Dialnet LaComunidadCrisolDeLaRenovacion 6021154
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Cf. J.J. Sánchez, «Ateísmo»: X. Pikaza y N. Silanes, Diccionario teológico ‘El Dios
cristiano’, Salamanca 1992, 112-114. A partir de ahora, esta obra en colaboración se citará DTDC.
Con acierto el Concilio asume este principio como una de las claves del
diálogo ecuménico (cf. UR 4gh). En esta ocasión trae una referencia considerada
agustiniana. Pero me fijo en el texto que inicia su argumentación sobre la unidad
(cf. UR 2a):
No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra,
creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos
también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Jn
17,20-21).
Juan Pablo ii percibe la importancia de este mensaje, lo traduce en una de
sus encíclicas, de claro sesgo ecuménico (cf. Ut unum sint), y lo propone para
el cumplimiento de todos los cristianos. La Iglesia de los umbrales del siglo xxi
será creíble si vive unida, enraizada en Cristo; si hermana a todos los hombres
en Cristo, si contribuye a que todos vivan como hijos de un mismo Padre (cf. Mc
3,31-35).
Para mi propósito baste destacar que, en la comunidad joánica, que vive la
escisión de los nazarenos con respecto a la sinagoga (cf. Jn 6; 7-9), el evangelista
subraya que la unidad, la común-unión de todos, es el mayor factor de credibili-
dad de la persona y del mensaje de Jesús. También en las Cartas el testimonio de
los discípulos tiene por objeto la unidad: «Que también vosotros estéis en comu-
nión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo,
Jesucristo» (1Jn 1,3)2.
La tradición cristiana ha reformulado este pensamiento a lo largo de los
siglos, sin perder ni un ápice de su frescura. En muchas ocasiones, la credibilidad
de la unión de los cristianos viene dada por el vínculo que la facilita: el amor
fraterno, ya que es vestigio histórico del agente de comunión por antonomasia,
el Espíritu, y ya que se erige en el signo de credibilidad más contrastado3. De
todos es conocido el marco del famoso aforismo de Tertuliano: ‘¡Mirad cómo se
2
Sobre la importancia de la comunión y la unidad en la eclesiología joánica, cf. G. Sánchez
Mielgo, La unidad de los creyentes, Salamanca 2008.
3
Cf. M. Gelabert, «La credibilidad del Dios cristiano en nuestro contexto histórico-cultu-
ra» Estudios Trinitarios 41 (2007) 351-377.
216 enrique gómez
Textos como éstos sirven de quicio para esta reflexión sobre la comunidad
agustino-recoleta como motivo de credibilidad y crisol de la renovación. Nuestra
consagración agustiniana será auténtica y significativa en tanto en cuanto resista
el horneo en las brasas de la comunión de vida. En realidad este pensamiento ya
lo encontramos en nuestro padre cuando escribe acerca de la experiencia comu-
nitaria y sus conflictos, y llama la atención sobre la importancia de entender la
comunidad como crisol, como realidad en la que se verifica si los que se sienten
llamados son realmente los elegidos para vivir esta forma de vida evangélica:
«Muchos prometieron que habían de observar aquella vida santa, que habían de
tener todas las cosas en común y no llamar a nada suyo, que habían de tener una
sola alma y un solo corazón en Dios; pero fueron arrojados al crisol y se quebraron»
(en. Ps. 99, 11)5.
El contexto de esta cita es el de las comunidades reales, no el de las ideales.
Agustín es consciente de la trascendencia de no sobrevalorar la comunidad, como
si de un puerto seguro se tratara (cf. en. Ps. 99, 10.12)6, omitiendo los conflictos
4
Cf. Tertuliano, Apologético 39, basado en Jn 13,34-35.
5
Desarrollo de esta idea de la comunidad como crisol en T.J. van Bavel, Carisma: comuni-
dad. La comunidad como lugar para el Señor, Madrid 2004, 115-133.
6
«La fraternidad no es una meta tranquila y conquistada de una vez por todas y para siem-
pre» (P.G. Cabra, Para una vida fraterna, Santander 1999, 25).
la comunidad, crisol de renovación 217
que siempre surgen por nuestra propia condición de humanos (cf. en. Ps. 99,9.11-
12; 132,4; ep. 78,8-9; s. 73A,3), pues eso mismo acarrearía su mayor degrada-
ción. Por el contrario, sólo las comunidades reales, dinámicas, pueden ser signo
de renovación para la humanidad: señalan que una determinada forma de vida es
posible (y necesaria).
Además, lo hacen de manera humana y asistidos por la gracia. Tienen como
clave de vida Ef 4,2-3: «Soportándoos unos a otros, por amor, poniendo empeño
en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz», y Gál 6,2: «Ayu-
daos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo»; y no
el aislamiento y el vivir sin comunidad, tan tranquilizador para algunos (cf. en.
Ps. 99,9). Para el Hiponense, por tanto, la perfección de vida radica en convivir
unidos, soportándose unos a otros con amor y llevando mutuamente la cargas de
todos (cf. en. Ps. 132,9).
Éste ha sido uno de los aciertos de la relectura y reforma de las Constitu-
ciones. Así, en su n. 18 se añade un párrafo que completa el plano desiderativo e
ideal del carácter comunitario con una mirada, al mismo tiempo real y esperanza-
da, a la situación de nuestra vida comunitaria:
«No obstante, los hermanos deben ser conscientes también de que toda realidad
cristiana se edifica sobre la debilidad humana, y de que somos hombres y entre
hombres vivimos, por lo que la perfecta comunión de los creyentes es la meta final
en la ciudad celeste. La comunidad es así tarea continua de edificación y esfuerzo
por superar los conflictos con la ayuda del Espíritu, sin dejarnos descorazonar ante
ellos, sino sobrellevando mutuamente las cargas, y soportándonos unos a otros por
amor»7.
Así, pues, la comunidad se convierte en crisol de vida evangélica porque en
ella se autentifica lo que estamos llamados a ser, aunque no lleguemos a serlo en
plenitud en nuestro tiempo.
Es verdad que esta comprensión de la comunidad como crisol puede in-
terpretarse en otro sentido: el de la vida comunitaria como una penitencia. La
convivencia es una dimensión apasionante del ser humano, pero nadie niega sus
complicaciones y enredos. Por ello a veces se destaca la prueba que supone vivir
unidos, convirtiéndose en la ascesis más profunda que pudiera realizar el hombre8.
7
Además de la referencias bíblicas (cf. Gál 6,2; Ef 4,2) y de la rica teología agustiniana
sobre la comunidad real contenida en estas líneas, es de destacar la influencia y exposición de VFC
26.
8
El documento La vida fraterna en comunidad se refiere a la vida comunitaria como sacri-
ficio, como la ‘máxima penitencia’, en el número dedicado a los desadaptados de la comunidad (cf.
VFC 38). Comentando el capítulo correspondiente de la Regla agustiniana, T. Tack afirma que «no
es preciso que los que viven en comunidad se formulen la pregunta de cómo seguir a Cristo más
218 enrique gómez
de cerca. Ya tienen trazadas su penitencia y mortificación básicas» (T. Tack, Si Agustín viviera. El
ideal religioso de san Agustín hoy, Madrid 1990, 97). Quizá esta concepción pueda derivarse de al-
gunas expresiones agustinianas, como: «¿Qué soportará quien al hermano no soporta?» (ep. 48,3);
pero es justo destacar que en estos pensamientos subyace, principalmente, el principio de soportarse
mutuamente por y con amor, como se desprende del marco de esta carta.
9
Cf. N. Cipriani, San Agustín. La Regla, Madrid 2009, 140-145; T.J. van Bavel, Agustín de
Hipona. Regla para la comunidad, Iquitos 1986, 95-98.
10
«Si hay algún banco de pruebas para la vida consagrada del futuro, no puede ser otro
que la comunidad, raíz de toda identidad verdadera y del auténtico apostolado» (U. Sartorio); «la
comunidad, y el hacer comunidad, es un lugar estratégico para la renovación de la vida consagrada,
es el camino mismo de la renovación, es su corazón y su centro» (A. Cencini) (ambos citados por
J. Rovira Asumí, La vida consagrada hoy. Renovación, desafíos, vitalidad, Madrid 2011, 174-175;
cf. M.A. Asiaín, «Comunidad. 2. Reflexión teológica»: A. Aparicio Rodríguez y J. Canals Casas
(Dirs.), Diccionario teológico de la vida consagrada, Madrid 1989, 287. A partir de ahora, esta obra
en colaboración se citará DTVC.
la comunidad, crisol de renovación 219
11
Cf. J. Sobrino, «Extra pauperes nulla salus (pequeño ensayo utópico-profético)»: Id.,
Fuera de los pobres no hay salvación, Madrid 2007, 75-78. Interesante actualización de la teología
del resto para nuestra época nihilista en F. Ramis Darder, La comunidad del Amén. Identidad y
misión del resto de Israel, Salamanca 2012. Esta transmutación de lógicas está acorde con las re-
flexiones agustinianas sobre la humildad y la soberbia, sobre las que volveré más adelante (cf. D.W.
Reddy, «Humildad», y «Humilde»: A.D. Fitzgerald (Dir.), Diccionario de san Agustín, Burgos
2001, 653-663. –A partir de ahora citaré esta obra en colaboración DA–; A.B. Chappell, «La humil-
dad en san Agustín»: Aa.Vv., Elementos de una formación agustiniana, Roma 2001, 109-126).
12
Cf. A. Torres Queiruga, La revelación de Dios en la realización del hombre, Madrid
1987, 324-333; Id., Repensar la revelación, Madrid 2008, 336-344; Id., El diálogo de las religio-
nes, Santander 1992, 18-21.
220 enrique gómez
auténtico soberano del pueblo y si éste seguirá sumido en la servidumbre o si, por
el contrario, comenzará para él una vida nueva, como si de una nueva creación se
tratara13. Dios se sirve de su pueblo para revelar su poder y su gloria, consistente
en esa nueva vida en libertad.
Pero, más que fijarme en lo que Dios hizo con su pueblo, atiendo a lo que
requiere de él. Le exige que no sea como los demás pueblos, tal como se des-
prende tanto de los sustratos más sacerdotales y cúlticos, como de los sociales y
fraternos posteriores (cf. Dt 15,1-18; Lv 25,35-55), y, significativamente, de las
motivaciones expresas de la ley partiendo del acontecimiento original del éxodo
(cf. Éx 20,2; 22,20; 23,9; Lv 25,38.55; Dt 5,6; 15,15; 24,17-18) y el consiguiente
espíritu que en ellas subyace. El pueblo es consciente de que la liberación se rea-
liza a través de esa ley (cf. Dt 6,20-24). La diferencia social exigida por Dios, por
tanto, viene dada en la ley: una ley de libertad que impedirá volver a ser esclavos
y a hacer esclavos (cf. Lv 25,39-43)14.
La comunidad distinta brotada de la salida de Egipto, sociedad estratifica-
da y centralizada, ha de explicitar ante el mundo el modo de ser de la auténtica
comunidad: una sociedad descentralizada, una comunidad de iguales, una comu-
nidad de hermanos (cf. Lv 25,35-36.39; Dt 15,12). Vivir la ley dada por Dios con-
siste en generar comunidades humanas al estilo divino: comunidades que tengan
las mismas actitudes y obren las mismas obras que Dios. Se trata de una sociedad
de hechura divina, porque Dios es Dios y no hombre (cf. Os 11,7-9).
Asimismo, amparándome de nuevo en la alianza como el baluarte de los
valores contraculturales queridos por Dios frente a los sistemas terrenos, hemos
de leer la teología subversiva contenida en el libro del Deuteronomio, memoria
del redescubrimiento de la ley. En este caso, el sistema ante el que se levanta la
comunidad elegida viene representado por Asaradón y sus tratados de vasallaje15.
13
Cf. F. García López, El Pentateuco, Estella 2003, 146-149, 158-163.
14
Cf. F. García López, La Torá. Escritos sobre el Pentateuco, Estella 2012, 66-81, 345-361;
J.L. Sicre, Introducción al Antiguo Testamento, Estella 2011, 145, 155; N. Lohfink, A la sombra de
tus alas. Nuevo comentario de grandes textos bíblicos, Bilbao 2002, 73-92.
15
Cf. F. García López, El Pentateuco…, 278-279.
la comunidad, crisol de renovación 221
pueblos de la tierra (cf. Mt 15,13; 5,14-16), tal como muestra la injusticia his-
tórica y denuncian los profetas16. El pueblo libre se había encaminado hacia la
esclavitud y mantenía en una vida esclava, muchas veces de la ‘ley de libertad’,
a gran parte de sus miembros. Era preciso refundar el simbolismo del pueblo
sobre una nueva estructura social que explicitara que los valores ensalzados por
la sociedad imperial y sacral no eran los queridos por un Dios Padre, fundamento
de la contraculturalidad cristiana por antonomasia (cf. Mt 5,33-37; 5,44ss.; 6,5-
14.24.25-34; 20,1-16; Lc 15,11ss.).
Desde esta perspectiva se puede presentar la comunidad de Jesús, y espe-
cialmente los doce, como una comunidad de contraste, una nueva sociedad fun-
damentada en los valores negados por una cultura dominada por la inflexibilidad
de la pureza, del honor y del dominio17. Por eso, los dos valores primordiales del
ethos cristiano primitivo serán el amor al prójimo sin distinción, sea enemigo, pe-
cador, extranjero, extrafamiliar (cf. Mt 5,43; Lc 7,36; 10,25; 14,26), y la renuncia
al status (cf. Lc 14,11; 18,14; Mt 23,12; Mc 9,35; 10,43), condición indispensable
para amar sin medida18.
Sin resultar exhaustivos, y estimando que el sermón de la montaña se consti-
tuye en la carta fundacional de ese nuevo orden social (cf. LG 31b; Const. 277c),
los autores caracterizan la nueva comunidad desde la identificación con el Maes-
tro o su seguimiento (cf. Mt 16,16; Mc 3,14; Jn 14,15.21; Mc 1,18; 2,14); la
participación de su Espíritu (cf. Jn 1,16; 14,16-19; 16,7) y la confianza radical en
el Padre (cf. Mt 6,25-34; Lc 12,16-21.22-31); la vivencia de la dignidad y de la
libertad adquiridas por el esposo (cf. Mc 2,15.18; 14,18; Mt 8,11; Jn 8,32.36); la
igualdad desde la amistad y la fraternidad (cf. Mt 23,9; 12,49-50; 19,30-20,16;
3Jn 15; Mc 2,17.19; Lc 12,4; Jn 15,15; Mc 3,35; Jn 20,17); la inclusión perso-
nalizante y convivial (cf. Mc 2,1ss.; Mt 8,5-13; Lc 14,15-24) y la invitación a
la reconciliación incondicional (cf. Mt 5,23; 18,21-35); la solidaridad (cf. Mt
5,3; 16,24; 6,19-21.24; Mc 6,34-45; 8,1-9) y el servicio desinteresado (cf. Mc
9,33bss.; 10,32ss.; Lc 22,24-27); el repudio al poder, a la posesión y a la violen-
cia necesaria para garantizarlos (cf. Mt 5,21-22; Mc 10,25; St 2,5; Mt 5,38-42)19.
16
Cf. J.L. Sicre, Introducción al profetismo bíblico, Estella 2011, 395-417; Id., ‘Con los
pobres de la tierra’. La justicia social en los profetas de Israel, Madrid 1984; P. Jaramillo Rivas,
La injusticia y la opresión en el lenguaje figurado de los profetas, Estella 1992.
17
Cf. C.J. Gil Arbiol, Los valores negados, Estella 2003; E. P. Sanders, La figura histórica
de Jesús, Estella 2000, 219-227; B.J. Malina, El mundo del Nuevo Testamento, Estella 1995.
18
Cf. G. Theissen, La religión de los primeros cristianos, Salamanca 2003, 87ss.
19
Cf. J. Mateos y F. Camacho, El horizonte humano. La propuesta de Jesús, Córdoba 1992,
144-161; G. Lohfink, La Iglesia que Jesús quería, Bilbao 1986, 49-59, 134-144, 169-176; Id., El
sermón de la montaña, ¿para quién?, Barcelona 1989, 113-182; X. Alegre, Memoria subversiva
222 enrique gómez
Aun con todo, la primitiva comunidad tampoco fue fiel al ideal comunitario
anhelado por Jesús. El signo de contradicción radical supuesto por la crucifixión
pronto se suaviza y se amolda a un estilo de vida menos exigente que permitiera
disfrutar de ciertos gustos. Contra dicha acomodación y a favor de la resisten-
cia escatológica que debería significar la comunidad de Jesús frente al Imperio
se alzan la teología paulina de la debilidad, de la cruz y de la gracia (cf. 1Cor
1,18.23-24.27; 2Cor 12,9-10)20, la teología antitriunfalista marcana (cf. Mc 8,29-
30; 10,42-45; 16,1-8)21 y la teología política del Apocalipsis (cf. Ap 4-20)22, entre
otras.
y esperanza para los pueblos crucificados, Madrid 2003, 171-201; J.Mª. Castillo, La alternativa
cristiana. Hacia una Iglesia del pueblo, Salamanca 1978.
20
Cf. G. Barbaglio, Jesús de Nazaret y Pablo de Tarso. Confrontación histórica, Salamanca
2009, 256-278, 304-324, 337-353; J.M. González Ruiz, La cruz en Pablo. Su eclipse histórico,
Santander 2000, 15-71; J. Becker, Pablo, el apóstol de los paganos, Salamanca 1996, 241-263.
21
Cf. G. Theissen, La redacción de los evangelios y la política eclesial, Estella 2002, 25-39;
X. Alegre, Memoria subversiva… 87-130; M. Ebner, «El evangelio de Marcos y el ascenso de la
dinastía Flavio»: Selecciones de teología 204 (2012) 260-265.
22
Cf. X. Alegre, Memoria subversiva…, 25-86.
23
Entiéndanse aquí ciertas interpretaciones de la fuga del mundo como un estar ajenos a los
problemas de los hombres de su tiempo. Curioso desde esta perspectiva, aunque centrado en los
primeros pasos de la vida religiosa, eminentemente anacoreta, cf. J.Mª. Castillo, El futuro de la
vida religiosa. De los orígenes a la crisis actual, Madrid 2004 (esp. 172ss.). En la p. 174 defiende
que el monacato antiguo se centraba más en una forma de ser que de hacer, aspecto que aplicará, en
forma de pregunta, a nuestro tiempo (cf. Ib., 195-196).
24
Cf. X. Pikaza, Sistema, libertad, Iglesia, Madrid 2001; A. González, Reinado de Dios e
Imperio, Santander 2003; R. Horsley, Jesús y el Imperio, Estella 2003.
la comunidad, crisol de renovación 223
25
Recientemente, otro autor afirma que la comunidad, y máxime una comunidad evangélica,
es en sí contracultural porque implica pertenencia total, permanente y gratuita (cf. L.A. Gonzalo
Díez, «La reestructuración es cuestión de comunidad»: Suplemento Vida Nueva ‘Con Él’, Enero
(2012) 1). En el mismo sentido, P. Lécrivain, quien asegura: «Una comunidad religiosa es un lugar
de esperanza donde unos hombres o unas mujeres se esfuerzan por vivir nuevos comienzos evan-
gélicos», por lo que cada comunidad ha de ser «un laboratorio de innovaciones» (P. Lécrivain, Una
manera de vivir. Proponer la vida religiosa hoy, Madrid 2010, 203). Buen desarrollo de la comuni-
dad religiosa como «parábola del reino», «profecía de nueva humanidad», «aguijón comunitario en
una Iglesia masificada», «signo de los tiempos», cf. A. Aláiz, La comunidad religiosa. Profecía de
nueva humanidad, Madrid 1991, 40ss.
224 enrique gómez
fijación en nuestras imperfecciones y conflictos (cf. VFC 26; Const. 18). O, dicho
de otra manera, caer en la cuenta de que la renovación de la humanidad viene
dada por el modo de vivir en comunidad.
26
Cf. J. Sobrino, «La salvación que viene de abajo. Hacia una humanidad humanizada»:
Concilium 314 (2006) 30.
27
Cf. J. Sobrino, «Seguimiento de Jesús»: C. Floristán y J.J. Tamayo (Eds.), Conceptos
fundamentales del cristianismo, Madrid 1993, 1294; D.G. Groody, Globalización, espiritualidad y
justicia, Estella 2009, 333-370. Este anhelo, sin obviar su dimensión escatológica, acontece ya en
la encarnación, según nuestro padre, porque en ella somos constituidos hijos y, consiguientemente,
hermanos (cf. ep. Io. tr. 8,14; trin. 5,7,11; s. 57,2,2).
28
Cf. G. Lypovetsky, La era del vacío, Anagrama, Barcelona 1986; H. Béjar, El ámbito
íntimo. Privacidad, individualismo y modernidad, Madrid 1988.
la comunidad, crisol de renovación 225
29
Cf. J. López y Mª.B. de Isasi, «Realidad actual de la vida religiosa. Datos fundamentales
de su vida y de su misión»: Usg, Carismas en la Iglesia para el mundo. La vida consagrada hoy,
Madrid 1994, 86-87.
30
Cf. E. Mounier, Manifiesto al servicio del personalismo, Madrid 1967; C. Díaz, ¿Qué es
el personalismo comunitario?, Madrid 2002; J.M. Burgos, Introducción al personalismo, Madrid
2012, 87ss.
31
Cf. P. Romero, Comunicación y vida comunitaria. Cuestiones psicosociales y posibilida-
des, Madrid 1997, 7.
32
Cf. VFC 46; J. Martín Velasco, Ser cristiano en una cultura posmoderna, Madrid 1997,
41-65; D.J. Nygren y M.D. Ukeritis, «Tradición en transformación: identidad y misión de la vida
consagrada en Estados Unidos»: USG, Carismas…, 19-20; G. Fernández Sanz, «Callar, escuchar,
hablar. Tres verbos de la comunidad religiosa»: Aa. Vv., Soledad, diálogo, comunidad, Madrid
2000, 306ss; 311ss.; 322s.; J. Comblin, Cristianos rumbo al s. xxi, Madrid 1997, 180-192; E. Rojas,
El hombre light. Una vida sin valores, Madrid 1993; J. Rovira Asumí, La vida consagrada hoy…,
165-166.
33
«El modelo de dependencia ha sido sustituido por el de participación, pero a veces ha
desembocado en independencia» (F. Ciardi, «La vida fraterna en común»: USG, Carismas…, 171).
Otros autores desarrollan certeramente la ‘herejía de mi trabajo’ y el ‘silencio funcional’ de quien
pasa de todo siempre y cuando no lo afecte personalmente (cf. L.A. Gonzalo Díez, «La reestructu-
ración…», 3-5).
226 enrique gómez
34
J. Martín Velasco, Ser cristiano… 55.
35
J. López y Mª.B. de Isasi, «Realidad actual…», 94.
la comunidad, crisol de renovación 227
36
V.D. Canet, «Soledad y red social»: Aa. Vv., Soledad, diálogo… 223.
37
D. Natal, «Dar alas a la esperanza. Recuperar la persona y renovar la confianza social»:
Aa. Vv., Soledad, diálogo… 125.
38
Cf. M. de Unamuno, San Manuel Bueno, mártir, Madrid 1990.
228 enrique gómez
este fenómeno afirmando que en los conventos permanecen personas que se han
quedado, pero no iluminan con su vida, como reclama el evangelio. Se pierde a
pasos agigantados la inquietud propia de buscar sin descanso el único necesario
que mueve nuestra existencia y nuestras opciones vitales, para asumir la medio-
cridad, el aburguesamiento y la mentalidad consumista del instante, cuando no
un hedonismo ramplón. De ahí que no chirríe la acusación de ateísmo en la vida
consagrada y se señalen rasgos propios de cierto agnosticismo e indiferentismo
que difícilmente hacen de nosotros mystagogos39.
Concluyo este análisis con una acertada radiografía que R. Lazcano perfilara
hace ya un decenio sobre la situación por la que atravesaban entonces nuestras
comunidades:
«El drama de la sociedad actual está en que no existen verdaderas relaciones per-
sonales y vivimos atrapados por la prisa, el ruido, y el individualismo. Nuestras
comunidades se han vuelto borrosas, sin palabras, incomunicadas e instaladas en
un dulzón aletargamiento, en donde se constata que cada uno va a lo suyo, nadie se
interesa por nada ni nadie. Son las comunidades en las que no interesa el nombre
de sus miembros, a los otros los hemos olvidado o bien canjeado por el vertiginoso
ritmo de nuestras actividades. Ahora lo imprescindible en la vida comunitaria son
los teléfonos móviles y la conexión a Internet, a cambio, claro está, de la tan ansiada
calidad de vida de la comunidad de hermanos o hermanas. Ganamos, no obstante,
y nos superamos de día en día en estrés, hedonismo y eficacia, cuyo componente
último no deseado es un inaguantable malestar personal, institucional, social y re-
ligioso»40.
Pues bien, no se puede ser revulsivo para esta sociedad si se asumen los
valores que promulga41. Actuando así, la humanidad literalmente se desangra, de-
bido a la fisura causada por el neoliberalismo actual que tiene en jaque la vida de
tres cuartas partes de la población a causa de la pobreza, el hambre o la sed. Como
39
Cf. N. Tello Ingelmo, Teología despierta de la vida consagrada, Madrid 1994, 81-97.
A. Aláiz habla de ‘religiosos sin Cristo’ y de ‘ateos anónimos’ (cf. A. Aláiz, La comunidad reli-
giosa…, 165-167, 225-229). Como expone algún autor: «Tras haber sobrevivido al comunismo y a
muchas revoluciones de distinto signo, la vida religiosa tiene hoy ante sí el reto del secularismo, y
sus opciones deben responder evangélicamente a muchos mesianismos de última hora: el neolibe-
ralismo económico, la cultura tecnocrática, el hedonismo derrochador, el narcisismo individualista,
los nacionalismos exasperados y el fundamentalismo cultural y religioso, así como la religiosidad
sincretista» (citado por A. Cencini, Vida en comunidad: reto y maravilla, Atenas, Madrid 1996, 42).
40
R. Lazcano, «Presentación»: AA.VV., Soledad, diálogo… 15.
41
Cf. F. Ciardi, La vida fraterna…, 172.
la comunidad, crisol de renovación 229
bien recordara Juan Pablo ii, en un mundo dividido e injusto como el nuestro, el
cristianismo en general, y la vida religiosa y agustiniana en particular, será creí-
ble, y ha de ser creíble, si se presenta como signo de fraternidad, transmitiendo
gozo, esperanza, Espíritu en definitiva (cf. Hch 13,53; VC 41b; 45b; 51; 92ab;
108b; 110c).
En esta perspectiva, el documento La vida fraterna en comunidad subraya
que la comunidad ha de alzarse como enseña contracultural que promueva fra-
ternidad y solidaridad ahí donde haya individualismo, y respeto y promoción de
la persona donde impere autoritarismo y comunitarismo (cf. VFC 52b). En esto
radica la condición de la comunidad como crisol de renovación. Tal como leemos
en otro lugar del mismo documento:
«Es necesario buscar el justo equilibrio, no siempre fácil de alcanzar, entre el respe-
to a la persona y el bien común, entre las exigencias y necesidades de cada uno y las
de la comunidad, entre los carismas personales y el proyecto apostólico de la misma
comunidad. Y esto dista tanto del individualismo disgregante como del comunita-
rismo nivelador. La comunidad religiosa es el lugar donde se verifica el cotidiano
y paciente paso del yo al nosotros, de mi compromiso al compromiso confiado a
la comunidad, de la búsqueda de mis cosas a la búsqueda de las cosas de Cristo.
La comunidad religiosa se convierte, entonces, en el lugar donde se aprende cada
día a asumir aquella mentalidad renovada que permite vivir día a día la comunión
fraterna con la riqueza de los diversos dones, y, al mismo tiempo, hace que estos
dones converjan en la fraternidad y la corresponsabilidad en su proyecto apostóli-
co» (VFC 39cd).
Así pues, ¿hemos de dar paso los cristianos, y más concretamente quienes
compartimos el ideal agustiniano, al imperio de la inevitabilidad? ¿Tenemos que
plegarnos al rodillo del individualismo hedonista y del nihilismo intrascendente?
¿Queda algo más que sus sangrantes heridas? Como bien reconocía en uno de sus
congresos la Confer española:
«Estamos perplejos ante el futuro de la humanidad. Hemos asistido al fracaso del
comunismo como sistema válido de organización social. Nos sentimos a disgusto
con una economía de mercado que es, ciertamente, capaz de crear riqueza, pero a
costa de muchos excluidos del sistema y de una naturaleza devastada. Somos tes-
tigos directos de las grandes injusticias que todavía se dan en este mundo global y
tecnificado. ¿Existe alguna alternativa de futuro? ¿Qué nos queda? ¡Nos queda el
milagro de la comunidad! Nosotros no somos políticos ni economistas. No tenemos
una tercera vía original, pero hemos recibido el don de vivir un estilo de vida frater-
na y solidaria que se ha revelado humanizador a lo largo de muchos siglos y que es
un reflejo del Dios en el que creemos»42.
42
Citado por G. Fernández Sanz, «Callar…», 302.
230 enrique gómez
43
Cf. J. Garrido, Identidad carismática de la vida religiosa, Vitoria 2003, 24-25.
44
VC 41; cf. UR 2f; SRS 40c; VFC 10a. De los muchos estudios sobre el impacto de la
concepción trinitaria del Dios cristiano en la vida cristiana y en la estructuración social, cf. K.
Rahner, «El Dios Trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación»:
MS II/1, 361-362; L. Boff, La Trinidad, la sociedad y la liberación, Madrid 1986; E. Cambón, La
Trinidad, modelo social, Madrid 2000; N. Ciola, Cristología y Trinidad, Salamanca 2005, 159-
208; B. Forte y N. Silanes, La Santísima Trinidad: programa social del cristianismo, Salamanca
1999; G. Greshake, El Dios uno y trino, Barcelona 2001, 547-583; M.A. Asiaín, «Comunidad…»,
282-289; M. Díez, «Comunión»: DTVC, 319ss. En acertada matización de J. Cizaurre: «No se trata
sólo de presentar la Trinidad como modelo a ser imitado. Es la propia vida de Dios comunicada
a la comunidad de fieles que les hace poder vivir la comunión en su seno y en profunda relación
con la Trinidad» (J. Cizaurre Berdonces, «La comunión en la Iglesia y en la vida religiosa»: R.V.
Pérez Velázquez y J.R. Ivimas Chanchamire, II Congreso histórico de la Provincia Santo Tomás
de Villanueva de la Orden de Agustinos Recoletos, II, Granada 2011, 843). Aun con todo, esta tesis
ha de matizarse (cf. S. del Cura, «Relevancia social y política de la teología trinitaria: exposición y
comentarios»: Corintios xiii 94 (2000) 133-139; A. González, Trinidad y liberación, San Salvador
1994, 113-142).
45
Cf. N. Cipriani, San Agustín. La Regla… 41-44. El Hiponense también explicita esta
realidad desde la condición social del ser humano inherente a su misma creación, de forma que el
hombre ha sido creado para la comunión con Dios y con el resto de los seres humanos (cf. ciu. Dei
12,21-22; GS 3; 32; VFC 9-10). El enriquecimiento trinitario del texto constitucional presenta esta
realidad de una manera más nítida, subrayando el origen, la realización y la orientación trinitarias
de la comunidad agustino-recoleta (cf. Const. 14, 16, 17, 19, 28, 31), así como vincula a esta dimen-
sión teologal la eclesiológica (cf. Const. 16, 19).
la comunidad, crisol de renovación 231
46
Sigo muy de cerca los siguientes estudios: S. Álvarez Turienzo, «Comunidad en san
Agustín y comunitarismos actuales»: Aa. Vv., Soledad, diálogo…, 23-83; T.J. van Bavel, Caris-
ma…, 85-113; T. Tack, Si Agustín viviera… 9-21. Además, enriquezco la exposición con las intere-
santes apreciaciones de A. Knowles y P. Penkett, Agustín y su mundo, San Pablo, Madrid 2007; T.
Viñas, San Agustín, padre y fundador de su Orden, Cuenca 2006, 29-67; Id., La amistad en la vida
religiosa. Interpretación agustiniana de la vida en comunidad, Madrid 1995, 113-193; J. Oldfield,
«La teología de la vida religiosa»: J. Oroz Reta y J.A. Galindo Rodrigo (Dirs.), El pensamiento de
san Agustín para el hombre de hoy. III. Temas particulares de filosofía y teología, Valencia 2010,
791-816.
232 enrique gómez
47
Cf. D. Natal Álvarez, «Aventuras y desventuras del individualismo actual. Una respuesta
agustiniana»: Estudio Agustiniano 47 (2012) 301-353.
la comunidad, crisol de renovación 233
ensimismada, la compara con el derrotero del hijo pródigo (cf. conf. 2,1,1; 10,18),
que tuvo el coraje de asesinar a su padre en vida y desvincularse totalmente de su
heredad, renunciando por supuesto al sentido de fraternidad (cf. Lc 15, 11-31).
Mas esta búsqueda desemboca en el retorno al cristianismo, donde descubre
un nuevo ideal de verdad, que «determinará su ulterior forma de vida. Aspecto
fundamental de esa forma de vida será su experiencia y ciencia de la verdadera
comunidad»48.
Según este leve desarrollo, se podría aseverar que, a partir de cierto momen-
to en su vida, la búsqueda de la felicidad corre pareja a la consecución de una
experiencia comunitaria que satisfaga su inquietud, sumamente pasional. Así, con
los maniqueos experimenta una forma de solidaridad y de protesta social, con-
secuencia del espíritu de clandestinidad propia de este movimiento49. Pero dicho
modelo vital se inspira en un insincero ideal, como reconoce años más tarde (cf.
mor. 1,34,74; 2,20,74).
Del escepticismo pagano extrae el cultivo de la sabiduría y el ‘otium’ filo-
sófico (cf. conf. 6,14,24). Ocio compartido en un ambiente de amistad (cf. conf.
6,10,16-17; 11,19) y que le proporciona los primeros desarrollos de la comunión
de bienes50. La insuficiencia de los filósofos la encuentra en la ausencia del nom-
48
S. Álvarez Turienzo, «Comunidad…», 36.
49
Cf. P. Brown, Biografía de san Agustín de Hipona, Madrid 1969, 65-72.
50
Este aspecto resulta fundamental para la experiencia comunitaria de Agustín. T.J. van
Bavel, por ejemplo, subraya la comunión de bienes, en el marco de la teología lucana de la pobreza
y de la riqueza, como lo característico de la comunidad apostólica: «La intención de la primera
comunidad cristiana apuntaba a formular una ética comunitaria guiada por el amor y la humildad»
(T.J. van Bavel, Carisma…, 20; cf. Ib., 109). Otros autores ponen de relieve que el significado
primigenio de koinonía parece ser prevalentemente económico, como comunión de bienes materia-
les, si bien el texto lo enriquece posteriormente con otra comunión más profunda: la de los bienes
espirituales, es decir, la unión de corazones (cf. Hch 4,32; 2,44.46.47; 1Cor 11,20); pero sin olvidar
que la comunión económica de bienes visibiliza y hace posible la posterior unión espiritual (cf. S.
Blanco, «Comunidad»: DTVC, 267-268; N. Cipriani, San Agustín. La Regla… 29, 45-67; A. Man-
rique y A. Salas, Evangelio y comunidad. Raíces de la consagración a Dios en san Agustín, Madrid
1978, 75-85). Más explícito resulta un gran estudioso de la teología económica lucana: «Hay que
añadir que la comunión de bienes hace posible la plena y auténtica comunión de almas. Por consi-
guiente, la unión de las almas es causa y efecto de la actitud que lleva a cada uno a considerar sus
bienes como pertenecientes a todos… El ideal que se persigue no es simplemente un despojamiento
ascético, un alejamiento de los bienes de la tierra a causa de una espera escatológica. Tampoco se
trata de ser generosos en la limosna. Se trata de un ideal de caridad que construye sobre nuevas
bases el ideal griego de la amistad» (J. Dupont, citado por A. Cencini, Vida en comunidad…, 212).
Agustín invita siempre a anteponer lo común a lo propio, comenzando por lo material para finalizar
234 enrique gómez
bre de Cristo (cf. conf. 3,4,8; 5,14,25), en la confusión de opiniones que prodigan,
desencadenando el escepticismo (cf. conf. 5,10,19; 14,25), y en la comprensión
aún demasiado corpórea y mortal del alma (cf. conf. 6,16,26).
Por último vuelve al cristianismo, quizás en un primer momento más como
un desahogo y descanso metodológico que como una auténtica convicción (cf.
conf. 5,14,25). Él le posibilita hermanar religión y filosofía (cf. conf. 7,21,27;
8,7,18), de manera que ya no sea el ideal autártico de vida el que siga. Aun con
todo, su experiencia de la fraternidad cristiana no fue en absoluto uniforme. Su
vivencia comunitaria de Casiciaco dista mucho de la del obispo que reconoce las
imperfecciones de las comunidades reales y la necesidad de ampararse una vez
más en el auxilio y la misericordia divinos para seguir progresando en la auténtica
comunión de vida (cf. s. 73A; 355-356; ep. 78,8-9; en. Ps. 99,12).
La primera –Casiaciaco–, por ejemplo, aún se asienta en los cánones clási-
cos, denotando un cultivo del individualismo (cf. conf. 9,4,7-12). En ella adquie-
ren relevancia las lecturas neoplatónicas, el volver a uno mismo y la interioridad
(cf. conf. 7,9,15; 20,26). Asimismo, persiste el hiato entre la filosofía y la autén-
tica sabiduría (cf. conf. 7,20,26). Pero no deja de ser un camino insustituible para
la tan reclamada comunión de bienes y unidad de corazones (cf. retr. I,1,1; ver.
rel. 35,65).
La segunda –Hipona– está curtida en la renovación inherente a la continua
conversión que exige el contacto con la realidad y con la experiencia agraciada
de la comunidad, más como un ideal de vida por acoger que como un edificio por
construir51. Con su ordenación episcopal, el monacato agustiniano se universaliza
y el llevarse mutuamente en la fe, cargando unos con las imperfecciones de los
otros, adquiere una significatividad decisiva. Además, como explica S. Álvarez
Turienzo, a lo largo de los años Agustín ha aquilatado su concepción comunitaria
a golpe de herejía eclesial52.
en lo espiritual (en la misma persona, como leemos en ep. 243,4), consciente de que el dinero, el
poder y la soberbia conducen a la desintegración comunitaria (cf. en. Ps. 105, 34; 131,5; reg. 1,3-7;
s. 355,2-3.6; 359,1-2; ep. 137,5.17; op. mon. 25,32). Para él, la comunión de bienes expresa el amor
a Dios y a los hermanos y enriquece a todos (cf. en. Ps. 131,5), así como está íntimamente ligada
a la humildad (cf. ep. 118,3.22; ep. Io. tr. pról; en. Ps. 131,26; 73,24). Para una relectura actual del
tema, cf. A. Aláiz, La comunidad religiosa… 267-292.
51
Sobre la comunidad como don, y al mismo tiempo como tarea, en san Agustín, cf. N.
Cipriani, San Agustín. La Regla… 32-33, 43-44. Una reflexión más general, cf. A. Aláiz, La comu-
nidad religiosa… 179-182.
52
Cf. S. Álvarez Turienzo, «Comunidad…», 43ss. De las controversias mantenidas por
Agustín, subrayo su diatriba con los donatistas. El Hiponense advierte el peligro de exclusión al
que se encamina una santidad entendida de manera rigorista. En el diálogo con ellos adquieren im-
portancia ciertos juegos de opuestos: el de la unidad y la diversidad, con la consiguiente enseñanza
la comunidad, crisol de renovación 235
de que la parte ha de ser congruente con el todo (cf. conf. 3,8,15; civ. Dei 19,13,1-2; ep. 243,4); el
de lo público y lo privado, lo común y lo propio (cf. lib. arb. I,6,14; en. Ps. 105,34; 131,4-7; ep.
118,15); el de la soberbia y la humildad (cf. Io. ev. tr. 6,10; op. mon. 25,33; en. Ps. 71,3; 103, s.
3,16; virg. 31ss.). En estas controversias se fue aquilatando la doctrina agustiniana de la communio,
que implica una comunión institucional, una comunión espiritual y una comunión mística y esca-
tológica sacramentalizada, como acabo de decir, en la comunión de bienes; así como la comunión
eclesiológica del Cristo total (cf. trin. 4,9,12; Io ev. tr. 21,8; 27,6) y del servicio eclesial (cf. ep. 48,2;
civ. Dei 19,19).
53
Cf. S. Álvarez Turienzo, «Comunidad…», 52.
54
Cf. reg. 5, donde se cita 1Cor 13; spir. litt. 32,56. Por este motivo, con razón algunos auto-
res defienden la primacía del amor en la Regla. Así, T.J. van Bavel exclama: «En el amor se realiza
la vida de la comunidad; la vida de comunidad es amor» (T.J. van Bavel, Carisma…, 128; cf. T.F.
Martin, Nuestro corazón inquieto. La tradición agustiniana, Madrid 2008, 63-82; N. Cipriani, San
Agustín. La Regla… 40-41; T. Viñas, La amistad…, 107-112).
55
Cf. T. Tack, Si Agustín viviera… 14-17. Recuerdo que Agustín propone a los religiosos
como perfectos o santos porque han cumplido la ley, es decir, porque han amado soportándose unos
a otros (cf. en. Ps. 75,16; 132,9).
236 enrique gómez
56
Cf. T. Viñas Román, San Agustín…, 48-49; Id., La amistad…, 235-258; T.J. van Bavel,
Carisma…, 104-106, 51-83; Id., «La espiritualidad de la Regla de san Agustín»: Augustinus 12
(1967) 443; A. Trapé, «San Agustín y el monacato occidental»: La Ciudad de Dios 189 (1956)
412; I. Díez del Río, «Sobre el carisma agustiniano (II)»: La ciudad de Dios 225 (2012) 37-52; T.
Tack, Si Agustín viviera… 39-54. Este apunte no puede desdeñarse, dado que, aunque primemos
la fraternidad, el lenguaje de la Regla (1,2) guarda ecos de las descripciones de la amistad para el
santo: amigos son aquellos que se funden en Dios a través de la caridad, que es su Espíritu (cf. sol.
1,12,20; ep. 73,3.10; 258,1-4; c. ep. Pel. I,1,1), porque es consciente de que sólo se puede estar
unidos en algo o en alguien que nos ate; si no, estaríamos simplemente yuxtapuestos. Este agluti-
nante es Dios mismo. Además, para Agustín «ama verdaderamente al amigo quien ama a Dios en
el amigo» (s. 336,2), formulación muy afín a la de la Regla de honrar a Dios en el hermano (cf. reg.
1,8), y de que la comunión de bienes es requisito indispensable para una saludable amistad (cf. conf.
6,14,24). Asimismo, en otros lugares, explicita este amor mutuo como benevolencia, aspecto que
interrelaciona la vivencia comunitaria con la amistad (cf. Io. ev. tr. 32,4; 8,5).
57
Nuestras Constituciones recogen esta dimensión preeminente del Espíritu como agente
último de la comunidad agustiniana. Remiten a la teología lucana para expresar que el Espíritu
es quien posibilita la fraternidad en la primitiva comunidad, comunidad fundamentada en el amor
que aquél procura (cf. Const. 15, 16). La paz y la concordia comunitarias son señal de su presencia
cohesionante (cf. Const. 21). Más adelante lo describen como suelo nutricio y fuerza impulsora de
la comunidad en su tarea de responder a las necesidades de «todos los tiempos» y de «todos los
hombres», lográndose por su medio la necesaria y difícil inculturación que esta eclesialidad requie-
re (cf. Const. 22). Amén de esta radicación pneumática se desprenden dos aspectos fundamentales
para entender su dinamismo interno: en primer lugar, que la vida comunitaria, de por sí y en cuanto
tal, es carismática, más allá de los carismas personales (cf. Const. 22); en segundo lugar, que la vida
comunitaria ante todo es don, porque sólo podremos amarnos unos a otros cuando amemos a Dios
en el otro, sea «porque ya está o para que esté en ella» (s. 336,2).
58
Cf. T.J. van Bavel, Carisma…, 90. Por esta razón la comunidad religiosa ha de verse en
sentido análogo: tiene una manera diversa de realizarse en la historia, pero compartiendo siempre
algo, la vida fraterna en común (cf. VFC 10bcd). La cuestión radica en dónde situar ese común.
la comunidad, crisol de renovación 237
penitencias, sino que potencia «el valor propio de la vida en comunidad, en con-
creto el amor mutuo, el ser-uno en el corazón y el alma, la comunión de los bienes
materiales y espirituales»59. Todo lo demás, es relativo y está en función de esto.
He aquí el legado que deja Agustín a quienes quieran participar de su caris-
ma: afrontar las descomposiciones sociales y ciudadanas de cada época propo-
niendo como eje y plataforma de renovación personal y social una vida comuni-
taria profética. Este profetismo ha de leerse en el doble sentido del término: una
comunidad que denuncie las divisiones, injusticias e inhumanidades de cada mo-
mento, y que testimonie y guíe para alcanzar el proyecto divino de la fraternidad
universal (cf. 1Cor 15,28). Aflora una vez más la comprensión de la comunidad
como crisol de renovación, como realidad donde se verifica la vivencia acorde
con la forma contrastante de ser del Dios cristiano.
59
T.J. van Bavel, Carisma… 88. Sobre este particular, N. Cipriani asegura que la Regla es
sobria en lo que a ayunos y abstinencias se refiere, centrándose sobre todo en aspectos vinculados
con la salud física; pero eso no significa que no invite a ellas a fin de potenciar dos objetivos: el de
ejercitar la propia voluntad y reforzarla contra las tentaciones y el de garantizar más medios para
los pobres. Además, las mortificaciones se subordinan a la ecuanimidad de los miembros del mo-
nasterio, que no significa facilitar a todos lo mismo, sino lo que cada uno necesita, destacándose de
nuevo la caridad como centro de vida (cf. N. Cipriani, San Agustín. La Regla… 81-90). Por su parte,
T. Tack recalca la abstinencia como medio para el crecimiento en el amor, la unidad y la libertad
interior (cf. T. Tack, Si Agustín viviera… 98-100).
60
T.J. van Bavel, Carisma…, 91.
61
Así se desprende de 1Jn 4,20: «Si alguno dice: ‘Yo amo a Dios’, y odia a su hermano, es
un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve».
Buenos comentarios de esta universalidad del amor cristiano en su concreción, cf. D. Salado, «El
‘consentire Ecclesiam’ como eje articulador de la ‘nueva’ espiritualidad misionera»: Ciencia Tomis-
238 enrique gómez
ta 124 (1997) 275; J. Espeja, Para comprender los sacramentos, Estella 1995, 139, teniendo como
trasfondo el vitalismo de Ortega y Gasset.
62
Cf. A. Aláiz, La comunidad religiosa…, 295-302.
63
La exhortación apostólica Vita consecrata destaca esta espiritualidad de comunión que
debe caracterizar a la Iglesia en relación con todos sus miembros y con todos los destinatarios de la
Buena Nueva del Reino, y subraya que las comunidades religiosas han de revitalizar constantemen-
te dicha espiritualidad (cf. VC 46-54). Igualmente adquieren relevancia los primeros números de La
vida fraterna en comunidad, en los que, por una parte, se señalan los determinantes de los cambios
producidos en la vida comunitaria: el retorno a las fuentes, los valores y contravalores de la época
(cf. VFC 4) y la evolución eclesial; y, por otra, la evolución de la eclesiología a raíz del Vaticano ii
(cf. VFC 1-2). Por lo que atañe a los cambios sufridos en la vida religiosa, atiende a la nueva confi-
guración de las comunidades religiosas (fin de las macrocomunidades conventuales y sobrecarga de
trabajo), nuevas demandas y urgencias sociales, comprender y vivir la propia misión apostólica en
un mundo secularizado, la concepción de la persona de forma demasiado individualista y las nuevas
estructuras de gobierno (cf. VFC 5).
64
Afirma F. Ciardi: «A pesar de las dificultades denunciadas, las respuestas al cuestionario
propuesto por la USG muestran que se sigue mirando a la comunidad como un elemento determi-
nante para renovar la vida religiosa. La comunidad es un factor importante para los jóvenes, habla
a la gente y es signo de esperanza para el futuro. Las comunidades religiosas pueden ser lugares
de oración y de experiencia de Dios, donde el Reino se realiza de modo concreto y puede verse la
diakonía evangélica» (F. Ciardi, «La vida fraterna…», 192). Sobre las relaciones persona-comuni-
dad, cf. A. Aláiz, La comunidad religiosa… 149ss.
la comunidad, crisol de renovación 239
65
«No basta con vivir en común; se ha de vivir en comunión» (M. Díez, «Comunión…»,
324). Comentando Vita consecrata, B. Secondin asegura: «Por eso se ha pasado de un lenguaje
sobre la vida en comunidad, basado en estructuras y observancia, a una vida fraterna en común (c.
602), en la que prevalecen la búsqueda de la comunión, los proyectos abiertos a las necesidades de
las personas, el sentido teologal de compartir la vida, el dinamismo de los carismas» (B. Secondin,
El perfume de Betania. La vida consagrada como mística, profecía y terapia, Madrid 1997, 89; cf.
F. Ciardi, «La vida fraterna…», 171).
66
M.A. Hernández, «Una historia que construir»: R.V. Pérez Velázquez y J.R. Ivimas
Chanchamire, II Congreso… 987; cf. F. Ciardi, A la escucha del Espíritu. Hermenéutica del caris-
ma de los fundadores, Madrid 1998, 27.
67
Cf. M.A. Orcasitas, «El carisma agustiniano y su futuro en el s. xxi»: R.V. Pérez Veláz-
quez y J.R. Ivimas Chanchamire, II Congreso… 945; T. Tack, Si Agustín viviera…, 18-20.
240 enrique gómez
Aun con todo, este paso no puede desentenderse nunca del estadio anterior,
el de la vida en común. Como bien matiza el documento La vida fraterna en
comunidad, este elemento no garantiza una comunidad de vida, pero ayuda a su
realización (cf. VFC 3). Nunca se alcanzará una convivencia espiritual plena si
primero no se garantiza una convivencia física. Por ello, no está nada mal la re-
formulación de esta cuestión en el epígrafe «estar juntos para vivir unidos»68. Sin
quedarnos, pues, en lo primero, no podremos prescindir de ello.
Por esta razón, y habiendo sido testigo de las muchas críticas vertidas sobre
el ordo domesticus, quizá porque no se perfila bien su alcance, y de las loas sobre
los proyectos comunitarios, aun en el caso de que aquél ‘sólo fuera’ una desig-
nación de horarios y de espacios, tendría su razón de ser (cf. Const. 9869, 68d,
77, 89, 108, 111…). El ordo como estructura ‘obliga’, al menos, a que existan
tiempos y espacios comunes (espacios para la comunidad, cf. Const. 104), donde
el simple vivir juntos propicie el convivir unidos a través de eucaristías y oracio-
nes comunitarias, encuentros, diálogos, recreaciones, comidas, programaciones,
actividades conjuntas…
En esta perspectiva, también adquieren relevancia las modificaciones intro-
ducidas en el texto constitucional respecto a las observancias peculiares. Ahora
se pone de manifiesto que éstas no están sólo en función del perfeccionamiento
del religioso en cuanto individuo, sino también, y sobre todo, de la comunidad
en cuanto comunidad. Ellas fomentan la vida común (cf. Const. 96). Merecen
mención especial la repercusión comunitaria de la ascesis, algo tan propio del
pensamiento agustiniano (cf. Const. 134), así como la propuesta del silencio
como garante de una auténtica comunicación y de un compartir enriquecedor (cf.
Const. 102).
68
Cf. A. Aláiz, La comunidad religiosa… 302-305.
69
Llamo la atención sobre la renovación de este número, dedicado a la elaboración del
ordo, a partir del capítulo de 2010. Ha sido notablemente enriquecido con precisiones comunitarias,
denominándolo proyecto comunitario de vida, señalando que en él se deben recoger las reuniones
comunitarias y la proyección común de los apostolados, así como las recreaciones tanto personales
como comunitarias.
la comunidad, crisol de renovación 241
70
Cf. A. Cencini, Vida en comunidad… 22.
71
Cf. J. Pujol, «Comunidad. 4. Aspectos pedagógicos»: DTVC, 300-317. Extraña que un
gran conocedor de los itinerarios formativos en la vida religiosa, como es A. Cencini, en una publi-
cación sobre el tema, basado en el camino de Emaús, no aluda a la formación de los religiosos en la
vida comunitaria (cf. A. Cencini, Vida consagrada. Itinerario formativo, Madrid 1994). Sobre este
particular, también en nuestro texto constitucional hallamos limitaciones. Así, cuando se establecen
los principios generales de la formación agustino-recoleta y se presenta a Agustín como modelo de
vida y su regla como vademécum de la misma, la comunión de vida está ausente (cf. Const. 123).
A la hora de exponer al maestro de novicios como el agente humano central en la formación de
quienes se inician en la vivencia carismática, se repasan un sinfín de aspectos bajo la tríada «educa-
dor, formador, acompañante», pero sin aludir a la pedagogía en la comunión y en las actitudes que
la hacen posible (cf. Const. 170). En la formación inicial comprendida entre la profesión simple
y la solemne se insiste en una pedagogía de la oración y del estudio intelectual para prepararse
debidamente al apostolado, obviando la formación en la vida comunitaria (cf. Const. 224), algo
que se repite cuando se precisa el itinerario formativo de los religiosos hermanos (cf. Const. 253)
242 enrique gómez
y de quienes piden las órdenes sagradas (cf. Const. 236ss.). Tan sólo en ciertos lugares aparecen
referencias veladas a la dimensión pedagógica de la vida comunitaria (cf. Const. 126), pero sin
explicitar la necesidad de educar en ella. Se exhorta, eso sí, a que la comunidad sea escuela de
fraternidad (cf. Const. 164) y a que el prior edifique una comunidad fraterna (cf. Const. 165). Sin
una sana pedagogía en la vida fraterna, haciendo uso de los conocimientos actuales para fomentar
las habilidades sociales propias de una vida en sociedad, difícilmente se podrá ser en nuestra época
expertos y exportadores de la tan reclamada espiritualidad de comunión.
la comunidad, crisol de renovación 243
72
T. Tack, Si Agustín viviera…, 155. Páginas antes, comentando la Regla en su conjunto,
advierte: «En todos estos puntos podemos observar que la comunidad orientada a estilo agustiniano
tiene a la vez dos realidades: una espiritual, que es la búsqueda común de Dios, objetivo principal;
otra verdaderamente humana, que es la construcción de una fraternidad de amor, de acogida, de
soporte, de preocupación y de reto. Estas dos realidades quedan fusionadas en una sola, dada la
insistencia de Agustín en que el religioso sea cada día más consciente de la presencia de Dios en
todos y en cada uno» (Ib., 17-18).
73
Sobre la comprensión agustiniana del ser humano, y de la comunidad, como homo viator,
cf. E. Gómez, «Homo viator: Lugar de la esperanza en la opción vital agustiniana»: Augustinus 95
(2000) 383-422; Id., «Enraizados en la tierra, con la mirada en el cielo. Testigos de esperanza»:
Ciencia Tomista (en prensa); T.F. Martin, Nuestro corazón inquieto…, 25-60, esp. 33-35.
74
Como exclama P. Lécrivain: «Sólo es verdadera la comunión que respeta las diversidades
que reúne. Si, en Dios, el amor consagra la diversidad, no puede ser cristiana una comunidad con-
244 enrique gómez
y tarea (cf. Const. 166b; VFC 43). En otro se subraya la fragilidad humana, in-
herente a todos, como causa de dicha diversidad, y se exhorta a caminar todos
juntos para ayudar a perseverar al hermano débil en el camino emprendido (cf.
Const. 499).
Por último, dicha pedagogía ha de ser profundamente comunitaria, no sólo
en el sentido de educar en la espiritualidad de comunión para compartir la vida,
sino también en el de formar a las comunidades para que sean sujetos de la edu-
cación en la fraternidad. Si estamos llamados a ser ante el mundo de hoy ex-
portadores de la fraternidad que necesita, la comunidad agustiniana debe ser el
principal agente formativo en dicha realidad, como bien recoge nuestro renovado
texto constitucional:
«La comunidad es escuela de fraternidad, porque en ella sus miembros aprenden
a dialogar y a compartir bienes materiales, talentos, experiencias de Dios y tareas
apostólicas» (Const. 164; cf. 149, 166, 170).
Importa tener esto muy en cuenta. Toda la comunidad enseña a vivir en
común, todos somos corresponsables de que nuestra vivencia comunitaria sig-
nifique algo y resulte atrayente para quienes quieran compartir nuestro carisma
(formandos) y para quienes convivan con nosotros en los diversos apostolados
(misión compartida). De ahí que los gobiernos tanto general como provinciales
estén obligados a empeñarse en esta tarea (cf. Const. 167).
Dicho esto, me centro en algunos aspectos que estimo más urgentes de revi-
sión en nuestra vivencia comunitaria a fin de hacer frente a los grandes males que
deshumanizan y desfraternizan la familia humana. Trabajando en esta dirección
cumpliremos con la encomienda emanada de nuestro carisma agustiniano de ser
maestros en fraternidad y exportadores de la misma ante una sociedad necesitada
de ella.
Tal como señalé en otra ocasión, Agustín recupera, con respecto a otros mo-
delos comunitarios del momento, el amor mutuo como garante de una auténtica
cebida a modo de fusión o de uniformidad… Donde se desconocen las diferencias, donde se hacen
esfuerzos por borrarlas para llegar antes a la unidad, se traiciona la referencia trinitaria que debe ser
para los religiosos referencia fundamental de toda comunión» (P. Lécrivain, Una manera de vivir…,
98).
la comunidad, crisol de renovación 245
y tiempo para empatizar con los hermanos. Aun conscientes de esta dificultad,
considero que no se insiste lo suficiente en este aspecto a fin de que nuestras re-
laciones interpersonales pierdan ese formalismo, esa tecnificación, esa frialdad,
esa despersonalización que en tantas ocasiones predominan. Si para fomentar la
cordialidad y la concordia se requiere cierta estabilidad en absoluto ensimismada,
sería bueno aplicarla.
se hacen un mismo pan y un mismo vino (cf. s. 227; 272; Io. eu. tr. 26,14.17; ciu.
Dei 21,25,2). De ahí que para Agustín sea signo inequívoco de unidad y vínculo
de caridad (cf. Io. ev. tr. 26,13; Const. 67a). Esta dimensión convivial y comu-
nitaria se refuerza en la concelebración (cf. Const. 68b), y ha de encuadrarse en
el marco de la dimensión antropológica y fraternizante de la comida en común,
aspecto hoy tan estudiado75.
En segundo lugar, el texto invita a vivir desde Dios el sentido de la frater-
nidad, valor tremendamente agustiniano (cf. Const. 310), amando a todos como
hermanos y exteriorizando dicho afecto fraternal (cf. Const. 14b, 65b, 46a, 83,
102, 106a, 109, 272a, 298a)76. Más aún, para denotar la intimidad propia de este
amor fraterno, las Constituciones acuñan una terminología donde lo fraterno y
amical se aúnan, como «amigable y fraternal convivencia» (Const. 43c; cf. 18a) y
75
De las múltiples referencias que podrían traerse a colación, cf. R. Aguirre, La mesa com-
partida: Estudios del Nuevo Testamento desde las ciencias sociales, Santander 1994; X. Pikaza,
Para celebrar la fiesta del pan, fiesta del vino, Estella 2000; X. Basurko, Para comprender la eu-
caristía, Estella 1997, 13-28.
76
No es el caso aquí remitirnos a los múltiples números en los que se denomina a los reli-
giosos agustino-recoletos hermanos, presuponiendo ya ese clima de familia y de fraternidad. Quizá
resultara enriquecedor fijarnos en la presencia profética de los religiosos hermanos en nuestras
comunidades, demasiado centradas en su funcionalidad, más que apostólica, ministerial, parroquial
y sacramental. Refiriéndose a los Institutos religiosos de Hermanos, la exhortación Vita Consecrata
destaca que «los religiosos hermanos recuerdan de modo fehaciente a los mismos religiosos sacer-
dotes la dimensión fundamental de la fraternidad en Cristo, que han de vivir entre ellos y con cada
hombre y mujer, proclamando a todos la palabra del Señor: ‘Y vosotros sois todos hermanos’ (Mt
23,8)» (VC 60d). Algunos aplicarán esta advertencia sólo a los consagrados de dichos institutos.
Sin embargo, la alusión en el párrafo a los ‘religiosos sacerdotes’ denota que este simbolismo es
inherente a todos los religiosos que no se han ordenado, ya sea de éstos o de otros institutos.
Sobre este último particular, presuponiendo mi desconocimiento canónico, anoto que VC
61 abre un nuevo cauce para la comprensión de nuestra orden y el reclamo de que ésta se presente
ante el mundo como experta en fraternidad siendo ella misma una fraternidad. En el Código de
Derecho canónico sólo se reconocen dos tipos de institutos: los clericales y los laicales (cf. c. 588).
En aquéllos, es propio del carisma del fundador y de su misión carismática que sus integrantes se
ordenen; en éstos, que no se ordenen. Lo contrario, aunque suene mal decirlo, podría ser estimado
circunstancial a la forma de vida del Instituto y, por consiguiente, no carismático. Considero que
VC 61 da un paso más al referirse a los Institutos mixtos, para atender a aquellos institutos «que en
su proyecto original fundador se presentaban como fraternidades, en las que todos los miembros…
eran considerados iguales entre sí». Ésta sería, entre otras, la tradición agustiniana, y conforme a
ella la agustino-recoleta (cf. FV 2,2). En esta perspectiva, se debería valorar si resulta adecuada la
catalogación de la orden presente en Const. 320 (y en Const. 255: «naturaleza clerical»), máxime
cuando la herencia de las fraternidades está presente, pero en cierta medida opacada por esa cons-
titución jurídica, en éste y en otros números (cf. Const. 249). Asimismo, habría que preguntarse si
tienen razón de ser, en la vivencia de una fraternidad, los nn. 249-255 y, si fuera así, si no se debe-
rían reformular desde la densidad fraterna anteriormente señalada.
248 enrique gómez
«amistad fraterna» (Const. 196b). Esta visualización quizá se nos torna difícil por
nuestra formación, excesivamente varonil, ascética y recatada, y por las circuns-
tancias sociales, sumamente sensibles a determinados aspectos.
En la concreción de dicho amor fraterno, denominado también caridad fra-
terna (cf. Const. 21, 43b, 66a, 112a), del que, en la más sana tradición evangélica
y agustiniana, se dice que es sacramento del amor a Dios (cf. Const. 14c, 21),
resultan elocuentes Const. 17-18:
«Los hermanos en la comunidad ámense como hijos de Dios y hermanos de Cristo,
honrando recíprocamente al Espíritu, de quien son hechos templos vivos; entré-
guense a sí mismos y todo lo suyo al servicio del amor; sopórtense y perdónense
mutuamente; practiquen con delicadeza la corrección fraterna y recíbanla con hu-
mildad, y ayúdense unos a otros con sus oraciones ante Dios.
Entre los miembros de la comunidad reine una amistosa convivencia en Cristo:
fomenten todos los hermanos en diálogo abierto la confianza mutua, socorran a los
enfermos, consuelen a los desanimados, alégrense sinceramente de las cualidades y
de los triunfos de los demás como si fueran propios, unan sus esfuerzos en la tarea
común, y cada uno encuentre su plenitud en la entrega a los demás.
En la práctica de la vida común, muéstrense todos contentos de su vocación y de
su compañía de los hermanos, de modo que de la comunidad exhale por doquier el
buen olor de Cristo».
Además, esta fraternidad es reconocida como signo por excelencia de la
Buena Nueva del reino (cf. Const. 20, 21, 277) y debe llevar a la ‘colaboración
fraterna’ entre todos los religiosos, entre las provincias en las que jurídicamente
se estructura la Orden (cf. Const. 288b), y con todos los fieles de las Iglesias
locales (cf. Const. 283). A dicho clima fraterno ayuda tanto el trabajo como la
recreación comunitaria (cf. Const. 83, 98b, 109).
Esta última referencia, entre otras (cf. Const. 28), llama la atención sobre la
necesaria alegría ‘en el Señor’ que debe reinar en nuestras comunidades y que,
inversamente, muestra la auténtica fraternidad de las mismas. El clásico ‘reírse
con’ y no ‘reírse de’ reivindica el necesario sentido de la fiesta y del humor, tan
olvidados debido a la socorrida herejía de ‘mi’ trabajo, como dilatadores de la
comunión de vida77.
En tercer lugar, esta fraternidad, tal como se desprende de algunas matiza-
ciones anteriores, se abre a la amistad fraterna (cf. Const. 196b, 44b). Es verdad
que lo que debe caracterizar nuestras comunidades es el afecto o caridad fra-
ternos. Pero de todos es conocida la importancia de las relaciones amicales en
77
Cf. P. Romero, Comunicación…, 100-103.
la comunidad, crisol de renovación 249
80
Quizá no sea el momento, pero no está de más una indicación sobre el sano equilibrio
en las relaciones entre persona y comunidad, subrayando entre ambas realidades una circularidad
realizativa: «Si se necesita una cierta madurez para vivir en comunidad, se necesita igualmente una
cordial vida fraterna para la madurez del religioso» (VFC 37; cf. A. Aláiz, La comunidad religio-
sa… 341-396). Se ha de construir la autonomía en la dependencia, de tan fiel tradición judeocris-
tiana. Como expresa M. Buber: «Yo llego a ser yo en el tú, al llegar a ser yo, digo tú» (M. Buber,
Yo y Tú, Madrid 1993, 17; cf. R. Buttiglione, La persona y la familia, Madrid 1999, 117; C. Díaz,
«Imposible ausencia tuya: carácter dialógico de la relación humana»: Aa. Vv., Soledad, diálogo…
92). Por ello no se debe plantear la disyuntiva de qué es lo primero, pues «la comunidad potencia y
ata a las personas (como compromiso), al propio tiempo que las personas construyen, embellecen o
también desfiguran la comunidad» (J. Pujol, «Comunidad…», 307). Pero sí se ha de insistir en que
la comunidad se basa en las personas y debe hacerse de ella un lugar de personalización y creci-
miento. Sin interioridad, la persona no puede madurar como persona, ni caer en la cuenta de las dos
certezas fundamentales: «La de ser amada infinitamente y la de poder amar sin límites» (VFC 22;
cf. conf. 2,2,2; C. Díaz, «Imposible ausencia…», 100-101). Sin interioridad, la persona no puede
conocerse a sí misma para sanear los aspectos que contaminan su pluralidad relacional (cf. P. Ro-
mero, Comunicación…, 63). Sin interioridad, no se construirá la comunidad, porque aflorarán sin
orden ni concierto las necesidades, las frustraciones, los mecanismos de defensa, las motivaciones,
las percepciones, los prejuicios, los afectos… de todos sus miembros. Sin interioridad no se puede
la comunidad, crisol de renovación 251
llegar a la personalización en la unidad (cf. F. Ciardi, «La vida fraterna…», 190). De ahí que resulte
urgente y necesaria la puesta en práctica en nuestros procesos formativos, tanto iniciales como
permanentes, de todos los medios y técnicas referidos a dicha personalización, tal como reconoce
la renovación del texto constitucional al introducir el coloquio personal como el mejor instrumento
de formación en la etapa inicial (cf. Const. 170b) y al insistir en la utilidad de la dirección espiritual
(cf. Const. 44b, 153, 167a, 179a, 309a).
81
Se quiere subrayar esta idea cuando se insiste en que la comunidad religiosa y eclesial,
ante todo, es un don, un don de Dios, y no simple resultado del esfuerzo y de las afinidades huma-
nas. En hermosa reflexión de un profeta de nuestro tiempo: «La fraternidad cristiana no es un ideal
humano, sino una realidad dada por Dios: realidad de orden espiritual y no de orden psíquico»
(D. Bonhoeffer, Vida en comunidad, Salamanca 1982, 17; cf. VFC 1, 8; M.A. Asiaín, «Comuni-
dad…», 283-284, 286; A. Aláiz, La comunidad religiosa…, 71-98). Así se recupera la dimensión
trascendente del seguimiento de Jesús, un seguimiento en comunidad y cuyo agente principal es el
Espíritu: él hace de la comunidad un organismo vivo, él construye la comunidad con sus dones, él
hace que el ideal fraterno sea «atractivo, plausible, convincente y necesario» al liberarnos de nues-
tro amor encorvado y abrirnos a la codilección (cf. P.G. Cabra, Para una vida… 22ss.; J. López y
Mª.B. de Isasi, «Realidad actual…», 92).
82
Éste es un aspecto importante, que no siempre tenemos en cuenta. Nos sabemos llamados
(individualmente), pero no conllamados: es decir, no llamados en, desde y con los otros, tal como
se desprende de nuestra participación en el carisma (cf. VFC 2; MR 11; Const. 2). Muchas veces el
riesgo del individualismo anida ya en nuestra experiencia de la consagración: si ésta es algo indivi-
dual o colectivo, olvidando que vivimos juntos porque hemos sido elegidos como comunidad por
el Señor, no porque nos hayamos elegido los unos a los otros para erigir un grupo social (cf. VFC
41d). Sobre la realidad de la convocación, cf. A. Aláiz, La comunidad religiosa…, 163-165.
83
En este sentido resulta muy interesante un número del documento La vida fraterna en
comunidad, donde se subraya esta realidad y, al mismo tiempo, se destacan algunos medios para
llevar a cabo dicha comunicación de fe, que enunciaré a continuación (cf. VFC 32ef). Otros autores
han denominado dicha realidad ‘fraternidad espiritual’ (cf. A. Cencini, Vida en comunidad… 70),
terminología, como se ha visto, presente en nuestro texto constitucional. Sobre el paso del comuni-
car al compartir, conviene consultar este estudio.
252 enrique gómez
84
Cf. F. Ciardi, «La vida fraterna…», 196-199.
85
El texto constitucional abunda en el concepto de bien común, explicitando así la riqueza
de esta realidad en el pensamiento agustiniano. En primer lugar, el analogado principal del bien
común es Dios, a quien todos tenemos que buscar en comunidad y a quien debemos compartir
una vez encontrado (cf. Const. 10b, 14). He aquí la raíz última de por qué el bien común une a los
hermanos en comunidad (cf. Const. 48, 57) y el sentido profundo de alegrarse del bien común del
hermano (cf. Const. 46; reg. 1,4). En segundo lugar, el bien común atañe a la comunión de bienes
materiales y espirituales, de manera que nadie considere nada como propio (cf. Const. 16) y todos
antepongan el bien común al propio (cf. Const. 59). De ahí la importancia del voto de pobreza, por
el que se hacen todas las cosas comunes en Dios, erigiéndose así en origen de la paz, la fraternidad y
la comunión (cf. Const. 46), denotándose de esta forma la insistencia agustiniana en la ausencia de
todo apego a las cosas y del afán de adquisición (cf. reg. 1,5), lo que nos lleva a ser personas libres
(cf. reg. 8,1) y a vivir como pobres de espíritu (cf. en. Ps. 73,24; 131,26). En este sentido, se exhorta
a buscar el bien del Instituto y de la Iglesia (cf. Const. 61, 63, 325, 331), a que las provincias miren
por el bien común de la Orden (cf. Const. 378), a que la dialéctica autoridad-obediencia se realice al
servicio del bien común (cf. Const. 405) y a que todos seamos corresponsables en todo, pero, sobre
todo, unos de otros (cf. Const. 57b, 327, 445, 457). En resumidas cuentas, se ha de «servir a Dios,
poniendo al servicio común los propios talentos» (Const. 249).
la comunidad, crisol de renovación 253
86
Cf. T. Tack, Si Agustín viviera…, 14.
87
J. Sánchez-Gey Venegas, «La soledad positiva. Las condiciones del diálogo»: Aa. Vv.,
Soledad, diálogo…, 167.
254 enrique gómez
88
Cf. P. Romero, Comunicación…, 36.
89
Cf. J. Pujol, «Comunidad…», 308-316.
la comunidad, crisol de renovación 255
90
Cf. F. Ciardi, «La vida fraterna…», 184; A. Aláiz, La comunidad religiosa…, 239-267.
91
Digo ‘pretende’ porque el lenguaje casi siempre es limitado y no deja de percibirse en todo
el texto una determinada taxis (contemplación, comunidad, apostolado) que, en ocasiones, más que
facilitar la coimplicación entre las tres dimensiones, la dificulta y favorece ciertas tergiversaciones
(cf. E. Gómez, Belleza siempre antigua y siempre nueva… El carisma, factor de revitalización,
Roma 2012, 39-44).
256 enrique gómez
92
«Yo soy fudamentalmente lo que han hecho por mí; la lógica de mi propia autocompren-
sión radica en el don previo recibido más allá de mí, por encima de mí, a pesar de mí. El ser no es
hacer» (J. Serafín Béjar, ¿Cómo hablar hoy de la resurrección?, Madrid 2010, 86). «El hombre es
más que lo que hace y por eso se realiza solamente allí donde renuncia a realizarse por sí mismo»
(X. Pikaza, Antropología bíblica, Salamanca 1993, 20). Sobre la dinámica del don y de la gratui-
dad, además de la encíclica de Benedicto xvi Caritas in veritate, cf. F. Torralba, La lógica del don,
Madrid 2012.
93
«Se puede acusar de falta de generosidad a quien no está dispuesto a recibir, a quien no
deja a los demás ser generosos con uno» (C. Díaz, «Imposible ausencia …», 107).
94
Citado por P. Lécrivain, Una manera de vivir…, 204.
95
C. Díaz, «Imposible ausencia…», 107. Interesante y profunda reinterpretación de la acti-
tud perdonante de Jesús, catalogando su perdón como un ‘perdón acogida’, cf. J. Sobrino, «Pecado
personal, perdón y liberación»: Revista Latinoamericana de Teología 5 (1988) 20-22.
la comunidad, crisol de renovación 257
portar los unos las cargas de los otros y a ayudar a llevarlas (cf. div. qu. 71,1; en.
Ps. 41,4; 95,2; 129,4; 143,2; s. 270,6; ep. 48,3)96. En todo momento propicia la
aceptación de las personas por lo que son y amparado en el futuro, es decir, en su
conversión (cf. en. Ps. 31,2,20; div. qu. 71,5; c. ep. Parm. 3,1,2). Una aceptación
que no bendice todo lo que el hermano piensa, dice o hace, sino que reprueba
aquellas actitudes, mentalidades o comportamientos que ponen en peligro la vida
del hermano y la armonía comunitaria, sintiéndose así responsable de los herma-
nos y ayudándolos a crecer.
Mas Agustín también nos deja otros medios activos para procurar dicha
conversión del hermano débil, siempre sustentados en la humildad y el recono-
cimiento de la propia debilidad (cf. ex. Gal. 56; c. ep. Parm. 3,2,5.8; s. 137,4;
163B,2.3; en. Ps. 38,14-15). Por descontado, la acción reparadora del perdón y
de la reconciliación, que mantiene la paz en comunidades formadas por hom-
bres (cf. en. Ps. 129,5; s. 211,3,3; ciu. Dei 15,5-6). En segundo lugar, la oración
por nuestros hermanos (cf. ep. 22,9; en. Ps. 129,4; ep. Io. tr. 1,9). Pero, sobre
todo, la corrección fraterna, de la que refiere sus diversas actuaciones (la mera
advertencia, la enseñanza, la exhortación, el reproche, el ruego, el castigo, la
exclusión sacramental) (cf. c. ep. Parm. 3,1,2; s. 88,19; 164B,4); su objetivo (la
sanación); las actitudes con las que se debe realizar (mansedumbre y caridad)
(cf. c. ep. Parm. 3,4,5; ex. Gal. 57; ep. Io. tr. 7,8; s. 163B, 3); y su proceso (cf.
reg. 4,7-11)97. Todos estos elementos quedan recogidos en nuestras Constitucio-
nes en un capítulo significativamente titulado ‘Protección de la vida común’ (cf.
Const. X).
Por último, me detengo en la vivencia de la autoridad y del liderazgo en las
comunidades para que éstas maduren carismática y evangélicamente. Tal como
dije en otra ocasión, del individualismo deriva el desvanecimiento del sentido de
pertenencia y la disolución del sentido de autoridad y de obediencia. Como re-
conoce el documento La vida fraterna en comunidad, el establecimiento de unos
modos comunitarios de vivir menos formales ha generado desconfianza hacia
la autoridad, lo que a la vez ha fragmentado la vida comunitaria, favorecido los
96
Cf. C.J. Sánchez Díaz, «Sobrellevad mutuamente vuestras cargas. Comunidad y debilidad
humana»: Aa. Vv., Soledad, diálogo…, 267-298; A. Aláiz, La comunidad religiosa… 121-124.
Esta aceptación se fundamenta en el respeto que brota del amor, y no en la actual tolerancia, y
promueve la asertividad, el clima de reflexión comunitaria, el propiciar actitudes expositivas y
propositivas más que impositivas. La no aceptación, por el contrario, conduce a incomprensión, a
tensiones, a mecanismos de defensa y, sobre todo, al asesinato en vida del hermano débil y necesi-
tado (cf. J. Pujol, «Comunidad…», 305-307).
97
Sobre la influencia del evangelio en éste y la evolución de san Agustín, cf. A. Manrique y
A. Salas, Evangelio…, 169-185.
258 enrique gómez
98
Recuerdo ahora sólo la Instrucción de la civcsva, El servicio de la autoridad y la obedien-
cia, de 2008; y el número monográfico de la revista Vida religiosa, Aa.Vv., «El liderazgo para la
reorganización. Fundamento, configuración y caminos»: Vida religiosa 112 (2012) 241-320. Asi-
mismo, recomiendo la excelente síntesis sobre el lugar de la autoridad al servicio de la comunidad
de J. Pujol, «Comunidad…», 304-305. Sobre los modos de liderazgo y su importancia, cf. J. López
y M.B. de Isasi, «Realidad actual…», 95-100.
99
L.A. Gonzalo Díez, «La reestructuración…», 12; cf. Ib., 10-14.
100
Recoge perfectamente este aspecto T. Tack, y destaca que las comunidades erigidas por
Agustín son más comunidades de hermanos que de hijos (cf. T. Tack, Si Agustín viviera… 131; A.
Manrique y A. Salas, Evangelio…, 233-239).
la comunidad, crisol de renovación 259
versar sobre el crecimiento en la caridad (cf. Const. 61c). Se insiste en que aqué-
lla, a ejemplo de Agustín (cf. Const. 324b), se realice con espíritu de servicio
edificante de la comunidad (cf. Const. 61a; 324; 325a) y de firmeza al mismo
tiempo (cf. Const. 61c, 63b), amonestando, corrigiendo (cf. Const. 498) e incluso
castigando (cf. Const. 500), pero siempre amando y respetando a las personas (cf.
Const. 61a; 63a). Ésta, a su vez, por amor (cf. Const. 58a, 60a, 63a), de manera
‘consciente, activa y responsable’ (cf. Const. 59a), tratando al superior como a pa-
dre (cf. Ib.) y siendo corresponsables de las cargas comunitarias (cf. Const. 58a).
d.2. Amados para amar, liberados para liberar, perdonados para perdonar
101
J. Sobrino, «Espiritualidad y liberación»: Sal Terrae 72 (1984) 155.
102
Cf. Teresa de Jesús, «Libro de la vida», 22,14: Id., Obras completas, Madrid 1994, 114.
Bella imagen agustiniana de la fuente y explicación de la misma en Io. ev. tr. 17,8; ep. Io. tr. 5,7.
103
Cf. G. Gutiérrez, Beber en su propio pozo, Salamanca 1993, 120-124, 139-147; Id., El
Dios de la vida, Salamanca 1992, 289-292.
104
Cf. X. Zubiri, Estructura dinámica de la realidad, Madrid 1989, 209; C. Izquierdo, «Blon-
del, el filósofo de la acción»: M. Blondel, La acción (1893), Madrid 1996, XIII-XLIV. Aunando el
tema del ser y del hacer con el de la credibilidad, al que me remití al inicio de estas páginas, resulta
interesante la siguiente afirmación de J.Mª. Castillo: «Lo que hace una persona expresa quién es
esa persona. La coherencia, la armonía y la transparencia entre lo que se es y lo que se hace, eso es
lo único que es digno de fe y que merece crédito en este mundo y en esta vida» (J.Mª. Castillo, El
futuro de la vida religiosa… 201). Hemos de explicar, pues, con nuestro testimonio nuestra forma
de vivir en comunidad.
260 enrique gómez
105
Cf. K. Rahner y W. Thüsing, Cristología, Madrid 1975, 35.
106
En este sentido, aún resulta sugerente el título de las memorias de J. Gaillot, Una Iglesia
que no sirve, no sirve para nada, Santander 1989. Sobre la inherencia de la misión a la Iglesia,
cf. E. Bueno, Eclesiología, Madrid 1998, 253-271; Id., La Iglesia en la encrucijada de la misión,
Estella 1999. Por su parte, para P. Lécrivain la relación tensional comunión-misión ya se vive de
un modo significativo en las primeras comunidades. Así, en una misma escuela, se percibe que, por
una parte, la misión prevalece sobre la comunidad (cf. Lc 10,1), mientras que, por otra, lo hace ésta
sobre aquélla (cf. Hch 2,42-46) (cf. P. Lécrivain, Una manera de vivir… 112).
107
En consonancia con este número constitucional se hallan ciertas declaraciones magisteria-
les. Así, la comunidad religiosa es, «por su misma naturaleza», apostólica (cf. VFC 58). «El amor
de Dios quiere llenar el mundo; de este modo, la comunidad fraterna se hace misionera de este
amor y signo profético de su fuerza unificante» (VFC 56d). La comunión está hecha para irradiar
comunión, es decir, para ser misión, «y esencialmente se configura como comunión misionera…
La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mu-
tuamente, hasta el punto de que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la
comunión es misionera y la misión es para la comunión. Siempre es el único e idéntico Espíritu el
que convoca y une la Iglesia y el que la envía a predicar el Evangelio… Por su parte, la Iglesia sabe
que la comunión, que le ha sido entregada como don, tiene una destinación universal» (ChL 32cd;
cf. VC 46, 72a; CC 33b).
la comunidad, crisol de renovación 261
108
Cf. N. Silanes, «Comunión»: DTDC, 245-255; P. Lécrivain, Una manera de vivir…, 95-
98. «Sólo hay una misión: la que procede de la comunión trinitaria original y tiende a la comunión
final de la humanidad hecha cuerpo de Cristo» (Ib., 97).
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Cf. P. Lécrivain, Una manera de vivir…, 93. También se debería abordar en profundidad
y comunitariamente el hecho de que los apostolados obligan a reestructurar las concreciones comu-
nitarias. En ocasiones, nuestras comunidades no están conformadas con los apostolados encomen-
dados. Resultan erróneas determinadas estructuras comunitarias para determinados apostolados.
Asimismo, nuestro texto constitucional exige a nuestras comunidades actuales los mismos requisi-
tos que a las comunidades conventuales de los años periconciliares, sin adecuar la formalidad de la
‘vida común’ a la situación hodierna de las mismas.
262 enrique gómez
del apostolado» (VFC 2). De ahí que cada religioso deba sentirse enviado por la
comunidad.
En tercer lugar, tal como recoge el mismo documento, debemos conformar
con sentido comunitario la acción (cf. VFC 55). Si la fraternidad se erige en el
signo de credibilidad de nuestras comunidades contraculturales, ésta debe inun-
dar nuestra misión y repercutir en ella. Como expresa en otro lugar, la fraternidad
es el «signo que muestra el origen divino del mensaje cristiano y posee la fuerza
para abrir los corazones a la fe» (VFC 54). Por consiguiente, la calidad de nuestra
vida apostólica dependerá siempre de la calidad de nuestra vida fraterna (el sen-
tido inverso no está mostrado).
Dicha calidad se expresa en el compartir comunitario de los bienes tanto
espirituales como materiales, entre los que se cuenta proyectar y programar en
común, más aún vivir en común, nuestros apostolados. Por ello las Constitucio-
nes insisten en que nos ayudemos mutuamente, tanto en el apostolado como en
la acción (cf. Const. 24), en el discernimiento compartido para proceder al apos-
tolado (cf. Const. 282), en programar nuestras acciones en común (cf. Const.
27, 284), en asumir obras comunes de apostolado (cf. Const. 90)… Aunque
estos números sólo son una muestra, quizá esta idea debiera estar todavía más
presente.
Finalmente, asumamos apostolados que permitan vivirlos en comunidad y
que sean acordes con nuestro carisma, que conjuga vida religiosa y ministerio
(cf. vita 11,1-5). Constituir comunidades con muchos apostolados o vivir en la
comunidad careciendo de objetivos apostólicos comunes frena el crecimiento en
la unanimidad y para la fructuosidad de nuestras presencias y entregas. Por eso,
las instancias vaticanas exhortan a asumir apostolados, principalmente parroquias
que son nuestra piedra de toque fundamental, que «permiten vivir en comuni-
dad y en las que se puede expresar el propio carisma» (VFC 61c), y realizar la
pastoral de conjunto, expresión de nuestra fraternidad, desde nuestra identidad
carismática:
«Es preciso recordar que no tener suficientemente en cuenta el carisma de una co-
munidad religiosa no beneficia ni a la Iglesia particular ni a la misma comunidad.
Sólo si se tiene una precisa identidad carismática, puede insertarse en la pastoral
de conjunto, sin perder su propia naturaleza, sino más bien enriqueciéndola con su
propio don» (VFC 60h).
Quizá sirva como síntesis de todo lo dicho sobre la dialéctica comunidad-
apostolado aquel pensamiento agustiniano según el cual el amor hace común to-
das las cosas (cf. c. Faust. 5,9; Simpl. 2,1,10). Sólo el amor mutuo da sentido a
nuestra convocación para desarrollar una comunión de vida y, al mismo tiempo,
dicho amor mutuo es el que mueve a la comunidad a ser en el éxodo, es decir, a la
auténtica experiencia de salir de sí misma, de itinerancia y de oblación, tal como
la comunidad, crisol de renovación 263
se desprende de la buena nueva que portamos110. Es, pues, dicho amor mutuo el
que debe aunar el ad intra y el ad extra de nuestra consagración, de nuestro vivir
unánimes y concordes hacia Dios.
Conclusión
Estos días celebramos las bodas de oro del inicio del Vaticano ii. Aún persis-
te en la mentalidad de muchos cristianos la sensación y la experiencia de que éste
supuso un verdadero Pentecostés para la Iglesia del siglo xx. Como tal, significó
una auténtica renovación eclesial a la hora de plantear la fe y la salvación cristia-
nas en clave social y comunitaria.
Hubiera sido de desear que dicha recuperación viniera de la presencia de
comunidades agustinianas contraculturales que, fieles a su carisma fundacional,
reivindicaran una nueva manera de ser en y para el mundo. Sabemos que no fue
así, que también nuestras comunidades habían permanecido dormidas, quizá por-
que los avatares históricos las habían precipitado casi hasta la extinción y habían
encontrado cauces de renovación en un denodado impulso apostólico y misione-
ro, no siempre fiel al ideal comunitario de los orígenes.
Ahora es el momento de resucitar y de soñar, no sé si despiertos. Soñar
que, una vez que nuestras comunidades recuperen su esencia, no la vuelvan a
perder. Soñar que realmente hemos recogido el legado de una comunión de vida
que testimonia ante nuestra sociedad actual la posibilidad de ser personas de una
forma nueva, compartiendo lo que somos y tenemos en Dios. Soñar que, a partir
de ahora, las comunidades agustinianas se considerarán las vestales eclesiales de
la comunión de vida evangélica a la que nos llama el Maestro interior, sin perder
nunca de vista lo que ésta tiene de don y de tarea.
Enrique Gómez
Salamanca