La Valoración Moral-Deontologia
La Valoración Moral-Deontologia
La Valoración Moral-Deontologia
TEMA:
La Valoración Moral
DOCENTE:
Luy Navarrete Wayky Alfredo
CURSO:
Deontología Profesional
ESCUELA:
Economía
INTEGRANTES:
Bernal Jaramillo Cesar
Chávez Campaña Carolay
Diaz Rumiche Edith Karoly
Flores Merino Jorge Luis
Huertas Zarate Pierina
Maza Vílchez Emerson del Piero
Noriega Benites Andrey
Zeta Prado José Luis
CONTENIDO
LA VALORACIÓN MORAL...................................................................................4
Los valores y las estimaciones varían con el individuo, con la familia, con la
sociedad, con la época. Es un hecho el carácter histórico de la valoración. La
historia muestra los cambios que ha sufrido la conciencia moral; cada pueblo,
cada época propone una escala de valores acorde con su circunstancia.
LA VALORACIÓN MORAL
1.CARÁCTER CONCRETO DE LA VALORACIÓN MORAL
Entendemos por valoración la atribución del valor correspondiente a actos o
productos humanos. La valoración moral comprende estos tres elementos: a) el
valor atribuible; b) el objeto valorado (actos o normales morales), y c) el sujeto
que valora.
No nos ocuparemos de cada uno de estos elementos por separado, ya que han
sido estudiados, o habrán de serlo en los capítulos respectivos. Nos
limitaremos ahora a una caracterización general de la valoración moral para
pasar inmediatamente al examen del valor moral fundamental: la bondad.
Si la valoración es el acto de atribuir valor a un acto o pro-ducto humanos por
un sujeto humano, ello implica necesaria-mente tomar en cuenta las
condiciones concretas en que se va-lora y el carácter concreto de los
elementos que intervienen en la valoración.
En primer lugar, hay que tener presente que el valor se atribuye a un objeto
social, establecido o creado por el hombre en el curso de su actividad histórico-
social. Por tanto, la valoración, por ser atribución de un valor así constituido,
tiene también un carácter concreto, histórico-social. Puesto que no existen en
sí, sino por y para el hombre, los valores se concretizan de acuerdo con las
formas que adopta la existencia del hombre como ser histórico-social.
En segundo lugar, hay que tener en cuenta que los objetos valorados son actos
propiamente humanos y que, por tanto, los seres inanimados o los actos
animales como ya hemos subrayado no pueden ser objeto de valoración moral.
Pero no todos los actos humanos se hallan sujetos a semejante valoración a
una aprobación o reprobación en el sentido moral, sino sólo aquellos que
afectan por sus resultados y consecuencias a otros. Así, por ejemplo, el
levantamiento de una piedra que encuentro en un terreno desértico no puede
ser valorado moralmente, ya que no afecta a los intereses de otro (si se trata,
por supuesto, de un lugar deshabitado); en cambio, levantar una piedra en la
calle, evitando con ello un peligro a un transeúnte, sí tiene un significado moral.
Así, pues, puedo atribuir valor moral a un acto si y sólo si tiene consecuencias
que afectan a otros individuos, a un grupo social o la sociedad entera.
Al tener que tomar en cuenta esta relación entre el acto de un individuo y los
demás, el objeto de la valoración se inscribe necesariamente en un contexto
histórico-social, de acuerdo con el cual dicha relación adquiere o no un sentido
moral. Veamos, por ejemplo, lo que sucede a este respecto con una actividad
humana como el trabajo. En una sociedad basada en la explotación del hombre
por el hombre y, más particularmente, en la de la producción de plusvalía, la
actividad laboriosa es puramente económica, y carece de significado moral.
Para el propietario de los medios de producción, que se apropia a su vez de los
productos creados por el obrero, le son indiferentes las consecuencias de su
trabajo para el mismo, es decir, para el trabajador como hombre concreto, o
para los demás en su existencia propiamente humana. El trabajo escapa así a
toda valoración moral; es un acto puramente económico, y como tal lucrativo.
Para el obrero que no se reconoce en su trabajo y que ve a éste como un
medio para subsistir, carece también de significación moral; sólo un estímulo
material, meramente económico, puede impulsarle a realizarlo. En esas
condiciones sociales concretas, no se podría reprobar moralmente el modo
como ejerce su actividad. Otra cosa sucede en una sociedad en la que el
trabajo deja de ser una mercancía y éste recobra su significación social, como
actividad creadora que sirve a la sociedad entera. En esas condiciones, rehuirlo
o efectuarlo exclusivamente por un estímulo material se convierte en un acto
reprobable desde el punto de vista moral. Vemos, pues, que los actos humanos
no pueden ser valorados aisladamente, sino dentro de un contexto histórico-
social en el seno del cual cobra sentido el atribuirles determinado valor.
Así, pues, por el valor atribuido, por el objeto valorado y por el sujeto que
valora, la valoración tiene siempre un carácter concreto; o sea, es la atribución
de un valor concreto en una situación dada.
Veamos ahora las tesis fundamentales del hedonismo, así como las
dificultades que suscitan:
Por último, al hedonismo ético en general puede hacérsele la misma crítica que
a todo subjetivismo axiológico, ya que reduce un valor «lo bueno» en este caso
a reacciones psíquicas o vivencias subjetivas. Y se le puede objetar asimismo
que comete la falacia lógica que estriba en deducir, de un juicio de hecho
acerca del comportamiento psicológico de los hombres («todos los hombres
desean el placer como fin»), un juicio de valor («sólo el placer es bueno»). El
juicio de hecho actúa como premisa; el de valor, como conclusión. Ahora bien,
como se acepta generalmente desde Hume, es ilegítimo desde el punto de
vista lógico pasar de semejante premisa a tal conclusión.
¿Qué es entonces lo que puede ser bueno de un modo absoluto, sin restricción
alguna, en toda circunstancia y en todo momento, y cualesquiera que sean los
resultados o consecuencias de nuestra acción?
Pero esta buena voluntad no debe ser confundida con un mero deseo que se
quede sólo en eso, sin echar mano de todos los medios de que dispone, o en
una simple intención que no va más allá de ella, es decir, sin intentar ponerla
en práctica. Por el contrario, se trata de un intento de hacer algo, aunque
ciertamente no se consiga lo que se quería, o aunque las consecuencias de
nuestra acción no respondan a nuestro propósito. Por ello dice también Kant,
en la misma obra, tratando de que quede bien claro lo que entiende por «buena
voluntad»: «Aun cuando se diera el caso de que, por una particular ingratitud
de la fortuna, o la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por
completo a esa voluntad la facultad de realizar su propósito; incluso si, a pesar
de sus mayores esfuerzos, no pudiera conseguir nada y sólo quedase la buena
voluntad no, desde luego, como un mero deseo, sino como el acopio de todos
los medios que están a nuestro alcance, sería esa buena voluntad como una
joya que brilla por sí misma, como algo que tiene en sí mismo su pleno valor.
La utilidad o la inutilidad no pueden añadir ni quitar nada a ese valor».
Pero ¿qué voluntad es esta y dónde podemos hallarla? Esta buena voluntad,
independiente de las circunstancias y de las inclinaciones e intereses humanos
concretos, y sólo determinada por la razón, no es la voluntad de los hombres
reales, determinados histórica y socialmente, e insertos en la malla de las
exigencias, intereses y aspiraciones de su existencia efectiva. Lo bueno, así
concebido como «buena voluntad», se inscribe en un mundo ideal, a histórico e
intemporal, que se convierte para los hombres reales en un nuevo «más allá».
3)Si en cada acto moral no puedo desentenderme del que es afectado por él,
no puedo ignorar entonces las consecuencias que lo afectan práctica y
efectivamente, aunque no afecten a mi «buena voluntad».
4)Si el otro como persona debe ser tomado en cuenta, ¿por qué hemos de
preferir una voluntad buena, pero impotente, o que siendo pura puede incluso
acarrearle males, a una voluntad no tan «buena» o tan «pura» que, sin
embargo, le aporta más bien al otro?
5)Si la «buena voluntad» no basta para evitar a otro las malas consecuencias
de su acción, ¿puede desentenderse el sujeto de ella, de lo que pudiera evitar
esas consecuencias negativas; ¿por ejemplo, el conocimiento de determinadas
circunstancias? O también, ¿una «buena voluntad» que, por ignorancia de las
circunstancias, que pudo y debió conocer, tiene consecuencias negativas para
otro, podría ser considerada verdaderamente buena?
6)Al privar de todo valor moral a lo que se cumple por un impulso o inclinación,
y admitir sólo como bueno lo que se cumple por deber, surgen una serie de
dificultades. ¿Quién es más bueno moralmente: ¿quién no roba por la
convicción de que ése es su deber, o el que se abstiene de hacerlo no por esa
convicción, sino tras de una larga y dura lucha para vencer sus tentaciones é
inclinaciones? ¿Por qué el ladrón que ha de recorrer un duro y, a veces, largo
camino para abstenerse de robar habría de tener menos valor moral que el que
se abstiene de hacerlo, sin necesidad de librar esa dura lucha, porque está
plenamente convencido de que ése es su deber? Pero, por otro lado, si
consideramos que el ladrón, en este caso, es más bueno moralmente, nos
encontraríamos entonces con la paradoja de que el hombre más conformado o
más hecho desde el punto de vista moral tendría menos valor, al 'actuar, que el
menos conformado moralmente. Pero la paradoja sólo se produce por esta
tajante oposición kantiana entre actuar por deber, y cualquier otro tipo de obrar
que no tenga por base este motivo, aunque se trate de un obrar conforme al
deber.
La primera pregunta se justifica para disipar una falsa idea del utilitarismo,
entendido en un sentido egoísta, que se halla bastante extendida, y de acuerdo
con la cual lo bueno sólo sería lo útil o provechoso para mí; es decir, lo que
contribuye al bienestar de un individuo, independientemente de que sea
también ventajoso para otras personas, o para la sociedad entera. En una
concepción de este género, sería inconcebible el sacrificio de uno en aras de
otro, o de la colectividad. El utilitarismo así concebido sería una forma de
egoísmo ético, pero no es esto lo que sostienen los grandes pensadores
utilitaristas antes citados.
Pero ¿cómo conciliar los diversos intereses «1 de los demás y el mío cuando
entran en conflicto? Un conflicto de este género puede presentarse, por
ejemplo, cuando un país pequeño es agredido por una potencia extranjera, y se
libra entonces una guerra justa, defensiva y patriótica. El interés personal
exige, por un lado, conservar la propia vida, o no renunciar a las comodidades
de ella, pero el interés general reclama, por el contrario, renunciar a dichas
comodidades y arriesgar la vida incluso en el campo de batalla. El utilitarismo
aceptará en este caso el sacrificio del interés personal, de la felicidad propia o
incluso de la propia vida, en aras de los demás, o en beneficio de la comunidad
entera. Pero este sacrificio no lo considerará útil o bueno en sí, sino en cuanto
que contribuye a aumentar o extender la cantidad de bien para el mayor
número. Incluso el ofrendar la vida, en este caso, será útil o provechoso (es
decir, bueno), porque de lo contrario se acarrearía más mal (o sea, las
consecuencias serían peores) que cualquiera otro acto que se realizara en
lugar de él.
Así, pues, lo bueno (lo útil) depende de las consecuencias. Un acto será bueno
si tiene buenas consecuencias, independientemente del motivo que impulsó a
hacerlo, o de la intención que se pretendió plasmar. O sea;
independientemente de que el agente moral se haya propuesto o no que un
acto suyo sea ventajoso para él, para los demás o para toda la comunidad, si el
acto es beneficioso por sus consecuencias será útil, y, por consiguiente, bueno.
Pero, como las consecuencias sólo podemos conocerlas después de realizado
el acto moral, se requiere siempre una valoración o un cálculo previos de los
efectos o consecuencias probables, que Bentham incluso trató de cuantificar.
El utilitarismo considera, pues, lo bueno como lo útil, pero entendido no en un
sentido egoísta ni altruista, sino en el general de lo bueno para el mayor
número de hombres. Con esto, tenemos la respuesta a la primera pregunta:
¿Útil para quién? Veamos ahora la segunda.
Pero, por otro lado, las dificultades crecen si se tiene en cuenta que, en una
sociedad dividida en clases antagónicas, el «mayor número posible» tropieza
con límites insuperables impuestos por la propia estructura social. Así, por
ejemplo, si el contenido de lo útil se ve en la felicidad, el poder o la riqueza,
veremos que la distribución de estos bienes que se consideran valiosos no
puede extenderse más allá de los límites impuestos por la propia estructura
económico-social de la sociedad (tipo de relaciones de propiedad, correlación
de clases, organización estatal, etc.). Finalmente, por no tener presente las
condiciones histórico-sociales en que ha de aplicarse su principio, el utilitarismo
olvida que, en las sociedades basadas en la explotación del hombre por el
hombre, la felicidad del mayor número de hombres no puede ser separada de
la infelicidad que la hace posible. Si, a título de ejemplo, tenemos presente la
sociedad esclavista griega y, particularmente, la poli ateniense, veremos que la
felicidad del mayor número (de hombres libres) tenía por base la infelicidad de
un número mayor aún (de esclavos). Lo mismo cabe decir de una sociedad
colonial en la que la felicidad del mayor número (la minoría de los
colonizadores) se da sobre la base de la infelicidad de la inmensa mayoría (los
colonizados) o cuando se trata de un Estado industrial, regido por la ley de la
producción de la plusvalía, y en el cual con el progreso de la industria y la
técnica, y el incremento de bienes de consumo, la infelicidad del hombre
manipulado o cosificado no hace más que extenderse, aunque a veces no sea
consciente siquiera —a tal punto llega su enajenación-^ de su propia
infelicidad.
Vemos, pues, que lo bueno se da en una peculiar relación entre los intereses
personales y colectivos. Partiendo de que el individuo es un ser social, y de que
la sociedad no es un conglomerado de átomos sociales, individuo y sociedad
se implican necesariamente, y de ahí su relación necesaria en la que no
podemos aislar o hipostasiar ninguno de los dos términos. Pero la necesidad
de esa relación no significa que históricamente hayan estado siempre en una
vinculación adecuada: justamente la que constituye la verdadera esfera de lo
bueno.
1). Lo bueno entraña, en primer lugar, una primera y limitada superación del
círculo estrecho de mis intereses exclusivamente personales. Es entonces, no
sólo lo bueno para mí, sino para un círculo inmediato de personas con cuyos
intereses se conjuga el mío propio (la familia, el grupo de compañeros de
trabajo o de estudio). Al conjugar estos intereses personales con los de otros, a
los que me siento vinculado más directa e inmediatamente, se rebasa el
egoísmo individualista. Sin embargo, la bondad no se asegura
automáticamente por esta conjugación ^todavía limitada— de lo individual y lo
general. En efecto, puede ocurrir que la superación de mi egoísmo individual
adopte la forma de una ampliación de éste para convertirse en el egoísmo de
un círculo cerrado o de un estrecho grupo. El principio del egoísmo, en este
caso, no hace más que extender sus límites, dejando subsistir, con ello, en otro
plano, el conflicto entre lo particular y lo universal. Es lo que sucede, por
ejemplo, cuando los gobernantes de una potencia imperialista, en nombre de
sus intereses egoístas nacionales, oponen estos intereses a los de otros
pueblos. El egoísmo colectivo o nacional, en este caso, no ha hecho más que
ampliar los límites del individualismo egoísta.