El Dinamitero PDF
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Robert Louis Stevenson
El dinamitero
ePub r2.1
Titivillus 24.09.2018
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Título original: The dynamiter
Robert Louis Stevenson, 1925
Traducción: Sin acreditar
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
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Índice de contenido
Sobre el autor
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PRÓLOGO EN EL CIGAR DIVAN
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—Se trata de una visita que tardará mucho en repetir —dijo, sonriendo, Somerset
—. Mi fortuna ha acabado definitivamente. Consiste, o más bien consistía esta
mañana en cien libras nada más.
—Es asombroso —observó Challoner—. Sí, es una extraña coincidencia. Yo
tengo la misma cantidad.
—¿Usted? —exclamó Somerset—. ¡Cualquiera lo creería!
—Pues es verdad, querido amigo. No sé a quién recurrir —repuso Challoner—.
Aparte de este traje que llevo puesto, no poseo en mi ropero ni siquiera unos
pantalones. He de tomar una decisión, pues algo se podrá hacer con un capital de cien
libras.
—Acaso —concedió Somerset—, aun cuando yo no sé qué hacer con las mías.
Señor Godall —añadió, dirigiéndose al dueño del salón—, usted, que es un hombre
de mundo, dígame qué puede hacer con cien libras un joven de esmerada educación.
Según y como —adujo el propietario, tirando su cigarro—. El poder del dinero es
algo en lo cual no creo, Con cien libras puede uno vivir un año a duras penas. Más
fácilmente pueden gastarse en una noche, y del modo más sencillo se pueden perder
en cinco minutos, invirtiéndolas en valores bancarios. Si tiene usted suerte, es muy
útil un penique; si no la tiene usted, un penique no le valdrá de nada. Cuando yo me
encontré solo en el mundo, sin experiencia alguna, pensé ser artista; y aquí me ve
vendiendo tabaco. ¿Qué conocimientos tiene usted, señor Somerset?
—Sé algo de leyes —respondió este.
—Es una respuesta digna de un sabio —habló el señor Godall. Y luego,
dirigiéndose a Challoner, interpeló—: Y a usted, ¿puedo preguntarle lo mismo?
—Naturalmente —asintió el interpelado—. Me doy muy buena maña para el
whist.
—Hay muchas personas en Londres que tienen la dentadura completa —indicó el
dueño—. Sin embargo, no le quepa a usted duda alguna de que muchas más se dan
también buena maña en el whist. Hace algún tiempo conocí a un joven que estudiaba
para gobernador de Inglaterra. Claro que el proyecto era ambicioso. Sin embargo, lo
es más el que un hombre pretenda hacer del whist un medio de vida.
—Me cuesta mucho, y, al mismo tiempo, me causa cierto temor, buscar en qué
ocuparme para llegar a ser una persona laboriosa —dijo Challoner.
—¿Para llegar a ser una persona laboriosa? —extrañó el señor Godall—. ¿Es
posible que un maestro de pueblo llegue, habiendo dejado su escuela, a comandante?
¿Es admisible que un capitán degradado pueda ser juez pedáneo? Esta ignorancia de
la clase media me sorprende. Cree que el mundo está sumido en la ignorancia y el
envilecimiento. Pero a la mirada sagaz no se le oculta que cada clase se divide en
jerarquías adornadas de peculiares aptitudes. Ustedes, por deficiencias de educación,
no sirven para trabajar, pudiendo, en cambio, gobernar una nación. Las artes
verdaderamente liberales están más allá de la competencia de los profanos; son las
que dan nombre al artista.
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—¡Qué vanidoso es este individuo! —comentó Challoner al oído de su amigo.
—Mucho, en efecto —corroboró Somerset.
Se abrió en aquel momento la puerta del salón dando paso a un tercer personaje
que, pidió tabaco tímidamente. Era más joven que los otros dos, y parecía inglés por
su aspecto. Cuando le hubieron servido, encendió la pipa, se sentó en el sofá y se
dirigió a Challoner, preguntándole si se acordaba de Desborough.
—¿Desborough? ¡Por supuesto! —afirmó Challoner—. Bien, Desborough, ¿qué
hace usted?
—En realidad, no hago nada —declaró el joven.
—¿Vive usted acaso de sus rentas? —preguntó el otro.
—¡Ni por asomo! —contestó Desborough, algo amoscado—. Estoy pensando en
la manera de salir a flote.
—Pues todos nos encontramos en idéntica situación —dijo Somerset—. De
seguro, y es mucha presunción, tendrá usted cien libras.
—Un poco menos —rectificó Desborough.
Mire usted qué dramático cuadro, señor Goall —señaló Somerset—. Tres inútiles.
—Es una de las características de esta época, en la que abunda todo —repuso el
dueño.
—No, señor, lo niego. Admita solo que yo no sirva para nada, que este tampoco y
que los tres no valgamos un pitoche. ¿Qué soy yo? Bien que mal he aprendido leyes,
geografía y matemáticas. Poseo, además, nociones de astrología. Y con todo me veo
más desvalido que un niño. No quiero absolutamente nada a mi tío materno; pero ¿a
qué negarlo?, si no fuese por él, me moriría de inanición. Empiezo a darme perfecta
cuenta de que es necesario conocer algo a fondo, aunque sea la literatura. Y aun así,
el hombre mundano es una de las facetas de este tiempo. Posee un asombroso
conjunto de conocimientos; su casa está en cualquier parte, y ha vivido de todos
modos. En resumidas cuentas, creo que esta forma de vida ha de dar algún resultado.
Yo me considero un perfecto hombre de mundo, de los pies a la cabeza, Usted
también, Challoner. ¿Y usted, Desborough?
—Sin duda —respondió el joven.
—Pues bien, señor Godall: aquí tiene usted a tres hombres de mundo, sin un
trabajo que nos de para vivir. Nos encontramos en el centro del orbe (llamaremos así
a esta calle) y en medio de estas multitudes, muy próximos al sitio donde se oye sonar
más dinero en la superficie del globo. Como hombres civilizados, ¿qué hemos de
hacer? Ahora van ustedes a verlo. A ver, un diario.
—Tengo el mejor del mundo, The Standard —dijo enfáticamente el señor Godall.
—Muy bien —continuó Somerset—. Esto que guardo entre mis manos es la voz
del mundo, el clarín que anuncia las necesidades del hombre. Lo abro ya, y donde
primero se fijan mis ojos… Píldoras Morrison… No, más arriba… Donde Primero se
fijan mis ojos… Aquí está lo que buscaba. Aquí hay una ligera mancha en el blasón
de la sociedad. Una queja, una oferta digna de gratitud: «Gratificación de doscientas
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libras». Dice así: «Se pagarán a la persona que suministre algún informe sobre la
identidad y domicilio de un individuo que fue visto ayer en las proximidades de
Green Park. Tiene unos seis pies de estatura, ancha espalda, va cuidadosamente
afeitado, con bigote negro y viste un abrigo de piel de foca». Aquí, amigos míos, está
la base de nuestra prosperidad.
—Entonces, ¿intenta usted, amigo mío, que nos convirtamos en detectives? —
dedujo Challoner.
—¿Proponerlo o intentarlo yo? No, nada de eso —arguyó Somerset—. La razón,
la Providencia, el mundo entero nos obligan. En ello se ponen de manifiesto nuestros
méritos, nuestros modales mundanos, el dominio de nuestra palabra, nuestros amplios
y poco vulgares conocimientos, todo, en suma, lo que hace e integra al detective. Esta
es al cabo la única profesión que cuadra a un caballero.
—Creo que exagera usted un poco —repuso Challoner—. Hasta ahora he
considerado ese oficio como poco digno, rastrero, propio de gente inculta, la peor y
más repugnante de las profesiones.
—¿Por qué? —replicó Somerset—. ¿Defender la sociedad? ¿Poner en juego la
vida por proteger la de los demás? ¿Eliminar los peligros ocultos? Apelo al
testimonio del señor Godall. Él, en fin, como investigador de la vida por su lado
filosófico, es probable que acepte estas teorías. Él sabe muy bien que el policía ha de
desempeñar varios papeles, y que por lo mismo, es, en esencia, un héroe mayor que el
soldado. ¿Cabe suponer que un general, que cuenta con un ejército perfectamente
disciplinado, vacile sobre la conducta de este en el campo de batalla?
—Yo no suponía que íbamos a unirnos —confesó Challoner.
—Tampoco nosotros; pero aquí están los brazos, aquí está la cabeza —prosiguió
Somerset—. Ya es cosa resuelta. Hemos de descubrir al hombre del abrigo de piel de
foca.
—Bueno. Admitamos que convenimos en ello —precisó Challoner—. Usted no
traza plan alguno, ni sabe en absoluto nada, ni tiene una pista que le sirva de base.
—Challoner, ¿es posible que dude usted de sí mismo? —atajó Somerset—. El
azar nos ha reunido a los tres. Cuando nos separemos ese mismo azar nos llevará
hacia mil indicios. Por el instante empieza el papel del hombre de mundo. Seguimos
esta pista que la gente ve sin entenderla, él, rápido como un gato, salta sobre él, lo
hace suyo, lo acosa con habilidad y tesón, y de una tontería sabe crear un mundo.
—Ciertamente —aprobó Challoner—. Me agrada que se reconozca usted tales
méritos. Pero, entretanto, yo no entro en la partida. No he nacido para detective, sino
para ser, en principio, una persona correcta y un excelente bebedor. Por lo que a mí
atañe, voy a echar un trago, deseando que estas intrigas y aventuras, vamos, la única
aventura en que parece probable que me vea envuelto, no sea con un acreedor.
—Ahí está el error —objetó Somerset—. Así revela el secreto de que no sirva
usted para nada. El mundo está colmado de aventuras. Unas nos asaltan en la calle:
manos que hacen señas desde un balcón; estafadores que aseguran habernos conocido
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fuera; gentes amables o de mala fe, de toda clase y condición, que no le dejan a uno
tranquilo. Usted sigue adelante, y por mil sinuosos terrenos continúa dentro de la
senda más peligrosa. Ahora, en el momento, debemos abrir los brazos a esta aventura
que se nos presenta, tanto si es espantosa como romántica. Aceptémosla. Me place
por lo misteriosa. Cuando menos, nos servirá de pasatiempo. Cada uno de nosotros
vendrá aquí, a este sitio, a contar su fórmula al filósofo amigo Godall, que tan
complacido nos oye. ¿Convenido? ¿Prometen ustedes dos aceptar la primera
casualidad que se les depare, analizarla, averiguar su fondo y deducir si en él hay
escondido algún negocio? Prométanlo así. Yo, por mi parte, los admito en la gran
profesión detectivesca.
—No soy ningún aficionado; pero sea como usted guste —dijo Challoner.
—Ya que no hay peligro en prometer, lo prometo —dijo Desborough.
—Hombres faltos de fe… Pero, en resumidas cuentas, lo han prometido. Vean
cuán satisfecho está el señor Godall.
—Escucharé con mucho gusto las aventuras para las cuales se preparan —dijo el
propietario con su habitual amabilidad.
—Y separémonos ya —concluyó Somerset—. Me apercibo a lanzarme por el
camino de la casualidad. Desde este rincón se oye el rugido de Londres, semejante al
fragor de una batalla. Voy a afrontar el oleaje de sus cuatro millones de almas,
protegido por una coraza de doscientas libras pagaderas al portador.
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AVENTURAS DE CHALLONER EL CABALLERO DE
ESCOLTA
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el más absoluto silencio. Entonces cesó el silbido y se desvaneció el humo. Challoner
continuaba en el mismo sitio. Recobró la razón, y con ella sintió un invencible terror,
echando a correr como alma que lleva el diablo.
Lentamente fue amortiguándose este impulso inicial y mientras acortaba el paso,
empezó su imaginación a resumir los hechos. Sin embargo, el silbido, el vapor
maloliente y la extraña huida de aquellas tres personas eran cosas que estaba muy
lejos de comprender. Con análogo terror hacía mil hipótesis, solo, de nuevo, penetró
en el dédalo de callejuelas a la claridad de la mañana.
Completamente extraviado, quiso el acaso que fuese a parar a una pequeña calle
que en el centro formaba una plazoleta con un jardincillo. Los pájaros cantaban en los
árboles, y era agradable a aquella hora la sombra de sus hojas. Absorto en sus
pensamientos, caminaba Challoner con los ojos fijos en el suelo cuando de pronto vio
cortado su paso por una tapia.
Sin embargo, no era él solo quien se perdiera aquella mañana. Cuando alzó los
ojos, descubrió, agradablemente sorprendido, a una joven, en quien, desde luego,
reconoció a uno de los misteriosos fugitivos. La joven, por lo visto, había ido allí con
los ojos vendados; detuvo su carrera la tapia y la joven, extenuada, cayó sobre la
arena. Sus ropas se habían manchado con el polvo del verano. Se miraron durante un
instante, y ella, mirándole con orgullo, se levantó, rogándole que se marchara de allí.
Challoner no salía de su asombro al encontrar a la heroína de su aventura. Observó
que la joven disimulaba el miedo. Se apoderaron a la vez de su mente la piedad y la
sospecha. Pero, a pesar de ambos sentimientos, se vio obligado a seguir a la dama. Lo
hizo con toda delicadeza, temiendo aumentar su terror; pero, aunque caminaba con
sumo cuidado, resonaban sus pasos en la solitaria calle. Este ruido pareció producir
en la joven una viva emoción, pues se paró en cuanto los oyó.
Dio media vuelta ya joven, y con paso indeciso y tímido, se acercó a él, quien,
por su parte, continuaba su camino con parecidas muestras de vergüenza. Cuando se
hallaban a dos pasos escasamente uno de otro, vio Challoner que la joven levantaba
los ojos hacia él y alzaba los brazos como si le llamara.
—¿Es usted inglés, caballero? —le preguntó.
El pobre miraba, asombrado, a la joven. Challoner era la misma cortesía, y se
habría avergonzado de mostrarse descortés con una dama. Pero, por lo demás, era un
hombre muy poco a propósito para las aventuras amorosas. Miró alrededor suyo. Las
casas, únicos testigos de esta entrevista, permanecían mudas. De fijo, ni aun en pleno
día era fácil que otra persona tomara cartas en el asunto. Por fin se volvió otra vez
hacia la que suplicaba, pudiendo convencerse, contrariado, de que su rostro como su
figura eran encantadores. La dama, además, iba elegantemente vestida y enguantada;
sí, sin ningún género de duda, se trataba de una dama, en cuyo rostro se dibujaba la
aflicción y la inocencia. Parecía a punto de llorar, perdida en la gran ciudad.
—Señorita —dijo él—, no abrigue usted ningún temor. No crea que la sigo. Si
nos encontramos, es por culpa de esta calle, que nos ha engañado a los dos.
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En el rostro de la joven se dibujó un inequívoco gesto.
—Debía haberlo adivinado —repuso—. Muchas gracias. Pero a tal hora y con
este silencio —añadió—, entre inmóviles paredes, tengo mucho miedo. ¡Oh, sí,
mucho miedo!
Y al pronunciar estas palabras palideció.
—Le ruego que me ofrezca usted su brazo —agregó en amable tono de súplica—.
No me atrevo a ir sola. ¡Estoy tan nerviosa! Temo un mal encuentro.
—Señorita —respondió gravemente Challoner—, estoy a su disposición.
La joven le cogió de un brazo, y por un momento, pareció que se lo oprimía.
Luego, con prisa febril, dirigió los pasos de su acompañante hacia la ciudad. Entre
tanto misterio, solo una cosa era palpable: el miedo de la joven. Challoner sentía que
la joven, agarrada a su brazo, temblaba de terror.
Challoner pensaba que aquel terror era repulsivo, y además, contagioso. Notaba
que se le iba contagiando, y no podía esto menos de irritarle; como lo lamentaba con
toda su alma, intentó vencerlo.
—Señorita —dijo a la joven—, estoy muy orgulloso de poder ser útil a una dama.
Pero confieso que yo seguía otro camino opuesto al de usted, y creo que merezco una
explicación.
—¡Silencio! —exclamó ella—. ¡Aquí no, aquí no!
A Challoner se le heló la sangre en las venas. Se le antojaba habérselas con una
loca; pero su memoria recordaba con tanta claridad la detonación, el humo y la fuga
de los tres personajes, que se sentía agobiado por el misterio. Challoner, animado al
oír los pasos de un policía que se acercaba, volvió a la carga, esta vez con más bríos.
—Creo —dijo en tono de conversación— que la he visto a usted salir de una villa
en compañía de dos caballeros.
—¡Oh —contestó la joven—, el caso no es precisamente así! Yo no salía de una
casa, sino que huía de ella a todo correr. Además, mis acompañantes no eran
caballeros. Es mejor que le hable francamente.
—Creí percibir luego cierto olor —continuó Challoner, movido por el acento de
aquella réplica—, un olor como de… ¡Ah!, y un ruido como de… No sé a qué
compararlo.
—¡Silencio! —volvió a exclamar la joven. No sabe usted los peligros a que se
expone. Acompáñeme ahora; pero no quiera saber nada. En cuanto dejemos estas
calles y estemos donde no puedan oírnos, se aclarará todo.
—Señorita, creo ver que es usted culta —notó Challoner.
—Soy algo más que eso —prosiguió suspirando la joven—; soy una muchacha
obligada a discutir de un modo impropio de mis pocos años.
Cuando llegaron a las cercanías de la estación Victoria, la joven se detuvo,
soltándose del brazo de Challoner. Estaban en una esquina, y la desconocida miró
alrededor entre indecisa y contristada. Luego, mostrando un rostro amable y risueño,
puso su mano enguantada sobre el hombro de su acompañante.
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—Tiemblo al pensar en lo que ha podido usted creerse de mí; pero no puedo ser
más explícita. Ahora debo dejarle, aunque le ruego que me espere. No intente
seguirme ni espiar mis actos. No forme usted juicios sobre mí. Le aseguro que soy tan
inocente como su propia hermana. Y sobre todo, no piense en abandonarme. Usted
parece a un caballero cortés y generoso, y al pedirle algunos minutos de paciencia, lo
hago en la seguridad de que no se negará usted.
Challoner se sentía malhumorado; mas prometió lo que le pedían. La joven le
dirigió una mirada de gratitud, y desapareció, doblando la esquina. Ahora que se
encontraba solo parecía deshacerse el encanto que le había cautivado hasta entonces,
y opinaba que había hecho el ridículo. Ante esta idea se reveló, y echó a andar en
persecución de la joven.
Challoner, al doblar la esquina, vio desaparecer en una taberna a su bella
compañera. Si dijéramos que se sorprendió, mentiríamos, de seguro, pues hacía ya
tiempo que nada le sorprendía. No obstante, estaba disgustado y molesto. ¡Qué
candor el suyo! Apenas un segundo después de haber desaparecido la joven, apareció
de nuevo esta, ahora iba acompañada por un joven de aire provinciano, no muy bien
vestido. Ella y su acompañante cambiaron algunas frases y parecían sostener una
conversación animada. Luego el hombre se volvió hacia la taberna mientras la joven,
con paso acelerado, echaba a andar de nuevo hacia Challoner, el cual se regocijó de
verla caminar en tal sentido. El disgusto que un momento antes había sentido
Challoner iba aminorándose conforme la muchacha avanzaba hacia él. Su belleza
sola no le habría atraído de aquella forma, pero la gentileza era para él un verdadero
imán. Si se hubiera encontrado ante una vulgar aventurera, habría obrado con estricta
justicia; pero ante una mujer que por lo pronto revelaba ser una dama, se encontró
desarmado. La joven se acercó a la esquina desde donde él la había espiado. Estaba
un tanto acalorada, y le dijo:
—Es usted un ingrato.
—Señorita —repuso tras de una pausa—, no creo que pueda tacharme de ingrato
después de haberla acompañado pacientemente a través de media ciudad. Desde este
momento la pido que me releve del oficio de protector. Usted tiene no muy lejos de
aquí amigos que se alegrarán de poder serle útiles.
La joven se quedó callada durante un momento.
—Está bien —repuso—. Váyase, y Dios me ampare. Sabe usted que soy una
joven inocente, que huyo de una horrenda catástrofe, acompañada por hombres
siniestros, y ni la piedad, ni la curiosidad, ni el honor le mueven a ayudarme en mi
desgracia ni a esperar una explicación. ¡Váyase! —repetía—. Estoy perdida.
Y haciendo un gesto apasionado echó a correr calle abajo.
Challoner miraba cómo se alejaba. Su convencimiento de que la joven era
culpable, luchaba con su creencia de que no lo era. Primero pensó, cuando se hubo
marchado ella, que era culpable y que la ayuda que le había querido prestar había
sido pagada con la ingratitud. Pero más tarde entendió que los modales de la joven y
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el tono de su lenguaje no eran, ciertamente, los de una mujer vulgar. Arrepentido y
curioso, tornó a seguirle los pasos. Al doblar otra esquina, logró divisarla. Sus pasos
eran tan vacilantes, que parecía la joven un pájaro herido. Luego levantó los brazos, y
a tientas, tambaleante, se apoyó en la pared. Al ver esto, Challoner no pudo
contenerse más; llegó adonde estaba ella y la sujetó. Luego se quitó el sombrero y le
aseguró con las razones más corteses que deseaba protegerla. La muchacha le
respondió al principio con palabras vagas; pero pronto empezó a darse cuenta de lo
que la decían. Entonces se irguió, y haciendo un gesto de perdón, se volvió hacia el
joven, envolviéndola en una mirada mezcla de gratitud y reproche.
—¡Ah, señorita! —dijo—. Utilíceme para lo que se le antoje.
Y nuevamente le ofreció el brazo, aunque esta vez con aire de deferencia. Ella,
lanzando un suspiro que tocó a, Challoner el corazón, lo tomó. Y ambos continuaron
recorriendo las desiertas calles. Sin embargo, se hallaban sumamente fatigados, y su
paso no llevaba el ritmo de antes.
La joven se asía de buen grado a su brazo, y Challoner se mostraba rendido y
arrepentido. Pero el cansancio que experimentaba la joven no se reflejaba en su
charla, que seguía animada. Challoner se sintió encantado.
—Déjeme usted que olvide todo durante media hora —decía la joven—, déjeme
que olvide.
Hablaba con bastante seguridad, pareciendo haber olvidado sus penas y
sinsabores. Se paraba delante de cada casa, inventaba un nombre para su propietario,
y hasta trazaba su carácter. Aquí vivía un viejo general que iba a casarse el día 5 del
mes siguiente; más allá estaba la casa de una viuda rica que, según todas las
probabilidades, estaba enamorada de Challoner… Y mientras, cogiéndose del brazo
de él, reía complacida. A veces le decía a guisa de comentario:
—¡Ah! En una vida como la mía, no debo desperdiciar estos momentos de
ventura.
Cuando llegaron a Grosvenor Square, se encontraron con que ya estaban abiertas
las verjas del parque. Challoner y su amiga siguieron la dirección de la gente y
pasaron silenciosos entre la multitud de andrajosos. Pero mientras los vagabundos,
cansados de trotar toda la noche por la ciudad, iban acostándose uno a uno en los
bancos o se perdían por diferentes senderos del parque, seguía nuestra pareja su
camino en la agradable quietud de la mañana. Al cabo divisaron un banco en un
terraplén de césped. La joven estaba muy fatigada y tomó asiento.
—Aquí estamos lejos de todo oído indiscreto. Va usted a conocer y a juzgar mi
vida. No podría sufrir que nos separaran, o que suponga usted que ha empleado su
bondad en un ser indigno.
Invitó a Challoner a que se sentara al lado suyo, y de buena gana, al parecer,
comenzó a referirle su historia en los siguientes términos.
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HISTORIA DEL ÁNGEL EXTERMINADOR
Hijo segundo de rancia y noble familia sin títulos, mi padre era oriundo de Inglaterra.
A un azar, más bien una desgracia, se vio obligado a ocultar su verdadero nombre.
Salió para los Estados Unidos, y en vez de quedarse en ciudades tranquilas, se internó
en el Oeste en compañía de unos exploradores. No se trataba de un emigrado
ordinario, pues, además de su carácter impetuoso y tenaz, poseía profundos
conocimientos en varias ciencias, sobre todo en botánica, de la cual era un ferviente
apasionado. Todo ello hizo que Fremont, el jefe de la partida, solicitase, al cabo de
algún tiempo, sus opiniones, y hasta siguiera algunas veces sus consejos.
Como ya he dicho, se internaron en las desconocidas regiones del Oeste, al
principio sobre las huellas de las caravanas de mormones, guiándose, en aquel
enorme y triste desierto, por los esqueletos de hombres y animales que hallaban a su
paso. Después torcieron un poco su camino hacia el Norte, y perdiendo de vista los
tristes despojos, acabaron por meterse en una tierra árida. A los cuarenta días
escaseaban los víveres, y se juzgó conveniente hacer un alto en el camino para tener
tiempo de cazar y explorar el terreno en todas direcciones. Encendieron una gran
hoguera, con ánimo de que el humo les sirviese de orientación en caso de que alguien
se apartara demasiado, y casi todos los hombres montaron a caballo y se dispusieron
a lanzarse a la aventura en el terreno desierto que les rodeaba. Mi padre anduvo
durante varias horas por un camino. Iba en pos del rastro de un corpulento animal.
Por las trazas de las garras y por el pelaje del bruto, que acertó a entrever, sacó la
conclusión de que se trataba de un oso de enorme tamaño. Apresuró el paso, y tras su
presa, llegó hasta un lugar donde se bifurcaba la senda… A la derecha se extendía un
camino dificultoso en extremo, lleno de piedras, con algún pino de trecho en trecho,
lo cual hacía pensar que el agua no debía de estar muy lejos. Picó espuelas a su
caballo, y rifle en mano se adentró completamente solo por aquel rumbo
desconocido.
En medio de un gran silencio se oyó de pronto el ruido de un curso de agua. El
viajero siguió caminando, sorprendiéndole una escena imponente: la corriente se
precipitaba en un angosto y sinuoso lugar, de orillas rocosas, inaccesibles al hombre
unas millas. Cuando se aumentara con la lluvia, el agua se extendería de orilla a
orilla. Los rayos solares no llegaban hasta allí más que durante las horas de mediodía;
el viento, en cambio, soplaba de continuo con furia en aquel estrecho embudo. Pero, a
pesar de todo, mi padre Dudo ver en el fondo de este antro unas cincuenta personas,
entre hombres, mujeres y niños, diseminados entre las incómodas rocas. Todos
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estaban tendidos y ninguno se movía. Sus rostros eran pálidos y demacrados, y de
cuando en cuando, a pesar del ruido de la corriente, se escuchaba una débil queja.
Mi padre, que seguía contemplando este espectáculo, vio de repente cómo un
viejo vacilante se aproximaba a una muchacha, a la cual incorporó un poco,
apoyándola contra la roca. Luego la cubrió con su propia manta. La muchacha
parecía no darse cuenta de nada. El viejo, tras de mirarla con lástima, volvió a su
primitivo lecho, tumbándose sin abrigo en el suelo. Pero, en aquel campo de
hambrientos, la escena no había pasado inadvertida. Otro hombre, de barba blanca y
venerable aspecto, se dirigió a su vez hacia la muchacha. Júzguese la indignación de
mi padre cuando vio que aquel miserable despojaba a la joven de la manta que se le
había cedido tan generosamente. El viejo volvió a su punto de partida, ocultó sus
despojos y se fingió dormido. Al cabo de algún tiempo se movió de nuevo,
apoyándose sobre los codos y mirando con recelo a sus compañeros. Después se llevó
la mano al pecho y a la boca. Movía las mandíbulas: así, pues, debía de estar
comiendo. En aquel campo de hambre había reservado algunas provisiones, y
mientras los demás se abandonaban al estupor de una muerte a todas luces próximas,
él recuperaba en secreto sus fuerzas.
Mi padre se enojó al ver esto y echó mano al fusil. De no haber sucedido algo
imprevisto habría dejado en el sitio a aquel miserable. En tal caso, ¡cuán diferente
hubiera sido mi historia! Pero todo estaba escrito. Cuando mi padre preparaba su
escopeta, acertó a distinguir un oso, que se movía a su espalda. Cediendo a su instinto
de cazador, descargó sobre el bruto y no sobre el hombre. El oso dio un salto y cayó
sobre un remanso del río. Resonó fuertemente el fogonazo, y en un momento, el
campamento estuvo en pie. Dando gritos que no parecían humanos, cayendo unos
sobre otros, aquellos seres hambrientos se precipitaron sobre la presa. Y antes de que
mi padre tuviera tiempo de llegar a orillas del río, muchos habían alcanzado parte del
animal, la cual iban a asar en una hoguera.
La presencia del intruso pasó inadvertida. Mi padre permaneció en medio de los
fantoches danzantes, quienes gritaban y ponían toda su atención en el oso muerto. Mi
padre, en medio de tal algazara, fue presa del deseo de llorar. Alguien le tocó en el
hombro; se volvió y se encontró con el anciano a quien había estado a punto de matar.
Pero ahora, al verle de cerca, advirtió que no se trataba de un anciano, sino de un
hombre en la plenitud de sus fuerzas, sobre cuyo inteligente rostro se marcaban las
huellas del hambre y del cansancio. El desconocido condujo a mi padre hasta cerca de
la roca, y una vez allí, le pidió aguardiente en voz baja. Mi padre le miró con desdén.
—Usted me recuerda un deber, ¿no es verdad? —le replicó—. Aquí tiene mi
botella. Creo que hay en ella bastante aguardiente para reanimar a las mujeres de su
tribu, empezando por la que ha sido víctima de su rapiña.
Y sin querer oír más a aquel egoísta, le volvió la espalda.
La muchacha seguía reclinada sobre la roca. Parecía agonizante, pues no se daba
cuenta del bullicio que la rodeaba. Pero cuando mi padre le alzó la cabeza,
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procurando que tomara algunos sorbos, la joven abrió sus lánguidos ojos, mirándole
con timidez. Nunca había visto él ojos más dulces, jamás otros ojos azules le habían
mostrado con tanta elocuencia un alma transparente. Habló con conocimiento de
causa, por que aquellos ojos fueron los que me sonrieron en la cuna. Tras de haber
atendido a la joven, mi padre, siempre espiado por el hombre de la barba canosa,
prestó sus cuidados a todas las demás mujeres de la tribu, así como a los hombres que
más lo necesitaban.
—¿Y no queda ni una gota para mí? —preguntó el hombre de la barba canosa.
—Ni una sola. Usted no la necesita —contestó mi padre—. Permítame que le
aconseje que rebusque en el bolsillo de su chaqueta.
—Me juzga usted mal —previno el otro—. Usted cree que yo vivo
interesadamente de los demás. Déjeme que le diga que, si esta caravana pereciera, el
hecho redundaría en beneficio del mundo. Estos son insectos humanos que pululan
como moscas entre las ínfimas capas sociales de las ciudades europeas, insectos a los
que yo mismo he sacado de su desgracia y miseria. ¡Cómo va usted a comparar sus
vidas con la mía!
—Por lo visto, es usted un misionero mormón, ¿verdad?
—¡Ah! —repuso el otro con extraña sonrisa—. Como usted quiera… El nombre
es lo de menos. Si solo fuese un misionero mormón, habría perecido sin exhalar una
queja. Pero soy médico, y en mi cerebro se encierran grandes conocimientos acerca
de los secretos y del porvenir de la humanidad. Cuando, queriendo atajar, perdimos el
resto de la caravana y nos quedamos presos en esta hondonada, sentí tal sufrimiento,
que en cinco días mi barba, que era negra, se ha vuelto de plata.
—Y usted, médico, obligado por juramento a socorrer al género humano en sus
infortunios… —empezó a decir mi padre.
—Señor —contó el mormón—, mi nombre es Grierson. Alguna vez oirá usted
este nombre, y entonces comprenderá que mis deberes no se circunscriben a esta
caravana de pobres, sino que se extienden por todo el género humano.
Mi padre se volvió a los demás que formaban la caravana, quienes, escuchaban
muy atentos, y les expresó que en breve les traería más socorros, agregando:
—Si tan necesitados os halláis, mirad en torno vuestro y veréis que la tierra se
halla llena de productos. Aquí mismo, entre las grietas de estas rocas hay una especie
de musgo amarillento. Podéis comerlo: es nutritivo y muy sabroso.
—¡Ah! —exclamó el doctor Grierson—. ¿Es usted doctor en botánica?
—Y no soy yo solo quien conoce la botánica, pues veo que alguien ha cortado ya
esas hierbas —y bajando la voz, añadió—: ¿Ese era todo el secreto de usted?
Cuando mi padre regresó al sitio donde sus compañeros mantenían encendida la
hoguera, se encontró que poseían abundante caza, lo cual les permitía socorrer con
largueza a los individuos de la caravana mormónica. Al día siguiente, ambos grupos
se encaminaron hacia la frontera de Utah. La distancia que había que recorrerse no
era muy grande; pero lo escarpado del terreno y la dificultad de procurarse alimento
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les hizo emplear cerca de tres semanas en el camino. De esta suerte mi padre tuvo
ocasión de trabar amistad con la muchacha a quien había socorrido, a la cual tomó
mucho aprecio. Llamaré a mi madre Lucía, pues no me es posible revelar su
verdadero nombre. ¿Por qué serie de calamidades se había visto en trance de sufrir
los horrores de una caravana mormónica? No me es posible decirlo. Basta saber que
tuvo la dicha de hallar un corazón digno del suyo. El ardoroso afecto que unió a mis
padres fue debido, quizá a la manera extraña de conocerse. Mi padre, impelido por el
amor, resolvió renunciar a todos los proyectos acariciados hasta entonces, y abrazó la
fe mormónica, uniéndose a la caravana. Cuando esta llegó al Lago Sagrado, se le
otorgó la mano de mi madre.
Se consumó el matrimonio y yo su único fruto. Mi padre tuvo fortuna en sus
negocios, y el hogar donde vi la luz era, sin duda, uno de los más felices de la tierra.
Pero mi progenitor fue arrebatado muy pronto por la muerte. El caso es que viví en la
ley mormónica llena de inocencia y de fe.
Claro que algunos de nuestros vecinos poseían varias esposas; mas ¿cómo podía
extrañarme semejante cosa?
A veces fallecía alguno de nuestros conocidos, y la familia había de resignarse a
que las mujeres y los efectos del muerto se repartieran entre los dignatarios de la
Iglesia. En cuanto al difunto, no se evocaba su recuerdo más que con ligeros suspiros
y movimientos de cabeza.
Yo permanecía tranquila, y nadie se acordaba que estaba presente, por lo cual
pude observar con detenimiento cuanto hacían con los cadáveres. Lo miraban con
ojos espantados. Yo no me daba cuenta clara de que uno que pocas semanas antes me
había tenido sobre sus rodillas había volado de su casa, apartándose del lado de sus
familiares cual la imagen se aparta de un espejo, o sea, sin dejar huellas tras sí.
Aquello era algo terrible, aquello era la muerte, es decir, una ley universal. Y aun
cuando luego continuaba la conversación en voz alta y oía nombrar al Ángel
Exterminador, ¿cómo podía una muchacha comprender el misterio? Yo oía nombrar
al Ángel Exterminador como si se tratase de un obispo o de un cura; pero no sentía el
menor interés por averiguar quién era. Pensaba solo en las caricias y ternuras que me
prodigaban mis padres, y por tanto, ¿qué podían importarme los misterios que me
rodeaban, y cómo iba a penetrar en sus profundidades?
Al principio vivíamos en la ciudad; pero al poco tiempo nos trasladamos a otra
casa, una casa muy bonita, con un jardín y una cascada cristalina.
Nuestro único vecino era el doctor Grierson, quien parecía agradable a mis pocos
años, con su fina barba rizada y sus penetrantes ojos. Sin embargo, no podía yo dejar
de sentir cierto temor al encontrarme en su presencia; sus ocupaciones permanecían
envueltas en cierto misterio.
La casa del doctor distaba una milla escasa de la nuestra; pero era muy diferente
su situación. Se hallaba enclavada en lo alto de una colina, a cuyos pies se abría un
profundo precipicio. Parecía como si la naturaleza hubiera tratado de imitar las
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construcciones de la mano del hombre, ya que aquello semejaba un verdadero fuerte
emplazado allí para defender una ciudad entera. Recuerdo haber pasado en dos o tres
ocasiones ante aquella misteriosa vivienda, la cual permanecía siempre cerrada a
piedra y lodo. Sus chimeneas no echaban nunca humo. Cierto día dije a mi padre que
la casa en cuestión podía ser asaltada por los ladrones.
—¡Oh, no! —contestó mi padre—. Nunca la asaltarán.
Un día, poco antes de que se cebara la desgracia en mi familia, pude percatarme
de que en la casa del doctor se había producido un cambio. Mi padre estaba enfermo,
y mi madre no se apartaba de la cabecera de su lecho. Yo, acompañada de nuestro
mayoral, tenía que dirigirme a cierta casa, sita a veinte millas de distancia, adonde
llevaban las provisiones y herramientas que necesitábamos. Pero en el camino, perdió
nuestro caballo una herradura y nos sorprendió la noche a mitad de la jornada. Eran
las tres de la madrugada cuando el cochero y yo, que iba sola dentro del coche,
emprendimos la marcha en dirección a la casa del doctor, única en los contornos. La
noche estaba clara, y rocas y montañas se alzaban imponentes a la luz de la luna.
Cuando nos aproximamos a la casa, observé con asombro, que todas sus ventanas
estaban iluminadas. Sus chimeneas, de ordinario inactiva, echaban humo en
abundancia. Seguimos avanzando, y de pronto, oímos a nuestra espalda una especie
de resoplido. Al principio semejaba el latido de un gran corazón. Luego me pareció el
sollozo de algún gigante que se ahogara entre las montañas y tratara de tomar aliento.
Más tarde se me antojó oír una locomotora. Me volví para preguntar al cochero qué
opinaba de todo aquello.
Pero al reparar en su palidez y en su extraña mirada no despegué los labios.
Continuamos avanzando en silencio hacia la casa iluminada, y de súbito, sin previo
aviso, se oyó una detonación tan fuerte que creí que se resquebrajaba la tierra.
Repercutía el eco de la detonación de montaña en montaña. Un montón de llamas,
que se desparramaron en infinitas chispas, salió de las chimeneas de la casa al mismo
tiempo que la iluminación de las ventanas subía de color, llegando hasta el rojo
intenso. Luego se sumió todo en la oscuridad. El cochero detuvo instintivamente al
caballo. Todavía retumbaba lejano el trueno, cuando se abrió la puerta de la casa
dando paso a una figura vestida de blanco que corría a la luz de la luna hacia el borde
del precipicio, sin dejar de dar saltos. De improviso se desplomó en el suelo. Yo lancé
un grito. El cochero dejó caer el látigo sobre el lomo del caballo, y partimos de allí a
toda carrera, con peligro de nuestras vidas hacia la casa de mi padre. Los verdes
jardines que rodeaban la casita dormían en paz.
Esta es la única aventura de mi vida hasta que cumplí la edad de diecisiete años,
fecha en que mi padre llegó al colmo de su prosperidad. Yo era todavía tan inocente y
alegre como una chiquilla. Pero no tardaron en presentarse los sinsabores en mi vida.
Una cálida tarde de verano me hallaba reclinada en un sofá. La ventana estaba abierta
y daba sobre la galería en que bordaba mi madre. Mi padre se presentó, sentándose al
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lado de ella, y entablando ambos una conversación que llegó perceptiblemente a mis
oídos.
—Ya nos ha venido el golpe —decía él.
Mi madre se estremeció y cambió de color, pero no respondió la menor palabra.
—Sí —continuó mi madre—. Hoy he recibido la nota de cuanto poseo, lo que he
prestado en secreto a hombres cuyos labios parecían sellados por el terror y lo que
enterré con mis propias manos en la cima de la montaña, donde ni siquiera había
pájaros. ¿Acaso el viento propaga los secretos? ¿Acaso las colinas son de hielo y
transparentan lo que se hace tras ellas? ¿Acaso las rocas que pisamos guardan
nuestras huellas para delatarnos? ¡Oh, Lucía! ¿Qué nos habrá traído a este país?
—Pero este caso no es amenazador —respondió mi madre—. Se te acusa de una
simple ocultación. Te marcarán un impuesto más elevado, y a lo sumo, te multarán.
Claro que resulta desagradable que se espíen nuestros actos y se sepan nuestros
asuntos particulares. Pero esto no es nada nuevo para nosotros. ¿No hemos vivido
siempre temerosos y sospechando de todo?
—¡Ah, sombras siniestras que nos persiguen! —exclamó mi padre—. Pero esto
no representa nada. Aquí tienes la carta que acompañaba a la nota.
Oí que mi madre volvía las páginas en silencio. Por fin se puso a leer en alto voz:
«La iglesia espera una prueba de bondad de un creyente a quien la Providencia ha
favorecido tan pródigamente con los bienes de este mundo».
Una vez terminada la lectura dijo mi madre:
—¿Son estas las palabras que te amedrentan? ¿Es de aquí de donde nace tu
ansiedad?
—Lucía —repuso mi padre—. ¿Te acuerdas de Pirestley? Dos días antes de
desaparecer me llevó a un lugar aislado, desde el cual se dominaban grandes
extensiones de tierra. Aquel sitio era a propósito para estar seguro de verse libre de
espías. Pirestley, lleno de terror, me refirió su historia. Había recibido una carta
parecida a esta que yo he recibido ahora, y me consultaba sobre el particular. Pensaba
ofrecer el tercio de su fortuna; pero yo le aconsejé que, si tenía apego a la vida,
ofreciera más. Estuvo de acuerdo en doblar la suma. Dos días después salió de su
casa una noche, y nunca más volvió a ella. ¡Dios mío!… ¿Cómo diantre pueden
disolverse los cuerpos sólidos? ¿Qué muerte es esta muerte que no deja rastro?
¿Cómo logran hacer desaparecer esqueletos que resisten en la sepultura durante
siglos? Pensar en ello resulta más horroroso que la misma muerte.
—¿No podría ayudarte Grierson? —preguntó mi madre.
—Ni pensarlo —contestó mi padre—. Ahora sabe tanto como yo, y no hará nada
para salvarme. Además, su poder es muy reducido, y quizá corra un peligro mayor
que el mío. Vive aislado, tiene abandonadas a sus mujeres, a quienes no vigila, y se le
acusa de incrédulo. Y aun cuando ofreciera una crecida fianza… Pero no, no creo que
lo hiciera.
—¿No crees? ¿Qué? —inquirió mi madre.
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Luego, cambiando de tono, añadió:
—¿Para qué preocuparnos? Aún queda una esperanza: huyamos.
—No, no —negó mi padre—. No quiero envolverte en mi suerte. No hay
esperanza de que pudiéramos abandonar estas tierras; somos como enterrados en
vida, y no hay otra salida que la muerte.
—Moriremos juntos. No pienso sobrevivirte.
Mi padre no pudo resistir la ternura de su mujer, y aunque no abrigaba la menor
esperanza, accedió a abandonar toda su hacienda, excepto un centenar de dólares que
llevaba encima y huir aquella misma noche. En cuanto se durmieran los criados
tomaríamos dos mulas para que llevaran las provisiones, y otras dos para que nos
llevaran a mi madre y a mí, y nos lanzaríamos a través de los montes en busca de
libertad. Cuando hubieron decidido todo esto, me asomé a la ventana, y
confesándoles que lo había oído, les aseguré que podían fiar en mi prudencia y en mi
cariño. Tenía mucho miedo, pero ansiaba mostrarme digna de mi raza. Mi vida era de
mis padres. Mi padre se abrazó a mi cuello, llorando y bendiciendo al cielo por el
valor que este había concedido a su hija.
Antes de llegar media noche, bajo un cielo oscuro y sin estrellas, dejábamos tras
nosotros las plantaciones del valle, ascendiendo, a través de un estrecho desfiladero,
hacia la cumbre. El camino era penoso, escarpado y estaba bordeado de un profundo
precipicio. Torcimos a la derecha, y de pronto nos quedamos profundamente
desalentados. Dábamos frente a una alta roca ante la cual ardía una gran hoguera. En
la roca, labrado de una manera rudimentaria, se abría el Gran Ojo, emblema de la fe
mormónica. Sin decir palabra nos miramos aterrorizados. Hicimos retroceder a las
mulas. No podíamos seguir adelante, ya que el único paso se hallaba vigilado por el
Gran Ojo. Antes de romper el día nos encontrábamos de nuevo en casa. Teníamos
que demorar nuestro propósito.
Ignoro la respuesta que daría mi padre. Pero dos días después, antes de la puesta
del sol, vi que por el llano, en medio de una gran polvareda, aparecía un hombre.
Llevaba un sencillo traje, un gran sombrero de paja y barba patriarcal; ofrecía el
aspecto de un labrador rústico. Se hizo anunciar como un tal Aspinwall, y se
introdujo en la habitación donde mi familia permanecía reunida. A mi madre y a mí
nos indicó, sin miramiento alguno, que saliéramos. Al quedarse a solas con mi padre,
puso ante los ojos de este un documento del presidente que le conminaba a que
eligiera marchar como misionero adonde acampaban las tribus cercanas al Mar
Blanco, o bien unirse a una partida de Ángeles Exterminadores que había de matar a
sesenta inmigrantes alemanes. Lo último repugnaba, por supuesto, a mi padre; mas lo
primero le parecía un pretexto. Si consentía dejar abandonada a su esposa, de seguro
no volvería nunca más. Mi padre rechazó, pues, las dos propuestas. Aspinwall, con
sincera emoción, emoción religiosa, en parte, al ver la desobediencia al mandato
divino, aunque también nacida de la compasión que sentía por mi padre y mi familia,
suplicó al reo que meditara su decisión. Al cabo, viendo que no podía convencerle, le
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otorgó una tregua, que duraría hasta la salida de la luna. Luego se despidió de todos
nosotros, excepto de mi padre.
—Porque usted —dijo— acabará montando a caballo y yendo a mi lado.
No hablaré de las horas que transcurrieron a continuación. Corrían veloces, y no
tardó la luna en asomar por encima de la cordillera. Efectivamente, mi padre y
Aspinwall partieron juntos, y nosotras los vimos alejarse.
Aunque aparentaba serenidad, mi madre se apresuró a encerrarse en su
habitación. Y yo me quedé casi sola en aquella tétrica mansión, consumida por la
pena y el miedo. Pronto hube de resolverme a coger mi caballo, y montada en él,
ascendí a la cumbre de una montaña cercana, desde donde quise dar el último adiós a
mi padre, que iba ya perdiéndose de vista. Los dos hombres caminaban con
tranquilidad. Yo abarcaba con mis ojos todo el panorama. Desde la cumbre en que me
encontraba no me era dable contemplar la casa del doctor, pues me la ocultaba una
cadena de montañas, pero por detrás de estas se alzaba una leve columna de humo.
¿Qué combustible producía aquel vapor tan tenue? Las partículas se desparramaban
por la atmósfera, y yo deducía que aquel humo procedía de la casa del Doctor. Vi
desaparecer a mi padre, y sin saber por qué, relacioné en mi pensamiento la pérdida
de mi querido progenitor con aquella columna de humo.
Pasaron algunos días. Mi madre seguía esperando noticias de su esposo.
Transcurrió una semana, luego otra. No venían noticias. Como humo que se disipa,
así desapareció todo rastro de aquel hombre bueno y valiente. Iba debilitándose la
esperanza conforme pasaban las horas. Mi padre estaba perdido, y triste sería el
porvenir de su indefensa familia. Pero la viuda y la huérfana aguardábamos con
calma los acontecimientos. Al terminar la tercera semana, nos levantamos un día muy
temprano, encontrándonos solas en la casa. Todos los criados, de común acuerdo, se
habían marchado. Nosotras sabíamos que nos apreciaban, por lo cual supusimos que
alguna secreta intimidación les obligó a despejar el campo. Pasaron más días. Cierta
tarde, sorprendidas por el ruido que producía el galope de un caballo, nos asomamos
al balcón.
El doctor en persona, montado en una yegua, se nos metió en el jardín, echó pie a
tierra y nos saludó. Estaba más encorvado y más canoso que antes, pero su porte era
correcto y afable.
—Señora —empezó a decir—, vengo con una misión penosa. En ella verá usted
la bondad de nuestro presidente, que me envía como embajador, pues soy el único
vecino y el amigo más antiguo del marido de usted.
—Caballero —respondió mi madre—, solo estoy preocupada por una cosa, y
usted se la figura, probablemente. Dígame cómo está mi marido.
—Señora —contestó el doctor, tomando asiento—, si fuera usted una joven
ignorante, mi posición sería sumamente embarazosa; pero como usted es una mujer
de gran inteligencia y entereza… Ya les he concedido a ustedes tres semanas para que
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acepten lo inevitable y tomen el partido que deban tomar. Creo que no es necesario
decir más.
Mi madre, muy pálida, temblaba como una hoja, Al cabo dijo:
—Si es así, no nos queda más que morir.
—¡Vamos! —dijo el doctor—. Se ha de calmar usted. No piense más en su
marido y medite en su porvenir y el de su hija.
—Me dice usted que olvide; entonces es que afirma usted.
—Claro que afirmo. Estoy enterado de lo que ha ocurrido.
—¡Usted! —exclamó mi madre fuera de sí—. Entonces es que usted mismo le ha
ejecutado. A través de su careta le veo tal cual es, y me causa repugnancia. Es usted
la pesadilla que persigue en sueños al desgraciado fugitivo. ¡Es el Ángel
Exterminador!
—Bien, señora, ¿y qué? Mi suerte y la de ustedes es de todo punto igual. ¿No
estamos todos presos en esta prisión de Utah? ¿No intentaron ustedes huir y
tropezaron con el Gran Ojo? ¿Quién puede escapar a la vigilancia del Gran Ojo? A
mí, al menos, no me es posible. Aunque yo me hubiera negado a ejecutar a su marido,
¿se habría salvado este? Sabe usted muy bien que no. Yo, a mi vez, habría perecido.
Y en este caso, ni hubiera podido aliviar sus últimos momentos ni estaría hoy aquí
para pedir la mano de su hija.
—¡Ah! —exclamé yo—, ¿pretende usted comprar mi vida?
—Señorita —replicó el doctor—, no solo lo pretendo, sino que lo llevo a cabo.
Asenath, tiene usted un alma animosa que me complazco en reconocer. Pero vayamos
al grano. Los bienes del señor Fonblenque pasan a la Iglesia; pero una parte queda
reservada para el que se case con su hija. Esta persona voy a ser yo.
Ante aquella monstruosa proposición, mi madre y yo, dando un grito, nos
abrazamos.
—Ya me lo figuraba yo —observó el doctor—. No están ustedes conformes con
este arreglo. Bien; las convenceré. Ya saben que he seguido con mis mujeres las
prácticas mormónicas. He estado absorto en arduos estudios, y mis mujeres no han
cesado de reñir entre sí. Ni de mí ni de mi bolsillo han obtenido la menor cosa, pues
no era esa la unión que yo deseaba, aunque la haya seguido por antojo. Pero usted,
amiga mía, no tema mis impertinencias. Al contrario, estoy contento al notar que es
usted un espíritu romano. Si me veo obligado a rogarle que me siga, no es siguiendo
mi capricho, sino obedeciendo órdenes recibidas. Creo que ahora estará usted
conforme.
A continuación nos indicó que nos vistiéramos para ponernos en marcha. Luego
tomó una luz y se dirigió al establo para preparar los caballos.
—¿Qué es esto? ¿Qué va a ser de nosotras? —me lamentaba yo.
—Nada, nada —atajó mi madre, haciendo un esfuerzo para serenarse—; hemos
de creerle. Me parece discernir en sus frases ciertos visos de verdad. Asenath, hija
mía, si te dejo, si muero, no te olvides nunca de tus desgraciados padres.
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Yo le rogué que me explicara sus palabras. Mi madre se libró de mis brazos y me
dijo que el doctor parecía un buen amigo.
—¡Cómo! —protesté—. ¡El hombre que mató a mi padre!
—Vamos, seamos justas —arguyó mi madre—; creo que su amistad es sincera.
Solo él puede defenderte en esta tierra de muerte, Asenath.
A la sazón, volvió el doctor con dos caballos. Ya montadas en ellos, me rogó que
echara adelante, pues tenía que hablar con mi madre. Le obedecí y ellos me seguían a
pocos pasos. Iban conversando con animación, aunque en voz baja. Apareció la luna.
Ambos me miraron entonces atentamente. Mi madre apoyaba su brazo en el del
doctor, y este, contra su costumbre, hacía vigorosos ademanes de afirmación o
protesta.
Al pie de la montaña donde empezaba la senda que conducía a la morada del
doctor, me indicó este que debíamos dar un paseo.
—Aquí nos apearemos, y como su madre prefiere ir sola, nosotros iremos juntos.
¿Está de acuerdo?
—Pero ella vendrá detrás, ¿no es así?
—Le doy a usted mi palabra —me dijo.
Luego me ayudó a bajar.
—Dejaremos los caballos aquí —agregó—. En estas montañas no existen
ladrones, y no hay peligro de que los roben.
Empezamos a subir despacio la cuesta. Pronto divisamos perfectamente la casa
del doctor. Las ventanas se hallaban más iluminadas que nunca. La chimenea lanzaba
un humo denso. Pero en los alrededores reinaba el más absoluto silencio.
—¿Qué diablos hace usted en esta soledad? —no pude menos de preguntarle.
Me miró sonriendo y me contestó evasivamente.
—No es la primera vez que ha visto mis hornos encendidos. Cierta madrugada
pasó usted ante mi casa. La vi pasar. Me había salido mal un experimento, y asusté
mucho a su cochero y a usted.
—¡Cómo! ¿Era usted? —indagué, recordando aquella ridícula figura.
—Sí; era yo. Pero no se figure usted que estaba loco. Era que me había quemado
horrorosamente.
Estábamos ya muy cerca de la casa. Al contrario que las del país, estaba
construida de sólida piedra. Entre las grietas de las paredes no asomaba ni una sola
mata de hierba. Sobre la puerta se veía el Ojo Mormón que yo estaba acostumbrada a
ver desde la niñez. El humo rojizo salía por la boca de la chimenea, desvaneciéndose
a la luz de la luna.
El doctor abrió la puerta de su casa y se detuvo en el umbral.
—Me pregunta usted qué es lo que hago aquí —dijo—. Pues bien: responderé que
hago dos cosas: «vida» y «muerte».
Y me invitó a que pasara.
—Esperaremos a mi madre —propuse yo.
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—¡Ea! Míreme —añadió el doctor—. ¿No le parezco a usted viejo y decrépito?
¿Quién de los dos es el más fuerte: el hombre canoso o la mujer en pleno vigor?
Me incliné y penetré en una especie de vestíbulo. La habitación estaba amueblada
con un aparador, una mesa y algunas banquetas de madera. El doctor me invitó a que
tomara asiento en una de ellas. Luego, atravesando una puerta que comunicaba con el
interior, me dejó sola. Oía chocar de aceros y un monorrítmico ruido idéntico al que
me sorprendió cierta madrugada. Pero ahora sonaba tan cercano, que parecía que el
edificio iba a venirse abajo. Procuré dominar mi alarma. El doctor volvió
precisamente al mismo tiempo que mi madre aparecía en el umbral. Pero ¿cómo
describir la tranquilidad y el encanto que irradiaba su rostro? Diríase que en aquel
corto espacio de tiempo le hubieran quitado años de encima; resultaba más joven y
más bella. El brillo de su mirada y su encantadora sonrisa me llegaron al corazón. No
semejaba una mujer, sino un ángel. Corrí hacia mi madre; mas ella se hizo atrás, puso
un dedo en sus labios y me señaló al doctor como amigo y protector. La escena se me
antojó extraña en extremo.
—Lucía —dijo el doctor—, está ya preparado todo. ¿Quiere usted ir sola o
acompañada de su hija?
—Desearía que Asenath estuviera presente —respondió mi madre—. Ahora me
hallo purificada de la tristeza por el cielo, y deseo su presencia más por ella que por
mí.
—¡Madre —grité, aterrada—, madre! ¿Qué significa esto?
Pero ella, mostrando un rostro radiante, me interrumpió:
—¡Silencio!
Por lo visto, me trataba como a una chiquilla. El doctor también me rogó que me
callara.
—Ha hecho usted una elección —dijo, dirigiéndose a mi madre—; idéntica a la
que yo habría hecho.
Y al decir esto, miraba fijamente a mi madre con tal admiración, que parecía
como si le tuviera envidia. Luego, tras de lanzar un suspiro, entró en el cuarto
interior.
Esta pieza era muy amplia y estaba alumbrada por varias lámparas de distintos
colores. Al fondo de la pieza permanecía abierta una puerta, de la cual brotaba un
gran resplandor. Las paredes mostraban a todo lo largo una estantería llena de libros;
las mesas se hallaban repletas de aparatos de química y grandes acumuladores de
cristal. De parte a parte atravesaba la habitación una especie de recia correa que daba
vueltas sobre unas poleas de acero, produciendo notables sonidos vibratorios. En un
rincón se alzaba una silla de pies de cristal rodeada de extraños alambres. Mi madre
avanzó hacia ella, inquiriendo:
—¿Es esta?
El doctor se inclinó sin responder.
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—Asenath —dijo mi madre—, al final de mi vida he encontrado un protector.
Mírale, aquí le tienes: es el doctor Grierson. No seas ingrata con él, hija mía; es un
amigo.
Se sentó en la silla, oprimió con sus manos los globos que había en los extremos
de los brazos de esta y miró al doctor, quien se apresuró a inclinarse, apoyándose
contra la pared y oprimiendo un resorte. Mi madre experimentó una sacudida, sus
facciones se contrajeron, y como rendida por la fatiga, se recostó sobre el respaldo de
la silla. Me eché a sus pies; pero sus manos cayeron pesadamente sobre mí. Su cara,
todavía sonriente, se desplomó sobre su pecho. El alma de mi madre había volado
para siempre.
No sé cuánto tiempo pasó después. Levanté el rostro lleno de lágrimas, y me
encontré con los ojos del doctor. Me contemplaba, piadoso e interesado, y la cosa, a
pesar de mi pena, no dejó de llamarle la atención.
—Basta de lamentaciones —dijo—. Su madre ha ido a la muerte como si fuese a
sus bodas, muriendo en la misma forma que murió su esposo. Ya es hora, Asenath, de
pensar en los que sobreviven. Sígame.
Le seguí con paso de sonámbula. Me sentó junto a la lumbre y me ofreció vino.
Luego, paseando por la habitación, me dijo:
—Está usted sola en el mundo, hija mía, y no le espera otra suerte que llegar a ser
esposa de algún anciano, o cuando más, encontrar el favor del presidente. Este
destino resulta peor que la muerte para una joven cual usted. Es mejor morir como ha
muerto su madre que verse degradada.
Yo seguía sus palabras con emoción; empezaba a comprender.
—Veo que me juzga usted con rectitud —declaré—. Creo que debo seguir el
camino que han seguido mis padres.
—No —negó el doctor—; la muerte para usted, no. El navío estropeado puede
hundirse; pero no se hunde el navío nuevo y flamante. El proyecto que acarició su
madre era que se casara usted conmigo. Pero yo tenía horror al matrimonio. No he
olvidado aún los tumultuosos días de mi juventud, no he olvidado lo que sienten los
jóvenes. La vejez solo pide que se le perdonen penas. La juventud, en cambio, pide
alegrías. Y tenga usted presente que se encuentra sin apoyo. No le queda nadie, a
excepción de este anciano investigador, que si es viejo por la experiencia, en cambio
es joven por los sentimientos. Una pregunta. ¿Se halla usted libre de eso que la gente
llama amor? ¿Es usted dueña de su corazón y de sus actos?
Yo respondí con frase entrecortada:
—Mi corazón ha muerto con mis padres.
—Bien, eso me basta —repuso el doctor—. He tenido la suerte de ser requerido
con frecuencia para los servicios de que hablé esta noche. No hay en Utah quien
pudiera desempeñar mejor estos encargos. Ello me ha valido cierta influencia que
ahora pongo a su disposición. La enviaré a Inglaterra, a Londres, donde la espera el
novio que le destino, un hijo mío, cuya edad y belleza cuadran perfectamente con lo
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que usted se merece. Puesto que su corazón es libre, prométame que acogerá a su
novio con la delicadeza de una esposa. Le hago esta petición a cambio de los gustos y
los peligros que usted me origina.
Me mantuve suspensa un rato. Recordaba haber oído decir que el doctor no tenía
ningún hijo; pero no sabía qué pensar. La idea de huir y la idea de un matrimonio
ventajoso tuvieron fuerza bastante para decidirme. Sentí cierta esperanza de que no
había acabado todo para mí, y acabé por aceptar la proposición.
Me pareció que mi consentimiento le conmovía.
—Voy a enseñarle a usted algo, para que juzgue por sí misma —anunció el
doctor.
Y entrando en la pieza contigua volvió a poco con un pequeño retrato pintado al
óleo. El retrato representaba a un hombre vestido a la moda de algunos años atrás. En
el rostro del retratado conocí al doctor, que parecía mucho más joven que en la
actualidad.
—¿Le gusta? —me interrogó—. Soy yo cuando era joven. Pero mi hijo le
parecerá más digno y le gustará más. Disfruta una salud de hierro y es un ser
inteligente, de una inteligencia superior. En suma, un hombre cabal. De cada mil
hombres hay solo uno como mi hijo, Sabe imponerse a todas las pasiones juveniles y
abarca todas las ramas del saber. Dígame, Asenath: ¿no satisfará mi hijo todas las
aspiraciones de una muchacha? ¿No será bastante para usted?
Y mientras me decía esto y me mostraba el cuadro, temblaban sus manos.
Aquella prueba de amor paternal me había llegado al corazón. Pero pronto se
rebeló mi sangre, y miré con horror, tanto a él como al retrato. Creo que, si me
hubieran dado a elegir entre un matrimonio mormón o la muerte, habría elegido la
segunda.
—Está bien —continuó—. Confiaba en el valor de usted. Ahora coma
tranquilamente, pues ha de ir muy lejos.
En esto, puso ante mí un poco de carne. Yo, obediente, comí. El doctor, saliendo
luego de la habitación, volvió en seguida con un paquete de ropa usada.
—Este es su disfraz —me dijo—. La dejo sola para que se vista.
Las ropas parecían haber pertenecido a un muchacho de quince años. Me estaban
estrechas, impidiéndome todo movimiento. Pero lo que más me intrigaba era la suerte
que habría corrido su dueño. En cuanto acabé de vestirme, volvió el doctor, quien
abrió una ventana trasera, y ayudándome a trepar el estrecho pasillo que formaba la
pared con las salientes peñas que se alzaban más arriba del tejado me mostró una
escalera de hierro adosada a las mismas.
—Suba de prisa —me recomendó—. Cuando esté arriba, camine rápidamente a la
sombra del humo. Llegará a un callejón. Al final encontrará a un hombre con dos
caballos. Obedézcale sin hablar. Esta maquinaria que hago funcionar en su beneficio
podría derrumbarse a la menor palabra. Adiós. El cielo la proteja.
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Me resultó fácil la ascensión. Ante mí se extendía una pendiente larguísima, sin
árboles, sin nada para ocultarse. Sabía que aquellas soledades se hallaban llenas de
espías, por lo cual procuraba esconderme entre el humo. Cuando el aire lo elevaba,
me echaba a tierra esperando. En cambio, cuando el aire lo impulsaba hacia abajo,
procuraba correr cuanto podía. Así llegué hasta el sitio donde estaba el hombre con
los dos caballos.
Era un individuo sombrío y taciturno. En el acto empezamos a correr. Lo hicimos
durante toda la noche. Antes del alba nos refugiamos en una húmeda y lóbrega cueva,
situada en el fondo de una garganta. Allí permanecimos todo el día aguardando a que
se hiciera de noche. A media noche llegamos a un prado no lejos del río. El guía me
entregó entonces otro paquete, encargándome que me vistiera de nuevo. El paquete
contenía peine y jabón, además de ropas mías, cogidas en mi casa. Me peiné junto al
espejo di un charco. Entonces resonó en las montañas un silbido que no parecía
humano. Mi quedé atónita. Luego vi que un huracán de fuego avanzaba amenazador.
No pude me nos de ocultarme el rostro con las manos y lanzar un grito. Aquel rugido
provenía de ferrocarril que atravesaba la montaña, e ferrocarril que constituía mi
salvación, que había de llevarme lejos de Utah.
En cuanto estuve vestida, el guía me entregó un maletín donde había dinero y
papeles, diciéndome que me encontraba en el límite del territorio de Wyoming e
indicándome que debía seguir el curso del río hasta encontrar la estación, que distaba
de allí una media milla.
—Aquí tiene su billete hasta Council Bluffs. El expreso pasará dentro de unas
horas.
Dicho esto volvió grupas, marchándose sin hacerme el menor saludo.
Tres horas después, me hallaba sentada ya en el tren, que se deslizaba veloz a
través de las abruptas gargantas. El cambio de escenario, la sensación de encontrarme
libre, la impresión de terror que me había dominado durante todo el tiempo que duró
la huida se transformaron en cierta melancolía, entregándome a múltiples reflexiones.
Me había dirigido a casa del doctor dispuesta a morir, o más bien, preparada para
algo peor que la muerte; pero todo lo que pasó aunque era, en verdad, terrible, no me
parecía ya casi nada comparado con los temores sufridos durante la fuga. Y después
de una noche de sueño en el vagón, desperté recordando tristemente la pérdida de mis
padres y sintiéndome alarmada ante mi porvenir. Luego abrí el maletín.
Se hallaba bien provisto de dinero, y también contenía billetes de ferrocarril y un
itinerario completo hasta Liverpool. Encontré, además, una larga carta del doctor en
la cual me daba instrucciones acerca del falso nombre que me convenía adoptar, así
como de la historia que debía referir cuando me preguntaran de dónde venía,
recomendándome de paso suma discreción y rogándome que esperase llena de fe la
llegada de su hijo.
El horror que sentía hacia el doctor y hacia su hijo, mi rebelión ante las
condiciones que se me imponía, eran ahora completos. Me hallaba entregada a mi
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pena y al desaliento. Pero de pronto, con gran contento por mi parte, una amable
señora que compartía mi departamento, entabló conversación conmigo. Me acogí a
este consuelo, y referí a la señora la historia que el doctor me encargaba que diera
como mía. Yo era la señorita Gould, de la ciudad de Nevada, e iba a Inglaterra para
reunirme con un tío mío. Le di detalles sobre mi familia, mi edad, etc., etc. Pero la
señora continuaba abrumándome con sus preguntas, y acabé por incurrir en algunas
contradicciones. En el rostro de la señora se dibujaba ya una mueca significativa,
cuando un caballero se acercó a nosotras.
—Miss Gould —me dijo—, ¿quiere usted hacer el favor de acompañarme?
Y excusándose ante la señora, me llevó al exterior.
—Señorita Gould —me expresó entonces en voz baja—, ¿es posible que se crea
usted a salvo? Si comete la menor indiscreción volverá a Utah. Si esa mujer continúa
molestándola, responda que no le es simpática y que tiene usted derecho a elegir sus
amistades.
Obedecí y me libré, gracias a una grosería, de aquella señora, a pesar de que me
era simpática. A partir de entonces, permanecí en silencio. Tenía que resignarme. Era
la consigna. En el tren, en los hoteles, en el vapor no cruzaba nunca la palabra con
mis compañeros de viaje. Sabía de sobra que me espiaban. Así crucé los Estados, así
pasé el océano, observada de continuo por el Ojo Mormón, hasta que llegué a esa
casa de donde usted me vio salir tan violentamente. No podía resistir más. La
esperanza ya no quería alojarse en mi corazón.
El día que llegué a Londres, la dueña de la casa me estaba esperando. Tenía fuego
encendido en mi cuarto, que daba a un jardín, libros sobre la mesa y vestidos en el
ropero. En esta casa he vivido, resignada y casi contenta, varios meses. La patrona
me acompañaba a veces a dar un paseo; pero nunca me dejaba sola. Yo me daba
cuenta de que también ella vivía aterrada bajo el terror mormón, y la compadecía.
Quien nace en suelo mormón o acepta los compromisos de la secta no se ve libre
jamás del Ojo Mormón. Entre tanto, me preparaba con la imaginación para la boda.
Llegaría el día en que el novio iría a visitarme. Y el miedo y la gratitud me obligarían
a aceptar. El hijo del doctor Grierson debía de ser joven, y probablemente, elegante.
Y yo temía no gustarle.
A medida que corría el tiempo, me iba acostumbrando a la idea, esperando con
impaciencia la hora de la entrevista. Por la noche, apenas podía dormir. Y el día me lo
pasaba sentada junto al fuego, pensando en mi novio, preguntándome cómo sería su
rostro y qué efecto producía en mí el timbre de su voz o el contacto de su mano. De
pronto, volvían a asaltarme temores. ¿Qué ocurriría si yo no le gustara? ¿Qué
ocurriría si aquel amante invisible me despreciara?
Al llegar el día fijado, empleé largo rato en arreglarme. Por fin, desesperada, no
quise mirarme más al espejo y confié mi triunfo o mi derrota a mis dotes naturales.
Cuando ya estaba a punto, empezó a consumirme la impaciencia. Prestaba oído al
menor ruido que procedía de la calle, y se me colorearon las mejillas.
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No bien paró un coche a la puerta y oí que alguien subía la escalera, un tropel de
esperanzas se acogió a mi pecho. Pero se abrió la puerta, e hizo su aparición el doctor
Grierson en persona. No pude reprimir un grito, y me desplomé desmayada en el
suelo. Cuando volví en mí, el doctor Grierson estaba a mi lado tomándome el pulso.
—¿La he asustado? —preguntó—. Una imprevista dificultad, la dificultad de
obtener cierta poción, me ha obligado a venir a Londres con apresuramiento.
Lamento haberme visto obligado a presentarme ante usted sin los atractivos que,
seguramente, representarán gran cosa para usted, aunque para mí representan menos
que la lluvia que cae en el mar. La juventud es tan transitoria como el desmayo de
que acaba usted de recobrarse. Por tal motivo, Asenath, quiero ser franco con usted.
Desde mi juventud he consagrado todas las horas y todos los actos de mi vida a un
ambicioso proyecto, proyecto de cuyo éxito estoy seguro por completo. En los países
donde he permanecido tanto tiempo reuní los ingredientes necesarios,
garantizándome siempre contra la posibilidad de fracasar. Lo que ayer era un sueño
es hoy una realidad. Cuando le ofrecía a usted mi hijo, hablaba en sentido figurado.
El marido a propósito para usted soy yo, Asenath, pero no tal como usted me ve
ahora, sino rejuvenecido, reintegrado al vigor de la juventud. ¿Me toma usted por
loco? Esa actitud es propia de la ignorancia. Cuando me vea vigorizado y renovado
podré reírme de su natural incredulidad. Está en mí conceder a usted aquello que
aspira, o sea fama, riqueza, juventud. Desengáñese: en la actualidad solo en juventud
me aventaja usted. Cuando yo sea también joven reconocerá en mí a su dueño y
señor.
Consultó su reloj y dijo que debía dejarme. Después me rogó que reflexionara con
tranquilidad sin entregarme a fantasías juveniles. No tuve valor para moverme, y la
noche me sorprendió en el mismo sillón, oculta la cara entre las manos. Volvió el
doctor entonces. Llevaba una vela encendida en la mano y se mostraba malhumorado.
Me expresó su deseo de que me pusiera de pie para ir a cenar.
—¿Es posible que haya usted perdido su valor? Una muchacha cobarde no me
conviene para esposa.
Caí a sus pies, rogándole que me relevara de la palabra empeñada, puesto que
tanto en carácter como en inteligencia era yo, a todas luces, inferior a él.
—Cierto —afirmó el doctor—. Te conozco mejor de lo que tú misma puedes
conocerte. He hecho muchos estudios sobre la naturaleza humana. Esta escena la he
motivado yo mismo, porque mi aspecto no se halla transformado todavía. Pero no te
preocupes. Deja que alcance el fin propuesto, y no solo tú, sino todas las mujeres de
la tierra serán mis esclavas.
Luego me obligó a ir a cenar, sentándose a mi lado y tratándome como a un
invitado distinguido. Terminada la cena, se despidió de mí, dejándome entregada a
mis cuitas.
No sabía qué pensar acerca de lo que me había dicho del elixir y de su
recuperación de la juventud. Si sus esperanzas se basaban en un hecho cierto y
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alcanzaba el éxito que se proponía, no me quedaba otro camino que la muerte. Si, por
otra parte, sus sueños no llegaban a cumplirse, no dejaría de ser aquel matrimonio
una carga para mí, aun contando con el hecho de que no pudiera llegar a consumarse.
El doctor volvió a venir por mi casa. Mostraba un rostro tranquilo, y adivinó en el
acto, por la expresión del mío, la inquietud de mi alma.
—Asenath —me dijo—, me debes más de lo que te figuras. Con un dedo mío
tengo suspendida la muerte sobre tu cabeza. Por tu causa está llena mi vida de
sufrimientos y ansiedad. Exijo que me recibas con cara risueña.
Había montado su laboratorio en la parte posterior de la casa, donde trabajaba día
y noche para lograr su elixir. Cuando me visitaba, unas veces estaba radiante y de
buen humor, otras descorazonado. Hablaba siempre de sus ambiciones, delatando su
fondo ruin y bajo.
Una semana después, el doctor se presentó en mi cuarto una vez más. Estaba muy
contento y se expresaba con dificultad.
—Asenath —me comunicó—, he obtenido el ingrediente que me faltaba. Se
acerca el peligroso momento de la prueba final. Usted presenció tiempo atrás un
ensayo parecido. ¿Recuerda la terrible explosión que la asustó una madrugada cuando
pasaba frente a mi casa? Huelga decir que una experiencia así en una ciudad resulta
bastante peligrosa. Desde ese punto de vista lamento no poder permanecer tan
tranquilo como permanecía en aquel desierto. Pero, por lo demás, he comprobado que
el poco éxito de la prueba se debió a lo incompleto de los ingredientes. Ahora he
estudiado concienzudamente la composición y todo saldrá bien. De hoy en ocho días
habrá terminado el período de ensayos.
Al decir esto, me miraba con sonrisa paternal. Yo no podía menos de morderme
los labios, dominada por el terror. ¿Qué pasaría si fallara la prueba? ¿Qué sucedería si
tenía éxito? Y abatida, me preguntaba si habría algo de verdad en aquella historia del
elixir. ¿Triunfaría al cabo sobre mi repugnancia? Demasiado me daba cuenta de que
era mi dueño y señor, y de que mi vida dependía de una señal suya. Pensaba luego,
que quizá volviese a mí horriblemente transformado, como un vampiro de leyenda, y
que, debido a alguna diabólica fascinación…, se trastornaba mi cabeza y me veía
asaltada de mil temores.
En breve me tranquilicé. El doctor debía de estar en Londres con motivos
políticos del gobierno mormón. A menudo había ponderado la magnífica
organización de su gobierno. En aquel laberinto de Londres, el Ojo Mormón nos
observaba sin cesar.
Los visitantes del doctor, desde el misionero al Ángel Exterminador, me miraban
con una mezcla de repulsión y alarma. Hasta se me amenazaba que, si mi secreto se
supiera, estaría perdida; pero, a pesar de todo, cifraba mi esperanza en aquellos
mismos hombres. Un día me explayé con un misionero mormón, hombre
perteneciente a la clase baja, sumamente compasiva. En la escalera, le referí una
historia inventada por mí para pretextar mi demanda. Por mediación de este sujeto
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pude ponerme en contacto con la familia de mi padre. Mis parientes me dieron
ánimos; de suerte que mi fuga quedó concertada para esta fecha.
Durante toda la noche he estado esperando los resultados de los trabajos del
doctor. En este tiempo las noches son cortas y yo, vestida, esperaba que viniera el
nuevo día. Yo, reloj en mano, aguardaba la hora de mi fuga. Me consumía la
ansiedad. ¿Cómo resultaría el experimento? Ahora, sabiendo que me protegía
alguien, mis simpatías se ponían al lado del doctor y hasta deseaba el triunfo.
Cuando, horas más tarde, llegó a mis oídos un grito extraño que procedía del
laboratorio, no pude reprimir mi impaciencia, y me dirigí hacia él.
Abierta que hube la puerta del laboratorio vi al doctor en medio de la estancia.
Tenía en la mano una probeta con tres cuartas partes de líquido color de ámbar. El
semblante del doctor reflejaba extraordinaria alegría. Al verme levantó el brazo hasta
la altura del hombro.
—¡Victoria! —decía—. ¡Victoria!
A todo esto, se escapó de sus dedos la probeta, y se oyó una explosión. Fui
lanzada contra la puerta, y el doctor contra un rincón del laboratorio. Sobrecogidos de
espanto, echamos a correr por instinto, huyendo de la explosión que le sorprendió a
usted. Poco más tarde, quedaban de todos aquellos trabajos en que el doctor había
invertido tantos años de su vida, solo unos trocitos de vidrio y el olor desagradable
que persistía persiguiéndonos.
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EL CORREDOR DE DAMAS
(conclusión)
Escuchó Challoner con honda emoción todo este relato, conmovido por el acento de
la dama y siguiendo con interés sus incidencias. Aunque poseía el joven un carácter
muy poco expansivo, aplaudía el asunto y el estilo; en cuanto al fondo, no podía
hacer otro tanto, pues le era imposible creerla. Se trataba, por supuesto, de una
historia excelente; pero no cabía en lo posible que fuese verídica. La señorita
Flonbanque era una dama; pero no impedía esto para que faltase a la verdad. Sin
embargo, ¿cómo iba él a dar a entender semejante cosa? El ánimo del joven había ido
decayendo, decayendo, y cuando la muchacha terminó de hablar, guardó silencio
durante largo rato, sin hallar palabras con que agradecerle su narración. No
encontraba, a pesar de todo, ningún pretexto para marcharse, y la situación se hacía
más violenta cada minuto que pasaba. Una carcajada que lanzó la joven le sacó de su
ensimismamiento. Se volvió hacia ella, y sorprendió en sus ojos una chispa de franca
alegría que le devolvió al punto la tranquilidad.
—Parece que lleva usted con mucha resignación sus desgracias —le dijo.
—¿Por qué no? —replicó ella con un mohín encantador—. Hace ya mucho
tiempo que aconteció todo esto, lo cual no impide, con todo, que sea mi situación en
extremo aflictiva. Si me niega usted su ayuda, difícilmente podré salvarme.
—Me inspira usted muchas simpatías y de buena gana me brindaría a ayudarla.
Pero la situación es muy especial, y no me resulta posible emitir un juicio sobre las
circunstancias que rodean a usted. Lo que sí puedo hacer es recomendarla al cuidado
de la policía.
La joven le miró muy afligida. Al oír aquellas palabras había palidecido.
—Hágalo así —repuso—, y me mata con tanta seguridad como si me asestara una
puñalada.
—¡Válgame Dios! —exclamó el joven.
—No cree en mi historia ni en los peligros que me rodean, ¿verdad? Pero ¿quién
es usted para juzgar? Mi familia participa de mis mismos temores y me ayuda en
secreto. Ya ha visto usted el emisario y el sitio que había elegido a fin de
proporcionarme fondos para la evasión. Admito que sea usted lo suficientemente listo
para pretender ver claro en todos los asuntos; pero ¿cree que vale más la opinión de
usted que la de mi tío, un ex ministro de Estado y consejero de la reina, con larga
experiencia política? Si yo estoy loca, ¿también lo está él? Por otra parte, solicito su
apoyo, y aun suponiendo que en mi historia hubiera ciertas exageraciones, sabe usted
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muy bien que hay en ella algo de verdad. Ha oído la explosión, ha visto al hombre en
las cercanías de la estación Victoria…
—La dio a usted dinero, ¿no es cierto? —preguntó Challoner, que había
sorprendido de lejos este detalle.
—Por lo visto, ya empiezo a interesarle. Con franqueza, está usted condenado a
ayudarme. Y si el favor que le pido fuese grave o sospechoso… Pero, nada de eso.
Solo se trata de hacer un viaje agradable y de llevar a una persona cierta cantidad de
dinero. ¿Hay nada más sencillo?
—¿Es considerable la suma? —preguntó Challoner.
La joven sacó de su pecho un fajo, haciendo observar que no había tenido tiempo
de mirarlo. La suma, formada por billetes de banco de distinto valor, ascendía a
setecientas diez libras esterlinas. Challoner no salía de su asombro.
—¿Intenta usted entregar este dinero a un desconocido?
—¡Ah! —contestó, sonriendo, la joven—. No le considero a usted como un
desconocido.
—Debo hacerle una confesión, señorita —dijo Challoner—. Aunque pertenezco a
buena familia, mis asuntos no marchan del todo bien, y estoy lleno de deudas. En una
palabra, una cantidad así pudiera tentarme.
—¿No se percata usted de que con lo que dice aparta de mí hasta la sombra de
una duda? —observó la joven.
Y, a la fuerza, puso los billetes en la mano del joven, el cual se quedó un rato
mirándola como atontado. La señorita Fonblanque soltó otra carcajada.
—No dude usted más, se lo ruego —porfió después—. Guarde este dinero en el
bolsillo, y para que entre nosotros desaparezca todo vestigio de tirantez, dígame su
nombre, ya que el mío, por ahora, ha de permanecer oculto.
Si se hubiera tratado de un préstamo, la prudencia, que siempre fue norma de
nuestra raza, habría abierto los ojos del joven; pero tratándose de un encargo…
Además, ¿cómo rehusar? No encontraba la fórmula necesaria para no ofender a la
joven. La explosión, la entrevista con aquel sujeto y aquella suma parecían demostrar
que, efectivamente, existía un serio peligro. Y siendo así, ¿iba a abandonarla? La
historia no parecía verosímil; pero el dinero era de veras. Todos los hechos resultaban
inexplicables y oscuros; pero la joven era muy bonita, y sus modales y su habla
revelaban una esmerada educación. En esto, se acordó de algo que semejaba una
profecía: había prometido a Somerset que aceptaría la primera aventura que se le
presentase. Pues bien: aquí estaba la aventura.
Guardó el dinero en el bolsillo y declaró:
—Me llamo Challoner.
—Señor Challoner —replicó la joven—, ha venido usted en mi ayuda cuando
todo parecía ponerse en contra mía. Aunque mi persona no vale mucho, mi familia
tiene buena posición, y no se arrepentirá usted de su generosa acción.
Challoner enrojeció de gratitud.
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—Creo que acaso pueden proporcionarle a usted un consulado —continuó la
joven, mirándole con admiración—. Pero no perdamos tiempo y empecemos a
trabajar por mi libertad.
Le cogió familiarmente del brazo, y mientras atravesaba el parque en dirección a
Marble Arch, le entretuvo con sus ocurrencias y su charla. Luego tomaron un coche
que los condujo a Euston Square. Almorzaron en un restaurante de esta plaza. Lo
primero que se le ocurrió a la joven fue pedir recado de escribir, y apoyada sobre una
esquina de la mesa, trazó unas rápidas líneas en un papel, sin dejar de mirar,
sonriente, a su compañero.
—Esto es una carta de recomendación dirigida a mi prima —le explicó—. Dicen
que mi prima, a quien no conozco, posee un carácter encantador y una indiscutible
belleza.
Mientras hablaba, había cerrado la carta.
—¡Ah! —exclamó luego—. He cerrado la carta. Esto es incorrecto. Aunque, entre
amigos, quizá sea mejor que la haya cerrado. Irá usted a donde dice el sobre, Richard
Street, Glasgow. Apenas llegue, entregue la carta a la señorita Fonblanque en
persona. Este es el apellido que usa. Cuando vuelva usted a verme, ya me dirá lo que
piensa de ella.
—¡Ah! —afirmó Challoner—. Seguramente, me causará muy poca impresión.
—Eso es lo que usted ignora por completo —rectificó la joven, lanzando un
suspiro—. ¡Ah, se me olvidaba! Cuando se encuentre usted ante la señorita
Fonblanque, procure parecerle un poco ridículo; esto la predispondrá a su favor.
Tenemos convenido un santo y seña. En cuanto la vea usted, pronuncie a su oído las
siguientes palabras: «Negro, negro, nunca muere». Apréndaselas, y no las olvide.
—¿Y cuál será la respuesta? —preguntó, muy serio, Challoner.
—No se la pienso decir hasta el último momento.
Terminado el almuerzo, acompañó al joven Challoner hasta la estación. Ya en el
andén, compró a su compañero dos revistas, un cortapapeles y estuvo charlando con
él hasta que sonó el pito. Entonces le hizo subir al vagón, y luego, introduciendo ella
la cabeza por la ventanilla, le dijo al oído:
—«Cara negra y ojos brillantes».
Después se alejó riendo.
El tren llevaba ya en marcha unos minutos, y el eco de aquella risa continuaba
resonando en los oídos de Challoner.
Pero la situación de Challoner resultaba un poco embarazosa. Se encontraba
lanzado a una aventura en circunstancias oscuras y ridículas. Y, lo que era peor, la
confianza que habían depositado en él le obligaba a aceptar la aventura hasta el fin.
Se daba cuenta de que lo mejor para él habría sido no aceptar el encargo. Pero era
imposible volverse atrás. Claro que había desaparecido la fascinación que aquellos
ojos le causaban; pero ya había empeñado su palabra. No había remedio. Sin
embargo, ni usó el cortapapeles ni miró las revistas. Le parecía que se lo impedía su
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arrepentimiento. Mucho antes de que se apeara en el andén de Saint Enoch, el mal
humor que sentía contra sí mismo había llegado a los últimos límites.
Como tenía hambre, y además era muy cuidadoso, habría querido aplazar la visita
y limpiarse el polvo del traje. Pero las palabras de la joven y su propia impaciencia no
le permitían tardar en ir a cumplir el encargo. Y al anochecer, nuestro hombre se
dirigía, a paso ligero, hacia el sitio que le habían indicado.
La calle Richard se hallaba completamente desierta. El aspecto del sitio
impresionó al joven desfavorablemente, recordándole la excursión matutina por las
desiertas calles de Londres. Llegó a la casa que buscaba, y algo indeciso, tiró del
cordón de la campanilla.
La casa en cuestión era muy vieja, así como la campanilla; de suerte que esta
produjo un sonido cascado. Acto seguido se abrió sigilosamente una puerta secreta,
oyéndose unos pasos que se aproximaban con cautela. Challoner suponía que iban a
abrirle, y preparó la carta, procurando dar a su cara una expresión lo más placentera
posible. Se engañaba. Con gran sorpresa suya, cesaron los pasos, y nadie abrió la
puerta principal. El visitante perdió entonces la calma, y se dispuso a marcharse. Pero
entonces el guardián de la casa empezó a descorrer y descorrer cerrojos. Al oír que
abrían se detuvo Challoner. La llave dio media vuelta en la vieja cerradura, se abrió la
puerta, y apareció en el umbral un hombre muy tieso, en mangas de camisa. Se
trataba de un tipo desagradable y vulgar. Durante unos minutos se miraron sin hablar.
Al cabo, el hombre de la casa preguntó con voz ronca al recién llegado lo que
deseaba. Challoner procuró que su respuesta disipara todo recelo, explicando que era
portador de una carta para la señorita Fonblanque. Al oír este nombre, el desconocido
se echó atrás, invitando a Challoner a penetrar en la casa, cerrando luego la puerta
cuidadosamente.
Hacía largo rato que habían dado las ocho y se hacía difícil el tránsito por las
calles a causa de la oscuridad. El hombre acompañó al Challoner hasta el recibidor
que daba al jardín. Al parecer, acababa de cenar en el recibimiento, pues sobre una
mesita se veía media botella de cerveza y un pedazo de queso. Un cabo de vela
iluminaba la escena. Al fondo había una habitación, a través de cuya puerta se
atisbaba una estantería repleta de libros lujosamente encuadernados. Era tan notable
el contraste que formaba el hombre que había abierto la puerta con el aspecto de la
casa, que Challoner empezó a pensar que todo lo del doctor Grierson y lo de los
ángeles exterminadores había sido pura invención. Su desilusión era completa y no
tenía otro deseo que el de acabar lo antes posible.
El hombre, presa de gran ansiedad, continuaba mirando de hito en hito al
visitante, acosándole a preguntas.
—Estoy aquí —decía Challoner satisfaciéndolas—, para prestar un servicio a una
dama. ¿Quiere usted avisar a la señorita Fonblanque? He de entregarle una carta.
Pero el hombre se mostraba cada vez más sorprendido.
—Yo soy la señorita Fonblanque —contestó al fin.
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Y notando el efecto que esta declaración producía al visitante, añadió:
—¡Vamos, hombre! ¿Qué está usted esperando? ¿No oye usted que soy la señorita
Fonblanque?
Challoner, al ver que llevaba una barba bastante larga el que así hablaba, creyó
ser objeto de una burla. Pero como ahora no estaba dominado por el hechizo de una
hermosa mujer, montó en cólera.
—Caballero, me he tomado grandes molestias por personas a las que apenas
conozco, y me urge acabar este asunto. O llama usted inmediatamente a la señorita
Fonblanque, o me marcho de esta casa y aviso a la policía.
—¡Es horrible! —exclamó el hombre—. Le aseguro a usted que soy la persona
que busca; pero… ¿cómo convencerle? Estoy seguro de que quien le envía a usted es
Clara, una muchacha loca que siempre anda divirtiéndose con bromas pesadas. ¡Y si
ahora no llegamos a un acuerdo, Dios sabe lo que puede resultar del retraso!
A Challoner se le ocurrió de pronto pronunciar las palabras del santo y seña:
—«Negro, negro, nunca muere» —dijo con timidez.
El rostro del hombre se iluminó.
—«Cara negra y ojos brillantes» —respondió—. Deme usted la carta.
—Bien —respondió Challoner, todavía receloso—; supongo que es usted el
destinatario. He aquí la carta.
Y le alargó el sobre. El hombre se abalanzó hacia él como una fiera, y muy
tembloroso, rasgó el sobre y desdobló la carta. A medida que iba leyendo se
acentuaba su terror. Parecía ser víctima de una pesadilla. Se pasó una mano por la
frente, y como si obrara inconscientemente, arrugó el pliego hasta formar una bola
con él. Luego suspiró:
—¡Válgame Dios!
Y asomándose a la ventana que daba al jardín, emitió un silbido agudo y
prolongado. Challoner se recostó contra la pared, y esgrimiendo su bastón, se aprestó
para lo que pudiera ocurrir. Pero las ideas del hombre barbudo parecían estar muy
lejos de toda violencia. Se volvió hacia su visitante, e hiriendo el suelo con el pie,
murmuró:
—¡Es imposible, completamente imposible! ¡Señor, voy a perder la cabeza!
De pronto, dándose una palmada en la frente, agregó:
—¡El dinero! ¡Deme usted el dinero!
—Amigo —dijo Challoner—, no se ponga usted así. Hasta que se calme no
podremos entendernos.
—Tiene usted razón —confirmó el hombre. Soy muy nervioso. Es una
consecuencia de padecer una dolencia crónica. Pero sé que tiene usted el dinero y
esto es la salvación para mí.
A pesar de que Challoner estaba muy seguro, no pudo menos de reírse. Pero como
él también tenía prisa por marcharse, entregó el dinero al sujeto.
—Ahí va todo lo que me entregaron —dijo—. Permítame que le pida un recibo.
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Pero el hombre no le hacía caso. Tomó el dinero apresuradamente, sin tener en
cuenta que algunas monedas que había mezcladas con los billetes se caían al suelo, y
se las metió en el bolsillo.
—¡Un recibo! —repetía Challoner con insistencia.
—¿Recibo? —preguntó en tono áspero el hombre de la casa—. ¿Un recibo? ¡En
seguida! Espéreme usted aquí.
Challoner rogó entonces al hombre que no le hiciera perder tiempo, pues tenía
que tomar el próximo tren.
—¡Ah! ¿Sí? ¡Yo también! Voy en seguida.
Y el hombre de la barba desapareció de la pieza y se le oyó escalera arriba.
—Todo esto es extraño —pensaba Challoner—, extraño y poco tranquilizador. No
sé si me he metido entre locos o entre malhechores.
Mientras se hacía estas reflexiones recordó el silbido y se volvió hacia la ventana.
Aún había alguna claridad, y pudo distinguir las terrazas, las escalinatas y los árboles
secos que en otro tiempo habían sido refugio de pájaros. Más allá de estos árboles se
extendía la gruesa tapia que cercaba la finca, una tapia de unos treinta pies de altura,
detrás de la cual sobresalían otros edificios de aspecto sombrío. Sobre el césped había
un objeto, y fijándose en él, Challoner pudo darse cuenta de que se trataba de una
escalera de mano, o bien de varias escaleras de mano atadas juntas. Estaba
preguntándose para qué serviría aquel utensilio en tal lugar, cuando llamó su atención
un ruido como de algo que rodara escalera abajo, seguido del golpetazo de la puerta
de entrada, y unos pasos que retumbaban por la calle.
Challoner salió del pasillo, subió y bajó la escalera, recorrió todas las
habitaciones, hasta que llegó a la conclusión de que se hallaba solo en aquella casa
fea y carcomida. En uno de los cuartos que daban a la fachada principal encontró
señales del último inquilino, pues había una cama con las ropas revueltas, un baúl que
parecían haber registrado de prisa, y un rollo de papel arrugado en el suelo. Challoner
se apoderó del papel, y como la luz de este cuarto era más intensa que la del
recibidor, pudo leer perfectamente las siguientes líneas, escritas con una letra de
mujer y encabezadas con el membrete de un restaurante de Euston Square:
Ojo Brillante.
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cólera contra sí mismo, contra aquella mujer y contra Somerset, cuyos malos
consejos le habían precipitado en tal aventura. Le aguijoneaba la curiosidad y al
mismo tiempo le dominaba el miedo. La conducta del hombre de la carta, los
términos en que estaba redactada esta y la explosión oída durante la madrugada, eran
partes misteriosas de un maligno embrollo. El diablo parecía andar por medio. El
secreto, la maldad y el terror eran el ambiente que rodeaba a todas aquellas gentes,
entre las cuales había empezado a moverse él como un muñeco, como un títere.
Todavía continuaba estupefacto mirando la, carta que tenía en sus manos, cuando
le sobresaltó el ruido de la campanilla. Miró por la ventana y su estupefacción, esta
vez mezclada con terror, subió de punto. Ante la puerta de entrada había un nutrido
pelotón de policías. Pero se rehízo y decidió apelar a todos los recursos de la astucia y
del valor. Bajó silenciosamente la escalera. Estaba ya al pie de ella, cuando volvió a
sonar el repiqueteo de la campanilla. Challoner se encaramó al marco de la ventana
del recibidor, que daba al jardín, para dejarse caer allí, cosa que efectuó, no sin que se
le enganchara la americana en un tiesto de hierro. Cuando al cabo quedó libre, tenía
el traje hecho jirones y había roto unas cuantas macetas. La campanilla no cesaba de
repicar. El desesperado Challoner miraba en todas direcciones. Por fin dio con la
escalera portátil, corrió hacia ella e hizo un esfuerzo para levantarla del suelo.
De pronto notó que el peso de la escalera empezó a ceder en sus manos. El
armatoste, como si tuviera vida propia, se levantaba por sí solo del suelo. Challoner
dio un salto hacia atrás, lanzando un grito de supersticioso terror mientras la escalera
parecía levantarse sola y apoyarse en la pared. Pero se le ocurrió mirar hacia arriba y
entonces comprendió. Sobre el parapeto asomaban dos cabezas de hombre. Uno de
ellos emitió un silbido muy parecido al que había emitido el hombre de la barba.
¿Es que aquellos infames le habían preparado con anterioridad esta treta? ¿Iba a
ponerse a salvo o bien era aquello el punto de partida de nuevas complicaciones? No
se detuvo a reflexionar. Rápido como un rayo trepó por la escalera. Unos brazos
robustos le recibieron, le abrazaron y le colocaron cuidadosamente en el suelo del
otro lado. No repuesto aún de su sorpresa, se halló entre dos hombres zafios, en la
terraza de una casa vecina. La campanilla seguía sonando con más fuerza cada vez.
—¿No hay nadie ya en la casa? —preguntó uno.
Yen cuanto él contestó que no quedaba nadie, cortaron las cuerdas que sujetaban
la escalera, la cual cayó al suelo produciendo un ruido infernal. Su caída fue
celebrada con un gran griterío, pues todos los vecinos de la calle Richard se habían
asomado a las ventanas en espera de los acontecimientos. El hombre que había
formulado la anterior pregunta a Challoner le cogió por los brazos y le arrastró, a
través de los bajos de la nueva casa, hacia otra calle misteriosa, cruzada la cual,
entraron en un cuarto húmedo y oscuro que pertenecía a otro edificio.
—¡Ea! —dijo el guía—. No hay tiempo que perder. ¿Se ha ido M’Guire?
—Sí, M’Guire se ha ido —respondió Challoner.
El guía encendió una luz.
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—Vamos —indicó—; no puede usted salir a la calle de esa guisa. Aguarde, que le
traeré ropa.
Desapareció el hombre, y Challoner, algo reanimado, se puso a examinar el
destrozo de su traje: tenía los pantalones todos deshechos y uno de los faldones de su
levita se había quedado prendido en la ventana. A los pocos minutos volvió el hombre
llevando un largo abrigo burdo y vulgar. El desconocido, sin pronunciar palabra,
empezó a envolver el elegante y pulido Challoner en aquel disfraz, completado por
un minúsculo sombrerito de tipo tirolés. En cualquier otra ocasión, Challoner se
habría negado a salir a la calle vestido de tal modo; pero entonces tenía tal prisa por
salir de Glasgow, que no opuso el menor reparo. Luego preguntó lo que tenía que
abonar por su nuevo abrigo. El hombre respondió que, en lugar de perder tiempo, lo
que debía hacer era marcharse de allí.
No se hizo el joven repetir la orden. Después de dar infinitas gracias a su
interlocutor, quien quedó algo amoscado por tan finos modales, salió a la carrera
hacia la ciudad iluminada. Cuando tras de muchos rodeos, llegó a la ciudad, había
partido ya el último tren. Con tal abrigo no podía presentarse en un hotel elegante.
Por otra parte, su porte distinguido llamaría la atención, y hasta se haría sospechoso si
se alojaba en un hotel de baja categoría. Se vio obligado, pues, a pasar la noche
paseando por las calles, sin cenar. Se sentía avergonzado de su loca conducta. Y no
podía por menos de maldecir a la inventora de fábulas de Hyde Park, cuyas
carcajadas parecía percibir todavía. Cuando se acordaba de Somerset y sus aficiones
detectivescas caía en verdaderos accesos de cólera. Al llegar el día, entró en un figón
donde aplacar su hambre. Faltaban algunas horas para la salida del expreso. Por
último penetró en la estación, tomando asiento en un coche de tercera clase. Su billete
de vuelta, de primera clase, le daba derecho a un cómodo y mullido asiento en el
vagón correspondiente, pero su ridícula indumentaria le impedía aprovecharlo.
Cuando a la noche se encontró en su casa y repasó mentalmente los gastos
hechos, las angustias y las fatigas pasadas; cuando contempló su traje en jirones, y
sobre todo, cuando miraba el infamante gabán y el ridículo sombrerito tirolés, su
amargura se desbordó a torrentes. Por tanto, hubo de apelar a su acostumbrada
filosofía para permanecer en calma.
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LA AVENTURA DE SOMERSET
LA CASA DE LA PLAZA DORADA
Era Pablo Somerset hombre de gran imaginación, aunque de carácter bien poco
decidido. Desde que tuvo lugar el convenio del Cigar Divan, no hacía otra cosa que
recorrer calles y más calles, enardecido por el fuego de su fantasía. Al andar por las
callejuelas, al mirar los letreros de las vallas, al contemplar las fachadas de las casas,
creía ver, en fin, un complicado e intrincado jeroglífico. Pero aunque creyera los
elementos de la aventura tan abundantes, no se esforzaba lo más mínimo por
provocarla. Sus propósitos se estrellaban contra la corriente de las circunstancias.
¡Cuántos pasarían por su lado llenos de secretos, agobiados de penas, sin consultarle!
Cenó frugalmente, y, durante la cena, no dejó de estar preocupado a causa de las
aventuras que no querían surgir para él. Cuando volvió a la calle, ya estaban
encendidos los faroles, y las aceras rebosaban gente. Ante un restaurante, cuyo
nombre se le ocurriría en seguida a cualquier estudiante de nuestra Babilonia, se
apretujaba una nutrida concurrencia. La gente interceptaba el paso, y Somerset, como
un perro que olfatea su presa, empezó a observar la expresión de los rostros de todos
los presentes. De pronto sintió un ligero golpe en la espalda. Se volvió rápidamente y
se encontró con un magnífico coche cerrado, arrastrado por dos hermosos caballos y
guiado por un cochero vestido de librea. Somerset empezaba ya a creer que había
soñado que le tocaban en el hombre, cuando surgió del coche una diminuta mano,
enguantada de blanco, para hacerle una seña. El joven, obediente, se acercó al coche
y miró hacia adentro. Ocupaba el carruaje una bellísima y delicada mujer, tocada de
encaje blanco, la cual, en voz baja y argentina, le indicó:
—Abra la portezuela y entre.
Somerset pensaba para su capote que aquella joven sería lo menos una duquesa.
Sin poder desechar su timidez, subió al carruaje, tomando asiento frente a la dama.
Esta debió de tocar algún resorte, pues no bien había acabado de sentarse él, se cerró
la portezuela misteriosamente, y el carruaje emprendió su marcha, que comunicaba
un movimiento suave a los blancos cojines del interior.
Somerset no estaba prevenido para una cosa así. Había ensayado la conducta que
debía adoptar en muy diversas circunstancias; pero a decir verdad, entre las cosas
ensayadas y la realidad hay un gran trecho. Y como lo de ahora era algo real… El
caso es que no sabía por dónde empezar. La dama, por su parte, permanecía asimismo
inmóvil en el asiento. La dama era bajita y delgada y parecía muy bella, envuelta
materialmente en encajes. Pero el joven no sabía cómo empezar.
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Y el silencio se prolongaba tanto, que se hacía intolerable. Por dos veces quiso
hablar él, y por dos veces, no pasaron de su garganta las palabras. Cuando se había
imaginado escenas parecidas, eran notables su elocuencia y su presencia de ánimo. Y
esta disparidad entre el ensayo y la representación le tenía cohibido. En el umbral de
una aventura, ¿iba a ser derrotado? Hacía falta, pues, que diera un paso decisivo, que
probara a aquella señora que había obrado con acierto al llamarle.
Se fijó en la mano de la dama. Y, pensando que debía arriesgarse, se apoderó de
los enguantados dedos y se los acercó a los labios. Luego permaneció unos segundos
guardando entre las suyas la mano de ella, pero sin atreverse a nada más. Pronto notó
que aquella mano temblaba como si su dueña tuviera fiebre. De repente, triunfante y
sonora, estalló una carcajada que hacía rato se contenía. El joven soltó su presa, y de
haber podido, habría saltado del coche. La dama, entretanto, seguía riendo, reclinada
en los cojines.
—Debe usted perdonarme —le dijo al cabo—. Si se ha dejado llevar de su fogoso
entusiasmo, la culpa es mía y nada más que mía; no se debe a su presunción, sino a la
extraña forma que tengo de reclutar amigos. Créame: no pienso mal de un joven
porque se rinda a un arrebato. Esta noche tengo el propósito de invitarle a cenar, y si
continúa usted portándose correctamente, quizá acabe por hacerle una proposición
ventajosa.
Somerset trató en vano de encontrar una respuesta; pero se hallaba muy turbado,
y no dio ninguna.
—Vamos —dijo la dama—. No se ponga serio ahora. Esto sí que sería una falta.
Ya estamos en nuestro punto de destino. Baje usted y ofrézcame el brazo.
El carruaje se había detenido ante una espléndida y magnífica casa, situada en una
anchurosa plaza. Somerset, que estaba de buen talante, ayudó a descender a la dama,
haciendo gala de toda su finura. Se abrió la puerta de la casa, y una vieja de rostro
ceñudo los condujo a un lujoso comedor alumbrado con luces opacas. Entre los
magníficos muebles se veía una gran cantidad de hermosos gatos. La dama se quitó el
chal de encaje que medio le tapaba la cara y Somerset pudo advertir que aun cuando
poseía unas facciones muy regulares y lindas, la que él había creído una joven era en
realidad una señora de edad madura: su pelo era canoso y su rostro estaba surcado de
arrugas.
—¿Qué tal, mon preux? —dijo la dama haciendo al joven un reverencioso saludo
—. Bien se da usted cuenta de que ha pasado mi juventud. Razón de más para que mi
compañía le resulte agradable.
Mientras la dama hablaba de esta suerte, la criada fue trayendo luces; luego sirvió
una cena exquisita. Ambos se sentaron a la mesa en buena armonía, mientras los
gatos, haciendo mil carantoñas, rodeaban a su ama. Cuando hubieron terminado de
comer y beber, la dama se reclinó en su asiento, y posando en su falda a uno de los
gatos, examinó detenidamente a su invitado sin dejar de mostrar una faz risueña.
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—Temo, señora —dijo Somerset—, que mis modales no hayan correspondido
exactamente con la opinión que usted había formado de mi humilde persona.
—Querido joven —repuso la dama—, no tiene usted doblez. Le encuentro muy
simpático, y no habría usted podido tropezar con mejor madrina. No soy de esas
personas que cambian continuamente de parecer; el que se gana mi favor continúa
disfrutándolo durante mucho tiempo. Conozco a los hombres y a las mujeres con solo
mirarlos, y siempre me porto con ellos siguiendo mis primeras impresiones.
—Señora —respondió Somerset—, ha adivinado usted mi situación. Soy un
hombre de ingenio y educación. Ambas cosas suponen excelentes compañeros; pero
como, por un capricho del destino, no poseo un céntimo, no me sirven de gran cosa.
Andaba esta tarde en busca de una aventura interesante o simplemente graciosa. Y la
invitación que usted me dirigió cuadraba con lo que buscaba. Llámelo, si quiere,
imprudencia. Pero estoy dispuesto a aceptar lo que me proponga.
—Habla usted muy bien. Es un hombre curioso y sorprendente. No me atrevo a
asegurar que esté usted completamente cuerdo, pues no he tropezado con nadie que lo
esté. La única que está completamente cuerda soy yo. Pero la índole de su locura
resulta divertida, y, en compensación, voy a contarle algunos detalles de mi carácter y
mi existencia.
Y, sin soltar el gato que tenía en el regazo, la dama dio comienzo a la siguiente
narración.
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RELATO DE LA DAMA JOVIAL
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Me entregué al azar y busqué alojamiento en un hotel de los alrededores de
Euston Road. Allí gusté por primera vez en mi vida los placeres de la independencia.
Tres días después, se me advertía, por medio del Times, que me presentara en casa del
procurador encargado de los intereses de mi padre. Allí prometieron darme con
regularidad una pequeña asignación si no me presentaba nunca más en casa de mi
padre.
Me hallaba contenta de mi situación, que no esperaba una semana antes.
La cosa siguió bien durante algunos meses y si acabó tan agradable episodio de
mi vida, no debo echar la culpa a nadie, sino a mí misma. Tengo la mala costumbre
de no ser amable con mis servidores. Mi patrona, con quien estaba en la mayor
armonía, se permitió hacer cierta observación sobre un asunto baladí. Me sentí
molesta, y no pude menos de decirle que se estaba tomando demasiadas libertades y
que saliera de mi cuarto. Durante un momento se quedó atónita; pero luego me
replicó:
—Esta noche recibirá usted la cuenta, y mañana saldrá de mi casa. Habrá usted de
pagarme todo lo que me debe, y de no hacerlo, sus baúles no saldrán.
Me quedé muy poco sorprendida ante tamaña audacia; pero como tenía que
cobrar poco después un trimestre, no me preocupaba demasiado. Aquel día, a media
mañana, cuando salía de casa de mi procurador, me ocurrió un extraño suceso. La
oficina del procurador se hallaba en una calle a donde se entraba por la Strand. La tal
calle quedaba confinada por una barandilla que miraba al Támesis. En esto, vi venir
hacia mí a mi madrastra. Seguramente me buscaba; seguramente se dirigía a casa del
procurador. La acompañaba una criada que yo no conocía. Al verlas, me sentí presa
de la mayor indignación. Era imposible huir. No me quedaba otro recurso que
retroceder hacia la barandilla y fingirme absorta mirando las barcas que cruzaban el
río o las chimeneas de la populosa Londres.
De repente oí a mi espalda una voz que me dirigía la palabra valiéndose de un
pretexto. Era la criada que se había quedado esperando a mi madrastra, y que no tenía
la menor idea de quién fuera yo. Aproveché la ocasión para informarme sobre mi
familia y sobre el vecindario. No me sorprendió lo más mínimo que hablara mal de
sus señores, aunque tuve que hacer un esfuerzo para escucharla tranquila. Nos
hubiéramos separado sin el menor incidente si, al terminar la conversación, no se le
hubiera ocurrido sacar a relucir las aventuras de la hija mayor de sus amos, lo cual
efectuó alterando visiblemente los hechos. Yo sé perdonar; pero en aquella ocasión
no pude contenerme, y levanté la mano, indignada. Al hacerlo, el paquete con el
dinero que habían acabado de entregarme se escapó de mis manos y cayó al río.
Vacilé al pronto; mas acabé por soltar una carcajada ante lo gracioso del caso. A la
sazón apareció mi madrastra. La criada, que de seguro, me tomó por una loca, corrió
a su encuentro. Yo seguí riéndome, y cuando me presenté de nuevo al procurador
para pedirle un anticipo sobre el siguiente trimestre, aún no había recobrado la
seriedad. Pero el procurador me dio una respuesta que me dejó fría. No podía
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entregarme nada a cuenta. Más tarde, con lágrimas en los ojos, consintió adelantarme
diez libras de su bolsillo particular.
La patrona de la casa de huéspedes estaba esperándome.
—Señorita —me dijo insolentemente—, he aquí el recibo. ¿Puede pagármelo
ahora?
—Se lo pagaré mañana.
Y miré con altivez el papel, aunque sentía que por dentro temblaba.
Estaba perdida. No tenía más que un poco de dinero y me hallaba entrampada. El
importe de mi hospedaje subía a veinte libras, treinta y cuatro chelines y siete
peniques. Si no pagaba, la patrona no me dejaría sacar los baúles, y sin ellos ni
dinero, ¿dónde encontraría hospedaje? Tenía que pasar tres meses careciendo de
techo y dinero. Pensé huir: pero para ello tropezaba con una dificultad: el equipaje era
harto pesado para poder llevármelo.
Adopté una extrema resolución, y tapándome la cara con un velo, me lancé a la
calle.
Era ya muy tarde, y el tiempo estaba frío y lluvioso, porque nadie, excepto los
guardias, transitaba por las calles. Yo, por mi situación, temía a los guardias, y
cuando distinguía uno, procuraba esquivarle. Unas pobres mujeres transitaban por las
aceras. De cuando en cuando aparecía algún borracho.
Por fin, en una esquena, me tropecé con un individuo que era, indudablemente, un
caballero, pues su porte y el cigarro que fumaba revelaban la opulencia. Mi rostro
había perdido bastante belleza; pero conservaba todavía las facciones de la juventud.
Animada, me dirigí a él:
—Señor —le dije, sintiendo que me latía apresuradamente el corazón—, ¿puede
una dama depositar su confianza en usted?
—Según, preciosa —contestó dando una chupada a su cigarro—. Depende de las
circunstancias. Levántate el velo.
—Señor —interrumpí—, se confunde usted. Me dirijo a un caballero para
preguntarle si puede prestarme un favor. Pero no ofrezco recompensa.
—Eso es hablar claro. La cosa me interesa. ¿Qué favor me pide?
A mí me convenía no entrar en muchos detalles.
—Si quiere usted acompañarme, verá que voy muy cerca.
Me miró, dubitativo, y luego arrojando al suelo el cigarro, repuso:
—Andando.
Me ofreció el brazo mas yo, con amabilidad, me negué a aceptarlo. Procuré ir por
el camino más corto y traté de que se traslucieran en mi modo de hablar mi posición y
mi linaje. De esta suerte puede ver por seguro que me prestaría atención. Antes de
entrar le rogué que bajase la voz y anduviese de puntillas. Prometió hacerlo así, y
entonces le introduje hasta mi habitación, que se hallaba a la entrada.
—Y ahora, ¿qué tengo que hacer? —preguntó.
—Deseo que me ayude a sacar estos baúles sin que nadie nos vea.
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—Desearía verle la cara.
Me quité el velo y le miré sin decir palabra. Estaba dispuesta a llamar si veía en él
la menor falta de respeto.
—Bien —dijo—; ¿adónde hay qué llevarlos?
Me di cuenta de que había triunfado. Con voz temblorosa respondí:
—Podemos llevarlos entre los dos hasta la esquina de Euston Road, y allí
encontraremos un coche.
—Perfectamente —añadió el desconocido.
Levantó el más pesado de los dos baúles y se lo echó a la espalda. Luego cogió el
otro por un asa y me encargó que yo cogiera la otra. Salimos de la casa sin que
ocurriese ningún incidente. Se detuvo ante el portal, que todavía estaba iluminado.
—Dejaremos aquí los bultos. Un joven y una joven recorriendo a estas horas las
calles cargados con baúles van a llamar la atención demasiado.
Dejamos los baúles. Su observación me demostraba que el desconocido era
precavido. Mientras dejábamos los baúles, se nos acercó un policeman, el cual dirigió
su linterna hacia nuestros rostros.
—Parece que no hay coches —observó el desconocido procurando sonreír.
Pero el agente replicó muy seco y rechazó con malos modos el cigarro que le
ofrecían. El joven le miró despreciativamente. El policeman no cesaba de espiarnos.
Después de un largo rato apareció por fin un coche. Mi compañero lo detuvo.
—Pare —ordeno al cochero—, tenemos que llevar unos bultos.
A partir de este punto es cuando empieza el contratiempo de nuestra aventura, ya
que el policía, al ver los baúles, sospechó que hacíamos algo malo.
La luz de la casa se había apagado ya, y toda la fachada se sumía en tinieblas.
Nada podía explicar la presencia de aquel equipaje. Todo se ponía en contra nuestra.
—¿Adónde llevan ustedes esos bultos? —preguntó el policía, dirigiendo su luz al
rostro de mi compañero.
—Salimos de esta casa —contestó el joven mientras cargaba rápidamente un baúl
en el coche.
El guardia se volvió a mirar la casa, cuyas ventanas se hallaban por completo a
oscuras. Luego dio unos pasos hacia la puerta con intención de llamar. De hacerlo así,
nuestra perdición era segura. Pero después, pensándolo mejor, se volvió al coche.
—¿Adónde la llevo? —me había preguntado en voz baja mi compañero.
—A cualquier parte —contesté angustiada.
En cuanto los baúles estuvieron cargados y yo acomodada en el coche, mi
libertador dio en voz alta una dirección al cochero. El policía, tras de unos segundos
de perplejidad, anotó el número del coche y hablo unas palabras con el cochero.
—¿Qué le habrá dicho? —pregunté yo en cuanto emprendimos la marcha.
—No es difícil figurárselo. Le advierto que tiene usted que ir a la dirección que
he dado al cochero. Si varía de ruta, el cochero nos llevará directamente a la
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delegación. Déjeme que la felicite por su serenidad. Por mi parte, he pasado el susto
más grande de mi vida.
Cuando llegamos a nuestro destino, el joven se apeó, abrió la puerta con la
naturalidad de quien está en su casa, hizo que el cochero pasara el equipaje al portal y
luego le despidió.
Mi acompañante me condujo al comedor, elegantemente amueblado. Me hizo
sentar y me ofreció un vaso de vino. En cuanto pude hablar, le interpelé:
—¿Dónde estoy?
Me aclaró que me encontraba en su casa, y que, antes que nada, convenía reponer
las fuerzas. Al decir esto, me ofreció otro vaso de vino; no lo acepté, a pesar de que lo
necesitaba. Mi acompañante se sentó luego junto al fuego, y sin dejar de mirarme con
curiosidad, se dispuso a encender otro cigarro.
—Y ahora —me dijo—, se dignará usted confesarme con toda franqueza el delito
en que ha tomado parte. ¿Se trata de un asesinato? ¿De un alijo? ¿Es usted ladrona, o
una inofensiva criada que huye?
Ante aquellos insultos, resolví explicarle mi historia y conquistar así todo el
respeto que merecía. Con tono lastimero le referí lo que me había acontecido. A
medida que hablaba iba yo recobrando mi natural viveza y mi buen humor. Le narré
las circunstancias de mi nacimiento, la huida de mi casa, las desventuras que
sucedieron a la huida. El desconocido, sin decir palabra, me escuchaba mientras
fumaba.
—Señorita Fanshawe —afirmó cuando terminé—, es usted la mujer más deliciosa
del mundo. Mañana iré a saldar la cuenta de su patrona.
—Interpreta mal mi confianza —atajé—. Si hubiera usted sabido apreciar mi
carácter, habría comprendido que yo no podía aceptar dinero.
—Pero su patrona no se enterará de este detalle. No quiero que me juzgue usted
mal. Mi nombre es Enrique Luxmore, y soy hijo segundo de lord Southward. Poseo
nueve mil libras anuales de renta, y además, esta casa y otros siete edificios en los
mejores puntos de Londres. Entiendo que no soy muy feo. Y en cuanto a mi carácter,
creo que ya lo he mostrado. Me parece usted una criatura muy original, y de fijo, no
iré a decirle lo que sabe usted muy bien, o sea, que es extraordinariamente bonita. No
tengo que agregar otra cosa sino que me he enamorado de usted con locura.
—Caballero —le contesté—, estoy dispuesta para ser mal juzgada. Pero creía que
el hecho de aceptar su hospitalidad me defendía contra el insulto.
—Perdón. Lo que yo le ofrezco es el matrimonio —precisó, retrepándose en la
silla y reteniendo el cigarro entre los labios.
Confieso que quedé perpleja ante una oferta que estimaba singular, no solo por lo
inesperada, sino por la original manera como fue hecha. Era algo muy ventajoso para
mí. Por otra parte, se trataba de un hombre muy distinguido, y su flema me
encantaba. En resumen, ocho días después, me había convertido en la esposa del
honorable Enrique Luxmore.
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Llevamos, durante veinte años, una vida tranquila y apacible. Mi Enrique tenía un
defecto: se enfadaba por la cosa más nimia. Pero yo le quería mucho, y nos llevamos
muy bien.
Al cabo me lo arrebató la muerte. Tal es la felicidad de la vida, vana quimera.
Tuvimos de nuestro matrimonio una sola hija, Clara, que heredó todos los
sentimientos de su padre, aun que su físico era un retrato mío. Esto me hizo concebir
esperanzas para el porvenir, que me prometía tranquilo. Pero no ocurrió así. Usted se
extrañará, sin duda, si le digo que mi hija me abandonó; pero le aseguro que es la
pura verdad. Le dio por defender a las naciones oprimidas (sobre todo a Irlanda y a
Polonia) y perdió en absoluto la cabeza. Si alguna vez tropieza usted con una
agraciada joven que responde al nombre de Luxmore, al de Lake o al de Fonblanque
(usa indistintamente los tres), dígale de mi parte que olvido su crueldad, y que, si bien
nunca consentiré verla, me hallo dispuesta a concederle una pensión.
Cuando murió mi marido, tuve que ocuparme de sus asuntos. Ya he dicho antes
que poseía ocho casas. Pues bien: para mí, las ocho fueron como ocho elefantes, dada
la pesada carga que me imponían. La desconsideración de los inquilinos, la poca
honradez de los administradores y la falta de escrúpulos de los tribunales hicieron que
mi vida fuese un continuo disgusto. Me vi envuelta en innumerables pleitos.
Seguramente ha oído usted muchas veces mi nombre: soy la señora Litigio Sin Fin.
Pero, al mismo tiempo, soy de esas personas que no descansan hasta ver rematada la
obra que comienzan. He tropezado con enormes obstáculos: insolencia e ingratitud
por parte de los abogados, intransigencia y tozudez por parte de los contrincantes. Y
en cuanto a los tribunales, muy buenas palabras, pero ni pizca de justicia. A pesar de
todo esto, he perseverado imperturbable.
Sucedió que, a raíz de haber perdido uno de mis pleitos, tuve que hacer una
penosa excursión para inspeccionar mis varias fincas. Cuatro de ellas se hallaban
desalquiladas. A poco, fueron ocupadas tres por personas a quienes no puedo ver,
personas a quienes deseo echar a la calle, para lo cual estoy removiendo cielo y tierra.
Me queda por visitar una sola casa: esta en que nos hallamos. La había alquilado
al coronel Geraldine, caballero agregado al séquito de Florián de Bohemia. Creí que,
dada la índole de tal personaje, estaría libre de contratiempos, cuando menos por lo
que respecta a esta casa. Pero, al venir, la encontré cerrada; por lo visto, la habían
abandonado. Pensé que una casa tan hermosa era mejor que estuviera alquilada y me
propuse hablar con mi procurador al día siguiente. Visitando la casa, se me
despertaron los recuerdos de otro tiempo y tome asiento en un sillón. Caí en una
especie de letargo.
Me despertó el ruido de un coche que se detuvo a la puerta. Miré por la ventana y
vi que el coche iba lleno de bultos y que tiraban de él magníficos caballos. Con gran
actividad empezaron a descargar y a introducir en la casa gran número de cestas,
botellas embaladas y cajas que debían contener servicio de mesa y lencería. Para
ventilar, abrieron la ventana del comedor y empezaron a poner la mesa como a fin de
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celebrar un gran festín. Yo observaba todo esto bajo un castaño, cuya sombra me
ocultaba. No cabía duda de que mi inquilino iba a volver, y como observaba orden en
todo, permanecí callada. Mi sorpresa aumentó al ver que los hombres, una vez
preparado el comedor, se marcharon como habían venido.
A pesar de que faltaban varias horas para que se hiciera de noche, noté que habían
dejado las lámparas encendidas. De seguro, esperaban invitados. «¿A quién dedicarán
todos estos secretos preparativos?», me preguntaba yo. No soy gazmoña, pero sí
amante de la sana moral. ¿Iría mi casa a servir de petite maison? En tal caso, me vería
obligada a entablar otro litigio.
Decidí ir a cenar al hotel y volver en seguida para ver cómo acababa la cosa. La
noche estaba oscura, y la luz de la luna hacía que pareciera pálido el alumbrado
público. Me había escondido a la sombra del castaño. Corría el tiempo. Dieron las
once en todos los relojes de la ciudad. A la sazón oí los pasos de un caballero de buen
porte. Venía fumando y llevaba desabrochado el abrigo, que descubría un elegante
traje. Avanzaba tan pausado y con tal gravedad, que no pudo por menos de llamarme
la atención. Al llegar a la puerta, sacó un llavín del bolsillo y traspuso el umbral.
En cuanto hubo desaparecido, observé que otro hombre, este mucho más joven, se
acercaba apresuradamente por el lado opuesto. Aun cuando hacía calor, el recién
llegado iba embozado hasta los ojos en una capa. Cuando ya estuvo ante la puerta,
pareció titubear, acabando por marcharse. No obstante, cambió de pensamiento y
volvió ante la puerta. Entonces llamó y fue admitido.
Mi curiosidad subió de punto. Me oculté todo lo posible, esperando los
acontecimientos. No tuve que esperar mucho rato. A poco llegó otro personaje que
también se ocultaba con una capa. Pero este, en vez de llamar a la entrada principal,
dio media vuelta, y tras de atisbar por las ventanas, sacó una llave y abrió con ella la
puerta de servicio. Antes de desaparecer dentro de la casa, echó una ojeada al exterior
para ver si le espiaba alguien; al hacerlo, se había desembozado, y pude verle, pálido
y nervioso, a la luz de la luna.
No me fue posible seguir quieta más tiempo. Atravesé la calle y me dirigí hacia la
puerta de servicio. El hombre que había entrado por allí no llevaba, al parecer, buenas
intenciones. Siempre he sido resuelta. Vi entreabierta la puerta de la cocina, y me
introduje allí.
Aquella puerta se había dejado entornada para facilitar la huida al criminal. Así lo
pensé. Pues bien: yo la cerraría, y dicho y hecho, la cerré.
Del comedor llegaba el rumor de dos voces que conversaban alegremente. En el
piso bajo todo estaba silencioso. No niego que empezaba a asaltarme el miedo,
cuando de pronto, en medio de la oscuridad, vi que se filtraba un rayo de luz a través
de una puerta que daba al pasillo. Me dirigí hacia la luz con infinitas precauciones, y
al llegar a la puerta, la encontré entreabierta. Me aproximé más y miré por la
abertura. Había un individuo sentado en una silla, y escuchaba con gran atención.
Ante él, sobre una mesa, se veían un reloj, dos revólveres y una linterna. No pude
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contenerme y tiré de la puerta, echando la llave. Había encerrado al malhechor.
Sorprendida de mi rasgo, yo misma me apoyé en la pared. No se oía el menor ruido.
El hombre se había resignado con su suerte. Se hallaría preparado para lo peor. Subí
luego la escalera.
Yo, la dueña de la casa, parecía una ladrona, ocultándome por los pasillos. Y,
entretanto, dos desconocidos se solazaban en el comedor, sin sospechar que les había
salvado de una sorpresa desagradable.
Era muy difícil no dar con un tema de diversión en una situación tan extraña.
Junto al comedor había un pequeño cuarto destinado a biblioteca. Me incliné
hacia él de puntillas, y pronto se dará usted cuenta del servicio que la tal biblioteca
me prestó. Hacía calor, como ya he dicho; los misteriosos individuos habían abierto
la puerta de comunicación entre ambos aposentos, dejando abierta también la ventana
de la biblioteca, pues, por lo visto, no querían abrir las del comedor, para que los
vecinos no supieran que la casa estaba habitada.
Las velas, puestas en candelabros plateados, esparcían su claridad sobre el
suntuoso mantel y los restos de una opípara comida. Los dos caballeros habían
terminado su cena y fumaban magníficos cigarros. Cada uno tenía ante sí su copita de
licor. En un precioso infiernillo de alcohol, el café, esparciendo su exquisito aroma
hervía. El que parecía más viejo, o sea el que primero había llegado, se situaba
enfrente de mí, mientras el otro me daba la espalda. Ambos, igual que el individuo
del subterráneo, parecían presa del miedo y escuchaban atentamente hasta los ruidos
más pequeños que se percibían.
—Le aseguro —decía el de mayor edad— que, además del ruido de cerrar la
puerta, he oído pasos.
—Su alteza está engañado —contestaba el otro—. Tengo el oído muy fino, y
puedo asegurar que no ha sonado nada.
El que estaba de espaldas volvió un poco la cabeza, y entonces pude notar cómo,
a pesar de que afirmaba lo contrario, su rostro expresaba máximo temor.
Su alteza, que era el príncipe Florián, miró un instante a su compañero, y aunque
su actitud era bastante reposada, comprendí que no estaba convencido del todo.
—Bien —dijo—; no se hable más del asunto. Ahora que he expresado claramente
mis sentimientos, permítaseme que solicite la misma franqueza.
—Os escucho con vivo interés.
—Sí, con especial paciencia —dijo con cortesía el príncipe.
—Con una simpatía que me maravilla —siguió el otro—. No sé cómo expresar el
cambio que he sufrido.
Al acabar de hablar, miró el reloj que había sobre la chimenea, y palideció.
—¿Tan tarde es? —exclamó—. Por Dios, alteza, abandone esta casa, antes de que
sea más tarde aún.
El príncipe miró a su interlocutor, y con ademan deliberado, sacudió la ceniza de
su cigarro.
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—Debo decirle —exclamó luego— que tengo por costumbre no acabar un cigarro
si se desprende de él la ceniza, pues con ello desaparece el aroma y el sabor. Esta es
la causa de que prefiera tirarlo y encender otro.
Y acompañando la acción a la palabra, arrojó el que tenía entre sus dedos.
—No se chancee de mis palabras —repuso el joven—. Hago mi advertencia al
precio de mi honor y exponiendo mi vida. No hay que perder un instante, y si
conserva, su alteza, algún aprecio por un miserable que se ha engañado a sí mismo,
no mire hacia atrás cuando salga de aquí.
—Caballero —declaró el príncipe—, estoy aquí porque confío en su palabra. Le
aseguro que continúo fiándome de ella. El café está dispuesto, y me veo obligado a
contrariarle.
Y con un cortés ademán le invitó a que se sirviera un poco de café. El desgraciado
se puso en pie.
—Os ruego, por lo que más quiera, por su alteza y por mí, que se vaya cuanto
antes.
—Caballero, no soy un hombre miedoso, y si hay en mí algún defecto, es el de
estar pronto siempre a curiosearlo todo. Me insta usted a que abandone esta casa, en
la cual desempeño el papel de anfitrión. Solo me resta añadir que, si a ambos nos
amenaza algún peligro, será por su parte, no por la mía.
—¡Ay! No sabe a lo que me obliga su generosidad. Pero no; me niego a intervenir
en esta trama.
Y a raíz de esto, introdujo la mano en su bolsillo, llevándose acto seguido a la
boca el contenido de un pequeño frasquito. Un instante después, empezó a vacilar, y
cayó pesadamente al suelo.
El príncipe acudió en su ayuda mientras el otro se revoleaba en la alfombra. Yo
oía al príncipe decir: «¡Pobre gusano, pobre gusano! ¿Podemos preguntar qué es peor,
si la debilidad o la perversidad? ¿Será posible que abrazar ciertas ideas, nobles en sí
mismas, acarree a un hombre una muerte tan deshonrosa?».
En aquel momento yo empujé la puerta y entré en la estancia.
—Alteza —dije—, no es hora de andarse con filosofías. Si nos damos prisa,
todavía podremos salvar la vida de este infeliz. Del otro no tenemos por qué
ocuparnos. Está bajo llave.
El príncipe se había vuelto al entrar yo, y me miraba sin la menor sorpresa, pero
con tal expresión de extravío, que casi perdí toda mi presencia de ánimo.
—Buena señora —dijo—. ¿Quién diablos es usted?
Yo me encontraba en el suelo, junto al moribundo. Comprendía que hubiese
atentado contra su vida, y empecé a probar contravenenos. En la mesa había aceite y
vinagre, pues el príncipe había hecho una de sus ensaladas preferidas. Le administré
cierta cantidad de ambos líquidos, sin que obtuviese, en apariencia, el menor
resultado. Recurrí entonces al café caliente, del cual le hice beber una taza.
—¿No hay leche? —pregunté.
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—Temo que no —contestó el príncipe.
—En ese caso, echaremos sal, que es un buen revulsivo. Deme la sal.
—Quizá un poco de mostaza… —sugirió el príncipe, presentándome en un plato
el contenido de varios mostaceros.
—¡Magnífica idea! Disuelva un poco en un vaso de agua.
Fuese la sal, la mostaza o ambas cosas, el caso es que, apenas la probó el joven,
pareció reanimarse un tanto.
—¡Está salvado! —grité.
—Tal vez, señora, su excelente obra no sea más que una crueldad —me replicó el
príncipe—. Cuando se ha perdido el honor, la vida ya no importa nada.
—Si su alteza llevara una vida como la mía —argüí—, estoy segura que pensaría
de modo distinto. Por lo que a mí atañe, he de decirle que siempre tengo la esperanza
puesta en el mañana.
Habla usted como una mujer de experiencia, y siendo así, debe de tener razón.
Pero al hombre se le pide una virtud tan fácil y pequeña, que no satisfacerla es
hacerse indigno del perdón. Y, permítame una pregunta, ¿quién es usted y a qué debo
estar gozando de su grata compañía?
—Soy la dueña de esta casa —ríe respondí.
—Una falta más por mi parte —observó el príncipe.
En aquel mismo instante se oyó la primera campanada de las doce, y el joven,
incorporándose con expresión de horror y desesperación, comprobó:
—¡Las doce, Dios mío!
Permanecimos sin movernos en nuestros sitios, mientras los demás relojes daban
las doce. De repente una fuerte detonación conmovió hasta los cimientos de la casa.
Corrió el príncipe hacia la puerta por donde yo había entrado; mas le intercepte el
paso.
—¿Lleva armas? —le pregunté.
—No señora. Pero ahora caigo: Cogeré mi espada.
—El individuo que hay abajo tiene dos revólveres. ¿Está su alteza dispuesto a
luchar en tales condiciones de inferioridad?
Se detuvo, indeciso, como si no supiera lo que iba a hacer.
—De todos modos, señora, deberíamos averiguar lo que ha sucedido.
—¡No! —negué yo—. ¿Qué conseguiríamos con ello? Tanta curiosidad por
saberlo siento yo como su alteza pueda sentir; pero es preferible avisar a la policía, o
a alguno de los criados, si queremos evitar el escándalo.
—Señora —extrañó él, con una sonrisa en los labios—, me sorprende que diga
usted semejante cosa, siendo tan valiente. ¿Pretende que envíe a otros adonde no
estoy dispuesto a ir?
—Tiene sobrada razón. Sea lo que Dios quiera. Vamos allá. Yo alumbraré el
camino.
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Descendimos al piso inferior. Ya ante la puerta de la cocina, la abrimos de par en
par. Él cuadro que se nos ofreció a la vista lo esperaba yo, si puedo hablar así. Estaba
segura de encontrarme al malvado muerto; pero me fue imposible resistir el
espectáculo de semejante suicidio. Tan inmutable el príncipe ante el horror como se
había mostrado ante el peligro, me acompañó, dando pruebas de perfecta galantería,
hasta el comedor.
El enfermo continuaba en este, todavía pálido como la muerte, aunque había
tenido fuerzas para sentarse en una silla. Nos tendió sus manos con gesto
interrogante.
—¡Ha muerto! —dijo el príncipe.
—¡Ah! —exclamó el joven—. Querría estar yo también muerto. No podré
sobrevenir a mi deshonra. Señora, de no haber sido por su cruel auxilio, no me
remordería ahora la conciencia. Soy una víctima de mis faltas tanto como de mis
virtudes. Desde que tuve uso de razón, odié la injusticia. Me angustiaban los
enfermos; lo mismo me ocurría cuando encontraba menesterosos; el mendrugo que
veía devorar al pobre amargaba mis bocados, y en cuanto a los niños inválidos, me
hacían llorar. ¿No era esto ser noble? Y, sin embargo, vea a lo que me han llevado mis
ideas. Me ha dominado siempre mi afán por las cosas rectas y justas. ¿Qué se puede
esperar de los reyes o de los que nadan en la opulencia? La historia se repite. El
burgués, actual tirano nuestro, es ruin y cobarde. A través de los siglos, ha querido
estar por encima del pueblo. Pero su ignorancia le lleva a su ruina. ¿A qué esperar,
pues, si están contados sus días? ¿Podría dejarse a un pobre niño que se mojara en el
arroyo? Podrán llegar mejores días, pero no por ello dejará de morirse aquel
desgraciado. Príncipe, me alisté con los enemigos de esta sociedad injusta, lleno de
ardoroso entusiasmo. Y el juramento que presté comprendía toda mi historia. Empeñé
mi prosperidad por la de las generaciones venideras. Estaba preparado a todo, y mi
padre, quejoso de mi conducta, me echó de casa. Me iba a casar con una honrada
joven, y se deshizo la boda, pues mi novia creyó que le ocultaba la verdad con mis
pretextos.
Me encontré aislado. Pasaron los años, y las ilusiones fueron acabándose.
Rodeado de revolucionarios, veía cómo crecían en audacia; pero decrecía mi fe. Lo
había sacrificado todo por la causa, y a cada momento me preguntaba si
progresábamos. La sociedad contra la que peleábamos era detestable, ciertamente;
pero lo eran más las armas que empleábamos. No hablaré de mis sufrimientos, ni
tampoco de cómo, al ver a padres de familia que se dirigían alegres y felices al
trabajo, me reprochaba mi corazón el sacrificio inútil que estaba yo llevando a cabo.
Por culpa de la miseria y a la escasa alimentación, perdí la salud. En mis largas
peregrinaciones nocturnas sufrí el frío y la lluvia. Estos padecimientos corporales se
unían a los del espíritu. Lo mismo, a cuantos se encuentran en mi caso, les pasa. Se
trata de un juramento fácil de hacer y difícil de cumplir; un juramento hecho en plena
juventud, del cual luego se arrepiente uno; juramento que encarna una santa verdad,
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aunque más tarde acaba siendo el mero símbolo de una esclavitud. Tal es el yugo que
aceptan muchos jóvenes, resultando después un gran peso durante toda su vida, una
carga mucho peor que la muerte. No podía seguir prestando sumisión. Rogué que se
me eximiera de los compromisos; pero fue rechazada mi petición. Resolví huir,
recorriendo precipitadamente varios países hasta refugiarme en París. Alquilé un
aposento en la calle San Jacques, frente al Val de Gráce. Mi cuarto era reducido y
pequeño; pero tenía sol durante todo el día y por la ventana se veían unos jardines.
Allí podría reposar tranquilo, pues me encontraba enfermo. Me rebelaba contra las
ideas que había estado sirviendo. Mas ahora no estaba ya bajo las órdenes del comité,
y me veía libre de actos vergonzosos. ¡Oh, cuán dulce período de paz! Sin embargo,
se me acababa el dinero y me urgía encontrar un empleo. Estuve buscándolo durante
tres días, y al cabo noté que me seguían. Estaba seguro de que me era desconocido el
rostro del que me espiaba, y busqué refugio en un café, simulando leer los periódicos,
profundamente atemorizado.
Al salir a la calle, no vi a nadie, y empecé a tranquilizarme. Pero, apenas inicié mi
marcha, noté que me seguían de nuevo. No había tiempo que perder. Una oportuna
sumisión podía salvarme todavía. Entonces corrí para presentarme a la agencia
parisiense de la sociedad a que había pertenecido. Admitieron mi adhesión y me vi
otra vez en el trabajo que tanto odiaba. No dejaba, empero, de admirar y odiar a
muchos de mis compañeros. Ellos se consagraban en cuerpo y alma a sus proyectos.
No obstante, yo, que antes abrigaba su mismo entusiasmo, era ahora un desilusionado
que venía obligado a actuar en ello para no perder la existencia. En suma, tenía que
vivir para obedecer, y obedecer para vivir. La última comisión que me encargaron ha
sido la de esta noche, la cual ha acabado tan trágicamente. Ocultando quién era yo,
debía solicitar de su alteza una audiencia, pretexto para asesinarle. Lo único que
restaba de mis convicciones era el odio a los reyes; de modo que acepté con gusto el
encargo. Pero me ha vencido su alteza, pues ha conquistado mis simpatías. Su
carácter y su talento habían sido falseados. Fui poco a poco olvidando que era
príncipe. Su alteza, para recordar solo que era hombre. Y cuando se aproximaba la
hora, me sobresalté tanto, que ya ha visto al oír las pisadas de mi cómplice, cómo le
insté para que se marchara. Pero no quería su alteza, ¿qué podía hacer yo? Me era
imposible matarlo; mi corazón se rebelaba y mi brazo se negaba a hacerlo. Por otra
parte, mi cómplice iba a presentarse aquí de un momento a otro, y yo debía evitar que
le detuvieran, evitando al mismo tiempo que le matara. En tal trance solo la muerte
podía salvarme, y si continúo viviendo, no es, en verdad, culpa mía. Pero usted,
señora, había venido al mundo para salvar al príncipe deshaciendo nuestros planes.
Ha prolongado mi vida y ha causado la muerte de mi compañero, el cual oyó los
relojes, y como le resultaba imposible ayudarme y se creía deshonrado, pensó que lo
mejor para él era morir.
—Por cierto —dijo el príncipe— que su generosidad de usted le ha puesto en este
aprieto, y no le reprocharé la menor cosa. Pero es extraño, señora, que tanto usted
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como yo, que practicamos virtudes minúsculas y cometemos faltas comunes a todos,
podamos vivir bajo el odio de la Providencia con las manos limpias y la conciencia
tranquila, mientras este joven infeliz se encuentra sin tener quién le proteja. Caballero
—y el príncipe se volvió hacia el joven—, no puedo favorecerle porque ello
provocaría las tempestades que sobre usted se ciernen; pero le dejo en libertad.
—Por mi parte —declaré yo— le ruego que se lleve el cadáver. Eso corresponde a
ustedes, si es que se precian de tales.
—Así se hará —afirmó el joven con voz temblorosa.
—¿Y a usted, en qué puedo servirla? Le debo la vida —repuso el príncipe
dirigiéndose a mí.
—Príncipe —respondí—, tengo mucho cariño a esta casa por los recuerdos que
encierra para mí. Los inquilinos que la han habitado me han traído siempre mil
disgustos. Bendije mi buena estrella cuando vi que la alquilaba un empleado suyo.
Pero ahora soy de otro parecer. No quiero un inquilino de tal linaje. Rescinda el
contrato, y le quedaré agradecida.
—Debo decirle que el coronel Geraldine no es otro sino yo, que me oculto bajo
ese nombre, y que le agradecería que no me considerara usted inquilino molesto.
—Profeso a su alteza una sincera admiración; pero, en lo que respecta a mi casa,
no puedo dominar mis sentimientos.
—Señora, defiende usted su causa tan bien, que no puedo negarme.
Nos marchamos los tres. El joven, todavía trémulo, fue a pedir a sus compañeros
ayuda. El príncipe, que era muy galante me acompañó hasta la puerta de mi hotel. Al
siguiente día se rescindió el contrato.
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LA CASA DE LA PLAZA DORADA
(continuación)
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Y condujo al joven hasta la puerta, dejándole en la calle, aturdido y con la llave
en la mano.
Al día siguiente, por la mañana, se dirigió Somerset hacia la plaza donde estaba
enclavada la casa en cuestión, plaza que llamaremos Dorada, aunque no sea ese su
verdadero nombre. Sorprendido por la magnificencia de la casa, la miraba admirado.
Introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta, penetrando al punto adentro y
recorriendo, atónito, todas sus habitaciones. Recorrió todos los pisos. La casa era
muy grande; la cocina, muy cómoda; todos los cuartos, espaciosos. El salón, en
particular, se hallaba decorado con exquisito gusto.
Junto al comedor estaba la biblioteca. La dama había hablado de ella en su relato.
Estaba su emplazamiento sobre las cocinas del piso inferior. Somerset pensó que
podría servirle de dormitorio. En el comedor, que era grande, ventilado y muy
alumbrado, podría pasar agradablemente las horas, guisar y hasta dedicarse al noble
arte de la pintura. Pronto volvió a la casa cargado con su modesto ajuar.
El joven se sentía inclinado al arte de Rafael, en parte para romper la monotonía
de su Vida y en parte porque lo prefería a cualquier oficio. Transformó la mitad del
comedor en estudio para él, y se dispuso a reproducir cuadros de la naturaleza.
Coleccionó una gran variedad de objetos, tomados al azar por la cocina, por el salón y
por el jardín, y se dispuso a pasar horas enteras entregado a su asiduo trabajo. Pero le
preocupaba la soledad de aquel piso desocupado. Dejar que aquella riqueza quedara
improductiva era una falta de energía. Puesto que contaba con el beneplácito de la
señora Luxmore, resolvió poner en la ventana un cartelito anunciando que se
alquilaban habitaciones amuebladas.
La idea de alquilar las habitaciones le distrajo bastante de la pintura, pues se
pasaba las horas muertas en el balcón, con la pipa en la boca, esperando que alguien
entrase a preguntar. No faltaban transeúntes que se detuvieran ante el letrero; mas lo
cierto era que todos pasaban de largo. Diríase que hallaban algo repulsivo en el
edificio. Parecía que todos estaban de acuerdo. Somerset tuvo que sufrir, pues, las
impertinentes miradas de quienes buscaban piso, y aunque siempre se apresuraba a
hacerse el distraído y a ocultar su pipa, nadie llegó a preguntarle el precio del alquiler.
Hubo de atribuir la cosa al sentimiento de repugnancia que inspiraba su propia
persona; pero al pensar en ello, echó una mirada al espejo, y en el acto se disiparon
sus temores.
Era forzoso, sin embargo, admitir una causa. Había calculado cuidadosamente lo
que la casa le podría producir cada semana. Y ahora veía que, a despecho de la
aritmética, los resultados eran igual a cero.
Anduvo preocupado, hasta que al cabo sacó la conclusión de que el error radicaba
en el procedimiento.
—Este es el siglo del reclamo —pensaba—, el siglo del hombre-anuncio, del
legendario jabón Pear’s, de la sal de frutas Eno. Y yo, que me precio de conocer al
mundo, he utilizado para anuncio medio pliego de papel de papel de cartas, unas
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cuantas palabras frías que no dicen nada a la inteligencia, y por todo adorno, cuatro
sellos de lacre rojo. ¿Es que no voy a remontarme yo también como la sal de frutas
Eno? ¿No voy a amoldarme a la realidad de la vida?
De conformidad con sus pensamientos, apercibió varias hojas de papel de gran
tamaño, y abandonando sus pinturas, se dispuso a confeccionar una muestra que
llamara la atención de los transeúntes: muchos colorines, muchas palabras escogidas;
en fin, una composición realista que hablara de las delicias que esperaban a quienes
traspasaran los umbrales de aquella casa.
Pero si era fácil pintar las dulzuras del hogar, niños de rubia cabellera y un
puchero humeante puesto a la lumbre, era preferible y estaba más en consonancia con
sus propias inclinaciones pintar los encantos de una vida libre. El artista estuvo tanto
tiempo sin saber por qué cuadro optar, que se encontró con que ambos estaban
terminados. Su buen corazón le impedía posponer ninguna de sus obras de arte, así
que resolvió exponerlas alternativamente. De esta manera, podrían todas las clases
sociales, acudir a su llamamiento. Una moneda, lanzada a cara o cruz, le dio la
solución. Tocó el turno al cuadro más recargado de pintura. El letrero resultaba
expresivo, y la alegoría muy atrevida. Salvo ciertas imperfecciones, el cuadro podía
tomarse por un modelo en su género. Cuando lo contempló desde la verja de la plaza,
Somerset sintió un entusiasmo de artista.
—¡Qué triunfo! He dado con un tema que no tiene precio.
Pero la realidad no se mostró de acuerdo con estas palabras. Claro que algunos
transeúntes se agolpaban de cuando en cuando ante la fachada; pero su objeto no era
otro que el de burlarse. El más atrayente de los cartones no tenía, pues, ningún éxito.
Somerset pudo convencerse, avergonzado, de que solo excitaba la hilaridad pública.
Pero al día siguiente, un caballero muy bien vestido llamó a su puerta. Parecía muy
contento.
—Perdone —dijo—; pero querría saber lo que significa ese extraordinario cartel.
—Me parece —explicó Somerset con sequedad—, que la cosa está bastante clara.
Y ya se disponía a cerrar la puerta, cuando el caballero, interponiendo su bastón,
lo evitó.
—Le ruego que se calme. Si es cierto que usted alquila habitaciones, quizá nos
arreglemos. Desearía verlas, y que me diera usted precios.
Somerset se puso muy contento. Hizo pasar al visitante, a quien enseñó todos los
cuartos, cuyas comodidades elogiaba. El caballero se quedó admirado del lujoso
salón.
—Me conviene —acabó por decir—. ¿Cuánto quiere usted por este piso y el de
arriba?
—Cien libras semanales.
—No seré yo quien las pague —declaró el caballero.
—Bien; pues se los dejaré por cincuenta —rebajó Somerset.
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—Es usted muy elástico en sus peticiones —recalcó el otro—. ¿Qué le parece si,
imitando sus procedimientos de divisibilidad, le ofrezco veinticinco?
—¡Trato hecho! —se apresuró a acceder Somerset.
Y luego, candorosamente, añadió:
—Después de todo, es dinero que me encuentro.
—Siendo así —repuso, estupefacto, el caballero—, no tendré que abonar nada
más.
—No… creo que no —dijo, titubeando, el inexperto casero.
—¿Entra también el servicio? —prosiguió el desconocido.
—¿El servicio? —preguntó Somerset.
—Apreciable joven —indicó el caballero, mirándole amistosamente—, siga usted
mi consejo y no se meta más en negocios como este. No son adecuados a su
temperamento.
Y dando media vuelta, desapareció.
El autor de los carteles estaba desorientado. Los subió al comedor y puso en la
ventana el cartel primitivo, al cual añadió las siguientes palabras: «Sin servicio». Pero
no pudo menos de sentirse melancólico. Su naturaleza se halla predispuesta siempre a
la melancolía y le decepcionaban el fracaso de sus proyectos, el ridículo que corrió
durante la entrevista con el caballero y la ceguedad del público.
Una semana después, un caballero, que parecía extranjero y militar, solicitó ver
las habitaciones. Iba afeitado y llevaba sombrero flexible. Según dijo, un amigo suyo,
delicado de salud y necesitado de vida tranquila, le había encargado buscar un
alojamiento que no fuera de huéspedes.
—La particular cláusula del anuncio me ha llamado la atención —siguió el
caballero—. Esto le convendrá seguramente a mi amigo Jones, he pensado. ¿Ejerce
usted alguna profesión?
—Soy artista —respondió el joven.
El desconocido miraba los cuadros desparramados por el comedor.
—Y estas son, de fijo, sus obras. Muy notables.
Luego miró escrutadoramente el aspecto del joven.
Somerset, muy ruborizado, guio al visitante a través de la casa.
—Muy bien —dijo el desconocido, mirando a través de una ventana abierta—. La
cuadra está ahí detrás, ¿no es cierto? Conforme. Mi amigo se quedará con el salón y
dormirá en esta pieza. Su ama de llaves, una irlandesa, dormirá en el desván. Le
pagarán diez dólares semanales y usted, por su parte, queda obligado a no admitir
ningún inquilino más. ¿Acepta?
Somerset no encontraba palabras con que expresar su gratitud y su alegría.
—Entonces, convenido —repuso el otro—. Para ahorrarle molestias, mi amigo
traerá algunos hombres que le ayuden en el cambio de muebles. Recibe muy pocas
visitas y solo sale por las noches.
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—Desde que vivo aquí —observó Somerset—, apenas salgo tampoco, si no es
para comprar cerveza. Eso sí, alguna noche voy a divertirme. Uno debe divertirse
también.
Acordaron la hora, desapareció el desconocido, y Somerset se puso a calcular qué
cantidad representaba en moneda inglesa la cantidad que habían ajustado. El
resultado no le satisfizo del todo; pero ya no podía deshacer el trato, y no había otro
remedio que conformarse. Impaciente al ver que avanzaba la noche, salió al balcón.
El crepúsculo daba las boqueadas. No corría el más ligero soplo de viento, y era tibio
el ambiente. Brillaban los faroles del alumbrado público, disipando la oscuridad del
centro de la plaza. Estaban iluminadas las ventanas de las demás casas. Apuntaban ya
las estrellas en el firmamento, cuando Somerset pudo notar que se detenían tres
carruajes ante la casa. Iban cargados con grandes baúles y habían andado por la calle
con gran lentitud, lentitud que el joven no pudo menos de relacionar con la
enfermedad de su inquilino.
Bajaron de los coches el señor que había estado allí por la mañana, y además, dos
hercúleos mozos de cuerda. Estos, se pusieron a dejar en los sitios designados por el
individuo los cestos y los baúles, armando luego la cama en el lugar elegido para
dormitorio. Cuando estuvieron terminados los preparativos, bajó del tercer coche un
caballero de alta estatura dando el brazo a una mujer enlutada. El mencionado señor
iba envuelto en una capa y ocultaba su rostro por una bufanda de colores.
Somerset le vio un momento, al pasar. El caballero alto se encerró más tarde en el
salón, y los demás partieron. Y si no se hubiese presentado más tarde la enfermera
para preguntar si había por las cercanías alguna posada decente, Somerset se habría
creído solo en la casa.
Se sucedieron los días sin que Somerset hablara nunca con su misterioso
inquilino. Las puertas del salón no se abrían nunca, y aunque Somerset oía pasos
dentro, el hombre alto no salía nunca de allí. Visitantes sí llegaban muchos, algunas
veces al anochecer, otras a altas horas de la madrugada. Eran hombres en su mayoría.
Unos iban pobremente vestidos y otros vestían con mucho lujo. Parecían inquietos y
sobresaltados. El caballero que tenía trazas de militar, mirado más de cerca, no
semejaba tal caballero. Por lo que respecta al doctor que asistía al enfermo, tampoco
semejaba un doctor. Además, el ama de llaves, a su vez, no inspiraba confianza.
Siempre andaba cargada con frascos de whisky, y aunque nunca se mostraba muy
comunicativa, a ratos, pensaba Somerset, que se tomaba demasiada confianza.
Cuando se le preguntaba por la salud del enfermo, agitaba la cabeza con pesadumbre
y decía que el pobre caballero estaba muy grave.
Somerset no salía de su asombro. Los pájaros de mal agüero que se reunían en la
casa, los extraños ruidos que salían del salón a altas horas de la noche, el descuidado
servicio y los extraños hábitos de la enfermera, la absoluta reclusión del señor Jones,
todo esto ejercía penosa impresión sobre la mente del joven. Le obsesionaba la idea
de que existía algo irregular y oculto, y esta idea se afianzó en su mente el día que
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pudo observar los rasgos de su inquilino. La cosa ocurrió de este modo. Se despertó
cierta noche a consecuencia de un ruido que oyó en el salón. Se tiró de la cama, abrió
la puerta de la biblioteca, y pudo observar que el hombre alto, con una vela encendida
en la mano, estaba hablando con otro hombre. La luz daba de lleno en el rostro de
ambos, y Somerset no descubrió en el de su inquilino la menor huella de dolencia.
Mientras observaba, los dos hombres se despidieron; y el inquilino salió escalera
arriba sin dar la menor muestra de cansancio o debilidad.
Aquella noche, con la cabeza recostada en la almohada, Somerset sintió cómo
dentro de él se desarrollaba una fuerza que podríamos llamar detectivesca. Desde el
día siguiente empezó a observar con atención todo lo que ocurría. Aquel día iba a ser
fecundo en sorpresas. En cuanto se sentó ante el caballete, ocurrió la primera. Un
coche cargado con equipaje se detuvo ante la puerta, y de él bajó la señora Luxmore
en persona, que subió rápidamente la escalera y llamó a la puerta. Somerset se
apresuró a abrir.
—Querido, vengo como caída del cielo —dijo alegremente—. Me regocija
hallarle aquí. Creo que se felicitará usted de que le devuelva la libertad.
Somerset no encontraba palabras con que dar la bienvenida. La dama se introdujo
de prisa en el comedor, donde a los pocos pasos se detuvo sorprendida. Su asombro
estaba muy justificado. Sobre la mesa se veían platos y botellas vacías. En el fuego se
asaban unas chuletas. El suelo se hallaba literalmente lleno de libros, ropas, bastones
y materiales de arte pictórico. Pero lo que más sorprendió a la dueña fue el rincón del
cuarto donde las naturalezas muertas yacían hacinadas. De un montón de rocas
sobresalían una calabaza, un caldero de cobre y la concha de un cangrejo cocido.
—Pero… ¿qué es esto? —gritó, asombrada, la dueña de la casa.
Luego, volviéndose irritada hacia el joven, añadió:
—¿Qué clase de hombre es usted? Parecía un caballero; pero, por lo visto, es un
verdulero. Haga el favor de empaquetar esos objetos y salir de mi casa.
—Recuerde, señora, que me prometió que me avisaría con un mes de
anticipación.
—Sí, es verdad; pero ahora le digo que desaloje al momento.
—Señora, por lo que a mí se refiere, la complacería con mucho gusto; mas…
¡tengo un inquilino!
—¿Un inquilino?
—Sí, ¿por qué negarlo? Hace una semana le tomé.
La dama se dejó caer en una silla, repitiendo:
—¡Un inquilino! ¿Y… cómo vino a usted?
—Por medio de un anuncio. Pero no es que yo haya vivido ocioso —y sus ojos se
elevaron involuntariamente hacia los cuadros—. He estado trabajando.
Los ojos de la señora siguieron su mirada, y la dama, sacando de su bolso una
lente, examinó los cuadros. Su rostro se animó, exclamando:
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—¡Oh, delicioso! Es usted encantador. Espero que expondrá estos cuadros en un
museo. Pherson —llamó, dirigiéndose a su doncella, que se había quedado en el
pasillo—, almuerzo con el señor Somerset. Toma la llave de la bodega y sube buen
vino.
Durante el almuerzo mostró muy buen humor, obsequiando a Somerset con
veinticuatro clases de vino. Cada vez que descorchaba una botella, decía:
—¡Por las encantadoras pinturas de usted! Cuando se marche, me las dejará, ¿no
es cierto?
Finalmente, afirmando que aquella casa era el manicomio más absurdo de
Londres, se marchó, indicando de una manera vaga que se marchaba al continente.
Apenas se marchó la dama, Somerset se encontró en el corredor con la enfermera
irlandesa. Al parecer no estaba bebida. Dijo que la salud del señor Jones había
empeorado después de la visita de la señora Luxmore, y que solo una franca
explicación podría tranquilizar al enfermo. Somerset, algo sorprendido, expuso lo que
le parecía propio del caso.
—¿Eso es todo? —gritó la mujer—. ¿Esa es toda la verdad?
—Señora —replicó el joven—, no me imagino lo que puede usted pensar.
Suponga que esa señora fuese amiga de mi esposa, suponga que es mi abuela,
suponga que es la reina de Portugal… ¿qué le importa al señor Jones?
—¡Dios mío! —exclamó la enfermera—. ¡Cómo se alegrará él al oír todo esto!
Y subió, volando, la escalera.
Somerset, pensativo y haciendo muchas suposiciones, volvió al comedor.
Distraído, apuró el contenido de una botella. El vino era oporto, el único vino capaz
de competir con el tabaco. Apurando traguito tras traguito, fumando y teorizando,
Somerset analizaba sus sospechas y se volvía más y más osado cuanto menos oporto
quedaba en la botella. Aunque no se vanagloriaba de ello, era un escéptico y no
odiaba ni los vicios ni la virtud. Contemplaba el mundo sin preocuparse por la
consecuencia moral frecuente de la juventud y de la salud. Al mismo tiempo se
hallaba persuadido de que albergaba a unos malhechores bajo su techo, y una especie
de instinto de la caza le impelía a la severidad. La botella tocaba a su fin. El sol
estival se había ocultado completamente, y el hambre y las tinieblas de la noche le
sacaron de su ensimismamiento.
Se marchó a cenar al Criterion, un restaurante no muy de acuerdo con su bolsillo,
pero sí con el vino que había ingerido. Entre unas cosas y otras, pasaba de la media
noche cuando volvió a su casa. En la puerta había un carruaje, y Somerset, al entrar,
se dio de manos a boca con uno de los asiduos visitantes del señor Jones. Iba el tal
muy bien vestido y llevaba barba en punta, a la americana. Poseía una buena figura y
unas facciones muy acusadas. Llevaba una maleta al hombro. Somerset, al ver que un
visitante se llevaba un bulto por la noche, y se acordó de algunas historias que había
leído: huéspedes que no solo sacan de la casa sus efectos en secreto, sino que también
se llevan los efectos de los que los albergan. No lo pensó mucho, y entre divertido y
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suspicaz, se hizo el borracho y tropezó con el hombre, al cual se le cayó la maleta al
suelo. El visitante palideció intensamente, e invocando el nombre de Dios, se
acurrucó en un ángulo de la escalera. Al mismo tiempo el inquilino «enfermo» y la
enfermera asomaron la cabeza, como conejos, en lo alto de la escalera; parecían tan
asustados como el visitante.
La vista de aquella increíble emoción petrificó a Somerset. El visitante, dando
gracias a Dios, se irguió de nuevo.
—¿Le duele a usted algo? —le pregunto el joven.
—¿Tiene usted un poco de coñac? Estoy enfermo —explicó el otro.
Le sirvió Somerset dos copitas, una tras otra.
Somerset se metió en la cama; pero no durmió. ¿Qué diablos contendría la maleta
negra? ¿Géneros robados? ¿El cuerpo de un asesinado? ¿O bien una máquina
infernal?
A la mañana siguiente se instaló junto a la ventana del comedor para espiar las
idas y venidas de aquellos misteriosos individuos.
Pasaban las horas despacio. Dentro de la casa no se notaba nada nuevo, excepto
que el ama de llaves iba y venía más apresurada que de ordinario, mostrándose más
charlatana. Pero, pasadas las seis, apareció en el jardín una joven elegantemente
vestida, la cual, contemplando anhelante la fachada de la casa, se detuvo a algunos
pasos de ella. No era la primera vez que el joven la veía, porque había tenido más de
una ocasión de cambiar con ella una mirada ardiente. Se alegró, pues, de verla llegar,
acercándose a la ventana para poder saludarla. Pero ahora fue enorme su sorpresa,
pues la joven subió la escalinata y llamó a la puerta. El ama de llaves debía de estar
durmiendo; así es que Somerset experimentó la satisfacción de recibir en persona a la
gentil señorita.
La visitante preguntó por el señor Jones, y a continuación, sin la menor
transición, indagó del joven si era el dueño de la casa.
Y al hacerlo pareció sonreír.
—Se lo pregunto porque desearía alquilarle otras habitaciones.
Somerset le respondió que había adquirido el compromiso de no quedarse con
más inquilinos, a lo cual replicó ella que, como era amiga del señor Jones, este estaría
conforme con todo.
—Empecemos a ver la casa por aquí —agregó, señalando la puerta del comedor
—. ¡Dios mío! ¡Qué cambiado está esto!
—Señorita —exclamó él—, soy yo quien debe decir eso desde que entró usted
aquí.
—¡Qué sencillo y varonil! No hay nada de esa pulcritud afeminada tan detestable
en un hombre.
A continuación, diciéndole que conocía perfectamente el camino, y que no le
quería molestar más, se despidió de él con una sonrisa y subió sola por la escalera.
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Durante más de una hora permaneció la joven encerrada con el señor Jones.
Pasado este tiempo, cuando ya era de noche, salió en compañía de aquel. Era la
primera vez, desde la llegada de su inquilino, que Somerset se encontraba a solas con
el ama de llaves. Quiso aprovechar la ocasión, y acercándose a la escalera, la llamó
por su nombre. Ella se presentó sonriente, y respondiendo a la invitación de si quería
conocer sus cuadros, confesó que no deseaba otra cosa. Cuando el ama de llaves
entró en el comedor y encontró sobre la mesa una atrayente botella de vino y dos
vasos, se sintió predispuesta a ser un crítico benévolo, y en cuanto hubo admirado los
cuadros, se dejó invitar.
—Tendré un gran honor en beber a su salud —dijo—. Me complace mucho
encontrar en esta horrible casa un caballero tan fino y tan amable como usted, que,
además es, seguramente, un gran pintor.
El hecho de que hubiera aceptado un primer vaso indicaba que aceptaría el
segundo. Cuando aceptó el tercero, Somerset no tuvo necesidad de beber para
acompañarla. Respecto al cuarto, lo pidió ella misma.
—La vida es muy triste sin la bebida —manifestó—. El señor Guire la pedía. Y
hasta «él», cuando está abatido, la pide como un niño de pecho pide mamar.
Luego, entre lágrimas, se puso a describir la muerte de su esposo, lamentando sus
disposiciones testamentarias. Después dijo que oía a su amo que la llamaba. Se
levantó, dio un traspié y se apoyó en las rocas, apoyando su cabeza sobre el cangrejo,
mientras gimoteaba de lo lindo.
Somerset subió de prisa al primer piso y abrió la puerta del salón, que aparecía
muy iluminado. Era una anchurosa pieza que comunicaba con otro salón y poseía tres
ventanas a la calle. De proporciones elegantes, se hallaba empapelado de color verde
mar y amueblado con una sillería tapizada de seda azul. La chimenea estaba adornada
con mármoles de diversos colores. Así era la habitación que recordaba Somerset.
Pero la que ahora tenía ante su vista se encontraba cambiada por completo. Los
muebles se hallaban cubiertos con tela de zaraza. Las paredes estaban empapeladas
con papel de color ruibarbo. Pero lo más chocante de todo era que Somerset contó
hasta siete ventanas. Como si se hubiera equivocado, creía penetrar sin darse cuenta
en la casa contigua. Los ojos de Somerset se fijaron a continuación en los mil objetos
esparcidos por el suelo: gatillos de pistolas desmontadas, relojes a medio armar,
damajuanas, frascos, botellas. En un rincón había un banco de Laboratorio y una
mesa de carpintero.
El salón que se abría a continuación, al cual también pasó Somerset, había
experimentado asimismo otro cambio, habiéndose convertido en un vulgar dormitorio
de casa de huéspedes. Una cama con cortinas verdes ocupaba uno de los rincones.
Obstruían la ventana la mesa y el espejo. El joven se sintió atraído por la puerta de un
pequeño gabinete. Encendió un fósforo, abrió la puerta y entró. Sobre una mesa se
veían pelucas y barbas. De varias perchas adosadas a las paredes pendía una
colección de trajes, entre los cuales descollaba un soberbio abrigo de piel. Somerset
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se acordó al punto del anuncio del Standard. La alta estatura de su inquilino, la
anchura de sus hombros y las particularidades de su instalación le persuadieron de
que el tal inquilino era el hombre a quien buscaban.
En esto, se le apagó el fósforo. Somerset, cogiendo el abrigo de piel, salió al salón
iluminado. Allí, entre miedoso y sorprendido, se puso el abrigo, y adoptando una
actitud de príncipe ruso, se metió las manos en los bolsillos y se colocó frente a un
espejo. Una de sus manos tropezó con un periódico. Lo sacó, lo desdobló y vi que era
el Standard. Sus ojos encontraron al punto el anuncio donde ofrecían las doscientas
libras.
Estaba todavía con el abrigo puesto y el periódico en la mano, cuando se abrió la
puerta, apareciendo el inquilino, el cual cerró la puerta tras sí. Durante algún tiempo,
ambos hombres se miraron en silencio. El señor Jones se dirigió luego a la mesa,
tomó asiento junto a ella, y sin cambiar la dirección de su mirada, dijo al joven:
—Está usted en lo cierto. Yo soy ese por el que dan dinero. ¿Qué va a hacer usted
ahora?
Somerset no sabía qué responder. Sorprendido, con el abrigo puesto, rodeado de
todo un arsenal de explosivos diabólicos, permaneció silencioso.
—Sí —continuó el otro—, soy yo. Soy el hombre a quien persiguen con odio
impotente. Si es usted libre, yo puedo ser la base de su fortuna; si es usted
desconocido, se puede usted hacer célebre. Ha emborrachado usted a una inocente
viuda. Le encuentro en mis habitaciones, le sorprendo registrando mi guardarropa y
metiendo la mano en mis bolsillos. Ahora puede terminar la serie de sus
ignominiosos actos con el más remunerador de todos.
Luego, cambiando de voz, prosiguió:
—Y, sin embargo, cuando le miró el rostro siento que no puedo engañarme: es
usted un caballero. Quítese mi abrigo y abandone ese aire de confusión que no es
producto de una conciencia atormentada, pues aunque alguna vez haya pensado en
venderme, la cosa no fue sino una mala idea, como todos estamos expuestos a
tenerlas.
Y el orador, cual un padre que perdona, tendió al joven su mano.
No estaba en la naturaleza del otro el analizar aquella generosidad. Sin
reflexionar, aceptó la mano.
—Ahora —continuó el inquilino—, ahora que tengo su mano entre las mías,
desecho mis malos pensamientos. Siéntese; beberemos un vaso de whisky.
En el acto sacó una botella y dos vasos, y ambos bebieron en silencio.
—Confiese usted que le ha asombrado el aspecto de la habitación —dijo el
huésped.
—Cierto. No puedo imaginarme la razón de estos cambios.
—Pues son mis medios para continuar existiendo. Imagínese usted la diversidad
de testigos y la variedad de sus declaraciones. Uno me habrá visitado en este salón,
según estaba antes; otro, según está ahora; otro, según estará mañana. Si a usted le
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gustan las novelas, le diré que hay pocas vidas tan novelescas como la mía. Claro que
mi gloria es anónima. Laboro en la oscuridad. Echo los cimientos de la paz y la
tranquilidad de un país horriblemente oprimido. Entretanto, ando perseguido,
trabajando sombríamente y practicando mañas infernales.
Somerset, con el vaso en la mano, contemplaba a aquel fanático, y escuchaba,
atónito, su horrible discurso. Y al mirarle fijamente el rostro, descubrió en él rasgos
de finura y educación, lo cual le llenó de asombro.
—Señor… —le dijo—, no sé si debo llamarle a usted todavía señor Jones…
—Me puede usted llamar por cualquiera de los nombres siguientes: Jones,
Breitman, Higginbotham, Pumpernickel, Davio, Hénderland. Con todo, el nombre
que más aprecio es uno que no lo tienen ustedes apuntado en ninguna parte. Por la
noche, entre mis desesperados compañeros, soy el temido Cero.
Somerset no había oído nunca aquel nombre; pero por cortesía se mostró
sorprendido y encantado.
—¿Debo entender que se ha dedicado usted a la profesión de dinamitero usando
estos nombres? —preguntó.
—Sí —asintió—. En estos tiempos tenebrosos ha aparecido entre los oprimidos
una estrella, la estrella de la dinamita.
—Me imagino que esa profesión no está exenta de interés —opinó Somerset—.
Contiene algo del apasionante interés de la caza, de esconderse, de ser buscado…
Pero… claro que hablo como lego en la materia; a mí nada me parece más sencillo
que colocar una máquina infernal y retirarse tranquilamente para evitar los peligros
de la explosión.
—Habla usted, en verdad, con gran desconocimiento del caso. ¿No le dice nada el
peligro que corremos en este mismo instante, por ejemplo? ¿Le parece grano de anís
ocupar una casa como esta, amenazada con derrumbarse de un momento a otro?
—¡Dios mío! —murmuró Somerset.
—Y cuando, a propósito de experimentos científicos, habla usted de tranquilidad
y seguridad, me llena de admiración. ¿No sospecha que los cuerpos químicos son tan
volubles como la mujer, y que los resortes y mecanismos resultan tan caprichosos
como el mismo demonio? Mire mi frente: estas arrugas son de ansiedad. Mire mis
cabellos. ¿No ve cuántas hebras de plata? Los mecanismos y las sustancias químicas
me los han producido. No, señor Somerset —repuso tras breve pausa—, no crea usted
que es regalada la vida de dinamitero. Se trabaja desde el alba hasta la noche durante
mucho tiempo para que luego una insignificancia estropee todo el trabajo.
Recientemente me ha ocurrido un caso así. Y si hubiera podido recobrar los sacos
perdidos, menos mal. Con poco trabajo habría podido arreglar las máquinas. Pero, a
causa de la pérdida que sufrí y de las dificultades con que nos encontramos a cada
paso, nuestros amigos de Francia están dispuestos a dejar de emplear este medio. En
cambio, se proponen utilizar las alcantarillas de toda una ciudad para propagar la
fiebre tifoidea. Este es un proyecto científico y tentador, pero demasiado simple. No
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es que deje de reconocer la elegancia del sistema. Sin embargo, hay en mí algo de
poeta a la vez que algo de tribuno, y permaneceré fiel al sistema antiguo, que resulta
más enfático, más llamativo, más indiscriminado. Me refiero a la bomba explosiva.
—Se me ocurren dos cosas —observó Somerset—. La primera de ellas es la
siguiente: ¿Nunca ha tenido usted éxito durante toda esa vida que tan vivamente me
ha bosquejado?
—Sí —dijo Cero—, he tenido éxito una vez. Soy el autor de la salvajada llevada a
efecto en el Patio del León Rojo.
—Pero, si no recuerdo mal —advirtió Somerset— la cosa fue un fiasco. Lo único
que se estropeó fue el cerdo de un basurero y unos cuantos ejemplares del periódico
Weekly Budget.
—Perdone —rectificó Cero con marcada aspereza—; salió herido un niño.
—Precisamente eso me lleva al segundo punto. He oído que ha empleado usted la
palabra «indiscriminado», esto es, que no hace distinciones. Si las víctimas fueron un
niño y un cerdo, la cosa representa el vértice de lo indiscriminado. Y eso me parece
que trae aparejada tan poca eficacia…
—¿De veras he usado ese término? —preguntó Cero—. Bien; antes de discutir
vamos a llenar nuevamente los vasos. La discusión a palo seco resulta algo muy
insípido.
Bebieron ambos otra vez, y Cero, recostándose en el asiento, empezó a desarrollar
sus opiniones.
—¿Indiscriminado? —dijo—. La guerra, amigo mío, es de lo más discriminado
que hay: no perdona ni al niño ni al cerdo del infeliz basurero. Bien; pues yo tampoco
los perdono. Dondequiera que pueda el terror echar raíces, dondequiera que puedan
paralizarse las actividades del país, en el Parlamento, en un vaporcillo de excursiones,
en cualquier lugar hay sitio para mis sencillos planes. ¿Es usted, por casualidad, lo
que se llama un creyente?
—No; yo no creo en nada —contestó Somerset.
—Entonces está en buena disposición para comprender mis argumentos. El objeto
que debe perseguir la Humanidad es el glorioso triunfo de la Humanidad misma. Y
estando obligados a trabajar para este fin, ¿vanaos a reparar en los medios? Usted
supondría, sin duda, que íbamos a atacar a la reina, al ministro Gladstone, al severo
Derby, al hábil Grandville. Pues se equivoca. Vamos contra el pueblo, porque es el
que nos interesa. ¿Ha observado la vida de las criadas en Inglaterra?
—Sí; creo que sí.
—Ya me lo esperaba en un hombre consagrado al Arte —dijo amablemente el
conspirador—. La criada es un tipo aparte, una figura atractiva y muy a propósito
para nuestros planes: el aire ingenuo, los modales serviciales… Además, su posición
entre las clases, la probabilidad de que posea un buen corazón al cual podamos
dirigirnos… Sí, sí; tengo inclinación (llámela usted debilidad) por las criadas… No es
que yo desprecie a la niñera; esta, desde el punto de vista del niño, es algo muy
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interesante. Hace largo tiempo que considero al niño como aspecto sensitivo de la
sociedad…
Al llegar aquí movió la cabeza en actitud pensativa.
—A propósito de niños —continuó—, permítame referirle un ligero incidente que
ocurrió hace escasas semanas, y que observé yo mismo. Se trataba precisamente de
una bomba explosiva. Fue así…
Y recostado en su asiento, Cero narró lo que sigue:
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DONDE CERO RELATA EL EPISODIO DE UNA
BOMBA EXPLOSIVA
En cierta ocasión estaba yo invitado a comer por uno de nuestros más fieles agentes.
Se celebraba la comida en Saint James Hall. El hombre era M’Guire, individuo muy
caballeroso, pero no perito en nuestras mañas. De ahí la necesidad de nuestra
entrevista. No tengo que encomiarle cuántas cosas dependen del buen funcionamiento
de una máquina. Dispuse una bomba pequeña para que explotase media hora después,
porque estaba muy cerca al sitio a donde debía llevarse. Para evitar contratiempos
empleé un mecanismo inventado recientemente por mí: al abrirse la maletilla en que
estaba encerrada la bomba se produciría la explosión. M’Guire parecía algo turbado
con aquel nuevo mecanismo desconocido para él. Decía que, si le prendieran, moriría
él también al mismo tiempo que sus enemigos. Pero yo no me dejaba conmover, y
apelando a su patriotismo, le ofrecí un vaso de buen whisky y le lancé a su gloriosa
empresa.
Era nuestro objetivo la estatua de Shakespeare, situada en Leicester Square, sitio
muy adecuado para nuestros fines, no solo a causa de la estatua, que representa un
dramaturgo tenido neciamente por gloria de la raza inglesa, a pesar de sus opiniones
políticas, sino también por el hecho de que los bancos circundantes se hallan casi
siempre llenos de niños, jóvenes vagabundos, muchachas desgraciadas, gentes que
inspiran piedad pública, y, por tanto, aptas para nuestros fines. Cuando M’Guire se
acercó a su objetivo, sintió que su corazón latía con un sentimiento de triunfo. Nunca
había visto tan lleno el jardincillo: niños que empezaban a andar e iban de un lado a
otro; viejos retirados, inválidos de guerra, etc. La culpable Inglaterra iba a ser, pues,
herida en sus partes más delicadas. El momento había sido elegido con acierto.
M’Guire se acercó adonde tenía que dejar la maleta. De pronto reparó en un robusto
policía que vigilaba junto al pedestal. Mi osado compañero, deteniéndose, miró
alrededor suyo. Acá y allá, en la espesura, en los bancos estaban apostados algunos
hombres que se fingían abstraídos. M’Guire no era lerdo en estos asuntos, y en el acto
comprendió que se trataba de un plan del maquiavélico Gladstone.
Da la casualidad de que una de las mayores dificultades con que siempre tenemos
que luchar es cierta nerviosidad de los miembros subalternos de nuestras sociedades.
Cuando se acerca la hora de algo decisivo, estos miembros sienten un imperioso
deseo de avisar anónimamente a las autoridades. De no ser por esta circunstancia,
Inglaterra habría desaparecido ya del mapa. El gobierno, al recibir tal aviso, llena de
policía el sitio elegido. Mi sangre hierve al pensar en los que sirven a tal causa por
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dinero. Claro que nosotros, merced a generosos compatriotas, recibimos buenos
estipendios. Yo tengo un sueldo que me pone a cubierto de toda tentación mercenaria.
El mismo M’Guire, antes de ingresar en nuestras filas, se moría materialmente de
hambre, y ahora, gracias a Dios, dispone de un sueldo decoroso. Así ha de ser. El
patriota no debe estar mordido por ninguna preocupación rastrera. La diferencia entre
nosotros y la policía es tan manifiesta, que no vale la pena de que hablemos de ello.
A pesar de todo, nuestro plan sobre Leicester Square se había difundido. El
gobierno había llenado aquello de policías. Hasta los militares retirados debían de ser
agentes disfrazados. Nuestro emisario, sin más arma que la maleta que llevaba en la
mano, se vio frente a la fuerza bruta, pues la policía es como el espejo de aquella
mano firme de los tiempos de la opresión. Si se atreviera a colocar la máquina, lo más
probable sería que le viesen y le prendiesen; se levantaría un griterío, y acaso la
policía no bastara para librarle de la ira popular. El plan debía ser demorado.
Permanecía con el paquete bajo el brazo, contemplando la fachada de un edificio,
cuando he aquí que se acuerda de algo capaz de helar la sangre en las venas del más
pintado: el mecanismo estaba en marcha y la máquina explotaría a su debido tiempo.
¿Cómo librarse de ello?
Haga el favor de ponerse con la imaginación en lugar de aquel patriota. Se hallaba
en la plenitud de la vida, pues aún no había cumplido los cuarenta años. ¡Y estaba
condenado a morir por la dinamita! La plaza le daba vueltas y los edificios parecían
volar por los aires. Se desmayó.
Cuando volvió en sí, le atendía un polizonte.
—¿No se encuentra bien?
—Sí; ya estoy mejor.
Y con inseguros pasos, pues se le antojaba que el suelo de la plaza se hundía bajo
sus pies, huyó de la escena. Pero no es la palabra justa decir que huía. Aunque
hubiera dispuesto de las alas del águila o de las de los vientos del océano, sin poder
deshacerse del paquete que llevaba consigo, ¿de qué le habría servido? Hemos oído
hablar de vivos condenados a estar unidos con los muertos. Pero eso no es nada,
comparado con el hecho de estar unido a una bomba explosiva.
En Green Street le asaltó una idea terrible… ¿Sería ya la hora? Se detuvo al punto
y echó mano al reloj. Le zumbaban los oídos y en sus ojos había un vapor. Además,
su mano temblaba de tal modo, que apenas podía distinguir los números de la esfera.
Durante unos segundos se cubrió los ojos con las manos. Le parecía que se había
convertido en un viejo de noventa años. Por fin pudo ver que podía disponer de
veinte minutos todavía. Necesitaba trazarse un plan.
La calle Green estaba desierta; pero pronto observó que venía hacia él una niña
mientras empujaba con el pie un trozo de madera, como hacen los niños. ¡Aquella era
una ocasión enviada por Dios!
—Monina —le dijo—, ¿quieres que te regale un bonito maletín?
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La niña dio un grito de alegría y alargó las manos para tomar el regalo. Primero
miró el maletín; pero luego observó la cara del que se lo regalaba, y se asustó tanto,
que se echó hacia atrás, igual que si hubiera visto al mismo demonio. Casi al propio
tiempo salió una mujer de una tienda, y llamó, enfadada, a la niña.
—¡Ven aquí, bribona! No hagas travesuras. ¡Deja en paz a ese pobre viejo!
La mujer volvió a entrar en la tienda, y la niña corrió hacia ella.
Una vez perdida esta esperanza, M’Guire sintió que desfallecía su corazón.
Cuando de nuevo volvió en sí se encontró en San Martín de los Campos, dando
traspiés como un borracho y llamando la atención de los que pasaban, quienes
advertían, sorprendidos, el terror que se pintaba en el rostro del infeliz.
—Caballero, supongo que está usted bastante enfermo —le dijo una mujer que se
había detenido junto a él—. ¿Puedo serle útil en algo?
—¿Enfermo? —repitió M’Guire—. Es una dolencia crónica: la gota. Padezco de
gota. Pero ya que es usted tan compasiva, lléveme este maletín a Portman Square, que
cae algo lejos de aquí. ¡Oh, compasiva mujer! Por su salvación, por sus hijos, lléveme
este maletín a Portman Square. Piense que también tengo yo madre —añadió con voz
conmovida—. Portman Square, 19.
Creo que se expresó con demasiada energía, pues la mujer sintió miedo de él y
repuso:
—¡Pobrecillo! Lo mejor que puede usted hacer es volverse a su casa.
Y dando media vuelta, desapareció.
«¡A casa! —pensó M’Guire—. ¡Qué irrisión!». ¿Tenía él casa? Era una víctima
de la filantropía. Se acordó de su madre, de su juventud feliz, del estallido inevitable,
de la posibilidad de no morir y quedarse tullido para siempre, acaso ciego, sordo
seguramente. ¡Ah, ha hablado usted muy a la ligera del riesgo a que se expone el
dinamitero! Dejando aparte el peligro de morir, ¿se imagina lo que representa para un
hombre de cuarenta años quedar de pronto separado de toda la música de la vida, de
la voz de la amistad y del amor? ¡Cuán poco nos damos cuenta de los sufrimientos de
los demás! Hasta el brutal gobierno, que lo duda con toda crueldad, en cazar por
medio de espías a los patriotas, en corromper a los jueces y premiar al verdugo,
retrocedería ante la idea de imponer tal pena. No, solo puede no arriesgarse a quedar
sordo por pura filantropía.
Pero me aparto de M’Guire. Pensó en el tiempo que habría transcurrido. Sacó el
reloj y vio que únicamente habían pasado tres minutos. No podía creerlo. Miró el
reloj de la iglesia. Este marcaba una hora distinta al suyo.
Aquello fue lo peor de cuanto sufrió M’Guire. Hasta ahora había creído que su
reloj era para él un amigo, un consejero. Pero ya ¿en quién iba a confiar? Su reloj
estaba atrasado. Podía seguir atrasándose… ¿Cuánto? ¿Cuánto se podía atrasar su
reloj en treinta minutos? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Quince? Se le figuraba que habían
transcurrido siglos desde que salió de Saint James Hall. Cabía temer que la explosión
se produjera de un momento a otro.
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Ante aquel nuevo contratiempo se serenó un poco. Era como si después de siglos
de estar muerto volviese a la vida. Las casas se achicaban y se alejaban ante su vista.
El ruido de las calles de Londres sonaba en sus oídos como un débil murmullo, y el
rumor que producían las ruedas de cualquier carruaje que pasara por su lado resultaba
tan imperceptible para él como si se tratara de un carruaje paseándose por una ciudad
de África. Se sentía por completo abstraído de sí mismo, y oía sus pisadas como las
de un ser pequeño, débil y desgraciado a quien compadecía sinceramente.
Pasó por la parte trasera de la Galería Nacional, sitio que le pareció más tranquilo
que de costumbre. Entonces se acordó de un portal de Whitcomb Street donde, sin ser
notado, podría quizá depositar su trágica carga. Dirigió sus pasos hasta allí,
imaginándose que flotaba sobre el pavimento.
Al llegar al portal, encontró asomado a él un hombre en mangas de camisa que se
dedicaba con ademán grave a cortar una caña. M’Guire se paseó por los alrededores
buscando una ocasión propicia; pero el hombre en mangas de camisa no se movía del
portal y le observaba lleno de curiosidad.
Tampoco había cuajado aquella esperanza. Miró el reloj, y contando con el
retraso, calculó que le quedaban unos quince minutos. Sintió su mente entonces algo
así como una oleada de sangre. Empezó a verlo todo de color rojo. Pero, cosa extraña,
se encontraba alegre, y sin percatarse de lo que hacía, se puso a tararear y a silbar,
según iba caminando:
Cantaba y luego se echaba a reír ante la verdad que proclamaba en su canto. Los
viandantes le miraban asombrados. Diríase que una inspiración cálida y genial se
posesionara de él. ¿Qué era la vida? ¿Quién era M’Guire? ¿Qué era la verde Erin?
Todo le parecía tan pequeño, que sonreía. Su hubiera podido haber dado dos años de
su vida por un vaso de alcohol. Pero el tiempo corría, y debía privarse de tal placer.
En la esquina del Haymarket paró un coche de punto, y ordenó al cochero
conducirle a un embarcadero que le nombró. En cuanto el vehículo se puso en
marcha, escondió lo mejor que pudo la maleta bajo el asiento delantero del coche.
Luego miró el reloj. Así viajó durante cinco interminables minutos, con el alma en un
hilo a cada traqueteo del vehículo y temiendo inspirar sospechas al cochero si se
apeaba en seguida. Tenía que dejarle tiempo para que se olvidara del maletín.
Por fin, al llegar a las primeras escaleras del embarcadero, hizo parar al coche, y
contentísimo, se apeó de él. Todo había salido a las mil maravillas. Había salvado su
vida y había colocado la bomba en un coche de punto. Pronto correría por todo
Londres la noticia de la explosión, Pero, al meterse la mano en el bolsillo para pagar,
se encontró con que no tenía dinero. Después de registrarse los bolsillos, se quedó
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mirando al cochero con la desesperación más atroz pintada en el rostro. No llevaba ni
un penique.
—¿Qué le pasa? ¿No está usted bueno?
—¡He perdido el dinero! —exclamó M’Guire con una voz tan lastimera, que
inspiraba lástima.
El cochero, con toda naturalidad, miró debajo del asiento.
—Tome usted esa maleta —dijo.
M’Guire la tomó inconscientemente; pero cuando ya la tuvo en la mano, se puso
más pálido que la muerte y exclamó:
—No es mía. Se la habrá dejado aquí el anterior cliente de usted.
—¡Vamos! —exclamó el cochero—. ¿Está usted loco, o soy yo el que lo estoy?
—Bien; pues si es mía, quédese con ella en pago del viaje.
—Bien, ¿qué hay dentro de ella? Ábrala y enséñeme su interior.
—No, no —contestó M’Guire—; es una sorpresa, una sorpresa preparada
expresamente para los cocheros honrados.
—No estoy conforme —dijo el cochero, tirándose del pescante y acercándose al
infeliz patriota—. O me paga usted en dinero contante y sonante, o vamos a la
comisaría.
Fue un momento de angustia verdaderamente atroz. Pero de repente, vio M’Guire
en aquel momento a un tal Godall, vendedor de tabaco de Ruppert Street, que venía
por la orilla del embarcadero. Le había comprado puros algunas veces. M’Guire se
hallaba tan apurado, que, al ver al estanquero, le pareció ver el cielo abierto.
—Gracias a Dios —dijo—. Aquí viene un amigo mío. Le pediré prestado. —Y se
precipitó al encuentro de Godall—. Caballero, señor Godall, sin duda se acuerda
usted de mí, ¿no es verdad? Estoy metido en un apuro. ¡Oh, amigo! Por humanidad,
por la esperanza de alcanzar a ver alguna vez un trono de gloria, présteme dos
chelines y seis peniques.
—No me acuerdo de su rostro —respondió el señor Godall—; pero como no me
gusta la barba que lleva usted, le presto un soberano para que se afeite esa perilla.
M’Guire, sin proferir palabra, tomó el soberano, se lo entregó íntegro al auriga,
bajó hasta el último peldaño del embarcadero y arrojó la maleta al río. Luego cayó de
cabeza tras ella. Le libraron de una sepultura fluvial acaso las piadosas y robustas
manos del señor Godall. Recién sacado y chorreando, cuando todavía se encontraba
en la orilla, una explosión sorda y formidable conmovió los sólidos cimientos del
embarcadero. Lejos, en el río, brotó una columna de agua bullidora.
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LA CASA DE LA PLAZA DORADA
(continuación)
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—Sí, puede usted despedirme —confirmó el conspirador— pero yo no le haré
caso. Imite usted a Judas, o no le imite. Yo, por mí, no me muevo de este piso, donde
me encuentro a gusto. No puede usted echarme.
—Repito —gritó Somerset enfadado, aunque acaso no con demasiada energía—,
que le conmino a que abandone esta casa. Soy el dueño y le ordeno que se marche.
—¿Me da usted una semana de plazo? Bien; hablaremos dentro de una semana.
Convenido. Pero el almuerzo se enfría. Está usted condenado, señor Somerset,
durante una semana a la compañía de un carácter muy interesante. Y los verdaderos
artistas sienten predilección por los caracteres interesantes. Mañana, si quiere,
hágame ahorcar. Pero en este momento deseche esos prejuicios burgueses y siéntese a
almorzar conmigo.
—Caballero —exclamó Somerset—, ¿no se percata usted de cuáles son mis
sentimientos?
—Claro que sí —respondió Cero—, me percato y los respeto. ¿Qué tiene eso que
ver? En el siglo XIX, no pueden dos caballeros diferir en sus opiniones políticas y ser
amigos sin embargo. Sus duras palabras han hecho que me sonriera. ¿Quién de
nosotros dos es el filósofo?
Somerset resultaba muy tolerante y fácil de seducir por medio de sofismas. Hizo
un gesto de desesperación y tomó asiento a la mesa del conspirador. El almuerzo era
excelente. El inquilino se mostraba muy amable y hablaba, con conocimiento de
causa, de mil cosas diversas. Parecía haber sufrido durante mucho tiempo el tormento
del silencio, como si ahora se desquitara hablando. Somerset comprendía que, según
pasaba el tiempo, se inclinaba, a pesar suyo, a tratar al conspirador con cierta
familiaridad. Carecía de habilidad para sustraerse a una compañía, aunque esta fuera
desagradable, permaneciendo prendida a ella como el gorrión permanece prendido a
la liga que le ha apresado. En esta ocasión dejó transcurrir junto al conspirador hora
tras hora, sin atreverse a separarse de él. A la de cenar volvió a sentarse a su mesa, no
separándose de él hasta ya muy entrada la noche. Cero le despidió con mil excusas y
cortesías. Sus compañeros de conspiración, al no conocerle, se alarmarían al ver un
rostro extraño.
En cuanto se quedó solo, Somerset se sintió tan malhumorado como por la
mañana. Se enfadaba consigo mismo, se paseaba por el comedor tomando firmes
resoluciones para el futuro, se retorcía la mano deshonrada por el apretón del
malhechor. Pero, entre todos los pensamientos que daban vueltas por su cabeza, el
que le producía más desasosiego era pensar que la casa estaba repleta de unos
malditos ingredientes. Comparado con aquella casa, un polvorín era un lugar seguro.
Buscó refugio yendo a pasearse. Anduvo por el campo en busca de seguridad, de
luz, de aire, de rostros humanos. Habló con los campesinos, y después, regresó a la
ciudad, hasta se acercaba a hablar con los policías. ¡Cuán culpable se juzgaba al
hablar con ellos! ¡Qué deseos sentía de llorar reclinado en el pecho de aquellos
servidores de la ley! Pero la fatiga acabó sobreponiéndose al remordimiento, y volvió
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a su casa cuando clareaba. La miró con terrible expectación cual si en aquel preciso
instante fuese a estallar en llamas. Quiso abrir la puerta; mas en el momento de ir a
hacerlo se sintió de nuevo desanimado y temeroso, y se alejó de allí, yendo a buscar
refugio en un cafetín.
Cuando despertó, ya lucía la luna. Pagó el precio de su mísero cobijo con el poco
dinero que le quedaba, y pensó que se veía obligado a volver a su casa. Entró en ella
y se dirigió al armario donde guardaba su dinero. Una vez en posesión de él, podría
separarse de aquel obsesionante amigo. Pero el destino lo había dispuesto de otro
modo. Oyó en la puerta un golpecito, y casi inmediatamente, se presentó Cero.
—¿Le he atrapado? —gritó con alegría—. Querido, ya estaba impaciente.
En el rostro de Cero parecía dibujarse un gran afecto.
—Estoy tan poco habituado a tener un amigo… que temo mostrarme celoso sin
remedio.
Y se apoderó de la mano de su casero.
Somerset no estaba dispuesto a resistir este saludo con absoluta frialdad. Se había
acostumbrado a devolver siempre cordialidad por cordialidad. Una diferencia en
sentimientos afectivos parecerá siempre una culpa a los caracteres generosos.
Pronunció, balbuceando, frases vagas y premiosas.
—Está bien —dijo Cero—. No hable usted una palabra más. Creí que me había
abandonado; pero confieso que tal temor no tenía fundamento y le pido perdón.
Vamos, la cena nos espera. Mientras comemos, me contará usted sus aventuras de la
noche.
La bondad sellaba una vez más los labios de Somerset, quien se sentó de nuevo
junto a aquel criminal. Y una vez más el conspirador hizo revelaciones inconscientes;
el nombre y la biografía de un individuo, la dirección de un centro importante, etc.
Cada palabra era como una puñalada para su infeliz invitado. Finalmente, Cero,
prosiguiendo su monólogo, nombró a la señorita que le había visitado dos días atrás,
aquella que cambió unas palabras con Somerset, el cual había quedado hechizado de
su gracia y de su mirar comunicativo.
—¿La vio usted? —inquirió Cero—. Hermosa, ¿verdad? Pues es también una de
los nuestro, presiento, muy entusiasta aunque quizá demasiado nerviosa. Pero
sobresale en la intriga y es maestra en osadía. Emplea distintos nombres: Lake,
Fonblanque, De Marly, Valdivia… Pero su verdadero nombre… No, no debo
revelarlo. Basta con decir que a ella debo lo de ocupar esta casa y haberle visto a
usted. Parece que ella conocía la casa. Ya ve usted que no le oculto nada, que le
declaro francamente casi todos mis secretos…
—¡Por Dios, cállese de una vez! No puede imaginarse cómo me hace sufrir.
El rostro de Cero mostró una sombra de inquietud.
—A veces me imagino que usted no me estima —dijo—. Querido Somerset, ¿por
qué esa falta de cordialidad? Estoy triste. Se me acerca la prueba que será como mi
piedra de toque, y si fracaso… —hizo un gesto sombrío— si caigo en la abyección,
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querido joven… Estos son pensamientos muy graves. Juzgue lo necesitado que estoy
de su deliciosa compañía… Hablar con usted es una distracción para mí. Y no
obstante…, no obstante… —Apartó de sí el plato y se levantó de la mesa—. Sígame.
Tengo mal humor en este momento; necesito aire. Debo contemplar el plan de batalla.
Con esto, guio a su invitado a través de escalerillas y desvanes, hasta que llegaron
a la terraza de la casa, una terracita resguardada por un grupo de chimeneas que
formaban la parte más alta del tejado. La azotea dominaba hacia el Norte un gran
espacio donde se veían innumerables tejados. A lo lejos se alzaba las altas, torres de
las iglesias.
—He ahí esa rica ciudad —indicó Cero—, esa populosa ciudad que ha crecido
con el despojo de los continentes. Pero pronto ha de yacer en ruinas. Algún día, desde
este mismo puesto de observación, quedará usted sorprendido al oír lo que
pudiéramos llamar el cañonazo del Juicio Final. Y entonces —Cero extendió la mano
—, entonces verá usted surgir el incendio. Ese será el gran día, el día en que los
polizontes huirán junto a los ladrones. Y yo exclamaré: «¡Arde, arde, corrompida
ciudad! ¡Húndete, flatulenta monarquía!».
Al decir estas palabras, Cero dio un traspiés, y se habría caído al espacio si
Somerset, más rápido que el rayo, no le hubiera agarrado, llevándosele abajo como a
un ratero. El conspirador, sentado en la escalera, empezó pronto a volver en sí. Y en
cuanto abrió los ojos, lo primero que hizo fue manifestar a Somerset su gratitud.
—Su acción de usted ha sellado nuestra amistad —afirmó—. Nuestra unión es ya
de vida o muerte. Si antes me sentía ya atraído por su carácter, ¿cuáles serán ahora mi
reconocimiento y mi cariño? Pero estoy demasiado conmovido. Deme el brazo y
ayúdeme a llegar hasta mi cuarto.
El conspirador recobró su serenidad con una copita de licor. De pronto, reparó en
el aspecto abatido del joven.
—¿Qué le pasa, querido Somerset? —extrañó—. ¿Le duele a usted algo? Tome
una copita.
Pero Somerset no necesitaba aquel socorro corporal.
—Déjeme en paz —dijo—. Ahora estoy perdido. Me ha prendido usted en las
redes. He vivido hasta ahora de la manera más descuidada, he obrado siempre según
mi albedrío, inocentemente. Y ahora, ¿en qué me he convertido? ¿Tan bobo y tan
ciego es usted, que no se da cuenta del odio que me inspira? ¿Es posible que crea que
voy a seguir viviendo de este modo? ¡Por mostrar demasiada amabilidad me veo
metido en este embrollo!
Y Somerset, cubriéndose la cara con las manos, se dejó caer en el sofá.
—¡Y yo que siento por usted tanta ternura e interés! —protestó Cero—. ¿Cómo se
encuentra bajo la presión de esos necios escrúpulos? ¿O quizá juzga al patriota según
las normas de la religión? Yo le tenía a usted por un buen agnóstico.
—Señor Jones —atajó Somerset—, no discuta. No creo en nada divino; pero a
pesar de eso, le considero a usted como a un reptil al que me gustaría aplastar con mis
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plantas. ¿Quiere usted hacer volar a la gente? Bien, pues yo deseo, a despecho del
dolor que ello me causa, volarle a usted.
—¡Somerset, Somerset! —exclamó Cero, palideciendo—. Eso está muy mal, me
atormenta usted, me hiere hablando así, Somerset.
—¿Dónde puedo encontrar un fósforo? —rugió Somerset—. Voy a incendiar a un
monstruo, voy a perecer yo también.
—¡Por el amor de Dios! —imploró Cero, sujetando al joven—. ¡Domínese! La
muerte nos rodea. Un extraño a quien ha llamado usted su amigo…
—¡Silencio! —gritó Somerset—. Usted no es amigo mío. ¡Le aborrezco, tiemblo
de repulsión al verle!
Cero rompió a llorar.
—¡Ay! —suspiró—. Esto desata el último lazo que me ligaba a la humanidad. Mi
amigo me abandona y me insulta. ¡Estoy maldito!
Somerset se quedó estupefacto ante aquel repentino cambio de tono. Luego,
haciendo un gesto de desesperación, huyó de la habitación, y más tarde, de la casa. Se
dirigió, a toda prisa, hacia la comisaría más próxima; pero de repente empezó a
dudar, y antes de llegar a ella, se encontró sumido en profundas cavilaciones. ¿Era él
un agnóstico? ¿Tenía derecho a obrar? Su conciencia le decía: «No pienses en
majaderías, y perezca Cero». Pero después pensaba otra cosa. ¿No le había
estrechado las manos, no había partido el pan con él? ¿Cómo hacer intervenir la ley
sin perder el honor? ¿El honor? Y… ¿qué era el honor? Una ficción. Debía darlo de
lado para perseguir al crimen. ¿Y qué era el crimen? Otra ficción. Anduvo todo el día
errante por los parques. De noche recorrió la ciudad. Y al rayar el alba, se sentó en la
cuneta de la carretera de Peckham y lloró amargamente. Sus dioses se habían
derrumbado. Él, que había elegido el luminoso y anchuroso camino del escepticismo
universal, se encontraba aún esclavo del honor; él, que había aceptado un punto de
vista tan alto como el del águila, aunque careciera de las miras rapaces de este
animal, para reconocer la necesidad de la guerra, de la competencia comercial y del
crimen, que se hallaba preparado para ayudar al asesino que huía y al ladrón
impenitente, era contrario, de todo punto contrario al empleo de la dinamita. La
noche extendía ya su manto sobre la ciudad, y el infeliz escéptico seguía entristecido
por su inconsecuencia.
Tras de pasadas muchas horas, se levantó y tomó como testigo al sol que nacía.
«No hay ninguna duda —se dijo— respecto a la manera de obrar». Había decidido
volver a la casa para intentar persuadir a Cero de que abandonase su horrible
profesión. Si no lo conseguía, le daría una hora para que se pusiera a salvo, y luego le
denunciaría a la policía. Siquiera conmovido por su resolución, caminara bastante de
prisa, era ya muy entrada la mañana cuando llegó a la Plaza Dorada. En aquel
momento llegaba también ante la puerta la joven de los numerosos nombres.
Somerset se quedó sorprendido al notar en su rostro señales de preocupación.
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—Señorita… —empezó a hablar, cediendo a un primer impulso y sin saber
todavía lo que la iba a decir.
Pero la joven, al oír su voz, pareció experimentar un estremecimiento de miedo y
horror. Retrocedió, se cubrió el rostro con el velo y echó a correr.
También nosotros nos apartaremos ahora de Somerset para ir narrando el extraño
y romántico episodio de «La Caja Negra».
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LA AVENTURA DE DESBOROUGH
LA CAJA NEGRA
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La dama tomó el papel y el tabaco y con una facilidad que a Desborough no pudo
menos de parecerle mágica, lio un cigarrillo y se lo presentó. El joven, que
continuaba sentado, lo tomó sin pronunciar palabra, mirando fijamente a lo que le
había parecido casi una aparición. El rostro de la dama ostentaba un color sano en
extremo; las facciones eran muy distintas de las que suelen verse en el Norte. Sus
ojos eran rasgados y altamente brillantes; su cabello estaba cubierto por una mantilla
de blonda. Bajo la mantilla, que le caía por los hombros, se veían sus brazos,
desnudos hasta el hombro. Toda su femenina figura revelaba actividad, vitalidad y
cierta grandeza.
—¿No le gusta mi cigarrillo, señor? Está mejor hecho que el que hacía usted.
Y así diciendo, se echó a reír con una risa que sonó a música divina en los oídos
del joven.
—Ya comprendo —añadió después—; mis modales le impresionan. Soy muy
diferente de las jóvenes inglesas.
—¡Ah! —exclamó encantado Enrique.
—En mi tierra —siguió la joven— las cosas ocurren de otro modo que aquí. Las
muchachas viven rodeadas de limitaciones sin cuento. No les está permitido casi
nada. Han de vivir retiradas y aparecer encogidas. En cambio, aquí, en la libre
Inglaterra, ¡qué gloriosa libertad!, no hay restricciones, La mujer puede atreverse a
ser ella por completo, y los hombres, los caballeros… ¿no está escrito en el mismo
escudo de su nación? Honni soit… ¡Ah! Y yo apenas me atrevo a ser yo, a ser libre.
Peor no me juzgue usted todavía. Ya aprenderé a ser una verdadera inglesa; ya me
haré digna del carácter inglés. ¿Acaso no hablo bien el inglés?
—Lo habla usted perfectamente —respondió el joven con tanta seriedad como si
se tratara de un asunto de gran importancia.
—Pues bien; también aprenderé a obrar según el carácter inglés. Mi padre tenía
sangre inglesa. Ahora solo me falta cambiar mis modales.
—¡Oh, aunque no los cambie, no perderá usted nada, señora!
—Soy la señorita Teresa Valdivia. Pero se ha levantado un airecillo muy molesto.
Adiós.
Y antes de que Enrique hubiera pronunciado una palabra la joven desapareció de
la terraza.
Él sé quedó inmóvil, con el cigarrillo sin encender en la mano. Se había olvidado
del tabaco. Solo pensaba en aquella hermosa joven. Su voz repercutía aún en sus
oídos; sus ojos, cuyo color no podía precisar, le habían parecido muy hermosos. Su
mal humor desapareció como por encanto. Solo pensaba en que adoraba a aquella
mujer. No se atrevía a calcular su edad, temiendo echarle más años de los que él tenía
y pensando que era un sacrificio mezclar la gracia adorable de su gesto con las cosas
materiales. En cuanto al carácter…, para los jóvenes, la belleza va siempre unida con
la belleza. El pobre joven permaneció en la terraza suspirando y lanzando furtivas
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miradas a la ventana en cuestión. Cuando al cabo entró en su casa para comer, el
carnero frío y la cerveza le parecieron un verdadero néctar de los dioses.
Al día siguiente, cuando volvió a la terraza, vio la ventana algo entreabierta. La
joven estaba sentada junto a ella, pues Enrique pudo atisbar parte de su hombro; pero
permaneció inmóvil en el mismo sitio durante todo el rato. Al otro día, en cambio,
salió la joven a la terraza a primera hora de la mañana, sin duda a disfrutar el sol
matinal. Mostró un artístico desaliño en toda su persona, porque, indudablemente,
aún no había hecho su tocado. Llevaba en la mano un pequeño paquete.
—¿Quiere usted probar el tabaco cubano? Era de mi padre. Ya sabe usted que en
Cuba las damas, lo mismo que los caballeros, fuman. No tema, pues, molestarme con
el olor. La fragancia del tabaco me recordará mi tierra. Mi casa, señor, estaba junto al
mar…
Desborough, al oír estas palabras, comprendió por vez primera la poesía del
océano.
—Despierta o dormida, siempre sueño con Cuba —repuso la hermosa joven—.
¡Mi querida Cuba!
—Algún día volverá usted allá —dijo Desborough sintiendo que se le encogía el
corazón.
—¡Nunca —exclamó la joven—, nunca!
—Entonces, ¿residirá usted siempre en Inglaterra? —preguntó el joven, muy
animado.
—Pregunta usted mucho más de lo que yo sé —contestó ella, y añadió—: ¿no
prueba mi tabaco cubano?
—Señorita —respondió Enrique—, no me cabe la menor duda de que todo lo que
procede de usted es delicioso.
—Señor —observó la joven con gravedad, parece usted tan sencillo y tan bueno,
que hasta procura dirigirme cumplidos. Pero… ¡lo hace muy mal! Yo había oído decir
que los ingleses podían ser los compañeros honestos, serios y respetuosos de una
joven, sin pretender piropearla. No estropee usted esa creencia comportándose como
se comportan mis compatriotas. Sea el caballero inglés, noble y serio, de quien he
oído hablar desde mi juventud y a quien deseo encontrar todavía.
Enrique, que no sabía cuáles eran las costumbres de los cubanos, intentó
defenderse.
Su seriedad nacional le cuadra mucho mejor —insistió ella—. Mire —agregó,
trazando en el suelo una raya con su diminuto pie—: hasta aquí será terreno neutral;
allí, en la cortina, empieza la frontera. Si usted me ataca, hará que me retire a mis
posiciones; pero si no, seremos verdaderos amigos ingleses. Yo vendré aquí cuando
me encuentre triste. Otras veces le permitiré a usted que acerque su butaca hasta mi
ventana para que me instruya sobre las costumbres inglesas mientras yo trabajo.
La joven, al llegar a este punto, posó con gentileza una mano sobre el brazo del
joven y le miró a los ojos.
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—¿Sabe que ya he adquirido algo de aplomo inglés? ¿No nota ningún cambio,
señor? ¿No son mis modales más parecidos ahora a los de una señorita inglesa que
cuando me vio usted por vez primera?
Sonrió alegremente, retiró la mano, y antes de que el joven pudiera expresar las
fuertes emociones que sentía, la joven desapareció mientras murmuraba:
—Adiós, señor. Buenas noches, mi querido amigo inglés.
Al día siguiente, Enrique consumió en vano una onza de tabaco en el terreno
neutral. Cuando sonó la hora de la cena, se marchó desengañado.
El otro día amaneció nublado y llovió. Pero ya ni la lluvia ni la pobreza en
perspectiva ni la estrechez presente apartaron al joven de su guardia. Cubierto con un
impermeable, permanecía junto a la balaustrada; parecía la imagen de la humedad y
de la incomodidad, pero ardía interiormente de tiernos sentimientos.
De súbito se abrió la ventana y apareció la bella cubana.
—Venga usted junto al alfeizar —le propuso—. La galería de arriba le protegerá
contra la lluvia. Siéntese aquí —y le ofreció graciosamente una butaca.
El joven tomó asiento, lleno de alegría, y al hacerlo, un bulto en su bolsillo le
recordó algo.
—Me he tomado la libertad de traerla un librito —dijo—. Mírelo. Al verlo en la
librería me acordé de usted. Está en español. El librero me aseguró que está escrito
por uno de los mejores autores.
La joven tomó el libro, y su rostro, al recorrer con los ojos las páginas, se
ensombreció.
—Me parece que se ha disgustado usted —advirtió el joven.
—No, señor, no me he disgustado. Solo estoy avergonzada, porque… —una
oleada de rubor subió a su rostro—, porque…, en efecto, el español es mi idioma
nativo, y el regalo que me hace usted seria inestimable para mí si supiera leer. Esta es
la humilde verdad: no sé leer.
Enrique la miró con asombro. La cubana pareció encogerse ante su vista.
—¿No sabe usted leer? ¡Usted!
La joven descorrió del todo la cortina de seda y murmuró:
—Entre, señor. Ha llegado la hora que yo esperaba con ansiedad mezclada de
inquietud, la hora en que he de optar entre referirle sin paliativos la historia de mi
vida o perder su amistad.
Enrique traspuso el umbral de aquella puerta con una especie de devoción. En el
cuarto reinaba encantador desorden. Aparecía atestado de objetos artísticos: pieles,
tapices, fastuosas rinconeras, lámparas antiguas. Sobre un velador se veía una concha
de plata del tamaño de medio coco, repleta de joyas desmontadas. La hermosa joven,
que era la piedra preciosa de más valor entre todas aquellas joyas, invitó a Enrique a
sentarse en una silla. Y acomodándose a su lado en otra, comenzó su historia así.
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HISTORIA DE LA BELLA CUBANA
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gastada por los placeres. Su rostro, atractivo aún, ofrecía al que lo miraba los rasgos
de las más crueles pasiones: en su mirada fulguraba el deseo del mal. No fue su
aspecto, sino cierto hálito que emanaba de su persona, lo que hizo que me apartara
con horror. Como tememos a las plantas que matan y a las serpientes que fascinan, así
me atemoricé, ante aquella mujer. Sin embargo, yo era valiente. Me sobrepuse, me
abrí paso entre los esclavos e indagué:
—¿Quién es?
Una esclavita que me tenía mucho afecto me previno al oído que anduviese con
cuidado, pues se trataba de la señora de Mendizábal. Yo ignoraba en absoluto este
nombre.
La desconocida, entretanto, se llevaba los impertinentes a los ojos y me
examinaba con insolente curiosidad.
—Jovencita —me dijo al fin—, tengo gran experiencia en esclavos rebeldes y
hago puntillo de honor abatirlos. Tú me tientas. Si en estos momentos no tuviera
entre manos otros asuntos de más importancia, te compraría en la almoneda de tu
padre.
—Señora… —empecé a decir.
—¿Es posible que no sepas tu verdadera situación? ¡Qué gracioso! Decido
comprarte. ¿Es instruida, verdad? —añadió, dirigiéndose a los demás.
Los negros respondieron que yo había sido educada como una señorita, ya que así
parecía a su inexperiencia.
—Entonces me viene como anillo al dedo para mis negocios de La Habana.
Y la señora de Mendizábal siguió observándome con sus impertinentes.
—Tendré gusto en hacerte trabar amistad con el látigo —repuso, encarándose
conmigo y sonriendo cruelmente.
Yo recobré el uso de la palabra y mandé a los esclavos que se apoderaran de
aquella mujer, la metieran en un bote y la llevaran a Cuba. Pero todos a una
contestaron que no podían obedecerme. Luego se me acercaron, rogándome que
tuviera prudencia. Como yo insistiera en mis órdenes, los negros se apartaron de mí
cual de una blasfema. Era evidente que rodeaba a la desconocida una aureola de
superstición; lo leí en los rostros de los esclavos. Entonces miré de nuevo a la señora
de Mendizábal, que seguía completamente tranquila mirándome, despreciativa, con
sus impertinentes. A la vista de su superioridad sobre todas mis amenazas, lancé un
grito de rabia y hui del mirador de mi casa.
Corrí y corrí sin saber adónde me dirigía. Llegué a la playa. Aquellos insultos
habían resultado tan imprevistos, que me hallaba atónita. ¿Quién era aquella mujer?
¿Qué poder tenía sobre mis criados? No encontraba respuesta a estas preguntas. En el
torbellino de mi mente solo una cosa resultaba clara: la odiosa imagen de la mujer.
Aún corría yo, llena de ira y miedo, cuando vi que mi padre me salía al encuentro
desde el embarcadero. Lancé un grito, me arrojé hacia él y lloré sobre su pecho. Mi
padre hizo que me sentara bajo una alta palmera que crecía muy cerca, me consoló
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como pudo, y luego, cuando me vio más calmada, me preguntó la causa de mi dolor.
Su voz mesurada me extrañó sobremanera; con voz firme, aunque interrumpida por
los sollozos, empecé a contarle cuanto había sucedido, o sea que se encontraba en una
isla una señora desconocida que quería comprarme, y que ya no me obedecían los
esclavos. Vi cómo se sobresaltaba al oír esto. Escuchó todo lo que yo le conté, y al
cabo con especial gravedad, me manifestó:
—Teresa, he de hacer un llamamiento a tu valor. Mi hija debe mostrarse animosa.
Esa Mendizábal… ¿Qué voy a decirte? ¿Cómo te diré lo que es? Hace veinte años era
la más hermosa de las esclavas. Hoy ya ves lo que es: una mujer prematuramente
vieja, ajada por la práctica de todos los vicios y por una industria misteriosa y
nefanda. Pero, eso sí, libre, rica, casada, según dicen, con un hombre a quien ayuda el
cielo ejerciendo entre sus antiguos camaradas una misteriosa influencia. Se supone
que su imperio se halla cimentado en terribles ritos; los ritos de Hudú. Pero no
pienses más en esa bruja. El peligro que nos amenaza no viene por esa parte. Te
prometo que nunca caerás en sus manos.
—Padre… ¿caer en sus manos? —grité—. Entonces…, es que hay alguna verdad
en sus palabras. ¿Soy una…? ¡Oh, padre!, dímelo claramente, pues prefiero saberlo
todo a la duda.
—Bien, te diré todo —prosiguió mi padre con brusquedad—. Tu madre era una
esclava. Yo tenía intención de marcharme con ella a Inglaterra, cuyas leyes nos
habrían permitido unirnos en matrimonio; pero tardé en realizarlo, y en el último
momento lo impidió la muerte. Ahora comprenderás lo triste que me quedé cuando
murió tu madre. Pero mi dolor no importa ahora. Lo que he dejado de hacer no puede
ya repararse, y debo sufrir la pena de mi remordimiento. Pero hemos de poner cuanto
antes manos a la obra para salvarte a ti, Teresa.
Quise expresarle mi agradecimiento; mas mi padre me interrumpió con aspereza.
—Durante la enfermedad de tu madre sentí tantas preocupaciones, que descuidé
los negocios, los cuales quedaron durante largo tiempo en manos ignorantes. Como
consecuencia de ello, quebré. No puedo pagar.
—¿Y eso qué importa? —grité—. ¿Qué significa la pobreza, si nos une nuestro
amor y también la sagrada memoria de mamá?
—No comprendes —repuso mi padre tristemente—. Eres esclava, casi niña,
educada, bonita, inocente. Y todas estas cualidades, que desarmaría a las mismas
fieras son, ante los ojos de mis acreedores, ventajas que acrecen al precio de una
propiedad. Eres una cosa que se puede vender… ¡Dios mío, yo mismo lo tengo que
decir!… Eres dinero, en una palabra. ¿Empiezas a comprender? La manumisión sería
anulada. Tú continuarías siendo esclava y yo considerado como un criminal.
Tomé una mano de mi padre entre las mías y lloré de lástima por mí y por él.
—He trabajado mucho para reparar mis pérdidas. Pero no ha descendido sobre mí
la bendición de Dios. Me complazco en creer que descenderá sobre tu cabeza.
Desapareció toda esperanza. Una gran suma vencía sin remedio, dejándome
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arruinado. Me declararon en quiebra. Mis tierras, mis joyas, mis esclavos, a quienes
he hecho felices, habrán de ser vendidos, pasando a manos de miserables traficantes.
¡Y tú también, hija mía; tú también habrás de ser vendida! ¡Esto es el castigo de
haberme aprovechado durante mucho tiempo del crimen de la esclavitud! Pero… ¿va
a ser mi hija el precio de mi maldad? No; tomo al cielo por testigo de mi tentación.
Mira, este maletín contiene joyas; lo cogí y hui. Sin embargo, me perseguirán. Esta
noche, mañana, llegarán a la isla, consagrada al recuerdo de tu madre, para encerrar a
tu padre en una prisión y reducirte a ti a la esclavitud y al deshonor. No tenemos
tiempo que perder. Por fortuna, anclado al Norte hay un yate inglés. Pertenece a sir
Jorge Greville, a quien conozco, habiéndole prestado excelentes servicios. Creo que
él protegerá nuestra fuga. Pero si no la protegiese, pienso obligarle a ello. Ese hombre
costea las Grandes Antillas desde hace muchos años, y siempre lleva el barco lleno de
piedras preciosas. ¿De dónde las saca?
—Acaso haya encontrado una mina.
—Eso me dijo él —replicó mi padre—; pero este don con que ha dotado la
Naturaleza, este don que me permite saber a la primera ojeada de dónde procede una
piedra preciosa me mostró la falsedad de esa fábula. La primera vez que trajo
diamantes, se los compré inocentemente. Mas cuando me fijé en ellos pude
comprobar que algunos de ellos habían visto la luz en África, otros en el Brasil. Y
otros presentaban una talla tosca; eran despojos de templos antiguos. Esto me puso
sobre aviso, e hice algunas averiguaciones. Él es listo, pero yo soy más listo que él.
Me enteré de que visitaba a todos los joyeros de la ciudad a quienes ofrecía piedras
preciosas distintas. A uno les llevaba rubíes, a otro esmeraldas, etcétera. Y siempre
contaba la misma historia, la historia de la mina. Pero ¿en qué mina iba a encontrar
juntos los rubíes de Ispahán, las perlas de Coromandel y los diamantes de Golconda?
No, hija mía; ese hombre, con todo su yate y su título, me ha de temer, y me
obedecerá. Esta noche, en cuanto oscurezca, emprenderemos el camino por la orilla
del pantano. Después atravesaremos las tierras altas de la isla, y por un paso que
conozco y se distingue por un altísimo árbol llegaremos en seguida, hacia el Norte, a
un abrigaño donde está anclado el yate. Aunque mis perseguidores lleguen antes de la
hora en que los espero, no podrán alcanzarme. Tengo en la costa a un amigo que me
avisará en cuanto aparezcan. Si es de noche, encenderá una hoguera, y si es de día,
veré una columna de humo. Una vez avisados, tendremos tiempo de poner el pantano
entre ellos y nosotros. Mira, ahora voy a esconder este saquito. Alguna esclava
charlatana podría denunciarme si me viera venir con él.
Me puso en el regazo el contenido del maletín: una lluvia de piedras preciosas de
todos colores y tamaños, en cuyas facetas resplandecía, magnífica, la luz del sol. No
pude menos de lanzar un grito de admiración.
—Hasta a ti, que no entiendes de piedras preciosas, te causan admiración. Y aún
así, no son más que piedras frías. Pero… ¡qué ingrato soy! Cada una de estas frías
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piedras representa para ti y para mí un año de vida tranquila. Vamos a ponerlas
seguras. ¡Sígueme, Teresa!
Se levantó y me guio hasta el gran pantano, en cuyas orillas crecía una vegetación
espesa y venenosa. Durante unos instantes escudriñó con ojos atentos la maleza. Su
rostro se animó de repente.
—Aquí está la entrada del paso secreto de que te he hablado —me dijo—.
Espérame. No penetraré más que unos centenares de metros en el manglar para
esconder mi tesoro. Volveré en cuanto lo haya puesto a salvo.
Intenté persuadirle, pidiendo, al ver que no lo lograba, que me dejara
acompañarle, ya que yo, a causa de mi sangre, resistiría perfectamente los peligros
del sitio. Mas no me hizo caso y desapareció.
Al cabo de una hora larga, se separaron los arbustos, y apareció otra vez mi padre.
Tenía el rostro rojo; pero, a pesar del calor, no sudaba lo más mínimo.
—Estás cansado —le dije, acercándome a él—; estás enfermo.
—Cansado sí —asintió—. El aire del manglar es muy sofocante. Además, mis
ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, y la luz del sol los hiere ahora
dolorosamente. Escúchame, Teresa. He sepultado el tesoro bajo un ciprés después de
pasado el canalizo, a mano izquierda de la entrada. Si es necesario, debes ir a
buscarlo allí. Vamos a casa ahora. De prisa, de prisa, de prisa. Hemos de comer para
prepararnos a la jornada que nos espera. Luego dormiremos, dormiremos…
Y me miraba de una manera especial.
Volvimos a casa apresuradamente. No quería que los criados sospecharan nada.
Pasamos por el mirador y llegamos por fin al interior de la casa. La comida estaba
servida. Los criados, informados de la vuelta del amo por los boteros, se hadaban
todos en sus puestos, mirándome aterrorizados. Nos acercamos a la mesa; pero en
cuanto solté el brazo de mi padre, este se llevó las manos a los ojos, exclamando:
—¡Dios mío! ¡Estoy ciego!
Corrí hacia él para guiarle hasta la mesa; mas él, apretándose las sienes y
abriendo mucho la boca para respirar, se quejó:
—¡Cómo me duele la cabeza!
Y cayó redondo al suelo.
Harto sabía yo lo que podía ser, y supliqué a los criados que me ayudaran a
cuidarle. Pero todos me replicaron lo mismo. No había esperanza: el amo había
penetrado en el pantano, y cuanto se hiciera sería inútil. Así me respondieron. Para
¿qué detenerme en más pormenores? Dispuse que le llevaran a la cama, y le cuidé.
Rechinaban los dientes y pronunciaba palabras incoherentes. Lo único que entendí
fue: «Apresúrate, apresúrate». En aquel trance tenía muy presente el peligro que
corría su hija. Se había puesto el sol y reinaba la noche, cuando me di cuenta de que
me iba a quedar sola en el mundo. ¿Cómo pensar en huir ni en los peligros de mi
situación si mi padre estaba moribundo? Cuando murió me quedé junto a su cuerpo,
olvidándolo todo menos mi dolor.
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Al día siguiente, cuatro horas de haber amanecido, se presentó en la habitación la
esclava que ya he mencionado. Me quería mucho, y al explicarme la causa de su
venida, lloraba amargamente. Con el alba habían llegado al embarcadero vinos
policías en un bote. Decían que iban a prender a mi padre. Y un hombre alto, grueso,
que venía con ellos, agregó que ahora le pertenecía a él toda la isla y cuantos
estábamos en la isla.
—Creo —añadió la esclava— que debe de ser un político o un brujo poderoso,
pues al verle llegar la señora de Mendizábal se escondió en el bosque.
—Tonta —expliqué—, a lo que teme la señora De Mendizábal es a la policía.
Pero… ¿por qué sigue esa mujer en la isla? Dejemos esto, Cora. ¿Qué importa ya
todo ello a una huérfana?
—Amita —me indicó—, debo recordarte dos cosas. No hables nunca de este
modo a los negros. La señora De Mendizábal es muy poderosa entre ellos. Si alguien
se atreviera a pronunciar su verdadero nombre, haría que resucitara un muerto. No
hables tampoco así a la infeliz Cora. La señora De Mendizábal oye todas las palabras
que se dicen en el mundo. Y, además, me mira de una manera que se me hiela la
sangre. En cuanto a la segunda advertencia que he de hacerte, amita, es que tú ya no
eres la hija del amo, sino una esclava como yo. El hombre que ha venido con la
policía dice que eres suya, y te llama. Claro que tú, con tu juventud y tu belleza, si te
muestras amable, puedes asegurarte una vida feliz.
Durante unos instantes miré a la negra con indignación. Pero muy pronto me
tranquilicé de nuevo.
—Vete, Cora —le ordené—. Muchas gracias por tus advertencias. Déjame sola un
momento con mi difunto padre, y dile a ese hombre que voy en seguida.
Se marchó la negra, y yo me dirigí a los oídos que ya no me oían.
—Padre —murmuré—, tu último pensamiento, ya en las garras de la muerte, era
que tu hija pensara en escapar de la desgracia. Pues bien: postrada a tus plantas juro
cumplir tu plan. No sé todavía cómo, pero juro cumplirlo. Si es necesario apelaré
hasta el crimen. Y Dios nos perdone a ti, a mí y a nuestros opresores.
Luego me sentí más animada. Me arreglé ante el espejo en la misma cámara
mortuoria, refresqué mis llorosos ojos, di un silencioso adiós al autor de mis días, y
procurando mostrar un rostro sonriente me dirigí al encuentro de mi dueño.
Este se hallaba muy atareado removiendo y catalogando todo lo que había en la
casa. Era corpulento, sanguíneo, de mediana edad, sensual; parecía propenso al buen
humor. Pero me avisó del peligro el fuego que observé en sus ojos cuando me miraba.
—¿Es esta la amita? —preguntó a los esclavos.
Ellos le respondieron afirmativamente. Entonces los despidió.
—Hermosa —me participó—, no soy español, sino inglés. Me gusta el trabajo.
Me llamo Caulder.
—Bien, señor —dije, saludando con sumisión.
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—Vamos —repuso luego—; esto es mejor de lo que yo esperaba. Si me eres fiel,
verás que soy un amigo muy amable. Me gustas mucho —y al llegar aquí pronunció
mi nombre, por cierto que horriblemente mal—. ¿Todo este pelo es tuyo?
Me pasó la mano por el pelo como para satisfacer sus dudas. Yo ardía en cólera,
pero me contenía.
—Muy bien, muy bien —y me hizo una caricia—. ¿No te arrepentirás de ser del
viejo Caulder, verdad? A propósito, tu difunto amo era un canalla, y ha escondido
algo que me pertenecía. Tú, que eras parienta suya, debes de saber algo del asunto.
Respóndeme. Toda mi futura amabilidad dependerá de tu honradez. Soy un hombre
honrado, y quiero que lo sean mis siervos también.
—¿Se refiere usted a las piedras preciosas? —deduje, bajando la voz y con gesto
de misterio.
—Precisamente.
—¡Silencio! —recomendé.
—¿Silencio? ¿Por qué? ¿No estoy en mis dominios? ¿No me rodean mis fieles
esclavos?
—¿Se han marchado ya los policías?
Todo mi éxito dependía de la respuesta.
—Sí —asintió, desconcertado—. ¿Por qué lo preguntas?
—Habría preferido que los tuviera usted.
Hablaba con gravedad, aunque mi corazón saltaba de alegría.
—Amo mío —proseguí—, no debo ocultarle la verdad. Los esclavos de esta isla
son muy peligrosos. Hace tiempo que fermenta entre ellos el motín.
—¿Sí? Pues me han parecido muy pacíficos —contestó.
Pero noté que palidecía.
—¿No le han dicho que la señora De Mendizábal está en la isla, y que desde que
ha venido no obedecen a nadie más que a ella? Esta mañana le han recibido bien a
usted por mandato de ella, que desea que disimulen.
—¿Conque la señora Jezabel?… Sí, es mal pájaro. La policía le persigue por
varios asesinatos. Claro que tiene gran influjo entre los negros… Es verdad. ¿Qué
buscará aquí?
—¿Qué va a buscar? —exclamé yo—. Las piedras preciosas. Ah, señor; si usted
hubiera visto aquel tesoro de zafiros, topacios y rubíes heridos por el sol, como yo lo
he visto y como también los ha visto ella, no extrañaría que anduviera tras él.
—¿Que ha visto ella las piedras preciosas? —preguntó.
Y por la expresión de su rostro comprendí que mi audacia tenía éxito.
Tomé su mano entre las mías y agregué:
—Amo, soy suya y tengo el deber de defender sus intereses y su vida. Le suplico
que se deje guiar por mi prudencia. Sígame en secreto. Iremos al lugar donde está
sepultado el secreto. Y ya no volveremos aquí sin traer fuerza armada.
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¿Qué hombre libre que viviera en una tierra libre habría creído tan pronto en mi
sumisión? Pero aquel opresor cayó como un niño en el lazo que le tendían. Me dio las
gracias, afirmando que yo poseía todas las cualidades de una esclava fiel. Me
preguntó luego más detalles sobre el tesoro. Yo se los di, procurando inflamarle su
codicia. Luego me despidió para que pudiera ocuparme de todos los detalles de mi
plan.
De un departamento del Jardín tomé un pico y un azadón, y después, por caminos
apartados, conduje a mi dueño hasta la entrada del manglar. Yo llevaba las
herramientas, mirando a todos lados por miedo a que nos espiaran. Cuando llegamos
a la entrada del paso me acordé de que había olvidado la comida. Volví, pues, por una
cesta de alimentos que tenía preparada; pero una voz secreta me decía que mi amo no
necesitaría aquellos alimentos. Cuando estaba ante él, mi indignación me^ prestaba
bríos; pero ahora, sin verle, sentía que no tenía tantos ánimos. Hasta experimentaba
deseos de hablarle de mi traición, apartándole de la pestilencia que le esperaba en
aquel lugar. Pero el voto hecho a mi difunto padre fue más fuerte que mi conciencia,
y al reunirme con él, le invité a entrar en el manglar.
El paso por donde entramos parecía un túnel cortado en la manigua. Tanto a
ambos lados como por encima, era sumamente espeso el follaje. La luz del día se
filtraba con mucha dificultad a través de la espesura. El aire era denso, cargado de
vapores y aromas vegetales, y dejaba como un peso en el cerebro y en los pulmones.
Se hundían los pies en el cieno profundo. Al pasar junto a las mimosas, estas
producían algo así como un lúgubre silbido. Después, volvía todo a quedar silencioso.
A los pocos pasos, el señor Caulder sufrió un mareo y tuvo que sentarse. Me
remordió la conciencia, y rogué al infeliz que saliera de allí, pues corría peligro su
vida.
—No —se negó—. La señora Jezabel podría encontrarlas.
Y continuó adelante, jadeando como un perro enfermo. Pronto vi en su rostro las
señales de la muerte.
—Amo —le dije—, está usted muy pálido.
Y están sus ojos, por el contrario, tan rojos como los rubíes que buscamos.
—¡Bruja! —me increpó—. Ten cuidado con lo que dices. Si me enojas, te
acordarás de que eres esclava.
Un poco más tarde vi que se arrastraba un gusano y dije a mi amo que su picadura
era mortal. Luego vimos una gran serpiente.
—¡La serpiente de ataúd! —grité—. Esa también produce la muerte.
Pero no se le podía disuadir.
—Soy un viajero curtido —me recordó—. Cierto que este manglar es muy malo.
Pero pronto saldremos de él.
—¡Cómo! —dije yo, sonriendo.
Rompió a reír. El paso se ensanchaba y se hacía más alto.
—¿No te lo decía? —me hizo ver—. Ya hemos pasado lo peor.
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Llegamos al canalizo. El tronco de un árbol caído servía de puente. De la
inmunda laguna, pútrida y malsana, salían las cabezas de los caimanes. Sus orillas
eran un hervidero de cangrejos escarlata.
—Si nos caemos desde ese frágil puente, nos devorarán los caimanes. Y si
queremos dar un rodeo por la orilla nos encontraremos con esas miríadas de
cangrejos. Al tenernos ahí, sin ayuda ni defensa, todos nos atacarían. ¿Qué podríamos
hacer para defendernos de tanto animal? Pereceríamos vivos en sus garras.
—¿Estás loca, muchacha? Cállate y sigue andando.
Otra vez miré de soslayo; pero él me dio con su bastón un fuerte golpe,
obligándome a caminar.
—¡Adelante! —dijo—. ¿Voy a estar todo el día perseguido por el temor a la
muerte? ¡Maldita esclava!
Recibí el golpe sonriendo, pero se me agolpó la sangre en el corazón. Algo cayó
en aquel momento a las aguas del lago, y me dije a mí misma que lo que había caído
no era una alimaña, sino mi compasión.
Al otro lado de la laguna no parecía tan silvestre el bosque ni las plantas
trepadoras tan espesas. De cuando en cuando había algún pequeño trecho iluminado
por el sol. En el borde de un claro se distinguía perfectamente el ciprés de la
izquierda. Dejé las herramientas y la cesta a los pies del ciprés, donde las invadió en
seguida un ejército de hormigas. Miré, una vez más, el rostro de mi víctima. Los
mosquitos y las moscas formaban tal nube alrededor de nosotros, que apenas
podíamos distinguir nuestros rasgos. El zumbido de su vuelo casi nos ensordecía.
—Este es el sitio —señalé—. Yo no puedo cavar, pues no me enseñaron a ello.
Pero por su bien le suplico que se dé prisa.
Mi amo se había dejado caer en tierra. Su rostro mostraba el mismo color rojo
oscuro que tenía el de mi padre cuando se sintió indispuesto.
—Estoy enfermo —me dijo—. Todo el manglar gira alrededor mío. Y el zumbido
de estas moscas me aturde. ¿No tienes vino?
Le ofrecí un vaso, y bebió ansiosamente.
—No podrá usted resistir esto —dije—. El manglar es muy pestilente.
—Trae el pico —pidió—. ¿Dónde están sepultadas las joyas?
Le indiqué vagamente el lugar. Mi amo empezó entonces a cavar con la
impetuosidad de un hombre joven y sano. Al principio sudó a chorros, y en el sudor
que bañaba su rostro se posaron miríadas de insectos.
—Está sudando, amo —dije—. ¿No ve usted que por cada poro penetra la fiebre?
—¿Qué quieres decirme? —vociferó con el pico clavado en tierra—. ¿Quieres
atontarme más de lo que estoy? ¿Piensas que no comprendo el peligro en que me
encuentro?
—Por eso le aviso —aclaré—. Solo deseo que se acelere usted.
Y acordándome de mi difunto padre, empecé a apremiar: «De prisa, de prisa, de
prisa».
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De pronto, con gran sorpresa mía, el cavador se puso a repetir: «De prisa, de
prisa, de prisa; el manglar es muy pestilente. No hay tiempo que perder; de prisa, de
prisa, de prisa…».
Decía esto de manera mecánica, como si desvariara. El sudor había desaparecido
de su rostro, que estaba seco y de color rojizo. De repente levantó el saco de joyas;
pero no se dio la menor cuenta de ello, y siguió cavando.
—Amo, aquí está el tesoro —le dije.
Pareció como si se despertara de un sueño.
—¿Dónde? —inquirió—. ¿Es posible? Debo de estar loco. Muchacha, aquí hay
algo que no marcha bien. ¿Es que este maldito manglar está embrujado?
—Este manglar es un sepulcro —dije—. No saldrá usted de él vivo. En cuanto a
mí, mi vida se halla en manos de Dios.
Cayó en tierra como herido por un rayo, ignoro si bajo el efecto de mis palabras o
de la enfermedad. Luego alzó un poco la cabeza.
—Me has traído a morir aquí —concluyó—, arriesgando tu propia vida. ¿Por
qué?
—Para salvar mi honor —alegué—. Pero no dirá usted que no le avisé pronto. Lo
que le impulsó a seguir ha sido la codicia.
Mi amo sacó entonces su revólver y me lo mostró.
—Ya ves que podría matarte —repuso—. Pero si, como dices, me estoy
muriendo, nada podría ya salvarme. Y como mi cuenta es ya bastante larga… Hija
mía —añadió con expresión lastimosa—, si es verdad que en el otro mundo hay un
juicio, repito que mi cuenta es ya bastante larga…
Rompí a llorar y me arrojé a sus plantas, besándole las manos y pidiéndole
perdón. Luego puse el revólver en sus manos, pidiéndole que se vengara. Pero él
estaba determinado a no causarme remordimientos.
—No tengo nada que perdonar —dijo—. ¿Qué representa un viejo? Y yo que creí
que me habías tomado cariño…
Le entró un mareo, se abrazó a mí como un niño e invocó el nombre de una
mujer. Luego recobró todos sus sentidos.
—Voy a hacer testamento. Saca mi cartera.
En una hoja de papel escribió apresuradamente algo con lápiz, y acabó
encargándome:
—Que no lo sepa mi hijo. Que no sepa mi hijo Felipe lo que has hecho conmigo,
pues querría vengarse de ti.
Luego, de repente, exclamó:
—¡Dios mío! Estoy ciego.
Y puso ambas manos sobre sus ojos.
—¡No dejes que me coman los cangrejos! —imploró desesperadamente.
Le juré que no me apartaría de él mientras conservara un átomo de vida. Me senté
a su lado y le velé, como había hecho con mi padre. Por la tarde empeoró. Yo trabé
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una verdadera batalla con las nubes de mosquitos y con los ejércitos de hormigas que
le acometían. Vino la noche. Aumentó el zumbido de los insectos, y todavía no estaba
segura de que hubiera muerto. Pero su mano, que retenía entre las mías, se le fue
enfriando paulatinamente. Había llegado el momento de mi libertad.
Tomé su cartera y su revólver, y dispuesta a morir si me capturaban, me dirigí
hacia el Norte cargada con los comestibles y las joyas. Pululaban por el manglar
alimañas e insectos. Yo caminaba a través de las tinieblas. Bajo mis pies se hundía el
húmedo suelo. El tacto del follaje era el único guía con que contaba, y su contacto me
estremecía como el contacto de las serpientes. La oscuridad parecía dificultarme la
respiración. Nunca me he asustado tanto como durante aquella caminata nocturna.
Por fin, con inmenso alborozo, observé que el camino se hacía más firme y ascendía
en cuesta, y que a lo lejos aparecía una cinta de plata: era la luz de la luna.
Percibí el aroma de las plantas de las montañas, el claro silencio de los altos
bosques, el piso de roca. Mi sangre de negros me salvaba, a pesar de haber atravesado
aquel pantano tenebroso. Ya solo quedaba ante mí la parte más fácil de la empresa:
cruzar la isla, llegar al yate y convencer a su dueño de que debía dejarme en lugar
seguro. De improviso, bajo las estrellas, llegó a mis oídos un conjunto de voces que
cantaba a coro.
Yo no sabía dónde me encontraba: pero dirigí mis pasos hacia donde se oía el
ruido. Tras de un cuarto de hora de camino, llegué a un claro, iluminado por una
hoguera se alzaba una casita coronada por una cruz; era una antigua capilla
abandonada que se utilizaba ahora para el culto de Hudú. En la puerta había gran
cantidad de gallos, conejos, perros y otros animales, atados juntos. La capilla y la
hoguera se hallaban rodeadas de negros arrodillados. Unas veces levantaban al cielo
las manos suplicantes y otras las bajaban hasta tocar el suelo. Las cabezas seguían el
movimiento de las manos, y también subían y bajaban. Sentí miedo, pues sabía que
mi vida corría peligro por haber descubierto una función religiosa del rito Hudú.
De pronto, se abrió la puerta de la capilla y apareció un negro alto y corpulento,
completamente desnudo. Tras él salió la señora de Mendizábal, también
completamente desnuda, llevando en sus manos una cesta de mimbres llena de
serpientes. El fervor de la muchedumbre aumentó a su vista, y el canto creció en
intensidad de tono y expresión. A una señal del negro cesó el canto y dio comienzo la
segunda parte de la función. Los asistentes se precintaron entonces, uno a uno, hasta
cerca de la hoguera, donde se volvían a postrar, haciendo las más terribles peticiones:
pedían muerte, enfermedades para sus amigos. Y hubo uno que pidió toda una serie
de males para mí. Yo estoy segura de no haberle hecho nunca daño alguno. A cada
petición, el negro alto echaba mano de uno de los animales y lo degollaba. Luego
llegó el turno de oficiar a la sacerdotisa, la cual, postrándose entre las serpientes,
invocó:
—¡Oh, poder, cuyo nombre no pronunciamos! ¡Poder más fuerte que el bien,
mayor que el mal! Toda mi vida he procurado adorarte y servirte. He derramado
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sangre en tus altares. He enronquecido alabándote. ¿Quién ha degollado al hijo de sus
entrañas? ¡Yo, Metambogú! Me nombro y rasgo el velo. Sírveme o mátame. Óyeme,
espíritu del pantano; veneno de las serpientes, óyeme o mátame. ¡Dame la sangre de
mi marido blanco, Hudú, dame su sangre! Además, ¡oh, dominador de los vientres y
origen de la corrupción!, me vuelvo vieja y odiosa, me persiguen. Haz que me
rejuvenezca, haz que tu sacerdotisa sea de nuevo una doncella capaz de encender el
deseo de los hombres. ¡Oh, señor, te pido esta maravilla porque he preparado para ti
el sacrificio máximo, el cabrito sin cuernos!
Y mientras la sacerdotisa pronunciaba estas palabras, la multitud lanzaba un
murmullo de alegría, griterío que llegó a ser espantoso cuando el negro alto, que
había entrado en la capilla, reapareció llevando en sus brazos el cuerpo de Cora, la
esclava. Cuando salí de mi estupor observé que Cora yacía en la escalinata, junto a
las serpientes, y que el negro había ya levantado el cuchillo para degollarla. No pude
contenerme y lancé un grito, pidiéndoles que se detuvieran en nombre de Dios.
Los caníbales quedaron aterrados. Luego, pensé que estaba perdida. Pero el cielo
fue propicio. En aquel momento estalló una tormenta y retumbó un trueno horroroso.
Al oír el estampido, perdí el conocimiento.
Cuando volví de mi desmayo, era ya de día. Yo no había sufrido daño alguno, y
los árboles que me cobijaban tampoco; pero a poca distancia, en línea recta, se veían
los efectos de un tornado.
Por donde el tornado pasaba no dejaba nada en pie. Pero detrás de mí mecían los
árboles sus ramas intactas. Por el contrario, en la faja afectada por el tornado, árboles,
hombres, animales, la maldita capilla, los fieles de Hudú, todo había sido arrasado
por los poderes del aire.
Era imposible caminar por las sendas que el tornado hollara. Las ruinas de la
vegetación amontonadas allí alcanzaban ya gran altura. Pero me armé de valor y las
crucé, aunque con muchas caídas y dificultades. Cuando al fin llegué al otro lado, me
sentí desfallecida. Tomé asiento para reparar mis fuerzas, dando gracias a la
Providencia, que me había conducido a un paraje descrito por mi padre, desde el cual
era fácil y seguro llegar hasta donde se hallaba el yate. ¡Con qué alegría y resolución
atravesé aquellas tierras altas de la isla!
Aún no era mediodía cuando llegué a la cima de una eminencia desde la cual
dominaba el mar. A lo largo de toda la costa, la espuma levantada por el tornado de la
noche pasada formaba un cinturón níveo. A mis plantas había un puerto. En él se
balanceaba un barco que causó, ciertamente, mi admiración. De su palo mayor
flotaba al aire la bandera inglesa. Aquel era mi asilo. Tenía que llegar a bordo.
Media hora después atravesaba los bosques. Un promontorio me ocultaba el yate.
Yo tenía que andar todavía bastante trecho por lo que diríase soledad virgen. Mi vista
descubrió un bote mecido en una especie de puertecillo natural. Miré en torno mío
para averiguar quiénes habían venido en él, y descubrí, a la entrada de un bosquecillo,
a varios marineros sentados alrededor de una hoguera. Me acerqué a ellos. La
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mayoría eran negros, pero había algunos blancos. Toqué en el hombro al que tenía
gorra galonada y botones brillantes en el traje, por lo cual supuse que era el oficial.
Se levantó en seguida. Los demás volvieron la cabeza hacia mí.
—¿Qué quiere usted? —se informó el oficial.
—Ir a bordo del yate —respondí.
Creo que, al oírme, se desconcertaron. Yo estaba determinada a ocultar mi
nombre hasta que hablara con sir Jorge, y el primer nombre que se me vino a los
labios fue el de la señora de Mendizábal. En efecto resultó instantáneo. Los negros
me miraron con veneración, y los blancos con sorpresa.
Y agregué:
—Y si no, llamadme Metambogú.
Nunca vi nada tan maravilloso. Los negros se adelantaron uno a uno, y me
besaron los pies y las desgarradas ropas. El oficial blanco les preguntó si se habían
vuelto locos; pero los negros le cogieron por los hombros y le llevaron al interior del
bosque, donde, poniéndole en medio de un corro, le explicaron algo empleando la
más mímica de las pantomimas. El oficial parecía resistirse haciendo gestos de
incredulidad; pero acabó convenciéndose o poco menos. Se me acercó y dijo:
—El bote está a su disposición.
Mi recepción a bordo del Nemorosa —así se llamaba el yate—, tuvo el mismo
carácter. Cuando los negros que estaban en él me vieron llegar, empezaron a levantar
las manos al cielo con aspavientos de alegría.
Al pie de la escala me recibió un oficial de buen aspecto, a quien manifesté mi
deseo de ver a sir Jorge.
—No está —me contestó.
—Ya lo sé —dijo el oficial que me había acompañado en el bote—. Pero ¿qué iba
a hacer? Mire usted a los negros.
Yo seguí asimismo su indicación, y mi vista se posó en aquellos ignorantes
africanos que me adoraban como a una diosa. El oficial del barco al punto fue del
parecer del subalterno, pues, con mucha amabilidad, me advirtió:
—Señora, sir Jorge está en la isla. Con permiso de su señoría, nos fiaremos
inmediatamente a la mar. Camarero, conduce a lady Greville al camarote.
Maravillada ante aquel nuevo nombre, fui llevada a un amplio y airado camarote
adornado con tapices y divanes. Hice una señal al camarero para que me dejase sola y
me recostase sobre unos mullidos almohadones. Pronto conocí que el buque
navegaba. Rendida, me dormí profundamente.
Desperté a la mañana siguiente. El mundo se columpiaba en torno mío. Pero el
saquito de piedras preciosas continuaba al alcance de mi vista. Por cierto que, debido
a las oscilaciones del barco, las piedras chocaban contra sí, produciendo un argentino
ruido. Pasé un buen rato hasta acordarme de los acontecimientos que me habían
conducido allí.
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Coloqué el saquito de joyas, maravillada de que hubieran sido respetadas, en mi
pecho, y viendo una campanilla de plata al alcance de la mano, la agité. En seguida se
presentó un camarero, quien me preguntó respetuosamente qué deseaba. Le pedí
comida, y al instante empezó el camarero a preparar una mesita, sin dejar, de
mirarme.
—¿Siempre llevan los yates una tripulación tan numerosa como la que hay aquí?
—le interrogué.
—Señora —me replicó—, no sé quién es usted ni qué la induce a tomar un
nombre que no es el suyo. Cuando lleguemos a la isla…
En aquel momento entró el primer oficial. El camarero, al darse cuenta de ello, se
puso repentinamente muy pálido.
—¡Parker! —llamó el oficial, mostrándole la puerta.
—Sí, señor Kentish —respondió el camarero.
Y pálido como un muerto, salió del camarote.
El oficial me invitó a sentarme, me sirvió comida y se puso a comer a mi lado.
—Voy a llenar el vaso de su señoría —me dijo, llenando mi vaso de cristalino
ron.
—Caballero —opuse—. ¿Cree usted que voy a beber eso?
El oficial se echó a reír alegremente.
—¡Qué cambiada está su señoría! —observó.
Acudió un marinero blanco, nos saludó a los dos y dijo al oficial que un vapor
estaba a punto de pasar junto a nosotros, y que el señor Harland dudaba qué bandera
izar.
—¿Tan cerca de la isla encontramos un vapor?
—Eso ha dicho el señor Harland —confirmó el marinero.
—Bueno —repuso el señor Kentish—. Si navega bien, poned bandera yanqui.
Pero si va averiado, izad la bandera holandesa. Los holandeses son muy descorteses,
y así no extrañen que no acudamos en su auxilio.
—Señor Kentish —dije yo en cuanto el marinero hubo desaparecido—, ¿se
avergüenza usted de su verdadera bandera?
—¿Se refiere su señoría a la bandera pirata? —concretó con gravedad.
Luego se echó a reír.
—Dispénseme —dijo—. Pero, por vez primera, he reconocido en su pregunta la
afectuosidad de su señoría.
Quise que me explicara esto, mas no lo conseguí.
Durante nuestra conversación el yate había aminorado la marcha. Noté luego que
echaba el ancla. Kentish me ofreció el brazo y me condujo a cubierta. Habíamos
anclado entre unos islotes llenos de aves marinas. Cerca del barco había una pequeña
isla con vegetación y donde se veían algunas chozas. Un barco más pequeño
permanecía anclado no lejos del nuestro.
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Lanzaron un bote al agua, y el señor Kentish me invitó a tomar asiento allí. Los
remeros nos condujeron rápidamente hacia el brazo de mar que llevaba a la isla
habitada. Una multitud de negros armados, entre los cuales se veían algunos blancos,
nos recibió. Y corrió de nuevo la palabra mágica entre los negros, a quienes vi hacer
las mismas demostraciones de los de antes. Cuando me encontré entre aquellos
hombres y en aquel paraje aislado, empezó mi valor a flaquear. Me agarré del brazo
del señor Kentish y le pregunté qué significaba todo aquello.
—Nada; ya la sabe usted —contestó conduciéndome entre la multitud.
Llegamos a una casita aislada, con jardincito, y abriendo su puerta, me invitó a
entrar.
—¿Qué es esto? —le pregunté—. Yo quiero ver a sir Jorge.
—Señora —manifestó el señor Kentish, poniéndose repentinamente grave—,
hablemos claro. No sé quién es usted; pero sí sé que no es la persona cuyo nombre ha
usurpado. Pues bien: sea usted quien sea, espíritu, demonio o fantasma, si no entra
desde luego en esta casa, la mato.
Y mientras decía esto miraba con aire intranquilo a los negros, que nos seguían.
No aguardé a que me amenazara de nuevo, y entré en la casita. La puerta quedó
cerrada con llave. No había muebles. Toda la casa estaba llena de cañas de azúcar,
barricas de alquitrán, cuerdas embreadas y otros objetos inflamables. Las ventanas
tenían gruesos barrotes de hierro.
Sentía yo tanto miedo que hubiera dado años de mi vida por volver a ser la
esclava del señor Caulder. De repente, a través de una de las enrejadas ventanas, vi el
rostro de un negro que me hacía una imperiosa seña para que me acercase. Obedecí.
El negro me saltó entonces un largo parlamento en una lengua que no entendí.
—No te he entendido ni palabra —declaré.
—¿No? —dijo en español—. ¡Qué grande es el poder de Hudú! Ha cambiado
hasta tu inteligencia. Querida sacerdotisa, ¿por qué has consentido que te encierren en
esa jaula? Tus esclavos te hubieran defendido. ¿No ves que piensan asesinarte? Esta
casa se inflamará toda con una sola chispa. ¿Y quién será entonces nuestra
sacerdotisa?
—¿No puedo ver a sir Jorge? —grité. Tengo que hablar con él.
—¡El señor! —exclamó el negro—. Ahí viene precisamente.
Y se apartó de la ventana.
—En mi vida he oído tantas tonterías —aseveró una voz.
—Eso decimos todos, sir Jorge. Pero póngase usted en nuestro lugar. Los negros
se hallaban en proporción de dos a uno. Y como se les ha metido en la cabeza que es
su sacerdotisa…
—Sois unos imbéciles. Puedes estar seguro, Kentish, de que tanto tú como
Harland y Parker seréis ahorcados por esto.
Giró la llave en la cerradura y penetró en mi encierro un caballero como de
cuarenta a cincuenta años. Tenía el rostro franco y un aspecto distinguido.
Mucho efecto produjo el relato en Enrique Desborough. La bella cubana, que antes ya
le había parecido la más hermosa de las mujeres, le pareció desde entonces la más
desgraciada de todas. Era una historia romántica. No encontró palabras para expresar
sus sentimientos. ¡Cuánta piedad y admiración sentía!
—¡Oh, señorita! —empezó a decir—. Cuente usted conmigo para todo.
Al salir de la casa de la cubana encontró lo demás tétrico y triste. Al despedirse,
ella le había sonreído. ¡Qué sonrisa tan dulce y tan expresiva! No podía apartar su
recuerdo de su corazón. Entró en el restaurante, y la música que tocaban los músicos
que lo amenizaban se le antojó algo seráfico: su melodía glosaba la sonrisa de la
cubana.
Al día siguiente continuó pensando intensamente en ella. Cuando oía sus pisadas,
se quedaba en éxtasis. Todos los libros que leía hablaban de Cuba, y aun llegó a
encontrar uno que describía aquel gran huracán o tornado de que ella le hablara.
Empezaba a pasar por la fase del amor más simpática en los jóvenes, o sea la fase en
que empiezan a preguntarse quienes son ellos para merecer el amor de su amada.
¿Qué haría para hacerse más digno de que le amase? ¿Por medio de qué actos
llamaría la atención de aquellos ojos?
Meditando en todo esto, empezó a pasear por la plaza donde se hallaba enclavada
su casa. Había contraído algunas amistades entre sus vecinos, y estaba en buenas
relaciones con los gatos domésticos y con los niños que frecuentaban el lugar. Seguía
empeñado en que era muy poco para merecer el amor de su adorada. Sus ocupaciones
fluctuaban entre dirigir la palabra al hermanito de un enfermo o acordarse de la que
consideraba la reina de las mujeres y el sol de su vida.
Había observado que Teresa tenía la costumbre de salir por las tardes. Quizá
corriera peligro de encontrarse con un espía cubano. En tal caso podría serle útil la
presencia de un amigo. Sí, la seguiría en cuanto la viera. Por ofrecerle su compañía
podría parecer una intrusión. Seguirla a las claras era una intrusión asimismo. No le
quedaba otro remedio que seguirla a escondidas. Esto le repugnaba; mas, a pesar de
todo, resolvió llevarlo a cabo con pericia policíaca.
Al día siguiente puso en ejecución su plan. Pero en la esquina de Rotterham
Road, se volvió la señorita de repente, dándose de manos a boca con su enamorado.
—¡Qué afortunada soy, señor! —le dijo—. Estaba buscando a alguien que me
hiciera un recado.
Subió Somerset por la escalera, y cuando llegó al salón notó que, contra lo ordinario,
la puerta estaba abierta. Se precipitó el joven adentro. Cero, muy abatido, se retrepaba
en un sofá. Ante él había un vaso de bebida que no había probado. Aquello era señal
de que le embargaba una gran preocupación. Además, la estancia mostraba un gran
desorden; habían sido removidas las cajas, el piso estaba lleno de llaves y otras
herramientas. En medio de este desorden yacía en el suelo un guante de mujer.
—Vengo decidido a terminar con esto —dijo Somerset—. O abandona usted al
punto sus tenebrosas artes, o cueste lo que cueste, le denuncio.
—¡Ah, llega usted demasiado tarde, querido! No tengo ya esperanza. Soy objeto
de mofa y escarnio. Mis lecturas no se han nutrido precisamente de novelas —e hizo
un gesto de desesperación—. Con todo, recuerdo ahora un pasaje que pinta con
exactitud mi situación actual. Soy como un tambor al que se le ha roto el parche.
—¿Qué le ha pasado a usted? —pregunto Somerset.
—Mi última hornada de artefactos ha sido como todas las demás: una burla. En
balde me devano los sesos combinando le elementos. En balde ajusto bien los
resortes. Todos me desprecian, todos menos usted, mi querido amigo. Pronto no me
querrá mirar ninguna persona a la cara. Mis mismos subordinados se han vuelto
contra mía. ¡Qué palabras tengo que escuchar! La joven ya se mostró así una vez. Yo
se lo habría perdonado, porque aquel día se hallaba muy excitada. Pero ha vuelto, ha
vuelto para anunciarme este golpe aplastante. Sí, querido. He tenido que beber un
cáliz muy amargo. La mordacidad de las mujeres es tremenda. Bien; denúncieme
usted si quiere. Sin embargo, le prevengo que denunciará usted a un muerto. He
acabado ya. Es extraño que en esta hora terrible para mí se me ocurran frases de
escenario; mas lo cierto es que se me ocurre una frase de Otelo: «Todo ha terminado
para mí». Sí, querido, esto se va. Ya no soy un dinamitero. Pero… ¿cómo voy a
conformarme con una vida menos gloriosa?
—No puedo expresarle lo aliviado que me siento —dijo Somerset, acomodándose
sobre una caja—. Le tengo a usted cierta simpatía. Además, me repugna todo lo que
se parece a un deber. Sus noticias me son muy gratas. Pero ¡caramba!, me parece que
en esta caja oigo un tic-tac.
—Sí —respondió Cero con negligencia— he puesto varias en marcha.
—¡Cielos! —exclamó Somerset, dando un salto—. ¿Máquinas infernales?
Un día lluvioso de diciembre del año anterior, de nueve a diez de la mañana, el señor
Challoner, con el paraguas abierto, llegó a la puerta del Cigar Divan, en Rupert
Street. Solo una vez había estado en aquel lugar, y el recuerdo de lo que allí le
aconteció, así como el miedo que tenía a Somerset, le habían impedido volver hasta
entonces.
Antes de entrar, examinó el interior; pero el local se hallaba libre de clientela.
El joven que estaba detrás del mostrador parecía muy entretenido traduciendo
algo a penique la línea, y no advirtió la presencia de Challoner. Este se fijó con más
atención en él y creyó reconocerle.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Es Somerset!
Y aunque hubiera querido evitar su encuentro el hecho de verle en el mostrador
excitó su curiosidad y se acercó a él.
—«La espléndida rotonda llega al cielo» —recitó Somerset en el tono de quien
mide un verso—. Supongo que no será rotonda sino cúpula. ¡Oh, cúpula soberbia,
toca el cielo! Este es el punto débil de las artes. Ve usted un buen efecto y en seguida
surge una triquiñuela que estropea el sentido.
—Somerset, querido amigo —saludó Challoner—. ¿Se ha disfrazado usted?
—¡Challoner! Tanto gusto en verle. Un momento. Voy a terminar el octavo verso,
y al punto soy con usted. Solo el octavo verso.
Y haciendo un gesto cariñoso con la mano se sumió de nuevo en su tarea.
—Ya —repuso, levantando la cabeza—. Noto que se conserva usted muy bien.
¿Qué hay de los centenares de libras?
—He heredado un pequeño capital de una tía mía que vivía en el País de Gales —
declaró con modestia Challoner.
—¡Ah! —murmuró Somerset—. Dudo mucho de la legitimidad de la herencia.
Debería habérsela apropiado el Estado. Ahora estoy metido en el socialismo y en la
poesía —añadió en plan de excusa, como hubiera podido decir que estaba haciendo
una cura de aguas.
—¿Es usted el dueño de este establecimiento? —preguntó Challoner, sin emplear
otra palabra menos elegante.
—No; soy un simple vendedor. ¿Quiere usted un habano?
—Sí, me gustan…, pero…
—No ande con remilgos. Nos va bien el negocio, y el dueño, además, es una
bellísima persona, lo que yo llamo una persona que moralmente tiene sangre real.