La Repudiada
La Repudiada
La Repudiada
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Eliette Abécassis
La repudiada
ePub r1.0
Titivillus 23.04.15
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Título original: La répudiée
Eliette Abécassis, 2000
Traducción: Sacra Comorera García
Retoque de cubierta: Titivillus
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A mi hermana Emmanuelle
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Capítulo 1
Hoy tengo veintiséis años. Pronto hará diez años que estoy casada con Natán. Mi
hermana Noemí tiene veintidós años. Es una chica menuda de largo cabello castaño,
cutis oliváceo y ojos casi oblicuos. Tiene veintidós años y ya le ha llegado la hora de
casarse. Pero ella no está enamorada de un hasid[1]. Ama a Jacob, que ha dejado
nuestro barrio, y lo ama desde que tenía dieciséis años. La hora de casarse ha llegado
y Jacob es el hombre con quien se quiere desposar, es él quien ha seducido su
corazón. Pero aquí no queremos saber nada de él porque se fue a cumplir el servicio
militar. El Rav[2] dice que es una abominación servir a este país, al que rechaza
nombrar, porque rechaza su existencia antes de la venida del Mesías.
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porque somos pobres ante el Eterno. Entren pues, si quieren ver al hombre de negro.
Detrás de la puerta de su casa hay un rollo que besa. Bajo su ropa lleva un chal de
oraciones, en la cabeza, un sombrero, ante él, una dinastía, detrás de él, una cola de
hijos. Escondido por los pasillos y por las puertas secretas de su alma, así es el hasid.
Aquí, en nuestro país, no nos casamos por amor. Nos casamos gracias al alcahuete. El
amor aparece tras años de vida compartida, los hijos y todo lo cotidiano es lo que teje
lazos de unión entre las personas. Por eso nunca había visto a mi marido antes de la
boda. Pero en cuanto lo vi, en la carpa blanca de los esposos, el suelo tembló bajo mis
pies, su amor me prendió. No sabía si era el miedo o la emoción. Después comprendí:
el amor, para mí, fue nuestro primogénito.
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Capítulo 2
Todo había sido dispuesto por un alcahuete, que me dio una fotografía del hombre
con quien me iba a casar. Una o dos veces había hablado con él por teléfono.
Intercambiamos algunas palabras. Su voz era bonita, grave y profunda; su timbre
sensible. Del resto se ocupó José, el asistente del Rav. Sólo se necesitaron tres meses
para ultimarlo todo.
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fervor. Bailaban juntos, pegados unos a otros, ondulando sus cuerpos en locas
cadencias. A veces, uno de ellos se separaba del grupo y se movía solo, en medio del
círculo.
Una celosía separa los hombres de las mujeres. Nosotras, que estamos detrás
apretujadas unas contra otras, observamos a los hombres pero no bailamos. Veía sus
caras, oía los gritos que acompañaban los bailes, y la inquietud y la alegría que
expresaban. Mi mirada se mezclaba con las voces desnudas de sílabas; la melodía
danzaba, daba vueltas y cantaba, sin palabras, sin la traba de las palabras, y aquel
silencio envolvía mi silencio.
El hombre que bailaba delante de mí intentaba, con movimientos amplios y
lentos, fascinar a su compañero, hasta que acabaron por bailar juntos al mismo ritmo,
cada vez más deprisa, y yo miraba, y no podía separar mis ojos del hombre que
bailaba embriagado, del hombre que bailaba enloquecido: Natán, mi marido, con los
ojos cerrados, loco por el baile, deslumbrado por la Presencia, y yo lo miraba, y
estaba allí, siguiendo cada uno de sus movimientos, respirando cada uno de sus
suspiros y jadeando por éstos, uniéndome al ritmo de su cuerpo. Y él me miraba y yo
lo miraba mirarme, y me unía a él con el pensamiento, y estábamos unidos por el
baile para formar un solo cuerpo en la zozobra y sentir el aliento de Dios sobre
nosotros.
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Capítulo 3
Por la mañana, lo miro cuando se pone las medias negras, el pantalón negro, el
abrigo, lo miro cuando se ata los zapatos. Se pone el gran sombrero de fieltro y ya
está listo. A veces, procurando caminar detrás de él para no distraerlo, lo sigo hasta la
sinagoga. Me gusta ver el movimiento de su cuerpo, grave y decidido, de delante
hacia atrás, de atrás hacia delante. Me gusta verlo cuando se pone las filacterias. Me
gusta observarlo cuando lee la oración final, recitada a solas y en voz baja, con los
pies juntos y el cuerpo en dirección al Muro occidental. Me gusta cocinar para él. Me
gusta su manera de comer los platos que le he preparado, con apetito y
determinación. Conozco al detalle los pliegues de su boca. Conozco sus gustos: sé lo
que le agrada y lo que le disgusta. Sé que prefiere tomar café sin azúcar después de la
comida. Me gusta cuando conversa, comiendo, sobre ciertos textos estudiados esa
misma mañana o bien sobre la gente de nuestra comunidad. A veces lo observo tan
ávidamente que se estremece. Lo miro. Me observo en su mirada. Tengo los ojos de
color azul grisáceo, una frente grande estriada de finas arrugas y el pelo negro y
corto, que disimulo bajo un pañuelo. Cuando era pequeña, se rizaba en las puntas
como sus papillotes. Cuando me casé, empecé a ponerme un pañuelo. Las mujeres
casadas no deben gustar a otros hombres que no sean sus maridos. Por eso no
enseñan el pelo y se visten con sencillez. Mis pies van calzados con zapatos planos y
cerrados; mis piernas, ceñidas con medias gruesas, se esconden bajo mis largas
faldas. Rezo, preparo el Shabbat y cumplo con todas las leyes que conciernen a la
pureza ritual.
Mi marido estudia en la yeshivá, y yo trabajo con mi tío como contable. A través
del escaparate de la tienda de mi tío, veo a niños pasar sin cesar, soñadores o
socarrones, traviesos u obedientes, y sus papillotes enmarcan sus caras pálidas. Hay
también adolescentes vestidos con caftanes negros de seda brillante, con cordones
anudados alrededor de la cintura, sobre pantalones de satén; hay niñas con la cabeza
cubierta con pañuelos, con las piernas ocultas bajo sus vestidos, con los tobillos
ceñidos con medias de lana.
Así es como vivimos; así, como hemos vivido, durante diez años, mi esposo y yo,
hasta el día en el que todo cambió.
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Era la víspera del Shabbat, estábamos sentados a la mesa. Mi marido mojó el pan en
la sal, para la bendición ritual. Después tomó un pequeño trozo y se lo comió. Sin
abrir la boca, se dejó el pescado que le había servido. Miró el plato, pescado y
tomates, sin probarlo.
Le pregunté:
—¿Qué pasa Natán? ¿Por qué no comes?
Bajó la mirada y sus pestañas comenzaron a temblar. Empezó a comer,
lentamente. Los dos candelabros de la mesa estaban puestos delante de nosotros. Las
velas se habían consumido la noche anterior.
—Raquel, no deberías —dijo—. No deberías organizar esos encuentros secretos
entre tu hermana y Jacob. En la tienda de tu tío, además.
—Noemí y Jacob se aman desde hace muchos años. Nosotros también nos
amamos desde hace muchos años…
Natán no respondió.
—Conozco el fondo de tu alma —dije.
—¿Y qué ves dentro?
—Veo que sufres. Te preguntas si no vivimos en pecado. Todos tus amigos ya son
padres de tres o cuatro niños. La gente de la comunidad nos desprecia, los otros
estudiosos de la Torá se ríen de ti, se ríen de mí. Tú quieres un hijo, Natán, tú quieres
un niño. Si al cabo de diez años de matrimonio una mujer no tiene hijos, su marido
tiene derecho a repudiarla.
—Derecho —respondió Natán—. No deber.
Más tarde, preparé té y se lo serví en la cama. Abrió los ojos, sus labios se movieron
para pronunciar la bendición. «Bendito seas, Tú que lo has creado todo con Tu
palabra». Después se levantó, se volvió a vestir, cogió los libros de la Biblia. Volvió
la tapa del Pentateuco y abrió el libro del Talmud. Con la mirada, me indicó que
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debía alejarme. Lejos, detrás de mí, sobre las páginas amarillentas, las letras negras
bailaban.
Me senté en la cocina.
Agudicé el oído: mi marido leía.
«Al día siguiente Moisés se sentó para otorgar justicia al pueblo; y el pueblo se
mantuvo de pie alrededor de Moisés, desde la mañana hasta el anochecer».
Conocía esta historia y todos sus comentarios. Mi padre me los había enseñado
cuando era niña. Sí, conocía esta historia. Sucede al día siguiente del Yom Kippur[4],
al día siguiente del día en el que Moisés bajó de la montaña…
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Capítulo 4
Se dice que el Shabbat empieza mucho antes del viernes y acaba mucho después: tres
días antes, la casa se estremece con su llegada; son necesarios al menos tres días para
que su perfume se disipe en el ruido tumultuoso de la semana. El Shabbat es el día
santo, el día supremo del reposo del alma. En verano, el Shabbat resplandece de
belleza como el sol. En invierno, la paz del Shabbat nos envuelve en su abrigo
blanco.
Ese viernes, a la caída de la tarde, oí la sirena que anunciaba el inicio del
descanso. Los cantos rituales se escapaban de las casas para acoger a la prometida del
Shabbat. En ese momento todo se paró, pues no está permitido cocinar, encender la
luz ni trabajar en ese día santo.
Natán se vistió con la levita de satén negro y dejó la chaqueta larga de lana gruesa
que lleva durante la semana. Le ayudé a ponerse el shtraimel[5] en la cabeza, con su
gorra de terciopelo alrededor de la cual hay sujetas colas de marta cibelina. Los años
pasan y ya no es un hombre joven. Pero es todavía más bello que cuando lo conocí.
Algunas veces, al principio de nuestro matrimonio, yo me sentía inquieta. Otras, no
llegaba a concentrarme en mi trabajo. O bien se me quemaba la comida que estaba
preparando. Pensaba en él. La imagen de su cuerpo me asediaba durante la noche, me
asediaba durante el día.
Ese viernes cogió un libro y se sentó en el sillón del salón. Sus dedos seguían el
texto. Su boca pronunciaba las palabras de alabanza. Llevé un mantel y lo extendí
sobre la mesa. Su blancura reflejó en la habitación un rayo de luz.
Traje los dos panes trenzados, los panes del Shabbat, y los puse en el centro de la
mesa. Después los cubrí con un mantel individual blanco. Puse los dos candelabros
de plata sobre la mesa. Luego me acerqué las manos a los ojos para cubrirlos y
murmuré la bendición sobre las velas del Shabbat.
—Shabbat Shalom —me dijo mi marido.
—Shabbat Shalom —le respondí.
Juntos contemplamos las velas del Shabbat. Las luces temblaban. La primera
oscilaba, importunaba yendo de arriba abajo. La segunda era tan tenue que parecía
que iba a apagarse en cualquier momento.
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que el día del Shabbat no nos damos prisa. Por todas partes se oía: «Shabbat
Shalom».
Las mujeres iban juntas, detrás de los hombres, que discutían y sonreían. Los
niños, vestidos para la ocasión, jugaban a su alrededor.
Después de la oración, fuimos a casa del Rav, el padre de mi marido. La mesa estaba
puesta, con un mantel blanco y bonitos cubiertos de plata. Allí estaban el Rav, su
mujer, José, su asistente, Rubén, el amigo y confidente del Rav, su mujer y su hija
Lía. El Rav había invitado también a mi madre, Ana, a mis hermanas, Noemí y Nina,
al marido de Nina y a sus cuatro hijos.
El Rav recitó la bendición del vino. Todos los asistentes bebieron de la misma
copa. El Rav tomó los dos panes del Shabbat. Los levantó juntos, bendiciéndolos.
Después cogió un trozo de uno de ellos, lo mojó en sal y se lo comió. Enseguida cortó
el resto del pan y a cada uno le dio su parte.
Su mujer trajo el plato de pescado acompañado de salsa de rábano blanco. El Rav
se sirvió. Miró uno tras otro a cada invitado, tragando de vez en cuando, con lentitud,
un bocado. El Rav comió y todos nosotros lo consideramos con agrado. De repente,
levantó su mirada hacia Rubén y hacia su hija Lía. Era una chica joven de cutis
pálido, de grandes ojos soñadores y de labios finos, que solía mantener muy prietos.
Después, su mujer se fue, volvió con una botella de alcohol que descorchó y llenó la
copa de su marido. Los otros hombres se sirvieron igualmente. Los niños, silenciosos,
aguantaban la respiración mientras que el Rav, inmóvil, con la copa en la mano,
parecía perdido en sus pensamientos. De pronto, lanzó un suspiro, y todos suspiraron
desde el fondo de sus almas.
Se hizo un breve silencio.
—Mamá, cuéntame una historia —dijo Miriam, una de las hijas de mi hermana
Nina.
Y el Rav habló:
—El sexto día fue el de la creación del hombre. Dios lo creó a su imagen y
semejanza. Pero el hombre estaba solo y triste. Entonces Dios dijo: «No es bueno que
el hombre esté solo». Adormeció al hombre, tomó una de sus costillas y creó a la
mujer. Y el hombre exclamó: «La llamaremos mujer, porque ha sido tomada del
hombre».
—Y así fue dicho: por eso el hombre deja a su padre y a su madre para unirse a su
mujer, y se convierten en una sola carne —dijo Natán.
—Y así fue dicho: creced y multiplicaos —respondió el Rav.
Después se hizo el silencio.
El Rav se levantó y comenzó a salmodiar. Los hombres que estaban a su
alrededor lo imitaron poco a poco. Nosotras, las mujeres, no cantamos en público
porque la voz es como el cabello: un instrumento de seducción para el hombre.
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La mujer del Rav trajo un plato de carne que sirvió. El Rav se sentó de nuevo y
después empezó a llevarse la comida a la boca. Cada uno lo imitó, sin pronunciar
palabra.
Las velas estaban medio consumidas. El Rav abrió el libro de cantos del Shabbat
y entonó otro canto de ritmo pegadizo. Los hombres lo siguieron, golpeando la mesa
con el puño y el suelo con el pie para llevar el compás.
Su mujer trajo pastel de amapola, lo puso sobre la mesa y nos sirvió a todos. Las
llamas de las velas se debilitaban, alargando las caras con su sombra. Los ojos de
Natán brillaban en la penumbra. Miriam, al otro lado de la mesa, cerró los ojos como
si se adormeciera. Noemí, a mi lado, me cogió la mano bajo la mesa y me la apretó.
Los ojos del Rav eran como dos agujeros negros en medio de su cara.
—Tengo miedo —dijo la pequeña Miriam a su madre.
—¿Miedo de qué?
—De las sombras.
—Yo también —confirmó su hermana Débora.
Miré a Natán. Cortó la carne firmemente. Parecía absorto en la contemplación de
su plato.
Las llamas de las velas centellearon y se apagaron. El sebo se endureció alrededor
de las mechas prisioneras y el Rav dijo:
—Se revelará.
—¿Pero cuándo? —dijo Rubén—. ¿Lo sabes?
José, el asistente del Rav, aplastaba el pan haciendo pequeñas bolas con las
migas.
—Pronto.
Mi mirada se cruzó con la de Natán. Una lágrima caía lentamente por su mejilla.
En ese momento, Noemí extendió la mano para tomar agua. Debido a un gesto
demasiado rápido, derramó la copa de vino santificado por el Rav durante la
bendición.
Una mancha roja se extendió sobre la mesa.
—Es necesario que nos esforcemos en elevarnos hacia la santidad —dijo el Rav
—. Incluida nuestra familia.
La mirada del Rav se dirigió hacia mí. Todos los ojos se clavaron en el Rav, que
se levantó súbitamente.
Era medianoche, era la hora del Tish[6].
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Capítulo 5
Volvimos a la sinagoga, donde tenía lugar el Tish. Había unos cincuenta hombres,
vestidos con caftanes negros y con sombreros anchos de piel. El Rav se lavó las
manos, se sentó a la mesa cubierta con un mantel blanco. Los cantos empezaron,
lentos y recogidos, en la serenidad del Shabbat.
El Rav estaba sentado como un rey en el centro de la sala; todas las miradas
dirigidas hacia él tenían un brillo celeste.
Le trajeron un plato de pescado y lo probó. Los hasidim que lo rodeaban
observaban cada uno de sus movimientos, comentaban cada una de sus palabras,
asentían con la cabeza en cada una de sus bendiciones, cerraban los ojos para
concentrarse.
El Rav dirigió su mirada hacia su discípulo José, y entonces todos lo miraron.
El Rav miró a mi padre, el macero, y todos lo observaron a su vez.
El Rav consideró a Natán, mi marido, y toda la sala dio un largo suspiro.
Después de tomar un poco de pescado, el Rav pasó el plato a sus discípulos, que
comieron los restos, así lo quiere la costumbre.
Las voces humanas se expandían, fervientes, profundas. Los cuerpos se elevaban
con las almas. Natán bailaba y yo veía su cara que me miraba a través de la celosía.
Parecía poseído por el baile y feliz. Cuanto más giraba, más veía su cara, de cerca, de
lejos, y no dejaba de mirarme a pesar de la rapidez, y de pronto, sí, de pronto, su alma
se elevó, y súbitamente, sí, súbitamente, todo se volvió sombrío a mi alrededor.
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Capítulo 6
Al cabo de poco tiempo vino el Yom Kippur. La luz se elevó sobre la sinagoga; el
Arca Santa[7] lució bajo el astro de fuego. Mi padre Salomón, el macero, pasaba por
entre las filas, con un aire importante que le daba su barba larga y puntiaguda.
Envuelto en su levita, observaba a los fieles a través de sus gafas redondas de concha
negra.
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Capítulo 7
Cada mes es lo mismo. Lloro. Suspiro. Espero. Que mi ropa interior no esté
manchada de rojo. Y cada mes me duele el vientre. La sangre se escapa, sangro,
ruego, lloro. Mis lágrimas mojan el Muro occidental. Como una oveja abandonada,
así vago por las calles. Mis párpados tiemblan, mis piernas vacilan, mis ojos brillan
de dolor. Miro a mi alrededor, no veo a nadie que pueda ayudarme.
Mi madre, que es la guardiana del mikvé, el baño ritual, se avergüenza de mi
esterilidad. Cada mes, voy a bañarme en el agua de lluvia ya que, al cabo de siete días
sin mancha, la mujer debe sumergirse en el mikvé cuando cae la noche, después de
que tres estrellas se hagan visibles.
Me parece que expío algo. Sufro, vomito, me arrastro por el suelo, golpeo la cabeza
contra la pared. Me quedo acostada todo el día. Natán ha encontrado un nombre para
los días impuros. Me pregunta cuándo acabará «mi enfermedad». No se equivoca. La
impureza mensual es la enfermedad de la mujer estéril.
Pero sólo podemos volvernos puros porque somos impuros. Por eso la mujer se
eleva purificándose cada mes. Cuando todo termina, me voy al baño ritual, me
desvisto y, ayudada por mi madre Ana, me sumerjo en la cisterna de agua fría, con la
cabeza y todo: es un nacimiento.
—¿Todavía nada? —pregunta mi madre.
—Todavía nada.
—Pronto hará diez años.
—Lo sé. Si quiere, Natán puede repudiarme.
Después camino por las calles, veo a los niños a mi alrededor. Miro a los bebés en sus
cochecitos o en los brazos de sus madres. Veo los grupos de niños, a los pequeños y a
los mayores que llevan a sus hermanos y hermanas menores, incluso a los hermanos y
hermanas más pequeños. Otros se cogen de la mano, formando una cadena
interminable: pertenecen a la misma familia, son nueve y se llevan nueve meses de
diferencia. Yo tengo veintiséis años y todavía no he concebido a uno.
Sé que está escrito en el texto que el objetivo del amor físico es la procreación.
Sin embargo Natán y yo no tenemos descendencia. Pronto hará diez años que nos
casamos y soy una mujer sin hijos.
Por nuestro barrio pasan sin cesar niños, responsables o soñadores, alegres o
tristes, tranquilos o alborotadores, niñas de ojos grandes y niños con papillotes
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rodeándoles la cara sonrosada. Sí, en mi calle hay niños de todas las edades y yo no
tengo hijos. Soy una mujer estéril.
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Capítulo 8
Esta mañana he ido a la tienda de mi tío para hacer las cuentas, porque ése es mi
trabajo, gracias al cual gano un poco de dinero. Así Natán puede ir a la yeshivá todo
el día; y yo me siento orgullosa de trabajar para que él pueda estudiar.
Ayer, me disponía a salir cuando el teléfono sonó. Era Jacob, el amigo de mi
hermana, que quería venir a verla. Pero debía esconderse, porque no es lícito que un
hombre y una mujer se vean antes de ser esposo y esposa.
Mi hermana mayor Nina se casó muy joven, y Noemí y yo vivimos nuestra
infancia juntas. Nuestras almas son cercanas, pero la mía se estira como una larga
elipse, mientras que la de Noemí es una pequeña rebelde. La quiero como a mí misma
y no puedo negarle nada. Quiero proteger su talante frágil, que lucha indeciso entre la
desesperación y la rebeldía. Por eso preparé un encuentro entre ella y su enamorado
Jacob.
Al día siguiente, mientras trabajaba en la tienda de mi tío, oí que llamaba. Noemí
estaba allí. Lo vio, tal como era, con sus ojos claros y su bella sonrisa; se había
afeitado la barba, se había cortado su pelo rubio, muy corto, y ya no tenía papillotes.
Su cabeza no estaba cubierta por el capelo de terciopelo negro que indica la
pertenencia de los hombres a nuestro entorno, sino por un capelo blanco de punto.
Se acercó a ella.
—¿Lloras? —le dijo.
Se miraron con gran emoción y fidelidad; salí para dejarlos solos, poniendo
cuidado en no cerrar la puerta, ya que un hombre y una mujer solteros no tienen
derecho a encerrarse en la misma habitación, así lo quiere la costumbre.
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Capítulo 9
Cuando volví a casa, Natán estaba allí. Se acercó con los brazos abiertos y me apretó
contra su pecho.
—Eres hermosa. Tan hermosa como cuando te conocí. ¡Eras tan tímida! ¿Te
acuerdas, al principio de nuestro matrimonio?
—Sí. Sí… Me acuerdo.
—¡No te atrevías a levantar los ojos! Tenía la impresión de que ni tan siquiera
querías mirarme.
—Tenía miedo.
—Yo también. Nunca había estado con ninguna mujer. Lo había reprimido todo
dentro de mí. Tenía miedo de no satisfacerte.
Me acarició el hombro.
—Tu piel tan suave. Tu pelo… recuerdo tu pelo, hasta la cintura.
—Ya no lo tengo.
—Eres todavía más guapa que cuando te conocí. Me encanta mirarte. No me
canso nunca de contemplar tu cara. A veces me perturba que seas tan bella. No
consigo concentrarme en mis páginas de estudio.
Se sentó en el borde de la cama, sé quitó los zapatos y los calcetines. Se deslizó
bajo el edredón. Subió la sábana. Me dijo: «Mujer, ¡qué agradable es!». Su
respiración, Dios mío, su respiración al compás del movimiento me embriagó. Me
dijo: «Cómo me gusta tu cuerpo», y me hizo mujer.
Durante un buen rato miré cómo dormía. Estaba transida de frío, transida de
miedo, transida de amor.
Me hubiera gustado tanto darle un hijo. Me hubiera gustado tanto tener un hijo. El
Shabbat, ahora, me entristece. Los años pasan y, para mí, es como al principio de
nuestro matrimonio, cuando pensaba tanto en él que quemaba la comida que le estaba
preparando. O ponía demasiada sal.
Al principio… se hicieron las tinieblas que recubrían el abismo de agua que
envolvía la tierra, y la palabra dio la existencia a la luz. Hoy, el candelabro de siete
brazos ilumina el crepúsculo, luce en todas las sinagogas para recordar la presencia
divina. Y se dice que si la mujer enciende las velas del Shabbat es para aportar la luz
al corazón de la historia.
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Capítulo 10
Cada mañana, Natán reza; sus labios se mueven lentamente o más deprisa, su cuerpo
se balancea acompasadamente, su cabeza se inclina, sus ojos se cierran, medita en
silencio.
Dice: «Alabado seas, Eterno, nuestro Dios, Rey del Universo, porque has
colmado todas mis necesidades. Alabado seas, Eterno, nuestro Dios, Rey del
Universo, porque das fuerza a Israel. Alabado seas, Eterno, nuestro Dios, Rey del
Universo, porque coronas a Israel de gloria. Alabado seas, Eterno, nuestro Dios, Rey
del Universo, porque no me has hecho nacer idólatra. Alabado seas, Eterno, nuestro
Dios, Rey del Universo, porque no me has hecho nacer esclavo. Alabado seas,
Eterno, nuestro Dios, Rey del Universo, porque no me has hecho nacer mujer».
Desde este Shabbat Natán está distraído. Desde este Yom Kippur, elude mis
preguntas, evita mi mirada. Cuando le pregunto la razón de su preocupación, no me
responde. Cuando le cojo la mano, la retira. A veces sale y observa durante un buen
rato, desde la escalinata, a la gente en la calle, a los sastres en sus pequeños talleres, a
los panaderos y a los pasteleros, a los fabricantes de pelucas y de objetos rituales, de
sombreros y de gorras, a los orfebres, a los libreros, y a los viejos rabinos que andan,
cojeando, ayudados de un bastón. Después entra. ¿A quién espera? ¿Qué espera?
Observo atentamente su cara llena de luz, sus ojos transparentes, leo en sus labios
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prietos, toco sus manos, toco sus brazos. Lo deseo, sí. Cuando me roza, mi cuerpo se
estremece. Una noche, me hizo sentar en la cama, y me quitó los zapatos. Mis piernas
estaban ceñidas por unas medias opacas.
Me las quitó, miró mis tobillos y, fascinado, acarició mis pies. Con los dedos de
su mano dibujó la forma de los dedos de mi pie. Después, tomó tiernamente mis pies
y los cubrió de besos.
Sí, lo deseo, sí… Mis ojos enrojecen, mis labios tiemblan. Mis ojos lo miran, por
la noche, por el día, mis manos lo buscan, mi boca lo espera, mi corazón late con sus
abrazos.
Amo su olor, el olor de su cuerpo. Es un perfume embriagador.
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Capítulo 11
Salí de allí nerviosa. Fuera, un niño lloraba a lágrima viva. Estaba allí delante de la
pequeña sinagoga, perdido. Una mujer se inclinó hacia él y le cogió la mano. Me
alejé del barrio.
Caminé, caminé hasta el casco antiguo, hasta el Muro occidental. La temperatura
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era alta. Me moría de calor con la ropa ancha de tela gruesa y con las medias blancas
gruesas que me oprimían las piernas, me oprimían el corazón, me oprimían el alma.
El Muro resplandecía bajo el sol de la mañana. Sus milenarias piedras blancas se
elevaban majestuosas, y las del suelo, pulidas, brillaban reflejando el blanco
resplandor de aquél.
«¡Muro, oh Muro!», dije. «Aquí tienes mi oración. Y tú, Dios mío, escucha, ven,
mi mano está sobre ti. Ves, aquí hay un hombre. Este hombre no es más guapo que
otro. No es más inteligente ni más rico. Este hombre es tu estudiante y se llama
Natán. Y este hombre, que no es ni más bello, ni más inteligente, ni más rico que los
otros, es el hombre que tú me has dado. Y a este hombre lo he amado. Por favor, no
me lo quites. No te lo lleves. O me moriré».
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Capítulo 12
Por la tarde fui a visitar a mi madre Ana. Mi padre y mi madre viven en un piso de
dos habitaciones, lleno de muebles. Noemí, Nina, su bebé, sus dos hijas pequeñas y
sus dos hijos pequeños estaban allí. Tomé el té que me sirvió mi madre y lo bendije:
«Bendito seas, Tú que has creado todo con Tu palabra».
Los niños tenían la nariz pegada al cristal y miraban afuera. En la cocina, mi
hermana Noemí cortaba afanosa trozos de carne con golpes secos y rápidos, lo que
llamó la atención de los pequeños. Las niñas estiraban el cuello y miraban. Después,
se sentaron cerca de mí. Yo pelaba una cebolla. Las lágrimas caían por sus mejillas.
Se las sequé con el faldón de mi vestido.
Noemí cortó la carne a lo largo, después dejó el cuchillo, cogió los trozos y los
añadió al montón de cebolla cortada en lonchas.
La saqué de la cocina y la llevé conmigo a un cuarto. Me miró.
—Has llorado —me dijo.
—Es la cebolla.
—No. Has llorado.
—Mira, Noemí —respondí sacando un papel de mi bolsillo—. He recibido una
carta. «Una mujer sin hijos», dice, «es como si estuviera muerta».
—¿Quién te ha enviado esto? —me dijo Noemí.
—Lo ignoro. Pregunté a Natán de dónde venía esta frase.
—¿Y?
—Proviene del Talmud.
—En el Talmud —dijo Noemí— está escrito todo y su contrario. Para cada frase,
hay exactamente la contraria… Cada cual encuentra lo que quiere. Aquí, nos hacen
creer muchas cosas y así nos hacen hacer lo que quieren. ¡Y estas leyes durante las
menstruaciones a causa de las cuales se nos trata como a apestadas! No tenemos
derecho a ser tocadas y todo lo que tocamos se vuelve impuro. No podemos ni tan
siquiera tenderle un vaso a un hombre. ¿Crees que está escrito en el Talmud todo
esto?
—Es la ley de nuestros padres. Creo en esta ley, tanto como crees tú.
—A veces se equivocan, o bien nos engañan. ¿Sabes lo que dicen de nosotras?
—¿Qué dicen?
—Dicen que la mujer es frívola y que tiene el corazón inconstante. Por eso no
tiene derecho a estudiar el Talmud. ¿Y por qué no tenemos derecho a tocar la Torá?
—Tenemos derecho.
—¡No, quiero decir —dijo alzando una silla en el aire— cogerla con las dos
manos y levantarla en medio de la sinagoga como un hombre!
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—¡Estás loca!
—¿Crees realmente que fue Moisés el que redactó estos libros, bajo el dictado
divino?
—Son obra de una mano humana, pero revelan y se basan en palabras dichas y
transmitidas de generación en generación…
—Mira a los otros —dijo mi hermana—. Escuchan la radio, miran la televisión.
Los vemos incluso paseando en coche. Las mujeres llevan mangas cortas. Conducen.
Ríen. El otro día, una de ellas pasó con los brazos al descubierto. Enseguida, unos
hasidim le tiraron piedras. ¿Crees que es normal vivir como nosotras vivimos?
—Sí, pero…
—Raquel, tienes que ir al médico.
—Ya he ido.
—No. No hablo de nuestros médicos, no te examinan a causa de nuestra ley.
Hablo de otra clase de médico.
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Capítulo 13
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—¿Te acuerdas, Natán? —le dije mientras procedía a sus abluciones—. La primera
vez. Hace ya casi diez años.
—Acabábamos de casarnos.
—Un rayo de sol se posó justo en nuestra cama.
—¿Recuerdas lo que te dije?
—Que tú querías ser mío para siempre.
—Sí.
—Pero yo no sabía si esas palabras querían decir «para siempre» o bien
«siempre», es decir, todo el tiempo que estuviéramos juntos. ¿Nuestro amor es
eterno?
—Ayer fui a ver al Rav, mi padre. Le pedí que mantuviéramos una conversación a
solas. José, su asistente, entraba y salía, y le entregaba preguntas escritas que la gente
formulaba para pedirle consejo. Pero yo quise estar a solas con él.
—¿Qué le dijiste?
—La verdad. Dentro de dos días hará diez años que me casé con una mujer y
todavía no tenemos hijos. La quiero. ¿Debo separarme de ella?
—¿Qué respondió?
—Dijo que el hombre y la mujer juntos obran como creadores, tienen el poder
divino de crear una nueva vida, destinada asimismo a crear nuevas vidas y así
sucesivamente hasta la eternidad. Es ese poder divino lo que fundamenta el
matrimonio.
—El poder divino ¿no es acaso la relación que tenemos tú y yo? Y el sentido de
todas nuestras leyes ¿acaso no es nuestra unión?
—Le dije que te amaba. Su respuesta fue que la procreación determina de manera
esencial a la humanidad en este mundo. Me dijo que el mundo fue concebido sólo
para la procreación y que este mandamiento define al hombre como un puente entre
Dios, que es inmortal y no procrea, y los animales, que engendran sin haber recibido
el mandamiento. Hay que prepararse para los tiempos mesiánicos dando nacimiento a
todas las almas destinadas a nacer, y el que no cumpla este deber retrasa la venida del
Mesías.
—¿Así es como el Rav, tu padre, se expresó?
—Y José ya había preparado el acta de divorcio.
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Capítulo 14
Roja como la sangre, la sangre que está ahí, por todas partes, en nuestras bocas, en
nuestras venas, sobre estas manos, estas manos manchadas de sangre, sobre esta tela
que froto, que froto indefinidamente para quitar las manchas de sangre. Aunque esté
prohibido consumir sangre, la carne animal queda siempre impregnada, como si la
vida persistiera, a pesar del desangramiento ritual del animal y a pesar de la sal
gruesa en la que la carne se deja durante toda la noche. Odio esa sangre que mana y
que me da náuseas.
Deslicé el pequeño papel en la hendidura del Muro y apoyé la cabeza contra éste.
Que me bese con los besos de su boca, su aliento en mi aliento. Se dice que el
matrimonio es una santificación del Nombre divino. La relación entre el hombre y la
mujer es santa cuando se produce en el momento adecuado y con una intención
decente. Éste es el secreto: cuando el hombre se une a su mujer en la santidad, la
unión de sus cuerpos es un conocimiento. Por eso la relación entre el hombre y la
mujer tiene lugar preferentemente en la noche del Shabbat, ya que éste es el
fundamento del mundo y el reflejo del mundo en las almas.
Me enseñan a tener pudor desde pequeña: los esposos duermen en camas
separadas y tienen relaciones en habitaciones oscuras, el hombre encima de la mujer,
cara a cara. Algunos dicen que hay que estar vestido al máximo.
En ese caso, ¿por qué nos han cubierto de carne? ¿Por qué nos han fortalecido
con huesos y nervios? ¿Por qué esta piel que me arde cuando me acerco a él? ¿Por
qué no consigo dormir, por la noche, cuando sueño con él? ¿Por qué estos huesos y
estos nervios si no sirven para nada? No deseo ardientemente tener un hijo; deseo
ardientemente hacerlo.
Esta envoltura terrestre, si sólo es un vestido que hay que quitarse cuando cae la
noche, está maldita. Mi frente, mis manos, mis pies, todo mi cuerpo lo desea.
Su torso, su cuerpo, sus ojos oscuros y su boca me obsesionan. Amo sus defectos,
su mal carácter, su cara angulosa y sus manos tan finas. Las quiero sobre mí.
Evita mi mirada, elude mis preguntas. Se ausenta de mi lecho. Dice que no tenemos
derecho. Dice que está escrito en la Torá, que el fin del amor físico es la procreación.
La noche del Shabbat, cuando la ley nos ordena que lo hagamos, él se duerme. Dice
que no tenemos derecho, que está escrito. Pero en el texto está escrito que el marido
tiene el deber de satisfacer a su mujer. Y que ella tiene derecho a pedir el divorcio si
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él no la satisface. Me ausento de su corazón. Busco su mirada y no la encuentro.
Busco y vuelvo a buscar al hijo deseado y no lo encuentro.
Quisiera dejarlo sin perder nada, sin perder el amor, aprender a desamarlo… pero
no puedo. La otra noche lloré, pero no era un torrente de lágrimas, sólo algunas
lágrimas secas, auténticas lágrimas de dolor.
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Capítulo 15
—¡Oh, hermana mía! —dijo Noemí al día siguiente junto a la celosía de la sinagoga
—. Aunque nos hagamos todo tipo de preguntas, nadie nos responderá. Sólo somos
mujeres, ¿no? No se enseña a las mujeres.
—No digas eso. Nuestro padre nos ha enseñado la ley.
—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué no puedo amar a Jacob, al que tanto he esperado?
He recibido muchas propuestas y cada vez invento un nuevo pretexto. Nuestra madre
ya no entiende nada. Dice que es pobre, que no tiene dinero para mantenerme hasta
que acabe los estudios. De hecho, no hace más que escuchar al Rav… ¿Sabes lo que
éste le ha dicho?
—No.
—¡Mira, mira el hombre al que me destinan! Ha dicho que debo casarme con
José.
José, el asistente del Rav, es un hombre grueso. Cuando reza, el sudor le resbala
por las sienes hasta mojar su libro de oraciones.
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—Lo es, sí —le he respondido.
He vuelto a salir. Los he dejado a solas y he cerrado la puerta.
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Capítulo 16
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Capítulo 17
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Bajé por los peldaños del baño hasta que el agua cubrió mi pecho. Después sumergí
siete veces la cabeza. De esta manera me purifiqué, para volver al lado de mi marido
tan pura como el día de mi boda, para transformarme en otra mujer, para volver a
empezar con él nuestra historia desde el principio.
La mujer se transforma en otra cada mes, como la luna, que crece nuevamente
pasados treinta días. Y el hombre la puede ver como una mujer nueva. Es agua de
manantial, es agua de lluvia, y el agua del cielo se une con el agua de la tierra porque
es el agua de la creación. En el fondo, muy en el fondo, veo el manantial, la unión
con toda existencia. En el fondo, muy en el fondo, hay silencio, un silencio absoluto.
Mi cuerpo cubierto por el agua vuelve a nacer. Con un corazón iluminado, me acerco
al mandamiento de la inmersión; quiero ser fiel a tus leyes, quiero rogarte que me
limpies de todo pecado y de toda transgresión, de toda tristeza y de todo dolor.
Mi corazón palpitaba de emoción.
«Como la rosa entre las espinas, así es Israel. ¿Y qué representa? La comunidad
de Israel, como la rosa, es roja o blanca: vive ora en el rigor, ora en la clemencia».
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Capítulo 18
Salí de casa. Fui allí adonde no vamos nunca, a la ciudad nueva. Dejé mi barrio.
Caminé y caminé hasta el barrio impío. Allí, entré en la casa. Había una habitación
donde se amontonaban periódicos indecorosos. Aparté la mirada. Para nosotros está
prohibido tener revistas, libros e incluso radios. Para nosotros está prohibido
interesarse por lo que pasa fuera. No podemos ir al cine, para no tener la tentación de
cometer malas acciones.
En aquella sala silenciosa, pensé en mi matrimonio, en mi noche de bodas…
Sabía que no tenía derecho a encerrarme en una habitación con un hombre. Y menos,
desnuda. El hombre no tenía barba ni papillotes. Debía de tener unos cuarenta años.
Era bastante alto, tenía las mejillas blancas, el pelo corto y los brazos descubiertos.
Sabía que no tenía derecho a hacer lo que hacía. Ni el profundo desasosiego en el
que estaba justificaba que yo violara así la ley. Me desabroché la camisa blanca, me
quité la falda y las medias beige. En un momento me quedé en combinación delante
de él. Me miró y me dijo que me desvistiera.
Me quedé desnuda delante de aquel hombre, como nunca lo había estado delante
de mi marido. Estaba allí, delante de él, a plena luz. Me acosté en la camilla y me
miró. Me preguntó si era la primera vez que hacía aquello. Sí. Me dijo que no era
nada y que tenía que relajarme. Me palpó los senos. Después me dijo que tenía que
separar las piernas y, una vez más, me comentó que tenía que relajarme. Nunca
hubiera pensado que alguien que no fuera Natán pudiera tocarme así.
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—No lo comprendo —le respondí.
—Usted no es estéril.
Me quedé sin palabras mirándolo fijamente. Y él repitió:
—Señora, usted no es estéril. Todo es normal. Así lo indica el resultado del
examen médico.
—No lo comprendo…
—Usted no tiene ningún impedimento para tener hijos.
Fui al Muro. Llevé la foto en la que lo vi por primera vez. La doblé y la introduje en
uno de sus agujeros.
Después me fui a casa. Natán ya dormía. Me acerqué a él. Con cuidado, con
mucho cuidado, lo desperté.
—Esta tarde he estado en el mikvé.
—Sí.
—Ya no estoy en período de impureza.
—Estoy agotado —respondió—. He tenido un día difícil y quiero dormir.
Y apagó la luz.
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Capítulo 19
Al día siguiente, ordeno la ropa blanca del armario donde también hay libros y
documentos. Estoy haciendo un poco de sitio cuando, de pronto, al levantar algunas
carpetas, me encuentro con el acta de divorcio que Natán dejó ahí.
Bajo mis pies, el suelo todavía tiembla.
Reúno fuerzas, ordeno mis cosas, voy poniendo poco a poco mi ropa, mis medias y
mi libro de oraciones en una maleta. De pronto, encuentro un pequeño chal de
oraciones: es el de un niño. Lo miro y en ese momento llega Natán.
Desde el umbral de la puerta, su mirada se posa en la mía. Tengo cogido el
pergamino. Se lo alargo. Me lo devuelve. Con las manos temblorosas, me lo
devuelve.
Sí, así sucede: su mirada, desde el umbral de la puerta, se cruza con la mía. Nos
miramos hasta el fondo del alma. Miro el pergamino: letras borrosas, letras negras
agrandadas, letras de fuego. Se lo doy. Mis dedos tiemblan, no puedo contenerlos.
Mis hombros también. Todo mi cuerpo se estremece. Me toma entre sus brazos. Nos
quedamos así durante un buen rato, bajo el umbral, abrazados fuertemente, con amor
y piedad.
Así pues, me voy con la maleta a casa de mi madre. Vuelvo a ocupar mi habitación,
mi habitación de soltera. Sueño estirada en la cama. Descanso. Oigo la sangre latir en
mis venas, siento dentro de mí tanto cansancio que creo soportar la carga del mundo
sobre mis hombros. Levantarme de la cama me parece un esfuerzo insuperable.
¿Hasta dónde me hundiré?
Natán ya no está a mí lado. Ya no se pone las filacterias. A mi alrededor, ya no
hay nada. ¿Dónde estoy? ¿Qué hacer? Estoy sola. Soy una mujer repudiada. Un
hombre nacido para el mundo entero no está interesado en comprometerse en la unión
de un matrimonio estéril. Su santidad. Eso es lo más importante. Su elevación
espiritual. Pero ¿cómo puede aceptar separarse de mí? ¿Cómo puede creer en la
elevación si se nos separa así?
Me despierto, enrojecida por las uñas que me clavo en la piel. Sufro por la
vergüenza que no quiero que él padezca. Tengo la impresión de haberme convertido
en un monstruo para los demás. Todo el mundo me mira, me señala, me critica.
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Lo hago todo para olvidarlo. Me refugio en la oración e invoco el nombre de
Dios. Digo: Mi amparo es Natán. Mi roca es él. Y mi felicidad. Mi auxilio al
amanecer es él. Mi luz es él. Sólo él puede levantarme el ánimo. Sólo él puede
hacerme tan feliz como una madre de familia. Hace que me sienta fuerte y segura. Es
mi albor al amanecer, mi llama secreta en las tinieblas.
¿Cómo olvidarlo cuando lo deseo? Deliro noche y día. Lo deseo todavía, lo he
deseado desde el primer momento, es mi oración nocturna. Y estoy celosa, y los celos
me devoran. Estoy resentida con él. Él es quien lo ha roto todo; ha roto nuestro amor,
ha roto su promesa. Ya no me ama. Él cree que ya no le sirvo para nada. De modo
que me tira, se deshace de mí, avergonzándome en público. Lo teníamos todo y lo
hemos perdido.
Nuestra madre dice que cuando un zorro cae en una trampa, se corta la pata con
los dientes para liberarse. Pero yo no puedo perderlo. No puedo separarme de él.
Quiero verlo. Lo espío. Estoy ahí, en la puerta de la sinagoga. Me pongo delante de
sus ventanas, mis ventanas. Miro las sombras porque soy una sombra. Me escurro en
la noche indefinidamente. Yerro por las calles de Meah Shearim, sin rumbo. Ya no
tengo casa. Ya no tengo a nadie. Mi cuerpo me duele de tanto pensar en él. Lo añoro,
sí, y mi carne lo añora. Lo deseo y este deseo me abrasa la piel.
Me levanto con lentitud. En la cocina de mi madre hay platos sucios en el
fregadero. Agrupo las tazas de café y las pongo unas encima de las otras. Cojo la pila
inclinada de las tazas y el recipiente de café vacío que está sobre el sencillo parqué
despojado de barniz y lo pongo todo en la cubeta. Lavo los platos. El contacto con la
vajilla me produce un efecto extraño. Las lágrimas se deslizan por mis mejillas, sin
parar. El agua, que está ardiendo, cae en las tazas. Sigue y sigue saliendo y lloro a
lágrima viva como el agua que corre.
Me habría gustado tanto que hubiera estado aquí…
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Capítulo 20
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—Y entonces, qué.
—Empezó a hablarme, alabando mi corazón y apaciguando mi alma. Me dijo
palabras que me condujeron al deseo, a los abrazos y al amor. Mi cuerpo se sintió
atraído por sus palabras de gracia y seducción. No me forzó. Me acarició el cuerpo y
me conoció. Se introdujo en mí por la vía del amor y del consentimiento.
Me callo. Sus ojos pequeños y sorprendidos me miran fijamente.
—Levántate Raquel —me ha dicho mi hermana—. Levántate.
Me levanto. Camino por la calle, por mi calle, hasta llegar bajo su ventana, mi
ventana. Quiero decirle que vuelva a mí y que sea mío, o más bien no: más bien
quiero decirle que no debe volver a casarse, que debemos estar juntos, que no
tenemos elección, pero de mi boca no salen palabras y no puedo decir nada, no puedo
hablar. Quiero decirle que busco consuelo a su lado. Quiero decirle que ya no tengo
nada, que estoy a merced de todos. Y busco protección en mi marido, pero ya no
tengo marido. Quiero decirle todo esto pero no puedo porque no salen palabras de mi
boca y mi boca es estéril.
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Capítulo 21
Hoy es el día de la boda de José y Noemí. Bajo la carpa, los novios se reunirán con el
Rav y mi madre. El novio ofrecerá a la novia una alianza. Después beberán juntos la
copa de vino. La esposa, según la costumbre, dará siete vueltas alrededor del esposo y
la fiesta empezará.
Lo recuerdo. Veo a los novios juntos bajo la carpa, con el Rav, mi padre y mi
madre. Veo al novio ofrecer el anillo a la novia, los veo beber la copa de vino. Veo a
la esposa y al esposo y veo, sí, veo a la esposa dar siete vueltas alrededor del esposo,
su esposo, y la fiesta que empieza. Los hasidim bailan, bailan a su alrededor la danza
del amor, la danza del olvido, la danza de la muerte.
Veo romperse la copa. Ya no sé qué me recuerda.
Antes de la boda, todos se ponen alrededor del Rav y éste habla. Y anuncia: «El
pueblo que andaba en las tinieblas verá una gran luz. Él está ahí, pronto estará ahí,
entre nosotros, os lo digo, os lo prometo». Así habla el Rav.
Cuando volvió a Meah Shearim, era demasiado tarde. José la esperaba en el umbral.
—¿De dónde sales? ¿Has visto la hora que es? —le dijo.
Ella no le respondió.
—¿Dónde está tu pañuelo? ¿Y tu vestido de novia?
Ella no le dijo nada.
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—¿Vas a decirme de dónde sales o qué? ¿Vas a decírmelo?
Él la cogió por el brazo.
—¿Qué te pasa? ¿Quieres arruinar nuestras vidas? ¿Sabes lo que se les hace a las
mujeres adúlteras? —le gritó—. ¿Lo sabes? ¡Puta!
Tenía los ojos tan negros como un profundo abismo.
Se acercó a ella.
Ella lo miró sin miedo.
—¡Juro ante Dios que voy a matarte!
Entonces mi hermana Noemí vino a nuestra casa. Vino para verme y contarme su
historia. Me besó y se fue con Jacob. Era a él a quien quería.
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Capítulo 22
Por la noche, sueño con Natán, lo llamo. A mi alrededor arden las llamas. Mi corazón
alberga la sonrisa de sus labios, como el día en el que lo vi por primera vez… Fue en
nuestra boda. Di siete vueltas alrededor de él sin dejar de mirarlo y le sonreí… El
hombre con el que me casé… Un rayo luminoso se posó sobre nosotros mientras nos
abrazábamos en la alcoba. La ventana pequeña estaba entreabierta, la cortina
palpitaba suavemente y corría aquel viento, la brisa de Jerusalén. Sin Dios, el hombre
y la mujer son llamados a consumirse mutuamente. Pero si dejan entrar en sus vidas
al Nombre, pueden formar un todo único, enlazados por el vínculo invisible que crea
una unidad, una unión eterna.
Recuerdo nuestra noche, nuestra noche de bodas. Tenía miedo del hombre que iba a
adentrarse en mí. No sabía qué hacer con mi esposo, no sabía qué decirle: ¿que tenía
miedo, que estaba aterrorizada o ésas son cosas que no se dicen? ¿Era normal? ¿Era
extraño? A los dieciséis años ya no era tan niña. Salvo mi madre, nadie había visto mi
cuerpo. Tenía miedo de que mi esposo me mirara y de que me tocara, sobre todo en
mis partes íntimas. La idea me parecía insoportable y a la vez producía en mí un
cierto escalofrío.
Por la noche, estaba en la cama con mi esposo. Me desabrochó el vestido blanco y
se quitó la camisa. Estábamos juntos, acostados en la cama de la alcoba.
Como todo el mundo, mi marido tiene largos tirabuzones a ambos lados de la
cara.
No se quita ni de día ni de noche el capelo de terciopelo negro que cubre
ampliamente su cabeza, ni cuando se pone el sombrero.
Estábamos en la penumbra: la desnudez de mi marido podría haberme asustado.
Sin embargo, verlo así me causó un sentimiento de sorpresa, pero no de miedo. Mi
corazón se sintió atraído por sus palabras halagüeñas y seductoras. Mi cuerpo se
acercó al suyo.
Seguí un cursillo para mujeres que van a casarse. Conocía todas las leyes. El
hombre tiene que estar encima de la mujer, uno frente a otro. La habitación, a
oscuras. El hombre tiene prohibido besar a la mujer en sus partes íntimas. Y algunos
prescriben que hay que estar vestidos. Sin embargo, dicen que nosotros, los
fundadores de la Torá, pensamos que Dios lo ha creado todo según el decreto de Su
sabiduría y, por consiguiente, no podemos pensar que ha creado algo feo o vil. Esto
es lo que nuestros sabios declararon: «En el momento en el que el hombre se une a la
mujer en la santidad, la presencia divina está entre ambos».
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Por la noche, estaba en la cama con mi esposo. Me desabrochó el vestido blanco y se
quitó la camisa. No me forzó. Me acarició profundamente. Su corazón sobre mi
corazón tenía el color de la arena, el color de la miel, el color del día. Era blanco
como las noches, las noches de amor al terminar el simple y cotidiano día, como la
espuma blanca del agua. Era grato y tierno, como el agua que baña el cuerpo
purificado. Brillante como la corladura. Radiante bajo el fulgor del alba.
Fue en la penumbra. Se me acercó, me acarició suavemente, me recostó. Sentí su
alma. Mi cuerpo, ligero, se elevó poco a poco por encima del mundo. Volé, me paré y
floté. Me dijo: «Abre los ojos». Y los abrí. Me dijo: «Mírame». Y lo miré. Me dijo:
«Raquel, te quiero para siempre».
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Capítulo 23
Paciencia, paciencia, Amado mío, estoy ahí, voy a reunirme Contigo, voy hacia Ti.
Yerro por las calles. Pronto llegará el alba. Ya es hora de que vaya a rezar. La
oscuridad ha dado paso a la luz y apunta el día. Los leones dorados, sentados, se
alejan, se alejan, se alejan. El macero pasa por entre las filas y se dirige lentamente
hacia el Arca Santa. Se para, se pone el chal en la cabeza, coge la cortina con la punta
de los dedos, se la acerca a los labios y la corre despacio. Lentamente, ase los
batientes del Arca Santa.
Enfrente de mí está Natán al que miro emparedada detrás de la celosía, con las
manos aferradas a la madera. Pienso en él, en todos los sueños en común, en el niño
deseado. Me dejo llevar por el ensueño, no lo puedo evitar. Miro cómo reza Natán;
ahora que rece, que se refugie en la oración, que se eleve solo ya que no ha podido
hacerlo conmigo, que acceda a la cima de la colina, solo, tal y como él lo ha querido,
que descubra por sí mismo si allí arriba, bien arriba, obtiene lo que creía ver desde
abajo, sin mí. No lloro, es el final: me han amado, amado y adorado, amado y
seducido, tiempo atrás, lo recuerdo, tiempo atrás, tiempo atrás…
He tirado toda mi ropa, he tirado mi ropa y también he pedido limosna con la
mirada, he perseverado ante la más mínima esperanza, he incensado, he esperado, he
dejado de esperar, he lavado la herida, esa gran sed de amor, he luchado, he contenido
las lágrimas, he cambiado, he reaccionado, he envejecido, he dado todo lo que ya no
tenía, lo he abandonado todo, lo he perdido todo, lo he abandonado todo, no tenía
miedo, lo he cambiado todo, incluso yo misma he cambiado, he vivido en los
recuerdos, no he renegado del pasado, he seguido el hilo de la memoria, he
propagado las palabras de amor, he meditado durante mucho tiempo sobre la muerte
del amor, he amado tanto, tanto, y lo he perdido todo. Camino en la oscuridad, ya no
me quedan más fuerzas. Nos vamos deprisa, de repente, o bien no nos vamos nunca,
nos vamos sin avisar, la masa aún no ha subido, el pan de libertad es un pan ácimo,
un pan blanco y plano, un pan sin gusto, como la libertad lo es al principio, un pan de
sufrimiento, nos liberamos de nuestras cadenas, por la noche y sin avisar, nos
liberamos brutalmente o de ningún modo, y a mí el frío me ha sorprendido, y es el
final del amor, me han amado, es el final del amor, amado y adorado, es el final del
amor, amado y repudiado.
Y así, mi padre, que está de cara al Arca Santa, se da la vuelta para dirigirse al centro
de la sinagoga. Y desde allí quiere hablar, decir algo, pronunciar un discurso, pero los
hasidim no lo escuchan y sus caras no prestan atención a las palabras de un macero.
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Pero mi padre, el macero, habla. Se expresa ante todos. Habla de la Torá y del
santo Mandamiento de unión entre el hombre y la mujer. Afirma con vehemencia que
Dios está presente cuando el hombre se une a la mujer en matrimonio y que nadie,
no, nadie, puede separar a la mujer del hombre con el que comparte su vida.
De modo que todos callan y escuchan las palabras del alterado macero. Todos,
excepto el Rav, que se vuelve para mirar a su hijo.
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Capítulo 24
Mañana se celebrará la boda de Natán y Lía, hija de Rubén. Los novios se reunirán
bajo la carpa, su carpa blanca, blanca como el Shabbat, blanca como el abrazo de los
esposos durante el Shabbat, blanca como la paz del Shabbat. Blanca como la harina
que amaso para hacer los panes del Shabbat, blanca como la masa, que se me pega en
las manos cuando intento hacer una bola compacta para el pan y que sube una vez
fermentada. Sí, blanca como esa masa que hago para el pan del Shabbat y que trabajo
sin descanso para darle una forma aún más bonita, redonda y perfecta. Blanca como
la llama de las velas que merma antes de azulear. Blanca como el sebo que se derrite
alrededor de las mechas viviendo su último instante, como las llamas de las velas que
se alargan, y las mechas que se doblan, y el resto de sebo que se funde y se desliza
hilo a hilo, en la noche del Shabbat. ¡Que la oscuridad se instale, que las sombras se
agranden y que las parejas se abracen! Blanca como el agua del baño ritual que me
cubre los hombros y el pecho, y la espalda, que hay que examinar para ver si no hay
rasguños, rojo sobre blanco, y pásame, pásame una vez más la mano por la planta de
los pies y por las uñas de las manos, y pásame, sí, pásame una vez más la mano por la
espalda. Sí, me he puesto el paño bien a fondo, sí, he contado siete días, sí, el paño
estaba completamente limpio, sin mancha. ¿Por qué el examen dura tanto conmigo?
Dueño del mundo, practico, con toda mi buena intención, el cumplimiento de la
ley de la inmersión para obtener la pureza. La busco. Quiero ser fiel a Tus leyes.
Como el agua del baño que me purifica, rezo para lavar mis pecados y mis faltas, y de
este modo, toda la tristeza que habita en mí. Me sumerjo en tu agua blanca, cierro los
ojos, me quedo en el fondo, muy en el fondo, porque ya no quiero volver a subir; las
grietas negras de la cisterna y el agua clara son mi chal, mi chal de oraciones… En lo
más profundo, me cubro con el chal de agua, de rayas negras o azules, como los
renglones trazados en una hoja blanca. Cojo los flecos y cuento el número de nudos y
de ribetes: veintiséis.
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Capítulo 25
Es medianoche. Me levanto y camino como una sonámbula. Yerro por las calles.
Caminando, sueño con él, lo llamo desde mi corazón, donde todavía albergo la
sonrisa de sus labios, como la que descubrí cuando lo vi por primera vez. Sí, un rayo
de luz, que nos iluminaba con su blancura absoluta, se posó sobre nosotros.
Hace diez años. Me acuerdo de mi noche de bodas. Mi sangre salpicó el vestido.
Lo lavaré, sí, lo lavaré en un lugar santo. Me he vuelto a poner el vestido de lino. El
fuego del altar arde sin consumirse, así lo exige el precepto. En el lugar donde él me
amó, me inmolaré y así estaremos juntos por toda la eternidad.
Así transcurre la vida, unas veces blanca, otras veces roja. Blanca como la flor de
lis como la alcoba como la piedra blanca de Jerusalén. Roja como la fruta roja como
el sol erubescente roja como la cólera roja como la sangre que cubre las sábanas
blancas. Blanca como las sábanas y los velos del matrimonio… Blanca como el alma
de mi marido, hilo blanco con el cual tejí mi vida. Blanca y roja como la sábana como
el velo agujereado el sudario que envuelve mi cuerpo para siempre. Blanca como la
frente lívida de la mujer abandonada, como el sudario, su sábana, como la cortina
sobre nuestra cama de matrimonio,
velo sábana vestido femineidad
canto y alma
así soy yo.
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Capítulo 26
Paciencia, paciencia, Amado mío, estoy ahí, voy a reunirme contigo, te deseo, quiero
morir de amor. Salgo, me cuelo por las calles estrechas. Soy casi un fantasma. Ya no
quiero hablar ni responder. Me encamino hacia el silencio. Caminando sueño contigo,
desde el fondo de mi corazón te llamo. En mi corazón habita la sonrisa de tus labios,
blanca como el Shabbat, como las cien puertas hieráticas, como la piedra de
Jerusalén, como la luz del signo inefable.
Me levanto, camino, es medianoche, voy a mi casa, a tu casa, a nuestra casa, me
acuesto a tu lado, en la alcoba, en mi sitio, en su cama, mi cama, nuestra cama. Tus
brazos blancos, tan blancos, tu torso blanco, tu vientre, tus manos, los beso. Me estiro
cuan larga soy a tu lado, estrecho tu cuerpo. Ya no quiero volver a levantarme, aspiro
a la muerte y la muerte me ansia, no puedo luchar, me arrastra una gran fuerza, quiero
morir, quiero morir, ya que sólo la muerte puede igualar nuestro éxtasis y nuestro
éxtasis fue fuerte como la muerte, voy a estirarme, subyugarme, apagarme cerca de ti,
mi último aliento será para ti, oh, tú, mi luz, me sumerjo en las profundas aguas de
tus besos, me quedo en el fondo, muy en el fondo, donde el agua es clara como el
chal de oraciones, veo cómo me cubre, cómo me absorbe, cómo me arrastra para no
volver más, paciencia, ya voy, en la nave de arcilla puesta en franquía, arrebatada por
el torrente de lágrimas secas,
me adentro hacia la oscuridad, voy hacia ti,
una vez más, déjame beberlo una vez más, el vino del amor, el vino de la muerte,
déjame colarme en la alcoba que es nuestra carpa, nuestra carpa de citación, por la
noche hasta el alba, que me queme, que el fuego del altar me lleve, me he quitado el
vestido de lino, estoy cerca de ti, estamos juntos para siempre, así ha transcurrido y
terminado mi vida, blanca como los velos del matrimonio, como la cisterna de lluvia,
el cuerpo que cubre mi cuerpo, unida a mi Amado, en su interior, así muero de amor
así muero
* * *
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ELIETTE ABÉCASSIS (Estrasburgo, 27 de enero de 1969) es una escritora,
ensayista y cineasta francesa.
Nació en una familia judía sefardí de origen marroquí. Su padre, Armand Abécassis,
profesor de filosofía en la Facultad de Burdeos, es uno de los mayores pensadores
contemporáneos sobre el tema del judaísmo. Es el autor de la obra Pensamiento judío.
Crece así, Eliette siendo muy practicante en un ambiente de religión y cultura judías.
En 1993, consigue la licenciatura en filosofía en la Facultad Herni IV de París y en
1996 publica su primera novela Qunram. Una novela policiaca metafísica, donde un
joven judío ortodoxo investiga sobre unos misteriosos homicidios relacionados con la
desaparición de manuscritos del Mar Muerto. Tendrá un éxito inmediato. Se venden
más de 100 000 ejemplares y el libro se traducirá en 18 idiomas.
Un año después publica El oro y la ceniza y comienza a impartir clases de filosofía en
la facultad de Caen.
En 1998 se traslada durante 6 meses al barrio ultra-ortodoxo de Mea Shearim en
Jerusalén, para escribir el guión de Kadosh, una película israelí de Amós Gital que
fue nominada en el Festival de cine de Cannes para el mejor guión. En esta historia se
inspiró para su novela La repudiada (2000).
En marzo de 2001 recibe el premio de los Escritores Creyentes (concurso creado en
Francia en 1979) y en junio de ese año se casa en Jerusalén.
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Notas
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[1] Miembro del hasidismo, comunidad judía ortodoxa influida por la Cábala y de
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[2] Intérprete y estudioso de la Torá y el Talmud, jefe espiritual de los hasidim, de
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[3] Escuelas de estudios religiosos superiores. (N. de la T.) <<
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[4] Fiesta de la expiación o del perdón. (N. de la T.) <<
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[5] Sombrero de alas anchas que llevan los hasidim. (N. de la T.) <<
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[6] Cena que los hasidim hacen los viernes por la noche, después de la cual cantan y
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[7] Santuario donde se guardan las Tablas de la Ley. (N. de la T.) <<
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[8] Oración final del Yom Kippur. (N. de la T.) <<
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[9] Cuerno de carnero con el que se tocan durante la Neilah los cuatro sonidos de
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