Primeras Paginas El Hombre Que No Podia Mentir

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El hombre que

no podía mentir
Ana María Shua
Ilustraciones de Rodrigo Luján
Así empezó todo

La casa era una triste ruina. Magalí miró a su alre- 5


dedor, vio los pisos de baldosas rotas, las gruesas

El hombre que no podía mentir


puertas de madera apolillada, las paredes descas-
caradas, las molduras de los techos destruidas…
y suspiró de pura felicidad. Era una ruina pero
¡era suya! Y de sus padres, claro. Pero un poquito
más suya, porque ella la había elegido.
Magalí era una arquitecta joven y no había com-
prado la casa porque sí. Se había dado cuenta de que
esa construcción, que parecía una ruina, en realidad
estaba hecha de materiales nobles y duraderos.
Alguna vez había sido una casa muy linda y muy
lujosa. Con todos sus ahorros, más la ayuda de sus
padres, más la herencia de una tía abuela que había
vivido en Estados Unidos, consiguió comprar esa
casa viejísima, en un barrio alejado y no muy bueno
pero con posibilidades de mejorar. Le quedaba
suficiente dinero como para restaurarla y convertirla
otra vez en la mansión que debió ser alguna vez.
Después podría venderla con mucha ganancia.
Dejó en el suelo del salón su lap top y las bolsas de
muestras. Magalí siempre andaba cargando mues-
tras: de cerámicas, de telas, de mármoles, de revesti-
mientos, de maderas, para que sus clientes pudieran
6 elegir. ¡Ay, estaba tan harta de algunos clientes! Cam-
biaban de idea a cada rato, nunca estaban satisfechos,
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se tomaban su tiempo para tomar decisiones y así las


obras siempre tardaban un poco más de lo calculado.
¡Qué bueno poder hacer un trabajo como este para
ella misma, sin que nadie la volviera loca con idas y
vueltas! Y también, qué responsabilidad…
Una vez más recorrió la casa imaginando cómo
quedaría todo después de la remodelación. En el
sótano volvió a encontrarse con el viejo baúl de ma-
dera y metal y pensó que era el momento de abrirlo
y revisarlo a fondo. A los dueños anteriores no les
interesaba en absoluto.
—¿Puedo quedarme con el baúl? —les había
preguntado.
—Por supuesto —le contestó la señora—. Ahí
no hay más que basura vieja.
Fuera como fuera, el baúl mismo era genial,
pensó Magalí. Una vez que le quitara el moho,
bien limpio y lustrado, podría ser parte del equi-
pamiento de la casa. Ya lo había abierto una vez,
no estaba cerrado con llave. Pero ahora, con un
poco de tiempo libre, se dedicaría a mirar lo que
había adentro.
En primer lugar, cubriendo todo lo demás, había 7
una prenda de encaje que alguna vez había sido un

El hombre que no podía mentir


bellísimo vestido de fiesta. Era largo, con mucho
vuelo y estaba muy arruinado, con manchas, agu-
jereado por las polillas. Debajo del vestido encontró
un pantalón de montar antiguo, un par de botas de
cuero un poco mohosas y un juego de cucharitas
ennegrecidas que no debían de ser de plata porque
se las hubieran llevado. También había un libro con
las páginas pegoteadas, el retrato de una señora
anciana, gordita y elegante, en su bonito marco…
y un montón de papeles escritos a mano de los dos
lados. Estaban metidos en una carpeta y se los veía
tan ajados y amarillentos que Magalí tuvo miedo
de que se deshicieran al tocarlos. Le daba mucha
curiosidad saber lo que decían. Pero para poder
leerlos, iba a tener que llamar a su amiga Clara.
Clara era historiadora y trabajaba en el Archivo
General de la Nación. Unos días después se encontra-
ron en la casa vieja. Cuando abrieron el baúl y vio lo que
contenía, a Clara le empezaron a temblar las manos.
—Pe… pe… pero esto… ¡Esto es increíble! No te
imaginás lo que significa esto para nosotros… ¡Es
un material valiosísimo!
8 —¿Será para tanto?
—Magalí, muchas gracias por llamarme. Fue
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muy honesto de tu parte. ¡Un coleccionista podría


pagar una fortuna por este material!
—Pero ¿qué es?
—Todavía no sabemos, pero sí te puedo asegurar
que estos papeles son muy antiguos, no tienen me-
nos de doscientos años. Voy a traer una caja especial
para llevármelos.
—No me animé a tocarlos…
—Hiciste muy bien.
—¡Pero me encantaría saber lo que dicen!
—Gracias a vos, estos papeles van a estar en el
Archivo General de la Nación, para que todos los
puedan leer. ¿Sabés qué? A medida que los vayan
restaurando, les voy a sacar fotos con el celu y te
las mando. Te lo merecés.
—¿Y no los va a arruinar sacarles fotos?
—Lo que puede dañarlos es el flash, pero si uso
luz natural, con mucho cuidado de que no le dé
directamente…
Clara se llevó los papeles y comenzó la tarea.
Mientras Magalí iba arreglando la casa, los especia-
listas del Archivo General de la Nación restauraban
los textos. Era un trabajo muy artesanal. Primero 9
había que limpiarlos, porque los papeles antiguos

El hombre que no podía mentir


suelen tener bichos, hongos, pulgas, que podrían
“contagiar” a los otros documentos archivados.
Después, tocándolos con pinzas especiales o con
las manos enguantadas, los trabajaron con pinceles
y con distintos tipos de pegamentos, arreglando
las roturas con papel de arroz. Después los metie-
ron en unos sobres de polipropileno vegetal, una
especie de plástico pero más poroso. Y recién ahí, a
medida que terminaban con cada hoja, les tomaban
fotos sobre una mesa de vidrio, con una cámara es-
pecial y con lámparas en las cuatro esquinas, para
que la luz no les diera encima y no hubiera sombra.
En esa etapa, tal como se lo había prometido a
su amiga, Clara tomaba fotos con su celular y se
las mandaba a Magalí. Para enorme sorpresa de las
dos, se encontraron con algo totalmente inesperado:
una biografía de Manuel Belgrano escrita por una
vecina, amiga de la familia. Magalí nunca se había
imaginado que un documento histórico pudiera ser
tan entretenido.

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Ana María Shua
Sobre la vida del general don Manuel
Belgrano, el hombre que no podía mentir

Por doña Paula Trinidad Caunedo de Rojas


1820
Mis queridos nietos, aunque algunos de ustedes todavía sean
pequeños para leer este relato, sé que tarde o temprano lo tendrán
en sus manos y se los dedico, porque ustedes son nuestro futuro. 11

El hombre que no podía mentir


Estoy indignada, y más que indignada. Estoy triste
y furiosa al mismo tiempo. Hoy he leído en el
periódico El Despertador una nota sobre la muerte
de Manuel Belgrano. Que falleció hace ya cinco días.
¡Pasaron cinco días antes de que alguien se acorda-
ra de mi pobre amigo, que lo dio todo por su patria!
Castañeda, el editor del periódico, escribió estos versos
que expresan muy bien lo que yo misma sentí:

Porque es un deshonor a nuestro suelo,


es una ingratitud que clama al cielo,
el triste funeral, pobre y sombrío
que se hizo en una iglesia junto al río
en esta ciudad, al ciudadano
ilustre general Manuel Belgrano.
Pensar que nació en una familia tan rica como
fueron los Belgrano y al final no tenía dinero ni
siquiera para pagarle a su médico, el buen doctor
Redhead, que lo acompañó hasta el final. Tuvo que
darle su reloj de oro, lo único de algún valor que le
quedaba, ese reloj de bolsillo que le había regalado
el mismísimo rey de Inglaterra. Vi cómo el doctor
12 trataba de rechazarlo, pero incluso en el estado de
debilidad en que estaba, Manuel era tan terco que
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no hubo manera. Se lo puso en la mano.


—Lo guardaré toda mi vida —dijo el médico,
con su acento escocés—. Mis hijos, mis nietos,
mis bisnietos se sentirán orgullosos de tener en la
familia el recuerdo de un héroe.
Manuel ni contestó. Con un gesto apenas, le dio
a entender que no dijera tonterías. Ya no tenía fuer-
zas para discutir. Estaba tan hinchado, pobrecito,
que casi no se lo reconocía.
Nos dejó en un día terrible para nuestro país.
¡Para las Provincias Desunidas! El 20 de junio tu-
vimos tres gobernadores en Buenos Aires: subía
uno, bajaba otro, intervino el Cabildo… qué locura.
Tres gobernadores en la ciudad y ningún gobierno
para la nación. No había nada que Manuel detestara
más que el desorden y la anarquía, y eso es lo que
estamos viviendo hoy… Con su hermana Juana y el
doctor nos pusimos de acuerdo en decirles a todos
que las últimas palabras de Manuel fueron: “Ay,
patria mía”. Lo que dijo en realidad fue: “Un poco
de agua, por favor”. Pero todos sabíamos lo que su-
fría por su país. Si no fueron sus últimas palabras,
fueron las que nos repitió tantas veces. 13
¡No puedo soportar la idea de que se olvide a

El hombre que no podía mentir


Manuel Belgrano! Me resulta intolerable pensar
que en unos cuantos años ya nadie recordará su pa-
triotismo, su honestidad, su inteligencia, su cultura,
su lucha por tener una patria fuerte, independiente,
unida. Justo lo contrario de lo que estamos vivien-
do hoy… Aunque no sea más que una mujer, me he
propuesto escribir todo lo que sé y todo lo que pueda
averiguar sobre su vida, sobre sus batallas, que no
fueron solo las de la guerra y de las armas. Sé que
nunca podré publicar estas páginas. ¡Dónde se ha
visto a una mujer metida a historiadora! Todos se
burlarían de mí. Mis hijos, mis hijas, mis parientes
políticos quedarían en ridículo. Y sin embargo,
quiero escribirlo, necesito escribirlo, porque el mun-
do por venir debe conocer lo que Manuel Belgrano
hizo por todos nosotros, por nuestro presente y
nuestro futuro. Aunque no lo lean más que mis
propios nietos, alguien tiene que saberlo.
Tengo unos años menos que Manuel, que falleció
a pocos días de cumplir los cincuenta. Soy viuda,
no tengo deudas, poseo una pequeña fortuna de la
que no tengo que dar cuenta a nadie, tengo hijos y
14 nietos. Nada me impide dedicarme a mi proyecto.
Toda mi vida he sido vecina y amiga de la familia,
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especialmente de Manuel y de su hermana Juana.


Y no solo eso. Hemos jugado juntos de niños en la
calle de Santo Domingo, juntos hacíamos travesuras
y comprábamos dulces a los vendedores callejeros.
He leído y comentado con Juana sus cartas más
íntimas, las más familiares, y por amigos comunes
pude enterarme de muchos detalles de su vida
como militar. ¡Quién se iba a imaginar que nuestro
pacífico abogado llegaría a conducir ejércitos, que
sería general de la nación!
I

Nuestros vecinos, los Belgrano

Cuando era niña, me gustaba mucho visitar a 15


nuestros vecinos, los Belgrano. Era una fiesta cuan-

El hombre que no podía mentir


do mi amiga Juana me invitaba a comer con ellos.
Los postres que hacía su mamá, doña María Josefa,
con ayuda de las cuatro negras que trabajaban en
la cocina, eran deliciosos, especialmente la maza-
morra. Algunas comidas me parecían rarísimas.
Por ejemplo, hacían mucho unos fideos largos y fi-
nitos a los que llamaban “tallarines”, para darle el
gusto al papá de Juana y de Manuel, que era italiano.
En mi casa los tallarines no existían, siempre co-
míamos cocido, todos los días la misma carne
hervida con papas y zapallo, bastante aburrida. A
lo sumo, locro, como gran variante. Había poquí-
simos italianos en Buenos Aires, yo conocí sola-
mente a don Belgrano y a su primo Castelli, el padre
de Juan José, tan amigo de Manuel. La casa de la
calle de Santo Domingo, donde nació mi querido
amigo, es muy grande y no es para menos: llegaron
a ser dieciséis hermanos, aunque tres se murieron
de chiquitos. Con tantos niños, por supuesto, necesi-
taban mucha gente de servicio. Era una casa alegre,
siempre llena de risas, de juegos y de bochinche.
En solo diez años, las costumbres cambiaron
16 mucho. Estábamos todavía en la época de la colo-
nia. En aquel momento, a todos nos ponían mu-
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chos nombres (yo tengo tantos que ni vale la pena


mencionarlos). El nombre completo de mi amigo
era Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús
Belgrano. Los Belgrano eran muy religiosos y lo
que aprendió Manuel en la infancia nunca lo olvi-
dó: si hasta pidió que lo enterraran con el hábito
de los dominicos. No es raro que Domingo, uno de
sus hermanos más queridos, haya decidido ser
sacerdote.
Me acuerdo de un caballo de palo que le encan-
taba cabalgar a Manu. Había dos en la casa, que
iban pasando de los hermanos mayores a los meno-
res. (Manuel era el sexto, los juguetes ya le tocaban
bastante despintados). Los más chicos siempre se
estaban peleando por los benditos caballitos. ¡Ni
qué hablar de lo que era eso cuando venían a jugar
sus primos, los Castelli! Me parece que lo veo a
Manuel montado en su caballito mientras otros ni-
ños menos afortunados o menos decididos se con-
formaban con las escobas o con una rama cualquiera.
Jugaban a pelearse, como todos los varones. Se
dividían en “ejércitos” y se acometían con cañas que
hacían de lanzas. 17
—¡Basta ya, niños! —gritaba a veces la madre,

El hombre que no podía mentir


cuando la contienda se volvía demasiado violen-
ta—. ¡Que se van a meter los palos esos en un ojo!
Doña Josefa era una mujer inteligente y culta,
de carácter fuerte, que se las componía muy bien
para manejar esa casa enorme llena de gente. Fue
bueno para la familia poder contar con su sensatez
y su capacidad unos años después, cuando su marido
estuvo preso.
Una vez, jugando al gallito ciego, uno de los
pocos juegos que compartíamos niñas y varones,
Manu me atrapó con los ojos vendados.
—Soy Trini —le dije en voz muy bajita, para
ayudarlo.
—Es Lupe —dijo él en voz alta. Y no le importó
perder con tal de no hacer trampa. Así era Manu.

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