La Repudiada

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La

Repudiada nos lleva al corazón de Meah Shearim, el barrio de los


hasidim, los judíos ortodoxos de Jerusalén, para contarnos la historia de una
mujer joven repudiada por su marido por no haber podido darle un hijo. La
autora nos describe un retrato profundo y sensible de una mujer sometida a
un claustrofóbico integrismo que la obliga a cumplir resignadamente la ley en
nombre de Dios. La repudiada es una novela breve, y precisamente es en su
concisión en donde encuentra toda su fuerza y belleza dramáticas. Un
doliente testimonio lleno de poesía y de pasión destinado a mostrar a los
lectores la cara terrible del fanatismo religioso.

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Eliette Abécassis

La repudiada
ePub r1.0
Titivillus 23.04.15

ebookelo.com - Página 3
Título original: La répudiée
Eliette Abécassis, 2000
Traducción: Sacra Comorera García
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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A mi hermana Emmanuelle

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Capítulo 1

Hoy tengo veintiséis años. Pronto hará diez años que estoy casada con Natán. Mi
hermana Noemí tiene veintidós años. Es una chica menuda de largo cabello castaño,
cutis oliváceo y ojos casi oblicuos. Tiene veintidós años y ya le ha llegado la hora de
casarse. Pero ella no está enamorada de un hasid[1]. Ama a Jacob, que ha dejado
nuestro barrio, y lo ama desde que tenía dieciséis años. La hora de casarse ha llegado
y Jacob es el hombre con quien se quiere desposar, es él quien ha seducido su
corazón. Pero aquí no queremos saber nada de él porque se fue a cumplir el servicio
militar. El Rav[2] dice que es una abominación servir a este país, al que rechaza
nombrar, porque rechaza su existencia antes de la venida del Mesías.

Vivimos en Jerusalén pero de hecho no estamos. Estamos en otra parte. De hecho, no


estamos en ningún lugar. Vivimos en Meah Shearim, un barrio situado entre la ciudad
antigua y la ciudad nueva, de casas bajas, de patios entrelazados, entradas infinitas,
túneles confidenciales, pequeñas habitaciones, buhardillas o cavas, balcones de hierro
forjado, interiores, exteriores, enclaves secretos. Entren, mézclense con nosotros,
verán a los hasidim de paso apresurado en las yeshivás[3] donde estudian de noche, de
día y de noche. Entren pues, y vean a esos hombres con papillotes, levitas y barbas
negras. Entren con la cabeza cubierta, pero entren, ya que no se para de entrar aquí,
patio tras patio, pasillo tras pasillo, tienda y trastienda, entren pues, y salten al otro
lado del espejo de este país al que no se atreven a nombrar. Sin embargo, estamos en
el corazón de Israel, en el centro de Jerusalén, cerca de la puerta de Damas y del
barrio árabe del casco antiguo. Entren pues, y quizás poseerán el futuro, como
nosotros, si se animan, y quizás sabrán por qué el mundo fue creado. Pero es un
secreto que sólo pueden conocer aquellos que entran, juntos, arena y mar, en esta
vasta familia que es la nuestra. Entren pues, y vean: somos todos iguales con nuestra
ropa oscura, nuestro paso apresurado y, sobre todo, con nuestros ojos, estrellas
cansadas por noches y noches en vela.
Nuestros ojos, cuya mirada bajamos cuando se cruza con otra, han leído mucho y
saben que nuestra vida está en otra parte, en las pequeñas calles abarrotadas, en los
patios con plantas colocadas al tresbolillo, las callecitas estrechas formando largas
hileras. Cien puertas para nuestra fortaleza, que hay que estar preparado para abrir.
Aquí existen todavía los sastres, y los escribas escriben, y los carniceros sacrifican, y
los circuncisores cortan, y los peluqueros hacen pelucas, y los sombrereros y los
gorreros sombreros, pero no para enriquecerse, sino para alimentarse, para sobrevivir,

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porque somos pobres ante el Eterno. Entren pues, si quieren ver al hombre de negro.
Detrás de la puerta de su casa hay un rollo que besa. Bajo su ropa lleva un chal de
oraciones, en la cabeza, un sombrero, ante él, una dinastía, detrás de él, una cola de
hijos. Escondido por los pasillos y por las puertas secretas de su alma, así es el hasid.

Aquí, en nuestro país, no nos casamos por amor. Nos casamos gracias al alcahuete. El
amor aparece tras años de vida compartida, los hijos y todo lo cotidiano es lo que teje
lazos de unión entre las personas. Por eso nunca había visto a mi marido antes de la
boda. Pero en cuanto lo vi, en la carpa blanca de los esposos, el suelo tembló bajo mis
pies, su amor me prendió. No sabía si era el miedo o la emoción. Después comprendí:
el amor, para mí, fue nuestro primogénito.

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Capítulo 2

Todo había sido dispuesto por un alcahuete, que me dio una fotografía del hombre
con quien me iba a casar. Una o dos veces había hablado con él por teléfono.
Intercambiamos algunas palabras. Su voz era bonita, grave y profunda; su timbre
sensible. Del resto se ocupó José, el asistente del Rav. Sólo se necesitaron tres meses
para ultimarlo todo.

La sinagoga estaba llena de gente. En medio de la sala se había levantado una


carpa. Los hasidim, que llevaban sombreros y papillotes, entraban y salían. Algunos
tomaban asiento, esperaban. Otros rezaban, balanceándose a derecha y a izquierda.
Las mujeres no estaban visibles: permanecían de pie tras la celosía que las separaba
de los hombres. A mi prometido y a mí nos llevaron a la carpa.
Lo que primero conocí de su persona fueron unos dedos finos, curvos, que
pusieron la alianza en el mío. Después, vi unos labios que se mojaban en la copa de
vino que compartimos. Envolvieron un vaso en un pañuelo de cuello y el Rav lo
rompió de un pisotón, como es costumbre, en memoria de la destrucción del Templo.
Entonces me subí el velo blanco que tapaba mi cara y di siete vueltas alrededor de
mi esposo. Dirigí la mirada hacia él. Vi unos ojos de luz sombría, unos pómulos altos
y rojos, una boca pequeña y púrpura como la granada. Era alto y esbelto como un
cedro del Líbano. Era bello como la luna, brillante como el sol.
Todos callaron y se hizo el silencio. El Rav se levantó de su asiento y se situó en
el centro de la sinagoga. Tenía una barba gris larga y unos penetrantes ojos negros. Su
corpulencia había aumentado con la edad y no era muy alto; pero emanaba un aura tal
que, cuando entraba en un lugar, todas las miradas se dirigían hacia él y todos se
callaban.
—Cuando un hombre y una mujer se casan —dijo el Rav—, pueden por fin ser
considerados como miembros de pleno derecho de la comunidad. Porque el hombre
ha sido creado a imagen de Dios, es decir, es macho y hembra. Por eso el matrimonio
es un mandato divino, y el celibato un ataque a la imagen divina en el hombre. El
hombre puede llegar a completarse y alcanzar el más allá por el matrimonio, lo que le
permite sentir al Mesías. Tú, Natán, y tú, Raquel, esperamos de vosotros que tengáis
una descendencia numerosa, tan numerosa como las estrellas del cielo.
Así lo dijo el Rav durante mi matrimonio con Natán, mi esposo.

Después los hasidim se pusieron a bailar. En ciertos momentos, se elevaron gritos de

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fervor. Bailaban juntos, pegados unos a otros, ondulando sus cuerpos en locas
cadencias. A veces, uno de ellos se separaba del grupo y se movía solo, en medio del
círculo.
Una celosía separa los hombres de las mujeres. Nosotras, que estamos detrás
apretujadas unas contra otras, observamos a los hombres pero no bailamos. Veía sus
caras, oía los gritos que acompañaban los bailes, y la inquietud y la alegría que
expresaban. Mi mirada se mezclaba con las voces desnudas de sílabas; la melodía
danzaba, daba vueltas y cantaba, sin palabras, sin la traba de las palabras, y aquel
silencio envolvía mi silencio.
El hombre que bailaba delante de mí intentaba, con movimientos amplios y
lentos, fascinar a su compañero, hasta que acabaron por bailar juntos al mismo ritmo,
cada vez más deprisa, y yo miraba, y no podía separar mis ojos del hombre que
bailaba embriagado, del hombre que bailaba enloquecido: Natán, mi marido, con los
ojos cerrados, loco por el baile, deslumbrado por la Presencia, y yo lo miraba, y
estaba allí, siguiendo cada uno de sus movimientos, respirando cada uno de sus
suspiros y jadeando por éstos, uniéndome al ritmo de su cuerpo. Y él me miraba y yo
lo miraba mirarme, y me unía a él con el pensamiento, y estábamos unidos por el
baile para formar un solo cuerpo en la zozobra y sentir el aliento de Dios sobre
nosotros.

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Capítulo 3

Este cuarto es nuestra alcoba. Tenemos la habitación propiamente dicha, donde se


encuentran la cama de Natán, el armario, un sofá y un escritorio, y esta pequeña
alcoba, en la que he hecho mi nido. Me gusta este cuarto de piedras blancas que se
parece al muro del Templo.

Por la mañana, lo miro cuando se pone las medias negras, el pantalón negro, el
abrigo, lo miro cuando se ata los zapatos. Se pone el gran sombrero de fieltro y ya
está listo. A veces, procurando caminar detrás de él para no distraerlo, lo sigo hasta la
sinagoga. Me gusta ver el movimiento de su cuerpo, grave y decidido, de delante
hacia atrás, de atrás hacia delante. Me gusta verlo cuando se pone las filacterias. Me
gusta observarlo cuando lee la oración final, recitada a solas y en voz baja, con los
pies juntos y el cuerpo en dirección al Muro occidental. Me gusta cocinar para él. Me
gusta su manera de comer los platos que le he preparado, con apetito y
determinación. Conozco al detalle los pliegues de su boca. Conozco sus gustos: sé lo
que le agrada y lo que le disgusta. Sé que prefiere tomar café sin azúcar después de la
comida. Me gusta cuando conversa, comiendo, sobre ciertos textos estudiados esa
misma mañana o bien sobre la gente de nuestra comunidad. A veces lo observo tan
ávidamente que se estremece. Lo miro. Me observo en su mirada. Tengo los ojos de
color azul grisáceo, una frente grande estriada de finas arrugas y el pelo negro y
corto, que disimulo bajo un pañuelo. Cuando era pequeña, se rizaba en las puntas
como sus papillotes. Cuando me casé, empecé a ponerme un pañuelo. Las mujeres
casadas no deben gustar a otros hombres que no sean sus maridos. Por eso no
enseñan el pelo y se visten con sencillez. Mis pies van calzados con zapatos planos y
cerrados; mis piernas, ceñidas con medias gruesas, se esconden bajo mis largas
faldas. Rezo, preparo el Shabbat y cumplo con todas las leyes que conciernen a la
pureza ritual.
Mi marido estudia en la yeshivá, y yo trabajo con mi tío como contable. A través
del escaparate de la tienda de mi tío, veo a niños pasar sin cesar, soñadores o
socarrones, traviesos u obedientes, y sus papillotes enmarcan sus caras pálidas. Hay
también adolescentes vestidos con caftanes negros de seda brillante, con cordones
anudados alrededor de la cintura, sobre pantalones de satén; hay niñas con la cabeza
cubierta con pañuelos, con las piernas ocultas bajo sus vestidos, con los tobillos
ceñidos con medias de lana.
Así es como vivimos; así, como hemos vivido, durante diez años, mi esposo y yo,
hasta el día en el que todo cambió.

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Era la víspera del Shabbat, estábamos sentados a la mesa. Mi marido mojó el pan en
la sal, para la bendición ritual. Después tomó un pequeño trozo y se lo comió. Sin
abrir la boca, se dejó el pescado que le había servido. Miró el plato, pescado y
tomates, sin probarlo.
Le pregunté:
—¿Qué pasa Natán? ¿Por qué no comes?
Bajó la mirada y sus pestañas comenzaron a temblar. Empezó a comer,
lentamente. Los dos candelabros de la mesa estaban puestos delante de nosotros. Las
velas se habían consumido la noche anterior.
—Raquel, no deberías —dijo—. No deberías organizar esos encuentros secretos
entre tu hermana y Jacob. En la tienda de tu tío, además.
—Noemí y Jacob se aman desde hace muchos años. Nosotros también nos
amamos desde hace muchos años…
Natán no respondió.
—Conozco el fondo de tu alma —dije.
—¿Y qué ves dentro?
—Veo que sufres. Te preguntas si no vivimos en pecado. Todos tus amigos ya son
padres de tres o cuatro niños. La gente de la comunidad nos desprecia, los otros
estudiosos de la Torá se ríen de ti, se ríen de mí. Tú quieres un hijo, Natán, tú quieres
un niño. Si al cabo de diez años de matrimonio una mujer no tiene hijos, su marido
tiene derecho a repudiarla.
—Derecho —respondió Natán—. No deber.

Me levanté, abrí el horno. Cogí el tarro de conservas de carne. Lo llevé. Serví a


Natán, mi esposo. Después, lo miré. Se puso a comer, despacio. A veces se ayudaba
con un pequeño trozo de pan. Más tarde paró de comer y me sonrió. Parecía más
relajado, liberado de un peso que tenía en el corazón. Me cogió la mano, nos
levantamos y fuimos hacia la alcoba.
Se sentó en el borde de la cama, se quitó los zapatos y los calcetines. Se deslizó
bajo el edredón. Su barba negra resaltaba sobre el color blanco. Subió la sábana.
Arregló su capelo, cerró los ojos. Después los abrió y dijo:
—¡Ven!

Más tarde, preparé té y se lo serví en la cama. Abrió los ojos, sus labios se movieron
para pronunciar la bendición. «Bendito seas, Tú que lo has creado todo con Tu
palabra». Después se levantó, se volvió a vestir, cogió los libros de la Biblia. Volvió
la tapa del Pentateuco y abrió el libro del Talmud. Con la mirada, me indicó que

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debía alejarme. Lejos, detrás de mí, sobre las páginas amarillentas, las letras negras
bailaban.
Me senté en la cocina.
Agudicé el oído: mi marido leía.
«Al día siguiente Moisés se sentó para otorgar justicia al pueblo; y el pueblo se
mantuvo de pie alrededor de Moisés, desde la mañana hasta el anochecer».
Conocía esta historia y todos sus comentarios. Mi padre me los había enseñado
cuando era niña. Sí, conocía esta historia. Sucede al día siguiente del Yom Kippur[4],
al día siguiente del día en el que Moisés bajó de la montaña…

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Capítulo 4

Se dice que el Shabbat empieza mucho antes del viernes y acaba mucho después: tres
días antes, la casa se estremece con su llegada; son necesarios al menos tres días para
que su perfume se disipe en el ruido tumultuoso de la semana. El Shabbat es el día
santo, el día supremo del reposo del alma. En verano, el Shabbat resplandece de
belleza como el sol. En invierno, la paz del Shabbat nos envuelve en su abrigo
blanco.
Ese viernes, a la caída de la tarde, oí la sirena que anunciaba el inicio del
descanso. Los cantos rituales se escapaban de las casas para acoger a la prometida del
Shabbat. En ese momento todo se paró, pues no está permitido cocinar, encender la
luz ni trabajar en ese día santo.
Natán se vistió con la levita de satén negro y dejó la chaqueta larga de lana gruesa
que lleva durante la semana. Le ayudé a ponerse el shtraimel[5] en la cabeza, con su
gorra de terciopelo alrededor de la cual hay sujetas colas de marta cibelina. Los años
pasan y ya no es un hombre joven. Pero es todavía más bello que cuando lo conocí.
Algunas veces, al principio de nuestro matrimonio, yo me sentía inquieta. Otras, no
llegaba a concentrarme en mi trabajo. O bien se me quemaba la comida que estaba
preparando. Pensaba en él. La imagen de su cuerpo me asediaba durante la noche, me
asediaba durante el día.
Ese viernes cogió un libro y se sentó en el sillón del salón. Sus dedos seguían el
texto. Su boca pronunciaba las palabras de alabanza. Llevé un mantel y lo extendí
sobre la mesa. Su blancura reflejó en la habitación un rayo de luz.
Traje los dos panes trenzados, los panes del Shabbat, y los puse en el centro de la
mesa. Después los cubrí con un mantel individual blanco. Puse los dos candelabros
de plata sobre la mesa. Luego me acerqué las manos a los ojos para cubrirlos y
murmuré la bendición sobre las velas del Shabbat.
—Shabbat Shalom —me dijo mi marido.
—Shabbat Shalom —le respondí.
Juntos contemplamos las velas del Shabbat. Las luces temblaban. La primera
oscilaba, importunaba yendo de arriba abajo. La segunda era tan tenue que parecía
que iba a apagarse en cualquier momento.

Después fuimos a la sinagoga para la oración del crepúsculo. Caminaba algunos


pasos detrás de mi marido, así lo quiere la costumbre. La muchedumbre de los
hasidim, toda de blanco y de satén negro, caminaba apaciblemente por las calles, ya

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que el día del Shabbat no nos damos prisa. Por todas partes se oía: «Shabbat
Shalom».
Las mujeres iban juntas, detrás de los hombres, que discutían y sonreían. Los
niños, vestidos para la ocasión, jugaban a su alrededor.

Después de la oración, fuimos a casa del Rav, el padre de mi marido. La mesa estaba
puesta, con un mantel blanco y bonitos cubiertos de plata. Allí estaban el Rav, su
mujer, José, su asistente, Rubén, el amigo y confidente del Rav, su mujer y su hija
Lía. El Rav había invitado también a mi madre, Ana, a mis hermanas, Noemí y Nina,
al marido de Nina y a sus cuatro hijos.
El Rav recitó la bendición del vino. Todos los asistentes bebieron de la misma
copa. El Rav tomó los dos panes del Shabbat. Los levantó juntos, bendiciéndolos.
Después cogió un trozo de uno de ellos, lo mojó en sal y se lo comió. Enseguida cortó
el resto del pan y a cada uno le dio su parte.
Su mujer trajo el plato de pescado acompañado de salsa de rábano blanco. El Rav
se sirvió. Miró uno tras otro a cada invitado, tragando de vez en cuando, con lentitud,
un bocado. El Rav comió y todos nosotros lo consideramos con agrado. De repente,
levantó su mirada hacia Rubén y hacia su hija Lía. Era una chica joven de cutis
pálido, de grandes ojos soñadores y de labios finos, que solía mantener muy prietos.
Después, su mujer se fue, volvió con una botella de alcohol que descorchó y llenó la
copa de su marido. Los otros hombres se sirvieron igualmente. Los niños, silenciosos,
aguantaban la respiración mientras que el Rav, inmóvil, con la copa en la mano,
parecía perdido en sus pensamientos. De pronto, lanzó un suspiro, y todos suspiraron
desde el fondo de sus almas.
Se hizo un breve silencio.
—Mamá, cuéntame una historia —dijo Miriam, una de las hijas de mi hermana
Nina.
Y el Rav habló:
—El sexto día fue el de la creación del hombre. Dios lo creó a su imagen y
semejanza. Pero el hombre estaba solo y triste. Entonces Dios dijo: «No es bueno que
el hombre esté solo». Adormeció al hombre, tomó una de sus costillas y creó a la
mujer. Y el hombre exclamó: «La llamaremos mujer, porque ha sido tomada del
hombre».
—Y así fue dicho: por eso el hombre deja a su padre y a su madre para unirse a su
mujer, y se convierten en una sola carne —dijo Natán.
—Y así fue dicho: creced y multiplicaos —respondió el Rav.
Después se hizo el silencio.
El Rav se levantó y comenzó a salmodiar. Los hombres que estaban a su
alrededor lo imitaron poco a poco. Nosotras, las mujeres, no cantamos en público
porque la voz es como el cabello: un instrumento de seducción para el hombre.

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La mujer del Rav trajo un plato de carne que sirvió. El Rav se sentó de nuevo y
después empezó a llevarse la comida a la boca. Cada uno lo imitó, sin pronunciar
palabra.
Las velas estaban medio consumidas. El Rav abrió el libro de cantos del Shabbat
y entonó otro canto de ritmo pegadizo. Los hombres lo siguieron, golpeando la mesa
con el puño y el suelo con el pie para llevar el compás.
Su mujer trajo pastel de amapola, lo puso sobre la mesa y nos sirvió a todos. Las
llamas de las velas se debilitaban, alargando las caras con su sombra. Los ojos de
Natán brillaban en la penumbra. Miriam, al otro lado de la mesa, cerró los ojos como
si se adormeciera. Noemí, a mi lado, me cogió la mano bajo la mesa y me la apretó.
Los ojos del Rav eran como dos agujeros negros en medio de su cara.
—Tengo miedo —dijo la pequeña Miriam a su madre.
—¿Miedo de qué?
—De las sombras.
—Yo también —confirmó su hermana Débora.
Miré a Natán. Cortó la carne firmemente. Parecía absorto en la contemplación de
su plato.
Las llamas de las velas centellearon y se apagaron. El sebo se endureció alrededor
de las mechas prisioneras y el Rav dijo:
—Se revelará.
—¿Pero cuándo? —dijo Rubén—. ¿Lo sabes?
José, el asistente del Rav, aplastaba el pan haciendo pequeñas bolas con las
migas.
—Pronto.
Mi mirada se cruzó con la de Natán. Una lágrima caía lentamente por su mejilla.
En ese momento, Noemí extendió la mano para tomar agua. Debido a un gesto
demasiado rápido, derramó la copa de vino santificado por el Rav durante la
bendición.
Una mancha roja se extendió sobre la mesa.
—Es necesario que nos esforcemos en elevarnos hacia la santidad —dijo el Rav
—. Incluida nuestra familia.
La mirada del Rav se dirigió hacia mí. Todos los ojos se clavaron en el Rav, que
se levantó súbitamente.
Era medianoche, era la hora del Tish[6].

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Capítulo 5

Volvimos a la sinagoga, donde tenía lugar el Tish. Había unos cincuenta hombres,
vestidos con caftanes negros y con sombreros anchos de piel. El Rav se lavó las
manos, se sentó a la mesa cubierta con un mantel blanco. Los cantos empezaron,
lentos y recogidos, en la serenidad del Shabbat.
El Rav estaba sentado como un rey en el centro de la sala; todas las miradas
dirigidas hacia él tenían un brillo celeste.
Le trajeron un plato de pescado y lo probó. Los hasidim que lo rodeaban
observaban cada uno de sus movimientos, comentaban cada una de sus palabras,
asentían con la cabeza en cada una de sus bendiciones, cerraban los ojos para
concentrarse.
El Rav dirigió su mirada hacia su discípulo José, y entonces todos lo miraron.
El Rav miró a mi padre, el macero, y todos lo observaron a su vez.
El Rav consideró a Natán, mi marido, y toda la sala dio un largo suspiro.
Después de tomar un poco de pescado, el Rav pasó el plato a sus discípulos, que
comieron los restos, así lo quiere la costumbre.
Las voces humanas se expandían, fervientes, profundas. Los cuerpos se elevaban
con las almas. Natán bailaba y yo veía su cara que me miraba a través de la celosía.
Parecía poseído por el baile y feliz. Cuanto más giraba, más veía su cara, de cerca, de
lejos, y no dejaba de mirarme a pesar de la rapidez, y de pronto, sí, de pronto, su alma
se elevó, y súbitamente, sí, súbitamente, todo se volvió sombrío a mi alrededor.

Salimos de la sinagoga y caminamos por las callecitas estrechas de Meah


Shearim. Yo me mantenía detrás, a algunos pasos, tal como dicta la costumbre.
—Dime, Natán, ¿qué has visto?
—Por un momento he visto las páginas del Talmud sobre las que había
reflexionado durante horas, y problemas que se resolvían como por ensalmo.
—¿Y qué más?
—Te he visto a ti.
—¿Cómo? ¿Dónde?
—Aquí, en la calle, estirada en el suelo.
Se giró lentamente.
Entonces me tomó en sus brazos, me estrechó y sentí cómo temblaba su cuerpo en
los míos.
—Esta noche te deseo —dijo.
El fuego del baile lo había exaltado.

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Capítulo 6

Al cabo de poco tiempo vino el Yom Kippur. La luz se elevó sobre la sinagoga; el
Arca Santa[7] lució bajo el astro de fuego. Mi padre Salomón, el macero, pasaba por
entre las filas, con un aire importante que le daba su barba larga y puntiaguda.
Envuelto en su levita, observaba a los fieles a través de sus gafas redondas de concha
negra.

Rezamos todo el día y ayunamos hasta la hora de la Neilah[8], último momento


del Gran Perdón en el que debemos concentrarnos muy intensamente para que se nos
absuelva de los pecados y se nos perdonen las faltas. Todos se cubrieron los ojos con
las manos, para pronunciar la oración: «Escucha a Israel, Eterno Dios nuestro, Dios
Único». Mi padre, el macero, llegó cerca del Arca, se puso el chal en la cabeza, cogió
la cortina con la punta de los dedos y se la acercó a los labios. La corrió, asió los
batientes del Arca Santa y los abrió de par en par. Todos se inclinaron y se
levantaron, y todos recitaron con fervor: «Santo, santo, santo, tres veces santo es el
Eterno».
En ese momento, mi padre el macero se agachó, abrió el Arca Santa, sacó los
rollos de la Tora, cerró los ojos y sus labios los besaron. Los estrechó, los apretó
contra su pecho y los sostuvo. Los rollos estaban cubiertos como él de una levita. Y
los fieles lo miraban con la cabeza bien alta. Todos se pusieron sus chales de
oraciones blancos con rayas negras en la cabeza y juntos empezaron el rezo de la
Neilah. Con los ojos medio cerrados, se balanceaban suavemente, de atrás hacia
delante, de delante hacia atrás. Todos temblaban al final del día esperando el toque
del cuerno de cordero. El ayuno había amarilleado los ojos y chupado las mejillas.
Los fieles tenían las caras pálidas y transparentes bajo sus barbas negras. Todos
esperaban la Neilah, la Liberación, la gran purificación, el toque terrorífico del
sofar[9] y sus cuatro sonidos, tekiah, teruah, terumah, shevarim. Todos esperaban su
toque y sentían miedo en el fondo de su alma. Todos se esforzaban en pensar en lo
más santo. Algunos se estiraban la barba, se frotaban las manos; los hombros subían
y bajaban, las cabezas se escondían bajo los chales blanquinegros. ¡Temblad, amigos,
temblad! ¡Pronto, para los que oigan el toque del sofar, sí, pronto será la hora, la gran
hora de la Neilah!
Entonces vi que el Rav se inclinaba hacia su hijo, mi esposo, y le murmuraba algo
al oído. Al verlo, yo también temblé.

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Capítulo 7

Cada mes es lo mismo. Lloro. Suspiro. Espero. Que mi ropa interior no esté
manchada de rojo. Y cada mes me duele el vientre. La sangre se escapa, sangro,
ruego, lloro. Mis lágrimas mojan el Muro occidental. Como una oveja abandonada,
así vago por las calles. Mis párpados tiemblan, mis piernas vacilan, mis ojos brillan
de dolor. Miro a mi alrededor, no veo a nadie que pueda ayudarme.
Mi madre, que es la guardiana del mikvé, el baño ritual, se avergüenza de mi
esterilidad. Cada mes, voy a bañarme en el agua de lluvia ya que, al cabo de siete días
sin mancha, la mujer debe sumergirse en el mikvé cuando cae la noche, después de
que tres estrellas se hagan visibles.

Me parece que expío algo. Sufro, vomito, me arrastro por el suelo, golpeo la cabeza
contra la pared. Me quedo acostada todo el día. Natán ha encontrado un nombre para
los días impuros. Me pregunta cuándo acabará «mi enfermedad». No se equivoca. La
impureza mensual es la enfermedad de la mujer estéril.
Pero sólo podemos volvernos puros porque somos impuros. Por eso la mujer se
eleva purificándose cada mes. Cuando todo termina, me voy al baño ritual, me
desvisto y, ayudada por mi madre Ana, me sumerjo en la cisterna de agua fría, con la
cabeza y todo: es un nacimiento.
—¿Todavía nada? —pregunta mi madre.
—Todavía nada.
—Pronto hará diez años.
—Lo sé. Si quiere, Natán puede repudiarme.

Después camino por las calles, veo a los niños a mi alrededor. Miro a los bebés en sus
cochecitos o en los brazos de sus madres. Veo los grupos de niños, a los pequeños y a
los mayores que llevan a sus hermanos y hermanas menores, incluso a los hermanos y
hermanas más pequeños. Otros se cogen de la mano, formando una cadena
interminable: pertenecen a la misma familia, son nueve y se llevan nueve meses de
diferencia. Yo tengo veintiséis años y todavía no he concebido a uno.
Sé que está escrito en el texto que el objetivo del amor físico es la procreación.
Sin embargo Natán y yo no tenemos descendencia. Pronto hará diez años que nos
casamos y soy una mujer sin hijos.
Por nuestro barrio pasan sin cesar niños, responsables o soñadores, alegres o
tristes, tranquilos o alborotadores, niñas de ojos grandes y niños con papillotes

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rodeándoles la cara sonrosada. Sí, en mi calle hay niños de todas las edades y yo no
tengo hijos. Soy una mujer estéril.

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Capítulo 8

Esta mañana he ido a la tienda de mi tío para hacer las cuentas, porque ése es mi
trabajo, gracias al cual gano un poco de dinero. Así Natán puede ir a la yeshivá todo
el día; y yo me siento orgullosa de trabajar para que él pueda estudiar.
Ayer, me disponía a salir cuando el teléfono sonó. Era Jacob, el amigo de mi
hermana, que quería venir a verla. Pero debía esconderse, porque no es lícito que un
hombre y una mujer se vean antes de ser esposo y esposa.
Mi hermana mayor Nina se casó muy joven, y Noemí y yo vivimos nuestra
infancia juntas. Nuestras almas son cercanas, pero la mía se estira como una larga
elipse, mientras que la de Noemí es una pequeña rebelde. La quiero como a mí misma
y no puedo negarle nada. Quiero proteger su talante frágil, que lucha indeciso entre la
desesperación y la rebeldía. Por eso preparé un encuentro entre ella y su enamorado
Jacob.
Al día siguiente, mientras trabajaba en la tienda de mi tío, oí que llamaba. Noemí
estaba allí. Lo vio, tal como era, con sus ojos claros y su bella sonrisa; se había
afeitado la barba, se había cortado su pelo rubio, muy corto, y ya no tenía papillotes.
Su cabeza no estaba cubierta por el capelo de terciopelo negro que indica la
pertenencia de los hombres a nuestro entorno, sino por un capelo blanco de punto.

Se acercó a ella.
—¿Lloras? —le dijo.
Se miraron con gran emoción y fidelidad; salí para dejarlos solos, poniendo
cuidado en no cerrar la puerta, ya que un hombre y una mujer solteros no tienen
derecho a encerrarse en la misma habitación, así lo quiere la costumbre.

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Capítulo 9

Cuando volví a casa, Natán estaba allí. Se acercó con los brazos abiertos y me apretó
contra su pecho.
—Eres hermosa. Tan hermosa como cuando te conocí. ¡Eras tan tímida! ¿Te
acuerdas, al principio de nuestro matrimonio?
—Sí. Sí… Me acuerdo.
—¡No te atrevías a levantar los ojos! Tenía la impresión de que ni tan siquiera
querías mirarme.
—Tenía miedo.
—Yo también. Nunca había estado con ninguna mujer. Lo había reprimido todo
dentro de mí. Tenía miedo de no satisfacerte.
Me acarició el hombro.
—Tu piel tan suave. Tu pelo… recuerdo tu pelo, hasta la cintura.
—Ya no lo tengo.
—Eres todavía más guapa que cuando te conocí. Me encanta mirarte. No me
canso nunca de contemplar tu cara. A veces me perturba que seas tan bella. No
consigo concentrarme en mis páginas de estudio.
Se sentó en el borde de la cama, sé quitó los zapatos y los calcetines. Se deslizó
bajo el edredón. Subió la sábana. Me dijo: «Mujer, ¡qué agradable es!». Su
respiración, Dios mío, su respiración al compás del movimiento me embriagó. Me
dijo: «Cómo me gusta tu cuerpo», y me hizo mujer.
Durante un buen rato miré cómo dormía. Estaba transida de frío, transida de
miedo, transida de amor.

Me hubiera gustado tanto darle un hijo. Me hubiera gustado tanto tener un hijo. El
Shabbat, ahora, me entristece. Los años pasan y, para mí, es como al principio de
nuestro matrimonio, cuando pensaba tanto en él que quemaba la comida que le estaba
preparando. O ponía demasiada sal.
Al principio… se hicieron las tinieblas que recubrían el abismo de agua que
envolvía la tierra, y la palabra dio la existencia a la luz. Hoy, el candelabro de siete
brazos ilumina el crepúsculo, luce en todas las sinagogas para recordar la presencia
divina. Y se dice que si la mujer enciende las velas del Shabbat es para aportar la luz
al corazón de la historia.

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Capítulo 10

Lentamente, con cuidado, la desvistió. Iba engalanada con un vestido de terciopelo


rojo adornado con bordados de oro y plata. Le quitó las dos coronas que llevaba y el
collar de plata. Le desabrochó el vestido y lo dejó caer al suelo. Desnuda, la rodeó
con sus brazos. La levantó, sus ojos sonrieron; la sostenía bien alto, bien alto entre
sus brazos mientras la estrechaba con amor. Después puso los rollos del manuscrito
sobre la mesa.
Aquella mañana, era mi marido Natán quien leía la Torá y yo lo miraba con las
manos sobre la celosía, a través de los pequeños agujeros del enrejado. A mi lado
estaba mi hermana Noemí que también miraba la sala de los hombres, absorta. En el
lado de las mujeres se oyen gritos de niños; es difícil oír la oración. Por eso miramos
a través de este enrejado de madera que nos separa de los hombres, a quienes vemos
y quienes no nos ven, ya que no se les puede distraer.
Es una pequeña sinagoga. Allí hay una treintena de hombres que rezan. Algunos
adeptos estudian y discuten, otros se ponen o se quitan el chal de oraciones y las
filacterias en las cuales se guardan pasajes de la Torá; otros salen y entran, vienen y
van, están sentados o de pie.

Cada mañana, Natán reza; sus labios se mueven lentamente o más deprisa, su cuerpo
se balancea acompasadamente, su cabeza se inclina, sus ojos se cierran, medita en
silencio.
Dice: «Alabado seas, Eterno, nuestro Dios, Rey del Universo, porque has
colmado todas mis necesidades. Alabado seas, Eterno, nuestro Dios, Rey del
Universo, porque das fuerza a Israel. Alabado seas, Eterno, nuestro Dios, Rey del
Universo, porque coronas a Israel de gloria. Alabado seas, Eterno, nuestro Dios, Rey
del Universo, porque no me has hecho nacer idólatra. Alabado seas, Eterno, nuestro
Dios, Rey del Universo, porque no me has hecho nacer esclavo. Alabado seas,
Eterno, nuestro Dios, Rey del Universo, porque no me has hecho nacer mujer».
Desde este Shabbat Natán está distraído. Desde este Yom Kippur, elude mis
preguntas, evita mi mirada. Cuando le pregunto la razón de su preocupación, no me
responde. Cuando le cojo la mano, la retira. A veces sale y observa durante un buen
rato, desde la escalinata, a la gente en la calle, a los sastres en sus pequeños talleres, a
los panaderos y a los pasteleros, a los fabricantes de pelucas y de objetos rituales, de
sombreros y de gorras, a los orfebres, a los libreros, y a los viejos rabinos que andan,
cojeando, ayudados de un bastón. Después entra. ¿A quién espera? ¿Qué espera?
Observo atentamente su cara llena de luz, sus ojos transparentes, leo en sus labios

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prietos, toco sus manos, toco sus brazos. Lo deseo, sí. Cuando me roza, mi cuerpo se
estremece. Una noche, me hizo sentar en la cama, y me quitó los zapatos. Mis piernas
estaban ceñidas por unas medias opacas.
Me las quitó, miró mis tobillos y, fascinado, acarició mis pies. Con los dedos de
su mano dibujó la forma de los dedos de mi pie. Después, tomó tiernamente mis pies
y los cubrió de besos.
Sí, lo deseo, sí… Mis ojos enrojecen, mis labios tiemblan. Mis ojos lo miran, por
la noche, por el día, mis manos lo buscan, mi boca lo espera, mi corazón late con sus
abrazos.
Amo su olor, el olor de su cuerpo. Es un perfume embriagador.

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Capítulo 11

El día se levantaba sobre la sinagoga. Los rayos de luz mate penetraban en la


habitación, iluminando el Arca Santa. Desde detrás de la celosía vi a mi padre, el
macero, con su barba larga y puntiaguda de un blanco amarillento y sus pequeños
ojos penetrantes. Cubierto con su chal blanco, distribuyó los libros y los chales de
oraciones y se dirigió hacia el Arca Santa. Se detuvo, se puso el chal en la cabeza. De
repente y con brusquedad, asió los batientes del armario y los abrió de par en par.
Después se arrodilló, cerró los ojos y besó los rollos de la Torá; los rodeó con sus
brazos y los estrechó contra su pecho.
Mi padre se aproximó manteniendo la Torá apretada. Los fieles se separaban para
dejar libre el camino y, mientras él avanzaba, se inclinaban a su paso y se llevaban a
los labios un fleco del chal que estaba en contacto con los rollos.
Después los asistentes esperaron. Algunos continuaban rezando, salmodiando
para sí mismos. Otros meditaban en silencio.
El Rav tomó asiento ante la mesa donde se encontraban los rollos de la Torá.
Lentamente comenzó a abrirlos a fin de proceder a su lectura.
Oí a mi padre, el macero, nombrar a los que tenían el privilegio de asistir a la
lectura y de subir al púlpito, y oí a todos los fieles alabar al Eterno, ya que era digno
de alabanzas.
Después de la lectura de la Torá, mi padre tomó los rollos, los mostró a los fieles
para que todos los veneraran y los volvió a dejar en su Morada de descanso.
En ese momento, el Rav se levantó de la silla y se puso en el centro de la
sinagoga. Todos callaron. Y el Rav habló: anunció que el momento había llegado y
que el Mesías iba a venir pronto. Los hasidim estaban impresionados por las palabras
del Rav. Las mujeres, que lo escuchaban atentamente, con sus manos frágiles
agarradas a la celosía, temblaban un poco. Y el Rav continuaba, anunciaba que el
humo subía y que estábamos al final de los días y que pronto, sí, pronto, ¡sería el fin
del mundo!
Entonces vi que el Rav se inclinaba hacia Natán. Vi cómo Natán lo miraba y
movía la cabeza, y su cara entera decía «no» y sus labios entreabiertos expresaban la
cólera sorda de su corazón, y el Rav hablaba y Natán decía «no».

Salí de allí nerviosa. Fuera, un niño lloraba a lágrima viva. Estaba allí delante de la
pequeña sinagoga, perdido. Una mujer se inclinó hacia él y le cogió la mano. Me
alejé del barrio.
Caminé, caminé hasta el casco antiguo, hasta el Muro occidental. La temperatura

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era alta. Me moría de calor con la ropa ancha de tela gruesa y con las medias blancas
gruesas que me oprimían las piernas, me oprimían el corazón, me oprimían el alma.
El Muro resplandecía bajo el sol de la mañana. Sus milenarias piedras blancas se
elevaban majestuosas, y las del suelo, pulidas, brillaban reflejando el blanco
resplandor de aquél.
«¡Muro, oh Muro!», dije. «Aquí tienes mi oración. Y tú, Dios mío, escucha, ven,
mi mano está sobre ti. Ves, aquí hay un hombre. Este hombre no es más guapo que
otro. No es más inteligente ni más rico. Este hombre es tu estudiante y se llama
Natán. Y este hombre, que no es ni más bello, ni más inteligente, ni más rico que los
otros, es el hombre que tú me has dado. Y a este hombre lo he amado. Por favor, no
me lo quites. No te lo lleves. O me moriré».

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Capítulo 12

Por la tarde fui a visitar a mi madre Ana. Mi padre y mi madre viven en un piso de
dos habitaciones, lleno de muebles. Noemí, Nina, su bebé, sus dos hijas pequeñas y
sus dos hijos pequeños estaban allí. Tomé el té que me sirvió mi madre y lo bendije:
«Bendito seas, Tú que has creado todo con Tu palabra».
Los niños tenían la nariz pegada al cristal y miraban afuera. En la cocina, mi
hermana Noemí cortaba afanosa trozos de carne con golpes secos y rápidos, lo que
llamó la atención de los pequeños. Las niñas estiraban el cuello y miraban. Después,
se sentaron cerca de mí. Yo pelaba una cebolla. Las lágrimas caían por sus mejillas.
Se las sequé con el faldón de mi vestido.
Noemí cortó la carne a lo largo, después dejó el cuchillo, cogió los trozos y los
añadió al montón de cebolla cortada en lonchas.
La saqué de la cocina y la llevé conmigo a un cuarto. Me miró.
—Has llorado —me dijo.
—Es la cebolla.
—No. Has llorado.
—Mira, Noemí —respondí sacando un papel de mi bolsillo—. He recibido una
carta. «Una mujer sin hijos», dice, «es como si estuviera muerta».
—¿Quién te ha enviado esto? —me dijo Noemí.
—Lo ignoro. Pregunté a Natán de dónde venía esta frase.
—¿Y?
—Proviene del Talmud.
—En el Talmud —dijo Noemí— está escrito todo y su contrario. Para cada frase,
hay exactamente la contraria… Cada cual encuentra lo que quiere. Aquí, nos hacen
creer muchas cosas y así nos hacen hacer lo que quieren. ¡Y estas leyes durante las
menstruaciones a causa de las cuales se nos trata como a apestadas! No tenemos
derecho a ser tocadas y todo lo que tocamos se vuelve impuro. No podemos ni tan
siquiera tenderle un vaso a un hombre. ¿Crees que está escrito en el Talmud todo
esto?
—Es la ley de nuestros padres. Creo en esta ley, tanto como crees tú.
—A veces se equivocan, o bien nos engañan. ¿Sabes lo que dicen de nosotras?
—¿Qué dicen?
—Dicen que la mujer es frívola y que tiene el corazón inconstante. Por eso no
tiene derecho a estudiar el Talmud. ¿Y por qué no tenemos derecho a tocar la Torá?
—Tenemos derecho.
—¡No, quiero decir —dijo alzando una silla en el aire— cogerla con las dos
manos y levantarla en medio de la sinagoga como un hombre!

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—¡Estás loca!
—¿Crees realmente que fue Moisés el que redactó estos libros, bajo el dictado
divino?
—Son obra de una mano humana, pero revelan y se basan en palabras dichas y
transmitidas de generación en generación…
—Mira a los otros —dijo mi hermana—. Escuchan la radio, miran la televisión.
Los vemos incluso paseando en coche. Las mujeres llevan mangas cortas. Conducen.
Ríen. El otro día, una de ellas pasó con los brazos al descubierto. Enseguida, unos
hasidim le tiraron piedras. ¿Crees que es normal vivir como nosotras vivimos?
—Sí, pero…
—Raquel, tienes que ir al médico.
—Ya he ido.
—No. No hablo de nuestros médicos, no te examinan a causa de nuestra ley.
Hablo de otra clase de médico.

No quería que un hombre que no fuera mi marido me viera desnuda.

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Capítulo 13

Por la noche no pude dormir. Esperaba a Natán en mi pequeña alcoba luminosa.


Volvió muy tarde pero me levanté, me acerqué a él y me acosté a su lado. Las
sábanas dibujaban la forma de su cuerpo. Su camisa de dormir dejaba entrever sus
hombros blancos y finos. Había estudiado, y el estudio se leía en su tez pura,
luminosa y serena.
Le acaricié la curva del cuello y también los hombros; sin embargo, cuando quise
besarlo en la boca, me rechazó. Le dije que no podía dormir, pero no me escuchó.
Lloré, pero no me consoló.
Fui al cuarto de baño. Me desnudé. Me miré al espejo. Mis senos y mis caderas
redondeadas eran bellos y atractivos, pero mi cuerpo estéril no atraía al hombre que
yo amaba, y ya no teníamos derecho a tocarnos porque únicamente sería por placer,
no por la santificación del Nombre divino.
Volví a mi alcoba para pasar una noche de insomnio. Dar vueltas y más vueltas en
la cama, pensar en él una y otra vez, en su cuerpo, en el dibujo extraño de su espalda
un poco arqueada, en su pecho imberbe. Mis senos me dolían de desearlo. Soñaba —
o no sé si soñaba—, imaginaba que estaba allí, cerca de mí, pegado a mí. Un
escalofrío me recorrió el cuerpo. No pasaba nada y estaba sola, abandonada.

La disciplina y el dominio de sí constituyen la clave de la felicidad. Primero los ojos


ven, después el corazón desea y al final el cuerpo peca. Cada mañana, Natán se pone
las filacterias para ver la Cara de Dios omnipresente. Cada mañana se las ata
alrededor del brazo y se acuerda del Nombre de Dios. Y cada mañana piensa en lo
importante de la vida y se pregunta por qué ha nacido y cuál es el objetivo de la
existencia.
Cada mañana, Natán se pone el chal de oraciones que no se quita en todo el día.
Cuenta los nudos de los hilos sujetos a las cuatro puntas del chal. Hay ocho hebras de
hilaza que pasan por un pequeño agujero situado cerca de cada punta; tienen cinco
nudos entre los cuales hay cuatro grupos de devanado. El grupo más cercano a la
punta tiene siete devanados y los siguientes, ocho y once, respectivamente, lo que
suma un total de veintiséis nudos, el valor numérico del nombre de Dios.
Cada noche, Natán se instruye en la sala de estudio donde los alumnos debaten
sobre los textos, en grupos de dos o a veces en grupos de tres o cuatro. El Rav pasa
entre los grupos escuchando las conversaciones y prodigando sus comentarios.
Hablan de bueyes y de campos, de oraciones y de mujeres, hablan de todos los temas.
Pero ¿cuál es el sentido de todo esto?

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—¿Te acuerdas, Natán? —le dije mientras procedía a sus abluciones—. La primera
vez. Hace ya casi diez años.
—Acabábamos de casarnos.
—Un rayo de sol se posó justo en nuestra cama.
—¿Recuerdas lo que te dije?
—Que tú querías ser mío para siempre.
—Sí.
—Pero yo no sabía si esas palabras querían decir «para siempre» o bien
«siempre», es decir, todo el tiempo que estuviéramos juntos. ¿Nuestro amor es
eterno?
—Ayer fui a ver al Rav, mi padre. Le pedí que mantuviéramos una conversación a
solas. José, su asistente, entraba y salía, y le entregaba preguntas escritas que la gente
formulaba para pedirle consejo. Pero yo quise estar a solas con él.
—¿Qué le dijiste?
—La verdad. Dentro de dos días hará diez años que me casé con una mujer y
todavía no tenemos hijos. La quiero. ¿Debo separarme de ella?
—¿Qué respondió?
—Dijo que el hombre y la mujer juntos obran como creadores, tienen el poder
divino de crear una nueva vida, destinada asimismo a crear nuevas vidas y así
sucesivamente hasta la eternidad. Es ese poder divino lo que fundamenta el
matrimonio.
—El poder divino ¿no es acaso la relación que tenemos tú y yo? Y el sentido de
todas nuestras leyes ¿acaso no es nuestra unión?
—Le dije que te amaba. Su respuesta fue que la procreación determina de manera
esencial a la humanidad en este mundo. Me dijo que el mundo fue concebido sólo
para la procreación y que este mandamiento define al hombre como un puente entre
Dios, que es inmortal y no procrea, y los animales, que engendran sin haber recibido
el mandamiento. Hay que prepararse para los tiempos mesiánicos dando nacimiento a
todas las almas destinadas a nacer, y el que no cumpla este deber retrasa la venida del
Mesías.
—¿Así es como el Rav, tu padre, se expresó?
—Y José ya había preparado el acta de divorcio.

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Capítulo 14

Roja como la sangre, la sangre que está ahí, por todas partes, en nuestras bocas, en
nuestras venas, sobre estas manos, estas manos manchadas de sangre, sobre esta tela
que froto, que froto indefinidamente para quitar las manchas de sangre. Aunque esté
prohibido consumir sangre, la carne animal queda siempre impregnada, como si la
vida persistiera, a pesar del desangramiento ritual del animal y a pesar de la sal
gruesa en la que la carne se deja durante toda la noche. Odio esa sangre que mana y
que me da náuseas.

Deslicé el pequeño papel en la hendidura del Muro y apoyé la cabeza contra éste.
Que me bese con los besos de su boca, su aliento en mi aliento. Se dice que el
matrimonio es una santificación del Nombre divino. La relación entre el hombre y la
mujer es santa cuando se produce en el momento adecuado y con una intención
decente. Éste es el secreto: cuando el hombre se une a su mujer en la santidad, la
unión de sus cuerpos es un conocimiento. Por eso la relación entre el hombre y la
mujer tiene lugar preferentemente en la noche del Shabbat, ya que éste es el
fundamento del mundo y el reflejo del mundo en las almas.
Me enseñan a tener pudor desde pequeña: los esposos duermen en camas
separadas y tienen relaciones en habitaciones oscuras, el hombre encima de la mujer,
cara a cara. Algunos dicen que hay que estar vestido al máximo.
En ese caso, ¿por qué nos han cubierto de carne? ¿Por qué nos han fortalecido
con huesos y nervios? ¿Por qué esta piel que me arde cuando me acerco a él? ¿Por
qué no consigo dormir, por la noche, cuando sueño con él? ¿Por qué estos huesos y
estos nervios si no sirven para nada? No deseo ardientemente tener un hijo; deseo
ardientemente hacerlo.
Esta envoltura terrestre, si sólo es un vestido que hay que quitarse cuando cae la
noche, está maldita. Mi frente, mis manos, mis pies, todo mi cuerpo lo desea.
Su torso, su cuerpo, sus ojos oscuros y su boca me obsesionan. Amo sus defectos,
su mal carácter, su cara angulosa y sus manos tan finas. Las quiero sobre mí.

Evita mi mirada, elude mis preguntas. Se ausenta de mi lecho. Dice que no tenemos
derecho. Dice que está escrito en la Torá, que el fin del amor físico es la procreación.
La noche del Shabbat, cuando la ley nos ordena que lo hagamos, él se duerme. Dice
que no tenemos derecho, que está escrito. Pero en el texto está escrito que el marido
tiene el deber de satisfacer a su mujer. Y que ella tiene derecho a pedir el divorcio si

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él no la satisface. Me ausento de su corazón. Busco su mirada y no la encuentro.
Busco y vuelvo a buscar al hijo deseado y no lo encuentro.
Quisiera dejarlo sin perder nada, sin perder el amor, aprender a desamarlo… pero
no puedo. La otra noche lloré, pero no era un torrente de lágrimas, sólo algunas
lágrimas secas, auténticas lágrimas de dolor.

—No has comido…


—No.
—Hace ya tres días, Raquel.
—Ya lo sé. Hoy he ido al mikvé.
—Sí.
—Ya no estoy en período de impureza.
—Estoy agotado. He tenido un día difícil. Quiero dormir. Apaga la luz.
—¿Natán?
—¿Qué?
—¿Piensas que no tenemos derecho a hacerlo?
—Sí.
—Si no lo hacemos, ¿cómo vamos a tener un hijo?
—Hace ya diez años, Raquel. No tendremos ningún hijo.
—Lo podemos intentar todavía. Quizás haya alguna esperanza.
—La esterilidad es una maldición. No lo conseguiremos.
—¿Crees que es el signo de la recusación de nuestra unión por parte de Dios?
¿Crees que no estábamos predestinados a casarnos el uno con el otro?
—No lo sé…
—¿Y nuestra unión? ¿Tú y yo? ¿No es importante? Es un mandamiento.
—Ahora busco otra cosa. Estudio. Me parece haber dejado de lado mis estudios
durante diez años. Antes de casarme contigo era un alumno notable. Había
desarrollado la memoria… Ahora ya no es lo mismo. Tengo la impresión de haberme
retrasado.
Me acerqué a él, lo abracé, lo besé.
—Deja… Deja que te demuestre que no te has retrasado y que Dios aprueba este
matrimonio.
Las dos velas del Shabbat, puestas encima de la mesa, se estaban apagando.
Natán dormía en su cama.

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Capítulo 15

—¡Oh, hermana mía! —dijo Noemí al día siguiente junto a la celosía de la sinagoga
—. Aunque nos hagamos todo tipo de preguntas, nadie nos responderá. Sólo somos
mujeres, ¿no? No se enseña a las mujeres.
—No digas eso. Nuestro padre nos ha enseñado la ley.
—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué no puedo amar a Jacob, al que tanto he esperado?
He recibido muchas propuestas y cada vez invento un nuevo pretexto. Nuestra madre
ya no entiende nada. Dice que es pobre, que no tiene dinero para mantenerme hasta
que acabe los estudios. De hecho, no hace más que escuchar al Rav… ¿Sabes lo que
éste le ha dicho?
—No.
—¡Mira, mira el hombre al que me destinan! Ha dicho que debo casarme con
José.
José, el asistente del Rav, es un hombre grueso. Cuando reza, el sudor le resbala
por las sienes hasta mojar su libro de oraciones.

Hoy he hecho venir a Jacob. Le he abierto la puerta. Después he llamado a Noemí,


que lo esperaba escondida en la trastienda. Él se ha acercado a ella y le ha hablado
con delicadeza.
—Jacob —le ha respondido Noemí—, ¿por qué te has ido? ¿Por qué me has
abandonado? ¿No ves que nadie te perdonará lo que has hecho?
—Es cierto, me he ido —ha dicho Jacob—, en contra de la opinión de todos.
Cuando decidí hacer el servicio militar, todos mis compañeros de la yeshivá se
enfadaron conmigo. Mis padres no me hablan desde que se enteraron… Sé bien lo
que la gente piensa de mí aquí. Sé que no permitirán que me case contigo.
—No…
—Noemí, sigo siendo creyente. En el Líbano conocí días, semanas sin sueño,
cuando hacía guardia en un tanque. La guerra no es un juego y los tiempos que corren
son duros, muy duros. Pero el soldado que yo era, vestido de verde y con metralleta,
cuando podía iba a inclinar la cabeza al Muro occidental para rezar.
Noemí se ha dado la vuelta. Una lágrima le ha resbalado por la mejilla.
—¿Qué pasa? ¡Dime lo que sucede!
—Mi madre está conviniendo mi boda con otro hombre.
—¿Cómo? ¿Quién es?
—Es José, el discípulo del Rav.
—¿Es cierto? —me ha preguntado.

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—Lo es, sí —le he respondido.
He vuelto a salir. Los he dejado a solas y he cerrado la puerta.

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Capítulo 16

Aquella noche, Natán no fue a la sinagoga. Cuando le pregunté por qué, me


respondió que prefería no ver a su padre, el Rav, porque éste quería que él tomara una
decisión. Él no sabía si Natán era capaz de hacerlo por sí solo.
—Me dijo que se sentía mayor, que ya no tenía mucho tiempo por delante, que ya
no tenía ganas de continuar. Me dijo que quería morir con el corazón tranquilo.
«Natán, ¿no sientes? ¿No sientes llegar otra era? ¿No sientes que pronto pasará algo?
¡Estamos en otro tiempo! Hay que rezar. ¿Rezas? ¿Ayunas? ¿Haces penitencia? De
modo que hay que decidirse a cumplir con nuestro deber. Conoces la ley. Una hija de
Israel tiene como único fin en la vida traer a este mundo niños judíos y posibilitar el
estudio de su marido. Dios ha creado al hombre para que estudie, mientras que la
inteligencia le ha sido dada a la mujer para que participe indirectamente en la vida de
la Torá, preparando la comida, limpiando la casa y, sobre todo, criando a sus hijos.
¿Qué otra alegría puede haber para la mujer? Los hijos son nuestra fuerza. Así es
como los venceremos». ¿A quién?, le pregunté. «A los otros, los impíos, los heréticos
que gobiernan este país. Nuestros hijos son nuestro futuro, son el futuro de nuestro
judaísmo. ¿Lo comprendes? Ellos no tienen hijos y precisamente el futuro nos
pertenece gracias a la existencia de los nuestros». ¿Y por eso es necesario que me
sacrifique, que te sacrifiques?, le pregunté. «Sí. Formamos parte de esta lucha, de este
combate por la santidad».

Natán me contó lo que el Rav, su padre, le había dicho y se acostó en la cama.


Salí y fui al Muro. Y, con una mano apoyada en él y la otra en la cabeza, recé.

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Capítulo 17

En el baño ritual me desvestí. Mi madre, la guardiana del baño, me inspeccionó, me


cortó las uñas, aunque ya estaban cortas, y después me miró todo el cuerpo para ver si
no había rasguños.
Me examinó los hombros, la espalda y el pecho. Me pasó la mano por la planta de
los pies; con una lima, me quitó las pieles muertas.
—Se me hace extraño que el examen sea siempre tan largo conmigo…
—A veces la causa de la esterilidad se debe a la falta de respeto por las leyes de la
pureza —respondió mi madre—. ¿Te has puesto el paño bien a fondo?
—Sí.
—¿Has contado siete días?
—Sí.
—¿Estás segura de que el paño está completamente limpio, sin manchas negras ni
amarillas? ¿Estás segura de haber respetado las leyes de la pureza?
—El otro día descubrí una mancha en mi ropa interior, pero no tuve la sensación
que siento normalmente durante la menstruación.
—¿Qué hiciste?
—Fui a casa del Rav y le enseñé la mancha.
—¿Y qué te dijo?
—Me dijo que esa mancha no era ilícita porque no iba acompañada de la
sensación física específica de la menstruación.
—Entonces ¿estabas en período de impureza?
—El Rav me recomendó que procediera al examen ritual, es decir, que me pusiera
un paño en el interior de la vagina. Si salía manchado de sangre, estaba en período de
impureza. Si no, no.
—¿Y bien?
—No había sangre.
—¿Se lo contaste a tu marido?
—Sí. Pero Natán dice que no tenemos derecho.
—Pero…
—Dime cuántas mujeres ves así cada día.
—No lo sé… Cuarenta, cincuenta a veces…
—¿Soy guapa y deseable?
—¿Cómo?
—Mi cuerpo… ¿es feo comparado con el de otras mujeres?
—¡Dios mío! ¡Lo que hay que oír!

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Bajé por los peldaños del baño hasta que el agua cubrió mi pecho. Después sumergí
siete veces la cabeza. De esta manera me purifiqué, para volver al lado de mi marido
tan pura como el día de mi boda, para transformarme en otra mujer, para volver a
empezar con él nuestra historia desde el principio.
La mujer se transforma en otra cada mes, como la luna, que crece nuevamente
pasados treinta días. Y el hombre la puede ver como una mujer nueva. Es agua de
manantial, es agua de lluvia, y el agua del cielo se une con el agua de la tierra porque
es el agua de la creación. En el fondo, muy en el fondo, veo el manantial, la unión
con toda existencia. En el fondo, muy en el fondo, hay silencio, un silencio absoluto.
Mi cuerpo cubierto por el agua vuelve a nacer. Con un corazón iluminado, me acerco
al mandamiento de la inmersión; quiero ser fiel a tus leyes, quiero rogarte que me
limpies de todo pecado y de toda transgresión, de toda tristeza y de todo dolor.
Mi corazón palpitaba de emoción.
«Como la rosa entre las espinas, así es Israel. ¿Y qué representa? La comunidad
de Israel, como la rosa, es roja o blanca: vive ora en el rigor, ora en la clemencia».

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Capítulo 18

Salí de casa. Fui allí adonde no vamos nunca, a la ciudad nueva. Dejé mi barrio.
Caminé y caminé hasta el barrio impío. Allí, entré en la casa. Había una habitación
donde se amontonaban periódicos indecorosos. Aparté la mirada. Para nosotros está
prohibido tener revistas, libros e incluso radios. Para nosotros está prohibido
interesarse por lo que pasa fuera. No podemos ir al cine, para no tener la tentación de
cometer malas acciones.
En aquella sala silenciosa, pensé en mi matrimonio, en mi noche de bodas…
Sabía que no tenía derecho a encerrarme en una habitación con un hombre. Y menos,
desnuda. El hombre no tenía barba ni papillotes. Debía de tener unos cuarenta años.
Era bastante alto, tenía las mejillas blancas, el pelo corto y los brazos descubiertos.
Sabía que no tenía derecho a hacer lo que hacía. Ni el profundo desasosiego en el
que estaba justificaba que yo violara así la ley. Me desabroché la camisa blanca, me
quité la falda y las medias beige. En un momento me quedé en combinación delante
de él. Me miró y me dijo que me desvistiera.
Me quedé desnuda delante de aquel hombre, como nunca lo había estado delante
de mi marido. Estaba allí, delante de él, a plena luz. Me acosté en la camilla y me
miró. Me preguntó si era la primera vez que hacía aquello. Sí. Me dijo que no era
nada y que tenía que relajarme. Me palpó los senos. Después me dijo que tenía que
separar las piernas y, una vez más, me comentó que tenía que relajarme. Nunca
hubiera pensado que alguien que no fuera Natán pudiera tocarme así.

—Ahora ya puede vestirse —me dijo el hombre.


Me vestí y me senté delante de él.
—Vuelva mañana para el resultado de los análisis.
—No puedo —le dije.
—En ese caso, espere aquí hasta esta tarde. Volveré para hablar con usted.

Fui a la sala de espera. Esperé y esperé.


Vi cómo las mujeres llegaban. Tenían el pelo corto, como yo bajo mi pañuelo.
Algunas estaban embarazadas. Otras estaban muy delgadas y eran muy jóvenes. Unas
reían, otras lloraban. Algunas, vestidas con faldas y blusas de manga corta, leían
periódicos que nosotras no teníamos derecho a leer. Tres horas más tarde el médico
me llamó.
—No hay ningún problema —dijo.

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—No lo comprendo —le respondí.
—Usted no es estéril.
Me quedé sin palabras mirándolo fijamente. Y él repitió:
—Señora, usted no es estéril. Todo es normal. Así lo indica el resultado del
examen médico.
—No lo comprendo…
—Usted no tiene ningún impedimento para tener hijos.

Fui para saber, pero no para saber aquello.


No fui a verlo para que me diera aquella noticia. Pensaba que quizás existía un
medio para curar mi esterilidad. Que mi marido fuera estéril, y no yo, era una noticia
que me aterrorizaba. No podía decírselo, claro está, porque no me estaba permitido ir
a consultar a un médico. Y aun cuando hubiera podido, no lo habría hecho. No quería
que se sintiera responsable. No deseaba que se sintiera humillado. Estaba triste,
todavía más triste y desamparada.

Fui al Muro. Llevé la foto en la que lo vi por primera vez. La doblé y la introduje en
uno de sus agujeros.
Después me fui a casa. Natán ya dormía. Me acerqué a él. Con cuidado, con
mucho cuidado, lo desperté.
—Esta tarde he estado en el mikvé.
—Sí.
—Ya no estoy en período de impureza.
—Estoy agotado —respondió—. He tenido un día difícil y quiero dormir.
Y apagó la luz.

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Capítulo 19

Al día siguiente, ordeno la ropa blanca del armario donde también hay libros y
documentos. Estoy haciendo un poco de sitio cuando, de pronto, al levantar algunas
carpetas, me encuentro con el acta de divorcio que Natán dejó ahí.
Bajo mis pies, el suelo todavía tiembla.

Reúno fuerzas, ordeno mis cosas, voy poniendo poco a poco mi ropa, mis medias y
mi libro de oraciones en una maleta. De pronto, encuentro un pequeño chal de
oraciones: es el de un niño. Lo miro y en ese momento llega Natán.
Desde el umbral de la puerta, su mirada se posa en la mía. Tengo cogido el
pergamino. Se lo alargo. Me lo devuelve. Con las manos temblorosas, me lo
devuelve.

Sí, así sucede: su mirada, desde el umbral de la puerta, se cruza con la mía. Nos
miramos hasta el fondo del alma. Miro el pergamino: letras borrosas, letras negras
agrandadas, letras de fuego. Se lo doy. Mis dedos tiemblan, no puedo contenerlos.
Mis hombros también. Todo mi cuerpo se estremece. Me toma entre sus brazos. Nos
quedamos así durante un buen rato, bajo el umbral, abrazados fuertemente, con amor
y piedad.

Así pues, me voy con la maleta a casa de mi madre. Vuelvo a ocupar mi habitación,
mi habitación de soltera. Sueño estirada en la cama. Descanso. Oigo la sangre latir en
mis venas, siento dentro de mí tanto cansancio que creo soportar la carga del mundo
sobre mis hombros. Levantarme de la cama me parece un esfuerzo insuperable.
¿Hasta dónde me hundiré?
Natán ya no está a mí lado. Ya no se pone las filacterias. A mi alrededor, ya no
hay nada. ¿Dónde estoy? ¿Qué hacer? Estoy sola. Soy una mujer repudiada. Un
hombre nacido para el mundo entero no está interesado en comprometerse en la unión
de un matrimonio estéril. Su santidad. Eso es lo más importante. Su elevación
espiritual. Pero ¿cómo puede aceptar separarse de mí? ¿Cómo puede creer en la
elevación si se nos separa así?
Me despierto, enrojecida por las uñas que me clavo en la piel. Sufro por la
vergüenza que no quiero que él padezca. Tengo la impresión de haberme convertido
en un monstruo para los demás. Todo el mundo me mira, me señala, me critica.

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Lo hago todo para olvidarlo. Me refugio en la oración e invoco el nombre de
Dios. Digo: Mi amparo es Natán. Mi roca es él. Y mi felicidad. Mi auxilio al
amanecer es él. Mi luz es él. Sólo él puede levantarme el ánimo. Sólo él puede
hacerme tan feliz como una madre de familia. Hace que me sienta fuerte y segura. Es
mi albor al amanecer, mi llama secreta en las tinieblas.
¿Cómo olvidarlo cuando lo deseo? Deliro noche y día. Lo deseo todavía, lo he
deseado desde el primer momento, es mi oración nocturna. Y estoy celosa, y los celos
me devoran. Estoy resentida con él. Él es quien lo ha roto todo; ha roto nuestro amor,
ha roto su promesa. Ya no me ama. Él cree que ya no le sirvo para nada. De modo
que me tira, se deshace de mí, avergonzándome en público. Lo teníamos todo y lo
hemos perdido.
Nuestra madre dice que cuando un zorro cae en una trampa, se corta la pata con
los dientes para liberarse. Pero yo no puedo perderlo. No puedo separarme de él.
Quiero verlo. Lo espío. Estoy ahí, en la puerta de la sinagoga. Me pongo delante de
sus ventanas, mis ventanas. Miro las sombras porque soy una sombra. Me escurro en
la noche indefinidamente. Yerro por las calles de Meah Shearim, sin rumbo. Ya no
tengo casa. Ya no tengo a nadie. Mi cuerpo me duele de tanto pensar en él. Lo añoro,
sí, y mi carne lo añora. Lo deseo y este deseo me abrasa la piel.
Me levanto con lentitud. En la cocina de mi madre hay platos sucios en el
fregadero. Agrupo las tazas de café y las pongo unas encima de las otras. Cojo la pila
inclinada de las tazas y el recipiente de café vacío que está sobre el sencillo parqué
despojado de barniz y lo pongo todo en la cubeta. Lavo los platos. El contacto con la
vajilla me produce un efecto extraño. Las lágrimas se deslizan por mis mejillas, sin
parar. El agua, que está ardiendo, cae en las tazas. Sigue y sigue saliendo y lloro a
lágrima viva como el agua que corre.
Me habría gustado tanto que hubiera estado aquí…

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Capítulo 20

Mi hermana Noemí ha venido a visitarme. Se mete en la cama, a mi lado. Me acaricia


el pelo, los ojos, las mejillas. Sus pequeños ojos oblicuos ya no sonríen. Sus
pequeños luceros sesgados ahora están tristes y atormentados.
—¿Sabes lo que dicen? Dicen que la próxima semana se celebrará mi boda con
José.
Se levanta y esboza un paso de danza. Después coge una muñeca y da vueltas
alrededor como si las diera alrededor del esposo, siete veces alrededor de la torre que
es el prometido de la prometida, el esposo de la esposa.
—¡Mi boda con José!
De repente, se deja caer en la cama con su muñeca desmembrada.
—Es lo que dicen, pero… ¿sabes una cosa? Soy una chica maja, ¿no? Bueno, de
acuerdo, no me gusta mucho cocinar ni limpiar la casa pero… pronto aprenderé
contabilidad como tú para ganar dinero con el fin de que mi marido pueda estudiar. Y
me cortaré el pelo y me pasaré la vida embarazada y… Voy a entregarme a Jacob
antes de la boda. Así José verá que ya no soy virgen y me repudiará. Vas a ayudarme,
¿no?
Un llanto afligido recorre su cuerpo menudo y delicado. La rodeo con mis brazos
y la beso.
—Muy bien —dice—. Esto es la morada del demonio, la guarida de todos los
pájaros de mal augurio que sacian la sed de las naciones de su vino de furor. Odio a
Sus criaturas. Odio Su creación. ¡Lo odio!
No le he respondido.
—Dime, dime cómo es la primera vez… ¿Cómo fue tu primera noche con Natán?
Explícamelo. Nunca me lo has explicado.
Me acaricia y me ata el pelo con ternura. Sus pequeños ojos rasgados sonríen
inquietos e insistentes.
—Cuéntamelo.
—Por la noche —le he murmurado al oído—, me reuní con mi esposo en la
cama… Me desabrochó el vestido blanco, me quitó la combinación… Nos quedamos
juntos, acostados en la cama de la alcoba…
»Mi marido se quitó los zapatos negros que albergaban sus pies, después, las
medias negras… Hizo caer el pantalón… Se quitó la camisa blanca, y bajo la
camisa… Dudó antes de quitarse el pequeño chal de oraciones: es el signo de la
Alianza… No conocía la ley en ese aspecto… Se había anudado el cordón alrededor
de la cintura para que la parte directiva del cuerpo y la parte prosaica se separaran…
Lo deshizo y apagó la luz… Estábamos en la penumbra…

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—Y entonces, qué.
—Empezó a hablarme, alabando mi corazón y apaciguando mi alma. Me dijo
palabras que me condujeron al deseo, a los abrazos y al amor. Mi cuerpo se sintió
atraído por sus palabras de gracia y seducción. No me forzó. Me acarició el cuerpo y
me conoció. Se introdujo en mí por la vía del amor y del consentimiento.
Me callo. Sus ojos pequeños y sorprendidos me miran fijamente.
—Levántate Raquel —me ha dicho mi hermana—. Levántate.

Me levanto. Camino por la calle, por mi calle, hasta llegar bajo su ventana, mi
ventana. Quiero decirle que vuelva a mí y que sea mío, o más bien no: más bien
quiero decirle que no debe volver a casarse, que debemos estar juntos, que no
tenemos elección, pero de mi boca no salen palabras y no puedo decir nada, no puedo
hablar. Quiero decirle que busco consuelo a su lado. Quiero decirle que ya no tengo
nada, que estoy a merced de todos. Y busco protección en mi marido, pero ya no
tengo marido. Quiero decirle todo esto pero no puedo porque no salen palabras de mi
boca y mi boca es estéril.

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Capítulo 21

Hoy es el día de la boda de José y Noemí. Bajo la carpa, los novios se reunirán con el
Rav y mi madre. El novio ofrecerá a la novia una alianza. Después beberán juntos la
copa de vino. La esposa, según la costumbre, dará siete vueltas alrededor del esposo y
la fiesta empezará.
Lo recuerdo. Veo a los novios juntos bajo la carpa, con el Rav, mi padre y mi
madre. Veo al novio ofrecer el anillo a la novia, los veo beber la copa de vino. Veo a
la esposa y al esposo y veo, sí, veo a la esposa dar siete vueltas alrededor del esposo,
su esposo, y la fiesta que empieza. Los hasidim bailan, bailan a su alrededor la danza
del amor, la danza del olvido, la danza de la muerte.
Veo romperse la copa. Ya no sé qué me recuerda.
Antes de la boda, todos se ponen alrededor del Rav y éste habla. Y anuncia: «El
pueblo que andaba en las tinieblas verá una gran luz. Él está ahí, pronto estará ahí,
entre nosotros, os lo digo, os lo prometo». Así habla el Rav.

Todos esperan la llegada de la novia. Pero la novia no llega.


Antes de la boda, Noemí se ha levantado. Se ha vestido. Se ha pintado los labios.
Se ha desordenado el pelo, su bonito pelo que se había cortado para la boda. Se ha
doblado las mangas como las mujeres en la sala de espera del médico. Después se ha
mirado al espejo y ha rechinado los dientes.
Ha salido. Ha caminado y caminado sola por al calle. Ha llegado al barrio impío.
Ha entrado en un bar. En esa atmósfera llena de humo, los hombres y las mujeres
hablaban. Una mujer maquillada cantaba. Los hombres la escuchaban.
Una mujer la ha mirado. Noemí se ha dirigido hacia ella.
La mujer se le ha acercado y le ha tocado el pelo.
—Y bien, guapa, ¿quieres divertirte? Ven, que te voy a presentar a otros dos o tres
desvergonzados.
Cuando Jacob ha llegado, mi hermana Noemí se ha dirigido hacia él, lentamente.
Ella le ha tendido la mano. Es a él a quien quería ver.

Cuando volvió a Meah Shearim, era demasiado tarde. José la esperaba en el umbral.
—¿De dónde sales? ¿Has visto la hora que es? —le dijo.
Ella no le respondió.
—¿Dónde está tu pañuelo? ¿Y tu vestido de novia?
Ella no le dijo nada.

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—¿Vas a decirme de dónde sales o qué? ¿Vas a decírmelo?
Él la cogió por el brazo.
—¿Qué te pasa? ¿Quieres arruinar nuestras vidas? ¿Sabes lo que se les hace a las
mujeres adúlteras? —le gritó—. ¿Lo sabes? ¡Puta!
Tenía los ojos tan negros como un profundo abismo.
Se acercó a ella.
Ella lo miró sin miedo.
—¡Juro ante Dios que voy a matarte!
Entonces mi hermana Noemí vino a nuestra casa. Vino para verme y contarme su
historia. Me besó y se fue con Jacob. Era a él a quien quería.

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Capítulo 22

Por la noche, sueño con Natán, lo llamo. A mi alrededor arden las llamas. Mi corazón
alberga la sonrisa de sus labios, como el día en el que lo vi por primera vez… Fue en
nuestra boda. Di siete vueltas alrededor de él sin dejar de mirarlo y le sonreí… El
hombre con el que me casé… Un rayo luminoso se posó sobre nosotros mientras nos
abrazábamos en la alcoba. La ventana pequeña estaba entreabierta, la cortina
palpitaba suavemente y corría aquel viento, la brisa de Jerusalén. Sin Dios, el hombre
y la mujer son llamados a consumirse mutuamente. Pero si dejan entrar en sus vidas
al Nombre, pueden formar un todo único, enlazados por el vínculo invisible que crea
una unidad, una unión eterna.

Recuerdo nuestra noche, nuestra noche de bodas. Tenía miedo del hombre que iba a
adentrarse en mí. No sabía qué hacer con mi esposo, no sabía qué decirle: ¿que tenía
miedo, que estaba aterrorizada o ésas son cosas que no se dicen? ¿Era normal? ¿Era
extraño? A los dieciséis años ya no era tan niña. Salvo mi madre, nadie había visto mi
cuerpo. Tenía miedo de que mi esposo me mirara y de que me tocara, sobre todo en
mis partes íntimas. La idea me parecía insoportable y a la vez producía en mí un
cierto escalofrío.
Por la noche, estaba en la cama con mi esposo. Me desabrochó el vestido blanco y
se quitó la camisa. Estábamos juntos, acostados en la cama de la alcoba.
Como todo el mundo, mi marido tiene largos tirabuzones a ambos lados de la
cara.
No se quita ni de día ni de noche el capelo de terciopelo negro que cubre
ampliamente su cabeza, ni cuando se pone el sombrero.
Estábamos en la penumbra: la desnudez de mi marido podría haberme asustado.
Sin embargo, verlo así me causó un sentimiento de sorpresa, pero no de miedo. Mi
corazón se sintió atraído por sus palabras halagüeñas y seductoras. Mi cuerpo se
acercó al suyo.
Seguí un cursillo para mujeres que van a casarse. Conocía todas las leyes. El
hombre tiene que estar encima de la mujer, uno frente a otro. La habitación, a
oscuras. El hombre tiene prohibido besar a la mujer en sus partes íntimas. Y algunos
prescriben que hay que estar vestidos. Sin embargo, dicen que nosotros, los
fundadores de la Torá, pensamos que Dios lo ha creado todo según el decreto de Su
sabiduría y, por consiguiente, no podemos pensar que ha creado algo feo o vil. Esto
es lo que nuestros sabios declararon: «En el momento en el que el hombre se une a la
mujer en la santidad, la presencia divina está entre ambos».

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Por la noche, estaba en la cama con mi esposo. Me desabrochó el vestido blanco y se
quitó la camisa. No me forzó. Me acarició profundamente. Su corazón sobre mi
corazón tenía el color de la arena, el color de la miel, el color del día. Era blanco
como las noches, las noches de amor al terminar el simple y cotidiano día, como la
espuma blanca del agua. Era grato y tierno, como el agua que baña el cuerpo
purificado. Brillante como la corladura. Radiante bajo el fulgor del alba.
Fue en la penumbra. Se me acercó, me acarició suavemente, me recostó. Sentí su
alma. Mi cuerpo, ligero, se elevó poco a poco por encima del mundo. Volé, me paré y
floté. Me dijo: «Abre los ojos». Y los abrí. Me dijo: «Mírame». Y lo miré. Me dijo:
«Raquel, te quiero para siempre».

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Capítulo 23

Paciencia, paciencia, Amado mío, estoy ahí, voy a reunirme Contigo, voy hacia Ti.
Yerro por las calles. Pronto llegará el alba. Ya es hora de que vaya a rezar. La
oscuridad ha dado paso a la luz y apunta el día. Los leones dorados, sentados, se
alejan, se alejan, se alejan. El macero pasa por entre las filas y se dirige lentamente
hacia el Arca Santa. Se para, se pone el chal en la cabeza, coge la cortina con la punta
de los dedos, se la acerca a los labios y la corre despacio. Lentamente, ase los
batientes del Arca Santa.
Enfrente de mí está Natán al que miro emparedada detrás de la celosía, con las
manos aferradas a la madera. Pienso en él, en todos los sueños en común, en el niño
deseado. Me dejo llevar por el ensueño, no lo puedo evitar. Miro cómo reza Natán;
ahora que rece, que se refugie en la oración, que se eleve solo ya que no ha podido
hacerlo conmigo, que acceda a la cima de la colina, solo, tal y como él lo ha querido,
que descubra por sí mismo si allí arriba, bien arriba, obtiene lo que creía ver desde
abajo, sin mí. No lloro, es el final: me han amado, amado y adorado, amado y
seducido, tiempo atrás, lo recuerdo, tiempo atrás, tiempo atrás…
He tirado toda mi ropa, he tirado mi ropa y también he pedido limosna con la
mirada, he perseverado ante la más mínima esperanza, he incensado, he esperado, he
dejado de esperar, he lavado la herida, esa gran sed de amor, he luchado, he contenido
las lágrimas, he cambiado, he reaccionado, he envejecido, he dado todo lo que ya no
tenía, lo he abandonado todo, lo he perdido todo, lo he abandonado todo, no tenía
miedo, lo he cambiado todo, incluso yo misma he cambiado, he vivido en los
recuerdos, no he renegado del pasado, he seguido el hilo de la memoria, he
propagado las palabras de amor, he meditado durante mucho tiempo sobre la muerte
del amor, he amado tanto, tanto, y lo he perdido todo. Camino en la oscuridad, ya no
me quedan más fuerzas. Nos vamos deprisa, de repente, o bien no nos vamos nunca,
nos vamos sin avisar, la masa aún no ha subido, el pan de libertad es un pan ácimo,
un pan blanco y plano, un pan sin gusto, como la libertad lo es al principio, un pan de
sufrimiento, nos liberamos de nuestras cadenas, por la noche y sin avisar, nos
liberamos brutalmente o de ningún modo, y a mí el frío me ha sorprendido, y es el
final del amor, me han amado, es el final del amor, amado y adorado, es el final del
amor, amado y repudiado.

Y así, mi padre, que está de cara al Arca Santa, se da la vuelta para dirigirse al centro
de la sinagoga. Y desde allí quiere hablar, decir algo, pronunciar un discurso, pero los
hasidim no lo escuchan y sus caras no prestan atención a las palabras de un macero.

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Pero mi padre, el macero, habla. Se expresa ante todos. Habla de la Torá y del
santo Mandamiento de unión entre el hombre y la mujer. Afirma con vehemencia que
Dios está presente cuando el hombre se une a la mujer en matrimonio y que nadie,
no, nadie, puede separar a la mujer del hombre con el que comparte su vida.
De modo que todos callan y escuchan las palabras del alterado macero. Todos,
excepto el Rav, que se vuelve para mirar a su hijo.

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Capítulo 24

Mañana se celebrará la boda de Natán y Lía, hija de Rubén. Los novios se reunirán
bajo la carpa, su carpa blanca, blanca como el Shabbat, blanca como el abrazo de los
esposos durante el Shabbat, blanca como la paz del Shabbat. Blanca como la harina
que amaso para hacer los panes del Shabbat, blanca como la masa, que se me pega en
las manos cuando intento hacer una bola compacta para el pan y que sube una vez
fermentada. Sí, blanca como esa masa que hago para el pan del Shabbat y que trabajo
sin descanso para darle una forma aún más bonita, redonda y perfecta. Blanca como
la llama de las velas que merma antes de azulear. Blanca como el sebo que se derrite
alrededor de las mechas viviendo su último instante, como las llamas de las velas que
se alargan, y las mechas que se doblan, y el resto de sebo que se funde y se desliza
hilo a hilo, en la noche del Shabbat. ¡Que la oscuridad se instale, que las sombras se
agranden y que las parejas se abracen! Blanca como el agua del baño ritual que me
cubre los hombros y el pecho, y la espalda, que hay que examinar para ver si no hay
rasguños, rojo sobre blanco, y pásame, pásame una vez más la mano por la planta de
los pies y por las uñas de las manos, y pásame, sí, pásame una vez más la mano por la
espalda. Sí, me he puesto el paño bien a fondo, sí, he contado siete días, sí, el paño
estaba completamente limpio, sin mancha. ¿Por qué el examen dura tanto conmigo?
Dueño del mundo, practico, con toda mi buena intención, el cumplimiento de la
ley de la inmersión para obtener la pureza. La busco. Quiero ser fiel a Tus leyes.
Como el agua del baño que me purifica, rezo para lavar mis pecados y mis faltas, y de
este modo, toda la tristeza que habita en mí. Me sumerjo en tu agua blanca, cierro los
ojos, me quedo en el fondo, muy en el fondo, porque ya no quiero volver a subir; las
grietas negras de la cisterna y el agua clara son mi chal, mi chal de oraciones… En lo
más profundo, me cubro con el chal de agua, de rayas negras o azules, como los
renglones trazados en una hoja blanca. Cojo los flecos y cuento el número de nudos y
de ribetes: veintiséis.

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Capítulo 25

De mi boda no queda más que la sábana. Me la he traído. La miro con atención. La


cojo, me estiro cuan larga soy en la cama y me la pongo encima. Cubierta con la
sábana, me levanto. Otra mujer en mi lugar, en mi casa, en mi cama, con mi marido.
Me es insoportable. Sus brazos blancos, tan blancos, su torso blanco, su vientre y
después todo lo demás…, a través de la sábana, todavía los veo, los siento en mi
cuerpo. La sábana tiene su olor, el olor de su cuerpo.

Es medianoche. Me levanto y camino como una sonámbula. Yerro por las calles.
Caminando, sueño con él, lo llamo desde mi corazón, donde todavía albergo la
sonrisa de sus labios, como la que descubrí cuando lo vi por primera vez. Sí, un rayo
de luz, que nos iluminaba con su blancura absoluta, se posó sobre nosotros.
Hace diez años. Me acuerdo de mi noche de bodas. Mi sangre salpicó el vestido.
Lo lavaré, sí, lo lavaré en un lugar santo. Me he vuelto a poner el vestido de lino. El
fuego del altar arde sin consumirse, así lo exige el precepto. En el lugar donde él me
amó, me inmolaré y así estaremos juntos por toda la eternidad.
Así transcurre la vida, unas veces blanca, otras veces roja. Blanca como la flor de
lis como la alcoba como la piedra blanca de Jerusalén. Roja como la fruta roja como
el sol erubescente roja como la cólera roja como la sangre que cubre las sábanas
blancas. Blanca como las sábanas y los velos del matrimonio… Blanca como el alma
de mi marido, hilo blanco con el cual tejí mi vida. Blanca y roja como la sábana como
el velo agujereado el sudario que envuelve mi cuerpo para siempre. Blanca como la
frente lívida de la mujer abandonada, como el sudario, su sábana, como la cortina
sobre nuestra cama de matrimonio,
velo sábana vestido femineidad
canto y alma
así soy yo.

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Capítulo 26

Paciencia, paciencia, Amado mío, estoy ahí, voy a reunirme contigo, te deseo, quiero
morir de amor. Salgo, me cuelo por las calles estrechas. Soy casi un fantasma. Ya no
quiero hablar ni responder. Me encamino hacia el silencio. Caminando sueño contigo,
desde el fondo de mi corazón te llamo. En mi corazón habita la sonrisa de tus labios,
blanca como el Shabbat, como las cien puertas hieráticas, como la piedra de
Jerusalén, como la luz del signo inefable.
Me levanto, camino, es medianoche, voy a mi casa, a tu casa, a nuestra casa, me
acuesto a tu lado, en la alcoba, en mi sitio, en su cama, mi cama, nuestra cama. Tus
brazos blancos, tan blancos, tu torso blanco, tu vientre, tus manos, los beso. Me estiro
cuan larga soy a tu lado, estrecho tu cuerpo. Ya no quiero volver a levantarme, aspiro
a la muerte y la muerte me ansia, no puedo luchar, me arrastra una gran fuerza, quiero
morir, quiero morir, ya que sólo la muerte puede igualar nuestro éxtasis y nuestro
éxtasis fue fuerte como la muerte, voy a estirarme, subyugarme, apagarme cerca de ti,
mi último aliento será para ti, oh, tú, mi luz, me sumerjo en las profundas aguas de
tus besos, me quedo en el fondo, muy en el fondo, donde el agua es clara como el
chal de oraciones, veo cómo me cubre, cómo me absorbe, cómo me arrastra para no
volver más, paciencia, ya voy, en la nave de arcilla puesta en franquía, arrebatada por
el torrente de lágrimas secas,
me adentro hacia la oscuridad, voy hacia ti,
una vez más, déjame beberlo una vez más, el vino del amor, el vino de la muerte,
déjame colarme en la alcoba que es nuestra carpa, nuestra carpa de citación, por la
noche hasta el alba, que me queme, que el fuego del altar me lleve, me he quitado el
vestido de lino, estoy cerca de ti, estamos juntos para siempre, así ha transcurrido y
terminado mi vida, blanca como los velos del matrimonio, como la cisterna de lluvia,
el cuerpo que cubre mi cuerpo, unida a mi Amado, en su interior, así muero de amor
así muero

* * *

ebookelo.com - Página 52
ELIETTE ABÉCASSIS (Estrasburgo, 27 de enero de 1969) es una escritora,
ensayista y cineasta francesa.
Nació en una familia judía sefardí de origen marroquí. Su padre, Armand Abécassis,
profesor de filosofía en la Facultad de Burdeos, es uno de los mayores pensadores
contemporáneos sobre el tema del judaísmo. Es el autor de la obra Pensamiento judío.
Crece así, Eliette siendo muy practicante en un ambiente de religión y cultura judías.
En 1993, consigue la licenciatura en filosofía en la Facultad Herni IV de París y en
1996 publica su primera novela Qunram. Una novela policiaca metafísica, donde un
joven judío ortodoxo investiga sobre unos misteriosos homicidios relacionados con la
desaparición de manuscritos del Mar Muerto. Tendrá un éxito inmediato. Se venden
más de 100 000 ejemplares y el libro se traducirá en 18 idiomas.
Un año después publica El oro y la ceniza y comienza a impartir clases de filosofía en
la facultad de Caen.
En 1998 se traslada durante 6 meses al barrio ultra-ortodoxo de Mea Shearim en
Jerusalén, para escribir el guión de Kadosh, una película israelí de Amós Gital que
fue nominada en el Festival de cine de Cannes para el mejor guión. En esta historia se
inspiró para su novela La repudiada (2000).
En marzo de 2001 recibe el premio de los Escritores Creyentes (concurso creado en
Francia en 1979) y en junio de ese año se casa en Jerusalén.

ebookelo.com - Página 53
Notas

ebookelo.com - Página 54
[1] Miembro del hasidismo, comunidad judía ortodoxa influida por la Cábala y de

carácter profético. Visten siguiendo un estricto ritual y viven en comunidad. (N. de la


T.) <<

ebookelo.com - Página 55
[2] Intérprete y estudioso de la Torá y el Talmud, jefe espiritual de los hasidim, de

notable influencia. (N. de la T.) <<

ebookelo.com - Página 56
[3] Escuelas de estudios religiosos superiores. (N. de la T.) <<

ebookelo.com - Página 57
[4] Fiesta de la expiación o del perdón. (N. de la T.) <<

ebookelo.com - Página 58
[5] Sombrero de alas anchas que llevan los hasidim. (N. de la T.) <<

ebookelo.com - Página 59
[6] Cena que los hasidim hacen los viernes por la noche, después de la cual cantan y

bailan arrebatadamente. (N. de la T.) <<

ebookelo.com - Página 60
[7] Santuario donde se guardan las Tablas de la Ley. (N. de la T.) <<

ebookelo.com - Página 61
[8] Oración final del Yom Kippur. (N. de la T.) <<

ebookelo.com - Página 62
[9] Cuerno de carnero con el que se tocan durante la Neilah los cuatro sonidos de

purificación que indican el final del ayuno. (N. de la T.) <<

ebookelo.com - Página 63

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