Parafraseo

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“Una larga y arraigada tradición religiosa estima que el premio eterno sólo se alcanza mediante

ingentes sacrificios personales.


La idea del paraíso, por esta razón, brota de una humilde imaginación que habla de escollos y de
esforzados merecimientos.
La aflicción representa la garantía para un gozo postergado hasta la otra vida, de suerte que el
disfrute de alguna recompensa anticipada se considera inmerecido y se entiende como el anuncio
cierto de una próxima desgracia”
Una tradición religiosa antigua y extensa, considera que el premio eterno será alcanzado
únicamente por grandes sacrificios personales.
Por lo cual, la idea del paraíso emerge de una humilde imaginación tratada por riesgos y los
merecidos méritos.
La aflicción sería el costo para una siguiente vida llena de felicidad, si por casualidad posees una
recompensa anticipada no la merecerías y se comprendería como un anuncio de una desgracia
que se acerca.

Margarita Pareja era (por los años de 1765) la hija más mimada de don Raimundo Pareja,
caballero de Santiago y colector general del Callao.
La muchacha era una de esas limeñitas que, por su belleza, cautivan al mismo diablo y lo
hacen persignarse y tirar piedras. Lucía un par de ojos negros que eran como dos torpedos
cargados con dinamita y que hacían explosión sobre las entretelas del alma de los galanes limeños.
Margarita Pareja era la hija más consentida de Don Raimundo Pareja, caballero de Santiago y
colector general del Callao. Margarita era una limeña muy conocida por su gran belleza, sus ojos
negros eran lo más atractivo de ella para los jóvenes.

Llegó por entonces de España un arrogante mancebo, hijo de la coronada villa del oso y del
madroño, llamado don Luis Alcázar. Tenía éste en Lima un tío solterón y acaudalado, aragonés,
rancio y linajudo, y que gastaba más orgullo que los hijos del rey Fruela.

Por supuesto que, mientras le llegaba la ocasión de heredar al tío , vivía nuestro don Luis
tan pelado como una rata y pasando la pena negra. Con decir que hasta sus trapicheos eran al
fiado y para pagar cuando mejorase de fortuna, creo que digo lo preciso.

Llegó casi después un muchacho llamado Luis Alcázar que era orgulloso y desvergonzado, sobrino
de Don Horato, un hombre rico y soltero, pero de malas virtudes. Sin embargo, Don Luis había
venido a Lima sin nada, esperando la herencia que le dejaría su tío, tan solo se fiaba para obtener
lo necesario en su llegada.

En la procesión de Santa Rosa conoció Alcázar a la linda Margarita. La muchacha le llenó el ojo y le


flechó el corazón. La echó flores, y aunque ella no le contestó ni sí ni no, dio a entender
con sonrisitas y demás armas del arsenal femenino que el galán era plato muy a su gusto. La
verdad, como si me estuviera confesando, es que se enamoraron hasta la raíz del pelo.

Ambos se conocieron en la procesión de Santa Rosa y Alcázar se enamoró a primera vista de ella,
mientras que Margarita no le decía nada, por su gestos y miradas se comprendía que ella también
estaba enamorada.
Como los amantes olvidan que existe la aritmética, creyó don Luis que para el logro de sus
amores no sería obstáculo su presente pobreza, y fue al padre de Margarita y, sin muchos
perfiles, le pidió la mano de su hija.

A don Raimundo no le cayó en gracia la petición, y cortésmente despidió al postulante, diciéndole


que Margarita era aún muy niña para tomar marido, pues, a pesar de sus diez y ocho mayos,
todavía jugaba a las muñecas.

Pero no era ésta la verdadera madre del ternero. La negativa nacía de que don Raimundo no
quería ser suegro de un pobretón; y así hubo de decirlo en confianza a sus amigos, uno de los
que fue con el chisme a don Honorato, que así se llamaba el tío aragonés. Este, que era más altivo
que el Cid, trinó de rabia y dijo:

--¡Cómo se entiende! ¡Desairar a mi sobrino! Muchos se darían con un canto en el pecho por


emparentar con el muchacho, que no le hay más gallardo en todo Lima. ¡Habráse visto
insolencia de la laya! Pero ¿adónde ha de ir conmigo ese colectorcito de mala muerte?

Ambos olvidaron que Don Luis lucía pobre en su momento y él creyó que no habría ningún
inconveniente para declararle el amor que sentía por Margarita a su padre. Pero a Don Raimundo
le dio risa la situación y lo despidió con la excusa que Margarita era muy joven para ese
compromiso.

Sin embargo, Don Raimundo no buscaba juntarse con la gente de esa clase económica y les contó
a todos sus amigos lo sucedido, llegando así hacia Don Horato quien enojado dijo que muchas
muchachas estarían encantadas con ser pareja de su sobrino, ya que era un joven muy atractivo.

Margarita, que se anticipaba a su siglo, pues era nerviosa como una damisela de hoy, gimoteó y se
arrancó el pelo, y tuvo pataleta, y si no amenazó con envenenarse fue porque todavía no se
habían inventado los fósforos.

Margarita perdía colores y carnes, se desmejoraba a vista de ojos, hablaba de meterse monja y no


hacía nada en concierto.

--¡O de Luis o de Dios!--gritaba cada vez que los nervios se le sublevaban, lo que acontecía una


hora sí y otra también.

Alarmase el caballero santiagués, llamó físicos y curanderas, y todos declararon que la niña tiraba


a tísica y que la única melecina salvadora no se vendía en la botica.

O casarla con el varón de su gusto, o encerrarla en el cajón de palma y corona. Tal fue


el ultimátum médico.

Margarita estaba muy triste y enojada con todo esto que poco a poco se iba deteriorando y
amenazó diciendo que sería monja si no le dejaba casarse con Don Alcázar. Su padre asustado de
su estado llamó a toda clase de sanadores y todos afirmaban que no podían hacer nada por ella ya
que eso no era nada físico y si no quería perderla debía casarse con el joven.
Don Raimundo (¡al fin padre!), olvidándose de coger capa y bastón, se encaminó como loco a casa
de don Honorato, y le dijo:

--Vengo a que consienta usted en que mañana mismo se case su sobrino con Margarita, porque si
no la muchacha se nos va por la posta.

--No puede ser--contestó con desabrimiento el tío--. Mi sobrino es un pobretón,  y lo que usted


debe buscar para su hija es un hombre que varee la plata.

El diálogo fue borrascoso. Mientras más rogaba don Raimundo, más se subía el aragonés a la


parra, y ya aquél iba a retirarse desahuciado, cuando don Luis, terciando en la cuestión, dijo:

--Pero, tío, no es de cristianos que matemos a quien no tiene la culpa.

--¿Tú te das por satisfecho?

--De todo corazón, tío y señor.

Don Raimundo tomó una decisión y fue directo hacia la casa de Don Horato y le pidió su
consentimiento para que ambos jóvenes se casaran al día siguiente, o Margarita podría morir. Don
Horato negó y le dijo que como su sobrino era pobre no era buen partido para su clase y que era
mejor buscar a alguien digno. Don Luis interviniendo le dijo que sí quería casarse con Margarita
porque la amaba y no era digno de cristianos matar a alguien inocente.

--Pues bien, muchacho, consiento en darte gusto; pero con una condición, y es ésta: don
Raimundo me ha de jurar ante la Hostia consagrada que no regalará un ochavo a su hija ni la
dejará un real en la herencia.

Aquí entabló nuevo y más agitado litigio.

--Pero, hombre--arguyó don Raimundo--, mi hija tiene veinte mil duros de dote.

--Renunciamos a la dote. La niña vendría a casa de su marido nada más que con lo encapillado.

--Concédame usted entonces obsequiarla los muebles y el ajuar de novia.

--Ni un alfiler. Si no acomoda, dejarlo y que se muera la chica.

--Sea usted razonable, don Honorato. Mi hija necesita llevar siquiera una camisa para reemplazar
la puesta.

--Bien; paso por esa funda para que no me acuse de obstinado. Consiento en que le regale la
camisa de novia, y san se acabó.

Don Horato le permitió casar a su sobrino con su hija, pero si Don Raimundo prometía que
Margarita no obtuviera una herencia. Don Raimundo al principio dudo y le dijo que no podía
hacerle eso a su hija, Don Horato argumento que ella se vendría a vivir con su sobrino con ningún
bien o sino no había matrimonio. Don Raimundo le pregunto si podría siquiera darle una camisa de
cambio y Don Horato le permitió regalarle la camisa de su boda.

Al día siguiente don Raimundo y don Honorato se dirigieron muy de mañana a San Francisco,
arrodillándose para oír misa, y, según lo pactado, en el momento en que el sacerdote elevaba la
Hostia divina, dijo el padre de Margarita:

--Juro no dar a mi hija más que la camisa de novia. Así Dios me condene si perjurare.

Al día siguiente Don Horato y Don Raimundo fueron a misa y Don Raimundo al momento que la
Hostia Divina era levantada prometió no darle nada a su hija, excepto su camisa nupcial.

II

Y don Raimundo cumplió ad pedem litterae su juramento, porque ni en vida ni en muerte dio
después a su hija cosa que valiera un maravedí.

Los encajes de Flandes que adornaban la camisa de la novia costaron dos mil setecientos duros,
según lo afirma Bermejo, quien parece copió este dato de las Relaciones secretas  de Ulloa y don
Jorge Juan.

Item, el cordoncillo que ajustaba al cuello era una cadeneta de brillantes, valorizada en treinta
mil morlacos.

Los recién casados hicieron creer al tío aragonés que la camisa a lo más valdría una onza; porque
don Honorato era tan testarudo, que, a saber lo cierto, habría forzado al sobrino a divorciarse.

Convengamos en que fue muy merecida la fama que alcanzó la camisa nupcial de Margarita
Pareja.

Lo concluyente de esta historia es que la camisa Nupcial de Margarita equivaldría unos dos mil
setecientos duros y el cordón que ajustaba el cuello unos treinta mil morlacos, ya que Don
Raimundo nunca prometió cual sería el valor de aquella prenda. Ambos jóvenes guardaron en
secreto del valor a Don Horato, ya que al saber la verdad haría que se divorciaran.

Una mañana, un muchacho llamado Santiago estaba haciendo ejercicio para bajar de peso. Él
estaba un poco subido de peso, pero estaba decidido a llegar a su medida correcta para poder
seguir su sueño de ser un patinador.
Sabía que para poder lograrlo debía ganar una beca hacia otro país y viajar al extranjero para
aprender más de aquel deporte, ya que en su país no estaban familiarizados con ese deporte.
Él era un joven estudioso y tenía buenas notas a sí que nadie lo detendría. Él no tenía el apoyo de
nadie, sus padres y sus amigos lo habían dejado cuando se enteraron que quería ser deportista.
Santiago se dijo-.” No puedo rendirme, debo hacerlo para mí”.
Y así lo hizo, bajo de peso, consiguió su beca en Estados Unidos, entrenó muy duro para poder
pisar una pista de hielo y con mucho esfuerzo ganó el Grand Prix de patinaje sobre hielo, donde
dio todo su alma y corazón en su coreografía. Todos sus conocidos que alguna vez lo dejaron de
lado se quedaron asombrados de su logró. Santiago se dijo a sí mismo- “Al final todo valió la
pena”.

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