Derecho Natural e Historia - Leo Strauss

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L e o St r a u s s

Derecho natural
e historia
Traducción de
Ángeles Leiva Morales y
Rita Da Costa García

Prólogo de
Fernando Vallespín

C ír c u l o d e L ecto res
El ensayo como género

«Las obras de arte nunca se acaban -dijo Valéry-: sólo se


abandonan.» En el terreno de la escritura, este carácter
perpetuamente inacabado de cuanto el artista emprende, a
lo que sólo la fatiga o la desesperación ponen punto final,
tiene su plasmación más nítida en el ensayo. En su origen, el
ensayo es la opción del escritor que aborda un tema cuyo
tamaño y complejidad sabe de antemano que le desbordan.
El ensayista no es un invasor prepotente, ni mucho menos
un conquistador de la cuestión tratada, sino todo lo más un
explorador audaz, quizá sólo un espía, en el peor de los ca­
sos un simple fisgón. «Ensayar» es realizar de modo tenta­
tivo un gesto que uno aún no sabe cumplir con plena efica­
cia: como ei niño que quiere comer solo y cuya madre le ha
cedido la cuchara se lleva un trago tembloroso de sopa a la
boca, convencido de que nunca logrará acabarse todo el
plato sin ayuda. También ensaya el actor el papel para cuya
representación aún no ha llegado la hora; y cuenta con la
simpatía del público escaso que asiste a su esfuerzo, unos
cuantos amigos que tienen más de cómplices que de críticos
severos.
Por eso Montaigne, que juntamente inventó el género y
lo llevó a sus más altas cotas de perfección, denomina «en­
sayos» a cada uno de ios tanteos reflexivos de la reali­
dad huidiza que le ocupan; son experimentos literarios,
autobiográficos, filosóficos y eruditos que nunca pretenden
establecer suficientemente y agotar un campo de estudio,
sino más bien por el contrario desbordarlo, romper sus cos­
turas, convertirlo en estación de tránsito hacia otros que pa­
recen remotos. Montaigne inicia el gesto del sabio que des-
Fernando Savater

fila ordenadamente por su saber como por terreno conquis­


tado, pero lo abandona a medio camino para adoptar la ac­
titud más vacilante o irónica del merodeador, del que está
de paso, de aquel cuyo itinerario no se orienta según un
mapa completo establecido de antemano, sino que se deja
llevar por intuiciones, por corazonadas, por atisbos fulgu­
rantes que quizá le obligan a caminar en círculos. Se dirige
al lector no como a un discípulo, sino como a un compañe­
ro. Hace suyo de antemano lo que luego dejó dicbo muy
bien Santayana en su magnífico ensayo Tres poetas filóso­
fos: «Ser breve y dulcemente irónico significa dar por senta­
da la inteligencia mutua, y dar por sentada la inteligencia
mutua quiere decir creer en la amistad».
En la raíz misma del ensayo está pues el escepticismo. En
este aspecto, es lo opuesto al tratado, que se asienta en la
certeza y en la convicción de estar en posesión de la verdad.
El tratadista plantea: esto es lo que yo sé; el ensayista se
aventura por el territorio ignoto del «¿qué sé yo?». El trata­
dista arrastra el tema frente al lector, bien encadenado,
para que pueda palparle los bíceps y mirarle la dentadura
como a un esclavo puesto en venta; en cambio para el ensa­
yista la cuestión abordada permanece siempre intratable,
rebelde, huidiza, emancipada. Mientras el tratadista sa­
be todo de aquello de lo que habla, el ensayista no sabe del
todo de qué habla y por eso cambia sin demasiado escrúpu­
lo de tema, veleidoso, inconstante, un Don Juan de las
ideas, pero un Don Juan por inseguridad o por timidez, no
por abusiva arrogancia. De nuevo el maestro es Montaig­
ne, gran merodeador en torno a cualquier punto y a partir
de cualquiera, experto en divagaciones, dueño del arte de
la asociación libre en el plano especulativo, a quien nunca
faltan registros en el perpetuo soliloquio acerca de sí mis­
mo al que con astutos remilgos nos convida. Por supuesto,
el inacabamiento del ensayo pertenece al plano temático,
no al formal. Aunque el ensayista no agota nunca la cues­
E l ensayo como género

tión que aborda, puede extenuarse en cambio puliendo sus


líneas expresivas y añadiendo puntualizaciones circuns­
tanciales a sus argumentaciones. Así Montaigne retocó sus
ensayos una y otra vez, casi hasta el día de su muerte...
Es característica del ensayo -este género lo suficiente­
mente complejo y ondulante como para que sólo de modo
ensayístico podamos también referirnos a él- la presencia
más o menos explícita del sujeto que lo escribe entreverada
en sus razonamientos. En el ensayo el conocimiento y sobre
todo la búsqueda de conocimiento tienen siempre voz per­
sonal. También en este punto difiere del tratado. Cuenta el
humorista Julio Camba que cuando uno pide alguna infor­
mación a un bobby inglés, el agente responde sin mirarle a
los ojos, porque «no nos responde a nosotros, sino a la so­
ciedad», El tratado también prefiere la impersonalidad de
la ciencia, que babla desde lo objetivamente establecido sin
hacer concesiones a la individualidad de quien ocasional­
mente le sirve de portavoz. En el ensayo, en cambio, siem­
pre asoma más o menos la personalidad del autor, siempre
se hace oír la persona, lo individual, la subjetividad que se
asume como tal y se tantea a sí misma al formar cuerpo con
lo objetivamente concretado. El tratado parece pretender
alcanzar la verdad - aunque no sea más que la verdad cien­
tíficamente establecida en un momento dado- mientras
que el ensayo expone un punto de vista. Y siempre en pers­
pectiva desde dos ojos terrenales y no desde la clarividente
omnisciencia divina. Lo cual en modo alguno implica re­
nuncia a la verdad, por cierto, sino que la persigue por una
vía quizá aún más realista... y verdadera.
Lo malo es que hoy las cosas ya están mucho más mez­
cladas que en tiempos de Montaigne. El ensayismo se ha
hecho menos literario y más científico, algunos ensayos de
ayer son leídos ahora como cuasi-tratados, los tratadistas
«ensayizan» voluntariosamente sus mamotretos para lle­
gar a un público más amplio que el estrictamente académi-
IO Fernando Savater

C0 O especializado. El tratado tradicional se dirigía a un pú­


blico cautivo, es decir que profesionalmente no tenía niás
remedio que leerlo para graduarse como competente en la
materia; el ensayista en cambio ba buscado siempre lecto­
res misceláneos y voluntarios, reclutados en todos los cam­
pos sociales e intelectuales, por lo que no tiene más remedio
que recurrir a las artes de seducción expresiva. Pero en la
actualidad los públicos cautivos se ban becbo escasos y so­
bre todo resultan más difíciles de rentabilizar dada la com­
petencia de ofertas, de modo que nadie renuncia del todo a
poner su poquito de ensayismo en lo que escribe. Sobre
todo cuando el tratadista es heterodoxo y aventura plan­
teamientos a los que la oficialidad académica difícilmente
brindará su nihil obstat. Tales herejes -que suelen ser los
mejores creadores de conocimiento en la modernidad-han
de buscar para sus heréticas intuiciones o razonamientos el
refrendo de lectores sin cátedra ni púlpito, pero influyentes
como opinión pública...
Por eso los ensayos que se han seleccionado para esta co­
lección no siempre responden a los criterios del ensayo
«puro», si es que tal cosa puede darse, sino que asumen con
su nómina la complejidad borrosa que alcanza el género en
la actualidad. El único criterio empleado para escogerlos es
que sean obras decididamente relevantes, es decir, capaces
a su vez de engendrar nuevas vías fecundas de ensayismo.
Todos ellos son piezas abiertas, no clausuradas sobre sí
mismas: no representan la última palabra sobre los temas
tratados, sino la primera de una nueva forma de enfocar
cuestiones principales de la época contemporánea.

Fernando Savater
II

Justificación

Sin duda los dos conceptos más potentes y más llenos de


implicaciones tanto metafísicas como políticas acuñados
por el pensamiento griego son los de physis y nomos, ‘na­
turaleza’ y ‘ley’. Desde un principio las dos nociones se
opusieron pero también se complementaron, se aliaron y
se combatieron. La naturaleza se opuso a las leyes de la
ciudad, las leyes de la ciudad buscaron su fundamento en
la naturaleza (o en el resguardo contra ella), la propia na­
turaleza se llenó de leyes no convencionales e imposibles
de derogar, una de las cuales -la ley del más fuerte- se
transmutó en razón del Estado, etcétera. Lo único eviden­
te es que resulta imposible explicar ninguno de los dos tér­
minos sin la oposición y el apoyo del otro. La aparición
históricamente posterior de un Dios que comparte con la
Naturaleza su condición espontánea e incausada pero cre­
adora y con la Ley su vocación normativa no contribuye
precisamente a resolver estas perplejidades; la fórmula
«derecho natural» -centauro jurídico del que resulta tan
difícil descabalgar como montarlo a pelo- tampoco.
Me azora un poco -aunque ¡tántas obras importantes
han sido omitidas!- la ausencia de pensamiento jurídi­
co en esta serie que concluye con el presente libro. Se me
ocurren y rechazo por inconvincentes diversas coartadas
para esta omisión, como la de que la necesaria objetividad
de las normas legales o su fundamento se compadecen
mal con el sesgo subjetivo y experimental, tentativo, que
hemos subrayado en el género ensayístico. A fin de cuen­
tas, si un pensador no se arriesga a ser convincentemente
personal frente a la ley, ¿cúando deberá serlo? Era impres-
Iz Fernando Savater

cindible al menos una obra de filosofía jurídica en esta co­


lección, un libro que fuese directamente al corazón litigio­
so del asunto, munido de la autoridad escolástica de un
clásico y a la par con el rupturismo provocativo de un agi­
tador contracorriente. Me parece que este libro publicado
en 194p en una lengua que no era la suya materna por el
exilado Leo Strauss reúne suficientemente las polémicas
condiciones requeridas.
Desde mediados del siglo x v ii, se repite con alternan­
cias, victorias efímera y retiradas poco honrosas la batalla
entre los antiguos y los modernos. Hacía más de cien años
que parecía sentenciada definitivamente a favor de los
modernos (de la convención y la historia, del nomos)
cuando Leo Strauss planteó su carga suicida a favor de los
antiguos, de la physis y de Platón. Y lo hizo con erudición
y personalidad original indudables. ¿Fue luego derrota­
do.^ Cuando hoy leemos los argumentos de los comunita-
ristas frente a los liberales en materia ética, nos guardare­
mos mucho de afirmarlo taxativamente...
ES.
13

PROLOGO

La teoría política como épica

por Fernando Vallespín

Leo Strauss (1899-1973) no ha sido nunca un autor fácil


de encuadrar ni ha estado exento de polémica. El atributo
que mejor se ajusta a su labor intelectual es el de «histo­
riador de las ideas», aunque siempre comprendió su ocu­
pación con ios textos y autores clásicos como algo más
que una labor puramente exegética. En sus escritos no
deja de percibirse un cierto aire de «cruzada académica»
dirigida siempre contra los valores centrales de la moder­
nidad en nombre de la tradición antigua. No es de extra­
ñar así que su obra haya sido calificada como una teoría
política, como evocación, siempre marcada por la nostal­
gia, por la filosofía política griega. Lo que aquí se evoca,
por tanto, es una determinada forma de reflexionar sobre
la política que se considera eclipsada por el racionalismo
moderno, el positivismo y el historicismo, todas aquellas
corrientes intelectuales que apartan a los hombres de las
presuntas «verdades» emanadas de la Gran Tradición.
Sus antagonistas siempre se han deleitado también en
presentar a Strauss como un autor «peculiar», creador de
una escuela con ribetes de secta e integrada por un peque­
ño número de iniciados. No creo que llegara a tanto, al
menos si nos fijamos en el amplio número de ellos y en su
repercusión sobre el mundo académico estadounidense.
Lo que sí es cierto es que todos ellos, además de sentir una
14 Fernando Vallespín

ilimitada admiración por su maestro, compartían un mis­


mo método en su enfoque de la teoría política. Es el méto­
do «textualista» tradicional, que parte de la existencia de
un conjunto de obras y autores clásicos, presentados
como depositarios de determinadas verdades imperecede­
ras sobre el bombre y la política. O, cuando menos, que
bay una serie de «problemas permanentes o perennes» en
la historia del pensamiento: aquellos que hablan de «ele­
mentos atemporales» y de la «aplicación universal» o de
la «sabiduría eterna» de determinadas ideas o autores del
pasado. Para Strauss, la actividad del historiador de las
ideas, así como dei teórico político en general , debería
consistir entonces en sacar a la luz esos problemas o ver­
dades [episteme) y diferenciarlas de las simples «opinio­
nes» [doxai] de otros autores menores. De ahí se extrae
una cadena de significados, abstraída de consideraciones
contextúales, que se acaba traduciendo en una reflexión
profunda sobre las fuentes intelectuales de la crisis de la
modernidad. Como ya dijéramos, de lo que fundamental­
mente se trata es de resaltar el divorcio entre el canon
«auténtico» de la filosofía política griega y el relativismo
valorativo de la nueva ciencia y filosofía, el proceso de na­
cimiento y caída de la «verdadera» teoría.
Está claro que no todos los discípulos de Strauss siguie­
ron esta particular distinción del maestro entre «buenos»
y «malos» autores o tradiciones. Muchos se especializa­
ron en autores particulares, en la evolución de determina­
dos conceptos centrales de la historia de la teoría política
o, como en el caso de Alan Bloom, se dieron por satisfe­
chos fustigando a todos aquellos que, como los posmo­
dernos y feministas de distinto pelaje, osaran poner en
entredicho la pervivencia del «canon» de excelencia
humanístico. Con todo, desde su muerte en 1973 no es
posible ya hablar de «straussismo» después de Strauss.
Permanece en todo caso como escuela metodológica que
Prólogo 15

sigue practicando el método textualista frente a otros más


contextúales. O, lo que es lo mismo, que tratan de com­
prender y explicar los textos clásicos sin necesidad de ha­
cerles depender de factores externos. La investigación se
dirige ai análisis de su congruencia lógica, a la definición
de categorías y conceptos que aparecen, desaparecen o
permanecen en la historia; a detectar similitudes, diferen­
cias o influencias entre ideas y autores, etcétera. Tras ello
se afianza la convicción de que existe un diálogo ininte­
rrumpido entre los grandes autores del pasado, una cade­
na de significados que permite reconstruir desde las con­
tingencias de cada situación histórica concreta eso que
Voegelin calificaba como «el hombre en busca de su hu­
manidad y su orden».
Las pautas básicas que informan la obra de Strauss se
deducen fácilmente de su propia biografía, que es pareci­
da a la de otros intelectuales judíos alemanes de su genera­
ción: una turbulenta actividad intelectual en el fascinante
mundo cultural de entreguerras, el rechazo del nazismo,
la subsiguiente emigración forzosa y, por último, como
ocurriera con todos aquellos que supieron ambientarse en
su nuevo hogar, la residencia definitiva en Estados Lfni-
dos. El trasfondo intelectual de la vida y obra de nuestro
autor también encaja adecuadamente bajo el síndrome de
crisis espiritual que tan gráficamente reflejara K. Jaspers
en su libro de 1 9 3 1 {La crisis espiritual de nuestro tiem­
po). Jaspers se ubica aquí en un punto intermedio entre el
pesimista enjuiciamiento weberiano de la sociedad mo­
derna como inevitablemente abocada a la «jaula de hie­
rro» y la más apocalíptica descripción de Adorno y Hork-
heimer en la Dialéctica de la Ilustración. Todos ellos
coinciden en buscar la causa de este estado de cosas en el
principio de racionalidad occidental y su identificación ^
la ciencia. Y su efecto se ve en un estado moral y espiritual
de absoluta pérdida de sentido, en una creciente «concien-
16 Fernando Vallespín

da de impotencia» (Jaspers) u «oscurecimiento del mun­


do» (Heidegger). Al final, el hombre habría devenido ya
en una mera función dei orden racional-técnico. El aspec­
to sobre el que Strauss va a poner el énfasis no es tanto el
proceso «material» de la evolución social de Occidente,
aquellas condiciones sociales de fondo que marcan la en­
trada y el desarrollo de la modernidad, cuanto su paulati­
no estado de «descomposición intelectual». Su interés se
centrará en reconstruir la experiencia de la reflexión polí­
tica a partir de su despliegue histórico. Así es como recala
en la historia de la teoría política y, en particular, en su
pórtico de entrada, aquél en el que nos encontramos con
el primer concepto operativo de humanidad: la teoría po­
lítica griega. .
Antes de su polémico estudio sobre pensamiento moder­
no, el joven Strauss, fuertemente influenciado por el movi­
miento sionista y la teología judía, se ocupa ante todo de las
relaciones entre filosofía y revelación. En una expresión
afortunada 1o definiría como el «conflicto entre Atenas y
Jerusalén». La tensión entre estos dos elementos constituye
para nuestro autor el «núcleo, el nervio de la historia inte­
lectual de Occidente» y el «secreto de la vitalidad de su civi­
lización». La Biblia aporta el sentimiento de dependencia y
sometimiento a Dios, el temor reverencial, y se caracteriza
por suscitar la plegaria, la piedad, la obediencia y la necesi­
dad del perdón divino. La filosofía, por su parte, surge
como el intento por sustituir las opiniones acerca de las co­
sas por conocimientos ciertos, y más que aspirar a conocer
la verdad, como la religión, consiste en una incesante acti­
vidad dirigida a buscarla. Aunque más adelante Strauss
acabará inclinándose a favor de Atenas más que de Jerusa­
lén, esta contradicción marcará ya desde entonces su vida
interior y los movimientos fundamentales de su obra. A^uí
se percibe también su temprano interés por la obra de Mai­
mónides y Espinosa, dos autores judíos que ofrecen dos so-
Prólogo 17

iuciones antagónicas al problema teológico-político: uno


tratando de reconciliar filosofía y tradición, y otro «traidor
a su fe en nombre de la filosofía». Strauss se pone lógica­
mente del lado de Maimónides - o de Avicena y Alfarabi-y,
en general, de los intentos por conciliar islamismo y judais­
mo con Platón. La precariedad de la filosofía en ei mundo
judeo-islámico garantizó al menos su carácter «privado» y
con ello un mayor grado de libertad interior. No así en la es­
colástica aristotélica cristiana, donde la estricta censura
eclesiástica bizo de la filosofía una actividad subordinada a
los intereses religiosos y clericales.
Este contraste de lógicas y sentimientos se superpone en
Strauss a su propia experiencia del judaismo, a su condi­
ción de judío; es decir, miembro de un grupo minoritario en
permanente exilio. Strauss presenta el problema judío
como la cuestión emblemática de la condición humana en
general: la imposibilidad de armonizar lo particular y lo ge­
neral. Y en un curioso salto mental generaliza esta situa­
ción a lo que desde Platón ha constituido uno de los temas
recurrentes de la filosofía política: la diferencia entre el uno
y los muchos -o i polloi- y la tensión entre pensador y socie­
dad. El ser miembro de una comunidad, participar de ella,
guardarle fidelidad y, a la vez, adscribirse a otro grupo den­
tro de la misma, ser «diferente». Para Strauss esta situación
no es privativa de los judíos u otros grupos minoritarios,
sino que constituye uno de los rasgos del filósofo en la po­
lis. Por un lado, está impelido a ajustarse a las «opiniones»
dominantes que conforman el discurso público y, por otro,
a guardar fidelidad a sus convicciones racionales, separa­
das por lo general de la opinión dominante.
El filósofo no puede ignorar la dimensión más pública y
social de su actividad y se ve impelido a «justificarse ante
el tribunal de la ciudad y sus leyes». Este doble carácter se
manifiesta con gran claridad en las dos formas de escritu­
ra que, a decir de nuestro autor, practicará la mayoría de
Fem ando Vallespín

los grandes autores desde Platón: la forma esotérica y la


exotérica. Cada uno de ellas se corresponde con dos for­
mas diferentes de presentar la verdad: una, la exotérica,
más pública y accesible, permite la aplicación de distintos
métodos bermenéuticos convencionales, y en cierto modo
se puede equiparar a aquello que el autor quiso trasmitir
ai lector vulgar -lo que él quiso que los demás entendie­
ran-; y la otra, la esotérica, más oculta y recóndita, con­
tiene el sentido último del texto y sólo es accesible —si aca­
s o - a los «lectores muy atentos y entrenados después de
un estudio prolongado e intenso». Es muy posible que
Strauss llegara a esta conclusión tras estudiar a autores
como Maimónides, quien en su Guía de los perplejos re­
conoce de un modo explícito practicar esta doble escritu­
ra, o a otros como Alfarabi, que ven en Platón al iniciador
de esta costumbre de «escribir entre líneas» o mediante
extraños simbolismos. Strauss reconoce que esta peculiar
técnica de escribir obedece fundamentalmente a ia necesi­
dad de escapar a la censura o a la persecución política sin
por ello tener que renunciar a presentar la propia visión
de la verdad. Como sostiene en su conocido libro ha-per-
secueién y el arte de-la escritura, «la persecución no puede
impedir el pensar independiente». Pero deja también bas­
tante claro cómo el recurso a la técnica esotérica responde
a otras razones: a la necesidad de ocultar determinadas
verdades por las implicaciones que éstas pudieran tener
para la sociedad.
No está claro cuáles sean dicbas verdades ni por qué ha­
brían de mantenerse ocultas. Puede que la clave de estas
misteriosas palabras resida en su mismo concepto de filo­
sofía, entendida, como ya hemos visto, como la actividad
dirigida a reemplazar la opinión por el conocimiento.
Como actividad no sujeta a límites, incesante e insoborna­
ble, nunca podrá hacerse compatible con la contingencias
de la vida política y social. La sociedad exige de sus miem­
Prólogo 19

bros una absoluta fidelidad a sus valores y principios, a


sus «opiniones», pues, que aun pudiendo ser cuestionadas
por ios filósofos, son imprescindibles para la pervivencia
de la ciudad. En última instancia, habría entonces una
tensión permanente entre ei interés del filósofo por la ver­
dad y el interés de la ciudad. De ahí esa necesidad que éste
tiene de «acomodar» continuamente su visión de la filoso­
fía a las necesidades sociales y de ocultarse detrás de pe­
culiares modos de escribir. Se pone así de manifiesto la
«peligrosidad» de la filosofía, su potencial destructor que
deriva de encontrarse más allá de las convenciones de los
hombres, así como la necesidad correlativa de ajustarse a
la sociedad, de «respetar las opiniones». Implícitamente
se reconoce, por tanto, la debida incorporación de cierto
principio de responsabilidad por parte del filósofo cuando
hace usó público de ella. Siguiendo con esta idea, parece
que para Strauss la filosofía política no es sino eso, la pre­
sentación en público de la filosofía, el punto en el que se
produce la intersección entre conocimiento y opinión.
No es de extrañar entonces que nuestro autor sienta tal
afinidad por la filosofía griega, que supo apreciar la polí­
tica con una «frescura e inmediatez que no han sido nunca
igualadas», pues nace en el momento en el que «todas las
tradiciones políticas habían sido sacudidas y no existía
aún una tradición de filosofía política». Su atracción por
ella no responde sólo a esta supuesta «pureza» u orfandad
respecto de tradiciones anteriores, sino al mismo hecho de
reconocer en su dimensión socrática y platónica la verda­
dera manifestación de la naturaleza de la filosofía: como
una búsqueda incesante que sólo alcanza a estar segura de
su propia ignorancia; ésta es la única incuestionable ver­
dad, el único conocimiento cierto. Ello no significa que el
racionalismo socrático renuncie a descubrir en la existen­
cia humana una naturaleza inmutable de la que puedan
deducirse principios de la justicia válidos para la organi­
20 Fem ando Vallespín

zación social. Renunciar a esta empresa supondría -como


implícitamente ocurre en autores como Nietzsche o Hei­
degger- el abandono de toda autoridad sobre la política
por parte de la filosofía. Pero, y aquí creemos encontrar el
punto decisivo de la filosofía straussiana, no somos tam­
poco capaces de fundamentar ese conocimiento sobre ba­
ses racionales firmes; no existe una racionalidad moral o
política que nos capacite para pronunciarnos a partir de
premisas incontrovertibles sobre lo que sea o no la justi­
cia. Nos queda, eso sí, la conciencia de los problemas per­
manentes y funda?nentales, entre los que está el de la natu­
raleza de la justicia, el bien común, la propensión hacia el
conocimiento del bien, la vida buena o la buena sociedad;
o -como dice en el ensayo que aquí prologamos- «la evi­
dencia de esas simples experiencias relativas ai bien y al
mal que subyacen a todo presupuesto filosófico sobre el
derecho natural». Una vez más sería en Grecia donde se
ofreció la más detenida exposición de estos problemas y
donde fueron abordados del modo más consecuente.
Pero, en último término, y puede que aquí resida el «peli­
gro» de la filosofía, sus pronunciamientos se apoyan en
un acto de voluntad o, en todo caso, en un compromiso.
Al final, siguiendo con esta interpretación esotérica de
Strauss, la opción por la filosofía respondería a un deci-
sionismo similar al que nos lleva a optar por la religión.
Puede que ahí resida su «solución» última al conflicto en­
tre Atenas y Jerusalén.

II

HabaceUalta, una lectura «esotérica» de este otro Strauss


para percibir que entre las «verdades» perennes -ahora
sustantivas- que cree encontrar en esta tradición está el
reconocimiento -ciertamente platónico- de que el mejor
régimen político es aquel que se toma en serio ia jerarquía
Prólogo ZI

«natural» de las personas, su diferente virtud, y se articu­


la en un régimen político aristocrático; los gentlemen,
aquellos que «por naturaleza son superiores a otros y,
por tanto, según el derecho natural, son los gobernantes
de otros». La desigualdad en dotes intelectuales adquiere
así una importancia política decisiva. Esta no es una
«verdad» que encajara fácilmente en el mundo igualita-
rista de los Estados Unidos de los años cincuenta y sesen­
ta, y puede que este hecho le obligara a buscar una estra­
tegia para su desvelamiento a sensu contrario, minando
la filosofía y ciencia política y social sobre la que se asen­
taba el «igualitarismo permisivo» de las democracias li­
berales de Occidente. Es cierto también que quiso esca­
parse de esta acusación de elitismo radical propugnando
una definición de la democracia liberal como el régimen
que mejor puede satisfacer el fin de implantar una «aris­
tocracia extensa».
Este es también uno de ios temas centrales del libro que
nos acompaña, que apela a una reinterpretación hetero­
doxa de la historia intelectual. Las razones que informan
su retorno a lo que él califica «derecho natural clásico»
hay que ir buscarlas en la propia experiencia del irracio-
nalismo político y en la falta'de orientación general que se
percibe en el mundo occidental -no puede olvidarse que ^ z
su primera edición es de 1953. Nuestro mundo se encon- d *
traría amenazado por el comunismo y el «despotismo
oriental» frente a los cuales no tendría ya suficientes de­
fensas espirituales. Que la tolerancia y el liberalismo pue­
dan derivar en su opuesto tiene para nuestro autor una
causa evidente en el abandono de la cuestión acerca del
buen orden político, de los criterios normativos funda­
mentales y en la aceptación de la pretensión historicista de
que toda forma de pensamiento está «situada temporal­
mente». Para Strauss todas las corrientes bistoricistas ten­
drían un punto en común: que la humanidad no tiene una
22 Fem ando Vallespín

naturaleza única y, en consecuencia, que no cabe bablar


de caracteres permanentes de lo bumano -com o la distin­
ción entre lo noble y lo villano - ni, desde luego, tampoco
de principios universales o inmutables.
Abora bien, aceptar este presupuesto no sólo significa
reconocer un principio relativista radical, sino que atenta
contra lo que es la esencia de la empresa filosófica: la in­
dagación sobre «un orden eterno e inmutable en el que
. tiene lugar la historia» que no se ve afectado por ella. Si el
objetivo del filósofo radica en ocuparse de los problemas
fundamentales «que persisten a todo cambio social», de
ello se deriva necesariamente el supuesto de que el «pen­
samiento humano es capaz de trascender sus limitaciones
históricas o de aprehender algo transhistórico». Aplican­
do esta idea al objeto de la filosofía política, lo que viene a
decirnos Strauss es, en definitiva, que existe un desfase en­
tre realidad e ideal, entre el mundo político tal y como es,
y ha sido, y el mundo político tal y como debe ser.
Esta idea se pone de manifiesto en su crítica de la cien­
cia política positivista, con su estricta metodología. Por
positivismo entiende Strauss aquella perspectiva que in­
corpora el método de la ciencia natural a las ciencias so­
ciales y, consecuentemente, propugna la radical separa­
ción entre hechos y valores; en el campo de la ciencia sólo
entraría el análisis y juicio sobre los hechos. La ciencia so­
cial positivista sería así avalorativa y éticamente neutra: es
imparcial ante el conflicto del bien y el mal. Y los «he­
chos» no nos aportan ningún conocimiento del «valor»
del bien y de la justicia. En Hume y Comte encuentra
Strauss todavía cierta inquietud por la indagación sobre la
buena sociedad, tendencia que se habría perdido con la
posterior evolución del positivismo bajo la influencia del
utilitarismo, el evolucionismo y el neokantismo, que aca­
baron relegando la filosofía política a la categoría de
mero conocimiento «precientífico».
Prólogo 23

Pero el positivismo se convierte necesariamente en his­


toricismo, que en sus distintas formas constituye y mono­
poliza el «espíritu de nuestro tiempo». Para nuestro autor
se trataría de un complejo movimiento del pensamiento
moderno, encarnado fundamentalmente en la obra de He­
gel, Nietzsche y Heidegger, que se van sucediendo en dis­
tintas «olas de modernidad». La primera se corresponde
con la aparición del derecho natural moderno, preparado
por Maquiavelo -que es el primero en romper tajantemen­
te con la tradición socrática de ciencia política- y desarro­
llado después por Bacon, Hegel, Espinosa, Descartes y
Hobjies. En este último, de quien Strauss oíreceuna de las
primeras interpretaciones como autor moderno, ve ya el
germen de una concepción de la filosofía y la ciencia que
abandona la contemplación de la naturaleza y se centra en
la realización del conocimiento a efectos de permitir al
hombre someter, transformar e imponerse sobre la natura­
leza. El conocimiento científico deviene así en siervo del
control poiético, y se somete a los deseos más inmediatos
del hombre en vez de aspirar a 1a intelección de los princi­
pios verdaderos de su ser. La cuestión sobre el «mejor» sis­
tema político se sustituye por la más prosaica de indagar
sobre la «posibilidad» del orden a partir del presupuesto
realista de la convivencia entre individuos egoístas.
A la segunda ola, preparada por Rousseau, pertenece
Hegel, representante de aquel bistoricismo que Strauss de­
nomina «contemplativo» o «teórico», porque identifica la
labor de la ciencia con la contemplación del proceso bistó­
rico. Este proceso se desarrollaría racionalmente y en su
época habría alcanzado ya su complexión plena. Con ello
se reemplaza la filosofía política en su sentido socrático
por una filosofía de la historia. En la «tercera ola de la mo­
dernidad» aparece el bistoricismo «radical» o «existen­
cial», representado por Nietzsche y Heidegger respectiva­
mente, con quienes culmina la «crisis de la modernidad».
24 Fernando Vallespín

Frente a Hegel, Strauss sostiene que, si bien es necesario


comprender al bombre a la luz de la historia, el proceso
histórico no tiene por qué ser fundamentalmente progresi­
vo o racional. El hombre no lo puede trascender ni com­
prender, pues todas las interpretaciones del pasado apare­
cen coloreadas por la perspectiva transitoria y fugaz del
presente. Así, arroja dudas sobre la misma posibilidad de
preguntarnos por la'naturaleza de los asuntos políticos o
por el mejor, o más justo, orden político. Su rechazo alcan­
za también al concepto mismo de ciencia política positivis­
ta; duda de sus posibilidades para obtener un conocimien­
to objetivo del mundo de los hechos, ya que «todos los
principios de la comprensión y de la acción son históricos,
es decir, no poseen otro fundamento más que el infundado
decisionismo humano o el acontecer azaroso: la ciencia,
lejos de ser el único tipo de conocimiento verdadero es, a la
postre, poco más que una forma de contemplar el mundo,
teniendo todas estas formas la misma dignidad».
En la orilla contraria se encontraría la filosofía política,
dirigida al conocimiento de los asuntos políticos y a la in­
dagación sobre el orden político justo y bueno. Está liga­
da, por tanto, al «derecho natural», a la posibilidad de re­
ferirse, aunque sólo sea a título meramente interrogativo,
a una instancia crítica que trasciende la realidad positiva.
Para que exista la filosofía política será preciso, pues, que
se den dos condiciones o requisitos teóricos mínimos: pri­
mero, que se reconozca la existencia de un desfase entre
realidad e ideal, entre la ciudad tal y como es, y la ciudad
tal y como debe ser. Y, segundo, la posibilidad de una dis­
cusión racional sobre la naturaleza del mejor régimen po­
lítico, que permita acceder a una opinión verdadera a este
respecto. Justamente las dos condiciones que niegan el
historicismo y el positivismo y justifican el ataque de
Strauss a las dos grandes potencias de la vida contempo­
ránea, la historia y la ciencia.
Prólogo 25

El lector no podrá dejar de observar la curiosa sistemá­


tica de este libro, que quizás esté llamando a algún tipo de
interpretación esotérica. Llama la atención, por ejemplo,
cómo subvierte el orden temporal de los distintos discur­
sos filosóficos analizados. Los dos primeros capítulos se
ocupan de la reflexión «contemporánea», mientras los
dos siguientes abordan la «antigua» y los dos últimos la
«moderna». ¿Por qué ubicar el discurso antiguo en el cen­
tro? ¿Por qué no seguir el orden temporal lógico, una
«historia lineal»? ¿Por qué se presentan en pares de capí­
tulos? Dejaremos que cada cual llegue a sus conclusiones
hermenéuticas particulares, pero avanzo ya que es un tex­
to que exige una lectura activa y siempre atenta a lo que se
esconde entre líneas. Strauss puede ser, en efecto, un autor
«peculiar» y, como es lógico, podemos no coincidir con él
o mantener importantes resistencias frente a sus interpre­
taciones particulares, siempre expuestas de manera radi­
cal. Pero nadie puede negarle un extraordinario dominio
en el arte de la interpretación de textos o en haber sabido
acercarnos al diálogo con los clásicos. En la frescura con
la que nos los acerca a nuestro actual horizonte de la ex­
periencia reside su máxima virtud. Y penetrar en este li­
bro equivale a respirar el aire en el que fue cociéndose la
aventura intelectual de Occidente, tanto la más remota
como la que hasta antes de ayer centraba los debates aca­
démicos.
Derecho natural e historia
Había dos hombres en una ciudad; uno de ellos era rico, el otro,
pobre. E l hombre rico poseía un extraordinario número de re­
baños. En cambio, el hombre pobre no tenía más que un desva­
lido corderito, que había comprado y alimentado desde peque­
ño. E l animal creció junto a él y a sus hijos, comía de su propio
plato y bebía de su propio vaso, descansaba sobre su regazo y
recibía el mismo trato que un hijo suyo. Un día llegó a casa del
hombre rico un viajero, al que se cuidó de ofrecerle sus rebaños
para procurarle abrigo; pero he aquí que arrebató al hombre
pobre el cordero de sus manos y vistió al viajero que había lla­
mado a su puerta.

Nabot el jezraelita tenía un viñedo en Jezrael, muy cerca del pa­


lacio del rey Acab de Samaria. Un día dirigióse Acab a Nabot
con estas palabras: «Entrégame tus viñas, pues se hallan cerca
de mi casa y en ellas he pensado plantar un florido pensil; a
cambio te daré un viñedo mejor, o si te parece bien, su valor en
dinero». Y Nabot a Acab contestó: «No permita el Señor que
llegue a entregarte el legado de mis padres».
31

Introducción

Muchos son los motivos, aparte del más obvio, que me lle­
van a introducir este ciclo de conferencias de la Fundación
Charles R. Walgreen con una cita de la Declaración de In­
dependencia. Se trata de un pasaje referido en numerosas
ocasiones pero que, por lo trascendente y elevado de su
contenido, se ha hecho inmune a los efectos degradantes
de la excesiva familiaridad y del uso indebido, que generan
desprecio en el primero de los casos y aversión en el segun­
do. «Sostenemos como certeza manifiesta que todos los
hombres fueron creados iguales, que su Creador los ha do­
tado de ciertos derechos inalienables, que entre ellos se en­
cuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.»
La nación consagrada a este postulado se ha convertido
-en parte, sin duda, a consecuencia de esta entrega- en el
país más poderoso y próspero del mundo. Pero hoy, en ple­
na madurez, ¿conserva aún esta nación la fe que impulsó
su creación y desarrollo.^ ¿Sigue acaso respaldando esa
«certeza manifiesta»? Cualquier diplomático estadouni­
dense de la generación anterior podía afirmar que «la base
natural y divina de los derechos humanos [...] se hace pa­
tente para todos los estadounidenses». Por la misma épo­
ca, un intelectual alemán podía aún describir la diferencia
entre el pensamiento alemán y el de Europa occidental y
Estados Unidos con el argumento de que Occidente seguía
concediendo una importancia decisiva al derecho natural,
mientras que en Alemania los términos «derecho natural»
y «humanidad» «resultan hoy casi incomprensibles [...] y
ban perdido toda la fuerza que tuvieron en un principio».
Según su razonamiento, al haber abandonado la idea del
32 Derecho natural e historia

derecho natural - y a raíz de dicho abandono- el pensa­


miento alemán creó el sentido histórico, y de este modo de­
sembocó en un relativismo incondicional/ Lo que se pre­
sentaba como una descripción bastante precisa del
pensamiento alemán hace ahora veintisiete años podría
aplicarse hoy, en términos generales, al pensamiento occi­
dental. No sería la primera vez que una nación derrotada
en el campo de batalla y, por así decirlo, aniquilada como
ente político, priva a los vencedores del más excelso fruto
de la victoria al someterlos al yugo de su propio pensa­
miento. Sea cual fuere la realidad del pensamiento norte­
americano, lo cierto es que en Estados Unidos la ciencia
social ha adoptado la misma postura hacia el derecho na­
tural que en la generación pasada se podía haber atribuido
aún con cierta credibilidad al pensamiento alemán. La ma­
yoría de los eruditos que aún hoy suscriben los principios
de la Declaración de Independencia no los interpretan
como expresión del derecho natural sino como un ideal,
cuando no como una ideología o un mito. Actualmente, la
ciencia social en Estados Unidos -siempre y cuando no se
halle adscrita al catolicismo - postula entre sus principios
que, ya sea a causa de la evolución o por influjo de un mis­
terioso sino, todo hombre nace con una serie de necesida­
des y aspiraciones de muy distinta naturaleza, pero carece
sin embargo de derecho natural.
No obstante, el derecho natural se hace hoy tan necesa­
rio como lo ha sido a lo largo de siglos e incluso milenios.
Renunciar a él equivale a afirmár que sólo existe el dere­
cho positivo, lo que significa que la diferencia entre el bien
y el mal viene determinada únicamente por los legisladores
y los tribunales de cada país. Ahora bien, nadie puede ne-

I. «Ernst Troeltsch on Natural Law and Humanity», en Otto Gierke, Natu­


ral Law and the Theory o f Society, traducida al inglés con introducción de Er­
nest Barker, I, Cambridge University Press, 19 34 , pp. 201-222.
Introducción 33

gar que es válido, y en ocasiones incluso necesario, hablar


de leyes y decisiones «injustas». Al emitir tales juicios pre­
suponemos la existencia de valores morales independien­
tes del derecho positivo y más elevados que éste, valores
que nos permiten poner en tela de juicio el derecho positi­
vo. Muchos opinan hoy que dichos valores no son, en el
mejor de los casos, más que el ideal que adopta nuestra so­
ciedad o «civilización» y que se ve representado en nuestro
modo de vida y nuestras instituciones. No obstante, según
este mismo criterio, todas las sociedades tienen sus pro­
pios ideales, las sociedades caníbales no menos que las ci­
vilizadas. Si el hecho de contar con la aceptación de una
sociedad valida de por sí cualquier principio, el canibalis­
mo es tan legítimo o razonable como la llamada vida civili­
zada. Desde este punto de vista, ningún principio debe ser
desestimado so pretexto de ser intrínsecamente malo.
Y, habida cuenta de que el arquetipo de nuestra sociedad
está cambiando a ojos vista, nada excepto el hábito invete­
rado nos impediría aceptar 1a práctica del canibalismo
como algo lícito. Si no existiese ningún valor que prevale­
ciera sobre el ideal de nuestra sociedad, no tendríamos po­
sibilidad alguna de adoptar una distancia crítica respecto a
éste. Con todo, el mero hecho de que podamos cuestionar
el ideal de nuestra sociedad pone de manifiesto que hay
algo en el individuo que escapa a los límites de la conven­
ción social. De ello se desprende que podemos -y, por tan­
to, debemos- buscar un sistema de valores que nos permi­
ta juzgar los ideales de cualquier sociedad. Dichos valores
no pueden basarse en las necesidades de las distintas socie­
dades, dado que éstas y sus diferentes ramificaciones pre­
sentan numerosas necesidades reñidas entre sí. Surge así el
problema de las prioridades, problema que no se puede so­
lucionar de un modo racional si no contamos con un con­
junto de valores que nos sirvan de referente a la hora de
distinguir entre necesidades reales y ficticias, así como dis­
34 Derecho natural e historia

cernir ia jerarquía en que se ordenan los distintos tipos de


necesidades reales. El problema que plantean las necesida­
des enfrentadas de la sociedad no se puede resolver si no
conocemos el derecho natural.
Parecería, por tanto, que el rechazo del derecho natural
debe acarrear forzosamente consecuencias desastrosas, y
es obvio que determinadas consecuencias consideradas de­
sastrosas por muchos hombres e incluso por algunos de los
más acérrimos adversarios del derecho natural derivan
precisamente del actual rechazo del derecho natural. Es
posible que la ciencia social nos proporcione gran sabidu­
ría e inteligencia por lo que se refiere a los medios para
conseguir cualquier fin que nos propongamos, pero se de­
clara incapaz de ayudarnos a distinguir entre fines legíti­
mos e ilegítimos, justos e injustos. Se trata de una ciencia
única y exclusivamente instrumental, nacida para ponerse
al servicio de determinados poderes o intereses, cuales­
quiera que éstos sean. Trasladado al día de hoy, el pragma­
tismo de Maquiavelo podría entenderse como algo propio
de la ciencia social, de no preferir ésta -sólo Dios sabrá
por qué- el liberalismo generoso a 1a coherencia, que la
obligaría a brindar consejo con igual esmero y celeridad a
tiranos y hombres libres.^ De acuerdo con la ciencia social,
podemos alcanzar las más elevadas cotas de sabiduría en

2. «Wollends sinnlos ist die Behauptung, dass in der Despotie keine Rechts­
ordnung bestehe, sondern Willkür des Despoten herrsche [...] stellt doch
auch der despotisch regierte Staat irgendeine Ordnung menschlichen Verhal­
tens dar [...] Diese Ordnung ist eben die Rechtsordnung. Ihr den Charakter
des Rechts abzusprechen, ist nur eine naturrechtliche Naivität oder Überhe­
bung [...] Was als Willkür gedeutet wird, ist nur die rechtliche Möglichkeit des
Autokraten, jede Entscheidung an sich zu ziehen, die Tätigkeit der untergeord­
neten Organe bedingungslos zu bestimmen und einmal gesetzte Normen jeder­
zeit mit allgemeiner oder nur besonderer Geltung aufzuheben oder abzuän­
dern. Ein solcher Zustand ist ein Rechtszustand, auch wenn er als nachteilig
empfunden wird. Doch hat er auch seine guten Seiten. Der im modernen
Rechtsstaat gar nicht seltene R u f nach Diltatur zeigt dies ganz deutlich» (Hans
Introducción 35

todas las materias de segundo orden, pero debemos resig­


narnos a vivir en la más completa ignorancia por lo que se
refiere a lo más importante: no podemos aspirar a tener
conocimiento alguno acerca de los principios fundamenta­
les que rigen nuestras elecciones ni decidir si son o no razo­
nables. Nuestros principios fundamentales no cuentan con
más apoyo que nuestras preferencias arbitrarias y, por tan­
to, ciegas. Nos comportamos, pues, como seres sanos y
sensatos ante las cosas más triviales, pero nos la jugamos
como locos con los temas más serios: sensatez al detalle,
locura al por mayor. Si nuestros principios no cuentan con
más apoyo que nuestras ciegas preferencias, será admisible
todo lo que un bombre se atreva a bacer. El actual rechazo
del derecho natural conduce al nihilismo. Negación y nihi­
lismo son una y la misma cosa.
A pesar de ello, los liberales generosos contemplan el
abandono del derecho natural no sólo con tranquilidad
sino con alivio. Parecen pensar que nuestra incapacidad
para adquirir un conocimiento real de lo que es intrínse­
camente bueno o justo nos obliga a mostrarnos tolerantes
ante cualquier postura moral, así como a reconocer todas
las preferencias y todas las «civilizaciones» como igual­
mente respetables. Así pues, sólo la tolerancia sin límites
estaría de acuerdo con la razón. Este supuesto, sin embar­
go, nos lleva a reconocer la legitimidad de un derecho na­
tural o racional, siempre y cuando se muestre tolerante
con todas las preferencias o -dicho en términos opuestos-
un derecho natural o racional que rechace o condene toda
posición intolerante o «absolutista». Las posiciones de tal

Kelsen, Algemeine Staatslehre, Berlín, 19 2 5 , pp. 335-336). Habida cuenta de


que Keisen no ha cambiado su postura con respecto al derecho natural, no me
explico por qué han omitido este instructivo pasaje ^ T la traducción inglesa
{General Theory o f Law and State, Cambridge, Harvard University Press,
i 9 4 9 , p . 300 ).
36 Derecho natural e historia

naturaleza deben ser condenadas, puesto que se basan en


una premisa a todas luces falsa, a saber, que los hombres
pueden distinguir el bien del mal. En el fondo del vehe­
mente rechazo de todos los «absolutos», discernimos el
reconocimiento de un derecho natural o -para ser más
exactos- de esa determinada interpretación del derecho
natural según la cual el respeto hacia la diversidad o la in­
dividualidad está por encima de todo lo demás. Pero exis­
te un conflicto abierto entre el respeto hacia 1a diversidad
o la individualidad y el reconocimiento del derecho natu­
ral. Cuando los liberales se impacientaron ante los límites
categóricos que incluso la versión más liberal del derecho
natural impone a la diversidad o la individualidad, se vie­
ron obligados a elegir entre el derecho natural y la prácti­
ca desinbibida del individualismo, y se decantaron por lo
segundo. Una vez dado este paso, la tolerancia aparecía
como un valor o un ideal entre otros muchos, y no intrín­
secamente superior a su opuesto. En otros términos, la in­
tolerancia se presentaba como un valor de igual dignidad
que la tolerancia. No obstante, resulta casi imposible
equipararla con todas las preferencias u opciones existen­
tes. Si el desigual abanico de opciones no puede relacio­
narse con el desigual abanico de sus propósitos, debe rela­
cionarse con el desigual abanico de los actos de elección,
de lo que se concluye que una opción lícita, a diferencia de
una opción espuria o despreciable, no es sino una decisión
firme o irrevocable. No obstante, dicha decisión estaría
más relacionada con la intolerancia que con la tolerancia.
El relativismo liberal hunde sus raíces en la tradición de
tolerancia propia del derecho natural o en la idea de que
toda persona cuenta con el derecho innato de buscar la fe­
licidad tal y como ella la entiende pero, en sí, dicha doctri­
na constituye un semillero de intolerancia.
Una vez que nos percatamos de que los principios de
nuestras acciones no tienen más apoyo que una opción to­
Introducción 37

mada a ciegas, dejamos de creer en ellos. Ya no podemos


entonces obrar bajo su dictado de forma incondicional, ni
tampoco seguir viviendo como seres responsables. Para se­
guir adelante, debemos acallar la voz -y a de por sí fácil de
silenciar- de la razón, que nos advierte que nuestros prin­
cipios son en sí mismos tan buenos o malos como otros
principios, cualesquiera que éstos sean. Cuanto más culti­
vamos la razón, más cultivamos el nihilismo y menor es
nuestra capacidad para ser miembros leales de la sociedad.
La ineludible consecuencia práctica del nihilismo es el fa­
natismo cavernario.
Dicha consecuencia, vivida en toda su crudeza, ha dado
pie a un renovado interés general por el derecho natural.
No obstante, este mero hecho debe obligarnos a actuar
con especial cautela. La indignación es mala consejera,
pues en el mejor de los casos prueba que somos bieninten­
cionados, no que tengamos razón. La aversión al fanatis­
mo cavernario no debe llevarnos a abrazar el derecho na­
tural con idéntico espíritu de intransigencia. Debemos
guardarnos del peligro de perseguir un fin socrático con
los medios y la disposición de Trasímaco. Sin duda, la im­
periosa necesidad de contar con un derecho natural no de­
muestra que dicha necesidad pueda ser satisfecha. Un
deseo no es un hecho. Incluso si se demostrara que cierto
punto de vista es indispensable para alcanzar el bienestar,
lo único que se habría probado es que dicho punto de vis­
ta conduce a un ideal beneficioso, pero no que dicho ideal
pueda convertirse en algo real. Utilidad y realidad son dos
cosas completamente distintas. Ll hecho de que la razón
nos impulse a superar el ideal de nuestra sociedad no evi­
ta, sin embargo, que al dar este paso nos enfrentemos a un
vacío o a una multiplicidad de principios del «derecho na­
tural» tan incompatibles como igualmente justificables.
Ante la gravedad del asunto, tenemos el deber de entablar
una discusión imparcial, teórica y objetiva.
38 Derecho natural e historia

El problema del derecho natural se plantea hoy en día


como una cuestión de memoria más que de conocimiento
real. Nos enfrentamos, pues, a la necesidad de realizar es­
tudios históricos a fin de familiarizarnos con esta cuestión
en toda su complejidad. Debemos convertirnos de forma
temporal en estudiantes de lo que se conoce como «histo­
ria de las ideas», hecho que, contrariamente a lo que suele
pensarse, no elimina sino que agrava la dificultad de un
tratamiento imparcial. En palabras de Lord Acton:

Pocos descubrimientos resultan más irritantes que ios que ponen


en evidencia el linaje de las ideas. Las definiciones categóricas y el
análisis riguroso descorren el velo bajo el cual la sociedad oculta
sus divisiones: hacen que las disputas políticas resulten demasia­
do violentas para alcanzar soluciones de compromiso y las alian­
zas políticas demasiado precarias, además de envenenar la prácti­
ca de la política con el ardor de los conflictos sociales y religiosos.

La única manera de superar este peligro consiste en aban­


donar la dimensión en la cual la contención política es la
única protección contra el fervor ciego de la parcialidad.
El tema del derecho natural se presenta en la actualidad
como una cuestión de filiaciones partidistas. Si miramos a
nuestro alrededor, descubrimos dos campos hostiles, dos
plazas fuertes muy bien custodiadas. Una de ellas alberga a
ios liberales de varias clases, ia otra a ios discípulos católi­
cos y no católicos de Tomás de Aquino. No obstante, am­
bos bandos, junto con los que prefieren nadar entre dos
aguas o esconder la cabeza bajo tierra, por hacer acopio de
metáforas, se encuentran en el mismo barco. Todos ellos
son hombres modernos. Todos nosotros nos enfrentamos a
la misma dificultad. El derecho natural en su forma clásica
está relacionado con una visión teleológica del universo.
Todos los seres naturales tienen un fin natural, un destino
natural, que determina qué tipo de actuación les beneficia.
Introducción 39

En el caso del hombre, se requiere la razón para discernir


dichas acciones: la razón determina qué está bien j qué está
mal por naturaleza, tomando como premisa principal el
destino natural del hombre. Parecería que la visión teleoló­
gica del universo, en la cual se integra la visión teleológica
del hombre, ha quedado destruida por la ciencia natural
contemporánea. A juicio de Aristóteles -¿y quién osaría
proclamarse en mejor juez que Aristóteles en esta mate­
ria?- la cuestión entre la concepción mecanicista y teleoló­
gica del universo viene determinada por el modo en que se
resuelve el problema de los cielos, los cuerpos celestes y su
movimiento. 3 Ahora bien, respecto a este punto, que Aris­
tóteles consideraba primordial, el dilema parece haberse
decantado hoy en favor de la concepción no teleológica del
universo. De dicha decisión trascendental se podrían extra­
er dos conclusiones de signo opuesto. Según una de ellas,
la concepción no teleológica del universo debe llevar a una
concepción no teleológica de la vida humana. Pero esta so­
lución «naturalista» está expuesta a serias dificultades,
pues parece imposible justificar las acciones humanas con­
cibiéndolas como mero producto de deseos y pulsiones.
Por consiguiente, ha prevalecido la solución alternativa, la
cual nos induciría a aceptar un dualismo fundamental y tí­
picamente moderno de una ciencia natural no teleológica y
un humanismo teleológico. Ésta es la posición que se ven
obligados a adoptar, entre otros, los actuales seguidores de
Tomás de Aquino, una posición que presupone una ruptu­
ra no sólo con la visión integradora de Aristóteles, sino
también con la del propio Tomás de Aquino. El dilema fun­
damental que se nos plantea surge como consecuencia de la
victoria de la ciencia natural contemporánea. No es posible
hallar una solución adecuada ai problema del derecho na­
tural sin haber resuelto antes este problema de base.

3. E A i c a , 1 9 6 3 2 5 S S -, 1 9 9 3 3 - 5 .
40 Derecho natural e historia

Huelga decir que en las presentes conferencias no será


posible abordar este problema en su conjunto, sino que
habremos de limitarnos a un aspecto en concreto del dere­
cho natural, aquel que puede explicarse dentro de los con­
fines de las ciencias sociales. La ciencia social de nuestros
días basa su rechazo del derecho natural en dos argumen­
tos bien distintos, aunque íntimamente relacionados: lo
rechaza en nombre de la historia y en nombre de la distin-
^ ción entre hechos y valores.
41

CAPÍTULO I

El derecho natural y su enfoque histórico

El ataque al derecho natural en el nombre de la historia


adopta, en la mayoría de los casos, la siguiente forma: el de­
recho natural pretende ser un derecho perceptible por la ra­
zón humana y universalmente reconocido. Sin embargo, la
historia (incluyendo la antropología) nos enseña que no
existe derecho tal; en lugar de la supuesta uniformidad, en­
contramos una variedad indefinida de nociones del dere­
cho o la justicia. En otras palabras, el derecho natural no
puede existir si no hay ningún principio de justicia inmuta­
ble, pero la historia nos enseña que todo principio de justi­
cia es mutable. No es posible entender el sentido del ataque
al derecho natural en el nombre de la historia sin reparar
antes en la absoluta irrelevancia de dicho argumento. En
primer lugar, «el consentimiento de toda la humanidad»
no es de ningún modo una condición necesaria de la exis­
tencia del derecho natural. Algunos de los maestros de
derecho natural más reputados han sostenido que, preci­
samente si el derecho natural se considera racional, su
descubrimiento presupone cultivar la razón, por lo que no
podrá ser universalmente conocido: no se debe siquiera es­
perar conocimiento alguno del derecho natural entre los
salvajes.^ En otros términos, por el hecho de probar que no

I. Véase Platón, República, q jó b iz - c z , qyzay-S y 4 5 z c 6 -d i; Laches,


i8 4 d i- i8 5 a 3 ; Hobbes, D e cive, ii, i ; Locke, Two Treatises o f Civil Govern­
ment, vol. I I , see. iz , junto con An Essay on the Human Understanding, vol. i,
cap. ili. Compárese con Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad.
Prefacio; Montesquieu, Espíritu de las leyes, i, i-z ; también Marsilio, Defen­
sor p a d s 11, X I I , 8.
4 2 Capítulo I

existe principio de justicia que no haya sido negado en al­


gún lugar o momento determinado, no se demuestra, sin
embargo, que la negativa en cuestión fuera justificada o ra­
zonable. Además, de siempre es sabido que dependiendo
de la época o del país existen distintas nociones de justicia
predominantes. Resulta, pues, absurdo afirmar que el des­
cubrimiento de un caudal aún mayor de tales nociones por
parte de los estudiosos actuales ha afectado de alguna ma­
nera al problema fundamental. Por encima de todo, el co­
nocimiento de la amplia variedad de nociones de extensión
indefinida sobre el bien y el mal dista tanto de ser incompa­
tible con la idea del derecho natural que constituye la con­
dición esencial para la necesidad de dicha idea: el reconoci­
miento de la variedad de nociones del bien es el incentivo
para la búsqueda del derecho natural. Si el rechazo del de­
recho natural en el nombre de la historia ha de cobrar signi­
ficado alguno, éste no debe basarse en hechos históricos,
sino en una crítica filosófica de la posibilidad, o de la acce­
sibilidad, del derecho natural, una crítica relacionada de
algún modo con la «historia».
La conclusión de la variedad de nociones del bien ante
la inexistencia del derecho natural es tan antigua como la
propia filosofía política. Ésta parece sostener en primer tér­
mino que la variedad de nociones del bien pone de mani­
fiesto la inexistencia del derecho natural o el carácter con­
vencional de todo derecho.“ Denominaremos esta línea de
pensamiento «convencionalismo». A fin de aclarar el signi­
ficado del rechazo actual del derecho natural en el nombre
de la historia, debemos comprender primero la diferencia
existente entre el convencionalismo, por un lado, y ei «sen­
tido histórico» o la «conciencia histórica», por otro, carac­
terística del pensamiento de los siglos x ix y x x .3

2. Aristóteles, Ética a Nicómano, 113 4 0 2 4 -2 7 .


3. El positivismo legal de los siglos x ix y x x no puede identificarse simple-
E l derecho natural y su enfoque histórico 43

El convencionalismo daba por sentado que la distinción


entre naturaleza y convención es la principal de todas las
distinciones, lo que implicaba que la naturaleza reviste una
dignidad incomparablemente más elevada que la conven­
ción o el consenso de la sociedad, o que la naturaleza es la
norma. La tesis según la cual el bien y la justicia son con­
vencionales daba a entender que el bien y la justicia no se
basan en la naturaleza, sino que en el fondo se oponen a
ella, y bunden sus raíces en decisiones arbitrarias, explíci­
tas o implícitas, de las comunidades, que no cuentan con
más fundamento que una especie de acuerdo, un acuerdo
que puede llevar a la paz pero no a la verdad. Por otro lado,
los partidarios de la visión bistórica actual tildan de mítica
la premisa según la cual la naturaleza es la norma; recha­
zan la premisa según la cual la naturaleza reviste una digni­
dad más elevada que cualquier obra del hombre. Por el
contrario, conciben al hombre y sus obras, incluyendo sus
distintas nociones de justicia, tan igualmente naturales
como cualquier otra cosa real, o bien defienden un dualis­
mo básico entre el reino de la naturaleza y el reino de la li­
bertad o la historia. En este último caso presuponen que el
mundo del hombre, de la creatividad humana, se sitúa muy
por encima de la naturaleza. Así pues, no consideran las
nociones del bien y el mal como conceptos esencialmente

mente con el convencionalismo o con el historicismo. Parece, sin embargo,


que su fuerza deriva en el fondo de la premisa historicista de aceptación gene­
ralizada (véase en concreto Karl Bergbohm, Jurisprudenz und Rechtsphilo­
sophie, I , Leipzig, 189 z, pp. 409 ss.). El severo argumento de Bergbohm en
contra de la posibilidad del derecho natural (a diferencia del argumento que
se limita a mostrar las desastrosas consecuencias del derecho natural para el
orden legal positivo) se basa en la «innegable verdad de que no existe nada
eterno y absoluto salvo aquel a quien el hombre no puede comprende^ sino
sólo intuir con espíritu de fe» (p. 4 16 n.), es decir, suponiendo que «los valo­
res en función de los cuales emitimos un juicio crítico sobre ei derecho positi­
vo, histórico... no son sino la progenie de su época y se definen siempre como
históricos y relativos» (p. 450 n.).
44 Capítulo I

arbitrarios. En consecuencia, tratan de descubrir sus cau­


sas, de bacer inteligible su variedad y orden de sucesión; al
relacionarlos con actos de libertad, ponen énfasis en la di­
ferencia fundamental entre libertad y arbitrariedad.
¿Qué significado cobra la diferencia entre la visión an­
tigua y la actual.^ El convencionalismo representa una for­
ma concreta de filosofía clásica. Evidentemente existen
profundas diferencias entre el convencionalismo y la posi­
ción adoptada, por ejemplo, por Platón. Sin embargo, los
adversarios clásicos coinciden en el punto de mayor im­
portancia: ambos admiten que la distinción entre natura­
leza y convención es fundamental, puesto que dicba dis­
tinción está implícita en la idea de filosofía. Filosofar
significa ascender de la caverna a la luz del sol, esto es, a la
verdad. La caverna es el mundo de las opiniones en oposi­
ción al del conocimiento. Las opiniones son en esencia va­
riables. Los hombres no pueden vivir, es decir, no pueden
convivir, si las opiniones no cuentan con la base estable
del consenso social. Pasan a ser entonces opiniones auto­
ritarias, es decir, dogmas públicos o Weltanschauung.
Filosofar significa, por tanto, ascender del dogma público
al conocimiento esencialmente privado. El dogma públi­
co es en principio un intento inadecuado de responder a la
cuestión de la verdad absoluta o del orden eterno.4 Cual­
quier visión inadecuada del orden eterno es, desde el pun­
to de vista del orden eterno, accidental o arbitraria; debe
su validez no a su verdad intrínseca sino a la convención o
al consenso social. La premisa fundamental del conven­
cionalismo no eS, pues, otra que la idea de la filosofía
como medio de comprender lo eterno, una idea que recha­
zan precisamente los adversarios modernos del derecho
natural. A su modo de ver, todo pensamiento humano es
histórico e incapaz, por tanto, de comprender lo eterno.

4. Platón, M ímos, 3 14 b 10 - 3 15 b 2.
E l derecho natural y su enfoque histórico 45

Mientras que para ios clásicos filosofar significa abando­


nar la caverna, para nuestros contemporáneos toda forma
de filosofía pertenece en esencia a un «mundo histórico»,
«cultura», «civilización» o Weltanschauung, es decir, a lo
que Platón llamó en su día la caverna- Denominaremos
esta visión «historicismo».
Anteriormente hemos señalado que el rechazo actual
del derecho natural en el nombre de la historia se basa, no
en hechos históricos, sino en una crítica filosófica de la
posibilidad o la accesibilidad del derecho natural. Ahora
observamos que la crítica filosófica en cuestión no supone
una crítica del derecho natural en particular o de los prin­
cipios morales en general, sino que se trata en realidad de
una crítica del pensamiento humano como tal. No obs­
tante, la crítica del derecho natural desempeñó un papel
crucial en la formación del historicismo.
El historicismo surgió en el siglo x ix bajo la protección
de la creencia según la cual es posible llegar al conoci­
miento, o al menos a la intuición, de lo eterno. Sin embar­
go, dicha doctrina fue minando poco a poco la creencia
que había abrigado en sus orígenes. De repente, irrumpió
en nuestras vidas en su forma consolidada. El génesis del
historicismo se entiende de modo inadecuado. En el esta­
do actual de nuestro conocimiento es difícil determinar en
qué punto del desarrollo contemporáneo se produjo la
ruptura definitiva con el enfoque «no histórico» que pre­
valeció en toda corriente filosófica anterior. En pos de una
orientación sumaria resulta conveniente tomar como pun­
to de partida el momento en el que el movimiento antes
subterráneo emergió a la superficie y comenzó a dominar
las ciencias sociales a plena luz del día. Ese momento mar­
có la aparición de la escuela histórica.
Los pensamientos que guiaron a la escuela histórica
distaban mucho de tener un carácter puramente teórico.
La escuela histórica surgió en reacción a la Revolución
46 Capítulo I

francesa y a las doctrinas del derecho natural que habían


impulsado tal cataclismo. Con su oposición a la violenta
ruptura con el pasado, la escuela histórica hacía hincapié
en lo acertado y necesario de conservar y continuar con el
orden tradicional, lo que podría haberse hecho sin re­
currir a una crítica del derecho natural como tal. A decir
verdad, ei derecho natural premoderno no sancionaba
el peligroso llamamiento del orden establecido, o de la
realidad del momento, al orden racional o natural. Con
todo, los fundadores de la escuela histórica parecían ha­
berse percatado de alguna manera de que la aceptación de
unos principios universales o abstractos, cualesquiera que
éstos sean, produce necesariamente un efecto revolucio­
nario, inquietante y perturbador por lo que al pensamien­
to se refiere, y que dicho efecto es completamente inde­
pendiente de que los principios en cuestión sancionen, en
términos generales, una línea de acción conservadora o
revolucionaria. Esto es así porque el reconocimiento de
los principios universales obliga al hombre a juzgar el or­
den establecido, o la realidad del momento, a la luz del
orden racional o natural; y la realidad del momento es
más verosímil que no cumplir la norma universal e inalte­
rable. 5 El reconocimiento de los principios universales
tiende, pues, a impedir que los hombres se idenfiquen al
cien por cien con el orden social que el destino les depa­
ra, o que lo acepten. Tiende a alinearlos de su lugar en la
tierra, a hacerlos extraños, incluso en la propia tierra.
Al negar la trascendencia, cuando np la existencia, de
las normas universales, los eminentes conservadores que
fundaron la escuela histórica no hacían sino continuar e
incluso agudizar el esfuerzo revolucionario de sus contrin-

5. « ... [les] imperfections [des États], s’ils en ont, comme la seule diversité,
qui est entre eux suffit pour assurer que plusieurs en ont...» (Descartes, Dis­
curso del método. Parte il).
E l derecho natural y su enfoque histórico 47

cantes. Dicho esfuerzo se inspiraba en una noción determi­


nada de lo natural y se dirigía tanto contra lo antinatural o
convencional como contra lo supranatural o espiritual. El
individuo humano debía ser liberado o liberarse a sí mis­
mo de modo que pudiera perseguir no sólo su felicidad
sino su propia versión de la felicidad. Esto significaba, no
obstante, el establecimiento de un fin uniforme y universal
para todos los hombres: el derecho natural de cada indivi­
duo era un derecho que pertenecía por igual a todo hom­
bre como tal. Sin embargo, la uniformidad se consideraba
antinatural y, por tanto, injusta. Resultaba a todas luces
imposible individualizar los derechos en plena concordan­
cia con la diversidad natural de los individuos. La única
clase de derechos que no resultaban incompatibles con la
vida social ni uniformes eran los «históricos»: los derechos
de los ingleses, por ejemplo, en contraposición a los dere­
chos del hombre. La variedad local y temporal parecía
proporcionar un terreno firme y seguro a mitad de camino
entre el individualismo social y la universalidad antinatu­
ral. La escuela histórica no descubrió la variedad local y
temporal de nociones de justicia: no es preciso descubrir lo
obvio. A lo sumo se puede decir que descubrió el valor, el
encanto, la esencia de lo local y lo temporal o que descu­
brió la superioridad de lo local y lo temporal frente a lo
universal. Sería más prudente decir que, radicalizando la
tendencia de pensadores como Rousseau, la escuela histó­
rica sostenía que lo local y lo temporal tenían un valor más
elevado que lo universal. En consecuencia, lo que se consi­
deraba universal se presentaba al fin y ai cabo como deri-,
vado de algo limitado local y temporalmente, como lo lo­
cal y lo temporal in statu evanescendi. La doctrina estoica
sobre el derecho natural, por ejemplo, bien podía aparecer
como un mero reflejo de un estado temporal concreto de
una sociedad local determinada, en su caso, de la disolu­
ción de ia polis griega.
48 Capítulo i

El esfuerzo de los revolucionistas se dirigió contra toda


espiritualidad o trascendencia/ La trascendencia no es un
privilegio de la religión revelada. En el significado original
de la filosofía política adquiría gran revelancia al darse a
entender como la búsqueda del orden natural o del mejor
orden político. El mejor régimen, tal y como Platón y
Aristóteles lo veían, es - y pretende ser- en gran parte dis­
tinto de la realidad del momento o va más allá de cual­
quier orden real. Esta visión de la trascendendia del mejor
orden político sufrió una profunda modificación por el
modo en el que se entendía el «progreso» en el siglo x v i i i ,
si bien aún se mantuvo dentro de esa noción propia de
aquel siglo. Por otra parte, los teóricos de la Revolución
francesa no podrían baber condenado todos o casi todos
los órdenes sociales que babían existido a lo largo de la
historia. Al negar la trascendencia -cuando no la existen­
cia- de las normas universales, la escuela histórica destru­
yó la única base sólida de todo esfuerzo por trascender la
realidad. El historicismo puede describirse, por tanto,
como una forma mucho más extrema de terrenidad mo­
derna de lo que había sido el radicalismo francés del siglo
X V I I I . De hecho, obraba como si pretendiera que los
hombres se familiarizasen completamente con «este mun­
do». Habida cuenta de que los principios universales
hacen cuando menos de la mayoría de los hombres seres
potencialmente sin hogar, desestimaba los principios
universales en favor de los principios históricos. A su jui­
cio, mediante la comprensión de su pasado, su legado y su

6. En cuanto a la tensión existente entre el interés por la historia de la especie


humana y el interés por la vida más allá de la muerte, véase la proposición 9
de Kant, «Idea for a Universal History with Cosmopolitan Intent» (The Phi­
losophy o f Kant, ed. C. J. Friedrich, Modern Library, p. 130). Véase también
la tesis de Herder, de influencia consabida en el pensamiento histórico del si­
glo X I X , con «los cinco actos están en esta vida» (véase M . Mendelssohn, G e­
sammelte Schriften, Jubiläums-Ausgabe, III, I , p p . xxx-xxxil).
E l derecho natural y su enfoque histórico 49

situación histórica, los hombres podrían alcanzar princi­


pios que serían tan objetivos como pretendían ser aque­
llos que había defendido la anterior filosofía política
prehistoricista, con 1a diferencia de que no serían abstrac­
tos ni universales, ni por tanto perjudiciales para las ac­
ciones sensatas o para una vida verdaderamente humana,
sino concretos o particulares, principios que se adaptarían
a una época o nación determinada, principios relaciona­
dos con una época o nación determinada.
En su intento por descubrir valores que, además de ob­
jetivos, estuvieran relacionados con una situación históri­
ca en particular, la escuela histórica asignó a los estudios
históricos una importancia mucho mayor de la que nunca
antes habían tenido. Sin embargo, su noción de lo que se
podía esperar de dichos estudios no era el resultado de los
estudios históricos en sí sino de los supuestos procedentes
directa o indirectamente de la doctrina del derecho natu­
ral del siglo X V I I I . La escuela histórica presuponía la exis­
tencia de mentalidades populares, es decir, daba por sen­
tado que las naciones o los grupos étnicos son unidades
naturales, o presuponía la existencia de leyes generales de
la evolución histórica, o bien combinaba ambos supues­
tos. No tardó en hacerse patente que existía un conflicto
entre los supuestos que habían dado un impulso decisivo
a los estudios históricos y los resultados, así como las ne­
cesidades, de una auténtica comprensión histórica. En el
momento en el que se abandonaron tales postulados, la
etapa inicial del historicismo llegó a su fin.
El historicismo pasó entonces a entenderse como una
forma concreta de positivismo, esto es, de la escuela que
sostenía que la teología y la metafísica habían sido su­
plantadas definitivamente por la ciencia positiva o que
identificaba el conocimiento auténtico de la realidad con
el conocimiento que proporcionaban las ciencias empí­
ricas. El positivismo propiamente dicho había definido
50 Capitulo I

«empírico» en los términos de los procedimientos de las


ciencias naturales. No obstante, existía un contraste in­
dudable entre el modo en que ei positivismo propiamen­
te dicbo trataba los temas bistóricos y el modo en que
los trataban los historiadores guiados realmente por los
procedimientos empíricos. Era precisamente en los intere­
ses del conocimiento empírico donde se hacía preciso in­
sistir en que los métodos de la ciencia natural no se consi­
deraran aptos para los estudios históricos. Además, lo que
la sociología y la psicología «científica» tuvieran que de­
cir sobre el hombre demostraba ser trivial y pobre en com­
paración con lo que podía aprenderse de los grandes his­
toriadores. Dicho razonamiento llevó a pensar que la
historia proporcionaba el único conocimiento empírico
-y por tanto el único con fundamento- de la verdadera
esencia del hombre, del hombre como tal: de su grandeza
y su miseria. Dado que todo fin humano parte del hom­
bre y regresa a él, el estudio empírico de la humanidad
podía verse justificado al otorgarse una dignidad más ele­
vada que cualquier otro estudio de la realidad. La histo­
ria, desvinculada ésta de todo postulado equívoco o meta-
físico, se convirtió en la autoridad suprema.
No obstante, la historia demostró su absoluta incapaci­
dad para mantener la promesa que había sostenido la es­
cuela histórica. La escuela histórica había logrado des­
acreditar los principios universales o abstractos, con la
defensa de los estudios históricos como medio revelador
de valores particulares o concretos, pero, aun así, el histo­
riador imparcial hubo de confesar su falta de aptitud para
inferir norma alguna de la historia: ya no quedaban nor­
mas objetivas. La escuela histórica había ocultado el he­
cho de que los valores particulares o históricos podrían
cobrar autoridad únicamente en caso de que un principio
universal impusiera la obligación al individuo de aceptar
o de plegarse a los valores sugeridos por la tradición o la
E l derecho natural y su enfoque histórico 51

situación que le hubiera moldeado. Sin embargo, ningún


principio universal sancionaría nunca la aceptación de
todo valor histórico o de toda causa victoriosa: someterse
a la tradición o apuntarse a «la ola del futuro» no es en
absoluto mejor - a decir verdad, nunca lo es- que quemar
lo que uno ha venerado u oponerse al «curso de la histo­
ria». En consecuencia, todo valor sugerido por la historia
como tal demostró ser en esencia ambiguo y, por tanto,
indigno de ser considerado como valor propiamente di­
cho. Para el historiador imparcial, «el proceso histórico»
se revelaba como una red sin sentido tejida por lo que los
hombres hacían, producían y pensaban -tan sólo por
pura casualidad-, una historia contada por un idiota. Los
valores históricos, valores provocados por este proceso
sin sentido, no podían reclamar por más tiempo su santifi­
cación por parte de los poderes sagrados tras ese proceso.
Los únicos valores que no sucumbieron fueron los que po­
seían un carácter puramente subjetivo, valores que no
contaban con más apoyo que el libre albedrío del indivi­
duo. Ningún criterio objetivo daría pie en lo sucesivo a la
distinción entre buenas y malas elecciones. El historicismo
culminó en el nihilismo. El intento por hacer que los hom­
bres se familiarizasen completamente con este mundo fi­
nalizó en el desamparo absoluto del ser humano.
La idea de que «el proceso histórico» es una red sin
sentido o de que no existe tal cosa como el «proceso his­
tórico» no es nueva. Se trataba básicamente de la visión
clásica, la cual, a pesar de granjearse una oposición consi­
derable por parte de distintos sectores, conservaba aún su
fuerza en el siglo xv ii i. La consecuencia nihilista del his­
toricismo pudo haber desembocado en un regreso a la an­
tigua visión prehistoricista. Pero el rotundo fracaso de la
pretensión práctica del historicismo, según la cual se po­
día reconducir la vida con una orientación mucho mejor
y más firme que la que en el pasado había ofrecido el pen­
52 Capítulo I

samiento prehistoricista, no destruyó el prestigio de la su­


puesta revelación teórica debida al bistoricismo. El am­
biente creado por el bistoricismo y por su fracaso en la
práctica fue interpretado como la experiencia inaudita de
la situación real del bombre como tal, una situación que
en el pasado el propio bombre se babía ocultado a sí mis­
mo con su creencia en principios universales e inmuta­
bles. En contraposición a la visión anterior, los historicis-
tas seguían atribuyendo una importancia crucial a la
visión del bombre derivada de los estudios bistóricos, que
como tales se ocupan particular y primordialmente no de
lo permanente ni lo universal sino de lo variable y lo úni­
co. La historia como tal parece presentarnos el patético
espectáculo de una vergonzosa variedad de pensamientos
y creencias y, ante todo, la extinción de todo pensamiento
o creencia defendido alguna vez por los hombres. Parece
mostrar que todo pensamiento humano es dependiente de
contextos históricos únicos que son precedidos por con­
textos más o menos diferentes y que se distinguen de sus
antecedentes de un modo básicamente imprevisible. Los
cimientos del pensamiento humano reposan sobre una
base de experiencias y decisiones imprevisibles. Habida
cuenta de que todo pensamiento humano responde a una
situación histórica determinada, todo pensamiento hu­
mano está abocado a perecer con la situación a la que
responde y a ser suplantado por pensamientos nuevos e
imprevisibles.
La argumentación historicista se jacta hoy de contar
con un amplio apoyo de los hechos históricos, o incluso
de expresar un hecho evidente. No obstante, de ser este
hecho tan evidente, cuesta entender como pudo haber es­
capado a la atención de ios pensadores más destacados
del pasado. En cuanto a los hechos históricos, resulta a to­
das luces insuficiente para sostener la argumentación his­
toricista. La historia nos enseña que una visión determi­
E l derecho natural y su enfoque histórico 53

nada se abandona en favor de otra visión por parte de to­


dos los hombres, o de todos los hombres competentes, o
quizá sólo por parte de los hombres más relevantes; no
nos enseña a discernir si se trata de un cambio razonable o
si la visión rechazada merecía serlo. Sólo un análisis im­
parcial de la visión en cuestión -un análisis que no quede
deslumbrado por la victoria o paralizado por la derrota
de los partidarios de la visión analizada- podría enseñar­
nos algo relativo al valor de dicha visión y, por tanto, rela­
tivo al significado del cambio histórico. Si la doctrina his­
toricista pretende tener cierta solidez, no debe basarse en
la historia sino en la filosofía, en un análisis filosófico que
demuestre que todo pensamiento humano depende, en de­
finitiva, de un sino oscuro y veleidoso y no de principios
manifiestos que resulten accesibles para el hombre como
tal. El estrato primordial del análisis filosófico se basa en
una «crítica de la razón» que supuestamente demuestre la
imposibilidad de la metafísica teórica y de la ética filosófi­
ca o del derecho natural. Una vez que pueda darse por
sentado que todas las visiones metafísicas y éticas son en
rigor insostenibles, es decir, insostenibles en cuanto a su
pretensión de definirse como verdaderas sin más, su des­
tino histórico no será sino el merecido. Resulta pues ad­
misible, aunque no demasiado importante, proceder a re­
lacionar el predominio, en distintos momentos de la
historia, de distintas visiones éticas o metafísicas con las
épocas en las que se mantuvieron vigentes, lo que sigue sin
alterar, no obstante, la autoridad de las ciencias positivas.
El segundo estrato del análisis filosófico que subyace bajo
el historicismo es la prueba de que las ciencias positivas
sirven de base a los fundamentos metafísicos.
Tomada por sí sola, esta crítica filosófica del pensa­
miento científico y filosófico -una continuación de los es­
fuerzos de Elume y Kant- desembocaría en el escepticis­
mo. Pero el escepticismo y el historicismo son dos cosas
54 Capítulo I

completamente diferentes. El escepticismo se considera en


principio contemporáneo al pensamiento humano, mien­
tras que el historicismo se considera perteneciente a una
situación histórica determinada. Para los escépticos, toda
afirmación es incierta y, por tanto, arbitraria en esencia;
para los bistoricistas, en cambio, las afirmaciones que im­
peran en distintas épocas y en distintas civilizaciones dis­
tan mucho de ser arbitrarias. El bistoricismo deriva de
una tradición no escéptica, aquella tradición moderna que
trató de definir los límites del conocimiento humano y
que, por ello, admitió que el conocimiento auténtico es
posible, dentro de ciertos límites. A diferencia de todo es­
cepticismo, el bistoricismo se basa, aunque sólo sea en
parte, en una crítica del pensamiento humano que preten­
de articular lo que se conoce como «la experiencia de la
historia».
Ningún hombre competente de nuestra época conside­
raría verdadera sin más la doctrina completa de un pensa­
dor del pasado, cualquiera que éste fuese. La experiencia
ha demostrado en todos los casos que el impulsor de la
doctrina daba por sentado cosas que no debería haber
dado o que desconocía ciertos hechos o posibilidades que
fueron descubiertas en una época posterior. Hasta ahora
no ha existido pensamiento alguno que no baya necesita­
do someterse a revisiones radicales o que no haya resul­
tado incompleto o limitado en aspectos cruciales. Ade­
más, si consideramos el pasado, observamos en principio
que todo progreso del pensamiento en una dirección se
producía a costa de un retroceso del pensamiento en otro
aspecto: cuando una limitación determinada se superaba
gracias a un avance del pensamiento, ciertas consideracio­
nes importantes en el pasado sucumbían al olvido como
consecuencia de dicho avance. Así pues, lo que se produ­
cía generalmente no era un avance, sino un mero cambio
de una clase de limitación a otra. Observamos, en definiti-
E l derecho natural y su enfoque histórico 55

va, que las limitaciones más relevantes del pensamiento


pasado eran de tal índole que los pensadores de la época
no tenían posibilidad alguna de superarlas; sin mencionar
otras consideraciones, todo esfuerzo de pensamiento diri­
gido a superar ciertas limitaciones conduce a su vez a la
ceguera en otros aspectos. Resulta lógico suponer que lo
que ba ocurrido siempre basta ahora sucederá una y otra
vez en el futuro. Ei pensamiento humano se encuentra li­
mitado en sí de tai forma que sus limitaciones varían de
una situación histórica a otra y que no hay esfuerzo hu­
mano que consiga superar la limitación propia del pensa­
miento de una época determinada. Siempre se han dado, y
siempre se darán, cambios de perspectiva sorprendentes
y completamente inesperados que logran modificar de
forma radical el significado de todo conocimiento adqui­
rido en el pasado. Ningún punto de vista del todo, y en
concreto de la vida humana en su totalidad, puede atri­
buirse el título de definitivo o de valor universal. Toda
doctrina, aunque parezca definitiva, se verá suplantada
tarde o temprano por otra doctrina. No existe razón algu­
na para dudar de que los pensadores del pasado se plante­
aban reflexiones que son y seguirán siendo completamen­
te inaccesibles para nosotros, por mucho interés que
pongamos en el estudio de sus obras, puesto que nuestras
limitaciones nos impiden siquiera suponer la posibilidad
de las reflexiones en cuestión. Dado que las limitaciones
del pensamiento humano son en esencia insondables, no
tiene sentido alguno concebirlas en términos de condicio­
nes sociales y económicas, entre otras, es decir, en térmi­
nos de fenómenos conocibles o analizables: las limitacio­
nes del pensamiento humano las depara el destino.
El argumento historicista tiene cierta credibilidad que
puede explicarse fácilmente por la preponderancia del
dogmatismo en el pasado. No podemos olvidar la protes­
ta de Voltaire: «Nous avons des bacheliers qui savent tout
56 Capítulo I

ce que ces grands hommes ignoraient»/ Aparte de esto,


muchos pensadores de primer orden han pronunciado
doctrinas globales que a su juicio resultaban definitivas en
todos los aspectos de importancia capital, doctrinas que
siempre han demostrado la necesidad de someterse a una
revisión radical. Debemos, pues, acoger el bistoricismo
como un aliado en nuestra lucha contra el dogmatismo.
No obstante, el dogmatismo - o la tendencia a «identificar
el fin de nuestro razonamiento con el punto donde el can­
sancio nos hace desistir de seguir pensando»-® es tan pro­
pio dei hombre que difícilmente quedará reducido a un
dominio del pasado. Nos vemos obligados a sospechar
que el bistoricismo es la apariencia que le gusta adoptar al
dogmatismo en nuestra época. Nos parece que lo que se
conoce como la «experiencia de la historia» es una pano­
rámica a vista de pájaro de la historia del pensamiento,
puesto que dicba historia se veía bajo la influencia con­
junta de la creencia en el progreso necesario (o en la impo­
sibilidad de regresar al pensamiento del pasado) y de la
creencia en el valor supremo de la diversidad y la unicidad
(o de un mismo derecho en todas las épocas y civilizacio­
nes). Si bien el bistoricismo radical no parece precisar ya
de dichas creencias, nunca ha llegado a plantearse si la
«experiencia» a la que se refiere no es resultado de tales
creencias cuestionables.
Cuando se habla de la «experiencia» de la historia,
se supone que dicha «experiencia» es una percepción de
conjunto que surge del pensamiento histórico pero que no
puede reducirse a éste, puesto que el pensamiento históri­
co resulta siempre sumamente fragmentario y con fre­
cuencia muy incierto, mientras que la supuesta experien­
cia es, al parecer, global y cierta. Con todo, difícilmente

7. «Âme», Dictionnaire philosophique, ed. J. Benda, i, p. 19.


8. Véase ía carta de Lessing a Mendeissohn dei 9 de enero de 1 7 7 1.
E l derecho natural y su enfoque histórico 57

puede dudarse que la supuesta experiencia se base en defi­


nitiva en una serie de observaciones bistóricas. La cues­
tión, por tanto, reside en dilucidar si dicbas observaciones
autorizan a uno a afirmar que la adquisición de nuevas
percepciones relevantes conduce forzosamente al olvido
de las anteriores y que los pensadores del pasado no po­
dían tener en cuenta de ninguna manera posibilidades
fundamentales que llegarían a convertirse en el centro de
atención en épocas posteriores. Resulta a todas luces falso
decir, por ejemplo, que Aristóteles no se podría baber
imaginado la injusticia de la esclavitud, puesto que sí lo
bizo. Sin embargo, es posible afirmar que no se podría ba­
ber imaginado un estado mundial. La razón para ello es
que el estado mundial presupone un desarrollo tecnológi­
co que Aristóteles nunca podría baber concebido. Dicho
desarrollo tecnológico requeriría a su vez que la ciencia se
considerara fundamentalmente como una actividad al ser­
vicio de la «conquista de la naturaleza» y que la tecnolo­
gía se emancipara de toda clase de supervisión moral o
política. Aristóteles no podía concebir un estado mundial
porque tenía la certeza absoluta de que la ciencia es esen­
cialmente teórica y la liberación de la tecnología del con­
trol moral y político generaría consecuencias desastrosas:
la fusión de la ciencia y las artes con el progreso ilimitado
e incontrolado de la tecnología ha hecho de la tiranía uni­
versal y perpetua una grave amenaza. Sólo un hombre im­
prudente osaría decir que la visión de Aristóteles -esto es,
sus respuestas a las preguntas de si la ciencia es o no esen­
cialmente teórica o de si el progreso tecnológico necesita o
no un estricto control moral o político - se ha visto refuta­
da. Pero se piense lo que se piense acerca de sus respues­
tas, lo cierto es que las cuestiones fundamentales a las que
responde son idénticas a las cuestiones fundamentales
que suscitan de inmediato nuestro interés hoy en día. Al
darnos cuenta de ello, comprendemos al mismo tiempo
58 Capítulo I

que la época en la que las cuestiones fundamentales de


Aristóteles se tachaban de obsoletas acusaba una falta total
de claridad acerca de cuáles eran los temas fundamentales.
Lejos de legitimizar la inferencia historicista, la historia
parece más bien demostrar que todo pensamiento huma­
no, y por descontado todo pensamiento filosófico, se inte­
resa por los mismos temas o problemas fundamentales, y
que por tanto existe un marco inmutable que persiste en
todos los cambios del conocimiento humano tanto sobre
los hechos como sobre los principios. Dicha inferencia es
obviamente compatible con el hecho de que la claridad
con relación a estos problemas, la aproximación a los
mismos y las soluciones sugeridas al respecto varían más
o menos dependiendo del pensador o de la época. Si los
problemas fundamentales persisten en todo cambio histó­
rico, el pensamiento humano es capaz de superar su limi­
tación histórica o de traspasar las fronteras de lo históri­
co. Éste sería el caso incluso si fuera verdad que todos los
intentos por solucionar estos problemas están llamados al
fracaso debido a la «historicidad» de «todo» pensamiento
humano.
Dejar las cosas así equivaldría a reconocer la imposibi­
lidad del derecho natural. No puede existir el derecho na­
tural si todo lo que el hombre pudiera saber sobre el bien
fuera el problema del bien, o si la cuestión de los princi­
pios de justicia admitiera una variedad de respuestas que
se excluyen mutuamente, de las cuales ninguna podría de­
mostrar ser superior a las demás. No puede existir el dere­
cho natural si el pensamiento humano, a pesar de su esta­
do esencialmente incompleto, no es capaz de resolver el
problema de los principios de justicia de un modo auténti­
co y, por tanto, universal. Dicho en términos más genera­
les, no puede existir el derecho natural si el pensamiento
humano no es capaz de adquirir un conocimiento auténti­
co y universalmente válido y definitivo dentro de un ám­
E l derecho natural y su enfoque histórico 59

bito limitado o un conocimiento auténtico acerca de unos


temas determinados. El bistoricismo no puede negar esta
posibilidad, pues su propia pretensión implica la acepta­
ción de la misma. Al afirmar que todo pensamiento bu-
mano, o al menos todo pensamiento bumano relevante, es
bistórico, el bistoricismo admite que el pensamiento bu-
mano es capaz de adquirir una percepción de mayor im­
portancia que sea universalmente válida y que no se verá
afectada por ninguna sorpresa futura. La tesis historicista
no es una argumentación aislada, pues resulta inseparable
de la visión de la estructura esencial de la vida humana.
Esta visión tiene el mismo carácter o la misma pretensión
transhistórica que cualquier doctrina sobre el derecho na­
tural.
La tesis histórica se ve expuesta entonces a una dificul­
tad patente que no puede resolverse sino sólo evadirse u
ocultarse por medio de consideraciones de carácter más
sutil. El bistoricismo afirma que toda creencia o pensa­
miento humano es histórico, y por ello está merecidamen­
te llamado a perecer. Sin embargo, el bistoricismo en sí es
un pensamiento humano, por lo tanto, sólo puede poseer
una vigencia temporal, o dicho en otros términos, no pue­
de considerarse verdadero sin más. Sostener la tesis histo­
ricista significa ponerla en duda y, por tanto, superarla.
A decir verdad, el bistoricismo se atribuye el logro de haber
sacado a la luz una verdad que ha resultado ser duradera,
una verdad válida para toda línea de pensamiento, para
todas las épocas; por mucho que haya cambiado y cambie
el pensamiento, nunca dejará de ser histórico. Por lo que
se refiere a la visión decisiva sobre el carácter esencial del
pensamiento humano y, con ello, sobre el carácter esencial
o la limitación de la humanidad, la historia ha llegado a su
fin. El historicista no se perturba ante la posibilidad de
que el bistoricismo se vea sustituido en un momento dado
por la negativa del bistoricismo. Tiene la certeza de que
6o Capítulo I

tal cambio significaria una recaída del pensamiento hu­


mano en su engaño más convincente. El historicismo se
alimenta del hecho de caer en la incongruencia de eximir­
se de su propio veredicto sobre todo pensamiento huma­
no, La tesis historicista se contradice a sí misma o resulta
absurda. No podemos ver el carácter histórico de «todo»
pensamiento -es decir, de todo pensamiento con la salve­
dad de la visión historicista y sus implicaciones- sin tras­
cender de la historia, sin traspasar las fronteras de lo his­
tórico.
Si identificamos todo pensamiento que sea radicalmente
histórico con una «visión global del mundo» o con una
parte de dicha visión, diremos entonces que el historicismo
no es en sí una visión global del mundo sino un análisis de
todas las visiones globales del mundo, una explicación del
carácter esencial de todas esas visiones. El pensamiento
que reconoce la relatividad de todas las visiones globales
posee un carácter distinto al pensamiento que se encuentra
dominado por una visión global, o que la ha adoptado. El
primero se define como absoluto y neutral, el último como
relativo y sometido. El primero constituye una visión teó­
rica que traspasa los límites de la historia, el último es el re­
sultado de una designio fatídico.
El historicista radical se niega a admitir el carácter
transhistórico de la tesis historicista, al tiempo que reco­
noce lo absurdo del historicismo incondicional en su cali­
dad de tesis teórica. Rechaza, por tanto, la posibilidad de
un análisis teórico u objetivo -que como tal sería transhis­
tórico- sobre las diversas visiones globales o los distintos
«mundos históricos» o «culturas». Dicbo rechazo tuvo su
origen de modo decisivo en el ataque de Nietzsche hacia el
historicismo decimonónico, que se definía como una vi­
sión teórica. De acuerdo con Nietzsche, el análisis teórico
de la vida humana que advierte la relatividad de todas las
visiones globales y, en consecuencia, las desestima baria
E l derecho natural y su enfoque histórico 61

de la vida humana algo imposible, puesto que destruiría la


atmósfera protectora que posibita el desarrollo de la vida,
la cultura o la actividad por sí sola. Además, dado que el
análisis teórico se basa en un terreno externo a la vida,
nunca será capaz de entenderla. El análisis teórico de la
vida es evasivo y funesto para con el compromiso, cuando
la vida significa precisamente compromiso. Para evitar el
peligro de la vida, Nietzsche podía elegir entre dos opcio­
nes: insistir en el carácter estrictamente esotérico del aná­
lisis teórico de la vida -es decir, recuperar la noción plató­
nica del engaño noble- o bien negar la posibilidad de la
teoría propiamente dicha y, por tanto, concebir el pensa­
miento como algo supeditado o dependiente de la vida o
el destino. Si no el propio Nietzsche, sus discípulos acaba­
ron decantándose por la segunda alternativa.9
La tesis del bistoricismo radical puede formularse de la
siguiente manera. Todo entendimiento o conocimiento,
aunque limitado y «científico», presupone un marco de
referencia, esto es, un horizonte, una visión global dentro
de la cual se produzca el entendimiento y el conocimiento.
Unicamente una visión global permite desarrollar la capa­
cidad de observación, de orientación. La visión global del
todo no puede ser validada por la razón, pues constituye
la base de todo razonamiento. Así pues, existe una varie­
dad de visiones globales, tan legítimas unas como las
otras, entre las cuales debemos decantarnos por una sin
valernos de la razón. Es absolutamente necesario elegir
una de ellas; no se contempla la neutralidad o la suspen-

9. Para entender esta opción, debe tenerse en cuenta su relación con la afini­
dad de Nietzsche con «Calicles», por un lado, y su preferencia por la «vida
trágica» a la vida teórica, por otro (véase Platón, Gorgias, 4 8 id , 502b ss., y
Las leyes, 6^8dz-^; compárese con Nietzsche, Vom Nutzen und Nachteil der
Historie für das Leben, Insel-Bücherei, p. 73). Este pasaje revela con claridad
la significación del hecho de que Nietzsche adoptara lo que se podía conside­
rar la premisa fundamental de la escuela histórica.
6 2 Capítulo I

sión de juicio. Nuestra elección no cuenta con más apoyo


que ella misma, ni con el respaldo de ninguna certeza teó­
rica u objetiva; tan sólo nuestra propia elección la separa
de la nada, la ausencia total de significado. En rigor, no
podemos elegir entre distintas visiones. El destino nos im­
pone una sola visión global: el horizonte en el cual se des­
arrolla todo entendimiento y orientación viene marcado
por el destino del individuo o de su sociedad. Todo pensa­
miento humano depende del destino, de algo que el pen­
samiento no puede dominar y a cuyas obras no puede an­
ticiparse. Con todo, el apoyo del horizonte que marca el
destino representa, en definitiva, la elección del individuo,
habida cuenta de que éste debe acabar aceptando dicho
destino. Somos libres en el sentido de que tenemos liber­
tad para elegir entre sufrir la visión del mundo y los valo­
res que nos vienen impuestos por designio del destino o
bien entregarnos a una seguridad ilusoria o caer en la de­
sesperación.
El historicista radical sostiene, por tanto, que un pen­
samiento comprometido o «histórico» en sí sólo se revela
a otro pensamiento comprometido o «histórico» en sí y,
ante todo, que el verdadero significado de la «historici­
dad» de todo pensamiento genuino sólo se revela al pen­
samiento comprometido o «histórico» en sí. La tesis his­
toricista expresa una experiencia fundamental que, por su
naturaleza, es incapaz de expresarse de manera apropiada
en el nivel del pensamiento no comprometido o imparcial.
Es posible que los hechos que prueban dicha experiencia
no parezcan demasiado claros, pero no pueden ser des­
truidos arguyendo las inevitables dificultades que por
lógica sufren todas las expresiones de tales experiencias.
Con una visión de su experiencia fundamental, el histori­
cista radical niega que el carácter definitivo y, en este sen­
tido, transhistórico de la tesis historicista suscite dudas
sobre el contenido de dicha tesis. La percepción definitiva
E l derecho natural y su enfoque histórico 63

e irrevocable del carácter bistórico de todo pensamiento


trascendería de la historia sólo en caso de que dicha per­
cepción fuera accesible para el hombre como tal y, por
tanto, en principio, en cualquier época. Sin embargo, si
responde a una situación histórica determinada no tras­
ciende de la historia, y así sucede en este caso: la situación
no es meramente la condición de la percepción historicista
sino su origen.^®
Toda doctrina sobre el derecho natural sostiene que los
fundamentos de la justicia son, en principio, accesibles
para el hombre como tal. Se supone, por tanto, que una
verdad de importancia capital puede ser, en principio, ac­
cesible para el hombre como tal. Al negar dicho postula­
do, el bistoricismo radical afirma que la percepción básica
de la limitación esencial de todo pensamiento humano no
es accesible para el hombre como tal, o bien que no es el
resultado del progreso o de la labor del pensamiento hu­
mano, sino un don imprevisible del insondable destino. Al
destino se debe que la dependencia esencial del destino
por parte del pensamiento se descubra hoy y no en tiem­
pos pasados. El bistoricismo coincide en este sentido con
cualquier otra línea de pensamiento, pues también depen­
de del destino; sin embargo, se distingue en que, gracias al
destino, ha puesto de manifiesto la dependencia del desti­
no por parte del pensamiento. Ignoramos por completo
las sorpresas que nos deparará el destino en las generacio­
nes venideras; tal vez nos oculte de nuevo lo que nos reve­
ló en su día, si bien esto no debilitará la verdad de dicha
revelación. No es preciso traspasar los límites de la histo­
ria para percatarse del carácter histórico de todo pensa­
miento: existe un momento privilegiado, un momento ab-

10 . La diferencia entre «condición» y «origen» corresponde a la distinción


que Aristóteles establece en el primer volumen de Metafísica entre la «histo­
ria» de la filosofía y la historia historicista.
64 Capítulo I

soluto en- el proceso histórico, un momento en el que el ca­


rácter esencial de todo pensamiento adquiere transparen­
cia. Al eximirse de su propio veredicto, el historicismo se
presenta como un mero reflejo del carácter de la realidad
histórica o como una constatación de los hechos; el carác­
ter contradictorio de la tesis historicista no debería atri­
buirse al bistoricismo, sino a la realidad.
La asunción de un momento absoluto en la historia
resulta esencial para el bistoricismo. Con ello, dicha
corriente sigue subrepticiamente el precedente establecido
por Hegel en términos clásicos. En su doctrina Hegel pos­
tula que toda filosofía es la expresión conceptual del espí­
ritu de su época, si bien defiende la verdad absoluta de su
propio sistema filosófico atribuyendo un carácter absolu­
to a su época; Hegel daba por sentado que su época repre­
sentaba el fin de la historia y, por tanto, el momento abso­
luto. El bistoricismo niega explícitamente que ei fin de la
historia haya llegado, si bien implícitamente afirma lo
contrario: ningún cambio de orientación futuro podrá po­
ner en duda de forma legítima la visión crucial de la inelu­
dible dependencia del destino por parte del pensamiento
y, con ello, del carácter esencial de la vida humana; desde
un punto de vista concluyente, ha llegado el final de la his­
toria -esto es, de la historia del pensamiento. No obstan­
te, uno no puede limitarse a dar por sentado que vive o
piensa en el momento absoluto, sino que debe mostrar la
manera en la que el momento absoluto puede reconocerse
como tal. Según Hegel, el momento absoluto es aquel en
el que la filosofía, o la búsqueda del conocimiento, se
transforma en conocimiento, es decir, el momento en el
que se resuelven por completo los enigmas fundamenta­
les. El bistoricismo, sin embargo, se defiende o se rebate
con la negación de la posibilidad de la metafísica teórica
y de la ética filosófica o el derecho natural, con la nega­
ción de la solubilidad de los enigmas fundamentales. Se­
E l derecho natural y su enfoque histórico 65

gún el historicismo, por tanto, el momento absoluto debe


ser aquel en el que el carácter insoluble de los enigmas
fundamentales se hace totalmente patente o en el que se
desvela el engaño fundamental de la mente humana.
Sin embargo, es posible que ante el descubrimiento del
carácter insoluble de los enigmas fundamentales, la com­
prensión de dichos enigmas se siguiera viendo como el ob­
jetivo de la filosofía, en cuyo caso uno se limitaría a reem­
plazar una filosofía no historicista y dogmática por una
filosofía no historicista y escéptica. El historicismo va más
allá del escepticismo, pues presupone que la filosofía, en
el sentido original y más amplio del término, es decir, el
intento de sustituir opiniones sobre el todo por medio del
conocimiento del todo, no sólo es incapaz de lograr su ob­
jetivo sino que resulta absurda, ya que la propia idea de fi­
losofía está basada en premisas dogmáticas, esto es, arbi­
trarias, o, dicho de un modo más explícito, en premisas
que sólo son «históricas y relativas». Por tanto, si la filo­
sofía, o el intento de sustituir opiniones por medio del co­
nocimiento, se basa en meras opiniones, la filosofía es ab­
surda.
A continuación, se exponen los intentos más destacados
de determinar el carácter dogmático y, por tanto, arbi­
trario o históricamente relativo de la filosofía propiamente
dicha. La filosofía, o el intento de sustituir opiniones so­
bre el todo por medio del conocimiento del todo, presu­
pone que el todo es conocible, esto es, inteligible. Dicho
supuesto tiene como consecuencia la identificación del
todo en sí con el todo en la medida en que es inteligible o
en la medida en que puede convertirse en objeto, es decir,
la identificación del «ser» con lo «inteligible» o con un
«objeto». Dicho supuesto lleva a la indiferencia dogmáti­
ca por todo lo que no puede convertirse en objeto, a saber,
en un objeto para el sujeto racional, o la indiferencia dog­
mática por todo lo que no puede llegar a dominar el suje­
66 Capítulo I

to. Por otra parte, decir que el todo es conocible o inteligi­


ble equivale a afirmar que el todo posee una estructura
permanente o que el todo como tal es inmutable o se man­
tiene siempre igual. En tal caso, es posible en principio
predecir cómo será el todo en cualquier época futura: el
futuro del todo puede anticiparse por medio del pensa­
miento. El supuesto mencionado parece hundir sus raíces
en 1a identificación dogmática de «ser» en su sentido más
elevado con «ser siempre», o en el hecho de que la filoso­
fía entiende «ser» de tal modo que en su sentido más ele­
vado significa «ser siempre». Se dice que el carácter dog­
mático de la premisa básica de la filosofía viene revelado
por el descubrimiento de la historia o de la «historicidad»
de la vida humana. El significado de dicbo descubrimien­
to puede expresarse en tesis como las siguientes: lo que se
conoce como el todo, en realidad, nunca deja de estar in­
completo y, por tanto, no constituye exactamente un
todo; el todo cambia en esencia de tal manera que no se
puede predecir su futuro; el todo tal y como es en sí escapa
siempre a nuestra comprensión, es decir, no es inteligible; el
pensamiento humano depende básicamente de algo a lo que
no es posible anticiparse, algo que nunca se convertirá en un
objeto ni podrá ser dominado por ningún sujeto; «ser» en
su sentido más elevado no significa -o , de cualquier modo,
no significa necesariamente- «ser siempre».
Ni siquiera podemos tratar de discutir dichas tesis.
Nuestro deber se reduce a dejarlas con la siguiente obser­
vación. El bistoricismo radical nos obliga a percatarnos
del hecho de que la propia idea del derecho natural presu­
pone la posibilidad de la filosofía en ei sentido original y
más amplio de la palabra. Nos obliga al mismo tiempo a
percatarnos de la necesidad de una reconsideración im­
parcial de las premisas más elementales cuya vigencia pre­
supone la filosofía. La cuestión de la vigencia de dichas
premisas no puede resolverse con sólo adoptar o aferrarse
E l derecho natural y su enfoque histórico 6j

a una tradición más o menos persistente de la filosofía,


pues se sirven de la esencia de las tradiciones para cubrir u
ocultar sus humildes cimientos erigiendo impresionantes
edificios sobre ellas. Debemos abstenernos de decir o
hacer nada que pudiera dar pie a creer que la reconside­
ración imparcial de las premisas más elementales de la
filosofía no es más que un mero asunto histórico o acadé­
mico. No obstante, hasta llevar a cabo dicha reconsidera­
ción, el tema del derecho natural no puede sino conside­
rarse una cuestión abierta.
Pues no podemos suponer que sea el historicismo el que
haya acabado por solucionar este tema. La «experiencia
de la historia» y la experiencia menos ambigua de la com­
plejidad de las cuestiones humanas pueden difuminar,
pero no borrar por completo la prueba de esas sencillas
experiencias relativas al bien y al mal que residen en el
fondo de la argumentación filosófica y que demuestran la
existencia de un derecho natural. El historicismo hace
caso omiso de dichas experiencias o bien las tergiversa.
Por otra parte, el intento más concienzudo de determinar
el historicismo culminó en la afirmación de que en caso de
no existir seres humanos, podría haber entia, pero no
esse, es decir, que puede haber entia sin que haya esse..
Existe una relación evidente entre esta afirmación y el re­
chazo de la visión según la cual «ser» en su sentido más
elevado significa «ser siempre». Además, siempre ha exis­
tido un contraste patente entre la manera en que el histori­
cismo entiende el pensamiento del pasado y la compren­
sión auténtica del pensamiento del pasado; la innegable
posibilidad de la objetividad histórica se ve negada explí­
cita o implícitamente por el historicismo en todas sus for­
mas. Ante todo, en la transición del historicismo inicial
(teórico) al radical («existencialista»), la «experiencia de
la historia» nunca se sometió a un análisis crítico. Se daba
por sentado que se trata de una experiencia auténtica y no
68 Capítulo I

de una interpretación cuestionable de la experiencia. No


se planteaba el problema de si lo que se experimenta real­
mente no permite una interpretación completamente dis­
tinta y posiblemente más adecuada. En concreto, la «ex­
periencia de la historia» no pone en tela de juicio la visión
según la cual los problemas fundamentales -com o, por
ejemplo, el problema de la justicia- persisten o conservan
su identidad en toda transformación histórica, por muy
confusos que puedan parecer por culpa de la negación
temporal de su relevancia o por muy variables y provisio­
nales que sean las posibles soluciones humanas a dichos
problemas. Al entender estos problemas como tales, la
mente humana se libera de sus limitaciones históricas. No
se necesita nada más para legitimar la filosofía en su senti­
do original o socrático: la filosofía es el conocimiento que
se desconoce, es decir, el conocimiento de lo que no se co­
noce, o la conciencia de los problemas fundamentales y,
con ello, de las alternativas fundamentales relativas a su
solución que son coetáneas del pensamiento h u m an ^
Si la existencia e incluso la posibilidad del derecho na­
tural debe considerarse una cuestión abierta mientras no
se resuelva el problema entre el bistoricismo y la filosofía
no historicista, nuestra necesidad más urgente debe cen­
trarse en entender dicho problema, lo que no se puede
conseguir si el problema se contempla de la forma en que
se presenta desde el punto de vista del bistoricismo. Debe­
mos contemplarlo asimismo con el enfoque que nos plan­
tea la filosofía no historicista, lo que significa, para todo
fin práctico, que el problema del bistoricismo debe consi­
derarse en un principio desde el punto de vista de la filoso­
fía clásica, que representa el pensamiento no historicista
en su estado puro. Así pues, nuestra necesidad más urgen­
te sólo podría verse satisfecha por medio de estudios his­
tóricos que nos permitieran entender la filosofía clásica
tal y como se entiende a sí misma, y no de la forma en que
E l derecho natural y su enfoque histórico

la presenta el historicismo. Necesitamos, en primer lugar,


una comprensión no historicista de la filosofía no histori­
cista, aunque no menos urgente es llegar a una compren­
sión no historicista del historicismo, esto es, una com­
prensión de la génesis del historicismo que no dé por
sentado la lógica del historicismo.
El historicismo supone que el nuevo enfoque del hom­
bre moderno hacia la historia implicaría la adivinación y
con el tiempo el descubrimiento de una dimensión de la
realidad que había escapado al pensamiento clásico, a sa­
ber, de la dimensión bistórica. El sostenimiento de este su­
puesto conduciría a la larga al historicismo radical. Pero
si el historicismo no puede darse por sentado, inevitable­
mente se plantea la duda de si lo que se reconocía en el si­
glo X I X como un descubrimiento no sería, de hecho, una
invención, es decir, una interpretación arbitraria de los fe­
nómenos de los que siempre se había tenido conocimiento
y que se habían interpretado de un modo mucho más
apropiado antes de la aparición de la «conciencia históri­
ca» que después de ella. Piemos de plantear pues la cues­
tión de si lo que se conoce como el «descubrimiento» de la
historia es o no en realidad una solución artificial y provi­
sional a un problema que podría surgir sólo en caso de
darse premisas sumamente cuestionables.
De acuerdo con mi parecer, sugiero este modo de enfo­
car la cuestión. La «historia» ha sido a lo largo de los
años una historia principalmente política. Al hilo de este
razonamiento, se puede afirmar que lo que se conoce
como el «descubrimiento» de la historia es la obra no de
la filosofía en general, sino de la filosofía política. De he­
cho, fue un conflicto propio de la filosofía política del si­
glo X V I I I lo que provocó la aparición de la escuela histó­
rica. La filosofía política del siglo x v iii era una doctrina
del derecho natural que consistía en una interpretación
particular del mismo que se calificó como la interpreta­
JO Capítulo I

ción específicamente moderna. El historicismo es el resul­


tado final de la crisis del derecho natural moderno. La
crisis del derecho natural moderno o de la filosofía políti­
ca moderna podría desencadenar una crisis de la filosofía
como tal sólo porque en los últimos siglos la filosofía
como tal se ha politizado por completo. En sus orígenes,
la filosofía representaba la búsqueda humanizada del or­
den eterno, y por ello se convirtió en una fuente pura de
inspiración y aspiración humanas. Desde el siglo x v ii, la
filosofía pasó a utilizarse como arma y, por tanto, como
instrumento. Un intelectual se atrevió a denunciar la trai­
ción de los intelectuales señalando la politización de la fi­
losofía como la raíz de nuestros problemas; sin embargo,
cometió el error fatal de pasar por alto la diferencia esen­
cial entre los intelectuales y los filósofos y, con ello, no lo­
gró sino ser víctima una vez más del engaño que denun­
ciaba. Pues la politización de la filosofía consiste
precisamente en esto, en que la diferencia entre intelec­
tuales y filósofos -una diferencia conocida en el pasado
como la diferencia entre caballeros e intelectuales, por un
lado, y la diferencia entre sofistas o retóricos y filósofos,
por otro- se hizo cada vez más difusa hasta que acabó
por desaparecer.
72

C A PIT U L O II

El derecho natural y la distinción entre


actos y valores

La argumentación historicista puede reducirse a la aseve­


ración de que el derecho natural es imposible puesto que
la filosofía en el sentido más amplio del término también
lo es. La filosofía sólo es posible a la luz de un horizonte
absoluto o natural a diferencia de los horizontes histórica­
mente cambiantes o las cavernas. En otras palabras, la fi­
losofía sólo es posible si el bombre, aunque incapaz de ad­
quirir un conocimiento o una comprensión completa
sobre el todo, es capaz de conocer lo que desconoce, es de­
cir, de entender los problemas fundamentales y, con ello,
las alternativas fundamentales, que son en principio coe­
táneas del pensamiento humano. No obstante, la posibili­
dad de la filosofía no es sino la condición necesaria pero
no suficiente del derecho natural. La posibilidad de la filo­
sofía no precisa más que los problemas fundamentales
siempre sean los mismos; pero no puede existir el derecho
natural si resulta imposible encontrar una solución defini­
tiva al problema fundamental de la filosofía política.
Si la filosofía en general es posible, la filosofía política
:.en concreto también lo es. La filosofía política es posible
si el hombre es capaz de entender la alternativa política
fundamental que reside en el fondo de las alternativas
efímeras o accidentales. Aun así, si la filosofía política se
limita a entender la alternativa política fundamental,
carece de todo valor práctico, pues no sería capaz de
responder a la pregunta de cuál debe ser el objetivo final
de toda acción juiciosa. Debería delegar la decisión cru­
72 Capítulo II

cial en una opción tomada a ciegas. La galaxia entera de


los filósofos políticos desde Platón hasta Hegel, y por des­
contado todos los partidarios del derecho natural, daban
por sentado que el problema político fundamental era
susceptible de una solución final, supuesto que en el fon­
do se basaba en la respuesta socrática a la pregunta de
cómo debe vivir el hombre. Al darnos cuenta de que igno­
ramos las cosas más importantes, nos percatamos al mis­
mo tiempo de que las cosas más importantes para nos­
otros, o lo único realmente necesario, es la búsqueda del
conocimiento acerca de las cosas más importantes o la
búsqueda del saber. Basta con leer la República de Platón
o la Política de Aristóteles para saber que dicha conclu­
sión no está exenta de consecuencias políticas. Es cierto
que la búsqueda fructuosa del saber puede dar pie a pen­
sar que el saber no es lo único necesario. Pero dicha con­
clusión debería su relevancia al hecho de ser el resultado
de la búsqueda del saber: el rechazo de la razón debe ser
un rechazo razonable. Afecte o no esta posibilidad a la vi­
gencia de la respuesta socrática, ante el eterno conflicto
entre la respuesta socrática y la antisocrática da la impre­
sión de que la respuesta socrática resulta tan arbitraria
como su opuesta, o que el eterno conflicto es insoluble. En
consecuencia, muchos científicos sociales de nuestro tiem­
po que no son bistoricistas o que admiten la existencia de
alternativas fundamentales e invariables niegan que la ra­
zón humana sea capaz de resolver el conflicto entre dichas
alternativas. El derecho natural se rechaza hoy, por tanto,
no sólo porque todo pensamiento bumano se considere
histórico sino porque se cree además que existe una serie
de principios inmutables del bien o de la bondad que pug­
nan entre sí, de los cuales no se puede demostrar la supe­
rioridad de ninguno sobre los demás.
Ésta es en gran parte la postura adoptada por M ax We­
ber. Nuestro debate se limita a realizar un análisis crítico
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 73

de su visión. Nadie desde Weber ba dedicado una dosis


comparable de inteligencia, asiduidad y entrega casi faná­
tica al problema básico de las ciencias sociales. Indepen­
dientemente de los errores que pueda baber cometido, se
trata del científico social más relevante de nuestro siglo.
Weber, quien se consideraba a sí mismo un discípulo de
la escuela histórica,'^ se mostraba muy próximo al histori­
cismo, y existen razones de peso para pensar que sus re­
servas contra dicha doctrina eran remisas e inconsistentes
con la tendencia marcada de su pensamiento. Su aleja­
miento de la escuela histórica no se produjo porque hu­
biera rechazado las normas naturales, esto es, las normas
consideradas universales y objetivas, sino por su intento
de establecer valores que aunque particulares e históricos,
seguían siendo objetivos. Se oponía a la escuela histórica
no porque hubiera empañado la idea del derecho natural
sino porque babía defendido el derecho natural desde un
punto de vista histórico, en lugar de rechazarlo de plano.
La escuela bistórica había revestido el derecho natural
de un carácter histórico al insistir en el carácter étnico de
todo derecho auténtico o al relacionar todo derecho
auténtico con mentalidades populares únicas, al tiempo
que daba por sentado que la historia de la humanidad era
un proceso válido o un proceso dirigido por la necesidad
inteligible. Weber tachaba ambos supuestos de metafísi­
cos, por estar basados, a su entender, en la premisa dog­
mática según la cual la realidad es racional. Sobre la base
de su postulado según el cual lo real es siempre indivi- •
dual, Weber podría haber formulado, asimismo, la pre­
misa de la escuela histórica en estos términos: lo indivi­
dual es una emanación de lo general o del todo. Según
Weber, sin embargo, los fenómenos individuales o parcia-

I, Gesammelte politische Schriften, p. z z ; Gesammelte Aufsätze zur Wis­


senschaftslehre, p. Z08.
74 Capitulo n

les sólo pueden entenderse como resultado de otros fenó­


menos individuales o pardales, pero nunca como resulta­
do de un todo como, por ejemplo, las mentalidades popu­
lares. Tratar de explicar los fenómenos históricos o
únicos relacionándolos con leyes generales o con todos
los únicos significa dar por sentado de modo gratuito la
existencia de fuerzas misteriosas o insondables que diri­
gen cada movimiento de los actores históricos.^ La his­
toria no posee más «significado» que el significado «sub­
jetivo» o los propósitos que mueven a los actores
históricos. Pero tales propósitos entrañan un poder tan li­
mitado que el resultado real es, en la mayoría de los ca­
sos, completamente involuntario. Aun así, el resultado
real -e l destino histórico - que no es fruto del designio di­
vino o humano, moldea no sólo nuestro modo de vida
sino también nuestros pensamientos, en especial aquellos
que determinan nuestros ideales. 3 Sin embargo, a Weber
no dejaba de desconcertarle sobremanera la idea de que
la ciencia aceptara el bistoricismo sin reservas. De hecho,
uno se ve tentado a sugerir que la razón primordial de su
oposición hacia la escuela histórica y hacia el historicis­
mo en general se debía a la idea de la ciencia empírica que
prevalecía en su generación. La idea de 1a ciencia le llevó
a hacer hincapié en el hecho de que toda ciencia como tal
es independiente de Weltanschauung', tanto la ciencia na­
tural como la ciencia social afirman ser igualmente váli­
das para occidentales y para orientales, es decir, para per­
sonas con «visiones del mundo» radicalmente distintas.
La génesis histórica de la ciencia moderna -e l hecho de
que surgiera en Occidente- carece de toda relevancia por

2. Wissenschaftslehre, pp. 1 3 , 1 5, 1 8 - 1 9 , 2 8 , 3 5 - 3 7 , 1 3 4 , 1 3 7 , 1743 295»


2 3 0 ; Gesammelte Aufsätze zur Sozial-und Wirtschaftsgeschichte, p. 5 1 7 .
3. Wissenschaftslehre, pp. 15 2 , 18 3 , 224 n.; Politische Schriften, pp. 19 ,
437; Gesammelte Aufsätze zur Religionssoziologie, i, pp. 82, 524.
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 75

lo que a su validez se refiere. Weber no dudaba tampoco


de que la ciencia moderna fuera absolutamente superior a
cualquier forma anterior de orientación racional en el
mundo de la naturaleza y la sociedad. Dicha superioridad
puede establecerse de manera objetiva, con relación a las
reglas de la lógica.4 No obstante, era en este punto donde
surgía en la mente de Weber esa dificultad respecto a las
ciencias sociales en particular. Con su insistencia en la va­
lidez universal y objetiva de la ciencia social en tanto que
sistema de proposiciones verdaderas, pasaba por alto que
tales proposiciones no son sino una parte de la ciencia so­
cial, el resultado de la investigación científica o las res­
puestas a las preguntas. Las cuestiones que aplicamos a
los fenómenos sociales dependen de la dirección de nues­
tro interés o de nuestro punto de vista, y éstos a su vez de
nuestros cánones de valor. Sin embargo, nuestros cánones
de valor son históricamente relativos. De ahí que la sus­
tancia de la ciencia social sea radicalmente histórica,
puesto que son los cánones de valor y la dirección del in­
terés los que determinan el marco conceptual de las cien­
cias sociales. Así pues, no tiene sentido hablar de un
«marco natural de referencia» o esperar la consolidación
de un sistema de los conceptos básicos: todo marco de re­
ferencia es efímero. Todo esquema conceptual empleado
por la ciencia social articula los problemas básicos, los
cuales varían con el cambio de la situación social y cultu­
ral. La ciencia social aspira forzosamente a entender la
sociedad desde el punto de vista del presente. Tan sólo los
hallazgos relativos a los hechos y sus causas se pueden ca­
lificar de .transhistóricos. Para ser más exactos, sólo la vi­
gencia de dichos hallazgos puede considerarse transhistó­
rica; pero la importancia o trascendencia de cualquier
hallazgo depende de los cánones de valor y por tanto de

4. Wissenschaftslehre, pp. 58-60, 9 7 ,1 0 5 , i i i , 1 5 5 ,1 6 0 , 184.


j 6 Capítulo íi

los principios históricamente variables, un hecho éste que


se aplica en el fondo a cualquier ciencia. Toda ciencia
presupone el valor de la ciencia, pero este supuesto es el
producto de ciertas culturas y, por ello, históricamente re­
lativo . 5 Sin embargo, los cánones de valor concretos e
bistóricos, de los cuales existe una variedad de extensión
indefinida, contienen elementos de carácter transhistóri-
co: los valores finales son tan atemporales como los prin­
cipios de la lógica. Es en el reconocimiento de los valores
atemporales donde reside la diferencia más significativa
de la postura de Weber respecto al bistoricismo. Su recha­
zo del derecho natural se basa no tanto en el bistoricismo
como en una noción singular de los valores atemporales.^
Weber no explicó nunca lo que entendía por «valores».
Le interesaba ante todo la relación de los valores con los
hechos. Los hechos y los valores son completamente hete­
rogéneos, como muestra de forma directa la absoluta he­
terogeneidad de las cuestiones de hecho y las cuestiones
de valor. No se puede extraer conclusión alguna de nin­
gún factor por lo que a su carácter evaluable se refiere, ni
inferir el carácter objetivo de algo a partir de su naturale­
za evaluable o deseable. Ni las ilusiones ni el pensamiento
puesto al servicio del tiempo son producto de la razón. El
hecho de demostrar que un orden social determinado re­
presenta el fin de un proceso histórico no implica nada en
cuanto al valor o el carácter deseable de dicho orden, dei
mismo modo que el hecho de poner de manifiesto el efec­
to que han tenido o han dejado de tener ciertas ideas reli­
giosas o éticas no implica nada en cuanto al valor de di­
chas ideas. Llegar a entender una evaluación objetiva o
posible no tiene nada que ver con aprobar o permitir di-

5. Ibidem, pp. 6o, 15 z , 17 0 , 18 4 , 206-209, 2 13 -2 14 , 259, 261-262.


6. Ibidem, pp. 60, 62, 15 2 , 2 1 3 , 247, 463, 467, 469, 472; Politische Schrif­
ten, pp. 22, 60.
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 77

cha evaluación. Weber sostenía que la absoluta heteroge­


neidad de los hechos y los valores exige el carácter ética­
mente neutral de la ciencia social; la ciencia social puede
dar respuesta a cuestiones acerca de los hechos y sus cau­
sas, pero no tiene capacidad para responder a cuestiones
de valor. Su doctrina hacía especial hincapié en el papel
que desempeñan los valores en la ciencia social: los obje­
tos de la ciencia social se constituyen en «referencia a
unos valores». Sin dicha «referencia», no existiría ningún
foco de interés, ninguna selección de temas razonable,
ningún principio de distinción entre hechos relevantes e
irrelevantes. Por medio de esta «referencia a unos valo­
res» los objetos de las ciencias sociales emergen de un mar
de hechos. No obstante, Weber ponía no menos énfasis en
la diferencia fundamental entre «referencia a unos valo­
res» y «juicios de valores»: el hecho de señalar la relevan­
cia de algo con respecto a la libertad política, por ejemplo,
no implica que uno se pronuncie a favor o en contra de la
libertad política. El científico social no evalúa los objetos
constituidos en «referencia a unos valores», sino que se li­
mita a explicarlos con relación a sus causas. Los valores a
ios que se refiere la ciencia social y entre los cuales elige el
hombre actor necesitan una aclaración. Dicha aclaración
constituye la función de la filosofía social; sin embargo, ni
siquiera ésta puede resolver los problemas de valor crucia­
les, ni criticar los juicios de valor que no resultan contra­
dictorios. 7
Weber sostenía que su noción de una ciencia social «sin
valores» o éticamente neutral quedaba del todo justifica­
da por lo que, a su parecer, debía considerarse la oposi-

7. Wissenschaftslehre, pp. 90-91, IZ 4 -IZ 5, 1 5 0 - 1 5 1 , 15 4 - 15 5 , 461-465,


475, 545, 550 569-573,; Gesammelte Aufsätze zur Soziologie und Sozialpoli­
tik, pp. 4 17 -4 18 , 476-477, 48z. En cuanto a la relación entre la limitación de
la ciencia social respecto ai estudio de los hechos y la creencia en ei carácter
autoritario de la ciencia natural, véase Soziologie und Sozialpolitik, p. 478.
78 Capitulo II

ción de mayor fundamento de todas, es decir, la oposición


del Ser y el Deber, o la oposición de la norma o el valor/
No obstante, la conclusión que se desprende de la hetero­
geneidad del Ser y el Deber acerca de la imposibilidad de
una ciencia social con capacidad de evaluación carece evi­
dentemente de toda validez. Supongamos que tenemos un
conocimiento auténtico del bien y del mal, o del Deber, o
del verdadero sistema de valores. Dicho conocimiento, en
tanto que no deriva de la ciencia empírica, tendría legiti­
midad para dirigir toda ciencia social empírica; represen­
taría pues la base de toda ciencia social empírica. A la
ciencia social se le atribuye un valor práctico, ya que trata
de encontrar medios a fines determinados, razón por la
cual tiene el deber de entender los fines. Tanto si los fines
«se determinan» o no de un modo distinto que los me­
dios, el fin y los medios van unidos, por tanto, «el fin per­
tenece a la misma ciencia que los medios»/„Si se tuviera
un conocimiento de los fines, éste serviría naturalmente
de guía para la búsqueda de todo medio. No habría razón
alguna para delegar el conocimiento de los fines a la filo­
sofía social ni la búsqueda de los medios a una ciencia so­
cial independiente. Sobre 1a base del conocimiento autén­
tico de los verdaderos fines, la ciencia social buscaría los
medios apropiados para dichos fines y daría origen a jui­
cios de valor objetivos y específicos en función de unas
políticas determinadas. La ciencia social sería una auténti­
ca ciencia creadora -por no decir artífice- de políticas y
no una mera suministradora de información para los ver­
daderos creadores de políticas. Por tanto, la verdadera ra­
zón por la que Weber insistía en el carácter éticamente
neutral de la ciencia social así como de la filosofía social
no respondía a su creencia en la oposición fundamental

8. Wissenschaftslehre, pp. 32, 40 n., 12 7 n., 14 8 , 4 0 1, 4 70-4 71, 5 0 1, 577.


9. Aristóteles, Física, 19 4 32 6 -2 7.
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 79

del Ser y el Deber sino a su creencia en la imposibilidad de


alcanzar un auténtico conocimiento del Deber. Weber ne­
gaba al bombre toda ciencia -empírica o racional-, todo
conocimiento -científico o filosófico - del verdadero siste­
ma de valores: el verdadero sistema de valores no existe;
lo que existe es una serie de valores todos ellos de la mis­
ma categoría, cuyas exigencias están reñidas entre sí y
cuya disputa no puede ser resuelta por la razón humana.
La ciencia social o la filosofía social no puede hacer más
que clarificar dicha disputa y sus implicaciones; la solu­
ción debe dejarse a merced de la decisión libre y no racio­
nal de cada individuo.
Sostengo que la tesis de Weber conduce forzosamente
al nihilismo o a la visión de que toda preferencia -por per­
niciosa, infame e insensata que sea- debe ser juzgada ante
el tribunal de la razón para ser tan legítima como cual­
quier otra preferencia. Un signo inequívoco de dicha nece­
sidad se trasluce en una aseveración de Weber acerca de
las perspectivas de la civilización occidental, en la cual
contemplaba la alternativa de una renovación espiritual
(«por medio de profetas completamente nuevos o de un
renacimiento a gran escala de pensamientos e ideales pa­
sados») o bien de una «petrificación mecanizada, envuel­
ta en una especie de sentido convulsivo de la vanidad», es
decir, la extinción de toda posibilidad humana que no sea
la de «los especialistas sin espíritu ni visión y los volup­
tuosos sin corazón». Lrente a dicha alternativa, Weber
creía que la decisión en favor de una u otra posibilidad su­
pondría un juicio de valor o de fe, un juicio que transcen­
día por tanto de la competencia de la razón, lo que equi­
vale a admitir que el modo de vida de «los especialistas sin
espíritu ni visión y los voluptuosos sin corazón» es tan

10 . Compárese Religionsoziologie, i, p. 2,04, con Wissenschaftslehre, pp.


15 0 -15 1,4 6 9 -4 7 0 .
8o Capítulo II

defendible como los modos de vida recomendados por


Amos o Sócrates.
Para entender este razonamiento con mayor claridad y
dilucidar al mismo tiempo el motivo por el que Weber
pudo ocultarse a sí mismo la conclusión nihilista de su
doctrina de valores, debemos seguir su pensamiento paso
a paso. Al ir avanzando hacia su fin llegaremos inevitable­
mente a un punto tras el cual la escena se verá oscurecida
por la sombra de Hitler. Por desgracia, es necesario recal­
car que en nuestro análisis debemos evitar la falacia que
en las últimas décadas se ha utilizado con frecuencia
como sustituto de la reductio ad absurdum: la reductio ad
Hitlerum. Una opinión no se rechaza por el hecho de que
comulgue con las ideas de Hitler.
Weber partió de una combinación de las teorías de
Kant tal y como las entendían ciertos neokantianos y
de las teorías de la escuela histórica. Del neokantianismo
adoptó la noción general del carácter de la ciencia, así
como de la ética «individual»; de ahí su rechazo del utili­
tarismo y de cualquier forma de eudemonismo. De la es­
cuela histórica adoptó la teoría según la cual no es posible
definir un orden social o cultural como el orden justo o ra­
cional. Weber llegó a combinar ambas posturas por medio
de la distinción entre obligaciones morales (o imperativos
éticos) y valores culturales. Las obligaciones morales ape­
lan a nuestra conciencia, mientras que los valores cultura­
les apelan a nuestros sentimientos: el individuo debe cum­
plir con sus deberes morales, mientras que su deseo de
alcanzar sus ideales culturales depende por completo de su
libre albedrío. Los ideales o valores culturales no están
marcados por el carácter obligatorio de los imperativos
morales, los cuales poseían dignidad por sí solos, en cuyo
reconocimiento Weber parecía estar sumamente interesa­
do. Pero precisamente debido a la distinción fundamental
entre las obligaciones morales y los valores culturales, la
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 81

ética propiamente dicha guarda silencio por lo que a las


cuestiones sociales y culturales se refiere. Si bien los caba­
lleros, o los hombres de bien, deben coincidir en cuanto a
los temas morales, resulta admisible que disientan con
respecto a cuestiones como la arquitectura gótica, la pro­
piedad privada, la monogamia, la democracia, etcétera.
Se podría pensar, por tanto, que Weber admitía la exis­
tencia de normas racionales absolutamente obligatorias,
es decir, de imperativos morales. Sin embargo, se observa
de inmediato que su opinión sobre las obligaciones mora­
les no es sino el vestigio de una tradición que marcó su
formación y que, en realidad, no dejó nunca de determi­
narlo como ser humano. Lo que realmente creía Weber es
que los imperativos éticos son tan subjetivos como los va­
lores culturales. A su modo de ver, resulta tan legítimo re­
chazar la ética en el nombre de los valores culturales como
rechazar los valores culturales en el nombre de la ética, o
adoptar una combinación cualquiera de ambos tipos de
normas que no sea contradictoria.'^^ Dicha decisión era el
resultado inevitable de su noción de ética. Weber no podía
conciliar su teoría según la cual la ética guarda silencio
con respecto al orden social justo con la incuestionable re­
levancia ética de las cuestiones sociales, salvo por medio
de ia «relativización» de la ética. Este planteamiento le
sirvió de base para desarrollar su concepto de la «perso­
nalidad» o de la dignidad del hombre. El verdadero signi­
ficado de la «personalidad» depende del verdadero sig­
nificado de la «libertad». De modo previsional se puede
afirmar que la acción humana es libre en tanto que no se
ve afectada por fuerzas externas o emociones irresistibles,

1 1 . Politische Schriften, p. 22; Religionssoziologie, i, pp. 3 3 - 3 5 ; Wissens­


chaftslehre, pp. 30, 14 8, 15 4 -15 5 , 252, 463, 466, 4 7 1; Soziologie und Sozial­
politik, p. 4 18 .
12 . Wissenschaftslehre, pp. 38 n. 2, 40-41, 1 5 5 , 463, 466-469; Soziologie
und Sozialpolitik, p. 423.
8z Capítulo II

sino que sigue el dictado de la consideración racional so­


bre los medios y los fines. No obstante, la verdadera liber­
tad requiere fines de una clase determinada, que deben
adoptarse de un modo determinado. Los fines deben des­
cansar sobre valores fundamentales. La dignidad del
hombre, la exaltación de su existencia muy por encima de
cualquier ser meramente natural o de cualquier bestia,
consiste en el establecimiento autónomo de sus valores
fundamentales, en el mantenimiento de dichos valo­
res corneo sus fines constantes y en la elección racional de
los medios para dichos fines. La dignidad del hombre resi­
de en su autonomía, es decir, en la libre elección por parte
del individuo de sus propios valores y sus propios ideales
o en la obediencia a 1a siguiente máxima: «Convertios en
lo que sois».^3
Llegados a este punto, aún nos queda algo similar a una
norma objetiva, a un imperativo categórico: «Debéis tener
ideales». Dicho imperativo es «formal», pues no determi­
na de ninguna manera el contenido de los ideales, aunque
pueda parecer que establece un valor inteligible o no arbi­
trario que nos permitiría distinguir de un modo responsa­
ble entre la excelencia y la abyección humana. Con ello,
podría parecer que crea una hermandad universal de todas
las almas nobles, de todos los hombres que no están escla­
vizados por sus deseos, sus pasiones o sus propios intere­
ses, de todos los «idealistas», de todos los hombres que se
aprecian o se respetan entre sí. Esto no deja de ser, sin em­
bargo, un engaño. Lo que parece en un principio una co­
munión invisible demuestra ser una guerra de todos contra
todos, por no decir un pandemónium. La formulación de
Weber sobre su imperativo categórico se resumía en ei si­
guiente axioma: «Seguid a vuestro demonio» o «Seguid
a vuestro dios o a vuestro demonio». Sería injusto acusar a

13 . Wissenschaftslehre, pp. 38, 40, 13 2 - 13 3 , 469-470, 5 3 3 - 5 3 4 , 5 55-


E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 83

Weber de olvidar la posibilidad de los demonios malignos,


si bien podría baber incurrido en la culpa de subestimar­
los. De haber pensado sólo en los demonios benignos, se
habría visto obligado a admitir un criterio objetivo que le
hubiera permitido distinguir en un principio entre demo­
nios benignos y malignos. Su imperativo categórico signi­
ficaría en realidad «Seguid a vuestro demonio, ya sea
benigno o maligno». Se plantea, por tanto, un terrible con­
flicto insoluble entre los distintos valores entre los cuales
debe elegir el hombre, pues lo que mueve a uno a seguir a
Dios mueve -con igual derecho- a otro a seguir al Demo­
nio. El imperativo categórico debería reformularse, por
tanto, de la siguiente manera: «Seguid a Dios o al Demo­
nio atendiendo a vuestra voluntad, pero, sea cual fuere
vuestra decisión, tomadla con todo vuestro corazón, con
toda vuestra alma y con todo vuestro poder».^4 Lo que re­
sulta absolutamente infame es seguir los propios deseos,
pasiones o intereses sin mostrar inquietud alguna por idea­
les o valores, por dioses o demonios.
El «idealismo» de Weber, esto es, su reconocimiento de
todo fin o «causa» «ideal», parece tolerar una distinción
no arbitraria entre la excelencia y la vileza o la abyección,
al tiempo que culmina en el imperativo «Seguid a Dios
o al Demonio», lo que en términos no teológicos significa
«Luchad resueltamente por la excelencia o la abyección».
Y es que si Weber pretendía afirmar que la elección del sis­
tema de valores A en lugar del sistema de valores B era
compatible con ei verdadero respeto por el sistema de va­
lores B o no suponía el rechazo del mismo por considerar­
lo abyecto, no debía de ser consciente del sentido de sus
palabras al hablar de una elección entre Dios y el Demo­
nio; debía de referirse a una mera cuestión de gustos cuan­
do hablaba de un terrible conflicto. Parece, por tanto, que

14 . Ibidem, pp. 455, 466-469, 546; Politische Schriften, pp. 435-436.


84 Capítulo II

a juicio de Weber -en su calidad de filósofo social- exce­


lencia y abyección habrían perdido por completo su signi­
ficado original. Excelencia pasaría a significar dedicación
a una causa, ya fuera ésta buena o mala, mientras que ab­
yección significaría indiferencia hacia todas las causas. La
excelencia y la abyección entendidas de este modo serían
conceptos relativos a un orden superior. Pertenecerían a
una dimensión que se vería exaltada muy por encima de la
dimensión de la acción. Sólo podrían contemplarse tras
romper por completo con el mundo en el que debemos to­
mar decisiones, aunque se nos presentaran de hecho como
conceptos que preceden a cualquier decisión. Tendrían
correlación con una actitud puramente teórica hacia el
mundo de la acción, la cual implicaría igual respeto por
todas las causas; respeto, sin embargo, que sólo él podría
permitirse al no entregarse a causa alguna. Ahora bien, si
la excelencia significara dedicación a una causa y la ab­
yección indiferencia hacia todas ellas, la actitud teórica
hacia todas las causas debería calificarse de abyecta. No
es de extrañar, por tanto, que Weber acabara por plante­
arse la cuestión del valor de la teoría, de la ciencia, de la
razón, del reino de la mente, y con ello de los imperativos
morales y de los valores culturales. Se vio obligado a dig­
nificar lo que denominaba «valores puramente “ vitalis-
tas” » y ponerlos a la altura de las obligaciones morales y
los valores culturales. Podría decirse que los «valores pu­
ramente “ vitalistas” » pertenecen por completo a «la esfe­
ra de la individualidad de cada sujeto», por lo que serían
puramente personales y de ninguna manera principios de
una causa. Por tanto, no se pueden calificar en rigor de va­
lores. Weber sostenía explícitamente que es del todo legíti­
mo adoptar una actitud hostil hacia todo valor e ideal im­
personal y suprapersonal, y con ello hacia todo 1o relacio­
nado con la «personalidad» o la dignidad del hombre tal
y como se ha definido anteriormente; pues, a su modo de
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 85

ver, sólo existe un camino de alcanzar una «personali­


dad», a saber, por medio de la entrega total a una causa.
En el momento en que los valores «vitalistas» se recono­
cen como de igual categoría que los valores culturales, el
imperativo categórico «Debéis tener ideales» se transfor­
ma en la máxima «Debéis vivir con pasión». La abyección
ba dejado de significar indiferencia bacia cualquiera de
los grandes objetos incompatibles de la humanidad, para
significar dedicación plena al bienestar y al prestigio pro­
pios. Pero ¿con qué derecho que no sea el del capricho ar­
bitrario se puede rechazar el modo de vida del filisteo en el
nombre de los valores «vitalistas», si con el mismo argu­
mento se pueden rechazar las obligaciones morales.^ Con
el reconocimiento tácito de la imposibilidad de frenar el
declive Weber admitió francamente que el desprecio de
«los especialistas sin espíritu ni visión y los voluptuosos
sin corazón» como seres humanos degradados responde a
un mero juicio subjetivo de fe o valor. La formulación fi­
nal del principio ético de Weber sería por tanto «Debéis
tener preferencias», un Deber cuyo cumplimiento garanti­
za por completo el Ser. ^5
Parece quedar un último obstáculo para completar el
caos. Sean cuales sean las preferencias que tenga o elija,
debo actuar de modo juicioso: debo ser sincero conmigo
mismo y coherente en la adhesión a mis objetivos funda­
mentales, además de elegir racionalmente los medios que
requieren mis fines. Pero ¿por qué motivo.^ ¿Qué diferen­
cia puede haber tras vernos reducidos a una condición en
la que las máximas del voluptuoso despiadado así como
las del filisteo sentimental no deben considerarse menos
defendibles que las del idealista, las del caballero o las del
santo? No podemos tomarnos en serio esta tardía insis-

1 5 . Wissenschaftslehre, pp. 6 1 , 15 2 , 456, 468-469, 5 3 1 ; Politische Schriften,


pp. 443-4 4 4 -
86 Capítulo II

tencia en la responsabilidad y la sensatez, este incon­


gruente interés por la coherencia, este elogio irracional de
la racionalidad. ¿Se puede explicar no con poco esfuerzo
un caso más grave de incoherencia que el que Weber ha
dado a entender al preferir los valores culturales a los im­
perativos morales.^ ¿No supone por fuerza la depreciación
de cualquier forma de racionalidad el hecho de legitimar
la transformación de los valores «vitalistas» en los valores
supremos del propio individuo? Weber habría hecho hin­
capié sin duda en que, sean cuales sean las preferencias
que se adopten, se debe ser sincero, al menos con uno mis­
mo, y sobre todo que no se debe caer en el falaz intento
de conceder a las propias preferencias una base objetiva
que no sería sino una base ilusoria. No obstante, de ha­
berlo hecho, Weber no babría cometido más que una in­
congruencia, pues, a su modo de ver, resulta igualmente
legítimo desear la verdad que no desearla, o rechazar lo
verdadero en favor de lo bello y lo sa g r a d o .¿ P o r qué ra­
zón, por tanto, no debería preferir uno gratos engaños o
mitos edificantes a la verdad? La visión de Weber acerca
de la «autodeterminación racional» y la «honestidad inte­
lectual» es un rasgo de su carácter que no tiene ningún
otro fundamento más que su preferencia irracional por
la «autodeterminación racional» y la «honestidad inte­
lectual».
El nihilismo al que conduce la tesis de Weber se podría
calificar de «nihilismo noble», puesto que dicho nihilismo
no deriva de una indiferencia fundamental hacia todo lo
noble sino de una percepción supuesta o real acerca del
carácter infundado de todo lo considerado noble. Con
todo, no se puede distinguir entre nihilismo abyecto y no­
ble a menos que se tenga cierto conocimiento de lo que es
noble y lo que es abyecto. Dicho conocimiento trasciende,

i6 . Wissenschaftslehre, pp. 6 0 -6 1,18 4 , 546, 554.


E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 87

no obstante, del nihilismo. Uno no tiene derecho a descri­


bir el nihilismo de Weber como noble si no ha roto antes
con su postura.
Frente a dicha crítica se podría plantear la siguiente ob­
jeción. El verdadero mensaje de Weber no se puede expre­
sar en términos de «valores» ni «ideales», sino que sería
más apropiado expresarlo por medio de su cita «Conver­
tios en lo que sois», es decir, «Elegid vuestro destino». De
acuerdo con dicha interpretación, Weber rechazaba las
normas objetivas por ser éstas incompatibles con la liber­
tad humana o con la posibilidad de actuación. Debemos
dejar como una cuestión abierta el hecho de si esta razón
para rechazar las normas objetivas constituye o no una
buena razón y de si esta interpretación de la visión de We­
ber evitaría la conclusión nihilista. Basta con señalar que
su aceptación exigiría una ruptura con las nociones de
«valor» e «ideal» sobre las cuales se erige la verdadera
doctrina de Weber y que es esta doctrina, y no la posible
interpretación antes mencionada, la que domina la ciencia
social actual.
Muchos científicos sociales de nuestra época parecen
considerar el nihilismo como un inconveniente sin impor­
tancia que los eruditos pueden sobrellevar con ecuanimi­
dad, puesto que supone el precio que se debe pagar por
alcanzar ese bien supremo, una ciencia social verdadera­
mente científica. Se muestran satisfechos con cada hallaz­
go científico, aunque éstos no sean más que «vanas ver­
dades que no generan conclusión alguna», más que las
conclusiones derivadas de juicios de valor puramente
subjetivos o de preferencias arbitrarias. Debemos consi­
derar, por tanto, si la ciencia social como objetivo pura­
mente teórico -sin dejar por ello de ser una actividad diri­
gida a la comprensión de los fenómenos sociales- se
puede desarrollar sobre la base de la distinción entre he­
chos y valores.
88 Capítulo II

Recordamos de nuevo la aseveración de Weber acerca


de las perspectivas de 1a civilización occidental, en la que,
como ya bemos observado, contempla la siguiente alter­
nativa: o una renovación espiritual o bien una «petrifica­
ción mecanizada», es decir, la extinción de toda posibili­
dad bumana que no sea 1a de «los especialistas sin espíritu
ni visión y los voluptuosos sin corazón». «No obstante, al
bacer tal aseveración nos adentramos en el terreno de los
juicios de valor y de fe con los que no debería cargar esta
presentación puramente histórica», concluye Weber. No
es correcto, ni por tanto lícito, a juicio de los historiadores
y los científicos sociales, que tache sin rodeos un determi­
nado estilo de vida espiritualmente vacío o que describa a
los especialistas sin visión y a los voluptuosos sin corazón
tal como son. Pero ¿acaso esto no resulta absurdo? ¿Cuál
es el deber natural del científico social sino presentar con
exactitud y veracidad los fenómenos sociales? ¿Cómo va­
mos a ofrecer una explicación causal de un fenómeno so­
cial si no lo analizamos primero tal como es? ¿Acaso no
sabemos reconocer la petrificación o el vacío espiritual
cuando lo tenemos ante nosotros? Y si alguien es incapaz
de ver fenómenos de esta clase, ¿acaso no le incapacita
este hecho para ser un científico social, al igual que un cie­
go está incapacitado para ser un analista pictórico?
Weber sentía un especial interés por la sociología de la
ética y de la religión. Sobre la base de que la sociología
presupone una distinción fundamental entre «carácter»
[ethos] y «técnicas para vivir» (o reglas «prudenciales»),
el sociólogo debe ser capaz de reconocer los rasgos pro­
pios de un «carácter», de sentir algo por él, de apreciarlo,
como admitía Weber. Pero ¿acaso dicho aprecio no impli­
ca necesariamente un juicio de valor? ¿No supondrá dar­
se cuenta de que un fenómeno determinado es un verda­
dero «carácter» y no una mera «técnica para vivir»?
¿Acaso no nos mofaríamos de aquel que se jactara de ha­
E i derecho natural y la distinción entre actos y valores 89

ber escrito una sociología del arte si en verdad se tratara


de una sociología de la basura? El sociólogo de la religión
debe distinguir entre los fenómenos que tienen un carác­
ter religioso y los que no lo tienen. Para ello, debe saber
en qué consiste la religión, debe llegar a comprenderla.
Abora bien, a diferencia de lo que sugería Weber, dicba
comprensión permite y obliga al sociólogo a distinguir
entre la religión verdadera y la espúrea, entre las religio­
nes de orden superior e inferior: esas religiones resultan
superiores en lo que las motivaciones específicamente re­
ligiosas demuestran su eficacia en un grado más elevado.
¿O acaso deberíamos decir que al sociólogo se le permite
advertir la presencia o ausencia de religión o de «carác­
ter» —pues se trataría de una mera observación de los be-
cbos- pero no debe atreverse siquiera a pronunciar el
grado en el que está presente, es decir, la categoría a la
que pertenece la religión o el «carácter» objeto de estu­
dio? El sociólogo de la religión no puede dejar de advertir
la diferencia entre quienes tratan de granjearse el favor de
los dioses mediante la adulación y el soborno y quienes se
ganan su favor por un cambio de sentimientos. ¿Acaso
puede advertir esta diferencia sin observar a la vez la dis­
tinción de rangos que implica, la distinción entre una ac­
titud mercenaria y una que no lo es? ¿No debe sentirse
obligado a pensar que el intento de sobornar a los dioses
equivale a aspirar a ser dueño y señor de los dioses y que
existe una incongruencia fundamental entre tales preten­
siones y lo que los hombres presuponen al hablar de los
dioses? De hecho, la teoría sociológica de la religión que
sostenía Weber se puede defender o rebatir en su totali­
dad por medio de las distinciones existentes, por ejemplo,
entre «la ética de la intención» y «el formalismo sacerdo­
tal» (o «las máximas petrificadas»), entre el pensamiento
religioso «sublime» y el «puro sortilegio», entre «la fuen­
te natural de una profunda percepción real y no mera­
90 Capítulo II

mente aparente» y «una maraña de imágenes completa­


mente ilusorias y simbólicas», entre «la imaginación plás­
tica» y «el pensamiento fatuo». Su obra carecería no sólo
de interés sino de todo sentido si no hiciera mención
prácticamente constante de casi todas las virtudes y ios
vicios morales e intelectuales en los términos adecuados,
es decir, en términos de elogio y culpa. Acuden a mi men­
te expresiones como las siguientes: «grandes figuras»,
«incomparable sublimidad», «perfección insuperable»,
«seudosistemático», «esta laxitud era sin duda producto
del declive», «vacío de todo contenido artístico», «in­
geniosas explicaciones», «educadísimo», «majestuosi­
dad sin parangón», «poder, plasticidad y precisión de
formulación», «carácter sublime de las exigencias éticas»,
«perfecta lógica interna», «nociones crudas y recón­
ditas», «belleza varonil», «convicción pura y profun­
da», «impresionante hazaña», «obras de arte de primer
orden». Weber centró parte de su atención en la influen­
cia del puritanismo en la poesía y la música entre otras
artes, y observó que ejercía un efecto negativo en las mis­
mas. Este hecho (si así puede denominarse) debe su rele­
vancia exclusivamente a la circunstancia de que un estí­
mulo genuinamente religioso de un orden superior fue la
causa de la decadencia del arte, es decir, de la «sequía»
del arte auténtico y elevado existente en el pasado, ya que
sin duda nadie en su sano juicio decidiría por voluntad
propia prestar la más mínima atención a un caso en el
que una lánguida superstición provocara la producción
de basura. El caso que estudiaba Weber tenía su causa en
una religión auténtica de orden superior, y su efecto fue la
decadencia del arte: tanto la causa como el efecto sólo
son perceptibles sobre la base de juicios de valor en con­
traposición a meras referencias a valores. Ante la disyun­
tiva de tener que elegir entre la ceguera frente a los fenó­
menos y los juicios de valores, Weber -en un alarde de su
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 91

capacidad como científico social en activo- obró con


acierto/7j
La pronibición en contra de los juicios de valor en la
ciencia social tendría como consecuencia el becbo de que
se nos permitiría ofrecer una descripción estrictamente
objetiva de los hecbos públicos que pueden observarse en
los campos de concentración y tal vez un análisis igual­
mente objetivo de la motivación de los actores implica­
dos, pero no se nos permitiría bablar de crueldad. Todo
lector de tal descripción que no fuera completamente es­
túpido vería sin duda que las acciones expuestas son crue­
les. La descripción objetiva sería en verdad una amarga
sátira. Lo que pretendía ser un informe veraz resultaría
ser un informe inusitadamente ambiguo. El autor de di­
cho informe suprimiría a propósito su erudición al res­
pecto, o -para utilizar la expresión predilecta de Weber-
cometería un acto de fraude intelectual. O bien, para no
desperdiciar ningún argumento moral acerca de cosas que
no lo merecen, el procedimiento en su totalidad guarda
parecido con el de un juego de niños en el cual se pierde al
pronunciar ciertas palabras, palabras que uno se ve tenta­
do a utilizar por la incitación constante de sus compañe­
ros. Como toda persona interesada en un momento dado
por las cuestiones sociales.de un modo relevante, Weber
no podía dejar de hablar de av-aricia, codicia, falta de es­
crúpulos, vanidad, dedicación, sentido de la proporción y
otros conceptos similares, es decir, de realizar juicios de
valor. Expresaba su indignación contra quienes no dife­
renciaban entre Margarita y una prostituta, esto es, quie­
nes no lograban ver la nobleza de sentimiento presente en

17 . Ibidem, pp. 380, 462, 4 81-483, 486, 493, 554; Religionssoziologie, i,


pp. 33, 8 2 , 1 1 2 n., 185 ss., 429, 5 13 ; II, pp. 16 5 , 16 7 , 17 3 , 242 n., 285, 3 16 ,
370; iii, pp. 2 n., 1 1 8 , 13 9 , 207, 209-210, 2 2 1, 2 4 1, 257, 268, 274, 323, 382,
385 n.; Soziologie und Sozialpolitik, p. 469; Wirtschaft und Gesellschaft, pp.
240, 246, 249, 266.
92 Capítulo II

una y ausente en la otra. Lo que quería decir Weber con


ello puede formularse de la siguiente manera; la prostitu­
ción es un tema reconocido de la sociología; no es posible
contemplar este tema si no se contempla al mismo tiempo
el carácter degradante de la prostitución; considerar el be­
cbo de la «prostitución» como algo distinto de una abs­
tracción arbitraria significaría realizar un juicio de valor.
¿Cuáles serían las competencias de la ciencia política si no
estuviera permitido ocuparse de fenómenos como el es­
tricto espíritu de partido, la autoridad de los mandatarios,
los grupos de presión, el arte de gobernar y la corrupción
-incluso moral-, es decir, de fenómenos constituidos, por
así decirlo, por juicios de valor? Poner entre comillas los
términos que designan dichos conceptos constituye un ar­
did pueril que permite a uno hablar de temas importantes
al tiempo que niega los principios sin los cuales carecerían
de toda relevancia, un ardid que pretende posibilitar la
conjunción de las ventajas del sentido común con el re­
chazo del mismo. ¿O acaso se puede inferir una conclu­
sión relevante partiendo de los sondeos de opinión públi­
ca, por ejemplo, sin percatarse del hecho de que muchas
respuestas a las encuestas proceden de gente poco inteli­
gente, ignorante, mentirosa e irracional, y que son perso­
nas del mismo calibre las encargadas de formular un nú­
mero no menos extenso de preguntas; se puede inferir una
conclusión relevante partiendo de los sondeos de opinión
pública sin incurrir en una sucesión de juicios de valor?^^
Centremos ahora nuestra atención en un ejemplo que el
propio Weber analizó con detenimiento. El historiador o
científico político debe explicar, por ejemplo, las acciones
de estadistas y generales, es decir, debe relacionar sus ac­
ciones con sus causas, empresa que no puede acometer sin

i8 . Wissenschaftslehre, p. 15 8 ; Religionssoziologie, i, pp. 4 1 , 1 7 0 n.; Politis­


che Schriften, pp. 3 3 1 , 435-436.
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 93

plantearse la pregunta de si la acción en cuestión se vio de­


terminada por la consideración racional de los medios y
los fines o, por ejemplo, por factores emocionales. Su pro­
pósito le obliga a construir el modelo de una acción per­
fectamente racional en circunstancias determinadas. Sólo
de este modo podrá el historiador descubrir qué factores
no racionales, si los hubo, desviaron la acción de su curso
estrictamente racional. Weber admitía que dicho procedi­
miento suponía una evaluación: nos vemos obligados a
afirmar que el actor en cuestión cometió tal o cual error.
Sin embargo, argüía Weber, la construcción del modelo y
el consiguiente juicio de valor sobre la desviación del mo­
delo no representan más que una mera etapa de transición
en el proceso de explicación cau sal. ^^9 Como buenos chi­
cos, debemos olvidar cuanto antes 1o que, ai pasar frente a
nosotros, no pudimos dejar de percibir en contra de lo su­
puesto. En primer lugar, no obstante, si el historiador de­
muestra, mediante el análisis objetivo de la acción de un
hombre de estado frente al modelo de «acción racional en
circunstancias determinadas», que el gobernante en cues­
tión cometió un error garrafal tras otro, estará expresan­
do entonces un juicio de valor objetivo con respecto a la
absoluta ineptitud de dicho dirigente. En otro caso el his­
toriador llega por el mismo procedimiento al juicio de va­
lor igualmente objetivo según el cual se pone de manifies­
to el ingenio, la audacia y la prudencia sin par de un
general. Resulta imposible entender fenómenos de tal cla­
se sin conocer el criterio de juicio inherente a la situación
y aceptado como habitual por los propios actores; y resul­
ta imposible no hacer uso de dicho criterio al realizar una
evaluación de la situación. En segundo lugar, se podría
plantear la pregunta de si lo que Weber calificaba de me-

19 . Wissenschaftslehre, pp. 12 5 , 12 9 -13 0 , 337-338 ; Soziologie und Sozial­


politik, p. 483.
94 Capítulo II

ramente fortuito o transicional - a saber, la visión acerca


de las formas de locura y sensatez, de cobardía y audacia
o de barbarie y humanidad entre otros muchos conceptos
opuestos- no merece más el interés del historiador que
una explicación causal a tenor del pensamiento weberia-
no, dado que el problema sobre la conveniencia de expre­
sar o de suprimir los juicios de valor tan inevitables como
aceptables, se refiere, en realidad, al problema de cómo de­
ben expresarse, «dónde, cuándo, a través de quién y bacia
quién»; debe comparecer, por tanto, ante otro tribunal
que el de la metodología de las ciencias sociales.
La única manera de que la ciencia social pudiera evitar
los juicios de valor sería ciñéndose a un enfoque pura­
mente histórico o «interpretativo». El científico social
no tendría más remedio que plegarse sin reservas a la in­
terpretación de sus súbditos. Le estaría vedado hablar
en términos de «moralidad», «religión», «arte», «civiliza­
ción», etcétera, al interpretar el pensamiento de pueblos
o tribus que desconocieran dichos conceptos. Por el con­
trario, debería aceptar la interpretación que se tuviera
-cualquiera que ésta fuera- sobre moralidad, religión,
arte, conocimiento, estado, etcétera. A decir verdad, exis­
te una sociología del conocimiento, según la cual todo lo
que pretenda ser conocimiento -incluso si es evidente que
carece de sentido- debe ser aceptado como tal por parte
del sociólogo. El propio Weber identificó las formas de
gobierno legítimas con aquellas que eran consideradas
como tales. Esta limitación, no obstante, expone al soció­
logo al peligro de ser víctima de los engaños tanto pro­
pios como de las personas que estudia, al tiempo que san­
ciona toda postura crítica; por sí sola, priva a la ciencia
social de todo posible valor. La autointerpretación de un
general inepto no puede contar con la aceptación de
un historiador político, del mismo modo que la autoin­
terpretación de un rimador pésimo no puede contar con
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 95

la aceptación de un historiador de la literatura. El ciénti-


fico social tampoco puede contentarse con la interpreta­
ción de un fenómeno determinado que cuenta con la acep­
tación del colectivo en cuyo seno se produce. ¿Acaso los
colectivos están menos expuestos que los individuos a en­
gañarse a sí mismos? Para Weber resultaba fácil formular
el siguiente postulado: «Lo único que importa [para califi­
car de carismática una cualidad determinada] es cómo ven
realmente al individuo aquellos sujetos a la autoridad ca­
rismática, sus “ seguidores” o “ discípulos” ». Ocho líneas
más adelante prosigue: «Otra clase [de líder carismático]
es la de Joseph Smith, fundador del mormonismo, quien,
sin embargo, no puede clasificarse de este modo con ab­
soluta certeza, puesto que cabe la posibilidad de que en­
carnara un tipo sumamente sofisticado de estafador», es
decir, que sólo simulara tener carisma. Sería injusto insis­
tir en el hecho de que el original alemán resulta, como
mínimo, mucho menos explícito y enfático que la traduc­
ción inglesa, puesto que el problema provocado implíci­
tamente por el traductor - a saber, el problema relativo a
la diferencia entre el carisma real y el fingido, entre los
verdaderos profetas y los seudoprofetas, entre los auténti­
cos líderes y los charlatanes con suerte- no puede resol­
verse por medio del silencio.^® El sociólogo no puede ver­
se obligado a obrar de acuerdo con las ficciones legales
que un colectivo determinado nunca se atrevió a conside­
rar como tales, sino que debe hacer una distinción entre
el concepto que se forma realmente un colectivo determi­
nado de la autoridad que lo gobierna y el verdadero ca­
rácter de la autoridad en cuestión. Por otra parte, el enfo­
que estrictamente histórico, el cual se limita a entender a

20. The Theory o f Social and Economic Organization, Oxford Universi­


ty Press, 19 4 7 , pp. 359, 3 6 1; compárese con Wirtschaft und Gesellschaft,
pp. 14 0 - 1 4 1 ,7 5 3 .
9ó Capítulo I

los hombres del modo en que se entienden a sí mismos,


puede resultar sumamente provechoso si se mantuviera
en su lugar, razonamiento que nos lleva a entender el mo­
tivo legítimo que sirve de base a la exigencia de una cien­
cia social desprovista de todo carácter evaluador.
En la actualidad resulta trivial afirmar que el científico
social no debe juzgar más sociedad que la suya propia
mediante los valores de la misma. Se jacta de no elogiar
ni culpar, sino de entender; no obstante, para ello requie­
re un sistema conceptual o un marco de referencia. Ahora
bien, lo más probable es que su marco de referencia no
sea sino un mero reflejo de la visión que tiene de sí misma
la sociedad a la que pertenece en su época. En consecuen­
cia, el sociólogo interpretará las demás sociedades en tér­
minos que resultarán completamente ajenos a las mismas,
con lo que las obligará a adaptarse al lecho de Procusto
de su esquema conceptual. No podrá entender dichas so­
ciedades tal y como se entienden a sí mismas y, dado que
la autointerpretación de una sociedad es un elemento
fundamental de su esencia, tampoco podrá entenderlas
tal y como son realmente. Y habida cuenta de que no es
posible entender la propia sociedad de manera adecuada
si no se entienden otras sociedades, no será capaz ni si­
quiera de entender en rigor su propia sociedad. Habrá de
entender pues varias sociedades del pasado y del pre­
sente, o «partes» significativas de dichas sociedades, tal y
como se entienden o se entendían a sí mismas. Dentro de
los límites de esta labor puramente histórica y, por tanto,
meramente preparatoria o secundaria, esa clase de objeti­
vidad que implica la omisión de evaluaciones encuentra
justificación e incluso resulta indispensable desde cual­
quier punto de vista. Por lo que se refiere en concreto a
dicho fenómeno como doctrina, es evidente que no se
puede juzgar su solidez ni se puede explicar en términos
sociológicos o en otros términos si antes no se ha entendí-
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 97

do, esto es, si no se ha entendido tal y como lo entendió


su autor.
Resulta curioso que Weber, que tanto insistía en este
tipo de objetividad que requiere omitir los juicios de valor,
mostraba una ceguera casi total respecto a la esfera que
podría considerarse como el hogar, el único hogar de la
objetividad no evaluadora. Sin duda no le pasó por alto
que el sistema conceptual que utilizaba hundía sus raíces
en la situación social del momento. Es fácil ver, por ejem­
plo, que la distinción de los tres tipos ideales de legiti­
midad (tradicional, racional y carismática) refleja la si­
tuación que se daba en Europa tras la Revolución fran­
cesa cuando la lucha entre los vestigios de los regímenes
prerrevolucionarios y los revolucionarios era entendida
como una pugna entre tradición y razón. La manifiesta in­
suficiencia de dicho esquem.a, que tal vez se ajustaba a la
situación del siglo x ix pero difícilmente a cualquier otra,
obligó a Weber a sumar el tipo de legitimidad carismático
a los dos tipos que le imponía el entorno. No obstante,
esta incorporación no sirvió para eliminar, sino sólo para
ocultar la limitación básica inherente a este esquema. Con
esta incorporación daba la impresión de que el esquema
se acababa de completar, sin embargo, lo cierto es que
ninguna incorporación podría completarlo del todo debi­
do a su origen limitado: la orientación básica no había
partido de una reflexión global sobre la naturaleza de la
sociedad política sino tan sólo de la experiencia de dos o
tres generaciones. Dado que Weber creía que ningún es­
quema conceptual al servicio de la ciencia social podía te­
ner más que una vigencia efímera, no le preocupaba en ex­
ceso esta ciase de asuntos. En concreto, no le preocupaba
demasiado el peligro de que la imposición de su esquema
a todas luces «anticuado» pudiera impedir la compren­
sión imparcial de situaciones políticas anteriores. No se
preguntaba si su esquema se ajustaba a la manera en que
98 Capítulo n

los protagonistas de los grandes conflictos políticos que


pasaron a ia historia concibieron sus causas, es decir, la
manera en que concibieron los principios de legitimidad.
Básicamente por la misma razón no dudó en describir a
Platón como un «intelectual», sin considerar ni por un
instante el hecho de que la obra completa de Platón podía
describirse como una crítica de la noción del «intelec­
tual». No dudó en considerar el diálogo entre los atenien­
ses y ios melinos en la Historia de Tucídides como una
base de suficiente solidez para sostener que «en la polis
helénica de la época clásica, hasta el “ maquiavelismo”
más palpable estaba a la orden del día en todos los aspec­
tos y gozaba de una aceptación total desde un punto de
vista ético». Dejando de lado otras consideraciones, We-
ber no se paró a cuestionarse cómo concibió Tucídides di­
cho diálogo, ni dudó en escribir: «El hecho de que los sa­
bios egipcios alabaran la obediencia, el silencio y la
ausencia de presunción como virtudes piadosas tiene su
origen en la subordinación burocrática. En Israel, la causa
era el carácter plebeyo de la clientela». Asimismo, su ex­
plicación sociológica del pensamiento hindú se basa en la
premisa según la cual el derecho natural «de cualquier
clase» presupone la igualdad natural de todos los hom­
bres, cuando no incluso un estado de gracia al principio y
al final de sus vidas. O, para citar el que sea tal vez el
ejemplo más ilustrativo, cuando se trata del problema de
lo que debe considerarse como la esencia de un fenómeno
histórico como el calvinismo, Weber afirma: «Al designar
algo como la esencia de un fenómeno histórico, se hace re­
ferencia bien a ese aspecto del fenómeno al que se le atri­
buye un valor permanente, o bien a ese aspecto a través
del cual ejercía la mayor influencia histórica». Ni siquiera
aludía a una tercera posibilidad, que constituye de hecho
la primera y la más obvia, a saber, que la esencia en este
caso dei calvinismo debería identificarse con lo que el pro-
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 99

pio Calvino entendía como la esencia - o como la caracte­


rística principal- de su obra/^
Los principios metodológicos de Weber tenían forzosa­
mente que afectar a su obra de un modo negativo, lo que
ilustraremos examinando por encima su ensayo histórico
más famoso, su estudio sobre la ética protestante y el espí­
ritu del capitalismo. En él sostenía que la teología calvi­
nista fue una de las principales causas del espíritu capita­
lista. Weber subrayaba el hecho de que el resultado no fue
el deseado por Calvino, un resultado ante el cual se hubie­
ra mostrado desconcertado, y -lo que es más importante-
que el eslabón crucial en la cadena de la causalidad (una
interpretación peculiar del dogma de la predestinación)
topaba con el rechazo del propio Calvino pero surgía
«con bastante naturalidad» entre los epígonos y, sobre
todo, entre el amplio estrato que formaba el grueso de los
calvinistas. Ahora bien, cuando se trata de una doctrina
de la categoría de la de Calvino, la mera referencia a «epí­
gonos» y al «grueso» de los hombres implica un juicio de
valor sobre esa interpretación del dogma de la predestina­
ción que adoptaron dichos individuos: es muy probable
que los epígonos y el grueso de los calvinistas pasaran por
alto un punto fundamental. El juicio de valor que supone
Weber se ve plenamente justificado a ojos de todo aquel
que ha entendido la doctrina teológica de Calvino; la sin­
gular interpretación del dogma de la predestinación que,
según se afirma, dio pie a la aparición del espíritu capita­
lista se basa en una tergiversación radical de la doctrina de
Calvino. Se trata de una alteración de dicha doctrina o,
para expresarlo en el lenguaje propio de Calvino, de una
interpretación carnal de una enseñanza espiritual. Por
tanto, lo máximo que Weber podría haber pretendido de-

ZI. Religionssoziologie, i, p. 89; 11, pp. 13 6 n., 14 3 -14 5 ; ili, pp. 232-233;
Wissenschaftslehre, pp. 93-95, 17 0 -17 3 , 184, 19 9 , 206-209, 2 14 , 249-250.
loo Capítulo II

mostrar sin faltar a la razón es que una tergiversación o


degeneración de la teología calvinista dio pie a la apari­
ción del espíritu capitalista. Sólo por medio de esta califi­
cación decisiva puede llegar a establecerse una conexión
aproximada entre su tesis y los becbos a los que se refiere.
No obstante, tenía vedado realizar dicba calificación cru­
cial por haberse impuesto a sí mismo el tabú relativo a los
juicios de valor. Al evitar un juicio de valor indispensable,
se veía obligado a ofrecer una imagen objetivamente in­
correcta de lo sucedido. De este modo, su temor a los jui­
cios de valor le incitó a identificar la esencia del calvinis­
mo con su aspecto más influyente desde el punto de vista
histórico, pues por instinto evitó identificarlo con lo que
el propio Calvino consideraba esencial, ya que la auto-
interpretación de Calvino hubiera actuado naturalmente
como un valor mediante el cual juzgar con objetividad a
los calvinistas que afirmaban ser seguidores de Calvino.-'^

22. Religionssoziologie, i, pp. 8 1-8 2, 10 3 -10 4 , 1 1 2 . N o se puede afirmar


que el problema planteado por Weber en su estudio sobre el espíritu del capi­
talismo haya quedado resuelto. Para encontrar una solución, la formulación
del problema que planteaba Weber tendría que verse liberada de la particular
limitación fruto de su «kantianismo». Tal vez no le faltaba razón al identificar
el espíritu del capitalismo con la idea de que la acumulación ilimitada de capi­
tal y la inversión rentable de capital es un deber moral, quizá el más elevado
de todos, y al sostener que dicho espíritu es característico del mundo occiden­
tal actual. Pero también afirmaba que el espíritu del capitalismo consiste en
considerar la acumulación ilimitada de capital como el fin en sí, un argumen­
to que no podía defender sino era basándose en impresiones dudosas y ambi­
guas. Se veía obligado a esgrimir dicho argumento porque daba por sentado
que «deber moral» y «fin en sí» son idénticos. Su «kantianismo» le obligaba,
asimismo, a considerar por separado cualquier asociación entre «deber mo­
ral» y «el bien común». Debía introducir en su análisis del pensamiento
moral anterior una diferencia, no contemplada en los textos, entre la justifi­
cación «ética» de la acumulación ilimitada de capital y su justificación «utili­
taria». Como consecuencia de su particular concepto de la «ética», toda re­
ferencia al bien común en la literatura del pasado solía pareceríe errónea
por caer en un utilitarismo de poco peso. Me atrevería a afirmar que no ha
«1- V/°2Ítor fuera de las instituciones mentales que haya justificado el de­
ber, A^éiJ^recho moral, de la acumulación sin límites en ningún otro ámbito
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores lOi

El rechazo de los juicios de valor pone en peligro la ob­


jetividad histórica. En primer lugar, impide llamar a las
cosas por su nombre y, en segundo lugar, pone en peligro
esa clase de objetividad que justamente requiere la omi­
sión de evaluaciones, esto es, la objetividad de interpreta­
ción. El historiador que da por sentado la imposibilidad
de los juicios de valor objetivos no puede tomarse muy en
serio ese pensamiento del pasado que se basaba en la
asunción de la posibilidad de los juicios de valor objeti­
vos, es decir, prácticamente todo el pensamiento de las ge­
neraciones anteriores. Sabiendo de antemano que dicho
pensamiento tenía su origen en una ilusión fundamental,
el historiador carece del incentivo necesario para tratar de
entender el pasado como éste se entendía a sí mismo.

que no sea el dedicado al bien común. El problema del origen del espíritu capi­
talista es, por tanto, idéntico al problema de la aparición de la premisa menor,
«pero la acumulación ilimitada de capital favorece en gran parte al bien co­
mún». La aparición del espíritu capitalista no afectaba, sin embargo, a la pre­
misa mayor, según la cual «es nuestro deber dedicarnos al bien común o ai
amor por el prójimo». Dicha premisa contaba con la aceptación tanto de la
tradición filosófica como teológica. La cuestión, por tanto, consiste en deter­
minar si fue la transformación de la tradición filosófica o de la teológica, sino
de ambas, la causa de la aparición de la citada premisa menor. Weber daba por
sentado que la causa debía buscarse en la transformación de la tradición teo­
lógica, es decir, en la Reforma. No obstante, no logró establecer una relación
entre el espíritu capitalista y la Reforma o, en concreto, el calvinismo salvo con
el uso de la «dialéctica histórica» o por medio de las cuestionables construc­
ciones psicológicas. Todo lo que se puede decir es que llegó a relacionar el espí­
ritu capitalista con la corrupción del calvinismo. Tawney señaló no sin acierto
que el puritanismo capitalista que Weber tomó como objeto de estudio era ei
puritanismo tardío, en otras palabras, el puritanismo que había hecho las pa­
ces con «el mundo», lo que significa que el puritanismo en cuestión había fra­
ternizado con el mundo capitalista ya existente, y que por tanto, no podía ser
la causa del mundo o el espíritu capitalistas. Si resulta imposible atribuir el ori­
gen del espíritu capitalista a la Reforma, debemos preguntarnos si la premisa
menor en cuestión no surgió a raíz de la transformación de la tradición filo­
sófica, en contraposición a la transformación de la tradición teológica. Weber
contempló la posibilidad de que el origen del espíritu capitalista podía tener
sus raíces en ei Renacimiento, pero, como bien observó, el Renacimiento como
102 Capítulo II

Casi todo io expuesto hasta ahora se hacía necesario


para eliminar los obstáculos más importantes que difi­
cultaban la comprensión de la tesis central de Weber.
Sólo ahora podemos aprehender su significado exacto.
Reconsideremos nuestro último ejemplo. Lo que Weber
debería haber dicho era que la tergiversación de la teolo­
gía calvinista dio pie a la aparición del espíritu capitalis­
ta, lo cual hubiera supuesto un juicio de valor objetivo
sobre el calvinismo vulgar: los epígonos destruyeron sin
darse cuenta lo que trataban de preservar. Con todo, este
hecho daba por sentado que el juicio de valor reviste una
significación muy limitada. No prejuzga de ninguna ma­
nera el verdadero problema, pues, al asumir la maligni­
dad de la teología calvinista^ la tergiversación de la mis­
ma se veía con buenos ojos. Lo que Calvino hubiera
tildado de comprensión «carnal», desde otro punto de

tal era un intento de restaurar el espíritu de ia antigüedad clásica, que nada te­
nía que ver con el espíritu capitalista. Lo que no tuvo en cuenta fue que en el
transcurso del siglo x v i se produjo una ruptura consciente con el conjunto de
la tradición filosófica, una ruptura que tuvo lugar en el plano del pensamiento
puramente filosófico o racional. Dicha ruptura, desencadenada por Maquia­
velo, desembocó en las doctrinas morales de Bacon y Hobbes, pensadores cu­
yas obras precederían en décadas a las de sus compatriotas puritanos que sir­
vieron como fuente de estudio para ia tesis de Weber. Poco se puede decir salvo
que el puritanismo, al provocar una ruptura más radical con la tradición filo­
sófica «pagana» (es decir, con el aristotelismo principalmente) que la que ha­
bía originado ei catolicismo romano y el luteranismo, se mostraba más abierto
que éstos a una nueva filosofía. El puritanismo se presentaba, por tanto, como
' una «catapulta» muy importante, quizá la más importante, de la nueva filo­
sofía natural y moral, de una filosofía creada por hombres completamente aje­
nos al puritanismo. En resumen, Weber sobreestimó la importancia de la revo­
lución que se había producido en el ámbito de la teología, e infravaloró la
importancia de la revolución que se había producido en el ámbito del pensa­
miento racional. Prestando mayor atención al desarrollo puramente secular,
podríamos llegar incluso a reconstruir la relación, que Weber dio por inconexa
de forma arbitraria, entre la aparición del espíritu capitalista y la aparición de
la ciencia de la economía (véase también con Ernst Troeltsch, The Social Tea-
chingofthe Christian Churches, 1949, pp. 624, 849).
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 103

vista podría haberse aprobado como una comprensión


«terrenal», y con ello haber dado pie a fenómenos positi­
vos como el individualismo y la democracia laicos. Inclu­
so desde este último punto de vista, el calvinismo vulgar
se habría visto como una postura imposible, un punto
intermedio, preferible no obstante al calvinismo propia­
mente dicho por la misma razón que Sancho Panza po­
dría considerarse preferible a Don Quijote. El rechazo
del calvinismo vulgar se presenta pues inevitable desde
cualquier punto de vista, lo que significa simplemente
que sólo tras haber rechazado el cavinismo vulgar se nos
plantea el verdadero problema: el problema de la reli­
gión contra la religión, esto es, de la auténtica religión
contra la irreligión noble, que nada tiene que ver con el
problema de la hechicería sin más, o del ritualismo me­
cánico contra la irreligión de los especialistas sin visión y
los voluptuosos sin corazón. Éste es el verdadero proble­
ma que, a juicio de Weber, no puede resolver la razón
humana, al igual que no puede resolver ei conflicto entre
las distintas religiones auténticas de orden superior (por
ejemplo, el conflicto entre Deutero e Isaías o Jesús y
Buda). Por tanto, la ciencia social o la filosofía social
-pese al hecho de que la ciencia social pueda sostenerse o
rebatirse por medio de juicios de valor- no puede resol­
ver conflictos de valor fundamentales. Es, en efecto, ver­
dad que al hablar de Margarita y una prostituta se está
emitiendo un juicio de valor, si bien dicho juicio de valor
revela su carácter provisional en el momento en que uno
se enfrenta a una postura radicalmente ascética de con­
dena ante toda sexualidad. Desde este punto de vista, la
degradación pública de la sexualidad a través de la pros­
titución puede resultar un acto más honesto que disfra­
zar la verdadera naturaleza de la sexualidad por medio
del sentimentalismo y la poesía. Es, en efecto, verdad que
no se puede hablar de cuestiones humanas sin alabar las
104 Capítulo II

virtudes morales e intelectuales, condenando a la vez los


vicios morales e intelectuales, pero con ello no se elimina
la posibilidad de que todas las virtudes humanas se vean
tachadas a la larga de no ser más que espléndidos vicios.
Sería absurdo negar que existe una diferencia objetiva
entre un general inepto y un brillante estratega. Sin em­
bargo, si se considera la guerra como un acto absoluta­
mente pernicioso, la diferencia entre el general inepto y
el brillante estratega se situaría al mismo nivel que la di­
ferencia entre un ratero negado y el más diestro de los la­
drones.
Parece, por tanto, que lo que Weber quería decir en rea­
lidad con su rechazo de los juicios de valor debería ser ex­
presado en los siguientes términos: los propósitos de las
ciencias sociales se constituyen con referencia a unos valo­
res, lo que presupone el reconocimiento de unos valores.
Dicho reconocimiento permite y obliga al científico social
a evaluar los fenómenos sociales, es decir, a distinguir en­
tre 1o auténtico y lo espurio y entre lo superior y lo infe­
rior: entre 1a auténtica religión y la religión espuria, entre
los verdaderos líderes y los charlatanes, entre conocimien­
to y saber popular o sofistería, entre virtud y vicio, entre
sensibilidad moral y estulticia moral, entre arte y basura,
entre vitalidad y degeneración, etcétera. La referencia
a unos valores resulta incompatible con la neutralidad,
nunca puede ser «puramente teórica». Sin embargo, 1a
falta de neutralidad no tiene por qué significar aproba­
ción; también puede querer decir rechazo. De hecho, en
vista de que los distintos valores son incompatibles entre
sí, la aprobación de un valor cualquiera implica necesaria­
mente el rechazo de otro valor o valores. Sólo sobre la
base de dicha aceptación o rechazo de valores, de «valores
fundamentales», se perciben los propósitos de las ciencias
sociales. Todo intento de profundización, todo análisis
causal de dichos propósitos no debe conceder la menor
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 105

importancia al hecho de que el estudioso haya aceptado o


rechazado el valor en c u e s t i ó n / 3
En cualquier caso, la noción de Weber acerca del alcan­
ce y la función de las ciencias sociales se basan en la pre­
misa supuestamente demostrable de que la razón humana
no puede resolver el conflicto entre los valores fundamen­
tales. Se plantea la cuestión de si se ha demostrado de he­
cho dicba premisa o de si tan sólo se ha postulado bajo el
impulso de una preferencia moral determinada.
En el origen del intento de Weber por demostrar su pre­
misa básica, nos encontramos con dos hechos sorprenden­
tes. El primero se refiere a los escasos escritos, apenas una
treintena de las dos mil páginas que ocupa su obra, que de­
dicó Weber a la discusión temática sobre la base de su pos­
tura global. ¿Por qué motivo necesitaba dicha base tan
poco para ser demostrada.^ ¿Por qué ie parecía tan eviden­
te? Una respuesta provisional se desprende de la segunda
observación que podemos realizar previamente a cual­
quier análisis de sus argumentos. Tal como el propio We­
ber indicó al principio de la discusión del tema que nos
ocupa, su tesis no era más que la versión generalizada de
una opinión anterior y mucho más extendida, aquella que
contempla la insolubilidad del conflicto entre ética y polí­
tica: la acción política resulta a veces imposible sin incurrir
en la culpa moral. Parece, por tanto, que fue el espíritu
de la «política del poder» el que dio origen a la postura de
Weber. Nada resulta más revelador que el hecho de que, en
un contexto afín en el que se hablaba de conflicto y paz,
Weber puso entre comillas «paz», una medida de precau­
ción de la que prescindió al referirse a conflicto. Este últi­
mo término tenía para Weber un significado inequívoco,
no así paz: la paz es falsa, mientras que la guerra es real.^4

23. Wissenschaftslehre, pp. 90, 12 4 -12 5 , 17 5 , 18 0 -18 2 , 199.


24. Ibidem , pp. 466, 479; Politische Schriften, pp. 17 - 18 , 3 10 .
io 6 Capítulo II

La tesis de Weber que niega la existencia de una solu­


ción al conflicto entre valores formaba parte pues - o era
resultado- de esa visión global según la cual la vida hu­
mana es en esencia un conflicto ineludible. Por esta razón,
consideraba «la paz y la felicidad universal» como una
meta ilegítima o fantástica. Aun en el caso de que fuera
posible alcanzar dicha meta, a su juicio, ésta no sería desea­
ble; sería la condición de los «últimos hombres que han
inventado la felicidad», contra quienes Nietzsche había
dirigido su «arrolladora crítica». Si la paz es incompatible
con la vida humana o con una vida verdaderamente hu­
mana, el problema moral parecería admitir una solución
clara: la naturaleza de las cosas requiere una ética guerre­
ra como la base de una «política del poder» que tenga
como única guía las consideraciones del interés nacional;
o «el maquiavelismo más palpable [debería estar] a la or­
den del día en todos ios aspectos, con una aceptación total
desde un punto de vista ético». Sin embargo, nos encon­
traríamos entonces ante la paradójica situación de ver al
individuo en paz consigo mismo mientras la guerra impe­
ra en el mundo. Un mundo en plena lucha exige un indivi­
duo en plena lucha. La guerra no atacaría directamente a
la raíz del individuo si éste no se viera obligado a invalidar
el principio mismo de la guerra: debe invalidar la guerra
de la cual no puede escapar y a la cual debe entregarse,
con toda su maldad. Para que deje de haber paz en un
lugar, no basta con sólo rechazarla, no basta con identifi­
car la paz como un período de descanso necesario entre
guerras. Es preciso que exista un deber absoluto que nos
lleve hacia la paz universal o la fraternidad univesal, un
deber en pugna con el deber igualmente elevado que nos
lleva a participar en «la lucha eterna» por un «espacio
propio» para nuestra nación. El conflicto no sería supre­
mo si pudiera eludirse la culpa. La cuestión de si se puede
hablar de culpa, si el hombre se ve obligado a incurrir en
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 107

la culpa, no era objeto de discusión para Weber, pues pre­


cisaba la necesidad de la culpa. Debía combinar la angus­
tia derivada del ateísmo (la ausencia de toda redención, de
todo consuelo) con la angustia derivada de la religión re­
velada (el oprimente sentido de la culpa). Sin esta combi­
nación, la vida dejaría de ser trágica y perdería, por tanto,
su profundidad.^5
Weber daba por sentado como algo evidente que no
existía una jerarquía de valores: todos los valores son del
mismo orden. Abora bien, de darse el caso, es preferible
un proyecto social que satisfaga las exigencias de dos
valores que uno de alcance más limitado. Un proyecto
global podría requerir el sacrificio de algunas de las exi­
gencias de cada uno de los dos valores. En tal caso, se
plantearía la cuestión de si un proyecto parcial o radical
resulta tan o más conveniente que un proyecto supuesta­
mente global. Para resolver esta cuestión, babría que sa­
ber si es posible adoptar uno de los dos valores y rechazar
incondicionalmente el otro. Si resultase imposible, la ra­
zón dictaría el sacrificio de las supuestas exigencias de
ambos valores en cuestión. El proyecto óptimo no sería
viable de no darse ciertas condiciones sumamente favora­
bles, y las condiciones reales del momento podrían ser
muy desfavorables, lo que no privaría al proyecto de su
importancia, pues seguiría siendo indispensable como
base para el juicio racional de los varios proyectos imper­
fectos. En concreto, su importancia no se vería de ningún
modo afectada por el hecho de que en determinadas situa­
ciones sólo se puede elegir entre dos proyectos igualmente
imperfectos. En último lugar, aunque no menos importan­
te, no debemos olvidarnos ni por un instante al reflexio­
nar sobre este tipo de cuestiones de la trascendencia para

25. Politische Schriften, pp. 18 , 20; Wissenschaftslehre, pp. 540, 550; Reli-
gionssoziologie, i, pp. 568-569.
io8 Capítulo II

la vida social del extremismo, por un lado, y la modera­


ción, por otro. Weber apartó todas las consideraciones de
esta naturaleza al declarar que «la línea media no es de
ningún modo más correcta desde el punto científico que
los ideales de partido más extremistas de la derecha y la
izquierda» y que llega a ser incluso inferior que las solu­
ciones extremas, pues resulta menos i n e q u í v o c a . S e
plantea, naturalmente, la cuestión de si la ciencia social
no debe interesarse por las soluciones razonables a los
problemas sociales y si la moderación no es más razona­
ble que el extremismo. Por muy sensato que haya demos­
trado ser Weber como político en la práctica, por mucho
que haya abominado del espíritu del intolerante fanatis­
mo de partido, como científico social abordaba los pro­
blemas sociales con un espíritu que nada tenía que ver con
el espíritu propio del arte de gobernar y que no podía
servir a más fin práctico que el de fomentar la porfiada in­
tolerancia. Su inquebrantable fe en la supremacía del con­
flicto le obligó a tomar en tal alta consideración el extre­
mismo como las vías moderadas.
No obstante, no podemos retrasar por más tiempo el
retomar el afán de Weber por demostrar su argumento de
que los valores finales se encuentran en pugna entre sí,
aunque debamos limitarnos a analizar dos o tres ejemplos
de las pruebas p rese n ta d a s .^7 £1 primero de los ejem-

26. Wissenschaftslehre, pp. 15 4 , 4 6 1.


27. Si bien Weber se refería bastante a menudo y en términos generales a un
número considerable de conflictos de valores insolubles, su intento por de­
mostrar su argumentación básica se limita, a mi modo de ver, al análisis de tres
o cuatro ejemplos. El ejemplo que no será objeto de discusión en el texto abor­
da el conflicto entre erotismo y todos los valores impersonales o supraperso-
nales: una relación erótica auténtica entre un hombre y una mujer puede ser
considerada, «desde cierto punto de vista», «como el único camino y de cual­
quier modo el más real» hacia una vida auténtica; si alguien se opone a todas
las santidades y bondades, a todas las normas éticas y estéticas, en ei nombre
de la auténtica pasión erótica, la razón nada tiene que decir sobre todo aquello
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 109

píos es el que empleó con el fin de ilustrar el carácter de la


mayoría de las cuestiones de la política social, ámbito re­
lacionado con la justicia; pero lo que exige la justicia en
sociedad no puede decidirlo, de acuerdo con Weber, nin­
gún sistema ético. Dos visiones opuestas son igualmente
legítimas o defendibles. Según la primera de ellas, más se
debe a quien más logra o aporta; según la segunda, más
debería exigirse a quien más puede lograr o aportar. Si
uno adopta la primera visión, debería conceder grandes
oportunidades al gran talento. Si, por el contrario, uno se
decanta por la segunda, debería evitar que el individuo
dotado de talento explotara las grandes oportunidades
que se le plantean. No criticaremos la imprecisión con la
que Weber definía de un modo bastante extraño lo que, a
su modo de ver, constituía una dificultad insuperable. Nos
limitaremos a señalar que Weber no creía necesario indi­
car razón alguna por la que debiera defenderse la primera
visión. La segunda, en cambio, parecía precisar una argu­
mentación explícita, que según Weber, se puede razonar

que se considere valioso desde el punto de vista de la cultura o de la persona­


lidad. El particular punto de vista que permite o favorece dicha actitud no es,
como cabría esperar, el de Carmen sino el de los intelectuales que padecen la
especialización o «profesionalización» de la vida. Para estos individuos «la
vida sexual sin matrimonio podría resultar el único punto de conexión que
tiene el hombre (que para entonces se había distanciado por completo del ci­
clo de la antigua existencia simple y orgánica del campesino) con la fuente na­
tural de toda vida». Bastaría con decir que las apariencias engañan, pero nos
vemos obligados a añadir que, de acuerdo con Weber, este regreso a lo más
natural por parte del hombre está estrechamente vinculado con lo que dio en
llamar «die systematische Herauspräparierung der Sexualsphäre» {Wissens-
chaftslehre, pp. 468-469; Religionssoziologie, i, pp. 560-562). Con ello de­
mostró en efecto que el erotismo tal como lo entendía está reñido con «toda
norma estética», pero al mismo tiempo puso de manifiesto que el intento de
los intelectuales "por escapar de la especialización por medio del erotismo con­
duce a una mera especialización dei erotismo (véase Wissenschaftslehre,
p. 540). En otros términos, demostró que su Weltanschauung erótica no es
defendible ante el tribunal de la razón humana.
lio C apitu lou

-como hizo Babeuf- de la siguiente manera: la injusticia


de la desigual distribución de los dones y la grata sensa­
ción de prestigio que comporta la mera posesión de los
dones superiores debe compensarse con medidas sociales
destinadas a evitar que el individuo dotado de talento ex­
plote las grandes oportunidades que se le plantean. Antes
de que esta visión pueda considerarse sostenible, se debe­
ría saber si tiene sentido afirmar que la naturaleza come­
tió una injusticia al distribuir sus dotes de forma desigual,
si la sociedad tiene el deber de subsanar dicha injusticia
y si es lícito escuchar la voz de la envidia. Pero aun en el
caso de considerar la visión de Babeuf -tal como afirmaba
Weber-, tan defendible como la primera visión, ¿cómo
habría que proceder a continuación.^ ¿Tendríamos que
elegir a ciegas? ¿O bien tendríamos que incitar a los parti­
darios de las dos visiones opuestas a que insistieran en sus
opiniones con toda la obstinación de la que pudieran ha­
cer acopio? Si, como afirma Weber, no hay una solución
moralmente superior a otra, la consecuencia lógica sería
que la decisión debe traspasarse del tribunal de la ética al
de la conveniencia o la oportunidad. Weber bizo hincapié
en excluir las consideraciones de conveniencia de la discu­
sión sobre esta cuestión. A su juicio, si se plantean ciertas
exigencias en el nombre de la justicia, no tiene cabida la
consideración sobre qué solución proporcionaría los me­
jores «incentivos». Pero ¿acaso no existe relación entre
la justicia y lo bueno de la sociedad, y entre lo bueno de la
sociedad y los incentivos a la actividad de gran valor so­
cial? Si precisamente Weber tuviera razón al aseverar que
las dos visiones opuestas son defendibles, debería la cien­
cia social como ciencia objetiva tachar de perturbado a
quien insistiera en que sólo una de las visiones está con­
forme con la justicia.

28. Wissenschaftslehre, p. 467.


E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 111

El segundo de los ejemplos se basa en la supuesta de­


mostración por parte de Weber de la existencia de un
conflicto insoluble entre lo que denomina 1a «ética de la
responsabilidad» y la «ética de la intención». Según la pri­
mera, la responsabilidad del bombre se extiende a las pre­
visibles consecuencias de sus acciones, mientras que, se­
gún la segunda, la responsabilidad del bombre se limita a
la justicia intrínseca de sus acciones. Weber ilustró la ética
de la intención con el ejemplo del sindicalismo: el interés
del sindicalista no se centra en las consecuencias o el éxito
de su actividad revolucionaria sino en su propia integri­
dad, en la defensa de sí mismo y en promover en los de­
más cierta actitud moral, sin más. Ni siquiera la prueba
febaciente de que en una situación determinada su activi­
dad revolucionaria resultara destructiva, por lo que po­
dría verse, para la existencia misma de los trabajadores
revolucionarios no valdría como argumento contra un
sindicalista convencido. Ei sindicalista convencido de We­
ber es una creación ad hoc, como pone de manifiesto al
señalar que si el sindicalista es consecuente, su reino no
pertenecerá a este mundo. En otras palabras, si fuera con­
secuente, dejaría de ser sindicalista, esto es, un bombre
comprometido con la liberación de la clase obrera en este
mundo, y por tanto perteneciente a este mundo. La ética
de la intención, que Weber atribuía al sindicalismo, es, en
realidad, una ética ajena a todo movimiento social o polí­
tico de este mundo. Como afirmó en cierta ocasión, den­
tro de la dimensión de la acción social propiamente dicha
«la ética de la intención y la ética de la responsabilidad no
son contrarios absolutos, sino que se complementan: am­
bas unidas constituyen el verdadero ser humano». La éti­
ca de la intención que resulta incompatible con lo que We­
ber llamó en su día la ética de un verdadero ser humano es
una interpretación propia de la ética cristiana o, dicho en
términos más generales, una ética estrictamente ajena a
HZ C apitu lou

este mundo. A lo que se refería Weber cuando hablaba del


conflicto insoluble entre la ética de la intención y la ética
de la responsabilidad era, por tanto, a que el conflicto en­
tre la ética de este mundo y la ética ajena a este mundo re­
sulta insoluble para la razón h u m a n a .^9
Weber estaba convencido de que, sobre la base de una
orientación estrictamente ajena a este mundo, no pueden
darse normas objetivas: es imposible que existan normas
«absolutamente válidas» y al mismo tiempo específicas
sino es sobre la base de la revelación. Aun así nunca logró
demostrar que la mente humana por sí sola fuera incapaz
de llegar a determinar normas objetivas o que el conflicto
entre las distintas doctrinas éticas de este mundo no pu­
diera ser resuelto por la razón humana. Tan sólo pudo de­
mostrar que la ética ajena a este mundo, o para ser más
exactos un cierto tipo de ética ajena a este mundo, es in­
compatible con aquellos valores de la excelencia o de la
dignidad humana que discierne la mente humana por sí
sola. Se podría decir, sin caer en absoluto en la irreveren­
cia, que el conflicto entre la ética de este mundo y la ética
ajena a este mundo debe constituir una cuestión primor­
dial para la ciencia social. Como el propio Weber señaló,
la ciencia social trata de entender la vida social desde un
punto de vista terrenal, por lo que se convierte en saber
humano de la vida social, que tiene como guía la luz natu­
ral. La ciencia social trata de encontrar soluciones racio­
nales o razonables a los problemas sociales. Las visiones y

29. Para un análisis más profundo sobre el problema de la «responsabilidad»


y la «intención» compárese con Tomás de Aquino, Summa theologica, i, 2,
qu. 20, a. 5; Burke, Present Discontents, en The Works o f Edmund Burke,
Bohn’s Standard Library, i, pp. 375-377; Lord Charnwood, Abraham
Lincoln, Pocket Books, pp. 13 6 -13 7 , 16 4 -16 5 ; Churchill, Marlborough, v i,
pp. 599-600; Wissenschaftslehre, pp. 467, 475-476, 546; Politische Schriften,
pp. 62-63, 441-444,448-449 ; Soziologie und Sozialpolitik, pp. 5 12 -5 14 ; Re­
ligionssoziologie, I I , pp. 19 3-19 4 .
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 113

soluciones a las que llega pueden ser cuestionadas sobre la


base del saber sobrehumano o de la revelación divina.
Pero, como indicó Weber, la ciencia social como tal no
puede contemplar dichas cuestiones, pues se basan en pre­
suposiciones que la mente humana por sí sola nunca llega
a ver claras. De aceptar presuposiciones de tal índole,
la ciencia social se transformaría en una ciencia social
«sectaria», ya fuera judía, cristiana, islámica, budista o de
cualquier otra naturaleza. Además, si las visiones genui-
nas de la ciencia social pueden ser cuestionadas sobre la
base de la revelación, la revelación no sólo se encuentra
por encima de la razón sino en contra de ella. Weber no
tuvo remordimientos al afirmar que toda creencia en la
revelación se basa en el fondo en el absurdo. El hecho de si
esta visión de Weber, quien, después de todo, no represen­
taba una autoridad teológica, es compatible con una
creencia inteligente en la revelación no debe reclamar
nuestra atención en estos momentos.3°
Una vez dado por sentado que 1a ciencia social, o esta
comprensión terrenal de la vida humana, es por lo visto le­
gítima, la dificultad que plantea Weber parece carecer de
relevancia. Sin embargo, Weber se negó a dar por sentado
dicha premisa, al sostener tras un análisis final que la cien­
cia o la filosofía no reside en premisas evidentes al alcance
del hombre como tal sino en la fe. Sobre el supuesto de que
sólo por medio de la ciencia o la filosofía se puede llegar a
la verdad accesible al hombre, planteó la cuestión sobre la
legitimidad de la búsqueda de conocimiento, una cuestión
que, a su entender, no puede responder por más tiempo la
ciencia o la filosofía, incapaz de ofrecer una explicación
clara o certera de su propia base. La justificación de la

30. Wissenschaftslehre, pp. 33 n. 2, 39, 15 4 , 379, 466, 469, 4 7 1, 540,


542, 545-547, 550-554; Politische Shriften, pp. 62-63; Religionssoziologie, 1,
p. 566.
114 Capítulo 11

ciencia o la filosofía no planteaba problemas mientras se


pudiera pensar que se trataba del camino bacia el «verda­
dero ser», la «verdadera naturaleza» o la «verdadera feli­
cidad». Pero a la larga dicbas expectativas ban resultado
ser ilusorias. En lo sucesivo, la ciencia o la filosofía no pue­
de proponerse otra meta que la de descubrir esa verdad tan
limitada a la que puede acceder el bombre. Con todo, pese
a este asombroso giro en el carácter de la ciencia o la filo­
sofía, se considera que la búsqueda de la verdad conserva
aún su valor en sí misma, y no sólo en vista de sus resulta­
dos prácticos, que a su vez tienen un valor cuestionable,
pues aumentar el poder del bombre significa aumentar su
poder para hacer tanto el bien como el mal. Al considerar
que la búsqueda de la verdad conserva aún su valor en sí
misma, uno admite que está decantándose por una prefe­
rencia que carece ya de una razón justificada o suficiente, y
reconoce con ello ei principio según el cual las preferencias
no precisan razones justificadas o suficientes. En conse­
cuencia, quienes consideran que la búsqueda de la verdad
conserva aún su valor en sí misma pueden ver actividades
tales como la comprensión del origen de una doctrina, o la
edición de un texto -mejor dicbo, la corrección conjetural
de la lectura viciada de un manuscrito- como fines en sí
mismos: la búsqueda de la verdad posee la misma dignidad
que la filatelia. Toda afición o capricho resulta tan defen­
dible o legítimo como cualquier otro. Pero Weber no siem­
pre llegó tan lejos. También afirmaba que el objetivo de la
ciencia es la claridad, esto es, la claridad acerca de las
grandes cuestiones, lo que significa en el fondo claridad no
sobre el todo sino sobre la situación del hombre como tal.
La ciencia o la filosofía se presenta pues como el camino
hacia la ruptura con lo ilusorio; sienta las bases de un vida
libre, de una vida que se niega a provocar el sacrificio del
intelecto y se atreve a observar la realidad en su faceta más
dura. Su máximo interés se centra en la verdad conocible,
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 115

que tiene validez nos guste o no. Weber llegó basta este
punto, pero se guardó de decir que la ciencia o la filosofía
se ocupa de la verdad que tiene validez para todos los
hombres tanto si desean conocerla como si no. ¿Qué fue lo
que le frenó? ¿Por qué negó a la verdad conocible su inelu­
dible poder ?3 ^
Weber se inclinaba a pensar que el hombre del siglo x x
se nutre del fruto del árbol del conocimiento, o que puede
romper con las visiones ilusorias que cegaron al hombre
en el pasado: observamos la situación del hombre sin en­
gaños; estamos desengañados. Pero bajo la influencia del
historicismo, le asaltaron las dudas sobre si se puede ha­
blar de la situación del hombre como tal o, de ser el caso,
si la situación no se ve de distinta forma en diferentes épo­
cas de tal modo que, en principio, la visión de una época
sería tan legítima o ilegítima como la de cualquier otra. En
consecuencia, Weber se preguntaba si lo que resultaba ser
la situación del hombre como tal era algo más que la si­
tuación del hombre actual o «la información ineludible de
nuestra situación histórica». Lo que en un principio pare­
cía la ruptura con lo ilusorio se presentaba en el fondo
como poco más que la premisa cuestionable de nuestra
época o como una actitud destinada a ser suplantada, a su
debido tiempo, por una actitud que se correspondería con
la época futura. El pensamiento de la época actual se ca­
racteriza por el desengaño, la invalidación de «lo terre­
nal» o la irreligión. Lo que pretende ser una ruptura con
lo ilusorio no es ni más ni menos que una ilusión como las
creencias que prevalecieron en el pasado y que pueden
prevalecer en el futuro. Somos irreligiosos porque el desti­
no nos obliga a serlo, no por otra razón. Weber se negó a
provocar el sacrificio del intelecto, no esperaba un renaci-

3 1 . Wissenschaftslehre, pp. 60-61, 18 4 , 2 13 , 2 5 1, 469, 5 3 1, 540, 547, 549;


Politische Shriften, pp. 12 8 , 2 13 ; Religionssoziologie, i, pp. 569-570.
ii6 Capítulo \\

miento religioso ni la llegada de profetas ni salvadores, ni


tenia la certeza de que en el futuro se produjera un renaci-
- miento religioso. En cambio, si estaba seguro de que toda
dedicación a causas o ideales bunde sus raíces en la fe reli­
giosa y que, por tanto, la decadencia de la fe religiosa aca­
bará por conducir a la extinción de todas las causas o idea­
les. Weber tenía tendencia a ver ante sí la alternativa de un
vacío espiritual absoluto o de un renacimiento religioso.
Pese a no tener esperanzas en el moderno experimento
irreligioso de este mundo, seguía aferrado a él pues estaba
predestinado a creer en la ciencia tal y como la entendía.
Como resultado de este conflicto, para ei que no encontró
solución, llegó a la creencia de que el conflicto entre valo­
res no puede ser resuelto por la razón h u m a n a . 32-
Aun así, la crisis de la vida moderna y de la ciencia mo­
derna no debe poner en duda necesariamente la idea de la
ciencia. Debemos tratar pues de expresar en los términos
más precisos lo que Weber tenía en mente cuando dijo que
la ciencia parecía ser incapaz de ofrecer una explicación
clara o certera de sí misma.
El bombre no puede vivir sin luz, sin orientación, sin co­
nocimiento; sólo por medio del conocimiento del bien pue­
de encontrar el bien que necesita. La cuestión fundamental
radica, pues, en determinar si los hombres pueden adquirir
dicho conocimiento del bien que precisan para guiar sus vi­
das de forma individual o conjunta sin más ayuda que sus
poderes naturales, o si, por el contrario, dependen de la re­
velación divina. No hay dilemaímás primordial que éste: la
orientación humana o la divina. La primera posibilidad es
propia de la filosofía o la ciencia en el sentido inicial del tér­
mino, la segunda está presente en la Biblia. No hay combi­
nación o síntesis que permita eludir dicha disyuntiva, pues

32. Wissenschaftslehre, pp. 546-547, 5 5 1 - 5 5 5 ; Religionssoziologie, i , pp.


204, 523.
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 117

tanto la filosofía como la Biblia proclaman algo como lo


único necesario, lo único que cuenta en el fondo, y lo único
necesario que postula la Biblia es lo contrario de lo que pro­
pugna la filosofía, es decir, una vida de amor sumiso frente
a una vida de libre pensamiento. En todo intento de acerca­
miento, de síntesis por impresionante que resuite, uno de
los dos elementos en discordia se sacrifica por el otro,
de forma más o menos sutil pero sin excepción en todos los
casos: la filosofía que pretende ser la reina puede acabar
sirviendo a la revelación, o viceversa.
Si contemplamos a vista de pájaro la lucba secular entre
la filosofía y la teología, probablemente tendremos la im­
presión de que ninguno de los dos opuestos ba logrado
nunca refutar los postulados del otro. Todo argumento en
favor de la revelación parece tener validez sólo si se presu­
pone la fe en la revelación; y todo argumento contra la re­
velación parece tener validez sólo si se presupone la falta
de fe en la revelación, lo que no dejaría de evidenciar el es­
tado natural de las cosas. La revelación resulta siempre
tan incierta para la razón por sí sola que no puede exigir
su aprobación, y el bombre cuenta con tal formación que
puede encontrar su satisfacción y su felicidad en la libre
investigación, en la articulación del enigma del ser. Pero,
por otro lado, es tal su anbelo por bailar una solución a
ese enigma y el saber bumano es siempre tan limitado que
no bay lugar para la negación de la iluminación divina ni
para el rechazo de la posibilidad de la revelación. En tal
caso, es este estado de cosas el que parece decidir de forma
irrevocable en favor de la revelación y en contra de la filo­
sofía. La filosofía debe dar por sentado que 1a revelación
es posible, lo que significa, sin embargo, dar por sentado
que la filosofía tal vez no sea lo único necesario, que la
filosofía sea quizá algo infinitamente insignificante. Dar
por sentado que la revelación es posible implica dar por
sentado que la vida filosófica no es necesariamente, o
ii8 C ap itu lo u

por lo visto, la vida correcta. La filosofia, la vida dedicada


a la búsqueda del conocimiento patente accesible al hom­
bre como tal, estaria basada en una decisión ambigua, ar­
bitraria o tomada a ciegas, lo que no haría sino confirmar
la tesis de la fe, según la cual no hay posibilidad de cohe­
rencia, de una vida completamente consecuente y sincera,
sin la fe en la revelación. El mero hecho de que la filosofía
y la revelación no puedan rechazarse entre sí constituiría
la refutación de la filosofía por parte de la revelación.
Fue el conflicto entre revelación y filosofía o ciencia en
toda la extensión del término lo que llevó a Weber a defen­
der la idea de que la ciencia o la filosofía adolece de una
irremediable debilidad. Pese a su afán por mantenerse fiel
a la causa del pensamiento autónomo, cayó en la desespe­
ración al descubrir que el sacrificio del intelecto, del que
abomina la ciencia o la filosofía, reside en el fondo de la
misma ciencia o filosofía.
Pero remontémonos de estos sombríos abismos a la su­
perficialidad que, aunque no exactamente radiante, pro­
mete siquiera un sueño tranquilo. Al emerger de nuevo a
la superficie nos encontramos con unas seiscientas pági­
nas de gran formato rellenas con el menor número posible
de frases y el mayor número posible de notas a pie de pá­
gina, dedicadas a la metodología de las ciencias sociales.
Con todo, no tardamos en advertir que no nos hemos
librado del problema, ya que la metodología de Weber di­
fiere un tanto de lo que se suele entender por metodología.
Todo estudiante inteligente que la haya leído se habrá per­
catado de su carácter filosófico. Es posible expresar esta
sensación con claridad. La metodología, como crítica del
correcto proceder de la ciencia, debe servir forzosamente
como reflejo de las limitaciones de la misma. Si la ciencia
es, en efecto, la forma suprema del saber humano, será
por tanto reflejo de las limitaciones del saber humano.
Y si es el conocimiento el que confiere un carácter especí­
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores 119

fico al hombre entre todos los seres de la tierra, la metodo­


logía debe ser reflejo de las limitaciones de la humanidad o
de la situación del hombre como tal. A la metodología de
Weber le faltaba poco para satisfacer dicha exigencia.
Para aproximarnos siquiera un poco más a lo que el
propio Weber pensaba de su metodología, diremos que su
noción de ciencia, tanto natural como social, está basada
en una visión determinada de la realidad, ya que, según
Weber, la comprensión científica consiste en una singular
transformación de 1a realidad. Resulta, por tanto, imposi­
ble explicar el significado de la ciencia sin un análisis pre­
vio de la realidad tal y como es, esto es, antes de su trans­
formación por parte de la ciencia. Weber no dijo tanto
acerca de este tema. No le preocupaba tanto el carácter de
la realidad como las diferentes maneras en que se transfor­
ma la realidad por acción de los distintos tipos de ciencia.
Su interés primordial se basaba en la protección de la inte­
gridad de las ciencias históricas o culturales frente a dos
peligros evidentes: frente al intento de moldear dichas
ciencias sobre el modelo de las ciencias naturales o frente
al intento de interpretar el dualismo de las ciencias natu­
rales e históricas-culturales en términos de un dualismo
metafísico («cuerpo-mente» o «necesidad-libertad»). No
obstante, sus tesis metodológicas siguen siendo ininteligi­
bles, o en cualquier caso irrelevantes, si no se traducen en
tesis relativas al carácter de la realidad. Cuando reclama­
ba, por ejemplo, que la comprensión interpretativa se
supeditara a una explicación causal, se veía guiado por la
observación de que lo inteligible queda con frecuencia
subyugado a lo que ha dejado de ser inteligible o que lo in­
ferior es en general más fuerte que lo superior. Además, sus
preocupaciones le dejaban tiempo para exponer su visión
de la realidad antes de su transformación por parte de la
ciencia. A su modo de ver, la realidad es una secuencia infi­
nita y carente de sentido - o un caos- de acontecimientos
120 Capítulo 11

Únicos e infinitamente divisibles, carentes asimismo de


sentido: todo significado, toda articulación, deriva de la
actividad de la comprensión o de la evaluación de una
cuestión. Hoy en día apenas encontraría adeptos esta vi­
sión de la realidad, que Weber adoptó del neokantianisrfto
sin más modificaciones que la incorporación de uno o dos
toques emotivos. Basta con señalar que el propio Weber
era incapaz de defender con coherencia dicha visión. Cier­
to es que no pudo negar la existencia de una articulación
de la realidad que precede a toda articulación científica,
una articulación o abundancia de significado que tenemos
en mente al hablar del mundo de la experiencia común o
de la comprensión natural del m u n d o . 33 Pero ni siquiera
trató de ofrecer un análisis coherente del mundo social tal
como lo entiende el «sentido común», o de la realidad so­
cial tal como se conoce en la vida social o en acción. En lu­
gar de dicho análisis su obra presenta definiciones de tipos
de ideales, de construcciones artificiales que ni siquiera
pretende corresponderse con la articulación intrínseca de
la realidad social y que, además, quieren tener un carácter
estrictamente efímero. Sólo sobre la base de un análisis ex­
haustivo de la realidad social como la entendemos en la
vida real, y como siempre la han entendido los hombres
desde el origen de la civilización, se podría plantear una
discusión adecuada sobre la posibilidad de una ciencia so­
cial con capacidad de evaluación. Dicbo análisis baria in­
teligibles los dilemas fundamentales que forman parte
esencial de la vida social y con ello proporcionaría una
base para juzgar con sensatez si el conflicto entre dichos
dilemas puede tener en principio solución.
Con el espíritu que marca una tradición de tres siglos,
Weber habría rechazado la sugerencia de que la ciencia so-

33. Wissenschaftslehre, pp. 5, 35, 50 -51, ó i, 67, 7 1 , iz 6 , i z j n., 13 2 -13 4 ,


16 1- 16 2 , i6 é , 1 7 1 , 1 7 3 , 1 7 5 , 1 7 7 - 1 7 8 , 1 8 0 , 208, 389, 503.
E l derecho natural y la distinción entre actos y valores izi

cial debe estar basada en un análisis de la realidad social tal


como se conoce en la vida social o como la entiende el «sen­
tido común». De acuerdo con dicha tradición, el «sentido
común» es un híbrido fruto del mundo absolutamente sub­
jetivo de las sensaciones del individuo y del mundo verda­
deramente objetivo que ha ido descubriendo la ciencia.
Esta visión tuvo su origen en el siglo x v i i , con la aparición
del pensamiento moderno en virtud de una ruptura con la
filosofía clásica. No obstante, los precursores del pensa­
miento moderno comulgaban aún con los postulados de
ios clásicos en la medida en que concebían la filosofía o la
ciencia como la perfección de la visión natural del hombre
del mundo natural, si bien diferían de ellos en tanto que
confrontaban la nueva filosofía o ciencia -considerada la
visión verdaderamente natural del mundo- con la visión
desnaturalizada del mundo propugnada por la filosofía o
la ciencia clásica o medieval, o por la « e s c u e l a » . 34 El triun­
fo de la nueva filosofía o ciencia se vio determinado por la
victoria de su elemento decisivo, a saber, la nueva física. Di­
cha victoria dio como resultado final la emancipación de la
nueva física y de la nueva ciencia natural en general, de la
filosofía, que a partir de entonces dio en llamarse «filoso­
fía» en contraposición a «ciencia»; en realidad, la «cien­
cia» se convirtió en la autoridad de la «filosofía». Podría
decirse que la «ciencia» es la parte más fructuosa de la filo­
sofía o la ciencia moderna, mientras que la «filosofía» es la
parte menos fructuosa, motivo por el cual la ciencia natu­
ral moderna, y no la filosofía moderna, pasaría a conside­
rarse como la perfección de la comprensión natural del
hombre del mundo natural. No obstante, en el siglo x ix
se hizo cada vez más patente la necesidad de realizar una

34. Compárese con Jacob Klein, «Die griechische Logistik und die Lnt-
stehung der modernen Algebra», en Quellen und Studien zur Geschichte der
Mathematik, Astronomie und Physik, 19 36 , vol. in , p. 12 5 .
122 Capitu lou

distinción radicai entre lo que se conocía entonces como


comprensión «científica» {o «el mundo de la ciencia») y
la comprensión «natural» (o «el mundo en el que vivi­
mos»). Se hizo patente que la comprensión científica del
mundo se da por medio de una modificación radical, a dife­
rencia de una perfección, como en el caso de la compren­
sión natural. Dado que la comprensión natural es la presu­
posición de la comprensión científica, el análisis de la
ciencia y del mundo de la ciencia presupone el análisis de
la comprensión natural, del mundo natural o del mundo
del sentido común. El mundo natural, el mundo en el que
vivimos y actuamos, no es objeto o producto de una actitud
teórica; no se trata de un mundo de meros objetos que ob­
servamos con imparcialidad sino de un mundo de «cosas»
y «asuntos» que manejamos. Con todo, mientras identifi­
quemos el mundo natural o precientífico con el mundo en
el que vivimos, nos encontraremos ante una abstracción. El
mundo en el que vivimos ya es un producto de la ciencia, o
en cualquier caso se ve profundamente afectado por la
existencia de la ciencia. Sin mencionar la tecnología, el
mundo en el que vivimos se ve libre de fantasmas, brujas y
demás seres que de no existir la ciencia abundarían. Para
comprender el mundo natural como un mundo radical­
mente precientífico o prefilosófico, debemos remontarnos
a la primera aparición de la ciencia o la filosofía. Para ello
no es necesario que nos adentremos en extensos estudios
antropológicos de carácter forzosamente hipotéticos; bas­
ta con la información que proporciona la filosofía clásica
acerca de sus orígenes, en particular si dicha información
se complementa con la consideración de las premisas más
elementales de la Biblia, para reconstruir el carácter esen­
cial del «mundo natural». Mediante la utilización de dicha
información complementada deberíamos ser capaces de
comprender el origen de la idea del derecho natural.
IZ 3

C A PÍT U L O III

El origen de la idea del derecho natural

Para comprender el problema del derecho natural, no hay


que partir de la comprensión «científica» de las cuestiones
políticas sino de la comprensión «natural», es decir, del
modo en que se presentan en la vida política, sobre el
terreno, cuando nos atañen y debemos tomar decisiones
al respecto. Esto no significa que la vida política entienda
necesariamente de derecho natural. El derecho natural
hubo de ser descubierto cuando ya existía la vida política.
Lo que supone simplemente es que la vida política en to­
das sus formas apunta necesariamente hacia el derecho
natural como un problema inevitable. El descubrimiento
de dicho problema no es anterior a la ciencia política sino
coetáneo, de lo que se desprende que una vida política que
ignora la idea del derecho natural desconoce necesaria­
mente la posibilidad de la ciencia política y, de hecho, la
posibilidad de la ciencia en sí, de la misma forma que una
vida política que es consciente de la posibilidad de la cien­
cia conoce el derecho natural como problema.
La idea del derecho natural debe ser desconocida mien­
tras no se conozca tampoco la idea de la naturaleza. El
descubrimiento de la naturaleza corresponde a la filoso­
fía. Donde no hay filosofía, no bay conocimiento del dere­
cho natural como tal. El Antiguo Testamento, que tendría
como premisa básica el rechazo implícito de la filosofía,
desconoce la «naturaleza»; el término hebreo para «natu­
raleza» no figura en la Biblia hebrea. En esta versión no se
dice, por ejemplo, que el «cielo y la tierra» es lo mismo
que la «naturaleza». No existe, pues, conocimiento algu­
124 Capítulo u i

no del derecho natural tal y como se refleja en el Antiguo


Testamento. El descubrimiento de la naturaleza precede
necesariamente al descubrimiento del derecho natural. La
filosofía es anterior a la filosofía política.
La filosofía representa la búsqueda de los «principios»
de todas las cosas, lo que significa ante todo la búsqueda
del «origen» de todas las cosas o de las «primeras cosas».
En este sentido, la filosofía coincide completamente con la
mitología. Sin embargo, el philósophos flamante de la sabi­
duría’ ) no es idéntico al philómythos (‘amante del mito’).
Aristóteles se refiere a los primeros filósofos simplemente
como «hombres que platican sobre la naturaleza» y los dis­
tingue de los hombres que les precedieron y que «conversa­
ban sobre los dioses».^ La filosofía, a diferencia de la mito­
logía, cobró vida con el descubrimiento de la naturaleza, o
bien se podría decir que el primer filósofo fue el primer
bombre que descubrió la naturaleza. La historia entera de
la filosofía no es sino la relación de los sucesivos intentos
por lograr una comprensión total de lo que implicó aquel
descubrimiento crucial que tuvo lugar hace más de dos mil
seiscientos años de la mano de ciertos pensadores griegos.
Para comprender el significado de aquel descubrimiento
aunque sea de forma provisional, es preciso volver de la
idea de naturaleza a su equivalente prefilosófico.
El significado del descubrimiento de la naturaleza no
puede comprenderse si uno entiende por naturaleza «la
totalidad de los fenómenos», pues el descubrimiento de
la naturaleza consiste precisamente en la división de la to­
talidad en fenómenos naturales y fenómenos no naturales,
donde «naturaleza» es un término de distinción. Antes del
descubrimiento de la naturaleza, el comportamiento ca-

I . Aristóteles, Metafísica, 9 8 10 27-29 , 982b 18 (véase Ética a Nicómano,


i u b 3 3 - 3 5 ) , 98^by ss., io 7 b 2 6 -2 7 ; Platón, Las leyes, 891c, 89202-7,
896a 5-b3-
E l origen de la idea del derecho natural 125

racterístico de cualquier cosa o de cualquier clase de cosas


se tomaba por su costumbre o su proceder, es decir, que no
se establecía una distinción fundamental entre las costum­
bres o los modos de proceder que se mantienen inaltera­
bles en todo momento y lugar y las costumbres o los mo­
dos de proceder que difieren de una tribu a otra. Ladrar y
menear la cola es propio de los perros, la menstruación es
propia de las mujeres, las locuras son propias de los locos,
así como no comer cerdo es una costumbre propia de
los judíos y no beber vino es propio de los musulmanes.
«Costumbre» o «proceder» es el equivalente prefilosófico
de «naturaleza».
Si bien cada cosa o cada clase de cosas tiene sus propias
costumbres o modos de proceder, bay una costumbre o
proceder en particular que resulta primordial: «nuestro»
proceder, «nuestro» modo de vida «aquí», el modo de
vida del colectivo independiente al que pertenece una per­
sona. Podríamos definirlo como la costumbre o el proce­
der «primordial». Aunque no todos los miembros de la
colectividad mantienen siempre dicba costumbre, en su
mayoría la retoman si la recuerdan debidamente: la cos­
tumbre primordial es el camino correcto. Su validez que­
da garantizada por su antigüedad: «Existe una especie de
presunción contra là novedad, derivada de una profunda
consideración por la naturaleza humana y las cuestiones
humanas; y la máxima de la jurisprudencia cuenta con
una base sólida. Vetustas pro lege semper habetur». Pero
no todo lo antiguo es lo correcto. «Nuestro» proceder tie­
ne validez por ser tanto antiguo como «propio de nos­
otros» o bien por ser «producto del hombre y legítimo».^
Al igual que «lo antiguo y lo propio de uno» se correspon­
día en un principio con lo justo y lo bueno, «lo nuevo y lo
extraño» equivalía a lo malo. La noción de relacionar

2. Burke, Letters on a Regicide Peace, i y iv ; véase Herodoto ii i, 38 y i, 8.


I2Ó Capítulo III

«antiguo propio de uno» es «ancestral». La vida pre-


filosófica se caracteriza por la identificación primitiva de
lo bueno con lo ancestral. Por lo tanto, el camino correcto
implica necesariamente pensamientos acerca de los ante­
pasados y, con ello, acerca de las primeras cosas sin n i á ^
Uno no puede identificar de forma razonable lo bueno
con los antepasados si no da por sentado que los antepa­
sados eran completamente superiores a «nosotros», lo
que implica que eran superiores al resto de los mortales;
en consecuencia, uno llega a creer que los antepasados, o
quienes sentaran las bases del modo de proceder ances­
tral, eran dioses, descendientes de dioses o al menos se ba­
ilaban «próximos a los dioses». La identificación de lo
bueno con lo ancestral lleva a atribuir el establecimiento
del proceder correcto a dioses o descendientes de dioses o
discípulos de dioses: ei proceder correcto debe ser una ley
divina. Al ver que nuestros antepasados pertenecen a una
colectividad distinta, uno llega a pensar que existe una se­
rie de leyes o códigos divinos, fruto cada uno de la obra de
un ser divino o semidivino. 4
En principio, las cuestiones relativas a las primeras co­
sas y al proceder correcto tienen respuesta antes incluso

3. «El camino correcto» parece ser la relación entre el «modo de proceder»


(o «costumbre») en general y las «primeras cosas», esto es, entre las raíces de
las dos acepciones más relevantes de «naturaleza»: «naturaleza» como carác­
ter esencial de una cosa o de una serie de cosas y «naturaleza» como «las pri­
meras cosas». En relación a la segunda acepción, véase Las leyes de Platón,
891c 1-4, 892c 2-7. En cuanto a la primera acepción, consúltese la referencia
aristotélica así como estoica sobre el «modo de proceder» en sus definiciones
de naturaleza (Aristóteles, Física, 1 9 3 0 1 3 - 19 , i9 4 a2 7-30 , 19 9 3 9 -10 ; Cice­
rón, De natura deorum, 11, 57, 81). Cuando se niega la idea de «naturaleza»,
la «costumbre» recupera su lugar original. Compárese con Maimónides,
Guía de perplejos, i, 7 1, 73, y Pascal, Pensées, ed. Brunschvicg, frags. 92,
222, 233.
4. Platón, Las leyes, 6 24 31-6 , 6 3461-2, 66207, d j - e j ; Minos, 3 18 c 1-3; Ci­
cerón, Las leyes, 11, 27; véase Fustel de Coulanges, La Cité antigüe, parte iil,
cap. XI,
E l origen de la idea del derecho natural 127

de ser planteadas. La respuesta viene impuesta por la


autoridad, pues la autoridad como el derecho de los seres
humanos a ser obedecidos deriva esencialmente de la ley,
y la ley en principio no es más que el modo de vida de la
comunidad. Las primeras cosas y el proceder correcto no
pueden llegar a cuestionarse ni convertirse en el objeto de
una búsqueda, de la misma forma que la filosofía no pue­
de darse ni la naturaleza puede ser descubierta si no se
duda de la autoridad como tal o al menos mientras que
se acepte de plano la afirmación general de un ser, cual­
quiera que éste sea. 5 La aparición de la idea del derecho
natural presupone, por tanto, la duda de la autoridad.
Platón ha señalado más por medio de los postulados
conversacionales expresados en sus obras República y Le­
yes que por las declaraciones explícitas cuán indispensable
es la duda de la autoridad o la libertad de la autoridad para
el descubrimiento del derecho natural. En la República la
discusión acerca del derecho natural da comienzo mucho
después de que el anciano Cèfalo, el padre, el cabeza de fa­
milia, haya dejado de cumplir con las ofrendas sagradas a
los dioses: la ausencia de Cèfalo, o de lo que representa, es
indispensable para la búsqueda del derecho natural. O, si
se prefiere, los hombres como Cèfalo no necesitan saber de
la existencia del derecho natural. Además, la discusión
priva a los participantes de toda capacidad para ser cons­
cientes de la adoración en honor de una diosa que supues­
tamente debían ver. La búsqueda del derecho natural susti­
tuye a dicha adoración. La discusión recogida en Las leyes
se desarrolla mientras los participantes, siguiendo las hue­
llas de Minos, quien, siendo hijo y discípulo de Zeus, ba­
bía dotado a los cretenses con sus leyes divinas, se dirigen

5. Véase Platón, Carmides, 161C 3-8, y Pedro, 2 7 5 0 1-3 , con Apología de Só­
crates, z ib 6 -ci; véase también Jenofonte, Apología de Sócrates, 14 - 15 con
Ciropedia, VII, 11, 15 - 17 .
128 Capítulo u i

de una dudad de la isla a la cueva de Zeus. Aunque la con:


versación se recoja de forma íntegra, nada se dice sobre si
llegaron a su destino inicial. El final de Las leyes está dedi­
cado al tema central de la República: el derecho natural, o
la filosofía política y la culminación de la filosofía política,
sustituye a la cueva de Zeus. Si tomamos a Sócrates como
el representante de la búsqueda del derecho natural, pode­
mos describir la relación de dicha búsqueda con la autori­
dad de la siguiente manera: en una comunidad gobernada
por las leyes divinas, está estrictamente prohibido someter
dichas leyes a una discusión verdadera, es decir, a un exa­
men crítico, en presencia de jóvenes varones; Sócrates, sin
embargo, aborda el tema del derecho natural -una cues­
tión cuyo descubrimiento presupone la duda del código
ancestral o divino- no sólo en presencia de jóvenes sino
entablando una conversación con ellos. Ya antes de Pla­
tón, Herodoto había mostrado este estado de cosas en el
transcurso del único debate que recogió en torno a los
principios de la política; Herodoto nos cuenta que se plan­
teó una discusión abierta en la Persia amante de la verdad
a raíz de la matanza de los magos.^ Con ello no se niega
que, una vez que la idea del derecho natural ha aparecido y
se hace habitual, ésta pueda adaptarse con facilidad a la
creencia en la existencia de leyes fruto de la revelación di­
vina. Nos limitamos a afirmar que el predominio de dicha
creencia impide la aparición de la idea del derecho natural
o relega la búsqueda del derecho natural a algo infinita­
mente irrelevante, pues si el hombre sabe por revelación
divina cuál es el camino correcto, no tiene que descubrir
dicho camino por sus propios medios.
La forma original de la duda de la autoridad y, por tan­
to, de la dirección que tomó en un principio la filosofía o

6. Platón, Las leyes, 634CÍ7-63 5a 5; véase Apología de Sócrates, 23C2 ss. con
República, $j8 cj~ e6 ; Herodoto, iii, 76 (véase i, 1 3 2 ) .
E l origen de la idea del derecho natural 129

la perspectiva en la que se descubrió la naturaleza se vie­


ron determinadas por el carácter original de la autoridad.
La presunción de la existencia de una serie de códigos di­
vinos plantea dificultades, dado que los distintos códigos
se contradicen entre sí. Un código elogia por completo las
acciones que otro condena tajantemente. Un cógido exige
el sacrificio de los primogénitos, mientras que otro prohí­
be todo sacrificio bumano por abominable. Los ritos fu­
nerarios de un pueblo provocan el borror de otro pueblo.
Pero lo que resulta decisivo es el becbo de que los distintos
códigos se contradicen entre sí en lo que sugieren respecto
a las primeras cosas. La visión de que los dioses nacieron
de la tierra no puede conciliarse con la visión de que los
dioses crearon la tierra. Se plantea, por tanto, la cuestión
sobre qué código es el correcto y sobre qué historia acerca
del origen de las primeras cosas es la historia verdadera.
El proceder correcto deja de contar con la garantía de la
autoridad para convertirse en una cuestión o en el objeto
de una búsqueda. La identificación primitiva de lo bueno
con lo ancestral se sustituye por la distinción fundamental
entre lo bueno y lo ancestral; la búsqueda del camino
correcto o de las primeras cosas representa la búsqueda del
bien en contraposición a lo ancestral. 7 A la larga resultará
ser la búsqueda de lo que es bueno por naturaleza a dife­
rencia de lo que es bueno simplemente por convención.
La búsqueda de las primeras cosas está marcada por
dos distinciones fundamentales que preceden a la distin­
ción entre lo bueno y lo ancestral. Los hombres han teni­
do siempre que diferenciar (en materia judicial, por ejem­
plo) entre los rumores y lo visto por uno mismo y han
preferido dar crédito a lo que uno ha visto que a lo que

7. Platón, República, 5381!3-4, 65-6; E l político, 29608-9; Las leyes,


70205-8; Jenofonte, Ciropedia, II, li, 26; Aristóteles, Política, 126 9 33-8 ,
127023-24.
130 Capítulo l l l

simplemente le cuentan los demás. No obstante, el uso de


dicba distinción se restringía en principio a temas secun­
darios o particulares. Por lo que respecta a las cuestiones
de importancia capital -las primeras cosas y el camino
correcto - la única fuente de conocimiento eran los rumo­
res. Frente a la contradicción entre los numerosos códigos
sagrados, alguien -un viajero, una persona que babía vis­
to ciudades con una multitud de individuos y reconocía la
diversidad de sus pensamientos y costumbres- sugirió que
la distinción entre lo visto por uno mismo y los rumores se
aplica a todas las cuestiones, y especialmente a las de im­
portancia capital. No bay lugar para la crítica o la apro­
bación del carácter divino o venerable de cualquier código
o historia hasta que los hechos sobre los que se basan las
afirmaciones se hayan evidenciado o demostrado; deben
ponerse de manifiesto, para todos y a plena luz del día. De
este modo, el hombre se percata de la diferencia crucial
entre lo que su colectividad considera incuestionable y lo
que observa por sí mismo; es así como el Yo se ve capaz de
enfrentarse al Nosotros sin ningún sentimiento de culpa,
un derecho, sin embargo, que no adquiere el Yo como tal.
Los sueños y las visiones han tenido una importancia de­
cisiva a la hora de establecer las afirmaciones del código
divino o de la historia sagrada de las primeras cosas. En
virtud de la aplicación universal de la distinción entre los
rumores y lo visto por uno mismo, se establece ahora una
distinción entre la verdad de uno mismo y el mundo co­
mún percibidos al despertar y los numerosos mundos pri­
vados e imaginarios de los sueños y las visiones. Resulta,
por tanto, que no es el Nosotros de un grupo determinado
ni el Yo único sino el hombre como tal la medida de lo
verdadero y lo falso, del ser o no ser de todas las cosas. El
hombre aprende finalmente a distinguir entre los nombres
de las cosas que conoce a través de los rumores y que di­
fieren de un grupo a otro y las cosas en sí mismas que él,
E l origen de la idea del derecho natural 131

como cualquier otro ser humano, puede ver con sus pro­
pios ojos. Es entonces cuando puede empezar a sustituir
las distinciones arbitrarias de las cosas que difieren de un
grupo a otro por sus distinciones «naturales».
La fuente por medio de la cual se tenía conocimiento de
los códigos divinos y las historias sagradas de las primeras
cosas no se atribuía a los rumores sino a la información so­
brenatural. Cuando se reclamaba la aplicación de la dis­
tinción entre los rumores y lo visto por uno mismo a las
cuestiones de mayor relevancia, se estaba reclamando la
demostración del origen sobrehumano de la toda supuesta
información sobrehumana por medio de su análisis a la
luz, no de los criterios tradicionales -por poner el caso-
empleados para distinguir entre oráculos verdaderos y fal­
sos, sino de los criterios que en el fondo derivan de un
modo evidente de las reglas por las que nos guiamos en
cuestiones totalmente accesibles al conocimiento humano.
La categoría suprema del saber humano existente antes de
la aparición de la filosofía o la ciencia estaba representada
por las artes. La segunda distinción prefilosófica que mar­
có en un principio la búsqueda de las primeras cosas fue la
distinción entre las cosas artificiales y no artificiales. La
naturaleza fue descubierta cuando el hombre se embarcó
en la búsqueda de las primeras cosas a la luz de las distin­
ciones fundamentales entre los rumores y lo visto por uno
mismo, por un lado, y entre las cosas creadas por el hom­
bre y las que no lo son, por otro. La primera de estas dos
distinciones motivó la exigencia de sacar a la luz las prime­
ras cosas, empezando por lo que ahora pueden ver todos
los hombres. Sin embargo, no todas las cosas visibles re­
presentan un punto de partida igualmente idóneo para el
descubrimiento de las primeras cosas. Las cosas creadas
por el hombre no conducen a otra primera cosa que no sea
el hombre, que sin duda no constituye la primera de todas
las cosas. Las cosas artificiales se ven inferiores - o poste­
132 Capítulo n i

riores- en todos los aspectos a las cosas no creadas sino


halladas o descubiertas por el hombre. Se considera que
las cosas artificiales deben su razón de ser a la invención
humana o a la premeditación. Si uno se reserva su opinión
respecto a la verdad de las historias sagradas de las prime­
ras cosas, no sabrá si las cosas que no son producto del
hombre deben su existencia a una premeditación de cual­
quier tipo, es decir, si las primeras cosas originaron el resto
de cosas por medio de la premeditación o no fue así. De
esta forma uno se percata de la posibilidad de que las pri­
meras cosas originaran el resto de las cosas de un modo
fundamentalmente diferente a toda forma de creación por
medio de la premeditación. La afirmación según la cual to­
das las cosas visibles son producto de seres racionales o
que sostiene la existencia de seres racionales sobrehuma­
nos requiere en lo sucesivo una demostración, una demos­
tración que parta de todo lo que podemos ver ahora.^
En resumen, pues, puede decirse que el descubrimiento
de la naturaleza se corresponde con el apercibimiento de
una posibilidad humana que, cuando menos según su pro­
pia interpretación, es transhistórica, transocial, transmo­
ral y transreligiosa.9
La búsqueda filosófica de las primeras cosas presupone
no sólo que existen primeras cosas sino que las primeras

8. Platón, Las leyes, 8880-8890, 8 9 10 1-9 , 89202-7, 96606-96701. Aristóte­


les, 989029-99035, 10 0 0 39 -2 0 ,10 4 2 3 3 ss.;Decáelo, 2 9 8 0 13-24 ;
Tomás de Aquino, Summa theologica, i, qu. z ,a .j.
9. Esta visión resulta aún inteligible de forma inmediata, oomo puede verse,
hasta oierto punto a partir de la siguiente observaoión de A .N . Whitehead:
«Después de Aristóteles, los intereses religiosos y morales oomenzaron a in­
fluir en las oonolusiones metafísicas [...] Cabe cuestionarse si existe estudio
metafisico general que se precie que, sin la introducción ilícita de otras consi­
deraciones, llegue a superar el de Aristóteles» (Science and the Modern
World, Mentor Books, pp. 17 3 -17 4 ). Véase Tomás de Aquino, Summa theo­
logica, I, 2, qu. 58, a. 4-5 y qu. 104 , a. i ; il, 2, qu. 19 , a. y y qu. 45, a. 3 (a
propósito de la filosofía con relación a la moralidad y la religión).
E l origen de la idea del derecho natural 133

cosas existen siempre y que las primeras cosas que existen


siempre o que son imperecederas resultan más verdaderas
que las cosas que no existen siempre. Dichas presuposi­
ciones se desprenden de la premisa fundamental de que
todo ser surge por alguna causa o de que es imposible
que «al principio fuera el caos», es decir, que las primeras
cosas aparecieran de la nada y por medio de la nada. En
otras palabras, sería imposible que se dieran los cambios
manifiestos de no existir algo permanente o eterno, o, si se
prefiere, los eventuales seres manifiestos requieren la exis­
tencia de algo necesario y, por tanto, eterno. Los seres que
existen siempre revisten una dignidad superior que los se­
res con una existencia finita, porque sólo los primeros
pueden ser la causa final de los últimos, de su existencia, o
bien porque lo que no existe siempre encuentra su lugar
dentro del orden constituido por lo que sí existe siempre.
Los seres que no existen siempre resultan menos verdade­
ros que los que existen siempre, pues ser perecedero sig­
nifica debatirse entre ser y no ser. Se puede expresar
la misma premisa básica mediante la afirmación de que la
«omnipotencia» quiere decir poder limitado por el cono­
cimiento de las «naturalezas»,^® esto es, de la necesidad
inalterable y conocible; toda libertad e indeterminación
presupone una necesidad más esencia^
Una vez descubierta la naturaleza, resulta imposible ver
como costumbres o modos de proceder por igual el com­
portamiento normal o característico de los grupos natura­
les o de las distintas tribus humanas; las «costumbres» de
los seres naturales se reconocen como su naturaleza, y las
de las distintas tribus humanas, como sus convenciones. El
concepto original de «costumbre» o «proceder» se divide
en las nociones de «naturaleza», por un lado, y de «con­
vención, por otro. La distinción entre naturaleza y conven­

io . Véase OíJiseíZjX, 303-306.


134 Capítulo III

dòn, entre physis j nomos, es pues coetánea al descubri­


miento de la naturaleza y, por tanto, a la filosofía.”
La naturaleza no tendría que haberse descubierto si no
hubiera permanecido oculta. De ahí que la «naturaleza»
se entienda necesariamente en contraposición a algo más,
a saber, a lo que oculta la naturaleza en tanto que oculta la
naturaleza. Hay eruditos que se niegan a adoptar «natu­
raleza» como término de distinción, pues creen que todo
lo que es, es natural. Sin embargo, tácitamente asumen
que el hombre sabe por naturaleza de la existencia de algo
como la naturaleza o que la «naturaleza» resulta tan poco
problemática o tan obvia como, digamos, el «rojo». Por
otra parte, se ven obligados a distinguir entre cosas natu­
rales o existentes y cosas ilusorias o cosas que pretenden
existir sin existir; pero olvidan articular el modo de ser de
las cosas más importantes que pretenden existir sin existir.
La distinción entre naturaleza y convención implica que la
naturaleza se ve oculta esencialmente por decisiones auto­
ritarias. El hombre no puede vivir sin pensar acerca de las
primeras cosas, y es de suponer que tampoco puede vivir
en condiciones óptimas sin sentirse unido a sus semejantes
por medio de los mismos pensamientos sobre las primeras
cosas, es decir, sin someterse a las decisiones autoritarias
respecto a las primeras cosas: es la ley la que exige poner
de manifiesto las primeras cosas o «lo que es». La ley, a su
vez, se presenta como una norma que deriva del poder
vinculante del acuerdo o la convención de los miembros
de la colectividad. La ley o la convención tienen la tenden­
cia - o la función- de ocultar la naturaleza, y lo logran de
tal manera que, para empezar, la naturaleza se conoce o se
«ofrece» sólo como «costumbre». De ahí que la búsqueda

I I . En cuanto a los primeros escritos que tratan sobre la distinción entre na­
turaleza y convención, véase Karl Reinhardt, Parmenides und die Geschichte
der griechischen Philosophie, Bonn, 19 16 , pp. 82-88.
E l origen de la idea del derecho natural 135

filosófica de las primeras cosas se rija por la comprensión


del «ser» o de «existir» según la cual la distinción funda­
mental respecto a las formas del ser es la que se da entre
«ser de verdad» y «ser en virtud de la ley o la conven­
ción», una distinción que sobrevivió de una forma apenas
reconocible en la distinción escolástica entre ens reale y
ens fictumP^
La aparición de la filosofía afecta de manera radical a
la actitud del bombre frente a las cosas políticas en gene­
ral y las leyes en particular, pues su comprensión respecto
a dicbas cuestiones se ve asimismo afectada de forma ra­
dical. Al principio, la autoridad por excelencia o el origen
de toda autoridad radicaba en lo ancestral. Con el descu­
brimiento de la naturaleza, la defensa de lo ancestral se ve
desarraigada; la filosofía apela de lo ancestral a lo bueno,
a lo intrínsecamente bueno, a lo bueno por naturale­
za. Aun así la filosofía echa por tierra la defensa de lo
ancestral de tal manera que preserva un elemento esen­
cial, pues, al hablar de naturaleza, los primeros filósofos
se referían a las primeras cosas, es decir, a las cosas más
antiguas; la filosofía apela de lo ancestral a algo más anti­
guo que lo ancestral. La naturaleza es la antecesora de to­
dos los antecesores o la madre de todas las madres. Es más
antigua, y por ello más venerable, que cualquier tradición.
La visión según la cual las cosas naturales revisten una
dignidad superior que las cosas creadas por el hombre no
está basada en ninguna idea subrepticia o inconsciente ex­
traída o derivada de la mitología, sino del descubrimiento
mismo de la naturaleza. El arte presupone la naturaleza,
mientras que la naturaleza no presupone el arte. Las capa­
cidades «creativas» del hombre, que resultan mucho más

iz . Platón, Minos, 3 15 a i-b z , 3 19 c 3; Las leyes, 88963-5, 89036-7, 8 9 16 1-2 ,


9 0 4 a9 -b i; Timeo, 4od-4ia; véase también Parménides, fragento 6 [Diels];
véase P. Bayie, Pensées diverses, párr. 49.
1^6 Capítulo in

admirables que cualquiera de sus creaciones, no son en sí


mismas producto del hombre: el talento de Shakespeare
no es fruto de sí mismo. La naturaleza proporciona no
sólo los materiales sino también los modelos para todas
las artes; «las cosas más bellas y sublimes» son producto
de la naturaleza, no del arte. Al eliminar la autoridad de
lo ancestral, la filosofía reconoce que la naturaleza es la
autoridad. ^3
No obstante, para evitar conclusiones erróneas sería
más indicado decir que al eliminar la autoridad, la filoso­
fía reconoce en la naturaleza la norma, pues la facultad hu­
mana que, con ayuda de la percepción de los sentidos, des­
cubre la naturaleza es la razón o el entendimiento, y la
relación de la razón o el entendimiento con sus objetos es
esencialmente distinta de la obediencia que no se cuestio­
na por qué se debe a la autoridad propiamente dicha.
Al someterse a la autoridad, la filosofía, en concreto
la filosofía política, perdería su carácter; degeneraría en la
ideología, es decir, en la apologética de un orden social
emergente o determinado, o bien experimentaría una trans­
formación hacia la teología o la jurisprudencia. Charles
Beard describe la situación que se daba en el siglo x v iii de
la siguiente manera: «El clero y los monárquicos elevaban
los derechos especiales a la categoría del derecho divino.
Los revolucionarios recurrían a la n a tu ra leza ».^4 £a ver­
dad acerca de los revolucionarios del siglo x v iii se puede
aplicar, mutatis mutandis, a todos los filósofos en cuanto
filósofos. Los filósofos clásicos hacían plena justicia a la
gran verdad que servía de base a la identificación de lo
bueno con lo ancestral. Sin embargo, no podrían haber
puesto al descubierto la verdad subyacente si no hubieran
rechazado, en primer lugar, dicha identificación en sí mis-

13 . Cicerón, Las leyes, ii, 13 , 40; De finibus, iv , 72; v , 17 .


14. The Republic, Nueva York, 19 4 3, p. 38.
E l origen de la idea del derecho natural 137

ma. Sócrates, en concreto, era un hombre muy conserva­


dor por lo que se refería a las conclusiones prácticas finales
de su filosofía política. Con todo, Aristófanes señaló la
verdad al sugerir que la premisa fundamental de Sócrates
podía inducir a un hijo a apalear a su propio padre, es de­
cir, a repudiar en la práctica la autoridad más natural.
El descubrimiento de la naturaleza o de la distinción
fundamental entre naturaleza y convención es la condi­
ción necesaria para la aparición de la idea del derecho na­
tural, pero no basta con dicba condición, pues todo dere­
cho puede ser convencional. Este es precisamente el tema
de la principal controversia en materia de filosofía políti­
ca: ¿existe acaso algún derecho natural.^ Parece que la res­
puesta que prevalecía antes de Sócrates era la negativa, es
decir, la visión que hemos dado en llamar «convenciona­
lis m o » .^5 No es de extrañar que los filósofos se inclinaran
en un principio por el convencionalismo. Para empezar, el
derecho se presenta como equivalente de la ley o la cos­
tumbre o como un carácter de la misma; y la costumbre o
la convención surgen, con la aparición de la filosofía,
como aquello que oculta la naturaleza.
El texto presocràtico crucial pertenece a un escrito de
Eleráclito: «A los ojos de Dios, todas las cosas son justas
[nobles] y buenas, pero los hombres han dado por senta­
do que algunas cosas son justas y otras injustas». La dis­
tinción misma entre lo justo y lo injusto no es sino una
mera suposición o convención h u m a n a . Dios, o lo que
se defina como la primera causa, se halla por encima del
bien y del mal e incluso por encima de lo bueno y lo malo.
Dios nada tiene que ver en ningún sentido con la justicia

15 . Véase Platón, Las leyes, 88907-89032 con 891c 1-5 , ss.; Aristóte­
les, Metafísica, 99033-5; D e cáelo, 298013-24; Tomás de Aquino, Summa
theologica, i, qu. 44, a. z.
16 . Fragmento 10 2 ; véanse ios fragmentos 58, 6 j, 80.
138 Capítulo lll

que resulta relevante para la vida humana como tal: Dios,


no premia con la justicia ni castiga con la injusticia. La
justicia no cuenta con ningún apoyo sobrehumano. El he­
cho de que la justicia se considere buena y la injusticia
mala se debe única y exclusivamente a intereses humanos
y fundamentalmente a decisiones humanas. «No se en­
cuentran indicios de justicia divina salvo allí donde reinan
los hombres justos; por lo demás se da un caso, como ve­
mos, que apunta hacia lo justo o hacia lo inicuo.» El re­
chazo del derecho natural resulta ser, por tanto, la conse­
cuencia del rechazo de una providencia determinada, h
N o obstante, bastaría con el ejemplo de Aristóteles para
demostrar que es posible admitir el derecho natural sin
creer en una providencia determinada o en la justicia divi­
na propiamente dicba.
Pues por muy indiferente que pueda parecer el orden
cósmico frente a las distinciones morales, la naturaleza
humana, a diferencia de la naturaleza en general, podría
constituir perfectamente la base de dicbas dintinciones.
Esta cuestión puede ilustrarse con el ejemplo de la doctri­
na presocràtica más conocida, a saber, el atomismo, según
la cual el hecho de que los átomos estén por encima de lo
bueno y lo malo no justifica la inferencia de que no existe
nada bueno o malo por naturaleza respecto a un com-

17 . Spinoza, Tractatus theologico-politicus, cap. x ix (párr. 20 de la ed. Bru­


der). Victor Cathrein {Recht, Naturrecht und positives Recht, Freiburg im
Breisgau, 19 0 1, p. 139 ) dice así: «Lehnt man das Dasein eines persönlichen
Schöpfers und Weltregierers ab, so ist das Naturrecht nicht mehr festzuhal­
ten».
18 . Ética a Nicómano, 117 8 b 7-22; F. Socinus, Praelectiones theologicae, cap.
2; Grocio, De jure belli ac pads. Prolegomena, párr. 1 1 ; Leibniz, Nouveaux es­
sais, vol. I , cap. 2, párr. 2. Consúltese los siguientes pasajes del Contrat social
de Rousseau: «On voit encore que les parties contractantes seraient entre elles
sous la seule loi de nature et sans aucun garant de leurs engagements récipro­
ques...» (iii, cap. 16) y «À considérer humainement les choses, faute de sanc­
tion naturelle, les lois de la justice sont vaines parmi les hommes» (11, cap. 6).
El origen de la idea del derecho natural 139

puesto de átomos, y en particular respecto a esos com­


puestos que denominamos «hombres». De hecho, no se
puede decir que todas las distinciones entre lo bueno y lo
malo que hacen los hombres o todas las preferencias hu­
manas sean meramente convencionales. Debemos distin­
guir pues entre aquellos deseos e inclinaciones humanas
que sean naturales y aquellos que partan de convenciones.
Es más, debemos distinguir entre aquellos deseos e incli­
naciones humanas que sean conformes a la naturaleza hu­
mana y, por tanto, beneficiosos para el hombre, y aquellos
que resulten destructivos para la naturaleza o la humani­
dad y, por tanto, perjudiciales. Nos vemos pues ante la
noción de una vida, una vida humana, que se considera
buena por ser conforme a la n a tu ra leza .^9 Ambas faccio­
nes de la controversia admiten la existencia de tal vida, o
dicho en términos más generales, admiten la primacía de
lo bueno en contraposición a lo j u s t o . E l debate se cen­
tra en determinar si lo justo se corresponde con lo bueno
(por naturaleza) o si la vida conforme a la naturaleza hu­
mana requiere justicia o moralidad.
Con el fin de llegar a una distinción clara entre lo natu­
ral y lo convencional, debemos remontarnos al período de
la vida del individuo o de la especie que precede a la con­
vención.^^ Debemos remontarnos a los orígenes. Si con­
templamos la relación entre el derecho y la sociedad civil.

19 . Esta noción contó con la aceptación de «casi todos» los filósofos clási­
cos, como señala Cicerón (De finibus, v , 17). Entre sus detractores más acé­
rrimos se encontraban los escépticos (véase Sexto Empírico, Pirrhonica,
III, Z 35).
zo. Platón, República, 493C I - 5, 50404- 50534; E l banquete, zo6ez-zoja.z;
Teeteto, ly y c é - d y ; Aristóteles, Etica a Nicómano, 109431-3 y b 14- 18.
z i . En relación a las reflexiones sobre cómo es el hombre «desde el instante
mismo de su nacimiento», véase, por ejemplo, Aristóteles, Política, 1254a 23 y
Ética a Nicómano, 114404- 6; Cicerón, De finibus, 11, 31 - 32; iii, 16; v , 17,43
y 55; Diógenes Laercio, x , 137 ; Grotius, opus cit.. Prolegomena, párr. 7; Hob­
bes, D e cive, i, 2, anot. i.
140 Capítulo III

la cuestión sobre el origen del derecho se transforma en la


cuestión sobre el origen de la sociedad civil o de la socie­
dad en general. Dicha cuestión conduce a su vez a la cues­
tión del origen de la especie humana, o incluso más allá, a
la cuestión de cómo era la condición original del bombre,
si era perfecta o imperfecta y, en caso de ser imperfecta, si
la imperfección tenía un carácter civilizado (afable o ino­
cente) o salvaje.
Si examinamos las fuentes documentales que recogen la
discusión secular acerca de dichas cuestiones, es muy po­
sible que tengamos la impresión de que prácticamente
toda respuesta a las preguntas relativas a los orígenes es
compatible con la aceptación o el rechazo del derecho na­
tural.'^''' Dichas dificultades han contribuido a depreciar,
por no decir a pasar por alto, las cuestiones relacionadas
con el origen de la sociedad civil y de la condición de «los
primeros hombres». Lo que importa, según se nos ba di­
cho, es «la idea del estado» y no «el origen histórico del
e sta d o ».^3 Esta visión moderna es producto del rechazo
de la naturaleza como la norma. Naturaleza y libertad,
realidad y norma, el ser y el deber, resultaban ser comple­
tamente independientes entre sí, por lo que parecía impo­
sible que pudiéramos aprender algo importante sobre la
sociedad civil y sobre el derecho mediante el estudio de
sus orígenes. Sin embargo, desde ei punto de vista de los
clásicos, la cuestión de los orígenes es de capital impor­
tancia pues la respuesta correcta al respecto aclara el esta­
do y la dignidad de ia sociedad civil y del derecho. Uno in-

Z2. Respecto a la combinación del supuesto de los orígenes salvajes con la


aceptación del derecho natural, véase Cicerón, Pro Sestio, 9 1-9 2 , con Tuscu-
lanae disputationes, v , 5-6, De re publica, i, 2, y De officiis ll, 15 . Véase tam­
bién Polibio, VI, IV, 7 ; V , 7 - V I , 7 ; VI I , I . Consúltese la aportación de Platón,
Las leyes, CSaáq-j, y de Aristóteles, Política, 1 2 5 3 3 3 5-3 8.
23. Hegel, Pilosofía del derecho, párr. 258; véanse Kant, Metaphysik der Sit­
ten, ed. Vorlaender, pp. 14 2 , 206-207.
E l origen de la idea del derecho natural 141

daga en los orígenes de la sociedad civil, o de lo verdadero


y lo falso, con el fin de averiguar si la sociedad civil y lo
verdadero o lo falso se basan en la naturaleza o simple­
mente en la c o n v e n c ió n /4 Y la cuestión sobre el origen
«esencial» de la sociedad civil y de lo verdadero o lo falso
no puede responderse sin tener en cuenta lo que se conoce
acerca de los inicios o los orígenes «bistóricos».
En cuanto a la cuestión sobre si la condición real del
bombre en sus orígenes era perfecta o imperfecta, la res­
puesta al respecto determina si la especie bumana es abso­
lutamente responsable de su imperfección real o si la im­
perfección se ve «justificada» por la imperfección original
de la especie. En otras palabras, la visión que sostiene la
perfección del origen del bombre se corresponde con la re­
lación entre lo bueno y lo ancestral, así como con la teolo­
gía más que con la filosofía, pues el bombre ba recordado
y admitido en todo momento que las artes fueron una in­
vención suya o que los inicios del mundo no conocieron
las artes, mientras que la filosofía presupone necesaria­
mente las artes, por lo que si la vida filosófica es, en efecto,
la vida correcta o la vida conforme a la naturaleza, los orí­
genes del bombre debieron ser por fuerza im p erfecto s.^5
Pues nos basta nuestro propósito actual para ofrecer un
análisis del argumento normal que esgrime el convencio­
nalismo, según el cual no puede existir el derecho natural
porque «las cosas justas» difieren de una sociedad a otra.
Dicho argumento ha demostrado tener una asombrosa vi­
talidad a lo largo de los siglos, una vitalidad que parece
contrastar con su valor intrínseco. Por su presentación ha­
bitual, el argumento en cuestión consiste en una sencilla

24. Véase Aristóteles, Política, 1 2 5 2 3 1 8 ss. y 24 ss. con 12 5 7 3 4 ss. Consúl­


tese Platón, República, 36 9 b 5-7, Las leyes, 676a 1-3 ; también Cicerón, De re
publica, I, 39-41.
25. Platón, Las leyes, ó y y h s-ú jS h j, 679c; Aristóteles, Metafísica, 9 8 1b
13 - 25.
142. Capítulo III

enumeración de las distintas nociones de justicia que pre­


valecen o han prevalecido en distintas naciones y en dis­
tintas épocas dentro de una misma nación. Como ya he­
mos indicado anteriormente, el mero hecho de la variedad
o mutabilidad de «las cosas justas» o de las nociones de
justicia no garantiza el rechazo del derecho natural salvo
en caso de existir ciertos supuestos, que en la mayoría de
los casos ni siquiera llegan a hacerse explícitos. Nos ve­
mos, por tanto, obligados a reconstruir el argumento con­
vencionalista a partir de observaciones fragmentadas y
dispersas.
Se da por sentado por todas partes que no puede existir
el derecho natural si los principios del derecho no son
i n a l t e r a b l e s . ^^6 p g j - Q los hechos a los que se refiere el con­

vencionalismo no parecen probar que los principios del


derecho sean variables. Tan sólo parecen demostrar que
las diferentes sociedades tienen distintas nociones de justi­
cia o de principios de justicia. Las diversas nociones del
hombre acerca del universo tienen tan poca base para de­
mostrar que no existe universo alguno, que no puede des­
cubrirse la verdadera historia del universo o que el hom­
bre nunca podrá adquirir un conocimiento verdadero y
final del universo, como parecen tener las diversas nocio­
nes del hombre acerca de la justicia para demostrar que
no existe el derecho natural o que el derecho natural es in­
sondable. La variedad de nociones de justicia puede en­
tenderse como la variedad de errores, donde la variedad
no contradice sino que presupone la existencia de una ver­
dad respecto a la justicia. Dicba objeción al convenciona­
lismo se sostendría si la existencia del derecho natural fue­
ra compatible con el hecho de que todos los hombres o la

26. Aristóteles, Ética a Nicómano, 10 9 4 0 14 -16 , 11 3 4 0 18 - 2 7 ; Cicerón, De


re publica, iii, 13 - 18 , 20; Sexto Empírico, Pirrhonica, iii, 2 18 , 222; Platón,
Las leyes, 88966-8 y Jenofonte, Memorabilia, IV, iv , 19.
E l origen de la idea del derecho natural 14 3

mayor parte de ellos han desconocido o desconocen el de­


recho natural. Pero cuando se habla de derecho natural,
se supone que la justicia tiene una importancia vital para
el hombre o que el hombre no puede vivir o vivir en con­
diciones óptimas sin justicia; y la vida conforme a la justi­
cia requiere conocer los principios de la justicia. Si el hom­
bre es de tal naturaleza que no puede vivir, o vivir en
buenas condiciones, sin justicia, debe conocer entonces
por naturaleza los principios de la justicia. Pero en tal
caso, todos los hombres coincidirían en cuanto a los prin­
cipios de la justicia, así como coinciden en cuanto a las fa­
cultades sensitivas.
Con todo, dicha exigencia parece ser excesiva, pues no
existe un consenso universal ni siquiera en cuanto a las fa­
cultades sensitivas. No todos ios hombres, sino sólo ios
hombres normales, coinciden en cuestión de sonidos, colo­
res y gustos. Por consiguiente, la existencia del derecho na­
tural sólo requeriría que todos los hombres normales coin­
cidieran en cuanto a los principios de ia justicia. La falta de
consenso universal puede explicarse por una alteración
de la naturaleza bumana en aquellos que desconocen los
principios verdaderos, una alteración que -por razones
obvias- se produce con mayor frecuencia y eficacia que la
alteración correspondiente en cuanto a la percepción de
las facultades sensitivas.^® No obstante, si es verdad que
las nociones de la justicia difieren de una sociedad a otra
y de una época a otra, de esta visión del derecho natural
de desprende la dura consecuencia de que los miembros de
una sociedad determinada o tal vez sólo una generación
de una sociedad en concreto o, a lo sumo, los miembros de
ciertas sociedades deben considerarse como los únicos in­
dividuos normales de toda la humanidad. A efectos prácti-

27. Cicerón, D e re publica, ii i, 13 y Las leyes, 1, 47; Platón, Las leyes, 889c.
28. Cicerón, Las leyes, 47.
144 Capítulo III

eos, esto significa que el profesor de derecho natural iden­


tificará el derecho natural con aquellas nociones de justi­
cia que abriga su propia sociedad o su propia «civiliza­
ción». Al hablar de derecho natural, no hará sino defen­
der la validez universal de los prejuicios de su grupo. Si se
afirma que, en realidad, muchas sociedades coinciden en
cuanto a los principios de la justicia, resultará al menos
tan admisible argüir que dicho consenso se debe a causas
fortuitas (tales como la similitud de condiciones de vida
o la influencia mutua) como decir que dichas sociedades
por sí solas han conservado la integridad de la naturaleza
humana. Si se afirma que todas las naciones civilizadas
coinciden en cuanto a los principios de la justicia, se debe­
ría saber, en primer lugar, qué se entiende por «civiliza­
ción». Si el profesor de derecho natural identifica la civili­
zación con el reconocimiento del derecho natural o con un
equivalente, sostiene en efecto que todos los hombres que
aceptan los principios del derecho natural aceptan los
principios del derecho natural. Si por «civilización» en­
tiende un elevado desarrollo de las artes y las ciencias, su
argumento se verá rebatido por el hecho de que los con­
vencionalistas son con frecuencia hombres civilizados; y
los defensores del derecho natural o de los principios que,
según se dice, constituyen la esencia del derecho natural
son con frecuencia muy poco c iv iliz a d o s.^9
Este argumento en contra del derecho natural presupo­
ne que todo conocimiento que los hombres necesitan para
vivir en condiciones óptimas es natural en la medida en
que la percepción de las facultades sensitivas y otra clase
de percepciones involuntarias son naturales. Pierde su
fuerza, por tanto, cuando uno asume que el conocimiento
del derecho natural debe adquirirse por medio de la vo-

29. Véase Locke, An Essay Concerning Human Understanding, yol. I, cap.


sec. 20.
III,
E l origen de la idea del derecho natural 145

luntad humana o que el conocimiento del derecho natural


tiene el carácter de la ciencia. Esto explicaría la razón por
la que el derecho natural no siempre se encuentra al alcan­
ce del hombre, de lo que se infiere que no existe posibili­
dad alguna de una vida buena o justa o del «cese del mal»
antes de que dicho conocimiento se haga accesible. No
obstante, la ciencia tiene como objetivo lo que existe
siempre, lo que permanece inalterable o lo que es verdade­
ro. En consecuencia, el derecho natural, o la justicia, debe
existir de verdad, y por tanto debe «tener en todas partes
el mismo poder».3° Así pues, parece que debe causar siem­
pre un efecto inalterable que nunca cesa al menos en el
pensamiento humano acerca de la justicia. Con todo, ob­
servamos en realidad que los pensamientos humanos so­
bre la justicia se encuentran en un estado de desacuerdo o
de fluctuación.
Sin embargo, esta misma fluctuación o desacuerdo pa­
rece demostrar la efectividad del derecho natural. Por lo
que se refiere a cuestiones tales como convenciones in­
cuestionables -pesos, medidas, monedas y similares- no
se puede hablar apenas de desacuerdo entre las socieda­
des existentes. Las distintas sociedades llegan a distintos
acuerdos en materia de pesos, medidas y monedas, acuer­
dos que no se contradicen entre sí. No obstante, si las dis­
tintas sociedades sostienen puntos de vista diferentes en
cuanto a los principios de la justicia, sus posturas se con­
tradicen entre sí. Las diferencias con relación a las cosas
que son producto de convenciones incuestionables no sus­
citan graves confusiones, al contrario que las diferencias
en cuanto a los principios de lo correcto y lo erróneo. El
desacuerdo respecto a los principios de la justicia parecen
revelar, por tanto, una auténtica confusión suscitada por
una intuición o un entendimiento insuficiente del derecho

30. Aristóteles, Ética a Nicómano, 1 13 4 b 19.


146 Capítulo III

natural, una confusión provocada por algo autosuficiente


o natural que escapa a la razón humana. Podría pensarse
que este recelo se ve confirmado por un hecho que, a pri­
mera vista, parece hablar de forma definitiva en favor del
convencionalismo. En todas partes se dice que es justo
proceder según dicta la ley o que lo justo se corresponde
con lo legal, esto es, con lo que los seres humanos estable­
cen como legal o coinciden en considerar legal. Pero ¿no
supone este hecho la existencia de una medida de consen­
so universal por lo que se refiere a la justicia? Pensándolo
bien, es verdad que ios hombres niegan la identificación
básica de lo justo con lo legal, pues hablan de leyes «injus­
tas». Pero ¿acaso no apunta el consenso universal irre­
flexivo hacia las obras de la naturaleza? ¿Y no indica el ca­
rácter insostenible de la creencia universal en la identidad
de lo justo con lo legal que lo legal, al no ser idéntico a lo
justo, refleja de una manera más o menos confusa el dere­
cho natural? El argumento esgrimido por el convenciona­
lismo es perfectamente compatible con la posibilidad de la
existencia del derecho natural y, por así decirlo, solicita
la indefinida variedad de nociones de justicia o la indefini­
da variedad de leyes, o reside en la base de todas las leyes.3^
La decisión depende ahora del resultado del análisis de
la ley. La ley se revela como algo que lleva implícita una
contradicción. Por un lado, se define como algo esencial­
mente bueno o noble: la ley vela por las ciudades y por
todo lo demás. Por otro lado, la ley se presenta como la
opinión común o la decisión de la ciudad, es decir, de
la masa de ciudadanos, y como tal no es de ningún modo
esencialmente buena o noble. Podría ser perfectamente
fruto de la insensatez y la abyección. No hay razón alguna
para dar por sentado que los creadores de las leyes son

3 1. Platón, República, 34 0 a 7-8, 3 3 8 d io -e i; Jenofonte, Memorabilia, IV,


V I , 6;Aristóteles, Ética a Nicómano, 112 9 b 12 ; Heráclito, fragmento 1 1 4 .
E l origen de la idea del derecho natural 147

por norma más juiciosos que «tú y yo»; ¿por qué motivo
entonces deberíamos «tú y yo» someternos a sus decisio­
nes? El mero hecho de que las mismas leyes que fueron
promulgadas con toda solemnidad por la ciudad sean re­
vocadas por la misma ciudad con igual solemnidad pare­
cería poner de manifiesto el dudoso carácter del juicio con
el que se crearon/^ La cuestión, pues, estriba en si la de­
fensa de la ley como algo bueno o noble puede ser recha­
zada simplemente por infundada o si, por el contrario,
contiene un elemento de verdad, j
La ley sostiene que vela por las ciudades y por todo lo
demás, que salvaguarda el bien común. Pero el bien co­
mún corresponde exactamente a lo que entendemos por
«lo justo». Las leyes son justas en la medida en que favo­
recen el bien común. Pero si lo justo se corresponde con el
bien común, lo justo o lo correcto no puede ser convencio­
nal: las convenciones de una ciudad no pueden reportar a
la ciudad un bien que, de hecho, le resulta fatídico, y vice­
versa. Por tanto, es la naturaleza de las cosas y no la con­
vención la que determina en cada caso lo que es justo.
Esto implica que lo justo puede diferir perfectamente de
una ciudad a otra y de una época a otra: la variedad de co­
sas justas no sólo es compatible con los principios de la
justicia sino fruto de los mismos, es decir, que lo justo se
corresponde con el bien común. El conocimiento de lo
que es justo en este preciso instante, esto es, el conoci­
miento de lo que es por naturaleza - o intrínsecamente-
bueno para esta ciudad en este momento, no puede consi­
derarse conocimiento científico, y menos aún conocimien­
to de tipo sensorial. La labor de establecer lo que es justo
en cada caso corresponde al arte de la política, un arte o

3 2 . Platón, Hippias mayor, 2840-6; Las leyes, 644CI 2 - 3 , 7 8 0 C Í 4 - 5 ; Mi­


nos, 3 1 4 0 1 - 6 5 ; Jenofonte, Memorabilia, I, 11, 4 2 y IV, iv , 1 4 ; Esquilo, Los
siete contra Tetas, 1 0 7 1 - 1 0 7 2 ; Aristófanes, Las nubes, 1 4 2 1 - 1 4 2 2 .
148 Capítulo 111

habilidad comparable al arte de la medicina, que se ocupa


de establecer en cada caso lo que es saludable o beneficio­
so para el cuerpo humano/ 3
El convencionalismo elude esta conclusión al negar que
existe en verdad un bien común. Lo que se conoce como el
«bien común» es, de hecho, en cada caso el bien, no del
todo, sino de una parte. Las leyes que dicen estar orienta­
das hacia el bien común pretenden representar en el fondo
la decisión de la ciudad. Pero la ciudad debe la unidad que
posee, y con ello su existencia, a su «constitución» o a su
régimen: la ciudad constituye siempre una democracia,
una oligarquía o una monarquía, entre otros sistemas po­
sibles. La diferencia de regímenes radica en la diferencia
de las distintas partes o secciones que componen la ciu­
dad. De ahí que las leyes sean, en realidad, fruto no de la
ciudad sino de la sección de la ciudad que resulta tener el
control. Huelga decir que la democracia, que pretende
servir de norma para todo, es de hecho la norma de una
parte, pues a lo sumo constituye la norma de la mayoría
de todos los adultos que ocupan el territorio de la ciudad;
sin embargo, la mayoría son los pobres, y los pobres inte­
gran una sección que, aunque numerosa, tiene un interés
distinto de los intereses de otras secciones. La sección go­
bernante, como es de suponer, vela única y exclusivamen­
te por sus propios intereses. Pero, por razones obvias, pre­
tende que las leyes que establece con miras a sus propios
intereses sean buenas para el conjunto de la c i u d a d . 34
Aun así, ¿no pueden darse regímenes mixtos, es decir,
regímenes que traten con menor o mayor fortuna de esta­
blecer un equilibrio justo entre los intereses opuestos de

33. Véase Aristóteles, Ética a Nicómano, 112 9 b 17 - 19 , y Política, I2 8 2 b i5 -


17 , con Platón, Teefeío, 16702-8, i7 2 a i- b 6 , 17 7 0 6 -17 8 0 1.
34 Platón, Las leyes, 88904-89032, 7 i4 b 3 - d io ; República, 338 0 7-339 34 ,
34037-8; Cicerón, D e te publica, i i i , 23.
E l origen de la idea del derecho natural 149

las partes integrantes de la ciudad? ¿O acaso no es posible


que el verdadero interés de una sección determinada (de
los pobres o de los caballeros, por ejemplo) coincida con
los intereses comunes? Las objeciones de esta clase presu­
ponen que la ciudad forma una auténtica unidad o, para
ser más exactos, que la ciudad existe por naturaleza. No
obstante, la ciudad resultaría ser una unidad convencio­
nal o ficticia, pues lo que es natural cobra vida o existe sin
violencia. Toda violencia aplicada a un ser obliga a dicbo
ser a proceder en contra de su voluntad, esto es, en contra
de su naturaleza. Sin embargo, la ciudad sucumbe o se
mantiene en pie mediante la violencia, la fuerza o la coac­
ción. No existe, por tanto, diferencia alguna en esencia
entre la norma política y la norma del amo sobre sus es­
clavos. No obstante, el carácter antinatural de la esclavi­
tud parece ser algo evidente, pues el verse esclavizado o
tratado como un esclavo va en contra de la voluntad de
todo bombre.35
La ciudad está formada, además, por una multitud de
ciudadanos. Un ciudadano resulta ser el vástago, el pro­
ducto natural de ciudadanos de nacimiento, de padre y
madre ciudadanos. Aun así sólo se considera ciudadano
si el padre y la madre ciudadanos que Jo engendraron han
contraído legítimo matrimonio, o bien si el presunto pa­
dre es esposo de su madre. De lo contrario, se trata sólo
de un niño «natural» y no de un niño «legítimo». Ser un
niño legítimo no depende de la naturaleza sino de la ley o
de la convención, pues la familia en general, y la familia
monógama en particular, no constituye un grupo natural.

35. Aristóteles, Política, 12 5 3 0 2 0 -2 3 , 1 2 5 5 3 8 - 1 1 {véase Ética


a Nicómano, 109605-6, 1 1 0 9 0 3 5 - 1 1 1 0 3 4 , i i i o b 15 - 17 , ii7 9 b 2 8 -2 9 ,
118 0 3 4 -5 y 18 - 2 1; Metafísica, 10 15 3 2 6 -3 3 ); Platón, Protágoras,
Las leyes, 6 42 c6 -d i; Cicerón, D e re publica, ii i, 23; De finibus, v, 56; Por­
tesene, D e laudibus legum Angliae, cap. x ii (ed. Chrimes, p. 104).
150 Capítulo 111

como incluso Platón hubo de admitir. También hay que


contar con el hecho conocido como «naturalización», en
virtud del cual un forastero «natural» se convierte en un
ciudadano «natural». En una palabra, ser o no ser un ciu­
dadano depende única y exclusivamente de la ley. La dife­
rencia entre ciudadanos y no ciudadanos no es natural
sino convencional. Por tanto, todos los ciudadanos no
«nacen» sino que son «creados». Es la convención la que
aisla de forma arbitraria a un segmento de la especie hu­
mana y la contrapone al resto. Se podría pensar por un
instante que la sociedad civil que es verdaderamente na­
tural, o la auténtica sociedad civil, coincidiría con el gru­
po que abarca a todos aquellos, y sólo a aquellos, que ha­
blan la misma lengua. Pero se reconoce que las lenguas
son fruto de la convención. En consecuencia, la distinción
entre griegos y bárbaros es meramente convencional. Re­
sulta tan arbitraria como la división de todos los números
en dos grupos, uno integrado por el número diez mil y
otro con el resto de los números. Lo mismo sucede en el
caso de la distinción entre hombres libres y esclavos, una
distinción basada en la convención que establece que los
individuos capturados como prisioneros de guerra y no
rescatados pasan a ser esclavos; no es la naturaleza sino
la convención la que provoca la existencia de esclavos, y
con ello la existencia de hombres libres en contraposición
a los esclavos. Para finalizar, la ciudad es una multitud de
seres humanos que están unidos no por naturaleza sino
únicamente por convención, pues se han unido o agrupa­
do con el fin de velar por sus intereses comunes, frente a
otros seres humanos que por naturaleza no se distinguen
de ellos, es decir, frente a los forasteros y los esclavos. Por
tanto, lo que se define como el bien común no es más que
el interés de una parte que pretende ser el conjunto, o una
parte que integra una unidad sólo en virtud de dicho ar­
gumento, dicha pretensión, dicha convención. Si la ciu­
E l origen de la idea del derecho natural 151

dad es convencional, el bien común es convencional, con


lo que se demuestra que el derecho o la justicia es conven­
cional/^
Lo apropiado de esta visión de la justicia parece deber­
se al hecho de que «salva los fenómenos» de la justicia; se
dice que hace inteligibles las experiencias más sencillas re­
lacionadas con lo correcto y lo erróneo que residen en la
base de las doctrinas sobre el derecho natural. Ln dichos
casos, la justicia se entiende como la costumbre de abste­
nerse de agredir a los demás, como la costumbre de ayu­
dar a los demás o como la costumbre de supeditar el bien
de una parte (el bien del individuo o de una sección) al
bien del conjunto. La justicia entendida de esta forma re­
sulta, en efecto, necesaria para la conservación de la ciu­
dad. Pero para los defensores de la justicia es funesto que
se requiera, asimismo, para la conservación de una banda
de ladrones: la banda no duraría ni un solo día si sus
miembros no se abstuvieran de agredirse entre sí, si no se
ayudaran los unos a los otros, o si cada miembro no supe­
ditara su propio bien al bien de la banda. La objeción en
este caso radicaría en que la justicia practicada por los la­
drones no es una justicia auténtica o que es precisamente
la justicia lo que distingue a la ciudad de una banda de la­
drones. La llamada «justicia» de los ladrones está al servi­
cio de una injusticia manifiesta. Pero ¿acaso no se trata de
la misma verdad de la ciudad.^ Si la ciudad no constituye
una auténtica unidad, lo que se denomina el «bien del
conjunto», o lo justo, en contraposición a 1o injusto o lo
egoísta, no es sino la exigencia del egoísmo colectivo, y no

36. Antifonte, en Dieis, Vorsokratiker (5.“ ed.), B44 (A7, B i). Platón, Protá­
goras, 3370 7-0 3; República, 4 56 0 12-0 3 (y oontexto); E l político, 262010-
6 5; Jenofonte, Hierón, v i, 3-4; Aristóteles, Política, 1 2 7 5 3 1 - 2 y b 2 1- 3 1 ,
12 7 8 3 3 0 -3 5 ; Cicerón, De re publica, 111, 16 -17 ; Las leyes, li. Considérese la
aportación de la comparación de las sociedades civiles con «rebaños» (véase
Jenofonte, Ciropedia, I, i, 2; véase Platón, Minos, 3 18 3 1- 3 ) .
152. Capítulo lu

hay razón alguna para que el egoísmo colectivo se consi-,


dere más respetable que el egoísmo del individuo. En
otras palabras, se dice que los ladrones practican la justi­
cia sólo entre ellos, mientras que la ciudad la practica
también para con los que no pertenecen a la ciudad o para
con otras ciudades. Pero ¿es verdad.^ ¿Acaso son las máxi­
mas de las políticas extranjeras esencialmente distintas a
las máximas que sirven de base ai proceder de los ladro­
nes? ¿Pueden ser diferentes? ¿ Acaso las ciudades no se
ven obligadas a recurrir a la fuerza y al fraude o a arreba­
tar a otras ciudades lo que hasta entonces les pertenecía
por el afán de prosperar? ¿Acaso no se fundan a costa de
la usurpación de una parte de la superficie de la tierra que
por naturaleza pertenece igualmente a todos los d e m á s ? 3 7
Por supuesto, es posible que la ciudad se abstenga de
agredir a otras ciudades o que se resigne a la pobreza, al
igual que una persona puede vivir de manera justa si lo de­
sea. Pero la cuestión radica en determinar si al obrar de
este modo los hombres vivirían de acuerdo con la natura­
leza o se limitarían a seguir las convenciones. La experien­
cia nos demuestra que sólo unos cuantos individuos y casi
ninguna ciudad actúan con justicia salvo cuando se ven
obligados a ello. La experiencia nos demuestra que la jus­
ticia por sí misma carece de eficacia, lo que no deja de
confirmar simplemente lo que ya habíamos visto antes,
que la justicia no se basa de ningún modo en la naturale­
za. El bien común ha resultado ser el interés egoísta de un
colectivo, interés que deriva del iiiterés egoísta de los úni­
cos elementos naturales del colectivo, es decir, de los indi­
viduos. Todo el mundo persigue por naturaleza su propio
bien y nada más que su propio bien. La justicia nos impe-

37. Platón, República, z j i c j - d i j , 33 5c! i i - i z ; Jenofonte, Memorabilia, IV,


IV, 1 2 y V I H , 1 1 ; Aristóteles, Ética a Nicómano, i i z ^ b i i - i ^ , 113 0 3 3 - 5 ,
ii3 4 b 2 - 6 ; Cicerón, De officiis, i, 28-29; De republica, ii i, 1 1 - 3 1 .
El origen de la idea del derecho natural 153

le, sin embargo, a buscar el bien de los demás. Lo que exi­


ge la justicia de nosotros va por tanto contra la naturale­
za. Ll bien natural, el bien que no depende de los capri-
cbos y desvarios del bombre, este bien sustancial resulta
ser el contrario al oscuro bien conocido como «derecho»
o «justicia». Ll bien natural corresponde al bien propio de
cada uno hacia el cual todo el mundo se siente atraído por
naturaleza, mientras que el derecho o la justicia sólo cau­
sa atracción por medio de la obligación y en el fondo por
medio de la convención. Incluso quienes sostienen que el
derecho es natural deben admitir que la justicia consiste
en una clase de reciprocidad; los hombres están obligados
a hacer a los demás lo que desearían que se les hiciera a
ellos. Se ven impelidos a beneficiar a los demás porque de­
sean que los demás a su vez les beneficien: para ser tratado
con amabilidad, hay que ofrecer un trato amable. La justi­
cia deriva por tanto del egoísmo y se subordina al mismo,
lo que equivale a admitir que por naturaleza todo el mun­
do persigue sólo su propio bien. Proceder con rectitud en
pos del bien propio corresponde a obrar con prudencia o
sensatez, por lo que la prudencia o la sensatez resultan in­
compatibles con la justicia propiamente dicha. Ll hombre
que es verdaderamente justo es un imprudente o un insen­
sato, una víctima de la convención.^Í
Ll convencionalismo pretende ser, pues, perfectamente
compatible con la idea que defiende la utilidad de la ciu­
dad y el derecho para el individuo: el individuo es dema­
siado débil para vivir, o para vivir en condiciones óptimas,
sin la ayuda de los demás. Todo el mundo vive mejor si
forma parte de una sociedad civil que en condición de so-

38. Trasímaco, en Diels, Vorsokratiker (5E ed.), B8; Platón, Repúbli­


ca, 6-7 y d 2, 3 4 8 C I1-12 , 3Óod j; Protágoras, 333d4-e i; Jenofonte,Me-
morabilia, II, 11, 1 1 - 1 2 ; Aristóteles, Ética a Nicómano, 113 0 2 3 -5 , 113 2 0 3 3 -
1 1 3 3 3 5 ,1 1 3 4 0 5 - 6 ; Cicerón, De re publica, n i, 16 , 20-21, 23-24, 29-30.
V
154 Capítulo in

ledad o en estado salvaje. Aun así, el hecho de que algo


sea útil no demuestra que sea natural. Las muletas resul­
tan útiles para quien ha perdido una pierna, pero ¿acaso
llevar muletas es conforme a la naturaleza.^ O, para expre­
sarlo en términos más precisos, ¿se puede decir que las co­
sas que existen exclusivamente porque a partir de la refle­
xión se ha descubierto su posible utilidad sean naturales
para el hombre? ¿Se puede decir que las cosas que se de­
sean sólo sobre la base de la reflexión o que no se desean
de forma espontánea o por sí mismas sean naturales para
el hombre? La ciudad y el derecho reportan sin lugar a du­
das sus ventajas, pero ¿acaso no entrañan serios inconve­
nientes? El conflicto entre el interés propio del individuo y
las exigencias de la ciudad o del derecho resulta, por tan­
to, inevitable. La ciudad no puede resolver dicho conflicto
a menos que declare que la ciudad o el derecho reviste una
dignidad superior que el interés propio del individuo o
que tiene un carácter sagrado. Pero este argumento, que
reside en la esencia de la ciudad o del derecho, es funda­
mentalmente ficticio. 39
La base del argumento convencionalista es, por tanto,
la siguiente: el derecho es convencional porque el derecho
pertenece en esencia a la ciudad^® y la ciudad es conven­
cional. Al contrario de lo que podía deducirse a primera
vista, el convencionalismo no sostiene que el significado
del derecho o la justicia sea arbitrario o que no exista con­
senso universal de ningún tipo en cuanto al derecho o la
justicia. Por el contrario, el convencionalismo presupone
que todos los hombres entienden por justicia básicamente
lo mismo: ser justo significa no agredir a los demás, ayu­
dar a los demás o preocuparse por el bien común. El con-

39. Platón, Protágoras, jz x h 6 , 32704-6 1 ; Cicerón, De re publica, i, 39-40 y


I I I , 23, 26; De finibus, 11, 59; véase también Rousseau, Discours sur l’origine
de l’inégalité (ed. Flammarion), p. 17 3 .
40. Aristóteles, Política, 12 5 3 3 3 7 -3 8 .
E l origen de la idea del derecho natural 155

vencionalismo rechaza el derecho natural en estos aspec­


tos: a) la justicia se encuentra en un estado de tensión ine­
vitable con respecto al deseo natural de todo individuo,
que se dirige únicamente hacia su propio bien; b) en tan­
to que la justicia se basa en parte en la naturaleza - y en
este sentido resulta, en términos generales, ventajosa para
el individuo- sus exigencias se limitan a los miembros de
la ciudad, esto es, a una unidad convencional; lo que se
conoce como «derecho natural» se compone de ciertas
reglas generales de conveniencia social que sólo son váli­
das para los miembros de un grupo determinado y que,
además, carecen de validez universal incluso en caso de
relaciones entre distintos colectivos; c) lo que se entiende
universalmente por «derecho» o «justicia» deja sin deter­
minar el significado exacto de «ayudar» o «agredir» o «el
bien común»; dichos términos sólo pueden cobrar un ver­
dadero significado por medio de la especificación, y toda
especificación es convencional. La variedad de las nocio­
nes de justicia, más que demostrar, confirma el carácter
convencional de la justicia.
Ln su intento por establecer la existencia del derecho
natural. Platón reduce la tesis convencionalista a la premi­
sa de que el bien se corresponde con lo agradable. Por el
contrario, vemos que el hedonismo clásico conduce a la
depreciación más inflexible del mundo político en su con­
junto. No sería de extrañar que la ecuación inicial que
equipara lo bueno a lo ancestral se hubiera sustituido,
ante todo, por la equivalencia de lo bueno con lo agrada­
ble, pues cuando se rechaza una ecuación inicial sobre la
base de la distinción entre naturaleza y convención, lo
prohibido por la tradición ancestral o la ley divina se pre­
senta sin ningún género de dudas como natural y, por tan­
to, como intrínsecamente bueno. Lo prohibido por la tra­
dición ancestral se prohíbe porque es objeto de deseo, y el
hecho de que lo prohíba la convención demuestra que no
156 Capítulo n i

se desea sobre la base de la convención, sino que se desea


por naturaleza. Lo que induce pues al hombre a desviarse
del estrecho sendero de la tradición ancestral o de la ley
divina resulta ser el deseo del placer o la aversión al dolor.
El bien natural resulta ser por tanto el placer. La orienta­
ción guiada por el placer se convierte en el primer sustitu­
to de la orientación regida por la tradición ancestral^^
La forma más avanzada de hedonismo clásico es'el epi­
cureismo. El epicureismo es, sin duda, la forma de con­
vencionalismo que más influencia ha ejercido a lo largo
de los siglos. El epicureismo se define de modo inequívo­
co como materialista, y fue en el materialismo donde Pla­
tón encontró las raíces del c o n v e n c i o n a l i s m o . El argu­
mento epicúreo expone que para encontrar lo que por
naturaleza es bueno, debemos ver de qué clase de cosa se
trata para que su bondad se vea garantizada por natura­
leza o para que su bondad se sienta independiente de
toda opinión, y en concreto, por tanto, de toda conven­
ción. Lo que es bueno por naturaleza se revela en lo que
buscamos desde el momento de nuestro nacimiento, antes
de todo razonamiento, reflexión, disciplina, limitación o
coacción. En este sentido, lo bueno corresponde única­
mente a lo agradable. El placer es lo único bueno que se
siente o se percibe de inmediato como bueno. Por tanto,
el placer principal es el placer del cuerpo, lo que significa,
naturalmente, el placer del propio cuerpo; toda persona
busca por naturaleza sólo su propio bien; todo lo relativo
al bien ajeno es derivado. La opinión, que da cabida tan­
to al razonamiento acertado como al erróneo, conduce a

4 1. Antifonte, en Diels, Vorsokratiker ( jP ed.), B44, A5; Tucídides, v , 10 5;


Platón, República, 36432-4, 53806-53934; Las leyes, 66zá, 8 750 1-0 3,
886a 8-b 2, 88833; Protágoras, 352 0 6 ss.; Cleitofón, 40704-6; Carta VIII,
3 5 4 6 5 -3 5 5 3 1 (véase también Gorgias, 4 9 50 1-5); Jenofonte, Memorabilia,
I I , i ; Cicerón, Las leyes, i, 36, 38-39.
42. Las leyes, 8890-8903.
E l origen de la idea del derecho natural 157

los hombres a tres tipos de objetos de elección: al mayor


placer, a lo útil y a lo noble. En cuanto al primero, dado
que observamos que varios tipos de placer se asocian al
dolor, nos vemos inducidos a distinguir entre placeres
más o menos preferibles, lo que nos lleva a darnos cuenta
de la diferencia entre aquellos placeres naturales que son
necesarios y los que no lo son. Advertimos, además, que
hay placeres libres de todo dolor, y otros que no lo son.
Por último, llegamos a percatarnos de que existe un tér­
mino del placer, un placer absoluto, que resulta ser el fin
hacia el cual nos inclinamos por naturaleza y al que sólo
se puede acceder por medio de la filosofía. En cuanto a
lo útil, no es agradable en sí pero conduce al placer, al
auténtico placer. Lo noble, por otro lado, no es agradable
en sí ni conduce al auténtico placer. Lo noble corresponde
a lo que es digno de elogio, a lo que es agradable sólo
porque es loable o porque se considera honorable; lo no­
ble es bueno sólo porque así lo califican o lo ven los hom­
bres; es bueno sólo por convención. Lo noble refleja de
un modo distorsionado lo sustancialmente bueno por
cuyo motivo los hombres establecieron la convención
fundamental o el pacto social. La virtud pertenece a la
clase de las cosas útiles. La virtud es de hecho deseable,
pero no por sí misma; se hace deseable sólo sobre la base
del cálculo, y contiene un elemento de obligación y, por
tanto, de dolor; sin embargo, produce placer.43 Aun así,
existe una diferencia crucial entre la justicia y el resto de

43. Epicuro, Ratae sententiae, 7; Diógenes Laercio, x , 13 7 ; Cicerón, De fini­


bus, I , 30, 3 2 -3 3 ,3 5 , 37-38, 42, 4 5 , 54-55, 6 1, Ó3; I I , 4 8 -4 9 ,10 7 , 1 1 5 ; I I I , 3;
I V , 5 1 ; De officiis, I I I , 1 1 6 - 1 1 7 ; Lhsc. Disp., v, 73; Acad. Pr,, 11, 140; De re
publica, I I I , 26. Véase la formulación del principio epicúreo de Philipp Me-
ianchthon {Philosophiae moralis epitome, parte i: Corpus Reformatorum,
vol. X V I , col. 32): «Illa actio est finis, ad quam natura ultro fertur, et non co­
acta. Ad voluptatem ultro rapiuntur homines máximo Ímpetu, ad virtutem
vix cogi possunt. Ergo voluptas est finis hominis, non virtus». Véase también
Hobbes, De cive, i, 2.
158 Capítulo in

las virtudes. La prudencia, la moderación y el valor pro­


ducen placer por medio de sus consecuencias naturales,
mientras que la justicia produce el placer que se espera de
ella -una sensación de seguridad- sólo sobre la base de la
convención. Las otras virtudes causan un efecto saluda­
ble, sepan o no los demás si uno es prudente, moderado o
valeroso. En cambio, el ser justo causa un efecto saluda­
ble sólo si uno se considera justo. Los otros vicios son
perniciosos tanto si son detectables o los detectan los de­
más como si no. Pero la injusticia sólo constituye un mal
ante el peligro prácticamente inevitable del descubrimien­
to. La tensión entre la justicia y lo que es bueno por natu­
raleza se pone de manifiesto con mayor claridad si se
compara la justicia con la amistad. Tanto la justicia como
la amistad se originan sobre la base de la reflexión, si
bien la amistad resulta ser intrínsecamente agradable o
deseable por sí misma. La amistad es de cualquier modo
incompatible con la obligación. Sin embargo, la justicia y
lo que se asocia con ella -la ciudad- sucumbe o se man­
tiene por obligación. Y la obligación es d e s a g r a d a b l e .44

44. Epicuro, Ratae sententiae, 34; Gnomologium Vaticanum, 23; Cicerón,


De finibus, i, 5 1 (véase 4 1), 65-70 y il, 28, 82; D e officiis, ii i , 1 1 8 . En Ratae
sententiae, 3 1, dice Epicuro: «El derecho [o la justicia] de la naturaleza es un
symbolon de la ventaja derivada del rechazo de los hombres a la violencia».
Como se muestra en Ratae sententiae 32 ss., esto no puede significar que exis­
te un derecho natural en el sentido estricto de la expresión, es decir, un dere­
cho independiente de todo pacto o convenio, o anterior a ellos: el symbolon
equivale a un pacto de alguna clase. Lo que sugiere Epicuro es que, a pesar de
la infinita variedad de cosas justas, la justicia o el derecho se concibe e,n todas
partes principalmente para desempeñar una única función: el derecho enten­
dido a la luz de su función universal o primordial es, hasta cierto punto, «el
derecho de la naturaleza». Se opone a las fabulosas o supersticiosas visiones
de la justicia que se suelen aceptar en las ciudades. «El derecho de la justicia»
corresponde a ese principio del derecho que cuenta con el reconocimiento de
la doctrina convencionalista. «El derecho de la naturaleza» equivale por
tanto a «la naturaleza del derecho» [ibidem, 37) en oposición a las falsas
opiniones sobre el derecho. Glaucón emplea la expresión «la naturaleza del
derecho» en su resumen de la doctrina convencionalista en la República
E l origen de la idea del derecho natural 159

La gran obra del convencionalismo filosófico y, de be­


cbo, el único documento escrito al respecto a nuestro al­
cance que resulta tan auténtico como exhaustivo es el
poema De rerum natura del epicúreo Lucrecio. Según Lu­
crecio, al principio de los tiempos los hombres vagaban
por los bosques, sin vínculos sociales de ningún tipo ni
restricciones convencionales. Por su debilidad y su temor
a los peligros se sentían amenazados por las bestias salva­
jes por lo que decidieron unirse en busca de protección y
del placer que deriva de la seguridad. Tras integrarse en
sociedad, la vida salvaje propia de los orígenes del bom­
bre dio paso a unas costumbres basadas en la afabilidad y
la fidelidad. Esta sociedad primitiva, la sociedad que pre­
cedería con mucho la fundación de las ciudades, fue la so­
ciedad mejor constituida y más feliz de la historia de la
humanidad. El derecho sería natural si la vida de la socie­
dad primitiva se desarrollara conforme a la naturaleza.
Pero la vida conforme a la naturaleza es la vida del filóso­
fo. Y la filosofía no puede darse en la sociedad primitiva.
La filosofía tiene su lugar en las ciudades, y la destrucción
- o como mínimo el deterioro- del modo de vida caracte­
rístico de la sociedad primitiva es propia de la vida en las
ciudades. La felicidad del filósofo, la única felicidad ver­
dadera, pertenece a una época completamente distinta
que la de la felicidad de la sociedad. Existe, pues, una
desproporción entre los requisitos de la filosofía o de la
vida conforme a la naturaleza y los requisitos de la socie­
dad como tal. El derecho no puede ser natural debido a

(3 59b 4-5); la naturaleza del derecho consiste en una cierta convención que va
en contra de la naturaleza. Gassendi, el famoso restaurador dei epicureismo,
contaba con mayores incentivos que los antiguos epicúreos para defender la
existencia del derecho natural. Además, Hobbes le había enseñado a combi­
nar el epicureismo con la defensa del derecho natural. Pero aun así Gassendi
no se valió de esta nueva oportunidad. Véase su paráfrasis de Ratae senten­
tiae, 3 1 {Animadversiones, Lyon, 1649, pp. 174 8 -174 9 ).
i6o Capítulo III

esta desproporción necesaria, una desproporción que es


necesaria por la siguiente razón. La felicidad de la socie­
dad primitiva no coercitiva se debía en el fondo al reino
de una ilusión saludable. Los miembros de la sociedad
primitiva vivían en un mundo finito o en un borizonte
cerrado; confiaban en la eternidad del universo visible o
en la protección que les brindaban «los muros del mun­
do». Lra esta confianza la que les bacía mostrarse inocen­
tes, amables y dispuestos a entregarse al bien de los de­
más, pues es el miedo el que bace a los hombres salvajes.
La confianza en la firmeza de «los muros del mundo»
aún no había recibido las sacudidas de la reflexión sobre
las catástrofes naturales. Una vez quebrantada dicha con­
fianza, los hombres perdieron su inocencia, y se convir­
tieron en salvajes, y de ahí surgió la necesidad de una so­
ciedad coercitiva. Una vez quebrantada dicha confianza,
los hombres no tuvieron más elección que buscar apoyo y
consuelo en la creencia de los dioses activos; el libre albe­
drío de los dioses debía garantizar la firmeza de «los mu­
ros del mundo» de la que habían demostrado adolecer de
forma intrínseca o natural; la bondad de ios dioses servi­
ría como sustituto de la falta de firmeza intrínseca de «los
muros del mundo». La creencia en los dioses activos tuvo
su origen en el miedo y el apego a nuestro mundo, el
mundo del sol, ia luna, las estrellas y la tierra que se re­
vestía de un fresco verdor en primavera, el mundo de la
vida en contraposición a los elementos eternos pero ca­
rentes de vida {los átomos y el vacío), los cuales han ori­
ginado la formación del mundo y en los cuales se trans­
formará de nuevo cuando se produzca su destrucción.
Con todo, por muy reconfortante que pueda resultar la
creencia en los dioses activos, no deja de haber engendra­
do males incalificables. Ll único remedio reside en atrave­
sar «los muros del mundo» en los que se frena la religión
y en reconciliarse con el hecho de que vivimos en todos
E l origen de la idea del derecho natural 1 61

los sentidos en una ciudad amurallada, en un mundo infi­


nito en el que nada que pueda amar el hombre puede ser
eterno. El único remedio consiste en filosofar, una acción
que por sí sola reporta el más sólido de los placeres. Aun
así la filosofía suscita repulsión entre la gente, ya que la
filosofía requiere liberarse del apego a «nuestro mundo».
Por otro lado, los hombres no pueden regresar a la feliz
simplicidad de la sociedad primitiva, lo que les obliga a
proseguir con la vida completamente antinatural que se
caracteriza por la cooperación de la sociedad coercitiva y
la religión. La buena vida, la vida conforme a la naturale­
za, es la vida retirada del filósofo que vive al margen de la
sociedad civil. La vida dedicada a la sociedad civil y pues­
ta al servicio de los demás no corresponde a la vida con­
forme a la naturaleza.45
Debemos establecer una distinción entre convenciona­
lismo filosófico y convencionalismo vulgar. El convencio­
nalismo vulgar se presenta con mayor claridad en «el in­
justo discurso» que Platón confió a Trasimaco, Glaucón
y Adeimantos, según el cual el bien más sublime, o lo más

45. Al leer el poema de Lucrecio, debemos tener en cuenta en todo momento


el hecho de que lo primero que choca al lector, y lo que está previsto que cho­
que primero al lector, es «lo dulce» (o lo que resulta reconfortante para el
hombre no filosófico) y no «lo amargo» o «lo triste». El comienzo del poema
con la alabanza de Venus y el final con la sombría descripción de la plaga no
son sino los ejemplos más obvios y de ningún modo los más relevantes del
principio formulado en i, 93 5 ss. y iv , 10 ss. Para comprender la parte que tra­
ta el tema de la sociedad humana (v, 925-1456), se debe considerar, además, ei
esquema de este apartado en concreto: a) vida prepolítica (925-1027); b) las
invenciones pertenecientes a la vida prepolítica (10 2 8 -110 4 ); c) sociedad polí­
tica ( 110 5 - 116 0 ) ; d) las invenciones pertenecientes a la sociedad política
( 116 1- 14 5 6 ) . Véase la referencia al fuego en l o i i con 10 9 1 ss., y las referen­
cias a facies viresque así como al oro en 1 1 1 1 - 1 1 1 3 con 1 1 7 0 - 1 1 7 1 y 12 4 1 ss.
véase desde este punto de vista 977-981 con 1 2 1 1 ss.; véase también 1 1 5 6 con
1 1 6 1 y 12 2 2 -12 2 5 (véase 11, 620-623 y Cicerón, D e finibus, i, 5 1). Véase
también i, 72-74, 943-945; iii, 16 -17 , 59-86; v, 9 1-10 9 , 1 1 4 - 1 2 1 , 139 2-
I 4 3 5 ; V I , 1-6, 596-607.
i 6z Capítulo lu

agradable, consiste en tener más que los demás o en go­


bernar a los demás. Sin embargo, la ciudad y el derecho
imponen forzosamente ciertas restricciones al deseo en
pos del máximo placer; son incompatibles con el mayor
de los placeres o con el bien más sublime por naturaleza;
se oponen a la naturaleza; tienen su origen en la conven­
ción. Hobbes diría que la ciudad y el derecho parten del
deseo de vivir y que éste es al menos tan natural como
el deseo de gobernar a los demás. A esta objeción el re­
presentante del convencionalismo vulgar contestaría que
la vida sin más no es sino miseria y que una vida misera­
ble no es una vida que persiga nuestra naturaleza. La ciu­
dad y el derecho se oponen a la naturaleza porque sacrifi­
can el bien mayor al bien menor. Aunque es verdad que el
deseo de superioridad sobre los demás sólo puede desa­
rrollarse dentro de la ciudad, esto sólo significa que la
vida conforme a la naturaleza consiste en saber explotar
con destreza las oportunidades creadas por la convención
o en sacar provecho de la confianza bienintencionada que
la mayoría deposita en la convención. Dicha explotación
requiere la no intromisión del sincero respeto por la ciu­
dad y el derecho. La vida conforme a la naturaleza re­
quiere esta libertad interna absoluta respecto al poder de
la convención al combinarse con la apariencia del com­
portamiento convencional. La apariencia de la justicia
combinada con la injusticia real conduce al cénit de la fe­
licidad. Se ha de ser diestro para lograr ocultar la injusti­
cia a nivel personal mientras se practica a gran escala; no
obstante, esto no significa más que la vida conforme a
ia naturaleza es el dominio de una minoría reducida, de la
elite natural, de aquellos que son hombres de verdad y no
nacidos para ser esclavos. Para ser más exactos, el cénit
de la felicidad corresponde a la vida del tirano, del hom­
bre que ha logrado cometer las mayores atrocidades por
medio de la subordinación de la ciudad como unidad a su
E l origen de la idea del derecho natural 1 63

bien privado y que se permite ofrecer la apariencia de jus­


ticia o legalidad/^
El convencionalismo vulgar es la versión vulgarizada
del convencionalismo filosófico. El convencionalismo fi­
losófico y vulgar comulgan en que por naturaleza todo
bombre persigue únicamente su propio bien, en que lo
que se corresponde con la naturaleza es el no atender al
bien ajeno o en que el respeto por el prójimo sólo surge
como fruto de la convención. Aun así el convencionalis­
mo filosófico niega el becbo de que no tener en cuenta al
prójimo signifique desear tener más que los demás o ser
superior a los demás. El convencionalismo filosófico dista
tanto de considerar el deseo de superioridad como natural
que lo tilda de vano o de ser fruto de la opinión. Los filó­
sofos, que como tales han degustado placeres más sólidos
que los que proporciona la riqueza, el poder y el gusto, no
podrían identificar de ningún modo la vida conforme a la
naturaleza con la vida del tirano. El convencionalismo
vulgar debe su origen a una alteración del convencionalis­
mo filosófico. No carecería de sentido atribuir dicha alte­
ración a «los sofistas», de los que se dice que han «difun­
dido» y con ello degradado la doctrina convencionalista
de los filósofos presocráticos.
«Sofista» es un término con numerosos significados.
Entre otras acepciones puede designar a un filósofo, o a un
filósofo que sostiene opiniones impopulares, o a un bom­
bre que muestra su falta de buen gusto al impartir materias
nobles por dinero. Por lo menos desde los tiempos de Pla­
tón, el término «sofista» se emplea en contraposición a
«filósofo» y, por tanto, en un sentido peyorativo. En el
sentido histórico, éste es un término que Platón y otros fi­
lósofos del siglo V a.C. aplican a quienes definen como so-

46. Platón, República, 3443-0, 348CÍ, 35 8 6 3-36 2 0 , 3 6 4 3 1- 4 , 3 6 5 o 6 -d 2 ; Las


leyes, 89 0 37-9 .
IÓ 4 Capítulo in

fistas en el sentido estricto de la palabra, es decir, a los no


filósofos de una clase determinada. En concreto, «sofista»
designa a aquel cuya enseñanza se basa en el saber aparen­
te, que no se corresponde exactamente con una doctrina
falsa. De ser así. Platón hubiera resultado ser un sofista a
los ojos de Aristóteles, y viceversa. Un filósofo equivocado
no tiene nada que ver con un sofista. Nada impide al sofis­
ta que de forma esporádica y tal vez habitual enseñe la ver­
dad. Lo que caracteriza al sofista es su despreocupación
para con la verdad, a saber, para con la verdad sobre el
todo. El sofista, a diferencia del filósofo, no se siente esti­
mulado ni mantiene su interés por el afán de dilucidar la
diferencia fundamental entre convicción o creencia y co­
nocimiento verdadero, lo que no deja de ser obviamente
una definición demasiado vaga, pues la despreocupación
para con la verdad sobre el todo no es exclusiva de los so­
fistas. El sofista es un hombre al que no le preocupa la ver­
dad, o que no ama el saber, si bien sabe mejor que la mayo­
ría del resto de sus semejantes que el saber o la ciencia
constituye la excelencia suprema del hombre. Consciente
del carácter único del saber, sabe que el honor derivado del
saber es el mayor de los honores. El saber le interesa, no
por ei saber en sí mismo, ni porque odie la mentira por en­
cima de cualquier otra cosa, sino por el honor o el presti­
gio que representa. Su proceder o actuación se basa en el
principio del prestigio o la superioridad sobre los demás o
en que tener más que los demás constituye el bien supre­
mo. El sofista actúa sobre el principio del convencionalis­
mo vulgar. Al aceptar la doctrina del convencionalismo fi­
losófico y por ello mostrarse más articulado que los
muchos que actúan sobre el mismo principio que le sirve
de base, el sofista puede considerarse como el representan­
te más indicado del convencionalismo vulgar. Pero es en
este punto donde surge la dificultad. El bien supremo del
sofista es el prestigio derivado del saber. Para alcanzarlo.
E l origen de la idea del derecho natural 165

debe exponer su saber, lo cual significa que debe enseñar


su visión de que la vida conforme a la naturaleza o la vida
del sabio consiste en combinar la injusticia real con ia apa­
riencia de la justicia. Aun así, admitir que uno es, en efec­
to, injusto resulta incompatible con la idea de querer pre­
servar la apariencia de la justicia. Resulta incompatible
con el saber, y en consecuencia imposibilita alcanzar el ho­
nor que deriva del mismo. Tarde o temprano el sofista se
ve, pues, obligado a ocultar su saber o plegarse a las visio­
nes que considera meramente convencionales. Debe resig­
narse a ganarse su prestigio difundiendo opiniones más o
menos respetables. Por ello no se puede hablar de la doctri­
na, es decir, de la doctrina explícita de los sofistas.
Con relación al sofista más conocido, Protágoras, cabe
destacar que Platón le atribuye un mito que anuncia la te­
sis convencionalista. El mito del Protágoras está basado
en la distinción entre naturaleza, arte y convención. La
naturaleza aparece representada por la obra subterránea
de ciertos dioses y la de Epitemeo. Este personaje mitoló­
gico, en el que el pensamiento se hace creación, representa
la naturaleza en el sentido materialista, según el cual el
pensamiento es posterior a los cuerpos irreflexivos y sus
irreflexivos movimientos. La obra subterránea de los dio­
ses es una creación carente de luz, de entendimiento, y tie­
ne por tanto el mismo significado en esencia que la obra
de Epitemeo. El arte está representado por Prometeo, por
el robo de Prometeo, por su rebelión contra la volun­
tad de los dioses. La convención está representada por el
don de la justicia que Zeus concede a «todos», un «don»
que sólo resulta eficaz por medio de la actividad punitiva
de la sociedad civil, y cuyos requisitos se ven cumplidos
por la mera apariencia de la justicia.47

47. Protágoras, yzzb6-8 , jz ^ b z z -c z , 32433-05, 32536-CÍ7, ^ z jd i- z . Psre-


ce existir una contradicción entre el mito del Protágoras y del Teeteto, en el
i6 6 Capítulo in

Concluiré este capítulo con una breve observación acer­


ca del derecho natural presocràtico. No hablaré de aque­
llos tipos de doctrina del derecho natural que formularon
de manera exhaustiva Sócrates y sus discípulos, sino que
me limitaré a describir a grandes rasgos aquel tipo de doc­
trina que rechazaron los clásicos: el derecho natural iguali­
tario.
La duda sobre el carácter natural de la esclavitud y la
división de la especie humana en distintos grupos étnicos
y políticos encuentra su expresión más sencilla en la tesis
según la cual todos los hombres son libres e iguales por
naturaleza. La libertad y la igualdad naturales son condi­
ciones inseparables. Si todos los hombres son libres por
naturaleza, nadie puede ser por naturaleza superior a
otro, de ahí que por naturaleza todos los hombres sean
iguales entre sí. Si todos los hombres son libres e iguales
por naturaleza, va en contra de la naturaleza privar a un
hombre de su libertad y darle un trato desigual; la defensa
o el restablecimiento de la libertad y de la igualdad natu­
rales se impone por derecho natural. La ciudad se opone
por tanto al derecho natural, pues sucumbe o resiste por
medio de la desigualdad o la subordinación y por la res­
tricción de la libertad. Lí rechazo real de la libertad y la
igualdad natural por parte de la ciudad debe atribuirse a
la violencia y principalmente a la opinión errónea o a la
alteración de la naturaleza, lo que induce a pensar que
la libertad y la igualdad natural debían de haber sido rea-

que la tesis convencionalista se presenta como una versión perfeccionada de la


tesis de Protagoras, donde las muestras de rechazo de las opiniones defendidas
por lo general traspasan las fronteras del convencionalismo (16 7c 2 - 7 ,17 2 a i-
b 6 , 17 7 c 6-d 6). N o obstante, como se ve en el contexto, lo que Protagoras dice
en el mito del Protagoras constituye asimismo una versión perfeccionada de la
tesis real. En el Protagoras la mejora se realiza al forzar la situación (con la
presencia de un presunto alumno) el propio Protágoras, mientras que en el
Teeteto se efectúa por parre de Sócrates.
E l origen de la idea del derecho natural %^7

les en sus orígenes, cuando la naturaleza aún no estaba


corrompida por la opinión. La doctrina de la libertad y la
igualdad naturales se alia por tanto con la doctrina de una
era dorada. Con todo, cabe suponer que la inocencia ori­
ginal no está totalmente perdida y que, a pesar del carác­
ter natural de la libertad y la igualdad, la sociedad civil es
indispensable. Ln tal caso se debe buscar una forma de
que la sociedad civil pueda alcanzar cierto grado de armo­
nía con la libertad y la igualdad natural. La única manera
de hacer posible dicho propósito consiste en dar por sen­
tado que la sociedad civil, en la medida en que coincide
con el derecho natural, está basada en el consentimiento
o, para ser más exactos, en el contrato establecido entre
individuos libres e iguales.
No se puede afirmar con seguridad si las doctrinas de
la libertad y la igualdad naturales, así como del pacto so­
cial, se formularon en un principio como tesis políticas
más que como tesis teóricas por medio de las cuales expo­
ner el dudoso carácter de la sociedad civil como tal.
Mientras la naturaleza se considerara la norma, la doc­
trina contractualista, estuviera o no basada en la premisa
igualitaria o no igualitaria, implicaba forzosamente una
desvalorización de la sociedad civil, pues suponía que ia
sociedad civil no era natural sino convencionaiClATsta
condición debe tenerse en cuenta si uno quiere entender
el carácter específico y el formidable efecto político de
las doctrinas contractualistas de los siglos x v i i y x v ii i,
puesto que en la era moderua se abandona la noción de
que la naturaleza es la norma, y con ello desaparece el es­
tigma que pesa sobre todo lo convencional o contractual.
Respecto a los tiempos premodernos, se puede afirmar
con absoluta certeza que toda doctrina contractualista

Aristóteles, Política, 12 8 0 6 10 - 13 ; Jenofonte, Memorabilia, iv , 13 - 14


■'^^ase Resp. Laced., 8, 5).
i68 Capítulo in

suponía la desvalorización de todo lo que debía su origen


a un contrato.
En un pasaje de la obra Gritón de Platón, Sócrates se
presenta como si su deber de obediencia a la ciudad de
Atenas y a sus leyes derivaran de un acuerdo tácito. Para
entender dicbo pasaje, bay que compararlo con su texto
paralelo en la República, en la que el deber de obediencia
del filósofo a la ciudad no deriva de contrato alguno. La
razón es obvia. La ciudad de la República es la mejor ciu­
dad, la ciudad conforme a la naturaleza. Pero la ciudad de
Atenas, con su democracia, era desde el punto de vista
de Platón un paradigma de ciudad imperfecta.49 Sólo la le­
altad a una comunidad inferior puede derivar de un con­
trato, pues un hombre de bien cumple su promesa con
todo el mundo independientemente del valor de la perso­
na a quien vaya dirigida la promesa.

49 Critón, 5004-5265 (véase 5265-6); República, 519 0 8 -520 6 1.


169

C A PIT U L O IV

El derecho natural clásico

Sócrates fue el primero, según parece, que hizo descender


la filosofía del cielo y le obligó a cuestionarse la vida, las
conductas y las cosas buenas y malas. En otras palabras,
se dice que ha sido el fundador de la filosofía política.^ En
la medida en que esta afirmación es verdad, Sócrates fue
el autor de toda la tradición sobre las enseñanzas del de­
recho natural. La doctrina del derecho natural que for­
muló Sócrates y que desarrollarían más tarde Platón,
Aristóteles, los estoicos y los pensadores cristianos (espe­
cialmente Santo Tomás de Aquino) podría denominarse
la doctrina del derecho natural clásico, en contraposición
a la doctrina del derecho natural moderno que surgió en
el siglo X V I I .
La total comprensión de la doctrina del derecho natural
clásico requeriría una total comprensión del cambio de
pensamiento que desencadenó Sócrates, una comprensión
que no se encuentra a nuestro alcance. A partir de una lec­
tura superficial de los textos pertinentes que a primera vis­
ta parecen proporcionar la información más genuina, el
lector moderno llega casi de forma inevitable a la siguiente
conclusión: Sócrates volvió la cara al estudio de la natura­
leza y limitó sus investigaciones a los seres humanos. Al
despreocuparse por la naturaleza, se negó a considerar a

I . Cicerón, Tusculanae Disputationes, v , 10 ; Hobbes, De cive. Prefacio, cer­


ca del principio. En cuanto a los supuestos orígenes pitagóricos de la filosofía
política, consúltese Platón, República, óo oap -b j, así como Cicerón, Tuse,
disp., V, 8 -10 y De re publica, i, 16 .
170 Capítulo IV

los seres humanos desde la óptica de la distinción subversi­


va entre naturaleza y ley (convención). Tendía más bien a
identificar la ley con la naturaleza, y sin duda identificaba
lo justo con lo legal.^ En consecuencia, restableció la mora­
lidad ancestral, si bien en el factor de reflexión. Esta visión
confunde el ambiguo punto de partida de Sócrates o el am­
biguo resultado de sus estudios con la esencia de su pensa­
miento. Para mencionar de momento un solo punto, la dis­
tinción entre naturaleza y ley (convención) conserva todo
su significado para Sócrates y para el derecho natural clási­
co en general. Los clásicos presuponen la validez de dicha
distinción al exigir que la ley debe seguir el orden estableci­
do por naturaleza, o cuando se habla de cooperación entre
náturaleza y ley. Enfrentan al rechazo del derecho natural y
la moralidad natural la distinción entre derecho natural
y derecho legal así como la distinción entre moralidad na­
tural y (simplemente) bumana, además de preservar la mis­
ma distinción al diferenciar entre la auténtica virtud y la
virtud política o vulgar. Las instituciones características de
la mejor forma de gobierno a juicio de Platón son las que
«se corresponden con la naturaleza» y van «en contra de los
hábitos y las costumbres», mientras que las instituciones
opuestas, extendidas casi en todas partes, van «en contra
de la naturaleza». Aristóteles no podía explicar el concep­
to del dinero si no era estableciendo la distinción entre ri­
queza natural y riqueza convencional; tampoco podía ex­
plicar la esclavitud si no era distinguiendo entre esclavitud
natural y esclavitud legal.3

2. Platón, Apología de Sócrates, 19 38 -0 7 ; Jenofonte, Memorabilia, I, l,


1 1 - 1 6 ; IV, I I I , 14 ; I V , 1 2 s s., 7; V I I I , 4; Aristóteles, Metafísica, 9 8 7 6 1-2 ; De
anima, 642328-30; Cicerón, D e república, r, 15 -16 .
3. Platón, República, 4 5 6 6 1 2 - C 2 , 4 5 2 3 7 y C 6 - 7 , 4 8 4 C 7 - C Í 3 , 500CÍ4- 8,
5 0 1 6 1 - C 2 ; Las leyes, 5; Jenofonte, Económica, 7 , 1 6 ; Hierón, 3,
9; Aristóteles, Ética a Nicómano, 1 1 3 3 3 2 9 - 3 1 , 1 1 3 4 6 1 8 - 1 1 3 5 3 5 ; Política,
125531-615,125761055.
E l derecho natural clásico 171

Veamos pues lo que supone el cambio de enfoque de


Sócrates bacia el estudio de las cuestiones humanas, un es­
tudio consistente en plantear la pregunta «¿qué es?» con
relación a nociones tales como el valor o la ciudad. No
obstante, Sócrates no se limitaba a plantearse esta pregun­
ta básica respecto a cuestiones humanas determinadas, ta­
les como las diversas virtudes, sino que se veía obligado a
preguntarse qué son las cuestiones humanas, o qué es el
ratio rerum humanarumH Pero resulta imposible apre­
hender el carácter propio de las cuestiones humanas como
tales sin comprender la diferencia esencial entre las cues­
tiones humanas y las cuestiones que no lo son, a saber, las
cuestiones divinas o naturales, lo que a su vez presupone
cierta comprensión de las cuestiones divinas o naturales
como tales. El estudio de Sócrates sobre las cuestiones hu­
manas se basaba pues en el estudio general de «todas las
cosas». Al igual que cualquier otro filósofo, Sócrates iden­
tificó el saber o el objetivo de la filosofía con la ciencia de
todos los seres, pues nunca dejó de considerar «lo que es
cada ser». 5
En contra de las apariencias, el cambio de rumbo de Só­
crates hacia el estudio de las cuestiones humanas estaba
basado, no en una desconsideración por las cuestiones di­
vinas o naturales, sino en un nuevo enfoque orientado a la
comprensión de todas las cosas, un enfoque de carácter
tal que permitía, y favorecía, el estudio de las cuestiones
humanas como tales, esto es, de las cuestiones humanas
en tanto que no son reducibles a las cuestiones divinas o
naturales. Sócrates se desvió de sus predecesores al identi­
ficar la ciencia del todo, o de todo lo que es, con la com-

4. Compárese Cicerón, De re publica, ii, 52, donde se dice que la compren­


sión del ratio rerum citftlium, a diferencia del establecimiento de un modelo
para una determinada acción política, constituye el objetivo de la República
de Platón.
5. Jenofonte, Memorabilia, l, i, 16 ; IV, v i, i , 7; v ii, 3-5.
1/2 Capítulo IV

prensión de «Ío que es cada cosa», pues «ser» significa «ser


algo» y por ello diferenciarse de lo que es «otra cosa»; «ser»
significa por tanto «ser una parte», de ahí que el todo no
pueda «ser» en el mismo sentido en que todo lo que es
«algo» «es»; el todo debe encontrarse «más allá del ser».
Y aun así ei todo es la totalidad de las partes. Compren­
der el todo significa entender todas las partes del todo o
la articulación del todo. Si «ser» es «ser algo», el ser de
una cosa, o la naturaleza de la misma, es principalmente
su esencia, su «forma» o «carácter», a diferencia concre­
tamente de aquello que lo forma. La cosa en sí, la cosa fi­
nalizada, no puede entenderse como producto del proceso
que ba conducido a su formación, sino todo io contrario,
pues el proceso no puede entenderse si no es a la luz de la
cosa finalizada o del fin del proceso. La esencia en sí es el
carácter de una clase o conjunto de cosas, de cosas que
por naturaleza pertenecen a un grupo natural o lo for­
man. Ll todo cuenta con una articulación natural. Com­
prender el todo, por tanto, ha dejado de significar primor­
dialmente descubrir las raíces de las que parte el todo
finalizado, el todo articulado, el todo formado de distin­
tos grupos de cosas, el todo inteligible, el cosmos, descu­
brir la causa que ha transformado el caos en un cosmos o
percibir la unidad que se oculta tras una variedad de cosas
o apariencias, para significar comprender la unidad que se
revela en la articulación manifiesta del todo finalizado.
Dicha visión sienta las bases de la distinción entre las di­
versas ciencias: la distinción entre las diversas ciencias co­
rresponde a la articulación natural del todo. Se trata de
una visión que posibilita y, en concreto, favorece el estu­
dio de las cuestiones humanas como tales.
Sócrates parece haber considerado el cambio que efec­
tuó como una vuelta a la «sobriedad» y a la «modera­
ción» frente a la «locura» de sus predecesores. Ln contra­
posición a sus predecesores, no separaba el saber de ia
E l derecho natural clásico 173

moderación. En el lenguaje corriente actual se podría des­


cribir el cambio en cuestión como una recuperación del
«sentido común» o un regreso al «mundo del sentido co­
mún». La pregunta «¿qué es?» indica el eidos de una cosa,
la forma, el carácter o la «idea» de una cosa. No es casua­
lidad que la principal acepción del término eidos designe
lo que resulta visible para todos sin esfuerzo alguno o lo
que podría denominarse la «superficie» de las cosas. Só­
crates no partió de lo que es primero en sí o primero por
naturaleza sino de lo que es primero para nosotros, de lo
que aparece a primera vista, de los fenómenos. No obs­
tante, el ser de las cosas, su esencia, es lo que se percibe a
primera vista, no por lo que vemos de ellos, sino por lo
que se dice o se opina de ellos. En consecuencia, Sócrates
partió en su comprensión de la naturaleza de las cosas de
las opiniones sobre la naturaleza de las mismas, pues toda
opinión se basa en algún tipo de toma de conciencia o de
percepción de algo por medio de la imaginación. Sócrates
daba por sentado que el no tener en cuenta las opiniones
sobre la naturaleza de las cosas equivaldría a desestimar el
principal acceso a la realidad con el que podemos contar,
o los vestigios más importantes de la verdad que se en­
cuentran a nuestro alcance. Asimismo, daba por sentado
que «la duda universal» de toda opinión no nos conduci­
ría a la raíz de la verdad sino al vacío. La filosofía consis­
te, por tanto, en ascender de las opiniones al conocimien­
to o a la verdad, una ascensión que podría decirse que está
guiada por las opiniones. Era en dicha ascensión en lo que
pensaba principalmente Sócrates cuando aplicó el nombre
de «dialéctica» a la filosofía. La dialéctica es el arte de
conversar o de discutir de forma amistosa. La discusión
amistosa que conduce a la verdad se hace posible o nece­
saria por el hecho de que las opiniones sobre lo que son
las cosas, o sobre lo que son ciertos grupos de cosas suma­
mente importantes, se contradicen entre sí. Al reconocer
174 Capítulo IV

la contradicción, uno se ve obligado a trascender de las


opiniones bacia la coherente visión de la naturaleza de la
cosa en cuestión. Dicha visión coherente pone de mani­
fiesto la relativa verdad de las opiniones contradictorias;
ia visión coherente demuestra ser la visión general o total.
'Las opiniones pasan a verse pues como fragmentos de la
verdad, sucios fragmentos de la verdad pura. Ln otras pa­
labras, las opiniones demuestran ser requisito de la ver­
dad autosuficiente, mientras que la ascensión a la verdad
demuestra tener como guía a la verdad autosuficiente que
siempre han intuido todos los hombres.
Dicho esto resulta posible entender la razón por la cual
la variedad de opiniones sobre la razón o la justicia no
sólo es compatible con la existencia del derecho natural o
la idea de justicia sino que se convierte en un requisito
fundamental. Se podría decir que la variedad de nociones
de justicia refuta el argumento según el cual existe un de­
recho natural, si la existencia del derecho requiriese un
consenso real de todos los hombres con respecto a los
principios del derecho. Sin embargo, gracias a Sócrates o
a Platón sabemos que no se requiere más que el consenso
potencial. Platón nos dice: tomad una opinión sobre el de­
recho que os agrade, sin importar lo fantástica o «primiti­
va» que sea; podéis estar seguros antes de haberla analizado
que indica algo más allá de sus propios límites, que quie­
nes comparten dicha opinión de alguna manera la contra­
dicen y, por tanto, se ven obligados a trascender de ella di­
rigiéndose a una verdadera visión de la justicia, siempre y
cuando entre ellos surja un filósofo.
Tratemos de expresar este razonamiento en términos
más generales. Todo conocimiento, por limitado o «cientí­
fico» que sea, presupone un horizonte, una visión general
dentro de ia cual cabe la posibilidad del conocimiento. Toda
comprensión presupone un conocimiento fundamental del
todo: antes de cualquier percepción de las cosas partícula-
E l derecho natural clásico 175

res, el alma humana debe haber tenido una visión de las


ideas, una visión del todo articulado. Por mucho qué di­
fieran las visiones generales que imperan en las distintas
sociedades, todas ellas son visiones acerca de lo mismo, es
decir, del todo. Por ello, no sólo difieren sino que se con­
tradicen entre sí. Basta este hecho para que el hombre se
vea obligado a darse cuenta de que cada una de dichas vi­
siones, tomada por separado, no es más que una opinión
sobre el todo o una articulación inapropiada del conoci­
miento fundamental del todo y que por ello apunta más
allá de sus límites hacia una articulación apropiada. Nada
garantiza que la búsqueda de una articulación apropiada
llegue a conducir más allá de una comprensión de las al­
ternativas fundamentales o de que la filosofía supere legí­
timamente el nivel de discusión o disputa y alcance alguna
vez el nivel de decisión. No obstante, el carácter intermi­
nable de la búsqueda de una articulación apropiada del
todo no autoriza a uno a limitar la filosofía a la compren­
sión de una parte, por importante que ésta sea, pues el sig­
nificado de una parte depende del significado del todo. En
concreto, dicha interpretación de una parte basada como
está simplemente en experiencias fundamentales, sin recu­
rrir a presuposiciones hipotéticas sobre el todo, no es en el
fondo superior a otras interpretaciones de esa parte que se
basan de hecho en dichas presuposiciones hipotética^’
El convencionalismo no tiene en cuenta la comprensión
que entraña la opinión y apela a la naturaleza a partir de
la opinión. Por esta razón, aparte de otras, Sócrates y sus
discípulos se vieron obligados a demostrar la existencia
del derecho natural en el terreno elegido por el convencio­
nalismo, es decir, remitiéndose a los «hechos», en contra­
posición los «discursos».6 Bajo la óptica actual, este inte-

6. Véase Platón, República, j $ 8 e j , j é j h x - j y ez, 3 6 9 3 5 - 6 y C 9 -10, 3 7 0 3 8 -


b i.
176 Capítulo IV

rés al parecer más directo por el ser no hace sino confir­


mar la tesis socrática.
La premisa básica del convencionalismo resultó ser la
identificación de lo bueno con lo agradable. Ln conse­
cuencia, la parte básica de la doctrina sobre el derecho na­
tural clásico corresponde a la crítica del hedonismo. La te­
sis de los clásicos expone que lo bueno es en esencia
diferente de lo agradable, que lo bueno tiene más funda­
mento que lo agradable. Los placeres más comunes están
relacionados con la satisfacción de las necesidades; las ne­
cesidades preceden a los placeres; las necesidades propor­
cionan, por así decirlo, los canales por los que puede fluir
el placer; determinan lo que puede ser agradable. La va­
riedad de necesidades justifica la variedad de placeres; los
distintos tipos de placeres no pueden entenderse en térmi­
nos de placer sino con relación a las necesidades que ha­
cen posible las diversas clases de placeres. Los distintos
tipos de necesidades no responden a un puñado de instin­
tos; por el contrario, existe un orden natural de necesida­
des. Los distintos tipos de necesidades persiguen o se ven
satisfechos con distintos tipos de placer. Los placeres de
un asno difieren de ios placeres de un ser humano. El or­
den de las necesidades de un ser revela la constitución na­
tural, la esencia del ser en cuestión; es dicha constitución
la que determina el orden, la jerarquía de las diversas ne­
cesidades o de las diversas inclinaciones de un ser. A una
constitución determinada le corresponde una operación
determinada, un cometido determinado. Un se» se consi­
dera bueno, o «en orden», cuando realiza bien su cometi­
do. Por tanto, un hombre será bueno si realiza bien su co­
metido como hombre, la labor que se corresponde con la
naturaleza del hombre y que ésta exige. Para determinar
lo que por naturaleza es bueno para el hombre o el bien
humano natural, debe determinarse primero la naturaleza
del hombre, o la constitución natural del hombre. El or­
E l derecho natural clásico 177

den jerárquico de la constitución natural del hombre sien­


ta las bases del derecho natural tal y como los clásicos lo
entendían. Todo el mundo de un modo u otro hace la dis­
tinción entre el cuerpo y el alma, y todo el mundo puede
verse obligado a admitir que no puede negar, sin contra­
decirse a sí mismo, que el alma se encuentra por encima
del cuerpo. Lo que diferencia el alma humana de las almas
de los brutos es el discurso, la razón o el entendimiento.
Por tanto, el cometido propio del hombre consiste en lle­
var una vida de meditación, de entendimiento y de acción
reflexiva. La buena vida es la vida que se desarrolla con­
forme al orden natural del ser humano, la vida que fluye
de un alma sana y disciplinada. La buena vida es simple­
mente la vida en la que los requisitos de las inclinaciones
naturales del hombre se satisfacen en el debido orden en el
mayor grado posible, la vida de un hombre que se miantie-
ne lo más despierto posible, la vida de un hombre en cuya
alma todo tiene valor. La buena vida es la perfección de la
naturaleza del hombre, la vida conforme a la naturaleza.
Las reglas que circunscriben el carácter general de la bue­
na vida se podrían calificar por tanto de «ley natural». La
vida conforme a la naturaleza corresponde a la vida de la
excelencia o la virtud humana, a la vida de una «persona
de clase superior», y no a la vida del placer como tal. 7
La tesis según la cual la vida conforme a la naturaleza
corresponde a la vida de la excelencia humana puede de­
fenderse mediante argumentos propios del hedonismo.
Sin embargo, los clásicos se oponían a este modo de en­
tender la buena vida, pues desde el punto de vista del he­
donismo, la nobleza de carácter es buena porque conduce

7. Platón, Gorgias, 49966-50033; República, 36 9 0 10 ss.; compárese Repú­


blica, 3 5 2 d 6-35366, 4 3 3 a i-b 4 , 441CÍ12 ss., y 444<ii3-445b4 con Aristóte­
les, Ética a Nicómano, 10 9 8 3 8 -17 ; Cicerón, De finibus, 11, 33-34, 40; iv , 16,
2-5, 34, 37; V, 26; Las leyes, i, 17 , 22, 25, 27, 45, 58-62.
ly S Capítulo IV

a una vida de placer, cuando no resulta indispensable para


alcanzarla: la nobleza de carácter está al servicio del pla­
cer; no es buena por sí misma. De acuerdo con los clási­
cos, dicba interpretación distorsiona los fenómenos al po­
der ser conocidos a partir de la experiencia por todo
bombre imparcial y competente, es decir, de moral no ob­
tusa. Admiramos la excelencia sin pensar en nuestros pla­
ceres o en nuestros beneficios. Nadie entiende por un
bombre de bien o un bombre de excelencia un bombre
que lleva una vida placentera. Distinguimos entre hom­
bres mejores y peores, basándonos en la diferencia que se
refleja en los distintos tipos de placer que prefieren. Pero
no se puede entender dicha diferencia a nivel de placeres
en términos de placer, pues dicho nivel no se ve determina­
do por el placer sino por la calidad de los seres humanos.
Sabemos que constituye un craso error identificar a un
hombre de excelencia con un benefactor. Admiramos, por
ejemplo, a un brillante estratega al mando del victorioso
ejército de nuestros enemigos. Existen cosas que resultan
admirables, o nobles, por naturaleza, de forma intrínseca.
Todas ellas o al menos la mayoría se caracterizan por no
contener referencia alguna a los intereses propios o por
no ser fruto de ia reflexión. Las diversas cuestiones huma­
nas que resultan nobles o admirables por naturaleza son en
esencia las partes de la nobleza humana que la forman o
que se relacionan con ella; cada una de estas partes revela
un alma disciplinada, sin duda el fenómeno humano más
admirable de todos. El fenómeno de la admiración de la
excelencia humana no puede explicarse sobre la base del
hedonismo o del utilitarismo, salvo por medio de hipóte­
sis ad hoc. Dichas hipótesis llevan a la conclusión de que
toda muestra de admiración es, en el mejor de los casos,
una especie de cálculo telescópico de beneficios a nuestro
favor. Son el resultado de una visión materialista o cripto-
materialista que obliga a sus poseedores a no poder ver lo
E l derecho natural clásico 179

superior más que como el efecto de lo inferior, o que les


impide considerar la posibilidad de que existen fenóme­
nos que son simplemente irreducibles a sus condiciones,
fenómenos que forman una clase aparte. Las hipótesis en
cuestión no se conciben con el espíritu de una ciencia em­
pírica del hombre.^
Ll hombre es por naturaleza un ser social. Tal es su
constitución que no puede vivir, o vivir en condiciones óp­
timas, si no es en compañía de sus semejantes. Habida
cuenta de que la razón o el habla lo distingue del resto de
los animales, y el habla es comunicación, el hombre es so­
cial en un sentido más radical que cualquier otro animal
social: la humanidad es en sí socialidad. El hombre se rela­
ciona con sus semejantes, o más bien se ve relacionado
con sus semejantes, en todo acto humano, ya se trate de
un acto «social» o «antisocial». Su carácter social no pro­
cede, por tanto, de una reflexión sobre los placeres que es­
pera de la asociación, sino que obtiene placer de la asocia­
ción porque es social por naturaleza. El amor, el afecto, la
amistad y la compasión son tan naturales al hombre como
el interés por su propio bien y la reflexión sobre lo que
puede reportarle beneficios. La socialidad natural del
hombre constituye la base del derecho natural en el senti­
do más estricto del derecho. Dado que el hombre es social
por naturaleza, la perfección de su naturaleza incluye la
virtud social por excelencia, la justicia; la justicia y el de­
recho son naturales. Todos los miembros de una misma
especie son semejantes entre sí. Esta afinidad natural se ve
intensificada y transfigurada en el caso del hombre como
consecuencia de su socialidad radical. En el caso del hom-

8. Platón, Gorgias, 4 9 7 0 8 ss.; República, 4 0 2 C Í 1 - 9 ; Jenofonte, Hellenica,


VII, I I I , 1 2 ; Aristóteles, Ética a Nicómano, 1 1 7 4 a 1 - 8 ; Retórica, 1 3 6 6 0 3 6 ss.;
Cicerón, De finibus, 11, 4 5 , 6 4 - 6 5 , 69; v , 4 7 , 6 1 ; Las leyes, i, 3 7 , 4 1 , 4 8 , 5 1
55, 59 -
i8o Capítulo IV

bre el interés del individuo por la procreación representa


sólo una parte de su preocupación por la conservación de
la especie. Entre los hombres no se da ninguna relación
en la que el individuo se vea absolutamente libre de actuar
según sus gustos o sus convicciones, Y todos los hombres
son conscientes en mayor o menor grado de este hecho.
Toda ideología es un intento de justificar ante uno mismo
o ante los demás dicbas líneas de acción al sentir de algu­
na manera que deben justificarse, es decir, al no ser evi­
dentemente correctas. ¿Por qué creían los atenienses en su
carácter autóctono si no fuera porque sabían que arreba­
tar las tierras al prójimo no era justo y porque sentían que
una sociedad consciente de su dignidad personal no podía
resignarse a la idea de que sus cimientos descansaran so­
bre el crimen?9 ¿Por qué creen los hindús en su doctrina
del karma si no es porque saben que, de lo contrario, su
sistema de castas sería insostenible? En virtud de su racio­
nalidad, el hombre cuenta con una variedad de alternati­
vas como la de ningún otro ser terrenal. A esta sensación
de variedad, de libertad, le acompaña la sensación de que
el pleno ejercicio sin trabas de dicba libertad no es correc­
to. La libertad del hombre va acompañada de un respeto
sagrado, de una especie de presentimiento de que no todo
está permitido.^® Podríamos denominar este temor reve­
rencial la «conciencia natural del hombre». La contención
es, por tanto, tan natural o primitiva como la libertad.
Mientras el bombre no cultive su razón debidamente, ten­
drá todo tipo de ideas fantásticas respecto a los límites

9. Platón, República, 36 9 6 5-37 0 6 2 ; E l banquete, 2 0 736 -0 1; Las leyes,


77605-77836; Aristóteles, Política, 12 5 3 3 7 - 18 , 12 7 8 6 18 -2 5 ; Ética a Nicó­
mano, 1 1 6 1 6 1 - 8 (véase Platón, República, 39565) y 11 7 0 6 1 0 - 1 4 ; Retórica,
1373 6 6 -9 ; Isócrates, Panegírica, 23-24; Cicerón, De republica, i, i , 38-41;
I I I , 1-3 , 25; I V , 3; Las leyes, i, 30, 33-35, 43; De finibus, 11, 45, 78, 10 9 -110 ;
III, 6 2-71; I V , 17 - 18 ; Grotius, De jure belli. Prolegomena, párrs. 6-8.
10 . Cicerón, De re publica, v , 6; Las leyes, i, 24, 40; De finibus, iv , 18 .
E l derecho natural clásico 1 81

puestos a su libertad, lo que le llevará a elaborar absurdos


tabúes. Pero lo que induce a los salvajes a cometer sus
acciones no es el salvajismo sino el presentimiento de lo
correcto.
El bombre no puede alcanzar la perfección salvo en so­
ciedad o, dicbo en términos más exactos, en una sociedad
civil. La sociedad civil, o la ciudad tal y como la concebían
los clásicos, es una sociedad cerrada, además de ser lo que
boy en día conocemos como una «ciudad pequeña». Po­
dría decirse que una ciudad es una comunidad en la que
todo el mundo se conoce entre sí, si no en profundidad, sí
al menos ligeramente. Una sociedad que pretende hacer
posible la perfección del hombre debe permanecer unida
por medio de la confianza mutua, y la confianza presupo­
ne un grado mínimo de conocimiento. Sin esta confianza,
pensaban los clásicos, no puede haber libertad; la alterna­
tiva a la ciudad, o a una federación de ciudades, era el im­
perio de gobierno despótico (encabezado, a poder ser, por
un dirigente deificado) o un estado próximo a la anar­
quía. Una ciudad es una comunidad equivalente a los po­
deres naturales del hombre que le permiten adquirir un
conocimiento directo de las cosas. Se trata de una comu­
nidad que puede captarse a primera vista, o en la que un
hombre adulto puede orientarse mediante su propia ob­
servación, sin tener que confiar por costumbre en la infor­
mación indirecta respecto a las cuestiones de importancia
vital, pues el conocimiento directo de los hombres sólo
puede sustituirse sin peligro por el conocimiento indirecto
en la medida en que los individuos que integren el cuerpo
político sean uniformes u «hombres de masas». Sólo una
sociedad lo bastante pequeña para permitir la confianza
mutua es lo bastante pequeña para permitir la responsabi­
lidad o la supervisión mutua, la supervisión de acciones
o comportamientos que resulta indispensable en el caso
de una sociedad interesada en la perfección de sus miem­
i8 z Capítulo IV

bros; en una gran ciudad, en «Babilonia» por ejemplo, cada


cual puede vivir más o menos de acuerdo con sus inclina­
ciones. Según lo limitado que esté por naturaleza el poder
natural del bombre para adquirir un conocimiento directo
de las cosas, así será su poder de amor o de interés activo;
los límites de la ciudad coinciden con el grado de interés
activo del bombre por los individuos no anónimos. Ade­
más, la libertad política, y en particular esa libertad políti­
ca que encuentra su justificación en la búsqueda de la ex­
celencia bumana, no es un regalo del cielo; sólo mediante
el esfuerzo de mucbas generaciones logra convertirse en
realidad, y su conservación exige siempre extremar la vi­
gilancia al máximo. La probabilidad de que toda sociedad
bumana pueda alcanzar una libertad auténtica al mismo
tiempo es ínfima, pues todas las cosas valiosas son de una
rareza extraordinaria. Una sociedad abierta o global con­
sistiría en una confederación de numerosas sociedades si­
tuadas a muy distintos niveles de madurez política, donde
lo más probable es que las sociedades inferiores hicieran
bajar de nivel a las superiores. Una sociedad abierta y glo­
bal se dará en un nivel inferior de la humanidad antes que
una sociedad cerrada, la cual ha hecho un esfuerzo supre­
mo durante generaciones por alcanzar ia perfección hu­
mana. Las posibilidades de que llegue a existir una socie­
dad buena son, por tanto, mayores si hay una multitud de
sociedades independientes que si sólo existe una sociedad
independiente. Si la sociedad en ia que el hombre puede
alcanzar la perfección de su naturaleza es necesariamente
una sociedad cerrada, la distinción de la especie humana
en un número determinado de grupos independientes se
da conforme a ia naturaleza. Dicha distinción no es natu­
ral en la medida en que los miembros de una sociedad civil
son diferentes por naturaleza a los miembros de otra. Las
ciudades no crecen como las plantas. No parten de un
mismo origen sin más, sino que se forman a raíz de las ac­
E l derecho natural clásico 18 3

ciones humanas. Existe un factor de elección e incluso de


arbitrariedad que interviene en la «formación» de unos
seres humanos determinados para excluir a otros, lo que
resultaría injusto únicamente si la condición de los exclui­
dos se viera perjudicada por su exclusión. Pero la condi­
ción de aquellos que aún no se han esforzado en serio por
alcanzar la perfección de la naturaleza humana es necesa­
riamente mala en su aspecto fundamental; no es posible
que le perjudique el mero hecho de que quienes entre ellos
se hayan sentido movidos por la llamada de la perfección
hagan tales esfuerzos. Además, no hay motivo alguno que
impida a los excluidos formar una sociedad civil al mar­
gen. La sociedad civil en su calidad de sociedad cerrada es
posible y necesaria conforme a la justicia, al ser conforme
a la naturaleza.
Si la contención es tan natural para el hombre como la
libertad, y la contención debe aplicarse a la fuerza en mu­
chos casos para que resulte eficaz, no se puede decir que la
ciudad sea convencional o que vaya en contra de la natu­
raleza porque se trate de una sociedad coercitiva. El hom­
bre ha alcanzado tal punto de desarrollo que no puede as­
pirar a la perfección de su humanidad si no es frenando
sus más bajos impulsos. El bombre no puede dominar su
cuerpo por medio de la persuasión. Sólo con este hecho se
muestra que ni siquiera el despotismo de por sí va en con­
tra de la naturaleza. Lo que es cierto en cuanto a la auto-
contención, a la autocoacción y al poder sobre uno mismo
se aplica en principio a la contención y a la coacción de los
demás y al poder sobre el prójimo. Por poner un caso ex­
tremo, ei despotismo resulta injusto sólo si se dirige a se-

I I . Platón, República, 42335-05; Las leyes, Ó81C4-CI5, jo S b i - d j , 73846-


C5, 94963 ss.; Aristóteles, Etica a Nicómano, 1 1 5 8 3 1 0 - 1 8 , 1 17 0 6 2 0 -
1 1 7 1 3 2 0 ; Eolítica, 1 2 5 3 3 3 0 - 3 1 , 12 7 6 3 2 7 -34 (véase Tomás de Aquino, gens
cit.), 132 6 39 -6 26 ; Isócrates, A«í/dosfs, 1 7 1 - 1 7 2 ; Cicerón, Las leyes, ll, 5; véa­
se Tomás de Aquino, Summa theologica, i, qu. 65, a. 2, ad. 3.
184 Capítulo IV

res que pueden ser gobernados por medio de la persuasión


o cuya comprensión sea suficiente: la autoridad de Prós­
pero sobre Calibán es por naturaleza justa. La justicia y la
coacción no se excluyen mutuamente; de becbo, no resul­
taría impropio describir la justicia como una especie de
coacción benevolente. La justicia y la virtud en general re­
presentan forzosamente una clase de poder. Decir que el
poder como tal es pernicioso o depravado equivaldría a
afirmar que la virtud es perniciosa o depravada. Mientras
que unos hombres se corrompen en el ejercicio del poder,
otros mejoran gracias a él, pues «el poder ilustra al hom­
bre».
La plena realización de la humanidad no parecería con­
sistir pues en una especie de participación pasiva en una
sociedad civil sino en la actividad caracterizada por una di­
rección apropiada a cargo del hombre de estado, el le­
gislador o el fundador. Ll firme propósito de alcanzar la
perfección de una comunidad exige un mayor grado de vir­
tud que el firme propósito de alcanzar la perfección de un
individuo. Al juez y al gobernante se les presentan más
oportunidades y más nobles de actuar con justicia que al
hombre medio. El hombre bueno no se corresponde sim­
plemente con el buen ciudadano sino con el buen ciudada­
no que ejerce la función de gobernante en una sociedad
buena. Es, por tanto, algo más solido que el deslumbrante
esplendor y clamor que acompaña a los altos cargos y más
noble que el interés por el bienestar de sus cuerpos lo que
induce a los hombres a rendir homenaje a la grandeza po­
lítica. Al preocuparse por los grandes objetivos de la hu­
manidad, la libertad y el imperio, sienten de alguna ma­
nera que la política es el terreno en el que la excelencia

12 . Platón, República, jy x h y -S y 60734, 519 6 4 -520 35, 561CI5-7; Las le­


yes, 689c ss.; Aristóteles, Ética a Nicómano, 1 1 3 0 3 1 - 2 , 118 0 3 14 - 2 2 ; Políti­
ca, 12 5 4 3 18 -2 0 y b 5 - 6 ,12 5 5 3 3 -2 2 , i j x j b j ss.
E l derecho natural clásico 185

humana se puede desarrollar en toda su plenitud y de


cuya práctica apropiada depende de algún modo toda for­
ma de excelencia. La libertad y el imperio son deseados
como factores o condiciones de felicidad. Pero los senti­
mientos que suscita la sola mención de las palabras «liber­
tad» e «imperio» apuntan hacia una comprensión más
adecuada de la felicidad que la que subyace bajo la identi­
ficación de la felicidad con el bienestar del cuerpo o la gra­
tificación de la vanidad; apuntan hacia la visión según
la cual la felicidad o la esencia de la felicidad consiste en la
excelencia humana. Por tanto, la actividad política se des­
arrolla debidamente cuando se dirige hacia la perfección
o la virtud humanas. La ciudad, pues, no persigue en el
fondo más fin que el individual. La moralidad de la socie­
dad civil o del estado es la misma que la moralidad del in­
dividuo. La ciudad se diferencia básicamente de una ban­
da de ladrones en que no sólo constituye un órgano o una
expresión del egoísmo colectivo. Dado que el objetivo fi­
nal de la ciudad es el mismo que el del individuo, el objeti­
vo de la ciudad es la actividad pacífica conforme a la dig­
nidad del hombre, y no la guerra ni la conquista, u
Habida cuenta de que los clásicos contemplaban las
cuestiones morales y políticas a la luz de la perfección del
hombre, no podían ser igualitarios. No todos los hombres
se ven dotados por igual por naturaleza para el desarrollo
orientado a la perfección, o no todas las «naturalezas» son
«buenas naturalezas». Mientras que todos los hombres,
esto es, todos los hombres normales, cuentan con la facul­
tad de la virtud, algunos necesitan que les guíen, mientras

1 3 . Tucídides, III, X L V , 6; Platón, Gorgias, 46403-03, 4 7 8 3 1-0 5 , 5 2 id 6 - e i;


Cleitofón, 40882-5; Las leyes, 6 28 b 6 -ei, 6 4581-8 ; Jenofonte, M emora­
bilia, II, I, 17 ; III, I I , 4; IV, I I , 1 1 ; Aristóteles, Ética a Nicómano, 10 9 4 8 7 -10 ,
1 12 9 8 2 5 - 113 0 3 8 ; Política, 12 7 8 8 1-5 , 13 2 4 8 2 3 -4 1, 13 3 3 8 3 9 ss.; Cicerón,
De re publica, i, i ; n i, l o - i i , 34 -4 1; v i, 13 , 16 ; Tomás de Aquino, D e
regimine principum, 1,9 .
i8 6 Capítulo IV

que otros no lo precisan en absoluto o lo necesitan en mu­


cho menor grado. Además, al margen de las diferencias
respecto a las facultades naturales, no todos los hombres
se afanan por alcanzar la virtud con la misma firmeza. Por
mucho que pese una influencia atribuida al modo en que se
educan los hombres, la diferencia entre una educación
buena y mala se debe en parte a la diferencia entre un «en­
torno» natural favorable y un entorno desfavorable. Dado
que los hombres no son por tanto iguales con respecto a la
perfección humana, esto es, en ei aspecto fundamental,
la igualdad de derechos para todos constituía a juicio de
los clásicos la máxima expresión de la injusticia. Los clási­
cos sostenían la superioridad por naturaleza de ciertos
hombres sobre los demás y, por tanto, según el derecho na­
tural, su autoridad para gobernar sobre los demás. Se ha
sugerido en alguna ocasión que la visión de ios clásicos
topó con el rechazo de los estoicos y, en concreto, de Cice­
rón y que este punto de inflexión marca una época en el de­
sarrollo de la doctrina del derecho natural o una ruptura
radical con la doctrina del derecho natural de Sócrates,
Platón y Aristóteles. No obstante, el propio Cicerón, quien
se supone que debía saber de qué hablaba, no era en abso­
luto consciente de que entre su doctrina y la de Platón exis­
tiera una diferencia radical. Ll pasaje crucial de Las leyes
de Cicerón, que de acuerdo con una visión general preten­
de establecer el derecho natural igualitario, pretende en
realidad demostrar la socialidad natural del hombre. Para
ello, Cicerón defiende la igualdad de todos los hombres,
es decir, la afinidad entre sí, presentando la semejanza en
cuestión como la base natural de la benevolencia del hom­
bre para con el hombre: simile simili gaudet. Carece relati­
vamente de importancia el hecho de que una expresión
empleada por Cicerón en este contexto no indicara una li­
gera predisposición en favor de las ideas igualitarias. Basta
con señalar que abundan los escritos de Cicerón en los que
E l derecho natural clásico 18 7

se reafirma la visión clásica según la cual los hombres no


son iguales en lo esencial y en los que se reafirman asimis­
mo las implicaciones políticas de dicha v is ió n /4
Para poder alcanzar su categoría superior, el hombre
debe vivir en la mejor clase de sociedad, en la clase de so­
ciedad que mejor conduzca a la excelencia humana. Los
clásicos denominaban a la mejor sociedad la mejor poli-
teia, una expresión por medio de la cual indicaban que
ante todo para que una sociedad sea buena, debe tratar­
se de una sociedad civil o política, una sociedad en la que se
dé un gobierno de hombres y no sólo una administración de
cosas. Poíiteia se suele traducir por «constitución», pero al
emplear hoy en día el término «constitución» en un con­
texto político, uno se refiere casi inevitablemente a un fe­
nómeno legal, que podría equivaler más bien a la ley fun­
damental de la tierra, y no a la constitución del cuerpo o
del alma. Aun así politeia no es un fenómeno legal, pues
los clásicos utilizaban dicho término en contraposición a
«leyes». La politeia tiene un carácter más fundamental que
cualquier ley; se trata del origen de todas las leyes. La poli­
teia representa más bien la distribución objetiva del poder
dentro de la comunidad que lo estipulado por la ley consti­
tucional con respecto al poder político. La politeia puede
verse definida por medio de leyes, pero no lo precisa. Las
leyes relativas a una politeia pueden resultar engañosas, de
forma involuntaria o incluso deliberada, en cuanto al ver­
dadero carácter de la politeia. Ninguna ley, ni por tanto
ninguna constitución, puede representar el hecho político

14 . Platón, República, 37464-37606, 4 3 10 5 -7 , 48 534 -4 8 735; Jenofonte,


Memorabilia, IV, i, 2; Hierón, 7, 3; Aristóteles, Ética a Nicómano, 1099b 18-
20, 10 9 5 6 10 - 13 , 117 9 6 7 - 1 1 8 0 3 1 0 , 1 1 1 4 3 3 1 - 6 2 5 ; Política, 12 5 4 3 2 9 -3 1,
12 6 7 6 7 , 13 2 7 6 18 - 3 9 ; Cioerón, Las leyes, 1, 28-35; publica, i, 49, 52;
III, 4, 37-38; De finibus, iv, 2 1, 56; V, 69; Tuse, disp., ll, 1 1 , 13 ; iv, 3 1-3 2 ; v ,
68; D e officiis, 1, 1 0 5 ,1 0 7 ; Tomás de Aquino, Summa theologica, l, qu. 96, a.
3-4-
i8 8 : Capítulo IV

fundamental, puesto que todas las leyes dependen de los


seres humanos. Las leyes deben ser adoptadas, defendidas
y administradas por los hombres. Los seres humanos que
forman parte de una comunidad política pueden «distri­
buirse» de muy diversas formas con relación al control de
las cuestiones comunales. Lo que el término politeia desig­
na principalmente es la «distribución» objetiva de los seres
humanos con relación al poder político.
La constitución norteamericana no es lo mismo que el
modo de vida norteamericano. Ll término politeia indica
más bien el modo de vida de una sociedad que su constitu­
ción. Aun así no es casualidad que, por lo general, se pre­
fiera la traducción imprecisa de «constitución» a la tra­
ducción de «modo de vida de una sociedad». Al hablar de
constitución, pensamos en gobierno, lo que no ocurre ne­
cesariamente al referirnos al modo de vida de una comu­
nidad. Al hablar de politeia, los clásicos pensaban en el
modo de vida de una comunidad como algo determinado
básicamente por su «forma de gobierno». Traduciremos
politeia por «régimen», interpretando régimen en el senti­
do más amplio del término como lo entendemos en oca­
siones al hablar, por ejemplo, del antiguo régimen de
Lrancia. Ll pensamiento que relaciona «modo de vida de
una sociedad» y «forma de gobierno» puede exponerse
de forma provisional de la siguiente manera: el carácter, o
el tono, de una sociedad depende de lo que la sociedad
considere como lo más respetable o lo más digno de admi­
ración. Pero al considerar ciertas costumbres o actitudes
como las más respetables, una sociedad admite la superio­
ridad, la dignidad superior, de aquellos seres humanos
que con mayor perfección representan las costumbres o
actitudes en cuestión. Ls decir, que cada sociedad recono­
ce la autoridad de una clase humana determinada (o de
una mezcla determinada de ciases humanas). Cuando la
clase autorizada es el hombre medio, debe justificarse
E l derecho natural clásico i'1 8 9 /

todo ante el tribunal del bombre medio; todo lo que no


puede ser justificado ante dicbo tribunal pasa a ser, en el
mejor de los casos, simplemente tolerado, si no desprecia­
do o considerado sospechoso. E incluso quienes no reco­
nocen la autoridad de dicho tribunal se ven, quieran o no
quieran, moldeados por sus veredictos. Lo que define a la
sociedad dirigida por el hombre común se puede aplicar
también a las sociedades en las que gobierna el sacerdote,
el acaudalado comerciante, el señor de la guerra, el noble,
etcétera. Para hacerse con la verdadera autoridad, los se­
res humanos que encarnan las admiradas costumbres y
actitudes deben tener la última palabra en la comunidad,
es decir, deben formar el régimen. Al exponer los clásicos
su principal preocupación con relación a los distintos re­
gímenes, en particular al mejor régimen, daban por senta­
do que el fenómeno social primordial, o el fenómeno so­
cial por encima del cual sólo los fenómenos naturales
revisten mayor importancia, era el régimen. ^5

15 . Platón, República, 4 9733-5, 544CI6-7; Las leyes, 7 11C 5 -8 ; Jenofonte,


Ways and Means, I, i ; Isócrates, A Nicócles, 3 1 ; Nicócles, 37; Areopagi'ti-
ca, 14 ; Aristóteles, Ética a Nicómano, 1 1 8 1 8 1 2 - 2 3 ; Política, 12 7 3 3 4 0 ss.,
1 2 7 8 8 1 1 - 1 3 , 12 8 8 32 3-2 4 , 12 8 9 3 12 -2 0 , 1 2 9 2 8 1 1 - 1 8 , 12 9 5 8 1, 129 7a
14 ss.; Cicerón, De re publica, I, 47; V, 5-7; Las leyes, I, 14 - 15 , 17 , 19 ; III, 2.
Cicerón ha señalado la dignidad superior de «régimen» en contraposición á
«leyes» por medio del contraste entre los marcos de sus obras De re publica y
Las leyes. Esta última obra está concebida como la continuación de De re pu­
blica. En De re publica el joven Escipión, un filósofo-rey, mantiene una larga
conversación de tres días con algunos de sus contemporáneos sobre el mejor
régimen; en Las leyes Cicerón conversa durante un día entero con algunos de
sus coetáneos acerca de las leyes apropiadas para el mejor régimen. La dis­
cusión de De re publica tiene lugar en invierno: los participantes buscan el
sol; además, se produce el mismo año en que muere Escipión: las cuestiones
políticas se contemplan a la luz de la eternidad. La discusión de Las leyes tie­
ne lugar en verano: los participantes buscan la sombra (De re publica, I, 18 ;
VI, 8, 12 ; Las leyes, I, 14 , 15 ; ll, 7, 69; III, 30; De officiis. III, i). Para ilustra­
ciones compárese, entre otros, Maquiavelo, Discursos, III, 29; Burke, Conci­
liation with America, hacia el final; John Stuart Mill, Autobiography, Oxford
World’s Classics, pp. 294 y 13 7 .
190 Capítulo IV

El principal significado de los fenómenos denominados


«regímenes» ha perdido de alguna manera su definición
inicial. Las razones para esta transformación son las mis­
mas que las causantes de que la historia política haya cedi­
do su anterior preeminencia a la historia social, cultural,
económica, etcétera. La aparición de estas nuevas ramas
de la historia encuentra su culminación -y su legitima­
ción- en el concepto de «civilizaciones» (o «culturas»).
Tenemos por costumbre hablar de «civilizaciones», para
referirnos a lo que los clásicos denominaban «regímenes».
«Civilización» es el sustituto actual de «régimen». Resul­
ta difícil encontrar una definición precisa de civilización.
Se dice que una civilización es una gran sociedad, pero no
se especifica de qué tipo de sociedad se trata. A la pregun­
ta de cómo diferenciar una civilización de otra, obtene­
mos la respuesta de que el rasgo más evidente y menos en­
gañoso es la diferencia de estilos artísticos, lo que significa
que las civilizaciones son sociedades que se caracterizan
por algo que nunca se encuentra en el centro de interés de
las grandes sociedades como tales: una sociedad no em­
prende la guerra con otra por diferencias de estilos artísti­
cos. Nuestra orientación marcada por civilizaciones, en
lugar de por regímenes, parece deberse a un curioso dis-
tanciamiento de las cuestiones sobre la vida y la muerte
que impulsan y estimulan las sociedades y preservan su
unidad.
El mejor régimen se denominaría boy en día «régimen
ideal» o simplemente un «ideal». El término actual «ideal»
implica una multitud de connotaciones que obvia la idea
que pretendían transmitir los clásicos por riiedio del uso del
mejor régimen. Los traductores modernos emplean en oca­
siones el término «ideal» para expresar lo que los clásicos
llamaban «conforme al deseo» o «conforme a la súplica».
El mejor régimen corresponde a aquel que uno desearía o
pediría. Un análisis más profundo nos mostraría que el me­
E l derecho natural clásico

jor régimen es el objetivo del deseo o la súplica de todos los


hombres buenos o los hombres de bien: el mejor régimen,
tal como lo presenta la filosofía política clásica, es el objeti­
vo del deseo o la súplica de los hombres de bien tal y como
lo interpreta el filósofo. Sin embargo, el mejor régimen, tal
como lo entienden los clásicos, no sólo es más deseable,
sino que se presenta como factible o posible, esto es, posi­
ble en la tierra. Y resulta tanto deseable como posible por­
que es conforme a la naturaleza. Dada su conformidad con
la naturaleza, su realización no precisa de ningún cambio
milagroso o no milagroso en la naturaleza humana; no pre­
cisa de la abolición o extirpación del mal o la imperfección
intrínsecos al hombre y a la vida humana; por ello es posi­
ble. Y su conformidad con los requisitos de la excelencia o
la perfección de la naturaleza bumana lo bace más desea­
ble. Con todo, aunque el mejor régimen sea posible, su rea­
lización no es de ningún modo necesaria, pues resulta muy
difícil y por ello improbable, e incluso sumamente impro­
bable, ya que el hombre no controla las condiciones en las
que se podría llevar a cabo. Por ello su realización depende
del azar. El mejor régimen, conforme a la naturaleza, tal vez
nunca existió, no hay razón alguna para pensar que existe
en la actualidad y quizá jamás llegue a existir. Por su esen­
cia existe en el habla no en el acto. En una palabra, el mejor
régimen es en sí -para emplear un término acuñado por
uno de los estudiosos más especializados en la República
de Platón-una «utopía».
El mejor régimen sólo es posible en las condiciones más
favorables. Resulta pues justo o legítimo sólo en las condi-

16 . Platón, República, 45733-4, cz , dq-p, 4 7 3 3 5 - 6 1, 49962-03, 50205-7,


5 4 o d i-3, 592a 1 1 ; Las leyes, 70 9 á, 71007-8, 736C5-CI4, 74 00 8-74134,
74201-4, 78064-6, e i-2 , 84106-8, 96005-02; Axistóteles, Política,
12 6 5 3 18 - 19 , 12 7 0 6 2 0 , 12 9 5 32 5 -30 , 12 9 6 3 37 -38 , 13 2 8 3 2 0 - 2 1, 132 9 a
15 ss., 1 3 3 1 6 1 8 - 2 3 ,1 3 3 2 3 2 8 - 6 1 0 ,1 3 3 6 6 4 0 ss.
192. Capítulo IV

dones más favorables. En condidones más o menos desfa­


vorables, sólo los regímenes más o menos imperfectos son
posibles y por tanto legítimos. El mejor régimen es sólo
uno, pero existe una variedad de regímenes legítimos. La
variedad de regímenes legítimos corresponde a la variedad
de tipos de circunstancias relevantes. Mientras que el
mejor régimen sólo es posible en las condiciones más favo­
rables, los regímenes justos o legítimos son posibles y mo­
ralmente necesarios en todas las épocas y en todos los luga­
res. La distinción entre el mejor régimen y los regímenes
legítimos hunde sus raíces en la distinción entre lo noble y
lo justo. Todo lo noble es justo, sin embargo, no todo lo jus­
to es noble. Saldar las deudas propias es justo, pero no no­
ble. El castigo merecido es justo, pero no noble. Los granje­
ros y artesanos del mejor estado según Platón llevan una
vida justa, pero no una vida noble, pues no tienen la opor­
tunidad de actuar con nobleza. Lo que un hombre hace por
coacción es justo en la medida en que no se le puede culpar
por ello, pero nunca podrá ser noble. Las acciones nobles
requieren, como dice Aristóteles, ciertos atributos; sin
ellos, no es posible realizar acciones nobles. Sin embargo,
nos vemos obligados a actuar con justicia en cualquier cir­
cunstancia. Puede que un régimen caracterizado por su im­
perfección proporcione la única solución justa al problema
de una comunidad determinada; no obstante, dado que di­
cho régimen no puede dirigirse con eficacia a la plena per­
fección del hombre, nunca podrá ser n o b le. ^7
Para evitar malentendidos, es preciso ofrecer una breve
explicación a propósito de la respuesta característica de
los clásicos respecto a la cuestión del mejor régimen. El

17 . Platón, República, 43109- 43305, 434C 7- 10; Jenofonte, Ciropedia, VIII,


II,23; Agesilaus, 11, 8; Aristóteles, Ética a Nicómano, i i z o a i i - i o , 113535 ;
Política, 1288b 10 SS-, 1293822- 27, 1296825-35 (véase Tomás de Aquino
loe.), I I j z a 10 ss.; Retórica, 1366831 - 34; P o lib io ,Y l,v i, 6- 9.
E l derecho natural clásico 193

mejor régimen es aquel en el que por costumbre gobiernan


los mejores hombres, o ia aristocracia. La bondad es, si no
idéntica al saber, dependiente en cualquier caso del saber:
el mejor régimen consistiría, por tanto, en el gobierno de
los sabios o de los hombres juiciosos. De hecho, el saber
era considerado por los clásicos como el título para gober­
nar de orden supremo conforme a la naturaleza. Sería ab­
surdo impedir la libre circulación del saber mediante la im­
posición de reglas, de ahí que el gobierno de los sabios
deba ser un gobierno absolutista. Sería igualmente absur­
do impedir la libre circulación del saber mediante la consi­
deración de deseos irreflexivos fruto de los imprudentes,
de ahí que los gobernadores sabios no deban responsabili­
zarse de las cuestiones imprudentes. Hacer que el gobierno
de los sabios dependiera de la elección de los imprudentes
o de su consentimiento significaría someter lo que por na­
turaleza es superior al control de lo que por naturaleza es
inferior, esto es, actuar en contra de la naturaleza. Aun así
dicha solución, que a primera vista parece ser la única so­
lución justa para una sociedad en la que hay hombres sa­
bios, es impracticable como forma de gobierno. Un núme­
ro reducido de sabios no pueden gobernar a la fuerza a una
mayoría de imprudentes. La masa de imprudentes debe re­
conocer a los sabios como tales y obedecerles por su pro­
pia voluntad debido a su saber. Sin embargo, la capacidad
de los sabios para persuadir a los imprudentes es suma­
mente limitada; ni el propio Sócrates, que vivía según sus
predicaciones, logró dominar a Jantipa. Por tanto, resulta
muy poco probable que algún día se lleguen a dar las con­
diciones necesarias para que los sabios gobiernen. Lo que
sí es más probable que ocurra es que un hombre impruden­
te, apelando al derecho natural del saber y satisfaciendo
los deseos más bajos de la mayoría, convenza a la multitud
de su derecho, pues las expectativas de una tiranía son más
prometedoras que las de un gobierno de sabios. En tal
194 Capítulo IV

caso, el derecho natural de los sabios debe cuestionarse, y


el requisito indispensable del saber debe contar con el re­
quisito del consentimiento. El problema político estriba en
reconciliar el requisito del saber con el requisito del con­
sentimiento. Pero mientras que desde ei punto de vista del
derecho natural igualitario, el consentimiento prima sobre
el saber, desde el punto de vista del derecho natural clásico, el
saber prima sobre el consentimiento. De acuerdo con los
clásicos, el mejor modo de encontrar un punto de unión
entre estos dos requisitos completamente distintos -el del
saber y el del consentimiento o la libertad- consistiría en
que un legislador sabio concibiera un código que el grueso
de la ciudadanía, debidamente persuadida, adoptara por
voluntad propia. Dicho código, que constituye, por así de­
cirlo, la representación del saber, debería estar sujeto lo
menos posible a alteraciones; el dominio de la ley acabaría
por desbancar al gobierno de los hombres, por muy juicio­
sos que éstos fueran. La administración de la ley debería
ser confiada a una clase de hombre que ofreciera las mayo­
res garantías de administrarla equitativamente, es decir,
con el espíritu del legislador juicioso, o de «hacer cumplir»
la ley según los requisitos impuestos por las circunstancias
que ei legislador no pudiera haber previsto. Los clásicos
sostenían que esta clase de hombre era el hombre de bien.
Ei hombre de bien no es idéntico al hombre sabio; repre­
senta más bien su reflejo o su imitación política. El hombre
de bien coincide con el hombre sabio en ei «desprecio» por
muchas cosas que el pueblo llano tiene en alta estima o en
el conocimiento de cosas nobles o hermosas. Difiere del
hombre sabio en que siente un desprecio noble por la pre­
cisión, pues se niega a tener en cuenta ciertos aspectos de la
vida, y porque para vivir como hombre de bien debe gozar
de una posición acomodada. El perfil del hombre de bien
correspondería a un hombre con una riqueza heredada no
demasiado elevada, consistente principalmente en tierras.
E l derecho natural clásico 19 5

pero con un estilo de vida urbano. Se trataría de un patri­


cio urbano cuyos ingresos procedieran de la agricultura. El
mejor régimen sería, por tanto, una república en la que los
terratenientes -que constituyen al mismo tiempo el patri-
ciado urbano, culto y con un elevado sentido del civismo-,
mediante la obediencia y el cumplimiento de las leyes, go­
bernando y siendo a su vez gobernados, predominaran y
confirieran a la sociedad su carácter. Los clásicos concibie­
ron y recomendaron varias instituciones con el propósito
de que condujeran a la mejor forma de gobierno. Proba­
blemente la sugerencia más influyente fue el régimen mix­
to, una mezcla de monarquía, aristocracia y democracia.
En el régimen mixto el elemento aristocrático -el solemne
senado- ocupa la posición intermedia, es decir, el lugar
central o clave. El régimen mixto constituye de hecho - y
ésta es su pretensión- una aristocracia que se ve fortaleci­
da y protegida por la unión de las instituciones monárqui­
cas y democráticas. En resumen, se puede decir que resulta
propio de la doctrina del derecho natural clásico culminar
en una respuesta doble a la cuestión del mejor régimen:
por su sencillez, el mejor régimen sería el gobierno absolu­
tista de los sabios; por su pragmatismo, el mejor régimen
consistiría en el gobierno de los hombres de bien, basado
en un sistema legal, o en el régimen mixto.
Según una visión que hoy en día resulta más bien co­
mún y que puede describirse como marxista o cripto-

18 . Platón, E l político, 29367 ss.; Las leyes, 68061-4, 684c 1-6, 69068-03,
691CÍ7-69261, 6 936 1-6 8, 7016, 7 4 4 6 1-d i, 75669-10, 8oéd7 ss., 8 46d i-7;
Jenofonte, Memorahilia, III, ix , 10 - 13 ; lY , vi, 12 ; Económica, iv, 2 ss.; vi, 5-
10 ; I I , I ss; Anáhasis, V, v i ii, 26; Aristóteles, Ética a Nicómano, 116 0 3 3 2 -
1 1 6 1 3 3 0 ; Ética a Eudemo, 12 4 2 6 2 7 - 3 1; Política, 12 6 13 3 8 - 6 3 , 12 6 5 6 3 3 -
126636, 12706 8-27, 12 7 7 6 3 5 -12 7 8 3 2 2 , 12 7 8 3 3 7 -12 7 9 3 17 , 128434-634,
12 8 9 3 3 9 ss; Polibio, VI, Ll, 5-8; Cicerón, D e re publica, i, 52, 55 (véase 4 1),
56-63, 69; I V , 8; Diógenes Laercio, V II, 1 3 1 ; Tomás de Aquino, Summa theo­
logica, II, I , qu. 95, a. I ad. 2 y a. 4;, qu. 10 5 , a. i.
196 Capítulo IV

marxista, los clásicos se decantaban por el gobierno del


patriciado urbano porque ellos mismos pertenecían a esta
clase social o eran parásitos de la misma. No es preciso
que discutamos el argumento según el cual, al estudiar
una doctrina política, debemos considerar el prejuicio, e
incluso el prejuicio clasista, de su creador. Basta con exigir
que la clase a la que pertenece el pensador en cuestión se
identifique debidamente. La opinión común pasa por alto
el becbo de que existe un interés clasista por parte de los
filósofos en cuanto filósofos, un descuido que se debe en
el fondo al rechazo de la posibilidad de la filosofía. Los fi­
lósofos como tales no van acompañados de sus familias.
El egoísmo o el interés clasista de los filósofos consiste en
permanecer solos, en que se les permita llevar una vida de
santos en la tierra mediante su dedicación al estudio de las
cuestiones de mayor importancia. Con el paso de los si­
glos en entornos naturales y morales sumamente distintos
se ha visto que sólo una clase se mostraba condescendien­
te con la filosofía por costumbre - y no de forma intermi­
tente, como los reyes-; dicha clase no era otra que el patri­
ciado urbano. El pueblo llano no sentía simpatía ni por la
filosofía ni por los filósofos. Como afirmó Cicerón, la fi­
losofía suscitaba la sospecha de muchos. Dicho estado de
cosas no experimentó un cambio profundo y manifiesto
hasta el siglo x ix , cambio que se debió fundamentalmente
a una transformación total del significado de la filosofía.
La doctrina del derecho natural clásico en su forma ori­
ginal, si se desarrolla por completo, es idéntica a la doctrina
del mejor régimen, pues la pregunta acerca de qué es co­
rrecto por naturaleza o en qué consiste la justicia encuentra
su respuesta total sólo por medio de la construcción teórica
del mejor régimen. El carácter esencialmente político de la
doctrina del derecho natural se expone con especial clari­
dad en la República de Platón. No menos revelador resulta
el hecho deuque la discusión de Aristóteles sobre el derecho
E l derecho natural clásico 19 7

natural forme parte de su discurso sobre el derecho políti­


co, sobre todo si se compara el planteamiento de la argu­
mentación de Aristóteles con el de Ulpiano en el que el de­
recho natural se presenta como parte del derecho
p r iv a d o / 9 £ 1 carácter político del derecho natural se desva­
nece, o deja de ser esencial, bajo la influencia tanto del anti­
guo derecho natural igualitario como de la fe bíblica. Sobre
la base de la fe bíblica, el mejor régimen no es otro que la
ciudad de Dios; el mejor régimen es, por tanto, coetáneo
con la creación y por ello siempre real; y la erradicación del
mal, o la redención, se hace posible gracias a la interven­
ción sobrenatural de Dios. La cuestión del mejor régimen
pierde pues su significado crucial. El mejor régimen tal y
como los clásicos lo entendían deja de ser idéntico al orden
moral perfecto. El fin de la sociedad civil pasa de ser «una
vida virtuosa en sí misma» a ser sólo una parte determina­
da de la vida virtuosa. La idea de Dios como legislador ad­
quiere una certeza y una definición que nunca poseyó en la
filosofía clásica. En consecuencia, el derecho natural o, me­
jor dicho, la ley natural se emancipa del mejor régimen
para primar sobre él. La Segunda Tabla del Decálogo y los
principios que aparecen representados en ella revisten una
dignidad infinitamente superior que el mejor régimen.^® Es
esta nueva forma del derecho natural clásico fruto de una

19. Aristóteles, Ética a Nicómano, 1 1 3 4 6 1 8 - 1 9 ; Política, 12 5 3 3 3 8 ; Diges­


to, 1 , 1 , 1-4.
20. Compárese Tomás de Aquino, Summa theologica, II, i , qu. 10 5 , a. i con
qu. 10 4 , a. 3, qu. 10 0 , a. 8 y 99, a. 4; t3m6ién ll, 2, qu. 58, a. 12 . Vésse tum-
6ién Heinrich A. Rommen, The State in Catholic Thought, St. Louis, B. Her­
der Book, 19 4 5 , pp. 309, 3 3 0 -3 3 1, 477, 479. Milton, O f Reformation Tou­
ching Church-Discipline in England, Oxford World’s Clsssics, p. 55: « ‘Hs
not the common law, nor the civil, but piety, and justice, that are our foun­
dresses; they stoop not, neither change colour for Aristocracy, Democracy, or
Monarchy, nor yet at all interrupt their just courses, but far above the taking
notice o f these inferior niceties with perfect sympathy, wherever they meet,
kiss each other». Las cursivas no figuran en el original.
19 8 Capítulo IV

profunda modificación la que ha influido con mayor peso


en el pensamiento occidental casi desde los comienzos de la
era cristiana. Con todo, los clásicos de alguna manera pre­
veían incluso dicha modificación crucial de la doctrina clá­
sica, pues a su juicio, la vida política en sí poseía una digni­
dad esencialmente inferior a la vida filosófica.
Dicha observación plantea una nueva dificultad, o más
bien nos conduce a la misma dificultad a la que nos hemos
visto enfrentados hasta ahora, que surge, por ejemplo, al
emplear términos como «hombre de bien». Si el fin último
del hombre es transpolítico, el derecho natural debería
tener un origen transpolítico. Pero ¿acaso el derecho natu­
ral puede entenderse de forma apropiada si se remite direc­
tamente a su origen? ¿Acaso puede deducirse el derecho na­
tural del fin natural del hombre? ¿Puede deducirse de algo?
La naturaleza humana es una cosa, y la virtud o la per­
fección de la naturaleza humana otra. Ll carácter determii-
nado de las virtudes y, en concreto, de la justicia puede de­
ducirse de la naturaleza humana. En palabras de Platón, la
idea de hombre es compatible de hecho con la idea de justi­
cia, pero se trata de una idea distinta. La idea de justicia pa­
rece incluso pertenecer a una categoría diferente de ideas
que la idea de hombre, pues esta última no resulta proble­
mática de la misma manera que la idea de justicia; apenas
se producen discrepancias con respecto a si un ser determi­
nado es un hombre, mientras que por lo general existe de­
sacuerdo en cuanto a las cosas justas y nobles. En palabras
de Aristóteles, se podría decir que la relación de la virtud
con la naturaleza humana es comparable a la de acto y po­
tencia, en la que el acto no puede determinarse partiendo
de la potencia, sino que, por el contrario, la potencia se lle­
ga a conocer remitiéndose a ella a partir del acto.^^ La natu-

2 1. Platón, República, 52331-524 0.6; E l político, 28508-28637; Pedro,


2 5 0 8 1-5 , 263a 1-8 5 ; Alcibiades, i, 1 1 1 8 1 1 - 1 1 2 C 7 ; Aristóteles, Ética a Nicó-
E l derecho natural clásico 19 9

raleza humana «es» de una forma distinta que su perfec­


ción o virtud. La virtud existe en muchos casos, por no de­
cir en todos, como objeto de aspiración, no como realiza­
ción. Por consiguiente, la virtud existe en teoría, no en la
práctica. Sea cual sea el punto de partida indicado para es­
tudiar la naturaleza humana, la perfección de ía naturaleza
humana y, por tanto, en concreto, el derecho natural, con­
sistirá en lo que se diga sobre dichas cuestiones o en lo que
se opine al respecto.
En términos generales, podemos distinguir entre tres ti­
pos de doctrinas sobre el derecho natural clásico, o tres
formas distintas de entender el derecho natural según los
clásicos. Se trata de las doctrinas socrática-platónica, aris­
totélica y tomista. Por lo que se refiere a los estoicos, a mi
modo de ver sus enseñanzas sobre el derecho natural en­
troncan con la doctrina socrática-platónica. Según una
opinión bastante extendida en la actualidad, los estoicos
originaron un tipo de doctrina completamente nueva so­
bre el derecho natural. Sin embargo, dejando al margen
otras consideraciones, dicha opinión se basa en el olvido
de la estrecha relación entre estoicismo y c in ism o ,d o c ­
trina esta última formulada por un socrático.
Para describir, por tanto, con la mayor concisión po­
sible el carácter de ío que nos aventuraremos a denominar
la «doctrina socrática-platónica-estoica del derecho natu­
ral», partiremos del conflicto entre las dos opiniones más
extendidas con relación a la justicia: la que sostiene que la
justicia es buena y la que afirma que la justicia consiste en

mano, 10 9 7b 2 4 -10 9 8 3 18 ; 1 10 3323-26 ; 1 1 0 6 3 1 5-24; De anima, 4 1 5 3 1 6 - 22;


Cicerón, D e finibus, III, 20-23, 38; V. 46; Tomás de Aquino, Summa theologi-
ca, II, I , qu. 54, <3. i , y 5 5 ,a . i.
22. Cicerón, De finibus, lll, 68; Diógenes Lnercio, V I, 14 - 15 ; vil, 3 , 1 2 1 ; Sex­
to Empírico, Pirrhonica, lll, 200, 205. Montnigne confronts «[I3] secte Stoï-
que, plus frsnche» a «I3 secte Peripstétique, plus civile» {Essais, 11, 12 [«Ch­
ronique des lettres frunçaises,» vol. iv ], p. 40).
200 Capítulo IV

dar a cada cual lo que merece. Lo que merece un hombre se


define por ley, es decir, por la ley de la ciudad. Sin embar­
go, la ley de la ciudad puede ser irreflexiva, y por ello per­
judicial o mala. Ln consecuencia, la justicia que consiste en
dar a cada cual lo que merece puede ser mala. Para preser­
var la bondad de la justicia, debemos considerarla esen­
cialmente independiente de la ley, y definirla pues como la
costumbre de dar a cada cual lo que merece de acuerdo
con la naturaleza. Podemos hacernos una idea de lo que se
merecen los demás de acuerdo con la naturaleza partiendo
de la opinión de aceptación generalizada según la cual re­
sulta injusto devolver un arma peligrosa a su poseedor le­
gítimo si está loco o dispuesto a destruir la ciudad, de lo
que se infiere que no se puede considerar justo nada que
sea perjudicial para los demás, o que la justicia es la cos­
tumbre de no hacer daño a los demás. Sin embargo, esta
definición no contempla los frecuentes casos en los que
culpamos de injustos a hombres que, en realidad, nunca
han hecho mal a nadie pero que se han abstenido de ayu­
dar al prójimo en la teoría o en la práctica. La justicia con­
sistirá pues en la costumbre de beneficiar a los demás. El
hombre justo es aquel que da a cada cual, no lo que una ley
irreflexiva pueda ordenar, sino lo que es bueno para el pró­
jimo, esto es, lo que por naturaleza es bueno para el próji­
mo. Aun así no todo el mundo sabe lo que es bueno para el
hombre en general, y para cada persona en particular. Al
igual que sólo el médico sabe en verdad lo que beneficia en
cada caso al cuerpo, sólo el hombre juicioso sabe en ver­
dad lo que es bueno en cada caso para el alma. En tal caso,
no puede haber justicia, es decir, el dar a cada cual lo que
por naturaleza es bueno para él, de no darse una sociedad
en la que los hombres juiciosos posean el control absoluto.
Tomemos el ejemplo del chico grande que tenía un abri­
go pequeño y el chico pequeño que tenía un abrigo grande.
El chico grande es el poseedor legítimo del abrigo pequeño
E l derecho natural clásico 201

porque él, o su padre, io ha comprado. Pero el abrigo no es


bueno para él; no le va bien. El gobernante juicioso le quita­
ría el abrigo grande ai chico pequeño y se lo daría al chico
grande sin tener en cuenta la propiedad legal. Lo menos
que hemos de decir es que la propiedad justa es algo com­
pletamente distinto a la propiedad le-gal. Para que haya
justicia, los gobernantes juiciosos deben asignar a cada
cual lo que merece de verdad o lo que por naturaleza es
bueno para él. Sólo darán a cada cual lo que pueda servirle,
y le quitarán lo que no le sirva. La justicia es, por tanto, in­
compatible con lo que se entiende generalmente por pro­
piedad privada. Todo uso se debe en el fondo a una acción;
la justicia requiere pues, ante todo, que a cada cual se le
asigne una función o un empleo que pueda desempeñar de­
bidamente. Pero todo el mundo realiza mejor aquello para
lo que mejor está capacitado por naturaleza. La justicia
sólo puede darse, por tanto, en una sociedad en la que cada
cual se ocupe de lo que pueda hacer bien y tenga lo que pue­
da servirle. La justicia se corresponde con la mancomuni­
dad de dicha sociedad y la dedicación a dicha sociedad, una
sociedad conforme a la naturaleza.^3
Pero vayamos más allá. Puede decirse que la justicia de
la ciudad consiste en actuar de acuerdo con el principio
«de cada cual según su capacidad y sus méritos». Una so­
ciedad es justa si su principio de vida se basa en la «igual­
dad de oportunidades», esto es, si todo ser humano que
pertenece a ella tiene la oportunidad, según sus capacida­
des, de merecer ser bien tratado por la comunidad y de re-

23. Platón, República, 331C1-332C4, 335C Í11-12, 42x67-42207 (véanse


Las leyes, 73908-63 y Aristóteles, Política, 1 2 6 4 3 1 3 - 1 7 ) , 4 3 3 6 3 -4 3 4 3 1; Gri­
tón, 49c; Cleitofón, 40768-40885, 4 10 8 1- 3 ; Jenofonte, Memorabilia, IV, IV,
1 2 - 1 3 ; VIII, 1 1 ; Económica, 1 , 5-14; Ciropedia, I, iii, 1 6 - 17 ; Cicerón, De re
publica, I, 27-28; III, I I ; Las leyes, 1, 18 -19 ; D e officiis, l, 28, 29, 3 1; l l l . 272
De finibus, ii i, 7 1 , 75; Lucullus, 13 6 - 13 7 ; véase Aristóteles, Magna
119 98 10-35.
202 Capítulo IV

cibir la recompensa merecida. Dado que no existe un buen


motivo para asumir que la capacidad para realizar una ac­
ción meritoria tiene que ver con el sexo, la belleza, etcéte­
ra, la «discriminación» por razones de sexo o de físico, por
ejemplo, resulta injusta. La única recompensa apropiada
por el servicio realizado es el honor, y por tanto la única re­
compensa apropiada por un extraordinario servicio es la
máxima autoridad. Ln una sociedad justa la jerarquía so­
cial corresponderá única y exclusivamente a la jerarquía
establecida por méritos. Ahora bien, por norma, la socie­
dad civil considera como condición indispensable para as­
pirar a un alto cargo que el individuo en cuestión debe ser
un ciudadano legítimo, hijo de padre y madre ciudadanos.
Ls decir, la sociedad civil califica de una manera u otra el
principio de mérito, esto es, el principio por excelencia de
justicia, por el principio completamente inconexo de ciu­
dadanía. Para ser justa de verdad, la sociedad civil debería
suprimir dicha valoración; la sociedad civil debe transfor­
marse en el «estado mundial». La necesidad de esta condi­
ción parece desprenderse, asimismo, de la siguiente conside­
ración: la sociedad civil en calidad de sociedad cerrada
implica necesariamente la existencia de más de una socie­
dad civil y, con ello, la posibilidad de la guerra. La socie­
dad civil debe fomentar, por tanto, los hábitos belicosos.
No obstante, dichos hábitos están reñidos con los requisi­
tos de la justicia. Al pueblo que toma parte en una guerra
le interesa ganar y no proporcionar a sus adversarios lo
que un juez imparcial y perspicaz consideraría beneficioso
para el enemigo. Le interesa hacer daño al prójimo, y el
hombre justo no se define como la clase de persona que
agrede a los demás. La sociedad civil se ve obligada pues a
hacer una distinción: el hombre justo es aquel que no agre­
de a sus amigos y vecinos, es decir, a sus conciudadanos,
sino que siente amor por ellos, pero que sin embargo agre­
de u odia a sus enemigos, es decir, a los extranjeros que
E l derecho natural clásico Z03

como tales constituyen cuando menos enemigos potencia­


les de la ciudad. Este tipo de justicia puede denominarse
«moralidad ciudadana», y podemos decir que la ciudad
necesita de una moralidad ciudadana en este sentido. Sin
embargo, la moralidad ciudadana adolece de una inevita­
ble contradicción en sí misma, pues sostiene que distintas
normas de conducta son pertinentes en tiempos de guerra
no de paz, pero no puede evitar considerar al menos ciertas
normas relevantes, según parece pertinentes sólo en tiem­
pos de paz, como universalmente válidas. La ciudad no
puede zanjar la cuestión diciendo, por ejemplo, que el en­
gaño, y en concreto el engaño en detrimento del prójimo,
resulta pernicioso en tiempos de paz pero loable en tiem­
pos de guerra. La ciudad no puede evitar mirar con recelo
al hombre proclive al engaño, ni puede evitar tampoco
considerar los enrevesados e insinceros modos de proceder
necesarios para consumar todo engaño como simplemente
mezquinos o repugnantes. Aun así la ciudad debe ordenar,
e incluso elogiar, dichos métodos si se emplean en contra
del enemigo. Para evitar esta contradicción, la ciudad debe
transformarse en el «estado-mundial». Sin embargo, nin­
gún ser humano ni ningún grupo de seres humanos puede
gobernar a toda la especie humana con justicia. Lo que se
presume, por tanto, al hablar del «estado mundial» como
una sociedad humana global sometida a un solo gobierno
humano es en verdad el cosmos gobernado por Dios, que
representa pues la única ciudad verdadera, o la ciudad
conforme simplemente a la naturaleza, ya que se trata de la
única ciudad que es justa sin más. Los hombres serán ciu­
dadanos de esta ciudad, u hombres libres en ella, sólo si
son juiciosos; su obediencia a la ley que dicta la ciudad na­
tural, a la ley natural, equivale a la p ru d en cia . ^4

24. Platón, E l político, 2 7 id 3 -2 7 2 3 1 ; Las leyes, 7 1 3 a 2-e 6; Jenofonte, Ciro­


pedia, I, I V, 27-34; II, I I , 26; Cicerón, D ere publica, i i i , j j ; L a s leyes, i, 18 -19 ,
204 Capítulo IV

Esta solución al problema de la justicia trasciende de los lí­


mites de la vida políticaA5 pues implica que la justicia que

zz-23, 32, ó i; I I , 8 -11; frag. z; De finibus, iv , 74; v, 65, 67; Lucullus, 13 6 -13 7 .
J. von Arnim, Stoicorum veterum fragmenta, iil, frags. 327 y 334. El problema
que se aborda en este párrafo se bosqueja en !a República de Platón a partir de la
siguiente consideración entre otras: la definición de Polemarca según la cual la
justicia consiste en ayudar a los amigos y herir a los enemigos se mantiene en el
requisito relativo a los guardianes según el cual los guardianes deben compor­
tarse como perros, es decir, mostrarse dóciles con ios amigos y los conocidos y
todo lo contrario con los enemigos o los extranjeros (37 5 3 2 -37 6 8 1; véase
378C7, 53734-7; y Aristóteles, Política, 1 3 2 8 3 7 - 11 ) . Cabe señalar que es Só­
crates, y no Polemarca, el primero en sacar a colación el tema de los «enemigos»
(33285; véase también 33536 -7) y que Polemarca aparece como testigo de Só­
crates en la última discusión con Trasímaco, que a su vez cuenta con Cleitofón
como testigo (340a i- c r ; véase Pedro, 25783-4). Si se tienen en cuenta tales ob­
servaciones, no habrá razón para el desconcierto al conocer ia información que
proporciona el Cleitofón (4 10 37 -8 1), según la cual la única definición de justi­
cia que el propio Sócrates sugirió a Clitopho es ia que en la República propone
Polemarca con la ayuda de Sócrates. Muchos intérpretes de Platón no han llega­
do a considerar suficiente la posibilidad de que a su Sócrates le interesaba tanto
entender la idea de justicia, esto es, entender toda la complejidad del problema
de la justicia, como predicarla. Pues si a uno le interesa entender el problema de
la justicia, debe analizar en profundidad la fase en la que la justicia se presenta
como equivalente a la moralidad ciudadana, y no limitarse a verla de manera su­
perficial. La conclusión del argumento esbozado en este párrafo pue-de resu­
mirse diciendo que no puede darse una verdadera justicia si no existe una norma
o providencia divina. N o sería razonable esperar demasiada virtud o justicia
por parte de los hombres que por costumbre viven en unas condiciones de suma
carestía, las cuales les obligan a luchar entre sí constantemente por su supervi­
vencia. Para que haya justicia entre los hombres, hay que asegurarse de que no
se van a ver obligados a pensar en todo momento en su propia supervivencia ni a
comportarse con sus congéneres de ia forma en que los hombres suelen compor­
tarse en dichas circunstancias. Pero esta seguridad no puede proporcionarla la
providencia humana. La causa de la justicia sé ve muchísimo más fortalecida si
las condiciones dei hombre como tal, y con ello especialmente las condiciones
del hombre al principio (cuando aún no ha podido ser corrompido por opinio­
nes falsas) no fueran de carestía. Existe pues una profunda afinidad entre la idea
de la ley natural y la idea de un comienzo perfecto: la época dorada del Jardín del
Edén. Véase Platón, Las leyes, 7 13 3 2 -6 2 , así como E l político, Z 7id 3 -2 7 2 8 1 y
2 720 6 -27331: el gobierno de dios propiciaba la abundancia y la paz; la carestía
conduce a la guerra. Véase El político, 274b 5 ss, con Protágoras, 3 22a 8 ss.
25. Cicerón, Las leyes, i, 61-62; iii, 13 - 14 ; De finibus, iv , 7, 22, 74; Lucu­
llus, 13 6 - 13 7 ; Séneca, Epistolas morales, 68, 2.
E l derecho natural clásico Z05

puede darse dentro de la ciudad, sólo puede ser imperfecta o


no puede ser indudablemente buena. Existen además otras
razones que llevan a los hombres a buscar más allá del ámbi­
to político la justicia perfecta o, en términos más generales, la
vida que concuerda en verdad con la naturaleza. En este caso
poco más se puede hacer aparte de señalar dichas razones. En
primer lugar, los sabios no desean gobernar; por tanto, se de­
ben ver forzados a ello. Se ven obligados porque consagran
su vida entera a la búsqueda de algo que reviste una dignidad
infinitamente superior a la de cualquier cuestión humana: la
verdad inalterable. Y parece ir en contra de la naturaleza el
hecho de que se prefiera lo inferior a lo superior. Si aspirar al
conocimiento de la verdad eterna constituye el objetivo final
del hombre, la justicia y la virtud moral en general sólo pue­
den justificarse plenamente por el hecho de ser necesarias
para alcanzar dicho objetivo final o por ser condiciones de la
vida filosófica. Desde este punto de vista, el hombre que es
simplemente justo o moral sin ser filósofo se considera un ser
humano mutilado. Se plantea entonces la cuestión de si el
hombre justo o moral que no es filósofo es simplemente su­
perior al hombre «erótico» no filosófico. Asimismo, surge la
cuestión de si la justicia o la moralidad en general, en tanto
que necesarias para la vida filosófica, son idénticas -tanto
por su significado como por su extensión- a la justicia y la
moralidad como se entienden comúnmente, la cuestión de si
la moralidad no tiene dos orígenes completamente distintos,
o de si lo que Aristóteles denomina virtud moral no es, de he­
cho, más que la virtud política o normal. La última cuestión
puede expresarse también preguntándose si, al transformar­
se la opinión sobre la moralidad en conocimiento de la mora­
lidad, no se trasciende de la dimensión de la moralidad en el
sentido políticamente relevante del término.^^

26. Platón, República, 4 868 6 -13, 519 87-C 7, 5 2 0 6 4 - 5 2 1 8 1 1 , 6 1 9 8 7 - d i;


Fedón, 82a lo - c i; Teeteto, 174 34-8 6; Las leyes, 804b 5-ci. En cuanto al
206 Capítulo IV

Sea cual sea éste, tanto la manifiesta dependencia de la


vida filosófica en la ciudad como el apego natural del
hombre por el hombre, y en concreto por sus congéneres
más próximos, ya se caractericen éstos por su «buena na­
turaleza» o se trate de filósofos en potencia, obliga al filó­
sofo a descender de nuevo a la caverna, esto es, a preocu­
parse por las cuestiones de la ciudad, tanto de forma
directa como indirecta. Al descender a la caverna, el filó­
sofo admite que lo que intrínsecamente o por naturaleza
ocupa una categoría superior no es lo más urgente para el
hombre, un ser en esencia «intermedio», situado entre los
brutos y los dioses. En su intento por guiar la ciudad, el fi­
lósofo sabe de antemano que, para servir de ayuda o re­
portar beneficios a la ciudad, los requisitos del saber
deben disminuirse o diluirse. Si dichos requisitos son idén­
ticos al derecho natural o la ley natural, el derecho natural
o la ley natural debe diluirse para que sea compatible con
los requisitos de la ciudad. La ciudad precisa que el saber
se reconcilie con el consentimiento. Pero admitir la necesi­
dad del consentimiento, esto es, del consentimiento de los
imprudentes, equivale a admitir un derecho de impruden­
cia, es decir, un derecho irracional, si bien inevitable. La
vida civil precisa de un compromiso fundamental entre el
saber y la insensatez, lo que implica un compromiso entre
el derecho natural que se discierne por medio de la razón

problema de la relación entre la justicia y eros, es preciso comparar el Gorgias


con el Fedón en su conjunto. David Grene trató de realizar un estudio en este
sentido en Man in His Pride: A Study in the Political Philosophy o f Thucydi­
des and Plato, Chicago University Press, 19 50, pp. 13 7 - 14 6 (véase Social Re­
search, 19 5 1, pp. 394-397)- Aristóteles, Etica a Nicómano, 117 7 3 2 5 - 3 4 ,
b i6 - i8 , i x j S a ^ - h z i ; Ética a Eudemo, 12 4 8 8 10 -12 4 9 8 2 5 . Compárese Polí­
tica, 13 2 5 8 2 4 -3 0 , con el paralelismo existente entre la justicia del individuo
y la justicia de la ciudad en la República. Cicerón, D e officiis, i, 28; iil,
1 3 - 1 7 ; De re publica, 1, 28; De finibus, lii, 48; iv , 22; véase también De re
publica, V I , 29 con 11 1, 1 1 ; Tomás de Aquino, Summa theologica, n , i, qu.
58, a. 4-5.
E l derecho natural clásico zoj

O del entendimiento y el derecho basado simplemente en


la opinión. La vida civil precisa de la disolución del dere­
cho natural por el derecho meramente convencional. El
derecho natural podría convertirse en dinamita en manos
de la sociedad civil. En otras palabras, lo bueno sin más,
lo que es bueno por naturaleza y que se opone radical­
mente a lo ancestral, debe transformarse en lo bueno polí­
ticamente, que es, por así decirlo, el cociente de lo bueno
sin más y lo ancestral: lo bueno políticamente es lo que
«elimina una gran parte del mal sin alterar una gran parte
del prejuicio». En esta necesidad se basa en parte la nece­
sidad de la inexactitud en cuestiones políticas y morales. -7
La idea de que el derecho natural debe diluirse para ser
compatible con la sociedad civil consituye la base filosófica
de la última distinción entre el derecho natural inicial y el
derecho natural secundario.^® Dicha distinción se vincula­
ba con la idea de que el derecho natural inicial, que excluye
la propiedad privada y otras características básicas de la
sociedad civil, pertenecía al estado de inocencia original
del hombre, mientras que eí derecho natmal secundario se
hace preciso después de que el hombre se haya corrompi­
do, como remedio a su corrupción. No debemos pasar por
alto, sin embargo, la diferencia entre la idea de que el dere­
cho natural debe diluirse y la idea de un derecho natural se­
cundario. Si los principios válidos en una sociedad civil se
basan en el derecho natural diluido, resultan mucho menos
venerables que si se consideran fruto del derecho natural
secundario, esto es, establecidos por imposición divina e
inspiradores por ello de un deber absoluto para los hom­
bres perdidos. Sólo en el último de los casos la justicia es in-

27. Platón, República, 414 8 8 -4 1505 (véase 3 3 1C I-3 ), 5 0 13 9 -0 2 (véase 500C2-


d 8 y 484c 8-d 3 ); Las leyes, 7 3 9 ,7 5 7a 5-7 58a 2; Cicerón, De re publica, 11,5 7 .
28. Véase R, Stintzing, Geschichte der deutschen Rechtswissenshaft, i, Mú-
nich y Leipzig, 1880, pp. 302 y ss., 307, 3 7 1; véase también, por ejemplo,
Hooker, Laws o f Ecclesiastical Polity, vol. i, cap. x , sec. 13 .
2o8 Capítulo IV

dudablemente buena, tal como se considera por lo general.


Sólo en el último de los casos el derecho natural en el senti­
do estricto del término o el derecho natural primario deja
de ser dinamita para la sociedad civil.
Cicerón ha plasmado en sus escritos, en concreto en el
tercer volumen de su obra De re publica y en los primeros
dos volúmenes de Las leyes, una versión moderada de la
doctrina estoica original sobre la ley natural. En su pre­
sentación apenas quedan indicios de la relación entre es­
toicismo y cinismo. La ley natural tal y como la presenta
Cicerón no parece tener que diluirse para ser compatible
con la sociedad civil; parece encontrarse en armonía natu­
ral con la sociedad civil. En consecuencia, lo que uno se
siente tentado a denominar la «doctrina ciceroniana de la
ley natural» se aproxima más a lo que en la actualidad al­
gunos eruditos consideran como la doctrina premoderna
típica del derecho natural que cualquier doctrina anterior
de la que no tenemos más que fragmentos. Resulta, por
tanto, de cierta importancia que no se malinterprete la ac­
titud de Cicerón bacia esta doctrina en c u e stió n . ^9
En Las leyes, obra en la que Cicerón y sus compañeros
buscan la sombra y en la que el propio Cicerón presenta la
doctrina estoica de la ley natural, el autor deja ver su in-
certidumbre sobre la verdad de dicha doctrina. No es de
extrañar. La doctrina estoica de la ley natural está basada
en la doctrina de la providencia divina y en la teleología
antropocéntrica. En su obra De natura deorum. Cicerón
somete dicha doctrina teolégica-teleológica a una durísi­
ma crítica, que concluye con la imposibilidad de aceptarla
como algo más que una mera aproximación a la verdad.
En Las leyes acepta asimismo la doctrina estoica del pre­
sentimiento (que entronca con la doctrina estoica de la
providencia), mientras que en el segundo volumen de su

29. Véase, por ejemplo. D e finibus, il l , 64-67.


E l derecho natural clásico 209

obra De divinatione muestra su oposición bacia ella. Uno


de los interlocutores en Las leyes es Atico, un amigo de
Cicerón que aprueba la doctrina estoica de la ley natural
pero que, al tratarse de un epicúreo, no puede haberla ad­
mitido por considerarla verdadera ni en su calidad de pen­
sador; más bien la aprueba como ciudadano romano y
más concretamente como partidario de la aristocracia,
por considerarla políticamente saludable. Resulta lógico
suponer que la aceptación al parecer incondicional de Ci­
cerón de la doctrina estoica de la ley natural tiene la mis­
ma motivación que la de Ático. El propio Cicerón recono­
ce haber escrito diálogos para no mostrar sus opiniones
reales de forma demasiado abierta. Después de todo, era
un escéptico de la Academia y no un estoico. Y el pensa­
dor de quien afirmaba ser discípulo y al que más admira­
ba era el propio Platón, el fundador de la Academia. Lo
menos que debe decirse es que Cicerón no consideraba
como claramente verdadera la doctrina estoica de la ley
natural, en tanto que va más allá que la doctrina de Platón
sobre el derecho natural.3°
En De re publica, en la que los interlocutores buscan el
sol y que se reconoce como una imitación libre de la Re­
pública de Platón, la doctrina estoica del derecho natural,
o la defensa de la justicia (es decir, la prueba de que la jus­
ticia es buena por naturaleza), no la presenta el protago­
nista. Escipión, quien ocupa en la versión de Cicerón el lu­
gar que Sócrates ocupa en la obra de Platón, está
completamente convencido de la insignificancia de todas
las cuestiones humanas y, por tanto, anhela disfrutar de la
vida contemplativa tras la muerte. Esta versión de la doc­
trina estoica de la ley natural -la versión exotérica- que se

30. Las leyes, i, 15 , 18 -19 , 2 1-2 2 , 25, 32, 35, 37-39, 54, 56; li, 14 , 32-34,
38-39; I I I , I, 2Ó, 37; De re publica, i i , 28; i v , 4; De natura deorum, 11, 13 3
ss.; I I I , 66 ss., 95; De divinatione, 11, 70 ss.; De officiis, i , 22; De finibus, i l ,
45; Tuse, disp., V , I I . Compárese la n o t a 24 c o n cap. l i i , n o t a 22.
2 10 Capitulo IV

encuentra en perfecta armonía con los principios de la so­


ciedad civil, es confiada a Laelio, quien recela de la filoso­
fía en el sentido amplio y estricto dei término y se halla
completamente afianzado a la tierra, en Roma; aparece
sentado en el centro, a imagen y semejanza de la tierra.
-Laelio liega al punto de no encontrar dificultad alguna
para reconciliar la ley natural con los principios del Impe­
rio Romano en particular. Escipión, sin embargo, expone
ia doctrina estoica de la ley natural tal y como se definía
en sus orígenes, es decir, incompatible con los principios
de la sociedad civil. Asimismo, explica los métodos coer­
citivos y engañosos que se emplearon para hacer de Roma
una gran ciudad: el régimen romano, considerado el me­
jor régimen existente, no es simplemente justo. Escipión
parece sugerir pues que «la ley natural» sobre la base de la
cual puede actuar la sociedad civil es, en realidad, la ley
natural diluida por un principio inferior. El argumento en
contra del carácter natural del derecho es expuesto por Fi­
lón, un escéptico de la Academia, como el propio Cice­
rón. 32 Constituye por tanto un error considerar a Cicerón
partidario de la doctrina estoica de la ley natural.
Para retomar de nuevo la doctrina aristotélica del dere­
cho natural, debemos señalar ante todo que el único trata­
miento temático del derecho natural que es, sin duda, pro­
pio de Aristóteles y que expresa su visión apenas ocupa
una página de la Etica a Nicómano. Además, el pasaje es
de lo más esquivo, pues no cuenta con un solo ejemplo que
ilustre lo que es correcto por naturaleza. Con todo, se pue­
de afirmar lo siguiente: según Aristóteles, no existe una
desproporción fundamental entre el derecho natural y los
requisitos de la sociedad política, ni hay una necesidad

31. De re publica, i , 1 8 - 1 9 , 2 6 - 2 8 , 3 0 , 5 6 - 5 7 ; i i i , 8 -9 ; i v , 4 ; v i , 1 7 - 1 8 ; véase


II, 4 , 1 2 , 1 5 , 2 0 , 2 2 , 2 6 - 2 7 , 3 1 , 5 3 , co n I, 6 2 ; l i l , 2 0 - 2 2 , 2 4 , 3 1 , 3 5 - 3 6 ;
véase.tam bién De finibus, i l , 5 9 .
E l derecho natural clásico Z ll

esencial de diluir el derecho natural. En este sentido, al


igual que en muchos otros, Aristóteles se opone a la locura
divina de Platón y, por anticipado, a las paradojas de los
estoicos, con el espíritu de su sobriedad sin par. Nos da a
entender que un derecho que forzosamente trasciende de
la sociedad política no puede constituir el derecho natural
del hombre, pues éste es por naturaleza un ser político.
Platón nunca debate ningún tema -ya se trate de la ciudad,
los cielos o los números- sin tener en cuenta la cuestión so­
crática elemental, «¿cuál es el modo de vida correcto?» Y
el modo de vida correcto no resulta ser otro que la vida fi­
losófica. Platón acaba por definir el derecho natural con
referencia directa al hecho de que la única vida que es justa
sin más es la vida del filósofo. Por su parte, Aristóteles
aborda por separado cada uno de los diversos niveles de
los seres, y en concreto cada nivel de la vida humana, en
sus propios términos. Cuando trata el tema de la justicia,
habla de justicia como si todo el mundo la conociera y tai
como se entiende en la vida política, y se niega a dejarse
arrastrar por la vorágine dialéctica que nos lleva más allá
de la justicia en el sentido normal del término y nos acerca
a la vida filosófica. No es que niegue el derecho final de di­
cho proceso dialéctico o la tensión entre los requisitos de la
filosofía y los de la ciudad; sabe que el mejor régimen per­
tenece a una época totalmente distinta que la de la filosofía
plenamente desarrollada. No obstante, supone que las eta­
pas intermedias de dicho proceso, aunque no sean del todo
coherentes, son lo bastante coherentes para todo fin prác­
tico. Bien es cierto que dichas etapas sólo pueden existir en
el crepúsculo, razón suficiente, sin embargo, para que el
analista - y en concreto el analista cuyo principal interés se
centra en la dirección de las acciones humanas- las deje en
dicha fase. En el crepúsculo que se considera esencial para
la vida humana sólo por ser humana, la justicia que puede
llegar a darse en las ciudades resulta ser una justicia perfec­
2 12 Capítulo IV

ta e indudablemente buena; no bay necesidad de diluir el


derecho natural. Aristóteles afirma, por tanto, que el dere­
cho natural es una parte más del derecho político, lo que
no significa que no exista o haya existido fuera de la ciu­
dad o antes de su fundación. Dejando al margen las rela­
ciones entre padres e hijos, la relación de justicia que resul­
ta de dos completos desconocidos que se encuentran en
una isla desierta no deriva de la justicia política ni tampo­
co viene determinada por naturaleza. Lo que sugiere Aris­
tóteles es que la forma plenamente desarrollada del dere­
cho natural es aquella que se da entre conciudadanos; sólo
entre conciudadanos alcanzan las relaciones que tienen
que ver con el derecho o la justicia su máxima profundidad
y, sin duda, su pleno desarrollo.
El segundo argumento de Aristóteles respecto ai dere­
cho natural -un argumento mucho más sorprendente que
ei primero - se basa en que todo derecho natural es varia­
ble. Según Santo Tomás de Aquino, dicha afirmación debe
entenderse con una salvedad: los principios del derecho
natural, los axiomas de los que derivan las normas más es­
pecíficas del derecho natural, son universalmente válidas e
inmutables; lo único mutable son las normas más específi­
cas (como, por ejemplo, la norma de devolver las fianzas).
La interpretación tomista está relacionada con la visión de
que existe un habitus de principios prácticos, un habitus
que denomina «conciencia» o, para ser más exactos, syn~
deresis. Los propios términos muestran que dicha visión es
ajena a Aristóteles; tiene un origen patristico. Aristóteles
afirma además de forma explícita que todo derecho -de
ahí también todo derecho natural- es variable, una afir­
mación que no modifica de ningún modo. Exis­
te una interpretación medieval alternativa de la doctrina
de Aristóteles, a saber, la visión averroísta, o dicho en tér­
minos más precisos, la visión característica de los falasifa
(es decir, de los aristotélicos islámicos), así como de los
E l derecho natural clásico 213

aristotélicos judíos. Dicha visión fue expuesta dentro del


mundo cristiano por parte de Marsilio de Padua y proba­
blemente de otros averroístas cristianos y latinos. Según
Averroes, Aristóteles entiende por derecho natural «dere­
cho natural legal». O, como afirma Marsilio, el derecho
natural es sólo cuasi natural; de hecho, depende de la insti­
tución o convención humana; no obstante, se distingue del
mero derecho positivo por el hecho de que se basa en la
convención ubicua. En todas las sociedades civiles se desa­
rrollan por fuerza las mismas normas amplias de lo que
constituye la justicia. Dichas normas determinan los requi­
sitos mínimos de la sociedad; corresponden en términos
generales a la Segunda Tabla del Decálogo pero incluyen el
mandamiento del culto divino. Pese al hecho de parecer
evidentem.ente necesarias y gozar de reconocimiento uni­
versal, resultan convencionales por la siguiente razón: la
sociedad civil es incompatible con las normas inmutables,
por básicas que éstas sean, pues en según qué circunstan­
cias puede ser necesario hacer caso omiso de dichas nor­
mas para preservar la sociedad; sin embargo, por razones
pedagógicas, la sociedad debe presentar como umversal­
mente válidas ciertas normas consideradas por lo general
válidas. Dado que normalmente rigen estas normas en
cuestión, toda doctrina social proclama estas normas y no
las contadas excepciones. La eficacia de las normas gene­
rales depende de su enseñanza sin reservas, sin dudas no
resueltas. Pero la omisión de las reservas que confiere a las
normas mayor eficacia, las hace asimismo falsas. Las nor­
mas incondicionales no son propias del derecho natural
sino del derecho c o n v e n c i o n a l . 3- Esta visión del derecho
natural comulga con la de Aristóteles en tanto que admite
la mutabilidad de todas las normas de la justicia. Sin em-

3 2 . V é a se L. S trauss, Persecution and the Art o f Writing, G len co e, Free


P ress, 1 9 5 2 , p p . 9 5 - 1 4 1 .
214 Capítulo IV

bargo, difiere de la doctrina aristotélica en que implica el


rechazo del derecho natural propiamente dicho. ¿Cómo
vamos a encontrar pues una vía de encuentro segura entre
estos dos formidables oponentes como Averroes y Santo
Tomás de Aquino?
Uno se ve tentado a formular la siguiente sugerencia: al
hablar de derecho natural, Aristóteles piensa ante todo no
en proposiciones generales sino más bien en decisiones
concretas. Toda acción guarda relación con situaciones
determinadas, de ahí que la justicia y el derecho natural
residan, por así decirlo, en decisiones concretas antes que
en normas generales. En la mayoría de los casos resulta
más fácil ver con claridad que el acto de matar en cuestión
es justo que discernir entre asesinatos justos e injustos.
Una ley que resuelve con justicia un problema concreto en
un país y en una época determinados puede considerarse
justa a un nivel superior que cualquier norma general de
la ley natural que, debido a su generalidad, puede impedir
tomar una decisión justa en un caso dado. En todo con­
flicto humano existe la posibilidad de tomar una decisión
justa sobre la base de una consideración plena de todas las
circunstancias, una decisión que exige la situación. El de­
recho natural consiste en dichas decisiones. Por tanto, el
derecho natural entendido de este modo es obviamente
mutable. Aun así, no se puede negar que en toda decisión
concreta se suponen y se dan por sentado ciertos princi­
pios generales. Aristóteles reconocía la existencia de di­
chos principios, como en el caso de aquellos principios
que exponía al hablar de justicia «conmutativa» y «distri­
butiva». Asimismo, su debate sobre el carácter natural de
la ciudad (un debate que aborda las cuestiones de princi­
pio que plantea el anarquismo y el pacifismo), por no
mencionar su debate sobre la esclavitud, constituye un in­
tento de establecer los principios del derecho. Dichos
principios parecen ser universalmente válidos o inaltera-
E l derecho natural clásico 2 15

bles. ¿A qué se refiere pues Aristóteles al decir que todo


derecho natural es variable.^ ¿O por qué el derecho natu­
ral reside en el fondo en decisiones concretas y no en nor­
mas generales.^
Existe un significado de justicia que no está agotado
por los principios de la justicia conmutativa y distributiva
en particular. Antes de ser justo desde el punto de vista
conmutativo y distributivo, lo justo es el bien común. El
bien común consiste normalmente en los requisitos de la
justicia conmutativa o distributiva, o de otros principios
morales de este tipo, o en lo que es compatible con dichos
requisitos. Pero el bien común comprende asimismo la
mera existencia, la mera supervivencia, la mera indepen­
dencia de la comunidad política en cuestión. Considere­
mos como una situación extrema aquella en la que está en
juego la existencia o independencia misma de una socie­
dad. En situaciones extremas pueden darse conflictos en­
tre lo que exige la propia conservación de la sociedad y los
requisitos de la justicia conmutativa y distributiva. En di­
chas situaciones, y sólo en dichas situaciones, se puede de­
cir con razón que la seguridad pública constituye la ley su­
prema. Una sociedad decente se guardará de emprender la
guerra salvo por una causa justa. Pero lo que haga duran­
te la guerra dependerá hasta cierto punto de lo que el ene­
migo -posiblemente un adversario salvaje carente de
escrúpulos- le obligue a hacer. No existen límites que pue­
dan definirse de antemano, no se pueden asignar límites a
lo que puede llegar a convertirse simplemente en represa­
lias. La guerra, no obstante, proyecta su sombra sobre la
paz. La sociedad más justa no puede sobrevivir sin «inteli­
gencia», es decir, sin espionaje. Y el espionaje es imposible
sin la suspensión de ciertas normas del derecho natural.
Pero sobre las sociedades no sólo se ciernen las amenazas
procedentes del exterior. Las consideraciones aplicables a
los enemigos de fuera bien pueden aplicarse a los elemen­
z i6 Capítulo IV

tos subversivos existentes dentro de la sociedad. Pero de­


jemos estas tristes exigencias cubiertas con el velo con el
que se ban tapado debidamente. Bastará con repetir que
en situaciones extremas las normas por lo general válidas
del derecho natural se alteran con razón, o conforme al
derecho natural; las excepciones son tan justas como las
normas. Y Aristóteles parece sugerir que no existe una
sola norma, por básica que sea, que no esté sujeta a la ex­
cepción. Se podría decir que en todos los casos debe prefe­
rirse el bien común al bien privado y que esta norma está
exenta de excepciones. Sin embargo, dicha norma no dis­
pone más que la observancia de la justicia, y nuestro em­
peño se centra en saber qué es lo que requiere la justicia o
el bien común. Al sostener que en situaciones extremas la
seguridad pública es la ley suprema, se supone que la se­
guridad pública no constituye la ley suprema en circuns­
tancias normales; en circunstancias normales las leyes su­
premas corresponden a las normas comunes de la justicia.
La justicia cuenta con dos principios distintos o con dos
clases de principios: por un lado, ios requisitos de la segu­
ridad pública, o lo que se hace preciso en situaciones ex­
tremas para preservar la mera existencia o independencia
de la sociedad y, por otro lado, las normas de la justicia en
su sentido más preciso. Pero no existe principio alguno
que defina con claridad en qué tipo de casos tiene priori­
dad la seguridad pública, y en qué tipo de casos tienen
prioridad las normas precisas de la justicia, puesto que no
es posible definir con precisión lo que constituye una si­
tuación extrema en contraposición a una situación nor­
mal. Todo amenaza externa o interna es ficticia en la me­
dida en que es capaz de transformar en una situación
extrema io que, sobre la base de la experiencia previa, po­
dría considerarse de forma razonable como una situación
normal. El derecho natural debe tener un carácter muta­
ble para ser capaz de hacer frente a la inventiva de la ini-
EI derech o naturai clásico 2 17

quidad. Lo que no se puede decidir con antelación por


medio de las normas universales, lo que sólo pueden deci­
dir en el momento crítico los hombres de estado más com­
petentes y reflexivos en el terreno, puede hacerse visible
como justo, retrospectivamente, a todos; el discernimien­
to objetivo entre las acciones extremas que fueron justas y
las acciones extremas que fueron injustas es uno de los de­
beres más nobles del historiador. 33
Es importante entender con claridad la diferencia entre
la doctrina aristotélica sobre el derecho natural y el ma­
quiavelismo. Maquiavelo rechaza el derecho natural, pues
se orienta por medio de las situaciones extremas en las
que las exigencias de la justicia se reducen a los requisitos
de la necesidad, no por medio de las situaciones normales
en las que las exigencias de la justicia en su sentido estric­
to representan la ley suprema. Además, no debe superar la
reticencia con respecto a las desviaciones de lo que es nor­
malmente correcto. Por el contrario, parece regocijarse
sobremanera con la contemplación de dichas desviacio­
nes, y no muestra el más mínimo interés en el análisis pun­
tual acerca de si es realmente necesaria o no una desvia­
ción determinada. Por otro lado, el verdadero argumento
de la doctrina aristotélica toma como referencia la situa­
ción normal y lo que es normalmente correcto, y muestra
su reticencia a desviarse de lo que se considera normal­
mente correcto sólo para defender la causa de la justicia y
a la propia humanidad. No es posible encontrar una ex­
presión legal que defina esta diferencia. Su importancia
política resulta obvia. Los dos extremos opuestos, que en
la actualidad reciben el nombre de «cinismo» e «idealis­
mo», respectivamente, se combinan con el fin de difumi-

33- Por lo que se refiere a otros principios del derecho reconocidos por parte
de Aristóteles, bastará con señalar que, a su juicio, el hombre incapaz de inte­
grarse en la sociedad civil no debe considerarse necesariamente una persona
anormal; por el contrario, puede tratarse de un ser humano superior.
218 Capítulo IV

nar dicha diferencia. Y, como todo el mundo puede ver,


han logrado su objetivo.
La variabilidad de Ias exigencias de esa justicia que los
hombres pueden practicar fue reconocida no sólo por
Aristóteles sino también por Platón. Ambos evitaron el
Escila del «absolutismo» y el Caribdis del «relativismo»
al sostener una visión que nos podríamos aventurar a ex­
presar de la siguiente manera: existe una jerarquía de fines
universalmente válida, sin embargo, no existen normas de
acción universalmente válidas. Para no repetir lo mencio­
nado con anterioridad, al decidir que debe hacerse, es de­
cir, que debe hacer este individuo {o este grupo de indivi­
duos) en una situación concreta, debe tenerse en cuenta
no sólo cuáles de los diversos objetivos en juego pertene­
cen a una categoría superior sino también cuál es más ur­
gente dadas las circunstancias. Lo más urgente tiene pre­
ferencia legítimamente frente a lo menos urgente, aunque
lo más urgente ocupe en la mayoría de los casos un nivel
inferior a lo menos urgente. Pero no se puede formular
una norma universal en la que el orden establecido se en­
cuentre supeditado a la urgencia, pues es nuestro deber
llevar a cabo la más elevada de las actividades, en la medi­
da de nuestras posibilidades, lo más urgente o lo más ne­
cesario. Y el esfuerzo máximo que se puede esperar de
cada cual varía necesariamente de una persona a otra. El
único criterio universalmente válido es la jerarquía de fi­
nes. Basta con este criterio para emitir un juicio crítico so­
bre el nivel de nobleza de los individuos y los grupos y de
las acciones y las instituciones. Pero no basta con este cri­
terio para guiar nuestras acciones.
La doctrina tomista del derecho natural o, para expre­
sarlo en términos más generales, de la ley natural se ve li­
bre de las vacilaciones y ambigüedades que caracterizan
las doctrinas, no sólo de Platón y Cicerón, sino también
de Aristóteles. En términos de claridad y de noble senci-
E l derecho natural clásico Z19

Hez supera incluso a la moderada doctrina estoica de la ley


natural. Disipa todas las dudas, no sólo con respecto a la
armonía básica entre el derecho natural y la sociedad ci­
vil, sino también por lo que se refiere al carácter inmuta­
ble de las proposiciones fundamentales de la ley natural;
los principios de la ley moral, especialmente tal como se
formulan en la Segunda Tabla del Decálogo, no están su­
jetos a excepción alguna, de no darse posiblemente la in­
tervención divina. La doctrina de synderesis o de la con­
ciencia explica por qué motivo la ley natural puede ser
promulgada debidamente a todos los hombres y con ello
ser universalmente obligatoria. Resulta lógico suponer
que estos profundos cambios se debieran a la influencia
de la creencia en la revelación bíblica. Si se demostrara la
certeza de este supuesto, nos veríamos obligados a pre­
guntarnos, sin embargo, si la ley natural tal como la en­
tiende Santo Tomás de Aquino es en rigor la ley natural, a
saber, una ley accesible para la mente humana por sí sola,
para la mente humana no iluminada por la revelación
divina. Esta duda se ve intensificada por la siguiente con­
sideración: la ley natural que resulta accesible para la
mente humana y que en su sentido estricto se ocupa prin­
cipalmente de dictar acciones está relacionada con el fin
natural del hombre, o se basa en él; se trata de un fin do­
ble, que aspira tanto a la perfección moral como a la per­
fección intelectual; la perfección intelectual reviste una
dignidad superior que la perfección moral; pero la perfec­
ción intelectual o el saber, como sabe la razón humana por
sí sola, no precisa de la virtud moral. Santo Tomás de
Aquino resuelve dicha dificultad al sostener prácticamen­
te que, de acuerdo con la razón natural, el fin natural del
hombre es insuficiente, o que apunta más allá de sí mismo
o, para ser más exactos, que el fin del hombre no puede
consistir en la investigación filosófica, por no mencionar
la actividad política. La razón natural da origen de este
220 Capítulo IV

modo a una suposición en favor de la ley divina, que com­


pleta o perfecciona la ley natural. En cualquier caso, de la
doctrina tomista sobre la ley natural se infiere la conclu­
sión final de que la ley natural es prácticamente insepara­
ble no sólo de la teología natural -es decir, de una teología
natural que descansa, de becbo, sobre la base de la creen­
cia en la revelación divina- sino incluso de la teología re­
velada. La ley natural moderna surgió en parte como
reacción a esta absorción de la ley natural por parte de la
teología. Los esfuerzos realizados en ía época moderna se
basaron en parte en la premisa -que babría contado con
la aceptación de los clásicos- según la cual los principios
morales se manifiestan con mayor claridad que las doctri­
nas relativas incluso a la teología natural y, por tanto, que
la ley natural o el derecho natural debería mantenerse al
margen de la teología y sus controversias. El segundo as­
pecto relevante en el que el pensamiento político moderno
retorna a los clásicos en oposición a la doctrina tomista se
pone de manifiesto a través de temas tales como la indiso­
lubilidad del matrimonio y el control de natalidad. Una
obra como E l espíritu de las leyes de Montesquieu se pue­
de malinterpretar si no se tiene en cuenta el hecho de que
está dirigida contra la doctrina tomista del derecho natu­
ral. Montesquieu intentó recobrar para el arte de gober­
nar una libertad que se había visto limitada de forma con­
siderable por la doctrina tomista. La intención de los
pensamientos personales de Montesquieu siempre será
objeto de controversia. Sin embargo, puede afirmarse con
absoluta certeza que lo que expone a través de su doctri­
na, como experto en política y hombre justo y razonable
desde el punto de vista político, se halla más próximo a
los clásicos que a Santo Tomás de Aquino.
E l derecho natural moderno: Hobbes zzi

CAPÍTULO V

El derecho natural moderno

El más célebre e influyente de los modernos maestros del


derecho natural fue John Locke. Sin embargo, hoy nos re­
sulta especialmente difícil discernir cuán moderno es su
pensamiento y en qué medida se aparta de la tradición del
derecho natural. Dueño de una proverbial prudencia,
Locke cosechaba en abundancia los frutos de dicha vir­
tud: era escuchado por muchos y ejercía una extraordina­
ria influencia en los hombres de negocios y en una amplia
corriente de opinión. Pero prudente es aquel que sabe
cuándo hablar y cuándo callar. Consciente de ello, Locke
tuvo la sensatez de citar tan sólo a los escritores conve­
nientes y de guardar silencio respecto a los que no lo eran,
aunque en última instancia tenía más en común con estos
últimos que con los primeros. Parecía ampararse en la
autoridad de Richard Hooker, el gran teólogo anglicano
que se distinguió por lo elevado de sus sentimientos y su
sobriedad, «el juicioso Hooker», como se complace en
llamarle Locke, siguiendo el ejemplo de otros que le pre­
cedieron. Ahora bien, Hooker poseía una concepción to­
mista del derecho natural, y ésta se remonta a los Padres
de la Iglesia. Estos, a su vez, eran discípulos de los estoi­
cos, es decir, de los discípulos de los discípulos de Sócra­
tes. Al parecer nos enfrentamos, pues, a una tradición
ininterrumpida de perfecta respetabilidad que se extiende
desde Sócrates hasta Locke. Sin embargo, en el momento
en que nos tomamos la molestia de comparar las enseñan­
zas de Locke en su conjunto con las enseñanzas de Hoo­
ker en su conjunto, nos percatamos de que, pese a la exis­
222 Capítulo V

tencia de cierto consenso entre ambos, la concepción del


derecho natural de Locke es esencialmente distinta de la
de Hooker. Entre uno y otro, la noción de derecho natural
había experimentado un cambio fundamental que se tra­
dujo en una ruptura en la tradición iusnaturalista, lo cual
no debe sorprender a nadie. En el período de tiempo que
separa las vidas de Hooker y LoCke, el mundo había asis­
tido al advenimiento de la ciencia natural moderna y la
ciencia natural no teleológica y, por tanto, a la destruc­
ción de la base del derecho natural moderno. El primer
hombre que extrajo las consecuencias para el derecho na­
tural de este decisivo cambio fue Thomas Hobbes, ese ex­
tremista imprudente, provocador e iconoclasta, el primer
filósofo plebeyo, cuya lectura nos sigue resultando tan
placentera debido a su franqueza casi pueril, su humani­
dad a toda prueba y su maravillosa combinación de fuer­
za y claridad. Hobbes fue merecidamente castigado por su
temeridad, sobre todo entre sus compatriotas. No obstan­
te, ejerció una enorme influencia en todas las corrientes
de pensamiento político que a continuación surgieron en
Europa continental e incluso en Inglaterra, sobre todo en
Locke, el juicioso Locke, que -haciendo honor a su apela­
tivo- se abstuvo tanto como pudo de mencionar el «nom­
bre justamente denostado» de Hobbes. A Hobbes debemos
remitirnos, pues, si deseamos comprender el carácter es­
pecífico del derecho natural moderno.

1 . Hobbes

Thomas Hobbes se veía a sí mismo como el fundador de


la filosofía política o ciencia política. No ignoraba, claro
está, que el gran honor que reclamaba para sí mismo ha­
bía sido atribuido anteriormente, casi por consenso uni­
versal, a Sócrates. Tampoco se le permitió olvidar el hecho
E l derecho natural moderno: Eíobbes 223

notorio de que la tradición inaugurada por Sócrates se­


guía gozando de muy buena salud en la época que le tocó
vivir. Pero estaba seguro de que la filosofía política tradi­
cional «tenía más de ensueño que de ciencia».
Los estudiosos de hoy no se dejan impresionar por la
pretensión de Hobbes y señalan la gran deuda que tenía
para con la tradición que tanto menospreció. Algunos
llegan casi a sugerir que Hobbes fue uno de los últimos es­
colásticos. Para evitar que los árboles nos impidan ver el
bosque, trataremos de reducir por un momento los signifi­
cativos resultados de la polimatía de nuestros días a una
sola oración. Hobbes estaba en deuda con la tradición por
una sola pero trascendental noción: daba por hecho que la 1
filosofía política o ciencia política es posible o necesaria. J
Para entender la asombrosa pretensión de Hobbes de­
bemos conceder una atención proporcional a su enfático
rechazo de la tradición, por un lado, y a su conformidad
casi silenciosa con la misma por otro. A tal fin, conviene
en primer lugar que identifiquemos la tradición o, por de­
cirlo de modo más preciso, que veamos la tradición tal
como la veía Hobbes, tratando de olvidar por un instante
cómo se presenta ésta a los ojos del historiador actual.
Hobbes menciona por sus nombres a los siguientes re­
presentantes de la tradición: Sócrates, Platón, Aristóteles,
Cicerón, Séneca, Tácito y Plutarco.^ En su pensamiento,
identifica tácitamente la tradición de la filosofía política
con una tradición concreta cuyas premisas fundamentales
pueden expresarse en los siguientes términos: lo noble y lo
justo se diferencian claramente de lo agradable y son por

1. Elements o f Law , ep. ded.; i, i , sec. i ; 1 3 , sec. i . De corpore, ep. ded.;


De cive, ep. ded. y Prefacio; Opera latina, I, p. x c . Leviatán, caps, x x x i (241)
y X V I (438). En las citas del Leviatán los números entre paréntesis indican las
páginas correspondientes a la edición de «Blackwells’s Political Texts».
2. De cive. Prefacio, y x ii, 3; Opera Latina, 358-359.
2Z4 Capítulo V

naturaleza, preferibles esto último. Dicho de otro modo,


existe un derecho natural completamente independiente
de todo acuerdo o convención humanos, es decir, existe
un orden político mejor que cualquier otro, y es ei mejor
porque es acorde con ia naturaleza. Hobbes identifica la
filosofía política tradicional con la búsqueda en pos del
mejor sistema político posible o del orden social sencilla­
mente justo, y por tanto la identifica con una búsqueda
que es política no sólo porque trata de cuestiones políticas
sino, por encima de todo, porque es impulsada por un es­
píritu político. Identifica la filosofía política tradicional
con esa particular tradición que poseía un espíritu público
o -por emplear un término algo laxo, qué duda cabe, pero
todavía hoy fácilmente inteligible- que era «idealista».
Al hablar de los primeros filósofos políticos, Hobbes se
abstiene de mencionar la tradición cuyos más célebres ex­
ponentes se podrían considerar «los sofistas», Epicuro y
Carnéades. A su modo de entender, ia tradición antiidea­
lista sencillamente no existía en cuanto tradición de la fi­
losofía política, pues ignoraba el concepto mismo de filo­
sofía política tal como la entendía Hobbes. En efecto, se
ocupaba de la naturaleza de las cuestiones políticas y en
especial de la justicia. Se planteaba asimismo la cuestión
de la vida justa del individuo y, por tanto, se planteaba
también si éste podía utilizar la sociedad civil - o cómo
podía utilizarla- para alcanzar sus objetivos particulares
no políticos, es decir, para su comodidad o gloria. Pero no
era una tradición política, ni alentada por un espíritu pú­
blico. Su objetivo no era servir de guía de los estadistas al
tiempo que ensanchaba sus miras. No cultivaba el interés
por el orden justo de la sociedad como algo intrínseca­
mente válido o bueno.
Al establecer implícitamente un paralelismo entre la fi­
losofía política tradicional y la tradición idealista, Hobbes
expresa su acuerdo tácito con la perspectiva idealista de la
E l derecho natural moderno: Hobbes 225

función o el alcance de la filosofía política. Al igual que


hiciera Cicerón antes que él, se une a Catón en contra de
Carnéades. Hobbes presenta su nueva doctrina como el
primer tratamiento verdaderamente científico o filosófico
de las leyes naturales y coincide con la tradición socrática
en sostener que la filosofía política se ocupa del derecho
natural. Pretende demostrar «qué es la ley, al igual que
han hecho Platón, Aristóteles y Cicerón, entre otros». No
se refiere a Protágoras, Epicuro ni Carnéades. Teme que
su Leviatán pueda evocar en sus lectores el recuerdo de la
República de Platón. A nadie se le ocurriría comparar el
Leviatán con el De rerum natura de Lucrecio. 3
Hobbes rechaza la tradición idealista partiendo de un
acuerdo esencial con dicha tradición. Se propone realizar
de forma adecuada lo que la tradición socrática realizó de
forma totalmente inadecuada. Se propone triunfar allí
donde la tradición socrática había fracasado. Hobbes
atribuye dicho fracaso a un error fundamental: la filosofía
política tradicional dio por supuesto que el hombre es por
naturaleza un animal político o social. Al rechazar este su­
puesto, Hobbes se une a la tradición epicúrea y acepta la
noción de que el hombre es por naturaleza u originalmen­
te un animal apolítico e incluso asocial, así como la premi­
sa de que lo bueno y lo agradable son conceptos funda­
mentalmente idénticos.4 Sin embargo, Hobbes utiliza esta
perspectiva apolítica con una finalidad política, la dota de

3. Eléments, ep. ded.; Leviatán, caps, xv {94-95), xxvi (172), xxxi (241),
XVI (437-438).
4. De cive, i, 2; Leviatán, cap. v i (33). Hobbes habla con mayor énfasis de la
autoconservación que del placer, por io que parece hallarse más cerca de los
estoicos que de los epicúreos. Hobbes pone el acento en la autoconservación
porque el placer es una «apariencia» cuya realidad subyacente es «tan sólo
movimiento», mientras que el instinto de conservación pertenece al ámbito
no sólo de la «apariencia», sino también del «movimiento» (véase Spinoza,
Ética, I I I , 9 scholio, y 1 1 scholio). El hecho de que Hobbes conceda mayor
protagonismo a la autoconservación que al placer se debe, pues, a su noción
zz6 Capítulo V

significado político en un intento por introducir el espíritu


del idealismo político en la tradición hedonista, convir­
tiéndose así en el creador del hedonismo político, doctrina
que ha revolucionado la vida humana por doquier y a una
escala que ninguna otra doctrina ha podido superar hasta
la fecha.
Edmund Burke supo entender muy bien la capital
transformación impulsada por Hobbes:

La audacia no era en tiempos pasados el rasgo distintivo de los


ateos como tales. De hecho, casi podría decirse que pecaban de lo
contrario; solían ser como ios viejos epicúreos, una estirpe más
bien poco emprendedora. De un tiempo a esta parte, sin embargo,
se han vuelto activos, maquinadores, turbulentos y sediciosos.5

El ateísmo político es un fenómeno claramente moder­


no. Ningún ateo premoderno ponía en duda que la vida
social requería la creencia y la adoración de un Dios o dio­
ses. Si no nos dejamos engañar por fenómenos de natura­
leza efímera, nos percataremos de que el ateísmo político
y el hedonismo político van unidos, puesto que brotaron
al mismo tiempo y en la misma mente.
Al tratar de comprender la filosofía política de Hobbes
no podemos perder de vista su concepción de la filoso­
fía natural, que podemos incluir en la corriente tradi­
cionalmente representada por la física democrítica-epicú-
rea, pese a que, en opinión de Hobbes, «el mejor de los
filósofos de la Antigüedad» no era ni Epicúreo ni Demó-
crito, sino Platón. Lo que aprendió de la filosofía natural
platónica no fue que el universo no puede ser comprendi-

de la naturaleza y de la ciencia natural. Su motivación es, por consiguiente,


totalmente distinta de la que sustenta la perspectiva estoica, aparentemente
idéntica.
5- Thoughts on French Affairs, en Works o f Edm und Burke, Bohn’s Stan­
dard Library, vol. in , p. 377.
E l derecho natural moderno: Hobbes 227

do a menos que sea gobernado por la inteligencia divina.


Fueran cuales fuesen las convicciones personales de Hob­
bes, su filosofía natural es tan atea como la física epicúrea.
Lo que aprendió de la filosofía natural de Platón fue que la
matemática es «la madre de toda ciencia natural».^ Por
tratarse de una doctrina a un tiempo matemática y mate-
rialista-mecanicista, la filosofía natural de Hobbes es una
combinación de física platónica y física epicúrea. Desde
este punto de vista, la filosofía o ciencia premoderna en su
conjunto «tenía más de ensueño que de ciencia» precisa­
mente porque no había contemplado dicha combinación.
De la filosofía de Hobbes en su conjunto puede decirse que
es el ejemplo paradigmático de la moderna fusión de un
idealismo político y una visión global materialista o atea.
Las posturas inicialmente incompatibles entre sí pue­
den combinarse de dos formas distintas. La primera se
traduce en el compromiso ecléctico que permanece en el
mismo plano que las posturas iniciales. La segunda es la
vía de la síntesis, que se hace posible gracias a una transi­
ción del pensamiento, del plano de las posturas iniciales a
otro plano completamente distinto. La combinación lle-^
vada a cabo por Hobbes es una síntesis. Tal vez no fuera']
consciente de que estaba integrando dos tradiciones "¿i. ^
opuestas, pero sí lo era de que su pensamiento presuponíaTJj Q/
una ruptura radical con todo el pensamiento tradicional,
o el abandono del plano en que el «platonismo» y el «epi­
cureismo» libraban su secular combate.
Al igual que sus más ilustres contemporáneos, Hobbes
se sentía abrumado o eufórico por la noción compartida
del total fracaso de la filosofía tradicional. Una ojeada a
las controversias del presente y del pasado les bastó para
convencerlos de que la filosofía, o la búsqueda de la sabi­
duría, no había triunfado en su pretensión de transfor-

6. Leviatán, cap. x v i (438); English Works, v ii, 346.


zz8 Capítulo V

marse en sabiduría. Según ellos, había llegado el momen­


to de llevar a cabo esa transformación aplazada. Para
triunfar allí donde la tradición ha fracasado, conviene em­
pezar por reflexionar acerca de las condiciones que deben
cumplirse para que la sabiduría se convierta en una reali­
dad: debemos empezar por reflexionar sobre el método
adecuado. El propósito de estas reflexiones no era otro
que asegurar la transformación de la sabiduría en una rea­
lidad.
El fracaso de la filosofía tradicional se hacía más paten­
te que nunca en el hecho de que la filosofía dogmática
siempre se había hecho acompañar, como si de su sombra
se tratara, por la filosofía escéptica. El dogmatismo jamás
hasta entonces había logrado derrotar al escepticismo de
forma ineqmVoca. Garantizar la transformación de la sa­
biduría en una realidad significa erradicar el escepticismo
haciendo justicia a la verdad encarnada en el escepticis­
mo. Para alcanzar este objetivo uno debe, en primer lugar,
dar rienda suelta al escepticismo llevado a su grado extre­
mo: lo que sobreviva a las arremetidas del más acerbo es­
cepticismo será la base incontestable de la sabiduría. La
transformación de la sabiduría en una realidad es equipa­
rable a la construcción de un edificio dogmático total­
mente fiable sobre la base del escepticismo extremo.7
El experimento con el escepticismo extremo surgió,
pues, al hilo de la anticipación de un nuevo tipo de dog­
matismo. Hasta entonces, de entre todas las búsquedas
científicas conocidas, sólo la matemática había llegado a
buen puerto. La nueva filosofía dogmática debía, por tan­
to, construirse sobre el modelo de la matemática. El mero
hecho de que el único conocimiento incontestable dispo­
nible no se ocupara de los fines humanos sino que «con-

7. Compárese la coincidencia de Hobbes con la tesis de la primera de las Me­


ditaciones de Descartes.
E l derecho natural moderno: Hobbes 2.Z9

siste tan sólo en comparar cifras y movimientos» alimen­


taba un prejuicio en contra de toda perspectiva teleológi-
ca, o lo que es lo mismo, a favor de la perspectiva mecani-
cista 3 Quizás fuera más exacto afirmar que este becbo
sólo vino a fortalecer un prejuicio ya existente, pues es
probable que lo más importante en la mente de Hobbes
fuera el vislumbre, no de una nueva clase de filosofía o
ciencia, sino de un universo que se compone exclusiva­
mente de cuerpos físicos y sus movimientos sin finalidad
específica. El fracaso de la tradición filosófica predomi­
nante podía relacionarse directamente con la dificultad a
la que se enfrenta toda forma de física teleológica, y en
este contexto surgió con bastante naturalidad la sospecha
de que, debido a presiones sociales de índole diversa, el
enfoque mecanicista jamás había tenido una verdadera
oportunidad de demostrar sus virtudes. Pero precisa­
mente porque su interés se centraba en un enfoque meca­
nicista, Hobbes se vio, dadas las circunstancias, inevita­
blemente abocado a la concepción de una filosofía dog­
mática basada en el escepticismo extremo. No en vano
había aprendido de maestros como Platón o Aristóteles
que, si el universo posee el carácter que le atribuyó la físi­
ca democrítico-epicúrea, queda excluida la posibilidad de
cualquier tipo de física o ciencia. En otras palabras, dicho
materialismo sin fisuras desemboca forzosamente en el es­
cepticismo. El «materialismo científico» jamás sería posi­
ble a menos que se lograra asegurar primero la viabilidad
de la ciencia frente al escepticismo que engendra el mate­
rialismo. Sólo la rebelión anticipada en contra de un uni­
verso entendido exclusivamente desde el punto de vista
materialista haría posible la ciencia en dicho universo. Se
hacía necesario descubrir o inventar una isla exenta del

8. Elements, ep. ded. y i, 13 , sec. 4; D e cive, ep. ded.; Leviatán, cap. x i (68);
véase Spinoza, Etica, 1, Apéndice.
230 Capítulo V

flujo de la causalidad mecánica. Hobbes hubo de conside­


rar ia posibilidad de una isla natural, puesto que el con­
cepto de mente incorpórea quedaba fuera de cuestión. Por
otra parte, lo que había aprendido de Platón y Aristóteles
lo había llevado a comprender que la mente corpórea,
compuesta de partículas muy suaves y redondas con las
que Epicuro se daba por satisfecho, era una solución ina- ^
decuada. Se vio obligado a preguntarse si en el universo
no habría cabida para una isla artificial, una isla que ha-
bría de crear la ciencia.
La respuesta vino sugerida por el hecho de que la mate-
mática -e l modelo de la nueva filosofía- había resistido a u
la ofensiva del escepticismo sometiéndose a una transfor- ‘
mación o interpretación específica. Para «evitar los repa- \^
ros de los escépticos» frente a «la tan renombrada eviden-
cia de la geometría [...] he creído necesario expresar en J
mis definiciones los movimientos que dibujan o describen k
las líneas, superficies, sólidos y figuras». En términos ge- J
nerales, puede afirmarse que sólo poseemos certeza abso- , ^
luta o conocimiento científico de aquellos ma|étQ^ cuya
causa somos nosotros, o cuya construcción está en nues­
tro poder o depende de nuestra voluntad arbitraria. Si
constara de un solo paso que no estuviera sometido a
nuestra supervisión, ia construcción no estaría del todo en
nuestro poder. La construcción debe ser el resultado de un
proceso consciente; no podemos saber una verdad cientí­
fica si, al mismo tiempo, no sabemos que nosotros somos
sus creadores. La construcción no estaría del todo en
nuestro poder si hiciera uso de cualquier asunto o elemen­
to que no sea en sí mismo una construcción nuestra. El
mundo de nuestras construcciones no guarda ningún
enigma para nosotros porque somos su única causa y, por
tanto, tenemos perfecto conocimiento de su causa. La
causa del mundo de nuestras construcciones no tiene nin­
guna otra causa, una causa que no se halle, o no se halle
E l derecho natural moderno: Hobbes 231

del todo, en nuestras manos. El mundo de nuestras cons­


trucciones tiene un comienzo absoluto, lo que equivale a
decir que es una creación en el sentido estricto de la pala­
bra. El mundo de nuestras construcciones es, por tanto, la
tan anhelada isla exenta del flujo ciego y arbitrario de
la causalidad.9 El descubrimiento o invención de dicha
isla parecía garantizar la viabilidad de una filosofía o
ciencia materialista y mecanicista, sin que ello le obligara
a uno a asumir la existencia de un alma o una mente irre­
ducible a la condición de materia trasladada. A la larga,
dicho descubrimiento o invención hizo posible una acti­
tud de neutralidad o indiferencia hacia el secular conflicto
entre materialismo y espiritualismo. Eíobbes ardía en de­
seos de convertirse en un materialista «metafísico», pero
hubo de conformarse con un materialismo «metódico».

9. English Works, v i i, 17 9 ss.; De homine, x , 4-5; De cive, x v ii l , 4, y x v il,


28; De corpore, x x v , i ; Elements, ed. Toennies, p. 16 8 ; cuarta objeción a las
Meditaciones de Descartes. La dificultad a la que se enfrenta la visión hobbe­
siana de la ciencia queda patente en el hecho de que, en palabras del propio
Hobbes, toda filosofía o ciencia «entreteje consecuencias» (véase Leviatán,
cap. ix) aunque parte de «experiencias» {De cive, x v ii , 12 ), es decir, que la fi­
losofía o la ciencia dependen en última instancia no de lo que se construye,
sino de lo que viene dado. Hobbes trató de solucionar este escollo establecien­
do la distinción entre las ciencias propiamente dichas, que son estrictamente
constructivas o demostrativas (matemática, cinemática y ciencia política) y la
física, a la que atribuye un rango inferior {De corpore, x x v , i ; De homine, x,
5). Esta solución crea una nueva dificultad, ya que la ciencia política presupo­
ne el estudio científico de la naturaleza del hombre, que es una parte de la físi­
ca {Leviatán, cap. ix , en ambas versiones; De homine, ep. ded.; De corpore,
V I , 6). Al parecer, Hobbes trató de esquivar este nuevo escollo de la manera
que sigue: dos son los métodos que permiten conocer las causas de los fenó­
menos políticos. Uno consiste en descender de los fenómenos más generales
(la naturaleza del movimiento, la naturaleza de los seres vivos, la naturaleza
del hombre) a dichas causas. El otro consiste en ascender desde los propios fe­
nómenos políticos, tal como los conocemos a través de la experiencia, hasta
las mismas causas {De corpore, v i, 7). En todo caso, Hobbes se encargó de
subrayar que la ciencia política puede basarse o consistir en la «experiencia»
frente a las «demostraciones» {De homine, ep. ded.; De cive. Prefacio; Levia­
tán, Introducción y cap. x x x ii, inicio).
232 ^ Capítulo V ■'■

Sólo entendemos lo que hacemos. Puesto que no hace­


mos a los seres naturales, éstos son, estrictamente hablan­
do, ininteligibles. Según Hobbes, este hecho es perfecta­
mente compatible con la viabilidad de la ciencia natural,
pero nos lleva a la conclusión de que la ciencia natural es y
siempre será fundamentalmente hipotética, pese a lo cual
es cuanto necesitamos para convertirnos en amos y seño­
res de la naturaleza. Sin embargo, por mucho que ei hom­
bre triunfe en su conquista de la naturaleza, jamás podrá
llegar a entenderla. El universo siempre seguirá siendo
completamente enigmático. Es este hecho el que, en últi­
ma instancia, explica la persistencia del escepticismo y io
justifica hasta cierto punto. El sentimiento escéptico es la
consecuencia inevitable del carácter ininteligible del uni­
verso o de la creencia infundada en su inteligibilidad. En
otras palabras, puesto que las cosas naturales son intrín­
secamente misteriosas, el conocimiento o certeza engen­
drado por la naturaleza es a la fuerza imposible de demos­
trar. El conocimiento basado en el funcionamiento
natural de la mente humana se halla necesariamente ex­
puesto a la duda. Esto explica la ruptura de Hobbes res­
pecto al nominalismo premoderno, ya que los partida­
rios de dicha doctrina tenían fe en el funcionamiento na­
tural de la mente humana, fe que se traducía de modo es­
pecialmente evidente en el dogma natura occulte operatur
in universalibus, o lo que es lo mismo, las «anticipacio­
nes» en virtud de las cuales nos orientamos en la vida coti­
diana y en la ciencia son producto de la naturaleza. Desde
el punto de vista de Hobbes, el origen natural de los uni­
versales o de las anticipaciones constituía una razón de
peso para abandonarlos en favor «herramientas intelec­
tuales» artificiales. No existe^rm onía natural alguna en­
tre la mente humana y el universo.
Puesto que la sabiduría es equiparable a una construc­
ción libre, el hombre puede garantizar su transformación
E l derecho natural moderno: Hobbes 233

en una realidad. Sin embargo, si el universo es inteligible,


la sabiduría no puede ser una construcción libre. El hom­
bre puede garantizar la realización de la sabiduría, no a
pesar de, sino debido al hecho de que el universo es ininte­
ligible. El hombre sólo puede ser soberano porque no
existe ningún soporte cósmico para su humanidad. Sólo
puede ser soberano porque es un completo extraño en el
universo. Sólo puede ser soberano porque se ve obligado a
serlo. Puesto que el universo es ininteligible, y puesto que
el control de la naturaleza no implica la comprensión de la
misma, no existe límite conocido a su conquista de la na­
turaleza. No tiene nada que perder excepto sus propias
cadenas y, a lo que alcanzan sus entendederas, puede tener
mucho que ganar. No obstante, lo cierto es que la condi­
ción natural del hombre es el sufrimiento. La visión soña­
da de la «ciudad del hombre», que habrá de levantarse so­
bre las ruinas de la ciudad de Dios, no es más que una
esperanza infundada.
Hoy, nos resulta difícil comprender que Hobbes pudie­
ra albergar tanta esperanza cuando eran tantos los moti­
vos para la desesperación. De alguna forma la experiencia
-a sí como la legítima anticipación- de progresos inaudi­
tos en ámbitos que permanecen sujetos al control huma­
no, io habrá vuelto insensible al «eterno silencio de los es­
pacios infinitos» y a las grietas de los moenia mundi. En
su descargo debemos añadir que la larga cadena de des­
engaños a los que se han tenido que enfrentar las gene­
raciones subsiguientes no han bastado para extinguir la
esperanza que encendieron él y sus más ilustres contem­
poráneos. Menos aún han contribuido dichos desengaños
a derribar los muros que Hobbes levantó como si con
ellos pretendiera limitar su propia visión. Cierto es que las
construcciones conscientes han sido reemplazadas por el
imprevisible engranaje de la «Historia», pero la «Histo­
ria» limita nuestra visión del mismo modo en que las cons­
234 Capítulo V

trucciones conscientes limitaban la visión de Hobbes:


también la «Historia» cumple la función de realzar la
condición del bombre y de su «mundo» enajenándolo del
todo o de la eternidad/® En última instancia, esta limita­
ción típicamente moderna se traduce en la sugerencia de
que el más elevado de todos los principios -aquel que, en
cuanto tal, no guarda relación alguna con la posible causa
o causas del conjunto - es el misterioso fundamento de la
«Historia» y que, por tratarse de algo consustancial al
bombre y exclusivo de él, se encuentra tan lejos de ser
eterna que es coetánea de la historia humana.
Pero volviendo a Hobbes, su noción de filosofía o cien­
cia hunde sus raíces en la convicción de que no es posible
enhebrar una cosmología teleológica y en la percepción
de que la cosmología mecanicista no logra satisfacer el re­
quisito de la inteligibilidad. Su respuesta al problema es

lo . Para ilustrar este concepto pueden resultar útiles dos citas extraídas de la
obra de sendos autores que pertenecen a campos opuestos pero a la misma fa­
milia espiritual. Según afirma Friedrich Engels en su Ludwigh Feuerbach und
der Ausgang der deutschen klassischen Philosophie, «nichts besteht vor [der
dialektischen Philosophie] als der ununterbrochene Prozess des Werdens und
Vergehens, des Aufsteigens ohne Ende vom Niedern zum Höhern [...] Wir
brauchen hier nicht auf die Frage einzugehn, ob diese Anschauungsweise
durchaus mit dem jetzigen Stand der Naturwissenschaft stimmt, die der Exis­
tenz der Erde selbst ein mögliches, ihrer Bewohnbarkeit aber ein ziemlich si­
cheres Ende vorhersagt, die also auch der Menschegeschichte nicht nur einen
aufsteigenden, sondern auch einen absteigenden Ast zuerkennt. Wir befinden
uns jedenfalls noch ziemlich weit von dem Wendepunkt». En la obra Die Sage
von Tanaquil de J .J . Bachofen se lee: «Der Orient huldigt dem Naturstand­
punkt, der Occident ersetzt ihn durch den geschichtlichen [...] Man könnte
sich versucht fúhlen, in dieser Unterordnung der göttlichen unter die menchli-
che Idee die letzte Stufe des Abfalls von einem früheren erhabeneren Stand­
punkte zu erkennen [...] Und dennoch enthält dieser Rückgang den Keim zu
einem sehr wichtigen Fortschritt. Denn als solchen haben wir jede Befreiung
unseres Geistes aus den lähmenden Fesseln einer kosmisch-physischen Le­
bensbetrachtung anzusehen [...] Wenn der Etrusker bekümmerten Sinnes an
die Endlichkeit seines Stammes glaubt, so freut der Römer sich der Ewigkeit
seines Staates, an welcher zu zweifeln er gar nicht fähig ist» (las cursivas no fi­
guran en los textos originales).
cTx.. KJX Í^^LC$t-Q.~TA
/G O O r -Y i„ C ^ c^ - L a .a 4 - < ^ sp . 'i.«v-vG^_CUc-^< ù , f : T / c i
*5. . i N ■ - (
El derecho natural moderno: Hobbes 235

que la finalidad o finalidades sin cuyo concurso ningún


fenómeno puede ser comprendido no son necesariamente
inherentes al fenómeno; el fin inherente al interés por el
conocimiento es cuanto basta. El conocimiento en cuanto
fin cumple el indispensable principio teleológico. No la
nueva cosmología mecanicista, sino lo que más tarde
pasó a denominarse «epistemología», se convierte así en
el sustituto de la cosmología teleológica. Sin embargo, el
conocimiento no puede seguir siendo la finalidad si el
todo resulta sencillamente ininteligible: scientia propter
potentiamH^ Toda inteligibilidad o todo significado posee
su raíz última en las necesidades humanas. La finalidad, o
la finalidad más acuciante planteada por el deseo huma­
no, es el más elevado de todos los principios, el principio
organizador. Sin embargo, si el bien humano se convierte
en el más elevado de los principios, la ciencia política o
ciencia social se convierte en la clase de conocimiento
más importante, tal como había vaticinado Aristóteles.
En palabras de Hobbes: «Dignissima certe scientiarum
haec ipsa est, quae ad Principes pertinent, hominesque in
regendo genero humano occupatos»,^^ No podemos,
pues, limitarnos a afirmar que Hobbes coincide con la
tradición idealista en io tocante a la función y alcance de
la filosofía política. Sus expectativas respecto a la filoso­
fía política son incomparablemente superiores a las de los
clásicos. Ningún sueño cipiónico iluminado por una no­
ción verdadera del todo recuerda a sus lectores la postre­
ra futilidad de cuanto pueda hacer el hombre. Hobbes es,

1 1 . De corpore, l, 6. El abandono de la primacía de la contemplación o teo­


ría a favor de la primacía de la práctica es la consecuencia obligada del aban­
dono del plano en el que el platonismo y el epicureismo habían librado su dis­
puta, pues la síntesis de ambas doctrinas depende de la noción de que
entender es hacer.
12 . Ética a Nicómano, 1 14 13 2 0 - 2 2 ; De cive. Prefacio; véase Opera latina,
I V , 487-488: la única parte seria de la filosofía es la filosofía política.
u
I lP (f'.-O,. ¿G^'S'6«»'-''^«<v C~€f'^-''~T{i

-7' í Capítulo V

en efecto, el fundador de la filosofía política entendida


como tal.

Había sido Maquiavelo, ese gran explorador de nuevos f


horizontes, quien babía descubierto el continente sobre el
que Hobbes podía erigir su edificio. Al tratar de compren­
der el pensamiento de Maquiavelo, conviene recordar la
máxima que la inspiración de Marlovye babría de atri­
buirle: «Tengo para mí [...] que no existe más pecado que
la ignorancia», que casi podría considerarse una defini­
ción del filósofo. Además, ninguna voz autorizada ba osa­
do jamás poner en duda que el estudio de los asuntos polí­
ticos realizado por Maquiavelo estuviera imbuido de un
espíritu público. Siendo como era un filósofo inspirado
por espíritu público, retomó la tradición del idealismo po­
lítico, pero combinó la noción idealista de la nobleza con­
sustancial al arte de gobernar con un enfoque antiidealista
si no del conjunto, si en todo caso de los orígenes de la hu­
manidad o de la sociedad civil.
La admiración que Maquiavelo profesaba por la prácti­
ca política de la Antigüedad clásica -y en especial de la
Roma republicana- es tan sólo la otra cara de su rechazo
de la filosofía política clásica. La rechazaba por conside­
rar que la filosofía política clásica - y por tanto toda la tra­
dición de la filosofía política, en el sentido más amplio del
término- era del todo inútil. El principal punto de refe­
rencia de la filosofía política clásica era la pregunta:
¿cómo debe vivir el hombre.^ Según Maquiavelo, la res­
puesta correcta a la cuestión de la organización justa de la
sociedad es la que se desprende de la pregunta ¿cómo vi­
ven, de hecho, los hombres de hoy.^ La rebelión «realista»
de Maquiavelo en contra de la tradición llevó a la sustitu­
ción de la excelencia humana, o más concretamente, de la
virtud moral y la vida contemplativa, por el patriotismo o
la virtud meramente política, lo que implicaba rebajar de-
E l derecho natural moderno: Hobbes 23 7

liberadamente las más altas aspiraciones del hombre. Esta


mermia del objetivo respondía a la voluntad de incremen­
tar las probabilidades de concretizarlo. Al igual que Hob­
bes acabaría abandonando más tarde el significado ori­
ginal de la sabiduría a fin de garantizar la realización de
la misma, Maquiavelo abandonó el significado original
de sociedad justa o vida buena. Lo que ocurriría con estas
inclinaciones naturales del hombre o del alma humana
que sencillamente trascendían el listón rebajado carecía
de importancia para Maquiavelo. Hacía caso omiso de
ellas. Limitó su horizonte con el fin de obtener resultados.
Por lo que respecta al poder del azar, la Fortuna se le pre­
sentaba como una mujer cuya voluntad cede ante el hom­
bre adecuado: en otras palabras, es posible conquistar el
azar.
Maquiavelo justificó su exigencia de una filosofía polí­
tica «realista» valiéndose de una reflexión sobre los ci­
mientos de la sociedad civil, es decir, una reflexión que en
última instancia apela al todo en cuyo seno vive el hom­
bre. No existe ningún superhombre, ninguna base natural
de la justicia. Todas las cosas humanas fluctúan demasia­
do para permitir la sujeción de las mismas a los principios
estables de la justicia. La necesidad, más que el propósito
moral, determina, en cada caso, la vía de acción pertinen­
te. Así, pues, la sociedad civil no puede aspirar siquiera a
ser justa. Toda forma de legitimidad hunde sus raíces en la
ilegitimidad; todo orden social o moral ha sido estableci­
do con el apoyo de medios moralmente cuestionables. La
sociedad civil no es hija de la justicia, sino de la injusticia.
El acto fundacional de la más célebre de todas las comuni­
dades fue un fratricidio. La justicia, en cualquiera de sus
sentidos, sólo es posible tras el establecimiento de un or­
den social; la justicia, en cualquiera de sus sentidos, sólo
es posible en el seno de un orden creado por el hombre.
Sin embargo, la fundación de ia sociedad civil, el caso su­
238 Capítulo V

premo en política, se ve reflejado, en el seno de esa misma


sociedad, en todos los casos extremos. Maquiavelo toma
sus puntos de referencia no tanto de cómo viven ios hom­
bres sino del caso extremo, pues cree que éste dice más
acerca de las raíces de la sociedad civil - y por tanto de su
verdadera naturaleza- que el caso n orm al. ^3 La raíz o cau­
sa efectiva ocupa el lugar de la finalidad o el propósito.
Fue la dificultad que entrañaba la sustitución de la vir­
tud meramente política por la virtud moral, o la dificultad
que entrañaba la admiración de Maquiavelo por las lupi­
nas prácticas políticas de la Roma republicana^ lo que in­
dujo a Hobbes a intentar restaurar los principios morales
de la política, es decir, del derecho natural, .'.iii abandonar
el plano del «realismo» maquiavébno. Al acometer dicha
empresa, era consciente del hecho de que el hombre no
puede garantizar la consecución de un orden social justo
si carece de la certeza o el conocimiento exacto o científi­
co del orden social justo y de las condiciones necesarias
para la concretización del mismo. Así pues, lo que Hob­
bes se propuso en primer lugar fue una deducción riguro­
sa de la ley natural o moral. A fin de evitar «los reparos de
los escépticos», la ley natural debía hacerse independiente
de toda forma de «anticipación» natural y, por tanto, del
consensus g e n t i u m La tradición predominante había
definido la ley natural con la mirada puesta en la finalidad
o la perfección del hombre como animal racional y social.
Lo que Hobbes trató de hacer sobre la base de la funda­
mental objeción maquiavélica a las utópicas enseñanzas
de la tradición fue conservar la idea de la ley natural pero
divorciándola de la idea de la perfección humana; sólo si
la ley natural puede ser deducida de cómo viven realmen-

13 . Véase Bacon, Advancement o f Learning, Everyman’s Library, pp. 70-71.


14 . De cive, ep. ded.
15 . Ibidem, l l , I .
E l derecho natural moderno: Hobbes 2 39

te los hombres -de la más poderosa de las fuerzas que, de


hecho, determina la acción de todos los hombres, o de ia
mayoría de los hombres la mayor parte del tiempo- será
válida o tendrá algún valor práctico. Los cimientos del de­
recho natural no deben buscarse en el fin de la existencia
humana hombre, sino en sus comienzos, en la prima na­
turae o, mejor dicho, en la primum naturae. La fuerza más
poderosa que mueve a la mayoría de los hombres la ma­
yor parte del tiemipo no es la razón, sino la pasión. Par­
tiendo de esta premisa, se desprende que el derecho natu­
ral no será válido si los principios que lo sostienen
despiertan los recelos de ia pasión o son incompatibles
con ella. ^7 £1 derecho natural debe deducirse de la más po­
derosa de todas las pasiones.
Pero la más poderosa de todas las pasiones será un he­
cho natural, y no debemos dar por hecho que existe una
base natural para la justicia o para lo que es humano en el
hombre. ¿O es que acaso existe una pasión, o un objeto de
pasión, en cierto sentido antinatural, capaz de borrar la lí­
nea que separa lo natural de lo no natural, que sea, por así
decirlo, ei status evanescendi de la naturaleza y, por consi­
guiente, un posible origen para la conquista de la natura­
leza, o lo que es lo mismo, de la libertad? La más podero­
sa de todas las pasiones es el temor a la muerte y, más
concretamente, a una muerte violenta a manos de terce­
ros. No la naturaleza, sino «ese terrible enemigo de la na-

16 . En el subtítulo del Leviatán (The Matter, Form and Power o f a Com­


monwealth), no hay mención alguna al fin. Véase también lo dicho por Hob­
bes sobre su método en el prefacio a De cive. En él, sostiene que dedujo el fin
del principio. De hecho, sin embargo, lo que hace es dar el fin por sentado,
pues descubre el principio analizando la naturaleza y los asuntos humanos
con la vista puesta en ese mismo fin, la paz (véase D e cive, i, i, y Leviatán,
cap. X I , principio). Paralelamente, en su análisis del derecho o la justicia,
Hobbes da por sentada la noción de justicia generalmente aceptada (De cive,
ep. ded.).
17 . Elements, ep. ded.
Z 4 Í3 Capítulo V

turaleza, la muerte», en la medida en que el hombre puede


hacer algo al respecto, es decir, en la medida en que pue­
de evitarla o vengarla, es la que, en última instancia, guía
nuestras acciones/^ La muerte ocupa el lugar del telos o,
por conservar la ambigüedad del pensamiento hobbesia­
no, digamos que el temor a una muerte violenta es la
máxima expresión del más poderoso y fundamental de to­
dos los deseos naturales, el deseo inicial, el deseo de con­
servación de la propia vida.
Si partimos, pues, de la premisa de que el derecho natu­
ral debe emanar del deseo de conservación de la propia
vida o, dicho de otro modo, si el deseo de conservación de
la propia vida es la única base de toda forma de justicia y
moralidad, el hecho moral fundamental no es un deber,
sino un derecho; todos los deberes se derivan del derecho
fundamental e inalienable a la conservación de la propia
vida. No existen, pues, deberes absolutos o incondiciona­
les, sino que los deberes sólo son vinculantes en la medida
en que su cumplimiento no ponga en peligro nuestra su­
pervivencia. Sólo el derecho a la conservación de la propia
vida es incondicional o absoluto. Por naturaleza, existe un
solo derecho perfecto y ningún deber perfecto. La ley de la
naturaleza, que formula los deberes naturales del hombre,
no es una ley propiamente dicha. Puesto que el hecho mo­
ral fundamental y absoluto es un derecho y no un deber, la
función y los límites de la sociedad civil deben ser defini­
dos en los términos propios del derecho natural del hom­
bre, y no en los términos de su deber natural. El Estado
tiene el cometido no de producir o fomentar la vida vir­
tuosa, sino de salvaguardar el derecho natural de cada
hombre. Y el poder del Estado encuentra su limitación ab-

i8 . Ibidem, i, 14 , sec. 6; D e cive, ep. ded., r, 7; iii, 3 1 ; Leviatán, caps, x iv


(92), X X V I I {197). Habría que partir de este punto para comprender el papel
de la narrativa detectivesca en la orientación moral de nuestros días.
E l derecho natural moderno: Hobbes 241

soluta en ese mismo derecho natural, y en ningún otro he­


cho moral/9 Si entendemos por liberalismo la doctrina
política que contempla los derechos - y no los deberes- del
hombre como el hecho político fundamental y que identi­
fica la función del Estado con la protección o la salva­
guarda de dichos derechos, debemos reconocer a Hobbes
como el fundador del liberalismo.
Al transplantar la ley natural al terreno de Maquiavelo,
Hobbes dio origen, qué duda cabe, a un tipo de doctrina
política completamente nuevo. Las doctrinas iusnaturalis-
tas premodernas hablaban de los deberes del hombre y
apenas si había cabida en ellas para sus derechos, invaria­
blemente concebidos como algo derivado de los propios
deberes. Como se ha destacado en numerosas ocasiones, a
lo largo de los siglos x v ii y x v iii la cuestión de los dere­
chos recibió una atención que jamás hasta entonces había
merecido; de hecho, podría decirse que el debate en torno
a los derechos naturales pasó a centrar el interés que antes
copaban ios deberes naturales.^® Pero los cambios cuanti­
tativos en esta materia sólo se hacen inteligibles cuando se
contemplan a la luz de un cambio cualitativo fundamen­
tal, por no decir que sólo son posibles si primero se produ­
ce un cambio cualitativo fundamental. El cambio funda­
mental que supone pasar de un enfoque basado en los
deberes naturales a otro que se basa en los derechos natu­
rales encuentra su más clara y contundente expresión en
las enseñanzas de Hobbes, que no dudó en convertir un

19 . De cive, 11, 10 (final), 18 -19 ; m , 14 , 2 1, 27 y n., 33; v i, 13 ; x iv , 3; Le­


viatán, caps. XIV (84, 86-87), XXI (14 2-14 3), XXVIII (2 0 2 ) ,x x x ii (243).
20. Véanse Otto von Gierke, The Development o f Political Theory, Nueva
York, 19 39 , pp. 108 , 322, 352; y J.N . Figgis, The Divine Right o f Kings,
Cambridge, University Press, 19 34 , pp. 2 2 1-2 2 3 . Para Kant el hecho mismo
de que la filosofía moral se conozca como la doctrina de los deberes y no la
doctrina de los derechos constituye en sí un motivo de debate (véase Me-
taphysik der Sitten, Vorlaender, p. 45).
242 Capítulo V

t derecho natural incondicional en la base de todos los de­


beres naturales, convirtiendo así los deberes en algo mera­
mente condicional. Hobbes es la referencia clásica y el
fundador de la moderna doctrina del derecho natural. El
profundo cambio al que bemos aludido puede relacionar­
se directamente con el interés de Hobbes por hallar una
garantía humana de la consecución del orden social justo,
es decir, con su intención «realista». La consecución de un
orden social definido a partir de los deberes del hombre es
algo necesariamente incierto e incluso improbable, que
bien pudiera antojársenos utópico. No así el orden social
definido a partir de los derechos del hombre, puesto que
éstos son la expresión manifiesta de un deseo común a to­
das las personas, al margen de cualquier otra considera­
ción. Dichos derechos consagran el interés personal de to­
dos y cada uno de nosotros, tal como lo vemos o nos lo
pueden hacer ver fácilmente. Se puede confiar más en ver
a un hombre defendiendo susMcrechos que cumpliendo
sus deberes. En palabras de Burke;'«El breve catecismo de
los derechos del hombre prnnto^Se aprende, y las inferen­
cias se hallan en las pasiones».R especto a la formula­
ción clásica de Hobbes, podemos añadir que sus premisas
se hallan ya implícitas en las pasiones. Para dotar de efec­
tividad al derecho natural moderno se requiere una labor
de explicación y divulgación, más que de exhortación mo­
ral. A la luz de este dato es posible comprender el hecho,
repetidamente constatado, de que en el período moderno
la ley natural ha ido adquiriendo un protagonismo cre­
ciente en cuanto fuerza revolucionaria. Este hecho es con­
secuencia directa del cambio fundamental que alteró el
carácter mismo de la doctrina del derecho natural.
La tradición a la que se enfrentó Hobbes daba por he­
cho que el hombre no puede alcanzar la perfección de su

21. Thoughts on French Affairs, p. 36y.


E l derecho natural moderno: Hobbes 24 3

naturaleza si no es en el seno de la sociedad civil y a través


de ella, de lo cual se deduce que la sociedad civil es ante­
rior al individuo. Fue esta premisa la que alimentó la
creencia de que el hecho moral primario es el deber y no
los derechos. Sería imposible afirmar la primacía de los
derechos naturales sin afirmar que el individuo es, en
todos los sentidos, anterior a la sociedad civil; todos los
derechos de la sociedad civil o del soberano dimanan de de­
rechos que en su origen pertenecían al in d iv id u o .E l in­
dividuo como tal, es decir, al margen de sus cualidades - y
no sólo, como sostenía Aristóteles, el hombre que está por
encima de sus congéneres- debía ser concebido como algo
esencialmente completo e independiente de la sociedad ci­
vil. Este punto de vista queda implícito en la noción de
que existe un estado de naturaleza previo a la sociedad ci­
vil. Según Rosseau, «todos los filósofos que han examina­
do los cimientos de la sociedad civil han sentido la necesi­
dad de remontarse al estado de naturaleza». Bien es cierto
que la búsqueda de un orden social justo es inseparable de
la reflexión sobre ios orígenes de la sociedad civil o sobre
la vida prepolítica del hombre. Sin embargo, la identifica­
ción de la vida prepolítica del hombre con el «estado de
naturaleza» es un punto de vista específir-'^, ningún
modo compartido por «todos» los filósofos políticos. Fue
Eíobbes quien convirtió el estado de naturaleza en un
tema esencial de la filosofía política, y aun así casi pidió
disculpas por emplear dicho término. Fue a partir de
Eíobbes que la doctrina filosófica iusnaturalista se convir­
tió esencialmente en una doctrina del estado de naturale­
za. Con anterioridad, el término «estado de naturaleza»
era más propio de la teología cristiana que de la filosofía
política. El estado de naturaleza se distinguía en especial
del estado de gracia y se subdividia en el estado de natura-

22. D e cive, v i, 5-7; Leviatán, caps, x v ii i ( 11 3 ) , x x v ii i (202-203).


\ 244 : Capítulo V

leza pura y el estado de naturaleza caída. Hobbes hizo


caso omiso de esta subdivisión y reemplazó el estado de
gracia por el estado de sociedad civil. De esta forma nega­
ba, si no el propio hecho, sí en cierta medida la importan­
cia de la Caída. En consonancia con este enfoque, afirmó
que para poner remedio a las deficiencias o «inconvenien­
tes» del estado de naturaleza no se necesita la gracia divi­
na, sino la forma adecuada de gobierno humano. Esta
implicación antiteológica del «estado de naturaleza» difí­
cilmente se puede separar de su significado intrafilosófico,
que consiste en hacer inteligible la primacía de los de­
rechos frente a los deberes: el estado de naturaleza se ca­
racteriza originalmente por el hecho de que en él tienen
cabida los derechos perfectos pero no los deberes p e r f e c t o s / 3

23. De cive. Prefacio: «Conditionem hominum extra societatem civilem


(quam conditionem appeilare liceat statum naturae)». Véase Locke, Treatises
o f Civil Government, 11, sec. 15 . Para el significado original del término, véa­
se la Aristóteles, Física, 2 4 6 3 10 -17 ; Cicerón, Officiis, l, 67, De finibus i i i ,
16 , 20; Las leyes 111, 3 (véase también De cive, i l l , 25). Según los clásicos, el
estado de naturaleza sería la vida en una sociedad civil sana, y no la que ante­
cede a la construcción de la sociedad civil. Los convencionalistas arguyen que
la sociedad civil es convencional o artificial, pero esto implica una deprecia­
ción de la sociedad civil. La mayoría de los convencionalistas no identifican la
vida previa a la formación de la sociedad civil con el estado de naturaleza,
sino que identifican la vida según la naturaleza con la plena realización de la
vida humana (ya se trate de la vida del filósofo o la vida del tirano); así pues,
la vida según la naturaleza es imposible en la primigenia condición que prece­
de a la sociedad civil. Por otra parte, los convencionalistas que identifican la
vida acorde con la naturaleza, o el estado de naturaleza, con la vida previa a
la sociedad civil, consideran el estado de naturaleza preferible a ia sociedad ci­
vil (véase Montaigne, Ensayos, 1 1 , 1 2 , « Chronique des lettres françaises», vol.
III, p. 3 1 1 ) . La noción hobbesiana del estado de naturaleza presupone el re­
chazo tanto de la perspectiva clásica como de la convencionalista, puesto que
niega la existencia de un fin natural, de un summum bonum. Así pues, Hob­
bes identifica la vida natural con el «principio» -es decir, la vida dominada
por las necesidades más elementales- y, al mismo tiempo, sostiene que este
principio adolece de ciertas deficiencias a las que la sociedad civil se encarga
de poner remedio. Según Hobbes no existe, por tanto, conflicto alguno entre
la sociedad civil y lo que es natural, mientras que el convencionalismo sostie­
ne todo lo contrario. Por consiguiente, de acuerdo con el convencionalismo.
E ! derecho natural moderno: H obbes 24 5

Si toda persona tiene, por naturaleza, el derecho a con­


servar la propia vida, tiene también necesariamente el de­
recho a los medios necesarios para la autoconservación.
Llegados a este punto, la cuestión que se plantea es quién
deberá juzgar cuáles son los medios necesarios para que
un hombre conserve la propia vida, o cuáles son los me­
dios más adecuados o justos para alcanzar dicho fin. Los
clásicos habrían contestado que el juez natural es el hom­
bre de sabiduría práctica, y esta respuesta acabaría por
llevarnos de vuelta a la noción de que el régimen sencilla­
mente mejor es el gobierno absoluto de los sabios, mien­
tras que el mejor régimen factible es el gobierno de los ca­
balleros. Según Hobbes, sin embargo, toda persona es por
naturaleza el juez de los medios adecuados para su propia
supervivencia. Ello es así porque, aun concediendo que el
hombre sabio es, en principio, mejor juez, su interés por la
supervivencia de un determinado ignortm-fie es mucho me-

la vida acorde con la naturaleza es superior a la sociedad civil, mientras que,


en opinión de Hobbes, es inferior. A esto podemos añadir que el convenciona­
lismo no es necesariamente igualitario, en tanto que el enfoque de Hobbes
precisa del igualitarismo. Según Tomás de Aquino, el status legis naturae es la
condición en la que vivía el hombre con anterioridad a la revelación de la ley
de Moisés (Sííwma theologica l, 2, qu. 10 2 , a. 3 ad. 12 ). Es ei estado en el que
viven los gentiles y, por tanto, una condición de sociedad civil (véase Suárez,
Tractatio de legibus, l, 3, sec. 12 ; iii, 1 1 [«in pura natura, vel in gentibus»];
I I I , 12 [«in statu purae naturae, si in illo esset respublica verum Deum natu-
raliter colens»]; también Grocio, en De jure belli, 11, 5, see. 1 5 , 2 utiliza el
«status naturae» como término contrapuesto al «status legis Christianae»;
cuando Grocio [lii, 7, sec. i] afirma «citra factum humanum áut primaevo
naturae statu», demuestra, al añadir el vocablo «primaevo», que el estado de
naturaleza en cuanto tal no es «citra factum humanum» y, por tanto, no es
esencialmente previo a la constitución de la sociedad civil). Sin embargo, si la
ley humana se contempla como el resultado de la corrupción humana, el sta­
tus legis naturae se convierte en la condición humana previa a toda ley huma­
na, es decir, la condición del hombre cuando sólo vivía sometido a la le^de la
naturaleza (Wyciif, D e civili dominio, ii, 1 3 , ed. Poole, p. 154). Para conocer
los antecedentes de la noción hobbesiana del estado de naturaleza, véase tam­
bién la doctrina de Soto tal como la refiere Suárez, opus cit., 1 1 , 1 7 , sec. 9-
24 6 Capítulo V
_ _ __ _ q-&1y i^ ~
ñor que el interés i^^^íasíe. Pero si todo hom-
£>//í^ ) bre, aun el más igECTaiits, es por naturaleza el juez de lo
y que necesita para garantizar su propia supervivencia,
todo puede ser legítimamente contemplado como necesa­
rio para la supervivencia: todo es justo ppr natumleza/4
Se puede hablar de un derecho natural a la Es más,
si todo hombre es por naturaleza el juez de los medios
conducentes a su propia conservación, el consentimiento
gana prioridad frente a la sabiduría. Pero el consentimien­
to no es efectivo a menos que se transforme en sujeción a
la voluntad del soberano. Por esta misma razón, el sobe­
rano es soberano no en virtud de su sabiduría, sino por­
que el acuerdo fundamental lo ha convertido en soberano.
Esto, a su vez nos lleva a la conclusión de que es el mando
o la voluntad, y no la deliberación o el razonamiento, el
alma de la soberanía, es decir, que las leyes son leyes no en
virtud de la verdad o la sensatez, sino tan sólo de la auto­
ridad. ^5 Según el pensamiento hobbesiano, la supremacía
de la autoridad frente a la razón se deriva de una extraor­
dinaria extensión del derecho natural del individuo.
El intento de deducir la ley natural o la ley moral a par­
tir del derecho natural de supervivencia o a partir del ine­
vitable poder del temor a una muerte violenta llevó a la in­
troducción de profundas modificaciones en el contenido
de la ley moral. Dichas modificaciones se tradujeron, en
primera instancia, en una considerable simplificación. En
general, el pensamiento de los siglos x v i y x v ii experi­
mentó una tendencia hacia la simplificación de la doctrina
moral. Como mínimo podría decirse que dicha tendencia
acabó disolviéndose en el más amplio interés por garanti­
zar la consecución del orden social justo. Se trataba de

24. De cive, i, 9; iii, 13 ; Leviatán, caps, x v (100), x v i (448).


25. De cive, v i, 19 ; x iv , i , 1 7 ; Leviatán, cap. x x v i (180); véase también sir
Robert Filmer, Observations concerning the Original o f Government, Prefa-
7 ' / / «Si'-l-CA
J Í t¿ u ' I ■ /
E l derecho natural moderno: Eíobbes Z47

sustituir la «insistemática» multiplicidad de las virtudes


irreducibles por una sola virtud, o bien por una sola vir­
tud fundamental a partir de la cual sería posible deducir
todas las demás. Dos eran las vías disponibles para alcan­
zar esta reducción. En las enseñanzas morales de Aristóte­
les, «cuyas opiniones poseen, hoy por hoy y en estos pa­
gos, más autoridad que ningún otro escrito humano»
(Eíobbes), se distinguen dos virtudes que abarcan todas
las demás o, por así decirlo, dos virtudes «generales»: la
magnanimidad, que comprende todas las demás virtudes
en la medida en que éstas contribuyan a la excelencia del
individuo, y la justicia, que incluye todas las demás virtu­
des en la medida en que éstas contribuyan a que el hombre
se ponga al servicio de otros. Según esta línea de pensa­
miento, podríamos simplificar la filosofía moral reducien­
do el concepto de moralidad a la magnanimidad ó bien a
la justicia. Lo primero fue llevado a cabo por Descartes, lo
segundo por Hobbes. Esta última opción presentaba la
ventaja de favorecer una mayor simplificación de la doc­
trina moral, que desembocaría en la identificación absolu­
ta de la doctrina de las virtudes con la doctrina de la ley
moral o natural. La ley moral, a su vez, se vería muy sim­
plificada al ser deducida del derecho natural a la conser­
vación de la propia vida. La conservación de la propia
vida requiere paz. La ley moral se convirtió, por tanto, en
la suma de reglas que deben ser obedecidas para que exis­
ta la paz. Del mismo modo en que Maquiavelo había re­
ducido la virtud a la virtud política del patriotismo, Hob­
bes la redujo a la virtud social del mantenimiento de la
paz. Todas aquellas formas de excelencia humana que no
posean una relación directa o inequívoca con el manteni­
miento de la paz -valor, templanza, magnanimidad, libe­
ralidad y, por supuesto, la sabiduría- dejan de ser virtudes
propiamente dichas. La justicia (junto con la equidad y la
caridad) sí conserva su condición de virtud, pero su signi-
248 Capítulo V

ficado experimenta un cambio radical. Si el único hecho


moral incondicional es el derecho natural de cada cual a
conservar la propia vida -y, por consiguiente, todas las
obligaciones para con los demás emanan de un contrato-
la justicia se ve reducida al hábito de cumplir los contratos
que cada cual ha suscrito, y deja de consistir en el cumpli­
miento de una serie de parámetros independientes de la
voluntad humana. Todos los principios materiales de
la justicia -las reglas de la justicia conmutativa o distribu­
tiva, o las reglas de la Segunda Tabla del Decálogo - pier­
den su validez intrínseca. Todas las obligaciones materia­
les se derivan de un acuerdo entre las partes que suscriben
el contrato, lo que significa que, en la práctica, dependen
de la voluntad del so b era n o ,p u e s el contrato que hace
posible todos los demás contratos es el contrato social, o
lo que es lo mismo, el contrato de sometimiento al soberano.
Si la virtud se asocia con el mantenimiento de la paz, el
vicio asumirá la forma de los hábitos o pasiones que son
de por sí incompatibles con la paz porque en esencia y,
por así decirlo, de forma intencionada, se traducen en una
ofensa a terceros. A efectos prácticos, el vicio deja de aso­
ciarse con las costumbres disolutas o la debilidad del alma
para convertirse en sinónimo de orgullo o soberbia o va­
nidad. En otras palabras, si la virtud queda reducida a la
virtud social o a ia benevolencia o a la generosidad o las
llamadas «virtudes liberales», las «virtudes severas» de
contención personal estarán abocadas a perder su presti­
gio.^7 Llegados a este punto, debemos remitirnos una vez

26. Elements, i, 17 , s e c . i ; De cive, e p . d e d ., ii i, 3-6, 29, 32; v i, 16 ; x il, i ;


X IV , 9-10, 1 7 ; X V I I , 10 ; X V I I I , 3; D e homine, x ii i, 9; Leviatán, c a p s , x iv
(92), X V (96,97, 9 8 ,10 4 ), X X V I (186).
27. «Temperantia privado potius vitiorum quae oriuntur ab ingeniis cupidis
(quibus non laeditur civitas, sed ipsi) quam virtus moralis (est)» [De homine,
x i l i , 9). Corto es el trecho que separa esta perspectiva de la máxima «vicios
privados, públicos beneficios».
E l derecho natural moderno: Hobbes 249

más al análisis del espíritu de la Revolución francesa reali­


zado por Burke, puesto que sus polémicas e hiperbólicas
conclusiones eran y son indispensables para desenmasca­
rar las falsas apariencias -ya sean intencionadas o fortui­
tas- bajo las cuales se presentó la «nueva moralidad»:
«los filósofos parisinos [...] desmienten - o bien convier­
ten en odiosas y deleznables- las virtudes que restringen el
apetito [...] En lugar de todo esto, colocan una virtud que
denominan humanidad o benevolencia»/^ Esta sustitu­
ción es la piedra angular de lo que se ha dado en conocer
como «hedonismo político».
Para establecer el significado del hedonismo político en
términos algo más precisos, debemos contrastar las ense­
ñanzas de Hobbes con el hedonismo apolítico de Epicuro.
Los puntos de posible confluencia entre Hobbes y Epicuro
son los siguientes: lo bueno es, en esencia, idéntico a lo
agradable; de esto se deduce que la virtud no es algo váli­
do de por sí, sino sólo en cuanto instrumento para la ob­
tención de placer o la evitación del dolor; el ansia de ho­
nor y gloria es algo absolutamente vano, es decir, los
placeres sensuales son, como tales, preferibles al honor y
la gloria. Para que el hedonismo político fuera posible,
Hobbes debía contradecir a Epicuro en dos cuestiones
fundamentales: en primer lugar, debía rechazar la nega­
ción implícita que realiza Epicuro del estado de naturale­
za en sentido estricto, es decir, de una forma de vida
prepolítica en la que el hombre disfruta de derechos natu­
rales, pues Hobbes coincidía con la tradición idealista en
la creencia de que la viabilidad de la sociedad civil depen­
de en última instancia de la existencia del derecho natural.
Además, no podía aceptar las implicaciones derivadas de
la distinción epicúrea entre deseos naturales necesarios y
deseos naturales innecesarios, puesto que dicba distinción

28. Carta a Rivarol, fechada el i de junio de 17 9 1.


Z 50 Capítulo V

llevaba implícita la noción de que la felicidad consiste en


un estado de reposo y sólo se obtiene por medio de un es­
tilo de vida «ascético». Las estrictas exigencias de conten­
ción personal postuladas por Epicuro resultaban utópicas
para la inmensa mayoría de los hombres, por lo que de­
bían ser reemplazadas por una doctrina política «realis­
ta». Este acercamiento «realista» a la política obligó a
Hobbes a eliminar toda restricción impuesta al deseo de
satisfacer placeres sensuales innecesarios o, más precisa­
mente, al deseo de comoda hujus vitae o de poder, con la
única salvedad de las restricciones necesarias al manteni­
miento de la paz. Toda vez que, com.o había manifestado
Epicuro, «la Naturaleza ha hecho fácilmente alcanzables
[sólo] las cosas necesarias», la emancipacicm del hombre
respecto al deseo de comodidad requería que la ciencia se
encargara de satisfacer dicho deseo. Requería, por encima
de todo, un replanteamiento drástico de la función de la
sociedad civil: «la buena vida», en cuyo nombre se inte­
gran los hombres en la sociedad civil, ya no es la vía por la
que se alcanza ia excelencia humana, sino la «existencia
desahogada» que llega como recompensa al duro trabajo.
Por extensión, el sagrado deber de los gobernantes no
consiste ya en «fomentar las virtudes de sus conciudada­
nos y convertirlos en personas capaces de realizar accio­
nes nobles», sino en «estudiar, en la medida en que lo per­
mitan las leyes, la forma de proveer abundantemente a los
ciudadanos de todas las cosas buenas [...] que conducen a
la delectación».'"^
Para el propósito que nos ocupa, no resulta necesario
seguir la línea de pensamiento de Hobbes que parte del
derecho natural de todo ser humano -es decir, del estado
de naturaleza- y desemboca en la construcción de la so-

29. De cive, i, x, 5, 7; x in , 4-6; Leviatán, caps, x i (63-64), x ii i (final); De


corpore, i, 6.
/W H yoVZJ. c.., “ ^ I (ix a d U u :^ \
El derecho natural moderno: Hobbes 251 J

ciedad civil. Esta parte de la doctrina hobbesiana no debe


ser entendida como algo más que la estricta consecuencia >
de sus propias premisas básicas y culmina en la doctri-
na de la soberanía, cuyo máximo exponente es, por con- J
senso general, el propio Hobbes. La doctrina de la sobera­
nía es una doctrina legal. Su postulado fundamental no es
la conveniencia de otorgar plenos poderes a la autoridad
gobernante sino la afirmación de que ésta los posee por
derecho propio. Los derechos de soberanía se atribuyen al
poder supremo no sobre la base de la ley positiva ni de la
costumbre general, sino de la ley natural. La doctrina de ^
la soberanía form u^ & S ^^blicgnatural. 3° ^
' natural -jus publicum universale seu naturale- es una
nueva disciplina que vio la luz en el siglo x v ii a conse­
cuencia del radical qarnbio de orientación que estamos
tratando de a n a l i z a r . p ^ l i e ® natural es, junto con
la «política» -entendida en el sentido maquiavélico de
«razón de estado»- una de las dos formas típicamente
modernas de filosofía. Ambas se distinguen en esencia de
la filosofía política clásica. Pese a mantener posturas en-

30. Leviatán, cap. x x x , tercer y cuarto párrafos de la versión latina; De cive,


1X5,3; ^5 7 (principio); 5;.XI, 4 (final); x ii. 8 (final); x iv , 4; véase también Ma-
lebranche, Traité de morale, ed. Joly, p. 2 14 . Existe una diferencia entre la ley
pública natural y lo que vulgarmente se entiende por ley natural: la primera y
el tema del que se ocupa -la comunidad- se basan en una ficción fundamen­
tal, la ficción de que el soberano es la voluntad de todos y cada uno de los
hombres, es decir, que la soberanía representa a todos y cada uno de ellos [De
cive, V, 6, 9, 1 1 ; V I I , 14). La voluntad del soberano debe ser contemplada
como la voluntad de todos y cada uno de los hombres, pese a que, de hecho, -
existe una discrepancia básica entre la voluntad del soberano y las voluntades
de los individuos, las únicas que son naturales. Obedecer al soberano significa
precisamente hacer lo que dicta la voluntad del soberano, no lo que dicta mi
voluntad. Aunque la razón me lleve por lo general a desear lo mismo que de­
sea ei soberano, esta voluntad racional no se corresponde necesariamente
punto por punto con mi voluntad absoluta, mi voluntad real o explícita (véa­
se la referencia a las «voluntades implícitas» en Elements, 11, 9, sec. i ; véase
también De cive, x ii , 2). Atendiendo a las premisas de Hobbes, la «represen­
tación» no es, por tanto, una conveniencia sino una necesidad básica.
Z 52 Capítulo V

frentadas, ambas beben de la misma fuente/^ Su origen


compartido es el interés por establecer un orden social
justo o sano cuya materialización se considera probable, o
incluso segura, y no depende del azar. En consonancia con
lo dicho, ambas corrientes rebajan deliberadamente la
meta final de la política; ya no pretenden obtener una vi­
sión clara de la máxima posibilidad política, con respecto
a la cual todos los órdenes políticos reales pueden ser juz­
gados de un modo responsable. Si la escuela de la «razón
de Estado» había sustituido «el mejor de los regmenes»
por el «gobierno eficiente», la escuela «tóy puolicáD
natural» sustituyó «el mejor de los regímenes» por el «go­
bierno legítimo».
- La filosofía política clásica había reconocido la diferen­
cia entre el mejor régimen y los regímenes legítimos, lo
cual equivalía a afirmar la existencia de una amplia varie­
dad de regímenes legítimos. En otras palabras, el tipo de
régimen que se considera legítimo en determinadas cir-
cunstanc^s d n ^ n ^ rá de esas mismas circunstancias. Por
otra parte, ]^fey^uJDlio®»natural se ocupa del orden social
justo cuya consecución es posible bajo cualquier circuns­
tancia y, por consiguiente, trata de perfilar ese orden so­
cial qué puede proclamarse legítimo o justo en todos los
casos, al margen de las circunstancias. Podría decirse que
públicgi natural reemplaza la idea del mejor régimen
-que no da ni pretende dar respuesta a la pregunta de cuál

3 1. Véase Tr. J. Stahl, Ceschichte der Rechtsphilosophie, 2.“ ed., p. 325: «Est
ist eine Eigentümlichkeit der neuern Zeit, dass ihre Staatslehre (das Natur­
recht) und ihre Staatskunst (die vorzugsweise sogenante Politik) xwei völhg
verschiedene Wissenschaften sind. Diese Trennung ist das Werk des Geistes,
welcher in dieser Periode die Wissenschaft beherrscht. Das Ethos wird in der
Vernunft gesucht, diese hat aber keine Macht über die Begebenheiten und den
natürlichen Erfolg; was die äusserlichen Verhältnisse fordern und abnöthigen,
stimmt gar nicht mit ihr überein, verhält sich feindlich gegen sie, die Rück­
sicht auf dasselbe kann daher nicht Sache der Ethik des Staates sein». Véase
Grocio, De jure belli. Prolegomena, sec. 57.
E l derecho natural moderno: H obbes 253

es el orden justo aquí y ahora- por la idea del orden social


justo que responde a esta pregunta fundamental de una
vez por todas, es decir, al margen del lugar y del tiempo/^
IcaJby públicápnatural aspira a encontrar una solución al
problema polítibo tan universalmente válida como umver­
salmente aplicable debe ser en la práctica la propia ley. En
otras palabras: mientras, según los clásicos, la teoría polí­
tica propiamente dicha necesita verse complementada in
situ con la sabiduría práctica del estadista, el nuevo tipo
de teoría política soluciona, como tal, el problema prác­
tico crucial: la necesidad de definir cuál es, aquí y ahora,
el orden social justo. A la hora de la verdad, por tanto, el
arte de gobernar pierde su razón de ser frente a la teoría
política. Este tipo de pensamiento podría recibir el nom- . ,.
bre de «doctrinarismo», y -puesto que los abogados cons­
tituyen una clase completamente aparte- podría decirse
que fue en el siglo x v ii cuando el doctrinarismo hizo su
aparición en el ámbito de la filosofía política. En aquellos
tiempos, la sensata flexibilidad de la filosofía política clá­
sica perdía terreno frente a la rigidez del fanatismo. Cada
vez resultaba más difícil distinguir al filósofo político del
partisano. El pensamiento histórico del siglo x ix trató de
recuperar para la praxis política la flexibilidad que lá=d^
públicííinatural había restringido de modo tajante. Sin
embargo, puesto que dicho pensamiento histórico se ha­
llaba bajo el hechizo del «realismo» moderno, sólo logró
d e sm a n te la ra is publicá?natural aniquilando de paso to­
dos los principios morales de la política.
En lo que atañe al pensamiento de Hobbes sobre el
tema de la soberanía, su carácter doctrinario se hace más
evidente que nunca en las negaciones que entraña. Por un

32. Véase De cive. Prefacio (hacia el final), sobre el estatuto radicalmente


distinto de la cuestión de la mejor forma de gobierno, por una parte, y la cues­
tión de los derechos del soberano por otra.
254 Capítulo V

lado, niega la posibilidad de distinguir entre regímenes


buenos y manos (monarquía y tiranía, aristocracia y oli­
garquía, democracia y ociocracia) y, por el otro, niega
la viabilidad de los regímenes mixtos y del «imperio de la
ley».33 Puesto que estas negaciones se contraponen a be-
cbos constatados, la doctrina de la soberanía se reduce, en
la práctica, a una negación no ya de la existencia, sino
de la legitimidad de las posibilidades mencionadas: la doc­
trina de la soberanía de Hobbes atribuye al príncipe sobe­
rano o al pueblo soberano el derecho absoluto a hacer
caso omiso de toda limitación legal y constitucional,34 e
impone una prohibición de la ley natural que impide, in­
cluso a los hombres sensatos, manifestarse en contra del
soberano y de sus acciones. Pero sería un error olvidar el
hecho de que el fallo básico de la doctrina de la soberanía
es compartido, si bien en distinto grado, por todas las de­
más doctrinas de derecho público natural. Baste recordar
el significado práctico de la doctrina que postula la demo­
cracia como el único régimen legítimo.
Los clásicos habían concebido los regímenes {politeiai)
no tanto en términos de las instituciones como en térmi­
nos de los objetivos a cuya consecución aspira la comuni­
dad o la autoridad que la representa. En sintonía con este
planteamiento, los clásicos consideraban como mejor ré­
gimen posible aquel cuyo objetivo es la virtud, y sostenían

33. De cive, v ii, 2-4; x ii , 4-5; Leviatán, cap. x x ix (216). Véase, sin embar­
go, la referencia a los reyes legítimos y los gobernantes ilegítimos en De cive,
XI I, I , 3. De cive, v i, 13 (final) y v ii, 14 , demuestran que la ley natural, tai
como la concibe Hobbes, proporciona la base para establecer la distinción
objetiva entre monarquía y tiranía. Véase también ibidem, x il, 7, con x ii i, 10.
34. En lo que atañe a la discrepancia existente entre la doctrina de Hobbes y
la práctica de la humanidad, véase Leviatán, caps, x x (final), x x x i (final). Por
lo que respecta a las revolucionarias consecuencias de la doctrina hobbesiana
de la soberanía, véase De cive, v il, 16 -17 , así como Leviatán, caps, x ix
( 1 2 2 ) , XX IX ( 2 1 0 ) ; no existe el derecho de prescripción; el soberano del pre­
sente es el único soberano (véase Leviatán, cap. x x v i [175]).
E l derecho natural moderno: Hobbes 255

que las instituciones del tipo adecuado son, en efecto, in­


dispensables para el establecimiento y continuidad del go­
bierno de los virtuosos, pero consideraban su relevancia
secundaria en comparación con la «educación», es decir,
con la formación del carácter. Por otra parte, desde el
punto de vista del derecho público natural, io que se nece­
sita para establecer el orden social justo no es tanto la for­
mación del carácter como ia concepción del tipo de insti­
tuciones adecuadas. Tal como expuso Kant al rechazar la
teoría de que para alcanzar un orden social justo haría fal­
ta una nación de ángeles, «por muy duro que pueda sonar,
el problema del establecimiento del Estado [es decir, del
orden social justo] es soluble incluso en una nación de de­
monios, siempre y cuando éstos procedan con sensatez»,
es decir, siempre y cuando se dejen guiar por un egoísmo
ilustrado; el problema político fundamental se reduce en­
tonces «a una buena organización dei Estado, algo de lo
que el hombre es sin duda capaz». En palabras de Hob­
bes, «cuando [las comunidades] se disuelven no a causa
de la violencm e^aerna, sino de un conflicto intestino, no
está-^- l^hiombres en cuanto materia constitu­
yente de dichas comunidades, sino en cuanto hacedores y
organizadores de las mismas».35 Como artífice que es de
la sociedad civil, el hombre tiene en sus manos la solución
definitiva al problema que le es inherente en cuanto mate­
ria de la sociedad civil. El hombre puede garantizar la
consecución del orden social justo porque es capaz de
conquistar la naturaleza humana a través de la compren­
sión y la manipulación del mecanismo de las pasiones.
Existe un término que expresa del modo más sucinto
posible el resultado del cambio introducido por Hobbes:
«poder». Es en la doctrina política de Hobbes que ei poder

35. Leviatán, cap. x x ix (zio); Kant, Zum etvigen Frieden, Definitivartikel,


erster Zusatz.
j'" ' ' TyidsXv-'CA. , - € £ e ' . (íZ-ú /■'-.^■ •'^ií>-vv£-5,
256 Capítulo V

se convierte por vez primera en un tema central eo nomine.


Habida cuenta del becbo de que, según Hobbes, la ciencia
como tal existe para servir al poder, podríamos decir de la
filosofía de Hobbes en su conjunto que es la primera filo­
sofía del poder. El término «poder» adolece de cierta am­
bigüedad. Por un lado, significa potentia, y por el otro sig­
nifica potestas (o también/us o dominium)H^ Remite por
igual al poder «físico» y al poder «legal». Esta ambigüe­
dad es esencial: sólo si potentia y potestas se hallan esen­
cialmente unidas es posible asegurar la consecución del or­
den social justo. El Estado como tal es a un tiempo la
mayor fuerza humana y la más elevada autoridad huma­
na. El poder legal es sinónimo de fuerza i r r e d u c i b l e . 3 7 La
. necesaria coincidencia de la mayor fuerza humana .y la
más elevada autoridad humana corresponde estrictamente
a la necesaria coincidencia de la pasión más poderosa (el
temor a una muerte violenta) y el derecho más sagrado
(el derecho de conservación de la propia vida). Potentia y
potestas tienen en común, por tanto, el hecho de que sólo
son inteligibles en relación con el actus y contrapuestas a
él: la potentia de un hombre se traduce en lo que ese hombre
es capaz de hacer, mientras que la potestas - o, por utilizar
un término más general, el derecho - de un hombre se tra-,
duce en lo que ese hombre es susceptible de hacer. La pre­
ponderancia del interés por el «poder» no es, por tanto, más
que la otra cara de una relativa indiferencia hacia el actus,
es decir, hacia los propósitos por los que el poder «físico» y

3 ó. Compárese, por ejemplo, el encabezamiento del cap. x en las versiones


inglesa y latina del Leviatán, y los encabezamientos de Elements, 11, 3-4, con
los de De cive, v iii- ix . Para un ejemplo sobre el uso sinonímico de potentia y
potestas, véase De cive, ix , 8. Una comparación del título del Leviatán con el
prefacio a De cive (principio de la sección sobre el método) sugiere que «po­
der» y «generación» son conceptos idénticos. Véase De corpore, x , i : poten­
tia es lo mismo que causa. Contraponiéndose a Bishop Bramhall, Hobbes in­
siste en asociar «poder» y «potencialidad» {English Works, iv , 298).
37. De cive, x iv , i ; x v i, 15 ; Leviatán, cap. x (56).
E l derecho natural moderno: Hobbes 257

«legal» del hombre es o debería ser utilizado. Es posible es­


tablecer una relación directa entre esta indiferencia y el in­
terés de Hobbes por elaborar una doctrina política exacta
o científica. La utilización cabal del poder «físico», así
como el ejercicio cabal de los derechos, depende de la pru-
dentia, y nada de lo relacionado con ésta es susceptible de
exactitud. Existen dos tipos de exactitud, la matemática y
la legal. Desde el punto de vista de la exactitud matemáti­
ca, el estudio del actus -y por tanto de los propósitos- se
ve reemplazado por el estudio de la potentia. A diferencia
de los propósitos para los que se utiliza, el poder «físico»
es moralmente neutro, y por tanto más dúctil frente al ri­
gor matemático que su utilización: el poder es mensurable.
Esto explica por qué Nietzsche, que fue niucho más allá
que Hobbes y declaró que el deseo de poder es la esencia de
la realidad, concibió el poder en términos cuánticos. Des­
de el punto de vista de la exactitud legal, el estudio de los
propósitos es reemplazado por el estudio de la potestas.
Los derechos del soberano, a diferencia del ejercicio de
dichos derechos, admiten una definición exacta que no
contempla ninguna circunstancia imprevista y, una vez
más, este tipo de exactitud es inseparable de la neutralidad
moral: el derecho declara lo que está perniitido,„nQ lo que
es correcto u honroso.3® El poder, en cuanto concepto dife­
renciado del propósito para el que se utiliza o debería utili­
zar el poder, se convierte en el tema central de las reflexio­
nes políticas en virtud de este intencionado estrechamiento
de miras, necesario para garantizar la consecución del or­
den social justo.
La doctrina política de Hobbes pretende ser de aplica­
ción universal y, por tanto, aplicable también - y sobre

38. De cive, x , ló ; v i, 13 (anotaciones finales). Véase Leviatán, cap. x x i


(143), para la distinción entre lo permitido y lo honroso (comp. Salmasius,
Defensio regia [1649], pp. 40-45). Véase Leviatán, cap. x i (64) con Tomás de
Aquino, Summa contra Gentiles, iii, 3 1.
2 58 Capítulo V

todo - en los casos extremos. Podría decirse que sobre esta


premisa descansa el gran mérito que para sí reclama la doc­
trina clásica de soberanía, puesto que contempla el caso ex­
tremo y los valores que se sostienen en situaciones de emer­
gencia, mientras que quienes ponen en entredicho esta
doctrina son acusados de no mirar más allá del marco de la
normalidad. En consonancia con lo dicho, Eíobbes constru­
yó toda su doctrina moral y política a partir de observacio­
nes que tenían en cuenta el caso extremo, pues la experien­
cia en la que se basa su doctrina del estado de naturaleza es
la experiencia de la guerra civil. Es en la más extrema de las
situaciones, la que se produce cuando el tejido social se res­
quebraja del todo, que sale a la luz la sólida base sobre la
que debe descansar en última instancia toda forma de orden
social: el temor a una muerte violenta, que es la fuerza más
poderosa de la vida humana. Sin embargo, Hobbes se vería
obligado a admitir que el temor a una muerte violenta sólo
es la más poderosa de las fuerzas «en general» o en la mayo­
ría de los casos. Así pues, el principio sobre el que debería
sostenerse una doctrina política de validez universal no es
universalmente válido y, por tanto, resulta inútil en el caso
que, desde el punto de vista de Hobbes, sería el más impor­
tante, es decir, el caso extremo.. Porque ¿cómo podríamos
excluir la posibilidad de que precisamente en la situación
extrema prevalezca la e x c e p c i ó n ? 39

39. Leviatán, capítulos x i i i {83) y x v (92). Esta dificultad puede plant


también como sigue: en consonancia con el espíritu del dogmatismo basado
en el escepticismo, Hobbes identificaba lo que, al pareceq el escéptico Car-
néades consideraba la refutación concluyente de las reivindicaciones hechas
en nombre de la justicia con la única justificación posible de dichas reivindi­
caciones: lo que pone de manifiesto la situación extrema -la de los dos náu­
fragos aferrados a una tabla que sólo puede salvar a uno de ellos- no es la im­
posibilidad de la justicia, sino el fundamento de la misma. Sin embargo,
Carnéades no sostenía que, en semejante trance, uno se vea impulsado a segar
la vida del competidor (Cicerón, D e re publica, iii, 29-30): la situación extre-
,'L ¡ í ma no revela una necesidad real.
E l derecho natural moderno: Hobbes 2 59

Dicho en términos más específicos, existen dos fenóme­


nos políticamente relevantes que parecen poner de mani­
fiesto con especial claridad la limitada validez de la postu­
ra de Hobbes respecto al abrumador poder del temor a
una muerte violenta. En primer lugar, si partimos del su­
puesto de que el único hecho moral incondicional es el de­
recho del individuo a conservar la propia vida, la sociedad
civil difícilmente puede exigir al individuo que renuncie a
dicho derecho yendo a la guerra o sometiéndose a la pena
capital. En lo tocante a la pena capital, Hobbes fue lo bas­
tante coherente para admitir que no por haber sido justa
y legalmente condenado a muerte pierde un hombre el
derecho a defender su vida oponiendo resistencia ante
«aquellos que lo atacan»; un asesino justamente condena­
do conserva - o mejor dicho, adquiere- el derecho a aca­
bar con la vida de los guardas que lo custodian -y de cual­
quier otra persona que tratara de impedir su fuga- si con
ello consigue salvar la propia v i d a . 4 ° Sin embargo, al ad­
mitir este supuesto, Hobbes aceptaba, de hecho, la exis­
tencia de un conflicto insoluble entre los derechos del
gobierno y el derecho natural del individuo a la conserva­
ción de la propia vida. Beccaria habría de resolver este
conflicto ateniéndose al espíritu -ya que no a la letra-de
Hobbes al inferir de la absoluta primacía del derecho a
la conservación de la propia vida la necesidad de abolir la
pena capital. Respecto a la guerra, Hobbes, que se jactaba
de haber sido «el primero en desertar» al estallar la guerra
civil, fue asimismo lo bastante coherente para admitir que
«la pusilanimidad natural merece mayor indulgencia».
Y, como si se hubiera propuesto demostrar sin lugar a du­
das hasta qué punto estaba dispuesto a llegar en su frontal
oposición al espíritu lupino de Roma, añadió aún: «Cuan­
do dos ejércitos entran en combate, se produce en uno o

40. Leviatán, cap. x x i (14 2 -14 3 ); véase también D e cive, v iii, 9.


2 6o Capítulo V

ambos bandos un movimiento de buida que, cuando no


viene motivado por la traición sino por el miedo, puede
considerarse deshonroso, pero en ningún caso injusto».4^
Esta admisión, sin embargo, echa por tierra la base moral
del principio de defensa nacional. La única forma de solu­
cionar este escollo y a la vez conservar intacto el espíritu
de la filosofía política de Hobbes pasa por proscribir la
guerra o establecer un Estado mundial.
Había una sola y trascendental objeción al plantea­
miento básico de Hobbes que le molestaba sobremanera y
que procuró superar por todos los medios a su alcance.
A menudo, el temor a una muerte violenta resultaba ser
una fuerza menos poderosa que el temor a las hogueras del
Averno o el temor de Dios. Esta dificultad queda bien pa­
tente en dos pasajes radicalmente distintos del Leviatán.
En el primero de estos pasajes, Hobbes afirma que el temor
al poder de los hombres -es decir, el temor a una muerte
violenta- es «por lo general» más poderoso que el temor al
poder de los «espíritus intangibles», es decir, al poder de la
religión. En el segundo pasaje, sostiene que «el temor a las
tinieblas y los fantasmas es más poderoso que otros temo­
res ».42- Hobbes se las arregló para deshacer esta contradic­
ción basándose en el siguiente razonamiento; el temor a
los poderes invisibles es más poderoso que el temor a una
muerte violenta en la misma medida en que el individuo
crea en los poderes invisibles, es decir, en la medida en que
se deje dominar por falsas ilusiones acerca del verdadero
carácter de la realidad; tan pronto como el individuo acce­
de a la luz del conocimiento, el temor a una muerte violen­
ta adquiere la dimensión que le corresponde. De esto se si­
gue que, para que funcione todo el razonamiento sugerido

4 1 . Leviatán, cap. xxi ( 1 4 3 ) ; English Works, iv, 4 1 4 . Véase Leviatán, cap.


XXX ( 2 2 7 ) y De cive, xin, 1 4 con el capítulo de Locke sobre la conquista.
4 2 . Leviatán, caps, xiv (9 2 ), xxix ( 2 1 5 ) ; véase también ibidem, cap. xxx-
VII I (inicio); De cive, vi, 1 1 ; xii, 2 , 5 ; xvii, 2 5 , 2 7 .
E l derecho natural moderno: Hobbes z 6i

por Hobbes, se requiere el debilitamiento o, mejor aún, la


eliminación del temor a los poderes invisibles. Se requiere
un cambio de perspectiva tan radical que sólo puede deri­
varse del desencanto del mundo por medio de la difusión
del conocimiento científico o de la ilustración popular. La
de Hobbes es la primera doctrina que postula ineludible e
inequívocamente la necesidad de construir una sociedad
«ilustrada» -es decir, laica o atea- como la solución al
problema social o político. Esta trascendental implicación
de la doctrina de Hobbes fue desarrollada pocos años des­
pués de su muerte por Fierre Bayle, quien intentó probar la
viabilidad de una sociedad atea.43

43. La siguiente afirmación de Bayle {Dictionnaire, artículo «Hobbes »,»rem.


D) constituye una buena razón para relacionar su famosa tesis con ia doctrina
de Hobbes en lugar de hacerlo, como es habitual, con la doctrina de Faustus
Socinus: «Hobbes se fit beaucoup d’ennemis par cet ouvrage [De cive]; mais il
fit avouer aux plus clairvoyants, qu’on n’avait jamais si bien pénétré les fon­
dements de la politique». N o es mi intención demostrar que Hobbes fuera
ateo, ni siquiera según su particular vision del ateísmo. Debo limitarme a su­
gerir al lector que compare De cive, x v , 14 , con English Works, iv , 349. Nu­
merosos estudiosos de nuestros días que escriben sobre temas de esta natura­
leza no parecen tener una noción clara dei grado de circunspección o
acomodación a las posturas aceptadas que debían demostrar los «desviacio-
nistas» si pretendían sobrevivir o morir en paz. Dichos estudiosos asumen de
modo tácito que las páginas de los tSi_iitos de Hobbes dedicadas a la religión
pueden ser comprendidas si se leen con el mismo espíritu con que deberían
leerse los textos homólogos de, por ejemplo, lord Bertrand Russel. En otras
palabras, soy consciente del hecho de que existen en la obra de Hobbes incon­
tables pasajes que fueron utiUzados por su autor y pueden ser utilizados por
cualquier otra persona a fin de demostrar su condición de teísta y retratarlo
incluso como un buen anglicano. Esto no haría más que conducir a errores
históricos - s i bien que graves errores históricos- si no fuera por el hecho de
que las conclusiones que de ello se derivan se emplean para apuntalar el dog­
ma de que la mente del individuo es incapaz de liberarse a sí misma de las opi­
niones que rigen la sociedad a la que pertenece. La última palabra de Hobbes
sobre la cuestión de la adoración pública es que la comunidad puede estable­
cer la adoración pública. Si no lo hace -es decir, si permite, como está en su
mano, la convivencia de «numerosas formas de culto»- «no puede afirmarse
[...] que la comunidad profese religión alguna» (véase Leviatán, cap. x x x i
[240] con la versión latina [p.m. 17 1]).
2.62 Capítulo V

Así pues, sólo ante la perspectiva de la ilustración po­


pular adquirió la doctrina de Hobbes la solidez que la ca­
racteriza. Las virtudes que atribuyó a la ilustración son,
en efecto, extraordinarias. El poder de la ambición y la
avaricia, afirma Hobbes, descansa sobre las falsas opinio­
nes del vulgo acerca del bien y el mal. Por tanto, una vez
que se conozcan con certeza matemática los principios de
la justicia, la ambición y la avaricia se harán inservibles
y la raza humana disfrutará de una paz duradera. Ello es
así porque, obviamente, ei conocimiento matemático de
los principios de la justicia (es decir, la nueva doctrina del
derecho natural y la nueva ley pública natural construida
a partir de ésta) no puede exterminar las opiniones equi­
vocadas del vulgo si éste no conoce los resultados de di­
cho conocimiento matemático. Platón vaticinó que los
males no desaparecerán de las ciudades hasta que los filó­
sofos se conviertan en reyes o hasta que filosofía y poder
político coincidan. Esperaba Platón que semejante salva­
ción de la naturaleza mortal se produjera del único modo
en que se puede esperar, es decir, a partir de una circuns­
tancia casual sobre la que la filosofía no ejercería control
alguno, una circunstancia cuyo concurso sólo podemos
desear o rogar. Hobbes, por el contrario, creía firmemen­
te que la filosofía puede propiciar la coincidencia entre
poder político y filosofía popularizándose, o lo que es lo
mismo, convirtiéndose en opinión pública. El azar será
conquistado por la filosofía sistemática a través de la ilus­
tración sistemática: Paulatim eruditur v u l g u s . H Mediante

44. De cive, ep. ded.; véase D e corpore, i, 7: la causa de la guerra civil es la


ignorancia de las causas que motivan las guerras y la paz, de lo que se des­
prende que la solución es la filosofía moral. Al hilo de este postulado, y en su
habitual divergencia respecto del pensamiento aristotélico {Política, 13 0 2 3 3 5
ss), Hobbes busca las causas de la rebelión principalmente en las falsas doctri­
nas {De cive, x ii). La creencia en los efectos beneficiosos de la ilustración po­
pular {De homine, x iv , 1 3 ; Leviatán, caps, x v m [119 ], x x x [2 2 1, 224-225],
E l derecho natural moderno: Hobbes 263

la concepción de las instituciones adecuadas y la ilustra­


ción del cuerpo ciudadano, la filosofía garantiza la solu­
ción del problema social, cuya solución no puede garanti­
zar el bombre si considera que ésta depende de la dis­
ciplina moral.
Frente al «utopismo» de los clásicos, Hobbes buscaba
un orden social cuya materialización fuera no sólo proba­
ble, sino incluso segura. La garantía de su materialización
podía parecer implícita en el becbo de que todo orden so­
cial sano y estable se basa en la más poderosa pasión -y
por tanto, la más poderosa fuerza impulsora- del bombre.
Sin embargo, si el temor a una muerte violenta es, en efec­
to, la fuerza más poderosa que impulsa al bombre, sería de
esperar que el orden social deseado existiera ya y no cesara
de existir nunca o casi nunca, puesto que vendría determi­
nado por la necesidad natural, o lo que es lo mismo, por el
orden natural. Hobbes supera este nuevo escollo con el ar­
gumento de que la estulticia bumana nos lleva a interferir
en el orden natural. El orden social justo no suele derivarse
de la necesidad natural debido al muro de ignorancia que
se alza entre el bombre y dicbo orden. La «mano invisible»
resulta inútil si no cuenta con el apoyo del Leviatán o, si se
prefiere, de La riqueza de las naciones. ,
Existe un notable paralelismo —y una aún más notable
discrepancia- entre la filosofía teórica de Hobbes y su fi-

X X X I [final]) se basa en el supuesto de que la natural desigualdad de los seres


humanos en lo tocante a los méritos intelectuales es ínfima {Leviatán, caps.
X I I I [80], X V [100]; De cive, iii, 13). Las expectativas depositadas por Hob­
bes en la fuerza de la ilustración parecen contradecir su creencia en el poder
de la pasión, y sobre todo del orgullo o la ambición. Esta paradoja se resuelve
mediante la siguiente consideración: la ambición que pone en peligro a la so­
ciedad civil es característica de una minoría: de «los súbditos ricos y podero­
sos de un reino, o de aquellos a quienes se atribuye la máxima sabiduría». Si
«el común de ios mortales», al que la necesidad «mantiene atento a sus que­
haceres y trueques» es debidamente instruido, la ambición y avaricia de unos
pocos carecerá de todo valor. Véase también English Works, iv , 443-444.
ZÓ4 Capítulo V

losofía práctica. En ambas vertientes de su filosofía, Hob­


bes postula que la razón es impotente y a la vez omnipo­
tente o, dicbo de otro modo, que la razón es omnipotente
porque es impotente. La razón es impotente porque la ra­
zón o la humanidad no posee un soporte cósmico: el uni­
verso es ininteligible y la naturaleza «disocia» a los hom­
bres. Sin embargo, el hecho mismo de que el universo sea
ininteligible permite a la razón contentarse con sus cons­
trucciones libres, establecer mediante dichas construccio­
nes una base de operaciones arquimediana y anticipar un
progreso ilimitado en su conquista de la naturaleza. La
razón es impotente frente a la pasión, pero puede volver­
se omnipotente si se une a la más poderosa de las pasio­
nes o se pone al servicio de ésta. En última instancia, el
racionalismo de Hobbes descansa, por tanto, en la con­
vicción de que, gracias a la generosidad de la naturaleza,
la más poderosa de las pasiones es la única pasión que
puede estar en «el origen de sociedades numerosas y du­
raderas» o que es la más racional de las pasiones. En lo
tocante a las cosas humanas, el fundamento no es una
construcción libre sino la más poderosa fuerza natural
que habita dentro del hombre. En lo tocante a las cosas
humanas, entendemos no. sólo lo que hacemos, sino tam­
bién lo que nos hace hacer lo que hacemos y los frutos de
lo hecho. Allí donde la filosofía o ciencia de la naturaleza
permanece fundamentalmente hipotética, la filosofía po­
lítica descansa sobre un conocimiento pragmático de la
naturaleza h u m a n a . 4 5 En tanto en cuanto prevalezca el
enfoque de Hobbes, «la filosofía que se ocupa de las co­
sas humanas» seguirá siendo el último refugio de la natu­
raleza, puesto que, llegados a cierto punto, la naturale­
za acaba por hacerse escuchar. La moderna asunción de
que el hombre puede «cambiar el mundo» o «hacer retro-

4 j. Véase nota 9-
E l derecho natural moderno: Locke 265

ceder a la naturaleza» no es en modo alguno excesiva.


Podríamos incluso ir mucho más allá y afirmar que el
hombre puede expulsar la naturaleza a punta de rastri­
llo. Sólo pecaríamos de excesivos si olvidáramos lo que a
esta asunción añade el poeta filosófico: tamen usque re-
curret.

2. Locke

A primera vista, Locke parece rechazar de plano la noción


hobbesiana de ley natural para seguir los postulados de la
escuela tradicional. No cabe duda de que habla de los de­
rechos naturales del hombre como si se derivaran de la ley
de la naturaleza y, de acuerdo con esta premisa, habla de
la ley de la naturaleza como si se tratara de una ley en el
sentido estricto de la palabra. La ley de la naturaleza im­
pone deberes perfectos al hombre en tanto hombre, al
margen de si vive en estado de naturaleza o en una socie­
dad civil. «La ley de la naturaleza se alza como una regla
eterna para todos los hombres», pues es «sencilla e inteli­
gible para todas las criaturas racionales». La ley de la na­
turaleza es idéntica a 1a «ley de la razón». Es «conocible
a la luz de la naturaleza, es decir, sin la ayuda de la reve­
lación positiva». Locke considera perfectamente facti­
ble elevar la ley de la naturaleza o la ley moral al rango
de ciencia demostrativa. Dicha ciencia extraería «a partir de
proposiciones evidentes y a través de las correspondientes
consecuencias [...] la medida del bien y del mal». El hom­
bre estaría entonces en condiciones de elaborar, «a partir
de los principios de la razón, un cuerpo ético que se reve­
laría como la ley de la naturaleza y que permitiría enseñar
todos los deberes de la vida» o «el cuerpo completo de la
“ ley de la naturaleza” » o «la moralidad completa» o un
«código» que nos proporcione la ley de la naturaleza «en­
tera». Dicho código incluiría, entre otras cosas, la ley pe­
z 66 Capítulo V

nal natural/6 Sin embargo, Locke jamás bizo un esfuerzo


serio por elaborar dicbo código. El motivo que lo impidió
embarcarse en esta grandiosa empresa fue el problema
suscitado por la teología.47
La ley de la naturaleza es una declaración de la volun­
tad de Dios, es «la voz de Dios» en el hombre, por lo que
puede denominarse «ley de Dios», «ley divina» o incluso
«ley eterna». Se trata, en suma, de la «ley suprema». Es la
ley de Dios no sólo de hecho, sino que, para tener validez
como ley, debe ser conocida como la ley de Dios. Sin este
conocimiento, el bombre no puede actuar moralmente,
puesto que «la verdadera base de la moralidad [...] sólo
puede ser la voluntad y la ley de un Dios». La ley de la na­
turaleza es demostrable porque demostrables son también
la existencia y los atributos de Dios, En la promulgación
de esta ley divina concurren no sólo la razón, sino tam­
bién la revelación. De hecho, llegó por primera vez al co­
nocimiento del hombre en su integridad por medio de la
revelación, aunque la razón vino luego a confirmar la ley
divina así revelada. Esto no significa negar que Dios reve­
lara al hombre algunas leyes que son puramente positivas;
la diferencia entre la ley de la razón, que obliga al hombre
en tanto hombre, y la ley revelada en el Evangelio, que
obliga a los cristianos, se mantiene intacta en el pensa­
miento de Locke.4 ^

46. Treatises o f Government, i, secs. 86, l o i ; n , secs. 6, 12 , jo , 96, 11 8 ,


12 4 , 13 5 . An Essay concerning Human Understanding, i, 3, sec. 1 3 ; iv , 3,
sec. 18 . Tk f! Reasonableness o f Christianity {The Works o f John Locke in
Nine Volumes), Londres, 18 24 , vol. v i, pp. 14 0 -14 2.
47. Véase Descartes, «Auctor non libenter scribit ethica», enCEuvres, ed.
Adam-Tannery, vol. v, 178 .
48. Treatises, i, secs. 39, 56, 59, 63, 86, 88-89, 12.4» 12 .6 ,12 8 , 166; 11,
secs. I, 4, 6, 25, 52, 1 3 5 , 13Ó y n., 14 2 , 19 5; Essay, i, 3, secs. 6, 13 ; 11, 28,
sec. 8; iv , 3, sec. 18 y 10 , sec. 7; Reasonableness, pp. 13 , 1 1 5 , 14 0 , 144 («la
ley suprema, la ley de la naturaleza»), 14 5 ; A Second Vindication ofthe Rea­
sonableness o f Christianity, en Works, vol. v i, p. 229: «En cuanto hombres,
reconocemos a Dios como rey y nos sometemos a la ley de la razón; en cuanto
E l derecho natural moderno: Locke z 6j

Cabría preguntarse si lo que afirma Locke acerca de la


relación entre la ley de la naturaleza y la ley revelada se
baila libre de escollos. Sea cual fuere la respuesta, su pen­
samiento se baila expuesto a un escollo más trascendental
y más obvio, un escollo que parece poner en entredicho la
noción misma de ley de la naturaleza. Por un lado, Locke
afirma que, para ser una ley, la ley de la naturaleza debe
no sólo haber sido dada por Dios y ser conocida como
fruto de esa dádiva divina, sino que además debe ser san­
cionada por medio de «recompensas y castigos divinos de
infinito peso y duración en otra vida». Por otro lado, sin
embargo, Locke afirma que la razón no puede demostrar
la existencia de otra vida. Sólo por medio de la revelación
accedemos al conocimiento de las sanciones que ratifican
la ley de la naturaleza o «la única y verdadera piedra de
toque de la rectitud moral». La razón natural es, por tan­
to, incapaz de concebir la ley de la naturaleza como una
ley. 49 Esto nos llevaría a la conclusión de que no existe
una ley de la naturaleza en sentido estricto.

cristianos, reconocemos a Jesús el Mesías como rey y nos sometemos a la ley


por Él revelada en el Evangelio. Y aunque todo cristiano -en cuanto deísta y
en cuanto cristiano- tenga la obligación de estudiar tanto la ley de la natura­
leza como la ley revelada [...]». Véase nota 5 1.
49. Essay, i, 3, sees. 5, 6, 13 ; 11, z8, sec. 8; iv , 3, sec. 29; Reasonableness,
p. 144: «Pero ¿dónde constaba que su obligación [la obligación de distinguir
las justas medidas del bien y el mal] era perfectamente conocida y admitida, y
que ellos la habían recibido como preceptos de una ley, de la ley suprema, la
ley de la naturaleza? Dicha posibilidad no era concebible sin una noción cla­
ra y el reconocimiento del artífice de la ley, así como de las grandes recompensas
y castigos que esperan, respectivamente, a cuantos obedecen o desobedecen
sus dictados». Ibidem, pp. 15 0 - 1 5 1: «La noción del cielo y el infierno arrojará
una tenue luz sobre los efímeros placeres del estado presente y actuará como
acicate y aliciente de la virtud, ia cual la razón y el interés, amén del instinto
de conservación, no pueden sino consentir y aun favorecer. Sobre esta base, y
únicamente sobre esta base, se eleva con firmeza la moralidad y se apresta a
desafiar toda forma de discrepancia». Second Reply to the Bishop o f Worces­
ter, en Works, vol. ii i, p. 489 (véanse también pp. 474, 480): «Tan inamovi­
ble es esta verdad revelada por el Espíritu de la verdad que aunque la luz de la
z 68 Capitulo V

Esta dificultad se salva aparentemente por medio del


hecho de que «la veracidad de Dios es una demostración
de la veracidad de lo que nos ha revelado»/® Esto equiva­
le a decir que la razón natural es, en efecto, incapaz de de­
mostrar que el alma de los hombres vivirá para siempre.
Sin embargo, la ley natural es capaz de demostrar que el
Nuevo Testamento es el documento de revelación perfecto
y, puesto que el Nuevo Testamento enseña que el alma de
los hombres vivirá para siempre, la razón natural puede
así demostrar el fundamento veraz de la moralidad y, por
consiguiente, establecer la dignidad de la ley de la natura­
leza como una ley verdadera.
Al demostrar que el Nuevo Testamento es un documen­
to de revelación, demostramos que la ley promulgada por
Jesús es una ley en el sentido estricto del término. Esta ley
divina se revela en perfecta conformidad con la razón y
demuestra ser la formmlación perfecta de la ley de la natu­
raleza. Esto nos lleva a la conclusión de que, por sí sola, la
razón habría sido incapaz de descubrir la ley de la natura­
leza en su integridad, pero que la razón que ha aprendido
de la revelación es capaz de reconocer ei carácter perfecta­
mente razonable de la ley revelada en el Nuevo Testamen-

naturaieza irradiara un pálido destello, alguna esperanza incierta en un esta­


do futuro, la razón humana no lograría alcanzar claridad ni certeza alguna al
margen de la certeza de que fue Jesús Cristo y nadie más quien “ sacó la vida y
la inmortalidad a la luz a través del Evangelio” [...] este objeto de revelación
que [...] según nos aseguran las Escrituras, sólo se fija y se convierte en cierto
a través de la revelación» (las cursivas no figuran en el original).
50. Second Reply to the Bishop o f Worcester, p. 476. Véase ibidem, p. 2 8 1:
«Creo que es posible estar seguro del testimonio de Dios [...] hasta dónde sé
que es ei testimonio de Dios, porque en tal caso dicho testimonio es capaz no
sólo de hacerme creer, sino que, si lo considero j usto, me hará saber qué cosas
lo son; y entonces podré estar seguro, puesto que la veracidad de Dios es tan
válida como cualquier otro método de demostración para hacerme saber que
una proposición es cierta. En tal caso, por tanto, no me limito sencillamente a
creer; sino que percibo la veracidad de una proposición y así alcanzo la certe­
za». Véase también Essay, iv , 16 , sec. 14.
E l derecho natural moderno: Locke 269

to. Una comparación entre las enseñanzas del Nuevo


Testamento y todas las restantes enseñanzas morales de­
muestra que la ley de la naturaleza en su integridad se ha­
lla disponible en el Nuevo Testamento, y únicamente en el
Nuevo Testamento. La ley de la naturaleza sólo se encuen­
tra íntegramente disponible en el Nuevo Testamento, y en
él se halla expuesta con perfecta claridad y s e n c i l l e z . 5^
Si «la manera más certera, segura y eficaz de enseñar»
la ley de la naturaleza en su integridad -y por tanto cual­
quier parte de la misma- es la que proporcionan los «li­
bros revelados», la enseñanza completa y perfectamente
clara de la ley natural en lo tocante al tema concreto del
gobierno consistiría en citas especialmente adaptadas de
las Lscrituras, y en especial del Nuevo Testamento. Dicho
esto, sería de esperar que Locke hubiera escrito una «Poli­
tique tirée des propes paroles de l’Écriture Sainte», pero lo
cierto, de hecho, es que escribió sus Dos tratados de go-

5 1. Reasonableness, p. 13 9 : «Parecería, por lo poco que hasta la fecha se ha


hecho en este campo, que la razón por sí sola no pnede aspirar a definir ia mo­
ralidad en todos sus aspectos, con una luz clara y convincente, a partir de su
fundamento verdadero». Ibidem, pp. 14 2 -14 3 : «Es cierto, existe una ley de la
naturaleza. Pero ¿quién nos la dio o pretendió dárnosla en su integridad,
como una ley, ni más ni menos de lo que en ella estaba contenido y transmitía
la obligación de dicha ley? ¿Quién elaboró todas sus partes, las unió entre sí y
enseñó al mundo la obligación de todas ellas? ¿Dónde había, antes del tiempo
de Nuestro Salvador, un código semejante al que ia humanidad pudiera re­
currir y atenerse como regla infalible? [...] Ésa es la ley de la moralidad que Je­
sús Cristo nos legó en el Nuevo Testamento [...] por medio de la revelación.
Gracias a Él disponemos de un ordenamiento completo y suficiente para
nuestra orientación, que se ajusta, además, al ordenamiento de la razón». Ibi- \
dem, p. 14 7 : «Y entonces no tiene más que leer los libros revelados, no tiene ¿
más que instruirse: todos los deberes de la moralidad se hallan enunciados en
sus páginas de forma ciara, sencilla y fácil de comprender. Llegados a este
punto, yo os pregunto si no es éste el modo más certero, seguro y eficaz de en­
señanza, sobre todo si le añadimos una postrera consideración; del mismo I
modo que se adapta a las capacidades más ínfimas de las criaturas racionales,
llega y satisface - o mejor dicho, ilumina- las más elevadas» (las cursivas no
figuran en el original).
ZJO Capítulo V

bierno. Lo que hizo entra en evidente contradicción con lo


que dijo. Él mismo siempre consideró que «las acciones de
ios hombres son la mejor forma de interpretar sus pensa­
mientos ».h Si aplicamos esta máxima al que tal vez fue el
más grande de sus hechos, nos veremos obligados a sospe­
char que encontró ciertos obstáculos ocultos en su bús­
queda de una doctrina estrictamente bíblica de la ley
natural aplicada al gobierno. Es posible que tomara con­
ciencia de las dificultades que se oponían a la demostra­
ción del carácter revelado de las Escrituras, o la identifica­
ción de la ley del Nuevo Testamento con la ley de la
naturaleza, o ambas cosas a la vez.
Locke no se habría dejado atrapar por estas dificulta­
des. Era un escritor cauto. Sin embargo, el hecho de que se
le conozca en general como un autor cauto revela que su
prudencia es excesiva y, por tanto, se aleja quizás de lo que
normalmente se entiende por prudencia. Sea como fuere,
los eruditos que señalan la prudencia entre las cualidades
de Locke no siempre tienen en cuentan que el término
«prudencia» designa una amplia variedad de fenómenos y
que el único intérprete verdaderamente autorizado de la
prudencia de Locke es el propio Locke. Concretamente,
algunos estudiosos de nuestros días olvidan la posibilidad
de que procedimientos que ellos, desde su punto de vista,
consideran con toda justicia rayanos en la impropiedad
puedan haber sido considerados absolutamente intacha­
bles en otras épocas y por otra clase de hombres.
La prudencia es una suerte de miedo noble y el término
en sí cobra distinto significado según se emplee en teoría o
se aplique a la práctica o a la política. Un teórico no mere­
cerá el calificativo de prudente si no establece claramente
en cada caso el valor de los distintos argumentos que es­
grime, o si suprime algún hecho relevante. En este sentido,

52. Essay, 1 , 3 , sec. 3.


E l derecho natural moderno: Locke 271

un hombre de negocios que se muestra prudente sería acu­


sado de todo lo contrario. Pueden existir hechos extrema­
damente relevantes que, si se subrayan, podrían inflamar
la pasión pópular y así impedir el tratamiento sensato de
esos mismos hechos. De un autor político prudente podría
esperarse que, en nombre de la buena causa, expusiera el
caso de una forma tendente a generar un sentimiento ge­
neral de buena voluntad hacia dicha causa. Evitaría deli­
beradamente la mención de cualquier elemento que pu­
diera «levantar el velo bajo el cual» la parte respetable de
la sociedad «oculta sus divergencias». Mientras el teórico
prudente desdeñaría el recurso a los prejuicios, el hombre
de negocios prudente trataría de poner cuantos prejuicios
respetables pudiera al servicio de la buena causa. «La ló­
gica no admite compromiso alguno. La esencia de la polí­
tica es el compromiso.» En sintonía con este espíritu, los
hombres de Estado que firmaron el acuerdo de 1689 de­
fendido por Locke en sus Dos tratados «apenas si paraban
mientes en la coherencia de sus planteamientos fundamen­
tales respecto a las conclusiones derivadas de ellos si los
primeros les aseguraban doscientos votos y las segundas
otros tantos».53 Siguiendo este mismo espíritu. Locke, en
su defensa del pacto revolucionario, recurrió tan a menu­
do cuanto pudo a la autoridad de Hooker, uno de los hom­
bres menos revolucionarios que han pisado la faz de la tie­
rra. Sacó todo el provecho posible de su acuerdo parcial
con Hooker y sorteó los inconvenientes que podían haber
surgido a raíz de su parcial desacuerdo con Hooker guar­
dando un silencio casi absoluto al respecto. Puesto que es­
cribir significa actuar, no procedió de un modo radical­
mente distinto al elaborar su trabajo más teórico, Essay:

53. Macaulay, The History o f England, Nueva York, Allison, vol. 11, p. 4 9 1.
z jz Capítulo V

Puesto que no todos, ni tan siquiera la mayoría, de quienes cre­


en en Dios se toman la molestia o poseen la capacidad de exami­
nar y comprender de forma clara las pruebas de su existencia,
no me sentía dispuesto a revelar la debilidad del argumento en
cuestión (Essay, iv , lo , sec. 7 ); puesto que posiblemente dicho
argumento servirá para que algunos hombres se ratifiquen en la
creencia de un Dios, lo cual es suficiente para preservar en ellos
los verdaderos sentimientos de la religión y la moralidad. >4

Locke siempre sería, como a Voltaire le gustaba llamarlo,


«le sage Locke».
Locke expuso con mayor profundidad su noción de la
prudencia en algunos pasajes de su Reasonableness ofChris-
tianity. Refiriéndose a los filósofos de la Antigüedad, afirmó:

La parte racional y pensante de la humanidad [...] cuando se


embarcaron en su busca, hallaron el Dios único, supremo e invi­
sible, pero si reconocieron su existencia y lo adoraron, fue sólo
en el interior de sus propias mentes. Mantuvieron esta verdad
encerrada en sus propios pechos como si de un secreto se trata­
ra, sin osar jamás exhibirla ante sus semejantes, y mucho menos
ante los sacerdotes, esos recelosos guardianes de sus propios
credos y sus provechosos artificios.

Sócrates se atrevió a «discutir y mofarse de su politeísmo


y sus erróneas concepciones de la deidad, y todos sabemos
la clase de recompensa que obtuvo por ello. Lucran cuales
fueren las opiniones de Platón y los más sobrios de los fi­
lósofos acerca de la naturaleza y la esencia del Dios único,
en lo tocante a la profesión de fe y al culto público con­
sentían de buen grado en seguir al rebaño y atenerse a la
religión impuesta por ley». No parece que Locke conside­
rara muy reprensible la conducta de los antiguos filóso-

54. Letter to the Bishop ofWorcester, en Works, v o l. r ii, pp. 5 3 -5 4 -


E l derecho natural moderno: Locke 273

fos, pese a que dicha conducta podría considerarse incom­


patible con la moralidad bíblica. Locke no lo creía así.
Cuando habla de la «prudencia» de Jesús, de su «carácter
reservado» o del hecho de que «se ocultara», afirma que
Jesús empleaba «palabras demasiado ambiguas para que
pudieran ser utilizadas en contra de él», palabras «oscu­
ras y dudosas, menos susceptibles de poder ser empleadas
en su contra» y añadía que Jesús había intentado «mante­
nerse fuera del alcance de cualquier acusación que pudie­
ra resultar justa o importante a los ojos del procurador
romano». Jesús «dio a sus ideas una forma enrevesada»,
siendo «tales sus circunstancias que, de no haberse condu­
cido con semejante prudencia y reserva, jamás habría po­
dido completar la empresa que alcanzó a completar [...]
Encubrió de tal forma su mensaje que no resultaba fácil
entenderlo». Si se hubiera comportado de un modo distin­
to, tanto las autoridades hebreas como las romanas «le
habrían arrebatado la vida o, cuando menos, habrían [...]
entorpecido la empresa en la que se había embarcado».
Además, si no hubiera sido cauteloso, habría suscitado
«un manifiesto peligro de tumulto y sedición», dando lu­
gar «al temor de que [su predicación de la verdad] genera­
ra [...] conflictos en el seno de las sociedades civiles y los
gobiernos del mundo».55 Llegamos así a la conclusión de
que, según Locke, el discurso prudente es legítimo siempre
que la franqueza sin tapujos constituya un obstáculo para
la consecución de un objetivo noble, nos exponga a alguna
forma de persecución^o ponga en peligro la paz entre los
hombres. Además, la prudencia legítima es perfectamente
compatible con el hecho de seguir al rebaño en lo tocante a
la proyección externa de las creencias de cada cual y con el
empleo de un lenguaje ambiguo o enrevesado que dificulte
la comprensión de nuestro mensaje.

55. Reasonableness, pp. 3 5 ,4 2 , 54, 57, 58, 59, 64, 13 5 - 13 6 .


274 Capítulo V

Supongamos por un momento que Locke era un raciona­


lista convencido, es decir, que contemplaba la razón desnu­
da no sólo como la única «estrella y brújula» del bombre»,5^
sino que le otorgaba el poder suficiente para conducir al
bombre a la felicidad, y por tanto rechazaba la revelación di­
vina como superfina y, en consecuencia, imposible. Incluso
en este caso, sus principios difícilmente le habrían permiti­
do, habida cuenta de las circunstancias en las que desarrolló
su obra, ir más allá de negar que aceptara como verdaderas
las enseñanzas del Nuevo Testamento, porque ha quedado
demostrado su origen revelado y porque las reglas de con­
ducta que transmite expresan del modo más perfecto la ley
de la razón en su integridad. No obstante, para comprender
por qué escribió Dos tratados de gobierno en lugar de una
«Politique tirée des propes paroles de PEcriture Sainte», no
es necesario dar por hecho que albergara en su fuero interno
algún tipo de dudas respecto a la veracidad de las dos propo­
siciones mencionadas. Bastará suponer que dudara en cierto
sentido de que aquello que él se sentía inclinado a considerar
demostraciones irrefutables fuera visto del mismo modo por
todos sus lectores. Pues lo cierto es que, si de hecho alberga­
ba algún recelo de este tipo, se vio obligado a elaborar su
doctrina política -es decir, su doctrina de la ley natural apli­
cada a los derechos y deberes de los gobernantes y los súbdi­
tos- tan al margen de las Escrituras como concebirse pueda.
Para entender por qué Locke no podía estar seguro de
que todos sus lectores consideraran tan irrefutablemente
cierta la naturaleza revelada del Nuevo Testamento, basta
recordar lo que contemplaba como prueba inequívoca del
carácter divino de la misión de Jesús. Dicha prueba no es
otra que «la multitud de milagros que realizó a ia vista de
todo tipo de personas». Ahora bien, según Locke, que en
este punto sigue tácitamente las enseñanzas de Spinoza,

56. Treatises, i, sec. 58.


E l derecho natural moderno: Locke 275

para demostrar que un determinado fenómeno es un mila­


gro no basta acreditar la naturaleza sobrenatural de dicbo
fenómeno. Para probar que determinado fenómeno no pue­
de de modo alguno deberse a causas naturales, sería necesa­
rio conocer ios límites del poder de la naturaleza, y dicbo
conocimiento no se halla al alcance de cualquier mortal.
Basta que el fenómeno que supuestamente demuestra la na­
turaleza divina de la misión de un hombre revele mayor po­
der que los fenómenos que supuestamente pueden negarla.
Surge entonces la duda respecto a la posibilidad de estable­
cer una distinción clara entre milagros y no milagros, o res­
pecto a la posibilidad de basar un argumento demostrativo
en la noción lockeana de milagro. Sea como fuere, a fin de
ganar credibilidad entre las personas que no los presencia­
ron, los milagros deben contar con testigos en número y ca­
lidad suficiente. Los milagros del Antiguo Testamento no
cuentan con testimonios suficientes para convencer a los
paganos, pero los milagros de Jesús y los Apóstoles cuentan
con el respaldo testimonial suficiente para convencer a to­
dos los hombres. Tanto es así que «los milagros realizados
[por Jesús] [...] jamás han sido ni podrían ser negados
por ninguno de los enemigos o rivales del cristianismo».57
57. Á discourse ofmiracles, en Works, voL v in , pp. 260-264; Reasonableness,
pp. 13 5 ,14 6 . Ibidem, pp. 13 7 -13 8 : en el Antiguo Testamento, «la revelación per­
manecía enmudecida en un pequeño rincón del mundo [...] El mundo gentil, en el
tiempo de Nuestro Salvador y varias eras antes, no podía acceder a testimonio al­
guno de los milagros a partir de los cuales los hebreos habían levantado su fe, a no
ser que se encargaran de divulgarlos los propios hebreos, un pueblo desconocido
para la mayor parte de la humanidad, repudiado y vilipendiado por parte de las na­
ciones que sí lo conocían [...] Pero Nuestro Salvador tuvo a bien no confinar sus
milagros ni su mensaje a la tierra de Canaan, ni los adoradores a Jerusalén, sino
que predicó personalmente en Samarla y realizó milagros jumo a las fronteras de
Tiro y Sidón, ante muchedumbres llegadas de todos los rincones. Y tras su resu­
rrección envió a los apóstoles a recorrer las naciones de la Tierra y a predicar con
milagros, que fueron realizados en todas partes con tanta frecuencia y ame la mira­
da de tantos testigos de toda condición, a plena luz del día, que [...] los enemigos de
la fe cristiana jamás han osado negarlos. No, ni tan siquiera Juliano el Apóstata,
que no quería la facultad ni el poder para indagar en la verdad». Véase nota 59.
z j6 Capítulo V

Esta osadísima afirmación resulta particularmente sor­


prendente en boca de un muy capacitado contemporá­
neo de Hobbes y Spinoza. Tal vez la aseveración de Locke
resultara menos extraña si pudiéramos estar seguros
de que no conocía tanto como creía la obra de dichos
«autores justamente censurados». 5® Pero ¿acaso es necesa­
rio conocer a fondo la obra de Hobbes y de Spinoza para
saber que niegan la realidad, o cuando menos la certeza, de
cualquier milagro.^ ¿Y acaso la escasa familiaridad de Loc­
ke con los escritos de Hobbes y Spinoza no merma conside­
rablemente su valía en cuanto autor filosófico de finales del
siglo X V I I ? Al margen de ello, si nadie niega los milagros re­
feridos en el Nuevo Testamento, parecería plausible dedu­
cir que todos los hombres son cristianos, puesto que «allá
donde el milagro es admitido, la doctrina no puede ser re­
chazada ».59 Sin embargo, Locke era consciente de que ha­
bía hombres que, aun no siendo cristianos creyentes, se

58. Second Reply to the Bishop o f Worcester, p. 477: «No estoy tan familia­
rizado con la obra de Hobbes y de Spinoza como para poder reproducir sus
opiniones en lo tocante a este tema [el de la vida tras la muerte], Pero posible­
mente habrá quienes consideren más pertinente la autoridad de su Ilustrísima
en la materia que ia de estos autores justamente denostados». A Second Vin-
dication o f the Reasonableness o f Christianity, en Works, voL v i, p. 420:
«Yo [...] no sabía que estas palabras, extraídas por él del Leviatán, ni otras de
similar naturaleza, estuvieran presentes en sus páginas, como tampoco sé aún
-n o más de lo que creo - que así sea tras haber leído la mencionada cita».
59. A discourse o f Miracles, p. 259. Se podría argumentar, quizás, que Locke
establecía una sutil distinción entre «no negar los milagros» y «admitir los
milagros». En tal caso, el hecho de que los milagros referidos en el Nuevo Tes­
tamento jamás hayan sido negados y no puedan serlo no serviría para demos­
trar la naturaleza divina de la misión de Jesús y, por ende, no existiría prueba
demostrativa alguna de ello. Sea como fuere, el argumento sugerido se con­
tradice con io afirmado por Locke en otros textos. Véase Second Vindication,
p. 340: «La principal de éstas [marcas especialmente propias dei Mesías] es su
resurrección de entre los muertos, lo cual, siendo como es la gran prueba de­
mostrativa de su condición mesiánica [...]» con ibidem, p. 342: «La veracidad
de su condición de Mesías es subsidiaria de [su resurrección] [...] Creer en lo
uno es creer en lo otro; negar una de estas premisas equivale a la imposibili­
dad de creer en ambas».
E l derecho natural moderno: Locke 277

hallaban familiarizados con el Nuevo Testamento: su Rea­


sonableness o f Christianity, en cuyas páginas vertió sus
más enfáticas declaraciones acerca de los milagros del
Nuevo Testamento, iba «destinada sobre todo a los deís­
tas», que al parecer existían «en gran número» en la época
que le tocó vivir.6° Puesto que, según él mismo admitió,
Locke estaba al tanto de la existencia de deístas contempo­
ráneos y coterráneos suyos, debió haberse percatado del
hecho de que ninguna doctrina política basada en las Lscri-
turas sería universalmente aceptada como verdad incues­
tionable, o por lo menos no sin una argumentación previa
muy compleja que en vano buscaríamos entre sus escritos.
Es posible plantear la cuestión en términos más sencillos
del modo siguiente: la veracidad de D í q s es, en efecto, una
demostración de cualquier proposición revelada por El.
No obstante, «toda la fuerza de esta certeza depende de
que sepamos o no que Dios reveló» dichas proposiciones,
o lo que es lo mismo, «nuestra certeza no puede ser mayor
que nuestro conocimiento de que se trata de una revela­
ción divina». Y por lo menos en lo tocante a todos los
hombres que sólo saben de la revelación por medio de la
tradición, «el conocimiento que poseemos de que esta re­
velación partió originalmente de Dios jamás podrá ser tan
incuestionable como el conocimiento que obtenemos a
partir de la percepción clara y evidente del acuerdo o des­
acuerdo de nuestras propias ideas». De esto se deduce que
nuestra certeza en la vida eterna del alma humana pertene­
ce al territorio de la fe y no de la r a z ó n . S i n embargo,
puesto que sin esa certeza «la justa medida del bien y del
mal» no posee el carácter de una ley, la razón no puede
contemplarlos como tal. De esto se desprendería que no
existe una ley de la naturaleza y, por tanto, si tiene que ha-

60. Second Vindication, pp. 16 4, 264-265, 375.


6 1. Essay, iv , 18 , secs. 4-8; véase nota 50.
27 8 Capítulo V

ber «una ley conocible a la luz de la naturaleza, es decir, sin


la ayuda de la revelación positiva», dicba ley debe consistir
en un conjunto de reglas cuya validez no presupone la vida
tras la muerte ni la creencia en la vida tras la muerte.
Dicbas reglas fueron establecidas por los filósofos clási­
cos. Los filósofos paganos, «que hablaban desde la razón,
no mencionaron demasiado a la Deidad en su ética». De­
mostraron que la virtud «es la perfección y la excelencia de
nuestra naturaleza; que la virtud es en sí misma una forma
de recompensa que perpetuará nuestro nombre en las eras
futuras», pero «la privaron de atributos»,^^ pues no logra­
ron demostrar la obligada existencia de una relación entre
la virtud y la prosperidad o la felicidad, una relación que no
es visible en esta vida y que sólo puede garantizarse si existe
vida tras la muerte.^3 Con todo, aunque la razón por sí sola
no pueda establecer un vínculo obligado entre la virtud y la
prosperidad o la felicidad, los filósofos clásicos se percata­
ron -a l igual que se percatan casi todos los hombres- de la
existencia de un vínculo obligado entre cierta clase de pros-

6z. De esto se sigue que, «por extraño que resulte, el autor de la ley nada tuvo
que ver con las virtudes y los vicios morales», sino que limitó sus funciones a la
conservación de la propiedad. Véase Treatises, iii, sec, 12 4 y J.W . Gougk
John Locke’s Political Philosophy, Oxford, Clarendon Press, 19 50 , p. 190. Si
la virtud por sí sola carece de eficacia, la sociedad civil debe contar con otros
cimientos, aparte de la perfección humana o la inclinación hacia ella. Debe
sentar sus bases sobre el deseo más poderoso del hombre, el deseo de conser­
vación de la propia vida y, por tanto, sobre su interés por la propiedad.
63. Reasonableness, pp. 14 8 -14 9 : «Virtud y prosperidad rara vez viajan jun­
tas; de ahí el escaso seguimiento del que ha gozado la primera a lo largo de la
historia. Y a nadie debe extrañar que la virtud no prevaleciera demasiado
cuando los inconvenientes que la acosaban eran visibles y cercanos, mientras
que las recompensas eran dudosas y distantes. La humanidad, que puede y
debe poder buscar la felicidad, sin obstáculo alguno, no podía sino conside­
rarse a sí misma excluida de la estricta observancia de las regias que tan esca­
sa relación parecían guardar con fin principal, la felicidad, en tanto le impe­
dían disfrutar de los gozos de esta vida y ofrecían a cambio escasas pruebas y
escasa seguridad en la existencia de otra vida». Véase ibidem, pp. 13 9 , 14 2-
14 4 , 1 5 0 - 15 1; Essay, r, 3, sec. 5 ,1 1 , 28, sees. 10 -12 .
E l derecho natural moderno: Locke Z79

peridad o felicidad y cierta clase o cierta parte de la virtud.


Existe, en efecto, una relación visible entre la «felicidad pú­
blica» o «la prosperidad y la felicidad temporal de cual­
quier pueblo» y el acatamiento general de «varias reglas
morales». Estas reglas, que al parecer forman parte de la
ley de la naturaleza entendida en su integridad, «pueden
merecer por parte de la humanidad una aprobación muy
generalizada sin que ello implique el conocimiento o la ad­
misión del verdadero fundamento de la moralidad, que
sólo puede ser la voluntad y la ley de un Dios, que ve a los
hombres en la oscuridad, que con sus manos reparte re­
compensas y castigos, y posee el poder suficiente para 11a-
^ mar-a-earpítulo al más soberbio de los infractores». Pero in­
cluso en el caso -y precisamente en el caso- de que estas
reglas se hallen divorciadas «del verdadero fundamento de
la moralidad», se sostiene «sobre sus verdaderos cimien­
tos »: «[Antes de Jesús], las justas medidas del bien y del mal
que por doquier habían surgido en virtud de la necesidad,
prescritas por las leyes civiles o recomendadas por los filó­
sofos, se apoyaban sobre sus verdaderos cimientos. Eran
contempladas como lazos de unión de la sociedad, comodi­
dades de la vida cotidiana y prácticas loables».^4 Por muy
dudoso que fuera en el pensamiento de Locke el estatuto de
la ley de la naturaleza en su integridad, es de suponer que la
ley parcial de la naturaleza, limitada a los obvios requisitos
de la «felicidad política» -un «bien de la humanidad en
este mundo»-, se babría mantenido firme. Sólo esta ley
parcial de la naturaleza podía haber sido reconocida por él,
en última instancia, como una ley de la razón y, por consi­
guiente, como una verdadera ley de la naturaleza.
Debemos considerar ahora la relación existente entre lo
que de momento denominaremos la ley parcial de la natu-^

64. Reasonableness, pp. 144, 13 9 ; Essay, i, 3, secs. 4, 6, 10 (las cursivas no


figuran en el original); Treatises, 11, secs. 7, 42, 10 7 . t
2 8o Capítulo V

raleza y la ley del Nuevo Testamento. Si «ni más ni me­


nos» que la ley de la naturaleza en su totalidad proviene
del Nuevo Testamento, si «todas las partes» de la ley de la
naturaleza se hallan expuestas en el Nuevo Testamento de
una forma «clara, sencilla y fácil de entender», el Nuevo
Testamento debe contener, concretamente, expresiones
claras y sencillas de aquellas prescripciones de la ley de la
naturaleza que los hombres deben cumplir en aras de
la felicidad política.^5 Según Locke, una de las reglas de «la
ley de Dios y la naturaleza» es la que estipula que el go­
bierno «no debe elevar los tributos sobre la propiedad de
los gobernados sin el consentimiento de éstos, ya lo otor­
guen en persona o a través de sus representantes políti­
cos». Locke ni siquiera intenta buscar en las Lscrituras
una confirmación clara y sencilla de esta regla. Otra regla
muy importante y característica de la ley de la naturaleza
tal como la entiende Locke es la que niega al vencedor el
derecho y titularidad de las posesiones dei vencido. Ni si­
quiera en una guerra justa puede el vencedor «desposeer
al vencido de su posteridad». Ll propio Locke admite que
la suya «será recibida como una doctrina extraña», es de­
cir, original. De hecho, se diría que la doctrina opuesta se
halla por lo menos tan ratificada en las Lscrituras como la
de Locke. Ll filósofo cita en más de una ocasión la máxi­
ma de Yefté «Que Yahvé, el Juez, juzgue», pero ni siquiera
hace alusión al hecho de que la sentencia de Yefté surgió
en el contexto de una controversia en torno al derecho de
conquista, como tampoco menciona la concepción radi­
calmente antilockeana que defendía Yefté con respecto a
los derechos del vencedor.^® Ln vista de lo expuesto, uno
se siente tentado a afirmar que la sentencia de Yefté, pro-

65. Véase también Essay, 11, 28, sec. 1 1 .


66. Treatises, 11, secs. 14 2 (véase sec. 13 6 n.), 180, 18 4 ; véase también
nota 5 1. Ibidem, secs. 2 1 , 1 7 6 , 2 4 1; véase Libro de los Jueces 11 :1 2 - 2 4 ; véase
también el Leviatán de Hobbes, cap. x x iv {162).
E l derecho natural moderno: Locke z 81

nunciada en referencia a un conflicto entre dos naciones,


es utilizada por Locke como el locus classicus de las con­
troversias entre el gobierno y el pueblo. Ln la doctrina de
Locke, la afirmación de Yefté ocupa el lugar de una sen­
tencia de san Pablo que apenas si llega a citar: «Sométanse
todas las almas a los poderes supremos».^7
Además, la doctrina política de Locke se apoya en la
concepción de los orígenes de la sociedad política que ex­
pone en su doctrina de la ley natural. Esta última no pue­
de basarse en las Escrituras, pues la sociedad política cuyo
origen ocupa un lugar preeminente en la Biblia -la del Es­
tado judío- es la única sociedad política cuyo origen no
fue natural.^^ A mayor abundamiento, toda la doctrina
política de Locke se basa en la asunción de un estado de.
naturaleza, cuando esta asunción es completamente ajena
a la Biblia. El hecho que a continuación se refiere habla
por sí mismo: en el Segundo tratado de gobierno, en el que
Locke expone su propia doctrina, abundan las referencias
explícitas al estado de naturaleza; en el Primer tratado, en
cuyas páginas critica la doctrina, supuestamente bíblica,
que elabora Lilmer en torno al derecho divino de los reyes
- y por tanto utiliza mucho más material bíblico que en el
Segundo Tratado- aparece, si no me equivoco, una sola
mención al estado de naturaleza. ^9 Desde el punto de vista
bíblico, lo relevante no es la distinción entre el estado de
naturaleza y el estado de sociedad civil, sino entre el esta­
do de inocencia y el estado posterior a la Caída. Tal como

67. Véase en especial las palabras de Hooker citadas en Treatises, ii, sec. 90 n,
con el contexto de Hooker; en la obra de éste, el pasaje citado por Locke surge
inmediatamente precedido de una cita de la epístola de san Pablo a los Roma­
nos 1 3 : 1 . La sentencia de san Pablo aparece en una cita {Treatises, sec. 237).
Véase también ihidem, sec. 1 3 , donde Locke se refiere a una objeción en la que
incurre la sentencia «Ciertamente Dios había nombrado gobierno», sentencia
ésta que no aparece en la réplica de Locke.
68. Treatises, 11, secs. l o i , 1 0 9 , 1 1 5 .
69. Ibidem, i, sec. 90.
z 8z Capítulo V

Io concibe Locke, el estado de naturaleza se distingue por


fuerza tanto dei estado de inocencia como del estado pos­
terior a la Caída. Ln el supuesto de que el estado de natu­
raleza concebido por Locke tenga algún tipo de cabida en
la historia bíblica, su punto de partida sería el momento
posterior al Diluvio, es decir, mucho después de la Caída.
Con anterioridad a la salvación de Noé y de sus hijos por
, parte de Dios, el hombre no tenía el derecho natural a la
búsqueda de su propio sustento que surge como conse­
cuencia del derecho natural a la conservación de la propia
vida, y el estado de naturaleza es el estado en el que cada
hombre posee «todos los derechos y privilegios de la ley
de la naturaleza».7® Ahora bien, si el estado de naturaleza
empieza mucho tiempo después de la Caída, parecería
abocado a participar de todas las características del «esta­
do corrupto de los hombres degenerados». Sin embargo,
Locke lo concibe como una «era pobre pero virtuosa»,
una era marcada por «la inocencia y la sinceridad», por
no decir la era d o r a d a . 7^ Al igual que la Caída en sí, el cas­
tigo derivado de la Caída dejó de tener significado alguno
en la doctrina política de Locke, quien sostiene que ni si­
quiera la maldición proferida por Dios contra Eva impone
ai sexo femenino el deber «de no esforzarse por evitar» di­
cha maldición: las mujeres pueden evitar los dolores del
parto «si se hallara una forma de ponerles remedio».72

70. Ibidem, i, secs. 27, 39; 11, sec. 25; véase también 11, secs. 6, 87; 11,
secs. 36, 38. En 11, secs. 56-57, Locke parece afirmar que Adán se hallaba en
estado de aaturaieza con anterioridad a la caída. De acuerdo con lo expuesto
en ibidem, sec. 36 (véanse 10 7 - 10 8 ,1 16 ) , el estado de naturaleza se sitúa cro­
nológicamente en «las primeras eras del mundo» o en «el principio de todas
las cosas» (véase Hobbes, De cive, v , z); véase también Treatises, 11, sec. 1 1
(final), con Génesis 4 :14 -15 y 9:5-6.
7 1 . Véase Reasonableness, p. 1 1 2 , y Treatises, i, secs. 16 , 44-45 con ibidem,
I I, secs. i i o - i i i , 12 8 . Nótese el plural «todas aquellas [eras]» {ibidem, sec.
xio ); ei estado de naturaleza se ha dado en numerosas ocasiones, pero estado
de inocencia no ha habido más que uno.
72. Treatises, 1, sec. 47.
E l derecho natural moderno: Locke 283

El conflicto existente entre la doctrina del derecho natu­


ral de Locke y el Nuevo Testamento se percibe quizás con
mayor claridad a través de sus reflexiones acerca del matri­
monio y temas afines. 73 En el Primer tratado, agrupa el
adulterio, ei incesto y la sodomía bajo la categoría de peca­
dos y señala que esta calificación se establece al margen del
hecho de que «contraríen la principal intención de la natu­
raleza». Ante esto, no podemos sino preguntarnos si el he­
cho de que merezcan el calificativo de pecados se debe o no
principalmente a la «revelación positiva». Más adelante,
Locke plantea una cuestión relacionada con este tema:
«¿Qué diferencia existe en la naturaleza entre una esposa y
una concubina?» y, si bien el autor se abstiene de dar una
respuesta, el contexto sugiere que la ley natural no se pro­
nuncia sobre dicha diferencia. Es más: Locke señala que la
diferencia entre las personas a las que un hombre puede o
no puede desposar se basa exclusivamente en la ley revela­
da. En la reflexión temática que sobre la sociedad conyugal
lleva a cabo en el Segundo tratado, L o c k e deja bastante

73. En lo tocante a la relación entre la doctrina de Locke acerca de la propie­


dad y la doctrina del Nuevo Testamento, baste con mencionar su interpreta­
ción de San Lucas, 18 :22 : «Esto entiendo como significado del acto: que la
venta de cuanto tenía y la dádiva de esos bienes a los pobres no debe contem­
plarse como una ley vigente del reino [de Jesús], sino una orden probatoria
destinada a averiguar si el joven sometido a prueba realmente creía que Jesús
era el Mesías y, por tanto, estaba dispuesto a acatar sus órdenes y renunciar a
todo para seguirlo en cuanto Él, su príncipe, así lo requiriese» (Reasonahle-
ness, p. 120).
74. La reflexión temática sobre la sociedad conyugal surge en el cap. vii del
Segundo tratado, no -com o sería de esperar- en un capítulo titulado «De la
sociedad conyugal», sino «De la sociedad política o civil». Dicho capítulo re­
sulta ser el único de los Tratados que arranca con la palabra «Dios», y le sigue
el único capítulo de los Tratados que arranca con la palabra «Hombre». El
capítulo vii empieza con una clara referencia a la divina institución del matri­
monio tal como figura en el Génesis 2 :18 . Más sorprendente aún resulta
el contraste entre la doctrina bíblica (sobre todo en su interpretación cris­
tiana) y la doctrina personal de Locke. Pero resulta, además, que en el
Essay existe asimismo un único capítulo que arranca con la palabra «Dios»,
284 Capítulo V

claro que, según la ley natural, la sociedad conyugal no se


traduce necesariamente en relaciones de por vida. Para que
se cumpla la finalidad de la sociedad conyugal (la procrea­
ción y la educación) sólo se requiere que «el macho y la
hembra de la raza humana permanezcan unidos durante
un período de tiempo más largo que las restantes criatu­
ras». Locke no se limita a afirmar que los «lazos conyuga­
les» deben ser «más duraderos en el hombre que en las de­
más especies animales», sino que además proclama la
necesidad de que dichos lazos sean «más sólidos [...] en el
hombre que en las demás especies animales». No acierta a
decirnos, sin embargo, cuán sólidos deben ser. La poliga­
mia es, desde luego, perfectamente compatible con la ley
natural. Conviene reseñar asimismo que lo afirmado por
Locke acerca de la diferencia entre ia sociedad conyugal de
los seres humanos y la sociedad conyugal de las bestias -a
saber, que la primera es, o debería ser, «más firme y durade­
ra» que la segunda-no implica prohibición alguna respec­
to a la práctica del incesto, de lo que se deduce que su autor
se abstiene de pronunciarse acerca de dichas proscripcio­
nes. Al hilo de todo lo expuesto, Locke afirma más adelan­
te, en perfecta sintonía con Hobbes y diametral oposición a
Hooker, que la sociedad civil es la única que puede juzgar

seguido también del único capítulo de la obra cuya primera palabra es «Hom­
bre» (iii; I y 2). En el único capítulo del Essay que empieza con la palabra
«Dios», Locke trata de demostrar que, «en última instancia, las palabras se
derivan de ideas razonables en la misma medida en que transmiten el signifi­
cado de éstas» y señala que, a juzgar por las observaciones a las que se refiere
«podemos intuir qué tipo de nociones eran y de dónde se derivaron las nocio­
nes que llenaron las mentes de aquellos que inventaron las primeras lenguas»
(las cursivas no figuran en ei original). Locke contradice así de forma pruden­
te ía doctrina bíblica que había adoptado en los Treatises (ri, sec. 56) y según
la cual el inventor de la primera lengua, Adán «fue creado un hombre perfec­
to, con un cuerpo y una mente en plena posesión de su fuerza y razón, y por
tanto capacitado desde el primer instante de su existencia para [...] gobernar
sus acciones de acuerdo con los dictados de la ley de la razón que Dios había
implantado en él».
E l derecho natural moderno: Locke 285

qué «transgresiones» son o no merecedoras de castigo.75


Como es natural, la doctrina de la sociedad conyugal
de Locke influye en su pensamiento en lo tocante a los de­
rechos y deberes de padres e hijos. Cita una y otra vez la
exhortación «Honrarás a tus padres», pero confiere a los
mandatos bíblicos un sentido no bíblico al desestimar por
completo la distinción que establecen las sagradas Escritu­
ras entre uniones legítimas e ilegítimas de hombres y mu­
jeres. Es más: en lo tocante al deber de obediencia de los
hijos para con los padres, Locke sostiene que dicho deber
«termina una vez que el hijo alcanza la mayoría de edad».
Si los hijos conservan un «fuerte vínculo» de obediencia
hacia sus padres una vez alcanzada la edad adulta, esto se
debe tan sólo al hecho de que «por lo general está en las
manos del progenitor ejercer [su condición] de una forma
más permisiva o liberal, en función de la conducta del hijo
con respecto a su voluntad y humor». Por emplear los pre­
cavidos términos de Locke, diríamos que «el de la obe­
diencia filial no es en absoluto un vínculo menor» pero,
como él mismo afirma de modo explícito, tampoco es «en
modo alguno un vínculo natural»: una vez que los hijos
alcanzan la mayoría de edad, ningún precepto de la ley
natural les impone la obediencia a los padres. No obstan­
te, Locke insiste con más vehemencia si cabe en la «obli­
gación perpetua de honrar a los padres», un deber que
«nada puede eximir» y que «los hijos siempre deben a sus
padres». Según Locke, la base iusnaturalista de este deber
perpetuo es el hecho de que los padres han engendrado a
sus hijos, aunque admite que, si los padres incurren en un

75, Treatises, i, secs. 59, 12 3 , 12 8 ; ll, secs. 65, 79 -8 1. Véase Treatises, 11,
secs. 88, 13 6 y n., con Hooker, Lau/s o f Ecclesiastical Polity, i, 10 , see. 10 , y
III, 9, see. 2, por una parte, y Hobbes, De cive, x iv , 9, por la otra. Véase
Gough, opus cit., p. 189. En cuanto al superior derecho de la madre respecto
al del padre, véase en especial Treatises, l, sec. 55, donde Locke sigue de for­
ma tácita las enseñanzas de Hobbes (De cive, ix , 3). Véase nota 84.
286 Capítulo V

«descuido contra natura» de sus hijos, pueden «quizás»


perder su derecho «a ver cumplida buena parte del deber
implícito en la exhortación “ Honrarás a tus padres” ».
Pero Locke va más allá: en su Segundo tratado, señala que
«el mero hecho de haber engendrado a los hijos» no otor­
ga a los padres el derecho irrevocable de ser honrados por
éstos; «el deber de honor que se supone a todo hijo otorga
a los padres el derecho perpetuo a recibir respeto, reveren­
cia, apoyo y obediencia en la misma medida, aproximada­
mente, en la que éstos hayan vertido atención, medios ma­
teriales y bondad en la educación de su progenie».7^ De
esto se sigue que, si la atención, los medios materiales y la
bondad dedicados por los padres es nula, su derecho a ser
honrados por los hijos también será nulo. Ll categórico
imperativo «Honrarás a tu padre y a tu madre» se con­
vierte de este modo en el imperativo hipotético «Honrarás
a tu padre y a tu madre si ellos así lo han merecido».
Creemos poder afirmar sin temor a equivocarnos que la
«ley de la naturaleza parcial» de Locke no puede equipa­
rarse del todo con las enseñanzas claras y simples del Nue­
vo Testamento ni de las Sagradas Lscrituras en general. Si
«todas las partes» de la ley de la naturaleza se hallan ex­
plícitas en el Nuevo Testamento.de un modo claro y sim­
ple, se sigue que «la ley natural parcial» no pertenece en
absoluto a la ley de la naturaleza. Lsta conclusión se forta­
lece a la luz de la siguiente consideración: para que la ley
de la naturaleza se considere una ley propiamente dicha,
debe existir constancia general de su emanación divina.
Sin embargo, la «ley parcial de ia naturaleza» no exige la
creencia en Dios, sino que delimita las condiciones que

76. Treatises, i, secs. 6 3 ,9 0 ,10 0 ; 11, secs. 52, 65-67, 69, 7 1-7 3 . Locke parece
insinuar que, en igualdad de condiciones, los hijos de los ricos se hallan más
obligados a honrar a sus padres que los hijos de los pobres. Esta conclusión es­
taría en perfecta consonancia con el hecho de que los padres acaudalados man­
tienen un vínculo de obediencia filial más poderoso que los padres humildes.
E l derecho natural moderno: Locke 287

debe cumplir toda nación para alcanzar la condición de


civil o civilizada. Ahora bien, los chinos son «un gran
pueblo civil», al igual que los siameses son «una nación
civilizada», y tanto los unos como los otros «carecen de
la idea y el conocimiento de Dios».77 La «ley parcial de la
naturaleza « no es, por tanto, una ley en el sentido estricto
del término».7^
Llegamos así a la conclusión de que Locke no pudo ha­
ber reconocido ninguna ley de la naturaleza propiamente
dicha. Lsta conclusión entra en franca contradicción con
lo que normalmente se considera la doctrina de Locke, y
en especial los postulados contenidos en el Segundo trata­
do. Antes de pasar a examinar con mayor detenimiento
esta obra, rogamos al lector tenga en consideración los
siguientes hechos: la interpretación generalizada del pen­
samiento de Locke nos lleva a deducir que «dicho
pensamiento se halla plagado de defectos de lógica e in-
coherencias»,79 incoherencias, añadimos nosotros, tan
sumamente obvias que no pueden haber pasado desaper­
cibidas a un hombre de la talla y la sobriedad de Locke.
Además, la interpretación generalmente aceptada de su
pensamiento se basa en una serie de consideraciones con­
trarias a la prudencia de la que siempre hizo gala, una cla-

77. Treatises, r, sec. 1 4 1 ; Essay, i, 4, sec. 8; Second Reply to the Bishop o f


Worcester, p. 486. Reasonableness, p. 14 4 : «Esas justas medidas del bien y del
mal [...] se elevaban sobre sus verdaderos cimientos. Eran vistas como lazos de
unión de la sociedad, comodidades de la vida cotidiana y prácticas loables.
Pero ¿dónde se decía que su carácter obligatorio era conocido y permitido [con
anterioridad a Jesús] y que eran recibidas como preceptos de una ley, de la ley
suprema, la ley de la naturaleza? Tal no sería posible sin un claro conocimien­
to y reconocimiento del artífice de la ley» (véanse p. 3 3 3 y nota 49).
78. En consonancia con esta postura, Locke identifica en ocasiones la ley de
la naturaleza no con la ley de la razón, sino sencillamente con la razón (véase
Treatises, i, sec. l o i , con ii, secs. 6, 1 1 , 1 8 1 ; véase también ibidem, i, sec.
I I I , hacia el final).
79. Gough, opus cit., p. 12 3 .
288 Capítulo V

se de prudencia que permite, cuando menos, emplear un


lenguaje hasta tal punto enrevesado que dificulta la com­
prensión del mensaje y seguir al rebaño en lo tocante a las
manifestaciones públicas de fe. Pero, por encima de todo,
la visión generalizada de la doctrina lockeana no presta la
suficiente atención al carácter del Tratado, pues supone
equivocadamente que dicha obra contiene la exposición
filosófica de la doctrina política de Locke cuando, de he­
cho, contiene tan sólo la exposición «civil» de la misma.
En el Tratado quien habla no es tanto Locke el filósofo
como Locke el ciudadano inglés, y su discurso no va diri­
gido a los filósofos, sino a sus compatriotas.®® De ahí que
el contenido de dicha obra se base parcialmente en opi­
niones generalizadas e incluso, hasta cierto punto, en
principios bíblicos: «La mayoría no puede saber con cer­
teza, y por tanto debe creer». Tanto es así que incluso si la
filosofía «nos hubiera proporcionado la ética en una cien­
cia como las matemáticas, demostrable en su integridad
[...] la instrucción del pueblo debería seguir dependiendo
de los preceptos y principios del Evangelio».®^
No obstante, por mucho que Locke siguiera la tradición
en el Tratado, bastaría una somera comparación de su doc­
trina con las. de Hooker y Hobbes para comprobar que se
desvió considerablemente del pensamiento iusnaturalista
tradicional para seguir la senda trazada por Hobbes.®^
Existe, en efecto, un solo pasaje del Tratado en cuyas líneas

80 . Véase Treatises, ii, see. 52 (inicio), y i, see. 109 (inicio), con Essay, xii, 9,
sees. 3, 8 ,1 5 , y X I , see. 1 1 ; Treatises, Prefacio, i, sees, i , 47; 11, sees. 16 5 177 ,
2 2 3 ,2 3 9 .
8 1. Reasonableness, p. 146 . Véase la referencia a la otra vida en Treatises, 11,
secs. 2 1 (final), con sec. 13 (final). Véase las referencias a la religión en Treati­
ses, II, secs. 9 2 , 1 1 2 , 209-210.
82. En Treatises, 11, secs. 5-6, Locke cita a Hooker, i, 8, sec. 7. Hooker utili­
za el pasaje en cuestión para proclamar el deber de amar al prójimo como a
uno mismo, mientras que Locke se sirve de él para proclamar la igualdad na­
turai de todos los hombres. En el mismo contexto, Locke reemplaza el deber
E l derecho natural moderno: Locke 289

Locke señala de forma explícita su alejamiento respecto a


Hooker. Sin embargo, este pasaje desplaza nuestro interés
hacia una desviación radical. Tras haber citado a Hooker,
Locke sostiene: «Pero yo afirmo, además, que todos los
hombres se hallan naturalmente en [estado de naturale­
za] ». De este modo Locke sugiere que, según Hooker, algu­
nos hombres vivían de hecho o accidentalmente en estado
de naturaleza. Lo cierto, no obstante, es que Hooker no se
había pronunciado sobre el estado de naturaleza: toda la
doctrina del estado de naturaleza asienta sobre una ruptu­
ra con los principios de Hooker, es decir, con los principios
de la doctrina iusnaturalista tradicional. La doctrina lockea­
na de estado de naturaleza es inseparable de la noción de
que «en el estado de naturaleza, todos los individuos po­
seen el poder ejecutivo de la ley natural». Locke afirma dos
veces, en este mismo contexto, que su doctrina es «extra­
ña», lo que equivale a decir «o r i g i n a l ».®3

del amor mutuo del que había hablado Hooker por el deber de abstenerse de
hacer daño a los demás. En otras palabras, abandona el deber de ejercer la
caridad (véase Hobbes, De cive, iv , 12 , 23). Según Hooker (i, 10 , see. 4), el
padre posee por naturaleza «el poder supremo en el seno de la familia»; en
cambio según Locke {Treatises, ii, secs. 52 ss.), todo derecho natural del padre
es, como mínimo, compartido en su totalidad por la madre (véase nota 75).
En opinión de Hooker (i, 10 , see. 5), la ley natural impone la constitución de la
sociedad civil, mientras que para Locke {Treatises, 11, secs. 13 ,9 5 ) , «cualquier
número de hombres puede» constituir una sociedad civil (las cursivas no figu­
ran en el original). Véase Hobbes, De cive, v i, 2, y nota 67. Véase la interpre­
tación de autoconservación de Hooker, 1 ,5 , see. 2, con la interpretación radi­
calmente opuesta que de ella se hace en Treatises, i, sees. 86, 88. Nótese, por
encima de todo, la total disparidad entre Hooker (1, 8, ses. 2-3) y Locke {Es­
say, I, 3) respecto a la prueba del consensus gentium aplicada a la ley de la na­
turaleza.
83. Treatises, 11, secs. 9, 1 3 , 1 5 ; véase see. 9 1 n., en la que Locke cita a Hoo­
ker para referirse en una apostilla explicativa al estado de naturaleza que
Hooker no contempla en sus escritos; véase también see. 14 con Hobbes, Le­
viatán, cap. X III (83). En cuanto al «extraño» carácter de la doctrina de que
en el estado de naturaleza todos ios individuos poseen el poder ejecutivo de la
ley natural, véase Tomás de Aquino, Summa theologica 11, 2, qu. 64, a. 3, y
290 Capítulo V

¿En qué se basa Locke para afirmar que la admisión de


una ley de la naturaleza requiere la admisión de un estado
de naturaleza y, más concretamente, la admisión de que, en
el estado de naturaleza, «todo hombre posee el derecho a
[...] ejecutar la ley de la naturaleza» ?

Puesto que sería del todo inútil suponer una regla aplicable a las
libres acciones del hombre sin dotarla de algún mecanismo de
persuasión o disuasión capaz de determinar su voluntad, siempre
que supongamos una ley deberemos suponerle asimismo alguna
forma anexa de recompensa o castigo.

Para adquirir rango de ley, la ley de la naturaleza debe


constar de sanciones. Según la perspectiva tradicional, di­
chas sanciones vienen dictadas por el juicio de la concien­
cia, que es el juicio de Dios. Locke rechaza esta perspectiva.
En su opinión, el juicio de la conciencia se encuentra tan le­
jos de ser el juicio de Dios que, de hecho, la conciencia «no
es sino nuestra opinión o juicio personal acerca de la recti­
tud o perversidad de nuestras propias acciones». En pala­
bras de Hobbes, cuyas enseñanzas en esta materia seguía
Locke de forma tácita, «las conciencias privadas [...] no
son sino opiniones privadas». La conciencia no puede, por
consiguiente, erigirse en guía, y mucho menos impartir
sanciones. Dicho de otro modo, si el veredicto emitido por
la conciencia se identifica con el dictamen acertado de la
calidad moral de nuestras acciones, carecerá de toda fuer­
za: «Basta imaginar el saqueo de una ciudad y preguntarse
qué observación o noción de los principios morales, qué
atisbo de conciencia cabría buscar en semejante sucesión
de atrocidades ». Si debe haber sanciones a la ley de la natu-

Suárez, Tractatio de legibus, i l i , 3 , sees, i , 3 , por un lado, y Crocio, D e jure


belìi, II, 20 , secs. 3 , 7 , 1 1 , 2 5 y sec. i , así como Richard Cumberland, De legi­
bus naturae, cap. i , sec. 2 6 , por el otro.
E l derecho natural moderno: Locke 291

raleza en este mundo, dichas sanciones deben ser suminis­


tradas por los seres humanos. Sin embargo, toda forma de
«imponer la observancia» de la ley de la naturaleza en el
seno de la sociedad civil y a través de ésta parece ser el re­
sultado de una convención humana. De ello se deduce que
la ley de la naturaleza carecerá de efectividad en este mun­
do - y por tanto, no será una verdadera ley- a menos que
haya demostrado su efectividad en el estado que precede a
la constitución de la sociedad o el gobierno civil, es decir, en
el estado de naturaleza. Incluso en el estado de naturaleza,
cada ser humano debe ser plenamente responsable de sus
actos ante todos los demás seres humanos. Pero esto, a su
vez, implica que en el estado de naturaleza todo individuo
tiene derecho a aplicar la ley de la naturaleza: «si nadie en el
estado de naturaleza tuviera el poder de ejercerla, la ley de
la naturaleza sería inútil, al igual que todas las restantes le­
yes que afectan al hombre en este mundo». La ley de la na­
turaleza emana, en efecto, de Dios, pero para ser una ley no
es necesario que se conozca su procedencia divina, porque
su inmediato cumplimiento no recae en manos de Dios ni
de la conciencia, sino de los seres h u m a n o s.^4

84. Reasonableness, p. 1 1 4 ; «Si no existiera castigo alguno para ios transgre-


sores de las leyes [de Jesús], dichas leyes no serían las leyes de un rey [...] sino
vano palabrerío, sin fuerza ni influencia alguna». Treatises, 11, secs. 7, 8, 13 ,
(final), 2 1 (final); véase ibidem, sec. 1 1 , con i, sec. 56. Essay, i, 3, secs. 6-9, y
I I , 28, sec. 6; Hobbes, Leviatán, cap. x x ix (212). Cuando habla del derecho
de cada individuo a ejercer la ley de la naturaleza, Locke se refiere a «esa gran
ley de la naturaleza que determina que “ quien derrame sangre de hombre verá
la suya derramada por el hombre” » (Génesis 9:6), pero omite la justificación
bíblica de dicha sentencia: «porque Dios ha hecho al hombre a su imagen». El
argumento que en la doctrina lockeana justifica el derecho a infligir la pena ca­
pital a los asesinos es que el hombre puede «destruir las cosas nocivas» para el
Hombre (las cursivas no figuran en el original). Locke desestima el hecho de
que tanto el asesinado como el asesino han sido creados a imagen y semejanza
de Dios: el asesino «puede ser destruido como si se tratara de un león o un ti­
gre, es decir, una de esas bestias salvajes con las que el hombre no puede for­
mar sociedad '■e-e- seguridad» {Treatises, i, sec. 30; 11, secs. 8, 1 0 , 1 1 , 16 ,
zpz Capítulo Y

La ley de la naturaleza no puede ser una verdadera ley si


carece de efectividad en el estado de naturaleza, y no puede
ser efectiva en el estado de naturaleza si dicho estado no es
un estado de paz. La ley de la naturaleza impone a todos los
seres humanos el deber absoluto de preservar la vida del res­
to de la humanidad «en la medida de lo posible», pero sólo
«cuando este deber no entre en conflicto con la conserva­
ción de la propia vida». Si el estado de naturaleza se caracte­
rizara por un conflicto habitual entre la defensa de la propia
vida y la defensa de las vidas ajenas, la ley de la naturaleza
que «busca la paz y la conservación de toda la humanidad»
resultaría del todo ineficaz: la imperiosa necesidad de con­
servar la propia vida no dejaría lugar al interés por las vidas
ajenas. Ll estado de naturaleza debe ser, por tanto, «un esta­
do de paz, buena voluntad, apoyo mutuo y conservación de
la vida». Lsto significa que el estado de naturaleza debe ser
un estado social; en el estado de naturaleza, todos los hom­
bres «conforman una sociedad» en virtud de la ley de la na­
turaleza, aunque no tengan «en la Tierra ningún poder su­
perior en común». Ln la medida en que la conservación de
la propia vida requiere la provisión de alimentos y otros bie­
nes de primera necesidad, y puesto que la escasez de éstos
lleva al conflicto, el estado de naturaleza debe ser un estado
de abundancia: «Dios nos ha dado todas las cosas en núme­
ro pródigo». La ley de la naturaleza no puede ser una ley a
menos que sea conocida como tal, y para ser conocida debe
ser reconocible en el estado de naturaleza.
Tras haber trazado o sugerido este retrato del estado de
naturaleza, sobre todo en las primeras páginas del Tratado,
Locke lo echa por tierra a medida que avanza en su razona-

1 7 2 ,1 8 1 ) . Véase Tomás de Aquino, Summa theologica, i, qu. 79, a. 13 y 11, i,


qu. 96, a. 5 ad 3 (véase a. 4, obj. i); Hooker, i, 9, see. 2 -10 , sec. i ; Grocio De
jure belli. Prolegomena, secs. 20 y 27; Cumberland, opus cit.
85. Treatises, i, sec. 43; 11, secs. 6-7, 1 1 , 19 , 28, 3 1 , 5 1 , 56-57, f i o , 128,
17 1-17 2 .
E l derecho natural moderno: Locke 29 3

miento. El estado de naturaleza, que a primera vista parece


la edad dorada en la que el hombre vivía bajo el dictado de
Dios o los buenos demonios, es literalmente un estado sin
gobierno, una «pura anarquía», y podría haber durado
para siempre «de no haber sido por la corrupción y malevo­
lencia de los hombres degenerados». Pero por desgracia,
«la mayoría de los hombres no observa de forma estricta los
principios de equidad y justicia». Es por este motivo, entre
muchos otros, que el estado de naturaleza padece grandes
«inconvenientes». Numerosos «agraviosmutuos, ofensase
injusticias [...] aquejan al hombre en estado de naturaleza»;
en semejante estado, «los conflictos y las penas serían inter­
minables», pues se halla «repleto de temores y peligros con­
tinuos», El estado de naturaleza es una «condición malsa­
na». Lejos de ser un estado de paz, es un estado en el que la
paz y la tranquilidad son valores inciertos. El estado de paz
es la sociedad civil, mientras que el estado previo al de la so­
ciedad civil es el estado de guerra.^^ Esto es o bien la causa o
el efecto del hecho de que el estado de naturaleza no es un
estado de abundancia sino de penuria. Aquellos que viven
en un él son «miserables y desdichados». Para que haya
abundancia, debe existir la sociedad civil. ^7 Al ser una
«pura anarquía», el estado de naturaleza difícilmente se
convertirá en un estado social. De hecho, se caracteriza por
la «ausencia de sociedad». «Sociedad» y «sociedad civil»
son términos sinónimos. El estado de naturaleza es un esta­
do «precario», pues «el primero y más poderoso deseo que
Dios implantó en el hombre» no es el deseo de velar por los
demás, y ni siquiera el de velar por su propia descendencia,
sino el deseo de conservar la propia vida.^^

86. Ibidem , ii, secs. 1 3 , 74, 90, 9 1 y n., 9 4 ,10 5 , 12 3 , 12 7 -12 8 , 1 3 1 , 13 5 n.,
13 6 , 2 12 , 225-227.
87. Ibidem , secs. 32, 37-38, 4 1-4 3 . 4 9 -
88. Ibidem , secs. 2 1, 74, l o i , 10 5 , 1 1 6 , 12 7 , 1 3 1 (inicio), 13 2 (inicio), 134
(inicio) (véase 12 4 [inicio]), 2 1 1 , 220, 243; véase ibidem r, sec. 56, con sec. 88.
Z9 4 Capítulo V

El estado de naturaleza sería un estado de paz y buena


voluntad si los hombres que viven en el estado de natura­
leza se sometieran a la ley de la naturaleza. Pero lo cierto
es que «ningún hombre puede someterse a una ley que no
ha sido promulgada para él». El hombre reconocería la
ley natural en el estado de naturaleza si «los dictados de
la ley natural» hubieran sido «implantados en su interior»
o «grabados en el corazón de la humanidad». Pero no hay
ninguna regla moral «impresa en nuestra mente» ni «es­
crita en [nuestros] corazones», ni «estampada en [nues­
tras] mentes» ni «implantada». Puesto que no existe nin­
gún habitus de principios morales, ninguna sindéresis o
conciencia, toda noción de la ley natural se adquiere a tra­
vés del estudio: para conocer la ley de la naturaleza, uno
debe convertirse en un «estudioso de dicha ley». Sólo por
medio de la demostración es posible acceder al conoci­
miento de la ley de la naturaleza. La cuestión, por tanto,
estriba en averiguar si los hombres que viven en estado de
naturaleza pueden devenir estudiosos de la ley de la natu­
raleza.

La mayor parte de la humanidad carece de la disponibilidad y la


capacidad necesarias para acceder a semejante grado de perfec­
ción ética [...] y esperar que lo hicieran sería tanto como esperar
que todos los jornaleros y comerciantes, hilanderas y ordeñado­
ras se convirtieran en perfectos matemáticos.

Sin embargo, un jornalero en Inglaterra se halla en mejor


situación que un rey en América y, «en el principio, todo
el mundo era América, y lo era en mayor medida de lo que
es ahora». Las «primeras eras» se caracterizan por una
«inocencia negligente y poco previsora» más que por há-

Véanse ambos pasajes, así como i, sec. 97, y 11, secs. 60, 6 3 ,6 7 ,17 0 , con Essay,
1 ,3 , secs. 3 ,9 ,1 9 .
E l derecho natural moderno: Locke 29 5

bitos de estudio39 La condición en la que el hombre vive en


el estado de naturaleza -«entre peligros que lo acechan
en todo momento» e inmerso en una situación de «penu­
ria»- imposibilita el conocimiento de la ley de la naturale­
za; luego, la ley natural no es promulgada en el estado
de naturaleza. No obstante, puesto que la ley natural debe
ser promulgada en el estado de naturaleza para que pueda
existir como ley en el verdadero sentido de la palabra, una
vez más nos vemos obligados a concluir que la ley de la
naturaleza no es una ley propiamente dicha.9°
¿Cuál es, entonces, el rango que corresponde a la ley
natural en la doctrina de Locke? ¿Cuál es su fundamen­
to? No existe ninguna regla de la ley de la naturaleza que
sea innata «es decir [...] que se halle impresa en la mente
como un deber». Esto queda demostrado por el hecho de
que no existan reglas de la ley natural «que, como corres­
pondería a principios prácticos, funcionen de modo con­
tinuo e influyan sin cesar en todas nuestras acciones [y
que] puedan observarse en todas las personas y en todas
las épocas, siendo por tanto constantes y universales».
Sin embargo, «la naturaleza [...] ha imbuido al hombre
de un deseo de felicidad y una aversión hacia la miseria;
éstos son, en efecto, principios prácticos innatos»: son
universales e incesantemente aplicables. El deseo de felici­
dad y la consecuente búsqueda de la felicidad no son de­
beres. Pero «los hombres [...] deben poder buscar la feli­
cidad sin que nadie ni nada obstaculice dicha búsqueda».
El deseo de felicidad y la búsqueda de la felicidad tienen
el carácter de un derecho absoluto, de un derecho natu­
ral. Existe, pues, un derecho natural innato, aunque no

89. Véase, ante todo, Treatises, 11, secs. 1 1 (final) 7 56 , con Essay, i, 3, sec. 8, y
I , 4, sec. iz ; Treatises, 11, secs. 6, iz , 4 1,4 9 , 5 7 , 9 4 , 1 0 7 , 1 2 4 , 1 3 6; Essay, 1, 3,
secs. I 6, 9 , 1 1 - 1 3 , z6, 27; Reasonableness, pp. 1 4 6 ,1 3 9 ,1 4 0 . Véase nota 74.
90. Véase el empleo del término «crimen» (frente a «pecado») en Treatises,
I I , secs. l o - i i , 87, 12 8 , 2 18 , 230, y compárese con Essay, 11, 28, secs. 7-9.
296 Capítulo V

exista ningún deber natural innato. Para entender esta pa­


radoja, basta reformular nuestra última cita: la búsqueda
de la felicidad es un derecho y «debe ser permitida» porque
«nadie ni nada puede obstaculizarla». Se trata de un de­
ber que precede a todos los deberes por la misma razón
que, según Hobbes, establece como hecho moral funda­
mental el derecho a la autoconservación; el hombre debe
ser libre de defender su vida de una muerte violenta por­
que es impulsado a hacerlo por una necesidad natural
cuya fuerza no es menor que aquella por la que una pie­
dra cae naturalmente al suelo. Siendo universalmente vá­
lido, el derecho natural - a diferencia del deber natural­
es válido también en el estado de naturaleza: el hombre
en estado de naturaleza «es el amo absoluto de su propia
persona y de sus posesiones».9^ Puesto que el derecho de
naturaleza es innato, mientras que la ley de la naturaleza
no lo es, el derecho de naturaleza es más fundamental que
la ley de la naturaleza y se convierte en el fundamento
de la ley de la naturaleza. ________
~^Toda v^ez'qué hoi hay felicidad sin vida, en caso de con­
flicto el deseo de vivir adquiere prioridad sobre el deseo
de ser feliz. Este dictado de la razón es al mismo tiempo
una necesidad natural: «el primero y más poderoso deseo
que Dios infundió en el hombre y hundió en los principios
mismos de su naturaleza es el de conservación de la propia
vida». El más fundamental de todos los derechos es, por
tanto, el derecho de autoconservación. La naturaleza ha
imbuido al hombre de un «fuerte deseo de preservar su
vida y su ser», pero sólo la razón humana enseña al hom­
bre lo que «es necesario y útil para su ser». Y la razón
-o , mejor dicho, la razón aplicada al sujeto que a conti­
nuación se define- es la ley natural. La razón nos enseña

9 1. Essay, i, 3, sees. 3, 12 ; Reasonableness, p. 14 8 ; Treatises, 11, sec, 12 3


(véase sec. 6). Véase Hobbes, D e cive, i, 7; ill, 27 n.
E l derecho natural moderno: Locke 297

que «aquel que es el amo de sí mismo y de su propia vida


tiene derecho, también, a los medios necesarios para con­
servarla». La razón nos enseña además que, puesto que
todos los hombres son iguales en lo que respecta al deseo
-y, por tanto, en\lo que respecta al derecho- de autocon­
servación, son también iguales en el aspecto esencial, no
obstante algunas diferencias naturales que puedan darse
en otros aspectos.^^- De todo esto Locke concluye, al igual
que hiciera Hobbes, que en el estado de naturaleza cada
hombre es el juez de los medios que conducen a su propia
conservación, lo que lo lleva, como a Hobbes, a afirmar
que en el estado de naturaleza «cada hombre es libre de
hacer lo que considera adecuado» . 93 No es de extrañar,
por tanto, que el estado de naturaleza «se halle plagado
de temores y peligros constantes». Sin embargo, la razón
nos enseña que la vida no puede ser conservada, y mucho
menos disfrutada, en otro estado que no sea el estado de
paz: la razón se traduce en un deseo de paz, es decir, en el
deseo de emprender las acciones que conducen a la paz.
La razón dictamina, por consiguiente, que «ningún hom­
bre debe hacer daño a otro», y aquel que lo hace -aquel
que, por tanto, ha renunciado a la razón- podrá ser casti­
gado por todos, del mismo modo que el dañado puede
exigir una reparación. Éstas son las reglas fundamentales
de la ley natural en la que se basa el Tratado: la ley natural
no es sino la suma de los dictados de la razón aplicada a
la «seguridad mutua» de los hombres, es decir, a «la paz y

92. Treatises, i, secs. 86-88,90 (inicio), i i i (hacia el final); 11, secs. 6, 5 4 ,14 9 ,
16 8, 17 2 . Se puede describir como sigue la relación entre el derecho de auto-
conservación y el derecho a la búsqueda de la felicidad: el primero es el derecho
a «subsistir» y lleva implícito el derecho a todo lo que es necesario para la su­
pervivencia del hombre; el segundo es el derecho a «disfrutar de las comodida­
des de la vida» o el derecho a la «conservación cómoda», por lo que lleva implí­
cito asimismo el derecho a lo que es útil para el hombre aunque no sea necesario
para su supervivencia (Treatises, i, secs. 86-87,97; 11, secs. 26, 3 4 ,4 1).
93. Ibidem , li, secs. 10 , 13 , 87, 9 4 ,10 5 , 1 2 9 , 1 6 8 , 1 7 1 .
298 Capítulo V

la seguridad» de la humanidad. Puesto que en el estado de


naturaleza todos los hombres son jueces en sus propias
causas y que, por tanto, el estado de naturaleza se caracte­
riza por el conflicto constante derivado de la propia ley
natural, el estado de naturaleza «no debe tolerarse»: el úni­
co remedio a este estado malsano es la constitución de un
gobierno o sociedad civil. En consecuencia, la razón dicta
cómo debe construirse la sociedad civil y cuáles son sus
derechos o ataduras: existe una ley pública racional o ley
constitucional natural. El principio de dicha ley pública es
que todo poder social o gubernamental dimana de pode­
res que pertenecen a los individuos por naturaleza. El con­
trato de los individuos cuya autoconservación se halla, de
hecho, en juego -es decir, no el contrato de los padres en
cuanto padres, ni la designación divina, ni una finalidad del
hombre independiente de las voluntades reales de todos
los individuos- es el origen de todo el poder de la socie­
dad: «el poder supremo de toda comunidad [no es] sino el
poder conjunto de todos los miembros de la sociedad».94
La doctrina iusnaturalista de Locke resulta así perfecta­
mente comprensible si partimos del principio de que las
leyes naturales que él admite no son, en palabras de Hob­
bes «sino conclusiones o teoremas relativos a lo que con­
duce a la conservación y defensa» del hombre frente a los
demás hombres. Y así debemos entenderla, puesto que la
visión alternativa se halla expuesta a las dificultades que
hemos analizado con anterioridad. La ley de la naturale­
za, tal como la concibe Locke, formula las condiciones de
la paz o, por emplear términos más generales, formula las
condiciones de la «felicidad pública» o «la prosperidad de
cualquier pueblo». Existe, pues, una suerte de sanción a la
ley de la naturaleza en este mundo: hacer caso omiso de
la ley de la naturaleza conduce a la miseria y la penuria

94. Ibidem, secs. 4, ó - i i , 13 ,9 6 , 99, 1 2 7 - 1 3 0 , 1 3 4 - 1 3 5 , 1 4 2 , 1 5 9 .


E l derecho natural moderno: Locke 299

públicas. Pero esta sanción es insuficiente. La observancia


universal de la ley de la naturaleza garantizaría, en efec­
to, paz y prosperidad perpetuas a lo largo y ancho de la
Tierra. Sin embargo, siendo que dicha observancia univer­
sal no siempre se cumple, es muy posible que una sociedad
que acata la ley de la naturaleza disfrute de una felicidad
temporal más efímera que una sociedad que transgrede la
ley de la naturaleza. Tanto en los asuntos internos como
foráneos, la victoria no siempre favorece «al lado correc­
to»: los «grandes ladrones [...] son demasiado poderosos
para las débiles manos de la justicia de este mundo». No
obstante, una diferencia sigue separando a quienes obser­
van estrictamente la ley de la naturaleza de quienes no lo
hacen: sólo los primeros pueden actuar y hablar de modo
coherente; sólo ellos pueden sostener con pleno derecho
que existe una diferencia fundamental entre las socieda­
des civiles y las bandas de ladrones, una diferencia a la
que toda sociedad y todo gobierno se ve obligado a apelar
una y otra vez. Ln resumen, la ley de la naturaleza es «hija
del entendimiento más que producto de la naturaleza».
Como «noción» que es, se halla «tan sólo en la mente» y
no «en las cosas propiamente dichas». Ésta es, en última
instancia, la razón que permite elevar la ética al rango de
ciencia demostrativa.95
No podemos aspirar a esclarecer el estatuto de la ley
natural sin tener en cuenta el estatuto del estado de natu­
raleza. Locke se muestra más tajante que Hobbes al ase­
gurar que los hombres vivieron, de hecho, en estado de

95- Ibidem, sees, i , 12 , 17 6 -17 7 , 202; Essay, iii, 5, sec. 12 , y iv , 12 , sees. 7-


9 (véase Spinoza, Etica, iv , Prefacio y 18 scholio). En cuanto al elemento de
ficción legal implicado en «la ley de la naturaleza y la razón», véase Treatises,
I I , see. 98 (inicio), con sec. 96. Véase Reasonableness, p. 1 1 : «La ley de la ra­
zón o, como se le conoce, la ley de la naturaleza». Véanse también sección i,
nota 8, y las notas 1 1 3 y 1 1 9 . Hobbes, De cive, ep. ded., y Leviatán, cap. x v
(96, 10 4 -10 5).
300 Capítulo V

naturaleza, o que el estado de naturaleza no es una mera


asunción h ip o té tic a .96 Con esto trata de decir en primer
lugar que, de hecho, los hombres han vivido y pueden vi­
vir sin hallarse sometido a un poder superior común en la
Tierra. Señala, además, que los hombres que viven en di­
cha condición, que son estudiosos de la ley de la naturale­
za, saben qué medidas adoptar para remediar los inconve­
nientes de su condición y echar los cimientos de la
felicidad pública. Pero sólo los hombres que ya han vivido
en una sociedad civil -o , mejor dicho, en una sociedad ci­
vil en cuyo seno la razón ha sido debidamente cultivada-
pueden conocer la ley natural aunque vivan en un estado
de naturaleza. Un ejemplo de hombres que viven bajo la
ley de la naturaleza en un estado de naturaleza sería, por
tanto, más que los indios salvajes, una elite entre los colo­
nizadores ingleses de América. Un ejemplo mejor aún se­
ría el de cualquier grupo de hombres profundamente civi­
lizados tras la descomposición de su sociedad. Sólo un
paso separa esta idea de la noción de que el ejemplo más
obvio de una comunidad de hombres que vive en estado
de naturaleza y bajo la ley de la naturaleza es el de los
hombres que viven en sociedad civil, en la medida en que
reflexionan sobre lo que podrían exigir en buena justicia a
la sociedad civil, o sobre las condiciones bajo las cuales
sería razonable la obediencia civil. A la luz de este razona­
miento, la cuestión de si el estado de naturaleza -entendi­
do como un estado en el que los hombres se someten úni­
camente a la ley natural, y no a ningún superior común en

96. Véase Leviatán, cap. x i i i (83) -véase también la versión latina- con
Treatises, 11, secs. 14 , 10 0 -10 3 , n o . Locke se desvía de Hobbes porque, se­
gún éste, el estado de naturaleza es peor que cualquier tipo de gobierno, mien­
tras que, según Locke, el estado de naturaleza es preferible a un gobierno ar­
bitrario y anárquico. De ahí que Locke proclame que, desde el punto de vista
de los hombres sensatos, el estado de naturaleza es más viable que la «monar­
quía absoluta»: el estado de naturaleza debe ser - o haber sido - real.
V
î 1/ |- C "î u —Í M--------------------------------------------- ^

-
¿/ derecho natural moderno: Locke v :îo i

la Tierra- se ha dado o no de hecho carece de toda rele-


vancia .97
Es sobre la base de la interpretación hobbesiana de la
ley natural que Locke refuta las conclusiones de Hobbes.
En este sentido, trata de demostrar que el principio enar-
bolado por Hobbes -el derecho a la conservación de la
propia vida- lejos de favorecer el gobierno absoluto, re­
quiere una forma limitada de gobierno. La libertad, «la
libertad con respecto al poder absoluto y arbitrario» es
«la valla protectora» que permite la autoconservación.
^ La esclavitud es, por consiguiente, contraria a la ley natu-
ral, excepto como sustituto de la pena capital. Nada que
resulte incompatible con el derecho básico de autoconser-
vación -y, por ende, nada a lo que una criatura racional
p jo -^e sometería de libre voluntad- puede ser considerado
justo. De esto se deduce que la sociedad o el gobierno ci­
vil no puede establecerse legítimamente por medio de la
fuerza o la conquista. Sólo el libre consentimiento «ha
dado o puede dar lugar a cualquier gobierno legítimo en
el mundo». Por la misma razón, Locke condena la mo­
narquía absoluta o, más precisamente, el «poder arbitra­
rio absoluto [...] ejercido por uno o más hombres», así
como «el acto de gobernar sin el respaldo de una serie de
leyes fruto del consenso >V;9^^ese a las limitaciones im­
puestas por Locke, la "coínuntAa'^ sigue siendo para él, ^
como también lo era para Hobbes, «el poderoso Levia­
tán»; al constituir una sociedad civil, «los hombres dele­
gan todo su poder natural en la sociedad de la que pasan
a formar parte». Al igual que hiciera Hobbes, Locke sólo
admite un contrato: el contrato de unión que cada indivi-

97. Véase Treatises, 11, secs, i i i , 1 2 1 , 16 3 ; véase Hobbes, D e cive. Prefacio:


«In jure civitatis, civiumque officiis investigandis opus est, non qui dem ut dis­
s o lv a t i civitas, sed tarnen ut tamquam dissoluta consideretur».
98. Treatises, i, sees. 33, 4 1; 11, secs. 1 3 , 1 7 , 23-24, 85, 90-95, 99, 1 3 1 - 1 3 2 ,
1 3 7 , 1 5 3 , 1 7 5 - 1 7 6 , 2 0 1-20 2; véase Hobbes, De cive, v , 12 ; v i l i , 1-5 .
302 Capítulo V

duo suscribe coiij^dp^,)^^c a uno de los restantes indivi­


duos de la misma &0mumáím, j que es idéntico al contra­
to de sometimiento. Tal como hiciera Hobbes, Locke pro­
clama que, en virtud del contrato fundamental, cada
hombre «se obliga ante todos los demás hombres que
componen la sociedad a someterse a la voluntad de la
mayoría y a atenerse a ella». Proclama, pues, que el con­
trato fundamental instituye de forma inmediata una de­
mocracia absoluta, que esta democracia primaria puede
decidir por mayoría de votos si permanece como está o se
transforma en otro sistema de gobierno, y que el contrato
social es por tanto, en la práctica, idéntico al contrato de
sometimiento al «soberano» (Hobbes) o al «poder supre­
mo» (Locke), más que a la s o c i e d a d , 9 9 Locke se enfrenta
a Hobbes ál afirmar que sea cual sea el depositario del
poder supremo delegado por «el pueblo» o «la comuni­
dad», es decir, la mayoría, ésta sigue conservando el «po­
der inalienable de eliminar o alterar» el gobierno esta­
blecido, es decir, sigue conservando el derecho a la
r e v o l u c i ó n .P e r o este poder (que por lo general perma­
nece latente) no legitima el sometimiento del individuo a
la comunidad o sociedad. Por el contrario, sería injusto
no señalar que Hobbes subraya de forma más inequívoca
que Locke el derecho del individuo a oponer resistencia

99. Treatises, ll, secs. 89, 95-9 9, 13 2 , 13 4 , 13 6 ; Hobbes, D e cive, v, 7; vi,


2-3, 17 ; V I I I , 5, 8, 1 1 ; véase también Leviatán, caps, x v i i i ( 1 1 5 ) 7 x ix (126).
100. Treatises, 11, secs. 14 9 , 168, 205, 208-209, 230. Locke postula, por un
lado, que la sociedad puede existir sin gobierno (ibidem, secs. 1 2 1 (final) y
2 1 1 ) y, por otro lado, que la sociedad no puede existir sin gobierno (ibidem,
secs. 205, 219). La paradoja desaparece si tenemos en cuenta el hecho de que,
en el momento de la revolución, y sólo en ese momento, la sociedad existe y
actúa sin el concurso del gobierno. Si la sociedad o «el pueblo» no pudiera
existir -y, por tanto, no pudiera actuar- en ausencia de un gobierno -es decip
en ausencia de un gobierno legítimo-, no podría darse ninguna acción del
«pueblo» contra el gobierno defacto. Así entendida, la acción revolucionaria
es una suerte de decisión mayoritaria que establece un nuevo poder legislativo
o supremo en el mismo instante en que revoca el poder precedente.
E l derecho natural moderno: Locke 303

frente a la sociedad o el gobierno siempre que se encuen­


tre en juego la conservación de la propia vidaX®^
No obstante, Locke hubiera podido argumentar con ra­
zón que el poderoso Leviatán, tal como él lo había conce­
bido, ofrecía al individuo una mayor garantía de conser­
vación que el Leviatán hobbesiano. Ll derecho de
resistencia individual frente a la sociedad organizada, en
el que Hobbes había hecho hincapié y que Locke no negó,
carece de valor en cuanto garantía de conservación del in­
dividuo.^®^ Puesto que la única alternativa a la anarquía
absoluta -es decir, a una condición en la que la autocon­
servación de todos los hombres se halla en continuo peli­
g ro - es que «los hombres deleguen todo su poder natural
en la sociedad de la que pasan a formar parte», los dere­
chos del individuo sólo estarían completamente salva­
guardados en una sociedad tal que no fuera capaz de ejer­
cer ninguna forma de opresión sobre sus miembros; sólo
una sociedad o gobierno así constituido se puede conside­
rar legítimo o acorde con la ley natural. Sólo una sociedad
de este tipo podría en buena justicia exigir que al indivi­
duo que éste le cediera todo su poder natural. Según Loc­
ke, las mejores garantías de los derechos individuales son
las que proporciona una constitución que, en práctica­
mente todos los asuntos nacionales, subordine de forma
estricta el poder ejecutivo {que debe ser fuerte) a la ley, y
en última instancia, a una asamblea legislativa bien defini­
da. Esta asamblea legislativa debe limitar su acción a la
elaboración de las leyes, entendidas éstas como algo total­
mente opuesto a los «decretos extemporáneos y arbitra­
rios». Los miembros que la componen deberán ser ele-

1 0 1 . Al hilo de este planteamiento, Locke reivindica con mayor énfasis que


Hohhes el deher de cada individuo a realizar el servicio militar (véase Treati­
ses, I I , secs. 88, 13 0 , 168, 205, 208 con Leviatán, caps, x x i [14 2 -14 3 ], x iv
[8Ó-87], X X V I I I [202]).
10 2 . Treatises, ii, secs. 168, 208.
304 Capítulo Y

gidos por el pueblo y ejercerán su mandato durante perío­


dos de tiempo relativamente cortos, de tal suerte que «de­
ban también someterse a las leyes que ellos mismos han
promulgado». El sistema electoral deberá tener en cuenta
tanto el número como la riqueza de loselectores^°3 pues,
si bien es cierto que Locke parecía opinarla conservación
del individuo se halla menos amenazada por la mayoría
que por los gobernantes monárquicos u oligárquicos, no
se puede decir que tuviera una fe implícita en la mayoría
como garante de los derechos del i n d i v i d u o . E n los pa­
sajes en que parece describir a la mayoría como tal garan­
te, habla de casos en los que la conservación del individuo
se halla amenazada por gobernantes tiránicos -ya sean
monárquicos u oligárquicos- y en los que, por tanto, la
única y última esperanza para el individuo oprimido des­
cansa, como es obvio, en las disposiciones de la mayoría.
Locke contemplaba el poder de la mayoría como una
forma de controlar al mal gobierno y un último recurso
contra el gobierno tiránico. No veía dicho poder como
sustituto u homólogo del gobierno. La igualdad, en su
opinión, es incompatible con la sociedad civil. La igual­
dad de todos los hombres en lo tocante al derecho de con­
servar la propia vida no eclipsa por completo el derecho
especial de los hombres más sensatos. Muy al contrario, el
ejercicio de ese derecho especial conduce a la conserva­
ción y la felicidad de todos. Por encima de todo - y puesto
que la conservación de la propia vida y la felicidad no son
posibles sin la existencia de la propiedad, (tanto es así que
podría afirmarse que la finalidad de sociedad civil es la
conservación de la propiedad), la protección de los pro-

10 3 . Ibidem, secs. 94, 1 3 4 ,1 3 6 , 14 2 -14 3 , 14 9 - 15 ° . ^53. i5 7 -i5 9 -


104. Véanse los ejemplos de tiranía mencionados en Treatises, 11, sec. 2 0 1:
no figura ningún ejemplo de tiranía ejercido por la mayoría. Véase también
las observaciones de Locke sobre el carácter del pueblo, en ibidem, sec. 223:
más que «inestable», el pueblo es «lento».
E l derecho natural moderno: Locke 305

pietarios acaudalados de la sociedad contra las exigencias


de los indigentes - o la protección de los industriosos y ca­
bales frente a los perezosos y pendencieros- es esencial
para alcanzar la felicidad pública o el bien comúnU®5
La doctrina de la propiedad de Locke, que ocupa casi
literalmente la parte central de sus enseñanzas políticas, es
sin duda lo más característico de su pensamiento/®^ Ls a
través de su doctrina de la propiedad que Locke se distan­
cia más claramente no sólo del pensamiento político de
Hobbes, sino también del pensamiento político tradicio­
nal. Siendo como es una parte de su doctrina iusnaturalis-
ta, el pensamiento político lockeano participa de todas las
complejidades de ésta. Su peculiar dificultad puede defi­
nirse de modo provisional en los si^u^ites^términos: la
propiedad es una institución de^jáSey-jaaturar que, a su
vez, define el procedimiento y las limitaciones de la justa
apropiación. La propiedad de la tierra es anterior a la so­
ciedad civil. Los hombres se constituyen en sociedad civil
a fin de conservar y proteger la propiedad que adquirie­
ron en el estado de naturaleza. Sin embargo, una vez eme
la sociedad civil se halla constituida, si no antes,
-tural: pierde toda validez en lo tocante a la propiedad. Lo
que podríamos denominar propiedad «convencional» o
«civil» -la que es reconocida por la sociedad civil- se basa
exclusivamente en la ley positiva. No obstante, si bien la
sociedad civil es la creadora de la propiedad civil, no está
por encima de ella, sino que debe respetarla. La sociedad
civil no tiene, por así decirlo, más función que la de poner-

10 5 . Ihidem, secs. 34, 54, 82, 94, 10 2 , 1 3 1 , 1 5 7 - 1 5 8 .


106 . Tras haber llegado al final de este capítulo, atrajo mi atención un artícu­
lo de C .B . Macpherson que lleva por título «Locke on Capitalist Appropria­
tion», Western Political Quarterly, 1 9 5 1 , pp. 550-566. Existe una notable
coincidencia entre la interpretación que hace el señor Macpherson del capítu­
lo sobre la propiedad 7 la que se desprende del texto. Véase American Politi­
cal Science Review, pp. 767-770.
3o6 Capítulo V

se al servicio de su propia creación. Locke reclama para la


propiedad civil una inviolabilidad mucho más sagrada
que para la propiedad natural, es decir, aquella que se ad­
quiere y se posee exclusivamente sobre la base de la ley
natural, de la «ley suprema». ¿Por qué motivo, entonces,
se muestra tan ansioso por demostrar que la propiedad es
anterior a la sociedad civil.^^°7
Ll derecho natural a la propiedad es un corolario del de­
recho fundamental a la conservación de la propia vida. No
se deriva de un pacto ni de ninguna acción de la sociedad. Si
todos ios hombres tienen el derecho natural a conservar su
propia vida, por fuerza tienen también el derecho a todo lo
necesario para alcanzar dicho fin. Lo que se necesita para
conservar la propia vida no es tanto, como pueda sugerir la
lectura de Hobbes, un arsenal de navajas y pistolas, sino ví­
veres. Los alimentos sólo conducen a la conservación de la
propia vida si se ingieren, es decir, si se poseen de tal modo
que se convierten en la propiedad exclusiva del individuo;
existe, por tanto, un derecho natural a cierta clase de «do­
minio privado que excluye al resto de la humanidad». Lo
que es cierto en el caso de los alimentos puede aplicarse,
mutatis mutandis, a todas las demás cosas necesarias para
la conservación de la propia vida e incluso para la conser­
vación de la propia vida en condiciones de comodidad,
puesto que el hombre tiene un derecho natural no sólo a la
subsistencia, sino también a la búsqueda de la felicidad.

10 7 . «Parece existir cierta incoherencia entre esta aceptación del “ consenti­


miento” como base de los derechos reales de propiedad y la teoría de que el
gobierno existe con la finalidad de defender el derecho natural de propiedad.
Locke sin duda habría resuelto esta contradicción pasando, como hace sin ce­
sar, de la retórica de la “ ley de la naturaleza” a consideraciones de tipo utilita­
rio» (Palgrave, Dictionary o f Politicai Economy, voz «Locke»). Locke no tie­
ne necesidad de «pasar» de la ley natural a consideraciones de tipo utilitario
porque la ley natural, tal como él la entiende - a saber, como la formulación
de las condiciones necesarias para la paz y la felicidad pública- es, en sí mis­
ma, «utilitaria».
fj i

E l derecho natural moderno: Locke 307

El derecho natural de cada hombre a apropiarse de


todo lo que le resulta útil debe ser acotado, pues de lo con- ^
trario se haría incompatible con el mantenimiento de la
paz y la conservación de la humanidad. Este derecho na­
tural debe anular todo derecho a apropiarse de cosas que
ya han sido declaradas propiedad de otro, puesto que ha­
cerse con una cosa de la que otro se ha apropiado con an­
terioridad, es decir, infligir daño a otros, va en contra de
la ley natural. Tampoco la mendicidad halla sustento en la _
ley natural, toda vez que la necesidad en sí no otorga -éeee- ^ -
, c4 fic=a?4 s:propiedad. La persuasión no legitima en mayor
medida que la fuerza el deseo de propiedad. La única for­
ma honrada de apropiarse de las cosas consiste en tomar­
las, no de otros hombres, sino directamente de la natura­
leza, «la madre común de todos nosotros». Consiste en
hacer de cada uno lo que previamente no era de nadie y,
por tanto, podía ser tomado por cualquiera. La única for­
ma honrada de apropiarse de las cosas es mediante el tra­
bajo individual. Cada hombre es por naturaleza el propie­
tario exclusivo de su propio cuerpo y, por extensión, de
las acciones que ejecuta su cuerpo, es decir, de su trabajo.
De esto se deduce que, si un hombre combina su trabajo
-aunque éste se limite a la tarea de recoger bayas silves­
tres- con las cosas que no pertenecen a nadie, estas cosas
se convierten en un híbrido indisoluble de su propiedad
exclusiva y la propiedad de nadie, convirtiéndose así, por
tanto, en su propiedad exclusiva. El trabajo es la única
fuente de legitimidad de la propiedad acorde con el dere­
cho natural. «Al ser su propio amo y el propietario de su
propia persona y de las acciones o trabajo por ella lle­
vadas a cabo, el hombre [tiene] en sí mismo al gran fun­
damento de la p r o p i e d a d » . N o es la sociedad, sino
el individuo -el individuo impulsado única y exclusiva-

108. Treatises, 11, secs. 26-30, 34, 44.


3o8 Capítulo V

mente por su interés personal- lo que da lugar a la pro­


piedad.
La naturaleza ha establecido una «medida de la propie­
dad»: existen limitaciones en la ley natural a lo que un
hombre puede poseer. Cada cual puede apropiarse, por
medio de su trabajo, de tantas cosas cuantas le sean nece­
sarias y útiles para la conservación de la propia vida. Lsto
significa que cada cual puede apropiarse, más concreta­
mente, de toda la tierra que pueda utilizar para el cultivo o
el pastoreo. Si posee más de lo que puede utilizar de una
determinada clase de cosas [a] y menos de lo que puede
utilizar de otra clase de cosas (¿»), podría sacar provecho de
a -es decir, convertirlo en algo útil- trocándolo por b. De
esta forma, todo hombre puede apropiarse, por.inedio de
su trabajo, no sólo de lo que le resulta útil en sí, sino tam­
bién de lo que podría cobrar utilidad si lo canjeara por
otras cosas útiles. Mediante su trabajo, el hombre puede
apropiarse de todo aquello -pero sólo aquello- que es o
puede llegar a resultar útil para su persona. No puede, por
consiguiente, apropiarse de cosas que, por el hecho de pa­
sar a ser suyas, perderían su utilidad. Puede apropiarse de
tantas cosas cuantas «pueda utilizar con algún provecho
para sí mismo antes de que éstas se deterioren». Podrá, por
tanto, acumular muchas más nueces -que «se conservan
comestibles a lo largo de todo un año»- que ciruelas, pues
éstas se «pudrirían en una semana». Ln lo que respecta a
las cosas que no se estropean y, además, carecen de un
«uso real», tales como el oro, la plata o los diamantes, el
hombre puede «acapararlas» a su antojo, puesto que no es
la «magnitud» de lo que un hombre se apropia mediante
su trabajo (ni mediante el trueque de los frutos de su traba­
jo) sino «el deterioro innecesario de alguna cosa mientras
está en [su] posesión» lo que lo convierte en culpable de
atentar contra la ley natural. De esto se sigue, por tanto,
que puede acumular cantidades muy pequeñas de bienes
E l derecho natural moderno: Locke 3 09

Útiles y perecederos, que puede acumular grandes cantida­


des de bienes útiles y duraderos, y que puede acumular una
cantidad infinita de oro y plata/°9 Los rigores de la ley na­
tural ya no caen así sobre el codicioso, sino sobre el despil­
farrador. En lo’ tocante a la propiedad, la ley natural se
ocupa de prevenir el desperdicio. Al apropiarse de las co­
sas mediante su esfuerzo, el bombre debe pensar exclusi­
vamente en la prevención del desperdicio, sin necesidad al­
guna de tener en cuenta a los demás seres humanos.
Chacun pour soi; Dieu pour nous tous.
En lo que respecta a la propiedad, la ley de la naturale­
za, tal como hasta ahora hemos venido resumiéndola, se
aplica tan sólo al estado de naturaleza, o bien a una deter­
minada fase del estado de naturaleza: la «ley natural ori­
ginal», alcanzada en «las primeras eras del mundo» o «en
el principio»."^ Y se alcanzó en tan remoto pasado sólo
porque las condiciones en las que vivía el hombre así lo re­
querían. La ley de la naturaleza pudo guardar silencio res­
pecto a los intereses o necesidades de los demás hombres
porque dichas necesidades se veían atendidas por «la ma­
dre común de todos»; por mucho que un hombre pudiera
apropiarse de algo, seguiría quedando «bastante de lo
mismo e igual de bueno para los demás».’^^^ No quiere de­
cir esto que los primeros humanos vivieran en un estado
de superabundancia propiciado por su madre común. De
haber sido así, el hombre no se habría sentido impulsado
desde el principio a trabajar para sí mismo, ni la ley de la
naturaleza habría prohibido de forma tajante toda clase

109. Ihidem, secs. 3 1, 3J -38, 46.


1 1 0 . Véase ihidem, secs. 40-44, con Cicerón, Officiis 11, 12 -14 . Para demos­
trar la virtud del trabajo, Locke recurre a la misma clase de ejemplo que em­
plea Cicerón para demostrar la virtud de la ayuda mutua entre los hombres.
1 1 1 . Treatises, 11, secs. 30, 36-37, 45. Nótese el cambio de tiempo verbal, del
presente al pasado, en las secs. 3 2 -5 1, en especial por lo que se refiere a la
sec. 5 1.
1 1 2 . Ibidem , secs. 27, 3 1 , 33-34, 36.
310 Capítulo Y

de desperdicio. La abundancia natural lo es tan sólo en


potencia: «la naturaleza y la Tierra sólo han puesto a dis­
posición del hombre materiales cuyo valor intrínseco es
casi nulo»; le suministraron «la bellota, el agua, las hojas,
las pieles», es decir, la comida, la bebida y la vestimenta de
la edad dorada o del Jardín del Ldén, pero no el «pan, el
vino y la tela». La abundancia natural, la abundancia de
las primeras eras, nunca llegó a ser real durante esos pri­
meros tiempos. Lo que había, de hecho, era un estado de
penuria. Así las cosas, era de todo punto imposible que el
hombre se apropiara mediante su trabajo de más cosas
que las estrictamente necesarias para su subsistencia
(frente a la subsistencia en condiciones de comodidad). Ll
derecho natural a la subsistencia cómoda era ilusorio
pero, precisamente por este motivo, cada hombre se veía
obligado a apropiarse mediante su trabajo de lo que nece­
sitaba para su propia subsistencia sin ningún tipo de con­
sideración hacia las necesidades de los demás hombres.
Ll hombre sólo está obligado a tener en cuenta la subsis­
tencia ajena si «ello no interfiere con su propia subsisten­
cia » .“ 3 Locke justifica de modo explícito el derecho natu­
ral del hombre a apropiarse de las cosas y a poseerlas sin

1 1 3 . Ibidem, secs. 6, 32, 37, 4 1, 42-43, 49, 10 7 , n o . Locke afirma que ios
primeros hombres no deseaban tener «más de lo que necesitaban». Sin em­
bargo, no podemos por menos de preguntarnos si los individuos «miserables
y desdichados» que poblaban la Tierra en el principio de los tiempos siempre
tenían lo que el hombre necesita. Según las razones expuestas en el texto, el
hombre debe tener el derecho natural de apropiarse mediante su trabajo de
lo que necesita para la conservación de la propia vida, al margen de si deja o
no suficiente para todos los demás. El mismo razonamiento parece llevarnos
a la conclusión de que esta apropiación legítima no puede limitarse a la apro­
piación mediante ei trabajo, puesto que, en estado de extrema escasez, cual­
quier hombre puede arrebatarle a otro lo que necesita para su propia subsis­
tencia, aunque con ello sentencie la muerte de otro por inanición. Pero esto
sólo significa que, en condiciones de extrema escasez, la paz es del todo im­
posible, y el cometido de la ley natural consiste en estipular cómo deben
comportarse los hombres en aras de la paz, siempre que esa paz no sea del
E l derecho natural moderno: Locke 311

tener en cuenta las necesidades ajenas basándose en la


abundancia de vituallas naturales disponible en el princi­
pio de los tiempos. Pero esta indiferencia hacia las necesi­
dades ajenas queda igualmente justificada si partimos del
principio de que el hombre vivía en un estado de penuria.
Y debe justificarse de esta manera pues, según Locke, los
únicos hombres que obedecían a los dictados de la ley de
naturaleza original vivían en un estado de penuria. La po­
breza de las primeras eras del mundo es el factor que ex­
plica por qué la ley natural original i) legitimó la apropia­
ción lograda mediante el trabajo y sólo mediante el
trabajo, 2) ordenó la prevención del desperdicio y 3) per­
mitió la indiferencia hacia las necesidades de los demás se­
res humanos. La apropiación sin consideración alguna
hacia las necesidades ajenas sólo se justifica por su intrín­
seca legitimidad, al margen de que los hombres vivieran
en un estado de abundancia o de penuria.
Pasemos ahora a analizar la formulación de la ley na­
tural en lo tocante a la propiedad que ha ocupado el lugar
de la ley natural original, o lo que es lo mismo, que regula
la propiedad en el seno de la sociedad civil. Según la ley
natural original, el hombre puede apropiarse mediante su
trabajo de todo aquello a lo que puede dar utilidad antes
de que se deteriore. No se establece ninguna otra limita­
ción porque queda bastante de todo e igual de bueno para
los demás entre las cosas que aún no han sido apropiadas
por nadie. De acuerdo con la ley natural original, el hom­
bre puede apropiarse mediante su trabajo de la cantidad
de oro y plata que se le antoje, porque estas cosas carecen

todo imposible. En lo tocante a la propiedad, la ley natural debe por fuerza


atenerse a los límites de la propia ley de la naturaleza, pero en los brumosos
dominios salvajes que se extienden más allá de estos límites, no existe más
derecho que el de autoconservación, que es tan precario allí como invencible
en cualquier otro lugar.
312 Capítulo Y

de valor en sí m ism a s. “ 4 £n la sociedad civil, en cambio,


casi todas las cosas tienen un propietario. La tierra en
concreto se ha vuelto un bien escaso, mientras que el oro y
la plata no sólo son escasos, sino que además, a raíz de la
invención del dinero, se han convertido en bienes «tan va­
liosos que son objeto de a ca p a ra m ie n to ».“ 5 Cabría espe­
rar, por tanto, que la ley natural original se hubiera visto
reemplazada por reglas que impusieran restricciones mu­
cho más severas a la apropiación que las reglas existentes
en el estado de naturalezaU^^ Puesto que ya no hay bas­
tante de todo e igual de bueno al alcance de cualquier
hombre, sería de esperar, en aras de la equidad, que el de­
recho natural del hombre a apropiarse de todo lo que pue­
de utilizar quedara restringido al derecho a apropiarse tan
sólo de lo que necesita, para así evitar que los más pobres
«pasen estrecheces». Además, puesto que el oro y la plata
son hoy inmensamente valiosos, sería de esperar que el
hombre perdiera, en aras una vez más de la equidad, el de­
recho natural a acumular todo el dinero que se le antoje.
Sin embargo, lo que se desprende de las enseñanzas de
Locke es todo lo contrario: el derecho de apropiación es
mucho más restringido en el estado de naturaleza que en
la sociedad civil. En efecto, uno de los privilegios de que
gozaba el hombre en el estado de naturaleza se le niega al
hombre que vive en una sociedad civil: el trabajo ya no
basta para legitimar la p r o p ie d a d .^^7 Pero esta pérdida es

1 1 4 . ìbidem , secs. 33-34, 37, 46.


1 1 5 . Ibidem, sees. 4^, 48.
1 1 6 . «Las obligaciones de la ley natural no sólo no quedan suspendidas en la
sociedad, sino que en muchos casos se imponen en su seno con más fuerza si
cabe» {ibidem, see. 13 5 ; las cursivas no figuran en el original). El caso de la
propiedad no figura entre los «muchos casos» a los que Locke se refiere.
1 1 7 . «En el principio, el trabajo concedía derecho a la propiedad» {ibidem,
see. 45); «El trabajo podía en un primer momento dar origen al derecho de
propiedad» (sec. 5 1); véanse también sees. 30 y 35 (las cursivas no figuran en
el original).
E l derecho natural moderno: Locke 313

tan sólo un aspecto más del enorme crecimiento que expe­


rimenta el derecho de apropiación después de que «las
primeras eras» hayan tocado a su fin. En la sociedad civil,
el derecho de apropiación se halla completamente libera­
do de las cadenas que aún lo coartaban bajo la ley natural
original de la que habla Locke: la introducción del dinero
ha dado lugar a «posesiones más vastas y al derecho a po­
seerlas». Hoy, el hombre puede «en buena justicia y sin in­
currir en agravio alguno, poseer más cosas de las que pue­
de utilizar para su propio beneficio»."^ Si bien es cierto
que Locke hace hincapié en el hecho de que la invención
del dinero ha revolucionado la noción de propiedad, no
menciona siquiera el modo en que dicha revolución ha in­
fluido en el derecho natural a acumular la cantidad de oro
y plata que a uno se le antoje. Según la ley natural -es de­
cir, según la ley moral-, el hombre que vive en una socie­
dad civil puede adquirir tantas propiedades de toda clase,
y más concretamente tanto dinero, como se le antoje, y
puede adquirirlas por todos los medios permitidos por la
ley positiva, que se encarga de mantener la paz entre los
competidores y ^ el interés de éstos. Incluso la proscrip­
ción de la ley natural en contra del desperdicio ha perdido
su validez en el seno de la sociedad c iv il.“ 9

1 1 8 . Jhíífem, secs. 36, 48, 50.


1 1 9 . Luigi Cossa, An Introduction to the Study o f Political Economy, Lon­
dres, 18 9 3, P- 2-42-‘ «A1 afirmar de modo rotundo el poder productivo del tra­
bajo, [Locke] sortea el viejo error de Hobbes, que incluía el suelo y ahorro en­
tre los componentes de la producción». Según Locke, la concepción de la
propiedad de la ley natural original sigue siendo válida en las relaciones entre
sociedades civiles, pues «todas las comunidades se hallan en estado de natura­
leza unas respecto a otras» {Treatises, n , secs. 18 3 -18 4 ; véase Hobbes, De
cive,x u i, 1 1 ; XIV, 4, así como Leviatán, caps, x ii i [8 3 ],x x x [226]). Por con­
siguiente, la ley natural original determina los derechos que sobre los venci­
dos adquiere el vencedor en una contienda justa, a saber; el vencedor en una
guerra justa no adquiere derecho a poseer los bienes raíces del vencido, pero
puede arrebatarle su dinero en concepto de reparación por los daños recibi­
dos, toda vez que «tales riquezas y tesoro [...] no tienen sino un valor fantásti-
314 Capítulo V

Locke no cae en el absurdo de justificar la liberación


del deseo de adquisición apelando a un inexistente dere­
cho absoluto a la propiedad, sino que justifica dicha
emancipación del único modo en que es posible defender­
la, es decir, demostrando que redunda en el bien común,
en la felicidad pública o la prosperidad temporal de la so­
ciedad. Las cortapisas impuestas al deseo de adquisición
eran necesarias en el estado de naturaleza porque es un es­
tado de penuria, pero pueden abandonarse sin temor en la
sociedad civil porque ésta se define como un estado de

co e imaginario que no les ha sido concedido por la naturaleza» {Treatises, 11,


secs. 18 0-18 4). hacer esta afirmación, Locke no olvida el hecho de que el di­
nero es inmensamente valioso en las sociedades civiles y que la conquista pre­
supone la existencia de una sociedad civil. La dificultad se resuelve por medio
de la siguiente consideración; el objetivo primero de la disquisición de Locke
en torno a la conquista consiste en demostrar que ésta no puede legitimar nin­
gún gobierno. Para ello, debía demostrar, concretamente, que ei conquistador
o vencedor no se convierte en el legítimo gobernante del conquistado o venci­
do por el mero hecho de convertirse en propietario de sus tierras. De ahí que
sintiera la necesidad de hacer hincapié en la fundamental diferencia entre
tierra y dinero, amén del superior valor de este último en lo que a la autocon­
servación se refiere. Además, Locke habla en este contexto de una situación de
punto muerto en el comercio y la industria, y lo que ya no es la subsistencia en
circunstancias cómodas lo que está en juego sino la subsistencia pura y llana
(de la parte inocente del pueblo conquistado). Esta situación es radicalmente
distinta de la que se da en el estado de naturaleza propiamente dicho. En la pri­
mera, el conquistador «tiene cuanto precisa y más», y nada queda para el uso
común de los conquistados, por lo que el conquistador se ve obligado a mos­
trarse caritativo {Treatises, li, sec. 183). Pero en el estado de naturaleza pro­
piamente dicho, o bien nadie «tiene cuanto precisa y más», o quedan bienes
disponibles en cantidad suficiente para satisfacer las necesidades de les demás
hombres. Locke se abstiene de discutir lo que pueden hacer los conquistadores
en caso de no tener «cuanto precisan y más» o, lo que es lo mismo, «cuando el
mundo en su totalidad se halle sobrecargado de habitantes». Toda vez que, se­
gún sus principios, los conquistadores no tienen eí deber de tomar en conside­
ración las necesidades de los conquistados si resulta que éstas ponen en peligro
su propia subsistencia, lo más probable es que hubiera respondido a la cues­
tión de la misma forma en que lo hizo Hobbes: «Entonces la última solución
para todo es la guerra, que prevé un destino para todos los hombres, ya sea la
victoria o la muerte». {Leviatán, cap. xxx [227]; véase D e cive, ep. ded.).
E l derecho natural moderno: Locke 315

abundancia: «[...] un rey [de América], dueño de un ex­


tenso y fértil territorio, se alimenta, viste y posee una vi­
vienda peor que un jornalero de Inglaterra»/-® El jornale­
ro inglés no tiene ningún derecho natural a protestar
siquiera por la pérdida de su derecho natural a apropiarse
de la tierra y otras cosas mediante su trabajo: el ejerci­
cio de todos los derechos y privilegios del estado de natu­
raleza le concedería menos riqueza de la que percibe co­
brando un salario de «subsistencia» por su trabajo. Lejos
de pasar estrecheces a resultas de la liberalización del de­
seo de adquisición, los pobres se enriquecen con ella, pues
no sólo resulta compatible con la abundancia general,
sino que además está en su origen. La apropiación ilimita­
da sin consideración alguna hacia las necesidades ajenas
es \(i verdadera caridad.
El trabajo es, qué duda cabe, lo que en primera instancia
confiere legitimidad a la propiedad. No obstante, el traba­
jo es asimismo el origen de casi todo su valor: «Al trabajo se
debe la parte inmensamente mayoritaria del valor de las
cosas que disfrutamos en este mundo». En la sociedad civil,
el trabajo deja de suministrar un título de propiedad pero
sigue siendo, como siempre, el origen del valor o la riqueza.
En última instancia, la importancia del trabajo no estriba
en su calidad de legitimador de la propiedad, sino en capa­
cidad para generar riqueza. ¿Cuál es, entonces, la causa del
trabajo? ¿Qué fuerza induce a los hombres a trabajar? El

12 0 . Treatises, 11, see. 4 1. «Veo en el derecho de propiedad -en el derecho


del individuo a tener y poseer, para su uso y disfrute personal, exclusivo y egoís­
ta, el producto de su propia industria, amén de la capacidad para disponer li­
bremente de dicho producto en su totalidad y de la manera que le resulte más
apetecible- un aspecto esencial del bienestar e incluso de la existencia conti­
nuada de la sociedad [..,] desde el convencimiento [...] compartido con el se­
ñor Locke, de que la naturaleza establece dicho derecho» (Thomas Hodgskin,
The Natural and Artificial Rights o f Property Contrasted, 18 3 2 , p. 24; cita
extraída de W. Stark, The Ideal Foundations o f Economic Thought, Londres,
19 4 3. P- 59)-
31 6 Capítulo V

hombre es inducido a trabajar por sus deseos, sus deseos


egoístas. Sin embargo, lo que necesita para sobrevivir es
muy poco y, por tanto, no requiere mucho trabajo; tendría
bastante con recoger bellotas y manzanas de los
árboles. El verdadero trabajo -la mejora de las dádivas
espontáneas de la naturaleza- presupone una insatisfac­
ción del hombre respecto a sus necesidades. Su apetito no
aumentará a menos que primero se ensanchen sus miras.
Los hombres de miras más anchas son «los racionales», que
constituyen una minoría. El verdadero trabajo implica,
además, que el hombre quiere y puede someterse a los ac­
tuales padecimientos del trabajo en aras de la comodidad
futura, cuando «los industriosos» son una minoría, mien­
tras que «los holgazanes y los desaprensivos» constituyen
«la inmensa mayoría de la humanidad». La producción de
riqueza requiere, por tanto, que los industriosos y los ra­
cionales -es decir, aquellos que trabajan de forma espontá­
nea y con ahínco- tomen la delantera y obliguen a los hol­
gazanes y los desaprensivos a trabajar en contra de su
voluntad, aunque sea por su propio bien. El hombre que se
emplea a fondo en mejorar los dones de la naturaleza con el
único fin de tener no sólo todo lo que necesita, sino todo lo
que puede utilizar, «no estará mermando sino incremen­
tando el caudal común de la humanidad». Será un mayor
benefactor de la humanidad que quienes dan limosna a los
pobres, toda vez que éstos, más que incrementar, merman
el caudal común de la humanidad. Es más: al apropiarse de
todo lo que pueden utilizar, los hombres industriosos y ra­
cionales reducen la proporción de «los grandes bienes co­
munes del mundo» que se desperdician porque nadie los
aprovecha. Mediante «este acotamiento», crean una espe­
cie de carestía que obliga a los holgazanes y desaprensivos
a trabajar con mucho más ahínco de lo que harían en otras
circunstancias y a mejorar su propia condición, contribu­
yendo así a mejorar la condición de todos. Sin embargo, la
E l derecho natural moderno: Locke 317

verdadera abundancia no se producirá si el individuo no se


siente impulsado a apropiarse de más de lo que puede usar.
Incluso los industriosos y racionales recaerán en el perezo­
so aletargamiento tan característico de los primeros hom­
bres mientras su amor habendi no pueda tener más objeto
que las cosas que son útiles en sí mismas, como la tierra fér­
til, los animales domésticos y una vivienda cómoda. El tra­
bajo necesario para crear la abundancia no se producirá si
no existe dinero: «Buscad algo que tenga el mismo uso y va­
lor que el dinero entre sus vecinos y veréis como los mismos
hombres comienzan a incrementar sus posesiones [...] más
allá de las necesidades de su familia y de un avituallamiento
abundante para el consumo propio». Aun siendo, por tan­
to, la ineludible causa de la abundancia, el trabajo no es sm
ficiente para generarla; el factor impulsor del trabajo que
genera verdadera abundancia es el deseo de adquisición
-es decir, el deseo de tener más de lo que se puede utilizar-,
deseo que se cristaliza a través de la invención del dinero. Ca­
bría añadir que la concretización de la abundancia originada
por el dinero sólo es posible por medio de los descubrimien­
tos e inventos nacidos al amparo de la ciencia natural:

El estudio de la naturaleza [...] puede resultar más útil a la huma­


nidad que los monumentos de ejemplar caridad que con tanto dis­
pendio han levantado los fundadores de hospitales y casas de be­
neficencia. Aquel que por primera vez hizo públicas la virtud y la
correcta utilización de la “ quinquina” [...] salvó a más hombres
de la tumba que aquellos que construyeron [...] hospitales.

Si la finalidad del gobierno no es otra que «el manteni­


miento de la paz, la seguridad y el bien común del pue-

1 2 1 . Treatises, 11, secs. 34, 37-38, 40-44, 48-49; Essay, l, 4, sec. 15 ; iv , 12 ,


sec. 12 ; véase Hobbes, Leviatán, cap. x x iv : «El dinero es la sangre de una co­
munidad».
31 8 Capítulo V

blo», si la paz y la seguridad son condiciones indispensa­


bles para la abundancia, y si el bien común del pueblo es
sinónimo de abundancia, se sigue que la finalidad de todo
gobierno es la abundancia. Ahora bien, si la abundancia
requiere la liberación del deseo de adquisición, y si éste se
desvanece sin remedio siempre que no se aseguran sus fru­
tos a aquellos que los merecen, si todo esto es cierto, debe­
mos concluir que la finalidad de la sociedad civil es «la
conservación de la propiedad». «El primero y fundamen­
tal propósito [...] que mueve a los hombres a unirse en co­
munidades y someter su voluntad a un gobierno es la sal­
vaguarda de su propiedad.» Cuando hace esta capital
aseveración, Locke no pretende afirmar que los hombres
entran en la sociedad civil con tal de conservar los «estre­
chos límites de la propiedad de cada individuo», entre los
cuales sus deseos se hallaban confinados por una «forma
de vida simple y pobre» «en el principio de todas las co­
sas», o lo que es lo mismo, en el estado de naturaleza. Los
hombres entran a formar parte de la sociedad no tanto
para conservar como para incrementar sus posesiones. La
propiedad cuya «conservación» es el primer cometido de
la sociedad civil no es una propiedad «estática» -la pe­
queña granja que un hombre ha heredado de sus padres y
dejará en herencia a sus hijos- sino una propiedad «diná­
mica». El pensamiento de Locke se halla perfectamente
expresado en la siguiente afirmación de Madison: «La
protección de [las distintas y desiguales facultades que lle­
van al acto de adquisición de la propiedad] es el primer
objetivo de todo gobierno
Una cosa es decir que el objetivo del gobierno o de la
sociedad es la conservación de la propiedad o la salva­
guarda de las desiguales facultades adquisitivas y otra

12 2 . Treatises, ii, sees. 42, 10 7 , 12 4 , 1 3 1 ; The Federalist, num. lo (las cursi­


vas no figuran en el original). Véase nota 104.
E l derecho natural moderno: Locke 319

muy distinta -además de, al parecer, totalmente super­


flua- es afirmar como hace Locke que la propiedad ante­
cede a la sociedad. Sin embargo, al afirmar que la propie­
dad es previa a la sociedad civil, Locke sostiene que
incluso la propiedad civil -es decir, la propiedad legitima­
da por la ley positiva- es, en lo fundamental, independien­
te de la sociedad y, por tanto, no puede considerarse una
creación de la sociedad. El «hombre», es decir, el indivi­
duo, «sigue teniendo en sí mismo el gran fundamento de
la propiedad». La propiedad es creada por el individuo y
en distintos grados por individuos distintos. La sociedad
civil se limita a crear las condiciones que permiten al indi­
viduo desempeñar sin obstáculos su actividad productiva
y adquisitiva. - . .
La doctrina lockeana de la propiedad es perfectamente
inteligible en nuestros días si se contempla como la clásica
doctrina del «espíritu capitalista» o como una doctrina
que procura definir el objetivo principal de la política pú­
blica. Desde el siglo x i x , los lectores de Locke han tenido
dificultad en comprender por qué utilizaba «la fraseolo­
gía de la ley de la naturaleza» o por qué planteaba su doc­
trina en los términos de la ley natural, Pero afirmar que la
felicidad pública no es posible sin la liberación y la protec­
ción de las facultades adquisitivas equivale a decir que es
correcto o justo -quiere esto decir intrínsecamente justo o
justo por naturaleza- acumular tanto dinero y otras ri­
quezas como a uno se le antoje. Y las reglas que nos per­
miten distinguir entre lo que es justo por naturaleza y lo
que es injusto por naturaleza, ya sea de forma absoluta
o bajo circunstancias específicas, fueron denominadas
«proposiciones de la ley de la naturaleza». Los seguidores
de Locke pertenecientes a generaciones posteriores creye­
ron poder prescindir de la «fraseología de la ley de la
naturaleza» porque, a diferencia de Locke, dieron por
sentado que no había necesidad de demostrar que la ad­
3 20 Capítulo V

quisición ilimitada de la riqueza no es injusta o moral­


mente reprochable.
En efecto, para Locke resultaba más fácil ver un proble­
ma allí donde quienes vinieron después sólo atisbaron un
motivo de aplauso al progreso o a sí mismos, puesto que
en su época la mayoría de las personas todavía soste­
nían la noción más antigua de que la adquisición ilimita­
da de riqueza es injusta o reprobable desde el punto de
vista moral. Esta circunstancia explica asimismo por qué,
al exponer su doctrina de la propiedad, Locke «empleó
un lenguaje de tal modo enrevesado que no resulta fácil
comprenderlo» o por qué hizo todo lo posible por «no
apartarse del rebaño». Si bien es cierto que, con esta acti­
tud, ocultaba al grueso de sus lectores el carácter revolu­
cionario de su doctrina de la propiedad, no lo es menos
que, pese a todo, logró transmitir dicho carácter con la
suficiente claridad. Lo hizo mencionando de forma oca­
sional y aprobando aparentemente la antigua postura.
Atribuyó la introducción de las «posesiones cada vez más
abundantes y ei derecho a las mismas» al «deseo del hom­
bre de tener más de lo que» necesita, o lo que es lo mis­
mo, a un incremento en el grado de «codicia» o de «amor
sceleratus habendi, la perniciosa concupiscencia». Del mis­
mo modo, Locke se refiere en tono desdeñoso a las «pe­
queñas piezas de metal amarillo» y a las «piedrecillas bri­
llantes ».^^3 Pero pronto abandona estas minucias: el meollo
del capítulo dedicado a la propiedad es la noción de que
la codicia y la concupiscencia, lejos de ser manifestaciones
de maldad o estulticia - y en tanto se canalicen del modo
adecuado- resultan emánentemente benéficas y razona­
bles, en mucho mayor medida incluso que la «caridad
ejemplar». Al construir la sociedad civil sobre «la base
mezquina pero sólida» del egoísmo o de ciertos «vicios

12 3 . Treatises, ri, secs. 37, 46, 5 1 (final), 75, i i i .


E l derecho natural moderno: Locke 321

privados», se alcanzan «beneficios públicos» mucbo ma­


yores que apelando fútilmente a la virtud, de la que el
bombre «no se baila dotado» por naturaleza. Nuestro
punto de referencia no debe ser la forma en que los hom­
bres deberían vivir, sino la forma en que viven de becbo.
Casi se podría decir que Locke cita las palabras del após­
tol: «Dios, que generosamente nos ba concedido todas las
cosas para que de ellas disfrutemos», y babla también de
«las bendiciones divinas vertidas [sobre el bombre] con
mano liberal», pero al tiempo afirma que «la naturaleza y
la Tierra sólo nos ban proveído de materiales cuyo valor
intrínseco es poco menos que n u lo » .^^4 Locke sostiene que
Dios es «el único amo y propietario de todo el mundo»,
que los hombres son propiedad de Dios y que «la pose­
sión del hombre sobre las bestias no es sino la libertad
para utilizarlas que Dios tuvo a bien concederle». Pero
también afirma que «en el estado de naturaleza, el hom­
bre [es] el amo absoluto de su propia persona y sus pro­
pias p o s e s io n e s » .^^5 Según Locke, «siempre será un peca­
do que un hombre acaudalado deje morir a su hermano
por negarse a utilizar su abundancia para ofrecerle alivio».

12 4 . Ibidem, l, secs. 40-43; ii, secs. 3 1 , 43. Véanse las afirmaciones de Lo­
cke sobre la relativa importancia de los regalos de la naturaleza y el trabajo
humano con una aseveración extraída del Hexamerón de san Ambrosio y tra­
ducida por George Boas en Essays on Primitivism and Related Ideas in the
Middle Ages (Baltimore, Johns Hopkins Press, 1948), p. 42.
12 5 . Treatises, i, sec. 39; 11, secs. 6, 2 7 ,1 2 3 . Cabe señalar, al hilo de lo dicho,
que si «el hombre en estado de naturaleza [es] el amo absoluto de sus propias
[...] posesiones» o si la propiedad existe «para el beneficio y provecho exclusi­
vos del propietario», el derecho natural de los hijos «a heredar los bienes de
sus padres» {ibidem, i, secs. 88, 93, 97; 11, sec. 190) queda supeditado a una
salvedad crucial: los hijos gozan de este derecho siempre y cuando los padres
no decidan, como pueden según Locke, disponer de su propiedad de un modo
distinto (i, sec. 87; 11, secs. 57, 65, 72, 1 1 6 [final]). El derecho natural de los
hijos a heredar la propiedad de sus padres se reduce, por tanto, a la siguiente
premisa: si los padres mueren intestados, se da por supuesto que habrían pre­
ferido a sus hijos antes que a ningún extraño como herederos de su patrimo­
nio. Véase ibidem, i, sec. 89, con Hobbes, De cive, ix , 15 .
322 Capítulo V

Sin embargo, en su discusión temática de la propiedad,


nada dice acerca de unos eventuales deberes de carid ad /^ó
Las enseñanzas de Locke sobre la propiedad, y por con­
siguiente toda su filosofía política, son revolucionarias no
sólo por cuanto suponen una ruptura respecto a la tradi­
ción bíblica, sino también respecto a la tradición filosófix.„
caf Ciíando éf én^sis de ía filosofía política, anteriormen­
te colocado en los deberes u obligaciones naturales del
hombre, se desplazó a los derechos naturales, el indivi­
duo -el ego- se convirtió en centro y origen del mundo j
moral, puesto que el hombre - y no ya la finalidad de su ¡
existencia- se había convertido en dicho centro u origen. |
[ri:docffíirrlorkeanrtélTpfopedafl:eSrroff^^
' filosofía política de Hobbes, una expresión aún más «avan­
zada» de este cambio radical. Según Locke, es el hombre y
no la naturaleza -el trabajo del hombre y no la dádiva na­
tural- el origen de casi todas las cosas valiosas: el hombre
debe casi todo lo que considera valioso a su propio esfuer­
zo. La independencia optimista y la creatividad -frente a
la gratitud resignada y la obediencia o la imitación cons­
ciente de la naturaleza- se convierten así en los exponen­
tes de la nobleza humana. El hombre se emancipa efecti­
vamente de las ataduras de la naturaleza, y por tanto el
individuo se libera de las ataduras sociales que anteceden
todo consentimiento o acuerdo gracias a la liberación de
su deseo de adquisición productivo, que es necesario aun­
que fortuitamente beneficioso, y por tanto susceptible de
convertirse en ei más fuerte de los vínculos sociales. La
contención de los apetitos se ve reemplazada por un me­
canismo cuyo efecto es humano. Y esta emancipación se

12 6 . Treatises, i, sec. 42 (en cuanto a la utilización del término «pecado»,


véase nota 90). Véase ibidem, sec. 92: «La propiedad [...] existe para el bene­
ficio y el provecho exclusivos del propietario» (las cursivas no figuran en el
original). En lo tocante a la mención del deber de caridad en el capítulo dedi­
cado a la conquista (n, sec. 18 3), véanse notas 73 y 1 1 9 .
E l derecho natural moderno: Locke 3 23

alcanza mediante la intercesión del prototipo de las cosas


convencionales, es decir, el dinero. El mundo en el que la
creatividad humana parece reinar sin discusión es, de he­
cho, el mundo que ha reemplazado el gobierno de la natu­
raleza por el gobierno de la convención. A partir de este
instante, la naturaleza provee tan sólo cosas materiales
carentes de valor en sí mismas; las formas son proveídas
por el hombre, por la libre creación del hombre, pues no
existen formas naturales, ni «esencias» inteligibles. Las
«ideas abstractas» son «invenciones y criaturas del enten­
dimiento, engendradas por éste para su propio uso». El
entendimiento y la ciencia mantienen la misma relación
con «lo dado» que mantiene el trabajo humano -impulsa­
do hasta su máximo esfuerzo por el dinero- con respecto
a los materiales en estado bruto. No existen, por consi­
guiente, principios naturales de entendimiento: todo co­
nocimiento es adquirido; todo conocimiento depende del
trabajo y es fruto de é s t e . ^^7
Locke es un hedonista: «Aquello que consideramos ine­
quívocamente bueno o malo no es sino mero placer o do­
lor». Pero el suyo es un hedonismo peculiar: «La mayor
felicidad consiste» no tanto en disfrutar de los mayores
placeres como «en tener las cosas que producen los mayo­
res placeres». No es del todo casual que el capítulo en el
que se producen estas afirmaciones, y que resulta ser el ca­
pítulo más largo de todo el Ensayo, se titule precisamente
«Poder». Pues si, como afirma Hobbes, «el poder de un
hombre [...] se traduce en ios medios de los que dispone
en el presente para obtener en el futuro algún bien eviden­
te», Locke opina, en efecto, que la mayor de las felicida-

12 7 . En referencia a una concesión que sus detractores no deberían hacer,


Locke afirma: «Pues ello equivaldría a destruir ese obsequio de la naturaleza
que al parecer tanto aprecian, aunque hagan depender el conocimiento de di­
chos principios del trabajo de nuestros pensamientos» {Essay, i, 2, sec. 10 ; las
cursivas no figuran en el original).
324 Capítulo V

des consiste en tener el mayor de los poderes. Puesto que


no existen naturalezas discernibles, no existe ninguna na­
turaleza del hombre respecto a la cual podamos distinguir
entre los placeres acordes con la naturaleza y los placeres
contrarios a la naturaleza, o entre placeres que son por
naturaleza más elevados y placeres que son por naturaleza
inferiores; placer y dolor son «en opinión de hombres dis­
tintos [...] cosas muy distintas». Así pues, «los filósofos se
preguntan en vano, desde tiempos inmemoriales, si el
summun bomim consiste en riquezas, placeres carnales,
virtud o contemplación». En ausencia de un summun bo-
num, el hombre carecería por completo de una estrella y
una brújula que guiara su vida de no ser por la existencia
de un summun malum. «El deseo siempre es espoleado
por el mal, por la necesidad de huir de él.»^^® El más pode­
roso de los deseos es el deseo de conservación de la propia
vida. El mal ante el que retrocede el más poderoso de los
deseos es la muerte. La muerte debe ser, por tanto, el más
poderoso de los males; no es el placer de vivir sino el
terror a la muerte lo que nos hace aferramos a la vida. La
naturaleza determina de forma inequívoca aquello de lo
que huye el deseo, el punto de partida del deseo; la meta
hacia la que se dirige el deseo ocupa un segundo plano. El
hecho primario es la necesidad. Pero esta necesidad, esta
carencia, ya no se contempla como el camino hacia algo
completo, perfecto, entero. Las necesidades de la vida ya
no se entienden como necesarias para alcanzar la vida
completa o buena, sino como meros hechos ineludibles.
De esto se deduce que la satisfacción de las necesidades ya
no se halla limitada por las exigencias de la vida buena,
sino que pierde todo sentido de finalidad. Por naturaleza,
el objetivo del deseo sólo se define negativamente, como
la negación del dolor. No es el placer, anticipado de forma

12 8. Essay, 11, 2 1, secs. 55, 6 1, 7 1 ; 20, sec. 6.


E l derecho natural moderno: Locke 325

más o menos clara, lo que espolea los esfuerzos humanos:


«el principal, si no el único, acicate de la industria y la ac­
ción humanas es la incomodidad». Tan poderosa es la pri­
macía natural del dolor que la negación activa de éste es
en sí misma dolorosa. El dolor que elimina el dolor es el
tr a b a jo . ^^9 £s este dolor -y, por consiguiente, un defecto-
lo que originalmente concede al hombre el más importan­
te de todos los derechos. Se sigue, pues, que los sufrimien­
tos y defectos -no los méritos y virtudes- están en el ori­
gen de los derechos. Hobbes identificaba la vida racional
con la vida dominada por el temor al temor, es decir, por
el miedo que nos alivia del miedo. Llevado del mismo es­
píritu, Locke identifica la vida racional con la vida domi­
nada por el dolor que alivia el dolor. El trabajo ocupa el
lugar del arte que imita a la naturaleza, pues el trabajo es,
en palabras de Hegel, una actitud negativa hacia la natu­
raleza. El punto de partida de los esfuerzos humanos es el
sufrimiento, pues el estado de naturaleza es un estado de
desdicha. El camino hacia la felicidad se aparta del estado
de naturaleza, se aparta de la naturaleza en sí. La nega­
ción de la naturaleza es la vía que conduce a la felicidad.
Y si el movimiento que conduce a la felicidad es la concre­
tización de la libertad, se sigue que la libertad es negativi-
dad. Al igual que el propio dolor primario, el dolor que
alivia el dolor «no cesa más que con la muerte». Puesto
que, por tanto, no existen los placeres puros, tampoco
existe necesariamente una tensión entre la sociedad civil y
el poderoso Leviatán o la sociedad coercitiva, por un
lado, y la buena vida por el otro. El hedonismo se convier­
te así en utilitarismo o hedonismo político. El alivio dolo­
roso del dolor culmina no tanto en los mayores placeres
como «en tener las cosas que producen los mayores place­
res». La vida es la poco gozosa búsqueda del gozo.

12 9 . Treatises, n , secs. 30, 34, 37, 42.


327

C A P IT U L O VI

La crisis del derecho natural moderno

I. Rousseau

La primera crisis de la modernidad se manifestó en el pen­


samiento de Jean-Jacques Rousseau, aunque no fue el pri­
mero en sentir que la empresa moderna era un craso error
y en buscar remedio al problema en una vuelta al pensa­
miento clásico (baste mencionar el nombre de Swift). Pero
Rousseau no fue un «reaccionario», sino que se entregó
por completo a la modernidad. Uno se siente tentado de
afirmar que fue esta circunstancia, y la correspondiente
aceptación del destino del hombre moderno, lo que lo
condujo de vuelta a la Antigüedad. Sea como fuere, su re­
troceso a la Antigüedad supuso al mismo tiempo un avan­
ce de la modernidad. Aunque sus llamamientos iban de
Hobbes, Locke o los enciclopedistas a Platón, Aristóteles
y Plutarco, Rousseau tuvo a bien descartar importantes
elementos del pensamiento clásico que sus predecesores
modernos habían preferido conservar. Con Hobbes, la ra­
zón había liberado a la pasión utilizando para ello su auto­
ridad; la pasión había accedido a la condición de mujer
emancipada pero era la razón la que seguía imponiendo
su voluntad, aunque a distancia. Con Rousseau, en cam­
bio, fue la propia pasión la que tomó la iniciativa y se re­
beló. Tras usurpar el puesto de la razón y negar indignada
su pasado libertino, la pasión empezó a juzgar, por los
severos raseros de la virtud catoniana, las vilezas cometi­
das por la razón. Los pedruscos ardientes que, con la erup­
ción rousseauniana, habían cubierto el mundo occidental se
328 Capítulo VI

Utilizaron, una vez enfriadas y talladas, para las imponen­


tes estructuras que erigieron los grandes pensadores de fi­
nales del siglo XVIII y principios del xi x. Cierto es que los
discípulos de Rousseau se encargaron de hacer más diáfa­
nas sus posturas, pero cabe preguntarse si supieron con­
servar el aliento de las mismas. Su apasionado y contun­
dente ataque a la modernidad en nombre de lo que era, a
un tiempo, antigüedad clásica y una modernidad más
avanzada, tuvo un eco no menos apasionado y contun­
dente en Nietzsche, que de esta forma desencadenó la se­
gunda crisis de la modernidad, es decir, la crisis de nuestro
tiempo.
Rousseau atacó la modernidad en nombre de dos con­
ceptos clásicos: por un lado, la ciudad y la virtud; por el
otro, la naturaleza. «Los antiguos políticos hablaban sin
cesar de las formas y la virtud; los de nuestros días no ha­
blan sino de comercio y dinero.» Comercio, dinero, ilus­
tración, la emancipación del deseo de adquisición, el lujo
y la creencia en la naturaleza omnipotente de la legisla­
ción son características del Estado moderno, ya sea una
monarquía absoluta o una república representativa. Las
formas y la virtud tienen en la ciudad su entorno natural,
Ginebra es una ciudad, sin duda, pero es. menos ciudad
que las ciudades de la Antigüedad clásica, y en especial
Roma. Incluso en su loa a Ginebra, Rousseau entroniza a
los romanos y no a los ginebrinos como el paradigma y el
más respetable de todos los pueblos libres. Los romanos
son el más respetable de todos los pueblos porque eran el
pueblo más virtuoso, poderoso y libre que ha poblado ja­
más la faz de la Tierra. Los ginebrinos no son romanos, ni
espartanos, ni tan siquiera atenienses, porque carecen del
espíritu público y el patriotismo de los clásicos. Sienten
más interés por sus asuntos privados o domésticos que
por la madre patria. Carecen de la grandeza espiritual de
los clásicos. Son burgueses antes que ciudadanos. La sa-
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 3 29

grada unidad de la ciudad ha sido destruida en los tiem­


pos posclásicos por el dualismo de poder temporal y po­
der espiritual, al que cabría añadir, en última instancia, el
dualismo de la patria terrenal y celestial/
El Estado moderno se presentó a sí mismo como un
cuerpo artificial que se constituye mediante la convención
y cuya finalidad es subsanar las deficiencias del estado de
naturaleza. Esta circunstancia llevó a quienes se mostra­
ban críticos con el Estado moderno a plantearse si el esta­
do de naturaleza no sería preferible a la sociedad civil.
Rousseau había sugerido la vuelta al estado de naturaleza,
el regreso a la naturaleza desde un mundo de artificialidad
y convencionalismo. Jamás, a lo largo de toda su carrera,
se resignó con la mera apelación a la ciudad clásica desde
el Estado moderno. Sus apelaciones iban, casi sin solución
de continuidad, de la ciudad clásica en sí al «hombre de la
naturaleza», el salvaje prepolítico.^
Existe un conflicto evidente entre el retorno a la ciudad
y el retorno al estado de naturaleza. Tal conflicto es la
esencia del pensamiento de Rousseau, que presenta a sus
lectores el confuso espectáculo de un hombre que se mue­
ve sin cesar entre dos posiciones diametralmente opues-

1. Discours sur les sciences et les arts, ed. G .R . Havens, Nueva York y Lon­
dres, Oxford University Press, 1946, p. 13 4 ; Préface de Narcisse, París, Flam­
marion, pp. 53-54, 57 n.; Discours sur Pinégalité, Paris, Flammarion, pp. 66,
67, 7 1-7 2 ; Lettre à D ’Alembert, ed. Léon Fontaine, pp. 19 2, 237, 278;
Nouvelle Héloïse, Paris, Gamier, pp. 1 1 2 - 1 1 3 ; Contrat Social, ed. Halbwa-
chs, Paris, Aubier, iv , 4, 8; Lettres écrites de la montagne, Paris, Garnier,
pp. 292-293. Ningún pensador moderno entendió mejor que Rousseau la con­
cepción filosófica de la polis, que concibió como la asociación completa que
corresponde ai ámbito natural de la humana capacidad de conocer y amar.
Véase en especial Discours sur Pinégalité pp. 65-66, y Contrat social, il, 10.
2. Discours sur les sciences et les arts, pp. 10 2 n., 1 1 5 n., 140. «On me repro­
che d’avoir affecté de prendre chez les anciens mes examples de vertu. Il y
a bien de l’apparence que j’en aurais trouvé encore davantage, si j’avais pu
remonter plus haut» {Oeuvres complètes, ed. Lahure, Paris, Hachette, i,
35- 36).
330 Capítulo VX

tas. En un momento dado, defiende ardientemente los de­


rechos del individuo o los derechos del corazón frente a
toda forma de restricción y autoridad, para acto seguido
reivindicar con idéntico ardor la total sumisión del indivi­
duo a la sociedad o al Estado y apoyar la más rigurosa dis­
ciplina moral o social. Hoy, los discípulos más serios de
Rousseau se inclinan por la opinión de que éste acabó su­
perando lo que ellos contemplan como una vacilación
temporal. El Rousseau maduro, sostienen, halló una solu­
ción que, según él creía, satisfacía por igual las legítimas
aspiraciones del individuo y las de la sociedad. Dicha so­
lución se traducía en un determinado tipo de sociedad. 3
Esta interpretación se halla expuesta a una objeción fun­
damental: Rousseau murió convencido de que incluso la
sociedad más perfecta es una forma de esclavitud, lo cual
significa que no pudo haber contemplado su propia solu­
ción al conflicto entre el individuo y la sociedad como
algo más que un razonable acercamiento a una solución,
un acercamiento que permanece abierto a toda clase de
dudas legítimas. En opinión de Rousseau, por tanto, el
adiós a la sociedad, la restricción y la autoridad -es decir,
el regreso al estado de naturaleza- sigue siendo una posi­
bilidad legítima.4 Cabe preguntarse, entonces, no tanto
cómo solucionó el conflicto entre el individuo y la socie­
dad, sino en qué términos se planteaba ese conflicto inso-
luble.
El Discurso sobre las ciencias y las artes de Rousseau
nos proporciona la clave para una formulación más preci-

3. La formulación clásica de esta interpretación de la doctrina rousseauniana


se halla en la obra de Kant «Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbür­
gerlicher Absicht», Siebenter Satz {The Philosophy o f Kant, ed. Carl J. Frie­
drich, Modem Library, pp. 12 3 -12 7 ).
4. Contrat social, i, i ; 11, 7, 1 1 ; ii i, 1 5 ; Émile, ed. Richard, Paris, Garnier,
1 , 1 3 - ié , 79-80, 85; Discours sur l’inégalité, pp. 6 5 , 1 4 7 , 1 5 0 , 1 6 5 .
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 331

sa de la cuestión. En las páginas del que es el primero de


sus escritos importantes, arremetió contra las ciencias y las
artes en nombre de la virtud, sosteniendo que las primeras
son incompatibles con la segunda, y que ésta, la virtud, es
lo único que verdaderamente importa. 5 Al parecer, la
virtud precisa del apoyo de la fe o del teísmo, aunque no
necesariamente del monoteísmo,^ pero el énfasis sigue re­
cayendo sobre la virtud en sí. Rousseau determina el signi­
ficado de virtud con la claridad que requiere su propósito
recurriendo al ejemplo del ciudadano y filósofo Sócrates,
de Fabricio y, sobre todo, de Catón, al que no dudaba en
calificar como «el más grande de todos hombres» .7 La vir­
tud es en primera instancia virtud política, es decir, la virtud
del patriota o de un pueblo en su conjunto. Para que haya
virtud debe haber una sociedad libre, y para que haya una
sociedad libre debe haber virtud: una y otra se hallan estre­
chamente unidas.® Rousseau se desvía de sus modelos clá­
sicos en dos aspectos: siguiendo los pasos de Montesquieu,
contempla la virtud como el principio fundador de la de­
mocracia y afirma que es inseparable de la igualdad o del
reconocimiento de la igualdad.9 En segundo lugar, cree

5. Discours sur les sciences et les arts, pp. 97-98, 10 9 -ir o , 11 6 . Oeuvres
complètes, l, 55; la moralidad es infinitamente más sublime que las maravi­
llas del entendimiento.
6. Discours sur les sciences et les arts, pp. iz z , 14 0 - 14 1; Émile, 11, 5 1 ; Nou­
velle Héloïse, p. 502 ss, 603; Lettres écrites de la montagne, p. 180.
7. Discours sur les sciencies et les arts, pp. 12 0 -12 2 ; Discours sur l’inégalité,
p. 15 0 ; Nouvelle Héloïse, p. 325. Oeuvres complètes, i, 45-46: la igualdad
original es «la fuente de toda virtud». Ibidem, p. 59; Catón ha dado a la raza
humana ei espectáculo y el modelo de la virtud más pura que haya existido
jamás.
8. Préface de Narcisse, pp. 54, 56, 57 n.; Émile, l, 308; Contrat social, i, 8;
Les confessions, ed. Van Bever, Paris, Cres, 19 2 7 , l, 244.
9. Oeuvres complètes, i, 4 1 , 45-46; Discours sur l’inégalité, pp. 66 , 14 3 -14 4 ;
Lettres écrites de la montagne, p. 252. Compárese la cita de la Apología de
Sócrates de Platon (21b ss) que aparece en el Discours sur les sciencies et les
arts (pp. 118 - 12 0 ) con el original platónico: Rousseau omite la censura de Sô-
332. Capítulo VI

que el conocimiento necesario para alcanzar la virtud no


llega por medio de la razón, sino a través de lo que él deno­
mina «conciencia» (o «la sublime ciencia de las almas sen­
cillas»), bien sea por medio del sentimiento o del instinto.
El sentimiento que tiene en mente se revelará en su origen
como el sentimiento de compasión, fuente natural de toda
benevolencia auténtica. Rousseau veía una conexión entre
su inclinación hacia la democracia y el hecho de que ante­
pusiera el sentimiento a la razón.
Una vez asumido que virtud y sociedad libre son con­
ceptos indisociables, Rousseau podía probar que la cien­
cia y la virtud son incompatibles demostrando la incom­
patibilidad existente entre ciencia y sociedad libre. El
razonamiento que subyace al Discurso sobre las ciencias
puede resumirse en cinco consideraciones capitales que se
hallan, efectivamente, desarrolladas de modo insuficiente
en dicha obra pero que cobran suficiente claridad si, al
leer el Discurso sobre las ciencias, procuramos tener en
mente los escritos posteriores de Rousseau.
Según Rousseau, la sociedad civil es, en esencia, una so­
ciedad privada o, en términos más precisos, cerrada. La
sociedad civil, sostiene, sólo puede ser saludable si posee
un carácter propio, y para ello es imprescindible que su
individualidad provenga o reciba aliento de instituciones

crates a los estadistas (sean éstos democráticos o republicanos) y sustituye la


censura socrática a los artesanos por la censura a los artistas.
10 . Discours sur les sciences et les arts, p. 1 62; Discours sur l’inégalité, pp. 107-
i i o ; Émile, 1 , 286 -28 7,307; Les confessions,!, 19 9; Oeuvres complètes, i, 3 1,
35,6 2-6 3.
1 1 . Este procedimiento es perfectamente plausible, ya que el propio Rousseau
admitió que no llegó a revelar del todo sus principios el Discours sur les seien­
des et les arts y añadió que dicha obra también es inadecuada por otros mo­
tivos {Discours sur les seiendes et les arts, pp. 5 1, 56, 92, 16 9 -170); Por
otro lado, el Discours sur les seiendes et les arts revela con mayor claridad
que los escritos posteriores la coherencia de la concepción rousseauniana fun­
damental.
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 333

nacionales y exclusivas. Dichas instituciones, a su vez, de­


ben estar imbuidas de una «filosofía» nacional, una for­
ma de pensar que no sea transferible a otras sociedades:
«la filosofía de cada pueblo resulta poco apta para cual­
quier otro pueblo». Por otra parte, la ciencia o filosofía
es esencialmente universal, lo que equivale a decir que de­
bilita por fuerza el poder de las «filosofías» nacionales y,
por tanto, el compromiso de los ciudadanos con un modo
de vida en particular, o las formas, de la comunidad a la
que pertenecen. En otras palabras, pese a la naturaleza
esencialmente cosmopolita de la ciencia, la sociedad debe
actuar alentada por un espíritu de patriotismo, espíritu
que no es en modo alguno irreconciliable con los odios
nacionales. Siendo queda sociedad política se ve obligada
a defenderse a sí misma de otros Estados, debe fomentar
las virtudes militares y, por lo general, desarrolla un espí­
ritu bélico. La filosofía o ciencia, por el contrario, tiende
a destruir el espíritu b é l i c o . E s más: la sociedad exige
que quienes la componen se dediquen plenam.ente a la
consecución del bien común, o que se mantengan ocupa­
dos o activos en beneficio de sus congéneres: «Todo ciu­
dadano holgazán es un sinvergüenza». Por otra parte, de­
bemos admitir que el principio elemental de la ciencia es
el ocio, y que suele establecerse una falsa distinción en­
tre éste y la holgazanería. En otras palabras, el verdadero
ciudadano vive dedicado al cumplimiento del deber, mien­
tras que el filósofo o el científico vive de modo egoísta
buscando su propio p l a c e r , u Además, la sociedad exige

1 2 . Discours sur les sciences et les.arts, pp. 1 0 7 , 1 2 1 - 1 2 3 , 1 4 1 - 1 4 6 ; Préface


de Narcisse, pp. 4 9 n., 5 1 - 5 2 , 5 7 n.; Discours sur l ’inégalité, pp . 6 5 - 6 6 , 1 3 4 -
1 3 5 . 1 6 9 - 1 7 0 ; Contrat social, n , 8 (hacia el final); Émile, i, 1 3 ; Gouverne­
ment, p. 1 5 0 ; Lettre à D ’Alembert, pp. 1 2 0 , 1 2 3 , 1 3 7 ; Nouvelle Héloïse,
p. 5 1 7 ; Émile, I, 2 4 8 .
1 3 . Discours sur les sciences et les arts, p. l o i , 1 1 5 , 1 2 9 - 1 3 2 , 1 5 0 ; Oeuvres
complètes, i, 6 2 ; Préface de Narcisse, pp. 5 0 - 5 3 ; Discours sur l ’inégalité.
334 Capítulo VI

que todos sus miembros suscriban sin vacilación ciertas


creencias religiosas. Estas certezas saludables, «nuestros
dogmas» o «los dogmas sagrados autorizados por las le­
yes» se tambalean ante la ciencia, ya que ésta se ocupa de
la verdad como tal, al margen de su utilidad. Como con­
secuencia de su propósito final, la ciencia se expone al pe­
ligro de conducir el hombre a verdades inútiles o incluso
dañinas. Sin embargo, en la práctica la verdad resulta
inaccesible, y por tanto la búsqueda de la verdad desem­
boca en el error peligroso o el escepticismo peligroso. El
principio elemental de la sociedad es la fe o la opinión.
Así pues, la ciencia - o el intento de sustituir la opinión
por el conocimiento- no puede sino hacer peligrar la so­
ciedad. ^4 Además, la sociedad libre presupone que sus
miembros han renunciado a su libertad original o natural

p. 15 0 ; Lettre à D ’Alembert, pp. 12 0 , 12 3 , 13 7 ; Nouvelle Héloïse, p. 5 17 ;


Émile, I, 248.
14. Discours sur les sciences et les arts, pp. 10 7 , 12 5 -12 6 , 12 9 - 13 3 , 1 5 1 , 1 5 5 -
15 7 ; Préface de Narcisse., pp. 56, 57 n.; Discours sur l’inégalité, pp. 7 1 , 15 2 ;
Contrat social, n , 7; Les confessions, 11, 226. Oeuvres complètes, l, 38 n.: «Ce
serait en effet un détail bien flétrissant pour la philosophie, que l’exposition des
maximes pernicieuses et des dogmes impies de ses diverses sectes [...] y-a-t-il
une seule des toutes ces sectes qui ne soit tombée dans quelque erreur dangereu­
se? El que devous-aous dire de la distinction des deux doctrines, si avidement
recçu de tous les philosophes, et par laquelle ils professaient en secret des senti­
ments contraires à ceux qu’ils enseignaient publiquement? Pythagore fit le pre­
mier qui fut usage de la doctrine intérieure; il ne ia découvrait à ses disciples
qu’après de longues épreuves et avec le pius grand mystère. Il leur donnait en se­
cret des leçons d’athéisme, et offrit solennellement des hécatombes à Jupiter.
Les philosophes sé trouvaient si bien de cette méthode, qu’elle se répandit rapi­
dement dans la Grèce, et de là dans Rome, comme on le voit par les ouvrages de
Cicéron, qui se moquait avec ses amis des dieux inraortels, qu’il attestait avec
tant d’emphase sur ie tribunal aux harangues. La doctrine intérieure n’a point
été portée d’Europe à la Chine; mais elle y est née aussi avec la philosophie; et
c’est à elle que les Chinois sont redevables de cette foule d’athées ou de philo­
sophes qu’ils ont parmi eux. L’histoire de cette fatale doctrine, faite par un
homme instruit et sincère, serait un terrible coup porté à la philosophie ancien­
ne et moderne» (las cursivas no figuran en ei original). Véase Les confessions,
11,3 2 9 .
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 335

en pro de la libertad convencional, es decir, en pro de la


obediencia a las leyes de la comunidad o a reglas de con­
ducta uniformes en cuya elaboración ban podido partici­
par todos los miembros de dicba sociedad. La sociedad
civil requiere conformidad, o lo que es lo mismo, la trans­
formación del bombre -en cuanto ser natural- en ciuda­
dano. Sin embargo, el filósofo o científico debe seguir «su
propio genio» con total sinceridad, es decir, sin tener en
cuenta la voluntad general ni el modo de pensar de la co-
m unidad.^3 Por último, la sociedad libre se constituye por
medio de la sustitución de la desigualdad natural por la
igualdad convencional. Sin embargo, la búsqueda cientí­
fica implica el cultivo del talento, es decir, de la desigual­
dad natural. El fomento de la desigualdad es algo tan ca­
racterístico de dicha búsqueda que podemos afirmar en
toda justicia que el afán de superioridad -el orgullo- es
la piedra angular de la ciencia o filosofía.
Ene por medio de la ciencia o filosofía que Rousseau ela­
boró la tesis de que la ciencia o filosofía es incompatible
con la sociedad libre y, por consiguiente, con la virtud. Al
hacerlo, admitió de modo tácito que la ciencia o filosofía
puede ser beneficiosa, es decir, compatible con la virtud.
Pero fue más allá de esta admisión tácita. Ya en el Discurso
sobre ¡as ciencias, dedicaba grandes alabanzas a las socie­
dades instruidas cuyos miembros deben combinar la ad­
quisición de conocimientos con la enseñanza moral, y pro­
clamó a Bacon, Descartes y Newton como los educadores
de la raza humana. Sostuvo que los más destacados erudi­
tos debían hallar asilo honroso en las cortes principescas.

1 5 . Discours sur les sciences et les arts, pp. 1 0 1 - 1 0 2 , 1 0 5 - i o é , 1 5 8 - 1 5 9 ; Dis­


cours sur l’inégalité, p. 1 1 6 ; Contrat social, i, 6, 8; n , 7 ; Em ile, i, 1 3 - 1 5 -
1 6 . Discours sur les sciences et les arts, pp. 1 1 5 , 1 2 5 - 1 2 6 , 1 2 8 , 1 3 7 , 1 6 1 - 1 6 2 ;
Préface de Narcisse, p. 5 0 ; Discours sur l’inégalité, p. 1 4 7 ; Contrat social, i, 9
(final); Oeuvres complètes, i, 3 8 n.
336 Capítulo VI

para que desde allí pudieran iluminar a los pueblos en lo to­


cante a sus deberes, contribuyendo de esta forma a la felici­
dad de dichos p u e b lo s /7
Rousseau ha sugerido tres soluciones distintas a esta
contradicción. De acuerdo con la primera sugerencia, la
ciencia es mala para una buena sociedad y buena para una
mala sociedad. En una sociedad corrupta, en una socie­
dad despóticamente gobernada, el ataque a todas las opi­
niones o prejuicios sagrados es legítimo porque la morali­
dad social no puede ir a peor. En semejante sociedad, sólo
la ciencia puede ofrecer al hombre un medio de alivio: la
discusión de los fundamentos mismos de la sociedad pue­
de conducir al hallazgo de factores paliativos de los abu­
sos imperantes. Esta solución sería suficiente si Rousseau
hubiese elegido como únicos destinatarios de sus obras a
sus propios contemporáneos, es decir, a los integrantes de
una sociedad corrupta. Pero deseaba pervivir como escri­
tor más allá de su época y previó el estallido de una revo-
7 lución, por lo que escribió también con la vista puesta en
las necesidades de una sociedad buena. De hecho, escribió
pensando en una sociedad más perfecta que todas las an­
teriores, una sociedad que sólo sería factible tras la revo­
lución. Esta solución, la mejor posible, al problema políti­
co, es descubierta por medio de la filosofía y sólo por
medio de la filosofía. Por consiguiente,\la filosofía no pue­
de considerarse meramente buena para una mala socie­
dad, sino queiesJndispensable para el advenimiento de 1a
mejor sociedad posible.^®

17 . Discours sur les sciences et les arts, pp. 98-100, 12 7 -12 8 , 13 8 -13 9 , 1 5 1 -
1 5 2 , 1 5 8 - 1 6 1 ; Préface de Narcisse, pp. 45, 54.
18. Discours sur les sciences et les arts, p. 94 (véanse 38, 46, 50); Préface de
Narcisse, pp. 54, 57-58, 60 n.; Discours sur Pinégalité, pp. 66, 68, 13 3 , 13 6 ,
1 4 1 , 142, 14 5 , 149 ; Nouvelle Héloïse, Prefacio (inicio); Contrat social, 1, i;
Lettre à M. de Beaunont, Paris, Garnier, pp. 4 71-4 72 .
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 337

De acuerdo con esta segunda sugerencia de Rousseau,


la ciencia es buena para «los individuos», es decir para «al­
gunos grandes genios» o «algunas almas privilegiadas» o
«el reducido número de verdaderos filósofos» entre los
que se cuenta a sí mismo, pero en cambio es mala para
«los pueblos» o «el público» o «el común de los hombres»
{les hommes vulgaires). En el Discurso sobre las ciencias
dirigió sus ataques, por tanto, no contra la ciencia en sí,
sino contra la ciencia popularizada o la difusión del cono­
cimiento científico. La difusión del conocimiento científi­
co tiene consecuencias nefastas no sólo para la sociedad,
sino también para la propia ciencia o filosofía. Por medio
de la popularización, la ciencia degenera hasta convertirse
en opinión, y la propia lucha contra el prejuicio se trans­
forma en un prejuicio. La ciencia debe seguir siendo do­
minio exclusivo de una escasa minoría, debe seguir man­
teniéndose en secreto para el común de los hombres.
Puesto que todos los libros son accesibles no sólo para di­
cha minoría, sino para cualquiera que sepa leer, Rousseau
se vio obligado por su propio principio a presentar con
gran reserva su propio pensamiento filosófico o científico.
Bien es cierto que, según creía, en una sociedad corrupta
como aquella en la que le había tocado vivir la difusión
del conocimiento filosófico deja de ser algo dañino. Sin
embargo, como se ha dicho antes, Rousseau no escribía
tan sólo para sus contemporáneos, y el Discurso sobre
las ciencias debe ser entendido a la luz de este hecho. El
propósito de dicha obra no es mantener alejados de la
ciencia a todos los hombres, sino tan sólo a los hombres
comunes. Cuando Rousseau rechaza la ciencia como sen­
cillamente mala, habla desde el punto de vista de un hom­
bre común que se dirige a otros hombres de su misma con­
dición pero, a la vez, nos da a entender que, lejos de ser
un hombre común, él es un filósofo que se oculta bajo la
capa de hombre común y que, lejos de pretender hacer lie-
338 Capítulo VI

gar su mensaje al «pueblo», se dirige única y exclusiva­


mente a quienes no se hallan subyugados por las corrien­
tes de opinión del siglo, país o sociedad en que les ha toca­
do vivir/9
Podría parecer, a tenor de lo dicho, que la creencia de
Rousseau en la esencial desproporción entre ciencia y so­
ciedad - o lo que es lo mismo, entre la ciencia y «ei pue­
blo»- era el pilar sobre el que asentaba su convencimiento
del carácter insoluble del conflicto entre individuo y socie­
dad, así como su reserva final en defensa del «individuo»,
es decir, en defensa de un reducido número de «almas pri­
vilegiadas» frente a las exigencias de cualquier sociedad,
incluida la mejor sociedad posible. Esta impresión se ve
confirmada en el hecho de que Rousseau identificara las
necesidades del cuerpo como los cimientos de la sociedad,
y que dijera de sí mismo que nada relacionado con el inte-

19 . Discours sur les sciences et les arts, pp. 9 3-9 4 ,10 8 n., iz o , 1 2 5 , 1 3 2 - 1 3 3 ,
15 2 , 15 7 -16 2 , 227; Oeuvres complètes, i, 23, 26, 3 1 , 33, 35, 47 n. r, 48, 52,
70; Discours sur l’inégalité, pp. 83, 170 , 17 5 ; Lettre à D ’Alembert, pp. 107-
108; Lettre à M. de Beaumont, p. 4 7 1; Lettres écrites de la montagne, pp. 152-
15 3 , 202, 283. Un detractor del Discours sur l’inégalité, había manifestado lo
siguiente; «On ne saurait mettre dans un trop grand jour des vérités qui heur­
tent autant de front 1e goût général Rousseau le replicô como sigue; «Je
ne suis pas tout-à-fait de cet avis, et je crois qu’il faut laisser des osselets aux
enfants» {Oeuvres complètes, i, 2 1; véase también Les confessions, 11, 247). El
principio de Rousseau consistía en decir la verdad «en toute chose utile» {Let­
tre à M. de Beaunont, pp. 4 7 2 ,4 9 5 ; Rêveries du promeneur solitaire, ed. M ar­
cel Raymond, Lille y Ginebra, Giard y Droz, 1948, iv). De esto se sigue que
podemos no sólo suprimir o disfrazar las verdades carentes de toda utilidad
posible, sino incluso caer en la falsedad absoluta y afirmar todo lo contrario a
dichas verdades sin por ello caer en el pecado de la mentira. La consecuencia
de las verdades dañinas o peligrosas resulta obvia (véase también Discours sur
l’inégalité, final de la primera parte, y Lettre à M. de Beaumont, p. 4 6 1 ). Com­
párese con Dilthey, Gesammelte Schriften, x i, 92: «Qohannes von Mueller
spricht] von der sonderbaren Aufgabe: “ Sich so auszudrücken, dass die Obrig­
keiten die Wahrheit lernen, ohne dass ihn die Untertanen verstünden, und die
Untertanen so zu unterrichten, dass sie vom Glück ihres Zustandes recht über­
zeugt sein möchten” ».
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 339

rés de su cuerpo podría llegar jamás a ocupar verdadera­


mente su alma; él mismo encuentra en los placeres y delec­
taciones de la contemplación más pura y desinteresada
-por ejemplo, el estudio de las plantas siguiendo el espíri­
tu de Teofrasto-, la felicidad perfecta y una autosuficien­
cia que raya en lo divino/® Se fortalece así la impresión de
que Rousseau trataba de restablecer la noción clásica
de filosofía oponiéndose a la Ilustración. Es sin duda en su
ataque a los principios de la Ilustración que Rousseau rea­
firma la crucial importancia de la desigualdad natural de
los hombres en lo tocante a los dones intelectuales. Pero
debemos añadir a renglón seguido que, en el mismo ins­
tante en que Rousseau adopta la perspectiva clásica, su­
cumbe una vez más a las fuerzas de las que pretendía libe­
rase. La misma razón que lo obliga a apelar a las fuerzas
de la naturaleza desde la sociedad civil lo obliga asimismo
a apelar a la naturaleza desde la filosofía o ciencia.^^
La contradicción del Discurso sobre las ciencias con
respecto al valor de la ciencia queda resuelta -hasta don­
de logró resolverla Rousseau- en sití tercera sugerencia, de
la cual la forman parte la primera y segunda sugerencias.
La primera y segunda sugerencias resuelven la contradic­
ción distinguiendo entre dos tipos de destinatarios de la
ciencia. La tercera sugerencia resuelve la contradicción
distinguiendo entre dos tipos de ciencia: por un lado esta­
ría un tipo de ciencia incompatible con la virtud, que po­
dríamos denominar «metafísica» (o ciencia puramente teó-

20. Discours sur les sciences et les arts, p. l o i ; Lettres écrites de la monta­
gne, p. 206; Les confessions, iii, 205, 220 -22 1; Rêveries du promeneur soli­
taire, V - V I I .
2 1. Discours sur les sciences et les arts, p. 1 1 5 n.; Préface de Narcisse, pp. 52-
53; Discours sur l’inégalité, pp. 89, 94, 109 , 16 5 ; N ouvelle Héloïse, pp. 4 15 -
4 17 ; Émile, I, 35-36, 1 1 8 , 293-294, 3 2 0 -3 2 1. Oeuvres complètes, I, 62-63:
«Osera-t-on prendre le parti de l’instinct contre la raison? C’est précisément
ce que je demande».
340 Capítulo VI

rica), Y POL el otro estaría un tipo de ciencia compatible


con la virtud y que podríamos llamar «sabiduría socráti­
ca». La sabiduría socrática es el conocimiento de uno mis­
mo, el conocimiento de la propia ignorancia. Se trata, por
tanto, de un tipo de escepticismo, un «escepticismo invo­
luntario» pero no peligroso. La sabiduría socrática no es
lo mismo que la virtud, pues ésta es la «ciencia de las al­
mas sencillas» y Sócrates no era precisamente un alma
sencilla. Todos los hombres pueden ser virtuosos, pero la
sabiduría socrática es dominio exclusivo de una reducida
minoría. La sabiduría socrática es en esencia algo secun­
dario; el humilde y silencioso ejercicio de la virtud es lo
único que importa. La sabiduría socrática desempeña la
función de defender «la ciencia de las almas simples», o
la conciencia, contra todo tipo de sofistería. La necesidad
de una defensa de este tipo no es casual y no se limita a los
tiempos de corrupción. Tal como expuso uno de los más
notables discípulos de Rousseau, la sencillez o inocencia
es sin duda algo maravilloso, pero nos hace más vulnera­
bles al engaño. «Por consiguiente, la sabiduría que de lo
contrario consistiría en hacer o en abstenerse de hacer
más que en saber, necesita el concurso de la ciencia.» La
sabiduría socrática es necesaria no por el bien de Sócrates,
sino por el bien dé las almas sencillas o el pueblo. Los ver­
daderos filósofos cumplen la función absolutamente nece­
saria de convertirse en los guardianes de la virtud o de la
sociedad libre. Siendo los educadores de la raza humana,
ellos y sólo ellos están en posición de ilustrar a los pue­
blos acerca de sus deberes y de la definición precisa de la
buena sociedad. Para poder cumplir esta función, la sabi­
duría socrática necesita apoyarse sobre la base de la cien­
cia teórica en su totalidad. La sabiduría socrática es el
fin y coronación de la ciencia teórica. La ciencia teórica
-que no se halla per se al servicio de la virtud y, por tanto,
es mala- debe ser puesta al servicio de la virtud para deve­
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 341

nir buena/^ Sin embargo, sólo podrá devenir buena si su


estudio sigue siendo dominio exclusivo de los pocos que
están por naturaleza destinados a guiar a los pueblos; sólo
una ciencia teórica esotérica puede llegar a ser buena. Ello
no es óbice para que, en tiempos de corrupción, las res­
tricciones a la popularización de la ciencia puedan y de­
ban relajarse.
Esta solución podría considerarse final si el punto de
referencia de Rousseau no fuera el «hombre natural» sino
el ciudadano virtuoso. Pero según él, incluso el filósofo se
acerca más al hombre natural en ciertos aspectos que el
ciudadano virtuoso. Baste referirnos aquí a la «ociosi­
dad» que el filósofo comparte con el hombre natural.^3 En
nombre de la naturaleza, Rousseau cuestionó no sólo la
filosofía, sino también la ciudad y la virtud. Se vio obliga­
do a hacerlo porque su sabiduría socrática se basa, en últi­
ma instancia, en la ciencia teórica o, para ser más preci­
sos, en un tipo muy concreto de ciencia teórica: la ciencia
natural moderna.
Para entender los principios teóricos de Rousseau, de­
bemos indagar en su Discurso sobre el origen y los funda­
mentos de la desigualdad entre los hombres. A diferencia
de lo que opina la mayoría de los estudiosos actuales,
Rousseau siempre consideró esta obra «un trabajo de la
mayor trascendencia». Sostenía que en ella había desarro­
llado «completamente» sus principios, que el Discurso so­
bre la desigualdad es la obra en la que había expuesto di-

22. Discours sur les sciences et les arts, pp. 93, 97, 99-100, 10 7 , 118 - 12 2 ,
12 5 , 12 8 - 1 2 9 ,1 3 0 n., 1 3 1 - 1 3 2 , 1 5 2 - 1 5 4 ,1 6 1 - 1 6 2 ; Oeuvres complètes, i, 35;
Préface de Narcisse, pp. 47, 50 -51, 56; Discours sur l’inégalité, pp. 74-76;
Ém ile, I I , 13 , 72, 73; Lettre à M. de Beaumont, p . 452. Véase Kant, Grundle­
gung zur Metaphysik der Sitten, Erster Abschnitt (hacia el final).
2 3. Discours sur les sciences et les arts, pp. 10 5 -10 6 ; Discours sur l’inégalité,
pp. 9 1, 97, 12 2 , 1 5 0 - 1 5 1 , 16 8 ; Les confessions, 11, 73; Iii, 205, 207-209,
2 2 0 -2 2 1; Rêveries du promeneur solitaire, v i (final) y v u .
342 Capítulo VI

chos principios «con la mayor contundencia, por no decir


audacia»/4 El Discurso sobre la desigualdad es, sin duda,
el trabajo más filosófico de toda la obra rousseauniana y
abarca sus reflexiones fundamentales. Concretamente, en
él se sientan las bases del Contrato socialT^ El Discurso
sobre la desigualdad es, decididamente, el trabajo de un
«filósofo». Contempla la moralidad no como una presu­
posición incuestionada o incuestionable, sino como un
objeto o problema.
El Discurso sobre la desigualdad pretende ser una «his­
toria» del hombre. Dicha historia toma forma a partir del
relato del destino de la raza humana qué Lucrecio puso so­
bre papel en el quinto libro de su p o e m a . P e r o Rousseau
s lea dicho relato de su original contexto epicúreo y lo ins­
cribe en un contexto que es fruto de la ciencia natural y so­
cial moderna. Lucrecio había descrito el destino de la raza
humana con el fin de demostrar que el destino puede en­
tenderse perfectamente sin el concurso de la intervención
divina, y creía en la retirada de la filosofía de la vida políti­
ca como el remedio a los males que se veía obligado a men­
cionar. Rousseau, por otra parte, cuenta la historia del
hombre con la finalidad de descubrir un orden político
acorde con el derecho natural. Podría incluso decirse que,
por lo menos a partida, sigue más a Descartes que a Epicu-
ro, pues da por sentado que los animales son máquinas y
que el hombre sólo trasciende el mecanismo general o la
dimensión de la necesidad (mecánica) en virtud de la espi-

24. Les confessions, 11, 2 2 1, 246.


25. Véase especialmente Contrat social, i, 6 (inicio), obra en la que demues­
tra que la raison d’être del contrato social no se halla expuesta en la obra
homónima, sino en el Discours sur l’inégalité. Véase también Contrat so­
cial, 1 , 9 .
26. Discours sur l’inégalité, p. 84; véase también Les confessions, 11, 244.
Véase Jean Motel, «Recherches sur les sources du discours de l’inégalité».
Annales de la Société].-]. Rousseau, v {1909), pp, 16 3 -16 4 .
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 343

ritualidad de su alma. Descartes había integrado la cosmo­


logía «epicúrea» en un marco teístico; habiendo creado
Dios la materia y habiendo establecido las leyes de sus mo­
vimientos, el universo entero -con excepción del alma ra­
cional del hombre- ha cobrado vida por medio de proce­
sos puramente mecánicos. El alma racional presupone una
creación especial porque el acto de pensar no puede ser en­
tendido como una modificación de la materia en movi­
miento; la racionalidad es la diferencia específica que se­
para al hombre de los animales. Rousseau cuestiona no
sólo la creación de la materia, sino también la tradicional
definición del hombre. Al aceptar la noción de que las bes­
tias son máquinas, sugiere que sólo existe una diferencia
de gradación entre el hombre y las bestias en lo tocante al
entendimiento, o que las leyes de la mecánica explican la
formación de las ideas. Es la facultad del hombre para ele­
gir y su conciencia de la libertad que le asiste lo que no
halla explicación física y lo que demuestra la espirituali­
dad del alma humana. «Así pues, el rasgo específico que
distingue al hombre de los animales no es tanto el entendi­
miento como su cualidad de agente libre.» Con todo, fue­
ra cual fuese la opinión de Rousseau respecto a este tema,
: el pensamiento del Discurso sobre la desigualdad no se
articula en torno a la asunción de que el libre albedrío es
la esencia del hombre o, por decirlo de un modo más gene­
ral, el contenido de dicha obra no se basa en la metafísica
dualista. Rousseau prosigue afirmando que la citada defi­
nición del hombre está sujeta a debate, y que por tanto
él sustituye en ella la noción de «libertad» por la de «per­
fectibilidad»; nadie puede negar el hecho de que el hom­
bre se diferencia de las bestias por su cualidad de «perfec­
tible». Rousseau pretende construir su doctrina sobre la
más sólida de las bases; no quiere que dependa de la me­
tafísica dualista, que se baila expuesta a «objeciones inso­
lubles», a «poderosas objeciones» o a «insuperables difi­
344 Capítulo VI

c u lta d e s » /7 Pretende que el contenido del Discurso sobre


la desigualdad resulte aceptable no sólo a los ojos de los
materialistas, sino también de otros. Quiere que sea neu­
tro en lo concerniente al conflicto entre materialismo y an­
timaterialismo, es decir, que sea «científico» en el sentido
actual del término.
La investigación « físic a » ^9 del Discurso sobre la des­
igualdad pretende ser un estudio de la base del derecho na­
tural, y por consiguiente de la moralidad; la investigación
«física» tiene por objeto desvelar el carácter preciso del
estado de naturaleza. Rousseau da por sentado que, para
establecer el derecho natural, debemos regresar al estado
de naturaleza. En otras palabras, acepta la premisa de
Hobbes y rechaza de plano las enseñanzas de los antiguos
filósofos sobre derecho natural. Sostiene que «Hobbes ha
visto muy bien el defecto de todas las definiciones moder­
nas del derecho natural». Los «modernos» o «nuestros ju­
ristas» (en contraposición a los «juristas romanos», es de­
cir, a Ulpiano), se equivocaron al dar por hecho que el
hombre es por naturaleza capaz de hacer pleno uso de la
razón, es decir, que el hombre se halla sujeto a los deberes
perfectos de la ley natural. Como es evidente, al hablar de
las «modernas definiciones del derecho natural» Rousseau
se refiere a las definiciones tradicionales que aún pre­
dominaban en la enseñanza académica de su tiempo. Se
pone, pues, de parte de Hobbes en su ataque a la enseñan­
za tradicional de la ley natural: la ley natural debe apoyar­
se sobre principios anteriores a la razón, es decir, pasiones

27. Discours sur l’inégalité, pp. 92-95, 1 1 8 , 140, 166; Nouvelle Héloïse,
p. 589 n.; Émile, il, 24, 37; Lettre à M. de Beaunont, pp. 461-463; Rêve­
ries du promeneur solitaire, n i. Véase Discours sur les sciences et les arts,
p. 178 .
28. En lo tocante a ios precedentes de este planteamiento, véanse pp. 273-275
y 297-298.
29. Discours sur l’inégalité, pp. 75, 17 3 .
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 345

que no necesariamente son específicas del ser humano.


También se muestra de acuerdo con Hobbes en aseverar
que el principio básico de la ley natural se halla en el de­
recho de conservación de la propia vida, que implica el
derecho de cada'cual a ser el único juez de ios medios ade­
cuados para su propia subsistencia. Esta noción implica,
según ambos pensadores, que la vida en estado de natura­
leza es «solitaria», o lo que es lo mismo, que se caracteriza
por la ausencia no sólo de la sociedad, sino incluso de la
sociabilidad.3° Rousseau expresa su lealtad al espíritu de
la reforma hobbesiana de la enseñanza de la ley natural
sustituyendo «esa sublime máxima de la justicia razonada
“ No hagas a otros lo que no querrías que te hicieren” [...]
[por] esta otra máxima, mucho menos perfecta, pero qui­
zás más provechosa: “ Vela por tu bienestar perjudicando
lo menos posible a los demás” ». Rousseau intenta, con no
menos empeño que Hobbes, hallar la base de la justicia
«considerando a los hombres tal como son», no como de­
berían ser, y acepta la reducción hobbesiana de la virtud a
la virtud social. 3^

30. Ibidem , pp. 76-77, 90-91, 9 4 -9 5 ,10 4 , 106 , 1 1 8 , iz o , 1 5 1 ; Nouvelle Hé-


lu'ise, p. 1 1 3 ; Contrat social, i, z; il, 4, 6; véase también Lmile, li, 45.
3 1. Discours sur l’inégalité, p. i i o ; véase también Contrat social, i (comien­
zo); Lettre à D ’Alembert, pp. 246, 248; Les confessions, n , 267. Rousseau
era plenamente consciente de las implicaciones antibíblicas del concepto de
estado de naturaleza. Por este motivo, en un primer momento presentó su
descripción del estado de naturaleza como algo completamente hipotético; la
noción de que el estado de naturaleza existió de hecho contradice las enseñan­
zas bíblicas que todo filósofo cristiano debe aceptar. Sin embargo, las ense­
ñanzas contenidas en el Discours sur 1’inégalité no son las enseñanzas de un
cristiano, sino de un hombre que se dirige a la humanidad; su público ideal
habría sido el que acudía ai liceo en tiempos de Platón y Jenócrates, y no el del
siglo X V I I I . Son enseñanzas a las que se llega aplicando la luz natural al estu­
dio de la naturaleza humana, y la naturaleza nunca miente. En consonancia
con estas afirmaciones, Rousseau proclama más adelante haber demostrado
su descripción del estado de naturaleza. Lo que sigue siendo hipotético - o
menos cierto que su descripción del estado de naturaleza- es la explicación
346 Capítulo VI

Rousseau se aparta de Hobbes por las mismas dos ra­


zones que lo llevan a apartarse de todos los filósofos polí­
ticos anteriores a él. En primer lugar, «los filósofos que
han examinado los fundamentos de la sociedad se han
sentido todos en la necesidad de remontarse al estado de
naturaleza, pero ninguno de ellos lo ha logrado». Todos
han retratado al hombre civilizado aun cuando afirmaban
retratar al hombre natural o en estado de naturaleza. Los
predecesores de Rousseau intentaron definir el carácter
del hombre natural partiendo de la observación del hom­
bre tal como es hoy. Dicho procedimiento resultaba razo­
nable siempre que se diera por sentado que el hombre es
social por naturaleza. Partiendo de esta asunción, era po­
sible trazar una línea divisoria entre lo natural y lo positi­
vo o lo convencional identificando lo convencional con lo
que ha sido manifiestamente establecido por la conven­
ción. Podríamos dar por hecho que al menos aquellas pa­
siones que brotan en el hombre con independencia del or­
den establecido por la sociedad son naturales. Pero una
vez que hemos negado, como hizo Hobbes, la naturaleza
social del hombre, debemos considerar la posibilidad de

dcl desarrollo que parte del estado de aaturaieza para llegar al despotismo, o
lo que es lo mismo, la «historia de los gobiernos». Al final de la «Primera par­
te» de su obra bipartita, Rousseau habla del estado de naturaleza como un
«hecho»; el problema consiste en relacionar «dos hechos considerados reales
a través de una secuencia de hechos intermedios y supuesta o realmente des­
conocidos». Los hechos asumidos como reales son el estado de naturaleza y el
despotismo contemporáneo. Es a los hechos intermedios, y no a los rasgos del
estado de naturaleza, que Rousseau se está refiriendo cuando afirma en el pri­
mer capítulo del Contrat social, que no tiene conocimiento de ellos. Si la des­
cripción rousseauniana del estado de naturaleza fuera hipotética, todas sus
enseñanzas políticas lo serían; en el plano práctico, dicho planteamiento se
traduciría en oración y paciencia, no en insatisfacción y, siempre que fuera
posible, en reforma. Véase Discours sur l’inégalité, pp. 75, 78-79, 8 1, 83-85,
104, 1 1 6 - 1 1 7 , 149, 15 2 - 15 2 , 265; véase también la referencia a los «miles de
siglos» necesarios para el desarrollo de la mente humana [ibidem, p. 98) con
la cronología bíblica; véase también Motel, opus cit., p. 13 5 .
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 347

que muchas de las pasiones que experimenta el hombre


tal como lo contemplamos son convencionales, en la me­
dida en que se originan bajo el sutil e indirecto influjo de
la sociedad y, por tanto, de la convención. Rousseau se
aparta de Hobbes porque acepta su premisa. Hobbes in­
curre en una tremenda incoherencia porque, por un lado,
niega que el hombre sea social por naturaleza y, por el
otro, trata de establecer el carácter natural del hombre re­
mitiéndose a su propia experiencia del hombre, que es la
experiencia del bombre social.3^ Al articular su pensa­
miento a través de la crítica hobbesiana a la perspectiva
tradicional, Rousseau se topó con una dificultad que pone
en serios apuros a la mayoría de los científicos sociales de
hoy: sólo un procedimiento específicamente «científico»
- y no la reflexión sobre la experiencia que del hombre tie­
ne el propio hombre- parece poder conducirnos a un
auténtico conocimiento de la naturaleza humana. Contra­
puesta a la reflexión de Hobbes, la reflexión de Rousseau
sobre el estado de naturaleza adquiere tintes de investiga­
ción «física».
Hobbes había identificado al hombre natural con el sal­
vaje. Rousseau a menudo acepta esta analogía y, conse­
cuentemente, hace un uso extensivo de la literatura etno­
gráfica de la época. Sin embargo, su doctrina del estado
de naturaleza es, en principio, independiente de este tipo de
conocimiento, puesto que, como él mismo se encarga de su­
brayar, el salvaje ya ha sido moldeado por la sociedad
y, por tanto, ha dejado de ser un hombre natural en el senti­
do más estricto del término. También sugiere algunos ex­
perimentos que pueden resultar útiles a la hora de definir
el carácter del bombre natural. Sin embargo, al tratarse de
algo que pertenece por completo al tiempo futuro, dichos

32. Discours sur l’inégalité, pp. 7 4 - 7 5 , 82-83, 9 ° . 9 ^ , 10 5 -10 6 , 13 7 - 13 8 ,


1 6 0 ,1 7 5 .
3 48 Capítulo VI

experimentos no pueden ser la base de su doctrina. El mé­


todo que emplea es una «reflexión en torno a las primeras
y más sencillas operaciones del alma humana»; los actos
mentales que presuponen la existencia de la sociedad no
pueden formar parte de la condición natural del hombre,
puesto que éste es solitario por naturaleza.33
La segunda razón por la que Rousseau se aparta de
Hobbes puede exponerse como sigue: Hobbes había pos­
tulado que, para ser eficaz, el derecho natural debe hallar­
se enraizado en la pasión. Por otro lado, concebía las leyes
de la naturaleza (o las reglas que prescriben los deberes
naturales del hombre), aparentemente de modo tradicio­
nal, como dictados de la razón; las había descrito como
«conclusiones o teoremas». Rousseau concluye que, pues­
to que ia crítica hobbesiana a la perspectiva tradicional
es sólida y sensata, debemos cuestionar su concepción de
las leyes de la naturaleza: no sólo el derecho natural sino las
propias leyes de la naturaleza o los deberes naturales del
hombre deben hundir sus raíces directamente en la pa-
, sión; deben contar con una base mucho más poderosa que
el razonamiento o el cálculo. Por naturaleza, la ley de la
naturaleza «debe hablar inmediatamente con la voz de
la naturaleza»; debe ser prerracional, dictada por el «sen­
timiento natural» o la p a s i ó n . 34
Rousseau ha resumido las conclusiones de su estudio
del hombre natural en la aseveración de que el hombre es
bueno por naturaleza. Esta conclusión puede entenderse
como el resultado de una crítica a la doctrina hobbesiana
basada en las propias premisas de Hobbes. Rousseau, al
igual que Hobbes, sostiene que el hombre es asocial por

33. Ibidem, pp. 74-77, 90, 9 4 - 9 5 ,1 0 4 ,12 4 - 12 5 ,17 4 ; véase también Condor-
cet. Esquisse d ’un tableau historique des progrès de l’esprit humain, primera
época (comienzo).
34. Discours sur l’inégalité, pp. 76-77, 10 3 , 10 7 - 11 0 ; véase también Em i­
le, I, 289.
La cris: s iel derecho natural moderno: Rousseau 349

naturaleza, pero añade que el orgullo o amour-propre


presupone la existencia de la’^sociedad. Luego, el hombre
natural no puede ser, como había afirmado Hobbes, orgu­
lloso o vanidoso. Pero el orgullo o vanidad es, como tam­
bién había afirmado Hobbes, la raíz de toda malevolen­
cia. Así pues, el hombre natural se halla libre de toda
malevolencia; vive bajo el influjo del amor a liae mismo o
el afán de conservación de la propia vida. Por consiguien­
te, sólo hará daño a sus semejantes si cree que es necesario
para salvaguardar su propia vida, pero no hará daño a
otros por aumentar su propio bienestar, como haría si fue­
ra orgulloso o vanidoso. Es más; el orgullo y la compasión
son sentimientos incompatibles; somos insensibles al su­
frimiento ajeno en la misma medida en que nos preocupa­
mos por nuestro propio prestigio. El poder de la compa­
sión disminuye a medida que aumenta el refinamiento o la
convención. Rousseau sugiere que el hombre natural es
compasivo: la raza humana no habría podido sobrevivir
con anterioridad a la existencia de cualquier forma de res­
tricción convencional si las poderosas pulsiones dictadas
por el instinto de supervivencia no hubieran sido mitiga­
das por la compasión. A l parecer, da por hecho que el ins- /
tintivo deseo de conservación de la especie se bifurca en el /
deseo de procreación y la compasión. La compasión es la í
pasión de la que se derivan todas las virtudes sociales.
Rousseau llega a la conclusión de que el hombre es bueno
por naturaleza porque, por naturaleza, se halla bajo el in­
flujo del amor a sí mismo y de la compasión, y libre por
tanto de vanidad u o r g u l l o . 35
Por la misma razón por la que el hombre natural carece
de orgullo, carece también de discernimiento o razón, y
por tanto de libertad. La razón es aledaña al lenguaje, y el

35. Discours sur l’inégalité, p p . 7 7 , 8 7 , 9 0 , 9 7 - 9 9 , 1 0 4 , lo y - iio , 116 , izo,


1 2 4 - 1 2 5 ,1 4 7 ,1 5 1 ,1 5 6 - 1 5 7 ,160-161, 1 6 5 ,1 7 6 -1 7 7 -
35° Capítulo VI .

lenguaje presupone la existencia de la sociedad. Luego, al


ser presocial, el hombre natural es también prerracional.
Llegados a este punto, Rousseau vuelve a extraer de las
premisas de Hobbes una conclusión a la que éste no había
llegado: tener razón significa tener ideas generales, pero
ocurre que las ideas generales -frente a las imágenes ges­
tadas en ia memoria o la imaginación- no son producto
de un proceso natural o inconsciente, sino que presupo­
nen definiciones. De hecho, deben su existencia a la defi­
nición, por lo que presuponen la existencia del lenguaje.
Ahora bien, dado que el lenguaje no es natural, la razón
tampoco lo es. Partiendo de esta premisa comprendere­
mos mejor qué llevó a Rousseau a sustituir la definición
tradicional del hombre como animal racional por una
nueva definición. Además, puesto que el hombre natural
es prerracional, es también totalmente incapaz de acceder
al conocimiento de la ley de la naturaleza, que es la ley de
la razón, aunque «se atribuye a sí mismo [en consonancia]
con la razón el derecho a las cosas que necesita». Ll hom­
bre natural es premoral en todos los sentidos: no tiene co­
razón. Ll hombre natural es infrahumano.3^
La tesis defendida por Rousseau de que el hombre es
bueno por naturaleza debe ser entendida a la luz de esta
última aseveración de que el hombre es por naturaleza in­
frahumano. Ll hombre es bueno por naturaleza porque
es, por naturaleza, ese ser infrahumano capaz de devenir

36. Ibidem, pp. 85, 89, 9 3 - 9 4 , 98-99, l o i - i o z , 10 5 - 10 6 ,10 9 , i i i , 1 1 5 , 1 1 8 ,


15 7 , 16 8 . Morel [opus cit., p. 156 ) señala en la dirección correcta al afirmar
que Rousseau «substitue à la fabrication naturelle des idées générales, leur
construction scientifiquement réfléchie» (véanse pp. 272-276). En el modelo
de referencia de Rousseau, el poema de Lucrecio (vs. 1028-109 0), la génesis
del lenguaje se describe sin referencia alguna a la génesis de la razón: ésta per­
tenece a la condición natural del hombre. En Rousseau, en cambio, la génesis
del lenguaje coincide con la génesis de la razón {Contrat social, 1, 8; Lettre à
M. de Beaumont, pp. 444, 457).
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 351

bueno o malo. No existe, en rigor, una condición natural


del bombre: todo lo específicamente humano es adquirido
o depende en última instancia del artificio o la conven­
ción. El hombre es por naturaleza casi infinitamente per­
fectible. No existen obstáculos naturales de ninguna clase
a la capacidad casi ilimitada de progreso del hombre ni a
su poder para liberarse a sí mismo del mal. Por la misma
razón, tampoco existen obstáculos naturales de ninguna
ciase a su casi ilimitada capacidad de degradación. El
i^\ hombre es, por naturaleza, casi infinitamente maleable.
En palabras de Abbé Raynal, la raza humana es lo que
v/TíSl queramos hacer de ella. El hombre carece de naturaleza
1 en el sentido específico que permitiría establecer un límite
(1/ a lo que es capaz de hacer consigo m i s m o . 37
Si la humanidad del hombre es adquirida, dicha adqui-
; 1 sición debe ser explicada. Según los requisitos de una «in­
vestigación física», la humanidad del hombre debe ser
comprendida como producto de la causalidad accidental.
Hobbes apenas si llegó a plantearse esta cuestión, en la

37. La aseveración rousseauniana de que el hombre es bueno por naturaleza


entraña una ambigüedad deliberada, pues expresa dos posturas incompati­
bles: una postura más bien tradicional y otra radicalmente contraria a la tra­
dición. La primera postura podría traducirse en los siguientes términos: el
hombre es bueno por naturaleza; es malo por su propia culpa; casi todos los
males tienen un origen humano, casi todos los males se deben a la civilización;
la civilización hunde sus raíces en el orgullo, es decir, en el uso indebido de la
libertad. La consecuencia práctica de esta postura es que los hombres debe­
rían sobrellevar ¡os ya inevitables males de la civilización con un espíritu de
paciencia y oración. Según Rousseau, esta postura se basa en la creencia en la
revelación bíblica. Además, tai como lo describe Rousseau, el hombre natural
-o el hombre en estado de naturaleza- es incapaz de sentir orgullo. Luego, el
orgullo no puede haber sido la causa de que abandonara el estado de natura­
leza (o estado de inocencia) ni de que se embarcara en la empresa de construir
la civilización. Dicho de un modo más general, el hombre natural carece de li­
bre voluntad y, por consiguiente, no puede hacer un uso indebido de su liber­
tad. El hombre natural no se caracteriza por la libertad, sino por la perfectibi­
lidad. Véase Discours sur Linégalité, pp. 85, 8 9, 9 3 - 9 4 , 10 2 , 16 0; Contrat
social, I , 8; véase nota 30 .
35 Í Capítulo VI
\-

que, sin embargo, desembocaban inevitablemente sus pre­


misas. Hobbes distinguía entre la producción natural o
mecánica de los seres naturales y la producción voluntaria
o arbitraria de las obras humanas. Concebía el mundo del
hombre como una suerte de universo dentro del universo.
Contemplaba el hecho de que el hombre abandonara el
estado de naturaleza y fundara la sociedad civil como una
especie de rebelión de éste contra la naturaleza. Sin em­
bargo, como había apuntado Spinoza, su noción del todo
exigía que el dualismo del estado de naturaleza y el estado
de sociedad civil - o el dualismo del mundo natural y el
mundo del hombre- se redujera al monismo del mundo
natural, o que la transición del estado de naturaleza a la
sociedad civil -es decir, la rebelión del hombre contra
la naturaleza- se entendiera como un proceso natural.3^
Hobbes, se había negado a sí mismo esta necesidad, en
parte porque daba equivocadamente por sentado que el
hombre presocial ya es un ser racional, un ser capaz de
suscribir contratos. Así pues, la transición del estado de na­
turaleza a la sociedad civil coincidía para él con la sus­
cripción del contrato social. En el caso de Rousseau, no
obstante, habiéndose percatado éste de las necesarias im­
plicaciones de las premisas hobbesianas, se veía obligado
a concebir dicha transición como un proceso natural, o
cuando menos como algo sustancialmente derivado de un
proceso natural. El hecho de que el hombre abandonara el
estado de naturaleza y se embarcara en la empresa de le­
vantar una civilización no se debe a un uso debido o inde­
bido de su libertad ni a una necesidad fundamental, sino a
una causalidad mecánica o a una serie de accidentes natu­
rales..........................................................— —

3 8.i Véase las críticas vertidas por Spinoza contra Hobbes en Epistolae, 50
con Tractatus theologico-politicus, cap. iv (inicio) y Etica iii, Prefacio; véase
capítulo V , nota p .
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 353

La humanidad o racionalidad del hombre es adquirida.


La razón viene supeditada a las necesidades elementales
del cuerpo, y sale a la luz durante el proceso de satisfac­
ción de dichas necesidades. En un primer momento, estas
necesidades sencillas y uniformes tienen fácil satisfacción,
pero este mismo hecho conduce a un enorme incremento
de la población que, a su vez, hace difícil la satisfacción de
las necesidades elementales de todos. El hombre se ve en­
tonces obligado a pensar - a aprender a pensar- para po­
der sobrevivir. Por añadidura, las necesidades elementales
del hombre se satisfacen de modo distinto bajo diferentes
condiciones climáticas y circunstancias de otro orden. La
mente, por tanto, se desarrolla en exacta proporción con
el peculiar modo en que las circunstancias específicas mo­
difican las necesidades básicas o la forma de satisfacerlas.
Dichas circunstancias moldean el pensamiento del hom­
bre. Una vez modelado éste, el hombre desarrolla nuevas
necesidades y, al tratar de satisfacerlas, su mente se des­
arrolla más. La evolución de la mente es, por tanto, un pro­
ceso inevitable. Es inevitable porque los hombres se ven
obligados a inventar debido a cambios (formación de is­
las, erupciones volcánicas y fenómenos similares) que, si
bien no obedecen a una finalidad específica -y se pueden
calificar, por tanto, de accidentales- son el inevitable re­
sultado de causas naturales. Los hechos fortuitos originan
el despuntar del entendimiento y su posterior desarrollo
en el hombre. Siendo éste, concretamente, el carácter de la
transición del estado de naturaleza a la vida civilizada, tal
vez no sea de extrañar que el proceso de civilización haya
conllevado la destrucción de la dicha o felicidad infrahu­
mana del estado de naturaleza, ni que los hombres hayan
cometido graves errores al organizar las sociedades. Sin
embargo, todos estos padecimientos y equivocaciones
eran inevitables, eran el inevitable resultado de la escasa
experiencia del hombre y la ausencia de filosofía. Y con
; 3 54 Capítulo VI

todo la razón, aun imperfecta, se desarrolla en el seno de


la sociedad y a través de ella. A la larga, la inicial falta
de experiencia y filosofía es superada y el hombre logra
establecer el derecho público sobre sólidos cimientos.39
A partir de ese momento, que es el momento de Rousseau,
el hombre ya no será moldeado por circunstancias fortui­
tas sino por su razón. El hombre, producto de un destino
ciego, se convierte a la larga en el amo vidente de su pro­
pio destino. La creatividad o dominio de la razón sobre
las fuerzas ciegas de la naturaleza es un producto de di­
chas fuerzas ciegas.
En la doctrina rousseauniana del estado de naturaleza,
las modernas enseñanzas del derecho natural alcanzan su
etapa crítica. Al articular su pensamiento por medio de di­
chas enseñanzas, Rousseau se enfrentó a la necesidad de
abandonarlas por completo. Si el estado de naturaleza es
infrahumano, sería absurdo volver al estado de naturaleza
para buscar en él la norma que habrá de regir la existencia
del hombre. Hobbes había negado que hubiera una finali­
dad natural a la existencia humana, y creía poder hallar
una base natural o no arbitraria del derecho en los co­
mienzos de la humanidad. Rousseau, por su parte, demos­
tró que los comienzos del hom^bre carecen de todo rasgo
humano. Partiendo de la premisa de Hobbes, se hacía por
tanto necesario abandonar todo intento de encontrar la
base del derecho en la naturaleza, en la naturaleza huma­
na. Rousseau parecía haber encontrado una alternativa,
pues había demostrado que lo verdaderamente caracterís­
tico del hombre no es el don de la naturaleza, sino el resul­
tado de lo que el hombre hizo, o se vio obligado a hacer
con tal de superar o cambiar la naturaleza: la humanidad

39. Discours sur l’inégalité, pp. 68, 74-75, 9 1, 94-96, 98-100, 1 1 6 , 1 1 8 - 1 1 9 ,


12 3 , 12 5 , 12 7 -12 8 , 13 0 , 1 3 3 , 13 5 - 13 6 , 14 1- 1 4 2 , 14 5 , 17 9 ; Préface de Nar­
cisse, p. 54; Nouvelle Héloïse, p. 633 n.
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 355

del hombre es producto del proceso histórico. Por un mo­


mento -un momento que se alargó durante más de un si­
g lo - parecía posible buscar el patrón de la acción humana
en el proceso histórico. Esta solución implicaba que el
proceso histórico - o sus resultados- es inequívocamente
preferible al estado de naturaleza, o que dicho proceso
posee un «significado». Rousseau no podía aceptar esta
presuposición. Se percataba de que, en la medida en que el
proceso histórico es fruto del azar, no puede proporcionar
al hombre un modelo o patrón y que, si dicho proceso po­
see una finalidad oculta, esta causalidad no puede ser re­
conocida a menos que existan parámetros transhistóricos.
No es posible reconocer el carácter progresivo del proceso
sin un conocimiento previo de la finalidad o propósito del
mismo. Para cobrar significado, el proceso histórico debe
culminar en el perfecto conocimiento del verdadero dere­
cho público; el hombre no puede ser ni haberse converti­
do en el amo vidente de su destino si carece de este conoci­
miento. No es, por tanto, el conocimiento del proceso
histórico, sino el conocimiento del verdadero derecho pú­
blico lo que proporciona al hombre el auténtico patrón de
la acción humana.
Se ha sugerido que el estancamiento de Rousseau en
este punto se debió a un mero malentendido. En la ense­
ñanza académica de su época, el estado de naturaleza no
se concebía como la condición en la que el hombre había
vivido de hecho en el principio, sino como una mera «su­
posición»: el hombre en estado de naturaleza es el hom­
bre con todas sus facultades fundamentales debidamente
desarrolladas pero a la vez «se le considera» sometido tan
sólo a la ley natural, siendo por tanto el titular de todos
los deberes y derechos -y sólo aquellos deberes y dere­
chos- que se derivan de la ley natural. Saber si el hombre
vivió alguna vez en un estado tal que no se hallaba sujeto
a ninguna ley positiva resulta irrelevante. El propio Rous­
3j6 Capítulo vi

seau alude a esta concepción del estado de naturaleza en


el Discurso sobre la desigualdad y parece aceptarla. En el
principio del Contrato social, sugiere que el conocimiento
del estado de naturaleza «histórico» resulta irrelevante
para el conocimiento del derecho natural. Se diría, pues,
que sus enseñanzas sobre el estado de naturaleza no tie­
nen más mérito que el de haber proclamado con meridia­
na claridad la necesidad de mantener completamente se­
parados los dos significados posibles del concepto de
estado de la naturaleza, que no guardan relación alguna
entre sí: el estado de naturaleza en cuanto condición ori­
ginal del hombre (y, por tanto, como un hecho del pasa­
do) y el estado de naturaleza como el estatuto legal del
hombre en cuanto hombre (y, por tanto, como una abs­
tracción o suposición). En otras palabras, Rousseau pare­
ce ser el testigo algo involuntario del hecho de que la en­
señanza académica del derecho natural alcanza un grado
superior al de las enseñanzas de hombres de la talla de
Hobbes y Locke.4 ° Esta postura crítica no tiene en cuenta
la relación que por fuerza une la cuestión de la existencia
y contenido del derecho natural y la cuestión de las san­
ciones al derecho natural, siendo esta última idéntica a la
cuestión del estatuto del hombre dentro del todo, o del-
origen del hombre. De ello se sigue que Rousseau no se
equivoca del todo al afirmar que todos los filósofos polí­
ticos han experimentado la necesidad de volver al estado
de naturaleza, es decir, a la condición original del hom­
bre; todos los filósofos políticos se ven obligados a pre­
guntarse hasta qué punto las exigencias de la justicia po­
seen una base independiente de las leyes humanas, si es
que la poseen en absoluto. Rousseau no podía haber reto­
mado la enseñanza académica del derecho natural propia

40. Moses Mendeissohn, Gesammelte Schriften (Jubilaeums-Ausgabe), ii, 9z;


YédiSe Discours sur l’inégalité, p. 83;véanse pp. 3 5 5 - 3 5 7 .
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 357

de su época sencillamente adoptando la teología natural


tradicional en la que dicha enseñanza se basaba explícita
o implícitamente.^^
El carácter, así como el contenido, del derecho natural
puede verse definitivamente afectado por la forma en que
se concibe el origen del hombre. Ello no invalida el hecho
de que el derecho natural tiene por destinatario al hom­
bre tal y como es hoy, y no al estulto animal que vivía en
el estado de naturaleza rousseauniano. Resulta, pues, di­
fícil comprender cómo pudo Rousseau haber basado su
doctrina del derecho natural en lo que creía saber del
hombre natural o en estado de naturaleza. Su concepción
del estado de naturaleza apunta hacia una doctrina del
derecho natural que ya no se basa en consideraciones en
torno a la naturaleza del hombre, o bien apunta hacia
una ley de la razón que ya no se entiende como una ley de
la naturaleza.Podría decirse que Rousseau expresó el
carácter de esta ley de la razón por medio de sus enseñan­
zas acerca de la voluntad general, por medio de una doc­
trina que puede verse como la consecuencia del intento de
hallar un sustituto «realista» de la ley natural tradicional.
De acuerdo con esta doctrina, la limitación de los deseos
humanos se ve afectada, no por las inútiles exigencias de
la perfección humana, sino por el reconocimiento en to­
dos los demás del mismo derecho que reclamamos para
nosotros mismos; todo individuo siente por fuerza un in­
terés activo en el reconocimiento de sus derechos, mien­
tras que nadie - a excepción de unos pocos- se interesa de
forma activa por la perfección humana de sus semejantes.
Siendo este el caso, el deseo individual se transforma en

4 1. Véase Contrat social, 11, 6 (véase cap. iii, nota 18). En lo tocante a la re­
lación entre el Contrat social y el Discours sur l’inégalité, véanse notas 25
y 3 1.
42. Véase Contrat social, 1 1 ,4 , y Discours sur l’inégalité, p. 77.
358 Capítulo VI

deseo racional al ser «generalizado», es decir, al ser con­


cebido como el contenido de una ley que obliga por igual
a todos los miembros de la sociedad. Cualquier deseo que
sobreviva al test de la «generalización» queda, por este
mismo hecho, ratificado como un deseo racional, y por
tanto justo. Al dejar de concebir la ley de la razón como
una ley de la naturaleza, Rousseau pudo haber distancia­
do radicalmente su sabiduría socrática de la ciencia na­
tural, pero eligió no dar este paso. La lección que había
aprendido de Montesquieu sirvió como contrapeso en su
pensamiento a las tendencias doctrinarias inherentes a la
ley constitucional natural, máxime cuando el intento de
separar radicalmente la ley de la razón y el conocimiento
de la naturaleza humana había desembocado en un doc-
trinarismo extremo.43
Las conclusiones respecto al estado de naturaleza que
Rousseau extrajo de las premisas de Hobbes parecían su­
gerir un regreso a la concepción del hombre como un ani­
mal social. Existía, además, otra razón por la que Rous­
seau podría haber retomado dicha concepción. Según
Hobbes, todas las virtudes y deberes nacen exclusivamen­
te del afán por conservar la propia vida y, por tanto, de la
previsión. Sin embargo, Rousseau creía que la previsión o

43. Rousseau manifiesta su acuerdo con los clásicos al suscribir de forma ex­
plícita «el principio establecido por Montesquieu» según el cual «no siendo la
libertad fruto de todos los climas, tampoco se halla al alcance de todos los
pueblos» {Contrat social, ii i, 8). La aceptación de este principio explica el ca-,
rácter moderado de la mayoría de las propuestas rousseaunianas de aplica­
ción pretendidamente inmediata. N o obstante, al apartarse de Montesquieu y
de los clásicos, Rousseau proclama que «todo gobierno legítimo es republica­
no» (11, 6) y, por consiguiente, que la práctica totalidad de los regímenes de su
época eran ilegítimos: «Muy pocas naciones poseen leyes» (iii, 15). Esto
equivale a decir que, en muchos casos, los regímenes despóticos son inevita­
bles sin que por ello devengan legítimos: la estrangulación de un sultán es tan
lícita como todas las acciones gubernamentales de dicho sultán (Discours sur
l’inégalité, p. 149).
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 35^

el interés personal no era lo bastante fuerte para actuar


como factor de cohesión de la sociedad, ni lo bastante
profundo para ser la raíz de la sociedad. Y, sin embargo,
se negaba a admitir que el hombre es por naturaleza un
ser social. Creía que la raíz de la sociedad se halla en las
pasiones o sentimientos humanos, frente a una hipotética
sociabilidad intrínseca. Su razonamiento podría expresar­
se en los siguientes términos; si la sociedad es natural, no se
basa esencialmente en las voluntades de los individuos; es
ante todo la naturaleza, y no la voluntad del hombre, lo
que lo convierte en un miembro de la sociedad. Por otra
parte, la primacía del individuo frente a la sociedad se
conserva si el lugar asignado por Hobbei^a la previsión o
interés personal se asigna a la pasión o ársentimiento. De
esto se deduce pues, que Rousseau rechazó un retorno a la
concepción del hombre como animal social porque su in- -
terés se centraba en la independencia radical del indivi­
duo, es decir, de cada ser humano. Retuvo la noción del
estado de naturaleza en la medida en que éste funcionaba
como garante de la independencia radical del individuo.
Retuvo la noción de estado de naturaleza porque le intere­
saba un modelo natural que valorara en grado máximo la ^
independencia del individuo.44
Rousseau no podía haber mantenido la noción del es­
tado de naturaleza si la depreciación o exinanición del
estado de naturaleza que él había propiciado de forma in­
voluntaria no se hubiera visto contrarrestada en su pensa­
miento por un correspondiente incremento de la impor­
tancia atribuida a la independencia o la libertad, es decir,
al rasgo más característico del hombre en estado de natu­
raleza. En la doctrina de Eíobbes, la libertad - o el derecho
de cada cual a ser el único juez de los medios necesarios
para la conservación de la propia vida- quedaba subordi-

44. Oeuvres complètes.^ î, 374; Emile^ i, ^86-287, 3 0 6 ,11, 44-45.


3 6o Capítulo VI

nada a la conservación de la propia vida. En caso de con­


flicto entre la libertad y la conservación de la propia vida,
ésta adquiere prioridad. Según Rousseau, en cambio, la
libertad es un don más elevado que la propia vida. De he­
cho, tiende a identificar la libertad con la virtud o la bon-
ü dad. Opina que la libertad es la obediencia a la ley que
^ ^ uno se ha impuesto a sí mismo. Esto significa, en primer
lugar, que no sólo la obediencia a la ley, sino también la le­
gislación en sí misma debe tener su origen en el individuo.
En segundo lugar, significa que la libertad no es tanto con­
dición o consecuencia de la virtud, sino virtud en sí mis­
ma. Lo que vale para la virtud se puede aplicar asimismo a
la bondad, que Rousseau distinguía de la virtud. La liber­
tad es sinónimo de bondad; ser libre, o ser uno mismo,
equivale a ser bueno: he aquí uno de los significados de la
tesis rousseauniana según la cual el hombre es bueno por
naturaleza. Por encima de todo, Rousseau sugiere que la
tradicional definición del hombre debe ser reemplazada
por una nueva definición en la que la libertad, y no la
racionalidad, figure como gran rasgo distintivo del ser hu-
mano.45 Rousseau puede considerarse el padre de la «filo­
sofía de la libertad». La relación entre la forma desarro­
llada de la «filosofía de la libertad» -es decir, el idealismo
germánico - y la doctrina de Rousseau (y, por consiguien­
te, de Hobbes) fue percibida con más claridad que nadie
por Hegel, que se percató de la afinidad existente entre el
idealismo de Kant y de Fichte y «los sistemas antisocialis­
tas de derecho natural», es decir, de las doctrinas del dere­
cho natural que niegan la natural condición social del

45- Discours sur l’inégalité, pp. 93 (véase Spinoza, Ética, iii, 9 scholio),
ÏJ.6, 130 , 13 8 , 14 0 - 14 1, 1 5 1 ; Contrat social, I, i (principio), 4, 8, 1 1 (prin­
cipio); I I I , 9 n. (final). Véanse los encabezamientos de las primeras dos par­
tes del De cive de Hobbes; véase también Locke, Treatises, 11, secs. 4, 23,
95j 12.3.
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 361

hombre y «postulan la entidad del individuo como la pri­


mera y más elevada premisa
Los «sistemas antisocialistas de derecho natural» ha­
bían surgido a raíz de una transformación del epicureis­
mo. Según la doctrina^épicúrea) el individuo se halla por
naturaleza libre de todo vínculo social porque, en la natu­
raleza, lo bueno es idéntico a lo agradable, es decir, funda­
mentalmente a lo que el cuerpo percibe como agradable.
Sin embargo, según esta misma doctrina, el individuo se
halla restringido por naturaleza en virtud de una serie de
vínculos definidos porque existe un límite natural al pla­
cer, y concretamente al mayor y más elevado de los place­
res: el deseo ilimitado va en contra de la naturaleza. La
transformación del epicureismo llevada a cabo por Hob­
bes implicaba la liberación del individuo no sólo de todos
los vínculos sociales que no tienen su origen en la propia
voluntad, sino también de toda finalidad natural. Al re­
chazar la noción de que la existencia humana tiene una fi­
nalidad natural, dejó de entender por «vida buena» del
individuo su acatamiento o asimilación de un patrón uni­
versal que es aprehendido antes de ser deseado. Hobbes
concebía la vida buena, en relación con los comienzos del
hombre o con el derecho natural del hombre, como un con­
cepto diferenciado de su deber, perfección o virtud. El de­
recho natural, tal como lo entendía él, canaliza más que li­
mita el deseo infinito. Ese insaciable deseo de poder que
hunde sus raíces en el afán de supervivencia se traduce en

46. «Wissenschaftliche Behandlungsarten des Naturrechts», en Schriften zur


Politik und Rechtsphilosophie, ed. Lassen, pp. 346-347: «In einer niedrigem
Abstraktion ist die Unendlichkeit zwar auch als Absolutheit des Subjekts in
der Glückseligkeitslehre überhaupt, und im Naturrecht insbesondere von den
Systemen, welche anti-sozialistisch heissen und das Sein des einzelnen als das
Erste und Höchste setzen, herausgehoben, aber nicht in die reine Abstraktion,
welche sie in dem Kantischen oder Fichteschen Idealismus erhalten hat». Véa­
se Hegel, Encyclopädie, secs. 481-482.
3^2 Capítulo VI

la legítima búsqueda de la felicidad. Así entendido, el de­


recho natural sólo conduce a deberes condicionales y a
una virtud mercenaria. Rousseau se complacía en consta­
tar que la felicidad, tal como la entendía Hobbes, es indis­
tinguible de la desdicha constante47 y que la concepción
«utilitaria» de la moralidad defendida por Hobbes y Loc­
he es inadecuada: la moralidad debe tener una base más
sólida que la previsión. Para tratar de restablecer un en­
tendimiento adecuado de la felicidad y la moralidad, re­
currió a una versión considerablemente modificada de la
teología natural tradicional, pero creía que incluso esta
versión de la teología natural se hallaba expuesta a «obje­
ciones insolubles».4 ^ En la medida en que se sentía impre­
sionado por el peso de dichas objeciones, se sintió impul­
sado a tratar de comprender la vida humana partiendo de
la noción hobbesiana de la primacía del derecho o de la li­
bertad frente a la primacía de la perfección, la virtud o el
deber. Trató de injertar la noción de los deberes incondi­
cionales y de la virtud no mercenaria en la noción hobbe­
siana de la primacía de la libertad o de los derechos. Ad­
mitió, por así decirlo, que los deberes deben concebirse
como consecuencia de los derechos, o lo que es lo mismo,
que no existe ninguna ley natural propiamente dicha ante­
rior a la voluntad humana. Con todo, Rousseau presintió
que el derecho esencial en cuestión no puede ser el dere­
cho a la conservación de la propia vida, es decir, un de­
recho que sólo conduce a deberes condicionales y que es
en sí mismo consecuencia de un impulso que el hombre
comparte con las bestias. Si lo que se pretendía era enten­
der adecuadamente la moralidad o la humanidad, había
que rastrear su esencia en un derecho o una libertad ine-

47. Discours sur l’inégalité, pp. 10 4 -10 5 , 12 2 , iz ó , 14 7 , 16 0 -16 3 ; Véase


también Émile, l, 286-287.
48. Véase nota 26.
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 3 63

quívoca y específicamente humanos. Hobbes había admi­


tido, si bien de modo tácito, la existencia de dicha libertad,
pues había admitido implícitamente que, si se abandona
el tradicional dualismo de las sustancias, el dualismo de la
mente y el cuerpo, la ciencia no es posible a menos que el
significado, el orden o la verdad se originen únicamente
en la acción creativa del hombre, es decir, a menos que
el hombre posea la libertad de un c r e a d o r . 49 De hecho,
Hobbes se sintió obligado a reemplazar el tradicional dua­
lismo de la mente y el cuerpo no por el monismo mate­
rialista, sino por el nuevo dualismo de la naturaleza {o la
sustancia) y la libertad. Lo que Hobbes había sugerido
respecto a la ciencia fue aplicado por Rousseau a la mora­
lidad. Éste tendía a concebir la libertad fundamental, o el
derecho fundamental, como un acto tan creativo como
el que se produce en el establecimiento de los deberes in­
condicionales y en nada más: la libertad es, en esencia,
autolegislación. El resultado final de este intento fue la
sustitución de la libertad por la virtud, o la noción de que
no es la virtud lo que hace al hombre libre, sino la libertad
lo que hace al hombre virtuoso.
Cierto es que Rousseau distingue la verdadera libertad
o libertad moral -que consiste en la obediencia a la ley
que uno se ha impuesto a sí mismo y presupone la existen­
cia de la sociedad civil- no sólo respecto a la libertad civil
sino, por encima de todo, respecto a la libertad natural
que pertenece al estado de naturaleza, es decir, a un esta­
do que se caracteriza por el imperio del apetito ciego y, en
consecuencia, por la esclavitud en el sentido moral del tér­
mino. Pero no es menos cierto que Rousseau desdibuja es­
tas distinciones al afirmar asimismo que, en la sociedad
civil, cada individuo «obedece tan sólo a sí mismo y sigue
siendo tan libre como era antes», es decir, como era en el

49. Véanse pp. 272-276.


3 64 Capítulo VI

estado de naturaleza. De esto se deduce que la libertad na­


tural sigue siendo el modelo de la libertad civil, del mismo
modo que la igualdad natural sigue siendo el modelo de
la igualdad civil. 5° La libertad civil, a su vez, y pese a sig­
nificar en cierto modo obediencia exclusiva a uno mismo,
se halla estrechamente emparentada con la libertad mo­
ral. El desvanecimiento de las distinciones entre libertad
natural, civil y moral no es en absoluto fruto del azar: la
nueva concepción de libertad moral surgió de la noción de
que el fenómeno moral primario es la libertad del estado
de naturaleza. En cualquier caso, el realce del estatuto de
«libertad» en la doctrina de Rousseau infunde un nuevo
soplo de vida a la casi exangüe noción de estado de natu­
raleza.
En las doctrinas de Hobbes y Locke el estado de natu­
raleza había sido, por así decirlo, un modelo negativo: el
estado de naturaleza padece una contradicción interna de
tal orden que no admite sino una solución, encarnada en
«el poderoso Leviatán», cuya «sangre es el dinero». Rous­
seau, en cambio, creía que es la sociedad civil como tal
-y no digamos la sociedad civil tal como la concebían
Hobbes y Locke- la que se caracteriza por una contradic­
ción interna fundamental, y que es precisamente el estado
de naturaleza el que se halla libre de dicha contradicción;
el hombre en estado de naturaleza es feliz porque es del
todo independiente, mientras que el hombre en la socie­
dad civil es infeliz porque es del todo dependiente. Así
pues, el camino que lleva a trascender la sociedad civil no
es el que apunta hacia el fin más elevado del hombre, sino
el que apunta hacia su principio, es decir, hacia su pasado
más remoto. De ahí que, para Rousseau, el estado de na-

50. Contrat social, i, 6, 8; Discours sur l’inégalité, p. 65. Respecto a la am­


bigüedad del término «libertad», véase también Discours sur l’inégalité,
pp. 13 8 - 1 4 1 .
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 365

turaleza tendiera a convertirse en un modelo positivo.


Con todo, admitía que la necesidad accidental ha obliga­
do ai hombre a abandonar el estado de naturaleza y lo ha
transformado hasta tal punto que jamás podrá regresar a
ese estado de bienaventuranza. Es a partir de esta admi­
sión que toma forma la respuesta de Rousseau a la cues­
tión de la vida buena: la vida buena consiste en el máximo
acercamiento al estado de naturaleza que es posible en el
plano de la humanidad.h
En el plano político, dicho acercamiento máximo se en­
cuentra al alcance de una sociedad construida en confor­
midad con los requisitos del contrato social. Al igual que
Hobbes y Locke, Rousseau parte de la premisa de que en
el estado de naturaleza todos los hombres son libres e
iguales, y que el deseo fundamental es el deseo de conser­
var la propia vida. Sin embargo, Rousseau se aparta de
sus predecesores al afirmar que, en el principio, o en el
primigenio estado de naturaleza, los impulsos dictados
por el deseo de autoconservación eran templados por la
compasión, y que el inicial estado de naturaleza experi­
mentó considerables cambios derivados de la necesidad
accidental con anterioridad a la constitución de la socie­
dad civil. La sociedad civil sólo deviene necesaria o posi­
ble en una fase muy tardía del estado de naturaleza. El
cambio decisivo que tuvo lugar en el seno del estado de
naturaleza fue el debilitamiento de la compasión, cambio
que, a su vez, se debió a la emergencia de la desigualdad y,
por tanto, de la dependencia del hombre respecto a sus
congéneres. Como consecuencia de esta evolución, se fue
haciendo cada vez más difícil asegurar la conservación de
la propia vida. Una vez alcanzado el punto crítico, el ins-

5 1. Discours sur l’inégalité, pp. 65, 10 4 -10 5 , 1 1 7 - 1 1 8 , 12 2 , 12 5 -12 6 , 14 7,


1 5 1 , 16 0 -16 3 , 17 7 -17 9 ; Nouvelle Héloïse, p. 385; Contrat social, n , 1 1 ;
I I I , 1 5 ; Émile, I I , 12 5 .
366 Capítulo VI

tinto de conservación impone la introducción de un susti­


tuto artificial de la compasión natural, o lo que es lo mis­
mo, de un sustituto convencional de la libertad natural y
la igualdad natural que existían en el principio de los
tiempos. Es el instinto de conservación de cada miembro
de la sociedad lo que exige que se alcance en el seno de la
misma el máximo acercamiento posible a la libertad e
igualdad primigenias.5-
La raíz de la sociedad civil debe buscarse, pues, exclu­
sivamente en el deseo de conservación de la propia vida
o en el derecho de conservación de la propia vida. El de­
recho a la supervivencia conlleva el derecho a los medios
necesarios para asegurar dicha supervivencia. De esto se
sigue que existe un derecho natural a la apropiación. To­
dos los hombres poseen por naturaleza el derecho a
apropiarse de los frutos de la tierra que les sean necesa­
rios. Todo hombre puede adquirir a través de su trabajo,
y sólo a través de su trabajo, un derecho exclusivo al
producto de la tierra que ha cultivado, y por tanto un de­
recho exclusivo a la tierra en sí, por lo menos hasta la si­
guiente cosecha. El cultivo ininterrumpido puede incluso
legitimar la posesión ininterrumpida de la tierra cultiva­
da, pero no crea el derecho de propiedad de dicha tierra.
El derecho de propiedad es un producto de la ley positi­
va. Previamente a la sanción de la ley positiva, la tierra
es usurpada, es decir, adquirida por la fuerza, y no ver­
daderamente poseída. De lo contrario, el derecho natural
consagraría el derecho del primer ocupante en detrimen­
to del derecho a la conservación de la propia vida de , ^
quienes, quizás sin culpa alguna, no lograron tomar posesioY'
de la tierra. Los pobres conservan el derecho natural a
adquirir como hombres libres lo que necesiten para la

52. Discours sur l’inégalité, pp. 65, 75, 77, 8 1, 1 0 9 - 1 1 0 , 1 1 5 , 1 1 8 , 1 2 0 , 12 5 ,


12 9 -13 0 , 13 4 ; Contrat social, i, 6 (principio); i, 2.
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 3 67

supervivencia. Si no pueden apropiarse de lo que necesi­


tan a través del cultivo de un terreno de su propiedad
porque toda la tierra ha sido ya apropiada por otros, tie­
nen derecho a emplear la fuerza. De esta forma surge el
conflicto entre ql derecho de los primeros ocupantes y
el derecho de quienes deben recurrir a la fuerza. La nece­
sidad de apropiarse de lo indispensable para vivir trans­
forma la última etapa del estado de naturaleza en el más
cruento estado de guerra. Llegados a este punto, es del
interés de todos, pobres y ricos por igual, que el derecho
suceda a la violencia, es decir, que se garantice la paz por
medio de la convención o el acuerdo. Esto equivale a de­
cir que «según la máxima del sabio Locke, la injusticia
no podría existir allí donde no existe la propiedad», o
que en el estado de naturaleza todos los hombres «po­
seen un derecho ilimitado a todo lo que les tienta y que
pueden obtener». El acuerdo que está en la base de toda
sociedad de hecho transformó las posesiones de hecho
del hombre -tal como existían en las postrimerías del A
estado de naturaleza- en genuina propiedad, lo cual sig­
nifica que vino a ratificar toda usurpación anterior. La
sociedad de hecho descansa, pues, sobre un fraude per­
petrado por los ricos en detrimento de los pobres, toda
vez que el poder político se basa en el poder «económi­
co». Ninguna mejora podrá subsanar jamás este defecto
congénito de la sociedad civil. Es inevitable que la ley fa­
vorezca a los que poseen en detrimento de los que no po­
seen. Con todo, el afán de supervivencia de todos los
miembros de la sociedad impone la suscripción y el cum­
plimiento del contrato s o c i a l . 53
El contrato social pondría en peligro el derecho del in-

53. Discours sur l’inégalité, pp. 82, 106, 1 1 7 - 1 1 8 , 12 5 , 12 8 -12 9 , 1 3 1 - 1 3 5 ,


1 4 1 , 14 5 , 15 2 ; Contrat social, i, 2, 8, 9; ii, 4 (hacia el final); Émile, i, 309;
I I , 300.
368 Capítulo VI

dividuo a la conservación de la propia vida si no le permi­


tiera seguir siendo el juez de los medios que necesita para
su propia supervivencia o para seguir siendo tan libre
como era anteriormente. Por otro lado, la sustitución del
juicio privado por el juicio público se halla en la esencia
misma de la sociedad civil. Estas exigencias en conflicto
se reconcilian, hasta donde es posible su reconciliación’ si
los juicios públicos que se derivan de la acción ejecutiva
se atienen estrictamente a la ley, si dichos juicios públicos
-que se traducen en leyes- son obra del cuerpo ciudada­
no y si todo varón adulto que se halla sujeto a las leyes ha
tenido la oportunidad de influir en el contenido de las
mismas a través del voto. Votar una ley significa concebir
el objeto de la voluntad particular o natural de uno mis­
mo como el objeto de una ley que obliga y beneficia a to­
dos por igual, o lo que es lo músmo, significa restringir el
deseo egoísta de uno mismo a la vista de las indeseables
consecuencias que se producirían si todos los demás ali­
mentaran sin cortapisas sus deseos egoístas. La legislación
ratificada por el cuerpo ciudadano al completo es, por
tanto, el sustituto convencional de la compasión natural.
El ciudadano es, en efecto, menos libre que el hombre
en estado de naturaleza, puesto que no puede obedecer a
su juicio sin miramientos de ninguna clase, pero es a un
tiempo más libre que el hombre en estado de naturale­
za, porque cuenta por lo general con la protección de sus
congéneres. El ciudadano es tan libre como el hombre en
el (original) estado de naturaleza porque, al someterse ex­
clusivamente a la ley o a la voluntad pública o a la volun­
tad general, no se halla sujeto a la voluntad particular de
ningún otro hombre. Sin embargo, para evitar todo tipo
de dependencia personal o de «gobierno privado», todos
los hombres y todas las cosas deben someterse a la volun­
tad general. El contrato social requiere la «total alienación
de cada asociado, con todos sus derechos, a la comuni­
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 3 69

dad en su conjunto» o la transformación de «cada indivi­


duo -que, en sí mismo, constituye un todo perfecto y so­
litario- en parte de un todo más grande del cual, en cier­
to sentido, emanan la vida y el ser de dicho individuo».
Para poder seguir siendo tan libre en sociedad como era
antes, el hombre debe «colectivizarse» o «desnaturalizar­
se» del todo. 54
La libertad en sociedad sólo es posible si se produce la
total sumisión de todos sus miembros (y en especial del
gobierno) a la voluntad de una sociedad libre. Al ceder to­
dos sus derechos a la sociedad, el hombre pierde el dere­
cho de apelar al derecho natural desde los veredictos de la
sociedad, es decir, desde la ley positiva: todos los derechos
se convierten en derechos sociales. La sociedad libre des­
cansa sobre - y depende de- la absorción deí derecho na­
tural por parte de la ley positiva. El derecho natural es le­
gítimamente absorbido por la ley positiva de una sociedad
cuando ésta ha sido construida en consonancia con el de­
recho natural. La voluntad general ocupa el lugar de la ley
natural. «Por el mero hecho de existir, el soberano siem­
pre es lo que debería ser ».5 5
En ocasiones, Rousseau utilizaba el término «democra­
cia» para referirse a la sociedad libre tal como él la con­
cebía. La democracia se acerca más a la igualdad del es­
tado de naturaleza que cualquier otro régimen pero, no
obstante, la democracia debe ser «sabiamente templada».
Aunque todos sus integrantes deben tener un voto, los
votos deben ser «organizados» de tal forma que favorez­
can la clase media y la población rural frente a la canaille

54. Contrat social, i, 6, 7; 11, 2-4; Émile, i, 1 3 . El debate en torno al contra­


to social que consta en el Discours sur l’inégalité, es a todas luces provisional
(p. 14 1).
55. Contrat social, 1, 7; 11, 3, 6. Véase ibidem, 1 1 , 1 2 («Division des loix») con
los paralelismos apreciables en Hobbes, Locke y Montesquieu, por no hablar
de Hooker y Suárez; Rousseau ni siquiera menciona la ley natural.
370 Capítulo v\

de laá grandes ciudades. De io contrario, quienes no tie­


nen nada que perder podrían vender su libertad a cambio
de pan.3^
La asimilación del derecho natural por parte de la ley
positiva de una democracia debidamente cualificada se­
ría justificable si hubiera una garantía de que la voluntad
general -que se traduce, a todos los efectos prácticos, en
la voluntad de la mayoría legal- no se equivoca jamás.
La voluntad general o la voluntad del pueblo no se equi­
voca jamás en la medida en que siempre aspira a lo me­
jor para el pueblo, pero el pueblo no siempre distingue lo
que es mejor para él. De esto se sigue, por tanto, que la
voluntad general necesita del apoyo de la ilustración. Los
individuos ilustrados distinguen el bien común de la so­
ciedad, pero nada asegura que lo apoyen si resulta que
pone en entredicho su propio bien individual. La previ­
sión y el interés personal no son lo bastante fuertes como
vínculos sociales. Se deduce, pues, que tanto el pueblo en
su conjunto como los individuos que lo componen nece­
sitan una suerte de guía. El pueblo necesita que le ense­
ñen a saber lo que quiere, y el individuo -que, como ser
natural que es, se mueve exclusivamente por su propio
bien- necesita que lo transformen en un ciudadano, al­
guien que no duda en colocar el bien común por encima
del suyo propio. La solución a este doble problema llega
de la mano del legislador o el padre de la nación, es de­
cir, un hombre de inteligencia superior que, al atribuir
origen divino a un código concebido por él, u honrando
a los dioses con su propia sabiduría, logra convencer al

56. Discours sur l’inégalité, pp. 66, 14 3 ; Nouvelle Héloïse, pp. 4 70-471;
Contrat social, iv , 4; Lettres écrites de la montagne, pp. 252, 300-301.
Véase la postura crítica de Rousseau ante el principio aristocrático de los
clásicos en Préface de Narcisse, pp. 50-51, y en el Discours sur l’inégalité,
pp. 179 -18 0 .
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 371

pueblo de la bondad de las leyes que somete a su voto y,


por medio de ellas, convierte en ciudadanos a los indivi­
duos que hasta entonces eran tan sólo seres naturales.
Sólo mediante la acción del legislador puede lo conven­
cional adquirir, si no la condición, al menos la fuerza de
lo natural. Huelga decir que los argumentos esgrimidos
por el legislador para convencer a los ciudadanos de su
misión divina o de la sanción divina a su código poseen
una solidez forzosamente dudosa. Podría pensarse que, una
vez ratificado el código, una vez desarrollado un «espíri­
tu social» y aceptada la sabia legislación en virtud de
su demostrada sabiduría intrínseca más que de su preten­
dido origen divino, la creencia en el origen superhuma-
no del código perdería razón de ser. Pero esta suposición
pasa por alto el hecho de que el vivo respeto por las vie­
jas leyes, el «prejuicio de antigüedad» que resulta indis­
pensable para mantener la buena salud de la sociedad, a
duras penas logra sobrevivir al cuestionamiento público
de las razones que aseguran su origen divino. En otras
palabras, la transformación del hombre natural en ciuda­
dano es un problema coetáneo a la propia sociedad, y
por tanto la sociedad experimenta una necesidad cons­
tante de tener cuando menos un equivalente de la miste­
riosa y sobrecogedora acción del legislador. Ello es así
porque sólo es posible conservar la buena salud de la so­
ciedad si las opiniones y sentimientos engendrados por la
propia sociedad superan -y, por así decirlo, aniquilan-
los sentimientos naturales. Esto equivale a decir que la
sociedad debe hacer todo lo posible por lograr qué los
ciudadanos vivan ajenos a los mismísimos hechos que la
filosofía política coloca en el centro de su atención en
cuanto fundamentos de la sociedad. La sociedad libre se
sostiene o se derrumba en virtud de una ofuscación espe­
cífica contra la cual la filosofía no puede sino rebelarse.
El problema que plantea la filosofía política debe ser ol­
372- Capítulo VI

vidado si la solución a la que conduce la filosofía política


es el traba] o. 57
No hay duda de que la doctrina rousseauniana del le­
gislador se halla más enfocada hacia el esclarecimiento del
problema fundamental de la sociedad civil que hacia la
formulación de una solución práctica, excepto en la medi­
da en que dicha doctrina presagia la propia función de
Rousseau. El motivo concreto por el que se vio obligado a
abandonar la noción clásica del legislador fue la convic­
ción de que dicha noción tiende a debilitar la soberanía
del pueblo, es decir, a desembocar, a todos los efectos
prácticos, en la sustitución de la plena soberanía popular
por la supremacía absoluta de la ley. La noción clásica del
legislador es incompatible con la noción rousseauniana de
libertad, que conduce a la exigencia de apelaciones perió­
dicas a la soberana voluntad del pueblo por parte del or­
den establecido, o a la voluntad de la generación presente
por parte de las generaciones pasadas. Por todo ello,
Rousseau se vio en la necesidad de buscar un sustituto
para la acción del legislador. Su conclusión apunta hacia
la necesidad de que la función originalmente confiada al
legislador sea asumida por parte de una religión civil. Ésta
se halla descrita desde puntos de vista algo dispares en el
Contrato social, por un lado, y en Emile por el otro. Sólo
la religión civil podrá engendrar los sentimientos que se
requieren del ciudadano. Sería ocioso tratar de determi­
nar si el propio Rousseau suscribía de modo incondicio­
nal los dogmas de la religión que expuso en «La profesión
de fe del vicario de Saboya», y desde luego no podemos
contestar a esa pregunta basándonos en lo que dijo cuan-

57. Préface de Narcisse, p. 56; Discours sur Pinégalité, pp. 66-67, 14 3 ; Con­
trat social, II, 3, 6-7; iii, 2, I I . Compárese la referencia a los milagros que
aparece en el capítulo sobre la figura del legislador [Contrat social, 11,7 ) con
el debate explícito del problema de los milagros en Lettres écrites de la mon­
tagne, Il-II I.
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 373

do fue perseguido a causa de dicha profesión de fe. Lo ver­


daderamente importante es el hecho de que, según sus ex­
plícitas posturas en torno a la relación del pueblo con el
conocimiento y la fe, el pueblo no puede tener más que
opinión respecto a la veracidad de ésta o cualquier otra re­
ligión. Cabría incluso preguntarse si es posible que el ser
humano llegue a alcanzar algún tipo de conocimiento ge­
nuino a este respecto, puesto que la religión predicada por
el vicario de Saboya se halla expuesta a «objeciones insolu-
bles». Parecería pues que, en última instancia, toda reli­
gión civil tiene el mismo carácter que la explicación que
hace el legislador del origen de su código, cuando menos
en la medida en que ambas ven amenazados sus fundamen­
tos por el «peligroso pirronismo» que fomenta la cieíqia.
Las «objeciones insolubles» a las que incluso la mejor de
las religiones se halla expuesta no son sino verdades peli­
grosas. Por ello, precisamente, una sociedad libre no puede
existir si aquél que pone en duda el dogma fundamental de
la religión civil no se aviene a acatarlo de puertas afuera.
Además de la religión civil, el equivalente a la acción
del primer legislador es el hábito. El hábito también con­
tribuye a sociabilizar las voluntades de los hombres al
margen de la generalización de las voluntades que es in­
trínseco al acto mismo de legislación. El hábito precede
incluso a la ley, del mismo modo que la nación o tribu pre­
cede a la sociedad civil, entendido el concepto de nación o
tribu como un grupo de individuos que se mantienen uni­
dos en virtud de una serie de hábitos derivados del hecho
de que todos los miembros del grupo se hallan expuestos
a - y son mioldeados por- las mismas influencias natura­
les. La nación prepolítica es más natural que la sociedad

58. Nouvelle Héloïse, pp. 502-506; Contrat social, iv , 8; Lettre à M. de Be­


aumont, p. 479; Lettres écrites de la montagne, pp. 1 2 1 - 1 3 6 , 18 0; véase tam­
bién nota 26.
374 Capítulo VI

civil, puesto que las causas naturales desempeñan un pa­


pel más decisivo en su génesis que en la de la sociedad ci­
vil, que nace de un contrato. La nación se halla más cerca
del primigenio estado de naturaleza que la sociedad civil,
por lo que es superior a ésta en ciertos aspectos relevantes.
En el plano humano, la sociedad civil se acercará en ma­
yor medida al estado de naturaleza -y, por tanto, gozará
de un mejor estado de salud- si descansa sobre la base casi
natural de la nacionalidad, es decir, si posee una indivi­
dualidad nacional. El hábito nacional o la cohesión nacio­
nal es una raíz más profunda de la sociedad civil que la
previsión o el interés personal y, por tanto, que el contrato
social. El hábito nacional y la «filosofía nacional» son la
matriz que engendra la voluntad general, del mismo
modo que el sentimiento es la matriz que engendra la ra­
zón. De ahí que el pasado, y sobre todo el pasado más re­
moto, de la nación de cada cual tienda a revestirse de una
dignidad superior a la de cualquier aspiración cosmopoli­
ta. Si es cierto que la humanidad del hombre se va forjan­
do por medio de la causalidad accidental, el concepto de
humanidad variará profundamente de una nación a otra y
de una época a otra. 59
A nadie debe extrañar que R.ousseau no viera en la so­
ciedad libre, tal como él la concebía, la solución al proble­
ma humano. Incluso en el supuesto de que dicha sociedad
cumpliera en mayor medida que ninguna los preceptos de
la libertad, la única conclusión que cabría extraer sería
sencillamente que la verdadera libertad sólo puede existir
más allá de la sociedad civil. Si la sociedad civil y el deber
son, como sugiere Rousseau, coextensivos, la libertad hu-

59. Préface de Narcisse, p. 56; Discours sur l’inégalité, pp. 66-67, 74, 12 3 ,
12 5 , 15 0 , 16 9 -17 0 ; Contrat social, n , 8, 10 , 12 ; iii, i ; Émile, n , 287-288;
Gouvernement de Pologne, Paris, Gamier; caps, ii - ii i; véase también Alfred
Cobban, Rousseau and the Modern State, Londres, 19 34 , p. 284.
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 375

mana sólo puede existir más allá incluso del deber o la vir­
tud. Sin perder de vista la relación entre virtud y sociedad
civil, ni la problemática naturaleza de la relación entre
virtud y felicidad, Rousseau trazó una distinción entre vir­
tud y bondad. ¡La virtud presupone esfuerzo y habitua­
ción, puesto que inicialmente es un peso y sus exigencias
son severas. La bondad, es decir, el deseo de hacer el bien,
o cuando menos la total ausencia del deseo de hacer daño,
es sencillamente natural. Los placeres de la bondad pro­
vienen directamente de la naturaleza. La bondad se halla
íntimamente relacionada con el sentimiento natural de
compasión; pertenece en mayor medida al corazón que a
la conciencia o la razón. Rousseau proclamó, en efecto,
que la virtud es superior a la bondad, pero la ambigüedad
inherente a su noción de libertad -o , expresado de otro
modo, su anhelo de reconquistar la felicidad de la vida
prepolítica- hace que dicha proclamación sea cuestiona­
ble desde su propio punto de vista.^°
Esta paradoja nos permite comprender la actitud de
Rousseau hacia la familia o, más precisamente, hacia el
amor conyugal y paternal, así como hacia el amor hetero­
sexual en sí. El amor se halla más cerca del inicial estado
de naturaleza que la sociedad civil, el deber o la virtud. El
amor es sencillamente incompatible con la coacción o tan
siquiera la autocoacción: será libre o no será. De ahí que
el amor conyugal y paternal pueda ser el «más dulce de los
sentimientos» o incluso «el más dulce de los sentimientos
de la naturaleza» que «son conocidos por el hombre». De
ahí también que el amor heterosexual pueda ser sencilla­
mente «la más dulce de las pasiones» o «el sentimiento más

60. Véase en especial Contrat social, i, 8; 11, i i ; Discours sur l’inégalité,


pp. 12 5 -12 6 , 15 0 ; Nouvelle Héloïse, pp. 222, 274, 277; Émile, 11, 48, 274-
275; Les confessions, 11, 18 2 , 259, 303; n i, 43; Rêveries du promeneur soli­
taire, V I .
37^ Capítulo VI

delicioso que pueda penetrar en el corazón humano». Es­


tos sentimientos dan lugar a «derechos de sangre» y «de­
rechos de amor», toda vez que crean vínculos más sa­
grados que cualquier vínculo creado por el hombre.
Mediante el amor, el hombre se acerca más al estado de
naturaleza en el plano de la humanidad que a lo largo de
toda una vida de ciudadanía o virtud. Rousseau regresa
de la ciudad clásica a la familia y la pareja unida por el
amor. Utilizando sus propias palabras, podemos decir que
regresa del interés del ciudadano al más noble interés del
burgués.
Sin embargo, y por lo menos según se desprende de la
obra de Rousseau en la que reveló sus principios «con la
mayor contundencia, por no decir audacia», incluso en el
amor existe un elemento convencional o facticio.^^ Siendo
el amor un fenómeno social, y siendo el hombre asocial
por naturaleza, debemos considerar la posibilidad de que
el individuo solitario sea incapaz, en el plano de la huma­
nidad, del máximo acercamiento posible al estado de na­
turaleza. Rousseau habla en términos encendidos de los
encantos y delicias de la contemplación solitaria, pero no
entiende por «contemplación solitaria» la filosofía o la
culminación de la filosofía. Tal como él la concibe, la con­
templación solitaria es un concepto totalmente ajeno, por
no decir contrario, al pensamiento o la observación que
consiste o desemboca en «el sentimiento de existencia», es
decir, el grato sentimiento de la existencia de uno mismo.
Si el hombre se aparta de todo lo que le es ajeno, si se des­
poja a sí mismo de todo afecto excepto el sentimiento de
existencia, disfruta de la felicidad suprema: una autosufi-

6 1. Discours sur l’inégalité, pp. iz z , 12 4 ; Lettre à D ’Alembert, pp. 256-257;


Nouvelle Héloïse, pp. 2 6 1, 3 3 1 , 392, 4 1 1 (véanse también pp. 76, 14 7-14 8 ,
15 2 , 17 4 n., 19 3 , 273-275); Rêveries du promeneur solitaire, x (p. 164).
62. Discours sur l’inégalité, pp. i i i , 139 .
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 377

ciencia e impasibilidad dignas de un dios. Sólo en sí mis­


mo halla consuelo, porque logra ser plenamente él mismo
y pertenecer plenamente a sí mismo, toda vez que el pasa­
do y el futuro están extintos para él. Es al entregarse a sí
mismo por completo a este sentimiento que el hombre ci­
vilizado culmina su regreso al primitivo estado de natura­
leza en el plano de la humanidad. Ello es así porque, aun­
que el hombre sociable extrae el sentimiento de su propia
existencia, por así decirlo, exclusivamente de la opinión
de sus congéneres, el hombre natural -y, en efecto, incluso
el salvaje- siente su existencia de un modo natural. Se en­
trega «al puro sentimiento de su actual existencia sin nin­
guna noción del futuro». El sentimiento de existencia es el
«primer sentimiento del hombre». Es más fundamental
que el deseo de conservación de la propia vida. El afán de
conservación de la existencia nace en el hombre porque
la existencia en sí, la mera existencia, es agradable por na-
turaleza.^3
Tal como lo experimentó y describió Rousseau, el senti­
miento de existencia posee una articulación compleja que
por fuerza debía hallarse ausente del sentimiento de exis­
tencia tal como lo experimentaron los hombres en estado
de naturaleza. He aquí que al fin los hombres civilizados
- o aquellos hombres civilizados que han regresado de la
sociedad civil a la soledad- alcanzan un grado de felicidad
que habría estado completamente fuera del alcance del
animal estúpido. En último análisis, este factor de supe­
rioridad del hombre civilizado, o de los mejores entre ios
hombres civilizados, es lo único que permite a Rousseau
afirmar sin vacilación que, pese a haber sido perjudicial
para la especie humana o para el bien común, el adveni­
miento de la sociedad civil resultó beneficioso para el in-

63. Ibidem , pp. 96, 1 1 8 , 1 5 1 , 16 5; Émile, i, z86; Rêveries du promeneur soli­


taire, V , V I I . Véanse pp. 398-399.
378 Capítulo VI

d iv id u o A ^ La definitiva justificación de la sociedad civil


es, por tanto, el hecho de que consiente a cierta clase de
individuos disfrutar de la felicidad suprema apartándose
de la sociedad civil, es decir, viviendo al margen de ésta.
Pese a haber afirmado en el primero de sus escritos impor­
tantes que «todo ciudadano inútil puede ser considerado
un hombre pernicioso», el ciudadano de Ginebra afirnia
en sus últimos escritos que -aun reconociendo que él mis­
mo siempre fue un ciudadano inútil- sus contemporáneos
han obrado mal al proscribirlo de la sociedad por consi­
derarlo un miembro pernicioso, en lugar de limitarse a
apartarlo de la sociedad por considerarlo un miembro
i n ú t i l . ^ 5 El tipo de hombre anunciado por Rousseau, que

justifica la sociedad civil trascendiéndola, ya no es el fi­


lósofo, sino lo que más tarde habría de conocerse como
«el artista». La reivindicación que realiza de un trato pri­
vilegiado para su persona se basa en la sensibilidad más
que en la sabiduría, en la bondad o compasión más que
en la virtud. Rousseau reconoce el carácter precario de
su reivindicación: es un ciudadano con mala conciencia.
No obstante, puesto que su conciencia no lo acusa a él
en exclusiva sino también, simultáneamente, a la sociedad
de la que forma parte, tiende a considerarse a sí mismo
la conciencia de dicha sociedad. Pero está abocado a te­
ner mala conciencia por ser la mala conciencia de la so­
ciedad.
Debemos reseñar el contraste existente entre el carácter
de ensueño de la contemplación solitaria de Rousseau y la
lucidez de su contemplación filosófica. Conviene asimis­
mo tener en cuenta el msoluble conflicto entre las presu-

64. Discours sur l’inégalité, pp. 84, 1 1 6 , 12 5 -12 6 ; Lettre à M. de Beaumont,


p. 471.
65. Discours sur les sciences et les arts, p. 1 3 1 ; Rêveries du promeneur solitai­
re, V I ( f i n a l ) .
La crisis del derecho natural moderno: Rousseau 379

posiciones de su contemplación solitaria y su teología na­


tural (y, por consiguiente, de la moralidad basada en di­
cha teología). De este modo nos percataremos de que la
reivindicación que hace Rousseau en nombre del indivi­
duo o de unos pocos individuos especiales frente a la so­
ciedad carece de claridad y firmeza. Para ser más precisos,
la firmeza del acto de reivindicación contrasta de forma
acusada con la endeblez del contenido de dicha reivindi­
cación, lo cual no es de extrañar. La idea de que la vida
buena consiste en el regreso, en el plano de la humanidad,
al estado de naturaleza, es decir, a un estado carente por
completo de rasgos humanos, implica a la fuerza que el in­
dividuo reclame para sí una libertad tan absoluta que ca­
rezca de todo contenido hum.ano. Pero este defecto funda­
mental del estado de naturaleza en cuanto meta de la
aspiración humana era, a los ojos de Rousseau, su perfec­
ta justificación: la propia indefinición del estado de natu­
raleza en cuanto meta de la aspiración humana convertía
dicho estado en el vehículo ideal de la libertad. El hecho
de tener una reserva contra la sociedad en nombre del es­
tado de naturaleza significa tener una reserva contra la so­
ciedad sin sentirse obligado ni capacitado para indicar la
forma de vida o la causa o la finalidad que ha motivado
dicha reserva. La noción de un regreso al estado de natu­
raleza en el plano de la humanidad era la base ideal para
reclamar de la sociedad una libertad carente de finalidad
específica. Era la base ideal para apelar desde la sociedad
a algo indefinido e indefinible: la suprema inviolabilidad
-absoluta e injustificada- del individuo como tal. Este es
precisamente el significado que la libertad alcanzó a co­
brar para un considerable número de hombres. Todo con­
cepto de libertad que contempla un fin definido para di­
cha libertad, toda noción de libertad que se justifica en
referencia a algo que está por encima del individuo o del
hombre como tal, restringe forzosamente la libertad, o lo
380 Capítulo VI

que es lo mismo, establece una distinción sostenible entre


libertad y licencia. Dicha justificación condiciona la liber­
tad al propósito por el que ésta es reclamada. Rousseau se
diferencia de muchos de sus seguidores en el hecho de que
aún distinguía con claridad el desfase existente entre esta
libertad indefinida e indefinible y las exigencias de la so­
ciedad civil. Como habría de confesar al final de su carre­
ra, ninguna lectura le interesó ni brindó tanto provecho
como la obra de P lu t a r c o .E l soñador solitario seguía
postrándose ante los héroes de Plutarco.

2 . Burke

Las dificultades a las que hubo de hacer frente Rousseau


por haber aceptado y articulado su pensamiento a través de
la enseñanza del derecho natural moderno podía haber su­
gerido un regreso a la concepción premoderna del derecho
natural. Este regreso fue intentado -en el último momento,
por así decirlo - por Edmund Burke, que se alineó con Cice­
rón y Suárez en contra de Hobbes y Rousseau. «Hoy, al
igual que en las últimas dos décadas, seguimos leyendo de
forma más generalizada de lo que, según creo, se hace en el
Continente, a los escritores de la sana Antigüedad. Ellos
ocupan nuestras mentes.» Burke se ponía de parte de «los
autores de la sana Antigüedad» en contra «los filósofos pa­
risinos» y especialmente en contra Rousseau, considerados
todos ellos los padres de una «nueva moralidad» o «los
osados experimentalistas de la moralidad». Burke repudia­
ba sobremanera «esa filosofía que cree haber hecho descu­
brimientos en los antípodas de la m oraiidad».^^ Si bien es

66. Rêveries du promeneur solitaire, i v (inicio).


6j .The Works o f Edm und Burke, Bohn’s Standard Library, 11, 385, 529,
535, 5 4 1; V I , 2 1-2 3 , en adelante citada como Works.
La crisis del derecho natural moderno: Burke 381

cierto que su actividad política era guiada por la devoción


que sentía hacia la constitución británica, no lo es me­
nos que su concepción de la Carta Magna inglesa era afín al
espíritu con el que Cicerón concebía el sistema de gobierno
de Roma.
Burke no escribió un solo trabajo teórico sobre los
principios de la política. Todas sus observaciones en torno
al derecho natural se articulan a través de argumentos ad
hominem, pensados para cumplir de forma inmediata un
propósito práctico específico. De ahí que su concepción
de los principios políticos cambiara, hasta cierto punto,
con los cambios de la situación política. Esto podría indu­
cirnos fácilmente a acusarlo de incoherencia, pero lo cier­
to es que se mantuvo fiel a los mismos principios a lo lar­
go de toda su carrera. Una misma fe alentaba sus acciones
a favor de los colonos americanos o los católicos de Irlan­
da y en contra de Warren Hastings y la Revolución france­
sa. En consonancia con el talante emxinentemente práctico
de su pensamiento, Burke defendió sus principios de la
forma más vehemente y clara cuando la defensa de los
mismos se hizo más urgentemente necesaria, es decir,
cuando dichos principios sufrieron el ataque más intran­
sigente y certero de la historia, a raíz del estallido de la
Revolución francesa. Dicha revolución incidió en las ex­
pectativas de Burke respecto al futuro progreso de Euro­
pa, pero apenas si hizo algo más que confirmar sus nocio­
nes de lo que está bien y lo que está mal, tanto en el plano
moral como político.^^
El carácter pragmático del pensamiento de Burke expli­
ca en parte por qué no dudó en utilizar el lenguaje del de-

68. Ibidem, 11, 59-62; ii i, 10 4 ; v i, 14 4 -15 3 . Con respecto al tema del progre­
so, véanse II , 15 6 , ii i, 279, 366; v i, 3 1 , 1 0 6 ; v ii, 23, 58; v i ii, 439; Letters o f
Edmund Burke: A Selection, ed. Harold J. Laski, p. 363 (citado en adelante
como Letters); véase también Burke, Selected Works, ed. E . J . Payne, ll, 345.
38z Capítulo vi

recho natural moderno siempre que vio en ello una forma


de persuadir a su público moderno de la solidez de las
ideas que defendía. Habló del estado de naturaleza, de los
derechos de naturaleza o los derechos del hombre y del
pacto social o el carácter artificial de la c o m u n i d a d , ^9
pero podría decirse que integró todas estas nociones en un
marco de referencia clásico o tomista.
Debemos limitarnos a unos pocos ejemplos. Burke se
muestra dispuesto a admitir que el hombre en estado de
naturaleza, el hombre «ajeno a toda forma de pacto» po­
see una serie de derechos naturales. En el estado de natu­
raleza, todo hombre tiene «derecho a la defensa de la pro­
pia vida, la primera ley de la naturaleza», el derecho a
gobernarse a sí mismo, es decir «a juzgar por sí mismo y
a defender su propia causa» e incluso el «derecho a todas
las cosas». Sin embargo, «porque tiene derecho a todas las
cosas, quiere todas las cosas». El estado de naturaleza es
el estado de «nuestra naturaleza desnuda y temblorosa»,
o lo que es lo mismo, de nuestra naturaleza no afectada
aún en sentido alguno por nuestras virtudes, o el estado
de la barbarie original. De ahí que el estado de naturaleza
y «los plenos derechos del hombre» que pertenecen a di­
cho estado no puedan servir como modelo de la vida civi­
lizada. Todas las necesidades de nuestra naturaleza -y,
desde luego, todas las necesidades más elevadas de nues­
tra naturaleza- se apartan del estado de naturaleza para
señalar en la dirección de la sociedad civil: la sociedad ci­
vil, y no el «estado de naturaleza bruta», es el verdadero
estado de naturaleza. Burke concede que la sociedad civil
es «fruto de la convención» o de un «contrato», pero de­
fiende el carácter especial de dicho «contrato» o «asocia­
ción», puesto que es «una asociación en cada virtud y en

69. Véase Works, 1, 3 14 , 348, 470; 11, 19 , 29-30, 14 5 , zp^-zps, 3 3 1- 3 3 3 .


366; n , 82; V, 1 5 3 , 1 7 7 , 2 16 ; VI, 29.
La crisis del derecho natural moderno: Burke 383

toda perfección». Se trata de un contrato casi en el mismo


sentido en que todo el orden providencial, «el gran con­
trato primigenio de la sociedad eterna» puede considerar­
se un contrato.7°
Burke reconoce que la finalidad de la sociedad civil
consiste en salvaguardar los derechos del hombre, y en
especial su derecho a buscar la felicidad, pero sostiene
que la felicidad sólo puede hallarse mediante la virtud,
mediante las restricciones «que las virtudes imponen a
las pasiones». Así se explica el sometimiento a la razón,
al gobierno y a la ley. En otras palabras, «las restriccio­
nes que padece el hombre, así como las libertades de las
que disfruta, deben contabilizarse entre sus derechos». El
hombre no puede áctuar jamás «sin ninguna atadura
moral», puesto que «el hombre jamás se encuentra en un
estado de total independencia respecto a sus semejan­
tes». La voluntad del hombre debe hallarse en todo mo­
mento bajo el dominio de la razón, la prudencia o la vir­
tud. De esto se sigue que Burke busca los cimientos del
gobierno en «una conformidad con nuestros deberes» y
no en los «derechos imaginarios del hombre». En conso­
nancia con esta postura, niega la noción de que todos
nuestros deberes se derivan de un consentimiento o con­
trato. 7 ^
El debate en torno a los «derechos imaginarios del
hombre» se centra en el derecho de cada ser humano a
ser el único juez de lo que conduce a su propia conserva­
ción o a su propia felicidad. Sobre este supuesto derecho
se basaba, al parecer, la reivindicación de que todos los
individuos tuvieran su cuota de poder político, en cierto
sentido idéntica a la de todos los demás individuos. Burke
pone en tela de juicio esta reivindicación remontándose al

70. Ibidem , n , 220, 332 -333, 349, 368-370; ii i, 82, 86; v , 2 12 , 3 15 , 498.
7 1. Ibidem , 11, 3 10 , 3 3 1 , 333, 358; ii l , 109 ; v , 80, 12 2 , 2 16 , 424.
384 Capítulo VI

principio sobre el cual se basa el supuesto derecho básico


que la inspira. Admite que todo individuo tiene un dere­
cho natural a conservar la propia vida y a buscar la felici­
dad, pero niega que este derecho quede vacío de conteni­
do en el caso de que no todos los hombres tengan de­
recho a ser los jueces de los medios que conducen a su
propia conservación y felicidad. Se deduce, pues, que el
derecho del individuo a satisfacer sus necesidades o a dis­
frutar de las ventajas de la sociedad no significa necesa­
riamente que tenga derecho a participar en el poder polí­
tico. Ello es así porque el juicio de la mayoría, o «la
voluntad de la mayoría, y su interés, muy a menudo difie­
ren». El poder político o la participación en el poder polí­
tico no debe incluirse entre los derechos del hombre, por­
que el hombre tiene derecho a un buen gobierno, y no
existe una relación obligada entre el buen gobierno y el
gobierno de la mayoría. Bien entendidos, los derechos del
hombre apuntan hacia el predomino de la «auténtica
aristocracia natural» y por tanto hacia el predominio de
la propiedad, en especial de la propiedad inmobiliaria. En
otras palabras, todo hombre posee, en efecto, la capaci­
dad de juzgar adecuadamente los agravios de los que es
víctima basándose en sus propios sentimientos, siem.pre y.
cuando no consienta que algún grupo de agitadores lo in­
duzca a juzgar agravios basándose en su imaginación. Sin
embargo, las causas de los agravios «no son una cuestión
de sentimiento, sino de razón y previsión, y a menudo
también de consideraciones remotas y de una enorme
combinación de circunstancias que [la mayoría] es del
todo incapaz de comprender». Se sigue, pues, que Burke
no busca los cimientos del gobierno en «los derechos
imaginarios del hombre», sino en «la satisfacción de
nuestras necesidades y la conformidad con nuestros debe­
res». Al hilo de lo expuesto, Burke niega que el derecho
natural por sí solo tenga mucho que decir acerca de la le­
La'^risis del derecho natural moderno: Burke 385

gitimidad de una determinada constitución. Una consti­


tución será legítima para una determinada sociedad en la
medida en que favorezca la satisfacción de las necesida­
des humanas y el fomento de la virtud en esa misma so­
ciedad. Su validez no puede ser determinada por el dere­
cho natural, sino tan sólo por la e x p e r i e n c i a . 72-
Burke no rechaza la idea de que, en última instancia,
toda autoridad tiene su origen en el pueblo, o que el sobe­
rano es en última instancia el pueblo, o que toda autori­
dad es, en última instancia, el resultado de un acuerdo
suscrito por hombres hasta entonces «ajenos a toda forma
de pacto». No obstante, niega que estas verdades en senti­
do último, o medias verdades, sean políticamente relevan­
tes: «Si la sociedad civil es fruto de la convención, dicha
convención debe ser su ley». La convención, el contrato
original, es a casi todos los efectos prácticos la autoridad
más elevada. Puesto que la función de la sociedad civil es
la satisfacción de las necesidades del hombre, la autoridad
de la constitución establecida se deriva menos de la con­
vención original o de su origen que de su funcionamiento
beneficioso a lo largo de muchas generaciones, o lo que es
lo mismo, de sus frutos. La legitimidad de la constitución
-hunde sus raíces no tanto en el consentimiento o en el con­
trato como en la capacidad beneficiosa demostrada, es de­
cir, la prescripción. Sólo la prescripción, en tanto concep­
to diferenciado del acuerdo original suscrito por los
salvajes hasta entonces «ajenos a todo pacto», puede sa­
car a la luz la sabiduría de la constitución, y así legitimar­
la. Los hábitos nacidos sobre la base del contrato original,
y en especial los hábitos de virtud, son infinitamente más
importantes que el propio acto original. Sólo la prescrip-

72. Ibidem , i, 3 1 1 , 447; n , 92, 1 2 1 , 13 8 , 17 7 , 3 10 , 32 2-325, 328, 33° - 333,


335; I I I , 44-45, 78, 85-86, 98-99, 109, 352, 358, 492-493; V , 202, 207, 226-
227, 32 2-323, 342; V I , 2 0 - 2 1,14 6 .
386 Capítulo VI

dòn, en cuanto noción diferenciada del acto original, pue­


de consagrar un determinado orden socia^ El pueblo es en
tan escasa medida dueño de la constitución que se le pue­
de considerar fruto de ésta. La noción estricta de la sobe­
ranía del pueblo implica que la generación actual es la so­
berana: la «conveniencia actual» se convierte en el único
«principio de vinculación» a la constitución. «Al hacer
caso omiso de lo recibido de manos de sus antepasados»,
«los poseedores temporales y arrendatarios vitalicios» de
la comunidad acaban inevitablemente por hacer caso
omiso de «lo necesario para su posteridad». El pueblo
- o cualquier otro soberano, para el caso lo mismo da- es
todavía menos dueño del derecho natural. El derecho na­
tural no es absorbido por la voluntad del soberano ni por
la voluntad general. Como consecuencia, la distinción en­
tre las guerras justas e injustas conserva, en opinión de
Burke, toda su relevancia. Aborrece la noción de que la
política exterior de una nación debe depender exclusiva­
mente de su «interés material».73
Burke no niega que, bajo ciertas circunstancias, el pue­
blo pueda alterar el orden establecido, pero sólo admite la
legitimidad de este derecho una vez agotadas todas las de­
más alternativas. Para asegurar la buena salud de la socie­
dad, la soberanía popular debe permanecer casi siempre
en estado latente. Burke se opone a los teóricos de la Re­
volución francesa porque convierten «un caso de inevita-
bilidad en una regla de ley», o lo que es lo mismo, por­
que consideran normalmente válido lo que sólo es válido
en casos extremos. «Pero el hábito mismo de plantear es­
tos casos extremos no es muy loable ni seguro.» Las opi­
niones de Burke, por otra parte, «jamás podrán conducir

73. Ibidem, ll, 58, 16 7 , 17 8 , 296, 305-306, 3 3 1- 3 3 2 , 335. 349, 359'36o,


365-367. 42-2-42.3, 5 13 - 5 14 . 526, 547; lu , 15 , 44-45. 54-55. 76-85, 409.
497, 498; V , 203-205, 2 16 ; V I , 3, 2 1-2 2 , 14 5 -14 7 ; V I I , 9 9 -103.
La crisis del derecho natural moderno: Burke 387

a un caso extremo, porque se basan en una postura de


c^osición a los extremos.74
Burke atribuye el extremismo de la Revolución france­
sa a una nueva corriente filosófica. La «antigua morali­
dad» era una moralidad de «benevolencia social y abne­
gación individual». Los filósofos parisinos niegan la
nobleza de la «autocontención» y de la templanza, es de­
cir, de las «virtudes severas y restrictivas». Sólo reconocen
las virtudes «liberales», resumidas en «una virtud que de­
nominan humanidad o benevolencia».75 Así entendida, la
humanidad casa bien con la vida disoluta, e incluso la fo­
menta. Favorece la laxitud de los vínculos matrimoniales
y la sustitución de la iglesia por el teatro. Además, «la
misma disciplina que [...] relaja sus principios morales
[...] endurece sus corazones»: el humanitarismo extremo
propugnado por los teóricos de la Revolución francesa
conduce inevitablemente a la bestialidad, pues se basa en
la premisa de que los hechos morales fundamentales son
derechos que se corresponden con las necesidades cor­
porales básicas; toda sociabilidad es inducida y, de he­
cho, artificial. La sociedad civil es, desde luego, radical­
mente artificial. De ahí que las virtudes del ciudadano no
puedan injertarse «en la cepa de los afectos naturales».

74. Ibidem , i, 4 7 1, 473, 474; 11, 2 9 1, 296, 335-336, 468; iii, 15 - 16 , 52, 8 1,
109 ; V , 12 0 . Véase G .H . Dodge, The Political Theory ofthe Huguenots ofthe
Dispersion. Nueva York, 19 4 7 , p. 10 5: Jurieu sostenía que es mejor «para la
paz pública» que el pueblo no conozca la dimensión exacta de sus poderes;
los derechos del pueblo son «remedios que no deben ser desperdiciados ni
aplicados en caso de errores menores. Son misterios que no deben ser profa­
nados por una exposición excesiva a la mirada del vulgo común». «Ante la
destrucción del Estado o de la religión, [estos remedios] pueden producirse;
más allá de esta eventualidad, no creo que sea pernicioso el que permanezcan
bajo un manto de silencio.»
75. Carta a Rivarol, fechada el i de junio de 1 7 9 1 (véase Works, i, 1 3 0 - 1 3 1,
427; I I , 56, 418); V , 208, 326. Véase Montesquieu, De l’esprit des lois, x x , i
(y X I X , 16) sobre la relación entre el comercio y la relajación de las formas
frente a la pureza de las mismas.
3 88 Capítulo VI

Sin embargo, se da por hecho que la sociedad civil es no


sólo necesaria, sino también noble y sagrada. De acuerdo
con este planteamiento, los sentimientos naturales, todos
los sentimientos naturales, deben ser sacrificados sin pie­
dad a las supuestas exigencias del patriotismo o la huma­
nidad. Los teóricos de la Revolución francesa llegan a es­
tas exigencias abordando los asuntos humanos desde la
actitud del científico, el geómetra o el químico. Así se ex­
plica que se muestren, desde el primer momento, «más
que indiferentes ante dichos sentimientos y costumbres
que son el pilar del mundo moral». «En sus experimentos,
ios hombres no representan más que las ratas en una bom­
ba de aire o en un recipiente de gas mefítico.» No es de ex­
trañar, pues, que «no duden en afirmar que dos mil años
no les parece un período demasiado largo para el fin que
persiguen». «La humanidad, tal como ellos la conciben,
no se ha disuelto. Sólo le han concedido una larga prórro­
ga [...] La humanidad, tal como ellos la conciben, se halla
en el horizonte y, al igual que el horizonte, siempre vuela
por delante de ellos.» Esta actitud «científica»' de los revo­
lucionarios franceses o de sus maestros también permite
comprender por qué su condición disoluta, que defienden
como algo natural frente a las convenciones de la pasada
galantería, es «una mezcla anticuada, grosera, agria, lúgu­
bre y feroz de altanería y lascivia».7^
Burke se opone, pues, no sólo a un cambio en el con­
tenido de la enseñanza moral, sino también -e incluso en
primer lugar- a un cambio en su forma: !a nueva ense­
ñanza moral es la obra de hombres que piensan en los
asuntos humanos como los geóm^etras piensan en cifras y
planos, y no como piensa el hombre de acción en la em­
presa que tiene ante sí. Es este cambio fundamental de
un planteamiento práctico a otro teórico lo que, según

76. Works, II, 3 1 1 , 409, 4 19 , 538-540; V, 1 3 8 ,14 0 - 1 4 2 , 209-213.


La crisis del derecho natural moderno: Burke 3 89

Burke, confiere a la Revolución francesa su carácter sin­


gular.

Creo que la revolución actualmente en curso en Francia [...]


guarda escasa similitud o analogía con ninguna de las que en
Europa se han producido alentadas por principios meramente
políticos. Se trata de una revolución de doctrina y dogma teóri­
co, que guarda una afinidad mucho más evidente con los cam­
bios motivados por cuestiones religiosas, de las que forma parte
inseparable el espíritu proselitista.

La Revolución francesa guarda, por consiguiente, cierta


semejanza con la Reforma. Sin embargo, «este espíritu de
general antagonismo político» o esta «doctrina armada»
se halla «separada de la religión» y es, de hecho, atea. El
«dogma teórico» que encabeza la Revolución francesa es
puramente político. No obstante, en la medida en que di­
cha revolución hace el poder de la política extensivo a la
religión e «incluso a la constitución del espíritu humano»,
es la primera «revolución completa» de la historia de la
humanidad. Sin embargo, su éxito no puede explicarse
mediante los principios políticos que la animan. Dichos
principios han tenido un poderoso poder, de convocatoria
en todas las épocas, puesto que «resultan sumamente ha­
lagadores ante las propensiones naturales de la multitud
irracional». Así se explica que se hubieran producido con
anterioridad amagos revolucionarios «basados en estos
mismos derechos del hombre», como la insurrección de /
Jacquerie y John Ball en la Edad Media o los esfuerzos del (
ala extrema durante la guerra civil inglesa. Sin embargo,
ninguno de estos intentos se vio coronado por el éxito. El ¡|
éxito de la Revolución francesa sólo se puede explicar a
través del único de sus rasgos que la distingue de todas las ^
revoluciones análogas. La Revolución francesa es la pri- ||
mera «revolución filosófica», la primera abanderada por j|
39 0 Capítulo VI

hombres de letras, filósofos y «consumados metafísicos»


no como meros «instrumentos subordinados y heraldos
de la sedición, sino como sus principales protagonistas y
organizadores». Es la primera revolución en la que el «es­
píritu de amxbición se halla relacionado con el espíritu de
especulación ».77
Podemos afirmar que, al oponerse a esta intrusión del
espíritu de especulación o de la teoría en el campo de la
práctica o de la política, Burke restableció la noción ante­
rior -concretamente, aristotélica- según la cual la teoría
no puede ser - o no es suficiente como - la única guía de la
práctica. Sin embargo, y dejando a un lado otras conside­
raciones, debemos añadir a renglón seguido que nadie an­
tes que Burke se había pronunciado sobre este tema con
idéntico énfasis y fuerza. Podemos incluso afirmar que,
desde el punto de vista de la filosofía política, las reflexio­
nes de Burke sobre el problema de la teoría y la práctica
son la parte más importante de su obra. Habló con mayor
énfasis y fuerza que Aristóteles sobre este problema por­
que hubo de enfrentarse a una nueva y más poderosa for­
ma de «especulativismo», con un doctrinarismo político
de origen filosófico. Dicho acercamiento «especulativo» a
la política despertó su aguzado interés crítico considera­
blemente antes del estallido de la Revolución francesa. A
varios años de distancia de lySp, hablaba ya de «los espe­
culadores de nuestra edad especulativa». Fue la creciente
trascendencia política de la especulación el factor que, en
un momento muy temprano de su carrera, lo llevó en ma­
yor medida a volcar su atención en «la vieja disputa que
enfrentaba especulación y práctica».7^

77. Ibidem, ii, 284-287, 299, 300, 302, 338-339, 352, 36 1-36 2, 382-384,
403-405, 4 14 , 4^3-42.4= 52.7; III, 87-91, 164, 350-352-, 354, 376, 377, 379,
442-443, 456-457; V, 73, III, 13 8 , 13 9 , 1 4 1 , 245, 246, 259 {las cursivas fi­
guran en el original}.
78. Ibidem, i, 3 1 1 ; 11, 363; ii i, 13 9 , 356; V, 76; v ii, 1 1 .
La crisis del derecho natural moderno: Burke 391

Fue a la luz de esta vieja disputa que Burke definió sus


principales tomas de posición en el campo de la política: a
no sólo su toma de posición en contra de la Revolución
francesa, sino también su toma de posición a favor de los I
colonos americanos. En ambos casos, los líderes políticos 1
a los que se enfrentaba Burke insistían en determinados
derechos: el gobierno inglés insistía en los derechos de so­
beranía y los revolucionarios franceses insistían en los de­
rechos del hombre. En ambos casos, Burke procedió exac­
tamente del mismo modo: no cuestionó tanto los derechos
cuanto la sabiduría inherente al ejercicio de dichos dere­
chos. En ambos casos trató asimismo de restablecer el
punto de vista genuinamente político frente a un punto de
vista legalista. En su opinión, el planteamiento legalista
era una forma de «especulativismo», como también lo
eran los planteamientos del historiador, del metafísico, del
teólogo y del matemático. Todos estos acercamientos a los
asuntos políticos tienen en común una característica: que no
se hallan bajo el control de la prudencia, la virtud que
controla toda práctica. Cualesquiera que sean las conside­
raciones pertinentes en torno a la propiedad del uso que
hace Burke de este concepto, pero baste decir aquí que, al
juzgar a los líderes políticos a los que se enfrentó en las i
dos acciones más importantes de su vida, atribuyó la falta
de prudencia de éstos no tanto a la pasión como a la intru­
sión del espíritu teórico en el campo de la política.79
Se ha dicho a menudo que, en nombre de la historia,
Burke atacó las teorías que prevalecían en su época.
Como se verá más adelante, esta interpretación no es del
todo injustificada. Sin embargo, para poder comprender
su limitada corrección, debemos tener en cuenta el si-

79. Ibidem, 1, 257, 278-279, 402-403, 4 3 1, 4 32, 435, 479-480; 11, 7, 25-30,
52, 300, 304; I I I lé ; V , 295; V I I , 1 6 1 ; V i l i , 8-9; véase también Ernest Barker,
Essays on Government, Oxford, 19 4 5 , P- 2 2 1.
392., Capítulo VI

guíente hecho: lo que, a los ojos de las generaciones poste­


riores a Burke, parecía una recuperación de la historia,
por no decir el descubrimiento de la misma, era en esencia
un retorno a la noción tradicional de las limitaciones bási­
cas de la teoría frente a la práctica o la prudencia.
En su forma más pura, el «especulativismo» se traduci­
ría en la noción de que toda la luz que requiere la práctica
viene dada por la teoría o la filosofía o la ciencia. Opo­
niéndose a esta noción, Burke afirma que la teoría es insu­
ficiente como guía de la práctica y que, de hecho, tiende
en esencia a guiarla erróneamente.^® La práctica, y por
consiguiente la sabiduría práctica o la prudencia, se dis­
tinguen de la teoría, en primer lugar, por el hecho de que
se ocupan de lo concreto y lo alterable, mientras que la
teoría se ocupa de lo universal y lo inalterable. La teoría
«que se ocupa del hombre y los asuntos humanos» se
vuelca ante todo en los principios de la moralidad, así
como «los principios de la verdadera política, tque] son
los mismos de la moralidad pero aumentados», o lo que es
lo mismo, los «fines adecuados del gobierno». Conocer
los fines adecuados del gobierno no significa saber nada
en absoluto acerca de cómo y hasta qué punto pueden
cumplirse dichos fines aquí y ahora^ bajo las específicas
circunstancias del presente, las fijas y las transitorias.
Y son las circunstancias las que confieren «a todo princi­
pio político su carácter peculiar y su efecto discriminato­
rio». La libertad política, por ejemplo, puede ser una ben­
dición o una maldición, según las circunstancias. «La cien­
cia de la construcción de una comunidad, o de la renova­
ción de la misma, o de su reforma», a diferencia del cono­
cimiento de los principios políticos, es por tanto una
«ciencia experimental que no debe enseñarse a priori». La

8o. Works, I , 259, 2 7 0 -2 7 1, 376; I I, 25-26, 306, 334 -335. 552.; n i, i i o ; v i,


14 8; Letters, p. 1 3 1 .
La crisis del derecho natural moderno: Burke 39 3

teoría, por consiguiente, se ocupa no sólo de los verdaderos


fines del gobierno, sino también de los medios que permi­
ten alcanzar dichos fines. Pero apenas si existe ninguna re­
gla universalmente válida aplicable a dichos medios. A ve­
ces, nos enfrentamos incluso «a la atroz exigencia por la
cual la moralidad se somete a la suspención de sus propias
reglas por salvaguardar sus propios principios».Puesto
que son numerosas las reglas de este tipo que resultan sen­
satas en la mayoría de los casos, dichas reglas poseen una
plausibilidad que es indudablemente engañosa en aquellos
raros casos en los que su aplicación resultaría fatal. Estas
reglas no se avienen fácilmente con el azar, «al que los espe­
culadores rara vez atribuyen de buen grado la gran impor­
tancia de la que sin duda disfruta por derecho propip en to­
dos los asuntos humanos». Al menospreciar el poder del
azar y, por consiguiente, olvidar que «quizás el único deber
moral que con alguna certeza tenemos en nuestras manos
es el cuidado de nuestro propio tiempo [...] no hablan
como políticos, sino como profetas». El interés por lo uni­
versal o lo general tiende a originar una suerte de ceguera
hacia lo peculiar y lo único. Las reglas políticas derivadas
de la experiencia expresan las lecciones extraídas de lo que
ha. funcionado o fracasado hasta,el presente y son, por tan­
to, inaplicables a las nuevas situaciones. Estas surgen a ve­
ces como reacción a las mismas reglas que la experiencia
previa -hasta entonces nunca contradecida- había procla­
mado universalmente válidas: el hombre es imaginativo
para bien y para mal. Así, puede ocurrir que «la experien­
cia basada en otros datos [distintos a las circunstancias ac­
tuales del caso] sea la más engañosa de todas las cosas».^~

8 1. Works, I, 18 5 , 3 12 , 456; I I , 7-8, 282-283, 333, 358, 406, 426 -4 27,,4 31,
520, 533, 542-543, 549; I I I , 15 - 16 , 36, 8 1, l o i , 350, 4 3 1-4 3 2 , 452; V , 158 ,
2 16 ; V I , 19 , 24, 1 1 4 , 4 7 1; V I I , 93-94, l O I .
82. Ibidem, 1, 277-278, 3 1 2 , 365; 11, 372, 374-375. 3 ^3; m . ^5'W ; V. 7^,
153-154.257-
394 Capítulo VI

De esto se sigue que la historia posee un valor muy limi­


tado. De la historia es posible «adquirir mucha sabiduría
política», pero sólo «como hábito, no como precepto».
La historia es susceptible de desviar el entendimiento del
hombre «de la empresa que tiene ante sí» a engañosas
analogías, y los hombres tienen una inclinación natural a
sucumbir a esta tentación. Desde luego requiere un esfuer­
zo mucho más grande articular una situación nunca hasta
entonces articulada y trazar su peculiar carácter que inter­
pretarla a la luz de situaciones anteriormente articuladas.
«He observado de forma constante -afirm a Burke- que el
común de los hombres arrastra un atraso de cincuenta
años, por lo menos, en sus ideas políticas [...] en los libros
todo ha sido fijado para ellos, sin necesidad de ejercitar en
grado considerable la diligencia o la sagacidad.» Esto no
impide que el político necesite en ocasiones recurrir a la his­
toria por el bien de «la empresa que tiene ante sí». La razón
y el sentido común son absolutamente prescriptibles, por
ejemplo, «siempre que nos veamos envueltos en dificultades
derivadas de las medidas que hemos tomado, de tal suerte
que se haga necesaria una estricta revisión de dichas medi­
das» o que sea preciso «adentrarse en los más prolijos deta­
lles históricos». La historia tiene en com^ún con la sabiduría
práctica el hecho de que ambas se ocupan de lo concreto, y
tiene en común con la teoría que los objetos de la historia,
es decir, las acciones pasadas o transacciones (acta) no son
objetos de acción propiamente dichos {agenda)., es decir, co­
sas que tenemos que hacer ahora. Así pues, la historia, o la
«sabiduría retrospectiva», crea la ilusión de que podría
«servir admirablemente para zanjar la vieja disputa que en­
frenta a la especulación y la práctica».
Otra de las formas utilizadas por el hombre para eludir
los escollos inherentes a la articulación y resolución de si-

83. Ibidem, i, 3 1 1 , 384-385; 11, 25; lil, 456-457; v, 258.


La crisis dei derecho natural moderno: Burke 395

tuaciones difíciles es el legalismo. En ocasiones, actúan so­


bre la asunción de que Ias cuestiones políticas propiamente
dichas -que, como tales, tienen que ver con el aquí y aho­
ra - encuentran plena respuesta por vía de la ley que, como
tal, tiene que ver con los universales. Es con la vista puesta
en esta diferencia entre lo prudencial y lo legal que Burke
califica a veces el planteamiento legal de «especulativo» o
«metafísico». Burke opone al carácter «limitado y fijo» de
lo legal -que se «adapta a las ocasiones ordinarias»- lo
prudencial, timonel con el que cuenta el hombre «ante la
emergencia de un nuevo y conturbado p a n o r a m a » .
La teoría es, por consiguiente, capaz de una simplici­
dad, uniformidad o exactitud de la que por fuerza carece
la sabiduría práctica. Es característico de ja teoría que
contempla al hombre y a los asuntos humanos que se ocu­
pe en primera instancia del mejor orden o el orden simple­
mente justo, o bien del estado de naturaleza. En ambas
formas, la teoría se ocupa en primer lugar del caso más
sencillo. Este caso sencillo jamás se da en la práctica. Nin­
gún orden real es simplemente justo, y todo orden social
se distingue en esencia del estado de naturaleza. Por tanto,
la sabiduría práctica siempre tiene que ver con excepcio­
nes, modificaciones, equilibrios, compromisos o híbridos.
«Estos derechos metafísicos que irrumpen en la vida co­
mún como rayos de luz que penetran en un medio denso
son, por las leyes de la naturaleza, refractados de su línea
recta.» Toda vez que «los objetos de la sociedad son obje­
tos de la máxima complejidad posible, los derechos primi­
tivos del hombre « no pueden permanecer» en la simplici­
dad de su camino original y «en la medida en que [estos
derechos] son metafísicamente verdaderos, resultan moral
y políticamente falsos». La sabiduría práctica, al contra­
rio de la teoría, requiere por consiguiente «la más delica-

84. Ibidem , i, 199, 406-407, 4 31-4 3 2 ; ii, 7, 25, 28; v , 295.


XJUkM^^ '--"-^d. Ca. ^2^ . L ^ ,^ .€ vláJ<„
39 6 ( Capítulo VI I ^

da y compleja habilidad», una habilidad que sólo puede


ser fruto de una larga y variada prácticaT^
Por otra parte, Burke califica la teoría de «sutil» o «re­
finada» y ve en la simplicidad o llaneza una característica
esencial de la política sana: «La política refinada siempre
ha sido germen de confusión». Las necesidades a las que
debe proveer la sociedad y los deberes con los que debe
cumplir son, podría decirse, de todos conocidos a través
de los sentimientos y la conciencia de cada uno. La teoría
política plantea la cuestión de la mejor solución al proble­
ma político. A este efecto, por no hablar de otros, tras­
ciende los límites de la experiencia común: es «refinada».
El hombre con tacto civil no es sino vagamente consciente
de cuál es la mejor solución, pero en cambio es plenamen­
te consciente de cuál es la modificación a la mejor solu­
ción que más se adapta a las circunstancias presentes. Por
emplear un ejemplo de la actualidad, podríamos decir que
es consciente del hecho de que en el mundo de hoy sólo
tiene cabida «una cultura más amplia, si bien más sim­
ple».®^ La claridad necesaria para la acción cabal no nece­
sariamente queda realzada por una mayor claridad res­
pecto a la mejor solución ni por una mayor claridad
teórica ni de ninguna otra clase: la diáfana luz que ilumi­
na la torre de marfil o -para el caso lo mismo da- el labo­
ratorio oscurece las cosas políticas porque afecta el medio
en el que existen. Puede ser precisa «la más delicada y
compleja habilidad» para concebir una política suficiente­
mente acorde con los fines del gobierno en una situación
determinada, pero dicha política estará abocada al fraca­
so si el pueblo no logra ver en ella un fondo de sensatez: la
«política refinada» conduce a la destrucción de la con-

85. Ibidem, 1, 257, 336 -337 , 408, 4 33, 500-501; 11, 29-30. 333*335. 437*
438, 454-455. 515; iii.26; V , 15 8 ; V I , 1 3 2 - 1 3 3 .
86. Winston S. Churchill, Blood, Sweat and Tears, Nueva York, 19 4 1, p. 18.
La crisis del derecho natural moderno: Burke 397

fianza y, por tanto, de la plena obediencia. La política


debe ser «llana» en lo tocante a «los fundamentos políti­
cos más amplios», aunque no es necesario que «el funda­
mento de una medida concreta que forma parte de un
plan» se adapte «a la vulgar capacidad de aquellos que
habrán de disfrutar de dicha medida». De hecho, ni tan si­
quiera es necesario que dicha base les sea comunicada,
puesto que, «en lo fundamental, los menos inquisitivos»
pueden y deben estar, en virtud de «sus sentimientos y ex­
periencia, a la altura de los más sabios e instruidos».®7
Además, la práctica implica cierto vínculo con lo parti­
cular o, para ser más precisos, con «lo propio» (el propio
país, el propio pueblo, el propio grupo religioso, etc.),
mientras que la teoría carece de dicho vínculo. Mantener
un vínculo con algo significa cuidar de ese algo, ocuparse
de él, verse afectado por él o tener algún tipo de interés en
él. Las cuestiones prácticas, a diferencia de las teóricas,
«resultan muy afines a los asuntos y al corazón de los
hombres». El teórico como tal no siente mayor interés por
su propio caso ni por el caso de su propio grupo que
por cualquier otro. Se muestra imparcial y neutral, por no
decir «frío y lánguido». «Los especuladores deberían ser
, neutrales. El sacerdote no puede serlo.» El hombre de ac­
ción es obligado y legítimamente parcial en lo tocante a
todo lo suyo o lo propio. Es su deber tomar partido. Bur­
ke no dice que el teórico deba abstenerse de hacer «juicios
de valor», pero sí que, en cuanto teórico, es un mercenario
al servicio de la excelencia, no importa cuándo ni dónde
se encuentre ésta. Siempre preferirá lo bueno a lo que le es
propio. El hombre de acción, por el contrario, se ocupa en
primer lugar de lo que es suyo, de lo que le es más cercano
y querido, por muy deficiente que resulte en materia de

87. Works, I, 337, 428-429, 435, 454, 489; II, 26, 30, 304, 358, 542; iii,
1 1 2 , 4 4 1; V , 227, 278; V I , 2 1, 24; V I I , 349.
398 Capítulo vi

excelencia. El horizonte de la práctica es por fuerza más


estrecho que el de la teoría. Porque ensancha miras, y de
este modo saca a la luz las limitaciones de toda finalidad
práctica, la teoría es susceptible de poner en peligro la to­
tal consagración a la práctica.
Si la práctica carece de la libertad que disfruta la teoría
es también porque no puede esperar: «Debemos someter
[...] los asuntos al paso del tiempo». El pensamiento prác­
tico se desarrolla con la vista puesta en un plazo final, por
lo que se ocupa en mayor medida de lo más inminente que
de lo más idóneo. Carece de la desenvoltura y la ociosi­
dad de la teoría. No consiente que el hombre «eluda una
opinión» o suspenda su juicio. Por tanto, debe resignarse
con un grado de claridad o certeza inferior al del pensa­
miento teórico. Toda «decisión» teórica es reversible,
mientras que las acciones son irreversibles. La teoría pue­
de y debe partir de cero una y otra vez. El hecho mismo de
que nos preguntemos cuál es el mejor orden social signifi­
ca que «planteamos ciertas cuestiones [...] sobre la su­
puesta decadencia de la constitución», es decir, hacemos
algo que, según el pensamiento práctico, denotaría un
«mal hábito». A diferencia de la teoría, la práctica se halla
limitada por las decisiones pretéritas y, en consecuencia,
por lo establecido. En los asuntos humanos, la posesión
adquiere rango de título, mientras que en los asuntos teó­
ricos no existe presunción alguna a favor de la noción ge­
neralmente aceptada. ^9
Porque pertenece esencialmente al ámbito de «lo priva­
do», la especulación se ocupa de la verdad sin considera­
ciones de ninguna clase respecto a la opinión pública.

88. Ibidem, i, 18 5 -18 6 , 324, 5 0 1; 11, 29, 12 0 , 280 -281, 548; ili, 379-380;
V I, 226; V I H , 458.
89. Ibidem, i, 87, 19 3, 32 3, 336, 405; 11, 26, 427-428, 548, 552; v i, 19 ; v ii,
12 7 .
La crisis del derecho natural moderno: Burke ' 399

Pero, en primer término, las «medidas nacionales» o los


«problemas políticos no guardan relación con la verdad o
la falsedad, sino con el bien o el mal». Se hallan relaciona­
dos con la paz y la «mutua conveniencia», y el tratamien­
to satisfactorio de los mismos requiere «absoluta confian­
za», consentimiento, acuerdo y compromiso. La acción
política requiere «una gestión juiciosa del carácter del
pueblo». Incluso cuando establece «la dirección [...] en la
que debe apuntar el común sentir de la comunidad», tiene
la obligación de «seguir [...] la inclinación pública». Al
margen de lo que uno pueda pensar del «valor abstracto
de la voz del pueblo [...] la opinión, el gran sostén del Es­
tado, [depende] por completo de dicha voz». Por tanto,
puede ocurrir perfectamente que algo metafísicamente
verdadero sea políticamente falso. «Las qjpiniones asenta­
das, las opiniones consentidas que tanto contribííyen a la
tranquilidad pública», no deben ser puestas en tela de jui­
cio, aunque tampoco son «infalibles». Los prejuicios de­
ben ser «apaciguados». La vida política exige que los
principios fundamentales propiamente dichos -que,
como tales, trascienden la constitución establecida- se
mantengan en un estado latente. Las soluciones de conti­
nuidad temporales deben mantenerse «apartadas de la
vista» o bajo un «grueso velo político». «Existe un velo
sagrado que cubre los comienzos de todo gobierno.» Si la
especulación es «innovación», si las «aguas» de la ciencia
deben «ser agitadas para que salgan a flote sus virtudes»,
la práctica, por el contrario, debe mantenerse tan cerca
como le sea posible de lo anterior, el modelo, la tradición:
«la costumbre inveterada [...] es el gran pilar sobre el que
descansan todos los gobiernos del mundo». La sociedad
se alza, en efecto, sobre la base del consentimiento. Sin
embargo, no es posible alcanzar el consentimiento sólo
por medio del razonamiento -ni, en concreto, por el mero
cálculo de las ventajas que reporta el hecho de vivir en co­
400 ■ Capítulo VI

munidad, cálculo que se puede realizar en un breve lapso


de tiempo- sino que resulta imprescindible ponderar los
hábitos y prejuicios que sólo se desarrollan a lo largo de
dilatados períodos de tiempo. Si la teoría rechaza el error,
el prejuicio y la superstición, el estadista en cambio se sir­
ve de ellos.9°
La intrusión de la teoría en la política tiende a ejercer
un efecto desestabilizador e inflamatorio. Ningún orden
social real es perfecto, y las «indagaciones especulativas»
no pueden sino sacar a la luz el carácter imperfecto del or­
den establecido. Si dichas indagaciones son introducidas
en la discusión política -que por fuerza carece de «la frial­
dad de la indagación filosófica»-, es de esperar que «des­
pierten el descontento popular» hacia el orden estableci­
do, descontento que puede hacer imposible toda reforma
racional. Los problemas teóricos más legítimos se con­
vierten, una vez pasan a la arena política, en «cuestiones
vejatorias» que fomentan el «espíritu de litigio» y el «fa­
natismo». Las consideraciones que trascienden «los argu­
mentos de los Estados y reinos» deben dejarse «en manos
de las escuelas, pues sólo allí podrán ser discutidas sin te­
mor» . 9 ^
Como puede deducirse de lo dicho hasta aquí,.Burke no
se conforma con la defensa de la sabiduría práctica frente
a la invasión de la ciencia teórica sino que, al menospre­
ciar la teoría, y en especial la metafísica, provoca una rup­
tura con la tradición aristotélica. A menudo utiliza los tér­
minos «metafísica» y «metafísico» en sentido despectivo.
Esta utilización tiene mucho que ver con el hecho de que

90 . Ibidem, 1, 87, 1 9 0 , 2 5 7 , 2 8 0 , 3 0 7 , 3 5 2 , 3 7 5 , 4 3 1 - 4 3 2 , 4 7 1 , 4 7 3 , 4 8 3 ,
349 . 4 2 9 - 4 3 0 ,
4 8 9 , 4 9 2 , 5 0 2 ; II, 2 7 - 2 9 , 3 3 - 3 4 , 4 4 , 2 9 2 - 2 9 3 , 3 0 6 , 3 3 5 - 3 3 6 ,
4 3 9 ; I I I , 3 9 - 4 0 , 8 1 , 1 0 9 - 1 0 ; V, 2 3 0 ; V I, 9 8 , 2 4 3 , 3 0 6 - 3 0 7 ; V I I , 4 4 - 4 8 , 5 9 - 6 0 ,
1 9 0 ; VIII, 2 7 4 ; Letters, pp . 2 9 9 - 3 0 0 .
91. Works, I, 2 5 9 - 2 6 0 , 2 7 0 - 2 7 1 , 4 3 2 ; II, 2 8 - 2 9 , 3 3 1 ; III, 1 2 , 1 6 , 2 5 , 3 9 , 8 1 ,
9 8 - 9 9 , 1 0 4 , 1 0 6 ; VI, 1 3 2 .
La crisis del derecho natural moderno: Burke (40T

Burke considerara la filosofía natural de Aristóteles «in­


digna de él», mientras que la física epicúrea le parece «la
más cercana al pensamiento racional».^^
Existe una relación entre las críticas vertidas por Burke
contra la metafísica y las tendencias escépticas de dos de
sus contemporáneos, Elume y Rousseau, cuando menos
en la medida en que la distinción realizada por Burke en­
tre teoría y práctica nada tiene que ver con la de Aristóte­
les, puesto que no se basa en la clara convicción de la ab­
soluta superioridad de la teoría o de la vida teórica.
Para apuntalar esta aseveración no tenemos que basar­
nos exclusivamente en una impresión general derivada del
uso lingüístico de Burke y el talante de su pensamiento. En
. su único ensayo publicado, A F hilosophical In qu iry into
the O rigin o f O u r Ideas o ft h e Sublim e and Beautiful, Bur­
ke emplea un tono alejado de la polémica para ponderar
las limitaciones de la ciencia teórica: «Basta que avance­
mos un solo paso más allá de las cualidades sensitivas in­
mediatas de las cosas para que desaparezca la tierra bajo
nuestros pies. Todo lo que hagamos a continuación no
será sino un débil forcejeo que demostrará que nos halla­
mos en un elemento del todo ajeno a nosotros». Nuestro
conocimiento de los fenómenos corporales y mentales se
limita a su modo de funcionamiento, al «cómo», y jamás
nos permitirá acceder al «porqué». El título mismo de su
indagación filosófica pone de manifiesto el origen genealó­
gico del único esfuerzo teórico realizado por Burke: en sus
páginas se encuentran reminiscencias de Locke y de Hume,
al que conocía personalmente. Con respecto a Locke,
Burke afirma que «la autoridad de este gran hombre es
sin duda la más grande a la que pueda aspirar cualquier
hombre». La tesis más importante de Sublim e and Beauti­
fu l se halla en perfecta sintonía con el sensualismo británi-

92. Ibidem, v i, 250 -251.


40Z; Capítulo VI

— ----

co y en clara oposición a los clásicos. Burke niega que exis­


ta una conexión entre la belleza, por un lado, y la propor­
ción, la virtud, la conveniencia, el orden, la aptitud y cual­
quier otra de las «criaturas del entendimiento», por otro.
Esto equivale a decir que Burke se niega a contemplar la be­
lleza visible o sensible a la luz de la belleza intelectual.93
La emancipación de la belleza sensible del sometimien­
to a la belleza intelectual que tradicionalmente se le ha
atribuido anticipa o acompaña cierta emancipación del
sentimiento y el instinto con respecto a la razón, es decir,
cierta depreciación de la razón. En esta novedosa actitud
hacia la razón se halla la explicación al trasfondo anticlá­
sico de las observaciones de Burke respecto a la diferencia
entre teoría y práctica. Su oposición al «racionalismo»
moderno deriva de forma casi imperceptible hacia una
oposición al «racionalismo» en sí.94 Lo que afirma acerca
de las deficiencias de la razón es, desde luego, parcialmen­
te tradicional. En ocasiones, no va más allá de despreciar
el juicio del individuo a favor del «juicio de la raza huma­
na», la sabiduría de «la especie» o «el ancestral y perma­
nente sentido de humanidad», es decir, el consensus gen-
tium. Otras veces, en cambio, no va más allá de despre­
ciar la experiencia que el individuo puede adquirir a favor
de la mucho más profunda y variada experiencia de «una
larga sucesión de generaciones» o de «la razón acumulada
a lo largo de varias eras » . 95 El elemento novedoso que

93. Ibidem, i, 1 1 4 ss., 12 2 , 12 9 , 1 3 1 , 14 3 -14 4 , 15 5 ; 11, 4 4 1; v i, 98.


94. En Lo sublime y lo bello, Burke afirma que «nuestros jardines, cuando
menos, ratifican nuestra incipiente impresión de que las ideas matemáticas no
pueden darnos la verdadera medida de la belleza» y añade que esta perspecti­
va equivocada «nació de la teoría platónica de la idoneidad y la aptitud»
{Works, I , 122). En sus Reflexions on the Revolution in France, compara ios
revolucionarios franceses con los «jardineros ornamentales» galos (Works,
I I , 4 13 ). Véase Works, 11, 306, 308; i, 280.
95. Ibidem, 11, 359, 364, 367, 4 35, 440; v i, 14 6 -14 7.
La crisis del derecho natural moderno: Burke 403

subyace a la crítica a la razón de Burke sale a relucir con


mayor claridad en la que es su más importante consecuen­
cia práctica: frente a la idea de que las constituciones se
pueden «hacer», Burke sostiene que deben «crecer». Esto
equivale a decirque rechaza, en concreto, la idea de que el
mejor orden social puede ser o debería ser la obra de un
individuo, de un «legislador» o «fundador» dotado de
gran sabiduría.
Para mejor entender este punto conviene contrastar la
noción que tenía Burke de la constitución británica - a
la que consideraba sencillamente insuperable- con la no­
ción clásica de la mejor constitución. Según los clásicos, la
mejor constitución es un artificio de la razón, es decir, de
la actividad consciente o planificada de un individuo o de
unos pocos individuos. Es afín a la naturaleza, o es un or­
den natural, en la medida en que cumple en mayor grado
que ningún otro orden los requisitos de perfección de la
naturaleza humana, es decir, porque su estructura imita el
modelo de la naturaleza. Pero no es natural en lo que ata­
ñe a su génesis: es fruto del diseño, la planificación y la
elaboración consciente. No se hace realidad por medio de
un proceso natural ni por la imitación de un proceso natu­
ral. La mejor constitución es la que persigue un amplio
abanico de fines que se hallan relacionados entre sí por
naturaleza, de tal forma que uno de estos fines desempeña
la función de fin supremo. La mejor constitución se halla,
por tanto, específicamente dirigida hacia ese único fin que

96. Friedricii von Gentz, el traductor al alemán de Reflections on the Revolu­


tion in France, afirma: «Konstitutionen können schlechterdings nicht ge­
macht werden, sie müssen sich, wie Natur-Werke, durch allmähliche Entwi­
cklung von selbst bilden [...] Die Wahrheit ist die kostbarste, vielleicht die
einzige wirklich neue (denn höchstens geahnt, aber nicht vollständig erkannt
wurde sie zuvor), um welche die französische Revolution die höhere Staats­
wissenschaft berichert hat» {Staatsschriften und Briefe, Munich, 19 2 1 , i,
344; las cursivas no figuran en el original).
404 Capítulo VI

es por naturaleza el más elevado de todos. Por otro lado,


según Burke, la mejor constitución es afín a la naturaleza
o es natural también - y sobre todo - no porque sea fruto
de la planificación sino porque es fruto de la imitación de
un proceso natural, es decir, porque se ha forjado sin la
orientación de la reflexión, de forma continua y lenta, por
no decir imperceptible, «a lo largo de un dilatado período
de tiempo y en virtud de una gran variedad de hechos for­
tuitos». Todas las «repúblicas recién concebidas y fabrica­
das» son forzosamente malas. Así pues, la mejor constitu­
ción no es la que «se elabora a partir de un plan coherente
o dotado de uniformidad», sino la que persigue «la mayor
variedad de fines posible». 97
Iríamos más allá de las palabras delpropio Burke si le
atribuyéramos la noción de que todo orden político sano
debe ser producto de la historia. Los factores que más
tarde habrían de recibir el calificativo de «históricos» se­
guían siendo para Burke «locales y accidentales». Lo que
habría de denominarse «proceso histórico» era todavía
para él sinónimo de causalidad accidental o causalidad
accidental modificada por la gestión prudencial de las
situaciones a medida que éstas van surgiendo. En conso­
nancia con lo dicho, Burke consideraba que el orden polí­
tico sano es, en última instancia, el resultado no delibera­
do de la causalidad accidental. Aplicaba a la producción
del orden político sano lo que la economía política mo­
derna había enseñado acerca de la producción de la pros­
peridad pública: el bien común es producto de un con­
junto de actividades que, en sí mismas, no se hallan
orientadas al bien común. Burke dio por bueno un princi­
pio de la economía política moderna que se halla diame­
tralmente opuesto al principio clásico según el cual «el
afán de lucro [...] este principio natural y razonable [...]

97. Works, II, 33, 9 1 , 305, 307-308, 439- 440; V , 14 8 , 253-254*


La crisis del derecho natural moderno: Burke 405

es la gran fuente de la prosperidad de todos los Esta- \(


dos».9^ El buen orden o lo racional es el resultado de
fuerzas que, por sí solas, no tienden al buen orden ni a lo
racional. Este principio fue aplicado por vez primera al Xf
sistema planetario y posteriormente al «sistema de necesi­
dades», es decir, a la e c o n o m í a .99 La aplicación de este
principio a la génesis del orden político sano fue uno de
los dos elementos más importantes del «descubrimiento»
de la historia. El otro elemento, igualmente importante,
surgió a raíz de la aplicación del mismo principio al con­
cepto de humanidad en el hombre. La humanidad del (AFaa
hombre pasó a ser entendida como una adquisición deri-
vada de la causalidad accidental. Esta perspectiva, cuya
exposición clásica se halla en el Discurso sobre la desi­
gualdad de Rousseau, llevó a la conclusión de que el
«proceso histórico» habría de culminar en un momento
absoluto: el momento en que el hombre, producto del
destino ciego, se convierte en el amo vidente de su destino
ai comprender por primera vez de una manera adecuada
lo que está bien y lo que está mal desde el punto de vista
político y moral. Esto llevó a una «revolución completa»,
una revolución que se extendió «incluso a la constitución
del espíritu humano». Burke niega la posibilidad de un
momento absoluto; el hombre jamás podrá convertirse en
el amo vidente de su destino; lo que el más sabio de los
individuos puede pensar por sí mismo siempre será infe­
rior a lo que ha sido producido «a lo largo de un dilatado

98. Ibidem, II , 33; V , 3 1 3 ; v i, 16 0; Letters, p. 270. Respecto a la coincidencia


ideológica de Burke con los «políticos económicos» modernos, véase en espe­
cial Works, I , 299, 462; I I , 93, 19 4, 3 5 1, 4 31-4 3 2 ; V , 89, 100, 12 4 , 3 2 1;
V I I I , 69. Una de las pocas lecciones que Burke parece haber extraído de la Re­
volución francesa es que el poder y la influencia no van necesariamente uni­
dos a la propiedad. Compárese Works, iii, 372, 456-457; v , 256, con v i,
3 18 ; véase también Barker, opus, cit., p. 159 .
99. Véase Hegel, Rechtsphilosophie, sec. 18 9, Zusatz.
4 o6 Capítulo VI

período de tiempo, y en virtud de una gran variedad de


hechos fortuitos». Niega, por tanto, si no la viabilidad, sí
al menos la legitimidad de una «revolución completa».
Todos los demás errores morales y políticos resultan casi
irrisorios en comparación con el error que subyace a la
Revolución francesa. Lejos de ser el momento absoluto,
la era de la Revolución francesa es «tal vez la menos ilus­
trada y la menos cualificada para legislar de todas las
épocas que han sido desde el nacimiento de la sociedad
civil». Uno se siente tentado a afirmar que es la era de la
perfecta inmoralidad. No la admiración, sino el desprecio
por el presente; no el desprecio, sino la admiración por
orden antiguo, y tal vez también por los tiempos de la ca­
ballería andante, tal es la actitud cabal: todo lo bueno es
heredado. Lo que se necesita no es la «jurisprudencia me­
tafísica» sino la «jurisprudencia histórica».^°° De esta
forma, Burke sienta las bases de la «escuela histórica».
Sin embargo, su férrea oposición a la Revolución france­
sa no debe hacernos olvidar el hecho de que, al impugnar
dicha revolución, recurre al mismo principio fundamen­
tal que yace en el fondo de los teoremas revolucionarios y
que es ajeno a todo el pensamiento anterior.
Huelga decir que Burke contempla la relación entre el
«afán de lucro» y la prosperidad, por un lado, y una
«gran variedad de hechos fortuitos» y un orden político
sano, por el otro, como parte del orden providencial; por­
que los procesos que no están guiados por la reflexión hu­
mana forman parte del orden providencial, los productos
de los mismos son infinitamente superiores en sabiduría a
los productos de la reflexión. Desde un punto de vista si­
milar, Kant ha interpretado las enseñanzas de Rousseau
en el Discurso sobre la desigualdad como una reivindica-

l o o . Works, I I , 348-349, 363; V I , 4 13 ; véase también Thomas W. Copeland,


Edm und Burke: Six Essays, Londres, 1950, p. 232.
La crisis del derecho natural moderno: Burke / 407

dòn de la ProvidendaX®^ Siguiendo esta línea de pensa­


miento, podría parecer que la idea de la historia -a l igual,
precisamente, que la economía política moderna—habría
surgido mediante una modificación de la tradicional
creencia en la Providencia. Esta modificación recibe por
lo general el nombre de «secularización». La «seculariza­
ción» es la «temporalización» de lo espiritual o eterno, el
intento de integrar lo eterno en un contexto temporal. En
otras palabras, la «secularización» presupone un cambio
radical del pensamiento, una transición de un plano inte­
lectual a otro completamente distinto. Este cambio radi­
cal aparece enmascarado en la emergencia de la filosofía o
la ciencia modernas. No se trata, en primera instancia, de
un cambio operado en el seno de la teología. Lo que se
presenta como la «secularización» de conceptos teológi­
cos deberá ser comprendido, en último análisis, como una
adaptación de la teología tradicional al ambiente intelec­
tual propiciado por la filosofía moderna o la ciencia, tan­
to natural como política. La «secularización» del entendi­
miento de la Providencia culmina en la noción de que los
caminos del Señor son escrutables para los hombres sufi­
cientemente iluminados. La tradición teológica reconocía
el carácter misterioso de la Providencia especialmente en
el hecho de que Dios utilice o consienta el mal para alcan­
zar sus buenos fines. Esto venía a confirmar que el hom­
bre no puede dejarse guiar por la providencia de Dios,
sino tan sólo por la ley de Dios, que simplemente prohíbe
al hombre actuar mal. En la medida en que el orden provi­
dencial pasó a ser contemplado como inteligible para el
hombre, y en la medida, por tanto, en que el mal pasó a
ser contemplado como algo evidentemente necesario o
útil, la prohibición de hacer el mal perdió su anterior fuer-

1 0 1 . Works, I I , 33, 307; V, 89, 100, 3 Z 1; Kant, Sämtliche Werke, ed. Karl
Vorländer, v in , 280.
408 Capítulo VI

za. Varias de las acciones que hasta entonces eran merece­


doras de condena por malas, pasaron a ser vistas como
buenas. Se rebajaron las metas de la acción humana, pero
la rebaja de dichas metas es precisamente lo que pretendía
la filosofía política moderna desde el primer momento.
A Burke le complacía pensar que la Revolución france­
sa era mala de principio a fin. La condenó de forma tan
contundente y absoluta como nosotros condenamos hoy_
la revolución comunista. Creía posible quFíaJRevdlución
francesa, abanderada de «una guerra contra todas las sec­
tas y religiones» resultara victoriosa, y que por tanto el es­
tado revolucionario pudiera perpetuarse «durante cientos
de años como una lacra sobre la Tierra». Creía posible,
por consiguiente, que la victoria de la Revolución france­
sa hubiera sido decretada por la Providencia. En conso­
nancia con su noción «secularizada» de la Providencia,
extrajo de ello la conclusión de que «si el sistema de Euro­
pa, incluidas sus leyes, maneras, religión y política» está
condenado a perecer, «aquellos que persistan en el empe­
ño de oponerse a esta poderosa corriente de los asuntos
humanos [...] no serán resueltos y firmes, sino perversos y
o b s t i n a d o s » . P o c o le falta para sugerir que oponerse a
una corriente de los asuntos humanos que es de todo pun­
to maligna resulta perverso si dicha corriente es lo bastan­
te poderosa; olvida la nobleza de la resistencia heroica.
No tiene en cuenta que, de una forma que ningún hombre
puede prever, la resistencia desesperada a los enemigos de
la humanidad, el «estruendo de las armas y el ondear de
una bandera», puede contribuir sustancialmente a mante­
ner vivo el recuerdo de la inmensa pérdida sufrida por la
humanidad, puede inspirar y fortalecer el deseo y la espe­
ranza en su recuperación, y puede convertirse en un mo­
delo a seguir para quienes prosiguen humildemente los

T02. TTT '■-rr- T..


L a crisis del derecho natural m oderno: Burke 409

trabajos de la humanidad en un valle de tinieblas y des­


trucción que parece no tener fin. Burke no lo tiene en
cuenta porque está demasiado seguro de que el hombre
puede saber si una causa perdida hoy está perdida para
siempre, o que el hombre puede comprender con suficien­
te claridad el significado de una exención providencial
frente a la ley moral. Corta es la distancia que media entre
este pensamiento de Burke y el reemplazo de la distinción
entre lo bueno y lo malo por la distinción entre lo progre­
sivo y lo retrógrado, o entre lo que está y lo que no está en
armonía con el proceso histórico. Nos hallamos cierta­
mente en los antípodas del pensamiento de Catón, que
osó abrazar una causa perdida.
Si bien es cierto que el «conservadurismo» de Burke se
halla en plena sintonía con el pensamiento clásico, no lo es
menos que su interpretación del espíritu conservador anti­
cipó una forma de abordar los asuntos humanos que resul­
ta incluso más ajena al pensamiento clásico que el propio
«radicalismo» propugnado por los teóricos de la Revolu­
ción francesa. La filosofía política o teoría política había
supuesto desde sus comienzos la búsqueda de la sociedad
civil tal como ésta debe ser. La teoría política de Burke es o
tiende a convertirse en una teoría de la constitución britá­
nica, es decir, un intento de «descubrir la sabiduría latente
que prevalece» en la misma. Cabría pensar que Burke se vio
obligado a comparar la constitución británica con un mo­
delo que la trascendiera para poder reconocer su sabiduría
intrínseca, y en cierto sentido eso es precisamente lo que
hizo: no se cansó de hablar del derecho natural que, como
tal, es anterior a la constitución británica. Pero también
afirmó que «la nuestra es una constitución prescriptiva,
una constitución cuya única fuente de autoridad es el he­
cho de haber existido desde tiempos inmemoriales», o que
la constitución británica reivindica y proclama las liberta-
410 Capítulo VI

pecial al pueblo de este reino, sin referencia alguna a nin­


gún otro derecho más general o anterior». La autoridad de
una constitución no puede descansar únicamente sobre la
prescripción, y por tanto el recurso a los derechos anterio­
res a la constitución -e s decir, a los derechos naturales- no
puede ser superfino a menos que la propia prescripción sea
suficiente garantía de bondad. Si el modelo es inherente al
proceso, se puede prescindir de los modelos trascendentes.
«Lo real y lo presente conforman lo racional.» Lo que po­
dría parecer una vuelta a la primigenia equiparación
del bien con lo ancestral es, de hecho, una anticipación del
pensamiento de Hegel.^°5
Como hemos apuntado antes, lo que más tarde habría
de quedar consignado como el descubrimiento de la histo­
ria fue en su origen más bien la recuperación de la distin­
ción entre teoría y práctica. Dicha distinción había queda­
do desdibujada por efecto del doctrinarismo de los siglos
XVII y XVIII, o lo que viene a ser lo mismo, por la noción
de que toda teoría se halla esencialmente al servicio de la
práctica [scientia propter potentiam). La recuperación de
la distinción entre teoría y práctica se vio alterada desde el
principio por el escepticismo respecto a la metafísica teóri­
ca, un escepticismo que culminó en la depreciación de la
teoría a favor de la práctica. En sintonía con estos antece­
dentes, la más elevada de todas las formas de práctica -la
fundación o formación de una sociedad política- pasó a
ser vista como un proceso cuasinatural sobre el cual la re­
flexión no ejercía control alguno, por lo que podía conver­
tirse en un tema puramente teórico. La teoría política dejó
así de ser una búsqueda de lo que «debe ser» para devenir
el entendimiento de lo que la práctica ha producido, o de
lo real. La teoría política dejó de ser «teóricamente prácti-

10 3 . Works, II, 306, 359, 4 43; III, l i o , iiz : V I, 14 6 ; Hegel, opus. cit., Vo-
(2jAp^^u¿X)^ : M c tt¿ ^ /tw k j^ ^ ^ ^ A jo

La crisis del derecho natural m oderno: Burke 4 11

ca» (es decii, deliberativa en un segundo análisis) para pa­


sar a ser puramente teórica en el sentido en que la metafísi­
ca (y la física) se consideraban puramente teóricas. Surgió
así una nueva clase de teoría, de metafísica, cuyo tema más
elevadíLL^^ acción humana y el producto de ésta en lu­
gar del todo, que no es en sentido alguno el objeto de la ac­
ción humana. Dentro del todo y de lo metafísico hacia lo
cual se orienta, la acción humana ocupa un lugar elevado
pero a la vez subordinado. En el momento en que la meta­
física pasó a contemplar la acción humana y el producto
de ésta como el fin hacia el cual se hallan orientados todos
los demás seres o procesos, adquirió el rango de filosofía
de la historia. La filosofía de la historia era ante todo teo­
ría -es decir, contemplación- de la práctica humana, en­
tendida ésta necesariamente como práctica humana aca­
bada. Ello implicaba que la acción humana significativa,
es decir, la historia, era un proceso acabado. Al convertirse
en el tema más elevado de la filosofía, la práctica dejó de
ser práctica en sentido estricto, es decir, en el interés por la
agenda. En la medida en que hoy ejercen una fuerte in­
fluencia sobre la opinión pública, los ataques contra el
pensamiento hegeliano protagonizados por Kierkegaard y
Nietzsche parecen así intentos de recuperar la posibilidad
de la práctica, es decir, de una vida humana dotada de un
futuro significativo e indeterminado. Pero estos intentos
contribuyeron a aumentar la confusión existente, puesto
que destruyeron -en la medida en que de ellos dependía­
la mismísima posibilidad de la teoría. El «doctrinarismo»
y el «existencialismo» se nos presentan como dos extre­
mos defectuosos. Aunque se oponen entre sí, coinciden en
un aspecto decisivo, coinciden en hacer caso omiso de la
prudencia, «el dios de este mundo i n f e r i o r ».^°4 La pruden­
cia y «este mundo inferior» no pueden ser debidamente
412. Capítulo VI

entendidos sin alguna noción del «mundo superior», es


decir, sin el concurso de la auténtica theoria.
Entre los grandes escritos teóricos del pasado, ninguno
parece encontrarse más cerca del espíritu manifestado por
Burke en sus observaciones sobre la constitución británica
que la obra de Cicerón D e re publica. La similitud resulta
más notable aún si tenemos en cuenta que Burke no pudo
haber conocido la obra maestra de Cicerón, puesto que
ésta no sería recuperada hasta el añO(í82o^Del mismo
modo que Burke contempla la constímcion británica
como el modelo a seguir. Cicerón sostiene que el mejor sis­
tema de gobierno es el de Roma. De ahí que optara por
describir el sistema de gobierno de Roma en lugar de in­
ventar uno nuevo, como había hecho Sócrates en la Repú­
blica de Platón. Contempladas individualmente, las pos­
turas de Burke y Cicerón se hallan en perfecta sintonía
con los principios clásicos: siendo que el mejor sistema de
gobierno es esencialmente «posible», pudo haber deveni­
do realidad en algún lugar y en algún momento de la his­
toria. Conviene señalar, no obstante, que mientras Burke
daba por sentado que la constitución modélica era una
realidad en su propia época. Cicerón creía que el mejor
sistema de gobierno había sido realidad en el pasado pero
ya no lo era. Ante todo. Cicerón dejó perfectamente claro
que las características del mejor sistema de gobierno pue­
den determinarse sin tener en cuenta ningún ejemplo, y
muy en especial el ejemplo de Roma. En el aspecto en
cuestión, no existe diferencia alguna, concretamente, en­
tre Cicerón y Platón. Este último empezó a escribir bajo el
título de Critias la segunda parte de la República y en ella
se propuso demostrar que el sistema de gobierno «inven­
tado» de la República había sido realidad en el pasado
ateniense. Más relevante parece la coincidencia entre Bur­
ke y Cicerón que a continuación se describe: del mismo
modo que Burke atribuía la excelencia de la constitución
La crisis del derecho natural m oderno: Burke 4 13

británica al hecho de haberse forjado ésta «a lo largo de


un dilatado período de tiempo» y, por consiguiente, de en­
carnar «la razón acumulada a lo largo de varias eras», Ci­
cerón atribuía la superioridad del sistema de gobierno ro­
mano al hecho de que no fuera la obra de un hombre ni de
una generación, sino de muchos hombres y muchas gene­
raciones. Cicerón habla de «un camino natural» para re­
ferirse a la forma en que el orden de Roma se fue desarro­
llando hasta convertirse en el mejor de los sistemas de
gobierno. Sin embargo, «la sola idea de la fabricación
de un nuevo gobierno» no llenaba a Cicerón, como sí
ocurría con Burke, «de repugnancia y horror». S i bien Ci­
cerón prefirió el sistema de gobierno romano, que era la
obra de muchos hombres y muchas generaciones, al siste­
ma de gobierno espartano, que era la obra de un solo
hombre, no negó la respetabilidad del sistema político es­
partano. En su presentación de los orígenes del sistema de ( 5
gobierno romano, Rómulo aparece retratado casi como el " I
homólogo de Licurgo. Cicerón no abandonó la noción de
que las sociedades civiles son fundadas por individuos
de condición superior. Frente al azar, Cicerón opone «el ^
consejo y el entrenamiento» como el verdadero «camino
natural» que condujo a la perfección el sistema de gobier­
no romano. No concibe dicho «camino natural» como
una serie de procesos no guiados por la r e f l e x i ó n .
Burke se enfrentó a los clásicos en lo tocante a la géne­
sis del orden social sano porque no coincidía con ellos en
cuanto al carácter de dicho orden social. Desde su punto
de vista, el orden social o político sano no debe «cons­
tituirse a partir de un plan coherente ni dotado de unifor­
midad» porque tales procedimientos «sistemáticos», tal

10 5 . Cicerón, De repú blica, i, 3 1- 3 2 , 34, 7 0 -7 1; ii, 2-3, 1 5 , 1 7 , 2 1-2 2 , 30,


3 7 , 5 1- 5 2 , 66; V, 2; Officiis, I, 76. Véase también Polibio VI, iv , 1 3 ; ix. 10 ; x.
1 2 - 1 4 ; XLVIII, 2.
414 Capítulo VI

«presunción de sabiduría en los artificios humanos» sería


incompatible con el grado más elevado posible de «liber­
tad personal». El Estado debe perseguir «la mayor varie­
dad de fines» y evitar en la medida de lo posible «sacrifi­
car uno de ellos a favor de otro o del conjunto». Debe
ocuparse de mantener la «individualidad» o tener en la
más elevada consideración «el sentimiento y el interés in­
dividuales». Es por este motivo que la génesis del orden
social sano no debe ser un proceso guiado por la re­
flexión, sino que debe acercarse lo más posible a un proce­
so natural, imperceptible: lo natural és el individuo, y lo
universal es una criatura del entendimiento. La naturali­
dad y el libre florecimiento de la individualidad son una y
la misma cosa. De ahí que el libre desarrollo de los indivi­
duos en su propia individualidad, lejos de conducir al
caos, tenga como resultado el mejor orden posible, un or­
den que no sólo es compatible con «alguna que otra irre­
gularidad de la masa en su conjunto» sino que incluso la
necesita. Existe belleza en la irregularidad: «El método y
la exactitud, el alma y la proporción, más que servir perju­
dican a la causa de la belleza».^°^ La disputa que enfrenta
a antiguos y modernos tiene a la larga, y quizás incluso
desde el principio, mucho que ver con la condición de «in­
dividualidad». El propio Burke estaba aún demasiado im­
buido del espíritu de la «sana Antigüedad» para consentir
que el interés por la individualidad superara el interés por
la virtud.

io 6. Works, 1, 117, 462; I I , 309; V , 253- 255.


415

índice

Ju stifica ció n ................................................................... ii


Prólogo: «La teoría política como épica»,
por Fernando V allespín ................................................ 13

Derecho natural e historia


Introducción................................................................... 31
CAPÍTULO I.
El derecho natural y su enfoque h istó ric o 41
CAPÍTULO II.
El derecho natural y la distinción
entre actos y valores................................................... 71
CAPÍTULO III.
El origen de la idea del derecho natural................. 12 3
CAPÍTULO IV.
El derecho natural c lá sic o ....................................... 169
CAPÍTULO V.
El derecho natural moderno..................................... 221
1. H o b b es....................................... .. ......................... 222
2. L o c k e ...................................................................... 265
CAPÍTULO VI.
La crisis del derecho natural m o d e rn o ................. 327
I. Rousseau .. ..XXXX 3 ^ 1 .............................. 32.7
•' 2 . B u rke................ 3 . d 1 ? ................................... 3 80

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