperativo,

incontestable, una de sus manos se desliza desde el muslo y cae inerte,

quedando sobre el asiento de al lado, boca arriba como un animal muerto.

Desde inconsciencia que lo abate aún puede ver, pero ya no comprende nada.

No comprende la sonrisa de la mujer ni comprende por qué el hombre de cabello

agrisado ha plegado su diario ni comprende la mirada de aquel ser sin huesos ni

comprende que la espalda monstruosa se está irguiendo de su asiento hasta

elevarse a una altura imposible, eclipsando la imagen del duende.

Paradójicamente, aún puede oír, oye el rumor de una conversación y la voz que

va recitando las paradas que van quedando atrás y otra voz como desconectada

que persiste dentro de su cráneo y que se empeña en recordarle que no debe

dormirse y que ahora solo faltan tres estaciones, faltan dos, falta solo una, no

falta ninguna, has llegado.

Se abren las puertas, se cierran las puertas, nadie ha salido, el hombre cansado

está sumido en el estupor, en la respiración acompasada del que duerme o del

que ya ha perdido toda esperanza.

El tren vuelve a partir.

Entonces recuerdas que has debido apearte en esa última estación, pero ya no

te importa. Los párpados caen despacio y las imágenes desaparecen. Tu mano

yace como un pez muerto y la cabeza se derrumba sobre el pecho tras una breve

vacilación.

- 86 -
Arropado en el agua oscura y profunda, que se cierra casi con alegría. Ya nada

más puede interesarte, ni siquiera la extraña sonrisa de esa mujer, cuyo origen

no puedes ni imaginar.

Finalmente, el hombre cansado se ha dormido, feliz y hastiado de ese viaje que

no se termina nunca. Atrás queda su estación y un alguien posible que lo espera

y que sin duda mirará la hora con desconcierto, pues ya hace mucho tiempo que

debía de haber llegado. Seguirá esperando sin llegar a sospechar nada.

Y mientras te vas hundiendo en el sueño sin sueños, en esa nada vertiginosa y

líquida, no descubrirás hasta que ya sea demasiado tarde que te han estado

vigilando ojos que solo esperaban tu caída, y ahora cinco figuras se levantan y

se aproximan en silencio.

- 87 -
SOBRE EL AUTOR

Javier Garrido (Caracas, 1964). Médico graduado en la UCV. Actualmente residenciado

en Nueva Esparta. Primer Premio del II Concurso de Narrativa “Miguel de Unamuno” del

ICIV. Cuento: “Máscaras”. (1989). II Premio del VIII Concurso de Cuentos “Lola de

Fuenmayor”. Cuento “Problema digestivo”. (1989). II Premio del IX Concurso de Cuentos

“Lola de Fuenmayor”. Cuento “Lectura interrumpida” (1990). Primer Premio, mención

Narrativa, en el Primer Concurso Literario “Simón Bolívar” (Juan Griego). Libro de

cuentos “Viernes” (1990). Primer Premio, mención Narrativa, en el Concurso Literario de

FONDENE (Nueva Esparta). Libro de cuentos: “La muñeca descalza” (1991). Ganador

en Mención Narrativa del Concurso Municipal de Literatura de la Alcaldía de Porlamar.

Libro de cuentos: “Invitación a la danza” (1992). Mención en el II Concurso de Cuentos

“Salvador Garmendia” (2007). Publicaciones: Viernes (cuentos). Porlamar, 1992. La

muñeca descalza (cuentos). Porlamar, 1993.


La
aparecida
Por Andrzej Sarwa
Traducción de Angel Zuazo López
A ella le pareció que había llegado de algún sitio, de cierta lejanía infinita.

Del negro desierto del olvido y la inexistencia. Por el momento era pura

conciencia y nada más. Suspendida en un vacío impreciso, suspendida entre la

existencia y la inexistencia sólo sabía una cosa: que existe, que sencillamente

existe.

Y justo aquel pensamiento obsesivo palpitaba en su cerebro:

--Existo... Existo... Existo...

No sabía si transcurrían los segundos o los años. Sus ojos no registraban

imágenes. Sus oídos no atrapaban sonidos. Silencio y tiniebla. Abarcadora,

omnipresente, infinita...

Pero a poco, muy poco a poco empezó a darse cuenta de que comenzaba

a someterse al cambio. Recuperó la sensación de su propio cuerpo. Hormigueo

en los pies, los músculos de los brazos entumecidos, una desagradable opresión

en la columna vertebral.

Comenzó a mover delicadamente los dedos, como si no diera crédito a

que podía gobernarlos según su propia voluntad. Y ellos --¡qué alegría!—

obedecían. Se doblaban y enderezaban al ritmo de las señales enviadas por su

mente.

Un peso le oprimía el pecho. No, no había nada sobre él. Era sólo que el

aire denso e inmóvil no quería alimentar sus pulmones y, aunque entraba en

ellos, no los llenaba.

- 90 -
Ya era ella misma. Aparte de las sensaciones, también había recuperado

la memoria. Dentro de ella se desplazaban imágenes en colores de

acontecimientos pasados...

Era verano. Sí, era verano. Detrás de la ventana crecían las malvas en el

diminuto jardín. Le gustaba contemplar sus flores rosadas, rojas, amarillas o

blancas, que parecían sonreírle. Le gustaba observar cómo las abejas se

posaban en los pétalos, después se metían adentro y, después de haber bebido

el dulce néctar, salían volando con torpeza, embadurnadas de polen amarillo.

A veces también la visitaba una urraca, que era muy valiente porque

ocurría que, agazapándose en el antepecho y torciendo la cabecita, se quedaba

mirando a la que yacía acostada. Después salía volando graciosamente –como

toda urraca-- batiendo las alas.

Le gustaba mirar las hormigas, que en procesión interminable, recorrían

perseverantes el mismo y único camino del carcomido antepecho, ocultándose

en la rendija que hay entre el marco de ventana y la jamba cubierta de yeso...

Le gustaba mirar mientras yacía sobre las almohadas escalonadas a sus

espaldas, pues, ¿qué otra cosa podía sentir?

Las malvas florecieron. Los tallos altos que otrora fueron verdes se fueron

secando y pardeando. Ya la urraca no se asomaba a la habitación porque la

habitación quedó cerrada a cal y canto y hasta las hormigas se perdieron de allí.

Mucho después cayó la primera nevada. Vio cuán grandes se

arremolinaban los copos en el aire y caían del cielo sin hacer ruido cubriendo la

tierra. Cuando el frío se reforzaba, era capaz de meter sus dedos helados por

debajo del edredón cálido y grande...

- 91 -
Recordó cómo tañían las campanas, convocando a la misa del gallo. Así,

tendida aquí, al pasar los días y los meses, cuando las estaciones del año daban

paso a la siguiente, aprendió a diferenciar sus sonidos. Tañían en La Colegiata,

en la iglesia de San Pedro, en la de María Magdalena... Tañían también en otras

iglesias...

Ah, cuánto deseaba poder vencer su propia debilidad, levantarse, vestirse

y marchar junto con el gentío allá, donde tañían las campanas. Cuánto quería

escuchar el crujido agradable de la nieve helada bajo sus pies. Cuánto quería

espirar las nubecillas de vapor, cuyo sedimento se depositaba en los cabellos

rebeldes que le salían por debajo del pañuelo.

Las campanas cesaron de tañer mientras que ella se quedó sola con la

tiniebla. Con la tiniebla y el silencio. Tal vez haya llorado en aquel momento, pero

no lo recordaba con seguridad. No obstante, sabía que un doloroso espasmo la

había agarrado por la garganta y había experimentado un sentimiento de rabia

impotente.

¿Y después?

Después el tiempo transcurrió uniforme. Fue cayendo acompasadamente

como si fueran gotas de agua de los aleros del techo, donde el sol se calentaba

y subía más y más alto en el firmamento, derritiendo la nieve sucia y

endurecida...

Se habían blanqueado con cal las paredes del cuarto. Todo estaba limpio

y pulcro. Olía a cal fresca, a huevos hervidos, a embutidos, a rábano silvestre y

a licopodio, con el que se había adornado la comida destinada a la Fiesta de

Pascua. Toda la mesa había sido guarnecida abundantemente. Vino el diácono

y bendijo los alimentos. Le dijo algo a ella, ya no recordaba las palabras, pero el

- 92 -
sentido que tenían era que Dios hace experimentar el sufrimiento para poner a

prueba nuestra fe como en otros tiempos, hace siglos, puso a prueba a Hiob.

¿Y después?... Después alguien... no recuerda quién... Después alguien

le trajo un ramillete de los primeros tusílagos dorados. Le sonrió a las flores. Las

estrechó en su cara, absorbiendo con agrado el sutil aroma apenas perceptible

de primavera temprana... Y eso era lo último que recordaba...

Ahora estaba rodeada por la tiniebla y el silencio. ¿Acaso sería de noche?

Tal vez. ¿Pero por qué la cama es tan incómoda? ¿Tan dura? ¿Y por qué a sus

pulmones les falta el aire?

Ya la facultad de sentir le había vuelto por completo, y junto a ella

empezaron a estremecerla los temblores. Un frío penetrante atravesó todo su

cuerpo, hincando cada fibra de su ser y pasando al interior de los huesos.

Empezó a temblar, a rechinar los dientes. Frío y asfixia.

“¡Oh, Dios! –pensó--. ¿Por qué aquí hay tanto frío y tanta asfixia?”

Quiso cubrirse plenamente con el edredón, metérsele por debajo con la

cabeza para calentar los miembros entumecidos, pero en vano lo buscó con las

manos. No había edredón. En cambio, los dedos tropezaron con algo

completamente distinto. Por los ambos costados de ellas había tablas.

“¿Adónde me han traído? –pensó--. ¿Por qué me han sacado de mi cama

y me han puesto en este camastro estrecho? ¡Oh, Jesús de Nazareno! ¿No me

habrán hecho eso? ¿No me habrán ingresado en el hospital? Si, ahora recuerdo,

aquel doctor lo aconsejó. Me quería llevar a San Jerónimo o al Espíritu Santo.

Pero no estuve de acuerdo. Es que el que vaya a dar una vez al hospital, ya no

saldrá vivo de allí... ¿No será que me habré puesto peor y me habrán ingresado

sin mi consentimiento?”

- 93 -
Sintió un repentino flujo de energía. Sabía que lograría levantarse por sus

propias fuerzas. En definitiva, tenía que hacerlo para comprobar dónde se

hallaba. De pronto se incorporó y... con un gemido de dolor se dejó caer de nuevo

sobre la espalda.

Se había golpeado la cabeza con mucha fuerza contra algo duro, algo que

se encontraba muy cerquita, debajo de ella. Ante sus ojos danzaron centellas de

colores dorados. Volvió a gemir quedamente. Cuando el dolor se mitigó un poco,

extendió la mano hacia arriba con cuidado, para examinar al tacto contra qué se

había golpeado la frente. Había sido una tabla.

La ahogaba cierto temor, un pequeño desaliento, que se iba potenciando

a cada instante. Sintió una opresión dolorosa en la laringe, después le pareció

que los pelos se le erizaban.

Palpó con las manos a ciegas a su alrededor.

Tablas, tablas por doquier, rugosas y aún olorosas a resina. Tablas

enfrente, detrás, por los costados, tablas sobre la cabeza. Percibió con el tacto

los lugares por donde se unían. Sintió las asperezas y los nudos.

No quiso admitir este pensamiento, se defendió de él con todas sus

fuerzas, lo sacó de la mente. Pero obsesivo, el único lógico, regresaba...

Regresaba...

Comprendió que se hallaba en un ataúd.

Un sudor frío le cubrió de gotas la frente. Una vez cuando le dijeron que

el sudor puede ser frío, no fue capaz de entenderlo. Y ahora precisamente un

sudor así salía de cada uno de los poros de su piel y corría a chorros helados a

lo largo de sus mejillas.

“¿Entonces, así es la muerte? ¡Dios santo!”

- 94 -
Reflexionó adónde había ido a dar. Tiniebla y silencio. No, esto no era el

cielo. En el cielo hay belleza y claridad. ¿Será entonces el infierno? ¿O tal vez el

purgatorio? No, ni infierno ni purgatorio. ¡Pero si sentía el cuerpo! ¡Tenía cuerpo!

Respiraba, a decir verdad, con dificultad, pero respiraba. ¿Entonces?... Entonces

estaba viva, porque respirar es vivir.

Movió los labios sin hacer ruido, pidiéndole misericordia a Dios. Por fin

ahora todo estaba claro y era evidente. ¡La habían sepultado viva! Se echó a

llorar llena de espanto y dolor. Empezó a gañir lastimeramente como si fuese un

perro.

“¡Oh! ¡Esto no! ¡Esto no! ¡Jesús, María y José, sálvadme!”

Comprendió que tenía que –aunque por unos instantes— ahogar el miedo

que llevaba dentro para ponerse a pensar en la situación y ordenar sus ideas.

“Sí, estoy dentro de un ataúd. ¿Pero, dónde se encuentra? Si está en una

tumba de tierra, no hay remedio. ¿Serán esos largos minutos de agonía hasta

que se agote el aire en el interior de la caja? O a lo mejor... ¿A lo mejor no? En

cierta ocasión había pedido que la enterraran en los sótanos de La Colegiata...”

Con gran dificultad, debido a la estrechez, se volteó hacia un costado,

después boca abajo. Se alzó sobre los codos y las rodillas haciendo presión con

el lomo encorvado con todas sus fuerzas sobre la tapa del ataúd. Un miedo

monstruoso le multiplicó las fuerzas. Le dolía la columna vertebral, pero sin

prestarle atención a ello, siguió presionando y presionando sin cesar. Sin

embargo, sus esfuerzos fueron en vano. Las fuertes tablas de madera fresca y

resinosa sólo crujieron, pero sin intenciones de saltar y liberarla de la trampa.

Permaneció durante un tiempo tendida boca abajo jadeando

pesadamente y recuperando las fuerzas.

- 95 -
Llena de determinación, no tenía intenciones de darse por vencida

después de un primer intento fallido.

“Si la tierra aplasta la tapa, sólo me cansaré y no conseguiré nada...”

Volvió a alzarse sobre los codos y las rodillas y de nuevo presionó sobre

la parte de arriba del ataúd. Y de pronto...

“¡Oh! ¡Gracias, Dios mío!” ... de pronto pudo escucharse un chasquido

seco. Había corrido uno de los clavos que unían el fondo y la parte de arriba del

ataúd.

¡Nunca antes en toda su vida relativamente corta había sentido tanta

alegría como ahora! ¡Ya sabía que podía lograrlo!, ¡que sería libre! ¡Libre y

saludable! Seguro que con buena salud, porque si tenía tanta fuerza, ¡eso era

una señal inconfundible de que por fin se había librado de la enfermedad!

Un esfuerzo más... y otro más...

El clavo siguiente crepitó y aflojó, después, cuando acopió todas sus

fuerzas por última vez e hizo presión sobre la tapa, de pronto ésta saltó, cayó

hacia abajo con gran estrépito y rodó por el suelo.

Se sentó y aspiró aire a sus pulmones una, otra y otra vez más. Lo aspiró

sorbo a sorbo, al punto que se mareó. ¡Era libre!

Pero enseguida, casi de inmediato, cuando el sentimiento de alegría

palideció y se desvaneció, volvió a sentir frío. Se hallaba en un sótano, pero en

el que reinaba una oscuridad impenetrable, así que no podía descubrir nada con

la vista ni hallar un camino que la condujera hacia la salida.

Se puso a palpar con las manos a su alrededor, y por todas partes sólo

tropezaba con ataúdes. Comprendió que se encontraba en una cripta hermética,

- 96 -
llena de muertos. La razón le sugirió que su ataúd –como no había pasado

mucho tiempo desde el entierro-- habría de encontrarse cerca de la salida.

Sin embargo, ¿cómo llegar hasta allí? Aun cuando consiguiera llegar, ¿en

qué dirección debería girar, por dónde seguir, dónde buscar auxilio? Pero

rebozaba de confianza. ¿No estaría protegiéndola La Providencia, toda vez que

había logrado expulsar la tapa y salir afuera? Se consoló con la idea de que su

futuro sería benévolo.

De repente cayó en cuenta de que la oscuridad de la cripta sepulcral no

era tan densa ni negra como al principio. Entonces comenzó a diferenciar los

contornos de los objetos que la rodeaban. La espesa oscuridad daba paso de

modo muy claro a la grisura del amanecer que despertaba.

Observó su alrededor con atención, inspeccionó minuciosamente el

interior del sepulcro: en el techo mismo, tan alto que no había modo de que

pudiese alcanzarlo, se veía una estrecha ventanilla rectangular de dimensiones

como las de una aspillera, que se llenaba de claridad.

Su tumba se encontraba muy cerca de la puerta, a la izquierda de la

entrada, y la tapa del ataúd había caído sobre un pasillo de piso de ladrillos que

conducía desde la entrada hasta la pared de enfrente, sobre la que colgaba un

crucifijo enorme.

Se acercó a la puerta, oprimió un pestillo de hierro grande, muy oxidado,

y quiso abrirla y salir de aquel sitio repugnante. Pero la puerta no se abrió.

Cerrada con llave, constituía una barrera infranqueable.

Una nueva oleada de sentimientos de horror y espanto volvió a

apoderarse de ella. De modo que estaba en una trampa.

- 97 -
“Voy a gritar –pensó mirando la pequeña ventanilla del techo--. Voy a

gritar. Alguien me oirá. ¡Alguien tendrá que oirme! ¡Vendrán y me liberarán! ¡Y

me sacarán de aquí!”

Los temblores la estremecían. El frío empezó a paralizar sus movimientos,

tiritaba y chasqueaba los dientes. Impotente, miró a su alrededor buscando algo

que la pudiera abrigar, pero salvo las filas de ataúdes callados y algunos cabos

de velas, allí no había nada.

“¡Oh, Dios! Si no me caliento, ni siquiera podré exhalar un sonido...”

Le pasó cierta idea por la cabeza, pero enseguida la desterró asustada.

De manera que a medida de que su cuerpo se entumecía y cada vez más le

parecía que por sus venas no circulaba sangre, sino chorritos de agua mezclada

con trocitos de hielo, esto le permitió a aquella idea anidarse para bien en su

cerebro.

Estuvo dando saltos durante un rato en el mismo lugar y agitando los

brazos para obtener al menos un poquito de calor. Después, se frotó las manos,

una con la otra para recuperar el sentido del tacto en los dedos y se acercó a la

fila de ataúdes que parecían nuevos, aquellos que no se habían podrido y

desmoronado al tocarlos.

Intentó alzar la tapa de un ataúd con las manos. El primero, el segundo,

el quinto. Estaban asegurados fuertemente con clavos sólidos. Hasta que por fin,

en uno de los siguientes intentos, cedió una tapa dejando ver su macabro

contenido.

Dentro del ataúd yacía medio putrefacto un hombre vestido –vaya a

saberse por qué--

- 98 -
con un cálido caftán de satén, forrado con piel de marta. ¡Oh, eso era lo que

necesitaba! Aunque la fetidez se precipitó de golpe en su cara causándole

náuseas, sabía que sólo aquel caftán podía salvarle la vida y protegerla del

penetrante frío.

Asqueada, desabrochó los botones grandes, macizos, elaborados de

plata ennegrecida y adornados con ingeniosa ornamentación. Levantó con asco

hacia arriba uno de los brazos del difunto y le sacó una manga. Después lo hizo

con la otra. Sintió bajo sus dedos cómo se desmoronaba el blando cuerpo del

cadáver. Aunque no tocó directamente la pudridez, porque la separaba de ella

una gruesa capa de otras vestimentas que el difunto llevaba puestas, no pudo

soportar la repugnancia y sintió cómo el estómago, arrastrándose, se le metía en

la garganta.

Lo más difícil fue arrancar el caftán de la espalda. Pero de alguna manera

lo logró. A continuación, cerró el ataúd con la tapa y salió corriendo con su botín

hacia la puerta. El caftán apestaba tanto que tuvo intenciones de arrojarlo, pero

en ese momento el escalofrío la atacó con redoblada fuerza. Entonces se abrazó

a las martas y al cabo de un rato por fin sintió alivio. Sintió calor. Pero de ninguna

manera había terminado aquí su suplicio.

Ahora, para variar, el estómago le hizo recordar sus derechos. Aunque

asquerosa, había conseguido ropa, pero ni siquiera podía soñar con comida.

Se sentó sobre la tapa del ataúd para descansar sobre el piso de ladrillos

y se echó a llorar. El llanto le proporcionó un poco de alivio, aunque de ningún

modo le mitigó el hambre.

Ese sentimiento le desgarraba las entrañas, se las aplastaba con un

espasmo doloroso, se retorcía en el estómago. ¡Oh! ¡Aunque sea un bocado!

- 99 -
¡Un mísero bocado! Raspó un pedacito de enlucido de la pared y trató de

masticarlo, pero cuando la arena crujió en sus dientes, lo escupió con

repugnancia. Y entonces su vista se fijó en los cabos de vela de cera que estaban

muy cerca de la puerta.

Los levantó uno a uno, los mordió y se los tragó. A pesar de que sólo fue

un puñado de aquella comida, calmó el ayuno.

Entonces empezó a gritar tan alto como supo y como fue capaz de

hacerlo.

--¡Socorro! ¡Auxilio! ¡¡¡Socorro!!!

Las palabras retumbaron sordas de las paredes de la cripta sepulcral y

regresaron ahogadas hacia ella.

Gritó hasta donde le alcanzaron las fuerzas, después se sentó, aspiró un

trago grande de aire con la boca muy abierta y descansó para volver a gritar

cuando el corazón deshecho por el esfuerzo volviera a latir a ritmo acompasado.

--¡¡¡Señores!!! ¡¡¡En nombre de Dios!!! ¡Auxilio! ¡Dejadme salir!

En el sótano la grisura empezó a ceder ante la oscuridad que se volvía

cada vez más densa. Transcurrió el día y nadie llegó con ayuda. Enronqueció de

tanto gritar, estaba cansada, hambrienta y sedienta, se recostó semiinconsciente

sobre la puerta que separaba al mundo de los muertos del de los vivos y cayó

en un estado de duermevela.

La afectaron unas horribles alucinaciones, interrumpidas a cada rato por

sobresaltos que la despertaban. La pesadilla del día se transformó en pesadilla

de la noche. La desesperación y el espanto desterraron la alegría de la

esperanza anterior.

- 100 -
Pero no se rindió al desaliento. Unos vestigios de fe se ocultaban en su

corazón. Unos vestigios de fe, ya que tiene que volver la mañana y la liberación.

Por la mañana, cuando de algún lugar remoto del Vístula, ésta empezó a traer el

cantar lejano de los gallos, por fin se quedó profundamente dormida, lo que le

proporcionó reposo y alivio.

Un brillo grisáceo iluminó el interior del sepulcro cuando se despertó y

abrió los ojos. Sintió dolor en todos los huesos porque había pasado la noche

incómodamente en cuclillas. Entonces se levantó, se enderezó, al punto que

crujieron sus articulaciones.

No sintió frío, el abrigo de martas había cumplido su cometido a la

perfección. Tampoco sintió hambre. En cambio, sólo le absorbía un único

pensamiento:

“¡Beber! ¡Beber! ¡Beber!...”

¡Cada fibrilla, cada tendón, cada huesillo, todo su cuerpo imploraba agua,

reclamaba agua, demandaba agua, anhelaba agua, echaba de menos el agua!

Todo lo demás ahora –incluso hasta la salida del sótano--, todo lo demás había

perdido importancia. Con tal sólo de humedecer los labios agrietados y cortados.

La lengua hinchada apenas le cabía en la boca.

Advirtió que se había depositado el rocío en el muro de color blanco sucio

de piedra de sillería, mucho más abajo de la ventanilla. Corrió el ataúd hacia

aquel lugar, lo colocó de punta y, trepando por aquel pilar que se balanceaba,

apretó los labios contra la piedra.

Lamió gota tras gota, tratando de no perder nada, de no desperdiciar

nada, de no dejar pasar ninguna. Pero cuando ya las lamió todas, en lugar de

mitigar la sed, sólo logró avivarla más.

- 101 -
Salió deslizándose del ataúd, llegó hasta la puerta de roble, cayó de

rodillas ante ella, golpeó con los puños en la viga murmurando, hablando con

voz ronca a los faldones del abrigo:

--¡Por las heridas de Cristo! ¡Socorro!...

Tocó sin querer su blusa con la palma de la mano en el pecho y sintió que

estaba mojada. Por lo visto, cuando lamió el rocío, el tejido se empapó de

humedad. Entonces la agarró con los dientes, la masticó chupando todo lo que

se podía chupar y, al mismo tiempo, gimiendo quedamente.

Entonces a sus oídos llegó el sonido de unos pasos humanos. Alguien se

acercaba...

“¡Gracias a Dios, por haberme escuchado! ¡Gracias, Cristo, por el auxilio!

Alguien se acercaba a la cripta.

Ya se podía oír el chirrido del hierro sobre el hierro. Entonces la llave se

introdujo silenciosa en el orificio de la cerradura. El rechinido del cerrojo que

cedía. Se apartó un poco para evitar que los que entraran no fuesen a caer sobre

ella, de modo que se levantó sin dejar de chupar la humedad que había saturado

la blusa para engañar a la sed.

La puerta se abrió con el chirrido inmisericorde de las bisagras oxidadas.

Primero notó una mano con una vela, después al sepulturero que entraba. Por

detrás del sepulturero se dibujaba la silueta del clérigo vestido con sotana y un

birrete en la cabeza.

El enterrador se persignó primero ante su visión, después escupió tres

veces y de un salto se puso junto a la mujer y empezó a tirar con violencia la

blusa de la boca de ella.

- 102 -
“¿Por qué está haciendo esto? –le cruzó esta pregunta por la mente--.

¿Por qué?”

El hombre no cedió y le arrancó la blusa jirón a jirón, en la que ella oprimía

las mandíbulas maquinalmente.

--No le dije, padre, que no nos las veríamos con un ser humano. ¡Es una

aparecida! ¡Se está comiendo su propia blusa fúnebre! ¡No hace falta una prueba

más evidente! –dijo el sepulturero al tiempo que derribó a la mujer al suelo

oprimiéndole el pecho con las rodillas.

--Padre, deme la pala que está detrás de la puerta. ¡Que Dios nos ampare!

¡No hay otro modo!

Sin entrar a la cripta, el cura sólo se asomó lo más lejos posible de la

entrada y le entregó al sepulturero el objeto solicitado.

Entonces el sepulturero se levantó y, aplastando a la mujer con un pie con

todas sus fuerzas contra el suelo, al mismo tiempo le impidió poder realizar

ningún movimiento.

Ella gemía quedamente, pero en aquel gemido daba a entender palabras

sueltas:

--Jesús... sálvame... Jesús... sálvame...

Al oír esto, el cura penetró en el sepulcro y quiso acercarse a la mujer

tendida, pero el sepulturero lo detuvo con un gesto:

--¡Esto no es otra cosa que una treta del diablo!

Después alzó la pala y golpeó potentemente con su filo en la garganta de

la mujer. Ella soltó un estertor tan extraordinario que a ambos hombres les corrió

un escalofrío de temor por la espalda, después empezó a moverse pataleando y

arañando el suelo con los dedos.

- 103 -
El sepulturero no cejó, levantó la pala y golpeó, volvió a golpear y golpeó

otra vez. Como si estuviese poseído por la locura, golpeó hasta que no

desprendió la cabeza del torso. La cabeza rodó hasta los pies del cura, quien

saltó hacia atrás horrorizado. Un grueso chorro de sangre brotó del cuello del

cadáver.

Estuvo brotando largo rato, formando un gran charco. En la vítrea

superficie se percibió el parpadeante reflejo de la vela.

--Padre, vaya a cumplir sus obligaciones. Yo me las arreglaré solo.

Gracias a Dios hemos conjurado el maleficio que desde este sepulcro pudo

haberse arrastrado por toda la ciudad. Gracias a Dios, anduvimos a tiempo...

***

- 104 -
”...esas llegan después de la muerte, cosa rara con la gente, a las que

llamamos aparecidas, o vampiras, que se comen las blusas que llevan puestas,

que se les sale la sangre después de muertas: lo que ellos no pueden saber

como inocentes, pero las viejas malditas les arrebatan los hijos en el parto,

muchas casas y familias hacen pactos con el Diablo para que no ocurran cosas

raras y estos y aquellos desaparezcan; como pasó en el Año 1693 el día 6 de

Marzo y aquí en La Colegiata de Sandomierz, donde varios domingos después

se encontró una cabeza blanca mascándose la blusa, que se le arrancó con

violencia de los dientes y después se le arrancó la cabeza con una pala y la

sangre corrió del muerto como de uno vivo, yo mismo vi eso con espanto. Pero

es posible que al colocarle una piedra en la boca, se rompiera aquel pactum para

aquel que no quisiera arrancar cabezas”.

PROCESO JUDICIAL SOBRE UN NIÑO INOCENTE ETC., ETC., DE X.

STEFAN ŻUCHOWSKI, DOCTOR EN LEYES, ARCHIDIÁCONO, OFICIAL,

ETC., DE SANDOMIR ETC. ETC., SANDOMIERZ 1713, pag.126


SOBRE EL AUTOR

Andrzej Sarwa, nacido el 12 de abril de 1953, debutó en 1975 con tres poemas en las

antenas de Polskie Radio en Varsovia; su debut en prensa escrita se produjo en Sandomierz

en 1976 con el poema Mi hijito en el almanaque El primer comunicado. Debutó como

narrador en 1991. Se destacan sus obras en los géneros de la novela gótica, thrillers de

carácter teológico, fábulas y tratados escatológicos y enciclopédicos. Posee un rico quehacer

literario que se refleja en varias ramas. Es autor de 200 libros. Es miembro de la Asociación

de Escritores Polacos (SPP) y laureado del I Concurso Literario Polaco Padre Jerzy

Popieluszko en Bydgoszcz en 1992. En 2015 fue distinguido por el Ministro de Cultura y

Patrimonio Nacional con la Orden al Mérito de la República de Polonia (2015) y la Orden

Pro Patria (2017).


La Reina del horror Eldritch
por Bobby Derie
Traducción de Amparo Montejano

“Es un hecho extraño y curioso el que me hizo saberme autor y “Lovecraftiano”,

tan sólo tras haber experimentado el estilo de vida Punk Rock. No obstante,

siempre tuve la sensación de ser diferente, pero, no fue hasta que me hice el

piercing en la oreja y me afeité un poco el pelo, cuando comencé realmente a

sentirme como “El extraño”. [...] Mencioné a Lovecraft en los primeros números

de Punk Lust y, estaba encantado cuando iba a los conciertos locales y la gente

se me acercaba y gritaba con un fervor ebrio: << ¡Ia! ¡la! ¡El Caos Reptante! >>

Pero, esto fue hace mucho tiempo, antes de que Lovecraft se convirtiera en un

juego. La gente que lo conocía, había obtenido —leyendo su ficción— un

conocimiento oculto. [...] Y ahora, tenemos un acontecimiento maravilloso: los

niños punk están creciendo para convertirse en notables autores de horror, a

menudo mezclando el punk con su ficción macabra. Esto es algo natural para

aquellos de nosotros que gustamos de retratar nuestra vida personal y nuestras

relaciones sentimentales, a través de nuestra ficción de terror”.

—W. H. Pugmire, “Lujuria” de Tales of Lovecraftian Horror #4

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Tras la muerte de August Derleth en 1971, los Mitos se abrieron —lentamente—

a todo un nuevo y variopinto grupo de escritores. Durante los años setenta y

ochenta, el mayor desarrollo de la ficción de los Mitos

Lovecraftianos fuera de Arkam House, se produjo a

través de revistas de pequeña tirada y folletines baratos,

escritos en su inmensa mayoría por y para el fandom

amateur. Las asociaciones de prensa aficionada —

como la Orden Esotérica de Dagón (EOD) —

recopilaban revistas para envíos masivos, lo que

facilitaba una mayor difusión de poemas inéditos,

relatos de ficción, y artículos sobre Lovecraft y los Mitos

que se difundían extramuros del control editorial que en

aquel momento podía ejercer un editor.

Muchos de los nuevos escritores de los Mitos se dieron a conocer a través de

las revistas; tal es el caso de Brian McNaughton, Robert M. Price, Stanley C.

Sargent, y Wilum Hopfrog Pugmire —un escritor, editor y “reina punk”, la

autodenominada “Reina del Horror de Eldritch*”—, cuyas colaboraciones en

revistas incluirían obras tales como: Midnight Fantasies (Fantasías de

medianoche), (1973-74); Old Bones (Viejos Huesos), (1976); Queer Madness

(Locura Gay), (1981); Visions from Khroyd'hon (Visiones desde Khroyd´hon),

(1985); Revelations from Yuggoth (Revelaciones de Yuggoth) (1987-89) y Tales

of Lovecraftian Horror (Cuentos de Horror Lovecraftiano), (1987-99). En Tales,

Pugmire describió un enfoque progresista de Lovecraft y su ficción:

- 109 -
“El horror Lovecraftiano es mi obsesión. Cuando nada más puede curar el hastío, sólo

tengo que recurrir a uno de los innumerables libros o revistas y, de repente, mi tristeza

desaparece. Y cuando me siento osado, trato de escribir yo mismo. [...] Y, sin embargo,

cuando decido finalmente convertirme en un editor de ficción lovecraftiana, me doy

cuenta de que no sé bien qué es lo que ando buscando. Me doy cuenta que no puedo

describir con precisión qué es lo que yo entiendo por “Horror Lovecraftiano”, aunque,

tengo muy claro que no busco la ficción de moda que se hace en los Mitos de Cthulhu.

Y no es que yo sea un anti-Mitos… tan sólo odio la manera en que, otros conceptos de

terror, han usurpado el horror de Lovecraft”.

—W. H. Pugmire, "Horror Lovecraftiano” en Tales of Lovecraftian Horror #1

Y es que, en ese preciso momento, se estaban publicando una considerable

cantidad de seriales de ficción de los Mitos, como, por ejemplo, Crypt of Cthulhu

(La Cripta de Cthulhu, 1981-2001, 2017-) y Chronicles of the Codex Cthulhu

(Crónicas del Códice de Cthulhu, 1985-2000), así como antologías tales como

Chaosium Call of Cthulhu Fiction (Simposio sobre la ficción en La llamada de

Cthulhu), comenzando con The Hastur Cycle (El Ciclo de Hastur, 1993). Fue un

período de reimpresión de los relatos y textos favoritos de Lovecraft, así como

una etapa de descubrimiento de textos originales; y también fue un ciclo de

pastiches, secuelas, precuelas y obras que se relacionaban con los Mitos,

dependiendo de su nivel de calidad y originalidad. Es a esta “efusividad

Cthulhuiana”, a la que Pugmire se refiere:

“Los Mitos se han usado en exceso, y la mayoría de los nuevos cuentos que de ellos se

escriben, me aburren soberanamente (de fans o de escritores profesionales). Pocos de

- 110 -
ellos me resultan verdaderamente “Lovecraftianos”, pues, se asemejan más al tipo de

historias que Derleth gustaba de escribir. No tengo intención de publicar historias de

Los Mitos de Cthulhu en TOLH, porque, la pequeña prensa tiene la capacidad mágica y

deliciosa de actuar como una alternativa a lo que está de moda, es popular y resulta

comercial. Es este lado alternativo del horror Lovecraftiano el que espero poder

presentar”. (ibíd.)

La pequeña publicación de prensa Tales of

Lovecraftian Horror está muy lejos del mundo de la

autoedición y de la impresión bajo demanda que hoy

existe; lejos de las explosiones antológicas de los

Mitos, comprendidas entre finales del año 2000 y

2010, encabezadas por editores como Silvia Moreno-

García y Paula R. Stiles de Innsmouth Free Press;

y muy lejos también de las antologías que proliferan

en el mercado literario y académico, producidas por

editores como Ellen Datlow, Paula Guran o Joyce

Carol Oates. Tales of Lovecraftian Horror es una

empresa más punk, llena de energía constructiva y de libertad especulativa, pues

Pugmire ansiaba centrarse en algo más que bestias con tentáculos y mohosos

grimorios que, a su parecer, tan sólo se acercaban a los Mitos a través de sus

tropos externos, pero, sin llegar a recalar en la esencia que existe en éstos:

“El horror lovecraftiano transmite el humor, la atmósfera y las situaciones que para

H. P. Lovecraft fueron íntimas y esenciales, y que resultan más que evidentes en su

- 111 -
ficción espectral y cósmica. [...] Así como la erudición de Lovecraft está creciendo,

también debería crecer la ficción lovecraftiana, convirtiéndose en algo más grande y

profundo de lo que hasta ahora ha sido. En lugar de escribir “historias de fórmula”,

podemos usar los temas de Lovecraft como una base sobre la cual tratar de construir

nuestra propia ficción única. Un buen relato Lovecraftiano debería, creo, poder

expresar cosas que nos muevan a experimentar profundas emociones. Utilizando la

ficción de HPL y sus sueños —tal y como están registrados en sus cartas editadas—,

podemos encontrar la chispa del ingenio que nos sirva en la elaboración de nuestros

propios cuentos de terror. Escribir ficción de horror no es un intento de escapar de la

realidad, sino que, como le sucedió a Lovecraft, es una forma de expresión de aquellos

aspectos de la realidad que nos mueven creativamente, como artistas. Y como

humanos”. (ibíd.)

A menudo se pasa por alto la influencia que tuvo

Pugmire en los tres primeros números de Tales of

Lovecraftian Horror. Tales publicó a Thomas Ligotti,

Jessica Amanda Salmonson, Ann K. Schwader y a otro

buen número de escritores destacados; el segundo

número, además, también publicó el episodio de

Robert M. Price de Herbert West-Reanimated (que ha

engendrado una extraña y enrevesada continuidad —

que Peter Rawlik y otros, continúan hoy en día en libros

como El Legado del Reanimador, 2015, y Reanimatrix,

2016—). En parte, esto podría deberse a que la serie

fue publicada por Cryptic Publications, con la ayuda y orientación de Price —y

- 112 -
que sólo sirvió para avivar la figura de éste como editor, en 1996—; no obstante,

Price aseguró a los lectores que Pugmire seguía siendo el editor asociado y la

“cabeza pensante” de Tales: un espíritu que trataba por todos los medios de

encontrar su propia individualidad, (por ejemplo, Pugmire ubicaba sus cuentos

en Sesqua Valley, su rincón personal de los Mitos). En cuanto a la faceta de

editor de Pugmire, él siempre alentó a sus compañeros escritores a que fueran

“más allá de Lovecraft”, sin que la gran personalidad literaria de éste, los

restringiera. De hecho, en un editorial, Pugmire recordó:

“Mientras editaba los primeros números de la revista, recibí una propuesta de un tipo

que, en su carta de presentación, expresaba su deseo de convertirse en "el nuevo

Lovecraft". Esto me parece totalmente absurdo. Nunca más habrá otro Lovecraft,

porque HPL era absoluta y unívocamente él mismo. Esforcémonos con nuestra ficción

de terror por ser nosotros mismos, por escribir los cuentos que sólo nosotros podemos

contar. Puede que no alcancemos nuestra meta, pero, al menos hemos hecho un

esfuerzo honesto en lugar de contentarnos con imitar una fórmula aburrida de los

Mitos, vacía de cualquier indicio de ambiente Lovecraftiano. Escucha el miedo que

acecha a tu alma y quema en él a tu palpitante cerebro. Entonces, realmente escribirás

ficción que exprese un auténtico respeto por nuestro amado abuelo Theobald”.

—W. H. Pugmire, "Lujuria" en Tales of Lovecraftian Horror #5

Ciertamente existe en la actualidad, ficción lovecraftiana que se hace eco de los

sentimientos de Pugmire. Antologías como Chthonic: Los cuentos extraños de la

Tierra Interna, en la que sus autores participan de la ficción de Lovecraft sin llegar

- 113 -
a ser esclavos de sus Mitos. Además, y por lo general, existe una idea bastante

globalizada de que hay que crear textos originales y de calidad, que vayan más

allá de Lovecraft y su “Círculo Primigenio” (Robert E. Howard, Clark Ashton

Smith, August Derleth, etc.).

Sin duda, hoy en día, los pastiches tienen su lugar, pero, Pugmire fue una de las

primeras voces que se alzó para rogar a los escritores que fuesen más allá… Y

también, de los primeros que enfatizaron en la idea de que escribir sobre

Lovecraft, no es sólo citar a Cthulhu o hablar del Necronomicon. Lovecraft fue

original, y la mitología artificial que él y sus discípulos crearon, llamó la atención

de los lectores, precisamente por esa originalidad, hasta el punto de que incluso,

a día de hoy, es diferente de los cuentos de dioses, semidioses, héroes y fábulas

de la canónica Mitología de Bullfinch.


Pugmire vio en Lovecraft algo que le hablaba, y que también nos hablaba a los

demás:

“Otros chicos punk se están uniendo a la multitud. Tienen el pelo de un color extraño y

sus caras están perforadas con piercings; escuchan el death metal y el rock gótico; son

ávidos fans de H. P. Lovecraft. Nuestras filas están creciendo, y nuestras voces serán

escuchadas. Nuestra ficción de terror llevará en su alma nuestra angustia punk rock.

Nuestra ficción, como nuestra música, será la voz de El Extraño”.

—W. H. Pugmire, "Lujuria" en Tales of Lovecraftian Horror #4

Wilum H. Pugmire falleció el pasado 26 de marzo (2019).

No volveremos a ver otra personalidad tan singular como la suya.

*N. T.: Eldritch es una palabra que significa "misterioso, desconcertante, ominoso", pero
que, en español, no existe un vocablo para definir este término.

- 115 -
Un preámbulo

Por José R. Montejano

Antes de ahondar en la obra de todo un maestro hay que profundizar un poco en

su biografía… qué le llegó a influenciar y cómo vivió. Así pues, podemos decir

que Wilum H. Pugmire nació un 3 de mayo del año 1951. Hijo de un padre

mormón y una madre judía, creció en Seattle y fue misionero mormón en Omagh

(Irlanda del Norte) en donde mantuvo correspondencia con el maestro Robert

Bloch (1917-1994) y empezó a escribir. En 1973, tras regresar a los EE. UU.,

descubrió la editorial Arkham House (fundada por Donald Wandrei y August

Derleth) y la obra de H. P. Lovecraft (1890-1937), el maestro de Providence.

W. H. Pugmire fue un personaje retraído y excéntrico que se proclamó «la Reina

del Horror Eldritch», así como «reina punk y travesti callejero». Llegó a trabajar

en múltiples obras y proyectos teatrales, apareciendo bajo la identidad de

personajes ficticios como el Conde Pugsly, un vampiro con tintes cómicos. En el

documental The AckerMonster Chronicles, centrado en la figura del escritor

Forrest J. Ackerman (conocido como Mr. Science Fiction), Pugmire reflejó cómo

- 117 -
le influenció la revista del propio Ackerman (Famous Monsters of Filmland),

aparte de que en uno de sus números apareció disfrazado como el vampiro

Pugsly.

Tras ahondar en su participación en la revista Tales of Lovecraftian Horror a

través del artículo de Bobby Derie (con traducción de Amparo Montejano) es

hora de profundizar en la obra de Pugmire y, qué mejor que con In Dark of

Providence. Hace varios meses, el gran Miguel Fliguer (autor de Cooking with

Lovecraft) recibió el permiso de S.T. Joshi para traducir, al español, este poema

de W. H. Pugmire que verá la luz, por vez primera en España, en nuestro número.

Un sombrío y hermoso tributo a la foto de H. P. Lovecraft tomada en junio de

1934 por Lucius B. Truesdell. Así pues, deléitense con las palabras del maestro

Pugmire, con su gran y hermoso legado.

- 118 -
Traducción de Miguel Fliguer Ilustración de Robert Knox
Hippocampus
Press

Fundada por Derrick Hussey en 1999, Hippocampus Press se

especializa en el horror clásico y la ciencia ficción, con énfasis en

las obras de H. P. Lovecraft y su círculo literario. Trabajando en

estrecha colaboración con los principales académicos en el campo,

Hippocampus Press ofrece ediciones

únicas, de alta calidad y asequibles de

estas importantes obras.

www.hippocampuspress.com
Por
Pedro P. González

Ilustración de Paul Wilhelm Bürck (1878-1947)


No lo debí hacer. Esa última apuesta no tuvo que cruzar la mesa, pero soy un

hombre de espíritu débil y de bolsillos sedientos. Ya era tarde, además, tenía

que madrugar al día siguiente para acudir a una importante cita; no me

interesaba competir con el resto de la mesa y ya no quedaba bebida en mi copa.

Estaba listo para volver a casa, de pie, ante la puerta de salida de La Herradura,

cuando encontré la ficha en el bolsillo. Una última ficha redonda y pulida, para

una última jugada magistral que condenaría al amanecer y conjuraría contra mis

planes. Nada me ataba a la mesa de blackjack. Mis pies huían de los grilletes de

Tique pero mis manos ansiaban coronar a Fortuna. Esta vez, la suerte, las musas

o las estrellas, se pusieron de mi parte. Maldita sea la última estrella que murió

al amanecer.

El sol ya había levantado el veto a la noche cuando salí de La Herradura. Esa

última ficha se ramificó en centenares de discos que terminaron volviendo sin

compasión ni besos de despedida a la caja de la banca. La noche rota y los

bolsillos vacíos sentenciaron una carrera que ya había iniciado en desventaja.

Las manecillas del reloj de bolsillo doblaban la velocidad de mis pasos

agitados. Crucé el viejo puente sobre el río Misuri y corrí hacia la esquina de la

23 con la 35.

Aún estaba a tiempo de acicalarme por última vez antes del largo viaje que

me esperaba. El maldito juego me había arruinado la noche, se llevó parte de

mis ahorros y todo mi descanso. El aliento seguía exhalando alcohol y ya era

demasiado tarde para esperar a que un carro me llevara a la estación.

- 123 -
Me miré en el espejo por última vez. Repasé el traje gris azulado; chaleco y

lazada añil bajo un bombín con cinta negra. Aunque no había dormido nada, la

tensión me mantenía alerta y despierto. No tenía tan mal aspecto como

esperaba. Una gran cita como a la que tenía que acudir demandaba bañarse en

Imperiale Guerlain y peinar barba y bigotes con la maestría de un barbero

profesional. Me senté un momento en la descalzadora junto a la cama, solo un

minuto, para recuperar el aliento que quería escaparse de los pulmones.

Esperé en el andén. Se hacía tarde, pero apelaba a la paciencia de mi cita y a la

misericordia de un maquinista al que no le temblara el pulso sobre los raíles, que

los doblara y retorciera a gran velocidad si llegaba ese delicado momento en el

que la demora se transforma en mala educación. Pensé en toneladas de carbón

alimentando un infierno veloz, que me empujaba raudo y sin contratiempos,

hacia mi destino. Una maravilla de la técnica que me sirviera para llegar a tiempo,

unas alas recias de acero y vapor.

Miré el reloj y pregunté de nuevo al taquillero por mi tren. Tras unas inconexas

explicaciones que no llegué a entender, quizá por el sueño o por la inminente

resaca, comprendí que lo había perdido por tan solo un par de minutos.

Sin razón alguna, volví al andén y seguí esperando. Parecía que una parte

de mí no terminaba de entender que nunca llegaría a encontrarme con mi cita.

El dolor de cabeza acuciaba cuando volví a preguntar al taquillero. Desagradable

y esquivo, volvió a darme las mismas toscas explicaciones. Esta vez, señaló

hacia el andén que ocupaba el otro lado de la vía. Mi billete valdría para otro

destino, no muy lejano, en el que hacer transbordo y retomar mi camino original.

- 124 -
Maldije entonces a la Union Pacific, a su puntualidad y a las toxinas que

escalaban hacia el cerebro por venas estrechas.

Al otro lado de la vía, un número incierto de individuos esperaban también.

Un horizonte lejano nos distanciaba. Parecía un abismo lo que separaba a los

andenes; un mar negro de acero, madera y piedras sobre los que cabalgaría el

caballo de hierro. Crucé y me uní a ellos; harapientos, con las manos negras por

el hollín y los dientes amarillos por el tabaco. Encorvados y oscuros, con recién

nacidos en hatillos a la espalda y dedos deformados por la artrosis. Nómadas y

zíngaros, extranjeros del otro lado del Atlántico; polacos, italianos o húngaros en

busca de conquistar el oro con el que adornar sus mandíbulas.

El tren no tardó en llegar. Subí, y como tuve que renunciar a un vagón privado,

busqué un asiento donde poder recostarme y descansar.

El vagón estaba lleno. Era extraño, pues ahora había mucha más gente,

parecía que se hubieran reproducido como liendres antes de subir. Le quité

importancia y lo achaqué a mi malestar. Intenté tapar el hedor de estas gentes

acercando la nariz, sin disimulo alguno, hacia el cuello de la camisa empapado

aún en colonia. Temiendo ser robado y que mis catástrofes no dejaran de

encadenarse unas a otras, me acomodé bajo el plácido sol melocotón del otoño

que entraba por las ventanas, que regaba con pieles de pomelo los asientos de

madera. Omaha quedaba ya solo en el recuerdo cuando mis ojos se cerraron

antes de alcanzar la estación de Lincoln.

Soñé entonces que navegábamos sobre un riel de estrellas, en un océano calmo

de plata eterna y reflejos dorados de varios soles recién nacidos. El humo de la

locomotora ya no era ceniciento ni apestaba a carbón quemado, sino que olía a

- 125 -
un amanecer del color más hermoso que jamás hubiera visto. Orbitamos

alrededor de planetas lejanos, atraídos por la fuerza gravitacional de las

desconocidas masas estelares. Más allá de Plutón y de astros aún por descubrir,

nos enredamos en el manto de Orión y caímos rendidos a los pies de Mérope.

El silbato y el vapor cantaron a dúo, un aria suave y delicada cuando surcamos

el cielo negro en busca de una estación perdida en alguna lejana galaxia. La

sensación más placentera del mundo, el sueño más hermoso, quedó

interrumpida cuando el revisor con voz de trueno, gritó algo que, en mis sueños

de borracho, no fui capaz de entender.

Miré alrededor. Nadie. Ya solo quedaban excrementos y chinches como

compañeros de viaje. Algunas bolsas de tela vacías y migajas de lo que parecía

algún tipo de queso podrido. Miré por la ventana y deseé que aquel páramo

horrible en el que estábamos anclados, no fuera la estación de Lincoln.

―¡Cambio de agujas!

Y repitió con esa voz como el mar que rompe contra el cielo:

―¡Cambio de agujas!

Esperé mientras la noche caía en lentas cortinas de seda fina. Allí fuera estaba

todo tan oscuro que solo podía ver mi propio reflejo plasmado en el cristal del

vagón. Nada que no fuera la inmensidad de una aterradora nada azotada por

una ventisca de arena fina de diamante. Los arbustos espinosos, enredados en

colas de serpiente sobre la tierra baldía, parecían esconder sombras de otro

tiempo. Aparté la vista de las siluetas negras que acechaban el vagón varado.

Hacía como que no estaban allí y exhibía una temblorosa y aterrada tranquilidad.

- 126 -
Una suerte de almas en pena, envueltas en bruma negra que solo presagiaban

mayores desgracias. Miraba desesperado el reloj, a sabiendas de que ya no

llegaría a mi cita. Seguíamos parados. Tendría que buscar alguna excusa, algo

que me disculpara por llegar tarde, una historia donde los detalles de mi adicción

al juego y a la bebida fueran la anécdota graciosa sobre algún otro tema más

serio que justificara mi ausencia.

Esperé durante horas que se hicieron eternas, en una noche sin piedad,

azotado por el duermevela constante que aturdía y desconcertaba. Antes del

amanecer, de nuevo el trueno de aquella voz:

―¡Cambio de agujas! Pueden bajar y caminar hasta Czyściec. ¡Mañana

reanudaremos la marcha! ¡Cambio de agujas, he dicho!

No salía de mi asombro ante tal ridículo despropósito. ¿Cómo era posible?

Intentaba pensar en cómo había llegado a esta circunstancia y no era capaz,

ningún recuerdo lejano o memoria reciente encontraba el camino hacia la

respuesta. «Un simple sendero de coincidencias y casualidades. Eso es todo, y

nada más.», me decía.

Alguien tendría que dar una explicación, o hacerse cargo de mi demora. En

algún sitio tendría que encontrar justificación para tal sucesión de

acontecimientos absurdos. Esperé un poco más y el tren no se movió. Lo ridículo

desafiaba a la paciencia y esta traicionaba a los nervios. Como un mantra

demoniaco, exactamente cada diez minutos, el aviso del revisor inundaba los

rincones del vagón vacío:

―Pueden bajar y caminar hasta Czyściec. ¡Mañana reanudaremos la

marcha! ¡Cambio de agujas, he dicho!

- 127 -
Aguanté y conté la cantidad de veces que el revisor daba el aviso hasta que

las sombras se disiparon en ese lechoso amanecer de brumas blancas.

«Sombras y juegos de luces.

Eso es todo, y nada más.».

El cielo plomizo escupía todavía algunas estrellas trasnochadas que rehuían

de un sol que parecía no querer despertar. Perdido en el desierto fantasmal,

deambulé sobre lo que parecían ser las huellas de mis propios pasos, y sin

perder de vista el tren, alcancé una no tan lejana Czyściec.

Era una ciudad pequeña. Llamarlo ciudad sería demasiado, casi un halago

que le haría vomitar a Milwaukee sobre Chicago.

Todo giraba en torno a una única y pequeña plaza de apenas veinte metros

de diámetro. Empedrado descuidado y adoquines de granito grisáceo, casi

tristes. Estaba rodeada de edificios poco insignes, deforme y estrechos,

orientados y escorados hacia el interior de la plaza conformando los dientes de

una temible piraña. En el centro, una fuente seca coronada por dos cuervos de

bronce verdoso.

Aquel otro edificio parecía un pequeño mercado, y ese otro algún tipo de

almacén. Había un par de casas con varias plantas, de ladrillo visto castigado

por los años, donde probablemente vivían todos los habitantes del grotesco

pueblo. No podrían vivir allí más de cuarenta personas. Me las imaginé

hacinadas en pequeñas habitaciones, malviviendo en unos pocos metros

cuadrados, durmiendo como animales en estrechas literas de ponzoña comunal.

Nunca estuve seguro de si amanecería por fin en algún momento, pero las

ventanas sin luces, las celosías echadas y las puertas cerradas, auguraban una

larga espera hasta que el pueblo despertara. Pensé en gritar, en pedir ayuda o

- 128 -
hacerme notar, pero pronto, al verme solo en lugar desconocido, deseché la idea,

fui precavido y condené mi mala fortuna.

Di varias vueltas alrededor de la plaza. Giré en torno a la fuente vacía,

siempre a la misma distancia y a la misma velocidad, la misma a la que Fobos y

Deimos giran alrededor del dios de la guerra. La espiral del último paso enlazaba

con el primero para seguir describiendo la misma elipse extraña una y otra vez.

Un giro perpetuo, perfectos trescientos sesenta grados sobre la imperfección de

un círculo trazado por un compás desequilibrado. Tuve tiempo suficiente para

fijarme con detalle en cada una de las casas y ventanas, sin poder recordar al

segundo de apartar la vista detalle o adorno alguno. Todo era nuevo. Todo nacía

y moría en cada giro. Otra vez el mercado y otra vez el almacén, ahora otra

pequeña tienda escorada en aquel callejón, y casi escondida, sin darme cuenta,

lo que creí mi salvación.

Todavía tenía el cierre echado, pero la presencia de una oficina de correos y

telégrafos, apaciguó durante unos segundos el profundo desasosiego que

atenazaba cada músculo. Dejé de orbitar la plaza y me dirigí a la puerta del local

ruinoso.

El traje gris azulado ya estaba sucio como para tener que contratar los

servicios de una tintorería, así que no dudé en sentarme en el suelo húmedo y

embarrado. Me quedé junto a la puerta de la oficina de correos, bajo un toldo a

rayas verdes y blancas que protegía del sol inexistente. Esperé e intenté

entender que hacía allí. Tenía que avisar de mi retraso, debía conseguir la

manera de disculparme y de acudir a la cita que llevaba meses esperando.

- 129 -
Unos golpecitos en el hombro me despertaron. Me había quedado dormido en la

puerta de la oficina de correos. El sol seguía igual de esquivo y perezoso. El

dolor de espalda por una mala postura y el cielo tan gris y polvoriento como el

suelo del que intentaba despegarme.

Un hombre alto y enjuto me meneaba bruscamente, me agarraba de las

solapas del traje y me preguntaba, o tal vez acusaba, de cosas que no entendía.

Mis explicaciones desorientadas parecieron no interesarle mientras terminaba

de abrir la puerta de la oficina de correos.

Hablábamos y no nos entendíamos. Le preguntaba y no comprendía. Me

gritaba y le gritaba. ¿Dónde podría estar para que no habláramos siquiera el

mismo idioma? Le hablé de Omaha y del casino, del tren que perdí y del cambio

de agujas. Encadené mis desdichas desde el momento en que encontré aquella

ficha solitaria en mi bolsillo.

Mis explicaciones parecían las de un enfermo, un loco, las de un paria al que

todos despreciaban en la oficina de correos. Los ojos pardos de aquellas gentes

me atravesaron con la cruz que delimita un campo minado.

Me hurgué en los bolsillos. Enseñé algunas monedas y con las manos hice

un gesto nervioso sobre el mostrador, imitando la escritura en código morse. La

tecnología y el dinero derribaron la extraña barrera idiomática. Me cedieron una

pluma y algo de papel para escribir el mensaje que aquel hombre extraño

transcribiría:

«Estimado amigo. Imprevistos terribles con el transporte. Disculpe mi retraso.

Espere mi llegada.»

- 130 -
Me sentí aliviado cuando me marché de vuelta al tren varado sobre la tierra

yerma. Al menos, mi cita sabría que no estaba rehuyendo. No me gustaría que

creyera que era de esos hombres que permite que los temas importantes viajen

empujados por el irritante viento del azar. Conocía mis responsabilidades, y

aunque el impulso de los placeres más bajos nublaba en ocasiones mi razón,

conocía el verdadero significado del deber.

Sacudí el traje gris antes de subir de nuevo al vagón. La alegría de haber

subido el primero luchaba con la contrariedad de estar de nuevo totalmente solo.

Los dedos tamborileaban nerviosos sobre el pantalón.

―¡Cambio de agujas! Pueden bajar y caminar hasta Czyściec. ¡Mañana

reanudaremos la marcha! ¡Cambio de agujas, he dicho!

Sonreí nervioso al escuchar de nuevo el temido aviso del revisor. Quizá solo

estaba recordando lo que pasó ayer, o quizá no había despertado. Esperé, y

hasta seis veces, cada diez minutos, recibía el duro mazazo de la terrible letanía.

Recorrí nervioso el vagón, de un lado a otro. Buscaba a un revisor invisible que

jugaba conmigo a un cruel escondite. Esquivo a mis exigencias y reclamaciones,

no quedaba rastro alguno que pudiera seguir tras escuchar la monserga

aturdidora del cambio de agujas.

Me detuve y establecí un criterio normativo, un mandato racional a seguir para

que no volviera a huir sin darme explicaciones. Me quedaba petrificado, ojos

abiertos y rostro iracundo, el busto de Palas sobre el quicio de cualquier puerta.

Miraba fijamente al portón del vagón, sin pestañear, y esperaba a que el revisor

entrara para asaltarle. En ese momento, él, me sorprendía entrando por la puerta

trasera o gritando a través de una ventana. Ese rostro. Esa maldita voz. Cambié

el foco y me centré en cubrir los cuatro ángulos rectos de la parte trasera del

- 131 -
vagón. Entonces, me sorprendía desde una trampilla en el techo o desde debajo

de mi propio asiento. Asomaba la terrible cabeza engalanada con la gorra negra

y dorada para volverme a ganar con su sonrisa maléfica.

―¡Cambio de agujas, he dicho!

Harto de jugar al gato y al ratón con el revisor, hastiado de perderme en su

laberinto de sandeces, decidí volver a Czyściec antes de que regresaran

aquellas sombras extrañas que habitaban en la noche del páramo.

Las calles de la ciudad parecían haber tenido vida en mi ausencia. La plaza

había sido el escenario de una magnífica obra en la que no me dieron papel. Los

adoquines estaban cubiertos de desechos, frutas y carne podrida. Quedaban los

restos de un mercado ambulante o feria a la que tampoco me habían invitado.

Hambriento, me lancé al suelo entre los charcos de agua estancada para devorar

mondas de manzana y chupar restos de cecina seca atacada por gusanos.

La oficina de telégrafos ya había cerrado. Las ventanas y celosías volvieron

a sellarse. Me condenaban a dormir en la calle con el pesar de un desheredado

en el mundo perdido.

«Amigo. Situación crítica. Retraso inadmisible en transporte. Siga esperando mi

llegada.»

Pasé varios días en el bucle que adormecía los sentidos. Las monedas del

bolsillo caían por la cascada de telegramas diarios. De la oficina de correos corría

de vuelta al tren. «¡Cambio de agujas, he dicho!», escuchaba sin parar.

- 132 -
Luchaba hasta el anochecer con el revisor y antes de que aquellas sombras

volvieran, peregrinaba a la plaza en la que solo quedaban restos enfermos que

llevarme a la boca para subsistir.

Intenté cambiar el orden, enviar los telegramas a toda prisa y caminar

despacio con la noche en los talones. Nunca hallé la manera de hacer la

secuencia correcta, de descubrir el misterio que ocultaba el rastro de revisor o

mercado alguno.

«Situación crítica. Cambio de agujas eterno. Espere mi llegada.»

Me quedaban menos fuerzas que monedas en el bolsillo, pero no desistí. Cada

día ordenaba a aquel hombre que no entendía que transcribiera dos o tres

telegramas:

«Desesperado. Transporte. Espéreme.»

«Transporte. Maldad. Iré. No.»

Esperaba que mi cita comprendiera mi desesperación. El sentido se perdía al

amanecer de cada nuevo día; la soledad de aquel páramo, el silencio de la

ciudad infecta y la falta de agua pura y comida sana aceleraban las agujas

abatidas de mi propio reloj. Rogué al alma cristiana de mi amigo, a los dioses

antiguos, a los que habitan más allá de las estrellas y a todos los dioses que

vendrían tras la explosión de las últimas galaxias.

«Esas sombras. Tren infernal. Maldición.»

- 133 -
Pronto noté las costillas y el amorfo nudo de carne que se construía alrededor

de los huesos pélvicos. Perdí al menos quince o veinte kilos. El traje gris ya no

era azulado sino del color polvoriento y mugroso de quien lleva años viviendo en

la indigencia. Cubierto de barro y excrementos no guardaba ya el recuerdo de

colonia o perfume alguno. Caía sobre mí como una toalla tejida en esparto sobre

el palo más débil de un perchero. Vacío. Hueco.

«Ayuda. muero.»

Jamás recibí respuesta alguna a mis telegramas. Ninguna carta a mi nombre.

Tal vez era solo cuestión de tiempo más que de distancia. En algún momento

desdichado creí que llegarían bendiciones en cadena, una lluvia de maná

sanador en forma de mensajes, giros postales y cheques. Nunca llegaron. La

intuición hizo trampas y después de que la ilusión se convirtiera en paciencia,

pronto esta se transformó en el olvido y la desesperación más desquiciante.

Agoté las esperanzas junto a la última moneda. Miré hacia la plaza de

Czyściec, mi cárcel durante años. Lancé la moneda a la fuente seca en lugar de

ordenar un último telegrama. Sentí por última vez la punzada miserable de

atracción constante a ese lugar. La ciudad ya no ejercía el influjo gris sobre mí.

Su conjuro había terminado con la esa moneda. Ya no me asustaba ser devorado

por las sombras que habitaban el yermo, esas que danzaban salvajes sobre la

tierra muerta y que rodeaban al tren de raíles callados. Vi por última vez los

adoquines grises, los edificios afilados y los cuervos secos que coronaban la

fuente. Me fui.

- 134 -
Esa vez subí al tren para no volver a bajar. El revisor volvía con sus avisos

cada diez minutos. Me daban igual. No me inmuté, pues la fuerza vital, la ira y el

arrojo habían muerto hacía décadas. Dejé que jugara a un solitario de soliloquios

y de gritos de aviso que ya no alertaban a nadie. Hice oídos sordos a sus cánticos

burlones, a sus muecas de demonio y a sus desaires. Acurrucado en unos

maltrechos asientos, me juré a mí mismo que lo mejor que me podría pasar era

morir antes de despertar. Cerré los ojos y no supe si mi corazón dejó de bombear

la sangre enferma, o si solo caí por última vez hacia el precipicio de los sueños.

En aquel momento, nos empezamos a mover.

No quise despertar. Temía que al abrir los ojos aquello desapareciera, que solo

fuera una cruel burla a mis deseos o la quimera imposible que llevaba años

buscando entre sombras; pero nos movíamos. No podía creer que mi

perseverancia hubiera dado resultado, que la insistencia y la condición humana

pudieran prevalecer sobre los adelantos de la técnica y la maquinaria más

pesada. Los labios secos intentaron dibujar una sonrisa, el epítome débil y agrio

del verdadero gozo que sentía mi alma. Acurrucado, seguí soñando que

avanzábamos. Las exuberantes secuencias de un nuevo paisaje, el silbato y el

lienzo difuminado de campos de trigo y maíz. El aire entraba en suaves ráfagas

por la ventana, despeinaba el pelo largo y acariciaba el rostro cuarteado. De los

ojos secos cayó una única lágrima de alegría. Me hice un ovillo de felicidad en el

asiento y dormí mecido por el suave arrullo del carbón ardiente y el traqueteo

metálico.

- 135 -
No sabía cuánto tiempo llevábamos de viaje, pero el cuerpo es sabio, y siendo

niño, aprendí a entender sus señales. Interpreté mi malestar para pronto

entender que no hacíamos otra cosa sino volver sobre nuestros propios pasos.

Viajábamos marcha atrás, si es que ese fenómeno de la ingeniería era posible.

Volvíamos hacia Omaha, la ciudad de la que nunca debí haber salido, en la que

no debí volcar el ansia más primitiva sobre sus mesas de juego, ni derramar mi

espíritu dentro de botellas de cualquier licor. Jamás lo llegué a entender, pero

una fría felicidad embargó mi espíritu en el absurdo trayecto. Estábamos

volviendo. Volvíamos a casa tras años de ausencia y soledad en el temible

silencio de la plaza de Czyściec.

―¡Fin del trayecto!

Bajé desorientado del vagón cuando el revisor desapareció de nuevo. La

estación, el tren y las calles; todo era igual, pero había cambiado de forma

extraña. Los callejones y los edificios, todos evocaban un sentimiento profundo,

podrido y enterrado en algún lugar del último recuerdo.

Arrastraba los pies y caminaba con torpeza. Famélico y enfermo, sucio y

miserable, parecía el soldado que vuelve de una guerra que no sabe que ya ha

terminado. Anduve por las calles en la forma de un fantasma errante al que nadie

quería mirar. Caminé arrastrando mi vergüenza por las calles, abrazado a

esquinas y farolas, para no caer desfallecido en busca de la esquina de la 23 con

la 35.

Eché mano al bolsillo cuando llegué a la puerta del número 85. Los balbuceos

brotaron entre lágrimas cuando no encontré las llaves. Quizá seguían reposando

en un charco de la plaza maldita, o se habían escurrido entre los asientos del

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tren. Tal vez estaban en otro bolsillo o quizás al otro lado de la cerradura. Las

desgracias parecían no terminar nunca de encadenarse. Seguí tejiendo

desgracias y desastrosas coincidencias, una trenza enferma de desdichas y

pesares. La risa histérica emplazó al llanto triste del condenado cuando la puerta

se abrió por si sola.

Aquel olor a polvo encerrado en una iglesia abandonada. El hedor pútrido que

bajaba por las escaleras desde el segundo piso, las ratas y los insectos. En el

suelo de la sala, en el pasillo y más allá, sobre las mesas y entre los libros, había

cientos de sobres abiertos con cartas amarillentas.

«Amigo. Situación crítica. Retraso inadmisible en transporte. Siga esperando mi

llegada.»

Pronto reconocí mis propios mensajes. Cientos de telegramas y gritos de ayuda

fabricados en papel. Subía al dormitorio mientras los recogía en una vendimia

de frutos enfermos. Llenaba los bolsillos de la chaqueta con mis propias palabras

hasta hacerlos vomitar. En el suelo enmoquetado, esparcidos como un reguero

de hormigas, más cartas, muchas más de las que creí haber enviado. Junto a la

cama, sentado en la descalzadora, los restos de quien se sentó tan solo un

minuto a recuperar el aliento. El cuerpo hinchado y negruzco tras la última noche

de juego y desenfreno alcohólico. Todavía el traje gris evocaba un tono azul bajo

los efluvios viscosos que manaban en cascadas de cada poro. Sobre la cabeza

putrefacta seguía intacto el bombín con su cinta negra, y bajo la mano huesuda,

un último telegrama:

«Lo siento.»

- 137 -
SOBRE EL AUTOR

Pedro P. González (Madrid. 1983) es informático por necesidad y forajido musical por

deber. Evito la nostalgia ochentera a pesar de ser víctima de mi tiempo. Amante de lo

grotesco, de la música acelerada y el activismo underground. Me paso el día entre lo

extraño y lo cotidiano, lo rápido y lo ruidoso para rascar algo mediocre que escribir. He

aportado algunos relatos a las revistas “Círculo de Lovecraft”, “Aeternum”, “Papenfuss”,

“Fantastique” y el Ezine “Historias Pulp”. Participé en blogs ya olvidados, y colaboro

asiduamente con el fanzine “Screaming for a reason”. Recientemente he publicado dos

relatos en la última colección de Ediciones negras “Susurros III”. La última chaladura que

me ha dado, es intentar terminar mi primera novela.


Hacía días que no dormía y el insomnio comenzaba a dibujar en mi rostro, con

oscuros trazos, unas facciones irreconocibles. Mis ojos, doloridos y enrojecidos,

contemplaban incrédulos en el espejo, el reflejo de un desconocido. Las noches

discurrían con insoportable lentitud, dándome la sensación de que el tiempo se

hubiera detenido. Daba un trago tras otro mientras consultaba el balance de mis

cuentas. Por más veces que la mirara, la pantalla del ordenador me ofrecía

siempre la misma información. Ruina total.

Aquella noche, a pesar de la borrachera y del dolor de estómago que me alertaba

de los excesos, decidí servirme otro vodka pero, debido a mi torpeza etílica,

rompí el vaso. Aturdido por el alcohol y el agotamiento, intenté pensar en cómo

había llegado a este punto. Durante toda mi vida había disfrutado de una posición

cómoda, privilegiada. Mi padre, un acaudalado industrial, me legó a su muerte

una pequeña fortuna. Hasta hace muy poco, pensaba que mi vida estaba

resuelta y que mi única preocupación sería buscar la mejor manera de gastar mi

dinero.

Pero ahora estaba viviendo una pesadilla. Todas mis cuentas en negativo

mientras contemplo inerme, cómo se suceden los cargos con implacable

cadencia.

Siempre me habían gustado las apuestas. Comencé con los clásicos juegos de

casino, apostando también en los partidos de fútbol o en el hipódromo, pero

pronto estos juegos me resultaron simples y carentes de emoción. Empecé

entonces con peleas de gallos, de perros y finalmente me vi atraído por el juego

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de la ruleta rusa de una forma irracional y obsesiva. Un sótano, un revólver, una

bala y un pobre hombre sin nada que perder. Salvo su vida. Al principio este

espectáculo era una simple distracción; un capricho excéntrico para quienes

necesitamos siempre ir un paso por delante, siempre un poco más allá. Pero casi

sin darme cuenta, esa liturgia de la muerte marginal se convirtió en una

monomanía. Una adicción.

Ya solo vivía para sentir la adrenalina corriendo por mis venas como un caballo

desbocado. El poder vivir ese instante mágico en el que no sabes si escucharás

un “clic” sordo o un estallido ensordecedor que hará brillar las paredes con

sangre, esquirlas de hueso y trozos de masa encefálica, en medio de un olor a

pólvora tan fuerte que irrita las mucosas y que indefectiblemente inhalo ansioso

cada vez que se dispara el revólver.

Nos ha tocado vivir una época en la que nada se deja al azar, en la que el motor

de búsqueda de tu ordenador sabe exactamente lo que vas a comprar y cuándo.

Siempre se sabe lo que va a suceder. Se prevén los terremotos y hasta los

choques de meteoritos. Por eso este juego me supone un placer tan visceral y

primario.

El patetismo se había erigido en mi dios y cada noche apostaba sin medida,

animado por el abuso del alcohol, que mezclaba en mi mente días y noches en

una sucesión cronológica confusa, incomprensible.

Sin embargo, en mitad de una noche gélida e infinita, sucedió un hecho insólito.

De pronto, escuché la alerta sonora del ordenador que me indicaba que acababa

de recibir un correo electrónico. No conocía el remitente pero al final incluía, a

- 142 -
modo de firma, el membrete de un despacho de abogados. Tras una rápida

lectura comprendí que mi vida había cambiado por completo.

Era un texto escueto, en el que con las formalidades legales y en un tono

impersonal me comunicaban el fallecimiento de mi tío Szary, citándome a

continuación a la lectura de su testamento, que tendría lugar el 16 de noviembre,

a las 8 de la mañana. Szary, además de anciano, soltero y sin descendencia,

era millonario. Socio fundador junto a mi padre de varias empresas y conocido

empresario local.

La suerte sonríe a quien menos la merece y la prosperidad no siempre es

consecuencia del trabajo y el sacrificio.

La fortuna de mi padre ya la había dilapidado con mis caprichos y adicciones,

pero algún dios cruel me había dado otra oportunidad. Una oportunidad que me

devolvería a la vida. Dejaría esos sórdidos sótanos y me centraría en llevar una

vida honrada y ordenada.

Casi no daba crédito, pero estaba todo escrito y con un sello legal. Leía y releía

el mensaje, pues estaba redactado de forma retorcida, como si fuera el vaticinio

de un oráculo. Unas veces lo leía y entendía un sentido con claridad y al

momento entendía el contrario. Me mojé la cara con agua fría y di un largo trago

a la botella.

El mensaje contenía varias indicaciones que se consideraban imprescindibles y

así se recalcaba con un tono que encontré irritante. Debe de ser porque nunca

- 143 -
nadie me ha dado instrucciones o porque nunca las había obedecido. Tenía que

estar a las 8 en punto de la mañana del día 16 de noviembre en la ciudad de

Nadzieja, en la misma plaza del pueblo estaba radicada la notaría donde tendría

lugar la lectura del testamento.

Era requisito sine qua non, según se señalaba, acudir al lugar y hora indicada y

firmar en persona o a través de mandatario con poder suficiente.

Consulté en Internet cómo llegar a ese lugar del que nunca había oído hablar.

Nadzieja era un pueblo remoto, alejado de las principales vías de comunicación.

La única forma de llegar era en tren, pero el trayecto no era directo, debía hacer

un trasbordo. Otrora habría ido con un día o dos de antelación y me habría

alojado en algún hotel cercano. Ahora rebuscando en mis bolsillos, encontré

unas monedas con las que pude pagar el billete de clase turista.

Saldría muy temprano, dejando en el recibidor mi bolsa con todo lo necesario.

Me metí en la cama y empecé a sentir un cansancio pesado que no me permitía

ni abrir los ojos.

Hice un esfuerzo para asegurarme de haber puesto el despertador a las 5:30 de

la mañana, calculando que sería tiempo suficiente para llegar a mi destino a las

8 en punto.

Desperté sin saber dónde estaba ni qué día era. Vi la luz entrando por la ventana.

Mierda. No podía ser. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Miré el móvil.

Las 9 de la mañana.

- 144 -
Hacía una hora que tenía que haber llegado a la notaría. Me invadió entonces

un frío metálico y profundas náuseas. Cuando me hube recuperado de la

impresión, miré más detenidamente el móvil. Efectivamente, había puesto la

alarma pero en la función de fin de semana y hoy era jueves. Lógicamente no

había sonado y había perdido el tren, había perdido mi gran oportunidad. Lo

había perdido todo.

Invadido por una angustia atroz, tuve la tentación de suicidarme. Al poco

conseguí serenarme y llegué a la conclusión de que tal vez no todo estaba

perdido. Quizá si escribía un mensaje a la notaría disculpándome, podrían hacer

una excepción. Y entonces, justo cuando empezaba a escribir en el ordenador,

me di cuenta de que era 15 de noviembre y no 16 como erróneamente había

pensado. En ese momento mis piernas casi dejaron de sostenerme. Aún faltaban

muchas horas para la lectura del testamento. Solté todo el aire que había en mis

pulmones y me senté en la butaca, casi divertido. Las cosas de no haber sabido

nunca el día en el que vivía. A partir de ahora prestaría más atención. La tensión

sufrida me había producido una fuerte jaqueca, así que me eché un momento en

la cama, con la alarma, esta vez sí, correctamente puesta. El sueño, lejos de ser

reparador, me produjo más zozobra.

Soñé que llegaba al tren, que lograba estar presente en la lectura del testamento,

con una insoportable jaqueca, pero a tiempo. La notaría se encontraba en un

llamativo edificio de tipo gótico, construido en ladrillo rojo de factura

decimonónica, coronado por tres torres que parecían hechas de encaje. Subí al

piso identificado como notaría en un chirriante ascensor de reja.

- 145 -
Al fin llegaba a la sala cuyo interior estaba forrado de paneles madera, también

rojiza como el exterior del edificio. Presidiendo la estancia había un cuadro que

representaba una escena de caza. Entre los suaves y casi imperceptibles

crujidos de la madera y de los folios gruesos y amarillentos, el notario iniciaba la

lectura del testamento en un tono monocorde e hipnótico. Delante de mí, un reloj

de pared que, no sé por qué, me recordaba a un cuadro de Dalí, marcaba las 8

y 25 de la mañana. En ese momento, el dolor de cabeza se tornaba de pronto

agudísimo, insoportable. Como un puñal invisible que penetrara a través de mis

ojos y entonces, caí muerto.

Desperté sobresaltado y horrorizado por el realismo del sueño y a la vez por la

paradoja que suponía soñar con mi propia muerte en la lectura del testamento.

Cuando sonó el despertador, todavía estaba temblando, con la boca seca y el

corazón invadido por la inquietud.

Aún con una sensación extraña, me vestí y salí hacia la estación de tren. De

camino debí consultar el horario de trenes y mi reloj un centenar de veces. A la

hora indicada en el horario, el tren se puso en marcha. La máquina recorría los

kilómetros con una rapidez que casi me dolía. No sabía si quería llegar o no. Tal

vez no había tenido tiempo para pensar si quería continuar o bajarme. Anhelaba

llegar a Nadzieja más que nada en el mundo, pero al tiempo temía como un

hecho cierto, que aquel reloj diese mi última hora. Aquel testamento era mi cara

y mi cruz y a cada minuto que pasaba estaba más convencido de que allí me

esperaba la muerte. A las 8:25 de la mañana. Y sabía que lo último que vería

sería aquel extraño reloj.

- 146 -
Continué el trayecto fingiendo que no era yo quien ocupaba el asiento, sino que

era un espectador que asistía a una representación en la que vería desarrollarse

el triste sino de un ser desgraciado que ha perdido el control sobre su vida.

Ensimismado en mis pensamientos, no me había percatado de que el revisor

estaba parado frente a mí, pidiéndome le billete. El hombre, delgado y con un

llamativo bigote, sostenía mi mirada hasta más allá de lo razonable. “Disculpe”,

musité, y le mostré el billete. El hombre observó mi billete como si fuera una

rareza o alguna suerte de incoherencia. Por un momento pensé que me había

equivocado y le había dado otro documento. Tras la minuciosa observación del

pasaje el revisor me informó que debía realizar un trasbordo, porque ese tren no

llegaba a mi destino. Le agradecí la información, que yo ya conocía, mientras

varios pasajeros al hilo de nuestra breve conversación empezaron a quejarse de

forma atropellada e irascible de la falta de trenes, de los retrasos y de que en

definitiva, nunca se podía saber a qué hora se llegaba al destino.

-El martes pasado sin ir más lejos -dijo un hombre joven elegantemente vestido-

nos bajaron del tren sin previo aviso y nos dejaron en una vía muerta.

-En una vía muerta. Eso es del todo inadmisible. Nosotros pagamos nuestros

billetes – dijo una mujer mayor-.

El revisor intentaba restablecer el orden haciendo gestos de apaciguamiento con

sus brazos, pero el pasaje cada vez se volvía más ruidoso e insoportable. Yo

solo quería descansar un rato antes de llegar a Sredni, donde tenía que bajar

para hacer el trasbordo.

Ya se había calmado el ambiente cuando anunciaron mi parada por megafonía.

Bajé y según la información del billete debía dirigirme al andén número 4. Sin

- 147 -
embargo, no vi que los andenes estuvieran numerados. Miré arriba y abajo,

pero… no había carteles.

Este hecho sumado a las quejas de los pasajeros del tren anterior me había

angustiado lo indecible. Me di cuenta de que, en mitad del frío de noviembre,

estaba temblando, y el sudor empezaba a cubrir mi rostro. Confiaba en que los

poco fiables horarios de los trenes se cumplieran, porque mi vida dependía de

que así fuera. La siguiente preocupación, no menos perentoria, era saber el

número de los andenes. Desconocía si se numeraban de izquierda a derecha o

de derecha a izquierda. Me acerqué a otros viajeros y les pregunté por el número

4.

-Pues no lo sé. Yo voy al 2 y no sé cuáles son los otros.

-Bien ¿y me puede decir cuál es, para intentar deducir cuál sería el 4?

-Pero eso no tiene ningún sentido señor. ¿En qué puede afectar al andén 4

dónde se encuentre el 2?

Miré el reloj. La hora de mi tren se acercaba y cuanto más confundido estaba,

más rápido se sucedían los segundos. La distancia entre andenes, en el caso de

que estuviera en el andén erróneo, era insalvable. Tardaría al menos tres o

cuatro minutos en pasar de uno a otro. Por un terrorífico segundo dudé hasta de

encontrarme en la estación de Sredni.

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En ese momento vi un revisor de la empresa de ferrocarriles caminando por mi

andén. Fui tras él con las piernas temblorosas. Tenía que preguntarle.

-Oiga perdone, revisor. - Grité. El hombre se dio la vuelta y bajo su visera vi dos

ojos blancos. Era ciego. La impresión de encontrarme con un revisor invidente

me desconcertó, pero pasada la sorpresa inicial, decidí con una convicción casi

religiosa, confiar en sus indicaciones. El hombre tenía una gran seguridad en sí

mismo, conocía todos los horarios y trayectos; era como si de un modo

inexplicable, él estuviera viendo la estación. De hecho, cuando me dijo que me

diera prisa, que me quedaba poco tiempo, señaló un reloj que estaba encima de

nosotros y que desconozco cómo podía saber que se encontraba justo allí.

Sintiendo el estómago revuelto corrí hacia donde señalaba el revisor ciego

mientras sentía el aire gélido cortando mi rostro como si fueran cuchillas. Solo

oía mi corazón y mi respiración acelerada, pero sabía que el tren se estaba

acercando. Mi tren. El testamento. Mi dinero.

En pocos segundos el tren hizo su entrada en la estación. El ruido y la bolsa de

aire que movía con su inercia apartaron por un momento mi congoja. Subí al

vagón dubitativo, debía verificar que ese tren tenía como destino Nadzieja.

Al fin y al cabo, estaba siguiendo las indicaciones de un revisor ciego.

En el vagón había muy pocos pasajeros y ninguno de ellos me prestaba atención.

Iban con sus auriculares mirando las iluminadas pantallas de sus móviles.

Entonces indicaron por megafonía que el destino del tren era Nadzieja. Al fin

pude respirar. Me senté cerca de la puerta de salida e intenté relajarme, algo que

no me resultaría fácil. El tren inició su trayecto en silencio. Mientras, en mi

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cabeza, aún resonaban las últimas palabras del revisor ciego: “le queda poco

tiempo”.

Súbitamente me invadió un pensamiento aterrador. Había dado por supuesto

que la lectura del testamento sería favorable a mis intereses. Había dado por

supuesto que la misma supondría un incremento de mi patrimonio, pero ¿y si mi

tío había dilapidado su fortuna como había hecho yo con la mía? ¿Y si el

testamento solo contenía deudas de juego y cuentas de bares? Simplemente, lo

había dado todo por supuesto.

Me había prometido no beber nada hasta volver a mi casa, pero la realidad me

demostraba con crudeza que necesitaba un trago. Rocé la petaca con la punta

de mis dedos y mi estómago se agitó insatisfecho.

Un trago, un pequeño trago nada más. La ansiedad me hizo beber más de la

mitad de la botella. Era imprudente beber más porque podría perder el control.

Guardaría el resto para el viaje de vuelta. En casa tenía una botella de vodka a

medias, o eso quería pensar. La única certeza que tenía es la inconsistencia de

mis propósitos.

A través de la ventana veía el paisaje que rodeaba Nadzieja. Bosques negros

que poco a poco se iban aclarando, difuminando, dejando paso a las primeras

casas, con sus tejados a dos aguas de llamativos colores, como intentando

esconder una oscuridad primaria que lo envolvía todo.

- 150 -
El tren empezó a reducir la velocidad y pensé que sería por la proximidad de la

estación. Sin embargo, la megafonía anunciaba que, debido a una incidencia en

la línea, estaríamos detenidos unos minutos en la vía muerta. Una oleada de

sangre ardiente subió a mi cabeza haciéndome ver manchas negras. Cogí mis

pertenencias, decidido a bajar donde quiera que estuviéramos y continuar a pie

hasta la estación.

-No lo entiende, señor. No puede bajar del tren hasta que lleguemos a la

estación.

-El que no lo entiende es usted, verá tengo muchísima prisa y la estación está

justo ahí delante, puedo llegar a pie.

-Sí. Sí, entiendo que tiene prisa y que todos tenemos problemas, pero por favor,

permanezca en su asiento o será la policía la encargada de recibirle en la

estación.

Me mantuve sentado resistiendo los embates del corazón que parecía intentar

salir por algún desconocido resquicio de mis sienes. El cristal me devolvía mi

reflejo, y me di cuenta de que éste era horrible. Tenía el rostro de un enfermo,

sudoroso y pálido y la mirada, era la de un loco. Aparté la vista del cristal y

comprobé que el resto de los pasajeros estaban tranquilos, revisando sus bolsos

y maletines, ajenos a este retraso, en contraste con mi absoluta desesperación.

Al poco rato, comunicaron que ya podíamos entrar en la estación y yo respiré

hondo. Miré el reloj. Llegaría por los pelos, siempre que no hubiera ninguna

incidencia más.

- 151 -
Recorrí los escasos metros que separaban la estación de la plaza donde se

encontraba la notaría. El día era como todos. Gris y frío. Cuando llegué por fin a

la plaza, me quedé paralizado con los ojos saliéndose de sus órbitas.

El edificio de la notaría era exactamente como lo había visto en mi sueño. Un

majestuoso edificio de ladrillo rojo coronado con magníficas agujas góticas.

Intenté recomponerme y abracé la posibilidad de que, tal vez, lo había visto antes

en alguna fotografía o en Internet al buscar la dirección y se quedó grabado en

mi memoria de forma inconsciente. Cualquier otra posibilidad solo me llevaba a

pensar que mi sueño podía tener algo de veracidad y me negaba a creer eso.

Me negaba a que mi hora final la marcase el reloj de la notaría. Hasta aquí,

combatiendo con mis demonios, aún podía mantener la calma, sin embargo

cuando entré en el edificio y subí al piso en el que se encontraba el despacho

cualquier rastro de lógica desapareció de mi mente. Todo lo que veía,

absolutamente todo, era como en mi pesadilla.

El ascensor, los olores, la disposición de los objetos, hasta los detalles más

nimios se correspondían con mi sueño. Hasta el reloj. Ese reloj estaba ahí como

componiendo una burla hacia mi persona.

Sentí un vahído como si me fuera a desmayar y un fuerte dolor de cabeza. Mi

rostro debía de ser un poema, porque tanto el notario como el resto de las

personas que allí se encontraban, me miraban con una mezcla de sorpresa y

temor. Seguramente también habían percibido el olor a alcohol de mi aliento.

Supongo que es así como huele la desesperación.

- 152 -
Colgué mi abrigo en un perchero y me excusé para ir al baño. Debía intentar

serenarme, ya que la lectura tendría lugar en pocos minutos. Desde el cuarto de

baño escuchaba la animada charla que tenía lugar fuera y que hacía que me

sintiera aún más solo. Aún peor. Me sentía al borde del colapso, me costaba

mucho respirar pero lo único que quería era leer el testamento.

Volví a la sala y mis ojos fueron al reloj, como si fuera un ominoso heraldo. Las

paredes de la notaría parecían estrecharse y la habitación menguar.

Debía aguantar. Tenía que estar presente en la lectura pero ésta se demoraba

sin motivo entre risas. Me había costado todo mi patrimonio y casi un infarto

llegar a la hora y ahora parecía que eso no tenía importancia alguna.

Ya estaba a punto de gritar cuando el notario dio una palmada invitándonos a

sentarnos a la mesa.

Tomé asiento y las otras personas se sentaron también, pero ni pregunté quiénes

eran ni me presenté. Estaba hipnotizado por el reloj y paralizado por la angustia.

Sentí una mirada penetrante y solo entonces me di cuenta de que había un

hombre frente a mí al que conocía de algo. Evidentemente él me conocía. Nadie

mira a un desconocido con esa mezcla de odio y arrogancia. Pero ¿quién era?

¿de qué le conocía? Había pasado el último año, o quizá más, borracho o

inconsciente. ¿Por qué me miraba así ese hombre?

El reloj de la sala dio las 8.

- 153 -
Justo cuando cesaron las campanadas, empezó a hablar el hombrecillo, muy

delgado, de apenas un metro sesenta pero con una nariz que hubiera parecido

grande en un gigante, se irguió en su asiento de terciopelo rojo con una

seguridad en sí mismo que resultaba intimidante. Era frustrante no saber de qué

conocía aquel rostro tan peculiar.

-Bueno, como ya habrá adivinado, esto no es una notaría, ni yo soy ningún

notario. Bienvenido a mi teatro particular. – dijo sonriendo y estirando los brazos

como si de un maestro de ceremonias se tratase.

Tardé en asimilar aquellas palabras. Por un instante, pensé que había algún

problema en mis oídos. No, no había dicho lo que acababa de oír. Le miré

anonadado y la sorpresa, como tantas veces sucede, dio paso al miedo. Un

miedo que corría por mis venas libremente, como un cachorro en el jardín.

De forma casi instintiva miré al resto de los que ocupaban la mesa, pero ninguno

de ellos mostró ni el más leve atisbo de sorpresa o dio signos de que las cosas

no fluyeran por sus cauces habituales.

- ¿Ya no se acuerda de mí?

El hombrecillo levantó la vista para clavarla en mis ojos y efectivamente resultó

más hiriente que un puñal. Demonios. No lo recordaba. No. Me dieron ganas de

gritar que no, que no tenía ni idea, pero antes de tener que hacerlo, dijo:

- Usted ya no se acuerda, porque siempre iba muy borracho o porque

sencillamente, todo le daba igual. Usted ya no se acuerda de mí, en cambio yo

no he dejado de pensar en usted ni un solo día desde que le conocí.

- 154 -
Se hizo un silencio pastoso, arrastrado y dolorido, como una madrugada de

resaca. Me quería acordar pero mi mente estaba invadida por cientos de

fotogramas sin sentido. Fogonazos. Nada.

- Aquel sótano…

No tuvo que decir ya nada más. Un dolor insoportable me partió en dos. Era un

dolor difuso que me envolvía y me estrujaba como si fuera un papel.

-No me mire así. Sí, me conoce de aquel sótano donde iba a dar rienda suelta a

su anormalidad. Donde por tener un dinero de sobra pensaba que la vida de los

demás estaba a su disposición y capricho. No, no. No se levante. Le he citado

aquí para que escuche todo lo que tengo que decir, si no, no tendría gracia.

Aguante como aguanté yo cuando me dijo que en vez de una bala en el tambor

pusiera dos. Que con solo una no sentiría la… a-dre-na-li-na. Que solo una no

era suficiente. Entonces me dio unos billetes y una bala adicional.

Escuchaba las palabras pero me parecían mentira, me parecía que aquel

discurso tenía el cariz de surrealismo e irrealidad propios de los sueños. Me

parecía que estaba viviendo otra pesadilla. Tal vez me había vuelto a quedar

traspuesto. Tal vez aún estaba en el tren en aquella vía muerta.

El hombrecillo no dejaba de hablar, pero yo ya no podía oírle aunque advertía

que su rostro iba adquiriendo una gravedad que no se sabía si iba a derivar en

llanto o en ira. Mientras yo sentía que mi piel, mis venas, mis músculos, todo yo

ardía en un fuego helado. Un dolor similar a una corriente eléctrica barría mi

cabeza en todas direcciones. Me sentía como un animal enjaulado, atrapado en

una trampa invisible, al igual que el zorro del cuadro que tenía sobre mi cabeza.

- 155 -
- ¡Basta! -grité desesperado. Ya me ha quedado claro de qué me conoce. Usted

acudía a unas reuniones ilegales de apuestas en las que, a cambio de una nada

desdeñable suma, jugaba libremente con sus probabilidades de morir de forma

prematura. Ahora bien, ¿qué es lo que quiere de mí?

Tras pronunciar aquellas palabras supe que había apretado el botón correcto

porque la cara del hombrecillo cambió. En menos de un segundo, la seriedad y

la ira abandonaron su rostro, dejando paso a una mueca traviesa.

-Jugar. Eso es lo que quiero. Como usted jugó conmigo como si no fuera un ser

humano. Jugar con sus probabilidades.

Esta última palabra la pronunció lentamente, deleitándose como en la

degustación de un buen vino.

Levanté la vista. El reloj marcaba las 8:20. Si hiciera caso del sueño, me

quedaban cinco minutos de vida.

-Ha venido pensando que le había caído dinero del cielo, ¿verdad? Seguramente

no dudó usted ni un instante, dando por hecho que se lo merecía ¿o, me

equivoco? Un poco más de dinero nunca es demasiado.

El hombrecillo cada vez disfrutaba más con esta situación y yo me sentía como

si todo el cansancio de una vida se acumulara en mi pecho.

No había testamento, ni dinero. Lo único que había en mi bolsillo era un billete

de tren y una petaca con dos tragos de vodka, que en caso de ingerirlos sólo

aumentarían mi ansiedad.

Mientras la perorata continuaba entre gestos de asentimiento del resto de

caballeros, la presión de mi pecho se hacía insoportable por momentos. Ya no

- 156 -
podía respirar y un sudor frío me envolvía haciéndome temblar. Quería pedir

ayuda, pero no podía ni hablar. La aguja del reloj se iba acercando al cinco. Casi

me parecía escuchar el débil clic del mecanismo cuando de pronto un dolor

imposible pareció partirme el pecho y ya solo vi oscuridad.

- 157 -
SOBRE LA AUTORA

Sonia González Sánchez, lectora voraz, ha bebido de las fuentes de los grandes maestros

clásicos y modernos del terror y la ciencia ficción desde su más tierna infancia, con especial

predilección por Poe, Stevenson, Lovecraft y por supuesto, su círculo y por abreviar, por

todo lo oscuro y terrorífico.

Profesionalmente se dedica al cuidado de fantasmas victorianos y a la celebración de los

más siniestros rituales y, si los emolumentos así lo meritan, también oficia exorcismos de

funesto final.

Desde hace un tiempo también perpetra torpes intentos, generalmente fallidos y

lamentables, por crear historias. La mayoría de sus historias agonizan en un viejo baúl del

ático, pero de vez cuando, alguna se escapa y entonces, horror de horrores…

Sonia ha tenido el indudable honor de participar en la antología “España Punk” de la

editorial Cazador de Ratas con su relato “Amanda” y ahora, emocionada, cumple el sueño

de publicar en esta maravillosa revista con su relato “1 de 6”.


Ilustración de Byam Shaw (1872-1919)
La Historia que les presentamos a continuación está escrita por Francis Gerald Charles
Murray, más conocido como F.G.C. Murray, nacido el 6 de septiembre de 1850 en Morald,
Perriswilde, en el centro de una familia dedicada al periodismo. Fallecido en Broston el 25
de junio de 1937, dejó su legado literario a sus dos únicos hijos: Fraudel y Caroline Murray.
Fue escritor de relatos de misterio y terror afincado en Copperland hasta su muerte. Famoso
en su época por sus fantásticas historias de fantasmas y enigmáticos asesinatos provenientes
de las más rimbombantes familias y reconocidos personajes populares de la época. En la
actualidad se le conoce por su magnífica obra, pero es preciso resaltar que es bien conocido
por todo el mundo por este concreto relato: “El Guardián de la estación Norwest
Haddington”, relato publicado en marzo de 1887 por la Editorial Maddister Higgins en la
antología “Cruces”, y con el que fue galardonado con varios premios y condecoraciones en
diferentes certámenes literarios.

Ilustración de Jules-Élie Delaunay (1828-1891)


El Guardián de la
estación
de

Norwest
Haddington
por Ada de Goln
La extraña estación

Tan diletante como ignorante, en la estación de Norwest Haddington y entre dos

altas farolas encendidas ante una niebla espesa, un hombre de mediana edad,

tosco, con un bigote rizado hacia arriba y un aspecto zafio de ricachón grosero,

leía un libro sentado en un banco junto a una señorita pudiente, rubia, preciosa

y cándida como un ángel de Dios. El nombre del hombre era John Poster, y

criticaba la obra habida entre sus manos con no menos que arrogancia y

presuntuosidad. Como si de un crítico de un importante diario se hubiera tratado,

Poster hablaba de la historia convirtiéndola en un deshecho literario,

ridiculizando el estilo, ritmo y trama, y a oídos de la muchacha no era sino un

derroche de mala educación y extrema grosería. Ni lo miraba, sino que la

pobrecita perdía la vista en cualquier lugar que no fuera el impropio,

chasqueando la boca a modo de fastidio.

-El personaje principal es el asesino, se ve a la legua – dijo Poster señalando

con el dedo índice uno de los párrafos del libro – Las sospechas son claras y

concisas. Me lo temo, y así será. Deberías leerlo, querida, para darte cuenta de

que este escritor es un vulgar literato de pueblo. No tiene ni idea de escribir, es

un mentecato. ¡Un don nadie! Yo escribo mejor que ese patán. No tiene gracia,

ni estilo, ni tesón. ¿Quién demonios le habrá publicado esta bazofia? Hoy en día

publican cualquier cosa…

La señorita pudiente, una muchacha de veintipocos años que aguardaba molesta

junto al hombre, no era otra que Caroline Poster, la bella hija de un acaudalado

fabricante de bolsos de piel de serpiente que había dejado su soltería para

- 163 -
casarse con ese zafio personaje, un buen partido, según sus padres, que

enriquecería su vida con alhajas, tierras y buenos manjares. Se la veía cabizbaja,

mirando a veces de reojo el reloj colgante de la estación, pero jamás miraba a

su esposo, sino que se mostraba distante e intranquila ante tal botarate.

Chasqueaba los labios aburrida al oírle comentar el libro de aquel escritor

afamado, un reconocido erudito literario llamado Francis Gerald Charles Murray

que se ganaba muy bien la vida con sus relatos, pero sin embargo para John

Poster aquel concreto escritor no era sino una lacra literaria. Además, Poster era

tan petulante que apenas sí apreciaba el distante comportamiento de su hermosa

y joven esposa. En su lugar, loco de amor por ella, la admiraba atrevido con

osadía alternando miradas lascivas entre su libro y ella misma. Eran,

indudablemente, una pareja muy singular que a todos llamaba la atención. Eran,

lo que se dice, como agua para el chocolate. Pero se preguntarán qué diantres

hacían dos altos personajes en la estación de tren de Norwest Haddington, la

principal terminal de Kaholand que unía esta ciudad con Copperland, el lugar

más cosmopolita del país, a aquellas tempranas e intempestivas horas de la

mañana. Y la verdad, queridos lectores, era bien curiosa. Se levantó aquella

mañana el odioso Poster con intención de ir a comer al Rolling More, un

restaurante magnífico situado en el epicentro de Copperland, lugar donde

preparaban las mejores carnes a las brasas, pero su cochero estaba indispuesto

desde hacía días y tuvieron que caminar unas calles, todavía de madrugada,

para llegar a la estación. A ninguna persona encontraron en su camino, ruta

constante de unas calles apagadas y envueltas de una niebla cortante, y ahora

nadie sino ellos aguardaban el tren de las ocho sentados en el banco blanco del

apeadero. Nadie sino ellos esperaban en el andén el pitido del tren que llegaba.

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Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiip. Siete y cincuenta y ocho del 8 de octubre de 1908. Una mañana

oscura donde las haya, sin apenas luz de día y con una niebla espesa que

parecía querer cortarse en pedazos. Y allí, poniéndose en pie con sumas prisas,

el matrimonio Poster caminaba hacia las vías: el esposo, excitado como un niño;

ella, lánguida y mustia como un hada de cuento, sujetándose el vestido por no

tropezar, delicada como una gacela. Lo dicho, como agua para el chocolate.

-Justo a tiempo – dijo Poster mirando su reloj de bolsillo y avanzando hasta el

tren que llegaba lento y sonoro, un derroche de ruidos de engranajes y

maquinaria desafinada – Es increíble lo puntuales que son estos trenes.

Llegaremos a Copperland hacia las once. ¡Buena hora para deleitarnos con los

dignos manjares del Rolling! Ya me relamo de pensar en sus grasientos trozos

de carne vacuna y sus patatas harinosas con salsa a la barbacoa… - Y esto

último lo dijo con la boca babosa, segregando saliva al pensar en tal placer.

Caroline, en cambio, esperó paciente y delicada a que frenase la locomotora

cercana.

El tren paró su marcha enfundado en grises y espesos humos, chirriando su

timonería del freno, y muy pronto estuvo estático en los rieles de las vías. Nadie

bajó de los vagones, ni siquiera el maquinista para controlar que todo estaba en

orden, ni el muchacho de las maletas. Sólo Poster y su esposa aguardaban el

momento preciso para subir al vagón, viéndose vacío desde fuera. El hombre

pues, sorprendido ante la falta de servicios hacia personas de su condición, abrió

altivo una de las puertas más cercanas de uno de los vagones y ayudó a su

señora a subir, dado lo engorroso del pomposo vestido de época, y cuando ésta

ya estuvo arriba, de un salto subió también él. En cerrar la puerta desde dentro,

de nuevo el pitido del tren alertó de su retomada marcha. Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiip. Los

- 165 -
vaporosos y ennegrecidos humos llenaron el ambiente de insanos aires, y sólo

el sonido de los engranajes alteró la nula actividad de aquellas horas. El tren

comenzó a andar, los mecanismos se dejaron oír chirriantes, y allí quedó la

estación de Norwest Haddington, solitaria en la inmensidad de la nada, alterada

únicamente por una espesa niebla grisácea que impedía ver apenas el tren.

El insólito tren

Dentro del vagón el matrimonio Poster caminó acorde al movimiento por el pasillo

de los asientos pendiente, muy pendiente de no caer. Con el traqueteo del tren

Poster tropezó con el pie de un hombre que dormía ladeado y pegado al paso,

pero éste no se despertó y siguió roncando en su lugar, muy a pierna suelta.

– ¡Maldito sujeto! ¿Y dónde diantres está el personal de este tren? ¡Necesitamos

al mozo de las maletas para que al menos, bellísima Caroline, te acompañe a ti

a tu butaca – gruñó Poster, y allí a lo lejos, a más de cinco filas de asientos, una

mujer, también dormida, pegaba su rostro al cristal, dejando su respiración

dibujada en él.

– Vaya, querida – dijo entonces- Pues parece ser que el personal de este tren

brilla por su ausencia y que vamos a poder sentarnos donde se nos antoje.

Pondré una queja nada más llegar a nuestro destino. En fin, ¿te parece bien

aquí?

Y señaló dos butacas en concreto. La señora Poster no hizo ademán ninguno, y

tan obediente como complaciente, se cogió el pomposo vestido y pasó a la

butaca del lado de la ventana señalada por su esposo. Se sentó sublimemente,

apoyó el codo en el poyete y posó su puño en el precioso y delicado mentón. Su

esposo la miró lascivo y le dijo, casi en un susurro:

- 166 -
– Mi querida y bella esposa… ¡Tan atenta a mis deseos! Yo me sentaré,

lógicamente, a tu lado, bien pegadito a ti. Siempre a tu lado… Aunque seas una

flor para mis burdos modales, te quiero como a nadie querré jamás… ¿Lo ves,

Caroline? Mis frases son mucho más poéticas que los de ese Murray que leo.

Entonces, ya sentado junto a ella y sonriendo como si hubiera dicho algo

realmente gracioso, se mesó los bigotes y añadió mientras abría de nuevo su

libro y hojeaba una página en concreto:

– Voy a seguir leyendo. Si así lo deseas puedes dormirte, pues el paisaje hoy es

nulo, mira qué niebla hay ahí fuera. Espero llegar a Copperland con un sol

radiante. Mmmm, sólo de pensar en el chuletón que me voy a comer en el Rolling

More se me hace la boca agua. ¿A ti no, querida? Dime, ¿a ti no?

Pero la lánguida Caroline Poster sólo giró su cabeza hacia la ventana y apoyó

su cara en el frío cristal. Sin contestar, suspiró melancólica y cerró sus ojos. En

el vagón se hizo el más profundo de los silencios, y rompiendo ese silencio, un

pitido lejano llegó de repente. Era el silbido de salida de la estación.

Llevaban un buen rato de viaje, extrañamente lento y silencioso, lejos del

traqueteo del tren, cuando Poster dejó de leer para mirar su reloj. Frunció primero

el ceño y luego se llevó una mano a la vista, como no dando crédito a lo que sus

ojos veían, y pronto descubrió indignado que las agujas continuaban en el mismo

sitio que al verlas por última vez, marcando todavía las siete y cincuenta y ocho,

cosa extraña e insólita. Se removió nervioso en su asiento, agitó el reloj de

pulsera poniéndolo en su oído y volvió a mirarlo estupefacto. Entonces dijo

alterado:

– Este condenado reloj se ha muerto. Voy a levantarme a echar un vistazo por

aquí, a ver si descubro por dónde vamos y qué maldita hora es. Mmmm, no se

- 167 -
ve nada al otro lado de la ventana… ¿Estás despierta, querida? ¿Duermes

todavía? – dijo zarandeando el brazo de su esposa, pero Caroline no contestó,

sino que siguió callada y quieta como una de esas imágenes que habitan en las

iglesias. Toda ella parecía un ángel iluminado apoyada en el cristal, tan

melancólica y desalentada como una virgen de cera. Estaba claro que estaba

dormida, cosa que no pareció importarle a su esposo, y la oyó respirar relajada,

ajena a la preocupación del hombre. Poster entonces se levantó, dejó el libro en

su asiento y caminó por el pasillo apoyándose en los cabeceros de las butacas

para no caer con el movimiento, que advirtió nulo, como si el tren estuviera

parado. En su recorrido vio a la mujer que dormía a unas butacas más allá,

desaliñada y despeinada como si hubiera provenido de los más bajos suburbios

de la ciudad, con un vestido a remiendos y unas botas agujereadas por las

suelas, con sus piernas cruzadas como solo lo hacían los hombres.

Naturalmente no la despertó para preguntarle la hora, sino que se dio media

vuelta y continuó hasta llegar a donde estaba sentado el hombre con quien

tropezara un rato antes. Curiosamente también aquel personaje dormía, con la

boca abierta y espatarrado en su sillón, pero a Poster no se le ocurrió otra cosa

que rebuscar en su bolsillo para coger su reloj y ubicarse al fin. Efectivamente,

aquel individuo llevaba reloj en su bolsillo, y para desconfianza de Poster

marcaba la misma hora que el suyo, y le pareció todo tan extraño que salió del

vagón para adentrarse en otro. Nadie había en esa parte del tren, ni en el otro

vagón, ni en el siguiente, sólo un ruido a buque perdido se oía desde allí dentro.

Un lamento como del más allá. Si miraba por las ventanas, la niebla más espesa

y blanquecina le daba la bienvenida. Ni un cartel, ni la sombra de un árbol o una

montaña se atisbaba al otro lado, solo la espesura blanca de una niebla

- 168 -
constante y densa, densísima, que hizo a Poster alborotarse los cabellos antes

de ir de nuevo a su vagón y tratar de despertar a su esposa. Recorrió de nuevo

el camino de regreso a sus butacas, rápido y asustado como un niño, pero

cuando llegó a sus asientos nadie había, tan solo se mostraba su libro abierto

por la página que había dejado en danza, y Poster se empezó a poner muy

nervioso.

– ¡Caroline! – gritó a los cuatro vientos mirando aquí y allá, sin hallar por ningún

lado aparente a su queridísima esposa - ¡Caroline, maldita sea! ¿Dónde te

metes? ¡Dónde diablos te metes!

Pero de repente el tren hizo un fuerte movimiento, como si se hubiera puesto de

nuevo en marcha, y Poster quedó en mitad del vagón, solitario y quejumbroso,

mirando hacia todos lados sin nada ver. Sólo oyó el canto lastimero de un

hombre y una mujer que decía, lenta y casi silenciosamente:

“Tu pecado ha relucido y tu pesar no ha sucumbido.

Ella ya no es de tu propiedad, así pues deja ya de molestar.

Ella se ha evaporado y este tren lo ha manifestado.

Tu angustia es real, así pues déjala marchar…”.

Para ese preciso momento el hombre y la mujer que dormían en butacas

separadas a cada extremo del tren dejaron de dormir para levantarse y acercarse

a trompicones al atemorizado Poster, uno por cada lado. Caminaron desde sus

puestos hasta que lo rodearon, y sus semblantes de ojos vacíos le llenaron de

confusión y pánico. El hombre llevaba un golpe considerable en la cabeza, que

- 169 -
sangraba a lo largo de su rostro, y la mujer, sin dientes y provocadora, se dirigía

a él amenzante, con un objeto punzante entre las manos.

– ¿Qué demonios está pasando aquí? – Exclamó Poster, y viéndose acorralado

se subió a una butaca y no supo cómo reaccionar sino a gritos - ¡Caroline,

Caroline! ¡Maldita mocosa! ¿Dónde te metes? ¡Ayúdame! ¡Por favor! ¡Te dejé

aquí durmiendo y ahora no te hallo en ninguna parte, maldita seas! ¡Sal de tu

escondite de una vez!

Pero lo que no esperaba Poster fue que su tan preciada Caroline apareciera

trepando por el techo del vagón como una araña desde la otra punta hasta donde

él estaba y bajara de un salto al pasillo del tren, entre el hombre del golpe y él

mismo. La muchacha lo miró con la misma mirada vacía que los otros dos

sujetos, y luego con un gesto de su mano destapó su vestido a la altura del cuello

e indicó su propia garganta, sesgada y chorreante de sangre. Tan lánguida y

triste como era su usual, frágil como una flor de otoño, le dijo a su opulento

esposo:

– Aquí estoy, John Poster, aquí me postro ante ti para darte una última

explicación. Ayer, a las doce horas y veinticinco minutos de la noche me

asesinaste en nuestra casa de Alford Street. Enfundado en tus celos me

golpeaste hasta dejarme sin sentido, y cuando al fin logré reponerme me cortaste

el cuello con ese abrecartas – dijo señalando a la mujer desaliñada – Este tren

es tu destino.

– Pero… pero… ¡No puede ser! ¡Eso no es cierto! ¿De qué demonios estás

hablando? ¡Estás mintiendo, Caroline! – gritó, y de repente de su cabeza un

gorgoteo incesante le advirtió que un líquido oscuro y espeso como la sangre se

deslizaba por su rostro. Se tocó la cara con la mano y descubrió el fluido

- 170 -
pegajoso y rojizo manchando sus ropas, y un mareo repentino le sobrevino en

demasía, provocando su caída entre las butacas, todo lo orondo que estaba.

–…Ante mi impotencia, antes de morir cogí un objeto pesado de una de las

cómodas y te lo estampé en la cabeza – añadió Caroline – Moriste en el acto,

John, poco antes de que yo me desangrara. Estás muerto, John Poster. Muerto.

–¡Noooooo! – gritó Poster, y pareció entonces que le vino un poco de juicio y

cordura y que las fuerzas le sobrellevaron a levantarse del suelo, pues

enérgicamente, empujando a Caroline y al hombre, tirándolos a ambos en los

asientos a un lado y a otro, emprendió una infernal carrera a través del vagón,

mareado y perdido como un niño pequeño.

Agonía y desenlace

Cuando llegó a la puerta de salida advirtió que el tren estaba parado, y de un

salto bajó del vagón, sintiendo bajo sus pies la tierra blanda e inconsistente del

andén. Cuando la niebla se disipó lentamente descubrió aterrado que el

ferrocarril permanecía quieto en la estación Norwest Haddington, y que jamás se

habían movido de allí. Se tocó la herida en la cabeza, doliente, y de pronto se

puso a llorar desconsolado. Caminó unos pasos sin rumbo hasta llegar al banco

blanco de la terminal, el mismo banco blanco donde habían estado esperando la

llegada del tren, y allí se dejó caer abatido y desfallecido, herido de muerte como

un animal sentenciado a su fin. Se alborotó los cabellos, golpeó sus nudillos… y

entonces recordó su falta. Fue un ataque de locura lo que le llevó a comportarse

como un asesino, un arrebato de celos infundados respecto a la dulce y virginal

Caroline, pero no había excusa ni justificación para un hecho tan terrible. Se le

fue la mano con los bruscos golpes, y la cordura, porque nadie en su sano juicio

- 171 -
actúa de aquella manera, y por si no tuviera bastante, le cortó el cuello con un

abrecartas. Un ataque cobarde y sin razón.

– Lo siento, querida Caroline … – Lloró Poster amargamente tapándose el rostro

con ambas manos, envuelto en un llanto sin ningún tipo de consuelo – Aquellas

risas en la fiesta de Kabrich con aquel apuesto joven de Pockerfall que tanto te

miraba desde el inicio del evento me pusieron muy celoso. Tu lozanía y la de él

me llenaron de envidia, porque en el fondo sé que me detestas, que no me

quieres como antes, y a él lo mirabas con deseo. ¡Con maldito deseo! Se me fue

la mano, se me fue la mano porque yo te quería demasiado para perderte, mi

bella Caroline…

De entre la niebla la triste Caroline, la mujer desaliñada y el hombre del golpe en

la cabeza aparecieron fantasmagóricos atravesando la bruma. Flotaban por

encima de la tierra extrañamente acolchada del andén de la estación, y su

imagen espectral era tan sobrecogedora que Poster no podía ni mirar, sino que

se cobijó entre sus manos, llorando como un chiquillo perdido.

– Esta estación es tu destino – le dijeron los tres a la par - Aquí estarás por

siempre, solo, sin nadie que te moleste ni nadie a quien molestar. Se quebró tu

vida y la del resto del mundo. Le quitaste la vida a quien más te respetaba por

celos indebidos e infundados. Ahora este es tu fin. Guardarás esta estación por

toda la eternidad, y a nadie verás salvo a ti mismo. Vigilarás las vías de un tren

que ya pasó para ti y que no regresará jamás, y te familiarizarás como con fuego

con esta niebla cortante, que será tu única compañera en este viaje que se

acaba.

- 172 -
-¡No, Caroline… te lo ruego! Perdóname… No debí dudar de ti, no debí dudar de

ti… Estos celos míos me han arrebatado lo más preciado que tenía, no debí

dudar de ti… ¡Vuelve conmigo! ¡Vuelve, por dios te lo ruego!

Pero las tres figuras retrocedieron en su gravedad hasta llegar al vagón de

nuevo, y subieron al tren para perderse entre la niebla. Un pitido lejano se oyó:

“Piiiiiiiiiiiiip”, y una voz de ultratumba, como un zumbido de buque perdido, de

dejó escuchar:

–¡Pasajeros al tren!

Allí quedó Poster, levantando la llorosa vista y viendo cómo el tren partía hacia

un rumbo mucho más dulce y alentado que el suyo. Miró hacia todos lados, sin

nada ver, y desfallecido se tumbó en el banco, enrolló sus piernas y esperó su

destino final, aguardando la lejanía de las vías, sirviendo de guardián a la

estación Norwest Haddington. De repente sintió frío, mucho frío, y se acurrucó

entre sus brazos buscando un ápice de calentor y aliento. Lejanas se escucharon

unas voces agónicas que cantaron una triste canción, y sus lágrimas fueron tan

amargas que al caer al suelo formaron un charco en el acolchado de la superficie.

La soledad más absoluta habitó junto a él, y como un eco impertinente, las

palabras cantadas retumbaron en su cerebro muerto por siempre jamás.

“Aquí guardarás tu sino, enfundado en tu calvario.

No hablarás sino contigo mismo, y en la letanía de tu soledad se creará

tu destino.

Ningún tren cogerá ya tus riendas,

Y en su lugar te acompañará esta niebla”.

- 173 -
SOBRE LA AUTORA

Ada de Goln. Escritora de género fantástico con varios relatos publicados en diferentes

antologías con otros autores (algunos premiados), y dos libros propios: EL VINCULO

(terror, Pulpture Ediciones 2018), y con el que fue candidata a los Premios Amaltea, y

AQUELLAS OSCURAS TIERRAS DE SNOGBYRE (fantasía, 2018), premiado con el

CORCEL NEGRO de Entrelíneas Editores. En 2013 ganó junto a su equipo el Phonetastic

del Festival de Sitges con "The other side", una de sus historias llevada al cine a modo de

cortometraje y dirigida por Conrad Mess. En 2017 rodaron "El último relato", cortometraje

con guión de su autoría y dirigida por Daniel García.

Revistas donde se incluyen varios de sus cuentos:

Homenaje a Guillermo del Toro de la revista Circulo de Lovecraft, Revista Tentáculos y

cuervos de Círculo de Lovecraft, El cuervo de un ojo y el elfo, Revista Vaulderie, Revista

Tártarus y Homenaje a Shirley Jackson de la revista Circulo de Lovecraft.

Actualmente a punto de publicar dos libros más.

Su sueño es llegar a ver sus historias en la gran pantalla.


Por
Jordi Moreno

huerfano
El
Ilustración de Pasco Vuctic (1871-1925)
y Victor Kovacic (1874-1924)
Me agarré al asiento y aparté la mirada de la ventanilla preso de un miedo atroz.

La claustrofóbica travesía por el túnel era interminable y no paraban de

sucederse las apariciones de blanquecinos rostros cubiertos de sangre

reclamando ayuda. Alguien me cogió de la pierna y me arrastró por el vagón

hasta llevarme a una enorme serpiente, cuya viscosa boca se abrió

mostrándome una bífida lengua húmeda y oscilante. Sentí sus puntiagudos

dientes atravesar mi piel mientras me envolvía con su gruesa cola y me oprimía

el cuello sin compasión. En mi agonía escuché la desenfrenada y enfermiza risa

del resto de pasajeros. No podía más. ¡Me ahogaba! ¡¡Me asfixiaba!!...

Aquel día volví a despertar sudoroso en la cama tras sufrir una nueva pesadilla.

Miré como cada mañana a ese techo poblado de robustas vigas de roble que se

mantenían incólumes a pesar de haber estado en la casa muchos años antes

que yo. Lucían brillantes, bañadas por un tibio sol que se colaba por la ventana

del dormitorio. Ojeé en el calendario que descansaba en mi mesita de noche y

caí en la cuenta de que se cumplían tres meses de la muerte de mis padres. Una

pena inconsolable inundó mi alma y rompí a llorar al recordar su lento caminar a

través del pasillo. Todos los días se acercaban a mi puerta y me despertaban

con un beso, todos sin excepción, a pesar de haber superado con creces los

treinta años. Nuestra relación siempre fue muy especial, mucho más que una

cariñosa relación entre unos padres y su único hijo. Suponía un placer contar

con su ayuda en cada momento y creí que jamás llegaría el día en que no los

volviera a ver.

- 176 -
Cada paso en nuestras vidas era estudiado y aprobado tras largas

conversaciones. Tan solo la persistente inmiscusión de nuestros únicos vecinos

interrumpía en parte esa gran complicidad que colmaba mi espíritu de bienestar.

Nunca le confesé a mis padres el profundo odio que sentía hacia ellos.

Pretendían ser amables pero discerní que lo que transmitían era una forzada

apariencia de cortesía que escondía la falsedad más absoluta. Pasado un tiempo

ya no recibimos sus irritantes visitas y aquello fue lo que alimentó esa última

decisión de la que yo no fui partícipe y jamás entenderé:

Ese extraño viaje en tren que hicieron mis padres a solas sin ni siquiera

comentármelo, un viaje que cambiaría mi visión hacia ellos de la noche a la

mañana. Me sorprendió negativamente que mi padre (maquinista jubilado que

me había enseñado todo lo referente al funcionamiento de un ferrocarril, y que

supondría mi futuro trabajo como mecánico) no quisiera que los acompañara.

Por desgracia, y a partir de ese día, ya nunca volvería a verlos con vida. Aquel

maldito accidente ferroviario me los arrebató para siempre. No dejaba de pensar

en ello, ni mucho menos olvidar las terribles imágenes que vi tras descarrilar el

tren y que permanecerían en mi retina eternamente:

Cadáveres retorcidos entre amasijos de hierro se amontonaban en posturas

imposibles, rodeados de horribles manchas de sangre y decenas de miembros

amputados, entre ellos, los de mis pobres padres. Recuerdo observar los

vagones emanando un potente humo mezclado con el tétrico hedor de la muerte

detrás del cordón policial, mientras observaba boquiabierto en el andén el triste

camino vacío que dibujaban las vías.

- 177 -
Tras el sepelio decidí incinerar sus restos, depositarlos en dos vasijas y colocar

cada uno encima de su respectiva mesita de noche. Luego construí un pequeño

altar de madera al lado de la cama, y puse en lo alto una fotografía de nosotros

tres para resplandecer eternamente junto a la luz de las velas. Fue a partir de

entonces cuando empecé a sufrir esas continuas visiones y las consecuentes e

insoportables pesadillas. Todas ellas distintas pero con un macabro punto en

común:

La muerte dentro de un tren en constante movimiento.

Durante semanas observé en vigilia cada noche como la puerta de su habitación

se abría y se cerraba intermitentemente. Trataba de conciliar el sueño, pero los

violentos portazos me desvelaban produciéndome una terrible sensación de

pánico. Sentía su presencia a menudo cerca de mi cama, escuchaba los

profundos lamentos de mi madre que irrumpían en mitad de la madrugada. Podía

ver a mi padre de cuclillas en la ventana del pasillo, llorando desconsoladamente

con la cabeza metida entre las piernas. Percibía en la duermevela el peso de mi

madre en el colchón, sus fríos dedos acariciando mi rostro, su pútrido aliento

moviendo mis cabellos y sus desgarradores gritos en mi oído provocando que

abriera los ojos hasta que todo se desvanecía en la penumbra... Aquella

prolongada tensión de vivir con miedo a cada instante se hacía cada vez más

insoportable.

De nada sirvieron las múltiples consultas en el psiquiatra durante los primeros

días. Solo me llenaban la mente de dudas y atiborraban mi cuerpo de grandes

dosis de pastillas. En parte fui culpable de aquello. Jamás le conté aquellas

apariciones y me ceñí a vaciar aquel doloroso recuerdo que me carcomía por

- 178 -
dentro. No logré confiar nunca en él, a decir verdad, no lograba confiar en nadie.

Alimenté involuntariamente un odio intrínseco por las personas que me

rodeaban. La última vez que hablamos vino a casa para cambiarme la

medicación y, curiosamente, no volvimos a vernos nunca más.

Hacía frío, el invierno era duro en mi pequeña casa a las afueras de la ciudad.

Me incorporé y sequé con un pañuelo las lágrimas que cubrían mi rostro.

Ataviado con mi sempiterna bata azul, caminé arrastrando los pies hasta el baño

mientras observaba los rayos del sol que dibujaban finas líneas verticales desde

el cristal esmerilado de la ventana del pasillo; ese compacto y turbio cristal que

no dejaba ver con claridad el exterior, y que al mismo tiempo devolvía un reflejo

distorsionado y perturbador.

Al otro lado solo había un estéril campo repleto de malas hierbas al que, con el

transcurrir del tiempo, se le fueron añadiendo montones de basura acumulada

por la inconsciencia de unos cuantos que se perdían borrachos en la noche para

dejar allí sus porquerías en forma de botellas o preservativos usados.

Opté por no retirar nada y rellenar de tierra todo lo que se acumulaba noche tras

noche. Lo mejor es no mover la basura de un lado a otro, debe permanecer

enterrada y fuera de mi vista —Pensé—.

Lo único que me permitía liberar en parte el demonio interior que me corroía, era

pintar en un pequeño lienzo para proyectar en él aquella amargura. No me

concentré en los detalles, tan solo intentaba ahogar con cada pincelada la

nostalgia, la melancolía.

Se trataba de un dibujo simple que recreaba el movimiento tembloroso de unas

vías provocado por un tren que apenas se intuía en trazos indefinibles. La

- 179 -
máquina parecía surgir de un oscuro abismo que creé tras pintar densas y largas

capas de color negro que ocultaban cualquier atisbo de paisaje externo. Justo

debajo, ocupando la parte izquierda y con ello un tercio del cuadro, di forma a mi

blanquecino rostro mirando de soslayo la sombra invisible de aquel tren

fantasmal.

Nunca supe cuál iba a ser el resultado final de la obra, a decir verdad no pensé

qué hacer con ella una vez la hubiera terminado. Decidí colgarla

momentáneamente en mitad de la pared del salón, sin importarme la estética

general que ofrecía con respecto al resto del mobiliario. Pero una curiosa

humedad surgió de la pared pocos minutos después de vestirla con el lienzo,

provocando que la fracción de la obra donde no aparecía ningún elemento,

empezara a crear formas imposibles que estropeaban el conjunto pictórico.

Lo moví a varias habitaciones intentando no tener ese mismo problema pero, sin

explicación alguna, las humedades no daban tregua continuamente se

deformaba el dibujo frustrando mi intento por crear mi porción de arte terapéutico,

así que solo rellenaba cada noche el fondo con más y más capas de color negro.

Cualquiera que me hubiera visto por un agujero pensaría que me había vuelto

loco y, en parte, no le quitaría la razón. Un hombre solo a menudo necesita que

alguien medie en su mente para comprobar por él mismo que sigue estando en

sus cabales.

Es por ello que decidí esa mañana llamar a la única persona en mi vida que

guardaba relación con mi familia; La persona que estuvo a mi lado a cada

momento en el que mi vínculo con el ser humano resultaba prescindible: Mi tía

Damballa.

- 180 -
De hecho fue con ella con la que estuve los días precedentes a mi profunda

soledad, y también el día anterior al fatal destino que corrieron los pasajeros de

ese tren.

Ocurrió por la tarde. Mis padres dejaron de hablarme sin motivo aparente y se

encerraron en su habitación. Los escuché llorar y Damballa se acercó a mí

tratando de tranquilizarme. Recuerdo que me dio un fuerte abrazo mientras

repetía las mismas frases una y otra vez:

«No debes preocuparte Thomas. En tus manos está la respuesta, y pronto la

descubrirás».

Le di un juego de llaves poco después del funeral y acudía de vez en cuando a

verme para ayudarme a pasar el grave trauma. Damballa era esa clase de

personas que se autodenominaban sensitivas; realizaba a menudo sesiones de

espiritismo en las que poseía el don de mediar en conflictos ajenos mediante

elementos naturales. Su presencia en casa me daba tranquilidad, ya que mis

padres jamás se manifestaron cuando ella deambulaba por cada una de las

habitaciones para purificarlas. Aquella práctica siempre me inquietaba; sus ojos

se ponían en blanco cuando advertía algún movimiento, y un sin fin de palabras

ininteligibles surgían de su boca sin mover un solo músculo de su rostro. Jamás

trató de persuadir esas constantes e incómodas apariciones. Decía que, de algún

modo, les hacía falta seguir actuando de esa manera, que de mí dependía en

gran parte su total desaparición. Nunca supe qué quiso decirme con todo aquello,

pero su compañía me sentaba bien y esa mañana la necesitaba más que nunca.

- 181 -
Mientras la esperaba saboreando lentamente un delicioso café bien cargado,

encendí la pequeña radio que custodiaba la encimera. Después de la información

meteorológica, una curiosa noticia llamó poderosamente mi atención:

«El alcalde inaugurará esta mañana el nuevo tren de cercanías que sustituirá al

malogrado Royal Lilith, el cual descarriló en extrañas circunstancias hace hoy

tres meses, llevándose consigo la vida de los cientos de pasajeros que lo

ocuparon».

Valoré la inmediata idea que apareció en mi cabeza. ¿Y si comprara un billete

para revivir el viaje que hicieron mis padres por última vez? Pensé que tal vez

eso me sirviera para curar la insoportable sensación de ansiedad que atenazaba

mi corazón. Además pensé en pedirle a mi tía que me acompañara, creyendo

que aquello supusiera que nuestro denostado vínculo resurgiera para quedarse

definitivamente.

Cuando empecé a navegar por Internet en busca de horarios y precios, escuché

el timbre del portal.

—¿Sí?

—Soy yo, Damballa.

—Sube.

La esperé en el rellano con una taza de café humeante entre mis manos. Hacía

días que no sabía nada de ella y lo menos que podía hacer era ofrecerle una

bebida caliente acompañada de una buena conversación. Siempre estuvo cerca

de mí en los momentos más difíciles. Incluso me llenó la casa de plantas con la

- 182 -
intención, según ella, de que rebrotara la vida. Regresaba a casa asiduamente

para regarlas con un pulverizador el cual estaba repleto de un líquido muy

especial, del que por mucho que le pregunté, nunca pude sonsacarle el nombre.

Subió los dos pisos apoyada en su sempiterno bastón y respirando con dificultad

a causa del cansancio. No era una mujer excesivamente mayor, pero aquellas

inmersiones en lo oculto lapidaron su juventud y mermaron su físico

provocándole una vejez prematura.

—Gracias por venir, entra y ponte cómoda. Te he preparado un café para que

entres en calor, hoy hace bastante frío. ¿Te has vuelto a dejar las llaves en casa?

—Sí, lo siento. Últimamente tengo la cabeza en otro sitio. —Pudo contestar entre

jadeos.

—Hoy hace justo tres meses del accidente. —Dije sin darle tiempo a sentarse.

—Lo sé, Thomas.

Nadie me había llamado por mi nombre desde la ocasión en la que fui a la notaría

a recoger la documentación del testamento.

—¿Cómo te encuentras? Estás pálido. ¿Cuándo fue la última vez que saliste de

casa?

No supe qué contestar. Lo cierto era que no recordaba haber salido después del

entierro. Realizaba la compra online y solo me asomaba de vez en cuando a

aquel terreno contiguo a la casa, así que obvié sus preguntas y le propuse sin

tapujos la idea que tenía en mente.

- 183 -
—Necesito hacer un viaje, y me gustaría que tú me acompañaras. —Su rostro

palideció al instante y la taza de café se tambaleó a causa de un repentino y

frenético temblor en sus manos.

—¿No estarás pensando en coger el Royal Lilith, verdad? No es bueno remover

el pasado. Fue una tragedia horrible y me parece inaudito que hayan querido

reconstruirlo tan pronto. Debes olvidarlo todo y rehacer tu vida Thomas.

—¿Rehacer mi vida? ¿Qué vida? No conozco otra cosa que las cuatro calles de

este pueblo, y cada rincón me recuerda a ellos. Ni siquiera me siento capaz de

volver a trabajar como mecánico.

—Sé que has cobrado una buena herencia y que no necesitas trabajar por el

momento. Y entiendo que volver a reparar trenes te provoque gran angustia. Es

una buena idea salir del pueblo, pero no haciendo ese viaje. Tienes tu propio

coche y podrías empezar desde cero en la gran ciudad. —Argumentó Damballa.

—Hasta donde yo sé, el tren llega hasta allí. ¿Por qué no viajar en él y disfrutar

del paisaje? Podría pasar unas semanas en la ciudad y si encuentro algo

interesante, plantearme cambiar de aires. —Contesté.

—Los dos sabemos que no quieres ir en ese tren para disfrutar de las bonitas

vistas. ¿Por qué quieres hacerlo? No te entiendo. Fue un golpe muy duro para ti

y rememorarlo solo retrasará tu curación. —Sentenció Damballa fijando su

mirada en el tarro de antidepresivos que olvidé ocultar de la mesa.

—Estoy mucho mejor. —Dije con la mirada perdida.

- 184 -
—¿Seguro? La última vez que hablamos por teléfono me dijiste que aún veías a

tus padres por la casa. ¿Siguen apareciendo? ¿Sigues teniendo pesadillas?

—No quiero hablar de eso. —Contesté tragando saliva. —Estoy pensando en

vender la casa. Nada me ata aquí, solamente el doloroso recuerdo de su

ausencia. Puede que tras el viaje tome esa decisión. —Dije nervioso y mirando

hacia aquel terreno oculto tras el cristal.

—Piénsalo bien, Thomas, es lo único que te queda de tus padres. Por cierto,

¿qué hay allí detrás que te preocupa tanto?

—Na… Nada. —Respondí sin estar seguro de conocer la respuesta.

—Está bien Thomas, haremos una cosa. Volveré a rastrear la casa para limpiarla

de malas vibraciones. Percibo demasiada negatividad, demasiado miedo y dolor.

No puedes seguir viviendo de esta manera. Te acompañaré hasta la estación y

una vez allí esperaremos unos minutos. Si no controlas tus nervios, o si veo en

ti la misma expresión de terror que tienes ahora, daremos media vuelta y

volveremos a casa. El viaje debe servirte para afrontar tus miedos y mirar hacia

delante, no para lo contrario. ¿Estás de acuerdo?

—Estoy de acuerdo. —Dije simulando una falsa seguridad.

—Ahora acércate y dame un abrazo.

Damballa me rodeó la cabeza con una mano y la cintura con la otra. Siempre me

acariciaba el cabello con parsimonia, desde que era un niño, aunque aquella vez

su excesiva efusividad provocó en mí un sobresalto.

—¡Au! Te has pasado con tus caricias, me has hecho daño.

—Lo siento Thomas, te echaba de menos.

Asentí mirándola con recelo, y su sonrisa hizo que mi enojo desapareciera por

completo.

- 185 -
La posibilidad de comprar un billete para viajar por la mañana en el día de la

inauguración se antojó una misión imposible. Damballa y yo comimos juntos y

preparé una maleta con algo de ropa. También me llevé el pequeño lienzo y las

pinturas por si nacía la inspiración y podía finalizar mi obra durante el trayecto.

Todo ese tiempo Damballa caminó nerviosa por el pasillo, escondía algo en su

puño derecho que no logré ver aunque, por otro lado, tampoco me importó.

Elucubré que tal vez fuera un elemento asociado a aquellos extraños ritos

espirituales que tanto adoraba.

Cerca de las siete de la tarde ya caminábamos en dirección a la vieja estación

para esperar al restaurado ferrocarril donde perecieran mis padres de aquella

forma tan terrorífica.

Hice un gran esfuerzo por aparentar tranquilidad delante de mi tía y conseguí un

billete en la ventanilla para las ocho en punto. Nos sentamos a esperar en un

banco y evitando que Damballa intentara disuadirme, abrí la maleta y extraje el

caballete plegado que había colocado previamente encima de la ropa. Lo

desplegué y lo situé a media altura para centrar allí el lienzo y observarlo en otro

espacio que no fuera mi casa. Entonces noté con intensidad la mirada miedosa

y perpleja de Damballa hacia la obra.

—Sé que no es gran cosa, pero me está ayudando en mi terapia. —Dije sin

convencimiento forzando una sonrisa.

—¿Qué son esas sombras? —Preguntó Damballa señalando el espacio vacío

del cuadro.

—Creo que son manchas de humedad, aunque no estoy muy seguro. Lo he

repasado cientos de veces y han seguido apareciendo.

- 186 -
Saqué la pintura y varios pinceles para retomar el trabajo hasta la llegada del

tren. Bañé uno de ellos en pintura negra y fui directo a aquel misterioso espacio

que se negaba a oscurecer como por arte de magia. Tracé con calma y

delicadeza largas pinceladas sobre el lienzo y poco a poco me fui sintiendo

mejor. Mientras la relajación recorría mi cuerpo, pude ver de reojo cómo

Damballa permanecía ausente y tecleando a toda velocidad en la pantalla de su

teléfono móvil. En apenas unos segundos el color negro neutralizó por completo

aquellas supuestas humedades y me quedé contemplando la obra

detenidamente. Me concentré en todos los detalles: Esas infinitas y ondulantes

vías dominadas por un tren espectral, mi propio rostro cuya expresión lacónica

mostraba la huella del dolor en cada rasgo bajo aquel hueco oscuro y vacío, ese

fragmento de la obra que únicamente podía rellenar de oscuridad...

No fui consciente de en qué momento sucedió, pero lo cierto fue que cuando

aparté la vista del cuadro comprobé que Damballa había desaparecido y el

tintineo siempre evocador del viejo ferrocarril ya se escuchaba en la lejanía.

Pegada en mi maleta había un pequeño matojo de hojas impregnadas con un

líquido espeso. Supe de inmediato que era un pequeño ramillete arrancado de

una de las plantas que se acumulaban en mi casa, y deduje que Damballa me

dejó ese souvenir para protegerme. Así que lo arranqué y lo metí en el bolsillo

de mi pantalón no sin antes oler profundamente el embriagador perfume de

aquella planta misteriosa. Me levanté asustado para acercarme tímidamente a

las vías y el macabro recuerdo de la muerte volvió para golpearme directamente

en el corazón. Pensé en dar media vuelta y regresar a mi casa al ver que el

último resquicio de claridad que iluminaba aquella fría tarde de marzo se teñía

de una profunda e inquietante negrura. Damballa se había marchado sin avisar

- 187 -
y pensé que no sería capaz de emprender ese viaje yo solo. Intuí la cercanía del

Royal Lilith al vislumbrar su sombra proyectada por la luz vaporosa de las farolas.

Pese a la terrible sensación de miedo que me invadió, una súbita revelación

interior me hizo creer en que la respuesta se hallaba dentro de ese tren.

El enorme reloj que custodiaba el epicentro de la estación marcó las ocho en

punto, y la fina aguja que contaba los segundos dejó de moverse

misteriosamente a la lenta llegada del vehículo. Me acerqué despacio, con

cautela, midiendo el tramo exacto en el que la máquina se detuviera ante mi

presencia. Pensé en telefonear a mi tía, pero traté de sobrellevar su ausencia de

la mejor manera posible. Si se ha marchado es porque me ha visto tranquilo.—

Me dije.

Subí al tren con el convencimiento de afrontar aquella experiencia como algo

terapéutico y renovador. Las plazas del primer vagón estaban ocupadas, salvo

una de las que estaban situadas de manera inversa a la dirección del ferrocarril.

Me acomodé en ella y apoyé el lienzo bajo la pequeña ventana que ofrecía la

apagada imagen de una estación prácticamente vacía. Miré a mi alrededor.

Nadie hablaba con nadie, nadie miraba a nadie. Lo atribuí al cansancio de los

pasajeros, era el último trayecto del día y supuse que la mayoría regresaban a

sus casas después de una larga jornada de trabajo.

Sentí un nervioso cosquilleo en el estómago al escuchar la deliciosa melodía de

la máquina del tren emprendiendo la marcha. La restauración se había realizado

de forma milimétrica. Aprecié como un niño el dulce olor a barniz en la madera,

la suave curvatura del arco en el techo esculpida al detalle, los colores rústicos

que envolvían el ambiente provocando una mágica regresión al siglo diecinueve.

- 188 -
En mitad de aquel deleite de sensaciones, empecé a notar la tensa mirada de

todos los pasajeros en el mismo instante en el que el tren inició su traqueteo.

Mi teléfono móvil vibró y apareció un extenso mensaje de texto de mi tía

Damballa que procedí a leer en silencio:

«Querido Thomas, no es sencillo para mí escribir estas palabras, pero debes ser

consciente de lo que has hecho para que al fin descanse tu tormentosa alma.

Siempre has estado muy unido a tus padres y eso al final se ha vuelto en tu

contra. Te corroyeron los celos a tus vecinos, las hirientes preguntas de tu

psiquiatra... Tu aislamiento social te ha convertido en lo que eres ahora. No

quería hacerlo, pero he ido a tu casa y he descubierto lo que había enterrado

bajo aquellos montones de basura.

Hay tres cadáveres Thomas, los cuerpos de los vecinos y de tu psiquiatra. Sé

que no entiendes nada, que piensas que todo esto no puede ser real, pero

créeme Thomas, lo he comprobado tras largas tardes purificando cada rincón de

tu casa. Sabía que algo se escondía en ella.

Ahora comprenderás esa repentina huida de tus padres. Lo hicieron movidos por

el miedo, por el miedo hacia ti. Solo existe una manera de que pare tu sufrimiento

y tú sabes cuál es. Habrás visto que en la maleta he preparado unas cuantas

hojas con un producto que provoca aturdimiento. Inhálalo sin temor. Te hará

dormir y este infierno habrá acabado para ti. Tu otra opción es enfrentarte a la

justicia y eso alargará tu sufrimiento Thomas.

Yo cuidaré de la casa y te protegeré cuando te reúnas con tus padres en el otro

mundo.

Siempre estarás en mi corazón. Te quiere, Damballa».

- 189 -
De pronto noté un fuerte dolor de cabeza que hizo que se me nublara la vista.

Traté de asimilar aquella locura concentrándome en el paisaje que se diluía entre

el verde de los árboles y el gris de los edificios cercanos a la estación, pero aquel

insistente martilleo en la sien no cesaba.

Volví la cabeza para vislumbrar el vagón y todo eran ojos mirándome con frialdad

y seria expresión. La debilidad se adueñó de mi cuerpo e intenté incorporarme

para ir al baño.

El ritmo inestable del vagón provocó que me tropezara con el pie de un hombre

que ni siquiera se inmutó. Caí al suelo estrepitosamente cuando el tren trazó la

curva y se internó en el túnel que daba acceso a la ciudad. Me faltaba el aire y

empecé a reptar por el pasillo ante la inexplicable pasividad de los viajeros. Una

inmensa y asfixiante oscuridad tiñó el exterior, apenas se distinguía la estructura

empedrada del túnel y mi malestar derivó en una terrible ansiedad claustrofóbica.

Fue entonces cuando incontables ráfagas de figuras deformes aparecieron

desde el otro lado del cristal como fotogramas sobrenaturales. El tortuoso camino

hacia el final del vagón se me hizo cada vez más cuesta arriba. De repente los

pasajeros se pusieron de pie y empezaron a caminar hacia mí como títeres

manejados por una fuerza invisible.

Un olor pestilente a putrefacción envolvió cada centímetro del ferrocarril.

Conocía ese hedor, era el aroma de la muerte. Me tapé la nariz y cerré los ojos

al ver cómo el tren se inclinaba ligeramente hacia arriba provocando que mi

cuerpo viajara a merced de aquel incierto destino, y chocando con aquellos que

seguían caminando con rigidez y sin desequilibrio aparente.

Pude agarrarme a la pata de uno de los asientos y noté caer sobre mí montones

de objetos pesados que en un primer momento creí que era equipaje. Abrí los

- 190 -
ojos y palidecí al comprobar que decenas de brazos y piernas ensangrentados

rebotaban en las paredes y se agolpaban sin remedio encima de mí. La

aterradora sensación de la piel muerta cayendo sobre mi rostro me hizo gritar de

puro pánico. Los cadáveres que vi hacía tres meses se arrastraban para darme

caza mostrándome muecas horribles perpetradas por los diversos cortes en su

piel. Deseaba que todo fuese otra horrible pesadilla y poder despertar en mi

cama de nuevo, pero en esos momentos alguien me levantó de los brazos y me

llevó de nuevo hasta mi asiento.

El tren regresó a su posición habitual y frente a mí vi a tres personas que me

resultaron muy familiares. Estaban pálidos y sus negras ojeras enaltecían unos

ojos tristes y ausentes de vida. Reconocí sus rostros:

Eran mis vecinos y mi psiquiatra. Dieron un paso adelante y levantaron la cabeza

hacia el techo. Observé horrorizado la enorme cicatriz que rodeaba sus cuellos.

El psiquiatra se agachó, me acercó el lienzo que seguía bajo mis pies y lo tomé

en mis manos entregado al horror más absoluto. Del oscuro hueco vacío

volvieron a crearse aquellas manchas extrañas, pero poco a poco parecía que

se iban moviendo hasta conformar un insólito conjunto de imágenes en

movimiento. Pude ver las turbias secuencias de mis crímenes mientras no daba

crédito a que aquello hubiese ocurrido de verdad. Aturdido y superado por los

acontecimientos, derramé lágrimas de incomprensión e impotencia sobre el

lienzo. En esos momentos sentí dos manos apoyándose tiernamente en mi

hombro y del cuadro surgieron nuevas escenas:

Vi la silueta de Damballa en el interior de mi casa vertiendo aquel líquido

transparente en las plantas. Luego la vi rellenar el pulverizador con un frasco

donde se leía la palabra Hioscina. La observé acercarse a mi cama y rociar las

- 191 -
sábanas y mi ropa con aquel producto. Acto seguido la escena cambió y

vislumbré con nitidez la estación de tren junto al accidentado Royal Lilith. En su

interior se encontraba el viejo Barry, quien tuvo el desgraciado privilegio de ser

el último conductor de aquella joya ferroviaria. Estaba hablando animadamente

con Damballa y en ese preciso instante observé con perplejidad un pequeño

tarro en sus manos que rezaba: Fragancia para largos viajes.

Barry lo aceptó y abrió el tapón inhalando con energía su contenido. Damballa le

dio un fuerte abrazo y le atusó el pelo con la misma efusividad con la que lo hacía

conmigo de manera habitual.

Las imágenes volvieron a mostrar mi habitación. Damballa caminaba inquieta

con los ojos en blanco y alzando dos finísimos cabellos mientras su boca parecía

emitir palabras sin control. Una nueva secuencia mostraba a mi tía hablando con

el maquinista del nuevo y reformado Royal Lilith. Estaba actuando de la misma

manera que lo hizo con Barry y entonces fue cuando comprendí sus malévolas

intenciones. Recordé aquella palabra que se leía en el frasco... Hioscina. Busqué

en el navegador de mi teléfono su significado y me quedé de piedra al descubrir

que se trataba de un producto que anulaba la voluntad de quien lo inhalaba.

Descubrí exhausto que todo fue un metódico entramado de Damballa para

deshacerse de la familia y apropiarse de la casa de su hermana.

Me giré para saber quienes apoyaban sus manos en mi hombro. No pude

reprimir la emoción al comprobar que eran mis padres. Sus demacrados rostros

y sus ojos abiertos de par en par me advirtieron de la catástrofe que iba a suceder

si yo no lo impedía. Supuse que el nuevo maquinista estaba a punto de sucumbir

a los efectos de aquella droga y el descarrilamiento resultaría inevitable. Corrí

- 192 -
todo lo que mi entumecido cuerpo me permitió y conseguí pasar entre los

vagones y llegar hasta él casi sin aliento.

Lo encontré con la mirada perdida en el horizonte y una preocupante inexpresión

en su rostro. Lo moví para hacerme un sitio e intentar parar una máquina que

doblaba la velocidad permitida. Sentí la gélida mano de mi padre guiándome en

mi cometido y juntos logramos detener el ferrocarril y salvar así cientos de vidas.

Cuando llegó la policía apenas me tenía en pie. Había sido acusado del triple

asesinato en mi domicilio pero ya nada me preocupaba. La llama de mi vida se

apagaba a cada segundo debido a aquella sustancia que Damballa me había

preparado.

Treinta minutos, eso fue lo que tardó mi espíritu en abandonar el cuerpo. Es

cierto eso que dicen de la luz al final del túnel, solo que a mí me la apagaron

antes de tiempo y tan solo podrá iluminarse de nuevo en el mas allá.

Mi tía se salió con la suya y consiguió quedarse con todos los bienes familiares.

Sin embargo ahora me siento mejor que nunca. Al fin me he reunido con mis

padres y es ahora cuando he conseguido estar en paz conmigo mismo. Damos

largos paseos entre las vías cada noche. Añoramos la vida, pero también hemos

descubierto que en la muerte nosotros llevamos las riendas, que aquellos que

han causado daño no son rivales para nuestra grandeza. Por eso hemos

decidido actuar por última vez como la familia que éramos antes de pasar al otro

lado, por eso cuando nuestra querida Damballa se acerque a la estación, tal vez

una fuerte ráfaga de viento la conduzca a darse un fuerte abrazo con la realidad.

Tal vez así, cercenada entre las finas cuchillas del Royal Lilith, pueda purgar sus

males y purificar su alma eternamente.

- 193 -
SOBRE EL AUTOR

Jordi Moreno es un escritor nacido en Alcoy en 1981. Su primera obra se titula: No te des

la vuelta "pequeñas pesadillas", una selección de 28 microrrelatos y tres cuentos de terror,

entre los cuales dos de ellos ("Vía Crucis y "Abrázame") llegaron a sendas finales semanales

en el programa Negra y Criminal de la cadena SER, siendo radioficcionados por Primitivo

Rojas y Ana Alonso, respectivamente. También ha sido seleccionado para dos antologías

de Diversidad Literaria, con dos nuevos relatos: "Deidad y "Vigilia". Su segundo libro, ya

finalizado, constará de 13 nuevas historias de terror.

Podéis saber más sobre el autor en su página web: www.jordimorenoescritor.com


El Caminante de
Providence

Una de las biografías


más exhaustivas
sobre el soñador de
Providence, y que nos
descubre un
Lovecraft alejado de
los tópicos que le
impusieron
Ilustración: “Buria”, #4, 1906

Bi
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ka

Por
Zahara C. Ordóñez
Andrzej tomó al azar uno de los muchos libros que se apilaban en la parte

derecha del mostrador. Extendió su mano y lo cogió sin mirar, con el movimiento

mecánico y confiado de quién repite ese mismo gesto decenas de veces al día.

Pero que aquel volumen llegase a sus manos no era solo mérito suyo, Andrzej

confiaba también en la propia destreza de los libros, quienes a salvo de todo

mal, jamás se dejarían caer de forma estrepitosa al vacío abisal del otro lado del

mostrador, donde la madera del suelo coexistía con las miasmas.

También allí, cerca del mostrador, había una puerta acristalada que comunicaba

con la calle, un umbral por el que Andrzej oteaba de vez en cuando pero que

jamás cruzaba. El mundo exterior era caótico, deslavazado, inmisericorde;

repleto de personajes, que sin guión alguno, caminaban de un lado a otro,

cometiendo una y otra vez los mismos errores, repitiendo constantemente las

mismas pautas en una rutina aparente en la que los tiempos se medían con

relojes hechos de mentira y juegos de artificio: un tiempo para comer, uno para

trabajar, otro para dormir, pero jamás tiempo para soñar. Y en el desenlace final

que era su muerte, un tiempo para arrepentirse.

Andrzej se compadecía de quienes habitaban aquella región oscura que

era el mundo exterior. Él era un hombre probo, contrario a ese mundo

desordenado. Vestía chaleco, camisa y pantalones de pana, y rehuía de telas

vaqueras y de cualquier adorno en sus prendas. Organizaba su vida a su

manera, siguiendo al único reloj que había en su vida y que había sido de su

bisabuelo, comprado con el primer sueldo que ganó como maquinista. El humo

del carbón le había quemado los pulmones a él y desde entonces, nadie en su

- 197 -
familia se había acercado a esos demonios de acero; Ni siquiera cuando estos

dejaron de ser de carbón y empezaron a funcionar con electricidad. La tapa del

reloj tenía grabada una Pm36: la hermosa Elena, como fue llamada la

locomotora. Un adornado disfraz con nombre de mujer para que el demonio

sedujera a las mentes codiciosas de la época, que se entregaban a la muerte

de sus pulmones, de sus ríos y sus bosques, en pos de la industria. ¿Acaso

nadie se había dado cuenta de que alguien del mismo nombre había sido la

ruina de la flamante Troya? Pensaba Andrzej cada vez que observaba su reloj

de bolsillo, ocupando siempre el mismo espacio tras su mostrador.

Sus libros, sin embargo, sí salían a veces. Los veía abandonar la

biblioteca y adentrarse en la región oscura acompañando a uno de esos seres

abyectos. Andrzej sufría, por unos instantes, pero entendía cual era su misión,

su propósito. Los libros debían cambiar sus miserables vidas, darles un sentido,

hasta finalmente volver a la tierra prometida que eran sus manos.

Andrzej había aprendido a comunicarse con los ellos, a vivir en su misma

dimensión, porque una vez creado un libro tenía vida y ocupaba un lugar en el

espacio.

Observó el ejemplar escogido durante unos segundos con la intención de

catalogarlo. Aunque realmente sin mirarlo ya hubiera sido capaz de discernir a

qué autor y género pertenecía: la novela policiaca desprendía un particular olor

a pólvora y sangre; los grandes clásicos hedían al sudario de los muertos que

los habían escrito y al moho de sus tumbas; el romance olía a sexo, champán

barato y saliva; las novelas de misterio poseían un perfume siempre

desconocido; la ciencia-ficción arrojaba un inconfundible aroma a metal y roca.

Así olía aquel libro, aspiró profundamente y el libro emitió una voluta de aroma

- 198 -
que ascendió desde su cubierta azul y se coló por los orificios nasales del

bibliotecario. En él descubrió al planeta Solaris y aspirar su atmósfera tóxica le

hizo toser de forma brusca. Cuando contuvo el ataque de tos, fue hasta su

fichero y buscó en la L a Lew Stanislaw, autor de tan magna obra. Pasó la ficha

por la máquina de escribir, anotó el volumen y la estantería correspondiente y,

a punto estaba de abandonar el mostrador para llevar el libro a su nuevo hogar,

cuando un muchacho irrumpió en la biblioteca. La puerta se quejó por la forma

tan brusca con la que la habían abierto y expelió un sonido nuevo, nunca antes

emitido: era un quejido; un lamento que anunciaba a Andrzej que la llegada de

aquel joven no traería nada bueno.

Tenía el rostro redondo y la nariz prominente, enrojecida por el frío del

exterior. Ocultaba su cabello grasiento bajo una gorra, pero no podía disimular

sus grandes orejas, que expuestas también al frío de la calle, habían adquirido

vermello color. Su aspecto, sucio y desaliñado, con sudadera gris llena de

manchas y unos vaqueros rotos, horrorizó a Andrzej .

— Estoy buscando un libro — preguntó de pie al otro lado del mostrador,

sin saludo previo.

— Eso es obvio — le dijo Andrzej — Esto es una biblioteca. ¿Qué otra

cosa podría estar buscando? Si esto fuera una mercería, bien podrían ser hilos,

o unas tijeras, pero en una biblioteca solo hay libros.

El chico frunció el ceño.

— ¿Tú eres quien lleva esto?

— ¿Llevar? — Andrzej tuvo que traducir aquel lenguaje extraño en su

cabeza — Pregunta si soy el bibliotecario, supongo.

- 199 -
— Bueno, eso… — murmuró el chico dejando la mochila sobre el

mostrador, esparciendo la mugre del exterior en él. Andrzej vio salir de aquella

mochila un ejército de virus y bacterias que, formando filas, marchaban en

dirección a él. Se agitó nervioso y miró de reojo al desinfectante. Lo cogió y

presionó el spray, esparciéndolo por el mostrador. El chico retiró al pronto la

mochila, molesto.

— ¿Qué haces?

— No deje su mochila aquí encima — pidió, con gesto educado —. El

mostrador solo es para los libros.

Aquel chico le miró arrugando la nariz, extrañado por su reacción.

— Vale, vale. No te rayes.

Qué lenguaje más sucio. Qué catástrofe. Tantos años de evolución

humana, de civilizaciones y culturas, como para acabar así: hablando y vistiendo

de forma vulgar.

— ¿Qué libro busca?

— Pues uno de un tal Grabinki. “El maquinista”

— Grabiński, Stefan — corrigió Andrzej —. Uno de nuestros autores

patrios, aunque como es costumbre, murió enfermo de tuberculosis y pobre, sin

que sus obras conocieran el éxito que se merecen.“El maquinista Grot”, señor,

no es un libro, es uno de los relatos que forma parte de El demonio del

movimiento, su obra más famosa. ¿Es que le gustan los trenes?

El chico negó con la cabeza.

— Es para un trabajo de la universidad.

— ¿Dónde estudia?

— En la Universidad de Lviv.

- 200 -
— ¿Sabe usted que el autor también estudió allí?

— Sí — contestó él, con gesto cansado — y por eso nos obligan a leerlo.

— ¿Considera la lectura como una obligación?

— Oye, tengo algo de prisa, tiene el libro o no lo tiene — replicó el joven,

nervioso — . Me he pateado ya media ciudad buscándolo.

— Está fuera.

— ¿Cómo que está fuera?

— Se ha marchado con alguien.

— ¿Cómo que se ha marchado?

— El libro, no está aquí — indicó Andrzej.

— ¿Y no te queda ninguno?

El bibliotecario negó con la cabeza.

— ¿Ni tampoco en el catálogo digital?

Andrzej alzó las cejas

— ¿Catálogo digital?

Andrzej observó al muchacho mientras este sacaba de su mochila un

aparato con forma rectangular, plano, hecho con un plástico oscuro: el más

destestable y vulgar de cuantos materiales de fabricación hubiera inventado el

hombre.

— Mira. Un e-book, para esto.

— ¿Un e-book? — se sintió torpe al pronunciar aquella palabra

desconocida. — No conozco tal autor.

El chico soltó una sonora carcajada, que retumbó en la biblioteca. Los

libros se agitaron nerviosos, pidiendo silencio. Los tres únicos lectores que se

- 201 -
enfrascaban en sus asuntos a esas horas de la mañana alzaron la vista y

dirigieron una mirada reprobatoria al chico.

— Shhh — chistó Andrzej, molesto.

— Ok — contestó este, haciendo aspavientos con las manos — Lo pillo.

Es una biblio. De las de toda la vida. Ni e-book, ni pdf — el chico miró por encima

del mostrador, advirtiendo la máquina de escribir y el taco de octavillas en el que

Andrzej hacía los registros. — Ya veo que ni ordenador. ¿Sabes que estamos

en el siglo XXI? Los e-book son el futuro. Un día todo esto ya no existirá —

señaló con la cabeza a las estanterías.

Andrzej le miró con interés.

— ¿A qué se refiere?

— A que el mundo enteró leerá sus cosas aquí — dijo, y agitó ese extraño

artefacto ante la cara de Andrzej —. No más papel, todo electrónico. Estas cosas

quedarán para los museos — el chico manoseó la pila de libros que había sobre

el mostrador. El rostro del bibliotecario se crispó, amenazando con nubes

negras.

— ¿Cuando te devolverán el libro? — preguntó el chico, antes de que él

pudiera replicar.

Andrzej le dirigió una parca mirada, se levantó y buscó en su archivador

la letra G, para mirar la fecha de devolución del ejemplar.

— El 26 de Febrero — indicó, y el desagradable joven chasqueó la

lengua.

— Demasiado tarde ¿de verdad que no tiene ninguno?

— Ya le he dicho que no. Puede usted encargarlo en una librería.

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— ¿Comprarlo? Ni hablar. No me gastaría un duro en un libro. ¿Es en

serio que no tiene catálogo digital?

Andrzej suspiró, deseoso de que el joven se marchara.

— Ya le he dicho que no.

— Bueno, pues le dejo mi número, por si lo devuelven antes, ¿vale?

Porque tendrás telefóno, ¿no? — el chico sacó de su mochila un trozo de papel

rasgado y garabateó una secuencia de dígitos, con desdén. Después se lo

tendió a Andrzej y esperó que este lo cogiera, pero el bibliotecario se limitó a

indicarle con un gesto que lo dejara sobre el mostrador.

— Sí. Tengo teléfono — dijo a la par.

El chico se alejó de allí mirándole de reojo con media sonrisa sardónica y

Andrzej tuvo la sensación de que sería objeto de burla para aquel muchacho

sucio y greñoso, que venía buscando leer a Grabiński por obligación… Por

obligación. Esas palabras resonaron en su cabeza acompañadas por el tañido

de una campana tocando a muerto. ¿Quién osaba corromper a la literatura

leyendo por obligación?

Enfadado, rumiando en silencio aquel desafortunado encuentro, Andrzej

tiró a la papelera el número de telefóno, desinfectó el mostrador, los libros y sus

manos, y siguió catalogando tomos hasta la hora del cierre. Cuando se quedó

solo, apagó las luces de la biblioteca y se encaminó hacia un cuarto contiguo

que reunía las condiciones suficientes que él necesitaba para su austera vida.

Un camastro, una lamparita y una mesa plegable sobre la que, colocadas

siguiendo el orden en el que serían consumidas, se hallaban las siete latas de

comida prefabricada que constituían su menú semanal. Andrzej no

desayunaba, tampoco comía: una ingesta en la noche le era suficiente para

- 203 -
mantenerse en pie pues hallaba en los libros su alimento. Por eso la piel se le

pegaba a los huesos y la nuez asomaba por su garganta como puntiagudo ariete

que pretendiera romperla. La comía fría, pues no había tampoco hornilla ni

aparato alguno para calentarla. No iba a arriesgarse a prender una llama que,

aunque pequeña, jamás era inofensiva. El fuego que quemó la biblioteca de

Alejandría también fue por un instante una pequeña llama y en tal incendio ardió

la voz de grandes sabios.

Andrzej abrió la lata que correspondía a aquel día, y la comió en silencio,

sentado al filo de su camastro bajo la exigua luz de la lamparita. Cuando terminó,

apagó la luz y se acostó mirando al techo, cruzando los brazos sobre su

estómago. Sus sentidos se fueron adormeciendo poco a poco, penetrando en el

mundo oscuro de Morfeo en el que morimos por unas horas olvidando quienes

somos y por qué vinimos a este mundo. La respiración de Andrzej se hizo cada

vez más pausada, y el aire frío de la noche polaca entraba helado en sus

pulmones y salía caliente de ellos, como si la fragua del propio Hefesto habitara

en ellos. Su conciencia se desvaneció entre las miles de estrellas del universo

de los sueños y, cuando sus ojos se movían bajo los párpados cerrados,

imitando el salto descontrolado de una pulga, Andrzej se encontró a sí mismo y

a sus más profundos temores. Halló ante él una llanura gris que se extendía

hasta el horizonte, surcada por angostos caminos de barrio seco y rojo que,

formando una espiral, perecían en una hondonada de lava y fuego. En aquellos

caminos, directos hacia su destrucción, caminaban libros con brazos y piernas.

La Balladina de Słowacki se calcinaba al instante deshaciéndose en volutas de

humo carmesí; el Manuscrito en Zaragoza de Jan Potocki llevaba casaca de

capitán de zapadores y la lava le consumía como al soldado la guerra. Y un tren

- 204 -
que era Grabiński en forma de Leviatán, rugiendo desenfrenado, entró en la

escena escupiendo humo y horrores y arrolló cuanto había en su paso, para

caer al pozo de muerte después. Su propia biblioteca al completo era arrancada

de la tierra y con sus cimientos hechos jirones, arrojada por una mano invisible

al fuego; y así, uno tras otro, todos los libros del mundo se consumían en llamas

para desaparecer por siempre. Entonces, el aterrorizado Andrzej, que se movía

en la cama preso de violentas convulsiones por estar presenciando tanta

atrocidad, se daba cuenta de que la escena era observada por el chico del e-

book. Ese maleducado y sucio ser que leía por obligación. Allí estaba, con su

mugrienta sudadera, riendo, agitando ese aparato y repitiendo que era el futuro;

que pronto todos los libros de la tierra habrían desaparecido. Y junto a él, otros

muchos que parecían sus gemelos observaban la destrucción de todo lo

humano tras el cristal mientras sonreían y leían en sus e-book, alegres, ajenos

a tal desvarío. Y los libros morían viéndolos reír, del mismo modo en el que el

Giordano Bruno de Miłosz en Campo dei fiori, esperaba su muerte mientras la

vida transcurría alegre en la plaza.

Andrzej se despertó entonces, empapado en sudor pero con la boca seca

y un grito ahogado aguardando en su garganta. Ese sueño, esa pesadilla… Qué

terrible desazón padecía ahora cada nervio de su ser. ¿Pero había despertado

de verdad? Se preguntó. ¿No sería una traición de su subconsciente, y cuando

abandonase la cama se hallaría en medio de la nada, mientras su biblioteca era

consumida por las llamas? Se levantó del camastro, abandonó la estancia y

encendió la luz de la biblioteca, suspirando aliviado al ver que todo estaba en su

sitio. Deambuló entre las estanterías comprobando una a una que seguían allí,

con todos sus libros. Fue entonces hasta el pequeño cuarto de aseo, puso el

- 205 -
tapón al lavabo y lo llenó de agua, para sumergir en ella su rostro. A aquellas

horas de la noche estaba tan fría que le aguijoneó la cara, pero hasta que no

notó el rostro entumecido y una punzada de dolor en la sien no se incorporó. El

dolor le aseguraba que estaba despierto. Era su nexo con la realidad. Se secó

el rostro con un trozo de papel de manos y escuchó, mientras lo hacía, un

murmullo procedente de la biblioteca.

— Andrzej — repetía, gorjeante —. Andrzej, ven.

Alguien llamaba su nombre y era absurdo aparentar que no sabía quién

era.

El bibliotecario caminó despacio entre las estanterías hasta llegar al

mostrador, lo rodeó y llegó hasta la puerta que siempre estaba a sus espaldas.

La abrió, girando el picaporte despacio, mientras la voz que le llamaba se hacía

cada vez más y más cercana.

Tras la puerta, una escalera que se estrechaba poco a poco, ascendía

sinuosa hacia una oscuridad tan profunda e insidiosa que con el tiempo había

cobrado forma y se había hecho tangible, llegando ser un habitante más de la

biblioteca de Andrzej. Una oscuridad que tenía nombre propio y que era

portadora de la voz que le asistía en los momentos de tribulación. Solo hablaba

si él la necesitaba y debía de haber sido testigo de aquel monstruoso sueño

pues lo conminaba a acudir a ella.

Andrzej subió los escalones, uno tras otro, reparando en cada uno de ellos

como si fuera la primera vez. La voz habitaba el piso superior, junto a los libros

que ya nadie podría o debería leer. Bien porque el tiempo los había maltratado,

dejándolos herrumbrosos, bien porque eran tan oscuros que alterarían la noción

- 206 -
de la realidad de la mente más perfecta. Solo alguien como él, cabal y sabio,

podía enfrentarse a las sombras que ciertos volúmenes albergaban.

Llegó arriba, a la estancia amplia, cuadrada y de techos abuhardillados en la

que vivía la voz que tenía nombre. Allí había un ventanuco cuya madera bebía

del agua de la lluvia y se combaba en los cambios de tiempo. La madera estaba

podrida y la ventana se mantenía en su sitio gracias al pasador que la cerraba.

Por eso nunca la abría, porque de hacerlo la hoja de cristal se le vendría encima

y le mataría. En aquella noche fría reinaba la luz brillante de una luna que

prefería cegarse por el sol que esconderse tras las nubes de lluvia que

sobrevolaban a ratos el ventanuco. En el halo de luz que proyectaba la luna

hacia el centro de la estancia, la oscuridad antropomorfa que tenía nombre y se

vestía de sombra negra, le hizo un gesto para que se acercase. Aquel desván

era un cementerio de libros y ella era la mismísima Muerte. Se alimentaba de

las historias que perecían por el tiempo, y del recuerdo de los escritores a los

que nadie volvería a leer jamás. Pero era amiga de Andrzej y siempre le daba

buenos consejos. Por eso él no la temía; por eso y porque no era libro mohoso,

ni tampoco le habían maldecido para que fuera escritor.

— Acércate, mi querido Andrzej — le dijo, siseante.

Y el bibliotecario se acercó.

— ¿Has visto mis sueños?

—¿Sueños?

A él le pareció que ella no sabía nada y asintió, decepcionado.

— Ahh… sueños — murmuró, ululando— Lo llamas sueño pero no, no es

nada de eso.

Andrzej sonrió.

- 207 -
— Pesadilla, entonces.

— Tampoco pesadilla. Lo que tú has visto es un mensaje vivido y cierto

como cada amanecer, una visión de futuro a la que tu mente te ha transportado.

Una aseveración del infausto destino al que seremos arrastrados por culpa de

ese joven. Tú, yo, este mundo y todos los libros que se hayan escrito jamás.

Todos pereceremos.

— ¿Y qué debo hacer entonces?

— Tráelo aquí. Y yo lo devoraré.

— Pero él no es un libro, ni tampoco un escritor. No es nada de lo que

puedas alimentarte.

— Debemos destruirlo. Y también ese artefacto que no es más que un

demonio surgido de la mente de los hombres. Un invento fraguado en las

profundidades de un alma vacua y carente de respeto por la literatura. Los libros

han de ser escritos en papel, para que podamos olerlos, para que podamos

abrazarlos, para que podamos unirnos a ellos en la muerte — zumbó la voz —.

Traélo aquí. Tenemos que destruirle.

Decidido a cumplir la voluntad de la voz que tenía nombre, Andrzej bajó

las escaleras a toda prisa y rebuscó en la basura la nota que el chico le había

dejado. Cogió su reloj de bolsillo y se sentó junto al telefóno a esperar que dieran

las ocho, una hora más que prudente para hacer una llamada. El sonido de la

rueda al deslizarse, el clic final que indicaba que el dígito había sido marcado,

retumbó en el silencio de la biblioteca, exasperando a los libros que aún dormían

y que le mandaron callar. El bibliotecario lanzó un shhh inconsciente al telefóno

al tiempo en que marcaba el último número y este pidió perdón, devolviendo el

esperado tono de llamada.

- 208 -
La voz somnolienta del chico sonó al otro lado. Andrzej le dijo que ya tenía

su libro y que podía pasar a buscarlo a las nueve. Después de colgar se aseó,

se vistió y se sentó tras el mostrador a esperar su llegada. El minutero de su

reloj de bolsillo avanzaba a una lentitud pasmosa, y cada movimiento de la aguja

era tímido, como si se sintiera observado. Llegaron las nueve, y pasaron.

También las diez, y pasaron. A las once la paciencia de Andrzej empezaba a

clamar venganza. A las doce su mente imaginó que arrancaba la cabeza del

muchacho de sus hombros. Al final cerró el reloj y maldijo a la Pm36 de la tapa

como si la locomotora tuviera la culpa de cuantos problemas le acuciaban. No

supo exactamente qué hora era cuando ese villano apareció por la puerta. Con

su sudadera sucia y sus pantalones vaqueros y raídos. La misma ropa que el

día anterior, el mismo desdén por el decoro.

— Le estoy esperando desde las 9.

— ¿Dijo las 9? Yo que sé. Estaba medio dormido. ¿Y qué hora es?

El bibliotecario carraspeó incómodo y abrió la tapa de su reloj.

— Las 13 y 35.

— Ah, pues vaya. Qué tarde. Bueno, ¿tiene mi libro? Lo ha conseguido al final

en e-book, ¿no?

Aquella palabra resonó en los oídos de Andrzej como las trompetas que

anunciaban el apocalipsis.

— No. He conseguido un libro de verdad — dijo, e invitó al chico a rodear

el mostrador.

El chico, mochila mugrienta al hombro, hizo lo que le pedía.

Andrzej fue hacia la puerta intentando huir del hedor que desprendía aquel

joven y de la mancha de barro que iban dejado sus zapatillas en el suelo

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impoluto tras el mostrador. Abrió la puerta y comenzó a ascender los escalones

con premura, deseoso de llegar arriba. El chico le seguía, mirando curioso aquel

lugar, haciendo comentarios sobre lo guay que era aquello y lo mucho que se

parecía a los desvanes de las pelis de miedo. Andrzej jamás veía películas. Con

suerte eran una burda imitación la literatura en la que se basaban. En la mayoría

de los casos lo único que hacían era pervertirla.

— Dirá usted que le recuerda a la escena del Anticuario de Adam Surrey.

— Supongo —. el chico se encogió de hombros y repitió lo fascinante que

le parecía el lugar, «aunque apeste», añadió.

— Pero no se preocupe, aquí no encontrará guillotina alguna ni realistas

estatuas de cera. Aquí solo hay… — Andrzej se detuvo un instante para saludar

a la voz que tenía nombre con un gesto de cabeza — libros.

— ¿Y dónde está el mío? — preguntó el muchacho.

— Ah, sí. Ahora mismo, pero es verdad que huele mal, abra un poco la

ventana, por favor — pidió a su invitado.

Este miró hacia el ventanuco y resopló. No estaba en sus planes

esforzarse en ningún trabajo físico, pero accedió finalmente. Ante la atenta

mirada de Andrzej y de la voz que tenía nombre, se puso de cuclillas, descorrió

el pasador y al hacerlo la ventana se desprendió de su marco y cayó sobre su

rostro. Las esquirlas de cristal se clavaron en su garganta, seccionando la

carótida, y los párpados del joven eran ahora bosques con árboles de vidrio

cuyas raíces habían atravesado los ojos, dejándolos ciegos. La sangre manó de

sus heridas y fluyó desde su artería aunque él intentara frenarla en vano,

tapándola con sus manos de uñas mugrientas.

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Andrzej y su inseparable amiga observaron cómo la vida del joven se

consumía entre los libros viejos, mientras este daba bandazos de un lado a otro,

y caminaba hacia la puerta con intención de abandonar la habitación. Cayó a

plomo frente a esta y dejó de moverse al poco.

Andrzej corrió hasta él y le arrebató la mochila, para sacar de ella ese

maldito aparato moderno. Lo alzó ante sus ojos, lo tocó, lo observó… No olía a

nada. Ni a la sangre y la pólvora de las historias policías, ni a cripta y a miedo

como las historias de terror; ni siquiera percibía en ella el olor a cocina y

remiendo de las historias costumbristas. No había nada, nada de vida en ese

aparato. No era un libro. Era un invento demoníaco. Nada comparable a lo que

Gutenberg, con ímprobo esfuerzo, había creado. Andrzej lo tiró al suelo y lo

pisoteó hasta quebrarlo, hasta que cada uno de sus componentes se mezcló y

se cubrió de la sangre del joven.

Y la voz que tiene nombre sonreía mientras le miraba.

Por fin estaban a salvo.

Por fin vivirían tranquilos.

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SOBRE LA AUTORA

A Zahara C. Ordóñez (Jaén,1983) le encantan los libros. Leerlos, escribirlos y en

ocasiones hacerlos protagonistas de sus historias. Entre sus géneros favoritos destacan la

fantasía, el terror y la ciencia-ficción. Malagueña de adopción, compagina su pasión por la

escritura con los estudios de Historia y los juegos de rol.

Ha publicado relatos en Webchicasombra y Avenida Noir, y forma parte de la

Antología digital OrgulloZombi, así como de las Antologías EspañaPunk y BarrioPunk, de

la editorial Cazador de Ratas. Obtuvo el accésit en el concurso de microrrelatos del “III

Encuentro multidisciplinar del terror, la ciencia ficción y lo fantástico” de la Universidad

de Málaga.

Su primera novela verá la luz próximamente con Editorial Titanium.

RRSS

Twitter: @azaordom

Instagram: zahara.c.o
Revista especializada en
Stephen King
Intrusos
en el jardín
por Rocío Qespi

‘Visions of the Night’, “Fun”, June 7, 1882


El morral le pesaba a Emil en su regreso a casa. Empezaba a arrepentirse de

haber recogido tantos libros de la biblioteca pero no podía evitar su deseo de

leerlos todos. Tomó un atajo a través del bosque que le ahorraría varios minutos

de caminata. Calculó que llegaría a casa antes de que oscureciera. El muchacho

avanzó hacia las hileras de cipreses y algarrobos negros y continuó en el

sendero que se abría naturalmente entre ellos. De pronto empezó a ponerse

oscuro rápidamente y Emil apuró el paso. Entonces escuchó algo que parecía

un graznido. Miró a su alrededor y aunque no podía ver con claridad, distinguió

la silueta de una lechuza sobre la rama alta de un árbol. Al graznido le siguió un

chillido que sonó demasiado cerca y lo hizo dar vueltas sobre sí mismo. La

tercera vez que escuchó el sonido, parecía estar detrás de él. Sin pensarlo dos

veces, el joven empezó a correr dejando caer el morral con los libros.

Emil se sentó en su cama jadeando y con el corazón latiéndole como si

se le fuera a salir por la boca. Un ruido desagradable lo había despertado y

caminó a tientas en la oscuridad hacia la ventana. Tratando de no llamar la

atención, miró a través de una de las ranuras que dejaba la malla de las cortinas.

El resplandor de la luna cruzaba la noche y allí, sobre la rama del algarrobo negro

que se imponía en el centro del jardín, vio la forma pequeña de una lechuza. El

ave nocturna ululó y el muchacho recordó las historias que había escuchado

desde niño acerca de los anuncios mortuorios de las lechuzas. Abrió la ventana

para lanzarle una piedra y, cuando miró otra vez para apuntarle, el ave ya no

estaba.

- 215 -
Era otoño en Onondaga y Emil pasaba buena parte del día leyendo,

escribiendo y, cuando el tiempo era agradable sin mucha humedad, explorando

lugares cerca de la casa. Una vez a la semana recibía la visita de Coruja, el

librero que traía ejemplares de los últimos libros recibidos en las materias que

podían interesarle: novelas de aventuras, mitos urbanos, historias eccéntricas y

oscuras. Ese día, hacia el final de la tarde y antes de la cena, el joven estaba

leyendo en su habitación cuando oyó la voz de la criada Celina llamándolo. El

librero había llegado con un par de encargos para mantener su imaginación

entretenida. El muchacho lo invitó a sentarse en el salón y la criada les trajo un

refresco.

“¿Todo bien con el negocio, Coruja? ¿alguna novedad?”

“Nada en especial, el mismo vaivén de libros y clientes. Traje estos libros

para usted, llegaron la semana pasada y pensé que le llamarían la atención”.

“Espectros del Mishigame y Puerto Cobre encantado, interesantes títulos

¿De dónde han venido?” preguntó el joven hojeándolos con curiosidad.

“De la península del norte. Son en su mayoría historias del siglo pasado,

muchas tienen que ver con leyendas de los faros y sus cuidadores, naufragios

e inviernos trágicos en los lagos. Si le gustan, puedo ordenar más”.

Emil asintió dejando escapar una sonrisa ligera de satisfacción.

Conversaron sobre las últimas novedades de la región, los quehaceres de su

padre que viajaba con frecuencia y las pretensiones del joven para un día ser

escritor y asistente editorial del periódico de Onondaga. El librero terminó su

corta visita y se despidió. Emil se dirigió al comedor donde Celina disponía la

mesa para una cena ligera. La criada le explicó que su madre aún no había

llegado ya que estaba atendiendo a la Señora Juno que había enviudado hacía

- 216 -
unos meses. El joven dijo que la esperaría para cenar y se puso a leer las

primeras páginas de Puerto Cobre. Celina lo miró de reojo mientras acomodaba

la mesa y casualmente comentó:

“Usted ¿qué cree, joven? ¿Que el esposo de la Señora Juno andará por

estos lares? Ahora que ya se nos fue”.

“No sé, Celina, tal vez, quién sabe”, contestó el muchacho sin prestarle

mucha atención. La criada continuó con la conversación.

“¿Sabe, joven? No hace poco, la Señora Juno me contó acerca del niño

que se murió aquí cerca ¿conoce esa historia tan triste?”

Emil inmediatamente se puso a la expectativa y la instó a seguir. La criada

comentó que cuando la Señora Juno y su marido compraron su casa, había muy

pocas familias en el distrito. Solo había caminos de tierra y el área estaba llena

de árboles formando un bosque tupido. A los pocos meses de mudarse a su

casa, supieron del niño de siete u ocho años que había muerto entre los árboles.

Parece que al treparse en uno de ellos, se tropezó y quedó colgando entre dos

ramas ahorcándose sin querer.

“Un terrible accidente” sentenció Emil.

“Así parece, joven. Aunque otros dicen que lo hizo por pena” añadió

Celina.

“¿Por pena?”

“Perdió a su familia en un incendio, parece que se había quedado solo

en el mundo”.

- 217 -
“Una tragedia detrás de otra ¿Y dices que sucedió por aquí?” preguntó

el aspirante a escritor picado por la curiosidad.

“No sé dónde fue el incendio, si lo hubo, pero lo que sí es seguro es que

el niño se colgó de uno de los árboles de estas propiedades y se ahorcó

involuntariamente. Eso no fue lo peor” la criada titubeó antes de seguir con su

historia. “La gente no se dio cuenta de que estaba allí hasta que pasaron varios

días. Los árboles estaban tan juntos uno al lado del otro que con el follaje no

pudieron verlo cuando lo buscaron. Hasta pensaron que alguien lo habría

robado para venderlo en algún mercado de blancos”.

Celina hizo una pausa y se santiguó antes de continuar:

“Finalmente dieron con él por el olor y las aves de rapiña. Después de que

lo enterraron, talaron los árboles y limpiaron el bosque. Pero muchos árboles

quedaron de pie como los algarrobos negros del jardín. Son árboles muy viejos,

joven, con muchas historias”.

Emil se quedó pensando en lo que acababa de escuchar y tomó nota en su

memoria. No estaba seguro si quería escribir una historia sobre un desgraciado

que se ahorcó hacía cincuenta años pero un caso real tan trágico podía ser una

buena fuente de inspiración. Celina estaba a punto de retirarse a la cocina

cuando el joven la detuvo para hacerle una última pregunta:

“¿Cómo dijo que se llamaba? El niño que se ahorcó…”

“La señora Juno lo llamó Eddy”.

- 218 -
Esa noche, después de cenar con su madre, Emil se retiró a su habitación.

Estuvo un largo rato hojeando los libros que le había traído Coruja, se acercó a

la ventana para mirar el frondoso y anciano algarrobo negro que tenía como

fondo hileras de cipreses. La electricidad en Onondaga era todavía una cuestión

de lujo en esa época y no estaba disponible en todos los cuartos de la casa. En

el suyo había un bombillo que colgaba del techo que se complementaba con

lámparas de aceite y a veces velas cuando necesitaba mirar en los rincones del

cuarto adonde no llegaba la luz. La mesa sobre la que escribía estaba arrimada

a una esquina de su habitación, cerca de la ventana. Le gustaba ese rincón

porque desde allí entretenía su imaginación especialmente por las noches.

Cuando estaba oscuro, las sombras y los ruidos que provenían del jardín se

combinaban con las figuras que la flama inquieta de la lámpara de aceite o de

una vela proyectaban sobre las paredes o el techo. A la izquierda había una ruma

de papel en blanco y, al lado de éste, las plumillas, el tintero y el secante. Emil

se sentó frente a su escritorio, tomó una hoja en blanco y trazó tres columnas:

una para personajes, otra para momentos del día y de la noche, y otra para

posibles lugares. Miró un par de veces a la ventana pero no vio nada fuera de lo

ordinario así que se abocó a su tarea. Después de un buen rato, estiró las piernas

que chocaron con una cesta debajo de la mesa. La cesta estaba llena de papel

escrito, historias inconclusas del aspirante a escritor. Más de una vez había

estado tentado de tirarlos pero siempre se arrepentía pensando que de alguno

de esos borradores podía salir su gran novela. Su atención volvió al boceto y las

ideas que había trazado para la historia del niño ahorcado. No sabía cómo llamar

al personaje central así que escribió “Eddy”. Después de un buen tiempo de

estar trabajando, el muchacho se encontró descansando sobre la mesa con el

- 219 -
papel y la plumilla con tinta seca en los dedos. Lo alertó el sonido de un aleteo.

Se levantó y revisó que la ventana estuviera cerrada para evitar un intruso

nocturno indeseable. Después de verificar que todo estaba en orden y echarle

una ojeada a lo que había escrito en la última hora, apagó todas las luces y se

metió en la cama.

En el vaivén entre el sueño y la vigilia, Emil creyó oír el sonido seco de

plumas que se agitaban. Estaba caminando por un sendero con un morral que

le pesaba y que ya no tenía libros sino muchos papeles. Pensó que tenía que

llegar a casa antes de que esas alas que parecían estar cada vez más cerca lo

alcanzaran. Las sintió sobre su cabeza. Un chillido repentino lo trajo de regreso

a su habitación. El joven se levantó de la cama y caminó hacia la ventana que

estaba cerrada. Lentamente acercó la cara al cristal y su mirada recorrió el jardín

hasta llegar al tronco del algarrobo negro. Fue entonces cuando la vio gracias al

rayo de luna que caía transversalmente sobre el árbol. Era una lechuza que

chirriaba con intervalos. Sin encender la luz, buscó a tientas la honda que había

dejado lista en su escritorio y, abriendo ligeramente un lado de la ventana, se

posicionó para disparar su proyectil. El ave no se había movido. Emil apuntó

cuidadosamente hacia el pájaro cuando el sonido sorpresivo de plumas agitadas

lo distrajo empujándolo hacia atrás. Cerró la ventana tan rápido como pudo para

evitar que se metiera el animal que creyó escuchar. Cuando estuvo seguro de

que nada había entrado a su habitación, se acercó de nuevo a la ventana y lo

que vio le quitó el aliento: allí seguía la lechuza sobre la rama alta del algarrobo

y de la misma rama colgaba lo que parecía un cuerpo inerte. El horror de la

inesperada visión hizo que se encogiera mientras se santiguaba y empezó a

- 220 -
recitar oraciones que había aprendido desde niño. Transcurrieron varios minutos

sin que se atreviera a moverse ni hacer ningún ruido. Cuando finalmente se

animó a hacerlo porque el suelo le resultaba muy frío y duro como para estar

toda la noche allí, el árbol estaba en su lugar, quieto, sin lechuza, sin cuerpo, sin

rastro de nada de lo que había visto.

El día siguiente llegó como si nada hubiera pasado. Emil estuvo buena

parte del día indagando lo que había y lo que no podía haber en los alrededores

de su casa. En su exploración del jardín y el bosque aledaño, visitó el algarrobo

y vio algo que parecía una sombra marrón en la corteza del árbol. Siguió con la

mirada el rastro de la sombra para ver de dónde venía y se dio cuenta de que se

detenía en la rama sobre la cual creía haber visto a la lechuza la noche anterior.

No se acercó a su escritorio hasta la tarde después de la comida y cuando todos

hacían la siesta. Cuando repasó la lista de ideas y bocetos para la historia de

Eddy, notó algo extraño. En las páginas que había escrito la noche anterior,

aparecía un trazo profundo y seguro que añadía la letra “T” a Eddy. Emil miró

entonces la segunda y luego la tercera página, todas tenían la misma corrección.

Se preguntó si él mismo había hecho los cambios y lo había olvidado. Pensó que

la mente le estaba jugando trucos y decidió tomar una siesta de media tarde

como el resto de la familia. Cuando despertó y con la mente clara, el muchacho

leyó capítulos de libros acumulados en su mesa de noche para estimular su

imaginación. Esa imaginación que siempre se quedaba trunca en la mitad de las

historias que intentaba escribir y que nunca llegaban al final. Cuando se sintió

inspirado otra vez, retomó su tarea. Escribió entonces acerca un niño de siete

años llamado Teddy, frágil, pálido, flaco y más pequeño que otros niños de su

- 221 -
edad. A Teddy le gustaban los trenes y los libros de aventuras en el lejano oeste

adonde soñaba ir para visitar los pueblos fantasmas que habían surgido después

de la fiebre del oro. Se entretenía pensando en éstas y otras aventuras cuando

un día llegó a la casa del niño un mercader de relojes.

Una vez más el aspirante a escritor escuchó la voz de la madre llamándolo

para cenar. Habían pasado las horas sin que se diera cuenta y no había

avanzado mucho en su historia. Cuando regresó a su habitación después de la

cena, ya estaba oscureciendo. Prendió la lámpara para repasar lo que había

escrito, hacer algunos ajustes y añadir notas para continuar al día siguiente. Su

madre tenía razón cuando le decía que mejor escribiera bajo la luz natural del

día en lugar de la chispa parpadeante de las lámparas o las velas. Se dio cuenta

de que estaba más cansado de lo que creía. Se cambió la ropa, se aseó y se

metió a la cama con Puerto Cobre y una lámpara al lado. No pasó de dos páginas

cuando se le cerraron los ojos. Volvió a intentar la lectura sin éxito. Apagó

entonces la luz y se durmió escuchando a la distancia los ruidos de la noche

afuera de su ventana incluyendo el clic-clic de un murciélago que tal vez

intentaba entrar a la casa por alguna ranura sin mucho éxito. Su sueño lo

transportó de nuevo al bosque en medio del cual caminaba con el pesado morral

mientras oía los chillidos de aves nocturnas. Un fuerte aleteo hizo que se

detuviera para cubrirse la cabeza de un posible ataque y fue en ese momento

que la vio otra vez: una silueta negra junto al tronco del árbol. Se miraron por un

rato hasta que un graznido le hizo voltear la cabeza y luego la figura que creyó

haber visto ya no estaba allí. Todo oscureció y el muchacho cayó en un sopor

hasta que se despertó al día siguiente.

- 222 -
Después de desayunar, Emil salió al jardín y no vio nada en particular.

Cuando regresó a su casa a media mañana, su madre y Celina estaban por salir

y le dijeron que él se quedaba a cargo. El jardinero que había venido a podar

arbustos y limpiar la mala hierba estaría unas horas. El joven se dispuso

entonces a retomar la historia de Teddy. Un repaso de las hojas en su escritorio

le indicó que, al parecer, había escrito más de lo que pensaba. Era su letra pero

no se acordaba de haber escrito tanto. Se había quedado en el episodio del

mercader de relojes pero ahora la palabra “relojes” estaba tachada y, en su lugar,

se leía “menjunjes.” Se sentó más cómodamente y empezó a leer varias páginas

como si fuera la primera vez que las leyera. En ellas se contaba que Teddy era

un niño que vivía con su padre y su madrastra. Su madre, contaba el personaje

en primera persona, había muerto al nacer él y su padre se había casado con

esta señora llamada Elvira que nunca le había tenido buena voluntad. El relato

que seguía escarapeló el cuerpo a Emil. Cuando el padre de Teddy viajaba, la

madrastra lo arrastraba al sótano de la casa donde lo dejaba encadenado

durante la ausencia del padre, solo dándole de comer una vez al día y con un

balde para hacer sus necesidades. Cuando se aproximaba la fecha del regreso

del padre, Elvira lo sacaba de su entierro, lo mandaba a bañar y lo atragantaba

con todo lo que no había comido durante su encierro. Finalmente lo obligaba a

beber un menjunje que lo hacía dormir tan profundamente que cuando el padre

llegaba del viaje, lo encontraba dormido. Teddy vivía aterrorizado sin decir una

palabra por miedo a que la madrastra lo cortara en pedacitos para comérselo

como ella mismo le había dicho muchas veces. Un día el padre anunció que se

iría de viaje por varias semanas a la costa oriental y quería llevarse a la familia

con él, algo que no pareció hacerle gracia a Elvira. Cuando ya lo tenían todo

- 223 -
preparado para partir, la tos crónica de Teddy empeoró y le dio fiebre. El doctor

que vino a verlo dictaminó que se trataba de un recrudecimiento de su condición

y que se recuperaría aunque no tan pronto como para viajar. Entonces, el padre

y la madrastra de Teddy decidieron dejarlo al cuidado de los criados de la casa

y siguieron con sus planes. Esos fueron los días en que al niño se le abrió el

cielo para disfrutar de unas semanas de solaz lejos de la tiranía de su madrastra.

El relato terminaba allí. Ahora le tocaba a Emil continuarlo. El muchacho

cogió la plumilla empapada con tinta y continuó escribiendo los preparativos de

Teddy para que, con la ayuda de los compasivos criados de su padre, pudiera

escaparse de esa casa de terror. El aspirante a escritor describió el plan de fuga,

la búsqueda de dinero necesario, el viaje a la estación de trenes con una de las

criadas que lo embarcaría al pueblo de sus abuelos maternos y el recibimiento

cariñoso que la pareja de ancianos le dio para luego jurar que se ocuparían de

él y lo protegerían de la arpía que tenía por madrastra. Emil se dio por satisfecho

con este avance y se reunió con su madre para la cena cuando ella regresó a la

casa. La madre tomó más tiempo de lo planeado para volver esa tarde porque

habían empezado a sentirse vientos muy fuertes del noroeste que dificultaron el

camino de regreso.

Una sensación ominosa lo despertó una vez más en medio de la noche.

En realidad no estaba seguro si se había dormido o no. Estaba sentado en la

cama y el trueno de la tormenta anunciada por los fuertes vientos del día lo había

hecho saltar. La lámpara que tenía en la mesa de noche aún tenía algo de flama.

El pensar que pudo haber producido un accidente terrible le dio escalofríos ya

- 224 -
que uno nunca debía dormirse con una lámpara de aceite encendida. Otro trueno

hizo retumbar toda la casa y se dio cuenta de que algo brillaba afuera de la

ventana. Pensó que podía ser otra lámpara descuidada y se acercó para

apagarla pero no encontró ninguna. En eso escuchó el graznido de la lechuza y

miró al algarrobo negro. Allí estaba el ave nocturna, impávida a pesar de la lluvia

que caía con fuerza. En la rama donde estaba parada, vio la protuberancia de

una soga amarrada, una soga que se extendía hacia abajo, que se movía con el

viento y de la cual no colgaba nada. En ese momento, la luz del relámpago

iluminó el jardín y Emil creyó escuchar a la lechuza otra vez. Vio con horror la

forma de una persona pequeña que estaba de pie al lado del árbol. Con cada

resplandor de la tormenta, el joven pudo distinguir rasgos del rostro del intruso

en el jardín. Era un niño menudo, llevaba pantalones cortos oscuros con tirantes

y una camisa blanca que tenía manchas. A pesar de la lluvia que caía, parecía

no mojarse. Ante la visión, Emil se paralizó y el niño empezó a caminar hacia la

casa. El ave chilló una vez más pero el muchacho ya no la vio sobre la rama. Un

aleteo de plumas pesadas sonó dentro de su habitación y el joven salió corriendo

en busca de su madre pero no la encontró. Bajó entonces al primer piso de la

casa y llamó a Celina. Nadie respondió, parecía estar totalmente solo. La luz del

relámpago y el tumbar del trueno se unieron una vez más para entregarle una

silueta pequeña que se distinguía a través del cristal moteado de la ventana más

grande del salón. “Es él” pensó Emil al mismo tiempo que retrocedía buscando

una ruta de escape. Encontró la puerta de un armario grande y allí buscó refugio.

- 225 -
“Joven ¿qué hace aquí? No me diga que ha dormido en el armario.

Tremendo susto que me ha dado cuando lo he abierto ¿lo asustó la tormenta de

anoche?” La criada le estaba llamando la atención.

Un tanto tambaleante y medio dormido, el joven salió de su escondite

improvisado y subió a su habitación. A pesar de que ya era de día, se echó en la

cama y durmió cerca de una hora más. Después del desayuno durante el cual

casi no abrió la boca y el paseo diario por los alrededores de la casa, el

muchacho preguntó a su madre y a la criada si habían notado algo inusual la

noche anterior. Ambas negaron con la cabeza, se alzaron de hombros y

siguieron planeando las tareas del día. El aspirante a escritor regresó a su tarea

y, una vez más, empezó a repasar la historia de Teddy para continuarla. Cuando

faltaban dos días para el largo viaje familiar, leyó cómo el niño se había

enfermado al punto que no podía acompañar al padre y la madrastra. Cuando

ellos partieron, Teddy, quien se había quedado bajo el cuidado de los criados,

empezó a hacer planes. Pero no eran los planes que la imaginación de Emil

había escrito el día anterior sino eran otros planes. Peor aún: leyó una voz nueva

que hablaba en primera persona y se reía de la ingenuidad de todos a su

alrededor por creer sus fingimientos. Teddy empezaba a revelarse como un niño

que no solo padecía de una enfermedad respiratoria crónica sino que desde el

rincón más oscuro de su alma planeaba deshacerse de su madrastra y de todo

aquel que se interpusiera en su camino. Contó cuánto la detestaba desde la

primera vez que supo de ella. No entendía por qué el padre la mimaba tanto ni

por qué los mismos criados que habían servido a su madre le tenían tanta

deferencia. Entonces Emil, ahora lector de la historia de Teddy, se daba cuenta

- 226 -
de que Elvira no lo había atormentado como se había escrito antes ¿y quién

había escrito esto? ¿él? ¿Teddy? Si alguien lo encerró en algún lugar como

castigo fue su padre mismo para enseñarle orden, disciplina y sobretodo respeto

por su esposa. Y encerrarlo no era la palabra más acertada. Lo había confinado

en su cuarto donde tenía libros y juguetes para distraerse, donde le llevaban las

comidas. Los confinamientos no duraban más de un día a instancias de la misma

Elvira quien intercedía por él. Eso era lo que más odiaba de esa intrusa, que

fueran sus ruegos los que lo liberaban del castigo, el castigo que recibía

justamente por tratar de deshacerse de ella. Tenía que acabar con esa mujer,

tenía que sacarla de allí. Haría lo imposible para lograr su objetivo, hasta

prenderle fuego a la casa con Elvira adentro y quien estuviera con ella si era

necesario. Todo para que ella no existiera en su mundo.

Emil dejó de leer. No solo la historia que él había escrito el día anterior ya

no estaba sobre el papel sino que había otra en su lugar, otra que lo perturbaba

más de lo que su imaginación podía tolerar. Y lo peor de todo era que esa historia

malsana continuaba. El aspirante a escritor sintió una mariposa en el estómago,

no quería seguir leyendo. Es más, se dijo que lo dejaría allí mismo, que ya no

leería ni escribiría nada más acerca del intruso en el jardín ni le prestaría atención

a los ruidos de aves nocturnas. En su lugar, retomaría uno de los cuentos

acumulados en la cesta debajo de su escritorio. Su atención pasó entonces a los

papeles arrumados en la canasta que había mirado de lejos desde hacía

semanas. Los colocó sobre la mesa y sus dedos pasearon por las páginas

mientras buscaban el cuento inconcluso que lo devolvería a la sanidad. La

primera hoja de la ruma estaba en blanco, debía ser la que servía de protección

- 227 -
a las otras que estaban escritas. La segunda hoja, igual que la anterior, estaba

en blanco por ambos lados. Lo mismo con la tercera y con la cuarta… y así era

con todas las hojas de la ruma. Pensó que se había equivocado de paquete de

papel pero no era así. Las hojas en las que empezó a escribir la historia de Teddy

estaban en el escritorio en el mismo lugar donde las había puesto desde el primer

día, junto a las plumillas, la tinta y el secante. Buscó por todos lados, llamó a

Celina para que lo ayudara en su pesquisa. Nada. No encontraron ninguna

página escrita por él. Era como si no hubiera escrito nada. Lo único que había

eran las hojas con la historia de Teddy que él no quería seguir leyendo ni

tampoco seguir escribiendo. No quería ni siquiera tocar las plumillas. Cuando

Celina entró a la habitación llevando la ropa limpia, lo encontró desencajado y

acurrucado en el rincón del cuarto que estaba más alejado de la ventana. Al verlo

tan agitado, avisó a la madre quien ordenó a la criada que le trajera un té de tila

y le preparara algo para que se calmara. Al principio se resistió en tomar el té

mientras exclamaba agitadamente “¡No quiero ningún menjunje!” Celina y su

madre esperaron pacientemente a que se calmara y esa tarde le hicieron

compañía hasta que se quedó dormido.

Al día siguiente, el joven no se levantó. Cuando la criada fue a buscarlo,

lo encontró temblando de frío y con fiebre. Uno de los médicos de Onondaga

llegó para examinarlo y lo encontró consumido por tersianas y hablando sin

sentido. A pesar de su estado de confusión, Emil se escuchó a sí mismo

diciéndole al médico que ni él ni nadie podía ayudarlo, no hasta que terminara lo

que había empezado. Pero el doctor no le respondió, parecía ignorarlo como si

no lo escuchara como tampoco lo escuchaban ni su madre ni Celina. Se vio

- 228 -
entonces con una camisa blanca sobre la que tosía sangre. Una mujer joven lo

atendía con gran cuidado mientras su padre entraba a la habitación para

preguntar cómo estaba. La mujer respondió que había que darle tiempo y sería

bueno mudarlo a un lugar más cerca de las montañas con aire fresco y puro. El

padre le dijo a la joven esposa que él estaría bien cuidado y que no podían

esperar más porque iban a perder el tren que los llevaría a la costa oriental. La

joven lo encargó entonces con los criados y le dejó un morral lleno de libros con

sus historias preferidas. Finalmente se inclinó para darle un beso en la frente y

le susurró que pronto lo verían otra vez, que seis semanas se pasaban muy

rápido, que era posible que regresaran antes. Él la miró sin decir nada.

En el vaivén entre sueño y vigilia, Emil se vio a sí mismo imaginando lo

que faltaba de la historia de Teddy. Recordó entonces cómo el niño complotaba

para deshacerse de su madrastra, cómo se aseguró de que ventanas y puertas

se mantuvieran cerradas sin posibilidad de abrirse. Usaría la poción que el

mercader de mejunjes entregó a la criada para calmar y mantener dormido a

cualquier adulto por horas. No le importaba que la casa se hundiera con quien

fuera con tal de que ella, la intrusa, estuviera adentro. Cuando finalmente la

madrastra estuvo de regreso y, un día en que su padre no estaba en casa, el

niño se aseguró de que la mujer y los criados durmieran bajo los efectos del

brebaje que había tomado. Con ayuda de un hombre joven, un cómplice

inesperado cuya cara Emil no alcanzaba a ver aunque le parecía familiar, la ató

a la cama, le echó el aceite de las lámparas y le prendió fuego. El mueble empezó

a arder rápidamente y con éste toda la habitación. El resto de la casa le siguió

en cuestión de minutos. Teddy logró salir y mientras miraba desde una lejanía

- 229 -
segura el espectáculo de la casa en llamas, su cómplice cuyo rostro se definía

borrosamente le señaló a alguien que estaba aún dentro ella. Era su padre, su

padre que los buscaba a él y a Elvira. La casa se consumió rápidamente como

una pila de troncos bañados en brea. Al día siguiente, encontraron los restos

calcinados del padre, su esposa y los criados. La gente asumió que el niño había

perecido en el fuego.

Un clic-clic seguido de lo que sintió como una sacudida de plumas

interrumpió su sueño. La ventana estaba abierta. Cuando fue a cerrarla, no pudo

evitar mirar afuera y allí estaba la lechuza otra vez, sobre la rama del árbol.

Parecía mirarlo fijamente. Cerró las cortinas y encendió la lámpara que estaba

en el escritorio. Miró los papeles y se dio cuenta de que la ruma escrita había

aumentado. Entonces notó que tenía tinta en los dedos sobretodo en el callo del

dedo medio donde apoyaba la pluma. Fue entonces cuando sintió en su cuarto

una presencia fría, pesada que estaba detrás de él. Se tapó los ojos y volteó

hacia aquello que parecía estar a sus espaldas. A través de los dedos

entreabiertos, alcanzó a ver una silueta oscura en la esquina del cuarto, pero no

sabía si era algo o alguien. La sombra tomó forma más definida cuando empezó

a acercarse a Emil mientras él mantenía sus manos sobre la cara. En un

momento dado, el aspirante a escritor supo que el rostro de ese otro lo miraba

de cerca, sintió un aliento a tierra húmeda y unos ojos de hielo que le cortaban

la piel. Ese rostro se acercó más aún y lo miró de cerca pero él no movió sus

manos de la cara y se agazapó contra la pared en que el personaje parecía

tenerlo acorralado. Después de unos minutos eternos, el joven sintió que la figura

se alejaba. Fue en ese momento que el muchacho bajó las manos y vio al niño

- 230 -
con los pantalones cortos y la camisa blanca con manchas de sangre que miraba

con intensa atención el escritorio y los papeles de su historia. Al tratar de correr

a la puerta de su habitación, tropezó con una lámpara cuyo aceite se derramó

sobre el piso de madera. El intruso volteó a mirarlo y el joven acercó la flama de

la lámpara que estaba a punto de morir al piso lleno de aceite. Fue a buscar a

su madre y alertó a Celina para que salieran de la casa.

Días de fiebre alta y noches de delirio dejaron exhausto a Emil. Un día la

calentura empezó a bajar y los escalofríos rescindieron. Hasta que una mañana

su madre le trajo el desayuno a la cama, abrió las cortinas y dejó entrar el sol

que brillaba como nunca. Mientras conversaba con ella, Emil notó que no había

papeles sobre su escritorio. También observó que la cesta con sus historias

inacabadas se encontraba en el piso como de costumbre. La madre se dio

cuenta de su mirada y le dijo que, siguiendo órdenes del médico, ella y Celina

habían limpiado su cuarto mientras él descansaba y habían sacado todo rastro

de polvo de su escritorio. Le aseguró que sus papeles estaban a salvo y le acercó

la cesta para que lo comprobara él mismo. Efectivamente, cuando el joven

examinó la canasta, allí estaban cada uno de sus cuentos sin terminar. Su madre

salió de su habitación y el muchacho se estiró para alcanzar uno de los libros de

la mesa de noche. Era un libro sobre trenes que no recordaba haber visto antes.

Entonces entró Celina para decirle que tenía una visita, un amigo suyo que había

estado muy pendiente de él en los últimos días. La criada salió de la habitación

y por la misma puerta entró el niño delgado, pálido, frágil que era Teddy con un

morral pesado sobre el hombro. Llevaba los pantalones cortos con tirantes y la

camisa blanca. Emil creyó reconocer el morral que cargaba en sus sueños con

- 231 -
la lechuza. Sintiéndose incómodo, confundido y extrañado, el aspirante a escritor

atinó a preguntar quién era. El niño le dijo que a ambos les gustaban los trenes,

los libros, las historias inusuales. Luego el visitante avanzó lentamente a la cama

del joven y derramó sobre ella los contenidos del morral. Eran muchos papeles,

papeles escritos cuya letra Emil reconocía ya que era la suya propia. El

muchacho se estremeció sin saber qué hacer y tocó las hojas que inundaban su

cama esperando que al hacerlo, se despertaría por fin. Creyó entonces escuchar

por primera vez la voz del niño:

“Amigo Emil, hace falta escribir más. El final está pendiente, ya estamos

casi allí, al final. Tienes que terminarlo. Tienes que ayudarme como me ayudaste

con ella ¿recuerdas?”

El muchacho no aguantó más y a pesar de todavía sentirse ligero de la

cabeza, llamó a su madre y a Celina sin obtener respuesta. Saltó entonces de la

cama para salir despavorido de la habitación y de la casa, dejando atrás al

visitante, sus libros, sus papeles. Se sintió perseguido por plumas que se

sacudían y aleteaban sobre su cabeza. Oyó el chillido del ave nocturna y le

pareció extraño porque era de día. Pero gracias a que era de día, la pudo divisar

con claridad en el algarrobo negro del jardín y le tiró una piedra. La lechuza

parecía infalible o su puntería estaba en total decadencia. Empezó entonces a

treparse en el árbol para acercarse a la rama en la cual el ave se posaba y

apuntarle mejor. Sus proyectiles fallaron y la lechuza voló fuera de su vista sin

haber sufrido ningún golpe.

- 232 -
Días de búsqueda en los bosques de Onondaga han dado por fin con el paradero

de Elim Gante, joven de diecisiete años, estudiante, aspirante a escritor y a

asistente editorial de La Gaceta de Onondaga. Lo encontraron semidesnudo,

solo con la camisa de dormir, atorado entre las ramas de un algarrobo negro. Al

principio pensaron que había muerto por los días que estuvo a la intemperie y

por el hambre. Cuando lo bajaron del árbol, se dieron cuenta de que tenía

algunas vertebras rotas en el cuello y rasguños en la cara. Todo indicaba que,

atrapado entre varias ramas, se había asfixiado. Más tarde, encontraron un

conjunto de papeles escritos en una cesta que estaba debajo del escritorio en su

habitación. Hallaron también algo que parecía prometedor y que llevarían a la

Gaceta de Onondaga para ver si lo podrían publicar: la historia de Teodoro

Hömpel, un niño tísico a quienes sus padres llamaban cariñosamente Teddy y

que había perdido a su familia en un incendio infame hacía medio siglo. Como a

Elim, a Teddy también lo habían encontrado colgado e inerte en medio de las

ramas de un algarrobo negro.

Esta noche de otoño de Onondaga en la que el sueño me elude, me pongo

a escribir otra vez. He leído las historias locales acerca del niño que prendió

fuego a su casa y del pobre diablo que accidentalmente se ahorcó mientras

trepaba un árbol. Escucho un chillido en el jardín.

- 233 -
SOBRE LA AUTORA

Rocío Qespi. Profesora de Literatura Hispánica en Michigan State University. Ha

publicado Durmiendo en el agua (Mundo Ajeno 2008) cuya segunda edición bilingüe The

Fourth Commandment (Ibero American Literary Society 2020) incluye “El cuarto

mandamiento” (accésit La Regenta 1998) y “El cementerio de Acarí” (Premio Atenea 1999;

primer finalista del Premio Ana María Matute 1999). Ha publicado cuentos en Letras

femeninas, Ellas también cuentan (Torremozas), Metamorphose, ILA Latina, RANLE, y

más recientemente en Ultraviolentos (2014), Habitación 201-Lado B (2015), El narratorio

(2020), 21 relatos de la Independencia del Perú (2020) y Ucrónica (2020). Escribe además

fanfiction de ciencia ficción y erotismo en Archive of our own.


100 años de El Demonio del movimiento

por Mikołaj Gliński


Traducción de Ane Terrazas

Publicado originalmente en inglés en Culture.Pl (octubre, 2019)


Trenes fantasma, catástrofes sin resolver y vías sin
salida que conducen a dimensiones astrales... Cien
años después de su publicación, el clásico libro polaco
de relatos de fantasmas ferroviarios de Stefan
Grabiński continúa fascinando lectores y...
atormentando pasajeros del tren.
El pequeño volumen de cuentos The Motion Demon, llamado así por uno de los títulos, fue

publicado en 1919 en Cracovia. Sus cuentos inquietantes eran sobre trenes fugitivos,

catástrofes ferroviarias misteriosas, ferroviarios disidentes y demonios de trenes

escalofriantes. Los personajes aparecían en una historia y reaparecían en otra, mientras

que los nombres de las estaciones crearon una geografía imaginaria que no se encuentra

en ningún mapa real.

- 237 -
El libro fue una obra brillante sobre la idea de la «ficción ferroviaria» (una forma popular de

literatura que floreció a finales del siglo XIX) – la cual, sin embargo, era demasiado

aterradora para querer leerla en el tren. Además, fue una toma intrigante en la tradición

filosófica, que trató de detallar la esencia del movimiento y energía vital (desde Heráclito a

Bergson), mientras que, al mismo tiempo, se aseguraba como una lectura popular para las

masas. Logró establecer una mitología ferroviaria y trajo nostalgia por los trenes en una

época en la que esta tecnología todavía se consideraba un símbolo de modernidad. De

hecho, la literatura polaca nunca había sido tan moderna: popular y sofisticada al mismo

tiempo. Pero, ¿cómo era eso posible?

- 238 -
Poe polaco, Lovecraft polaco

Profesores y alumnos del primer Gimnasio Estatal en Przemyśl, Septiembre 1919. Stefan

Grabiński, primera fila, segundo desde la izquierda. Fotografía extraída de la colección del

Archivo Estatal en Przemyśl.

El demonio del movimiento fue una obra del escritor y profesor de 32 años Stefan

Grabiński. Grabiński nació en 1887 en una pequeña aldea provincial en Galicia,

la cual, por entonces, era parte del imperio austro-húngaro (y hoy en día está en

Ucrania). Creció en Sambor y Lwów (hoy en día, Lviv), dónde estudió polaco y

estudios clásicos en la Universidad de Lviv.

Cuando era joven, Grabiński sufrió una infección (originada de una herida que

se hizo en la escuela con un bolígrafo que agarraba otro alumno) que le dejó al

- 239 -
borde de la muerte. La experiencia, que incluyó muchos meses de terapia

problemática de un campesino curandero, jugo un papel importante en su vida.

Al igual que su pronta experiencia religiosa. Él después diría sobre estos años:

«Contemplo estos años como un símbolo lleno de significados más profundos y,

en cada uno de los fenómenos en mi vida, vislumbré manifestaciones del

espíritu.»

Su posterior postura en la literatura también se debe principalmente a estas

experiencias metafísicas:

La fantasía (literaria) es una expresión de anhelo por el milagro y lo misterioso -

es un intento de captar en forma de un relato las preguntas más idealistas, las

que tratan sobre el 'otro lado' de la existencia: [es] un intento de formar un puente

entre la vida y el 'otro lado', un intento de forzar el camino de uno mismo hacia

el genial, ilimitado 'campo del misterio', es probar el linaje divino, extraterrestre

del hombre.

De una entrevista con Kazimierz Wierzyński, 1930,trans. MG

Debutó como escritor en 1909 con un libro de relatos cortos que fue apenas

reconocido por críticos o lectores. En 1917, se mudó a Przemyśl, para seguir una

carrera como profesor en una escuela local. El año siguiente, la reinstalación del

estado polaco después de 123 años de particiones no dejaron ninguna marca en

absoluto en su escritura. En 1919, publicó The Motion Demon - resultado de su

fascinación por el ferrocarril. El libro gozó de éxito y estableció su nombre como

un escritor importante de la literatura fantástica.

- 240 -
Grabiński después publicaría varios volúmenes de relatos cortos (alguno de

ellos, como The Book of Fire, también conectado por un tema similar) y varias

novelas, en las que exploró su interés en demonología, médiums y

espiritualismo. Sin embargo, sus intentos para conseguir reconocimiento más

amplio fueron fallidos, y nunca pudo librarse del todo del estatus de escritor

provincial, autor de la extraña «ficción Gallega». Pasó los últimos años de su

vida en completa pobreza y aislamiento. Murió en 1936 por tuberculosis, una

enfermedad que venía de familia, y vivió a su sombra toda su vida.

La metafísica del movimiento

En The Motion Demon, Grabiński consiguió lo que es, probablemente, su mejor

obra maestra. Una racha de historias heladoras conectadas por el tema del viaje

ferroviario no era ni mucho menos esperado en la todavía creciente literatura

fantástica polaca. Similarmente nueva y quizá más pionera era la idea de imbuir

tecnología moderna con la sensación de lo sobrenatural, reconociendo en ello

una fuente de horror potencial.

La mayoría de historias de la primera edición de la colección fueron escritas en

Przemyśl durante la primera guerra mundial. Grabiński pasaría mucho de su

tiempo libre en la estación de tren de Przemyśl. Hasta tenía un permiso especial

de las autoridades ferroviarias para frecuentar las zonas restringidas. Sus

alumnos recordaban verle pasar innumerables horas en el viaducto sobre las

vías de tren - un verdadero precursor de los aficionados del tren.

- 241 -
La estación de Przemyśl, como afirma Joanna Majewska, autora de la nueva

monografía sobre Grabiński, era una de las estaciones más espléndidas a lo

largo de toda la sucesión del ferrocarril «Archduke Charles Louis Railway».

Completada en 1892, esta línea cruzaba toda Galicia, desde Kraków a Lviv y

Tarnopol. La línea ayudaba a conectar las regiones más orientales del imperio

austro-húngaro con la costa del Adriático.

"La invención del transporte ferroviario" de una serie de frescos diseñados por Jan Matejko para

la sala de la Escuela Politécnica de Lviv. Foto extraída de Polona.pl.

La idea del ferrocarril y la velocidad como algo que cambia nuestra percepción

del tiempo y espacio, y que incluso afecta a nuestro organismo, es central para

The Motion Demon. Como la idea, compartida por algunos de sus protagonistas

románticos (o locos), es que el objetivo final del ferrocarril no es conectar

estaciones (y así facilitar el transporte y la comunicación), sino más bien el

- 242 -
movimiento por sí mismo: la velocidad y el movimiento. Esto definitivamente no

era algo que los ingenieros de «Archduke Charles Louis Railway» tuvieran en

mente cuando diseñaron la línea.

Terminado en 1892, el Ferrocarril del Archiduque Carlos Luis conectaba Lwów y Cracovia.

Fotografía extraída de Wikimedia.

El libro puede ser un testimonio obvio de la fascinación de Grabiński con la nueva

tecnología, su velocidad y su mecánica, pero el autor solo estaba interesado en

ver cómo crecía y germinaba la lógica y razón humana frente a lo considerado

como irracional. The Motion Demon es singular por codificar realmente

mitología y metafísica completas sobre esta invención aparentemente racional.

Los trenes y estaciones de Grabiński están habitadas por fantasmas y demonios,

y otras fuerzas irracionales, mientras que los mismos trenes pueden actuar como

vehículos a otras dimensiones.

Quizás de una forma más interesante, Grabiński podía incluso ser considerado

el descubridor de un cierto tipo de nostalgia por el ferrocarril (un sentimiento raro

y espeluznante invocado en nosotros por un silbido distante de un tren o un

- 243 -
semáforo en rojo dibujándose en el horizonte en mitad de la noche), o más bien

una metafísica completa en espacios ferroviarios industriales. Muchos de sus

protagonistas, como Szymon Wawera, estaban fascinados con zonas

ferroviarias perdidas y abandonadas, secciones de vías descuidadas con

vegetación, las cuales de alguna manera conservaban su glorioso pasado. Como

dice Wawera:

Aquí estas memorias viven por todos lados: invisibles al ojo humano, deambulan

entre las paredes del barranco, repiquetean por estas vías y deambulan a lo

lejos, a lo largo de toda el área. Uno solo necesita saber cómo ver y escuchar.

De The Dead Line, trans. Mirosław Lipiński

Grabinski pasó gran parte de su vida en la estación de tren de Lwów, fotografiado aquí en 1917.

Imagen extraída de Polona.pl.

- 244 -
Wawera termina haciendo una pregunta que tiene un potencial metafísico más

universal: «Es posible que después de todo esto no quede nada?» Él mismo

estaba profundamente convencido de que 'las memorias no mueren'.

Esta nostalgia es la que más impresiona, ya que Grabiński la sintió en un

momento en que el ferrocarril todavía estaba en su mejor momento, mirando con

orgullo a su futuro brillante.

Una obra en progreso perpetuo

Grabiński tenía la intención de que su obra se leyera completo de una vez, pero

el libro se amplió con ediciones sucesivas. Y no todo sería sangriento y

escalofriante. La primera edición incluía dos historias que se desviaban del

modelo típico de una historia ferroviaria fantasmagórica. The Perpetual

Passenger es un relato cómico sobre un “viajero” que pasa sus días en una

estación de tren esperando por un tren que nunca consigue coger. Termina

manteniéndose en un estado constante de 'nervios vacacionales' y, por

consiguiente, se califica como 'el pasajero ideal'. En otra, titulada In the

Compartment, el protagonista siente una fascinación erótica por la mujer de un

hombre viajando en el mismo vagón. Basta decir que la historia acaba en

asesinato.

En la segunda edición, de 1922, Grabiński añadió tres historias más. Entre ellas

estaba A Strange Station - una excursión futurista hacia el viaje ferroviario del

siglo XXI, en el que nos encontramos a bordo del Infernal Mediterranée, un tren

- 245 -
exprés que tarda solo tres días en hacer un tour completo por todo el

Mediterráneo. Para la tercera edición, Grabiński planeó dos nuevas historias.

Una de ellas, The Tale of the Tunnel Mole, era servir como la nueva conclusión

del libro completo, que ahora consistiría en 14 piezas. Grabiński nunca vio esta

edición publicada.

Brzuchowice (Ucraniano: Bryukhovichi), un pueblo a las afueras de Lviv donde Grabiński pasó

los últimos años de su vida. Callejón de la estación de tren. Fotografía extraída de Polona.pl.

Reubicación en el cañón

Olvidado durante su vida, el arte de Grabiński empezó a ganar reconocimiento

lentamente tras la segunda guerra mundial (gracias a, entre otros, los esfuerzos

del aficionado de Grabiński y conciudadano de Lviv, Stanisław Lem). Pero solo

en las últimas décadas comenzó a ser reconocido como más que el autor de la

extraña «ficción Gallega». Gracias a una nueva investigación, y una nueva ola

de interinterpretaciones (desde psicoanalíticas hasta postcoloniales) la posición

de Grabiński en el mapa de la literatura polaca está ahora siendo reubicada -

- 246 -
antes un escritor de segunda clase, pero ahora mencionado más y más veces

en el contexto de Bruno Schulz o Witold Gombrowicz.

Portada de la nueva monografía


de Grabinski de Joanna Majewska,
2016.

En la más amplia perspectiva de la literatura mundial,

Grabiński ha sido comparado tradicionalmente a Poe,

Meyrink o Lovecraft (a quién le llevaba tres años de

edad). Pero hoy parece bastante diferente a todos estos

escritores (Poe era una gran inspiración, por supuesto,

reconocido con énfasis por el mismo Grabiński).

De hecho, su actitud como persona que buscaba pistas

en lo ordinario para revelar lo extraordinario y que veía

la literatura como una forma de recibir y comunicar las

señales misteriosas que nos vienen desde el más allá,

le pondrían en un grupo de escritores completamente

diferente. Uno que preside Vladimir Nabokov.

Los lectores angloparlantes tienen actualmente unas pocas colecciones de

historias cortas disponibles, incluyendo In Sarah’s House y The Dark Domain.

Sus admiradores francos, como la autora de fantasía China Miéville, se han

pasado años exigiendo que todo su conjunto de trabajos se haga disponible para

todos los que no pueden leer polaco. En cualquier caso, The Motion Demon

será seguramente la mejor introducción a la fascinante obra completa de

Grabiński. ¡Solo recuerda no llevarlo al tren contigo!

- 247 -
SOBRE EL AUTOR

Mikołaj Gliński estudió clásicos en la Universidad Humboldt de Berlín y estudios

culturales en el Instituto de Cultura Polaca de la Universidad de Varsovia, donde escribió

su máster en literatura e historia. Es un autor de larga trayectoria en la sección de inglés de

Culture.pl, donde se especializa en estos temas, así como en idiomas, su pasión personal.

Mikołaj es también co-autor del primer libro de Culture.pl: Quarks, Elephants & Pierogi:

Poland in 100 Words.


No mires por Covadonga
González-Pola

‘Frontispiece’, “Adventures in Shadow-Land” por Mary D. Nauman, 1873


No estaba abandonada. No, aunque lo pudiera parecer.

La casa no tenía ningún tipo de valla, las puertas estaban abiertas y las ventanas

también. Pero, a pesar de su envejecido aspecto, de que las plantas resecas que

agonizaban lentamente en su jardín —jardín, por llamarlo de alguna manera,

pues no era más que una alfombra de espinosas hierbas amarillas y muertas—,

había luz en la planta de arriba. Era muy tenue, podría proceder de un par de

velas o de un pequeño farol, pero indicaba que, ahora que la noche estaba

cayendo, alguien trataba de crear un pequeñísimo sol en medio del frío y las

inminentes tinieblas.

Allí, arriba, en esa última habitación del desván, se encontraba él.

Por fin, después de tanto tiempo, de tantos esfuerzos, lo había encontrado.

El primer niño había aparecido en la calle, al amanecer. Su madre lo había

encontrado en el parque en el que solía jugar junto a su casa, cuando

comenzaba a amanecer. No había señales de maltrato en su cuerpo. A la

tragedia se había unido el misterio. Lo que fuera que hubiese matado al pequeño

había llegado directamente a su corazón. No había síntomas de envenenamiento

ni de ningún otro tipo de agresión que se les hubiera podido pasar a simple vista.

Sencillamente, el corazón se había detenido. Lo achacaron a una muerte súbita.

Un fatal incidente del que nadie tenía la culpa. Llanto e impotencia, consternación

general. Y todo debería haber acabado allí. Pero no lo hizo.

Lo siguieron unas gemelas de seis años que aparecieron desplomadas, una

junto a la otra, con sus idénticos vestidos y sus idénticos peinados, en el jardín

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trasero de su casa, en un rictus demasiado forzado para sus flexibles

articulaciones. Luego aquel muchacho al que siempre se le escapaba la pelota

del jardín a la calle. Niños, casi siempre, aunque se dio también el caso de alguna

chica joven e incluso también el de un anciano disciplinado que todas las tardes

daba el mismo paseo para desentumecer sus envejecidas piernas.

En todos, el diagnóstico era el mismo: parada cardiaca, nada más. Muerte súbita.

Y el pánico inundó nuestra tranquila vida.

Demasiada coincidencia para que se pudiese tratar de algo fortuito. Algo estaba

sucediendo y la policía de acción directa no tardó en llenar los medios de

llamadas a la búsqueda de pruebas y la toma de medidas de precaución.

Yo leía las noticias, consternada, desde mi gabinete de investigadora privada.

Pero debo reconocer, ahora me doy cuenta, que ojeaba estas historias muy por

encima. Puede que fuera algo inconsciente, algo que trataba de protegerme de…

Pero entonces vino aquella mujer. No se atrevía a acudir a la policía de acción

directa, pues la colocación de cámaras por particulares estaba penada con la

cárcel. Por eso había acudido a mí. Era vecina del primer niño. La clandestina

cámara de seguridad de su jardín, cercano al parque, había captado algo. Y

reprodujo el vídeo ante mis ojos.

Una sombra. Un hombre adulto, al parecer, que se había detenido delante del

parque. Estaba demasiado lejos de ambos para distinguir nada más que sus

siluetas. Pero dejaba bastante claro lo que había ocurrido. Al menos, para mí.

El niño estaba jugando en los columpios mientras caía la noche. Se veía cómo

se balanceaba, agarrándose a rígidas barras metálicas y luego cómo se lanzaba,

emocionado, por el tobogán. La sombra había dado un par de pasos y se había

- 251 -
detenido antes de entrar al parque, como si lo observase. El pequeño, ajeno a la

situación, seguía moviéndose, saltando y divirtiéndose.

La sombra se acercó un par de pasos, saltó torpemente por encima del pequeño

bordillo, como arrastrando los pies. El niño no pareció reparar en él hasta que,

de un salto, cayó del columpio a la arena y, al ponerse en pie, se vio frente a la

sombra. Después de eso, el muchacho se había desmoronado.

Eché a la mujer de mi gabinete con cajas destempladas. Aseguré que no podía

mezclarme en asuntos ilegales y que ambas podríamos ir a la cárcel si la

grabación salía a la luz. Ella replicó y creo que hasta sollozó quedamente, pero

le cerré la puerta en las narices. Y, después de eso, yo misma me vine abajo,

caí al suelo y sentí cómo una furtiva lágrima se me pegaba, plana a la cara y

luego asomaba bajo mi barbilla, hasta hacer una pequeña mancha en mi camisa

blanca. Me miré las manos. No podía dejar de temblar. Miraba la pantalla del

ordenador y un instante después la rehuía, como si pudiera hacerme daño. Al

fin, me armé de valor y volví a reproducir la grabación.

Algo había sucedido en aquel momento. Algo que había hecho que el corazón

de aquel niño no quisiera seguir latiendo. Y yo sabía perfectamente lo que era.

Los niños habían muerto de horror. Aquel monstruo jugaba con sus mentes de

la forma más directa, cruel y macabra que jamás se le hubiese podido ocurrir a

una persona sana. Y yo lo sabía, sabía perfectamente cómo lo hacía. Lo

recordaba. Sencillo e increíblemente retorcido a la vez. Porque, hacía ya muchos

años, yo me había encontrado también con él.

Mis dos hermanas mayores habían muerto aquella noche. Yo fui la única que

pudo hacer frente a aquel espanto, no sé cómo logré sobrevivir al horror que

habían captado mis ojos al tener frente a mí a aquel monstruo. Había tenido

- 252 -
pesadillas durante años, pues yo era la única que había sobrevivido a aquel

espeluznante y terrible juego al que sometía a los niños. Incluso mi madre, que

no estaba con nosotros cuando había ocurrido todo aquello, había acabado por

suicidarse. Y ahora, el monstruo volvía. ¿Por qué?

Tras una semana en la que ni siquiera una botella diaria de whisky lograba que

pudiese conciliar el sueño durante más de una pesadilla, me di cuenta de que

sólo tenía una opción. Y, de paso, podría ayudar a las familias que, como la mía,

se habían visto rotas por aquel espanto. Aunque en aquel momento me

importaba poco ser solidaria o quedar bien.

Respiré hondo, tratando de ignorar el frío húmedo que producía la niebla a mi

alrededor y que envolvía mi cuerpo como un manto, traspasando mi carne y mis

venas para llegar hasta mis huesos. Me quité los guantes y, dentro del bolsillo

izquierdo del abrigo, tanteé la linterna. Dentro del derecho, la pistola. Aunque

sabía que, si cometía el más mínimo error, no me serviría de nada. Me calé de

nuevo la capucha y, tras tomar un último trago de frío y húmedo aire, avancé.

No mires. Si le miras, estás muerta.

Estaba loca. Ya lo sabía. Pero tenía que hacerlo. La puerta estaba abierta, un

pequeño resquicio que giré con suavidad. Bajé los ojos hacia el suelo. No debía

levantar la vista, ya no. Seguía sin saber cómo mi mente se había mantenido

cabal la primera vez. No podría soportarlo una vez más.

Moví la linterna girando la muñeca y poniendo todo mi empeño en que la luz

nunca iluminase más arriba de un metro desde el suelo.

No mires. Si le miras, estás muerta.

- 253 -
Pero pude ver los primeros peldaños de unas escaleras de madera, comidas por

el tiempo y la carcoma. Habría jurado que el pie del pasamanos estaba

ligeramente oxidado. En ese momento, dejé de fijarme.

Un crujido a mi derecha hizo que me girase. Me costó un esfuerzo sobrehumano

no alumbrar, no mirar más allá del suelo. Había visto cómo se movía. La sombra.

Había desaparecido por lo que parecía el umbral que comunicaba con otra

habitación. Oí pasos rápidos, ruidos, crujidos, una leve exclamación de

nerviosismo en algún lugar, alejándose de mí, pero sin abandonar la casa.

Empecé a hiperventilar y a sudar, tanto que podía percibir mis propias facciones

por cómo se me pegaba el sudor a los músculos de la cara. Ahora, el monstruo

sabía que yo estaba allí. Y trataría de escapar o de acabar conmigo. Dirigí la

linterna al suelo de lo que me había parecido una puerta.

No mires. Si le miras, estás muerta.

El monstruo tenía los pies mojados. Había dejado un rastro que era demasiado

fácil de seguir. Con cuidado y cargando la pistola, me pegué al marco de la puerta

y me asomé, siempre con los ojos bajos. Un concienzudo barrido por los suelos

de la cocina, pues ésa era la habitación a la que me había asomado, me dejó

claro que no había nadie ya en aquella habitación. Sin embargo, las pisadas

dejaban bien claro que el monstruo había subido por las escaleras, hacia el piso

de arriba.

Tragué saliva. En el piso de arriba había luz, recordé, como había visto cuando

me había aproximado, había luz. Unas velas o tal vez un farol. Daba igual lo

tenue que resultase. Mis ojos ya se estaban acostumbrando a la penumbra.

Arriba, la oscuridad no me protegería como allí abajo. Y si me tocaba forcejear,

pelear o apuntar…

- 254 -
No mires.

Subí las escaleras de lado, con la interna totalmente volcada hacia abajo y la

pistola apuntando hacia arriba. Un disparo ciego tal vez no me sirviera de mucho,

pero era mejor que condenarme con una mirada involuntaria.

La escalera desembocaba en una puerta que daba a una única habitación. O

eso fue lo que me pareció por el rabillo del ojo. La luz salía de allí dentro. Y la

sombra se movía con la tranquilidad de quien sabe que tiene toda la ventaja del

mundo. La misma tranquilidad con la que se detuvo para fijarse en mí.

De soslayo, siempre sin mirar, pude comenzar a convertir aquella sombra en

algo más corpóreo, más parecido a lo que había visto en la grabación. Parecía

un hombre. Alto, vestido con ropas oscuras. La inclinación de mi cabeza no me

dejaba percibir nada más allá del torso, que veía moverse despacio, con cada

inspiración y cada espiración. Y así debía ser.

Siempre sin alzar los ojos, me di cuenta de que mi pistola temblaba; en realidad,

me temblaba el brazo entero, por no decir el cuerpo. Y entonces, el monstruo me

habló.

Su voz me resultó casi melosa, demasiado directa, un sonido que cruzaba el aire

directamente hacia mí para meterme más miedo en el cuerpo.

—Dudo mucho que puedas acertar con ese pulso.

Dio un paso hacia delante. Yo bajé aún más la mirada. Sentía que no podía hacer

ningún movimiento voluntario.

—No te acerques.

Mi voz había sonado insegura y hueca comparada con la suya.

Un paso más. La carcomida madera del suelo crujió bajo su peso.

—Piensas que voy a hacerte daño. Pero yo no quiero eso.

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Ahogué un sollozo mientras posaba su mano en mi muñeca y yo le dejaba

arrebatarme la pistola con vergonzosa docilidad. Él dejó escapar un sssh, como

si tratara de consolarme, mientras tiraba la pistola al suelo. Yo dejé caer también

la linterna y oí cómo iba cayendo, escalón a escalón, hasta alumbrar únicamente

la base de la nevera que ahora empezaba a hacer un molesto ruido en la planta

de abajo.

El monstruo se acercó a mí, yo le di la espalda.

No mires. Si le miras, estás muerta.

—Déjame —supliqué.

Se aproximó aún más. Pude sentir su cuerpo cerca del mío. Era siniestramente

cálido. Apoyó su barbilla en mi hombro y mi cuerpo se encogió. Guardé mis

manos en los bolsillos. Un siseo se clavó en mi oreja.

—Yo sé por qué has venido.

Respiré hondo, tres veces, antes de golpear con un codo las costillas de aquel

ser. Él se dobló ligeramente con una exclamación de dolor. Lo sentía sobre mí.

Un instante, muy corto, pero suficiente para que pudiese sacar de mi bolsillo el

saco negro y ponérselo en la cabeza.

El monstruo gritó, se quejó; Yo, mirando al suelo, me giré y le puse la zancadilla.

Se desplomó cuan largo y pesado era y yo tuve que agarrarme al inestable

pasamanos para no caer rodando por las escaleras.

Le di una patada en la envuelta cabeza para aturdirlo aún más. Le puse las

esposas con decisión. Sin dejar de hiperventilar, busqué mi teléfono móvil y llamé

a la policía. Recuperé mi arma y le apunté con ella hasta que llegaron para

llevárselo.

- 256 -
Le prohibí hablar y cada vez que lo intentaba, le daba un golpe más fuerte. No

quería recordar.

Pero ya lo había hecho. Aquella terrible visión que había matado a mis

hermanos. Aquel asqueroso envoltorio lleno de pliegues que rodeaban su

mirada, aquel asqueroso cuero arrugado, aquella maldita visión con la que había

destruido mi vida y casi me había vuelto loca. Aún no sé cómo fui capaz de

sobrevivir a tal espanto y siendo tan niña, a pesar de haber mirado.

Quedaba poco para la ejecución. Las familias de todas las víctimas estaban allí.

Bueno, menos la mía. Mi desaparecida familia. La Plaza Mayor estaba a

reventar, no cabía un alfiler. Se me guardó un sitio de honor en primera fila, cerca

del patíbulo, y se me pidió que luciera la medalla que me habían concedido por

acabar con aquella ola de terror en nuestro pueblo. La verdad es que habría

preferido no acudir. Pero ya había aprendido que era mejor cerrar las cosas. Éste

sería ese broche final que zanjaría todo.

El cielo se mantenía gris y el ambiente neblinoso, como había sido durante todo

el invierno. Una puerta se abrió y todos los cuerpos se giraron hacia ella. Del

edificio del Ayuntamiento salían dos policías perfectamente uniformados con el

monstruo apresado y, por supuesto, aún con el saco negro alrededor de su

cráneo.

Por un instante casi sentí pena. Ahora sí que parecía una sombra: débil,

derrotado, con el cuerpo encogido y sin ninguna intención aparente de oponer

resistencia.

Lo subieron al patíbulo y lo ataron encadenaron al mástil que coronaba la pira.

El monstruo parecía estar ya muerto.

- 257 -
A un par de asientos de mí, habló el juez con su voz cascada y llena de un eco

sordo.

—La gravedad de los hechos, como ya se vio en el juicio y la sentencia, nos

llevan a aplicar a este hombre la pena capital por un total de catorce asesinatos.

Sin embargo, y aunque nos pareciera increíble, hay delitos más graves, tan

graves que llevaban siglos sin cometerse. Por aterrorizar a sus conciudadanos

al no llevar máscara, se le condena no sólo a morir, sino a hacerlo quemado vivo

en la hoguera.

La multitud gritó emocionada tras sus máscaras. A mí no me salió la voz. Vi cómo

prendían fuego a la pira y escuché a aquel hombre gritar cuando el calor

comenzó a hacerse insoportable. Las lágrimas volvieron a empaparme mi rostro,

recorriéndolo, planas, sobre mi máscara, mientras el hombre que había

destrozado mi vida desaparecía por fin de mi mundo, permitiéndome cerrar un

capítulo tan terrible de mi existencia. Y todo porque le había parecido gracioso

jugar en casa a quitarse la máscara aquella noche y no había podido parar. Ni

siquiera por nosotros. Adiós, papá, aquí acaba nuestra historia. Te quiero.

- 258 -
SOBRE LA AUTORA

Covadonga González-Pola es escritora, formadora en escritura creativa

y asesora literaria y editora de Tinta Púrpura Ediciones.

Ha publicado El gen. Las ruinas de Magerit, El Hombre del Vestíbulo

y Los Cazatesoros de Llanes. Ha participado en diversas antologías,

como Chikara: el poder de la naturaleza, Fantasías populares o Bestiario de lo sobrenatural,

además ha coordinado y editado la obra colectiva Stardust for Bowie.

Trabaja como asesora de escritores noveles e impartiendo formación en escritura. Su canal

Talleres Literarios Online fue el primero en ofrecer talleres literarios para escritores en

formato vídeo y en la actualidad cuenta con más de dieciséis mil seguidores. Creadora de

la comunidad de escritores Magerit y directora del programa de radio Tinta Púrpura,

publica artículos sobre literatura en la revista Culturamas.


Dibujo
al
Carbon
´
por Osvaldo Reyes

Querido hermano:
Para cuando
escuches este mensaje
de voz, ya estaré en
el aire. Lo grabo en
la sala de espera,
mientras veo los
números del reloj del
tablero de anuncios
avanzar de manera
progresiva. Cuando
llegue a las 5:00 pm,
hora local, alguien de
la aerolínea tomará el
micrófono y empezará
el proceso de
abordaje.

Ilustración de Timo Ketola


Yo subiré entre los primeros. Mi edad y mi bastón sirven para pocas cosas, pero

ser atendido de manera preferencial es una de ellas. Si llego a mi destino, de

seguro me escribirás para decirme lo tonto que soy. Que toda mi vida he

perseguido una ilusión y escuchar tu voz será la prueba de que tienes toda la

razón. Si es así, prometo ir a visitarte y llevarte una botella de ese güisqui que

tanto aprecias en reconocimiento de mi derrota.

Si escuchas este mensaje mientras ves la televisión, imágenes de mi

avión en llamas como noticia de última hora y mis restos mortales fusionados

cual cíborg con los del fuselaje del Boing que trató de retar al cielo, entonces

tendrás que reconocer, aunque sea de manera póstuma, que siempre tuve la

razón. Mis “visiones” de ese día, como las llamabas, fueron ciertas y mi

búsqueda de la verdad me trajo a este sitio, este día, justo en el aeropuerto

donde él me esperaba.

Aun con la evidencia delante de tus ojos, dudarás. Lo sé. Es difícil de

creer, pero es cierto. En este momento, cuando faltan unos minutos para la hora

cero, lo puedo ver justo como ese día.

El niño con el uniforme de conductor de tren está sentado del otro lado de

la sala.

No. No es una ilusión, te digo. Se ve justo como lo recuerdo. El mismo

cabello corto de color ceniza oscuro. Los mismos ojos negros y profundos como

el carbón que alimentaba las calderas de los antiguos trenes que él tanto parece

preferir. El uniforme es del mismo color azul oscuro que tengo grabado en mi

mente. En sus manos, el mismo cuaderno, o uno muy similar, lleno de dibujos

- 261 -
que no quiero ver. En sus dedos, el lápiz de carboncillo es idéntico. Hasta la nana

que se supone debía estarlo cuidando, la señora de cabello largo y nariz

respingona con una pañoleta roja en la cabeza, está a su derecha. Sus ojos no

se separan de la pared de vidrio, siguiendo el deslizar de los aviones que se

ubican en sus terminales o de aquellos que aterrizan a lo lejos. Su atención

jamás puesta, ni por un segundo, en el niño.

Han pasado veinte años y se ven idénticos a ese día. Misma ropa, misma

edad. Como si todo fuera un salto cuántico y me hubiera desplazado desde ese

viejo aeropuerto en Praga, cuando era dos décadas más joven y aun tenía la

ilusión de ser dueño de mi destino. Si hubiera sabido la revelación que me

esperaba ese día, habría cancelado el vuelo y permanecido en la bendita

ignorancia.

Ni en eso tenemos elección. Estaba destinado a conocerlo.

No, te digo que no son los desvaríos de un viejo. No estoy confundido. Es

el mismo niño. Ya verás.

¿Recuerdas la historia? Seguro que sí. Te la conté decenas de veces.

Jamás me creíste, pero no me importó. Sabía que, si un día lo veías, te

acordarías de mi advertencia. Tu serías sensato y saldrías corriendo. Cambiarías

de vuelo, por más racional que digas ser. Es fácil decir que no crees en

fantasmas, hasta que te topas con un espectro. Después de ese día, no volverías

a tomar un avión en tu vida. Yo, científico que soy, perseguí una imposibilidad

por años y como todos los grandes buscadores de la verdad que nunca se

rinden, la encontré.

Todavía guardo en mis recuerdos el aroma del desinfectante que usaron

para limpiar el piso, las voces que resonaban a mi alrededor y la pareja que, sin

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saberlo, salvó mi vida. Ellos discutían con el encargado de la aerolínea y yo, que

no estaba interesado en escuchar de qué hablaban, desvié mi atención para

estudiar a los que me acompañarían en el viaje de vuelta a casa. A mi izquierda,

un anciano que leía de un libro de cubierta de cuero negro. A mi derecha, la

madre que trataba de conseguir que su hijo de ocho años no molestara al hombre

dormido en el asiento de enfrente.

A lo lejos, el niño.

Él llamó mi atención apenas mis ojos se posaron en su vistoso uniforme.

Su disfraz estaba fuera de lugar en esa terminal dedicada a una de las mayores

maravillas de la tecnología moderna. Era un símbolo de un pasado que nunca

supo romper con las barreras impuestas por la gravedad, por más poderoso que

pudiera ser en tierra. Lo que su maquinaria podía recorrer en horas, un avión

podía cubrir en minutos. Un verdadero conductor de trenes, no de los que son

obligados a vivir su vida en las vías persiguiendo un salario, sino de corazón,

jamás pisaría un aeropuerto. Preferiría morir o quedarse varado a reconocer que

había cosas que su preciosa locomotora no podía hacer.

En mi ingenuidad, creí que la culpa era de la nana e inventé una trama en

mi cabeza. La imaginé sola, abandonada por su esposo. Un joven corpulento

que se vio cautivado por las líneas de los caballos de hierro y remplazó a su

hermosa esposa por una existencia de estación en estación. La vi en mi cabeza

sentada en el portal de su casa, la mirada perdida en el horizonte, tratando de

vislumbrar la columna de humo que le permitiría seguir el camino que recorría el

que una vez fue su amado. Una tontería romántica que no me puedo explicar

cómo se me ocurrió y que ahora lamento haberla considerado. Bajo el prisma de

- 263 -
lo que descubrí, no quiero pensar que fue esa sosa historia la que hizo que el

niño me escogiera. Si fue así, de veras lo siento, hermano.

En fin, ese día tan lejano, no sabía nada. Incluso llegué a creer que el

niño, una vez estuviera en el aire, comprendería la magnificencia de esa

maravilla alada y al pisar tierra, exigiría a sus progenitores vender ese inútil

uniforme y cambiarlo por uno de capitán de aeronave. Iluso yo, que en mis

tonterías, no llegué a captar algo que debió encender todas las alarmas en mi

cabeza.

Por alguna razón nadie le prestaba atención. Era el único que lo hacía.

El niño tenía el cuaderno de dibujo en el regazo. Su rostro estaba oculto

por el cabello que caía como una cortina a su alrededor. Su mano no dejaba de

hacer trazos. Cuando se detenía, no lo hacía por mucho tiempo. Quedé

cautivado por la intensidad de sus movimientos, como si fuera el director de una

locomotora concentrado en sus vías, para no cometer un solo error. La nana

nunca le prestó atención. Sus ojos jamás dejaron de estudiar la pista de

aterrizaje.

Cuando faltaban dos minutos para el primer llamado, la pareja aun

discutiendo, ahora con tres miembros de la tripulación, el niño dejó de dibujar y

levantó la mirada. Sus ojos negros se clavaron en los míos y, no te miento

querido hermano, sentí como si estuviera parado a unos metros de un horno.

Casi pude escuchar los engranajes en mi cabeza, pedazos de metal

deslizándose contra metal, al sentir el peso de esas pupilas. Por un instante me

sentí nervioso, como si me hubiera metido en el lugar equivocado, pero la sonrisa

del niño me desarmó por completo. Su intensidad se evaporó y, sin decirle una

sola palabra a la nana, se levantó del asiento, mientras sus manos enrollaban el

- 264 -
dibujo. Cuando estuvo a solo unos pasos, estiró la mano. Su preciado dibujo

entre sus dedos.

Le quise preguntar si era para mí, pero no fue necesario. Supe de manera

instintiva que así era. Tomé el dibujo, le agradecí con una leve inclinación de la

cabeza y eso fue todo. El niño se dio la vuelta y regresó a su asiento. Tomó el

cuaderno, pasó la página y se puso a dibujar.

Esa fue la primera vez que sentí miedo de verdad. No del niño ni de su

nana, sino del dibujo.

A pesar de que ya me has escuchado decirlo otras veces, nunca podré

encontrar las palabras correctas. Trato, pero creo que necesito perder la razón

para poder acercarme, en mi mente, al punto donde esa imagen tiene sentido.

Desafortunadamente, para cuando llegas a ese lugar, ya el resto del mundo no

importa. Eres uno con la locura y qué lógica requiere eso.

El dibujo era una representación al carbón de la pista de aterrizaje que se

extendía delante de nuestros ojos. Allí terminaban las similitudes. El cielo no era

azul oscuro como el de afuera, sino negro y macabro, lleno de sombras que

parecían tener alas y que se mezclaban con el humo. Los aviones eran borrones

en la periferia del objeto que funcionaba como punto focal de esa peculiar obra

de arte infantil.

Llamas en blanco y negro cubrían los restos de un avión, abrazándolo

como si quisieran protegerlo de las figuras que se deslizaban en la oscuridad.

En la pista, unas pocas siluetas vagaban entre los restos. Las que estaban cerca

de la periferia se mezclaban con los trazos en carbón de las figuras que se

escondían en la noche artificial. Volutas de humo giraban y se retorcían de un

extremo a otro del aeropuerto, distorsionando el infierno plasmado en trazos

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irregulares, gruesos como dedos en algunas partes, líneas casi invisibles en

otras, por la mente de un niño de ocho años.

Levanté la mirada, pero el niño me ignoraba, su concentración puesta en

un nuevo dibujo. Quería preguntarle por qué me había dado ese regalo, pero no

tuve tiempo. Una voz desde el techo me trajo de vuelta a la realidad.

Necesitamos saber si alguno de los pasajeros en el vuelo con destino a

Madrid desea ceder su puesto. Le ofrecemos hospedaje y un…

Regresé mi atención al dibujo. En ese momento, libre del impacto inicial,

capté un detalle que fallé en detectar la primera vez. El cielo no era una masa

sin forma. Las figuras con alas se originaban en el mismo punto y se extendían

como un espiral a partir de ese epicentro. No me tomó más de unos segundos

ver que el cielo escondía una imagen.

Un tren que se extendía por encima de la escena del desastre y se dirigía

directo hacía mi desde las profundidades de la página. Las criaturas que se

escondían en la oscuridad salían del interior de la chimenea. Las sentí llamarme.

Manchas de carbón sin vida empezaron a susurrar mi nombre. A invitarme,

cuales sirenas hambrientas, a unirme con ellos en la eternidad, en el deleite de

la locura.

Siempre te reíste de mi temor a los trenes y nunca te conté esa parte de

la historia hasta ahora. Ese dibujo fue la razón por la que jamás pude volver a

poner pie en uno de esos malditos aparatos. Al estar cerca de uno, empezaba a

escuchar la invitación. Mi sentido común empezaba a abandonarme y el llamado

a unirme a esa locura sin fin era cada vez más tentador. En el fondo de mi

conciencia, el resonar de la maquinaria, de los engranajes y los chirridos con

voces de metal y fuego. Los trenes modernos ya no hacen esos ruidos. Algunos

- 266 -
son tan silenciosos como una brisa matinal. Sin embargo, en mi cabeza, era

como si escuchara la esencia de sus antepasados. De esos primeros trenes que

cambiaron el mundo. ¿Tiene sentido? No sé. Ya no estoy seguro, pero te juro

que eran los sonidos que escuchaba y que sentía la presencia de los entes del

dibujo rondando a mi alrededor, como las volutas del humo de las calderas. Si

los dejaba acercarse demasiado, podía sentir el calor de sus esencias rozar mi

piel y el terror me invadía al punto que me dejaba sin aliento. Sobreviví gracias

a que mi cuerpo tomaba control de la situación al llegar a ese punto y me alejaba

de la escena. Cuando volvía a pensar por mi cuenta, cuando el susurro de la

locura me abandonaba, me daba cuenta de lo cerca que había estado de caer

en el abismo sin fondo de esa colosal presencia. La experiencia solo pude

tolerarla dos veces, pero en la última logré entrar un poco más en el caos. Me

contaminé de su presencia y descubrí sus motivaciones. No los detalles, sino un

contexto muy general.

En el fondo, todo se reducía a odio. A desprecio por esa nueva maravilla

tecnológica que podía mirarlo con encono desde las alturas. Que le estaba

robando acólitos, cautivándolos y alejándolos de sus entrañas, donde se

alimentaba de ellos sin que lo supieran.

Al despertar de ese sopor demencial acepté que la pesadilla que me

perseguía desde ese día, una existencia sin nombre que jamás dejaría que lo

olvidara, me veía como un aperitivo al cual succionar. Uno que no tenía derecho

a elegir a otro Dios que no fuera él y que sería castigado de buscar alguien más

a quién servir.

No sé si fue el cansancio, el dibujo, el niño o algo más atávico lo que me

empujó a tomar una decisión. Yo, que nunca actúo sin haber sopesado las

- 267 -
opciones antes de dar un paso, me levanté y les ofrecí mi puesto. La pareja,

aliviada, me agradeció profusamente.

Nunca supe sus nombres.

Ahora comprendes por qué, cuando me quedaba a dormir en tu casa,

despertaba en las noches gritando de terror, mis ropas mojadas por el sudor y

mi piel tan fría como una lápida de mármol en un cementerio abandonado en una

noche de invierno. Ese día quedó grabado en mi memoria y al cerrar los ojos, los

detalles regresan con pasmosa claridad. El avión recorriendo la pista, primero

lento y después dejando que las fuerzas de aceleración hicieran lo suyo; las

llantas separándose del suelo, girando en el aire, desafiando la gravedad; la

explosión que hizo vibrar el vidrio, transformando el apacible aeropuerto en un

pandemonio de gritos y llantos; la bola de fuego que descendió hasta estrellarse

con la pista, salpicando en pedazos humeantes y fragmentos en llamas varios

metros a la redonda.

Cuando salí de mi sorpresa inicial y pude separar los ojos del espectáculo

de lenguas de fuego y espirales del humo más negro que puedo recordar, lo

primero que hice fue girar para ver que hacia el niño.

Me recibieron dos asientos vacíos.

Traté de encontrarle alguna explicación racional. Pregunté en la sala de

espera a otros pasajeros que, igual que yo, presenciaban el incendio,

agradecidos en silencio de haber sido perdonados de sufrir esa suerte. La

respuesta fue unánime y mis cuestionamientos considerados los desvaríos de

un hombre aquejado por una confusión extrema. Nos brindaron asesoría

psicológica y a mí me refirieron al psiquiatra, ya que insistía en preguntar por un

niño que nadie había visto. No recuerdo el nombre del médico que me tocó, pero

- 268 -
no puedo olvidar lo que me dijo. Su opinión profesional fue que los eventos que

yo describía provenían de lo más profundo de mi imaginación, creados después

del accidente para ayudarme a lidiar con un evento tan terrible. Estrés post

traumático fue el diagnóstico oficial. Fue un término muy popular en los medios

para referirse a los sobrevivientes del accidente. En su momento, llegué a verlos

como condenados. Hombres y mujeres aislados del mundo que conocían, sus

mentes perdidas en un Maelström de irracionalidad, solo comprensible para la

entidad plasmada en carbón en el cielo del dibujo. Ahora, después de años de

sopesar lo ocurrido y en paz con mis decisiones, los veo como lo que son.

Heraldos de una realidad alterna. Receptores de una felicidad que va más allá

de todo lo que podemos esperar, sus conciencias libres de toda atadura. El

sobrevalorado libre albedrío, una cosa del pasado que deja de tener importancia

una vez somos uno con la Gran Locomotora.

Lo más probable es que no recuerdes, querido hermano. Lo llamaron un

milagro. Grandes titulares surcaron el globo anunciando como, a pesar del fuego

y lo improbable de las circunstancias, unos pocos pasajeros lograron salir con

vida del accidente. Los reportes de los que llegaron primero a la escena,

describen dos o tres pasajeros tratando de ayudar a sus compañeros. Algunos

dando órdenes, otros preguntando por familiares que, de seguro, no verían de

nuevo. Los encargados de seguridad los alejaron de la escena y los pusieron en

manos del personal médico del aeropuerto. Hasta allí las historias coinciden. Fue

lo que pasó después lo que generó discusiones que todavía se contemplan hoy

en día. Cuando llegaron a las manos de los psicólogos y psiquiatras, eran otras

personas. Los periódicos los describieron como zombis perdidos en el humo, sus

ojos en blanco y sus voces ausentes. Todo lo que los hacía humanos, removido

- 269 -
de manera quirúrgica al tocar la periferia del accidente. Al entrar en el reino de

las sombras que poblaban el dibujo.

Sus mentes ya no les pertenecían. Eran parte de una locura eterna.

En cada vuelo que tomé a partir de ese día, traté de llegar varias horas

antes. Recorría de un extremo al otro del aeropuerto, revisando terminal tras

terminal, por la silueta del niño o su nana. Jamás me los topé. Tengo la impresión

que los vi en una o dos ocasiones, pero no puedo estar seguro. No se dieron

accidentes en ninguna parte del mundo después de mis fugaces encuentros,

pero no puedo asegurarte que no fuera precisamente porque interrumpí sus

labores. Si es así, sabía que tarde o temprano él vendría a mí encuentro. No

podía permitirse que un mísero anciano alterara sus planes. Uno que no debió

sobrevivir ese día. Cualquier otra persona se hubiera subido a ese avión,

ignorando el mensaje premonitorio. Después de todo, ¿quién quiere perder un

vuelo por culpa de un dibujo al carbón? Mi caso fue algo excepcional. No sé si

hay otras entidades en este Universo o si criaturas primigenias, existentes desde

los inicios del tiempo, se apropian de las creaciones de los organismos que

habitan los planetas del cosmos y los hacen suyos. Representaciones materiales

para darles límites a seres que no tienen forma. Creo que prefiero no saber, pero

si los hay, no pondría en duda que uno de ellos fue responsable de que, justo

ese día, la aerolínea sobrevendiera los puestos y me tocara escaparme de mi

destino.

Un ejercicio en futilidad que el tiempo se encargó de restregarme en la

cara. No quiero acordarme de Lorena. Viví muchos años felices con ella, pero

siento que, después de escaparme de la muerte ese día, perdí algo. Cedí parte

de mi cordura y alma a ese dibujo. No debería estar enviándote este mensaje,

- 270 -
pero heme aquí. Mi amada esposa ya no está, los hijos que siempre quise tener

nunca llegaron y siento que todo es culpa de mis acciones ese día. Mi vida

contaminó con muerte a Lorena y después de su partida, siguió alimentándose

de mí hasta el día de hoy. El cáncer terminal de páncreas que devora mis

entrañas es su manifestación física. Lamento decírtelo de esta manera, pero eso

fue lo que me diagnosticó el doctor que vine a buscar, persiguiendo una segunda

opinión. No tengo mucho tiempo y me esperan días de dolor.

No sé si merezco este regalo, pero el niño escuchó mis plegarias. Prefiero

fusionarme en la locura y olvidar.

Lo estoy viendo justo en este momento. Sentado en el piso, con el

cuaderno entre las piernas dibujando como un poseso. La nana con la mirada

perdida en los aviones.

Me le quedé observando hasta que dignó levantar la cabeza. Me sonrió

igual que ese día y caminó en mi dirección. Me pasó un nuevo dibujo, enrollado.

Yo lo volví a saludar, solo que esta vez le sonreí de vuelta. Eso fue todo.

Sostengo el dibujo en mi mano y no lo abriré hasta que estemos en el aire.

No quiero vislumbrar otro paraje apocalíptico y menos la Gran Locomotora que

espera alimentarse de mi alma. Corro el riesgo de que un mal asesorado deseo

de sobrevivencia se interponga en algo que es más grande que todos nosotros.

El Destino no se detiene a pensar si lo que hace nos afecta de alguna manera.

Solo se ríe de nuestros planes, mientras ejecuta los suyos.

Queremos saber si alguno de los pasajeros del vuelo rumbo a la ciudad

de Panamá desea ceder su asiento. Le ofrecemos…

Me sorprendió ver que el niño me miraba. La nana, por primera vez,

también había olvidado los aviones. Cuatro ojos me estudiaban, expectantes.

- 271 -
Sonreí de vuelta y negué con la cabeza. Guardé el dibujo en mi maleta de

mano y me recosté en el asiento, mientras te mando este mensaje de voz. Quiero

que, por lo menos, una persona sepa la verdad.

Y si sobrevivo y te dicen que sufro de estrés postraumático, déjame ir y

olvídame. En la eternidad que me ofrece la Gran Locomotora, no hay lazos

familiares ni dolor.

Solo locura.

- 272 -
SOBRE EL AUTOR

Osvaldo Reyes (Panamá, 1971) es ginecólogo-obstetra, investigador y

lector compulsivo. Su biblioteca cuenta con obras de escritores de

géneros oscuros de todo el mundo, con un sitial de honor para Agatha

Christie, Edgar Allan Poe, Stephen King y H.P.Lovecraft.

En el 2011 empezó a escribir literatura negra y no ha parado desde

entonces. Tiene ocho novelas y dos colecciones de cuentos publicados

a la fecha. Sus relatos se pueden encontrar en diferentes antologías. Es

ganador del Primer Premio de Narrativa Corta (2017) del Panama Horror Film Fest y del

concurso de microrrelatos (2019) del grupo Tierra Trivium (#crimenperfecto) de España.

Su último libro se titula Asesinato en Portobelo, una novela negra histórica ambientada en

el siglo XVII y publicado por Editorial LC Amarante (España - 2019).

Sitio web: osvaldoreyest.com


Sinfín
(Entrar y no salir)
por Román Sanz-Mouta

Ilustración de Remedios Varo (1908-1963)


Lo sé… Viajo… Viajaba demasiado en tren…

Pero, con qué confianza (afirmo y no pregunto pese al acento) nos metemos en

una caja de metal viejo hasta lo rancio que a su vez nos introduce en una boca

oscura, kilométrica e interminable; solo con la promesa de la tenue luz del vagón.

¿Cómo? ¿Qué célula mental nos aporta seguridad? ¿Qué falsa promesa? Si hay

gente que le tiene miedo al ascensor por claustrofobia y menos… Pero mi

perturbación con los trenes es digna de estudio, una mezcla de atracción

irresistible sumada a un miedo atávico igual de fuerte. Y aquí me veo de nuevo.

Enclaustrado en movimiento. Una y otra vez. Con tanto deleite como terror.

Pues fue pensar en ello y… ¡Sorpresa! En el siguiente trayecto de larga distancia,

algo, mucho, todo pasó…

El tren no iba completo. Nunca lo está cuando no me importa que lo esté. Así

funciona. En mi contra.

El objetivo del periplo, un encuentro coordinado con el ocio y la pereza a la fuga

de la realidad, no ocupaba mi pensamiento. Lo poco, los pocos de alrededor, sí.

Me gusta ser observador. Recordar detalles que usualmente me reencuentran.

 Un él mayor con una ella pelleja que son dos.

 Un este y un aquel ejecutivos o publicistas o deportistas o políticos

o prepotentes o algo detestable que son dos.

- 275 -
 Una ella de estrés con dos mini-personitas que no sé cómo

cuantificar. ¿Una? ¿Una y dos medios? ¿Tres incompletos?

 Un él gruñón y enfadado que es uno y solo.

 Una ella bonita lectora que es una.

 Una aquella y otra aquella parlanchinas que son dos formando

ecos.

 Un yo observador y callado. Un yo travieso. Un yo que soy uno y

muchos dentro de mi cabeza.

Un yo que bien podría hablar con la Ella Lectora, buscar un resquicio literario de

acuerdo, una casualidad común. O un yo que podría incorporarse a la verborrea

etérea del dúo de Aquellas. O un yo que interpretaría un papel dramático y

exagerado con los dos detestables.

Por jugar. Solo por jugar, por ver las posibilidades, por abrir nuevas

probabilidades.

UNO DE ELLOS ES OTRO. INCLUSO PUEDO

SERLO YO. NO LO OLVIDES. NO LO OLVIDO.

Y llegó el puerto de montaña alta. Repechos que el maquinista puede y tú no

notarás, pero que las vías, el motor, el carbón (o lo que sea con que funcionen

los trenes), sí. Se queja, le cuesta, sufre el metal estoico, empuja con veteranía,

sacrifica años hasta la jubilación de hombre y máquina. Esta vez casi no lo

- 276 -
consigue. Subir esa primera pendiente letal de senda antigua y desfasada y

descastada.

Con el ascenso, de serie, llega el primer túnel, cueva y caverna horadada sin

permiso en la piedra. Oscuridad. Excavación. Artificial. Imagino Fraggels allí

escondidos siempre que pasamos de largo, cantando cuando no hay testigos.

Junto con otras cosas mucho más terribles.

Me equivocaba. Yo equivocado. Vaya. La vida.

Sopesaba movimiento y elección al azar de un auto-juego contra mí mismo; no

le regalo a la suerte mis decisiones. Por eso paso al presente.

Entramos. Baja la velocidad. Más. Demasiado. Las luces intensifican su

brillantez, solo que no es real, es por comparación con el exterior de grafito.

Cada vez más despacio. Un poco, un poquito más. Casi imperceptible. ¿Fue así

la última vez? ¿Tan lento y desesperante? ¿Tan aburrido? Hay un tufo onírico

deleznable aquí.

Retengo mis piernas e impaciencia y el vagón con sus hermanos se frenan unos

a otros. Varados. Náufragos de tiniebla.

¡Sorpresa!

Y…

Fuera luces.

¿Qué ha sido primero, el apagón o la parada total y absoluta?

ENTRA

- 277 -
SE VA LA LUZ

SE DETIENE EL TREN

SOLO FUNCIONAN OÍDO Y TACTO, ECLIPSADOS

POR LOS GRITOS Y EL FRENETISMO

TODOS AHORA SE PARAN ¿O NO?

HAY MUCHOS MENOS…

TODO, EL SUELO, LAS PAREDES, LA

TELA, RESBALA…

LUEGO ESTOY SOLO

OSCURIDAD

SILENCIO

INFINITO

SOLO

- 278 -
LLORO

LOS SENTIDOS NO SIRVEN, ANULADOS

NADA PUEDO OLER

VER

TOCAR

OÍR

SABOREAR

SENTIR

¿Y EL EQUILIBRIO?

¿DÓNDE ESTÁN?

AVANZA EL TREN Y SE DETIENE

RÁFAGAS DE LUZ

- 279 -
¿VEO O IMAGINO?

NADA

ROJO

NADA

TODOS

NADA

VIVOS

NADA

MUERTOS

NADA

YO

MUERTO

ALGUIEN PIDE AYUDA

- 280 -
UNA ELLA

¿ESCHUCHO O IMAGINO?

EL TREN AVANZA

LA LUZ NO VUELVE

NO QUIERE

EL TÚNEL, LA BOCA, LA

LENGUA NO TERMINA

LA VOZ, LA DUEÑA, NO APARECE

TODOS ESTÁN IGUAL

CALLADOS

SOLOS

TODOS

SE RODEAN

- 281 -
NO SE VEN

NO NOS VEMOS

NO SENTIMOS

SUGESTIÓN COLECTIVA

YA

¿CÓMO SALEN?

¿CÓMO SALIMOS?

¿CUÁNDO SALIMOS?

¿SALDREMOS…?

Así fue y es y ha sido.

Está siendo.

Creo que el resto se encuentran aquí, en este número nueve, no sé cómo o en

qué estado. Muy juntos y a la vez separados, manteniendo distancias de miedo

- 282 -
y desconfianza. De dimensiones y realidades. Lo presiento apenas. Creo

también que nadie salió del coche, aunque sé que alguien entró. Pude no

escucharlo.

Seguro.

Esto no puede tratarse de un sueño, es demasiado ficticio. No bordea mi

surrealismo.

Me aferro a la voz fémina, a su residuo, a su recuerdo, la sigo por complejo de

héroe. Paladín con palabra de tranquilidad y capacidad para mover montañas. O

la voluntad para ello. El complejo de héroe viene de la mano que asigna ese grito

y entonación a la lectora, sin haberla escuchado nunca hablar. ¿Me movería por

las otras, por lo otros? Quizá, o quizá no.

No tengo deudas que pagar. Cada uno es dueño y señor de su hambre.

Un nuevo impulso me ataca. Soy siempre prisionero de mi instinto igual que

ahora de la oscuridad. Tergiversa ideas preconcebidas y cambia la arquitectura

de mi pensamiento actual.

Que va. Al revés.

¿Y si salgo?

Fuera. Fuera del tren.

¿Y si camino? ¿Y si huyo? ¿Y si abrazo la negrura y me arriesgo con las

tinieblas?

¿Por qué lo haría? ¿Por qué sí lo haría? ¿Por qué me muero

de ganas?

Porque me digo que no es el túnel. Es el tren. Es el tren el enemigo.

- 283 -
Ya estoy justificado. Fácil. Para escapar del problema y dejar al resto a sus

suertes. Para que cada uno se valga por sí mismo. Que tiren los dados. Sálvese

quien pueda.

Suelo hacerme caso. Suele salir bien. La irresponsabilidad.

Primero la Ella. Sin lógica. Sigo la voz que resuena cada vez en cadencias más

largas y cada vez más lejos. Sigo la voz que vibra y no salgo del vagón y el vagón

tan largo no es.

Empiezo a invadir los huecos de los asientos. Esto en autobús no podría pasar,

ni bueno ni malo. El grito viene y va, mi ecolocalizador dice que se acerca y que

me acerco.

Nunca tuve tanto miedo como cuando perdí los sentidos. Ahora lo puedo decir.

Ya recuperados. Por si vuelve a pasar y me deshago y desapego de la cordura.

Estaba solo, impotente, vulnerable, sin apoyos ni defensas. Los potencio y me

potencio.

Después del barullo y el enredo inicial, aun no he tocado ni he sido tocado por

nadie. Pese a seguir en movimiento. Nadie habla, nadie respira, nadie susurra,

nadie parpadea ni tiembla. Es un ataúd de contención, de tensa espera. De ver

qué está por venir. Que se solucione solo y pronto. Nadie aquí hará nada por

ello.

Opciones:

 Buscar a todos sitio a sitio. Tranquilizarlos. Ubicarlos. Apoyarlos.

Darles y contagiarles fuerzas y confianza. Seguridad. No. No soy el

revisor ni un familiar ni un protector. Esto no es una película.

- 284 -
 Seguir el grito. Ello hago. No lo descarto si se acerca y si el

rectángulo no sigue alargándose y el final extendiéndose en

expansiones. Pudiera ser ella, la Ella Lectora. La curiosidad

siempre gana.

 Bajar. Irme. Evadirme. Desaparecer. Nadie lo notará. ¿Qué gano?

¿Mi vida? ¿Mi intranquilidad? ¿Dejar atrás algo por hacer? Me

llama, reclama y tienta… Lo haré, pero no solo.

 Ir a la cabina cabecera, al reducto del conductor. Salvar el día.

Solucionar el problema. Siempre he querido conducir un tren.

 Dormir. ¿Qué pierdo? Total…

La penúltima, sin dejar de lado el interés por la segunda. Si nada pasa o consigo,

la tercera es mi camino de raíces. Además, si mi orientación no falla (río gutural

en broma privada, lo que asusta más al pasaje pues contienen gemidos de terror

estremecido), el grito y la cabina delantera están en la misma dirección.

Todos ganan. Yo gano. No hay salva de aplausos. Desagradecidos. En el país

de los ciegos, el menos ciego es rey.

Prefiero, además, que haya estímulos por todos los lados, direcciones, puntos

cardinales antes que ausencias. La soledad y silencio me gustan elegidos y no

impuestos. Necesito un objetivo. Lo quiero. Lo tengo.

Desisto de hacerme más preguntas porque me doy cuenta que llevo un rato

parado pensando, como si no pudiese hacer miles de cosas simultáneas.

Regaño la indisciplina de mis piernas y sigo adelante. Las cuestiones seguirán

viniendo. A su tiempo.

- 285 -
Avanzo dejando atrás cuerpos ateridos y paralizados. Me toman por una sombra.

Un fantasma. Llegará un momento, ya ha llegado de hecho, en que se acaben

izquierda y derecha. Me deslizo estrecho por el pasillo y callejón de las puertas.

Luego no habrá más delante ni detrás. No podré ni existirá nada avanzando o

retrocediendo. Abajo ya lo piso, ¿y arriba? ¿De dónde viene esta inquietante

certeza de cuarto milenio? Arriba o mi anhelada fuga fuera. Antes que no haya

fuera.

Es el tren. Me lo reitero. Es el puto tren.

Declamo para ver si tengo respuesta. Paso a paso. Aúllo de nuevo. Ella no

contesta. Ninguno replica. Repito el estertor vocal en alarido una tercera vez.

Ella. La Ella que sea. Delante, muy cerca. La huelo. Siento su piel. Gano metros

y alargo el brazo mientras rebajo el bramido para transformarlo en calma para

ella. La rozo…

TODO SE MUEVE

TIEMBLA

CAMBIA

EL SUELO SE CIMBREA Y MUEVE EL TREN

- 286 -
O EL TREN SE MUEVE Y BALANCEA EL

SUELO

LAS PAREDES QUE NO VEO PERO

SIENTO SE CIERRAN

ROCA CONTRA METAL

EN CONTRACCIÓN VIENEN Y

VAN

REBOTO

CHOCO

ESTALLO GOLPES

SALGO DESPEDIDO

LA TOCO EN MI DEVENIR DE PINBALL

INTENTO RESCATARLA

SALVARLA

- 287 -
FRACASO

SIEMPRE

FRACASO

OIGO SU VOZ

ESCUCHO TODAS LA VOCES

GRITOS Y SOCORROS DE NUEVO

LA REVERBERACIÓN DE LAS PAREDES Y

EL TECHO Y EL SUELO ASUMIENDO CUERPOS Y

BULTOS

DEVORANDO

DOY VUELTAS AUN SABIENDO QUE LA

GRAVEDAD NO HA CAMBIADO Y LAS

POSICIONES NO SE HAN TERGIVERSADO

- 288 -
ATERRIZO DURO

SIGO ENTERO Y LO SÉ PORQUE ME PALPO

Y DUELE

TODO SE DETIENE

NADA HA CAMBIADO

LA OSCURIDAD NO SE VA

EL CONVOY NO AVANZA

Me recompongo como puedo. El silencio ha vuelto más agresivo, más opresivo.

El peligro se percibe. La nebulosa tiene garras. ¿Qué será lo siguiente?

Parece que nado en una pesadilla grotesca, densa como la brea, sin final ni

principio. Parece que siempre lo he hecho.

Toco y tacto. Suelo-suelo. Pared-pared. Asiento-asiento. Corazón-corazón. Todo

en su sitio. Creo.

Tengo que saber. Tengo que salvarla. Tengo que conducir el tren. Tengo que

irme. Me impongo excesivas tareas.

Agudizo mi oído fino. ¿Dónde estás?

- 289 -
La llamo por el nombre que la he puesto, para que ninguna otra se atreva a

contestar.

―¿Lectora? ¡LECTORA! ¿Dónde estás?

Ya no me entretengo más. Cosas que hacer, sitios donde ir.

Recorro a paso vivo el pasadizo que se estrecha. Toco algún pomo para

asegurarme una vía de escape que ya debiera estar traspasada si no pensase

tanto.

Tropiezo y caigo por correr, por no sentir. Por urgir a las prisas. Las contusiones

se suman en proporción directa.

¿Con qué he tropezado?

Me arrodillo y giro y camino a gatas como un niño. Desando lo andado en

cuclillas.

Unas piernas. Un cuerpo extendido a lo ancho. Busco pista y pulso.

No hay. Está muerto. Es un él. No es de mi vagón. Todo eso lo saben mis dedos

ahora húmedos.

Giro para volver al sentido inicial y correcto. Me incorporo. Camino un poco más

precavido que antes.

Alguien se atreve:

―¿Quién está ahí?

Hay que tener valor para alzar la voz.

¿Es ella? Es ella.

Me muevo sigiloso como si tuviese algo que temer. Para asegurarme. Para ser

cazador y no presa. Porque soy como soy.

- 290 -
Estoy tan cerca… Tengo que estar tan cerca del vagón principal, del metafórico

volante, de los mandos… Casi no importa lo guapa que pudiera ser Ella.

Rompo el hielo:

―Hola, me llamo Tristán.

Vaya nombre para presentarse e intentar transmitir tranquilidad y confianza. Ya

hubo un Tristán de leyenda, y no llego yo a la fábula. Pero le doy referencia de

sonido y me quedo inmóvil para que ella tome iniciativa verbal o de cercanía.

―Hola, yo soy Nora.

Nora.

Nora.

Nora.

Me gusta el nombre. Pregunta de trámite, ¿cómo va a estarlo en estas

condiciones? Pero la educación obliga.

―¿Te encuentras bien, todo lo bien que puedas estar?

La oigo suspirar. Buena señal. Creo. Creo demasiadas cosas.

―Moretones y cortes. Poca cosa. Muy asustada.

―Imagino que como todos.

No. Yo no. ¿Y qué construcción gramatical es “que como”? Habla bien. Se ha

perdido el respeto por la corrección académica, por la sonoridad, por la

elaboración de la prosa.

Debo centrarme.

Quiero que me acompañe, tengo que empatizar con ella por el tono, por carisma.

―Voy al vagón delantero. A buscar respuestas. A mover el tren. Quizá el

maquinista haya tenido un accidente. ¿Quieres venir conmigo?

- 291 -
Silencio. Los engranajes ruedan en esa cabeza suya de esa cara que no veo

pero asocio a otras. Que customizo en similitudes y semejanzas familiares. No

la espantes, suave.

―Vengo de la parte delantera. Algo se movía. Había gritos...

Mentira. Si eres quien yo creo, mientes. No has tenido tiempo ni espacio ni lugar.

Fui más rápido. Nada ni nadie pasó a mi lado.

―No quiero volver.

Se reafirma con lengua temblorosa. Venga ya. Embustera. ¿Qué me ocultas?

¿Qué no me cuentas? Quiero conducir el ferrocarril. Un ferrocarril. Este

ferrocarril.

―Confía en mí. Es la mejor opción. No nos pasará nada. Tienes que venir,

acompañarme. Debemos saber qué pasa y poner este cacharro en marcha para

largarnos cuanto antes. Vamos.

Alterno órdenes, liderazgo, con preguntas y sugerencias amables. Como a los

niños pequeños. Imposición por convicción. No cede. No se fía. No tengo tiempo

para hacer que la decisión nazca de ella.

―No. Me vuelvo a la parte de atrás, o me encierro en algún servicio si los

encuentro.

La parte de atrás. Es ella. Tiene que ser y a la vez no puede ser. Qué no pienses

te he dicho. NO PIENSES.

―Lo siento Tristán.

Lo sabía. Venga ya. No llegaré. No llego. Ya me he rendido. Por ser caballeroso.

Estaba claro que no iba a llegar a conducir un tren. Fracaso. Mi palabro

predilecto.

- 292 -
―Yo también estaba en uno de los coches finales. Volvamos pues. Si quieres

que te acompañe.

Qué imbécil soy.

Ella se acerca. Muy cerca. A tientas toma mi mano con la suya. Todos los

pensamientos se difuminan. Creo que sonrío. Me repito con lo de imbécil y

envido y órdago con un “estúpido”.

Avanzamos, ahora dos. La Ella Lectora. Quiero preguntárselo. ¿Importa? Para

mí, mucho.

―Perdona ―no empieces pidiendo perdón nunca―, sé que te parecerá

absurdo, pero, ¿ibas leyendo un libro cuando entramos en el túnel?

Ríe. Va a mover los labios. No llega a hacerlo.

RETUMBA AHORA EL SUELO BASE DE MIL

TAMBORES

NO COMO ANTES

NO COMO NUNCA ANTES

LEVITAMOS, FLOTAMOS, CAEMOS

ALGO SE DESPLAZA

- 293 -
ALGO SE ARRASTRA QUE TROPIEZA CON

TODOS LOS LÍMITES DEL VAGÓN

TODOS, A LA VEZ

ALGO QUE RUGE, GRUÑE O GAÑITA

COMO ESOS SONIDOS DE

ANIMALES EXTINGUIDOS QUE

INVENTAN CON EFECTOS

ESPECIALES

SABES QUE ES ALGO, CRIATURA, SER,

PERO NO LO IDENTIFICAS

ES GRANDE

GARGANTUESCO

MALO

SE ACERCA

ELLA SE APRIETA CONTRA MÍ

- 294 -
ESO ABRUMA TODO CON SU PESO, FUERZA,

VELOCIDAD, AMENAZA

LOS GRITOS MUEREN A SU PASO

YA CASI ESTÁ AQUÍ

―Vámonos, por favor. Tenemos que salir de aquí.

Me apremia aterrada. La Ella Lectora me grita al oído. Me quedé sin saber, ni

monstruo, ni piloto de tren. Ahora toca otra cosa. Prioridades que no lo son. No

me detengo, no razono. Actúo, lo que mejor se me da. Reaccionar. Improvisar.

Nora ¿de cuándo te conozco…?

Eso se nos echa encima. Todo boca, como una boca dentro de otra. Como una

cueva dentro de una caverna en una gruta de fétido aliento. El súmmum de la

oscuridad. Llevo eones a tientas.

Me muevo por recuerdos físicos, atrás, lateral, protegiendo con mi cuerpo el

suyo. Dándole una oportunidad a Nora aunque yo caiga.

Nora.

Nora.

Nora.

¿Quién eres, Nora?

Ella me sigue el ritmo como si hubiésemos ensayado y bailado juntos por años.

Atrás-atrás, paso-paso, cuerpo contra cuerpo y ahora lateral. Escucho esa

- 295 -
música invisible. Lo reconozco. Tengo terror. Ella también. Nuestras manos

tiemblan juntas. Con la otra busco el picaporte de la recia puerta. El botón de

apertura. Esperando que funcione. Deseando salir.

Este es el ruido que hacen las abominaciones. Su lenguaje. Un ruido que solo

escuchan aquellos que van a morir.

Pongo mis habilidades en juego, destrezas varias. Coordinación y fortaleza. Algo

de fortuna. Mucho empeño. Ella sigue protegida.

Abro.

Dos corrientes de aire contrapuestas intentan arrastrarnos. El aire exterior, de

mina, de pico y pala, de contaminación, de ahogo y tabaco y vía férrea. Un

coletazo de viento estancado que lucha contra un impulso, contra un frenesí.

Contra un ser o una cosa que repta. Cierra una fauce o una mandíbula o un cerco

o una compuerta feroz. Mastica. Pasa muy cerca. Su envite nos desplaza casi

fuera mientras que ese otro remolino contenido nos mantiene en el interior.

La Cosa pasa. Volverá a embestir. Tenemos que salir. Ella aprieta y me clava

las uñas.

Ya sé, ya sé.

Rápido, saltamos. Fuera. Tocamos el suelo. La vía. ¿Izquierda o derecha?

No me suelta y no la suelto.

Eso vuelve. Lo oigo intentar girar, deformando el convoy. Llevándoselo todo por

delante. Rasgando metal de papel.

VINIENDO

- 296 -
¿Qué queda más cerca, la entrada o la salida? La entrada, seguro. El túnel es

largo la entrada está más cerca tenemos que ir a la entrada y si hemos salido

por la izquierda si íbamos hacia delante y hemos vuelto atrás y vuelto a girar

para escapar de la cosa la entrada del túnel queda a la…a la… a la… izquierda.

Que acierte que acierte que acierte que nunca había pensado tan rápido.

VIENE

Vamos la Ella Lectora. Vamos Nora. Vamos Lectora. No aflojes ahora. Que no

te pueda el miedo. Ya casi estamos. La animo en clamor.

―VAMOS… ¡VAMOS…!

Ella responde, se pone a mi altura aunque vamos en fila india, debería haber

más espacio entre la pared artificial y la pared natural, debiera haber otra vía de

railes en sentido contrario. ¿Por qué no la hay? Todo esto no tendría que estar

sucediendo.

REVIENTA EL TREN

RUGE

ENFADADO

SOLO QUEDAMOS NOSOTROS

- 297 -
LA PRESA SE ESCAPA

ELLA

YO

CORREMOS

CORRER CONTRA REPTAR

NOS VA A COGER

NOS VA A DEVORAR

Que no tropecemos por favor que no tropecemos… Superamos el final del tren

y perdemos las limitaciones. Seguimos coordinados. Seguimos asustados.

Seguimos intentando sobrevivir. Seguimos corriendo sabiendo que el paso

próximo puede ser el último y el primero en una garganta de abismo.

Una curva en la penumbra. No recorrimos tanta distancia No veo nada solo sigo

el sentido del carril y el raíl sin salirme sin salirnos por dentro gracias al empeine.

Que no me fallen y que no falle yo…

YA ESTÁ AQUÍ

La luz…

- 298 -
YA LLEGÓ

El final.

Un hálito apestoso me invade. Nefando. No sé si es real o lo imagino. No sé si

estoy y estamos dentro o fuera, en la boca o en la cueva o en el túnel o en la

caverna o en la gruta o vivos o muertos…

NO LO VAMOS A CONSEGUIR

Algo intenta cogerme, agarrarme, apresarnos…

NO LO CONSEGUIREMOS

Un poco más Tristán un poco más Lectora un poco más Nora…

NO LO HEMOS CONSEGUIDO

―¡¡¡¡¡¡¡¡¡VAMOS!!!!!!!!!

Un salto, un empujón, me lanzo, nos lanzamos como velocistas a la meta como

si la luz fuese un escudo y barrera protectora y salimos…

Llegamos a la luz. Salimos de la boca. De la mano. La veo. La miro. Por fin. La

Lectora. Es Ella. Es imposible. No pienso. Miro atrás, recuerdo el proverbio de

- 299 -
“ahogarse en la orilla”. No estamos a salvo. No hay sonido, no hay tren, no hay

monstruo, no hay amenaza, no hay nada. Montaña y sol y riel rodeándonos.

Me sonríe. Me abraza. No me suelta la mano. Salvados. Lloro poco. Alegría se

llama la lágrima. Creo. Siempre creyendo. Nos separamos aferrados. La miro a

los ojos. Nos miramos. Veo las pupilas negras. Me hundo en ellas. Se relame.

¿Qué es Nora? ¿Qué es la Lectora?

Tenía razón; no era el túnel.

No tenía razón; no era el tren.

Era Ella.

La presa no se ha escapado.

Ha sido todo por mí. Para cazarme. No soy tan importante.

Me reafirmo en lo de “imbécil” y “estúpido” y subiría la apuesta y el calificativo si

pudiera.

Es Ella.

La recuerdo. De mis primeras pesadillas infantiles y luego recurrentes.

Persiguiéndome carente de rostro en cada estado febril. Acudiendo noche sí y

noche también. Atormentando mis desvelos. Siempre fue Ella.

Vuelve la noche. Eterna. Se apagan las luces. Se cierra el telón. Para siempre.

Para mí. Se transforma. Crece. No saldré. No podré escapar más.

Felicidades Caballero Andante.

Puto héroe…

- 300 -
SOBRE EL AUTOR

Román Sanz Mouta, autor nómada y amante de la metamorfosis.

Traspasa con sus historias los límites trasgrediendo en cada género,

dando libertad a todo un estilo y simbología propias que hacen

protagonista al lector, con importantes tendencias lovecraftianas e

inmersivas.

Colabora en su multiplicidad dispersa para los relatos con varias

páginas y revistas digitales (Insomnia, Vuelo de Cuervos, Círculo de Lovecraft, NGC3660,

Castle Rock Asylum, Boletín Papenfuss, Los52golpes, Sttorybox, Dentro del Monolito,

Sinergia Escrita, Los Bárbaros edición especial “Noir” New York). Siempre profundizando

en lo extraño, absurdo, surreal y terrorífico-esperpéntico. A ello suma una novela publicada

(Intrusión, ediciones Camelot), una novelette gratuita en Lektu (De Gigantes y Hombres),

y varias obras más a las puertas.

Gallego de nacimiento y asturiano de adopción, reside en Vegadeo dedicado a la enseñanza

deportiva abarcando todas las edades.


Febril
Cansado
por Carlos Vega
Rothschild se sentía febril y cansado, a un paso del andén del tren de madrugada

a S*. Aquella noche, por alguna razón que escapaba a su memoria, se le había

negado el sueño de los justos y había pasado horas respirando despacio, con

los ojos cerrados y cubierto de mantas hasta el cuello. Se había negado volver

a encender una cerilla para consultar el reloj, que descansaba en la mesilla, y

que habría llegado a jurar que en algún momento de la noche retrocedió un par

de horas, de lo insufrible que se le había hecho.

Además, parecía ser víctima de algún complejo sabotaje biológico, pues,

mientras, su imaginación había encontrado pastos verdísimos y no dejaba de

despotricarse en los cerros más inesperados. Le daba por ver en las sabanas

las mortajas de los muertos y ente ellas y su cuerpo desnudo, los aceites que

habían acompañado a faraones olvidados ya hacía mucho.

En este estado no había dejado de dar vueltas durante horas y, cuando por fin

lo saludaron las primeras luces del amanecer, se embutió en su ropa de

magistrado, recogió el reloj y, en reprimenda, lo metió sin más miramientos en el

maletín. Bajó malhumorado al comedor de la posada y, haciendo caso omiso a

la costumbre rusa, no desayunó nada más que un bocado de pan con

mantequilla y alguna mermelada.

Siguió recordando la horrible noche mientras cruzaba el pueblo. No había mucho

más allá del puesto de guardavías, los almacenes y el andén. Pensó en su

trabajo de legislador y en el merecido descanso que esperaba recibir en casa de

su hermano tras aquella visita. No lo había visto desde que eran unos críos y él

se había marchado del pueblo para poder proseguir sus estudios. Los dos

- 303 -
conformaban un ejemplo muy logrado de antonomasia por comparación. Suplían

diametralmente las carencias del otro en su propio cuerpo: mientras que ahora

él mostraba un cuerpo alto y estilizado, su hermano nunca se había terminado

de desarrollar, y las largas temporadas sin atender ningún oficio lo habían

enrollado en sus propias carnes de forma opulenta, casi que desagradable.

Sin embargo, en lo que más se diferenciaban no era apreciable a simple vista.

Las capacidades intelectuales de su hermano eran tranquilas, casi que

embotadas. Y es que, por alguna clase de mal, de pequeño nunca había

terminado de desenvolver una conciencia plena de sí mismo y dedicaba largas

horas a balancearse en una mecedora o a sentarse al sol, en completo silencio,

manteniendo la mirada perdida durante largos periodo de tiempo.

A Rothschild esto no le importunaba demasiado. Es más, reconocía, no sin

dificultad, que, de haber tenido un hermano sano, no contemplaría su relación

con tanta compasión, sino que quizás se dejase llevar por lindes más

competitivas y, por lo tanto, menos familiares. De esta forma, sin embargo, sentía

una hermandad obligada, ya no solo por la sangre, si no por la imagen desvalida

que le transmitía.

Así andaba el hombre, sumido en sus pasatiempos, cuando el silbato del tren

anunciando su llegada reclamó su atención. En la galería de este se asomaba

un hombre con la gorra reglamentaria del uniforme ferroviario muy ceñida sobre

los ojos, de forma que apenas se le podía distinguir el rostro más allá de una

nariz alargada. Este, escudriñando el andén poco iluminado reparó en la solitaria

figura de Rothschild y, haciendo acopio, soplo el silbato dos veces más, haciendo

detener finalmente a la locomotora.

- 304 -
Al inminente pasajero le dio la sensación, entre pensamientos amortiguados por

el mal despertar, de que el revisor olisqueaba el aire al bajarse frente a él y

tenderle una enguantada mano, de forma inquisitiva. Rebuscó el billete en el

apretado abrigo y, cuando lo encontró, aliviado, recogió el maletín a sus pies y

pudo subir al vagón, franqueado por el operario de ferrocarril. Este mismo, tras

inspeccionar el billete con unos ojos que no alcanzaba a ver desde el andén,

siseó algo en lo que Rothschild quiso entrever un saludo y le señalo el vagón

vacío, dándole a entender que se sentase donde creyese conveniente.

Súbitamente arrebatado por la expectativa de un viaje tranquilo, se apresuró a

acomodarse en uno de los reservados butacones de raído cuero negro y, una

vez sintió que la maquina volvía a emprender la marcha, dejó escapar un suspiro

de alivio y se estiró, dejando que la sangre le llegase hasta la punta de los pies.

Lentamente, y arrimado como había procurado estar a la estufa del vagón, fue

quedándose dormido. Tuvo un sueño ligero, solo interrumpido por algún

traqueteo más fuerte de lo habitual, que lo hacía desperezarse malhumorado,

asegurándose de tener el cuerpo bien cubierto por el enorme abrigo negro,

mientras intentaba reconciliar esa especie de duermevela que pretendía

mantener todo lo que le dejase aquel compartimento providencialmente vacío.

Soñó con endiabladas maquinas del movimiento. Jinetes de metal que, echando

espumarajos de vapor, se batían en una honda cuchillada al espacio, del que en

ningún momento lograban zafarse. En estos sueños, recordaba pasajes de libros

prohibidos en los que se había iniciado y no pocas veces, era capaz de visitar

las Zonas Tranquilas, que ya le eran conocidas, donde no alcanzan los demonios

de la velocidad y las cosas, no tocadas por ellos, perduran y permanecen.

- 305 -
Ensimismado en estas ensoñaciones, no percibía más cambio en su exterior

inmediato que los parpadeos que provocaban las perezosas lámparas que

parecían haberse confabulado para acariciarle la cara en los traspiés que daba

el tren sobre los cambios de aguja. Esto hacía que Rothschild refunfuñase, sin

saber o importarle que tuviese alguien alrededor, pues no había abierto los ojos

desde que el tren había reanudado la marcha y tenía los oídos cómodamente

embotados en una gruesa bufanda de chal que, junto con la estufa, le brindaba

un pacífico reposo que para nada había esperado encontrar aquel día en los

servicios de ferrocarril, pues los rápidos de primera hora siempre se le habían

mostrado recelosos, bajo la forma de charlatanes compañeros de viaje o

insoportables retrasos.

Aun así, lo seguía intentado, refugiando una mayor parte del rostro en la bufanda,

pues a través de los cristales comenzaba a bañar el vagón un incipiente

amanecer, y peleaba inmóvil por conservar esa valiosísima modorra y lo habría

conseguido por lo menos una hora más, de no ser por la tos que le anunció un

para nada bien recibido acompañante.

Entreabrió un ojo para poder vislumbrar a un esperpento de hombre, sentado

enfrente suya, a la francesa. Apostó cuanto tiempo tardaría en entonar la

Marsellesa. Había vivido bastante, en aquel plano y fuera de él, y no dudaba al

juzgar por arquetipos y mucho menos dudaba al juzgar a un hombre por sus

portes, y, como tantas otras veces, estaba seguro. El hombre, como si

escuchase un pitido de salida, se ajustó una vieja boina sobre la cabellera y se

ciñó el abrigo al cuello, tarareando la dichosa melodía. Sonrió. El pequeño

vistazo de Rothschild, además de haber confirmado sus peores sospechas,

también le había permitido distinguir, a través de la cristalera, los contornos

- 306 -
redondeados de las montañas, que ya empezaban a recortarse contra un sol

cada vez más alto. Esto hizo que se plantease los pros de atusarse la bufanda

por encima de los ojos incluso, negando cualquier canal de comunicación y

permitiéndole quizás arrancarle al viaje una última cabezada, antes de que se

atestase de viajeros más matutinos.

Sin embargo, la para nada aprobada cantarela iba en crescendo y llegaba a

colársele a través de las mullidas trincheras que había colocado a ambos lados

de su cabeza así que, desistiendo de forma tácita, bajó la bufanda, sacó una

pipa, que despertaba casi tanta consideración como el personaje que la fumaba

–una pipa que parecía servir a la atmosfera del tren tanto como Rothschild- y se

puso a fumar entre sorbo y sorbo, chupada tras chupada. Era un precioso

ejemplar tallado en espuma de mar con el que un cliente agradecido había tenido

en buena hora obsequiarle. Miro a su acompañante y soltó una especie de

reproche camuflado en el humo.

No lo hacía por antojo, ya que era un hombre disciplinado y solo fumaba en el

trabajo, pero sabía cómo eran las pipas francesas, alargadas, con una boquilla

raquítica que tardaba diez minutos en llenarse, cinco en conjuntarse y dos

chupadas en vaciarse. Por primera vez en aquel día Rothschild sonrió. En una

maniobra claramente germana había conseguido tornar aquel aparente

infortunio en una oportunidad de regodearse en la manufactura natal, que nada

tenía que ver con los países de aquellos mozos imberbes, con esos rapides

franceses, que eran el significante perdido del tren de oruga y que aparecían

descarrilados tras una noche de viaje, como un gigantesco esqueleto de metal,

con los hierros como agujas.

- 307 -
Para el que solía ser su estado de ánimo actual, con los nervios cerca de

desbocarse al más mínimo contratiempo, pensó que no se le estaba haciendo

tan insufrible la travesía y que, si la mayor treta que debía afrontar era aquel

intento de barítono, podía considerarse no tan desafortunado, quizás, incluso, si

no le hablaba, pudiese soñar.

Contemplaba deshacerse las volutas de humo, que se rizaban sobre los

portaequipajes según chocaban lentamente contra estos. Se fijó en el periódico

que había dejado en la mesita su nuevo compañero. La mitad que lucía a la vista,

cada vez más clara según ascendía el sol, rezaba en titular sobre el extraño

descarrilamiento que había ocurrido hacía escasos días en la región de S* y de

la providencial salvación de la mayoría de pasajeros, que, sin saber por qué,

habían decidido abandonar una parada antes la maquinaria, aunque eso

significase pasar la noche al escaso abrigo de la estación. Pensó en la naturaleza

de ciertas cosas, pero el tabaco ya comenzaba a llegarle a la cabeza y no le dio

mayor importancia.

En esto andaba cuando la luz que ya se colaba con toda facilidad en el vagón le

alcanzó la cara, arrancándole un bufido y, en retirada, trató de formar un pacto

tácito con la esquina del reposacabezas, que aún le podría ofrecer una ligera

duermevela. Sin embargo, el suave correr de la portezuela del vagón volvió a

reclamarle los oídos.

Unos pasos comedidos le hicieron pensar en los elegantes zapatos de cuero del

uniforme ferroviario. Efectivamente, tras una breve pausa, una sombra se detuvo

a su derecha, reconoció, entrecerrando los ojos la gorra reglamentaria del

cobrador. No llegó a verle la cara, de lo ceñida que llevaba esta. Tras extenderle

el billete de vuelta, algo extrañado, no le dedicó más de un pensamiento y,

- 308 -
remolón, volvió a buscarle una postura cómoda al cuello y, con la pipa ya

acabada, dejó crecer el efecto de esta dentro de él. Acogió al sueño, mientras

creía oír un par de palabras en francés enfrente suya.

En algún vistazo entre cabezadas, que cada vez se hacían más pesadas,

distinguió como se llenaban un par más de asientos, pero nada más. Se sentía

cansado y le daba la sensación de que el cuerpo le pesaba más cada vez que

hacía un intento por despejarse. No se sentía capaz de soñar. Con una persona

aún lo contemplaba, pero no podía arrastrar a más a su sueño. A las Zonas.

Además, al francés le habría venido bien, a ver si aprendía a dejar tranquilo a su

alrededor. En una de estas, algo más despierto, dio un golpecito debajo del

asiento, para comprobar que el maletín seguía allí. No siéndole suficiente, se lo

subió a las rodillas y mientras tanteaba con la yema de los dedos el grabado de

la cerradura, que correspondía fielmente al Signo de Amarillo, se sintió

resguardado por el retumbar en perfecta sincronía, casi hechizado, de las ruedas

de acero sobre la vía metálica.

Había tomado ese tren muchas otras veces. Le gustaba viajar temprano, pues

sentía que le sacaba provecho a una hora en el que la mayoría de cosas aún no

se habían despertado. Desde que había montado en uno, los coches se le hacían

monótonos, y completamente lejos de la verdadera dimensión que ocupaba el

tren y su velocidad.

El tren también lo hacía sentir seguro, a pesar de las historias que se oían de el

en los pueblos, fruto de campesinos no acostumbrados a su estruendoso pase.

El armazón de hierro se le parecía a un capullo que lo salvaguardase en la

distancia que lo separaba de su destino. Allí no le alcanzaban los nervios que lo

asaltaban en el despacho y en casa, pues conocía las Zonas Tranquilas y podía

- 309 -
recurrir a estas, evadiéndose de cualquier infortunio que lo intentase alcanzar a

bordo del coloso de metal.

Llego el punto en el que recibió aquellos encargos indeseables, de visitas a

clientes lejanos, con una dicha que ocultaba a los ojos de todos, pues sabía que

se lo arrebatarían si lograban descifrar el significado que se ocultaba tras los

asientos de cuero y los chirridos del carbón al bañar las tuberías de vapor, que

le embriagaban el cerebro y le ofrecían un alivio que ya no sabía encontrar en

nada más.

No podía dejar que nadie descubriese sus viajes, los que realizaba cuando no

había nadie más en el vagón y este se adentraba en las Dimensiones del

Movimiento y, si tenía suerte, conseguía detenerlo en las Zonas Tranquilas,

donde nadie llegaba de forma indeseada y, por lo tanto, Rothschild tenía la

potestad de invocar a espíritus extraordinarios, de los que aprendía y recordaba.

El sol, cada vez más alto, parecía haberse topado con un banco de nubes,

concediendo a Rothschild una tregua momentánea, que usó para adentrarse aún

más en sus recuerdos.

Gran parte de los ritos los había aprendido en la Universidad, gracias a haber

invertido la mayor parte del tiempo en la taberna, en especial en las partes

ahumadas por el opio. Ya para entonces, gracias a la heredada biblioteca de un

tío de K*, se había iniciado en la lectura de libros bastante codiciados por el

sector ocultista. Entre ellos, la joya de la corona era una cuidada edición del

Unaussprechlichen Kulten de von Jutz. Allí, en el dormitorio abuhardillado de una

pensión de una asegurada mala fama, había realizado su primer viaje, bien

cargado del opio negro que muy de vez en cuando llegaba en remesas

celosamente guardadas por barqueros de pocas palabras.

- 310 -
Aquel primer viaje le causo una honda impresión. Ya se había hecho a la idea

de que espíritus que pudiera encontrase, aún lastrados a la tierra, pero cuando

se adentró en las Tierras del Sueño por primera vez aún no conocía siquiera su

nombre. Pese a eso, había leído lo suficiente para cuidarse de los sabuesos que

guardaban la Vía Muerta, y no permaneció mucho allí. Tan solo se encontró con

el alma de un viejo alquimista, con el que tuvo ocasión de hablar sobre las

regiones que le rodeaban.

Resulta que, por suerte para un iniciado, había ido a parar a los Reinos

Incompletos, no muy lejos de los bosques exteriores, que eran su objetivo. Una

densa masa forestal, fronteriza con el paso, por lo que no le complicaría

demasiado la vuelta. Allí quiso aterrizar en su siguiente viaje, y, habiendo leído

ya profusamente sobre el lenguaje de sus habitantes, fue capaz de articular algo

parecido a su llamada, que no recibió respuesta hasta el tercer intento. Acudieron

un par de criaturas no muy ancianas, seguramente destinadas a los puestos de

centinelas más alejados del nido. Es conocido que los soñadores despiertan

simpatía en los gules, quizás por compartir, aun de forma olvidada, una misma

ascendencia.

Aquella excursión se había desarrollado sin mayor percance para Rothschild, y,

tras ser guiado hasta el lago Hastur y poder contemplar Carcosa, recortada a lo

lejos, se sintió satisfecho y pudo atravesar de vuelta los muros con ayuda de sus

acompañantes. No sería la última vez que se los encontraría. Tras varios viajes

más, comenzó a ganar soltura al comunicarse con ellos y, gracias a esto, fue

capaz de concebir conceptos más complejos en su lenguaje, como el de los

embadurnados, o el de las Zonas. Este último llamó la atención del soñador en

especial. Las Zonas eran el espacio puro sometido, por una vez, a la voluntad

- 311 -
del navegante y, en el caso de Rothschild, esto se traducía en un oasis que no

alcanzaban los demonios de la multitud ni los de ruido. Sin embargo, existía una

restricción. Desde aquel día que había montado en tren por primera vez, ya no

se sentía seguro en una habitación, y no conseguía la profundidad necesaria

como para soñar a menos que estuviera en un vagón, y, con la edad, comenzó

a necesitar que estuviese desierto. Pero había llegado ese dichoso francés. Y el

revisor también había hecho lo posible por incordiarle. Panda de cretinos.

Abrió los ojos y vio, alarmado, como el sol caía tras las montañas, como si se

hubiera visto sin fuerzas para recorrer el tramo celeste y volviera a esconderse,

fatigado. Era la clase de cosas que le gustaría imaginar dormido. Pero no estaba

soñando. Era imposible. El vagón comenzaba a estar atestado de gente. Miró el

reloj y le pareció que su cara se torcía intentando seguir las agujas. Sintió que lo

alcanzaban los nervios allí, de entre todos los lugares. Contuvo el aliento cuando

escuchó el tintineo de las lámparas al volver a encenderse y se aferró a los

brazos del asiento al ver que ahí fuera ya no se distinguía nada de lo cerrada

que era la noche.

Miró de reojo al resto de la gente. Había dos viejas con el pañuelo en la cabeza,

dormidas. Un poco más adelante una pareja trajeada y delante suya el dichoso

músico. De puro nerviosismo se planteó incluso preguntarle, aunque no supo

muy bien el qué. Nadie parecía darse cuenta. No lo había notado hasta entonces,

ya completamente despierto del tabaco, pero el tren no discurría con la misma

suavidad sobre las vías y cada poco soltaba un ligero empellón que balanceaba

las lámparas y lo empujaba contra el respaldo. ¿Sería posible que hubiera

empezado a soñar sin darse cuenta? ¿Entre toda esa gente? Quizás, pensó, el

tabaco había sido más fuerte de lo habitual, y lo había encauzado sin ser

- 312 -
consciente de ello. ¿Qué otra explicación había? Sintió que desaparecían los

nervios a la misma velocidad que volvía a sentirse dueño de sí mismo.

Si estaban en el tren y él lo había soñado, significaba que iban hacía su Zona, y

mientras el fuese el amo de la Zona, nada podría salirse de su control. Pero

nunca había arrastrado tanta gente con él. Ni a ninguna. Aquella otra vez había

sido un accidente. Había llevado con él a un vagabundo que dormía sobre el

vagón, donde no alcanzaba la vista. No supo que fue de él, aunque la experiencia

lo caló hondamente, al ver como este huía despavorido hacia los Páramos. Al

principio lo buscó, pero era de sobra conocido que no había que adentrarse allí,

si uno no planeaba quedarse una eternidad. ¿Pero tanta gente? Era imposible.

Sintió una mano que se apoyaba con suavidad en su hombro y, con un respingó,

vio la alargada silueta del revisor a su lado. Siseó, y tendió una mano enguantada

hacía el. Pero ya le había dado el billete, dos veces. Además, se fijó en el guante

y vio como algo se enroscaba y relajaba bajo él, como una serpiente en un saco.

Fue como si todos los nervios que había sentido alguna vez en su vida le

volviesen en ese mismo instante. Sintió como se le deshacía el cuerpo bajo el

abrigo, de lo que empezaba a sudar. El revisor repitió el gesto, aunque esta vez,

señaló al maletín, antes de tender el guante abierto.

Se le desbocaban los pensamientos, y antes de que pudiese entenderlos, estos

iban y volvían a fragmentos de libros que creía haber olvidado. Libros sobre las

Tierras y las criaturas que las guardan y los castigos que infringen a los que

abusan de sus frutos. Había leído sobre el maquinista y sobre el revisor y sobre

porqué nunca se conseguía ver a la locomotora desde el vagón, pues los dos

eran avatares del mismo dios.

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Aquello era un sueño. Tenía que serlo. Por lo tanto, el Signo del maletín era

autentico, pues allí todas las representaciones que se arrastran de él son una

misma. Y, por lo tanto, era la única llave capaz de cerrar la puerta.

Sorprendiéndose a sí mismo, recordó que él era el amo de la Zona y, casi de

forma inconsciente, deseó que el tren se detuviera. El culmen fue escuchar

cómo, efectivamente, sin una pausa gradual, el tren yacía de pronto quieto.

Viendo como el revisor giraba la cara, oculta por la gorra, hacía el resto de

vagones, Rothschild sintió que, por un segundo tenía el control de la situación y

aferrando el maletín por una vez, deseó estar fuera del tren.

Con los años, cuando volvía a recordar sus viajes, era capaz de traer fragmentos

cada vez más nítidos de ellos y, poco antes de su muerte, fue capaz de recordar

por completo, como, aquel día, al lado del tren, mientras recitaba la llave, con la

mano en el Signo, vio al revisor asomarse a las puertas de vagón, y como este

se retorcía y la espalda casi le tocaba los talones y lo señalaba con un tentáculo

que ya no era guante y aullaba. Por suerte, poco tiempo después, aún en su

oficina, tras un largo día, la muerte lo reclamó sin sorpresa y se acabaron los

recuerdos.

- 314 -
SOBRE EL AUTOR

Carlos Vega Pérez nació en 1997, a 30 días de que acabara el verano. También contesta al

nombre de El Príncipe Invisible. Comenzó a escribir hace años por celos de los libros de

miedo que tanto leía. A los diecinueve años busco y halló fortuna en Inglaterra, siendo casi

nombrado heredero de una fortuna de origen checo, en parte gracias a reconocer un

cuadro de Mondrian. Le gustan las canciones de Johnny Cash y Foreigner. También se

jacta de conocer un secreto crítico sobre el príncipe de Gales. Con todo esto ya tiene 22

años y poco más sabe escribir. Probó que bebida y terminó seco. por ella habría dejado de

escribir hace tiempo. Por suerte ahora se le puede encontrar en la capital, con oro, vago y

brutal.
Un corpus de historias de terror interactivo a
través de los escape rooms de

http://thewitchinghour.es
TINNIRE por David P. Yuste

Ilustración de Leonor Fini (1907-1996)


La primera vez que Jarek Dabrowski sintió su molesta presencia fue una fría

mañana de invierno mientras se dirigía caminando al trabajo.

Un viento helado proveniente del norte azotaba con fuerza los árboles,

que se apretujaban como si fueran ramilletes de lirios blancos con unos tallos

oscuros y recios, junto a ambos lados del camino. Esa repentina ventisca

causaba que la nieve que cubría parcialmente las copas del inmenso bosque

que rodeaba a Jarek en su avance, saltara en diminutas partículas albinas y

luminosas a causa de los primeros rayos de la mañana, dotando así de un

aspecto irreal y de cuento al entorno ocre y blanco que se abría a su paso.

Comenzó como algo aparentemente inofensivo y sin importancia. Un débil

y monótono sonido, agudo pero incesante que se apoderó de su oído izquierdo,

y al que trató inicialmente de restar importancia y achacó a la climatología, a

pesar de que iba bien provisto y portaba las inseparables orejeras que su madre

le confeccionó con parte del pelaje de un oso que él su y padre abatieron siendo

un niño.

Cuando este todavía vivía, se ganaba un dinero extra al igual que otros

tantos en la pequeña aldea de Bialowieza como cazador. Siempre que podía se

adentraba en los interminables parajes arbolados que rodeaban la población y

que estaban formado principalmente por fresnos, robles o alisos así como otras

especies de hoja caduca. Muchos de ellos alcanzaban los cincuenta metros de

altura y eran casi tan viejos como el poblado en el cual vivían, pues contaban

con más de quinientos años de edad.

La historia de Bialowieza era tan irregular como escasa su población.

Durante siglos, los Zares rusos empleaban sus bosques como cotos de caza,

- 318 -
encargando a los campesinos y lugareños que se ocuparan de estos parajes

para asegurar principalmente que los bisontes siguieran siendo numerosos, y no

mermaran en demasía para así poder continuar con sus caprichosos

pasatiempos.

Las continuas revueltas, los cambios de gobierno y otros factores, habían

provocado que durante la infancia de Jarek apenas vivieran una veintena de

personas en el poblado.

Con la llegada primero de los obreros del ferrocarril, la construcción

después en 1903 de la estación de tren Towarowa junto al pueblo y su posterior

ampliación del recorrido de las vías en 1907, todo eso cambió.

Por supuesto, no es que la población creciera de una manera notable. Sin

embargo, esta red ferroviaria unía Varsovia con Bialowieza de la misma manera

que si se tratase del cordón umbilical a través del cual una madre sustenta a su

hijo durante el proceso de gestación. Este entramado latente de vigas de metal,

remaches y bloques de madera, insufló de vida y de un nuevo carácter al pueblo.

Prueba de ello fue que no tardaron en construirse salones y otras instalaciones

que servirían más tarde para atender a los numerosos turistas, militares e incluso

a personas muy influyentes a las que Jarek solo había visto y conocía de las

portadas de los periódicos que en ocasiones se dejaban olvidados los visitantes.

Fue, precisamente, en las cercanías de la estación cuando sintió la

primera llamada de ese dolor afilado y sibilante en el interior de su cabeza.

Jarek trabajaba en las instalaciones de Towarowa como telegrafista,

empleando el lenguaje morse para enviar y transcribir los continuos mensajes

que recorrían como invisibles y veloces insectos los cables que se extendían

paralelos a las vías hasta su destino final, que no era otro, que la estación de

- 319 -
Varsovia. Llevaba dedicándose a ello casi dos años. Comenzó a trabajar allí

poco después del espantoso incidente que todavía le asaltaba a veces en mitad

de la noche bajo la apariencia de aterradoras pesadillas, e igual que si fueran

dos garras enormes de una fuerza colosal, apretaban su pecho como si quisieran

hacer saltar su corazón de la carcasa que lo mantenía dentro de su cuerpo.

Casi sin darse cuenta, y con la única compañía de ese zumbido incómodo

y amortiguado que parecía alojarse igual que un huésped que no había sido

invitado en el interior de su oído, llegó a la puerta lateral que daba a la pequeña

oficina.

El edificio en cuestión era una vasta edificación de gruesos troncos de

madera de una sola planta y forma rectangular. La construcción estaba

distribuida en forma de departamentos. Además de su rincón de faena, que no

era otra cosa que una pequeña habitación con cuatro mesas y el equipamiento

necesario para las labores del día a día, había una amplia sala de espera, otra

destinada a servicios y una taquilla con su caja registradora. Paralelo a este

compacto bloque, se situaba el andén donde los viajeros subían y bajaban de

los trenes con asiduidad.

Jarek abrió la puerta y dio los buenos días, comenzando a despojarse del

grueso abrigo, el sombrero y sus inseparables orejeras, sin tan siquiera advertir

que sus otros dos compañeros de trabajo y su jefe, el señor Pawlak, ya ocupaban

sus respectivos puestos.

Enseguida tomó asiento frente a la mesa en la que estaba ubicada su

máquina, de cara a una pared inerte, y sin ventanas, dispuesto a recibir,

transcribir y responder las largas tiras de papel en las que llegaban los mensajes.

- 320 -
Aunque realmente no eran necesarios tantos empleados para esta tarea,

tras la inauguración, los altos funcionarios insistieron en que hubiera siempre

varias personas desempeñando estas labores, alegando que Towarowa

Bialowieza era imprescindible debido a las frecuentes idas y venidas del Zar, por

lo que sería inadmisible que se traspapelara algún mensaje o peor aún, se

perdieran las comunicaciones con Varsovia.

Mientras Jarek preparaba frente a él todo lo necesario para dar comienzo

a su jornada, sintió una aguda punzada que le hizo encogerse de dolor. Dicho

dolor le resultó tan atroz que por un momento le pareció que perfectamente podía

habérselo provocado un parásito pernicioso con su letal aguijonazo. Debido a

ello, ni siquiera se percató de que el señor Pawlak estaba de pie, plantado junto

a él y mirándolo con severidad.

–Buenos días, Jarek. Menudas horas son estas de llegar. Y ya es el

segundo día este mes que se retrasa –dijo el funcionario sin fijarse en la postura

de su empleado.

Jarek se recompuso con cierta dificultad, dispuesto a responderle con un

claro deje de fastidio en la mirada. Aunque esta sencilla tarea no le resultó nada

fácil, pues todo a su alrededor comenzaba a dar vueltas. A pesar de ello, y el

evidente malestar que crecía en su interior, midió sus palabras y respondió como

buenamente pudo.

–Discúlpeme, señor Pawlak. Pero no me encuentro… muy bien –se

excusó mientras sentía que su mente intentaba escaparse de su cuerpo como

en una especie de ensoñación.

Su jefe, viendo la reacción de éste, cambió el gesto estricto y se acercó

un poco más.

- 321 -
Aunque era cierto que habían tenido varios roces durante el tiempo que

Jarek llevaba trabajando como telegrafista en la estación de Towarowa, y no era

ningún secreto que no se llevaban demasiado bien, en el fondo sabía que era un

buen empleado. Por lo que Michal Pawlak dejó momentáneamente las rencillas

a un lado para preocuparse por su estado.

Realmente se le veía mal, hecho que le preocupó, tal vez más por la

posibilidad de perder a un eficiente telegrafista que por su estado de salud.

–¿Pero… qué es lo que le ocurre, Jarek? ¿Puede continuar trabajando?

¿Necesita que llame al doctor?

Interrogó el funcionario viéndose venir lo que tanto se temía.

No tardó en acercarse Otto Kostchy, compañero en las labores de

telegrafía y quizás el único amigo con el que contaba Jarek en toda Bialowieza.

Desde que su padre falleciera prematuramente en un accidente en los

bosques, y más tarde siendo un adolescente su madre enfermara para

finalmente acabar reuniéndose con su amado esposo, la familia Kostchy se

había encargado de cuidarlo como los buenos vecinos que eran. Así, Jarek pasó

su juventud bajo la tutela de la familia de Otto y enseguida se hicieron

inseparables, igual que la piel se adhiere a la carne y ésta a la vez al hueso. Algo

que era patente y se demostraba con hechos, ya que hasta ese día, y muchos

años después seguían siendo grandes camaradas.

–Jarek. ¿Qué te pasa amigo? ¿Te pasaste anoche con la nalewka?

Podías al menos haberme avisado y hubiéramos bebido juntos, hombre…

Bromeó Otto sin advertir realmente lo mal que empezaba a encontrarse

su camarada.

- 322 -
Mientras tanto, en la cabeza de Jarek empezaba a confundirse y a

enturbiarse todo, entremezclándose las palabras con el insistente silbido que iba

in crescendo y se alternaba con otro ruido que le recordaba al que harían las

tripas de una locomotora, rugiendo por las vías, y acercándose a él con frenética

violencia y premura.

Enseguida su camarada se dio cuenta de que no era momento para

bromas, viendo el color cetrino que comenzaba a adquirir la tez de Jarek.

–Señor Pawlak, ¿qué le ocurre? ¡Eh, amigo! Estoy aquí.

–Ya basta Otto, vuelva a su puesto.

Cortó de manera tajante el funcionario.

–Disculpe señor… pero es mi amigo, y tengo derecho a preocuparme por

él. ¿Pero es que acaso no ve el mal aspecto que tiene?

–Tengo ojos en la cara. Haga el favor de sentarse. Está todo controlado.

Otto a regañadientes y mordiéndose la lengua, volvió a su mesa sin dejar

de mirar a su compañero con gesto preocupado a la vez que se atusaba el

espeso bigote que cubría buena parte de su rechoncho rostro.

–Señorita Jakov –llamó autoritario Pawlak a la nueva administrativa que

se encargaba desde hacía un par de meses escasos de la clasificación de los

telegramas y la correspondencia. Janina Jakov era una joven de aspecto frágil,

callada y muy reservada, y hasta ese momento se había mantenido al margen–

. Vaya de inmediato a avisar al doctor Wozniak, haga el favor.

La muchacha lo miró por un instante con unos ojos tan azules y fríos que

bien podrían haber sido esculpidos con el hielo más puro hasta darles la forma

de dos circonitas.

- 323 -
Luego, en silencio y con mucha calma, se levantó de su silla, tomó su

capa y salió por la puerta como si nada.

Fue en ese momento cuando Jarek se desvaneció.

*****

Durante el tiempo que estuvo inconsciente, el cual más tarde le dijeron

que fue algo más de una hora, sintió un bullicio a su alrededor en las idas y

venidas momentáneas que sufrió durante el desmayo. Ese alboroto que parecía

provenir de una fiesta, o eso al menos le pareció a él, pues incluso creyó

escuchar una extraña y pesada melodía, se alternaba con una voz que le

susurraba palabras del todo incomprensibles y que de alguna forma aliviaban el

dolor que padecía en el interior de su cabeza.

Cuando al fin volvió a abrir los ojos, se encontró tumbado en su cama.

Junto a él estaba el doctor Wozniak, al cual conocía desde que era tan solo un

mocoso que apenas sabía andar, y al lado de éste, con el rostro inalterable,

Janina.

–¿Qué… qué ha pasado?

Preguntó Jarek un tanto confuso.

–Has sufrido un desmayo, muchacho.

Le respondió el médico con su tono pausado y amable, oculto

parcialmente tras sus inseparables lentes de cristales redondeados y rematadas

con un fino armazón de alambre.

Jarek se limitó a mirarlo en silencio intentando rememorar lo acontecido.

En la quietud de aquel pequeño espacio, se percató de que en el interior

de su cabeza seguía escuchando ese lejano murmullo, similar al que haría el

- 324 -
silbato de un tren, al que un maquinista chalado se aferrara haciéndolo sonar

incansablemente hasta alcanzar el fin del mundo conocido y de esa forma

quedarse satisfecho.

–Es mi oído…creo. O mi cabeza, no lo sé. Tengo molestias desde esta

mañana, doctor.

–¿Molestias? ¿De qué tipo?

–Es como si tuviera algo dentro de él. Un eco punzante. No sé muy bien

de qué manera explicarlo. Empezó siendo como una simple molestia, pero

cuando llegué a mi departamento fue a más. Todavía escucho ese rumor agudo

que no desaparece.

–Mmmm… Es posible que hayas cogido un poco de frío y tengas una

ligera infección. Es más frecuente de lo que crees. Así que no debes

preocuparte, Jarek. Te lo aseguro.

Respondió el doctor Wozniak quitándole hierro al asunto.

–Pero lo sigo escuchando. Lo siento como si estuviera alojado dentro de

mi cabeza.

–Estate tranquilo –le interrumpió el hombre sentado junto a él y que

siempre lucía un impecable traje negro–. Como te digo es muy común. Me he

encontrado varios casos y suelen ser muy molestos. Incluso pueden dar vértigos

como los que has padecido hoy. Pero no tienes de qué preocuparte. Los antiguos

ya empleaban un término para esto en latín. Lo llamaban tinnire, o lo que viene

siento lo mismo, tinnitus o acúfenos que es como los llamamos en la medicina

moderna. Pero lo importante es que no son graves. Si se tratan de la manera

adecuada, en unos días las molestias habrán remitido.

- 325 -
Mientras Jarek y aquel familiar galeno mantenían esta conversación,

Janina parecía totalmente ajena a ellos. Daba la impresión de que era un mero

personaje de relleno al que hubieran ubicado en una escena teatral para

completar los huecos y con la única intención de que el escenario no se viera tan

vacío.

–Vamos a hacer una cosa. Hoy te vas a quedar en casa para descansar.

Yo me encargaré de hablar personalmente con tu superior, el señor Pawlak. Si

mañana persiste ese malestar, acude a mi consulta y te daré unas gotas que

aliviarán los síntomas. Ya verás que en unos días estás como nuevo.

Aseguró el erudito dando una afectuosa palmada en el hombro al joven

que había visto crecer, y al que recordaba desde que alcanzaba su memoria.

Jarek, antes palabras tan firmes y confiadas, no pudo más que asentir.

–Señorita Jakov, –dijo a continuación el doctor posando la mirada en la

chica que continuaba absorta en sus pensamientos– sé que no es apropiado. Y

no se lo pediría si no fuera estrictamente necesario. ¿Pero podría quedarse con

él hasta que esté más calmado? Solo será un rato. Tengo que ir a revisar la

pierna del camarada Komorowski y no puedo demorarme mucho más. Ayer

volvió a salir de caza ebrio y metió el pie en uno de sus propios cepos.

Janina lo observó, dándole la misma importancia que si estuviera mirando

el tocón de un árbol, y emitió un apenas audible «sí» volviendo enseguida a

hundirse en sus reflexiones.

Jarek le dedicó una ojeada inquieta. Esa chica no le gustaba. Era

demasiado extraña, algo que viniendo de él no era decir poco.

Aun así no se quejó y dejó que el médico cerrara su maletín y saliera por

la puerta con promesas de una rápida recuperación.

- 326 -
–Hasta pronto, Jarek. Mejórate. Ya verás que no es nada.

Dijo desde la entrada con tono conciliador mientras que cerraba tras de sí

la pesada hoja de madera.

Una vez se quedaron solos los dos jóvenes, Jarek comenzó a sentir un

frío que los alejaba a cada segundo que pasaba. Él la miró de soslayo, sin

embargo ella no le quitaba aquellos ojos terriblemente inertes de encima. Parecía

que quisiera apuñalarlo con ellos, en el caso de que eso hubiera sido posible.

Un rechinar brusco y áspero hizo que Jarek diera un pequeño respingo en

su catre. Este fue ocasionado por las patas de la silla sobre la que Janina había

estado sentada tan solo unos segundos antes, al entrar en contacto con el suelo

de madera sin tratar mientras que esta se incorporaba.

–Bueno, creo que ya podemos dar la farsa por concluida.

Escupió la joven con cierto descaro en su voz. Esa unión de palabras

entrelazadas le resultaron a Jarek ciertamente curiosas, y más teniendo en

cuenta que apenas la había escuchado emplear más que unos pocos

monosílabos en el tiempo que se conocían.

–¿Perdone? No entiendo lo que quiere decir.

–Que me marcho. No soporto estar cerca de gente como usted. De hecho,

sé que está loco. O si no, poco le falta. ¿Acaso piensa que no me he dado

cuenta? En el trabajo habla solo, le he oído. Y si cree que voy a quedarme con

usted aquí a solas… Ni lo piense.

–Pero…

–Le diré al jefe que está mejor. Me vuelvo a la estación.

- 327 -
Sentenció tajante la chica que tenía el semblante de un color lechoso

como el que poseían algunas muñecas de porcelana que se mostraban en los

recientes y pulidos escaparates del pueblo.

Sin que Jarek tuviera tiempo a mucho más, Janina recogió su capa y

abandonó la pequeña cabaña sin ni siquiera mirar atrás o despedirse.

Jarek un tanto asombrado y desconcertado a partes iguales, se dejó caer

en su lecho suspirando ligeramente.

«Esa chica no anda en sus cabales. ¿Qué ha querido decir con gente

como yo? ¿Y que hablo solo? Si fuera así, lo sabría. Otto se habría dado cuenta

y seguro que me lo habría dicho. Siempre se preocupa por mí y no me ocultaría

nada semejante. Lo mejor será no hacerle caso…»

Pensó para sí mismo a medida que cerraba los ojos con la intención de

dormir un poco.

Aunque al principio le resultó complicado, ya que ese molesto e incesante

pitido se negaba a marcharse y llegaba a ser desesperante, al final terminó por

sucumbir al abrazo de Morfeo y cayó en un profundo estadio de conciencia lleno

de inquietantes sueños e imágenes todavía más perturbadoras.

*****

Cuando Jarek despertó de nuevo se encontró en la más absoluta

oscuridad. Debía de haber dormido prácticamente todo el día.

«¿Tan cansado estaba…? Parece imposible. ¿Qué hora será? »

Se preguntó acusando todavía los síntomas de aquella prolongada

somnolencia.

- 328 -
Tal vez todo fuera producto de ese malestar que seguía horadando su

cabeza desde el interior de su oído. Poco a poco. Sin prisa pero incansable. Igual

que el caer constante de una gota de agua que termina tarde o temprano por

perforar la roca más resistente.

Descubrió que efectivamente ese perverso zumbido seguía aferrado a él

y se negaba a abandonarlo.

Jarek se incorporó muy despacio por miedo a volver a sufrir otro mareo, y

a tientas buscó una vela. Luego, la colocó en un candil y la encendió con un

fósforo para mirar la hora en su viejo reloj de bolsillo. Pese a que podía haber

instalado hacía tiempo electricidad en la vivienda, lo cierto era que prefería vivir

como lo hicieron sus padres antaño. Este simple hecho le traía recuerdos más

amables relegados a un lejano pasado. Por ese motivo, su casa era una de las

pocas que no disponían todavía de esa comodidad.

Cuando lo hizo, constató que eran más de las once. Algo inaudito en su

persona. Según sus cálculos debía de llevar durmiendo al menos doce horas de

corrido.

Jarek sintió un ligero escalofrío que le subió desde las piernas y que fue

debido a la gélida brisa que se filtraba bajo la puerta de entrada. No tardó en

recordar que la chimenea estaba apagada. Por fortuna, la antigua cabaña que

había heredado de sus padres guardaba relativamente bien el calor. De lo

contrario, a esas horas podría perfectamente estar a punto de sufrir una

hipotermia.

Se echó una de las gruesas mantas del camastro sobre los hombros y se

dirigió hasta el hueco que se abría en la pared. Acumuló en su interior varios

- 329 -
leños y ramas secas, y como le enseñó su padre siendo muy joven, no tardó en

prender el fuego empleando el pedernal y el eslabón.

Justo cuando estaba a punto de sentarse en una silla frente al calor que

comenzaba a emitir la hoguera, otro pinchazo lo hizo trastabillar cayendo de

bruces frente a las llamas, lo que provocó que a punto estuviera de meter las

manos dentro de sus lascivas y peligrosas lenguas candentes. Por fortuna para

él, no fue así.

A la tortura que sentía en el lateral del cráneo se sumó un rumor que se

hizo casi insoportable y que le cegó por momentos. No podía pensar. Casi ni tan

siquiera moverse. Tan solo quedarse ahí, encogido sobre el suelo, apretando los

dientes y rogando que parase.

Pero el dolor se hacía más fuerte y el sonido se convirtió casi en un chillido

imposible, tan agudo e irreal que temió que pronto empezara a brotar sangre de

todos los orificios de su cabeza.

De improviso, todo cesó como si tan solo hubiese sido fruto de su

imaginación.

Aturdido y ligeramente descompuesto intentó incorporarse apoyándose

justo en la silla que iba a ocupar antes de todo aquello.

–Jaaaaaarek.

Un susurro débil y con cierto deje juguetón lo llamaba por su nombre.

¿Estaría alucinando y sería un efecto residual de lo que acababa de

suceder?

–Jaaaaarek.

Se repitió el cuchicheo que lo llamaba por su nombre, esta vez un poco

más alto.

- 330 -
Se incorporó como buenamente pudo y comenzó a mirar en todas

direcciones, a sabiendas de que estaba solo.

–¡Jarek! Maldita sea, ¿es que acaso te has quedado sordo?

Dijo la voz invisible mofándose de él como si supiera del mal que le había

atormentado todas aquellas horas.

Asustado y convencido que empezaba a perder la cabeza, corrió a por la

vela y empezó a buscar por el pequeño hogar intentando hallar un posible

intruso.

–Frío, frío. Jarek. Tanto como lo estoy yo. ¡Casi como un muerto!

Bramó la voz sin perder el tono burlón, y por primera vez, Jarek se dio

cuenta de algo más. Esa voz parecía provenir del interior de su oído.

–¿Quién demonios eres? ¡Respóndeme! ¿Qué es lo que buscas de mí?

–¿Acaso te crees tan importante como para pensar que el propio Belcebú

se molestaría en venir a visitar a alguien tan insignificante como tú?

Respondió el ser invisible entre fuertes risotadas.

–No eres real. Tan solo eres fruto de mi imaginación. Debo de tener fiebre

a causa de la infección. Eso es. Claro, ¿qué otra cosa puede ser?

–¿Estás seguro? Bueno, si es así creo que ha llegado el momento de que

me marche. Al menos por ahora. ¿No te parece? Hasta pronto, joven Jarek.

En cuanto la voz de aquel invasor cesó, volvieron a crecer dentro de su

cabeza los agudos pitidos, y con ellos también su sufrimiento. Se elevaron de tal

manera que se volvieron insoportables, hasta el punto que amenazaban con

volverlo loco.

Jarek, atemorizado y fuera de sí, se echó por encima el abrigo y salió a la

calle veloz y a medio vestir en dirección a la casa del doctor Wozniak, el cual y

- 331 -
por suerte para él estaba solo un par de calles más abajo. En el breve recorrido

que hizo, la nieve azotaba su rostro inclemente. Pero eso poco le importaba. Ni

siquiera era capaz de pensar con semejante zumbido y aquellos espasmos que

tamborileaban en su sesera al ritmo de su agitado corazón.

Llegó hasta la puerta y empezó a aporrearla con fuerza igual que si el

mismísimo Wodnik, ese ser mitológico con cara de sapo que animaba a sus

víctimas a suicidarse arrojándose a los lagos, le persiguiera.

Un Wozniak con gesto cansado y aspecto de haber sido despojado del

sueño en el que con seguridad se hallaba inmerso, le recibió en la entrada un

tanto sorprendido.

–¡Jarek! ¿Qué haces aquí a estas horas? Pero… ¿Te has vuelto loco?

¿Cómo sales solo con el abrigo y de esa guisa? ¡Entra, deprisa!

Le acució el doctor en cuanto vio la facha con la que el joven se había

presentado en su casa.

–¡Doctor, ayúdeme! No estoy bien… Me duele. Y oigo voces.

–Tranquilízate, por el amor de Dios. Habla despacio, que a mi edad me

cuesta más despejar la mente que a vosotros los jóvenes. Y baja la voz por lo

que más quieras. Mi mujer no es tan comprensiva, y si se despierta es capaz de

echarnos a patadas a los dos.

–Doctor Wozniak, algo me ha hablado. Y me duele mucho el oído. No

puedo pensar, el estruendo es ensordecedor.

–A ver, siéntate aquí. Y espérame un momento. Voy por mi maletín. Y por

favor, no hagas ruido.

El cansado médico fue hasta una pequeña habitación mientras se frotaba

los ojos y contenía a duras penas un bostezo.

- 332 -
Enseguida regresó con su fiel bolsa de trabajo y sacó varios instrumentos

que Jarek desconocía para qué podían servir.

–Déjame echar un vistazo.

–Ayúdeme, por favor. Creo que me voy a volver loco.

–Jarek, sosiégate. De lo contrario no podré ayudarte. ¿De acuerdo?

Respira hondo.

–Mata...

Un susurro viperino interrumpió la conversación.

El joven telegrafista se echó hacia atrás visiblemente alterado.

–¿Ha oído eso?

–¿De qué estás hablando, Jarek? Aquí estamos tú y yo solos. Estate

quieto y para de una vez. Te lo ruego.

Una risita traviesa se confundió con el fuerte aire que golpeaba los

cristales hasta que desapareció amortiguada por los crujidos de las ventanas de

madera.

Jarek seguía visiblemente alterado. No obstante, dejó al doctor trabajar.

Pensó que tal vez fuera su única esperanza para acabar con aquel mal sueño.

Tras revisar sus oídos y tomarle la temperatura, Wozniak confirmó lo que

ya había predicho esa misma mañana. Sin duda debía de tener una leve

infección, por lo que le entregó un frasco de gotas que ya tenía previamente

preparado en el maletín.

–Échate varias de estas cada cuatro horas. Nunca más de cinco a la vez.

Eso hará que la infección remita y el dolor desaparezca.

–Pero… ¿Y las voces, doctor?

Replicó Jarek con cierta congoja.

- 333 -
–A veces la mente, bueno… Ya sabes. En este tipo de casos nos

confunde y nos juega malas pasadas.

Afirmó el especialista con gran convicción.

–¿Está seguro de que esto lo solucionará?

–Confía en mí, joven Jarek. Soy tu médico desde que tu madre te daba el

pecho. Y mírate, no te ha ido tan mal.

Bromeó el hombre entrado en canas intentando que su paciente más

antiguo se serenara un poco.

–De acuerdo. Gracias, doctor Wozniak. Le haré caso.

–Corre a casa. Y no vayas a coger frío ahora. Y si mañana no te

encuentras bien, te quedas en casa. Nada de trabajar. ¿Entendido?

–Así lo haré. Gracias de nuevo.

Y con las mismas y sin otro remedio que el frasco de gotas, Jarek deshizo

el camino hasta su casa y se aseguró de dejar bien atrancada la puerta desde el

interior.

Luego se echó las gotas en el oído tal y como le había recomendado el

buen doctor, y pese al dolor que sentía y el molesto silbido, sin tan siquiera cenar

se metió de nuevo en la cama. A pesar del nerviosismo que sentía, y el miedo a

aquella voz misteriosa que le había estado acechando, no le costó demasiado

dormirse. Y así de nuevo, volvió a hundirse una vez más en un sueño, esta vez,

exento de pesadillas.

*****

A la mañana siguiente se despertó como cada día antes de que el sol

comenzara a despuntar en el horizonte.

- 334 -
Tardó unos largos instantes en advertir que el ruido y el dolor parecían

haberle abandonado por completo.

Jarek, casi eufórico, se levantó de un salto de la cama para recoger las

milagrosas gotas que el doctor Wozniak le había entregado la noche anterior, y

que tanto bien le habían hecho. Volvió a recurrir al mejunje curativo y se aplicó

varias gotas más en su pabellón auditivo.

Después, y dado que era temprano, decidió prepararse un buen desayuno

a base de huevos duros, salchichas, unos tomates que acompañó con un buen

pedazo de pan de centeno y una humeante taza de té negro con mucho azúcar.

Una vez listo, se vistió y salió con aire renovado y bien abrigado al exterior

dispuesto a afrontar un nuevo día de trabajo. Después de la horrible experiencia

vivida el día anterior, las largas horas frente a aquel engendro mecánico y el

hecho de tener que soportar al señor Pawlak le parecieron minucias

insustanciales y carentes de importancia.

El mundo parecía sentirse tan bien como él, pues hacía una mañana

realmente espléndida. El sol comenzaba a brillar en un cielo limpio y

completamente despejado de las tan habituales nubes que sembraban la mayor

parte de aquellos días ese espacio infinito y asombrosamente azul.

Jarek aceleró el paso y en pocos minutos se encontró frente a la oficina

del telégrafo. Entró de lo más animado y dando los buenos días. Allí se encontró

con su buen amigo Otto, el cual también llegaba algo más temprano de lo

habitual.

–Buenos días, Jarek. ¿Cómo estás, camarada? Me tenías preocupado.

–¿Qué tal, Otto? ¿No hace una mañana realmente espléndida?

Respondió él de buena gana.

- 335 -
–¡Vaya! Veo que ya estás mucho mejor. Siento no haberme pasado a

verte ayer. Pero el doctor Wozniak se acercó por aquí y dijo que era muy

importante que descansaras. Así que no quise importunarte.

–¡Pero, amigo mío! ¿Cuándo has molestado tú?

Respondió Jarek colocando la ropa de abrigo como de costumbre en el

perchero.

–Es un alivio verte repuesto y de tan buen humor. Pensé que a lo mejor

aquel asunto de hace un par de años te volvía a pasar factura… Ya sabes, lo

que ocurrió cuando estuvimos en Varsovia.

Por un momento el rostro de Jarek se ensombreció. Intentaba no pensar

en ello, pero muchas noches todavía se despertaba empapado en sudor para

descubrir durante unos breves segundos que sus manos estaban teñidas de una

sangre que no era la suya.

Una oleada de escenas que pasaron con pasmosa rapidez frente a sus

ojos le abofetearon sin clemencia: ambos camaradas divirtiéndose y

deslumbrados ante las maravillas de la gran ciudad, la caída de la noche, un

sinfín de bellezas a su alrededor mientras bebían una cerveza tras otra al grito

de “Na Zdrowie” para brindar por un magnífico día, y el trágico momento que

marcaría ese punto de inflexión en su vida. Recuerdos borrosos. Un rostro ebrio

y que apestaba a alcohol increpándole, una disputa por una muchacha. Era

posible, nunca lo supo con seguridad. Verse envuelto en una maraña de golpes

y por último el filo brillante de una hoja que acabó sesgando la vida de aquel

sujeto rabioso. Y sus manos, de nuevo como en sus sueños. Empapadas en la

sangre de otro ser humano.

–¿Eh, Jarek? ¿Te encuentras bien?

- 336 -
Comentó Otto, viendo el efecto que sus palabras habían provocado en su

compañero y amigo, al que quería casi como si fuera su propio hermano.

Jarek tardó unos segundos en recomponerse y responder.

–Sí, claro… Claro, Otto.

–Lo siento. No tenía que haber sacado ese tema. Pero recuerda lo que

dijeron las autoridades. Fue en defensa propia. Un accidente.

–Lo sé, amigo. Lo sé.

En ese instante el mismo aguijonazo del día anterior lo golpeó sin aviso y

con una violencia como no había sentido antes.

Jarek se llevó ambas manos a la cabeza.

–¡Mierda! ¡Mierda! Otra vez no…

El mismo sonido agudo, ese que a punto había estado de volverlo loco el

día anterior regresaba para torturarlo.

La habitación empezó de nuevo a darle vueltas. Vio frente a él a Otto

moviendo los labios frente a su cara, pero no articulaba ningún sonido que él

pudiera reconocer.

–Mata, Jarek. Mata. Ahora…

No podía ser verdad. De nuevo aquella voz, ese ente. Lo que rayos

quisiera que fuese aquella cosa volvía a hablarle con ese tono meloso y

embaucador.

Buscó a tientas en su bolsillo el remedio que le dio el doctor para descubrir

horrorizado que el pequeño frasco estaba teñido de un intenso tono bermejo. Se

le escurrió entre los dedos y estalló contra el entarimado a sus pies dejando una

mancha homogénea y grumosa demasiado parecida a la… ¡sangre!

¡Era de locos!

- 337 -
–Mata. No te lo estoy pidiendo, escoria. Te lo estoy ordenando.

¡Maaaataaaa!

Repitió dentro de su cabeza la invisible lengua viperina con una potencia

tan abrumadora como la de un trueno.

Otto mientras tanto parecía hablarle. Le zarandeó un par de veces, pero

toda la vorágine de ruidos y el calvario que se abría en su cabeza como si le

estuvieran introduciendo un hierro candente por su oído le impedían atender a

razones.

Se lo quitó de encima como buenamente pudo y se dirigió tambaleándose

al exterior. Sin ser consciente, se encontró en el andén. Ni siquiera era capaz de

ver con claridad. Un conjunto de rostros difusos se arremolinaban a su alrededor

y lo miraban con una expresión burlona.

«¿Se estaban riendo de él? ¿De Jarek Dabrowski? ¡Malditos todos!»

Otra riada de dolor le asaltó con furia. Vio a lo lejos una luz tan intensa

como si fuera un faro que tratara de guiarlo. Cegadora como ese mismo sol que

tanto había agradecido tan solo un rato antes.

–Mata de una vez. ¿Por qué te resistes, miserable?

Aquella cosa seguía en su interior y no le daba tregua.

Estuvo varios segundos a la deriva. Tropezó con dos, puede que tres

personas. La luz iba haciéndose más y más fuerte, cayendo sobre él para

abrasarlo.

Tras un último empellón, trastabilló y sintió un bulto bajo sus pies que lo

impulsó hacia adelante. Algo frenó su caída. ¿Una pared tal vez? No, las paredes

no se movían así como así.

- 338 -
De pronto, se vio de rodillas en el suelo. Todo sucedía con una lentitud

asombrosa. Levantó la cabeza y contempló la escena con una claridad

portentosa.

Ya no había ruidos, dolor ni molestia alguna.

Entonces lo supo. El cuerpo de una mujer. Eso fue con lo que había

chocado. Tuvo incluso tiempo de ver su rostro velado por el terror precipitándose

hacia las vías. Y el tren. Esa bestia ciclópea aullando mientras se adentraba en

la estación. Supo lo que pasaría a continuación. No quería verlo. Cerró los ojos.

Y entonces el tiempo volvió a adquirir su estado natural.

Cuando volvió a levantar la vista experimentó un alivio como no había

sentido en mucho tiempo. Aquella señora, la dama de las vías seguía sana y

salva. Un muchacho un poco más joven que él la había agarrado en el último

instante, rescatándola de una muerte segura.

Entonces una caterva de insultos y acusaciones empezaron a surgir a su

alrededor como si fueran los molestos y fieros ladridos de una jauría de perros.

–La ha empujado, yo lo he visto.

–¡Pretendía lanzarla a las vías!

–…Está loco.

Decía otro.

«Loco. No, no estaba loco. Había sido un terrible error. Un accidente… »

–¿Como el que ocurrió aquella noche, miserable?

De nuevo aquella endiablada voz. Jarek comenzaba a sentir una repulsión

y un odio exacerbado hacia ella...

–¿Qué está pasando aquí?

¿Era la voz del señor Pawlak la que escuchaba?

- 339 -
Ya no era capaz de distinguir lo que era real de lo que no.

Jarek intentaba incorporarse del suelo de madera en el que seguía

parcialmente postrado. Sin embargo, dos o tres personas a su alrededor le

impedían ponerse en pie.

Justo a su lado y empujando a la gente apareció Otto en su defensa,

apartando a aquellas personas que amenazaban con lincharlo.

–Ha sido un accidente. Jarek ha empezado a encontrarse mal. Ha salido

de la oficina para tomar el aire y se ha mareado. Yo lo he visto todo.

–¡Mentira!

Dijo una voz femenina unos pasos a su espalda.

–¡Silencio, por favor!

Rogó Michal Pawlak intentando controlar semejante alboroto.

El resto del personal de la estación ya se acercaba para ver qué era lo

que ocurría en el andén junto al tren.

–¿Es eso cierto, Otto?

–Se lo juro por mi vida, señor. Jarek no está bien. Tan solo tropezó con

una bolsa y fue lo que provocó que sin querer empujara a esa señora.

–Sácalo de aquí. Que se tome uno días de descanso.

–Pero señor…

Intentó replicar Jarek.

–¡Es una orden! Cierre la boca y desaparezca. Suerte tiene si se libra de

esta y no le denuncian. Ahora, márchese.

–Vamos, Jarek.

Dijo Otto mientras lo arrastraba del brazo lejos del gentío.

–¡Déjame en paz de una maldita vez! Ya no soy un niño.

- 340 -
Bramó Jarek furioso ante la atónita mirada de su amigo que se quedó

petrificado igual que si se hubiera topado con la mismísima Gorgona.

*****

No sabía muy bien cómo. Pero sin darse cuenta se encontró de nuevo en

su casa.

Estaba extenuado. Unas tremendas nauseas amenazaban con hacerle

vaciar el contenido de su estómago sobre las tablas bajo sus pesadas botas.

–Jodido y estúpido inútil. Se ve que ni proponiéndotelo eres capaz de

hacer nada bien.

Jarek pensaba que se había librado de aquella cosa que lo acosaba.

Había sido un iluso. Necesitaba un respiro, aunque sabía que no se lo

concedería.

–¡Quien eres!

Aulló a la nada desesperado.

Un bufido seguido de una tremenda carcajada repleta de malicia siguió a

sus palabras.

–¿Todavía no lo has adivinado? Es posible que si te dijera mi nombre ni

tan siquiera lo recordaras. Pero seguro que si vieras mi rostro putrefacto, infecto

y cubierto por gusanos en la fosa en la que está mi cuerpo. ¡Oh! Entonces seguro

que sí te acordarías. ¡Vil malnacido! Tan solo eres un asesino y un cobarde…

Jarek se quedó tan pálido como la cal que cubría las paredes del hogar.

–No… No es posible. No puedes ser tú.

–Sí, sí que lo soy. Y cuanto antes lo afrontes, antes aceptarás lo que

debes hacer.

- 341 -
–Solo fue un terrible accidente.

–¿Ese es el cuento en el que te escudas? No te engañes. Tú fuiste quien

sacaste el cuchillo, no yo. Me rajaste. Y con aquel gesto me sentenciaste. Ha

llegado la hora de que seas tú quien sufra…

–¡No! Tan solo eres un producto de mi imaginación. ¡Márchate!

Gritó Jarek aterrorizado.

Miró en todas direcciones y lo único que se le ocurrió fue ocultarse en el

interior del armario, igual que si se tratara de un niño huidizo ante la imaginaria

presencia de un monstruo que se ocultaba bajo la cama.

Allí pasó varias horas hasta que se finalmente se durmió una vez más.

*****

Un sonido de nudillos aporreando lo que le pareció la puerta de su casa

lo despertaron.

Tembloroso y con cierto deje de angustia, se dirigió hasta la hoja de

madera.

–¿Quién es?

Dijo con un hilo de voz que no parecía la suya.

–Soy yo, Otto. Ábreme, Jarek. Te lo ruego.

En cuanto escuchó esa voz amiga abrió con urgencia la puerta y le hizo

pasar. Luego cerró con la misma rapidez como si temiera que algo o alguien no

invitado se filtrara a través de ella.

–Jarek. Solo quería saber cómo estabas –comentó con la cabeza gacha

portando una botella de licor en una mano y en la otra una olla de barro.

Viendo que éste no respondía, prosiguió.

- 342 -
–Mi madre te ha preparado un poco de gulasz. Sabe que es tu plato

preferido.

–Vaya. Mira a quien tenemos aquí. A ese cerdito rollizo y embustero. El

mismo que te protegió con sus viles engaños. El mismo que dijo que ese cuchillo

era mío.

–No, por favor. Para ya…

–Pero, ¿de qué hablas, Jarek?

Respondió Otto con una mueca de alarma.

–Tienes que matarlo…

–¿Pero por qué? No, por favor. Te lo ruego. No me martirices más. ¿No

te basta con la culpa que me atormenta?

–Jarek… Amigo, no te encuentras bien. –Comentó su camarada dejando

ambos obsequios sobre una mesa de roble y con la clara convicción de que su

amigo estaba enfermo.

–Ven conmigo. Te llevaré al doctor…

Continuó Otto ajeno a la conversación que se estaba produciendo y que

no era capaz de escuchar.

–¡Mátalo! Debes de pagar por lo que hiciste. Y qué mejor manera que

desangrar a tu compinche como el puerco que es…

–¡No puedo hacerlo!

–Sí, que puedes. Créeme. Lo que has padecido estos dos días no es nada

comparado con lo que puedo hacerte. Decide de una vez. Pero si vas a hacerlo

hazlo ya… Estás colmando mi paciencia.

Otto contemplaba atónito la escena cada vez más asustado, y sin saber

muy bien cómo actuar.

- 343 -
Jarek cerró los ojos con fuerza.

Sin mediar palabra se acercó hasta un pequeño escritorio donde

guardaba el papel y el tintero para la correspondencia, y cogió un abrecartas.

Su compañero, al verlo con esa afilada amenaza en la mano dio unos

pasos atemorizado.

–Tranquilo, amigo. Soy yo… ¿Qué vas a hacer con eso?

–Hazlo, maldita sea. ¡O convertiré tu vida un puñetero infierno!

Jarek igual que si fuera una marioneta manejada por unos hilos invisibles,

levantó el objeto punzante cogiéndolo por el mango mientras lo sostenía en alto

y apuntaba con el filo a su amigo.

–No, amigo. No lo hagas… Buscaremos ayuda.

Jarek ni siquiera lo escuchaba. Dio dos pasos en dirección hacia la

posición de Otto.

–Muy bien. Raja al cerdito…

En ese momento, Jarek emitió un gritó que inundó la instancia y hundió el

abrecartas hasta el mango.

–¡Nooooooo!

La cara de su amigo mutó en un mohín de espanto.

Jarek se había introducido el abrecartas en el oído. Su rostro permanecía

inalterable. Casi sonreía. Un hilo carmesí regaba su mejilla izquierda.

Por fin, la voz parecía haber desaparecido. Lo había conseguido.

No tardó en desplomarse mientras sentía que su vida se extinguía como

lo había hecho aquel diablo a medida que la sangre cubría el suelo bajo su

cabeza.

- 344 -
*****

Se despertó dos días más tarde tumbado en la cama de una amplia

habitación aséptica, y rodeado de numerosas personas. Una enfermera que

pasó por delante de él le confirmó que se hallaba en un hospital. Un tubo salía

de su brazo hasta una botella de cristal que contenía un líquido incoloro.

Otto, estaba su lado, durmiendo en una silla.

«Así que pese a todo, no me has abandonado.»

Pensó con una mueca de felicidad pese al dolor que sentía en el lado

izquierdo de su cara, el cual estaba vendado.

–Por supuesto que no. ¿Acaso creías que te librarías tan fácilmente de

mí?

Jarek perdió la sonrisa y palideció por momentos.

–No. No puede ser…

–A ver si lo entiendes de una vez. Estoy adherido a ti igual que un tumor.

No te dejaré tranquilo. Pienso hacer que cada día lamentes el momento en que

nuestras vidas se cruzaron.

–Por… por favor. Déjame, dime qué es lo que quieres. Pero no me

atormentes más. –Dijo en un susurro casi inaudible.

–Ya sabes lo que quiero. Su vida. O en caso contrario, la tuya…

Jarek miró con ojos esquivos a su camarada que dormía plácidamente a

su vera.

Con un dolor más fuerte incluso que el padecido aquellos días latiendo en

lo más hondo de su ser, se incorporó para recoger el recipiente de cristal que

seguía conectado a su extremidad.

Miró una vez más a Otto. Una última vez. Una despedida.

- 345 -
–Lo siento…

Se lamentó mientras agarraba del pelo a su amigo estrellando el objeto

contra su rostro y clavando después con saña un pedazo de cristal en su cuello.

Por segunda vez en su vida un líquido tibio corrió como un río por sus manos.

Pero esta vez fue acompañado de otro fluido, que no era otro que sus propias

lágrimas.

*****

Jarek llevaba días en una habitación acolchada del Sanatorio de Zofiówka

para enfermos mentales cerca de Varsovia después de asesinar a sangre fría a

su único amigo. Dictaminaron que algo andaba mal en su cabeza y lo encerraron

allí para evaluarlo.

En su soledad, tan solo podía pensar en el acto tan atroz que había

cometido.

¿Cómo había sido capaz?

Se sentía tan solo y desamparado…

–Jaaaaaared.

El antiguo telegrafista se incorporó como pudo de un salto embutido en la

camisa de fuerza que le habían puesto, en parte, por su propia seguridad.

–¡No! Me dijiste que si lo mataba me dejarías en paz.

–Eso no es del todo cierto. Te dije que si no lo hacías, haría de tu vida un

infierno. Pero jamás dije que me marcharía…

–¡Perro embustero! ¡Maté a mi mejor amigo para nada!

- 346 -
–Bueno, al menos me sigues teniendo a mí. Y créeme, voy a asegurarme

de que tengas una larga vida. Esto es solo el comienzo de lo que te aguarda,

“amigo”…

Jarek se dejó caer en silencio y sin decir una sola palabra. Con una

expresión vacía. Muerta. Igual que si fuera la de un juguete roto, y que de alguna

manera recordaba a la que le dedicó la propia Janina no tanto tiempo atrás en

su propia casa.

*****

Mientras Jarek enloquecía en su celda almohadillada, Janina Jakov

tomaba un tren en dirección a Varsovia. Ni siquiera se molestó en cobrar los

honorarios que le restaban del trabajo realizado ese mes.

Simplemente desapareció sin más.

Cuando su jefe, el señor Pawlak, intentó localizarla en la ciudad, descubrió

que la dirección que facilitó, así como las referencias que aportó, eran falsas. Ni

si siquiera su nombre figuraba en ningún tipo de registro.

Lo único que Pawlak encontró en un cajón de su mesa, y que

probablemente se olvidó con las prisas, fue un extraño objeto hecho con lo que

parecían ser pequeños fragmentos de hueso, atados a unos pocos mechones

de pelo rizado y rojizo muy parecido al de Jarek, y varias raíces y trozos de

ramas, que llevaban largo tiempo secas.

- 347 -
SOBRE EL AUTOR

David P. Yuste (Cádiz, 1981). Apasionado de los videojuegos, las

películas y las novelas de terror desde mi más tierna infancia. Criado entre

discos de Led Zepellin, Santana, The Doors... Además, tuve los mejores

maestros, sin duda los libros que se acumulaban (y siguen acumulándose

hoy día en mis estanterías). De entre ellos, destacar autores como Stephen

King, Richard Matheson, o clásicos como Becquer, Poe o Lovecraft

(nunca sabrán cuánto les debo).

Algunas de mis publicaciones: la novela “Nunca hables con el diablo” Cazador de Ratas

(2018), Antología “Madre de monstruos” Tinta Púrpura (2018), Antología “España Punk”

Cazador de Ratas (2018). Artículo para el número VI del Fanzine/ Revista física La Cabina

de Nemo sobre el cine de terror de los ochenta (Sep. 2019). He participado recientemente

con un relato en el número XV de la Revista SuperSonic Magazine (Nov. 2019). Además,

he tenido la suerte de aparecer en los números del IX al XII de esta revista.

Últimos certámenes y premios: finalista en el Certamen de relatos del Festival Internacional

Algeciras Fantastika en 2017 y 2019. Finalista en el concurso de microrrelatos organizado

con motivo de El día del Tentáculo (Sep. 2019). Accésit en el II Certamen de relatos del

Festival Internacional de Cine Fantástico de Castilla y León Terroríficamente Cortos (Nov.

2019).

Actualmente inmerso en varios proyectos de novela y ensayo. En los próximos meses

tendré una nueva publicación de la mano de Editorial Titanium.


Ilustración de Fortuné Louis Méaulle (1844-1901)
Revista de ficción especulativa

Ilustración de Horacio Bordón

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