Plan Lector Primaria

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¿Dónde es el arroz más importante que el trigo?

Existen en la Tierra centenares de millones de personas que jamás han


saboreado un trozo de pan y que, en cambio, no sabrían vivir sin su diaria
ración de arroz. Son los pueblos del Extremo Oriente, de la India, de la China,
del Japón y del archipiélago indonesio.

En las regiones húmedas tropicales, se obtienen dos cosechas anuales de


arroz, circunstancia providencial dado que este cereal constituye el alimento
principal de la mitad, al menos, de la población mundial. En China, se cultiva
desde hace más de 4 000 años, mientras que en Europa lo introdujeron los
árabes.

Los granos de arroz se desarrollan a partir de las flores y están envueltos en


una cáscara constituida por unas láminas que se eliminan mediante la monda.
Los pequeños granos de arroz son muy ricos en almidón, pero las sales
minerales y las vitaminas, sustancias igualmente indispensables para la
alimentación, se encuentran en la cáscara exterior y se pierden con la monda.
De ahí que las poblaciones que se alimentan exclusivamente de arroz, como
ocurre en muchas regiones asiáticas, sufran graves enfermedades debidas a la
carencia de vitaminas.

Al arroz hervido, la cocina china le añade trozos de carne de cerdo, pollo,


carnero y pescado, todo ello condimentado con salsa de sojá y jugos picantes;
la cocina india, un polvo que se obtiene mezclando distintas especias (curry) y
carne de pollo o cordero; y la japonesa, simplemente pescado frito o crudo
(sushi) y también verduras.

Referencia bibliográfica: El libro del Dónde.


La señorita Fabiola

Y o aprendí el abecedario en casa, con mamá, en una cartilla a cuadrados


rojos y verdes, pero quien realmente me enseñó a leer y escribir fue la señorita
Fabiola, la primera maestra que tuve cuando entré al colegio.
Es por ello que la tengo tan presente y que me animo a contar algo de su vida,
su triste, oscura y abnegada vida, tan parecida a tantas otras vidas de las que
nada sabemos.

Aparte de ser nuestra maestra en el colegio, era amiga de la casa, pues


vivíamos en Miraflores, en calles contiguas. Como la escuela que
frecuentábamos se encontraba en Lima, mis padres le pidieron que nos
acompañara en el viaje, que entonces era complicado, ya que había que tomar
ómnibus y luego tranvía. Todas las mañanas venía a buscarnos y partíamos
cogidos de su mano. Gracias a este servicio que nos prestaba, mis padres le
tenían mucho aprecio y una o dos veces al mes la invitaban a tomar el té.

Pasado un tiempo, la señorita Fabiola se mudó a Lima con su mamá y su


hermana mayor, a un departamento que estaba muy cerca del colegio. Por
nuestra parte, fuimos matriculados en un colegio de Miraflores. Así, Fabiola
dejó de ser nuestra maestra y nuestra vecina, pero nuestro contacto con ella se
mantuvo.

Una noche la invitamos a cenar. Como el ómnibus se detenía a varias cuadras


de la casa me encargaron que fuera a buscarla al paradero. Yo fui con mi
bicicleta con la intención de acompañarla lentamente. Pero cuando la señorita
Fabiola descendió del ómnibus la vi tan chiquita que le propuse llevarla sentada
en el travesaño de mi vehículo. Ella aceptó, pues las calles eran sombrías y no
había testigos. Ella se acomodó en el fierro y emprendí el viaje rumbo a casa.

Antes de llegar había que dar una curva cerrada. Tal vez el piso estaba
húmedo o calculé mal la velocidad, pero lo cierto es que la bicicleta patinó y los
dos nos fuimos de cabeza a una acequia de agua fangosa.
Cuando llegamos a casa, mis padres se pusieron furiosos y me enviaron esa
noche a comer a la cocina.

Volví a ver a Fabiola solo una vez, muchísimos años más tarde. De su cartera
extrajo uno de mis libros y me lo mostró, diciendo que lo había leído de
principio a fin -estaba en realidad subrayado en muchas partes- añadiendo que
estaba feliz de que uno de sus viejos alumnos fuera escritor. Me pidió, como es
natural, que le pusiera una dedicatoria. Traté de inventar algo simpático y
original, pero sólo se me ocurrió: "A Fabiola, mi maestra, quien me enseñó a
escribir". Y tuve la impresión de que nunca había dicho nada más cierto.

JULIO RAMÓN RIBEYRO

PRÁCTICA

1. De acuerdo al texto, indica el nombre del país donde no sabrían vivir sin su diaria
ración de arroz.
India
Perú
Australia

2. ¿En qué país se mezcla el arroz simplemente pescado frito o crudo?


Japón
India
China

3. En el texto La señorita Fabiola, ¿quién le enseñó al autor el abecedario?


Su mamá.
Su maestra.
Su papá.

4. ¿Qué sucedió la noche que le invitaron a cenar a la señorita Fabiola?


Se cayó de la bicicleta en una acequia de agua fangosa.
Fue atropellada por el ómnibus que la traía.
No llegó a la cena por vergüenza a verse mojada.

5. ¿Cómo le agradeció el autor a la maestra que le enseñó a leer y escribir?


Escribiéndole una dedicatoria.
Dándole un beso de gratitud.
Comprándole libros.
La buena pulga y el rey

H abía una vez un rey malo que molestaba mucho a sus súbditos; pero éstos
no podían destronarle porque era extremadamente rico y tenía un gran ejército
para su defensa.

Cada mañana se levantaba de peor humor del que había demostrado en la


noche precedente, hasta que llegó esto a oídos de una pulga muy amable y de
muy buenos sentimientos. No son así todas las pulgas; pero aquella había sido
muy bien educada, por lo que solo picaba a la gente cuando tenía mucha
hambre y, aun entonces, ponía cuidado en no hacer daño.

–Es difícil hacer entrar a este rey en razón –se dijo la pulga–. Con todo, lo
intentaré.

Aquella noche, cuando el rey empezaba a conciliar tranquilamente el sueño,


sintió algo como la picadura de un alfiler.

–¡Oh!, ¿qué es esto? –gruñó el rey.

–Una pulga que se propone corregirte.

–¿Una pulga? Lo veremos. Aguarda un poco.

Y levantándose furioso de la cama, el rey sacudió sábanas y mantas, pero sin


poder encontrar la pulga, por la sencilla razón de que esta se había ocultado en
la barba del monarca.

Pensando haberla ahuyentado espantada, el iracundo rey volvió a acostarse;


mas así que reclinó la cabeza en la almohada, la pulga dio un salto y le picó de
nuevo.

–¿Y te atreves a picarme otra vez, abominable insecto? –exclamó–. Apenas


montas más que un granito de arena, y atacas a los más poderosos de la
Tierra.

La pulga, sin molestarse siquiera en contestar, continuó picando.

En toda la noche no pudo el rey cerrar los ojos, y al día siguiente se levantó
con un humor de mil diablos. Mandó hacer una limpieza extraordinaria, y veinte
sabios, armados con potentísimos microscopios, examinaron cuidadosamente
la alcoba y cuanto en ella se encontraba. Pero no dieron con la pulga, porque
se había escondido debajo de la solapa del vestido que el rey llevaba puesto.
Aquella noche el monarca, necesitado de descanso, se acostó muy temprano.
–¿Qué es esto? –gritó al sentir una furiosa picadura.

–La pulga.

–¿Qué quieres?

–Que me obedezcas y hagas feliz a tu pueblo.

–¿Dónde están mis soldados? ¿Dónde mis generales, mis ministros? –gritó el
rey–. ¡Qué vengan inmediatamente!

Todos penetraron como un torbellino en el aposento real. Hicieron pedazos la


cama, desgarraron el papel de las paredes y arrancaron el pavimento y, a todo
esto, la pulga tan bonitamente en la cabellera del rey. Dirigióse éste a otro
aposento, en el cual trató de dormir; pero la pulga pegó otro salto, empezó a
picarle y no le dejó descansar en toda la noche. Al otro día, el rey, furioso, hizo
pregonar un bando contra las pulgas en el cual mandaba a su pueblo
exterminarlas a todas con la mayor presteza posible. Pero él no pudo escapar
del diminuto insecto, que le atacaba incesantemente. Su mismo cuerpo quedó
amoratado y negro de los pescozones, cachetes y golpes que se propinó él
mismo en los vanos esfuerzos que hizo para aplastar a su implacable enemiga.
A fuerza de pasar las noche sin dormir, se puso flaco y pálido, y seguramente
se habría muerto, si al fin no se hubiera decidido a obedecer a la pulga.

–Me entrego - dijo con tono lastimero el gran monarca, cuando la pulga volvió a
morderle-. Haré cuanto tú quieras. ¿Qué ocurre?

–Haz de hacer feliz a tu pueblo –dijo la pulga.

–¿Qué he de hacer para conseguirlo? –preguntó el rey.

–Marcharte inmediatamente de este país.

–¿Puedo llevarme conmigo siquiera una parte de mis tesoros?

–No –exclamó la pulga.

Pero no queriendo ser demasiado severa, la pulga permitió al malvado rey


llenarse los bolsillos de oro antes de marcharse. Entonces el pueblo se
constituyó en república, se gobernó a sí mismo y llegó a ser verdaderamente
feliz.

VICTOR HUGO
El alacrán de fray Gómez

E staba una mañana Fray Gómez en su celda entregado a la meditación,

cuando dieron a la puerta unos discretos golpecitos, y una voz de quejumbroso


timbre dijo:

–¡Deo gratias... ! ¡Alabado sea el Señor... !

–Por siempre jamás, amén. Entre, hermanito –contestó Fray Gómez.

Y penetró en la humildísima celda un individuo algo desarrapado vera efigie del


hombre a quien acongojan pobrezas, pero en cuyo rostro se dejaba adivinar la
proverbial honradez del castellano viejo.

Todo el mobiliario de la celda se componía de cuatro sillones de vaqueta, una


mesa mugrienta y una tarima sin colchón, sábanas ni abrigo, y con una piedra
por cabezal o almohada.

–Tome asiento, hermano, y dígame sin rodeos lo que por aquí le trae –dijo Fray
Gómez.

–Es el caso, padre, que yo soy hombre de bien a carta cabal...

–Se le conoce, y que persevere deseo, que así merecerá en esta vida terrena la
paz de la conciencia, y en la otra, bienaventuranza.

–Y es el caso que soy buhonero, que vivo cargado de familia y que mi comercio
no cunde por falta de medios, que no por holgazanería y escasez de industria
en mí.

–Me alegro, hermano, que a quien honradamente trabaja, Dios acude.

–Pero es el caso, padre, que hasta ahora Dios se me hace el sordo, y en


socorrerme tarda...

–No desespere, hermano, no desespere...


–Pues es el caso que a muchas puertas he llegado en demanda de habilitación
por quinientos duros, y todas las he encontrado con cerrojo y cerrojillo. Y es el
caso que anoche, en mis cavilaciones, yo me dije a mí mismo: “¡Ea, Geromo!,
buen ánimo y vete a pedirle el dinero a Fray Gómez; que si él lo quiere,
mendicante y pobre como es, medio encontrará para sacarte del apuro”. Y es el
caso que aquí estoy porque he venido, y a su paternidad le pido y ruego que
me preste esta puchuela por seis meses, seguro que no será por mí por quien
se diga:

En el mundo hay devotos que un beneficio

de ciertos santos, da siempre vida a ingratos

la gratitud les dura desconocidos

lo que el milagro;

–¿Cómo ha podido imaginarse, hijo, que en esta triste celda encontraría ese
caudal?

–Es el caso, padre, que no acertaría a responderle; pero tengo fe en que no me


dejaría ir desconsolado.

–La fe le salvará, hermano. Espere un momento.

Y paseando los ojos por las desnudas y blanqueadas paredes de la celda, vio un
alacrán que caminaba tranquilamente sobre el marco de la ventana. Fray
Gómez arrancó una página de un libro viejo, dirigióse a la ventana, cogió con
delicadeza la sabandija, la envolvió en el papel, y tornándose hasta el
castellano viejo, le dijo:

–Tome, buen hombre, y empeñe esta alhajita; no olvide, sí, devolvérmela


dentro de seis meses.
El buhonero se deshizo en frases de agradecimiento, se despidió de Fray
Gómez, y más que aprisa se encaminó a la tienda de un usurero.

La joya era espléndida, verdadera alhaja de reina morisca, por decir lo menos.
Era un prendedor figurado un alacrán. El cuerpo lo formaba una magnífica
esmeralda engarzada sobre oro, y la cabeza un grueso brillante con dos rubíes
por ojos.

El usurero, que era hombre conocedor, vio la alhaja con codicia y ofreció al
necesitado adelantarle dos mil duros por ella; pero nuestro español se empeñó
en no aceptar otro préstamo que el de quinientos duros por seis meses, y con
un interés judaico, se entiende.

Extendiéronse y firmáronse los documentos o papeletas de estilo, acariciando el


agiotista la esperanza de que a la postre el dueño de la prenda acudiría por
más dinero, que con el recargo de intereses lo convertiría en propietario de la
joya tan valiosa por su mérito intrínseco y artístico.

Y con este capitalito fuele tan prósperamente en su comercio, que a la


terminación del plazo pudo desempeñar la prenda, y envuelta en el mismo
papel en que la recibiera, se la devolvió a Fray Gómez.

Este tomó el alacrán, lo puso sobre el alféizar de la ventana, le echó una


bendición y dijo:

–Animalito de Dios, sigue tu camino.

Y el alacrán echó a andar libremente por las paredes de la celda.

RICARDO PALMA

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