Jorge Mañach - La Pintura y La Escultura en Cuba Desde 1902
Jorge Mañach - La Pintura y La Escultura en Cuba Desde 1902
Jorge Mañach - La Pintura y La Escultura en Cuba Desde 1902
El arte de Cambio de Siglo en Cuba, está considerado como aquel que encierra la producción plástica operada
aproximadamente entre 1897 y 1927. Producción de disímiles estéticas e influencias, pero con el denominador
común de estar apegada aún a patrones académicos, tiene características particulares en nuestro país.
Conformada por una generación que se forma con un programa de enseñanza académico renovado, luego de asumir
la dirección de la Academia de San Alejandro el primer director de origen cubano, Miguel Melero; y con un
completamiento de estudios en academias europeas, fundamentalmente en Italia, Francia y en especial España –sin
descartar las estancias en centros como Nueva York–, esta pléyade de artistas pondrá todos los valores plásticos
aprehendidos en sus pupilas y en las técnicas de sus pinceles, al servicio del empeño de demostrar el valor del arte y
la cultura, como parte de la nacionalidad que recién se había defendido en los campos insurrectos y en las lidias
constitucionales.
La Exposición Nacional de 1911, celebrada en la Quinta de los Molinos; las diversas asociaciones, salones y
proyectos culturales que se gestan en los primeros años de la República, y de los que participa la plástica del
momento, serán una constante exaltación a la cubanía. En este marco surge una crítica que propicia los debates
sobre el arte nuevo y el arte viejo, y para la segunda década del siglo XX se convertirá en demanda de nuevos temas
y nuevos valores plásticos, para la generación de vanguardia que se forma bajo el magisterio de los artistas del
Cambio de Siglo.
Integrada por grandes figuras como Armando G. Menocal y Leopoldo Romañach, maestros de larga trayectoria en la
enseñanza de las artes plásticas; pintores con la integridad de un Antonio Rodríguez Morey que estuvo al frente del
Museo Nacional desde 1918 hasta 1967; precursores como Rafael Blanco y Conrado Massaguer; paisajistas de la
talla de Domingo Ramos, y otros, que asumieron en no pocas ocasiones las cátedras y la dirección de la Academia
de Bellas Artes de San Alejandro, esta generación, a veces olvidada, otras vilipendiada por su academicismo, ha
encontrado finalmente su lugar propio en la historia del arte cubano.
Invitamos al internauta a visitar a los maestros del Cambio de Siglo, guiados por las reflexiones de Jorge Mañach,
publicadas en 1927: “La Pintura y la Escultura en Cuba desde 1902”, por la revista Social.
Con haber sido una de las manifestaciones más prósperas de la cultura de Cuba desde que ésta es República, la
pintura no ha ido más allá de una prometedora incipiencia. Ni presenta su desenvolvimiento, por consiguiente,
aquellos ritmos y sectores naturales, aquellas espontáneas agrupaciones de orientación o de escuela, que tanto
ordenan la ojeada a más amplios y cultivados panoramas. El desenvolvimiento pictórico en Cuba es un agregado
aritmético de nombres, exento aun de geometría histórica.
No es posible, sin embargo, dentro de la economía de un mero artículo, abundar en la estimación de todos los
aportes individuales que integran esa ejecutoria. Sobre confuso y prolijo, el intento resultaría particularmente baldío
para los lectores a quienes se destina esta reseña. Llevando en cuenta, pues, ambas limitaciones, ensayemos una
bisectriz entre la arbitrariedad de una síntesis abstracta y la prolijidad de una relación nominal.
Durante los veinticinco años, ahora cumplidos, de vida republicana, cubre la pintura en Cuba tres etapas vagamente
deslindadas: un período primerizo, usufructuario del legado colonial, en que toda la preocupación artística se reduce
a la faena de dos o tres pintores finiseculares del tipo naturalista y anecdótico; un segundo período de repercusiones
innovadoras y eclécticas, en que las oportunidades republicanas dan sus primeras cosechas –casi todas de simiente
impresionista-, y una época, la actual, de inquietudes modernizantes, en que no faltan temperamentos seriamente
disciplinados y de riquísima promesa.
Se comprenderá que España no había podido hacer mucho por despertar en Cuba el gusto de las Bellas Artes. En el
primitivo ambiente insular, otros menesteres educativos de mayor urgencia absorbieron la atención de la Metrópoli,
aun antes de que los esfuerzos de emancipación suscitasen su alarma. Existía, no obstante, desde el año 1818 una
Academia de Pintura Escultura que se llamó de San Alejandro, en reconocimiento a su patrocinador, el intendente
D. Alejandro Ramírez. De esta escuela, con cuya historia se vincula estrechamente, desde hace más de un siglo, el
desenvolvimiento de las artes plásticas en Cuba, salió a fines del XIX una hornada de pintores excepcionalmente
dotados. Dos de ellos se malograron en el extranjero: José Arburu y Morell y Miguel Ángel Melero. Otros dos
vivieron para ser los maestros iniciales de la época republicana: Leopoldo Romañach y Armando Menocal.
Al advenimiento de la República, fueron éstos llamados a desempeñar sendas cátedras en la Academia de San
Alejandro, y a su esfuerzo inspirador y docente –al de Romañach, sobre todo- se debe en gran medida la
intensificación de la disciplina académica y la profesionalización de las vocaciones artísticas en Cuba, “tierra del sol
amada”, generosa como el Levante español, en sensibilidades pictóricas.
Los artistas citados predicaron, no sin elocuencia, con el propio ejemplo. Leopoldo Romañach –a quien toda
juventud artística en Cuba tiene hoy por su más venerable maestro- ha sido un pintor distinguidísimo. Su cuadro “La
Convaleciente” , de novelescas vicisitudes, fue (porque ya no existe) uno de los trozos más honrados de pintura que
se hayan hecho en Cuba. Estas y otras obras de Romañach recibieron premios en varias exposiciones extranjeras,
señaladamente en la internacional de San Luis (1904), donde se le otorgó al pintor cubano una medalla de oro al
mismo tiempo que a Sorolla, por su lienzo “Otra Margarita”. De formación italiana, la pintura anecdótica,
sentimental y pintoresca de Romañach, con su factura sabia –y hasta erudita- en los trucos de taller, ha creado
escuela entre nosotros. Para bien y para mal, como puede colegirse. Si inició el noviciado cubano en los secretos
tradicionales de la técnica descriptiva, también es cierto que legó a esa juventud un estilo, una manera de la cual ha
venido liberándose no sin bravo esfuerzo.
Armando Menocal, José Joaquín Tejada y algún otro, fueron pintores menos destacados que Romañach, pero
igualmente fieles a sus gustos mozos –la flaca herencia del historicismo español, del anecdotismo italiano y francés.
En 1905 ya comienza a acusarse un deseo de novedad en Cuba. La Exposición de pintura francesa (Jean Paul
Laurens, Rafaelli, La Touche, Chabas), que se celebraba aquel año en el Ateneo de La Habana, sacude los espíritus.
Correspondiendo a un desperezamiento general de la cultura, entumecida por el utilitarismo y el regodeo político de
la tras guerra, se inicia un período de inquietud, de curiosidad y de militancias estéticas. Ofrécense las primeras
Exposiciones de artistas cubanos. Surgen el cartel y el humorismo gráfico. Las corporaciones celebran concursos de
estímulo, y el Estado y los Municipios empiezan a conceder becas y pensiones para facilitar a la inspiración joven el
aprendizaje extranjero.
Los envíos de estos pensionados primero y su doméstica cosecha después forman el grueso de la ejecutoria artística
durante el nuevo período. Esteban Valderrama es, acaso el primero de los pintores de la nueva generación que se
destaca con relieve parejo al de los maestros finiseculares. Su arte representa la transición entre el concepto
académico, formulista y penumbroso, y las nuevas vislumbres del impresionismo, atisbadas en Francia. Su
contemporáneo Manuel Vega –cuyo lienzo Caravana de ciegos llamó poderosamente la atención en la reciente
Exposición de Los Ángeles- expresa un agudo instinto realista, una sensibilidad educada en los clásicos y adicta a
los más sobrios e intensos aspectos de las cosas. Incidentalmente estos dos pintores jóvenes representan las dos
tendencias cuya fusión va a introducir, como enseguida veremos, cierta peculiaridad en la pintura cubana posterior.
La manera impresionista, que por su índole y origen tiene especiales afinidades con el paisaje, halla brillante
expresión en la obra de Domingo Ramos, al más notable de nuestros paisajistas ya cuajados. Aquella escuela de
vibraciones, de alardes luminosos, de audaces análisis cromáticos, seduce la retina tropical. Se piensa un momento
que va a ser el imperativo pictórico de la Tierra. Un viejo cronista informa que, ya a comienzos del pasado siglo, los
ricos cubanos, cuando encargaban un retrato, lo querían “sin sombras; es decir, sin claroscuro”. Esta preferencia
simplista la comparten también, menos elementalmente, los propios pintores. Hijos de una tierra de luz, se inclinan
hacia aquella modalidad pictórica que más esplendores comporte. (la peregrina teoría de que la luminosidad en la
pintura se manifiesta en proporción inversa a la del ambiente físico, aun no ha merecido una aceptación
concluyente). Y así, cuando comienza a adquirir alguna insurgencia nuestro arte, cuando los pintores cubanos se dan
primera cuenta de que cada uno de ellos es su venero único de originalidad, ceden al instinto de luminosidad y se
afilian, en la forma al menos, al credo impresionista que les trasciende, ya bastante trasnochado, de los talleres de
París y de Madrid.
En la forma, al menos, digo, porque el fondo de inspiración ya es otra cosa. Artistas de estirpe hispánica más o
menos pura, sienten en la fibra los dictados realistas del temperamento racial, o de sus contagios, y se interesan,
como los pintores del solar, en los aspectos graves y dramáticos de la vida. Pintarán, sí, con gayos y festivos colores;
pero su mensaje estético, su actitud hacia los asuntos representados serán de una “seriedad” castellana. Claro es que
esa intención, ese afán tras el carácter, no se revelan todavía de una manera ni ponderada ni enfática. Es una simple
predilección natural. Pero la tendencia me parece manifiesta, y en esa dualidad, en ese contraste del fondo sombrío y
grave con las formas esplendentes y ágiles del impresionismo y de sus derivados, es donde creo advertir la primera
orientación espontánea de nuestros pintores jóvenes más representativos –Manuel Mantilla, Ramón Loy, Eduardo
Abela y otros de más en agraz.
Ya digo, sin embargo, que es esa una tendencia primeriza. Añadiré que tampoco es única ni exclusiva. La novedad,
la moda, ejercen también su tentación sobre estos curiosos cisatlánticos(sic). Los mismos pintores adictos a ese
impresionismo realista –gente joven ávida de ir con su tiempo- han evolucionado posteriormente, por las más
sinuosas rutas, hacia las nuevas especulaciones y experimentos. Otros en quienes –tal vez por defecto de brío
original- nunca se manifestó netamente aquella dualidad, se han mantenido vagamente fieles a un realismo a la vez
formal y de fondo, a un simple verismo descriptivo. Predomina todavía en ellas el empeño de representar
directamente el natural, sin buscarle demasiadas implicaciones psicológicas o espirituales.
La actividad artística que esos dos grupos sustentan, débele inestimables auspicios y estímulos a la Asociación de
Pintores y Escultores, institución meritísima que se fundó en 1915 y que ha sido desde entonces, con la aludida
Academia de San Alejandro, “pioneer” del movimiento artístico en Cuba. La escasa protección oficial ha obligado a
los artistas cubanos a depender de su propio ahínco para la formación de ambiente en una atmósfera espesa de
utilitarismo y de política.
Pues bien; fue la Asociación de Pintores y Escultores donde se dio, a fines de 1924, la voz de alerta a las nuevas
tendencias pictóricas ya cuajadas en el extranjero. Una Exposición de la artista árabe de Montparnasse, Radda –en
quien André Salmon y otros estetas franceses de vanguardia acababan de descubrir una poderosa visión “surréaliste”
-, viene a ser nuestro saludable escándalo cezannesco. Los postulados de la nueva estética –expuestos por quien esto
escribe-, se acogen con tónicos vituperios. Pero queda la simiente. Desde entonces, sensibilidades nuevas, en el arte
y la crítica, van contagiando a la juventud artística la curiosidad receptiva de los nuevos modos y maneras.