Una Flor
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Una Flor
Una flor
Una flor un tanto marchita y oscura era la imagen que él recordaba cuando la vio
por primera vez. Había cruzado por ese sendero un par de veces y estaba seguro de no
haberla visto antes. Para ese entonces sus días pasaban sin más cambios que los que un
reloj de pared le recordaba cuando sus manecillas completaban una hora y el sonido de
unos pájaros le indicaban diferentes tareas del día. El aspecto de aquella flor le había
conmovido tanto que en una milésima de segundo la imagen de su olvido, su
distanciamiento, su aspecto encorvado, el desgaste en sus hojas, el descolorido en sus
pétalos y las grietas y fisuras en su tallo le hizo apresurar el paso. Al llegar a casa tomó
una matera, una pala pequeña y en una bolsa, un poco de agua. Se devolvió por ella.
Recordó entonces cuando la arrancó de en medio de aquel paisaje inhóspito lleno de
maleza y de maliciosa enredadera, su tallo crujió entre sus manos, algunos de sus
pétalos cayeron y curiosamente su raíz se resistió al destierro como si su vida
dependiera de la amargura, la soledad y la indiferencia. Ya en casa, la plantó en su
jardín, y por días le dedicó un cuidado especial decidido a que su nuevo hábitat no le
trajera la prematura muerte que en su antiguo hogar le abrazaba de forma perniciosa,
constante y aletargada.
Al correr de los días y gracias al esmero y el trabajo de su cuidador, poco a poco sus
pétalos se llenaron de vivo color; su delicado aroma que pronto se empezaba a sentir en
el jardín, corría ya libremente por cada rincón de la casa. Daba la impresión que sus
raíces, antes aferradas y acostumbradas al yermo y al frío suelo cubierto solo de mala
hierba, ahora le permitía vagar libremente como si jugara con el viento y se burlara del
espacio. Ahora resplandecía, relucía e impregnaba el lugar todo, el jardín y la casa, en
un conjunto de luz, color, aroma y el suave movimiento que producía la luz, la brisa, el
viento y la noche cuando se posaban maravillados de su belleza entre sus pétalos, sus
hojas y sus raíces.
Con el tiempo, de su firme tallo fueron creciendo fuertes y audaces varias espinas,
algunas pequeñas, pero otras más grandes que las espinas de otras flores que bien se
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podían emparentar con ella. Ya no era fácil limpiarla o quitar la maleza que crecía a su
alrededor, pues el filo de aquellas le empezaron a rayar ingratas las manos de su
cuidador. Él observó sus manos, les dio vuelta y recordó el primero de esos pinchazos.
También vio junto a esa cicatriz la marca de otras más heridas, producidas incluso
cuando los guantes cubrían su piel. Presumiblemente sus raíces empezaron a acaparar
para sí los nutrientes de los que dependían las demás flores y plantas del jardín, mientras
ella crecía y ganaba en belleza y brillo, a su alrededor el color se iba de las demás flores
como la luz se escapa del valle cuando el ocaso da paso a la noche para cubrir con su
velo lo que antes la luz dejaba al descubierto.
Sabia la flor que su belleza era también el fruto de su cuidador, sus manos le eran útiles.
Arrojó al suelo un par de sus espinas. Él cuidador recordó la alegría que sintió al ver a
su flor desnuda, sin espinos. Se acercó para suavizar la tierra a su alrededor y para
desgarrar de ella algunas hierbas insidiosas. Un pinchazo, y luego otro, una espina se
ocultaba detrás de su tallo. Comprendió el cuidador que nada iba a cambiar.
Se puso en pie y la miró por última vez. Dejó de recordar. Observó algo que le causó no
mucho asombro, una espina caía de su verde tallo. La rodeó, y al otro lado exactamente,
otra espina brotaba más fina y cortante. Sonrío, ya lo había visto antes.
Dio unos pasos y se alejó. Acarició sus manos y sonrió lleno de paz y tranquilidad.
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Una flor
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