El Príncipe Nicol+ís Maquiavelo

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Nicolás Maquiavelo

El Príncipe

Prólogo, traducción y notas de


Miguel Ángel Granada

Alianza editorial
El libro de bolsillo
Título original: IL Prínc ipe (1532)

Primera edición en «El Ubro de bolsillO»: 1981


T�era edición: 2010
Primera reimpresión: 2011

Diseño de colección: Estudio de Manuel Esuada con l1 colaboración de Robeno


Turégano y I.,ynda Bounh
Diseño d<! cubiwa: Manuel Esrrada

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www.alianzaeditorial.es

ISBN: 978·84-206-6423-1
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Composición: Grupo Aoaya
Impreso en Novoprint, S. A.
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Índice

11 Introducción, por Miguel Ángel Granada


17 En los orígenes de El Príncipe: La correspondencia
con Vettori y el inicio de los Discorsi
24 Il Príncipe: su estructura interna
29 Sobre algunos conceptos maquiavelianos
33 Sobre el lenguaje de Maquiavelo y la presente tra­
ducción
37 Bibliografía

El Príncipe
43 Nicolás Maquiavelo al Magnífico Lorenzo de Me­
dici

De los principados
47 l. Cuántos son los géneros de principados y
por qué modos se adquieren
48 ll. De los principados hereditarios
49 ID. De los principados mixtos
59 IV. Por qué razón el reino de Darío, que había
sido ocupado por Alejandro, no se rebeló
tras la muerte de éste contra sus sucesores
63 V. De qué modo se han de gobernar las ciuda-
des o principados que antes de su adquisi­
ción se regían con sus propias leyes

7
65 VI. De los principados nuevos adquiridos con
las armas propias y con virtud
69 VII. De los principados nuevos adquiridos con
armas ajenas y por la fortuna
79 VIII . De los que llegaron al principado por me-
dio de crímenes
84 IX. Del principado civil
89 X. Cómo se bao de medir las fuerzas de todos
los principados
91 XI. De los principados eclesiásticos
95 :xn. Cuántos son los géneros de tropas y sobre
los soldados mercenarios
101 xm. De los soldados auxiliares, mixtos y propios
106 XIV. De lo que corresponde al príncipe en lo re-
lativo al arte de la guerra
109 XV. De aquellas cosas por las que los hombres
y sobre todo los príncipes son alabados o
censurados
111 XVI. De la liberalidad y la parsimonia
114 XVII . De la crueldad y de la clemencia, y si es
mejor ser amado que temido o viceversa
118 XVIII . De qué modo hao de guardar los príncipes
la palabra dada
122 XIX. De qué modo se ha de evitar ser desprecia-
do y odiado
134 XX. Si las fortalezas y otras muchas cosas que
los príncipes realizan cada dia son útiles o
inútiles
140 XXI. Qué debe hacer un príncipe para distin-
guirse
144 XXII. De los secretarios de los príncipes

8
146 xxm. Cómo se ha de huir de los aduladores
1 49 XXIV. Por qué han perdido sus Estados los prín-
cipes de Italia
151 XXV. En qué medida están sometidos a la fortu-
na los asuntos humanos y de qué forma se
les ha de hacer frente
1 55 XXVI. Exhortación a ponerse al frente de Italja y
liberarla de los bárbaros
161 Notas

9
Introducción

Niccoló Machiavelli nace en Florencia el3 de mayo de


1469, el mismo año que Lorenzo de Medlci (el Magnifi­
co) asumía el control y el poder real sobre la República
florentina que su familia venía ejerciendo desde el retor­
no de Cosme el Viejo en 1434 y que iba a mantenerse
ininterrumpidamente hasta 1494. Son los años en los
que la política italiana se encuentra equilibrada entre las
cinco potencias firmantes de la paz de Lodi (1454; Mi­
lán, Venecia, Florencia, el Papa y Nápoles); son también
los años en que la cultura .florentina alcanza su apogeo
con la restauración platónica de Ficino y Pico della Mi­
randola, con los logros en pintura, escultura y arquitec­
tura, y con la poesía del propio Lorenzo y de Poliziano.
Pero son también años en que se aprecia un estancamien­
to de la actividad económica en Florencia y en Italia, en
los que el comercio y la actividad financiera se resienten
mientras la antaño emprendedora oligarquía mercantil y

ll
Migud Ángd Granada

financiera se feudaliza a un ritmo creciente en un vario­


pinto proceso de acercamiento a la antigua nobleza
rural.
Sin embargo, esta situación de equilibrio se rompe
cuando en 1494 (dos años antes había muerto Lorenzo)
el rey de Francia baja con sus ejércitos a Nápoles. Ese
año señala el comienzo de una nueva fase en la historia
italiana y europea: desde ese momento, Ja política italia­
na deja de ser autónoma y la península se convierte en el
escenario donde las nuevas monarquías europeas (Fran­
cia, España) dirimen sus pretensiones a la hegemonía
militar y poütica en Europa. La nueva fase se caracteri­
za, pues, por la aparición del Estado moderno (justo lo
que falta en Italia y a lo que Maquiavelo pretende movi­
lizar mediante su Príncipe) sobre la base de la unifica­
ción del cuerpo social en torno al soberano, de la confi­
guración de una administración centralizada y, sobre
todo, de la formación de un ejército directamente a las
órdenes del monarca. Esta inserción de Italia en la polí­
tica global europea, la inmediata tradición y desarrollo
políticos y culturales de Italia (singularmente -como es
obvio- de Florencia) constituyen el marco en el que hay
que situar toda lectura de Maquiavelo. Las reflexiones
de índole general que sobre el «poder» suscita su obra
-y especialmente El Príncipe- no pueden perder de vis­
ta esta inserción, y sobre todo el propósito del autor de
incidir y actuar sobre la situación de crisis para efectuar
una mutación política en Italia que regenere la antigua
virtú.
La excursión por Italia de Carlos VIll de Francia tiene
como consecuencia la expulsión de Florencia de los Me-

l2.
Introducción

dici y la restauración de una República de fuerte conte­


nido popular, que se mantendrá hasta 1512, fecha en que
los Medid retornan de nuevo a Florencia y al poder.
En los primeros años la nueva República florentina (has­
ta 1498) aparece dominada por la poderosa figura del
fraile Girolamo Savonarola, cuya oposición anterior al
dominio mediceo, unida al cumplimiento de sus profe­
cias y a sus exigencias de regeneración politica, social y
religiosa le proporcionaron en los primeros años de la
República un extraordinario prestigio y una amplia adhe­
sión entre la población florentina. Cuando la estrella del
fraile comienza a declinar, nos encontramos con los pri­
meros testimonios de Maquiavelo: una candidatura falli­
da a un empleo de secretario de la cancillería de la Repú­
blica y la importantísima carta dd 9 de marzo de 1498
acerca de los movimientos finales de Savonarola.
El19 de junio de ese mismo año Maquiavdo era elegi­
do finalmente secretario de la Segunda Cancillería de la
República; al mes siguiente añadiría a ese puesto el de se­
cretario del Consejo de los Diez (Dieci di Bali'a) a cuyo
cargo estaba el control de la diplomacia y la dirección
de la guerra. Todavía en1507 recibiría además d cargo de
secretario de los Nueve de la Milicia, el organismo en­
cargado de efectuar el reclutamiento y la organización
de la milicia ciudadana para garantizar la defensa de la
Repúblicaal margen de las armas mercenarias y auxilia­
res. Maquiavelo conservó esa posición hasta que en1512
el desenlace de la Liga Santa contra Francia trajo consi­
go la derrota de la República y el retorno de los Medid.
Entonces Maquiavelo fue depuesto de todos sus cargos
y condenado al ocio forzado que le permitiría escribir

13
Miguel Ángel Gnmada

sus grandes obras Ol Prinápe,los Discorsi sopra la prt·ma


decada di Tito Livio, el Arte della Guerra). Pero en el in­
termedio,sus largos años de ejercicio activo de la polfti­
ca le habían permitido conocer los entresijos de la po­
lftica italiana e internacional y los problemas de una
organización militar eficaz. Todo ello,unido a la asidua
meditación sobre la obra de los historiadores antiguos,
configura la «lunga esperienza delle cose modeme et una
continua lezione delle antique»sobre la que se funda su
sabiduría polftica,atenta siempre «alla veritaeffettuale
della cosa»y no «alla immaginazione di essa».
En efecto, aunque g i noramos al medida en que Ma­
quiavelo pudo profundizar en la lectura de las «histo­
rias»durante los duros yactivos años de su ejercicio pro­
fesional como secretario de la República, sin embargo,
este contacto directo y permanente con !a problemática
polftica y militar contemporánea formó paulatinamente
al s arraigadas y firmes convicciones afirmadas en El Prín­
ápeen 1513. Su asistencia personal al asedio de Pisa en
1499le permitió comprobar la ineficacia militar y el pe­
ligro político de las tropas mercenarias y auxiliares (Prín­
ápe, XII-XITI); la misma trayectoria militar de César
Borgía en 1501y 1502y su propia experiencia como or­
ganizador de la milicia florentina le confirmaban en la
superioridad militar y la seguridad política de las «armas
propias». El mismo César Borgia -y su padre,el papa
Alejandro VI-le confirmaban el papel que en la política
juegan la astucia y el engaño,así como la necesidad de
«sapere bene usare la bestia e l'uomo»y el papel de la
«fortuna»y la <<virtud». Sus legaciones como mandatario
de Florencia ante el rey de Francia,ante el emperador

14
I.nrroducción

Maximiliano, ante el propio César Borgia y a Roma le


permitieron conocer las peculiaridades -base de la fuer­
za o la debilidad- de Francia, Alemania, Suiza, el papa
Julio II y César Borgia, que nos aparecen consignadas en
El Príncipe. Las legaciones le permitieron comprobar la
escasa consideración y «reputaciÓn>> de Florencia ante
los poderes con los que había recibido el encargo de ne­
gociar: Florencia merecía poco respeto (incluso despre­
cio; según El Príncipe, lo peor que puede ocurrir a un
gobernante o Estado) por su impotencia militar (su falta
de «armas propias»), por sus divisiones internas, por el
carácter vacilante, indeciso e irresoluto de su política.
Florencia era un ejemplo del riesgo mortal y la impoten­
cia politica de un comportamiento basado en la neutrali­
dad, la <<VÍa di mezzo>>, el retraso en la toma de decisio­
nes y el gobierno de los súbditos mediante el fomento de
las divisiones internas y la debilidad a la hora de reprimir
los levantamientos y rebeliones.
El hundimiento de la República en 1512 -según él,
consecuencia en gran medida de esa política- y la pérdi­
da de su empleo alejaron a nuestro autor del contacto di­
recto con la politica y lo redujeron a un ocio forzado que
sólo daba cabida a la reflexión: retirado a sus pobres po­
sesiones de Sant' Andrea in Percussina, lo vemos mante­
ner a lo largo de 1513 una intensa correspondencia con
Francesco Vettori (embajador de Florencia ante el papa
León X, hijo de Lorenzo el Magnífico y sucesor de Ju­
lio II desde marzo de ese año) en la que se nos muestra
un esfuerzo -escasamente secundado por su amigo em­
bajador- por conseguir una vía de acceso a los Medici
que le permita encontrar una ocupación politica y aliviar

15
Migud Angd Granada

así la penosa situación económica en que se encontraba.


Maquiavelo no consiguió de los Medici ningún encargo
político, pero de su inactividad forzada surgirán sus tres
grandes obras. Sólo en 1520 recibirá de la todopoderosa
familia un empleo como cronista, del que surgirán las
Istorias Fiorentine. Tras algunos otros encargos de míni­
ma imponancia, Maquiavelo recibe comisiones de ma­
yor valor cuando estalla de nuevo la guerra entre España
(Carlos l) y la Liga de Cognac promovida por Francis­
co I de Francia. Cuando tras el saco de Roma se restable­
ce de nuevo la República antimedicea en 1527, Maquis­
velo es visto en esta ocasión demasiado vinculado a los
Medici y es marginado de los nuevos cargos políticos.
De esta forma, el viejo secretario moría en Florencia el
22 de junio de ese mismo año sin haber podido recupe­
rar el puesto perdido en 1512 y sin haber podido incidir
con su saber político en el curso de los acontecimientos.
Dejaba (además de las obras literarias e históricas y del
Arte de/la Gue"a, publicado en 1521) dos obras de dis­
tinto carácter, si bien complemenrarias (1l Principe y los
Discorsi, publicadas pósrumamente en 1531 y 1532) con
el propósito, puesto que su saber no había podido ser
puesto en práctica por él mismo, de que mostraran a los
hombres la verdad de las cosas para que actuaran políti­
camente de manera eficaz en pro de la regeneración de
Italia:

...No sé, pues, si yo mereceré ser contado entre los que se en­
gañan, si en estos discursos míos alabo demasiado los tiem­
pos de los antiguos romanos y censuro los nuestros. Y verda­
deramente si la virtud que entonces reinaba y el vicio que

16
lmroduccióo

ahora reina no fueran más claros que el sol, andaría al hablar


más comedido, temiendo incurrir en el engaño de que yo
acuso a algunos. Pero siendo la cosa tan manifiesta que todo
el mundo la ve, tendré el valor de decir abiertamente Jo que
yo veo de aquellos y de estos tiempos, a fin de que los ánimos
de los jóvenes que lean estos escritos míos puedan evitar es­
tos últimos y prepararse para imitar a aquéllos cuando la for­
tuna les dé la oportunidad. Porque es obligación del hombre
bueno enseñar a los demás el bien que por la malignidad de
los tiempos y de la fortuna tú no has podido llevar a cabo,
con el fin de que -siendo muchos capaces de ello- alguno de
entre ellos más querido por el Cielo pueda realizarlo (Discor­
sz; II, proemio).

En los orígenes de El Príncipe: la correspondencia


con Vettori y el inicio de los Discorsi

Cuando Maquiavdo da comienzo d 13 de marzo de 1513


a su correspondencia con Francesco Vettori parece bus­
car en ello dos cosas: encontrar una vía de acceso al favor
de los Medici y desfogarse de su pesar por la mala fortuna
que se ve obligado a soportar con resignación. Se tiene in­
cluso la impresión de que Maquiavelo se hubiera hecho el
propósito de desentenderse de la reflexión política, pero
su imerlocutor -acaso como recurso para no responder a
las demandas de Maquiavelo de interceder por él ante los
Medici- consigue desplazar enseguida d tono de la co­
rrespondencia hacia la problemática política.
En efecto, en su carta dd30 de marzo Vettori confesaba
-a propós ito de los avatares de la elección de León X-

17
Miguel Ángel Granada

el dominio absoluto de la fortuna en los asuntos huma­


nos y la incapacidad humana de previsión racional e in­
cidencia real en el curso de los mismos. En su respuesta,
Maquiavelo reafirmaba una vez más su confianza en la
inteligibilidad del acontecer histórico y en la posibilidad
de comprender racionalmente su desarrollo:

Si os ba resultado un fastidio el analizar las cosas, por haber


visto que muchas veces los hechos suceden en contra de los
análisis y de las concepciones que nos hacemos de ellos, te­
néis razón, pues Jo mismo me ha ocurrido a mí. Sin embar­
go, si yo pudiera hablaros, no podría evitar el llenaros la ca­
beza de castillos, porque la fortuna ha hecho que, no
sabiendo razonar ni del arte de la seda ni del arte de la lana,
ni de ganancias ni de pérdidas, deba razonar sobre el Esta­
do, y me resulta necesario o hacer propósito de callarme o
razonar sobre ello.

En las cartas que a continuación le dirige Vettori pasa


a plantear ya el tema de la tregua entre Francia y España,
la razón de la misma y la posibilidad de conseguir la
«paz» para Italia. Y Maqulavelo se deja atrapar: desde
este momento basta finales de agosto aborda las cuestio­
nes que le plantea su amigo en una correspondencia que
se va calentando con cada carta. Si en un primer momen­
to se contenta nuestro autor con discurrir hipotética­
mente, después pasa a exigir información factual para
evitar construir simples <<castillos»:

Señor embajador, yo os escribo más para satisfaceros que


porque sepa lo que digo; por eso os ruego que en vuestra

18
Inrroducción

próxima carta me informéis de cómo va el mundo, qué se


lleva entre manos, qué se espera y qué se teme, si queréis que
en estas materias tan importantes pueda razonar con funda­
mento (epístola del lO de agosto).

De la discusión epistolar con Vettori sobre la proble­


mática contemporánea italiana y de las perspectivas de
una solución favorable para Italia, Maquiavelo llegaba
en su carta del26 de agosto a las siguientes conclusiones:
la«paz» que amboshan intentado construir en sus cabe­
zas es difícil; la unión de los italianos invocada por Vetto­
ri, imposible; un posible ejército italiano, incapaz; los
suizos constituyen un peligro ante el cual no hay defensa
enItalia («Amigo mío, este río tedesco es tan grande que
se necesita un gran dique para contenerlo»). La epístola
terminaba así:

Y porque esto me aterra, quisiera poner remedio, y si Fran­


cia no basta, no veo ya remedio alguno y quiero comenzar
desde ahora a llorar con vos la ruina y esclavitud nuestra,
que si no se produce ni hoy ni mañana, se producirá, sin em­
bargo, mientras todavía estemos vivos. De esta forma Italia
tendrá esta deuda con el papa JuUo y con los queno pongan
remedio a la situación si todavía ahora es posible.

Conciencia, pues, apocalíptica, de desastre colectivo


inminente, cuya culpa corresponde a los italianos: a la
Iglesia, por su politica temporal y espiritual; a los prínci­
pes italianos, por su ambición y su cobardía, por la desi­
dia en formar ejércitos ciudadanos y por esa desidia que
los ha llevado a olvidar las necesarias «defensas» frente a

19
Miguel Angel Granada

la «riada» extranjera. No hay virtud, sino dependencia


rotal de la fortuna.
Pero tras esta carta la correspondencia se interrumpe:
Vettori no responde y, cuando el23 de noviembre reanu­
da el contacto, dice a Maquiavelo:

En verdad, no os respondí entonces porque temía que nos


ocurriera lo que me ha pasado alguna vez con el Panzano,
pues habiendo empezado a jugar con cartas viejas y malas, y
tras mandar a buscar otras nuevas, nos encontramos cuando
nos las trajo el criado con que a uno de los dos nos faltaba
dinero.

Pero tampoco Maquiavelo se había esforzado por


mantener la correspondencia, y cuando en carta del 1 O de
diciembre salía a su vez del silencio, nuestro autor nos
dice que durante ese tiempo ha residido en Sant'Andrea
in Percussina, leído a Dante y Petrarca, recordado sus vi­
vencias amorosas leyendo a Tibulo y Ovidio; habla tam­
bién de sus juegos a cartas con los campesinos del lugar
y de las frecuentes disputas que surgen. Y a continua­
ción nos dice:

Llegada la tarde, vuelvo a casa y entro en mi escritorio. En el


umbral me despojo de la ropa de cada dia, llena de fango y
porquería, y me pongo paños reales y curiales. Vestido de­
centemente entro en las antiguas cortes de los antiguos hom­
bres, donde -recibido por ellos amistosamente- me alimen­
to con aquella comida que es verdaderamente sólo mía y
para la cual nací. No me avergüenzo de hablar con ellos y de
preguntarles la razón de sus acciones, y ellos por su humani-

20
lntroducción

dad me responden; durante cuatro horas no siento pesa r al­


guno, me olvido de mdo afán, no remo la pobreza, no me
acobarda la muerte: todo me transfiero en ellos.

Ahora bien, si Vettori había interrumpido la corres­


pondencia temeroso del juego, con miedo de que las car­
tas con que jugaban fueran viejas y no pudieran adquirir
cartas nuevas, Maquiavelo ha ido hasta el final: sabedor
de que se necesitaban cartas nuevas, ha ido a por ellas
sin temor del precio, y el resultado -la carta nueva- es
EL Príncipe:

Y puesto que Danre dice que no hay ciencia sin retener lo


que se ha entendido, yo be anotado aquello de lo que por su
conversación he hecho capital y he compuesto uo opúsculo,
De Pritzcipatibus, en el cual profundizo cuanto puedo en las
particularidades de este tema, discutiendo qué es un princi­
pado, cuántas son sus clases, cómo se adquieren, cómo se
conseiVan, por qué se pierden. Y si alguna vez os ha agrada­
do alguna fantasía mía, ésta no os debería disgustar y debe­
ría ser grata a un príncipe y especialmente a un príncipe nue­
vo; por eso lo dirijo a Giulíano el Magnifico (ibídem).

A la redacción de El Príncipe Maquiavelo se había vis­


to inducido también por el desarrollo de los Discorsi. Se
admite generalmente que nuestro autor comenzó la re­
dacción de los Discorsi poco después de la pérdida de su
empleo de secretario de la Cancillería, y que fue tras el
capítulo XVII o XVIII del primer libro cuando aban­
donó esta obra para pasar a redactar de un solo golpe
El Príncipe. Pues bien, la lectura de estos primeros capí-

21
Migud Ángd Granada

tulos muestra el mismo proceso creciente de apasiona­


miento, de angustia por la situación contemporánea ita­
liana que se observa en la correspondencia. Tras discutir
sobre el origen del Estado y sus diferentes clases (capítu­
los I-ll), Maquiavelo señala (capítulo 111) como princi­
pio clave de la acción política la clara conciencia de la
naturaleza humana y su maldad. En el capítulo IX Ma­
quiavelo afirma que quien desee «ordenar» un Estado de
nuevo o reformarlo rotalmente al margen de sus antiguas
instituciones debe estar solo:

Jamás o raramente ocurre que alguna república o reino se


vea ordenada bien desde el principio o reformada de mane­
ra completamente nueva al margen de las viejas inscirucio­
nes, a no ser que sea ordenada por una sola persona; antes
bien, es necesario que sea uno solo quien dé el modo y de
cuya mente dependa cualquier ordenación de ese tipo. Por
eso un ordenador prudente de una república y que tenga la
intención de querer ayudar no a sí mismo, sino al bien co­
mún, no a su propia sucesión, sino a la patria común, debe
ingeoiárselas para apropiarse de toda la autoridad.

Y Maquiavelo citaba los ejemplos de Moisés y Rómulo


que luego aparecerán en El Príncipe.
A continuación, Maquiavelo muestra la función indis­
pensable de la religión como factor decisivo de la cohesión
social (<dazo» no de los hombres con la trascendencia, sino
de los hombres entre sí del entramado institucional) en los
capítulos XI-XV; pero, a diferencia del modelo de la Roma
antigua, la Italia contemporánea se caracteriza por la diso­
lución de los vínculos religiosos y el descrédito social de la

22
lnrroducci6n

religión por culpa de la Iglesia. Apenas queda en Italia res­


to de la antigua virtud y la materia humana parece haber
alcanzado -dentro del ciclo natural ascendente y descen­
dente de las cosas humanas- su grado más bajo de corrup­
ción. No es extraño, por tanto, que Maquiavdo (enlazan­
do con d capítulo IX) cooduya en los capítulos XVII y
xvm en los siguientes términos:

Y se puede extraer esta conclusión: donde la materia no está


corrompida, Jos tumultos y otros escándalos no hacen daño;
donde está corrompida, d buen ordenamiento institucional
no basta, a no ser que esté promovido por alguien que con
una extrema fuerza lo haga observar en tanto que la materia
se vudve buena, Jo cual no sé yo si ha ocurrido alguna vez o
si es posible que ocurra.

Las reflexiones de los Discorsi corrían, pues, parejas a


las manifiestas en d epistolario con Vettori: si Italia ha de
recuperar su libertad, expulsar a los bárbaros y salir de la
crisis, solamente es posible (por la extrema corrupción
de la materia humana) mediante la virtú de una poderosa
personalidad que sea capaz de infundir nueva/orma a di­
cha materia mediante un orden nuevo; la «carta nueva>>
que se necesitaba era un prinápe nuevo e t"nnovador. Mo­
vido por la urgencia de la situación, Maquiavelo abando­
na el trabajo metódico y lento de los Discorsi para abor­
dar la presentación en forma de manifiesto de la nueva
política mediante Il Príncipe.
Si ésta es la génesis histórica, personal y teórica de
El Príncipe, conviene, sin embargo, no olvidar que Ma­
quiavelo se planteó también su opúsculo como un medio

23

- -------------
-----
l\-tiguel Ángd Granada

para volver al ejercicio activo de la política al servicio de


los Medici. De ahí que pensara dedicar la obra a Giulia­
no de Medici y que a la muerte de éste Ja dirigiera a su
sobrino Lorenzo. No es lícito olvidar este propósito de
Ji
promoción personal como impulso de la obra, pero to­ 1
davía lo es menos realzarlo a costa de marginar los otros 1

factores que determinan su conrenido real y su impulso


emocional e ideológico.
1
1
Il Príncipe: su estructura interna

Maquiavelo redactó, por tanto, El Príncipe de un solo


golpe entre agosto y diciembre de 1513 (la dedicatoria a
Lorenzo es posterior, y se sitúa hoy entre diciembre de
1515 y septiembre de 1516) a partir de su asidua lectura
de las historias y su larga experiencia personal, pues
como decía a Vettori: «Quindid anni che io sono srato a
studio all'arte dello stato, non gli ho né dormiti né giuo­
cati.»
En la obra se distinguen cuatro partes fundamentales:
1) Capítulos I-XI: Se estudian las diferentes clases de
principados, cómo se adquieren y se conservan. Tras una
rápida mención de los principados hereditarios (capítu­
lo ll), se concentra Ja atención en el «principado nuevo»,
abordando primeramente el llamado «principado mix­
to» (capítulos III-V ). Pero la verdadera preocupación de
Maquiavelo (en conexión con el impulso que había dado
origen a la obra) es examinar los <cprincipados totalmen­
te nuevos» (en los que es nuevo el príncipe y la organiza­
ción política) junro con las diferentes formas de acceso a
Introducción

los mismos y Jos problemas generales que plantea su


conservación (capítulos VI-IX). Tras una primera consi­
deración sobre las fuerzas de Jos principados (capítu­
lo X), la primera parte termina con unas referencias al
principado eclesiástico (capítulo XI), donde resalta el
desprecio de Maquiavelo por Ja política temporal de la
Iglesia.
2) Capítulos XII-XIV: Partiendo del principio de
que el mantenimiento de la libertad y la conservación del
Estado depen.den de la autonomía, es decir, de la depen­
dencia exclusiva de sí mismo y de la capacidad de una
defensa eficaz, Maquiavelo aborda el problema de la se­
guridad y Jas armas: un Estado sólo es libre y seguro si
dispone de un ejército propio bien organizado sobre la
base del reclutamiento ciudadano; un príncipe, pues,
sólo puede mantenerse si dispone de «armas propias» y
él mi smo está al frente del ejército y de la pol itica militar.
Por las mismas razones las armas mercenarias y auxilia­
res muestran la dependencia y debilidad de dicho Esta­
do, y a la larga la necesaria conquista por quien de hecho
tiene la fuerza.
3) Capítulos XV-XXIII: Como la autonomía se ex­
tiende también a la esfera de la política interna, Maquia­
velo pasa a estudiar «cuál debe ser el comportamiento y
el gobierno de un príncipe con respecto a súbditos y ami­
gos» (capítulo XV). Abandonando la fácil tentación de
un recurso a la imaginación, nuestro autor desarrolla los
principios de una política rigurosamente <<realista», par­
tiendo de lo que las cosas realmente son y han sido y se­
rán siempre (no de lo que deberían ser), pues la polltica
debe basarse en lo que la naturaleza y pasiones humanas

25
l\lliguel Angel Granada

son inevitablemente: maldad, volubilidad, ingratitud,


ambición, envidia. Un príncipe (el Estado) debe basarse
en sí mismo: la ley, por un iado, y la fuerza, por otro (ca­
pítulo XVIll) , disfrazando -porque lo obliga la naturale­
za de las cosas y su movimiento- sus a primera vista in­
justas, inmorales e irreligiosas acciones porque la políti­
ca para la generalidad es el reino de las «apariencias», ya
que «todos ven lo que pareces, pero pocos palpan lo que
eres». Se ha de ser consciente de que es inevitable y ne­
cesario «pecar>> a veces para conservar el Estado y la li­
bertad, pero se ha de procurar por todos los medios no
incurrir en el odio y el desprecio del pueblo, porque és­
tos son los vicios o los males que hacen perder el Estado
(capítulo XIX). El príncipe debe, por el contrario, ganar
el consencimlento a su dominación: «La mejor fortaleza
es no ser odiado por el pueblo, porque po.r muchas for­
talezas que tengas, si el pueblo te odia, no te salvarán»
(capítulo XX). Ya en el capítulo IX había hecho men­
ción Maquiavelo de la necesidad de ganarse al pueblo
garantizando la libertad frente a las ansias de domina­
ción de los grandes. No se desarrolla en cambio en El
Príncipe, excepto una breve mención en el capítulo
XVIII, la función de cohesión e integración social de la
religión, ampliamente estudiada ya en los Discorsi.
4) Capítulos XXIV-XXVI: Tras mostrar el funda­
memo de toda política realista, tras haber dado los crite­
rios para evaluar la corrección o incorrección del com­
portamiento político, Maquiavelo asume directamente, a
modo de conclusión, la situación contemporánea italia­
na, rebasando las referencias ocasionales de capítulos
anteriores y volviendo al objeto central de sus preocupa-

26
Introducción

dones: las causas de la ruina de Italia y la posibilidad de


una regeneración que permita recuperar la libertad y
«ordenaD> un Estado moderno y eficaz como forma de
convivencia (de <<vivere civile»). Pero no se trata de vol­
ver a algo olvidado o que no ha estado presente en la re­
flexión anterior, sino de aswnir en el lugar que le corres­
ponde, es decir, dentro de los imperativos de la política
realista, el punto de partida de El Príncipe: la regenera­
ción política de Italia.
En el capítulo XXIV se expone a la luz del análisis an­
terior la causa del hundimiento italiano; en el capítulo
siguiente se debate el lugar que en el curso político co­
rresponde a virtud y fortuna, con el fin de refutar a quie­
nes desean disfrazar su incapacidad e ignorancia en la
presunta omnipotencia de la fortuna; con el fin también
de mostrar que la virtud y la audacia tienen un lugar im­
portante en el desarrollo y conclusión de la lucha políti­
ca. Tras ello queda la vía abierta para la <<exhortación»
final a la acción virtuosa y capaz que lleve a cabo el pro­
grama de liberar a Italia e infundir a la materia una nue­
va forma mediante un «orden» nuevo. No es, por tanto,
El Príncipe ni el realismo maquiaveliano un mero prag­
matismo anclado en la conservación y reproducción
de lo existente, limitado al ámbito del ser; el realismo de
Maquiavelo es la base fundamental de que se ha de par­
tir para pasar del ser al deber ser.
Hay que tener, además, en cuenta que el objeto pri­
mario de la atención de Maquiavelo es el «principado
completamente nuevo, tanto por su príncipe como por
su organización política» (capítulo VI). A pesar del de­
seo maquiaveliano de exhaustividad en la enwneración y

27
Miguel Ángel Granada

análisis de los principados, la obra se orienta desde el


principio hacia el estudio de esta variante, no sólo ob­
viando los principados hereditarios, sino incluso el prin­
cipado mixto. El interés del autor se dirige al principado
nuevo, y en César Borgía ve el modelo contemporáneo
de formación de un Estado nuevo en el sentido pleno y
absoluto del término (capítulo VII). Que el análisis de
los problemas planteados por la instauración y conserva­
ción del «principato al tutto nuovo» es el objetivo cen­
tral de Maquiavelo lo muestra, en primer lugar, el hecho
ya señalado de que ésta era, en opinión del autor, la úni­
ca vía para l a regeneración política italiana; lo muestran
también las constantes referencias al príncipe nuevo en
el curso de la tercera parte de la obra. Pero lo muestra
también el hecho de que El Príncipe parece empezar de
nuevo cuando en el capítulo VI se aborda esta forma de
principado: nos encontramos con un exordio muy eleva­
do, con una rotunda afirmación del prin.cipio de la imita­
ción de los antiguos (con todo lo que ello significa para
Maquiavelo) y con el extraordinario simil del arco y de la
flecha. Aquí aparece por primera vez la mención como
modelos de los grandes fundadores y legisladores (Moi­
sés, Ciro, Rómulo y Teseo), que se reasumirán en el capí­
tulo final, uniendo así la resurrección de la antigua virtú
italiana a la figura del príncipe nuevo que sea capaz con
su virtud personal de aprovechar la oportunidad que le
brinda la fortuna para informar la materia corrompida ita­
liana con sus nuevas instituco
i nes (ordimJ. Precisamente
en ese tratamiento aparecen las primeras menciones (en
El Príncipe se entiende) del papel de la fortuna, de la vir­
tud, la oportunidad (occasione), la materia y la forma.

28
lntroduccí6n

Sobre algunos conceptos maquiavelianos

La estructura de El Príncipe resulta, por tanto, a pesar de


su rápida redacción, tremendamente articulada y homo­
génea, con los capítulos finales, particularmente el último,
íntimamente engarzados como sustrato justificador a to­
dos los anteriores. Sin embargo, El Príncipe no puede (ni
debe) ser leído ignorando los Discorsi, pues es en esta
obra donde encontramos el sustrato teórico y filosófico
que El Príncipe (obra breve, rápida y atenta a movilizar)
apenas desarrolla, pues normalmente actúa soterrada­
mente como presupuesto tácito que sólo se explicita en
forma de aforismos y máximas de una cohesión extrema,
y por ello terriblemente impactames sobre el lector.
Mientras que en El Príncipe las relaciones entre el
príncipe y la materia humana que es informada con un
nuevo orden son presentadas solamente en una direc­
ción, es decir, desde el príncipe -único detentador de la
virtú frente a una materia pasiva-, los Discorsi presentan
de manera complementaria la virlú de la materia, de las
leyes de la religión, de los ordini. No es extraña esta si­
tuación: El Príncipe está atento fundamentalmente a de­
linear la figura del príncipe «al tuno nuovo», su adquisi­
ción del poder y su afianzamiento con medidas de fuerza
(vid. capítulo VI); los Discorsi están además atentos al
mantenimiento de este nuevo orden tras su informador y
legislador, y para Maquiavelo está claro que en este caso
el factor decisivo es la bondad de las instituciones y la
virlú popular, «guardia de la libertad».
En los Discorsi encontramos además la concepción
maquiaveliana de la historia, concepción puramente in-
Migud Angd Granada

manente, que ha abandonado toda perspectiva trascen­


dente y escatológica; para Maquiavelo la historia es una
permanente manifestación de lo mismo, coíncidente -allí
donde un Estado puede desarrollar plenamente su ciclo
vital- con un ascenso hacia la máxima perfección y vir­
tud y el descenso hacia el máximo grado posible de de­
generación, desorden, corrupción y vileza. Los Discom:
además, nos formulan plenamente la concepción ma­
quiaveüana de la naturaleza humana: el hombre tiene
una naturaleza y pasiones constantes, idénticas, determi­
nantes de su acción: la ambición, la envidia, la impacien­
cia, la sed de venganza... Ello origina un movimiento en
las relaciones humanas que escapa al control humano
produciendo el desorden, la corrupción, pero que (aun­
que a primera vista parezca paradójico) genera siempre
los mismos accidentes porque las causas -las pasiones­
son siempre las mismas. Por eso es siempre igual la his­
toria humana, y por eso pueden funcionar las istorie
como «magistrae virtae>>, como fuente de saber.
El desorden y la inseguridad generados por la ambi­
ción y la naturaleza humana espontánea solamente pue­
den ser evitados mediante el Estado, es decir, solamente
el orden estatal garantiza una organización de la convi­
vencia humana donde las pasiones y los «humores socia­
les» (grandes y pueblo; véase El Prínc ipe, IX) discurren
«senza nuocere». Con ello el Estado introduce un orden
estable, una ordenación del movimiento en una direc­
ción, tanto más permanente cuanto mayor ha sido la sa­
biduría del legislador al ordenarlo y prever los acciden­
tes determinando la forma de abordarlos. Ahora bien,
puesto que la previsión nunca puede ser completa, ni los

30
Introducción

ordini estatales absolutamente moldeables a los acciden­


tes; puesto que ni la religión ni la educación conservan
siempre su calidad formadora del ciudadano, llega un
momento en que comienza el más o menos rápido des­
censo hacia la corrupción y el desorden. En este caso so­
lamente hay dos medios de hacer &ente a la situación:
«retorno al principio» (e&. Discorsz; m, 1 ) , y cuando la
degeneración es completa, caso precisamente de Italia,
el «príncipe nuevo» que cree un nuevo ordenamiento es­
tatal.
Con su construcción del mito del «príncipe nuevo»,
Maquiavelo y El Príncipe llaman a la acción al individuo
capaz de realizar con su virtud esta tarea no sólo necesa­
ria, sino además posible, puesto que el momento presen­
te (capítulo XXVI) da amplia ocasión y oportunidad para
ello. La misma figura de César Borgia (capítulo VII)
muestra la gran capacidad creadora de la virtud, y la ex­
hortación a la decisión y al arrojo con que se cierra el ca­
pítulo XXV tiende a fortalecer la fe en la viabilidad del
proyecto. Y sin embargo, la duda ensombrece el ánimo
del mismo Maquiavelo, expresando en la figura mítica
de la fortuna el contrapunto de la virtud todopoderosa.
No podemos olvidar que con El Príncipe Maquiavelo
pretendía inaugurar (vid. capítulo XV) una nueva cien­
cia -la política- y que todo el tratado tiene las caracterís­
ticas de un estudio «realista>> o científico (sin las mixtifi­
caciones de la imaginación) de las distintas formas de
principado y los principios de su gobierno. Por ello, por
la autoexigencia de análisis realista, Maquiavelo no pue­
de dejar de reconocer que el fracaso de César Borgia (ca­
pítulo VII) , achacado a la fortuna, es, en realidad, conse-

31
Migud Á.ngd Granada

cuencia de su propia ignorancia (del límite de su virtud);


Maquiavelo se ve obligado a reconocer -en el curso de
su análisis más pormenorizado de la fortuna a Jo largo
del capítulo "XXV- que en realidad ésta es el fruto de la
propia acción humana («si se cambiase de naturaleza de
acuerdo con los tiempos y las cosas, nunca cambiaría
la fortuna», ibídem), pues es el hombre quien la hace y la
constituye con su desconocimiento del conjunto de la rea­
lidad (los hombres tienen «la vista corta») y con la inca­
pacidad de adaptar su manera de actuar a la realidad
efectual y concreta (la naturaleza humana no es lo sufi­
cientemente dúctil para adaptarse a la «condición de los
tiempos»). Precisamente por eso <<Varían los tiempos» y
la fortuna somete a los hombres bajo su yugo: «Y verda­
deramente quien fuera tan sabio que conociera los tiem­
pos y el orden de las cosas y se acomodase a ellos, tendría
siempre buena fortuna o se guardaría de la mala, y así
vendría a ser verdad que el sabio gobierna los astros y los
hados. Pero, puesto que de estos sabios no se encuen­
tran, teniendo los hombres, en primer lugar, la vista cor­
ta y no pudiendo además gobernar su propia naturaleza,
sigue de ello que la fortuna varía y gobierna a los hom­
bres y los tiene bajo su yugo» (Ghiribizzi a Soderini de
1506 , pero asumido en Príncipe, XXV).
Asi pues, no hay garantía total de éxito en la empresa,
pero a pesar de todo hay que intentarlo teniendo presen­
te que la fortuna está más con los audaces que con los in­
decisos. El Príncipe, obra pasional y movilizadora, llama­
da a la acción, no podía terminar con la conclusión de
incertidumbre emanada de la sabiduría política; debía
terminar -en tensión con ella- apelando (profética, as-

32
lm:roducción

trológica y naturalisticamente) a la condición favorable


de los tiempos (la oportunidad dada por Fortuna, capí­
tulo XXVI) y sobre todo a la ineludibilidad de la acción
misma: aunque sólo haya escasas posibilidades de triunfo,
la virtud debe emplearse rotalmente porque no hay otro
camino. Sic/ata /erunt: es la dimensión Lrágica de la políti­
ca, consustancial al modo de pensar maquiaveliano.

Sobre el lenguaje de Maquiavelo


y la presente traducción

Maquiavelo ha sido calificado como el mejor prosista de la


lengua italiana, y El Príncipe presenta todas las caracterís­
ticas del estilo de su autor. En primer lugar, el espíritu po­
lémico: Maquiavelo parece estar discutiendo constante­
mente con un interlocutor ideal, y los constantes cambios
en el uso de los pronombres -el paso de la tercera a la se­
gunda persona- son la mejor prueba de ello. El Prínápe
muestra también la peculiar forma maquiaveliana de
proceder en el análisis y en la reflexión: a partir de alter­
nativas -disyunciones exclusivas- y las implicaciones de
sus partes constituyentes, que nos testimonian su oposi­
ción a las vías intermedias. En El Príncipe alcanza, ade­
más, su manifestación culminante la condensación de
largas reflexiones y análisis en aforismos y máximas de tre­
menda dureza y capacidad persuasiva sobre el lector. El
lenguaje de Maquiavelo se impone, en fin, por su ex­
traordinaria riqueza en imágenes, por su apelación a los
diferentes sentidos humanos en búsqueda de una ilustra­
ción plástica e intuitiva de los contenidos teóricos; se im-

33
Migud Ángd Granada

pone, en suma, por las inesperadas elevaciones de tono


cuando el autor alcanza en el curso de la exposición una
verdad nueva que representa una máxima general en la
disciplina politica.
Nuestra traducción ha perseguido la conservación de
estos rasgos mediante una traducción lo más literal posi­
ble, intentando mantener la imaginería, la concreción
naturalista de su prosa, el proceso de la frase marcado
por un crescendo progresivo de su tensión, y la terrible
concisión y violencia interna de sus aforismos. Hemos
conservado también fija Ia terminología del autor, y así
hemos traducido prácticamente siempre el término «sta­
to» por «Estado», aunque evidentemente el término ma­
quiaveliano no presenta un significado unívoco. El tér­
mino «vinú» se ha traducido por «virtud», excepto
algunos pocos casos en que viene a significar claramente
<<Valor» (militar) y «capacidad>>; aunque el término <<Vir­
tud>> se preste a confusiones, nos ha parecido mejor con­
servarlo en lugar de traducirlo por una pluralidad de vo­
cablos castellanos, tanto más teniendo en cuenta la
frecuente conexión con el término <<fortuna». El término
«ordini>>, tan importante en Maquiavelo, ha sido tradu­
cido casi siempre por «instiruciones», y aunque esta ver­
sión tiene el inconveniente de que hace perder de vista la
conexión del concepto con la idea general de «orden»,
hemos creído que una traducción directa pecaría de ex­
cesiva vaguedad.
Para la presente traducción nos hemos servido del tex­
to de El Príncipe editado por Sergio Bertelli en Niccolo
Machiavelli. Opere, a cura di S. Bertelli e F. Gaeta, 8
vols., Milán, 1960 y ss. Solamente nos hemos apartado

34
Introducción

de él en dos ocasiones en las que nos ha parecido más


clara la lectura anterior de Mario Casella (Tutte le opere
storiche e letterarie di Niccolo Machiavelli. A cura di G.
Mazzoni e M. Casella, Firenze, 1919). En ambos casos
hemos consignado en nota la lectura de la edición Feltri­
nelli.

Miguel Á. Granada
Marzo de 1980

35
Bibliografía

Siendo la bibliografía sobre Maquiavelo verdaderamente n i men­


sa, los ótulos que a continuación indicamos solamente aspiran a
proporcionar al lector una primera orientación de cara a una ulte­
rior profun cüzación en eJ estudio de la obra, el ambiente y la for­
tuna posterior de Maquiavclo.

Recopilaciones bibliográficas e informes sobre el estado de


la investigación:

NORSA, A.: 11 principio de lu /orvz nelpensiero politm� dí N MacbitiVelú;


reguito da un contributo bibliografico, Milán, 1939.
TOTOK, W.: Handbuch der Geschichte der Philosophie, vol. lll, l .
Fra.nkfurt, 1977, bibliografrn en pp. 122-148.
COCHRANE, E. W.: «Mnchiavelli, 1940-1960», }ournal o/ Modern His­
tory, 33 (1961), pp. 1 1 3-36.
GlLBERT, F.: «M. in moJem hístorical scholarship», Ttolran Quorterly, 14
(1 970), pp. 9-26.
GOFFIS, C. F.: «Gli srudi machiavdliani ncll'ultimo vemenniO», Culturo
dcuow, 9 ( 1 970, núm. 33-34), pp. 34-55.
GEERKEN, J. H.: «Machiavelli Studies since 1%9», Journol o/ the His­
tory ofldeas, XXXVll (1976), pp. 351-368.

Ediciones de la obra de Maquiavdo

a) Obras completas

MACH1AVELLI, N.: Opere, a cura de S. Berrelli e F. Gaeta, 8 vols. Fdtri­


nclli. Milán, 1960-65, col. Classici italiani, universale economíca. Se ua­
ra de la edición estándar utilizada normalmente para las referencias a
Maquiavdo. La distribución de los volúmenes es la siguiente.:

l. 11 Pri11dpe e i Discom.
2. Arte delta gue"o e scrittt politicr mrirori.

37
El Príncipe

3. 4. .5. Lego.Von� � commissan�.


6. Lettere.
7. Irton�/wrentin�.
8. Scritli letterari.

b) Ediciones comentadas de las principales obras


MACHIAVELU, N.: JI Pnncip�. a cura di F. Chabod, Turín, 1944.
-: JI Pnncip� ed altri scnttt, inrrod. e comm. di G. Sasso, Aorencia, 1967.
Según la critica, el mejor comentario al Príncipe.
-: 11 Príncipe e pagine d�i Discorri e del/e Ston�. a cura di L. Russo, Ao­
rencia, 1968. Edición escolar con un buen comentario.
-: The Discourres o/N. M. Transl. and. comm. crit. by L. J. Walker, 2 vals.
Londres, 1950. El mejor comentario a los Discorsi.
-: lstori� /wrentine. Testo critico, introd. e note di P. Carlí, Florencia,
1927, 2 vals.

e) Ecliciones en castellano
MACHIAVELU, N.: Obrar: El Prfncip�. Disamos robre la pninera dlcada
d� Ttio Uvio, ú Ma11drágora, Cliua, versión, prólogo y notas de]. A. G.
Larraya, Barcelona, 1961.
-: El Prlncipe, introducción, notas y apéndices de L. A. Arocena, Madrid,
1955 (versión bilingüe casteUano-italíano).
MAQUIAVELO, N.: Discursos sobre la primera década de Tito Livio, tra­
ducción, introducción y notas de Ana Martínez Arancón, Madrid,
Alianza Edit., 1987.
-: Del arte de la guerra, introducción y traducción de Manuel Carrera
Díaz, Madrid, 1988.
-: Htstoria de FkJrencia, introducción y traducción de Félix Femández
Murga, Madrid, 1978.
-: La mandrágora, traducción de Angelina Valentinerti,
Barcelona, 1985
(versión bilingüe castellano-italiano).

Biografía

RIOOLFI, R: Vita di N. M., Florencia, 1972. La mejor biograffa, instru­


mento indispensable para el conocimiento del autor.

Maquiavdo y su época

VD..LARI, P.: N. M. � i IUQt tempt, 2 vols., Milán, 1927.


HALE, J. R: MJJChiavelli and Re11ais:rance ltaiy, Londres, 1961.
Gll.BERT, F.: M. and GuicciardJni. Politicr and Hstory
i in StXteenth·Cetl·
tury FkJrence, Princeton, 19.56 (trad. italíana, Turín, 1970).
Bibliografía

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: N. M � lo vtio culturalt• del Silo lempo, Bolonio, 1972. Traducción ita·
Uana de artículos publicados en inglés en diferentes revistas.
SKINER, Q.: Moqmov�lo. Madrid, Alianza Edit., 1984.

Estudios generales sobre Maquiavdo

ANGLO, S.: Mochiovellz. A. Dmecllon, Londres, L 97 1 .


BUTTERFIELD, H.: Th� Stotecroft ofM , N . York, 1962.
CONDE, F. J.: El saber polítzco �n Moquiovelo, Madrid, 1976.
CHABOD, F.: Scnttz sul M, Tuñn, 1964. Recopilación de diferentes tra·
bajos del autor que han marcado época en la exégesis maquiaveliana.
lmprescindible.
GILMORE, M. P. (ed.): Studzes on M., Florencia, 1972. Recoge arúcu­
los sobre diferentes cuestiones de Rubinstein, Weinstein, F. Gilbert
y OIIOS.
GRAMSCl. A.: Note su/ Mochzovelli, sulla polztu:a e su/lo stato modemo,
Tuñn, 1966 (trad. parcial en castellano: A. Gramsci, Política y sociedad,
Barcelona, 1977).
MEINECKE, F.: La zdeo de la ratón de Estado en lo Edad Moderna, trad.
castellana, Madrid, 1959.
MOUNJN, G.: Machzavel. París, 1958.
NAMER, E.: Machovel,
i París, 196 1 .
RENAUDET, A.: Maquzovela, trad. castellana, Madrid, 1965.
RUSSO, L.: Machiovelli, Bari, 1972.
SASSO. G.: N. M Storío delsuo peusiero politico, Nápoles, 1958 (trad. ale·
mana ampliada, Sruttgart, 1965). La mejor reconstrucción dela génesis
del pensamiento poütico de Maquiavelo.
-: Studisu M, Nápoles, 1967. Recopilación de importantes artículos.
WHITFIELD,J. H.: Mochiovelli, Oxford, 1947.
-: Discourses on M.. Cambridge, 1%9. Recoge precedentes aniculos so­
bre conceptOS m
i portantes de M.

Fortuna histórica de Maquiavelo

Machiovellismo e alllimochiovelliet nel Cínquecento. Alll del Convegtzo di


Perugio, 1969, Florencia, 1970 (también en Pensiero politico 2, núm. 3 ,
1969, pp. 329·596).
CURCIO, C.: M nel Rnorgtmento, Milán, 1953.
CHEREL, F.: LA pensée de M en Fronu, Pañs, 1935
PRAZ, M.: M. in lnghzlte"o, Florencia, 1%2.
RAAB, F.: The etzglish Foce o/ M. A. chonging [11/t'rpretation 1500-1700,
Londres, 1964.

Sobre la presencia en España y Alemania, vid. To1ok, loe etl., pp. 146 y ss.

39
E! Prlncipe

El lenguaje de Maqujavelo

CHABOD, F.: «Esiste uno Stato del Rinascimento» y «AAcune questione


di cerminologia: Stato, nazione, patria nel linguaggio del Cinquecemo,.,
Scritti su/Rinasdmento, Turín, 1967, pp. 59.3-661.
Cl-D.APPELLI, F.: Srudi sullinguoggio del M., Florencia, 1952.
-: Nuovi studi rul linguaggto del M., Florencia, 1969.

40
El Príncipe
Nicolás Maquiavelo al Magnífico Lorenzo de
Medici*

Quienes desean conquistar el favor de un príncipe sue­


len salirle al encuentro, las más de las veces, con aquellas
cosas a las que confieren más valor o ante las cuales le
ven deleitarse en mayor medida. Por eso vemos muchas
veces que les son presentados caballos, armas, vestimen­
tas doradas, piedras preciosas y adornos semejantes dig­
nos de su eminente posición. Deseando yo, por tanto,
ofrecerme a Vuestra Magnificencia conalgún testimonio
de mi afecto y obligación hacia Vos, no he encontrado
entre mis pertenencias cosa alguna que considere más
valiosa o estime tanto como el conocimiento de las accio-

* En el original en latín: Nicolaus MaclaveUus/ad Magnificum Lavrentium


Medi
cem .

43
Maquiavdo

nes de los grandes hombres, adquirido por mí medlante


una larga experiencia de las cosas modernas y una conti­
nua lectura de las antiguas1: tras haberlas estudiado y
examinado durante largo tiempo con gran diligencia, las
envío ahora -compendiadas en un pequeño volumen- a
Vuestra Mag-nificencia.
Y aunque juzgo que esta obra no merece ser presentada
ante Vos, sin embargo, tengo plena confianza en que vues­
tra magnanimidad la aceptará, teniendo en cuenta que no
puedo hacerle mejor ofrenda que darle la facultad de poder
en brevísimo plazo de tiempo aprender todo aquello que yo
he conocido y aprendido a lo largo de tantos años y con tan­
tas privaciones y peligros. Esta obra no la he adornado ni
hinchado con amplios períodos o con palabras ampulosas y
solemnes, o con cualquier otro rebuscamiento u ornamento
superfluo, recursos con los que muchos suelen describir y
adornar sus obras. Yo, por mi parte, he querido o que nada
la distinga o que tan sólo la haga grata la singularidad de la
materia y la importancia del tema. Tampoco quisiera que se
tuviera por presunción el que un hombre de baja e ínfima
condición se atreva a examinar y reglamentar el gobierno
de los príncipes, porque así como quienes dibujan el paisa­
je se sitúan en el punto más bajo de la llanura para estudiar
la naturaleza de las montañas y de los lugares elevados, y
para estudiar la de las bajas planicies ascienden al punto
más elevado de los montes, de la misma forma, para cono­
cer bien la naturaleza de los pueblos, es necesario ser prín­
cipe y para conocer bien la de los príncipes es necesario for­
mar parte del pueblo.
Acoja, pues, Vuestra Magnificencia esta pequeña
ofrenda con el mismo ánimo con que yo se la envío, pues

44
El Príncipe, m

si hace de ella un estudio y lectura diligente, reconocerá


en su interior un profundo anhelo mío: que alcancéis esa
grandeza que la fortuna y las restantes cualidades vues­
tras os prometen. Y si Vuestra Magnificencia, desde el
ápice de su elevado sitial, posa en alguna ocasión los ojos
sobre estos bajos lugares, reconocerá cuán inmerecida­
mente soporto una enorme y continua malignidad de la
fortuna2•

45
De los principados

l. Cuántos son los géneros de principados


y por qué modos se adquieren'

Todos los Estados, todos los dominios que han tenido y


tienen soberanía sobre los hombres, han sido y son repú­
blicas o principados. Los principados son o hereditarios,
en aquellos casos en los que impera desde hace largo
tiempo el linaje de su señor, o bien nuevos. Los nuevos,
o son completamente nuevos -como lo fue Milán para
Francesco Sforza- o son a modo de miembros añadidos
al Estado hereditario del principe que los adquiere,
como es el caso del reino de Nápoles con respecto al rey
de España. Los dominios así adquiridos, o están acos-

• DI' prmapaltbus Quo/ rml genera prinapa1uum el qwbus mod ts acqut·


rantur. Todos los capitulos están encabezados por un útulo latino, besen·
cía sin duda del lengua¡e cancílleresco.

47
Maquiavelo

rumbrados a vivir bajo un príncipe, o acostumbraban a


ser libres, y se adquieren con las armas de otro o con las
propias, gracias a Ja fortuna o por medio de la virtud.

TI. De los principados hereditarios*

Dejaré a un lado la cuestión de las repúblicas por haber


razonado extensamente sobre ellas en otro lugar. Aten­
deré solamente al principado y, siguiendo el hiJo de las
distinciones anteriores, discutiré las formas en que estos
principados se pueden gobernar y conservar.
Digo, pues, que en los Estados hereditarios y acostum­
brados al linaje de su príncipe la dificultad de conservar­
los es bastante menor que en el caso de los nuevos, puesto
que es suficiente con respetar el orden de sus antepasa­
dos y, por lo demás, adaptarse a los acontecimientos; de
esta forma, si el príncipe en cuestión es de una habilidad
normal, conservará siempre su Estado, a no ser que una
fuerza extraordinaria y excesiva le prive de él. Incluso si
es privado de él, lo recuperará a la mínima adversidad
que sobrevenga al usurpador.
Italia nos proporciona un ejemplo de lo que digo: el
duque de Ferrara no ha podido resistir los asaltos de los
venecianos en 1484, como tampoco los del papa Julio en
1510, pero por causas distintas a la antigüedad de su au­
toridad. El príncipe natural tiene motivos y menos nece­
sidad de causar agravios, de donde resulta que es más
amado por sus súbditos, y, de no mediar vicios extraor-

,. v� pnncipatibus h�redttnn'is.
El Príncipe, m

dinarios que lo hagan aborrecer, es lógico que sea acep­


tado y respetado de manera natural. Pues en la antigüe­
dad y en la continuidad de su autoridad se olvidan los
recuerdos y las causas de las innovaciones, en tanto que
una mutación deja siempre puesta la base para la edifica­
ción de otra.

III. De los principados mixtos*

Las dificultades se encuentran, sin embargo, en el prin­


cipado nuevo. Y, primeramente, cuando no es totalmen­
te nuevo, sino un miembro añadido a un Estado anterior,
lo cual origina un principado que podríamos denominar
mixto. Los problemas que plantea emanan, en principio,
de una dificultad natural presente en todos los principa­
dos nuevos y consistente en que los hombres cambian de
buen grado de señor con la esperanza de mejorar: esta
esperanza les hace tomar las armas contra su señor, pero
se engañan, pues después la experiencia les hace ver que
han salido perdiendo. Ahora bien, todo esto viene deter­
minado por otra necesidad, natural y ordinaria, la cual
obliga inevitablemente a agraviar a los nuevos súbditos
tanto por medio de tropas como por las otras muchas
violaciones de derechos que trae consigo la nueva adqui­
sición. Así re encuentras con que son enemigos tuyos ro­
dos aquellos a quienes has lesionado al ocupar aquel
principado, mientras no puedes conservar como amigos
a aquellos que te introdujeron en él, por no poderles dar

* De princípatibus mixtts.

49
Mllquiavelo

satisfacción en la medida en que se habían imaginado y


porque las obligaciones que con ellos has contraído te
impiden usar en su contra medicinas fuertes, ya que para
entrar en un país siempre se tiene necesidad, por más
fuertes que sean los ejércitos propios, del favor de los ha­
bitantes. Por estas razones perdió Luis XII de Francia
Milán con la misma rapidez con que lo babia ocupado;
bastó para arrebatárselo en esta primera ocasión la sola
fuerza de Ludovico, pues aquellos mismos pueblos que
le habían abierto las puertas, sintiéndose engañados en
sus planteamientos y en aquel bien futuro que se habían
imaginado, no podían soportar los inconvenientes del
nuevo príncipe.
Es cierto, sin duda, que si se consiguen recuperar por
segunda vez, los países rebelados se pierden con más di­
ficultad, puesto que el señor, aprovechando la oportuni­
dad de la rebelión, tiene menos miramientos a la hora de
asentar su dominación, y así castiga a los que delinquie­
ron, saca a la luz pública los sospechosos y se afirma en
las partes más débiles. Por todo ello, si para que Francia
perdiera Milán bastó la primera vez un duque Ludovico
hostigando en las fronteras, para arrebatárselo por se­
gunda vez fue necesario que tuviera en contra el mundo
entero y que sus ejércitos fueran destrozados o expulsa­
dos de Italia, lo cual tuvo su causa en las razones ante­
riormente dichas.
No obstante, en ambos casos perdió Milán. Ya se han
expuesto las razones generales de la primera pérdida;
debemos decir ahora cuáles fueron las de la segunda y
ver qué remedios tenía Luis XII a su disposición y cuáles
puede tener alguien que esté en su misma situación para

50
El Príncipe, m

conservar la adquisición mejor de lo que lo hizo Francia.


Digo, por tanto, que estos Estados que al adquirirlos se
añaden a un Estado antiguo del que los adquiere, o son
del mismo país y de la mjsma lengua o no lo son. En el
primer caso es muy fácil conservarlos, sobre todo si no
tienen la costumbre de vivi r libresJ: para poseerlos con
toda seguridad basta con haber extinguido el linaje del
príncipe anterior, pues en todo lo demás, al no haber ru­
ferencia de costumbres, los hombres viven tranquilos si
se les mantiene en las viejas formas de vida. Es lo que ha
ocurrido en Borgoña, Bretaña, Gascuña y Normandia,
unidas a Francia durante tanto tiempo, pues aunque
haya algunas diferencias en el lenguaje, sin embargo las
costumbres son semejantes y pueden adaptarse fácil­
mente unas a otras. El que adquiere territorios nuevos de
estas características debe respetar dos principios si quie­
re conservarlos: el primero consiste en extinguir la fami­
lia del antiguo príncipe; el segundo en no alterar ni sus
leyes ni sus tributos. El resultado será que el nuevo terri­
torio formará en brevísimo tiempo un solo cuerpo con
su antiguo principado.
Ahora bien, las dificultades aparecen cuando se ad­
quieren Estados en un país de lengua, costumbres e ins­
tituciones diferentes. En este caso es necesario tener
gran fortuna y mucha habilidad para conservarlos. Uno
de los remedios mayores y más eficaces sería que quien
los adquiere pasara a residir allí; esto haría más segura y
más duradera su posesión. Es lo que ha hecho el Turco
con respecto a Grecia: nunca la hubiera conservado, a
pesar de todas las restantes disposiciones observadas al
efecto, si no hubiera establecido allí su residencia; pues

51
Maquiavclo

estando allí se veo nacer los desórdenes y se les puede


buscar remedio rápido, pero estando lejos se oyen cuan­
do son grandes y ya no hay remedio. En este caso, ade­
más, el país deja de ser expoliado por tus servidores y los
súbditos están satisfechos con el fácil recurso al prínci­
pe. Por todo ello tienen más motivo para amarlo si quie­
ren ser buenos, y, si quieren ser de otra manera, de te­
merlo. Los extranjeros que quieran asaltar dicho Estado
tendrán más miramientos. En suma: si reside en el nuevo
Estado, el príncipe solamente lo podrá perder con gran­
dísima dificultad.
El otro gran remedio consiste en establecer en uno o
dos lugares colonias4 que unan férreamente a ti dicho te­
rritorio, porque es necesario, o hacer esto, o mantenerlo
ocupado militarmente con amplios contingentes de ca­
ballería e infantería. Con las colonias no se gasta mucho
y sin gastos o con pocos se las envia y mantiene en el nue­
vo territorio; además, solamente perjudican a aquellos a
quienes arrebatan los campos y las casas para entregarlos
a los nuevos habitantes, los cuales solamente consritu­
yen, por otro lado, una mínima parte de la población del
Estado. Además, aquellos a quienes ha perjudicado, al
quedar dispersos y empobrecidos, no le pueden nunca
ocasionar daño alguno; todos los demás permanecen,
por un lado, no perjudicados, con lo cual deberán estar
quietos, y, por otro, con miedo a equivocarse, temerosos
de que les suceda a ellos igual que a los expoliados. Con­
cluyo, pues, que estas colonias no cuestan dinero, son
más fieles y ocasionan menos perjuicios al nuevo Estado,
mientras los agraviados no pueden ocasionar daño algu­
no al quedar, como hemos ilicbo, pobres y dispersos.

52
El Príncipe, m

Todo esto nos ha de hacer tener en cuenta que a los hom­


bres se les ha de mimar o aplastar', pues se vengan de las
ofensas ligeras, ya que de las graves no pueden: la afrenta
que se hace a un hombre debe ser, por tanto, tal que no
haya ocasión de temer su venganza. En cambio, si en lu­
gar de mantener colonias, se ocupa el territorio militar­
mente, los gastos son mayores, pues las tropas consumen
todas las rentas obtenidas en el nuevo Estado. De esta
manera se pierde lo ganado y los agravios causados son
mucho mayores, ya que con los desplazamientos del ejér­
cito los daños se amplían a toda la población. Todo el
mundo entonces siente las molestias y cada uno se con­
vierte en su enemigo, y son enemigos que le pueden ha­
cer daño, porque permanecen, vencidos, en su casa. La
ocupación militar es, pues, inútil en tantos senúdos
como son útiles las colonias.
Quien, como se ha dicho, se encuentra en un país dife­
rente, debe, además, convertirse en jefe y defensor de los
vecinos menos poderosos, ingeniárselas para debilitar a
los poderosos y guardarse de que, por cualquier contin­
gencia, entre en dicho país un extranjero tan poderoso
como él, pues ocurrirá siempre que lo llamarán aquellos
que están descontentos o por demasiada ambición o por
miedo. Ya se vio cómo los etolios llamaron a los romanos
a Grecia y cómo en todos los pafses en que entraron lo
hicieron de la mano de sus habitantes. El orden de las
cosas es que tan pronto como un extranjero poderoso
entra en un pais, los menos poderosos se le adhieren, lle­
vados por la envidia que tienen a aquel que es más pode­
roso que ellos; hasta tal punto es esto, que con respecto
a los menos poderosos no tiene que hacer ningún esfuer-

53
Maquiavelo

zo para ganarlos, ya que rápidamente forman todos


juntos una piña con el Estado que allí ha adquirido. So­
lamente tiene que procurar que no adquieran demasia­
das fuerzas y demasiada autoridad; hecho esto, puede
fácilmente, con las fuerzas propias y con el favor de
aquéllos, aplastar a los poderosos y permanecer en todo
el árbitro de aquel país. Y quien no maneje bien estas
reglas perderá pronto lo que haya adquirido, y, mien­
tras lo conserve, se verá enfrentado a infinitas dificulta­
des y problemas.
Los romanos observaron correctamente estos princi­
pios en los países que conquistaron: enviaron colonias,
conservaron los príncipes menos poderosos sin aumen­
tar su poder, aplastaron a los poderosos y no consintie­
ron que adquirieran reputación los príncipes extranjeros
poderosos. Quiero que me baste sólo con el caso de Gre­
cia a título de ejemplo: los romanos apoyaron a etolios y
aqueos, aplastaron el reino de Macedonia y expulsaron a
Antíoco; los méritos contraídos por etolios y aqueos ja­
más les indujeron a consentir que aumentaran su poder;
las lisonjas de Filipo no fueron capaces de ganarse su
amistad sin mantenerlo siempre débil, y el poder de An­
tíoco jamás pudo persuadirles a consentir que tuviera en
aquel país territorio alguno. Los romanos hicieron, por
tanto, en estos casos, lo que todos los príncipes sabios
deben hacer, los cuales no solamente han de preocupar­
se de los problemas presentes, sino también de los futu­
ros, tratando de superarlos con todos los recursos de su
habilidad; previstos con antelación, se les puede encon­
trar fácil remedio, pero sí se espera a tenerlos encima,
la medicina nunca está a tiempo al haberse convertido la

54
El Príncipe, ill

enfermedad en incurable. Ocurre aquí lo que dicen los


médicos de la tisis: en un principio es fácil de curar y di­
fícil de reconocer, pero con el curso del tiempo, si no se
la ha identificado en los comienzos ni aplicado la medi­
cina conveniente, pasa a ser fácil de reconocer y difícil de
curar. Lo mismo ocurre en los asuntos de Estado¡ por­
que los males que nacen en él se curan pronto si se les
reconoce con antelación (lo cual no es dado sino a una
persona prudente)¡ pero cuando por no haberlos reco­
nocido se les deja crecer de forma que llegan a ser de do­
minio público, ya no hay remedio posible6•
Por eso los romanos, previendo con tiempo los incon­
venientes, encontraron siempre remedio y no les dejaron
nunca continuar su curso para eludir una guerra, ya que
sabían que la guerra no se evita, sino que se retrasa para
ventaja del enemigo. Por el contrario, decidieron hacer
la guerra en Grecia contra Filipo y Antíoco para evitar
tener que hacérsela en Italia; en aquel momento hubie­
ran podido eludir la una y la otra, pero no quisieron.
Tampoco fue nunca de su agrado aquello de gozar del
beneficio del tiempo, que todo el día estamos oyendo sin
cesar de la boca de los sabios de nuestra época¡ escucha­
ban, por el contrario, los dictados de su virtud y de su
prudencia, pues el tiempo arrastra todo consigo en su cur­
so y puede comportar tanto lo bueno como lo malo, pero
igualmente tanto lo malo como lo bueno.
Pero volvamos a Francia y examinemos si hizo algo
de lo que hemos dicho; no hablaré del rey Carlos, sino de
Luis, ya que las acciones de este último están más claras
por haber conservado durante más tiempo sus posesio­
nes italianas. Tendréis ocasión de ver hasta qué punto

55
Maquia,·clo

hizo lo contrario de lo que debía hacer para conservar


un Estado en un país diferente.
Al rey Luis lo trajo a Italia la ambición de los venecia­
nos, que querían obtener con la entrada de Francia la
mitad del Estado de Lombard.ía. No pretendo censurar
esta decisión del rey, puesto que, si quería comenzar a
poner un pie en Italia, se veía obligado a aceptar las
alianzas que podía, al carecer de aliados en este país e in­
cluso al tener todas sus puertas cerradas como conse­
cuencia del comportamiento anterior del rey Carlos. Y la
decisión adoptada hubiera sido correcta de no haber co­
metido error alguno en las demás operaciones. Conse­
guida, pues, la Lombardía, el rey recuperó rápidamente
la reputación que le había arrebatado Carlos: Génova
capituló y los florentinos se hicieron aliados suyos; el
marqués de Mantua, el duque de Ferrara, los Bentivo­
glio, la señora de Forli, los señores de Faenza, de Pesaro,
de Rírnini, de Camerino, de Piombino, Luca, Pisa, Siena,
todos le salieron al encuentro para converúrse en aliados
suyos. Y entonces pudieron tomar conciencia los vene­
cianos de la temeridad de su decisión: para conseguir
dos pedazos de tierra en Lombardía hicieron al rey señor
de dos tercios de Italia.
Considere ahora cada cual con qué poca dificultad po­
día el rey conservar su reputación en Italia, si hubiera
observado las reglas anteriormente dichas y conservado
seguros y defendidos a todos aquellos aliados suyos, los
cuales, por otra parte -siendo muchos, débiles y ternero­
sos los unos de la Iglesia, los otros de Venecia-, estaban
obligados a permanecer siempre a su lado; con su apoyo,
además, podía mantenerse seguro fácilmente ante quie-
El Pr!nápe. m

nes todavía conservaban su poder en la península. Sin


embargo, tan pronto como ocupó Milán, hizo justamen­
te lo contrario, al dar su apoyo al papa Alejandro para
que ocupase la Romaña. No se percató de que con esta
decisjón se debilitaba a sí mismo (pues se privaba de sus
propios aliados y de aquellos que se le habían arrojado a
los pies) y engrandecía a la Iglesia, a la cual venía a añadir
tanto poder temporal a aquel poder espiritual que le con­
fiere tanta autoridad. Pues bien, cometido un primer
error, se vio forzado a cometer otros, y para poner fin a la
ambición de Alejandro impidiendo que se apoderara de
Toscana, tuvo que venir a Italia. No satisfecho con haber
engrandecido a la Iglesia y perdido a sus aliados, sus pre­
tensiones al reino de Nápoles lo llevaron a dividirlo con el
rey de España. De esta forma donde él era, antes, árbitro
de Italia, se había traído ahora un socio, al que podían re­
currir los ambiciosos del país y aquellos a quienes él mis­
mo había puesto en su contra, y cuando podía haber deja­
do en aquel reino un rey tributario, lo sacó para poner a
uno que estaba en condiciones de echarlo a él mismo.
Verdaderamente es algo muy natural y ordinario el de­
seo de adquirir, y cuando lo hacen hombres que pueden,
siempre serán alabados y nunca censurados; pero cuan­
do no pueden y quieren hacerlo de cualquier manera,
aquí está el error y las justas razones de censura. Por tan­
to, si Francia podía asaltar Nápoles con sus propias fuer­
zas, debía hacerlo; si no podía, no debía dividirlo. Si se
repartió Lombardía con Venecia, estaba excusada, pues
con ello había conseguido poner el pie en Italia; sin em­
bargo, el reparto de Nápoles con España merece ser cen­
surado por no estar ya presente aquella necesidad.

57
Maquiavelo

El rey Luis cometió, por tanto, los siguientes cinco


errores: destruyó a los menos poderosos; aumentó el po­
der de quien de por sí era ya poderoso; trajo a Italia a un
extranjero poderosísimo; no fijó aqu1 su residencia y no
envió colonias. No obstante, estos errores no le hubieran
sido muy perjudiciales de haber vivido más, si no hubie­
ra cometido el sexto: quitar sus territorios a los venecia­
nos; pues, si no hubiera aumentado el poder de la Iglesia
ni traído los españoles a Italia, el aplastar a Venecia era
muy razonable e incluso necesario; pero, habiendo adop­
tado esas dos primeras decisiones, jamás debía permitir
su ruina, puesto que una Venecia poderosa era una ga­
rantía contra las pretensiones de sus enemigos hacia la
Lombardía. Y de esto no cabe duda alguna, ya que Ve­
necia jamás lo hubiera consentido sin convertirse ella en
señora, ya que los otros no habrían querido arrebatarla a
Francia para entregarla a los venecianos y porque no ha­
brían tenido valor para quitársela a las dos. Y si alguno
dijera que el rey Luis cedió la Romaña a Alejandro y el
reino de Nápoles a España para evitar una guerra, le res­
pondo con las razones dichas anteriormente: no se debe
jamás permitir que continúe un problema para evitar
una guerra porque no se la evita, sino que se la retrasa
con desventaja tuya. Y si algunos otros alegaran la pro­
mesa que el rey había hecho al papa, por la cual accedía
a la conquista de la Romaña a cambio de la disolución de
su matrimonio y del capelo cardenalicio para el obispo
de Rouen, respondo con lo que diré más tarde acerca de
la palabra de los príncipes y cómo es preciso guardarla.
El rey Luis perdió, por tanto, la Lombardía por no haber
observado ninguno de los pcin.cipíos observados por

58
El Pñncipe,JV

otros que han conquistado paises con el propósito de con­


servarlos. No hay nada de milagroso en todo esto, sino,
por el contrario, algo ordinario y razonable. Tuve ocasión
de hablar de esta cuestión con el cardenal de Rouen en
Nantes71 cuando el Valentino -así era llamado vulgarmen­
te César Borgia, hijo del papa Alejandro- iba ocupando la
Romaña. Diciéndome el cardenal de Rouen que los italia­
nos no entendían de la guerra, yo le respondí que los fran­
ceses no entendían de las cuestiones de Estado, porque si
entendieran jamás hubieran permitido que la Iglesia al­
canzara tanto poder, y la experiencia ha mostrado que en
Italia su poder, y el de España, les ha sido dado por Fran­
cia, y la ruina de ésta a su vez causada por aquéllas. De
todo ello se extrae una regla general que nunca, o a lo
sumo raramente, faUa: quien propicia el poder de otro, la­
bra su propia ruina, puesro que dicho poder lo construye
o con la asrucia o con la fuerza y tanto la una como La otra
resultan sospechosas al que ha llegado a ser poderoso.

IV. Por qué razón el reino de Darlo,


que había sido ocupado por Alejandro,
no se rebeló tras la muerte de éste contra
sus sucesores*

Examinadas las dificultades a que se ha de hacer frente


en un Estado recién adquirido a la hora de conservarlo,
podría alguien preguntarse asombrado cómo fue que

* Cur Darii regn11m quod Alexonder occupaverot o stlccessoribus suis post


Alexandd mortem non de/ecit.

59
Maquiavelo

Alejandro Magno llegó a ser dueño de Asia en pocos


años y -muerto al poco de ocuparla, cuando parecía ra­
zonable que todo el reino se alzara en rebelión-, sin
embargo, sus sucesores lo conservaron sin ninguna otra
diiicultad que la que surgía entre ellos mismos como
consecuencia de la ambición de cada cual. A esto res­
pondo que los principados de los que tenemos memoria
se encuentran gobernados de dos maneras distintas: o
por un príncipe y algunos siervos que, convertidos en
ministros por gracia y concesión suya, le ayudan en el go­
bierno del reino, o por un príncipe y por nobles, los cua­
les poseen dicho grado no por la gracia del señor, sino
por herencia familiar. Dichos nobles tienen Estados y
súbditos propios que les reconocen como su príncipe
y les profesan el natural afecto. En los Estados goberna­
dos por un príncipe y por siervos el príncipe goza de una
autoridad mayor, ya que en todo su territorio nadie reco­
noce otro superior que él y si obedecen a algún otro lo
hacen en tanto que ministro y funcionario del príncipe,
sin que haya de por medio un afecto especial.
En nuestro tiempo los ejemplos de estas dos clases de
gobierno son la monarquía turca y el rey de Francia. La
primera está gobernada por un señor al que asisten sus
siervos: dividido su reino en provincias, envía a ellas di­
ferentes administradores a los que cambia y permuta se­
gún le parece. El rey de Francia, por el contrario, se en­
cuentra colocado en medio de una antigua multitud de
señ.ores, cuya situación es reconocida por sus súbditos y
que, a su vez, son amados por éstos. Tales señores tienen
sus privilegios, que el rey no les puede arrebatar sin co­
rrer serio peligro. Quien reflexione, pues, sobre un Esta-

6o
El Principe, 1V

do y otro, encontrará difícil la conquista del Estado tur­


co, pero una vez conseguido, encontrará su conservación
extraordinariamente fácil8.
Las causas que hacen difícil poder ocupar el reino tur­
co son el hecho de no poder ser llamado por príncipes
de dicho reino ni esperar que su empresa se vea facilita­
da por la rebelión de los que se hallan al lado del rey, lo
cual viene dado por las razones anteriormente dichas;
pues, siendo todos esclavos y estando ligados a él por
vínculos de lealtad, solamente se pueden corromper con
más dificultad, y aun en el caso de que se corrompan, la
utilidad que se puede sacar de ellos es escasa, al ser inca­
paces de arrastrar consigo la población por las razones
ya consignadas. Por todo ello, quien se decida a atacar al
Turco, debe pensar que se lo encontrará unido y le con­
viene confiar más en las propias fuerzas que en la des­
composición del contrario. Pero si consigue vencerlo y
deshacer sus ejércitos de manera írremesible, solamente
ha de temer a la familia del príncipe; si logra destruirla,
ya no hay motivo alguno de temor, pues los otros carecen
del favor popular. Así, de la misma forma que antes de la
victoria no podía esperar nada de ellos, después de ella
tampoco debe temer nada de su parte.
En los reinos gobernados como el de Francia ocurre lo
contrario: puedes entrar en ellos con facilidad si te ganas
algún noble del reino, ya que siempre es posible encon­
trar descontentos y partidarios de los cambios. Éstos,
por las razones ya dichas, te pueden abrir las puertas de
aquel Estado y facilitarte la victoria, la cual, sin embargo,
si pretendes mantenerte, trae después consigo infinitas
dificultades, tanto por parte de aquellos que te han ayu-

61
Maquiavdo

dado como por pane de los que has oprimido. Aquí ya


no te basta con extinguir la familia del príncipe, puesto
que siempre quedan aquellos señores, los cuales se eri­
gen en cabezas de nuevas insurrecciones. Dado que no
puedes ni contentados ni destruirlos, perderás aquel Es­
tado a la mínima oponunidad que se les presente.
Ahora bien, si consideráis el tipo de gobierno del reino
de Darío, lo encontraréis semejante al de la monarquía
rurca; por eso Alejandro estaba obligado primeramente
a asaltarlo por entero y hacerse dueño del territorio; tras
la victoria, muerto Daría, aquel Estado se hallaba com­
pletamente seguro en manos de Alejandro por las razo­
nes expuestas anteriormente. Y sus sucesores, de haber­
se mantenido unidos, hubieran podido gozar de él sin
esfuerzo alguno, pues en aquel reino no nacieron otros
tumultos que los que ellos mismos suscitaron. Sin em­
bargo, no es posible conservar con la misma tranquili­
dad los Estados organizados políticamente como Fran­
cia; de ahi las frecuentes rebeliones a la dominación
romana de España, Francia y Grecia, originadas en Jos
numerosos principados existentes en aquellos Estados;
de abi que los romanos jamás estuvieran seguros de
aquella posesión mientras duró la memoria de los mis­
mos. Ahora bien, borrado su recuerdo, pasaron a ser
dueños seguros gracias a su fuerza y a la larga duración
de su gobierno. Pudieron incluso, enfrentados después
entre sí, atraerse cada uno una parte de aquellas provin­
cias en función de la autoridad que en ellas hubiera lle­
gado a adquirir, pues tales provincias -extinguida la es­
tirpe de su antiguo señor- solamente reconocían ya a los
romanos. Consideradas, por tanto, todas estas cosas, que

62
El Prfncipe, V

nadie se asombre de la facilidad con que Alejandro con­


servó Asia ni de las dificultades experimentadas por
otros a la hora de mantener lo adquirido, como fue el
caso de Pirro y muchos otros. Todo ello no viene dado
por la mucha o poca virtud del vencedor, sino por la di­
versidad de la materia.

V. De qué modo se han de gobernar las ciudades


o principados que antes de su adquisición
se regían con sus propias leyes*

Cuando, como decimos, se adquieren Estados que están


acostumbrados a vivir con sus propias leyes y en liber­
tad, el que quiera conservados dispone de tres recursos:
el primero, destruir dichas ciudades; el segundo, ir a vi­
vir a1li personalmente; el tercero, dejarlas vivir con sus
leyes, imponiéndoles un tributo e implantando en ellas
un gobierno núnoritario que te las conserve fieles. Lo úl­
timo no presenta excesivas dificultades, ya que, al haber
sido creado dicho gobierno por aquel príncipe, sabe que
no puede mantenerse sin su apoyo y su poder, por lo cual
hará todo lo que esté en su mano para conservar su auto­
ridad. Más fácilmente se conserva una ciudad acostum­
brada a vivir libre a través de sus propios ciudadanos
que de cualquier otra manera, siempre que no se la quie­
ra destruir. Nos proporcionan ejemplos los espartanos y
los romanos. Los primeros conservaron Atenas y Tebas

* Quomodo odministromiae sunt civitotes ve/pnncipotus, qui antequom OC·


cuporentur, suis legibus vivebont.
Maquiavdo

por medio de una oligarquía; no obstante, al final las


perdieron. Los romanos, para conservar Capua, Carta­
go y Numancía, las demolieron, y no las perdieron. Qui­
sieron conservar Grecia de manera parecida a los espar­
tanos, haciéndola libre y dejándole sus leyes, pero no lo
consiguieron; de modo que se vieron forzados a destruir
muchas ciudades de aquel país a fin de conservarlo.
Pues, en verdad, no hay otro modo seguro de poseer ta­
les Estados que destruyéndolos_ Y quien pasa a ser se­
ñor de una ciudad acostumbrada a vivir libre y no la
destruye, que espere ser destruido por ella, pues en la re­
belión siempre encomrará refugio y justificación en d
nombre de la libertad y en sus antiguas instituciones,
cosas que jamás se olvidan a pesar dd paso dd tiempo y
de la generosidad del nuevo señor. Por mucho que se
haga y por muchas previsiones que se tomen, si no se
disgrega y dispersa a sus habitantes, jamás olvidan aqud
nombre ni aquellas instituciones, e inesperadamente,
ante cualquier imprevisto, recurren a ellos. Es lo que
hizo Pisa al cabo de cien años de estar sometida a los flo­
rentinos.
En cambio, cuando las ciudades o los países están
acostumbrados a vivir bajo el dominio de un príncipe, si
la familia de éste queda extinguida, dado que por un
lado están acostumbrados a obedecer y por otro ya no
tienen a su viejo príncipe, para elegir uno entre ellos no
se ponen de acuerdo y vivir libres no saben; de forma
que siempre son más lentos a la hora de tomar las armas
y con tanta más facilidad se los puede un príncipe ganar y
guardarse de ellos. Pero en las repúblicas hay mayor
vida, mayor odio, más deseo de venganza; no les abando-
El Príncipe, VI

na ni muere jamás la memoria de la antigua libertad, de


forma que el procedimiento más seguro es destruirlas o
vivir en ellas9•

VI. De los principados nuevos adquiridos


con las armas propias y con virtud*

Que nadie se sorprenda si en la exposición que voy a ha­


cer de los principados completamente nuevos, tanto por
su príncipe como por su organización política, traigo a
colación ejemplos nobilísimos. La razón no es otra que,
caminando casi siempre los hombres por las vías holla­
das por otros y procediendo en sus acciones por imita­
ción, aun que no se pueda seguir con estricta fidelidad los
pasos de los demás ni sea lampoco posible alcanzar la
virtud de aquellos a quienes imitas, sin embargo, un
hombre prudente debe discurrir siempre por las vías tra­
zadas por los grandes hombres e imitar a aquellos que
han sobresalido extraordinariamente por encima de los
demás, con el fin de que, aunque no se alcance su virtud,
algo nos quede, sin embargo, de su aroma. Se debe hacer
como los arqueros prudentes, los cuales -conscientes de
que el lugar que desean alcanzar se encuentra demasiado
lejos y conociendo al mismo tiempo Jos límites de Ja ca­
pacidad de su arco- ponen la mira a bastante más altura
que el objetivo deseado, no para alcanzar con su flecha a
tanta altura, sino para poder, con la ayuda de tan alta
mira, llegar al lugar que se han propuesto. Sostengo,

* De prinapattbus noulS qut am/IS propriis el vmute act¡ummtur.


Maquiavdo

pues, que en los principados completamente nuevos, en


los que el príncipe es asimismo nuevo, se encuentran
más o menos dificultades para conservarlos según sea
más o menos virtuoso el que los adquiere. Y dado que el
hecho de convertirse de particular en príncipe es fruto
de la virtud o de la fortuna, parece, en principio, que la
una o la otra de estas dos cosas mitigue en parte muchas
de las dificultades; sin embargo, el que se ha abandona­
do menos a la fortuna se ha mantenido mejor. Constituye
también un motivo de facilidad el hecho de que el prín­
cipe se vea obligado, por no tener otros Estados, a ir a
residir allí personalmente.
Pasando ya a aquellos que llegaron a ser príncipes por
su propia virtud y no por fortuna, afinno que los más no­
tables son Moisés, Ciro, Rómulo, Teseo y semejantes. Y
aunque sobre Moisés no sea lícito razonar, por haber
sido mero ejecutor de las órdenes de Dios, sin embargo,
debe ser admirado, aunque sólo sea por aquella gracia
que lo hacía digno de hablar con Dios. Pero considere-­
mos a Ciro y a los otros que adquirieron o fundaron rei­
nos: los encontraréis a todos dignos de admiración, y si
se examinan sus acciones y las instituciones creadas por
cada uno de ellos, se encontrará que no son diferentes de
las de un Moisés que tuvo tan alto preceptor. Conside­
rando sus acciones y su vida, se ve que no eran deudores
de la fortuna, sino de la oportunidad, la cual les propor­
cionó la materia en la que poder introducir la fonna que
les pareció más conveniente. Sin esa oportunidad la vir­
tud de su ánimo se habría perdido, y sin dicha virtud la
oportunidad habría venido en vano. Era, por tanto, ne­
cesario para Moisés encontrar al pueblo de Israel, en

66
El Príncipe, VI

Egipto, esclavo y oprimido por los egipcios, a fin de que


ellos, para salir de la esclavitud, se dispusieran a seguirlo.
Era conveniente que Rómulo no tuviera espacio sufi­
ciente en Alba, que fuera abandonado al nacer, si se que­
ría que llegase a ser rey de Roma y fundador de aquella
patria. Era necesario que Ciro encontrara a los persas
descontemos con d gobierno de los medos, y a los me­
dos, blandos y afeminados por la Larga paz. Teseo no po­
día demostrar su virtud si no encontraba a los atenienses
dispersos. Estas oportunidades hicieron, por tanto, la di­
cha y la fortuna de estos hombres, y su virtud fuera de lo
común les hizo reconocer la oportunidad que se les brin­
daba. El resultado fue que su patria se vio ennoblecida y
su prosperidad llevada a las más altas cotas.
Aquellos que, de manera semejante a ellos, alcanzan d
principado por vías que exigen virtud, llegan a dicha si­
tuación con dificultad, pero se mantienen con facilidad.
Las dificultades que encuentran en la adquisición dd
principado nacen en parte de las nuevas instituciones y
modos que se ven forzados a introducir para fundamen­
tar su Estado y su seguridad. Y a este respecto se debe
tener en cuenta hasta qué punto no hay cosa más difícil
de tratar, ni más dudosa de conseguir, ni más peligro­
sa de conducir, que hacerse promotor de la implantación
de nuevas instituciones. La causa de tamaña dificultad
reside en que d promotor tiene por enemigos a todos
aquellos que sacaban provecho del viejo orden y encuen­
tra unos defensores tímidos en todos los que se verían
beneficiados por el nuevo. Esta timidez nace en parte del
temor a los adversarios, que tienen La ley a su lado, y en
parte también de la incredulidad de los hombres, quie-

67
Maquiavdo

nes -en realidad- nunca creen en lo nuevo hasta que ad­


quieren una firme experiencia de eUo. De alú nace que,
siempre que los enemigos encuentran la ocasión de ata­
car, lo hacen con ánjmo faccioso, mientras los demás
sólo proceden a la defensa con tibieza, de lo cual resulta
un serio peligro para el príncipe y para eUos. Es necesa­
rio, por tanto, si se quiere comprender bien esta parte,
examinar si estos innovadores se valen por sí mismos o si
dependen de otros, es decir, si para llevar adelante su
obra necesitan predicar o, por el contrario, pueden recu­
rrir a la fuerza10• En el primer caso siempre acaban mal y
no llevan adelante cosa alguna; pero cuando dependen
de sí mismos y pueden recurrir a la fuerza, entonces sólo
corren peligro en escasas ocasiones. Ésta es la causa de
que todos los profetas armados hayan vencido y los desar­
mados perecido. Pues, además de lo ya dicho, la naturale­
za de los pueblos es inconstante: resulta fácil convencerles
de una cosa, pero es difícil mantenerlos convencidos.
Por eso conviene estar preparado, de manera que cuan­
do dejen de creer se les pueda hacer creer por la fuerza.
Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo no hubieran podido hacer
observar a sus pueblos durante mucho tiempo sus insti­
tuciones de haber estado desarmados. Esto fue lo que
ocurrió en nuestra época a fray Jerónimo Savonarola, el
cual cayó junto con sus nuevas instituciones tan pronto
como la multitud empezó a perder su confianza en él,
pues carecía de medios para conservar firmes a su lado a
los que habían creído y para hacer creer a los incrédu­
losll. Estos hombres experimentan en su actuación gran­
des dificultades y su camino está sembrado de peligros a
los que deben hacer freme y superar con la ayuda de la

68
El Priucip.:, VIl

virtud. Ahora bien, una vez los han superado y comien­


zan a ser respetados, al haber destruido a quienes tenían
envidia de su situación, permanecen ya poderosos, segu­
ros, honrados y dichosos.
A ejemplos tan sublimes quiero añadir uno de menor
rango que, sin embargo, guardaría cierta proporción con
aquéllos y que pretendo me baste para todos los casos se­
mejantes. Se trata de Hierón de Siracusa. De simple parti­
cular se convirtió en príncipe de aquella ciudad y tampo­
co conoció de la fortuna otro don que la oportunidad:
hallándose los siracusanos en una difícil situación, lo eü­
gieron capitán y de ahí se ganó que por méritos propios
llegaran a hacerlo páncipe. Su virtud era tal, incluso en
sus asuntos privados, que quien nos habla de él nos dice el
Quod mhil rlli deerat ad regnandum praeter regnum12• Hie­
rón disolvió el viejo ejército, formó uno nuevo; abando­
nó las viejas a.Üanzas y contrajo otras nuevas. Como te­
nía entonces aliados y soldados que eran realmente
suyos, estaba en condiciones de edificar sobre tal fun­
damento cualquier edificio, hasta tal punto que lo que
le costó bastante esfuerzo conseguir lo pudo conservar
con poco.

VII. De los principados nuevos adquiridos con


armas ajenas y por la fortuna*

Quienes de simples particulares se convierten en prínci­


pes con La sola ayuda de la fortuna alcanzan dicho estado

* De pnlmpatibus novis qur aliems armis et/ortuno acqmnmtur.


Maquiavdo

con pocos esfuerzos, pero deben realizar muchos para


mantenerse. En su camino al principado no encontraron
ninguna dificultad, pues más bien volaban; rodas las difi­
cultades aparecen cuando se encuentran alli. En esta si­
tuación se hallan aquellos a quienes es otorgado un Esta­
do o por dinero o por la voluntad de otra persona. Es lo
que ocurrió a muchos en Grecia, en las ciudades de Jonia
y del Helesponto, donde fueron hechos príncipes por Da­
río a fin de que las ocuparan para su propia seguridad y
gloria; ésta era también la condición de aquellos empera­
dores que de particulares accedían al trono corrompiendo
a los soldados. Estos individuos dependen sencillamente
de la voluntad y de la fortuna de quien les ha concedido el
Estado, dos cosas volubilísimas e inestables. Y no saben ni
pueden conservar su puesto: no saben, porque, de no ser
un hombre de gran ingenio y virtud, no es razonable que
-habiendo vivido siempre en una condición puramente
privada- sepan mandar; no pueden, porque no disponen
de fuerzas que les puedan ser amigas y fieles. Además, al
igual que todas las otras cosas de la naturaleza que nacen
y crecen rápidamente, tampoco los Estados que surgen
súbitamente pueden tener las raíces y sus ramificaciones
firmes y asentadas, con lo cual la primera circunstancia
adversa los destruye, a no ser que quienes tan repentina­
mente han pasado a ser príncipes posean -como se ha di­
eh� tanta virtud que sepan prepararse rápidamente a
conservar lo que la fortuna ha puesto en sus manos y sean
capaces de asentar después los cimientos que los otros pu­
sieron antes de convertirse en príncipes.
Quiero aducir dos ejemplos que a nuestra propia épo­
ca nos ha proporcionado a propósito de las dos maneras

70
El Príncipe. VII

de llegar al principado, o sea, por la virtud y por la fortu­


na. Se trata de Francesco Sforza y César Borgia. El pri­
mero pasó de particular a duque de Milán por los me­
dios adecuados y gracias a su gran virtud, de forma que
conservó con poco trabajo lo que había conquistado con
mil esfuerzos. Por otra parte, César Borgia0 -llamado
vulgarmente duque Valentino- adquirió el Estado gra­
cias a la fortuna de su padre, y con el irse de ella lo per­
dió, a pesar de haber recurrido a todo tipo de medios y
haber hecho rodas aquellas cosas que un hombre pru­
dente y virtuoso debía hacer para poner sus raíces en
aquellos Estados que las armas y la fortuna de otros le
habían proporcionado. Pues, como he dejado dicho más
arriba, quien no pone los cimientos primero los podrá
poner después si es capaz de actuar con mucha virtud,
aunque se haga con molestias para el arquitecto y con
peligro para el edificio. Así pues, si se estudia atentamen­
te rodas las acciones del duque, se podrá ver que se había
procurado fundamentos sólidos para su futuro poder.
Estimo que no es superfluo examinar dichas acciones,
puesto que yo mismo no sabría dar a un príncipe nuevo
otros preceptos mejores que el ejemplo de su conducta.
Pues si sus disposiciones no le rindieron fruto en última
instancia, no fue por culpa suya, sino de una extraordi­
naria y extrema malignidad de la fortuna.
Los propósitos de Alejandro VI de querer hacer gran­
de a su hijo el duque se enfrentaban a numerosas dificul­
tades presentes y futuras. En primer lugar, no veía el ca­
mino para hacerlo señor de algún Estado que no
perteneciera a la Iglesia, e incluso en el caso de que deci­
diera procurarle un Estado eclesiástico sabía que el du-

71
Maquiavdo

que de Milán y los venecianos no se lo permitirían. Por­


que Faenza y Rímini estaban desde hacía tiempo bajo la
protección de Venecia. Veía, por otra parte, que los ejér­
citos de Italia y especialmente aquellos de que se hubiera
podido servir estaban en manos de quienes debían temer
el fortalecimiemo del papa; en consecuencia, no podía
fiarse de tales tropas, dado que todas ellas estaban al
mando de los Orsini, los Colonna y sus aliados. Era, por
tanto, necesario trastocar aquel orden de cosas e intro­
ducir el desorden en sus Estados para poderse hacer
dueño sin riesgos de parte de ellos. Le resultó fácil; por­
que encontró a los venecianos, que -movidos por otras
razones- se habían decidido a traer de nuevo a Italia a
los franceses. Alejandro no tan sólo no se opuso, sino
que incluso lo hizo más fácil con la disolución del matri­
monio del rey Luis. Pasó, por tanto, el rey a Italia con la
ayuda de Venecia y el consentimiento de Alejandro. Tan
pronto como el rey estuvo en Milán, obtuvo de él el papa
tropas con las que acometer la toma de la Romaña, em­
presa que le fue permitida por el prestigio del rey. Ha­
biendo conseguido así el duque la Romaña y derrotados
los Colonna, se enfrentaba a dos obstáculos si quería
conservar lo adquirido y seguir avanzando: el primero,
que sus tropas no le parecían fieles; el segundo, la volun­
tad de Francia, es decir, el peligro de que las armas de los
Orsini (aquéllas precisamente de que se había valido) lo
dejaran colgado en el aire y no solamente le impidieran
ampliar lo adquirido, sino que incluso se lo arrebataran,
y que el rey se decidiera a hacer lo mismo. Los Orsini,
además, ya le habían dado una muestra cuando, tras la
toma de Faenza, pasó a atacar Bolonia y comprobó que

71
El Príncipe. VII

se comportaban con escaso ardor; con respecto al rey,


conocía ya su estado de ánimo cuando, una vez tomado
el ducado de Urbino, procedió al asalto de la Toscana
y el rey le obligó a desistir de la empresa. Por todo ello,
el duque decidió que en lo sucesivo no debía depender
más de las armas y de la fortuna de otros. Así, lo primero
que hizo fue debilitar los partidos de los Orsini y los Co­
lonna en Roma: a todos los partidarios que tenía entre la
nobleza se los ganó para sí haciéndoles nobles suyos y
otorgándoles grandes recompensas; los distinguió con
cargos militares y de gobierno según las cualidades de
cada uno, de forma que al cabo de pocos meses el ánimo
de todos ellos se olvidó de las vinculaciones de partido
para volcarse enteramente en el duque. Tras esto, esperó
la oportunidad de destruir a los Orsini, deshecho ya el
partido de los Colonna. Dicha oportunidad le vino a
punto y la ap rovechó mejor, pues advirtiendo los Orsini
-tarde ya- que el engrandecimiento del duque y de la
Iglesia representaba su propia ruina, celebraron una re­
unión en Magione, en la región de Perusa. De aquí na­
cieron la rebelión de Urbino y los desórdenes de la Ro­
maña, y graves peligros para el duque, que consiguió
superar con la ayuda de los franceses. Recobrado su
prestigio, desconfiando tanro de Francia como de cua­
lesquiera otras fuerzas ajenast\ para no tener que poner­
las a prueba, recurrió al engaño: supo disimular tan bien
sus verdaderas intenciones que los Orsini se reconcilia­
ron con él por mediación del señor Paulo. El duque des­
plegó todo tipo de cortesías para ganar su confianza, re·
galándole dinero, vestidos y caballos, hasta el punto que
su ingenuidad los condujo a Sinigaglia, a sus propias ma-

73
Maquiavelo

nos. Exterminados, pues, estos cabecillas y convertidos


sus partidarios en aliados suyos, el duque bahía conse­
guido poner unos cimientos bastante sólidos para su po­
der, pues dominaba roda la Romaña y el ducado de Ur­
bino y, sobre todo, creía haberse ganado la adhesión de
la Romaña y todos aquellos pueblos, que ahora comen­
zaban a gustar de bienestar.
Y, dado que este último punto es digno de noticia y de
ser imitado por otros, no quiero dejarlo sin alguna men­
ción: conquistada la Romaña y encontrándola goberna­
da por señores incapaces, más dispuestos a despojar a
sus súbditos que a llamarlos al orden -con lo cual les da­
ban motivo de desunión y no de unión, basta el punto de
que todo el territorio estaba sembrado de ladrones, ban­
derías y toda clase de rebeldías-, determinó que era ne­
cesario darle un buen gobierno si quería reducirla al or­
den y hacerla obediente al poder soberano. Por eso puso
al frente del país a Ramiro de Orco, hombre cruel y ex­
peditivo, al cual dio plenos poderes. Al cabo de poco
tiempo su ministro consiguió pacificar el territorio y re­
ducirlo a la unidad, todo lo cual trajo consigo la extraor­
dinaria reputación del duque. Pero más tarde juzgó el
duque que ya no era necesaria tan gran autoridad, pues
se corría el peligro de que .resultara odiosa, e implantó
un tribunal civil en el centro del territorio, presidido por
un hombre excelentísimo y en el que cada ciudad tenía
su propio abogado. Y como sabía que los rigores pasa­
dos le habían generado algún odio, para curar los ánimos
de aquellos pueblos y ganárselos plenamente decidió
mostrar que, si alguna crueldad se había ejercido, no ha­
bía provenido de él, sino de la acerba naturaleza de su

74
El Príncipe, VU

ministro. Así que, cuando tuvo ocasión, lo hizo llevar


una mañana a la plaza de Cesena partido en dos mitades
con un pedazo de madera y un cuchillo ensangrentado al
lado. La ferocidad del espectáculo hizo que aquellos
pueblos permanecieran durante un tiempo satisfechos y
estupefactosu.
Pero volviendo al punto en que nos habíamos queda­
do, digo que al duque (bastante poderoso ya y seguro en
parte ante los peligros presentes por haberse annado a
su manera y por haber en buena parte destruido aquellas
armas que, por cercanas a él, hubieran podido hacerle
daño) le quedaba todavía, sj quería ampliar sus conquis­
tas, el temor al rey de Francia. Pues era consciente de
que el rey, que aunque tarde, se había percatado de su
error, no se lo habría permitido. Por eso comenzó a bus­
car nuevos aliados y a mostrarse vacilante con respecto a
Francia cuando las tropas de ésta descendieron a Nápo­
les en contra de los españoles que asediaban Gaeta. Su
objetivo era asegurarse frente a ellos, y lo habría conse­
guido de seguir viviendo Alejandro.
Éstas fueron sus directrices en cuanto a los problemas
presentes. Por lo que a los futuros se refiere, debía temer
sobre todo que el nuevo papa le fuera hostil y tratara de
arrebatarle lo que le había dado Alejandro. Trató de evi­
tar esa posibilidad por cuatro procedimientos: en primer
lugar exterminando las familias de todos aquellos a los
que había despojado, a fin de quitar al papa la oportuni­
dad; en segundo lugar, como se ha dicho, ganándose a
todos los nobles de Roma para tener así al papa inmovi­
lizado; en tercer lugar, hacer al Colegio Cardenalicio lo
más suyo que pudiera; en cuarto lugar, adquirir el máxi-

75
Maquiavdo

mo de poder antes de que muriera su padre para estar en


condiciones de resistir por sí mismo a un primer ataque.
De estas cuatro cosas había conseguido a la muerte de su
padre tres; la cuarta la daba casi por hecha: de los nobles
despojados mató a cuantos pudo atrapar y poquísimos
se salvaron; a los nobles romanos se los había ganado y
en el Colegio tenía una facción numerosísima. En cuanto
a las nuevas adquisiciones, había planeado adueñarse de
Toscana y poseía desde hacía tiempo Perusa y Piombino,
habiendo tomado a Pisa bajo su protección. Y, dado que
no debía tener miedo a Francia (que no debía tenérselo
más, al haber sido despojados los franceses del reino de
Nápoles por los españoles, lo cual obligaba a ambos a
comprar su amistad), se veía ya saltando sobre Pisa. Tras
ello, Lucca y Siena cederían rápidamente, en parte, por
envidia de los florentinos y, en parte, por miedo; los flo­
rentinos por su parte no tenían escape posible. Si hubie­
se conseguido todo esto (y lo iba a conseguir el año mis­
mo en que murió Alejandro), alcanzaría tanta fuerza y
tanta reputación que se hubiera puesto a salvo por sus
propios medios y ya no hubiera dependido jamás de la
fortuna y de las fuerzas de otro, sino de su propio poder
y de su propia virtud. Pero Alejandro murió sólo cinco
años después de que él hubiera empezado a desenvainar
la espada; lo abandonó cuando solamente había podido
consolidar su Estado de la Romaña: todos los demás es­
taban en el aire y él mismo situado entre dos poderosísi­
mos ejércitos enemigos y enfermo de muerte. Sin embar­
go, su ánimo era tan indómito y su capacidad y energía
tan grandes, sabía tan bien que a los hombres o se les
gana o se les pierde, tan sólidos eran los cimientos que en

76
El Príncipe. VU

poco tiempo se había construido, que si no hubiera teni­


do aquellos ejércitos encima o él hubiera estado sano,
habría vencido todas las dificultades. Y que sus cimien­
tos eran buenos lo mostró la experiencia, pues la Roma­
ña lo esperó más de un mes, en Roma estaba seguro a pe­
sar de estar medio muerto, y aunque los Ballioni, los
Vitelli y los Orsini vinieron a Roma, no encontraron alia­
dos para atacarlo; si no podía hacer papa a quien quería,
podia conseguir al menos que no lo fuera quien no que­
ría. Pero de no haber estado enfermo a la muerte de Ale­
jandro, todo le hubiera resultado fácil. Él mismo me dijo
personalmente, en los días en que fue elegido papa Ju­
lio U, que había pensado en lo que pudiera suceder a la
muerte de su padre, encontrando el remedio convenien­
te a cada cosa, pero que no había pensado jamás que en
aquella ocasión también él mismo estuviera a punto de
monr.
Recogidas, pues, todas las acciones del duque, no sa­
bría censurarlo. Creo más bien, como be dicho, que se
le ha de proponer como modelo a imitar a todos aque­
llos que, por la fortuna y con las armas ajenas, ascien­
den al poder. Porque él, hombre deseoso de dominio y
de altas miras, no podía conducirse de otra manera;
sólo se opuso a sus propósitos la muerte de Alejandro y
su propia enfermedad. En consecuencia, quien juzgue
necesarío para su principado nuevo. asegurarse &ente a
los enemigos, ganarse amigos, vencer o con la fuerza o
con el engaño, hacerse amar y temer por los pueblos,
seguir y respetar por los soldados, destruir a quienes te
pueden o deben hacer daño, renovar con nuevos mo­
dos el viejo orden de cosas, ser severo y apreciado,

77
Maquiavdo

magnánimo y liberal, disolver la milicia infiel, crear


otra nueva, conservar la amistad de reyes y príncipes de
forma que te recompensen con cortesía solícita o se lo
piensen antes de hacerte daño16, no podrá encontrar
ejemplos más vivos que las acciones del duque. Sola­
mente se le puede reprender en la nominación del papa
Julio, donde la decisión por él adoptada fue contrapro­
ducente: no pudiendo, corno hemos dkho, hacer un
papa a su gusto, podía, sin embargo, conseguir que al­
guien no lo fuera, y no debía permitir jamás que llega­
ran al papado aquellos cardenales a quienes él había
hecho daño o que, una vez papas, hubieran de sentir
miedo de él. Porque los hombres hacen daño o por
miedo o por odio. Aquellos a quienes él había hecho
daño eran, entre otros, el de San Pietro in Vincoli, el
cardenal Colonna, el de San Giorgio y el cardenal Asca­
nio. Todos los demás tenían motivos para temerlo si lle­
gaban al papado, excepto el cardenal de Rouen y los
españoles, los últimos por vinculaciones y obligaciones
mutuas y el francés por razones de poder, ya que tenía
a sus espaldas el reino de Francia. El duque, por tanto,
debía por encima de todas las cosas conseguir un papa
español y, de no poderlo, debía permitir que fuera el
cardenal de Rouen y nunca el de San Pietro in Vincoli.
Quien cree que nuevas recompensas hacen olvidar a los
grandes hombres las viejas injusticias de que han sido
víctimas, se engaña. Se equivocó, por tanto, el duque
en esta elección y fue la causa de su ruina 6nal17•

¡8
El Príncipe, vm

VIII. De los que llegaron al principado


por medio de crímenes*

Pero, ya que un simple particular puede alcanzar el prin­


cipado por medio de otros dos procedimientos que no se
pueden identificar completamente con la fortuna o la
virrud, me parece inadecuado no dejar constancia de
ellos, a pesar de que tenga abierta la posibilidad de exa­
minar más detenidamente uno de dichos procedimien­
tos al tratar de las repúblicas. Estas dos nuevas vías se
presentan cuando se asciende al principado por medio
de acciones criminales y contrarias a toda ley humana y
divina, o bien cuando un ciudadano particular se con­
vierte en príncipe de su patria con el favor de sus conciu­
dadanos. Y el primer procedimiento se ilustrará con dos
ejemplos, uno antiguo y otro de nuestros días, sin entrar
en consideraciones ulteriores acerca de su bondad, pues
juzgo que basta, a quien se encuentre necesitado, con
imitarlos.
El siciliano Agatocles llegó a rey de Siracusa no sólo a
partir de una condición privada, sino incluso ínfima y
despreciable. Hijo de un ollero, llevó durante toda su
vida una conducta criminal; sin embargo, combinó sus
maldades con tanta virtud de ánimo y de cuerpo que, de­
dicado a la carrera de las armas, alcanzó el puesto de
pretor de Siracusa pasando por todos los grados. Conso­
lidado en este puesto y habiendo decidido convertirse en
príncipe y conservar por la violencia y sin obligaciones
hacia los demás aquello que de común acuerdo le había

" De hti quiper Ice/era ad prina'palllm pervenere.

79
Maquiavdo

sido concedido -tras ponerse en connivencia con el car­


taginés Amílcar, que por aquel tiempo se encontraba con
sus ejércitos en Sicilia-, convocó una mañana al pueblo
y al Senado de Siracusa, como si tuvieran que deliberar
asuntos concernientes a la república, y a Ja señal conve­
nida hizo que sus soldados mataran a todos los senado­
res y a los más ricos de la población. Muertos éstos, ocu­
pó y conservó el principado de aquella ciudad sin ningún
tipo de oposición interna. Y aunque fue derrotado dos
veces por los cartagineses e incluso asediado, no sólo
pudo defender su ciudad, sino que -habiendo dejado
parte de su gente a la defensa frente aJ asedio- pasó con
el resto a África y en poco tiempo liberó Siracusa del ase­
dio y puso a Cartago en tal peligro que se vieron obliga­
dos a pactar con él, limitándose a sus posesiones de Á fri­
ca y dejando Sicilia a Agatodes.
Por tanto, quien examine sus acciones y su virtud no
verá cosas, o pocas, que se puedan atribuir a la fortuna;
la razón, como ya hemos dicho, es que no llegó al princi­
pado por los favores de nadie, sino a través de los grados
militares, ganados además con mil molestias y peligros.
Y alcanzado su objetivo, se mantuvo gracias a sus mu­
chas decisiones animosas y arriesgadas. Sin embargo, no
es posible llamar virtud a exterminar a sus ciudadanos,
traicionar a los amigos, carecer de palabra, de respeto,
de religión. Tales medios pueden hacer conseguir poder,
pero no gloria. Porque, si se considera la virtud de Aga­
tocles para arrostrar y vencer los peligros y la grandeza
de su ánimo en soportar y superar las adversidades, no se
ve motivo alguno por el cual tenga que ser juzgado infe­
rior a cualquier otro nobilísimo capitán. Sin embargo, a

So
El Prinápe, V1ll

pesar de todo, su feroz crueldad e inhumanidad, sus in­


finitas maldades, no pemúten que sea celebrado entre
los hombres más nobles y eminentes. No es posible, en
conclusión, atribuir a la fortuna o la virtud lo que fue
conseguido por él sin la una y sin la otra.
En nuestros días, durante el papado de Alejandro VI,
Oliverotto da Fermo -huérfano de padre desde muy
niño- fue criado por un úo materno Uamado Giovanní
Fogliani, quien desde los primeros años de su juventud
lo puso a combatir a las órdenes de Paolo Vitelli, con el
propósito de que, una vez experto en el arte militar, al­
canzara un grado elevado en el seno de la milicia. A la
muerte de Paolo pasó a militar con ViteUozzo Vitelli, su
hermano, y en poquisimo tiempo se convirtió, por su in­
genio, su fortaleza física y su valentía de ánimo, en el pri­
mer hombre de su tropa. Sin embargo, juzgando cosa
servil el estar a las órdenes de otro, pensó -con la ayuda
de algunos ciudadanos de Fermo que estimaban más la
esclavitud que la libertad de su patria y con el favor vite­
llesco- ocupar Fenno. Así, escribió a Giovanni Fogliani,
haciéndole ver que, tras estar muchos años fuera de casa,
quería verlo a él y a su ciudad, así como reconocer en al­
guna medida su patrimonio, y, dado que rodas sus fatigas
sólo habían ido encaminadas a conquistar honor, quería
regresar -para que sus conciudadanos vieran que no ha­
bía empleado el tiempo en vano- con todos los honores
y acompañado de cien soldados a caballo, amigos y ser­
vidores suyos. Le rogaba, además, que fuera de su agra­
do disponer que los habitantes de Fermo lo recibieran
con honor, lo cual no solamente era honroso para él, Oli­
verotto, sino para sí mismo, pues no en vano era su ahi-

81
Maquiavelo

jado. No faltó, pues, Giovanni para con su sobrino a nin­


guno de los deberes de la hospitalidad; hizo que Fermo
lo recibiera honrosamente, lo alojó en su propia casa. Al
cabo de algunos días, dispuesto a poner en ejecución lo
que exigía su futura maldad, organizó un banquete so­
lem.nísimo al que invitó a Giovanni Fogliani y a todos los
ciudadanos más eminentes de Fermo. Acabadas las vian­
das y demás entretenimientos usuales en este úpo de
banquetes, suscitó, a propósito, algunos temas graves
de discusión, hablande de la grandeza del papa Alejan­
dro y de su hijo César, así como de sus empresas. Como
Giovanni y los demás respondieran a sus palabras, se le­
vantó de repente y dijo que aquellas cosas se habían de
d.iscuúr en un lugar más secreto: se retiró a un cuarto se­
guido de Gíovanni y todos los demás ciudadanos. Tan
pronto como se hubieron sentado, salieron de diferentes
lugares secretos del cuarto soldados que asesinaron a
Giovanni y a todos los demás. Tras esta acción, Olive­
rotto subió a caballo, se apoderó de la ciudad por la fuer­
za y asedió el palacio del magistrado supremo, de modo
que el miedo les obligó a obedecerle y a formar un go­
bierno del cual Oliverotto se hizo príncipe. Así, muertos
todos aquellos que, por razón de su descontento, podían
hacerle daño, se hizo fuerte con nuevas instituciones ci­
viles y militares, de forma que en el curso del año que
conservó el principado no sólo estaba seguro en la ciu­
dad de Fermo, sino que había conquistado el temor de
todos los vecinos. Su expulsión hubiera resultado difícil,
como en el caso de Agatocles, si no se hubiera dejado en­
gañar por César Borgia en Sinigaglia junto con los Orsini
y Vitelli: tomado prisionero también él un año después

82
El Príncipe, Vlll

de cometido el parricidio, fue estrangulado en compa­


ñía de Vitellozzo, su maestro en virtud y en maldades.
Podría alguno preguntarse la razón de que Agatocles y
algún otro de la misma especie, tras n
i finitas traiciones
y crueldades, pudieran vivir seguros en su patria durante
tan largo tiempo y defenderse de l.os enemigos exterio­
res, sin que jamás tuvieran que enfrentarse a una conspi­
ración interna promovida por los mismos ciudadanos;
por el contrario, otros muchos no han podido mediante
la crueldad conservar el Estado ni siquiera en tiempos
pacíficos, por no hablar ya de los dudosos y arriesgados
tiempos de guerra. Creo que esto es debido al mal uso o
al buen uso de la crueldad18• Bien usadas se pueden lla­
mar aquellas crueldades (si del mal es lícito decir bien)
que se hacen de una sola vez y de golpe, por la necesidad
de asegurarse, y luego ya no se insiste más en ellas, sino
que se convierten en lo más útiles posibles para los súb­
ditos. Mal usadas son aquellas que, pocas en principio,
van aumentando, sin embargo, con el curso del tiempo
en lugar de disminuir. Quienes observan el primer modo
pueden encontrar algún apoyo a su situación con la ayu­
da de Dios y de los hombres, como en el caso de Agato­
des; los demás es imposible que se mantengan. Por todo
ello, el que ocupa un Estado debe tener en cuenta la ne­
cesidad de examinar todos los castigos que ha de llevar a
cabo y realizarlos todos de una soJa vez, para no tenerlos
que renovar cada día y para poder -al no renovarlos­
tranquilizar a los súbditos y ganárselos con favores.
Quien procede de otra manera, ya sea por debilidad o
por perversidad de ánimo, se verá siempre obligado a te­
ner el cuchillo en la mano; jamás se podrá apoyar en sus
----
'

Mnquiavdo

propios súbditos, pues las injusticias -frescas y renova­


das- impedirán que se sientan seguros con él. Porque las
injusticias se deben hacer rodas a la vez a fin de que, por
gustadas menos, hagan menos daño, mientras que los fa­
vores se deben hacer poco a poco con d objetivo de que
se saboreen mejor. Y un príncipe debe, sobre todo, pro­
ceder con sus súbditos de forma que ninguna eventuali­
dad, favorable o desfavorable, le obligue a cambiar su
conducta, puesto que -cuando con los tiempos adversos
llega la necesidad- ya no estás en condiciones de hacer d
mal, mientras que d bien que haces ya no te sirve de
nada, porque rodas lo estiman forzado y no te propor­
ciona ninguna clase de agradecimiento.

IX. Del principado civil�<

Pero, llegando ya al segundo procedimiento, es decir,


cuando un ciudadano privado se convierte en príncipe
de su patria no por medio de crúnenes y otras violencias
intolerables, sino con el favor de sus ciudadanos, surge
así un principado al que podríamos llamar civil (para lle­
gar al cual no es necesario basarse exclusivamente en l a
virtud o exclusivamente e n l a fortuna, sino más bien en
una astucia afortunada), digo que se asciende a dicho
principado o con el favor del pueblo o con el favor de los
grandes. Porque en cualquier ciudad se encuentran esros
dos tipos de humores19: por un lado, el pueblo no desea
ser dominado ni oprin1ido por los grandes, y, por otro,

• De pri11dpa1u crvíh
El Príncipe, IX

los grandes desean dominar y oprimir al pueblo; de estos


dos contrapuestos apetitos nace en la ciudad uno de los
tres efectos siguientes: o el principado, o la libertad, o el
libertinaje.
El principado es promovido o por el pueblo o por los
grandes, según sea una parte u otra la que encuentre la
oportunidad; porque los grandes, viendo que no pueden
resistir al pueblo, comienzan a aumentar la reputación
de uno de ellos y lo hacen príncipe para poder a su som­
bra desfogar su apetito. El pueblo, por su parte, viendo
que no puede defenderse ante los grandes, aumenta la
reputación de alguien y lo hace príncipe a fin de que su
autoridad lo mantenga defendido. El que llega al princi­
pado con la ayuda de los grandes se mantiene con más
dificultad que el que lo hace con la ayuda del pueblo,
porque se encuentra -aun siendo príncipe- con muchas
personas a su alrededor que se creen iguales a él y a las
cuales no puede ní mandar ní manejar a su manera.
Sin embargo, el que llega al principado con el favor
popular se encuentra solo en su puesto y a su alrededor
hay muy pocos o ninguno que no estén dispuestos a obe­
decer. Además de esto, no se puede -con honestidad y
sin causar injusticias a otros- dar satisfacción a los gran­
des, pero sí al pueblo, porque el fin del pueblo es más
honesto que el de los grandes, ya que éstos quieren opri­
mir y aquél no ser oprimido. Además, si el pueblo le es
enemigo, jamás puede un príncipe asegurarse ante él,
por ser demasiados; de los grandes sí que puede, pues
son pocos. Lo peor que puede esperar un príncipe del
pueblo enemigo es verse abandonado por él, pero si sus
enemigos son los grandes, no solamente ha de temer que

ss
Maquaavdo

lo abandonen, sino incluso que se vuelvan en su contra,


porque -habiendo en ellos mayor capacidad de previ­
sión y más astucia- no pierden el tiempo si se trata de
salvarse y tratan de conseguir los favores del que presu­
men será vencedor. El prú1eipe, además, está forzado a
vivir siempre con el mismo pueblo, pero puede pasarse
sin los mismísimos grandes, pues está en condiciones de
hacerlos y deshacerlos cada día y de darles o quitarles re­
nombre según su propia conveniencia.
Para clarificar mejor estos puntos digo que los grandes
adoptan con respecto a un príncipe nuevo dos actitudes
fundamentales: o bien se vinculan completamente a tu
suerte o no. En el primer caso es preciso -siempre que
no sean aves rapaces- amarlos y recompensarlos; en el
segundo caso hay que examinarlos de dos maneras: o ha­
cen eso por pusilanimidad y falta natural de ánimo, y en­
tonces deberás servirte especialmente de aquellos que
son competentes en alguna disciplina, a fin de que en la
prosperidad te honres en ellos y en l a adversidad en nada
les tengas que temer. Pero cuando no se te unen a propó­
sito y por causa de su propia ambición, es señal de que
piensan más en ellos mismos que en ti. El príncipe se de­
berá guardar de ellos y temerlos como si fueran enemi­
gos declarados, porque en los momentos de adversidad
contribuirán siempre a su ruina.
Quien alcanza el principado mediante el favor del pue­
blo debe, por tanto, conservárselo amigo, lo cual resulta
fácil, pues aquél solamente pide no ser oprimido. Pero
aquel que, conua el pueblo, llegue al principado con el
favor de los grandes debe por encima de cualquier oua
cosa tratar de ganárselo, cosa también fácil si se convier-

86
El Príncipe, IX

te en su protector. Y dado que los hombres, cuando re­


ciben el bien de quien esperaban iba a causarles mal, se
sienten más obligados con quien ha resultado ser su be­
nefactor, el pueblo le cobra así un afecto mayor que si
hubiera sido conducido al principado con su apoyo. El
príncipe se puede ganar al pueblo de muchas maneras,
de las cuales no es posible dar una regla segura, al de­
pender de la situación. Por eso las dejaremos a un lado,
pero concluiré tan sólo diciendo que es necesario al prín­
cipe tener al pueblo de su lado. De lo contrario no ten­
drá remedio alguno en la adversidad.
Nabis, príncipe de los espartanos, sostuvo el asedio de
toda Grecia y de un ejército romano victoríosísimo, con­
siguiendo defender contra todos ellos su patria y su Es­
tado; solamente necesitó, cuando le vino encima el peli­
gro, defenderse de unos pocos, cosa que le hubiera
resultado insuficiente s i el pueblo hubiera sido enemigo
suyo. Y que nadie rechace esta opinión mía con aquel
proverbio tan trillado de que «quien construye sobre el
pueblo, construye en el barro», porque esto es verdad
cuando quien se funda en el pueblo es un ciudadano pri­
vado que se imagina que el pueblo lo salvará cuando se
encuentre acechado por los enemigos o por los magistra­
dos. En este caso se podrá encontrar engañado a menu­
do, como ocurrió en Roma a los Graco y en Florencia a
messer Giorgio Scali. Pero si quien se apoya en el pueblo
es un príncipe capaz de mandar y valeroso, que no se
arredra ante las adversidades, ni omite las otras formas
convenientes de defensa, que con su ánimo y sus institu­
ciones mantiene a toda la población ansiosa de actuar, tal
príncipe jamás se encontrará engañado por él y compro-
hará que ha construido sólidos fundamentos para su
mantenimiento.
Estos principados suelen correr peligro cuando van a
pasar del gobierno fundado en el favor de los ciudada­
nosal gobierno absoluto. La causa es que estos príncipes
o gobiernan por sí mismos o por medio de magistrados.
En el último caso su asentamiento es más débil y corre
mayor peligro, puesto que descansan totalmente en la
voluntad de aquellos ciudadanos situados al frente de las
magistraturas, los cuales -sobre todo en los momentos
de adversidad- pueden arrebatarle el Estado con facili­
dad, ya sea acruando en su contra, ya sea no obedecién­
dole. Y en los momentos de peligro el príncipe ya no está
a tiempo de asumir la autoridad absoluta, pues los ciuda­
danos y los súbditos, acostumbrados a recibir las órde­
nes de los magistrados, ya no están, en momento de tem­
pestad, para obedecer las suyas, por lo que siempre
carecerá cuando la situación sea incierta de personas en
las que pueda poner su confianza. Un príncipe que se en­
cuentre en esa situación no puede apoyarse, por tanto,
en lo que ve en los momentos de calma, cuando los ciu­
dadanos tienen necesidad del Estado, pues entonces
todo el mundo corre, todo el mundo promete y cada uno
quiere morir por él, entonces que la muerte está lejos;
pero en los tiempos adversos, cuando el Estado tiene ne­
cesidad de los ciudadanos, entonces encuentra pocos
que se presenten con esa disposición. La experiencia de
pasar de un gobierno civil a otro absoluto es, además,
tanto más peligrosa cuanto que solamente se la puede
realizar una vez. Por eso un príncipe prudente debe pen­
sar en un procedimiento por el cual sus ciudadanos ten-

88
El Príncipe, X

gan necesidad dd Estado y de él siempre y ante cualquier


tipo de circunstancias; entonces siempre le permanece­
rán .fides.

X. Cómo se han de mecli.r las fuerzas


de todos los prin cipados*

Al examinar las características de estos principados con­


viene efectuar otra consideración, a saber: si un príncipe
tiene tanto Estado que pueda, en caso de necesidad, sos­
tenerse por sí mismo, o bien si está siempre obligado a
recabar la ayuda de otros. Y para aclarar mejor este pun­
to diré que estimo se pueden sostener por sí mismos los
que pueden -o por abundancia de hombres o de dinero­
organizar un ejército adecuado y entablar combate abier­
to con cualquiera que venga a asaltarlos. De la misma
manera estimo que tienen siempre necesidad de los de­
más quienes no pueden hacer &ente al enemigo en d
campo abierto , sino que están obligados a refugiarse
dentro de las murallas y a proceder a la defensa de éstas.
El primer caso ya lo hemos estudiado y más addante
tendremos de nuevo ocasión de referirnos a é120• Por lo
que respecta al segundo, no se puede decir otra cosa que
exhortar a los príncipes para que forti.fiquen y defiendan
su ciudad sin preocuparse del resto del territorio. Todo
aqud que tenga bien fortificada su ciudad y en los res­
tantes expedientes de gobierno se baya comportado con
sus súbditos como ya hemos dicho y como más adelante

* Quomodo omnium pmtdpatuum vires perpend1 debeattl.


Maquiavelo

se dirá21 , no será atacado sino con grandes precauciones,


puesto que los hombres se apartan siempre de Las em­
presas en las que aprecian dificultad, y ninguna facilidad
puede verse en asaltar a alguien cuya ciudad está bien
defendida y que además no es odiado por el pueblo.
Las ciudades de Alemania22 son muy libres, tienen
poco territorio a su alrededor y obedecen al emperador
cuando quieren; no temen ni a él ni a ningún otro señor
poderoso que tengan a su alrededor, porque están forti­
ficadas hasta el punto que todos piensan que su asedio
ha de ser largo y difícil. Todas tienen fosos y murallas
apropiados, artillería suficiente, y en los almacenes pú­
blicos comida, bebida y leña suficiente para un año.
Además de todo esto, para poder mantener a la plebe
alimentada sin peligro del tesoro público, tienen siempre
un fondo común con el que poder darle trabajo durante
un año en aquellas ocupaciones que vienen a ser el ner­
vio y la vida de aquella ciudad y de las industrias de las
que la plebe vive. Además, los ejercicios militares gozan
en ellas de gran reputación y en este sentido tienen mu­
chas disposiciones que los mantienen y regulan.
Por tanto, un príncipe que tenga una ciudad fortifica­
da y que no se haga odiar no podrá ser asaltado, y si lo
fuera, su asaltante se vería obligado a levantar el cerco
abochornado, porque las cosas del mundo son tan varia­
bles que es imposible que nadie pueda emplear un año
completamente ocioso con sus ejércitos en un asedio. Y
quien replique que si el pueblo tiene sus posesiones fue­
ra y las ve arder, perderá la paciencia, y el largo asedio y
la caridad propia2> le harán olvidarse del príncipe, le res­
pondo que un príncipe poderoso y animoso superará

90
El Pdncipe, XI

siempre todas estas dificultades: ahora dará esperanza a


sus súbditos de que el mal no durará mucho, ahora les
inoculará el temor a la crueldad del enemigo, ahora se
asegurará con habilidad de aquellos que se le manifies­
ten demasiado atrevidos. Además de todo esto, el enemi­
go debe lógicamente quemar y devastar el territorio nada
más llegar, precisamente cuando los ánimos de los hom­
bres están inflamados y dispuestos para la defensa. Por
eso el príncipe debe abrigar menos temor, puesto que al
cabo de algunos dias, cuando los ánimos se han enfriado,
los daños ya están hechos y ya no hay remedio alguno. Y
entonces los súbditos todavía se unen más a su príncipe,
estimando que él ha contraído una obligación con ellos
al haber quedado incendiadas sus casas y devastadas sus
posesiones en defensa suya. Pues la naturaleza de los
hombres es contraer obligaciones entre sí tanto por
los favores que se hacen como por los que se reciben.
Por todo ello, si se consideran correctamente todos los
puntos, no resultará difícil a un príncipe prudente du­
rante un asedio tener a su favor en un primer momento
el ánimo de sus ciudadanos y después mantenerlos fu­
mes, siempre que no les falten los medios de subsistencia
y de defensa.

XI. De los principados eclesiásticos*

Solamente nos quedan ya por examinar los principados


eclesiásticos, con respecto a Jos cuales las dificultades

* De pri11dpatibus eccJeSiastids.

91
fvlnquinvdo

surgen ames de entrar en posesión de los mismos, pues


se adquieren o con virtud o por la fortuna, y se conser­
van sin Ja una y sin la otra, ya que se sustentan en las an­
tiguas leyes de la religión, las cuales son tan poderosas y
de tanto arraigo que mantienen a sus príncipes al frente
del Estado, sea cual sea su forma de actuación y de vida.
Estos príncipes son los únicos que tienen Estados y no
los defienden, súbditos y no los gobiernan: los Estados,
aun indefensos, no les son arrebatados y los súbditos,
aun no siendo gobernados, no se preocupan de ello y no
piensan ni pueden sustraerse a su dominio. Estos princi­
pados son, pues, los únicos seguros y felices. Sin embar­
go, dado que están sostenidos por una razón superior
que la mente humana no alcanza, no voy a hablar de
ellos, puesto que -siendo sus príncipes exaltados y con­
selvados por Dios- sería un ejercicio propio de un hom­
bre presuntuoso y temerario analizarlos. No obstante, si
a pesar de todo alguien me preguntara cuál es la causa de
que la Iglesia haya alcanzado, en lo temporal, ramo po­
der cuando antes de AJejandro24 las potencias italianas
-y no sólo las que se llamaban a sí mismas potencias,
sino cualquier barón y señor por muy pequeño que fue­
se- le concedían escasa importancia en cuanto a lo tem­
poral, mientras que ahora un rey de Francia tiembla ante
ella y la misma Iglesia ha podido expulsarlo de Italia y
hundir a los venecianos: me parece que no es superfluo
traer de nuevo a la memoria estos hechos, aunque sólo
sea en parte, y a pesar de que sean conocidos de todos.
Antes de que el rey Carlos de Francia viniera a ltalia2',
este país estaba bajo el poder del papa, de los venecia­
nos, del rey de Nápoles, del duque de Milán y de los Ao-

92
El Príncipe, XT

rentinos. Estas potencias debían tener necesariamente


dos preocupaciones fundamentales: la primera, que
ningún extranjero entrara en Italia con sus ejércitos; la
segunda, que ninguna de ellas ampliara sus territorios.
Quienes ofrecían mayores motivos de preocupación
eran el papa y Venecia. Para contener en sus limites a la
última era necesaria la unión de todos, como ocurrió en
la defensa de Ferrara, y para someter al papa se servían
de los nobles romanos, quienes -divididos en las dos
facciones de los Orsini y los Colonna- siempre tenían
motivos para promover desórdenes públicos. De esta
forma, con sus armas desenvainadas ame los mismos
ojos del pontífice, mantenían al pontificado débil y sin
fuerzas. Y aunque de vez en cuando surgiera algún papa
animoso como Sixto IV, sin embargo, ni la fortuna ni el
saber lo pudieron nunca liberar de estas dificultades. Y
la causa era la brevedad de su vida, pues en los diez años
que como media vivía cada papa a duras penas podía
desbaratar una de las facciones: si, por ejemplo, uno de
ellos había conseguido casi anular a los Colon na, surgía
otro papa, enemigo de los Orsini, que los hacía resurgir
sin que, por otra parte, tuviera tiempo de desembara­
zarse de los Orsini. Todo esto hacía que las fuerzas tem­
porales del papa tuvieran escaso crédito en Italia. Vino
después Alejandro VI, el cual -a diferencia de todos los
demás pontífices que han existido- mostró hasta qué
punto un papa podía ampliar su poder haciendo un uso
correcto del dinero y de la fuerza. Por medio del duque
Valentino y aprovechando la oportunidad de la venida
de los franceses, hizo todo aquello que he expuesto más
arriba a propósito de las acciones del duque. Y aunque

93
Maqui.avdo

su propósito no era hacer grande a la Iglesia, sino al du­


que, no obstante lo que hizo revirtió en la grandeza de
la Iglesia, la cual heredó a su muerte -una vez derrotado
el duque- el fruto de todos sus esfuerzos. Vino después el
papa Julio y se encontró la Iglesia engrandecida con la
posesión de toda la Romaña y con los nobles de Roma
reducidos a la impotencia gracias a que Alejandro había
destruido sus facciones; el nuevo papa encontró, ade­
más, la puerta abierta a los procedimientos de acumular
dinero, nunca usados con anterioridad a Alejandro. Ju­
lio n no sólo siguió los pasos de Alejandro, sino que fue
incluso mucho más allá; pensó ganarse Bolonia, reducir
a Venecia a la impotencia y expulsar a los franceses, co­
sas todas que consiguió con tanto más mérito cuanto
que no lo hizo para aumentar el poder de algún particu­
lar, sino el de la Iglesia. Mantuvo, además, las facciones
de los Orsini y los Colonna en las mismas condiciones
en que las encontró, y aunque en ellas hubiera algún jefe
capaz de promover desórdenes, sin embargo dos cosas
las mantuvieron sumisas: por un lado, la grandeza de la
Iglesia, que los amedrentaba; por otro lado, el no tener
sus cardenales, motivo constante de enfrentamientos
entre ellos. Jamás se mantendrán quietas estas facciones
mientras tengan cardenales, ya que éstos alimentan en
Roma y fuera de Roma las facciones y aquellos nobles
están obligados a defenderlas. Las discordias y los des­
órdenes entre los nobles nacen así de la ambición de los
prelados. Su santidad el papa León26 ha encontrado,
por tanto, al pontificado elevado a un grandísimo po­
der; de él se espera que, si sus dos antecesores lo hicie­
ron poderoso con las armas, él lo hará con su bondad y

94
El Príncipe:, xn

con los otros muchos atributos de su vinud poderosísi­


mo y respetado.

XII . Cuántos son los géneros de tropas


y sobre los soldados mercenarios*

Habiendo examinado caso tras caso todas las caracterís­


ticas de aquellos principados sobre los cuales expresé al
comienzo mi intención de razonar, me resta ahora (tras
haber considerado también en alguna medida las causas
determinantes de su buena y mala situación, así como
tras haber mostrado los procedimientos por los que mu­
chos han tratado de adquirirlos y conservarlos) tratar de
manera general los peligros y las formas de defensa que
en cada uno de ellos pueden presentarse. Ya hemos in­
sistido anteriormente en lo necesario que es para un
príncipe que sus cimientos sean buenos, pues de lo con­
trario la consecuencia será su hundimiento. Pues bien,
los principales cimientos y fundamentos de todos los Es­
tados -ya sean nuevos, ya sean viejos o mixtos- consisten
en las buenas leyes y las buenas armas. Y, dado que no
puede haber buenas leyes donde no hay buenas armas y
donde hay buenas armas siempre hay buenas leyes, deja­
ré a un lado la consideración de las leyes y hablaré única­
mente de las armas.
Digo, pues, que las tropas con que un príncipe defien­
de su Estado o le son propias o le son mercenarias, auxi­
liares o mixtas. Las mercenarias y auxiliares son inútiles

" Quot smt genera mtlittae el de mercenariís tm1itibus

95
Maquiavdo

y peligrosas, y si uno tiene apoyado su Estado sobre ar­


mas mercenarias, jamás estará firme y seguro, porque es­
tas tropas carecen de unidad, son ambiciosas, sin disci­
plina, desleales; valientes ante los amigos, pero ante los
enemigos cobardes; ni temerosas de Dios ni leales con
los hombres: con ellas solamente se retrasa la ruina en la
medida en que se retrasa el ataque; en la paz te ves des­
pojado por ellas, en la guerra por los enemigos. La razón
de todo esto es que dichas tropas no tienen otro incenti­
vo ni otra razón que las mantenga en el campo de batalla
que un poco de sueldo, siempre insuficiente para conse­
guir que quieran morir por ti. Aceptan gustosos estar a
sueldo tuyo mientras no haces la guerra, pero tan pronro
como ésta viene o huyen o se te van. No debería costar
mucho esfuerzo persuadir a cualquiera de este punto,
puesto que la actual ruina de Italia no tiene otro origen
que el haber descansado por espacio de muchos años en
las tropas mercenarias. Es cierto que proporcionaron al­
guna victoria a alguno y parecían valientes ante sus igua­
les, pero tan pronto como llegó el extranjero descubrie­
ron lo que, en realidad, eran. De ahi el dicho de que a
Carlos VTII de Francia se le habia dejado hacerse dueño
de Italia sólo con tiza, y quien decía que Ja causa de todo
ello se hallaba en nuestros pecados, tenía razón, sólo que
no eran los que él creía, sino los que yo acabo de expo­
ner. Y puesto que los pecados eran de los príncipes, la
pena la han pagado también ellos27•
Quiero dejar todavía más claro lo funestas que son es­
tas tropas. Los jefes mercenarios o son hombres eminen­
tes o no; si lo son, no te puedes fiar de ellos, porque
siempre aspirarán a su propio poder, o bien oprimiéndo-
El Príncipe, XIl

te a ti -su propio patrón-, o bien oprimiendo a otros en


contra de tus propósitos; pero si carecen de cualidades,
lo usual es que causen tu ruina. Y si alguien responde
que todo el que tenga las armas en la mano hará lo mis­
mo, sea mercenario o no, replicaré mostrando de qué
manera un príncipe o una república han de disponer las
tropas. El príncipe debe ir en persona con ellas y ejercer
el oficio de jefe y capitán de las mismas; la república tie­
ne que poner al frente de ellas a un ciudadano, y si el que
las manda es indigno de su misión, debe cambiarlo; si lo
es, ha de obligarle con las leyes a no rebasar el límite. Y la
experiencia nos hace ver que príncipes solos y repúblicas
armadas llevan a cabo acciones capaces de engrandecer
extraordinariamente su poder, mientras que Las tropas
mercenarias no hacen nunca sino daño. Además, es más
difícil que caiga bajo el poder de uno de sus ciudadanos
una república armada con tropas propias que otra arma­
da con tropas foráneas.
Roma y Esparta permanecieron durante muchos siglos
armadas y libres. Los suizos están armadisimos y gozan
de absoluta libertad. Como ejemplo de tropas mercena­
rias en la Antigüedad, tenemos a los cartagineses, quie­
nes al acabar la primera guerra contra los romanos estu­
vieron a punto de ser sometidos por sus propios soldados
mercenarios, a pesar de que al frente de ellos se encon­
traban ciudadanos cartagineses. A la muerte de Eparni­
nondas, los tebanos hicieron jefe de su ejército a Filipo
de Macedonia, quien después de la victoria les arrebató
la libertad. Los milaneses, una vez muerto el duque
Filippo, contrataron a Francesco Sforza para que lucha­
ra contra los venecianos, y él, tras vencer a los enemigos

97
Maquiavelo

en Caravaggio, se alió con ellos para someter a sus pro­


pios patronos. Su propio padre, Muzio Attendolo Sfor­
za, cuando estaba a sueldo de la reina Juana de Nápoles,
la dejó desarmada de golpe, por lo cual ella se vio obliga­
da a echarse en brazos del rey de Aragón. Y si Venecia y
Florencia han conseguido aumentar su Estado con la
ayuda de estas tropas y, sin embargo, los jefes de las mis­
mas no se han hecho príncipes, sino que los hao defendi­
do, respondo que en este caso los florentinos han sido
favorecidos por la suerte, porque de los jefes capaces de
quienes podían tener miedo, unos no lograron vencer,
otros encontraron oposición y otros, en fin, volvieron su
ambición hacia otra parte. No venció Giovanni Aucur,
cuya lealtad -al no vencer- no se podía conocer, pero to­
dos confesaron que de haber vencido, los florentinos hu­
bieran estado en sus manos. Sforza tuvo siempre en con­
tra suya a los hombres de Braccio da Montone y siempre
se vigilaban recíprocamente: Francesco volvió su ambi­
ción hacia la Lombardía y Braccio contra la Iglesia y el
reino de Nápoles. Pero veamos lo ocurrido hace poco
tiempo: los florentinos hicieron jefe de sus tropas a Pau­
lo Vitelli, hombre prudentísimo que se había labrado a
partir de su condición puramente particular una enorme
reputación. Si Vitelli tomaba Pisa, nadie negará que los
florentinos estaban obligados a sufrir su autoridad, pues­
to que si se hubiera puesto al servicio de sus enemigos,
no tenían remedio, y si lo mantenían al frente de sus tro­
pas debían obedecerlo28•
Si examinamos ahora la conducta de los venecianos, se
podrá ver que actuaron gloriosamente y con prudencia
mientras hicieron la guerra con sus propias armas, lo
El Príncipe, XIl

cual ocurrió antes de volcar sus empresas a la conquista


de tierra fume. En aquellos primeros momentos lucha­
ron nobles y plebe armada virtuosísimarnente, pero tan
pronto como comenzaron a combatir en tierra abando­
naron esa virtud y adoptaron las costumbres de Italia.
En los primeros momentos de su expansión por tierra
fume no tenían muchos motivos de temor hada sus jefes
mercenarios, pues carecían de mucho territorio y esta­
ban aureolados de una enorme reputación. Pero nada
más ampliar sus posesiones tuvieron ya ocasión de com­
probar su error: observaron la extraordinaria capacidad
del jefe de sus mercenarios -Francesco Busone da Car­
magnola- y bajo su dirección consiguieron derrotar al
duque de Milán; pero viendo, por otra parte, que se con­
ducía en la guerra con frialdad, estimaron que con él no
podían ya vencer en lo sucesivo porque no quería, pero
que tampoco podían licenciarlo sin el riesgo de perder lo
ya conquistado. Así que para asegurarse de él se vieron
obligados a matarlo. A partir de entonces tuvieron como
capitanes a Banolomeo da Bérgamo, Ruberto de San Se­
vecino, al conde de Pitigliano y otros semejantes, con res­
pecto a los cuales ya no tenían que temer a sus victorias,
sino a sus derrotas, como ocurrió en Vailate, donde en un
día perdieron lo que con tanta fatiga habían conquistado
en ochocientos años29. Porque con estas tropas se consi­
guen tan sólo conquistas lentas, tardías y débiles, pero sú­
bitas y sorprendentes derrotas. Y, dado que con estos
ejemplos he venido a Italia, gobernada durante muchos
años por las tropas mercenarias, voy a examinarlas desde
los orígenes a fin de que, vistos sus comienzos y su desa­
rrollo, sea más fácil encontrar el remedio conveniente.

99
Maquiavelo

Debéis, pues, tener en cuenta cómo, tan pronto como


en los últimos tiempos la autoridad imperial comenzó a
ser rechazada en Italia y el papa adquiría mayor reputa­
ción en el orden temporal, Italia se dividió en muchos
Estados, porque muchas de las grandes ciudades toma­
ron las armas en contra de sus nobles -quienes anterior­
mente las habían tenido dominadas con el apoyo del em­
perador-, contando para ello con el favor de la Iglesia, la
cual perseguía con dicha actitud aumentar su prestigio
en lo temporal. En otras muchas ciudades sus ciudada­
nos ascendieron al principado3°. De resultas de todo
ello, venida Italia casi a las manos de la Iglesia y de algu­
nas repúblicas, puesto que aquellos sacerdotes y aque­
llos otros ciudadanos no estaban acostumbrados al ejer­
cicio de las armas, comenzaron a contratar a sueldo
extranjeros. El primero que dio prestigio a este tipo de
tropas fue Alberigo da Conio, natural de la Romaña. En
su escuela se formaron, entre otros, Braccio y Sforza,
quienes en su tiempo fueron los árbitros de Italia. Tras
ellos han venido todos los demás que hasta nuestros días
han dirigido estas tropas. Y el resultado final de su vir­
tud no ha sido otro que el que Italia se haya visto some­
tida al paseo de Carlos, al saqueo de Luis, a las violencias
de Fernando y a las burlas de los suizos. El procedimien­
to que estos jefes mercenarios han seguido ha consistido,
en primer lugar, en destruir el prestigio de la infantería
para dárselo a sí mismos, y obraron así porque, carecien­
do de Estado y viviendo de la profesión de las armas,
poca infantería no les daba consideración y a mucha no
la podían mantener. Se limitaron, en consecuencia, a la
caballería, que les proporcionaba la oportunidad -con

100
El Pñncipe, xm

un número soportable- de conseguir buena paga y hon­


ra. Así las cosas, llegaron hasta el extremo de que en un
ejército de veinte mil soldados apenas había dos mil in­
fantes. Además de todo esto, habían recurrido a todo
tipo de artimañas pa1·a alejar de sí y de sus soldados todo
rastro de esfuerzo y de temor: no se mataban en los com­
bates, sino que se limitaban a hacerse prisioneros y ade­
más sin exigir rescate. No asaltaban las ciudades de no­
che; los de la ciudad no efectuaban incursiones sobre el
campamento atacante; no construían alrededor del campa­
mento ni empalizada ni fosa; nunca acampaban en invier­
no. Y todas estas cosas estaban permitidas en sus reglamen­
tos militares, ingeniadas -como hemos dicho- para
evitar la fatiga y los peligros. De esta forma han reducido
a Italia con todo ello a la esclavitud y al escarnio.

XIll . De los soldados auxiliares,


mixtos y propios*

Las tropas auxiliares, que constituyen la otra clase de


tropas inútiles, son aquellas de las que se dispone cuan­
do se llama a un poderoso para que con sus tropas venga
a ayudarte y defenderte. Es lo que hizo hace poco tiem­
po el papa Julio cuando, tras pasar con ocasión de la em­
presa de Ferrara la triste experiencia de sus tropas mer­
cenarias, recurrió a las auxiliares y llegó al acuerdo con
Fernando, el rey de España, de que éste lo ayudaría
con su gente y sus ejércitos. Estas tropas pueden ser úti-

* De militibus auxilianis, mtxtt! et proprils.

101
Maquiavdo

les y buenas en sí mismas, pero para quien las llama re­


sultan casi siempre perjudiciales, porque, si pierdes, te
quedas deshecho, y, si vences, te conviertes en prisionero
suyo. Y aunque la historia antigua esté llena de ejemplos
de este cipo, no deseo, sin embargo, apartarme del caso
fresco y reciente del papa Julio, cuya decisión de ponerse
completamente a merced de un extranjero por el deseo
de conquistar Ferrara no pudo ser más irreflexiva. Sin
embargo, su buena fortuna hiw nacer una tercera va­
riante, a fin de que no saborease enteramente el fruto de
su mala decisiónJ1, pues, cuando ya habían sido derrota­
das sus tropas auxiliares en Rávena, aparecieron los sui­
zos, que hicieron huir a los vencedores en contra de las
previsiones tanto de él mismo como de los demás; de
esta forma no quedó prisionero de los enemigos, que ha­
bían sido rechazados, ni tampoco de las tropas auxilia­
res, pues había vencido con otras armas. Los florentinos,
encontrándose completamente desarmados, trajeron
diez mil franceses para que expugnaran PisaJ2, y esta de­
cisión les hizo pasar más peligros que cualquier otra em­
presa suya anterior. El emperador de Constantinopla lle­
vó a Grecia para que se enfrentaran a sus vecinos a diez
mil turcos, los cuales, sin embargo, se resistieron a partir
una vez terminada la guerra. Esta acción marcó el co­
mienzo de la esclavización de Grecia por los infieles.
Aquel, por tanto, que quiera no poder vencer, que se
valga de estas tropas, porque son mucho más peligrosas
que las mercenarias: con ellas el desastre está garantiza­
do de antemano, pues constituyen un solo cuerpo abso­
lutamente dispuesto a obedecer a otro. Por el contrario,
las tropas mercenarias, en el supuesto de que hayan ven-

102
El Príncipe, XIII

ciclo, necesitan para hacerte daño más tiempo y una


mejor oponunidad, ya que no forman un cuerpo único
y además han sido formadas y están pagadas por ti. En
estas tropas un tercero, a quien confíes el mando, no
puede adquirir con la suficiente rapidez la autoridad
necesaria para causarte daño. En suma, en las mercena­
rias es más peligrosa la desidia, en las auxiliares, la vir­
tud33.
Los príncipes prudentes, por tanto, siempre han evita­
do este tipo de tropas y han recurrido a Las propias, pre­
firiendo perder con las suyas a vencer con las de otro y
estimando que no es una victoria verdadera la que se
consigue con armas ajenas. No vacilaré jamás en poner
como ejemplo a César Borgia y sus acciones. El duque
entró en la Romaña con tropas auxiliares, al frente tan
sólo de soldados franceses, y con ellas tomó Ímola y For­
li. Pero, observando después que esas tropas no eran se­
guras, recurrió a las mercenarias por juzgar que en ellas
había menos peligro, y tomó a sueldo a Jos Orsini y a los
Vitelli. Mostrándole después la experiencia que estas
nuevas tropas eran sospechosas, desleales y peligrosas,
las liquidó y recurrió a las propias. Se puede comprobar
fácilmente la diferencia existente entre estas clases de
tropas, si se atiende a la diferente reputación y conside­
ración de que gozaba el duque cuando tenía solamente
tropas francesas, cuando tenia a los Orsini y los Vitelli, y
cuando se sostuvo con sus propios soldados y apoyado
en sus propias fuerzas. Se verá que su consideración
siempre fue en aumento y que jamás fue estimado sufi­
cientemente digno de respeto hasta que cada uno vio
que era absolutamente dueño de sus tropas.

1 03
Maquiavdo

No era mi intención alejarme de los ejemplos italianos y


recientes; sin embargo, no quiero dejar de mencionar a
Hierón de Siracusa, dado que ya he tenido ocasión de ha­
blar de él. Como ya he dicho, Hierón fue nombrado por
los siracusanos jefe de los ejércitos y pudo comprobar rá­
pidamente que la tropa mercenaria no reportaba utilidad
alguna, pues sus dirigentes se comportaban como lo ha­
cen hoy en día en Italia. Estimando que no los podía con­
servar ni tampoco dejar sueltos, los hizo cortar a todos en
pedazos, pasando a hacer en lo sucesivo la guerra con sus
propias armas y no con las de otros. Deseo también traer
a la memoria una figura del Anúguo Testamento hecha a
este propósito: ofreciéndose David a Saúl para combatir
contra Goliat, héroe de los filisteos, el rey lo armó con sus
propias armas para darle valor; pero David, tras ponérse­
las, las rechazó, diciendo que con ellas no se podía valer
por sí mismo y que quería hacer frente al enemigo con su
propia honda y su propio cuchillo-14•
En fin, las armas de otro o te vienen grandes o re pesan
o te oprimen. Carlos Vil, padre del rey Luis XI, que había
liberado a Francia de los ingleses con la ayuda de su fortu­
na y por medio de su virtud, se dio cuenta de la necesidad
de armarse con tropas propias y estableció en su reino la
ordenanza de la caballería y la infantería. Pero después su
hijo Luis disolvió la infantería y comenzó a contratar a los
suizos, error que �ominuado después por sus suceso­
res-, como se ve ahora, en acto" es la causa de los peligros
en que se ve envuelto aquel reino, porque al dar repu­
tación a los suizos ha desacreditado a todo su ejército,
porque ha disuelto la infantería y ha hecho depender su
caballería de las armas ajenas, porque, acostumbrados a

104
El Príncipe, XIII

combatir con los suizos, creen que son incapaces de ven­


cer sin ellos. Ésta es la causa de que los franceses nunca
sean suficientes contra los suizos y sin ellos contra los de­
más no intenten d combate. Los ejércitos franceses han
sido, por tanto, mixtos, es decir, en parte mercenarios y en
parte propios. Este tipo de tropas es mucho mejor que las
simples tropas auxiliares o las simples tropas mercenarias,
y muy inferior a las propias. Baste para probarlo d ejem­
plo dado, porque d reino de Francia sería invencible si
hubiera perfeccionado o al menos conservado la organiza­
ción de Carlos VTI. Pero la poca prudencia de los hom­
bres impulsa a comenzar una cosa, y, por las ventajas in­
mediatas que ella procura, no se percata dd veneno que
por debajo está escondido. Es lo que ya dije anteriormen­
te, sirviéndome dd ejemplo de la tisis>6.
En conclusión: el que en un principado no detecta los
males cuando nacen, no es verdaderamente prudente.
Pero tal cualidad solamente es concedida a pocos. Y si se
examina el comienzo dd hundimiento dd imperio ro­
mano, se verá que ocurrió cuando se empezó a tomar a
suddo a los godos, porque a partir de aqud momento
comenzaron a debilitarse las fuerzas dd imperio y toda
la virtud que se le arrebataba pasaba a ellos. Concluyo,
por tanto, diciendo que, sin armas propias, ningún prin­
cipado se encuentra seguro, antes bien: se halla total­
mente a merced de la fortuna, al no tener virtud que lo
defienda en la adversidad. Pues siempre fue opinión y
sentencia de los hombres prudentes quod nihil sit tam in­
firmum aut instabile quam fama potentiae non sua vi
nixan. Y las armas propias son aquellas que están forma­
das o por súbditos, o por ciudadanos, o por siervos y

105
- --

M.aquiavdo

clientes tuyos. Todas las demás son o mercenarias o auxi­


liares. Y la manera de organizar las propias tropas será
fácil de encontrar si se estuclian las clisposiciones adopta­
das por los cuatro modelos de que hablé antes y si se exa­
mina cómo Filipo, padre de Alejandro Magno, y muchas
repúblicas y príncipes se armaron y organizaron sus tro­
pas, a cuya organización me remito por entero38.

XIV. De lo que corresponde al príncipe


en lo relativo al arte de la guerra*

Un príncipe, pues, no debe tener otro objeto, ni otra


preocupación, ni considerar competencia suya cosa al­
guna, excepto la guerra y su organización y clirección,
porque éste es un arte que corresponde exclusivamente
a quien manda'�. Y además comporta tanta virtud que
no tan sólo mantiene en su lugar a quienes han nacido
príncipes, sino que muchas veces eleva a ese rango a
hombres de conclición privada. En contrapartida, la ex­
periencia muestra que, cuando los príncipes han pensa­
do más en las exquisiteces que en las armas, han perclido
su Estado. Pues el motivo fundamental que te lleva a
perderlo es el descuidar este arte, y el motivo que te lo
hace adquirir es el ser experto en el mismo40•
Francesco Sforza llegó a duque de Milán desde su con­
dición privada porque estaba armado; sus descendien­
tes, por evitar las molestias de las armas, pasaron de du­
ques a paniculares. Porque, junto a los otros males que

* Quod principem deceat drca militam.


i

106
El Príncipe, XIV

te acarrea, el estar desarmado te hace además digno de


desprecio, lo cual constituye -como más adelante dire­
mos41- uno de los descréditos ante los cuales el príncipe
debe mantenerse resguardado; porque entre quien está
armado y quien está desarmado no hay proporción algu­
na, y no es razonable que quien está armado obedezca de
buen grado a quien está desarmado, ni que el desarmado
se sienta seguro entre servidores armados, ya que -por
haber en el uno desdén y en el otro temor- es imposible
que actúen juntos correctamente. Por eso, un príncipe que
no se preocupe del arte de la guerra, aparte de las cala­
midades que ya hemos dicho, jamás podrá ser apreciado
por sus soldados ni tampoco fiarse de ellos.
Por tanto, jamás deberá apartar su pensamiento del
adiestramiento militar, y en época de paz se habrá de em­
plear en ello con más intensidad que durante la guerra, lo
cual puede llevar a cabo de dos maneras: por un lado de
obra, por otro mentalmente. Y, por lo que a las obras se
refiere, además de mantener sus ejércitos bien organiza­
dos y adiestrados, debe ir siempre de caza para acostum­
brar el cuerpo a los inconvenientes y al mismo tiempo
para aprender la naturaleza de los lugares y conocer cómo
se alzan las montañas, cómo se abren los valles, cómo se
extienden las llanuras, estudiando la naturaleza de los ríos
y de los pantanos, y poniendo en todo ello una extraordi­
naria atención. El conocimiento de todos estos puntos es
útil por dos razones: en primer lugar, aprende así a cono­
cer su territorio, con lo cual podrá atender en mejores
condiciones a su defensa; pero, por otra parte, gracias al
conocimiento y a su familiaridad con aquellos lugares, po­
drá comprender con facilidad cualquier otro nuevo lugar

107
Maquiavclo

con el que se encuentre en la necesidad de familiarizarse,


porque las colinas, los valles, las llanuras, los ríos, los pan­
tanos que tenemos, por ejemplo, en Toscana tienen una
cierta semejanza con los de otras regiones, de tal forma
que del conocimiento del relieve de una región se puede
pasar fácilmente al conocimiento del relieve de otra. El
príncipe que carece de esta habilidad, carece del primer
requisito que ha de cumplir un jefe militar, porque esa ha­
bilidad enseña a encontrar al enemigo, acampar en los lu­
gares apropiados, conducir el ejército, disponer el orden
de batalla y asediar las ciudades con ventaja tuya.
De Filipómenes, príncipe de los aqueos, se cuenta (en­
tre las otras alabanzas que los lústoriadores le prodigan)
que en los tiempos de paz solamente pensaba en los mo­
dos de hacer la guerra, y cuando deambulaba con sus ami­
gos por el campo, solía pararse y discutir con ellos: «Si los
enemigos estuvieran en aquella colina y nosotros nos en­
contráramos aquí con nuestro ejército, ¿quién de nosotros
llevaría ventaja? ¿Cómo podríamos salir a su encuentro
conservando el orden? ¿Qué tendríamos que hacer si qui­
siéramos retiramos? Si fueran ellos quienes se retiraran,
¿cómo deberíamos perseguirlos?» De esta forma les pro­
ponía sobre la marcha todos los casos que pueden presen­
tarse a un ejército, escuchaba su opinión, pronunciaba la
suya corroborándola con las razones apropiadas. Gracias
a estas continuas reflexiones, no podía surgir cuando se
hallaba al &ente de sus ejércitos ningún caso particular
para el cual no tuviese el remedio adecuado.
Por lo que hace referencia al adiestramiento de la men­
te, el príncipe debe leer las obras de los historiadores, y
en ellas examinar las acciones de los hombres eminentes,

108
El Príncipe, XV

viendo cómo se han conducido en la guerra, estudiando


las razones de sus victorias y de sus derrotas a fin de que
esté en condiciones de evitar las últimas e imitar las pri­
meras. Y, sobre todo, debe hacer lo que, por otra parte,
siempre hicieron los hombres eminentes: tomar como
modelo a alguien que con anterioridad haya sido alaba­
do y celebrado, conservando siempre ante los ojos sus
actitudes y sus acciones42; así se dice que Alejandro Mag­
no imitaba a Aquiles, César a Alejandro, Escipión a Ciro.
Quienquiera que lea la vida de Ciro escrita por Jenofon­
te reconocerá después, si examina la vida de Escipión,
cuánta gloria proporcionó a éste la imitación de aquél y
en qué gran medida se ajustaba el general romano en su
honestidad, afabilidad, humanidad y liberalidad a todo
lo que de Ciro nos ha escrito Jenofonte4J. Un príncipe sa­
bio debe observar reglas semejantes: jamás permanecerá
ocioso en tiempo de paz, sino que haciendo de ellas ca­
pital se preparará para poderse valer por sí mismo en la
adversidad, de forma que cuando cambie la fortuna lo
encuentre en condiciones de hacerle frente44•

XV. De aquellas cosas por las que los hombres


y sobre todo los príncipes son
alabados o censurados*

Nos queda ahora por ver cuál debe ser el comportamien­


to y el gobierno de un príncipe con respecto a súbditos y

* De hiS rebus quibus homines et praesertlin principes latltÚintur out vtiu­


perantur.

109
Maquiavelo

amigos. Y porque sé que muchos han escrito de esto,


temo -al escribir ahora yo- ser considerado presuntuo­
so, tanto más cuanto que me aparto -sobre todo en el
tratamiento del tema que ahora nos ocupa- de los méto­
dos seguidos por los demás. Pero, siendo mi propósito
escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido más
conveniente ir directamente a la verdad real de la cosa
que a la representación imaginaria de la misma. Muchos
se han imaginado repúblicas y principados que nadie ha
visto jamás ni se ha sabido que existieran realmente; por­
que hay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debe­
ría vivir, que quien deja a un lado lo que se hace por lo
que se debería hacer aprende antes su ruina que su pre­
servación: porque un hombre que quiera hacer en todos
los puntos profesión de bueno labrará necesariamente
su ruina entre tantos que no lo son. Por todo ello es ne­
cesario a un príncipe, si se quiere mantener, que aprenda
a poder ser no bueno y a usar o no usar de esta capaci­
dad en función de la necesidad.
Dejando, pues, a un lado las cosas imaginadas a propó­
sito de un príncipe, y discurriendo acerca de las que son
verdaderas, sostengo que todos los hombres cuando se
habla de ellos -y especialmente los príncipes, por estar
puestos en un lugar más elevado- son designados con al­
guno de los rasgos siguientes que les acarrean o censura
o alabanza: uno es tenido por liberal, otro por tacaño
(me sirvo en este caso de una palabra toscana, porque en
nuestra lengua avaro es aquel que por rapiña desea acu­
mular, mientras llamamos tacaño a aquel que se abstiene
en demasía de usar lo que tiene)4�; uno es considerado
generoso, otro rapaz; uno cruel, otro clemente; uno des-

1 10
El Príncipe, XVI

leal, otro fiel; uno afeminado y pusilánime, otro fiero y


valeroso; el uno humano, el otro soberbio; el uno lascivo,
el otro casto; el uno integro, el otro astuto; el uno ógido, el
otro flexible; el uno ponderado, el otro frívolo; el uno
devoto, el otro incrédulo, y así sucesivamente�6. Yo sé
que todo el mundo reconocerá que sería algo digno de
los mayores elogios el que un príncipe estuviera en pose­
sión, de entre los rasgos enumerados, de aquellos que
son tenidos por buenos. Pero, puesto que no se pueden
tener ni observar enteramente, ya que las condiciones
humanas no lo permiten, le es necesario ser tan prudente
que sepa evitar el ser tachado de aquellos vicios que le
arrebatarían el Estado y mantenerse a salvo de los que no
se lo quitarían, si le es posible; pero si no lo es, puede in­
currir en ellos con menos miramientos. Y todavía más:
que no se preocupe de caer en la fama de aquellos vicios
sin los cuales difícilmente podrá salvar su Estado, por­
que, sí se considera todo como es debido, se encontrará
alguna cosa que parecerá virtud, pero si se la sigue trae­
ría consigo su ruina, y alguna otra que parecerá vicio y si
se la sigue garantiza la seguridad y el bienestar suyo47•

XVI. De la liberalidad y la parsimonia*

Empezando, pues, por el primero de los rasgos mencio­


nados, reconozco que sería bueno ser considerado libe­
ral. No obstante, la liberalidad, usada de manera que
seas tenido por tal, te perjudica porque -si se la usa con

• De /iberalitate el paminonia.

111
moderación y como es debido- no se deja ver y no te evi­
tará ser tachado de la cualidad opuesta. Además, si se
pretende conservar enue los hombres el título de liberal,
es necesario no privarse de ninguno de los componentes
de la suntuosidad, de manera que un príncipe de tal he­
chura consumirá siempre en actos de ese tipo toda su ri­
queza; al final se verá obligado -si desea seguir conser­
vando la fama de liberal- a gravar a su pueblo más allá
de toda medida y a hacerse enojoso, poniendo en prácti­
ca todos aquellos recursos que se pueden utilizar para
sacar dinero. Todo ello comenzará a hacerlo odioso ante
sus súbditos y poco apreciado por todos, cayendo al final
en la pobreza con el resultado de que -al haber perjudi­
cado su liberalidad a muchos y favorecido a pocos- se
resentirá al primer inconveniente y correrá serio peligro
a la menor ocasión de riesgo que se presente. Si se da
cuenta de ello y pretende retractarse, se ganará inmedia­
tamente la fama de tacaño48•
Un príncipe, por tanto -dado que no puede recurrir a
esta virtud de la liberalidad sin perjuicio suyo cuando se
hace manifiesta-, debe, si es prudente, no preocuparse
de ser tachado de tacaño, porque con el tiempo siempre
será considerado más liberal al ver sus súbditos que gra­
cias a su parsimonia sus rentas le bastan, puede defen­
derse de quien le hace la guerra, puede acometer empre­
sas sin gravar a sus pueblos. De esta forma, al final, viene
a ser liberal con todos aquellos a quienes no quita nada
-que son muchísimos- y tacaño con todos aquellos a
quienes no da, que son pocos49• En nuestra propia época
hemos visto que solamente han hecho grandes cosas
quienes han llevado fama de tacaños; los demás se han

112
El Principc, XVl

gastado. El papa Julio n se sirvió, es cierto, de su fama


de LiberaJ para arribar al papado, pero a partir de enton­
ces ya no pensó en conservarla a fin de estar en condicio­
nes de hacer la guerra. El actual rey de Francia ha hecho
tantas guerras sin imponer un solo impuesto de más a
sus súbditos gracias a que su larga parsimonia ha sabido
compensar los gastos superfluos. El actuaJ rey de Espa­
ña, si hubiera tenido fama de liberaJ, no habría acometi­
do ni superado tantas empresas.
En consecuencia: un príncipe debe conceder poca im­
portancia a que lo tachen de tacaño si con ello no se ve
obligado a despojar a sus súbditos, puede defenderse, no
se ve reducido a la pobreza y aJ desprecio y no se ve for­
zado a convertirse en rapaz. Porque éste es uno de aque­
llos vicios que lo hacen reinar. Y si alguno dijera que Cé­
sar se hizo dueño del Estado gracias a su liberalidad, y
que otros muchos, precisameme por haber sido liberales
y ser tenidos por tales, han alcanzado puestos eminentí­
simos, respondo Jo siguiente: o has llegado ya al princi­
pado o estás en vías de conseguirlo. En el primer caso
esa liberalidad es perjudiciaJ; en el segundo es efectiva­
mente necesario ser tenido por tal. Y César era uno de
aquellos que querían llegar aJ principado en Roma; pero
si una vez llegó alli hubiera sobrevivido y no hubiera mo­
derado sus dispendios, habría destruido ese poder. Y si
alguno replicase que han sido muchos Los príncipes que
con sus ejércitos han hecho grandes cosas, a pesar de te­
ner la fama de liberalísimos, te respondo: o el príncipe
gasta lo suyo y lo de sus súbditos, o lo de otros. En el pri­
mer caso debe ser parco; el segundo no debe descuidar
ninguno de los preceptos de la liberalidad. El príncipe

1 13
Maquiavelo

que está en campaña con sus ejércitos, que se nutre de


botines, de saqueos, de impuestos extraordinarios, ma­
neja lo de los demás y le es necesario usar de esta libera­
lidad, pues de lo contrario sus soldados no le seguirían.
Y con aquello que no es tuyo ni de tus súbditos se puede
ser considerablemente más generoso. Así hicieron Ciro,
Césa.r y Alejandro, porque el gastar lo de otros no te qui­
ta consideración, antes te la aumenta. Solamente el gas­
tar lo tuyo te perjudica, y no hay cosa que gaste a uno
más que la liberalidad, pues mientras la usas pierdes la
capacidad de usarla�0, y te haces o pobre y digno de des­
precio o, por huir de la pobreza, rapaz y odioso. Y entre
todas las cosas de las que un príncipe debe guardarse se
encuentran el ser digno de desprecio y odioso. Ahora
bien, la liberalidad re lleva a lo uno y a lo otro. Por tanto,
es más sabio ganarse la fama de tacaño, que engendra un
reproche sin odio, que por mor de la fama de liberal ver­
se obligado a incurrir en la fama de rapaz, que engendra
un reproche al que va unido el odio.

XVII. De la crueldad y de la clemencia,


y si es mejor ser amado que temido o viceversa*

Descendiendo a los otros rasgos mencionados, digo que


todo príncipe debe desear ser tenido por demente y no
por cruel, pero, no obstante, debe estar atento a no ha­
cer mal uso de esta clemencia. César Borgia era conside­
rado cruel y, sin embargo, su crueldad restableció el or-

• De crutklitate et clementia; et an sit melius amari timer� ve/ e contra.

114
El Príncipe, XVIJ

den en la Romaña, restauró la unidad y la redujo a la paz


y a la lealtad al soberano. Si se exarrüna correctamente
todo ello, se verá que el duque había sido mucho más
clemente que el pueblo florentino, que por evitar la fama
de cruel permitió, en última instancia, la destrucción de
Pistoya. Debe, por tanto, un príncipe no preocuparse de la
fama de cruel si a cambio mantiene a sus súbditos unidos
y leales. Porque, con poquísimos castigos ejemplares,
será más clemente que aquellos otros que, por excesiva
clemencia, permiten que los desórdenes continúen, de lo
cual surgen siempre asesinatos y rapiñas; pues bien, estas
últimas suelen perjudicar a toda la comunidad, mientras
las ejecuciones ordenadas por el príncipe perjudican
sólo a un particular. Y de entre todos los príncipes, al
príncipe nuevo le resulta imposible evitar la fama de
cruel por estar los Estados nuevos llenos de peligros. Ya
Virgilio nos dice por boca de Dido:

Res dura, et regni novitas me talia cogunt


molt"rz� el late fines custode tuerr 1 •

No obstante, debe ser ponderado en sus reflexiones y


en sus movinúentos, sin crearse temores imaginarios y ac­
tuando mesuradamente, con prudencia y humanidad,
para que la excesiva confianza no lo haga incauto ni la
excesiva desconfianza lo vuelva intolerable.
Nace de aquí una cuestión ampliamente debatida'2: si
es mejor ser amado que temido o viceversa. Se responde
que sería menester ser lo uno y lo otro; pero puesto que
resulta difícil combinar ambas cosas, es mucho más se­
guro ser temido que amado cuando se haya de renunciar

11 5
Muquiavelo

a una de las dos. Porque, en general, se puede decir de


los hombres lo siguiente: son ingratos, volubles, simulan
lo que no son y disimulan lo que son, huyen del peligro,
están ávidos de ganancia, y mientras les haces favores
son todo tuyos, te ofrecen la sangre, los bienes, la vida,
los hijos -como anteriormente dije- cuando la necesidad
está lejos; pero cuando se te viene encima vuelve la cara.
Y aquel príncipe que se ha apoyado enteramente en sus
promesas, encontrándose desnudo y desprovisto de
otros preparativos, se hunde: porque las amistades que
se adquieren a costa de recompensas y no con grandeza
y nobleza de ánimo, se compran, pero no se tienen, y en
los momentos de necesidad no se puede disponer de
ellas. Además, los hombres vacilan menos en hacer daño
a quien se hace amar que a quien se hace temer, pues el
amor emana de una vinculación basada en la obligación,
la cual (por la maldad humana) queda rota siempre
que la propia utilidad da motivo para ello, mientras que
el temor emana del miedo al castigo, el cual jamás te
abandonan. Debe, no obstante, el príncipe hacerse temer
de manera que si le es imposible ganarse el amor, consiga
evitar el odio, porque puede combinarse perfectamente
el ser temido y el no ser odiado. Conseguirá esto siempre
que se abstenga de tocar los bienes de sus ciudadanos y
de sus súbditos, y sus mujeres. Y si a pesar de todo le
resulta necesario proceder a ejecutar a alguien, debe
hacerlo cuando haya justificación oportuna y causa ma­
nifiesta. Pero, por encima de todas las cosas, debe abste­
nerse siempre de los bienes ajenos, porque los hombres
olvidan con mayor rapidez la muerte de su padre que la
pérdida de su patrimonio. Además, motivos para arreba-

1 16
El Príncipe, >.'VIT

tar los bienes no faltan nunca y el que comienza a vivir


con rapiña encontrará siempre razones para apropiarse
de lo que pertenece a otros; por el contrario, motivos
para ejecutar a alguien son más raros y pasan con más ra­
pidez.
Pero cuando el príncipe se encuentra con los ejércitos
y tiene a sus órdenes multitud de soldados, entonces es
absolutamente necesario que no se preocupe de la fama
de cruel, porque, de lo contrario, nunca mantendrá al
ejército unido ni dispuesto a acometer empresa alguna.
Entre las admirables acciones de Aníbal se enumera pre­
cisamente ésta: con un ejérciro inmenso, formado por in­
finitas clases de hombres, llevado a combatir a un pais
extranjero, jamás surgió en ese ejército disensión alguna
ni en su seno ni contra el príncipe, tanto en los momen­
tos de mala como de buena fortuna. La causa no era otra
que su inhumana crueldad, la cual, junto con sus otras mu­
chas cualidades, lo mantuvo siempre ame los ojos de sus
soldados temido y respetado; sin ella no hubieran basta­
do sus otras cualidades para conseguir aquel resultado.
Los historiadores poco reflexivos alaban, por un lado,
este logro suyo, y, por otro, condenan la causa principal
del mismo. Y que es cierto que sus otras cualidades no
hubieran bastado se puede comprobar en Escipión,
hombre singularísimo no sólo en su tiempo, sino en to­
das las épocas de las que renemos memoria. A Escipión
se le rebelaron los ejércitos en España y la causa no fue
otra que su excesiva clemencia, que introdujo entre sus
soldados más licencia de lo que convenía a la disciplina
militar. Ello hizo que Fabio Máximo lo recriminara en el
Senado, llamándolo corruptor de las tropas romanas.

117
Maquiavelo

Por otra parte, destruidos los locrios por un legado suyo,


ni reparó el agravio ni corrigió la insubordinación de
aquel legado, todo lo cual venia dado por aquella natu­
raleza suya blanda y flexible hasta tal punto que alguien
pretendió excusarlo en el Senado diciendo que había
muchos hombres que sabían mejor no errar que corre­
gir los errores. Esta naturaleza suya habría manchado
con el tiempo su fama y su gloria de haber seguido per­
severando en ella en el ejercicio del mando; pero, ac­
tuando bajo las órdenes del Senado, esta peculiaridad
suya perjudicial no sólo quedó oculta, sino que le repor­
tó gloria.
Concluyo, por tanto, volviendo a lo relativo a ser ama­
do y temido, que -como los hombres aman según su vo­
luntad y temen según la voluntad del príncipe- un prín­
cipe prudente debe apoyarse en aquello que es suyo y no
en lo que es de otros. Debe tan sólo ingeniárselas, como
hemos dicho, para evitar ser odiado.

XVIII . De qué modo han de guardar


los príncipes la palabra dada*

Cuán loable es en un príncipe mantener la palabra dada


y comportarse con integridad y no con astucia, todo el
mundo lo sabe. Sin embargo, la experiencia muestra en
nuestro tiempo que quienes han hecho grandes cosas
han sido los príncipes que han tenido pocos miramien­
tos hacia sus propias promesas y que han sabido burlar

* Quomodo fides a pn.llcipibus stl servartda.

118
El Príncipe, xvrn

con astucia el ingenio de los hombres. Al final han supe­


rado a quienes se han fundado en la lealtad.
Debéis, pues, saber que existen dos formas de comba­
tir: la una con las leyes, la otra con la fuerza. La primera
es propia del hombre; la segunda, de las bestias; pero
como la primera muchas veces no basta, conviene recu­
rrir a la segunda. Por tanto, es necesario a un príncipe
saber utilizar correctamente la bestia y el hombre. Este
punto fue enseñado veladamente a los príncipes por los
antiguos autores, los cuales escriben cómo Aquiles y
otros muchos de aquellos príncipes antiguos fueron en­
tregados al centauro Quirón para que los educara bajo
su disciplina. Esto de tener por preceptor a alguien me­
dio bestia y medio hombre no quiere decir otra cosa sino
que es necesario a un príncipe saber usar una y otra na­
turaleza y que la una no dura sin la otra.
Estando, por tanto, un príncipe obligado a saber utili­
zar correctamente Ja bestia, debe elegir entre ellas la zo­
rra y el león, porque el león no se protege de las trampas
ni la zorra de los lobos. Es necesario, por tanto, ser zorra
para conocer las trampas y león para amedrentar a los lo­
bos. Los que solamente hacen de león no saben lo que se
llevan entre manos'�. No puede, por tanto, un señor pru­
dente -ni debe- guardar fidelidad a su palabra cuando
tal fidelidad se vuelve en conrra suya y han desaparecido
los motivos que determinaron su promesa. Si los hom­
bres fueran todos buenos, este precepto no sería correc­
to, pero -puesto que son malos y no te guardarían a ti su
palabra- tú tampoco tienes por qué guardarles la tuya.
Además, jamás faltaron a un príncipe razones legítimas
con las que disfrazar la violación de sus promesas. Se po-

1 19
Maquiavdo

dóa dar de esto infinitos ejemplos modernos y mostrar


cuántas paces, cuántas promesas han permanecido sin
ratificar y estériles por la n
i fidelidad de los príncipes, y
quien ha sabido hacer mejor la zorra ha salido mejor li­
brado. Pero es necesario saber colorear bien esta natura­
leza y ser un gran simulador y disimulador: y los hom­
bres son tan simples y se someten hasta tal punto a las
necesidades presentes, que el que engaña encontrará
siempre quien se deje engañar.
No quiero callarme uno de los ejemplos más frescos:
Alejandro VI no hizo jamás otra cosa, no pensó jamás en
otra cosa que en engañar a los hombres y siempre encon­
tró con quien poderlo hacer. No hubo jamás hombre
que asegurara con mayor rotundidad y con mayores ju­
ramentos afirmase una cosa y que, sin embargo, Ja obser­
vase menos. Pero, a pesar de todo, siempre le salieron los
engaños a la medida de sus deseos, porque conocía bien
esta cara del mundo".
No es, por tanto, necesario a un póncipe poseer todas
las cualidades anteriormente mencionadas, pero es muy
necesario que parezca tenerlas. E incluso me atreveré a
decir que si se las tiene y se las observa, siempre son per­
judiciales, pero si aparenta tenerlas, son útiles; por ejem­
plo, parecer clemente, leal, humano, íntegro, devoto, y
serlo, pero tener el ánimo predispuesto de tal manera
que, si es necesario no serlo, puedas y sepas adoptar la
cualidad contraria. Y se ha de tener en cuenta que un
príncipe -y especialmente un póncipe nuevo- no puede
observar todas aquellas cosas por las cuales los hombres
son tenidos por buenos, pues a menudo se ve obligado,
para conservar su Estado, a actuar contra la fe, contra la

120
El Príncipe, XVtu

caridad, contra la humanidad, contra la religión. Por eso


necesita tener un ánimo dispuesto a moverse según le
exigen los vientos y las variaciones de la fortuna'6, y,
como ya dije anteriormente, a no alejarse del bien, si
puede, pero a saber entrar en el mal si se ve obligado.
Debe, por tanto, un príncipe tener gran cuidado de
que no le salga jamás de la boca cosa alguna que no esté
llena de las cinco cualidades que acabamos de señalar y
ha de parecer, al que lo mira y escucha, todo clemencia,
todo fe, todo integridad, todo religión. Y no hay cosa
más necesaria de aparentar que se tiene que esta última
cualidad, pues los hombres en general juzgan más por
los ojos que por las manos, ya que a todos es dado ver,
pero palpar a pocos: cada uno ve lo que pareces, pero
pocos palpan lo que eres y estos pocos no se atreven a
enfrentarse a la opinión de muchos, que tienen además
la autoridad del Estado para defenderlos. Además, en las
acciones de todos los hombres, y especialmente de los
príncipes, donde no hay tribunal al que recurrir, se atien­
de al fin. Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar
su Estado, y los medios siempre serán juzgados honrosos
y ensalzados por todos, pues el vulgo se deja seducir por
las apariencias y por el resultado final de las cosas, y en
el mundo no hay más que vulgo. Los pocos no tienen si­
tio cuando la mayoría tiene donde apoyarse'7. Un prínci­
pe de nuestros días, al cual no es correcto nombrar aquí,
no predica jamás otra cosa que paz y lealtad, pero de la
una y de la otra es hostilisimo enemigo, y de haber obser­
vado la una y la otra, hubiera perdido en más de una oca­
sión o la reputación o el Estado.

121
-l

Maquiavelo

XIX. De qué mo do se ha de evitar


ser despreciado y odiado*

Como ya he hablado de las más importantes de aquellas


cualidades mencionadas anteriormente, voy a examinar
las demás brevemente a partir del siguiente principio ge­
neral: el príncipe ha de pensar -como en parte hemos di­
cho ya más arriba- en evitar todo aquello que lo pueda
hacer odioso o despreciado. Si lo consigue, habrá cum­
plido con la parte que le corresponde y no encontrará en
los otros reproches peligro alguno. Odioso lo hace sobre
todo -como ya he dicho- el ser rapaz y usurpar los bie­
nes y las mujeres de sus súbditos. De todo ello debe abs­
tenerse y siempre que al conjunto de los hombres no se
les arrebata ni bienes ni honor, viven contentos y sólo se ha
de luchar con la ambición de unos pocos, la cual puede
ser refrenada de muchas maneras y con facilidad. Des­
preciable lo hace el ser considerado voluble, frívolo,
afeminado, pusilánime, irresoluto. Un príncipe debe
guardarse de estos reproches como de un escollo e inge­
niárselas para que en sus acciones se vea grandeza de
ánimo, valor, firmeza y fortaleza. Ante los manejos priva­
dos de los súbditos ha de sostener su dictamen de mane­
ra irrevocable, dando siempre de sí una opinión tal que
nadie piense ni en engañarlo ni en burlarlo.

* DesconJernptu et odio fugiendo. &te es, con mucho, el capítulo más .latgo
del Prlncipe. En él desarrolla Maquiavelo su principio central de que el prin·
cipe debe evitar el desprecio y el odio del pueblo, pues tal falta debilita su
posición de poder y trae al final necesa.ri.runente la «ruina». Frente a ello, el
príncipe debe tratar por todos los medios de ganar el consentimiento popular
a su dominación. La extensión del capírulo viene determinada por su proocu·
pación polémica y por la necesidad de pet'SUlldir y movilizar ideológicamente.

122
El Principe, XIX

El príncipe que da de sí esta imagen adquiere una re­


putación suficiente, y si alguien tiene buena reputación,
di.ficilmente se conjura�8 contra él, di.ficilmente se le asalta,
si se ve que es excelente y temido por los suyos. Porque un
príncipe debe tener dos temores: uno hacia dentro, ante
sus súbditos; otro hacía fuera, ante los extranjeros pode­
rosos. De los últimos se defiende con las buenas armas y
con los buenos aliados, y siempre que tenga buenas ar­
mas tendrá buenos aliados. Además, los asuntos internos
siempre estarán seguros si también lo están los de fuera,
a no ser que se vean perturbados por alguna conjura. Y
aunque los asuntos de fuera se perturben, sí él se ha or­
ganizado y actuado como be dicho, sostendrá cualquier
ataque siempre que no se descorazone, al igual que hizo
como ya he señalado el espartano Nabis. Pero cuando la
situación exterior no se altera, se ha de temer con respec­
to a los súbditos que maquinen secretamente una conju­
ra, de lo cual puede guardarse con seguridad si evita el
ser odiado y despreciado, y conserva al pueblo satisfecho
de él. Estos puntos -como ya he expuesto anteriormente
con gran extensión- son absolutamente necesarios. Uno
de los más poderosos remedios de que dispone un prín­
cipe contra las conjuras es no ser odiado por el conjunto
del pueblo, porque el que conjura confía siempre en dar
satisfacción al pueblo con la muerte del príncipe; pero
cuando cree acruar en su contra nunca se encuentra con
fuerza suficiente para tomar tal decisión, porque las difi­
cultades con que entonces se enfrentan los conjurados
son infinitas. Y la experiencia muestra que han sido mu­
chas las conjuras, pero pocas las que han conseguido
triunfar. Pues quien conjura no puede estar solo ni pue-

123
--:

Moc¡uiavelo

de procurarse otra compañ.ía que la de aquellos a quie­


nes cree descontentos, y tan pronto como descubres tus
intenciones a un descontento, le das motivo para conten­
tarse, ya que, si denuncia la maquinación, puede esperar
todo tipo de recompensas. De esta manera, viendo la ga­
nancia segura por este lado y por el lado de la conjura
dudosa y llena de peligros, se necesitaría para permane­
cer fiel o bien un amigo fuera de lo común o bien un ene­
migo absolutamente irreconciliable del príncipe. En fin ,
reduciendo e l asunto a breves términos: por parte del
conjurado no hay sino miedo, sospechas, temor al casti­
go, lo cual acobarda; pero de la parte del príncipe está la
autoridad del principado, las leyes, el apoyo de los ami­
gos y del Estado que actúan en su defensa. De esta ma­
nera, si a todo ello se añade el favor popular, es imposi­
ble que haya nadie tan temerario que conjure, puesto
que si de ordinario el conjurado ha de guardar temor an­
tes de la ejecución de su delito, en este caso (cuando el
pueblo está en contra suya) debe temer además lo que
vaya a suceder después de cometido el asesinato, pues
no puede esperar refugio alguno.
Sobre este punto se podría dar infinitos ejemplos, pero
voy a limitarme a uno solo, acaecido en época de nues­
tros padres: messer Arubal Bentivoglio, príncipe de Bo­
lonia y abuelo del actual messer Aníbal, fue asesinado
por los Canneschi tras la conjura que contra él habían
tramado, sin dejar otro descendiente que messer Gio­
vanni, un niño todavía de pañales. Sin embargo, el pue­
blo se levantó después del asesinato y mató a todos los
Cannesch.i, debido al favor popular de que en aquellos
tiempos gozaba la casa de los Benúvoglio. Este favor lle-

124
El Prlncipe. XIX

gaba hasta el punto que, no quedando de aquella familia


nacüe en Bolonia que pudiera gobernar el Estado a la
muerte de Aníbal y llegando noticia de que en Florencia
había un descendiente de los Bentivoglio considerado
hasta entonces hijo de un herrero, lo vinieron a buscar
desde Bolonia y le entregru·oo el gobierno de la ciudad,
que fue gobernada por él hasta que messer Giovanní lle­
gó a la edad adecuada para hacerlo.
Concluyo, por tanto, cliciendo que un príncipe debe
tener poco temor a las conjuras cuando goza del favor
del pueblo; pero si éste es enemigo suyo y lo odia, debe
temer de cualquier cosa y a todos. Los Estados bien or­
denados y los príncipes sabios han buscado con toda su
diligencia Jos medios para no reducir a la desesperación
a los nobles y para dar satisfacción al pueblo y tenerlo
contento, porque ésta es una de las materias y cuestiones
más importantes para un príncipe.
Entre los reinos bien ordenados y gobernados en nues­
tra época se halla el de Francia�9• Hay en él infinitas ins­
tituciones buenas de las que depende la libertad y segu­
ridad del rey. La primera de ellas es el parlamento y su
autoridad, porque quien estableció la forma de gobierno
de aquel reino juzgó -conociendo la ambición y la inso­
lencia de los poderosos- que había necesidad de una
rienda capaz de contenerlos: conociendo, por otro lado,
el ocüo -basado en el miedo- que el conjunto del pueblo
experimentaba hacia los nobles y deseando garantizar su
seguridad, no quiso, sin embargo, que ello fuera preocu­
pación particular del rey, a fin de evitarle el peso odioso
que podría sobrevenirle si favorecía al pueblo en contra
de los nobles o a los nobles en comra del pueblo. Por eso

1 25
Maquiavclo

instituyó un tercer juez para que, sin carga alguna del


rey, castigara a los nobles y favoreciera a los inferiores.
Esta ordenación no podia ser mejor ni más prudente, ni
capaz de dar una mayor seguridad al rey y al reino. De
ella se puede extraer, además, otro principio importante:
los príncipes deben ejecutar a través de otros las medi­
das que puedan acarrearle odio y ejecutar por sí mismo
aquellas que le reportan el favor de los súbditos. Conclu­
yo, pues, de nuevo que un príncipe debe estimar a los
nobles, pero no hacerse odiar del pueblo.
Podría quizá parecer a muchos que el examen de la
vida y la muerte de algún emperador romano proporcio­
nase ejemplos que contradicen mi opinión, por encon­
trarse alguno que -a pesar de haberse comportado siem­
pre ilustremente y de haber mostrado gran capacidad de
ánimo- perdió, sin embargo, el imperio e incluso fue
asesinado por aquellos súbditos suyos que habían conju­
rado contra él. Para dar respuesta a estas objeciones exa­
minaré las cualidades de algunos emperadores y mostra­
ré que las causas de su ruina no son diferentes de las que
he aducido. Al mismo úempo pondré en consideración
lo que ha de tener en cuenta quien lea las acciones de
aquellos tiempos. Quiero que me baste con atender a to­
dos aquellos emperadores que se sucedieron desde Mar­
co Aurelio, el filósofo, a Maximino, es decir: Marco Au­
relio, su hijo Cómodo, Pertinax, Juliano, Sepúmio
Severo, su hijo Caracalla, Macrino, Heliogábalo, Alejan­
dro Severo y Maximino. Se ha de tener en cuenta, en pri­
mer lugar, que mientras en los otros principados sólo se
ha de luchar con la ambición de los grandes y la insubor­
dinación del pueblo, los emperadores romanos se en-

126
El Prfncipe, XIX

frentaban a una tercera dificultad: tener que soportar la


crueldad y la avaricia de los soldados, lo cual era tan di­
fícil que motivó la ruina de muchos, pues era dificil satis­
facer a los soldados y a los pueblos, porque éstos amaban
la paz y por ello amaban a los príncipes moderados,
mientras que los soldados querían un príncipe de ánimo
militar, agresivo, cruel y rapaz, que pusiera en práctica
estas cualidades contra los pueblos para poder tener así
doble sueldo y desfogar su avaricia y crueldad. Esta si­
tuación hizo que aquellos emperadores que, por su natu­
raleza particular o por falta de experiencia política, care­
cían de la reputación suficiente para contener tanto a los
unos como a los otros, se venían siempre abajo. La ma­
yoría de ellos, por otra parte, y especialmente aquellos
que habían alcanzado el principado como hombres nue­
vos, se volvían -conociendo la di6cultad de estos dos di­
versos humores- a dar satisfacción a los soldados, conce­
diendo escasa importancia al hecho de agraviar al
pueblo. Esta decisión era necesaria, porque, al no poder
los príncipes impedir que alguno no los odie, se deben
esforzar, en primer lugar, en no ser odiados por la comu­
nidad, y, si no pueden conseguir esto, deben poner en
juego toda su habilidad para conseguir evitar el odio del
colectivo más poderoso. Por eso aquellos emperadores
que, por su carácter de nuevos, tenian necesidad de fa­
vores extraordinarios se ponían del lado de los soldados
antes que de los pueblos, lo cual, sin embargo, les resul­
taba útil o no según que el príncipe en cuestión supiera
mantener su reputación ante ellos. Estas razones que he­
mos enumerado fueron la causa de que Marco Aurelio,
Pertinax y Alejandro Severo -todos ellos de vida modes-

127
ta, amantes de la justicia, enemigos de la crueldad, bu­
manos y afables- encontraran, con excepción del prime­
ro, un triste final. Solam.ente Marco Aurelio vivió y murió
resperadísimo, porque accedió al grado de emperador
iure hereditado y no debía reconocimiento por ello ni a
los soldados ni a los pueblos; además -adornado de mu­
chas virtudes que lo hacían respetable- mantuvo duran­
te roda su vida a los dos grupos dentro de sus justos tér­
minos y jamás se vio ni odiado ni despreciado. Pero
Pertinax fue hecho emperador comra la voluntad de los
soldados, los cuales -acostumbrados g vivir licenciosa­
mente bajo Cómodo- no pudieron soportar aquella vida
honesta a que Pertinax los quería reducir. Por eso, ha­
biéndose granjeado su odio y al unirse a este odio el des­
precio por causa de su avanzada edad, se hundió ya en
los primeros momentos de su reinado.
Y aqui se debe señalar que el odio se conquista tanto
mediante las buenas obras como mediante las malas; por
eso, como ya he dicho con anterioridad, un príncipe que
quiera conservar el Estado se ve forzado a menudo a no
ser bueno, porque cuando aquella colectividad -sea el
pueblo o los soldados, o los grandes- de la que estimas
verte necesitado pata mantenerte, está corrompida, te
conviene seguir su humor para satisfacerla y entonces las
buenas obras te son enemigas. Pero vengamos a Alejandro
Severo, quien fue tan bondadoso que entre las otras ala­
banzas que le son hechas figura la de que en catorce años
que conservó el imperio nadie fue jamás muerto por él sin
proceso regular. No obstante, tenido por un hombre afe­
minado y sometido al gobierno de su madre, cayó en des­
precio y el ejército conspiró contra él y lo asesinó.

128
El Príncipe, XIX

Examinando ahora en contraposición el carácter de


Cómodo, de Septirnlo Severo, Antonino Caracalla y
Maximino, los encontraréis extrernadisimamente crueles
y rapaces: para dar satisfacción a los soldados, no omitie­
ron ningún tipo de injusticia que se pudiera cometer
contra el pueblo, y todos, excepto Septimio Severo, tu­
vieron un final desgraciado. Porque en éste hubo tanta
virtud que conservando a su lado a los soldados pudo
reinar siempre sin perturbaciones, a pesar de oprimir a
los pueblos. Sus cualidades lo hacían a los ojos de los sol­
dados y de los pueblos tan admirable que estos últimos
permanecían de alguna manera atónitos y estupefactos, y
los otros reverentes y satisfechos. Como sus acciones
fueron grandes en un príncipe nuevo, quiero mostrar
brevemente lo bien que supo usar la zorra y el león, cu­
yas naturalezas debe imitar un príncipe como ya ante­
riormente dije. Conociendo Severo la desidia del empe­
rador Juliano, persuadió a su ejército -por aquel entonces
acampado en Eslavonia- de la conveniencia de marchar
a Roma para vengar la muerte de Pertinax, asesinado por
soldados prerorianos. Bajo este disfraz, sin mostrar que
aspiraba al imperio, condujo su ejército contra Roma y
llegó a Italia antes de que se tuviera noticia de su puesta
en marcha. Uegó a Roma, fue elegido, por temor, empe­
rador por el Senado y Juliano muerto. Tras este comien­
zo quedaban a Severo dos dificultades si quería apode­
rarse de todo el Estado: la primera en Asia, donde Nigro
-jefe de los ejércitos asiáticos- se había hecho aclamar
emperador, y la segunda en Poniente, donde se encon­
traba Albino, otro aspirante al título. Juzgando peligroso
manifestarse enemigo a la vez de los dos, pensó atacar a

129
Maquiavelo

Nigro y engañar a Albino: escribió a este último dicién­


dole que, habiendo sido elegido emperador por el Sena­
do, quería compartir con él aquella dignidad; le envió el
título de César, y por resolución del Senado se lo unió
como colega. Albino tomó tales cosas por verdaderas,
pero cuando Severo hubo derrotado y matado a Nigro, y
pacificado la región oriental del imperio, volvió a Roma,
se quejó en el Senado de que Albino, poco agradecido
por los beneficios que de él había recibido, había tratado
de asesinarlo por medio de engaños y que, en conse­
cuencia, se veía obligado a castigar su ingratitud. A con­
tinuación pasó a buscarlo a Francia y le arrebató d Esta­
do y la vida.
Quien examine, pues, atentamente sus acciones, lo ha­
llará un ferocísimo león y una astutísima zorra, verá que
fue temido y respetado por todos y que los ejércitos no
lo odiaron. Así, no se extrañará si, aunque hombre nue­
vo, pudo conservar un imperio tan dilatado, pues su
enorme reputación lo mantuvo siempre defendido del
odio que los pueblos hubieran podido concebir en su
contra por sus rapiñas. Antonino Caracalla, su hijo, fue
también un hombre de cualidades excelentes que lo ha­
cían maravilloso a los ojos de los pueblos y grato a los
soldados: era un militar capaz de soponar cualquier fati­
ga y desdeñoso de todo alimento delicado y de toda otra
forma de molicie, con lo cual se ganaba el aprecio de to­
dos los ejércitos. Sin embargo, su ferocidad y su crud­
dad fue tan grande y tan inaudita (sumando inlinitas eje­
cuciones particulares llegó a matar gran parte del pueblo
de Roma y todo el de Alejandría) que se hizo odiosísimo
a todo el mundo y comenzó a ser temido incluso por los

130
El Príncipe, X1X

que tenia a su alrededor, de forma que fue asesinado por


un centurión en medio de su ejército. Se ha de señalar a
este respecto que asesinatos de este tipo, que se ejecutan
por resolución de un ánimo obstinado, son inevitables por
los príncipes, porque todo aquel a quien no le preocupe
morir le puede atacar, pero se les ha de tener menos mie­
do, porque solamente ocurren rarísimas veces. Solamen­
te debe preocuparse de no cometer una grave injusticia
contra alguien de los que se sirve y de los que tiene a su
alrededor al servicio de su principado. Antonino come­
tió este error, pues había matado sin culpa manlliesta a
un hermano de aquel centurión y amenazaba a este últi­
mo cada día. Sin embargo, lo conservaba entre los encar­
gados de velar su seguridad: actitud temeraria que podía
cosrarle la vida, como así ocurrió.
Pero vengamos a Cómodo, para quien resultaba enor­
memenre fácil conservar el imperio por haberlo recibido
iure hereditario de su padre Marco Aurelio. Sólo tenía
que seguir las huellas de su padre y con ello habría teni­
do satisfechos a los soldados y a los pueblos, pero su áni­
mo cruel y bestial lo indujo, para poder someter a los
pueblos a su rapacidad, a seducir a los ejércitos hacién­
dolos licenciosos. Por otro lado, despreció su propia dig­
nidad al descender a menudo en los teatros a combatir
con los gladiadores y al cometer otras acciones vilisimas
y poco dignas de la autoridad imperial. Por todo ello se
hizo despreciable ante los ojos de los soldados; odiado
por unos y despreciado por otros, fue víctima de una
conspiración y asesinado.
Nos queda por narrar las cualidades de Maximino.
Fue un hombre belicosísimo, elegido emperador tras la

131
Maquiavclo

muerte de Alejandro Severo por unos ejércitos hastiados


de la molicie de su antecesor, del que ya he hablado.
Maximino no conservó el título mucho tiempo, porque
dos cosas lo ruderon odioso y despreciable: una, su ínfi­
mo origen, pues bahía guardado rebaños de ovejas en
Tracia (cosa conocidisima de todos y que le acarreaba el
desprecio de todo el mundo); la otra, porque habiendo
retrasado al comienzo de su principado el marchar a
Roma para entrar en posesión de la sede imperial, sus
prefectos ejercieron muchas crueldades tanto en Roma
como en los restantes lugares del imperio y se había la­
brado fama de hombre muy cruel, de tal forma que, mo­
vido todo el mundo por el desdén a causa de su bajo ori­
gen y por el odio emanado de su ferocidad, se rebeló, en
primer lugar, A&ica, luego el Senado con todo el pueblo
de Roma y toda Italia conspiró contra él. A ellos se aña­
dió su propio ejército, que mientras asediaba Aquileya al
precio de grandes dificultades, cansado de su crueldad y
temiéndolo menos al ver que tenía tantos enemigos, lo
mató.
No quiero razonar ni sobre Heliogábalo, ni sobre Ma­
crino, ni sobre Juliano, los cuales por ser absolutamente
despreciables desaparecieron enseguida. Procederé, por
el contrario, a la conclusión de este examen afirmando
que los príncipes de nuestros días experimentan con me­
nos intensidad en su gobierno esta dificultad de dar sa­
tisfacción por procedimientos extraordinarios a los sol­
dados, pues aunque deban tener hacia ellos alguna
consideración, el problema se resuelve, sin embargo, rá­
pidamente, ya que ninguno de estos príncipes tiene ejér­
citos que se hayan enraizado en el gobierno y administra-

132
El Príncipe, XIX

ción de Las provincias, como era el caso de los ejércitos


en el Imperio Romano. Por eso era necesario entonces
satisfacer más a los soldados que a los pueblos, ya que los
primeros tenían más poder que los segundos; ahora, en
cambio, es necesario a todos los príncipes -<:on excep­
ción del Turco y del Sultán- dar más satisfacción a los
pueblos que a Jos soldados, porque los primeros tienen
más poder que los segundos. Hago excepción del Turco,
porque siempre tiene a su alrededor doce mil infantes y
quince mil caballeros de los que depende la seguridad
y la fuerza de su reino, y es necesario que el rey se los
conserve amigos por encima de cualquier otra conside­
ración. De la misma manera, dado que el reino del Sul­
tán está totalmente en manos de los soldados, es necesa­
rio que también él se Jos conserve amigos sin ningún tipo
de consideraciones hacia los pueblos. Y debéis de tener
en cuenta que el Estado del Sultán tiene una forma dife­
rente de todos los otros principados: es semejante al
pontificado cristiano, que no puede llamarse ni principa­
do hereditario ni principado nuevo. No son los hijos del
príncipe viejo quienes heredan y permanecen soberanos,
sino el que es elevado a dicho grado por los que tienen
autoridad. Dado que esta organización es antigua, no se
le puede llamar principado nuevo, porque en él están au­
sentes algunas de las dificultades que aparecen en los
principados nuevos, pues aunque el príncipe sea nuevo,
las instituciones de aquel Estado son viejas y dispuestas
para recibirlo como si fuera su señor hereditario.
Pero volvamos a nuestro tema. Sostengo que quien
atienda al examen desarrollado hasta aqui, verá que la
causa de la ruina de los emperadores anteriormente cita-

133
Maquiavclo

dos fue o d odio o d desprecio, y se percatará también


de dónde viene que -actuando algunos de ellos de una
manera y los demás de modo contrario-, sin embargo,
en cada caso, uno de ellos se mantuvo felizmente y los
demás encontraron un final desgraciado. A Pertinax y
Alejandro, príncipes nuevos, les resultaba inútil y perju­
dicial imitar a Marco Aurelio, que era príncipe iure here­
ditario; de la misma forma resultó fatal a Caracalla, Có­
modo y Max:imino imitar a Septimio Severo, por carecer
de la virtud necesaria para seguir sus huellas. Por tanto,
un príncipe nuevo en un principado nuevo no puede
imitar las acciones de Marco Aurelio ni debe imitar ne­
cesariamente las de Septimio Severo, sino que debe to­
mar de éste aquellos puntos necesarios para cimentar su
Estado y de aquél los puntos convenientes y gloriosos
para conservar un Estado que ya se encuentra estableci­
do y afirmado.

XX. Si las fortalezas y otras muchas cosas


que los príncipes realizan cada día
son útiles o inútiles*

Algunos príncipes han desarmado a sus súbditos para


conservar su Estado sin riesgos; otros han mantenido di­
vididas las ciudades conquistadas; otros han alimentado
alguna oposición contra sí mismos; otros se han dedica­
do a ganarse a quienes les resultaban sospechosos al co-

* An arces el multa afia quae cotidie a principibus /iunt utilia an inutilia


rint.

1 34
El Pñncipe, XX

mienzo de su principado; unos han construido fortale­


zas, otros, en fin, las han demolido y destruido. Y aunque
de todas estas cosas no sea posible dar una regla fija, a no
ser que se descienda a los particulares de aquellos Esta­
dos en los que una decisión de ese tipo se ha de adoptar,
sin embargo, hablaré de todo ello con la generalidad que
la materia por sí misma permite60•
Jamás un príncipe nuevo desarmó a sus súbditos. An­
tes bien, si los halló desarmados, los armó siempre, por­
que al armarlo aquellas armas se hacen tuyas, los que te
son sospechosos se vuelven fieles y los que ya te eran fie­
les lo siguen siendo. De esta manera de súbditos se vuel­
ven partidarios tuyos. Y como es imposible armar a to­
dos los súbditos, al hacer un beneficio a todos los que
armas puedes actuar con los otros con mayor seguridad;
además, reconociendo en sí mismos esta distinta forma
tuya de proceder, contraen una obligación hacia ú. Los
otros, por su parte, te disculpan, pues juzgan necesario
que quien soporta mayores peligros y obligaciones goce
de un mérito mayor. Por el contrario, si los desarmas,
empiezas a ofenderlos, pues muestras que desconfías de
ellos o por cobardía o por poca fe, y tanto la una como la
otra de estas opiniones hacia ti te acarrea su odio. En ese
caso, además, como no puedes permanecer desarmado,
te ves obligado a recurrir a las tropas mercenarias, cuyo
valor es el que antes hemos expuesto. Y aunque estas
tropas fueran buenas, sin embargo, no pueden serlo has­
ta el punto de que te defiendan de los enemigos podero­
sos y de los súbditos sospechosos. Por eso, como ya he
dicho, un príncipe nuevo en un principado nuevo siem­
pre reclutó las tropas entre sus súbditos. Las historias es-

1 35
Maquiavelo

tán llenas de ejemplos de esta clase. Sin embargo, cuan­


do un príncipe adquiere un Estado nuevo que se añade
al suyo anterior en calidad de miembro, entonces es ne­
cesario desarmar aquel Estado, con excepción de aque­
llos que en el momento de la conquista eran partidarios
tüyos; e incluso es necesario con el tiempo aprovechar
todas las oportunidades para hacer a éstos blandos y afe­
minados, de manera que todas las armas de tu Estado se
hallen en manos de aquellos soldados propiamente tuyos
que en tu antiguo Estado estaban ya a tu lado61.
Nuestros mayores y aquellos que pasaban por sabios
solían decir que era necesario conservar Pistoya con las
facciones y Pisa con las fortalezas. Por eso fomentaban
las discordias en todas las ciudades sometidas con el fin
de hacer más fácil la dominación. Tal actitud podía ser
correcta en aquellos tiempos en los que Italia se encon­
traba, por decirlo de alguna manera, equilibrada; pero
no creo que sea un precepto válido hoy en dia: no creo
que las divisiones hagan jamás bien alguno; antes bien,
es inevitable que las ciudades divididas se pierdan rápi­
damente cuando el enemigo se acerca, porque la facción
más débil se adherirá siempre a las fuerzas extranjeras y
la otra no podrá resist:if'>2.
Los venecianos, movidos según creo por las razones
indicadas, fomentaban las sectas güelfa y gibelina en las
ciudades que habían sometido, y aunque jamás les per­
mitían llegar al derramamiento de sangre, sin embargo,
alimentaban entre ellos estas discrepancias con el fin de
que aquellos ciudadanos, ocupados en sus propias que­
rellas, no se unieran en su contra. Sin embargo, se vio al
final que todo ello no les sirvió para nada, pues inmedia-
El Príncipe, XX

tamente después de su derrota en Vailate una pane de


aquellas ciudades cobró audacia y les arrebataron todas
sus anteriores conquistas. Semejantes procedimientos,
por tamo, muestran palpablemente la debilidad dd
príncipe, porque en un principado vigoroso jamás se
permitirían tales divisiones, ya que sólo son beneficiosas
en tiempo de paz, al permitir manejar con mayor facili­
dad a los súbditos. Pero cuando viene la guerra, se mani­
fiesta con toda claridad la falacia de este procedimiento
de gobierno.
Sin duda alguna, los príncipes se hacen grandes cuan­
do superan las dificultades y los obstáculos que se les
oponen. Por eso la fortuna -especialmente cuando quie­
re ensalzar a un príncipe nuevo, que tiene más necesidad
de conquistar reputación que un príncipe hereditaricr
hace que le nazcan enemigos, a quienes lleva a realizar
empresas en contra suya con d fin de que él encuentre
medios de superarlas y por la escala que sus enemigos le
han proporcionado ascienda todavía más alto. Por esta
razón estiman muchos que un príncipe sabio debe, cuan­
do tenga la oportunidad, fomentarse con astucia alguna
oposición a fin de que una vez vencida brille a mayor al­
tura su grandeza.
Los príncipes, y sobre todo los que son nuevos, en­
cuentran más lealtad y mayor utilidad en aquellos hom­
bres que al comienzo de su principado eran considera­
dos sospechosos que en aquellos otros en los que al
principio se confiaba. Pandolfo Petrucci, príncipe de
Siena, gobernaba su Estado más con ayuda de quienes le
habían sido sospechosos que con los demás. Pero sobre
este punto no es posible hablar de una manera general,

137
Maquiavelo

porque varia según la situación. Solamente diré lo si­


guiente: el príncipe se podrá ganar siempre con grandí­
sima facilidad a aquellos hombres que al comienzo de su
principado le eran enemigos y que necesitan de un apo­
yo para mantenerse. Estas personas están más obligadas
a servirle por cuanto que saben que les es más necesario
borrar con sus actos la mala opinión que el príncipe te­
nía de ellos. De esta forma el príncipe saca de ellos siem­
pre mayor utilidad que de aquellos otros que por servirle
con demasiada seguridad descuidan sus asuntos.
Y puesto que el asunto que estamos tratando lo evoca,
no quiero dejar de recordar a aquellos príncipes que han
adquirido un Estado recientemente mediante el apoyo
de ciudadanos de dicho Estado, que examinen bien las
razones que han movido a sus fautores a darle apoyo. Si
dicha causa no ha sido el afecto natural hacia él, sino úni­
camente su descontento con la situación anterior, sola­
mente con esfuerzo y con grandes dificultades podrá
mantenerlos a su lado, ya que es imposible que pueda te­
nerlos contentos. Y si considera correctamente las cau­
sas de esto con la ayuda de los ejemplos antiguos y mo­
dernos, verá que le resulta mucho más fácil ganarse
como amigos a aquellos que resultaban beneficiados de
la situación anterior y, por tanto, eran sus enemigos, que
a aquellos otros que por su descontento se hicieron ami­
gos suyos y le ayudaron a ocupar el Estado.
Los príncipes han tenido la costumbre, para conservar
con mayor seguridad su Estado, de edificar fonalezas
que actuaran como brida y freno para aquellos que pla­
nearan hacerles frente y al mismo tiempo representaran
un refugio seguro ante u.n ataque imprevisto. Elogio este
El Príncipe, XX

procedimiento, porque está en uso desde los tiempos an­


tiguos; sin embargo, en nuestros días, se ha visto que
messer Niccolo Vitelli destruyó dos fortalezas en Citta di
Castello para conservar aquel Estado. Guidobaldo da
Montefeltro, duque de Urbino, demolió hasta los ci­
mientos todas las fonalezas de aquel país cuando recu­
peró su dominio después de haber sido desposeído por
César Borgia: juzgó que sin ellas podría conservar con
mayor facilidad el Estado. Cuando los Bentivoglio vol­
vieron a Bolonia se sirvieron de procedimientos seme­
jantes. Las fortalezas son, pues, útiles o no según el mo­
mento, y si te favorecen en algún caso, te perjudican en
otro. Se puede examinar este punto de la siguiente ma­
nera: el príncipe que tiene más miedo a los ciudadanos
que a los extranjeros debe construir fortalezas, pero el que
tiene más miedo a los extranjeros que a los ciudadanos
debe prescindir de ellas. A la casa Sforza ha dado y dará
más guerra el castillo de Milán que levantó Francesco
Sforza que cualquier otro desorden en aquel Estado. Por
eso la mejor fortaleza es no ser odiado por el pueblo,
porque por muchas fortalezas que tengas, si el pueblo te
odia, no te salvarán, ya que jamás faltan a los pueblos,
una vez han tomado las armas, extranjeros que les pres­
ten ayuda. En nuestra época no se ha visto que hayan
servido de verdad a nadie, excepto a la condesa de Forli,
cuando fue asesinado su esposo el conde Girolamo: gra­
cias a ella pudo escapar al ataque del pueblo y esperar la
ayuda de Milán para recuperar su Estado. En aquel mo­
mento la situación no permitía que el extranjero viniera
en apoyo del pueblo, pero después de poco le sirvieron
las fortalezas cuando la asaltó César Borgia y el pueblo,

1 39
Mnqu.iavclo

hostil a su dominio, se puso al lado de los invasores. Por


tanto, habría sido para ella más seguro, tanto entonces
como en la primera ocasión, no haberse ganado el odio
del pueblo en vez de conservar sus fortalezas. Considera­
das, pues, todas estas cosas, alabaré a quien construya las
fortalezas y a quien no las construya y censuraré a todo
aquel que, fiándose de ellas, conceda poca importancia a
que el pueblo le odie6J.

XXI. Qué debe hacer un príncipe


para distinguirse·

Nada proporciona a un pnnape tanta consideración


como las grandes empresas y el dar de sí ejemplos fuera
de lo común. En nuestros días tenemos a Fernando de
Aragón, el actual rey de España, a quien casi es posible
llamar príncipe nuevo, porque de rey débil que era se ha
convertido por su fama y por su gloria en el primer rey
de los cristianos. Si examináis sus acciones, encontraréis
que rodas son notabilísimas y algLma de ellas extraordi­
naria: al comienzo de su reinado asaltó el reino de Gra­
nada y esta empresa le proporcionó la base de su poder.
En primer lugar, la llevó a cabo en un momento en que
no tenía otras preocupaciones y sin peligro de ser obsta­
culizado. Mantuvo ocupados en ella los ánimos de los
nobles de Castilla, quienes al pensar en aquella guerra
dejaban ya de pensar en promover disturbios en el inte­
rior. Entretanto, y sin que ellos se dieran cuenta, iba con-

* Quodpnncipem deaal ul egregtia habeatur.

140
El Príncipe, XXI

siguiendo reputación y sometiéndolos a su poder. Pudo


sostener sus ejércitos con el dinero de la Iglesia y del
pueblo y aquella larga guerra le dio la posibilidad de
proporcionar un sólido fundamento a su ejército, el cual
le ha conquistado con posterioridad gran renombre.
Además de todo esto, para estar en condiciones de aco­
meter empresas mayores -sirviéndose siempre de la reli­
gión- recurrió a una santa crueldad expulsando y va­
ciando su reino de marranos. No es posible encontrar
una acción más triste y sorprendente que ésta. Después,
arropado siempre con la misma capa, atacó África, llevó
a cabo la empresa de Italia y últimamente ha atacado a
Francia. De esta forma ha realizado y tramado siempre
grandes proyectos que han mantenido siempre en sus­
penso y asombrados los ánimos de sus súbditos, atentos
al resultado final. Estas acciones suyas se han sucedido
de tal manera la una a la otra que nunca ha dejado espa­
cio de tiempo entre una y otra para que se pudiera pro­
ceder contra él con calma.
Ayuda también bastante a un príncipe el dar de sí
ejemplos sorprendentes en su administración de los asun­
tos interiores, semejantes a los que se cuentan de messer
Bemabó de Milán, de forma que cuando alguien lleve a
cabo en la vida civil cualquier acción extraordinaria,
buena o mala, se adopte un premio o un castigo que dé
suficiente motivo para que se hable de él. Y un p.ríncipe
debe ingeniárselas, por encima de todas las cosas, para
que cada una de sus acciones le proporcione fama de
hombre grande y de ingenio64 excelente.
Un príncipe adquiere también prestigio cuando es un
verdadero amigo y un verdadero enemigo, es decir,

14 1
Maquiavdo

cuando se pone resueltamente en favor de alguien contra


algún otro. Esta forma de actuar es siempre más útil que
permanecer neutral, porque cuando dos Estados vecinos
entran en guerra, o son de tales características que si
vence uno de ellos hayas de temer al vencedor, o no ocu­
rre así. En ambos casos siempre te será más útil alinearte
con uno de ellos y hacer bien la guerra, pues, en el pri­
mer caso -si no lo haces-, siempre estarás a merced del
vencedor, con regocijo y satisfacción del vencido, y no
encontrarás razón ni cosa alguna que te defienda o te
proporcione refugio. El vencedor no quiere amigos du­
dosos que no lo defiendan en la adversidad; el derrotado
no te concede refugio por no haber querido compartir
su suerte con las armas en la mano�.
Antíoco entró en Grecia llamado por los etolios para
que expulsara a los romanos. Una vez allí mandó emba­
jadores a los aqueos -aliados de los romanos- exhortán­
doles a permanecer neutrales, mientras estos últimos,
por su parte, intentaban persuadirlos a que lucharan a su
lado. El asunto fue debatido en la asamblea de los aqueos
y ante los intentos del lado de Antíoco de persuadirlos a
que permanecieran neutrales, el legado romano replicó
con las siguientes palabras: Quod autem isti dicunt non
interponendi vos bello, nihil magis alienum rebus vestris
est; sine gratia, sine dignitate, praemium victoris eritil'>.
Siempre ocurrirá que el que no es tu amigo buscará tu
neutralidad y el que es tu amigo te exhortará a que comba­
tas a su lado. Los príncipes indecisos, por evitar los peligros
presentes, siguen las más de las veces la vía neutral, y las
más de las veces se hunden. Por el contrario, cuando el
príncipe se alinea valientemente con una de las partes, si
El Príncipe, XXI

vence tu aliado -por muy poderoso que sea y aunque per­


manezcas en sus manos-, habrá contraído una obligación
hacia ti y unos vínculos de amistad contigo, y los hombres
nunca son tan deshonestos como para actuar en contra tuya
dando una muestra tan grande de ingratitud. Además, las
victorias nunca son tan completas que el vencedor no se vea
obligado a guardar algún temor y especialmente a la justi­
cia. Por otra parte, si aquél a quien te has adherido resulta
derrotado, siempre te proporcionará un refugio, te ayudará
mientras pueda y será copartícipe de una fortuna que pue­
de aún enderezarse. En el segundo caso, cuando nada tie­
nes que temer de los que se enfrentan, todavía es más inte­
ligente unirse a uno de ellos, pues contribuyes a la ruina de
uno con la ayuda de quien lo debería salvar si fuera sabio.
En el caso de que tu aliado venza, queda en tus manos, y es
imposible que no venza si tú le ayudas.
Se ha de señalar aquí que un príncipe debe guardarse de
entablar una alianza con alguien más poderoso que él para
atacar a otros, a no ser -como antes dijimos- que se vea
forzado a ello. La razón es que en caso de victoria te haces
su prisionero y los príncipes deben evitar, en la medida de
lo posible, el estar a discreción de los demás. Los venecia­
nos buscaron la alianza de Francia para atacar al duque de
Milán y estaban en condiciones de prescindir de ella. El
resultado fue su derrota final. Cuando es imposible evitar
dicha alianza -como ocurrió a los florentinos cuando el
papa y España atacaron con sus ejércitos la Lombardía-,
entonces el príncipe debe, por las razones aducidas, to­
mar partido por una de las partes. Que nunca crea un Es­
tado que va a poder tomar opciones seguras; ha de pensar,
por el contrario, que todas las que habrá de tomar serán

1 43
Maquiavelo

dudosas, porque el orden de las cosas trae siempre consi­


go que apenas se trata de evitar un inconveniente cuando
ya se ha presentado otro. Ahora bien, la prudencia consis­
te en. saber conocer la naturaleza de los inconvenientes y
adoptar el menos malo por bueno.
Un príncipe debe mostrar también su aprecio por el
talento67 y honrar a los que sobresalen en alguna discipli­
na. Además, debe procurar a sus ciudadanos la posibili­
dad de ejercer tranquilamente sus profesiones, ya sea el
comercio, la agricultura o cualquier otra actividad, sin
que nadie tema incrementar sus posesiones por miedo
a que le sean arrebatadas o abrir un negocio por miedo a
los impuestos. Antes bien, debe incluso tener dispuestas
recompensas para el que quiera hacer estas cosas y para
todo aquel que piense por el procedimiento que sea en­
grandecer su ciudad o su Estado. Además de todo esto,
debe entretener al pueblo en las épocas convenientes del
año con fiestas y espectáculos. Y puesto que toda ciudad
está dividida en corporaciones o en barrios, debe pres­
tarles su atención y reunirse con ellas de vez en cuando,
dando ejemplos de humanidad y liberalidad, pero con­
servando siempre intacta la magnificencia de su digni­
dad, porque esto no puede faltar nunca en cosa alguna.

XXII . De los secretarios de los príncipes*

No es asunto de poca importancia para un príncipe la


elección de sus ministros. Éstos son buenos o malos se-

• De his quos a recre/Ir prmciper habent.

144
El Principc:, XXD

gún la prudencia del príncipe mismo; de ahi que el pri­


mer juicio que nos formamos sobre la inteligencia de un
señor sea a partir del examen de los hombres que tiene a
su alrededor: cuando son competentes y fieles se le pue­
de tener siempre por sabio, puesto que ha sabido reco­
nocer su competencia y mantenérselos fieles. Pero cuan­
do son de otra manera, hay siempre motivo para formar
un mal juicio de él, puesto que su primer error ha sido
precisamente elegirlos.
No había nadie que conociese a messer Antonio da Ve­
nafro y supiera que era ministro de Pandolfo Petrucci,
prmcipe de Siena, y no pensara al mismo tiempo que
Pandolfo era un hombre de extraordinaria capacidad,
puesto que lo había hecho su ministro. Hay, además, tres
clases de inteligencias: la primera comprende las cosas
por sí mismas, la segunda es capaz de evaluar lo que otro
comprende y la tercera no comprende ni por sí misma ni
por medio de los demás. La primera es superior, la se­
gunda excel.ente, la tercera inútil. Por eso era necesario
de todo punto que sí Pandolfo no era de la primera cla­
se, fuera cuanto menos de la segunda, pues siempre que
alguien tiene talento para discernir lo bueno o lo malo de
las cosas que otro hace y dice, aunque por sí mismo ca­
rezca de la capacidad inventiva para llegar a ellas, identi­
fica las acciones buenas y malas de su ministro, alaba las
primeras y corrige las segundas. De esta forma el minis­
tro no puede esperar engañarlo y, en consecuencia, se es­
fuerza por seguir siendo buen servidor.
Pero a propósito de cómo sea posible a un prmcipe co­
nocer al ministro, hay un procedimiento que no falla
mmca: sí tú ves que piensa más en sí mismo que en ti y

1 45
Maquiavdo

que en todas sus acciones anda buscando su propia utili­


dad, tal persona jamás será buen ministro; jamás te po­
drás fiar de él, porque aquel a quien se ha confiado el go­
bierno no debe pensar nunca en sí mismo, sino siempre
en el príncipe y no recordarle jamás sino aquellos asun­
tos que conciernen realmente a su principado. Pero, por
otra parte, el príncipe, para conservar fiel a su ministro,
debe pensar en él recompensándole con honores, ha­
ciéndole rico, vinculándolo a su persona y haciéndole
panícipe de honores y responsabilidades. De esta mane­
ra el ministro ve que no puede mantenerse al margen del
príncipe, los abundantes honores le llevan a no desear
más honores ni las abundantes riquezas más riquezas,
mientras las abundantes responsabilidades le hacen te­
mer posibles cambios. Por tanto, cuando los ministros y
el comportamiento de los príncipes hacia ellos se presen­
tan de esta forma, pueden tener confianza el uno en el
otro; cuando sucede de otra manera, el final es siempre
desastroso para el uno o para el otro.

XXIII . Cómo se ha de huir de los aduladores*

No quiero dejar sin tratar un punto importante y un


error que difícilmente evitan los príncipes, excepto si
son extremadamente prudentes o han efectuado una
buena elección. Se trata de los aduladores que proliferan
en las cortes, pues los hombres se complacen tanto en lo
que les es propio y se engañan hasta tal punto en ello que

* Quomodo adu/(Jtores sinf/ugiendi.

146
El Príncipe, xxm

difícilmente se defienden de esta peste, y en el caso de


que se quiera hacerlo, se corre el peligro de hacerse odio­
so. La razón de esto es que no hay otro medio de defen­
derse de las adulaciones que hacer comprender a los
hombres que no te ofenden si te dicen la verdad; pero
cuando todo d mundo puede decírtela, te falta d respe­
to. Por tanto, un príncipe prudente debe procurarse un
tercer procedimiento, eligiendo en su Estado hombres
sensatos y otorgando solamente a ellos la libertad de de­
cirle la verdad, y únicamente en aquellas cosas de las que
les pregunta y no de ninguna otra. Sin embargo, debe
preguntarles de cualquier cosa y escuchar sus opiniones,
pero después decidir por sí mismo y a su manera. Ante
estos consejos, y ante cada uno de sus consejeros, debe
actuar de manera que cada uno sepa que tanto más acep­
tado será cuanto más libremente se hable, pero fuera de
ellos no ha de querer escuchar a nadie, ha de proceder
directamente a la ejecución de la decisión adoptada y
mantener su decisión con energía. El que actúa de otra
manera o bien se pierde por culpa de los aduladores o
bien cambia constantemente de determinación por las
diferencias de pareceres, lo cual le acarrea una baja esú­
mación entre sus súbditos.
A propósito de este tema deseo aducir un ejemplo ac­
tual. El obispo Luca, servidor de Maximiliano68 -el actual
emperador-, dijo acerca de su majestad que no tomaba
consejo de nadie y que jamás hacia cosa alguna a su gus­
to, lo cual venía dado por haber adoptado una regla
opuesta a la que he señalado. El emperador es un hom­
bre reservado, jamás comunica a nadie sus planes ni
acepta consejos ajenos. Pero como al ponerlos en prácú-

147
Maquiavelo

ca sus planes resultan manifiestos y patentes, entonces


comienzan a ser criticados por los que se encuentran a su
alrededor, y él, inseguro por naturaleza, desiste de su
propio planteamiento. Por eso las cosas que hace un día
las destruye al siguiente, y resulta imposible saber lo que
quiere o trata de hacer y basarse en sus deliberaciones.
Un príncipe, por tanto, debe aconsejarse siempre,
pero cuando él quiere y no cuando quieren los demás;
debe incluso desanimar a los demás a aconsejarle sobre
cualquier cosa si no se les pide consejo. Sin embargo,
debe estar siempre preguntando y escuchar paciente­
mente la verdad sobre todo aquello de lo que ha pregun­
tado, enojándose incluso si alguien por cualquier razón
no se la dice. Muchos piensan que el príncipe que da de
sí esta impresión de prudente no es tal por su propia na­
turaleza, sino por los buenos consejos de los que tiene
alrededor. Tales personas se engañan, porque hay una
regla general que no falla nunca: un príncipe que por sí
mismo no sea sabio, no puede recibir buenos consejos, a
Do ser que se ponga enteramente en las manos de un
hombre prudentísimo que lo gobierne en todo. En este
caso podría ocurrir, pero duraría poco, ya que el que go­
bierna por él le arrebataría el Estado69. Pero si se aconse­
ja con más de uno, un príncipe que no sea prudente DO
recibirá jamás consejos coherentes, ni sabrá unificarlos.
Cada uno de sus consejeros pensará en sus propios inte­
reses, y él no sabrá ni corregirlos ni percatarse de ellos. Y
no puede ser de otra manera, porque los hombres siem­
pre te saldrán malos, a no ser que una necesidad los haga
buenos. Por eso se ha de concluir que los buenos conse­
jos, vengan de quien vengan, han de nacer de la pruden-
El Príncipe. XXIV

cia del príncipe y no la prudencia del príncipe de los


buenos consejos.

XXIV. Por qué han perdido sus Estados


los príncipes de Italia*

La observación prudente de las reglas expuestas hasta


aquí hace aparecer a un príncipe nuevo antiguo y lo sitúa
inmediatamente en su Estado en una posición más firme
y segura que si estuviera asentado en él desde antiguo.
Pues las acciones de un príncipe nuevo son observadas
con mayor atención que las de un príncipe hereditario, y
si se las ve virtuosas ganan a los hombres y los ligan al
príncipe en una medida mucho mayor que la antigüedad
de la sangre. Y esto es así porque los hombres se dejan
convencer mucho más por las cosas presentes que por
las pasadas y cuando encuentran el bien en el presente,
gozan de él y no buscan nada más; incluso procederán a
la defensa más esforzada del príncipe siempre que éste
no omita cumplir sus restantes obligaciones. De esta for­
ma su gloria será doble: habrá dado origen a un principa­
do nuevo y lo habrá adornado y fortalecido con buenas
leyes, buenas armas, buenos aliados y buenos ejemplos;
por la misma razón, doble será la vergüenza de aquel que
nacido príncipe pierde su Estado por su poca prudencia.
Si pasamos ahora a considerar a aquellos señores que
en Italia han perdido sus Estados en nuestros días -el rey
de Nápoles, el duque de Milán y otros-, encontraremos

i i l
* Cur Italiae prncpes regnum amsertml.

149
Maquiavdo

en ellos, en primer lugar, una debilidad común en Jo


concerniente a la organización militar por las causas que
ya hemos examinado anteriormente. Pero, además, vere­
mos que algunos de ellos o tenian al pueblo por enemigo
o, si lo tenían de su parte, no han sabido guardarse de los
grandes, pues sin estas limitaciones no se pierden Esta­
dos que tienen recursos suficientes para mantener un
ejército en campaña. Filipo de Macedonia -no el padre
de Alejandro, sino el que fue derrotado por Tito Quin­
cío- poseía un Estado menor en comparación con el po­
der y la extensión de Roma y Grecia que, unidas, proce­
dieron a atacarle. Sin embargo, como era un hombre de
guerra que sabía, además, tener contento al pueblo y
guardarse de los nobles, sostuvo la guerra contra ellos
durante muchos años, y, aunque al final perdió el domi­
nio de alguna ciudad, conservó, no obstante, el reino.
Por tanto, estos principes nuestros que durante mu­
chos años habían conservado sus principados, pero que
han terminado por perderlos, no deben echar la culpa de
ello a la fortuna, sin.o a su propia indolencia70, porque no
habiendo pensado nunca en tiempo de paz que podían
sobrevenir cambios (es un defecto común entre los hom­
bres no tener en cuenta la tempestad cuando la mar está
en calma), cuando después vinieron tiempos adversos
sólo pensaron en huir y no en defenderse, pensando que
el pueblo -alzado contra las afrentas del vencedor- ter­
minaría por llamarles de nuevo. Este partido es bueno si
fallan los otros, pero es absolutamente erróneo tomarlo
a costa de abandonar los otros remedios, porque nadie
desea nunca caer por la esperanza de encontrar quien lo
levante. Esto o no sucede o, si sucede, te ves enfrentado

1 50
El Príncipe. XXV

a un gran peligro, por tratarse de una forma de defensa


cobarde que, además, no depende de ú. Solamente son
buenas, solamente son seguras, solamente son duraderas
aquellas formas de defensa que dependen de ti mismo y
de tu propia virtud.

XXV. En qué medida están sometidos


a la fortuna los asuntos humanos y de qué forma
se les ha de hacer frente·

No se me oculta que muchos han tenido y tienen la opi­


nión de que las cosas del mundo están gobernadas por la
fortuna y por Dios hasta tal punto que los hombres, a pe­
sar de toda su prudencia, no pueden corregir su rumbo
ni oponerles remedio alguno. Por esta razón podrían es­
timar que no hay motivo para esforzarse demasiado en
las cosas, sino más bien para dejar que las gobierne el
azar. Esta opinión ha encontrado más valedores en nues­
tra época a causa de los grandes cambios que se han vis­
to y se ven cada día por encima de toda posible conjetu­
ra humana. Yo mismo, pensando en ello de vez en
cuando, me he inclinado en parte hada esta opinión7 1 •
No obstante, para que nuestra libre voluntad no quede
anulada, pienso que puede ser cierto que la fortuna sea
árbitro de la mitad de las acciones nuestras, pero la otra
mitad, o casi, nos es dejada, incluso por ella, a nuestro
control. Yo Ja suelo comparar a uno de esos ríos torren-

* Quantum fortrma m rebus humams pomt, et quomodo illi


s sil occurren­
dum.

151
-�

Maquiavdo

ciales que, cuando se enfurecen, inundan los campos, ti­


ran abajo árboles y edificios, quitan terreno de esta parte
y lo ponen en aquella otra; los hombres huyen ante él, to­
dos ceden a su ímpetu sin poder plantearle resistencia
alguna. Y aunque su naturaleza sea ésta, eso no quita, sin
embargo, que los hombres, cuando los tiempos están
tranquilos, no puedan tomar precauciones mediante di­
ques y espigones de forma que en crecidas posteriores, o
discurririan por un canal, o su ímpetu ya no sería ni tan
salvaje ni tan perjudicial. Lo mismo ocurre con la fortu­
na: ella muestra su poder cuando no hay una virtud or­
ganizada y preparada para hacerle frente y por eso vuel­
ve sus ímpetus allá donde sabe que no se han construido
los espigones y los diques para contenerla. Y si ahora di­
rigís vuestra atención hacia Italia, el escenario de los
cambios que he mencionado y quien les ha dado el movi­
miento, veréis que es un campo sin diques y sin defensa
alguna: pues si hubiera estado resguardada por la necesa­
ria virtud -al igual que Alemania, España o Francia- o
esta inundación no hubiera originado los grandes cam­
bios que ha ocasionado o ni siquiera hubiera tenido lu­
gar. Y con esto quiero que baste por lo que se refiere al
hacer frente a la fortuna en general72•
Pero, ciñéndome más a los diferentes casos particula­
res, digo que se ve a los príncipes prosperar hoy y caer
mañana, sin que se haya apreciado cambio alguno en su
naturaleza o en sus cualidades. Creo que la causa de esto
reside, en primer lugar, en las razones expuestas amplia­
mente con anterioridad, es decir, que aquellos príncipes
que se apoyan únicamente en la fortuna se hunden tan
pronto como ella cambia. Creo, además, que prospera

152
El Prlncipe, XXV

aquel que armoniza su modo de proceder con la condi­


ción de los tiempos y que, paralelamente, decae aquel
cuya conducta entra en contradicción con ellos. Porque
se puede apreciar que los hombres proceden de distinta
manera para alcanzar el fin que cada uno se ha propues­
to, esto es, gloria y riquezas: uno actúa con precaución,
el otro con únpetu; e] uno con violencia, el otro con as­
tucia; el uno con paciencia, el otro al revés, y, a pesar de
estos diversos procedimientos, todos pueden alcanzar su
propósito. Induso se ve que de dos personas precavidas
Ja una alcanza su objetivo y la otra no; de la misma forma
otros dos pueden prosperar en medida paralela, a pesar
de que sus modos de proceder son contrarios, siendo
uno de ellos precavido y el otro impetuoso. La causa se
halla sencillamente en la condición de los tiempos, con­
forme o no con su modo de proceder. De ahí que, como
he dicho, dos hombres consigan el mismo resultado a
pesar de actuar de manera opuesta y que, en cambio, de
otros dos, aun actuando de manera idéntica, el uno al­
cance su propósito y el otro no. De aquí nacen también
los cambios de fortuna: si un hombre actúa con precau­
ción y paciencia, y los tiempos y las cosas van de manera
que su forma de proceder es buena, va progresando;
pero si los tiempos y las cosas cambian, se viene abajo
porque no cambia de manera de actuar. No existe hom­
bre tan prudente que sepa adaptarse hasta este punto: en
primer lugar, porque no puede desviarse de aquello a lo
que le inclina su propia naturaleza, y, en segundo lugar,
porque al haber prosperado siempre caminando por un
único camino no se puede persuadir de la conveniencia
de alejarse de él. Por eso el hombre precavido, cuando

1 53
Maquiavelo

llega el tiempo de echar mano al ímpetu, no lo sabe ha­


cer y por lo tanto se hunden. Si se cambiase la naturaleza
de acuerdo con los tiempos y las cosas, nunca cambiaría
la fortuna.
El papa Julio procedió en todas sus empresas impetuo­
samente y encontró los tiempos y las cosas tan confor­
mes a su modo de proceder que siempre salió con éxito.
Examinad su primer ataque contra Bolonia, cuando to­
davía vivía messer Gíovanni Bentivoglio: los venecianos
estaban en contra, el rey de España también y mantenía
conversaciones con Francia al respecto. Sin embargo, se
lanzó personalmente al ataque con su peculiar fiereza e
ímpetu. Su acción dejó suspensos e inmóviles a España y
a los venecianos; a éstos por miedo y a la primera por el
deseo que tenía de recuperar todo el reino de Nápoles.
Por la otra parte, arrastró tras de sí al rey de Francia,
porque viendo que el papa se ponía en acción y desean­
do hacerlo su aliado para someter a los venecianos, esti­
mó que no podía negarle la ayuda de sus tropas sin ofen­
derlo abiertamente. Con su acción impetuosa consiguió,
pues, Julio lo que jamás otro pontífice habría conseguido
con toda la prudencia humana. Porque si hubiera espe­
rado a partir de Roma con los acuerdos sellados y todas
las cosas bien organizadas, como hubiese hecho cual­
quier otro pontífice, jamás hubiera logrado su propósito,
ya que el rey de Francia habría tenido mil excusas y los
demás le hubieran infundido mil temores. No voy a en­
trar en sus restantes acciones, pues todas han sido del
mismo estilo y todas le han salido bien; la brevedad de su
vida no le ha permitido, además, experimentar lo contra­
rio, puesto que si hubieran venido tiempos que hicieran

1 54
El Princi�. XXVI

necesario proceder con precaución, hubiéramos asistido


a su ruina, pues nunca se habría desviado de los procedi­
mientos a que su naturaleza lo inclinaba.
Concluyo, por tanto, que -al cambiar la fortuna y al
permanecer los hombres obstinadamente apegados a sus
modos de actuar- prosperan mientras hay concordancia
entre ambos y vienen a menos tan pronto como empie­
zan a separarse. Sin embargo, yo sostengo firmemente lo
siguiente: vale más ser impetuoso que precavido porque
la fortuna es mujer y es necesario, si se quiere tenerla su­
misa, castigarla y golpearla. Y se ve que se deja someter
antes por éstos que por quienes proceden fríamente. Por
eso siempre es, como mujer, amiga de los jóvenes, por­
que éstos son menos precavidos y sin tantos miramien­
tos, más fieros y la dominan con más audacia.

XXVI. Exhortación a ponerse al frente de Italia


y liberarla de los bárbaros*

Tras reflexionar, pues, sobre todas las cosas expuestas


basta aqui, y pensando conmigo mismo si en Italia, en el
momento actual, corrían tiempos que permitieran a un
nuevo príncipe obtener honor y si había aqui materia
que diera a un hombre prudente y capaz la oportunidad
de introducir en ella una forma que le reportara a él ho­
nor y bien a la totalidad de los hombres de Italia, me pa­
rece que concurren tantas cosas en favor de un príncipe

* Exhorta/JO ad CJJpessendam ltalwm in libertalemque a barbarrr uindican·


dam.

1 55
Maquiavelo

nuevo que yo no sé si ha habido otro tiempo más propi­


cio que el actual. Y si, como ya he dicho, era necesario
para ver la virtud de Moisés que el pueblo de Israel estu­
viera esclavo en Egipto, para conocer la grandeza del
ánimo de Ciro que los persas estuvieran subyugados por
los medos, y la excelencia de Teseo que los atenienses es­
tuvieran dispersos, de igual modo, en el momento pre­
sente, era necesario para conocer la virtud de un espíritu
italiano que Italia se viera reducida a la condición en que
se encuentra ahora: más esclava que los hebreos, más so­
metida que los persas, más dispersa que los atenienses,
sin un guía, sin orden, derrotada, despojada, despedaza­
da, batida en todas direcciones por los invasores y vícti­
ma de toda clase de desolación74• Y aunque hasta el pre­
sente se ha mostrado en alguno cierto destello que
permitía juzgar que había sido destinado por Dios para
su redención, sin embargo, después se ha visto cómo, en
el momento más álgido de sus acciones, era reprobado
por la fortuna75• Así que permanece sin vida, esperando
quién podrá ser el que la cure de sus heridas y ponga fin
a los saqueos de Lombardía, a las extorsiones en Nápo­
les y en Toscana, y le limpie esas sus Uagas desde hace ya
tanto tiempo emponzoñadas. Se puede ver cómo ruega a
Dios que Ie envíe alguien que la redima de estas cruelda­
des y ultrajes bárbaros. Se la puede ver también presta y
dispuesta a seguir una bandera a falta tan sólo de alguien
que la enarbole. No se ve en el momento presente en
quién pueda depositar mejor sus esperanzas que en vues­
tra ilustre casa76, la cual con su fortuna y virtud (favore­
cida por Dios y por la Iglesia, de la que ahora es prínci­
pe) pueda ponerse a la cabeza de esta redención. La
El Pñncipe, XXVI

tarea no será muy difícil si tenéis ante vuestros ojos las


acciones y la vida de los hombres que ames he mencio­
nadon. Pues aunque aquellos hombres fueran excepcio­
nales y portentosos, a pesar de todo fueron hombres y
cada uno de ellos tuvo una oportunidad inferior a la pre­
sente: porque su empresa no fue más justa que ésta, ni
más fácil, ni Dios les fue más propicio que a vos. Hay
mucha justicia en nuestra causa: iustum enim est bel/um
quibus necessarium, et pía arma ubi nulla nisi armis spes
esP8• Aqui la disposición es absoluta, y no puede haber
gran dificultad donde la disposición es grande. Solamen­
te falta que vuestra casa emule a aquellos que yo os he
propuesto como mira. Además de todo eso, se ven aqui
hechos extraordinarios sin parangón realizados por Dios
mismo: el mar se ha abierto, una nube os ha mostrado el
camino, ha manado agua de la roca; ha llovido aquí
maná: todo concurre a vuestra grandeza. El resto lo de­
béis hacer vos. Dios no quiere hacerlo todo para no arre­
batarnos la libertad de la voluntad y la parte de gloria
que nos corresponde en la empresa79•
Y no es de extrañar sí alguno de los italianos que he
mencionado no ha podido llevar a cabo lo que se espera
pueda cumplir la ilustre casa vuestra, y si en tantos cam­
bios como ha sufrido Italia y en tantas campañas de gue­
rra siempre parece que la virtud militar se haya extingui­
do en ella. La causa no es otra que la antigua organización
militar no era buena y no ha surgido nadie que haya sa­
bido encontrar una organización nueva, y nada compor­
ta tanto honor a un hombre nuevo que surge como las
nuevas leyes y las nuevas formas de organización que im­
planta. Todas estas cosas, cuando están bien fundadas y

1 57
Maquiavelo

llevan la marca de la grandeza, hacen de él un hombre


respetado y admirado. Y en Italia no falta materia donde
introducir cualquier forma: hay aquí mucha virtud en los
miembros cuando ella no falta en los jefes. Sólo hay que
mirar los duelos y los combates entre grupos reducidos
para ver lo superiores que son los italianos en fuerza, en
destreza, en ingenio. Pero cuando llegamos a los ejérci­
tos estas cualidades desaparecen, y todo es debido a la
insuficiencia de los jefes: los que saben no son obedeci­
dos, todos creen saber y hasta ahora no ha aparecido na­
die que haya sabido imponer su superioridad, por virtud
y fortuna, obügando a los demás a obedecer. Ésta es la
causa de que durante tanto úempo, a lo largo de tantas
guerras como se han sucedido en los últimos veinte años,
cuando ha habido un ejército enteramente italiano, la
experiencia siempre haya sido desgraciada, como se
mostró, en primer lugar, en Taro, y después en Alessan­
dria, Capua, Génova, Vailate, Bolonia y Mestre.
Si vuestra ilustre casa, por tanto, desea emular a aquellos
hombres eminentes que redimieron sus países, es necesario
con anterioridad a cualquier otra cosa, como verdadero
sostén de roda empresa, proveerse de tropas propias,
porque no puede haber soldados más fieles, ni más au­
ténticos, ni mejores. Y aunque cada uno de ellos sea bue­
no, todos juntos resultarán mejores cuando se vean man­
dados por su príncipe, honrados y sostenidos por él. Es
necesario, por tanto, formar este ejército para poder con
la virtud italiana defendemos de los extranjeros. Aunque la
infantería suiza y española sean consideradas formida­
bles, sin embargo, no por eso dejan de tener las dos un
punto débil que hace pensar que una tercera forma de
El Príncipe, XXVI

organización militar no sólo estaría en condiciones de


hacerles frente, sino incluso podría confiar en derrotar­
las: los españoles no pueden resistir a la caballería y los
suizos han de tener miedo a la infantería, cuando les ba­
gan frente soldados tan tenaces como ellos. Así se ha vis­
to y se verá por experiencia que los españoles no pueden
resistir a la caballería francesa y los suizos sucumben
ante la infantería española. Aunque de lo último no se
tenga una experiencia completa, sin embargo algo se ha
podido ver en la batalla de Rávena, cuando la infantería
española se enfrentó con los batallones alemanes (que
guardan el mismo orden de combate que los suizos). En
aquella ocasión los españoles, por la agilidad de su cuer­
po y con la ayuda de sus escudos, se colaban por debajo
de las picas de los alemanes y los atacaban sin peligro
ante la impotencia de su enemigo, de tal forma que los
habrían aniquilado a todos de no haber acudido en ayuda
la caballería cargando contra los españoles. Conocida,
por tanto, la debilidad de ambas infanterías, resulta po­
sible organizar un tercer tipo de infantería que resista a
la caballería y no tenga miedo a otra infantería, cosa que
se conseguirá con el nuevo tipo de tropas y con nuevas
formaciones. Todo esto forma parte de aquellas innova­
ciones, cuya ejecución proporciona reputación y grande­
za a un príncipe nuevo.
No se debe, en consecuencia, dejar pasar esta oportu­
nidad para que Italia encuentre, después de tanto tiem­
po, su redentor. No puedo expresar con qué amor sería
recibido en todos aquellos territorios que han padecido
estos aluviones extranjeros, con qué sed de venganza,
con qué fume lealtad, con qué devoción, con qué lágri-

1 59
Maquiavdo

mas. ¿Qué puertas se le cerrarían? ¿Qué pueblos le ne­


garían la obediencia? ¿Qué envidia se le opondría? ¿Qué
italiano le negaría su homenaje? A todos apesta esta bár­
bara tiranía. Asuma, pues, la ilustre casa vuestra esta ta­
rea con el ánimo y con la esperanza con que se asumen
las empresas justas, a fin de que bajo su enseñanza se vea
ennoblecida la patria y bajo sus auspicios se haga reali­
dad aquel dicho de Petrarca:

Virtud contra el furor


tomarás las armas y hará corto el combate:
que el antiguo valor
en el corazón italiano aún no ha muerto80•

160
Notas

l. Son las dos fuentes dd saber político. Sin embargo, El Prfncipe pone
más énfasis en los ejemplos «frescoS» de la época contemporánea,
ya que (siendo su propósito la movilización) toma cuenta de que los
hombres se dejan persuadir más fácilmente por lo presente. Sobre d
valor exacto de la antigüedad, véase los proemios a los dos primeros
libros de los Díscorsí.
2. En d prólogo a la Mandrágora (1518) Maquiavdo decía: «Y sí juzgáis
indigna esta materia 1 por ser asaz li.viana 1 de hombre que quiere pa­
recer prudente, 1 excusadlo en razón a que con estos 1 pensamientos
ligeros él se esfuer-ta 1 en hacer más benignos sus días tristes; 1 que
fuera de esto, donde 1 volver los ojos en verdad no tiene, 1 pues le
ha sido vedado 1 mostrar otras virtudes en más altas 1 empresas, y no
existe 1 a sus farigas premio.» Traducción de Rafad Cansinos Assens.
3. El «vivere libero» es la constitución republicana. Vid. capírulo V.
4. Sobre las colonias, véase Discom, 1, 1, y Il, 6.
5. Máxima ya presente en De/ modo di trattare 1 popolz tk/14 Valdtchtana
ríbel/4/l (1503 ): «l Romani pensarono una volta che i popoli ribellati
si debbano o beneficare o spegnere e che ogni altea vía sia pericolosis­
si.ma» (Opere, TI, pp. 71-75).
6. Son frecuentes en El Príncipe las comparaciones de la problemática
poürica con anes como la medicina y la arquitectura, testimonio de la
concepción técnica de la misma y de la existencia en dla de una lógica
interna_ Las comparaciones con los procesos naturales (vid. d símil
sobre los principados nuevos surgidos espontáneamente con ayuda
de la fomma -capítulo Vil, cnmienzcr- y la famosa ecuación fonuna
= torrente, dd capítulo XXV) muestran similarmente su pensamiento

naturalista. Estamos en d proceso de disolución de la tradicional esci­


sión entre naturaleza y ane o técnica.
7. En d curso de la primera de las legaciones a Francia (1500).
8. Sobre d «orden» pol!tico de Francia, véase d capítulo XIX y d &Ira/lo
de/k cm� di FranCÜJ ( 1 5 U-13). Si en esre capítulo Francia es presentada
pedagógicamente como caso de Estado feudal, en d Ritratto se señala
precisamente d alto grado de concentración en romo al rey ele la antigua
nobleza y d carácter moderno de ese Estado (Opere, n. pp. 164-182). Es

161
Notas

úril a este respecto consultar el artículo de Chabod («Esíste uno Staro del
Rinascimenro?>t) citado en la bibliografía. Maquiavelo es abienamente
hostil al Estado feudal, como muestra en El Príncipe su valoración de la
conducta de César Borgia, Alejandro VI, julio IT y Fernando el Católico.
9. Vid. Discorsi, TI, 2.
10. El pñncipe y el Estado descansan y sólo pueden mantenerse median­
te la autonomía o autosuficiencia, lo cual implica necesariamente la
posesión de la «fuerza» necesaria. Puede leerse E/ Príncipe como una
reflexión sobre la fuerza y la seguridad del Estado.
11. Otras referencias de Maquiavelo a Savonarola en la carta del 9 de
marzo de 1498, en los Discorsi (I, 1 1 y 45; m, 30) y en el Decemzale
Primo ( 1504), versos 154-165. La valoración del fraile por Maquiavelo
es siempre estrictamente políúca, como en general la valoración de la

Iglesia y de la religión (cfr. el capítulo XI y Discorsi. l. 11-15).


12. Justino, XXlll, 4: «Nada le faltaba para reinar excepto el reino.»
13. Comienza la exposición del intento de César Borgia de sobreponerse
con su virttl a la fortunn; vid. también capírulos XllT y XVll. La pre­
sentación del Príncip� debe complementarse con la correspondencia
oficial mantenida por Maquiavelo con ocasión de las dos legaciones
ante César Borgia en 1502 y de la primera legaci.ón a Roma (octubre­
diciembre de 1503) a propósito del cónclave que llevaría al papado a
Julio n. El episodio de Sinigaglia fue descrito periodísticamente por
Maquiavelo en su Descrívone del modo lenufo dal duca Valenlino netlo
ammav.are Vitello:a.o Vitelli, 0/iverotto da Fermo, il signor Pago/o e il
duca di Gravina Orrini ( 1503 )_
14. Señala Maquiavelo la inconveniencia y los peligros de las fuerzas aje­
nos (mercenarias o auxiliares), estudiados precisamente en los capí­
tulos XII y XIIT. Depender de otras fuerzas es estar desarmados (cfr.
lo dicho sobre Savonarola en el capítulo anterior) y depender de la
fortuna y de la voluntad de los demás.
15. Sobre la «crueldad» del duque, según Maquiavelo sabiamente admi­
nistrada, vid. capítulo XVTI. Aparece en esta digresión sobre la forma
de gobierno del duque ante sus súbdítos uno de los temas más impor­
ranres en el pensamiento político de Maquinvdo: la organización del
«consentinliento» general ante el poder político, la obtención de la
adhesión y del temor y la evitación del odio, que Maquiavelo desarro­
llará en los capítulos XV-XXIII. Se ha de notar que el afianzamiento
del poder soberano va unido a la creación en el seno del Estado de
unas condiciones generales de orden que garanticen la actividad eco­
nómica de los súbditos mediante la eliminación de las banderías de los
señores y caballeros feudales (vid. capítulo XXI).
16. Se trata de un censo de los temas que se estudiarán a parúr del capítu­
lo XII, poniendo siempre énfasis en el «pñncipe nuevo en un Estado
nuevo>>.
Notas

17. El cardenal de San Pietro in Vincoli es precisameme ]ulio ll (Giulia·


no della Roverel. Aunque anteriormente había señalado Maquiavelo
que fue la fortuna la causante del desastre final del duque, ahora pasa
a atribuir la responsabilidad a su error político: César Borgia habría
valorado erróneamente la naruraleza de los hombres y había come·
rido el mismo error que las víctimas que habían caído en sus manos
en Sinigaglia. a las cuales censuraba Maquiavelo en la mencionada
Descriúo11e con las siguientes palabras: «Non si debba offendere a un
principe e dipoi fidarse di luí.»
18. Vid. infoo capítulo XVT ! .
19. Símil procedente de la medicina galénica, según l a cual l a salud o
la enfermedad en el organismo humano venían determinadas por el
equilibrio o desequilibrio de las cuatro sustancias virales fundamen·
tales. Maquiavelo tiene presentes en el capítulo (cuya problemática
es abordada de manera extensa en los Dscorsi)
i las luchas intestinas
que desde el siglo XIV se desataron (tras derrotar a la nobleza feudal)
en el seno de las Comunas libres entre los «grandi» o patricios -la
oligarquía mercantil, financiera e indusrria1- y el popo/e, es decir, los
amplios sectores del artesanado más o menos rico sometidos econó­
micamente a los primeros y marginados por ellos del gobierno. Ma­
quiavelo tiene presente también la transformación de estas Comunas
eo Signorfas principescas a lo largo del siglo XV. Debemos tener en
cuenta, sin embargo, que por <<pueblo>> (popo/e) no entiende Maquis·
velo -ni por lo demás su época- el conjuntO de la población, sino
únicamente el sector mayoritario de propierarios más o menos fuerres
que pagaban impuestos y disfrutaban de derechos ciudadanos. De él
se excluye un amplio contingente (aproximadamente un tercio de la
población), la «plebe», grupo heterogéneo formado por trabajadores
asalariados, artesanos empobrecidos, oficinles y aprendices de oficios,
y siervos y criados, ca,renres de derechos políticos.
20. Lo ha estudiado en los capítulos VI y Vil, y volverá a referirse a él,
sistemáticamente en los capítulos Xll-XIV.
21. Capítulos IX y XV ss.
22. Sobre la visión maquiaveliana de Alern.ania, véanse los breves escritos,
consecuencia de su legación ame el empemdor Maximiliano en 1508:
Ru.pporlo del/e cose delta Magna. Fotto qucslo di 1 7 giugno 1508, el
Discorso sopro le cose delta Magna e sopra lo Impero/ore (1509) y el
Ritrallo de/le corc de/la Magno ( 1 5 12).
23. No se olvide el viejo adagio de que «<a caridad bien enrendida empie·
za
por uno mismo». El resto del capítulo es una muestra del carácter
polémico del Príndpe, continuamente marcado por la disputa con un ·
interlocutor ideal
24. Alejandro VI. Como dice más adelante, el papa Borgia y Julio ll sedan
los autores del poder contemporáneo de la Iglesia. Véase el capítulo

16)
Notas

XII del primer libro de los Discorsi titulado precisamente <illi quan­
ra importanza sia renere como deUa Religionc, e come la Italia, per
esserne mancara mediante la Chiesa Romana, e rovinata». Según Ma­
quiavelo, la Iglesia ha corrompido la virtud italiana mediante la total
degeneración de la reli.gión, concebida siempre por él como fuerza de
cohesión social y de «consentimiento» en una perspecriva puramente
política e inmanente. En dicho capítulo Maquiavelo afirma que la cau­
sa de que Italia no haya llegado (como Francia y España) a la obedien­
cia de un solo póncipe o república reside precisamente en la Iglesia, lo
suficiememeore débil para llevarlo a cabo y lo suficientemente fuerte
para impedir que otro Estado italiano lo haga.
25. Referencia a la siruación de equilibrio enrre la paz de Lod.i (1454) y la
bajada de Carlos VIII a Nápoles (1494), momento que según Maquis­
velo dio comienzo al «movimiento» (capírulo XXV) que ha originado
la «ruina» de Italia.
26. León X, hijo de Lorenzo cl Magnífico, elegido papa a la muerte de
Julio J I en 1513. Primera mención en El Prhtcipe al papel histórico
de los Medici; el tema se recoge en el epílogo final.
27. J..a anécdota de Carlos Vlll fue acuñada por Philippe de Commines
y se hizo proverbial para señalar la ausencia de resistencia con que el
rey de Francia se había paseado por It.alia: la única arma que tuvo que
emplear fue el yeso con el que marcar los alojamientos de sus oficiales.
La siguiente alusión es a Savonaro.la, que en su sermón del 1 de no·
viembre de 1494 decía: «Tus crímenes, pues, ItAlia, Roma, Florencia,
ru impiedad, rus lujurias, rus usuras, rus crueldades, rus crímenes, han
originado estas tribulaciones: he aquí la causa, y si has encontrado la
causa de este mal, busca la medicina.» El tono verdaderamente vio·
lento que tienen los capítulos militares del Prf,dpe (XII-XIV) proce­
den a la vez de la conciencia del hundimiento político de Italia y de
la oposición de Maquíavelo a las teorías militares contemporáneas.
Por razones críticas y por Ja orientación radical de su pensamiento,
Maquiavelo hace aquí causa única del desastre a la organización mi·
litar basada en tropas mercenarias o auxiliares; CJl otros momentos, a
la polldca de la Iglesia y a su corrupción de la religión (capírulo Xll
de los Discorsi) y finalmente a la incompetencia de los póncipes italia·
nos (capítulo XXIV del Príndpe) y a la corrupción de las repúblicas
ciudadanas (capítulos XVTI y XVIll del primer libro de los Discom;
momento del comienzo del Príncipe).
28. Maquiavelo ya estaba empleado en la secretaría Oorcnúna cuando se
produjo el asumo Vitelli. Véase el Discorso sopra le rose di Psai ( 1499)
y el Ducorso de/l'ordinare ÚJ stato di Firenze alle armi (1506). Como es
obvio, el pensnmienro militar de Maquíavelo se encuentra expuesro
de manera completa en el Arte de/la guerra (1519).
29. Venecia fue derrotada en Vailate o Agnadello en 1 509 por las tropas
Norm;

de Julio II y Luis XII de Francia. Con ello Venecia perdis sus pose­
siones de «terra ferma». El episodio aparece cons[SJltcrnente mencio­
nado en El Principe. Tras derrotar a Venecia, Julio II constituyó la
Liga Santa contra Francia. La tradicional vinculación de Florencia a
Francia fue motivo del ataque de la Liga centro Florencia, lo cual trajo
consigo el hundimiento de la República y la restauración del poder
mediceo basta 1527.
30. Maqumvelo se refiere a la larga y compleja lucha de las comunas ciu­
dadanas del norte y centro de Italia en contra de la nobleza y del
emperador, terminada en victoria a finales del siglo XIII y que abre el
periodo de dominación patricia sobre el resto del «popole».
31. Según Maquiavelo,Julio ll fue un príncipe que, con independencia de
su virtu personal, siempre tuvo lafortuna de su parte o, dicho con más
precisión, la forruna o quolilil de1 tmq11 concordaba con la manera
violenta e impetuosa de su proceder. Véanse las consideraciones que
a este respecto hace Maquiavelo en el interesanósimo capítulo XXV
y en los capítulos 9 y 44 del Libro m de los Dscorsi.
i Por el contrario,
César Borgia habría tenido la forruna en su contra, al menos en buena
parte y en el momento decisivo; en el capfrulo XXVI hay una referen­
cia implícita a su reprobación final por la fortuna.
32. En 1499.
JJ. Militanneme son superiores las tropas auxiliares a las mercenarias.
pero por ello son doblemente peligrosas: las mercenarias son peli­
grosas si pierden , pues el príncipe queda a merced del enemigo; las
auxiliares, sobre 10do si vencen, pues depende absolutamente de un
ejército cohesionado al mando de otro. La valoración de Maquiavelo
está en función del riesgo político que comportan. Con posterioridad
al Príncipe (en Discorsi, 11, 20) Maqumvelo vuelve sobre estos puntos:
«Y un príncipe o una república ambiciosa no puede encontur mejor
ocasión de ocupar una ciudad o un país que ser llanudo a enviar sus
ejércitos a la defensa de éstos. Asf, el que es tan ambicioso que no
solamente para defenderse, sino para atacar a otros, pide semejantes
ayudas, trata de conseguir lo que no puede conservar y que le: puede
ser arrebatado fácilmente por d que se lo proporciona.» Para nuestro
autor está claro que debe haber una estricta proporción entre ambi­
ción o expansión y fuerza real¡ véase supra, capitulo m.
34. Mnquiavelo hace aquí una interpretación alegórica del pasaje bíbli­
co, admitiendo que en él se halla contenida una enseñanza latente.
Posteriormente (en el famoslsimo pasaje del centauro Quirón en el
capítulo XVlll) hará lo mismo, pero esta vez con una fábula de la
mitología clásica. No se puede dejar de poner en conexión estas in­
terpretaciones -y la concepción de la verdad y de la enseñanza que
en ellas se expresa- con d movimiento neoplatónico florentino de
Ficino y Pico: ellos desarroUaron minuciosamente la concepción eso-
Now

térica y alegórico-simbólica de la religión, la filosofía y la poesía que


fundía estas treS áreas en una única forma de revelación más allá de
la letra superficial, en la cual se fusionaba a la vez el mundo gentil
y el cristiano. Por otra parte, quizá no sea irrelevante esta mención
de David, dada la importancia del tema en Florencia como moti­
vo iconográfico: pensemos en las representaciones escultóricas de
Donatdlo, Verrochio y I'Yfiguel Ángel, cuyo David fue colocado en
enero de 1504 delante del Palacio de la Sigoorla, en el que Maquiavelo
ejercía sus funciones de secretario. Si los florentinos senúan a David
como símbolo de la ciudad, la interpretación aquí dada por Maquis­
velo no podía sino ser tremendamente provocativa.
35. Referencia a la derrota francesa en Novara (junio de 1513). Es la men­
ción histórica más reciente en el Príncipe.
36. Vid. mpra, capírulo ill. Maquiavelo vuelve a resumir su sabidurla políti­
ca en una máxima o aforismo tremendamente persuasivo por su conci­
sión estilistica y su narurali.smo. Compárese con el aforismo que cierra el
capírulo XV. EstllSmitaciones
il de la naturaleza humana, a las que muy
pocos son ajenos, acarrean fracasos políticos por la consideración pura­
mente inmediata de los hechos; estos fracasos, sin embargo, no deben
ser confundidos con los que vienen determinados por la incapacidad

humana para adaptarse a los cambios de fonuna o de la condición de


los tiempos que Maquiavdo analizará en el capitulo XXV.
37. Cita memoñstica de Tácito (Anales, XIll, 19): «Nada es tan débil e
inestable como la aureola de poder que no se sustenta en la propia
fuerza.»
38. Los modelos son César Borgia, Hierón, David y Carlos VII. De nuevo
encont.ramos también la conciencia del valor perenne de las experien­
cias de la Antigüedad: el contraste de esta referencia a Filipo y otras
repúblicas y principados antiguos con la errónea y desastrosa política
militar de la Italia contemporánea muestra la conciencia de Maquiave­
lo (expresada en el proemio al primer libro de los Discom) de que los
contemporáneos «no tienen un verdadero conocimiento de la historia
antigua por no haber extraído al leerla su sentido ni gustado ese sabor
que co.nóene en su interior».
39. No quiere decir Maquiavelo que el prlncipe solamente deba pensar
en la guerra, sino que la guerra es competencia exclusiva e indelega­
ble de él. A partir del capítulo XV (XV-XXJII) , Maquiavelo expon­
drá la vertiente politica del príncipe sobre la base de su autonomía
militar.
40. La rui.na de los príncipes de Italia tiene este origen (uid. capírulo
XXIV). Maquiavelo espera que un príncipe nuevo militar y política­
mente eficaz restaure la antigua libertad.
4L Capítulo XIX. El odio y el desprecio al prlncipe por sus tropas y por
el pueblo impide la necesaria cohesión y <<consentimiento».

166
-
¡1

Notas

42. Compárese con la imagen del arquero en el capítulo VI, con la cual
abre Maquiavelo su estudio del «principe nuovo».
43. Véase lo que sobre Escipión, en comparación con Anlbal, dice Ma­
quiavelo más tarde en el capítulo XVll. Contrástese también con
Discorsi, m, 21, y con los farnosisimos Ghiribiui al Soderini, ahora
fechados como de 1506.
44. Se ha dicho que Maquiavelo inaugura la política como cálculo y riesgo
calculado. Esta verdad (que no es toda la verdad, porque «la fortu·
na es mujer y amiga de los ó j venes impetuOSOS», capítulo XXV) nos
permite -con Ja imagen con que ahora ilumina su exposición y da
expresión pictórica a su enseñanza- ver la conexión de su mentalidad
política con la formación en Italia desde el siglo Xll de la mentali­
dad calculadora del empresario, comerciante y financiero Borentino,
veneciano, milanés o sienés.
45. Los vocablos italianos son «avaro» y <<misero».
46. El análisis de estas cualidades y su movimiento dialéctico es el objeto
de los capítulos posteriores (XVI-XXIII).
47. Hay vicios que arrebatan el Estado (el ser odiado y respetado por
los pueblos). El príncipe debe huir de ellos. Otros no son tan per­
judiciales y, por tanto, no se ha de abrigar temor a incurrir en ellos.
Pero Maquiavdo dice algo más y se sirve de la expresión latina etam i
para indicar el salto a un nivel superior: para conservar el Estado hay
que incurrir en ciertos vicios. Y aquí Maquiavdo Uega a uno de sus
mayores logros: vistas las cosas como son (en su inserción real y en su
movimiento en el tiempo), hay presuntas cosas buenas que, en reali­
dad, son malas y vicios que en realidad son virtudes. Se disuelve así
el concepto medieval cristiano de vinud en la nueva concepción ma­
quiavdiana de la v1rtu política, capacidad de acción en el presente
real hacia la obtención del fin. Los siguientes capítulos desarroUao en
casos concretos esta dialéctica de virtudes y vicios superficiales que
en su desarroUo real se transforman en sus contrarios.
48. Lo que en una consideración superficial parece virtud es, en reali­
dad, en la veritt1 e/fmuale, un vicio o un mal. Un planteamiento po­
litico superficial genera el od.io del pueblo (porque lo perjudica, lo
oprime y el pueblo no quiere ser oprimido según se ha dicho en el
capítulo IX) y, en consecuencia, la pérdida del Estado.
49. Primer ejemplo de la dialéctica vinud/vicio o apariencia/realidad.
50. La mentalidad 6nancíera y calculadora de los sectores burgueses flo­
rentinos inspira este pasaje.
5 1 . Eneida, 1, vv. 562-563: «La dura necesidad y la novedad del reino me
obligan a adoptar tales medidas y a defender con amplia guardia los
confines.» Nuevo ejemplo de la dialécóca vicio/virtud: la feroz crueldad
de César Borgia fue, en realidad, un bien, pues aponó orden y seguri­
dad a sus súbditos (su actirud fue, pues, buena y virtuosa); por d contra-
Notas

rio, la clemcoóa de los florentinos fue en realidad cruel, mala y nociva,


pues trajo consigo la necesidad de destruir Pistoya. La cita de V'u:gilio
no es un simple adorno: el platonismo de Fícino había desarrollado la
concepción del poeta como profeta y vehículo de la revelación divina
en la simbiosis liciniana de religión·6losofía-poesía. El poeta encarnaba
y expresaba una sopienliJ riposto. Con esra concepción se enlazan las
referencias anteriores a Moisés y David, y la posterior a Quirón. Ésta es
también la base (una base) de la cita de Petrarca que cierra El Príncipe.
No hay que olvidar que V'u:gilio es el compañero de Dante en la Com­
medio y que la Eneida había sido interpretada en clave esotérica como
una especie de Wandlu11g der Seek por Land.ino. En la Florencia de la
época V'u:gilio no era un simple poeta.
52. Maquiavelo señala una «quaesrio disputaw. en el pensamiento poüri­
co tradicional y contemporáneo.
53. El principio subyacente es que el príncipe debe ser autónomo, es de­
cir, debe apoyarse en sí mismo, en lo que es suyo (como dice al final
del capítulo): el temor al poder, las armas y la virtud propias.
54. Aquí es donde más claramente apasece la ya mencionada conexión
de Maquiavelo con el pnncipio liciniano de la «Sapienu riposta» en
la poesía y mirolog(a primiúvas. Por supuesto, nuestro autor hace su
exégesis particular. Hay que recordar que Bacon, conocedor de Ma­
quiavclo, lleva a cabo también una interpretación similar-en el marco
de sus intereses específicos- en el De Sapientia Veterum de 1609.
55. Sobre Alejandro VI y su bija César Borgia decía Guicciard.ini en su
Storia d'ltalio: «La simulazione e dissimulazione de'quali era tanto
nota nclla Corte di Roma che n'era nato comune proverbio che'l Papa
non faceva mai quello che diceva e il Valentino non diceva mai quello
che faceva.»
56. Sobre la adaptación a la fortuna, véase el capítulo xx.v_
57. Seguimos la lectura de Casclla frente a la de Chabod y los editores
de las Opere de la edición Feltrinelli. Estos últimos añaden un «DOD»
(«no») al verbo.
58. Sobre las conjuras, véase Dscorsi,
t m. 6.
59. Vid. supra, capitulo IV.
60. Maquiavelo pretende extraer reglas de la experiencia antigua y mo­
derna, pero trata siempre de no incurrir en una universalidad abs­
tracta e irreal. De ahJ que atienda a las particularidades presentes en
cada situación y generalice tan sólo en la medida en que la «materia»
lo permite.
61. No hay, pues, regla fija sobre este particular; depende de la situación
del príncipe. Un príncipe nuevo debe armarlos, es decir, «ordenar»
una milicia ciudadana (vtd. supra, capítulos XII-XIV, y Dtscorsi, I, 6).
No hacerlo es funesto, porque muestra la debilidad del príncipe y
rompe el consentimiento a su dominio.

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NO!:tS

62. Rfierencia a la política de equilibrio en Italia anterior a 1494. Aparece


claramente la conciencia maquiaveliana de que se ha entrado en una
fase nueva. La política de gobernar mediante divisiones es «falaz»,
como dirá inmediatamente más abajo, y sólo aparentemente buena
(dr. Discom, n. 25, y Ill, 27), pues manifiesta una «debilidad». La
mejor forma de defensa es la unidad en torno al príncipe sobre la base
del «consentimiento».
63. Sobre las fortalezas, véase Discom: II, 24. Se ve claramente la ruptura
de Maquiavelo con la tradición política: «La mc¡or fortaleza es no ser
odiado por el pueblo.» La consecución del «conscnrimiemo» al poder
del príncipe es, pues, para Maquiavelo la mejor vía de adquirir en el
plano político la necesaria autonomía para el Estado.
64. Seguimos la lecrura de Casella frente a la de Chabod y Oper� que leen
«nome».
65. Maquiavelo es enemigo en principio de las «V!as del medio», de la vía
de la «neutralidad» y de «gozar del beneficio del tiempo», asr como de
la excesiva prudencia y de la lentitud en la roma de decisiones. Véase
Discom, II, 15 y 23; m, 44. Cfr. también supra, capítulo m.
66. Maquiavelo cita de memoria a TilO Livio (XXXV, 49): «Lo que éstos os
dicen de no interVenir en la guem1 no puede ser más conrrario a vues­
tros intereses: sin clemencia. sin dignidad, seréis el trofeo del vencedor.»
67. En el original «Virtu». Se muestra el origen del concepto en la com·
petencia técnic.a. El príncipe ha de garantizar el orden y crear las con·
diciones que permitan la actividad económica de los súbditos; dr. lo
dicho sobre la pacificación de la Romaña por César Borgia en el ca­
pítulo VD.
68. Véase el ya mencionado Rapporlo del/e cou delta Magna y el DtScorso
sopra le cos� de/111 Magna � sopra ÚJ lmperatore.
69. En ese caso no hay «proporción» entre uno y otro; es la misma sirua­
ción que entre príncipes desarmados y servidores armados menciona­
da en el capitulo XIV.
70. Para Maquiavelo está claro que «<os pecados de los pueblos nacen de
sus príncipes» (Discom, m, 29). Sobre la conexión de los tres capí­
rulos finales con el resto de la obra, véase lo dicho en la introducción.
7 1 . Como hemos visto en el prólogo, este rema se reflejaba en la corres­
pondencia con Veuori anterior a agosto de 1513. Se trata quizá del ca­
pirulo más famoso del Prfndpe. Véase también Discorsi, U, 1 , y 29; m,
9, 21 y 44, así como el Capllolo di/ortuna y los Gh1ribiv.i al Sodenm.
72. Contra el cambio de la fonuna, contra la mala fortuna, ha de pro­
veerse El Prináp� en los momentos de buena fortuna (dr. capítulo
XIV y capítulo XXIV), precisamente lo que no han hecho los prín­
cipes italianos.
73. En los DIIcom cm, 9} dirá m:ís tarde Maquiavelo o propósito de Piero
Soderini: «Procedía en rodas sus cosas con humanidad y paciencia.
Notas

Prosperó él y su parria mientras los tiempos fueron conformes con su


modo de proceder; pero tan pronto como después vinieron tiempos
en los que era necesario romper la paciencia y la humildad, no lo supo
hacer, de forma que se hundió él y su patria.»
74. El presente caplrulo asume temas desarrollados en el capírulo Vl,
mostrando l.a conciencia maquiaveliana de que sólo un «principe nuo­
vo» que introduzca con su virtii UD nuevo «orden» es capaz de sacar
a Italia de su postración.
75. Alusión a César Borgia; véase la exposición de su carrera política y su
desastre final en el capítulo VII.
76. La familia Medici.
77. El principio de la imitación señalado en el capírulo Vl (símil del ar·
quero) y en el capítulo XIV.
78. Tito Livio (IX, 1): «Justa es la guerra para quienes es necesaria y san­
tas son las armas cuando solamente en ellas hay esperanza.» Maquia­
velo señala a conrinuación, e insistirá todavía más al final, que el «con·
senrimicnto» y la adhesión popular al nuevo príncipe que realice tal
exigencia está ya dado de amemano.
79. Si la fortuna es quien da a la virtud la oportunidad de trabajar la
materia humana para darle la forma de UD orden nuevo, Maquis­
velo insiste en que la oportunidad actual es incluso más favorable a
la que en la antigüedad gozaron los grandes legisladores y «ordena·
dores».
80. úmwne Italia mía (Ai Signan· d'Italia), w. 93-96: «Vinu contro a fu.
rore 1 prendera l'arme e lia el combaner cono 1 ché l'antico valore 1
nelli italici cor non e ancor morto.» La mención final de Petrarc.a en
este manifiesto a la acción está en conexión con la atribución al poeta
de la dímensión profética que ya hemos visto en ocasiones anteriores.

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