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La comunidad, crisol de la renovación

Enrique Gómez, oar

1. Urgencia de credibilidad en nuestro mundo

a) Dar razón de nuestra esperanza

No hace muchos días, el 11 de octubre, se daba comienzo al año de la fe.


En medio de los avatares de nuestra época, los cristianos nos sentimos llamados
a vivirlo, dando razón de nuestra esperanza a quienes viven a nuestro lado y bus-
can asideros de confianza (cf. 1Pe 3,15). En la fe se apoya el proceso de nueva
evangelización al que se nos impulsa. Apoyatura, dicho sea de paso, en absoluto
novedosa, pues ya la empleaban las primitivas comunidades cristianas. Pero no
por ello resulta menos actual e interpelante.
La transmisión de nuestra peculiar forma de ser y de vivir como hijos de un
mismo Padre, y miembros de una única familia -en eso consiste nuestra fe-, ya
sea a las nuevas generaciones o a las no tan jóvenes, implica adentrarnos por los
senderos de su credibilidad. Una credibilidad contrastada, y en cuanto tal acriso-
lada, en el contexto sociocultural y religioso por el que atraviesa la humanidad.
La fe cristiana se presenta hoy en un mundo secularizado y pluralista como una
posibilidad más en el supermercado de las religiones y de las ofertas de sentido
vital.
En este contexto, el desarrollo evangelizador ha de adoptar una inaudita pa-
rresía, como ocurriera en los orígenes del cristianismo. Entonces los misioneros
de la resurrección de un crucificado afrontaron dos retos contrapuestos: por una
parte, la propia autoconciencia cristiana en el doloroso proceso de individuación
con respecto al judaísmo; por otra, el hacerse sitio en ese universo cultural que
reconoce la pluralidad de cultos siempre y cuando no atente contra la estabilidad
del Imperio. Mas la religión naciente se caracterizaba precisamente por esto: por
una subversión religiosa que transgredía contra el orden establecido, razón por la
que fueron catalogados de ateos y, en cuanto tal, perseguidos1.

1
Cf. J.J. Sánchez, «Ateísmo»: X. Pikaza y N. Silanes, Diccionario teológico ‘El Dios
cristiano’, Salamanca 1992, 112-114. A partir de ahora, esta obra en colaboración se citará DTDC.

Recollectio 35 (2012) 213-263


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Estas dificultades no los arredraban en su empeño. Anunciaban la Buena


noticia con valentía y con el gozo incontenible de saber que Jesucristo había
llenado sus vidas de sentido; o, dicho de otro modo, proclamaban que una encar-
nación distinta de las relaciones de Dios con el ser humano inunda de bondad y
de liberación la humanidad entera, comenzando por los más excluidos del sistema
imperial.

b) Ser para los demás desde lo común

La conquista de la identidad comunitaria de los primeros cristianos no se


hace por vía de exclusión o de separación (cf. Gál 3,28; Rom 10,12; 1Cor 12,13;
Io. ev. tr. 12,9). La vida, las actitudes, las acciones proféticas, las palabras hirien-
tes y sanantes a la vez, la muerte y resurrección de aquel Jesús de Nazaret al que
seguían no dejaban lugar a dudas de que el mensaje de salvación que portaban
debía abarcar a todos.
El reclamo de unidad y de fraternidad brota de las mismas entrañas de una
persona que descubrió, más aún, vivió la identidad de la divinidad como raudales
de misericordia (cf. Lc 15), destinados a inundar a todo el género humano, como
si de un diluvio inverso se tratara, que no requiere de desolación previa para que
todos tengan vida, y vida en abundancia (cf. Jn 10,10). La identidad cristiana
aflora, por consiguiente, como una identidad desde, en y para los otros, más que
como una identidad frente a los demás, haciendo valer más lo que nos une, que lo
que nos separa (cf. 1Cor 3,1ss.; ep. 210,2). Así se solventan los problemas de una
identidad malentendida (cf. VFC 36).
En este sentido recupero dos textos. El primero relata cómo Yahvé distribu-
yó parte del espíritu profético de Moisés entre los setenta ancianos elegidos para
ayudarlo en el gobierno y guía de su pueblo. Algunos, llevados por la radicalidad
propia de una primera juventud, querían impedir que profetizaran dos de ellos,
pues no accedieron a la tienda del encuentro, profetizaran. La respuesta en boca
de Moisés resulta enriquecedora: «¿Tienes celos por mí? ¡Ojalá que todo el pue-
blo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!» (cf. Núm 11,24-30).
Este deseo se repite en tiempos de Joel (cf. Jl 3,1-2) y se realiza con el envío del
Espíritu en Pentecostés, artífice de comunidad, de comunión en la diversidad (cf.
Hch 2,17-21).
El segundo, más explícito aún, versa sobre un desconocido que expulsa de-
monios en nombre de Jesús, sin pertenecer a su grupo de discípulos. Éstos preten-
den detenerlo. Asumen existencialmente como criterio de identidad comunitaria
el principio ‘éste es de los nuestros’ y ‘éste no lo es’. Sin embargo, Jesús supera
estas divisiones grupales y señala lo común de ambas realidades: el reino de Dios
la comunidad, crisol de renovación 215

se propaga en el mundo, ya sea por obra de quienes lo siguen directamente, ya


por la de otros movidos de modo diverso por su Espíritu. El principio establecido
ahora es el de ‘quien no está contra nosotros, está por nosotros’ (cf. Mc 9,38-40).

c) La unidad como signo de credibilidad

Con acierto el Concilio asume este principio como una de las claves del
diálogo ecuménico (cf. UR 4gh). En esta ocasión trae una referencia considerada
agustiniana. Pero me fijo en el texto que inicia su argumentación sobre la unidad
(cf. UR 2a):
No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra,
creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos
también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Jn
17,20-21).
Juan Pablo ii percibe la importancia de este mensaje, lo traduce en una de
sus encíclicas, de claro sesgo ecuménico (cf. Ut unum sint), y lo propone para
el cumplimiento de todos los cristianos. La Iglesia de los umbrales del siglo xxi
será creíble si vive unida, enraizada en Cristo; si hermana a todos los hombres
en Cristo, si contribuye a que todos vivan como hijos de un mismo Padre (cf. Mc
3,31-35).
Para mi propósito baste destacar que, en la comunidad joánica, que vive la
escisión de los nazarenos con respecto a la sinagoga (cf. Jn 6; 7-9), el evangelista
subraya que la unidad, la común-unión de todos, es el mayor factor de credibili-
dad de la persona y del mensaje de Jesús. También en las Cartas el testimonio de
los discípulos tiene por objeto la unidad: «Que también vosotros estéis en comu-
nión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo,
Jesucristo» (1Jn 1,3)2.
La tradición cristiana ha reformulado este pensamiento a lo largo de los
siglos, sin perder ni un ápice de su frescura. En muchas ocasiones, la credibilidad
de la unión de los cristianos viene dada por el vínculo que la facilita: el amor
fraterno, ya que es vestigio histórico del agente de comunión por antonomasia,
el Espíritu, y ya que se erige en el signo de credibilidad más contrastado3. De
todos es conocido el marco del famoso aforismo de Tertuliano: ‘¡Mirad cómo se

2
Sobre la importancia de la comunión y la unidad en la eclesiología joánica, cf. G. Sánchez
Mielgo, La unidad de los creyentes, Salamanca 2008.
3
Cf. M. Gelabert, «La credibilidad del Dios cristiano en nuestro contexto histórico-cultu-
ra» Estudios Trinitarios 41 (2007) 351-377.
216 enrique gómez

aman!’4. Más recientemente, y teniendo como objeto de reflexión la comunidad


religiosa, leemos en un documento eclesial:
Cuanto más intenso es el amor fraterno, mayor es la credibilidad del mensa-
je anunciado y mejor se concibe el corazón del misterio de la Iglesia como sacra-
mento de la unión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí (VFC 55b).
Así, los redactores de este documento se adelantan al sentir de los padres
sinodales cuando reflexionan en el sínodo sobre la vida consagrada acerca de la
razón de ser de las comunidades religiosas en cuanto comunidades. Juan Pablo ii
exhorta a lo siguiente:
«Para presentar a la humanidad de hoy su verdadero rostro, la Iglesia tiene urgen-
te necesidad de semejantes comunidades fraternas. Su misma exigencia representa
una contribución a la nueva evangelización, puesto que muestran de manera feha-
ciente y concreta los frutos del mandamiento nuevo (VC 45b). Que este nuestro
mundo confiado a la mano del hombre, y que está entrando en el nuevo milenio, sea
cada vez más humano y justo, signo y anticipación del mundo futuro» (VC 110c).

d) La comunidad agustiniana como crisol de la renovación

Textos como éstos sirven de quicio para esta reflexión sobre la comunidad
agustino-recoleta como motivo de credibilidad y crisol de la renovación. Nuestra
consagración agustiniana será auténtica y significativa en tanto en cuanto resista
el horneo en las brasas de la comunión de vida. En realidad este pensamiento ya
lo encontramos en nuestro padre cuando escribe acerca de la experiencia comu-
nitaria y sus conflictos, y llama la atención sobre la importancia de entender la
comunidad como crisol, como realidad en la que se verifica si los que se sienten
llamados son realmente los elegidos para vivir esta forma de vida evangélica:
«Muchos prometieron que habían de observar aquella vida santa, que habían de
tener todas las cosas en común y no llamar a nada suyo, que habían de tener una
sola alma y un solo corazón en Dios; pero fueron arrojados al crisol y se quebraron»
(en. Ps. 99, 11)5.
El contexto de esta cita es el de las comunidades reales, no el de las ideales.
Agustín es consciente de la trascendencia de no sobrevalorar la comunidad, como
si de un puerto seguro se tratara (cf. en. Ps. 99, 10.12)6, omitiendo los conflictos

4
Cf. Tertuliano, Apologético 39, basado en Jn 13,34-35.
5
Desarrollo de esta idea de la comunidad como crisol en T.J. van Bavel, Carisma: comuni-
dad. La comunidad como lugar para el Señor, Madrid 2004, 115-133.
6
«La fraternidad no es una meta tranquila y conquistada de una vez por todas y para siem-
pre» (P.G. Cabra, Para una vida fraterna, Santander 1999, 25).
la comunidad, crisol de renovación 217

que siempre surgen por nuestra propia condición de humanos (cf. en. Ps. 99,9.11-
12; 132,4; ep. 78,8-9; s. 73A,3), pues eso mismo acarrearía su mayor degrada-
ción. Por el contrario, sólo las comunidades reales, dinámicas, pueden ser signo
de renovación para la humanidad: señalan que una determinada forma de vida es
posible (y necesaria).
Además, lo hacen de manera humana y asistidos por la gracia. Tienen como
clave de vida Ef 4,2-3: «Soportándoos unos a otros, por amor, poniendo empeño
en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz», y Gál 6,2: «Ayu-
daos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo»; y no
el aislamiento y el vivir sin comunidad, tan tranquilizador para algunos (cf. en.
Ps. 99,9). Para el Hiponense, por tanto, la perfección de vida radica en convivir
unidos, soportándose unos a otros con amor y llevando mutuamente la cargas de
todos (cf. en. Ps. 132,9).
Éste ha sido uno de los aciertos de la relectura y reforma de las Constitu-
ciones. Así, en su n. 18 se añade un párrafo que completa el plano desiderativo e
ideal del carácter comunitario con una mirada, al mismo tiempo real y esperanza-
da, a la situación de nuestra vida comunitaria:
«No obstante, los hermanos deben ser conscientes también de que toda realidad
cristiana se edifica sobre la debilidad humana, y de que somos hombres y entre
hombres vivimos, por lo que la perfecta comunión de los creyentes es la meta final
en la ciudad celeste. La comunidad es así tarea continua de edificación y esfuerzo
por superar los conflictos con la ayuda del Espíritu, sin dejarnos descorazonar ante
ellos, sino sobrellevando mutuamente las cargas, y soportándonos unos a otros por
amor»7.
Así, pues, la comunidad se convierte en crisol de vida evangélica porque en
ella se autentifica lo que estamos llamados a ser, aunque no lleguemos a serlo en
plenitud en nuestro tiempo.
Es verdad que esta comprensión de la comunidad como crisol puede in-
terpretarse en otro sentido: el de la vida comunitaria como una penitencia. La
convivencia es una dimensión apasionante del ser humano, pero nadie niega sus
complicaciones y enredos. Por ello a veces se destaca la prueba que supone vivir
unidos, convirtiéndose en la ascesis más profunda que pudiera realizar el hombre8.

7
Además de la referencias bíblicas (cf. Gál 6,2; Ef 4,2) y de la rica teología agustiniana
sobre la comunidad real contenida en estas líneas, es de destacar la influencia y exposición de VFC
26.
8
El documento La vida fraterna en comunidad se refiere a la vida comunitaria como sacri-
ficio, como la ‘máxima penitencia’, en el número dedicado a los desadaptados de la comunidad (cf.
VFC 38). Comentando el capítulo correspondiente de la Regla agustiniana, T. Tack afirma que «no
es preciso que los que viven en comunidad se formulen la pregunta de cómo seguir a Cristo más
218 enrique gómez

No es éste el significado que aquí asumo. Como bien recoge Agustín, no


hemos sido llamados a vivir en comunidad para mortificarnos, sino para anhelar
afectuosamente la belleza espiritual de Cristo (cf. reg. 8,1; conf. 4,13,20; mus.
6,13,38). Es decir, para plenificar nuestras existencias por medio de la práctica
del amor (cf. ep. Io. tr. 9,9) y ser felices. De lo contrario, la comunidad sería moti-
vo de huida, y Agustín reconoce que nunca se encontrará lugar en el que uno viva
separado del género humano y ajeno a los conflictos que le son propios a la vida
en comunidad o a la vida en sociedad (cf. en. Ps. 99,9-10)9.
La comunidad se convierte en crisol de nuestra consagración, de nuestra
vivencia comunitaria y de nuestros apostolados porque exige de nosotros la con-
versión necesaria para ser realmente fermento de este reino de fraternidad y de di-
cha10. Eso sí, recordando siempre que la unidad y armonía propias de la comunión
de vida, antes de nada, son un don, que constantemente hay que pedir a Dios, a
quien es comunidad en sí y perfecta adecuación de la diversidad en la unión (cf.
en. Ps. 132; ciu. Dei 12,22).

2. Comunidades para que el mundo crea

a) Comunidades alternativas amparadas en una determinada fe

Aportaría seguramente algo significativo a nuestra vivencia comunitaria, el


hecho de retrotraernos a la tradición de un Dios que convoca a seres humanos
falibles para crear comunidades falibles que, desde y en su debilidad, trastoquen
las lógicas humanas, sembrando en un nuevo modo de ser histórico ‘el yo ideal’
de la humanidad reconciliada: que al final, Dios sea todo en todos (cf. 1Co 15,28).

de cerca. Ya tienen trazadas su penitencia y mortificación básicas» (T. Tack, Si Agustín viviera. El
ideal religioso de san Agustín hoy, Madrid 1990, 97). Quizá esta concepción pueda derivarse de al-
gunas expresiones agustinianas, como: «¿Qué soportará quien al hermano no soporta?» (ep. 48,3);
pero es justo destacar que en estos pensamientos subyace, principalmente, el principio de soportarse
mutuamente por y con amor, como se desprende del marco de esta carta.
9
Cf. N. Cipriani, San Agustín. La Regla, Madrid 2009, 140-145; T.J. van Bavel, Agustín de
Hipona. Regla para la comunidad, Iquitos 1986, 95-98.
10
«Si hay algún banco de pruebas para la vida consagrada del futuro, no puede ser otro
que la comunidad, raíz de toda identidad verdadera y del auténtico apostolado» (U. Sartorio); «la
comunidad, y el hacer comunidad, es un lugar estratégico para la renovación de la vida consagrada,
es el camino mismo de la renovación, es su corazón y su centro» (A. Cencini) (ambos citados por
J. Rovira Asumí, La vida consagrada hoy. Renovación, desafíos, vitalidad, Madrid 2011, 174-175;
cf. M.A. Asiaín, «Comunidad. 2. Reflexión teológica»: A. Aparicio Rodríguez y J. Canals Casas
(Dirs.), Diccionario teológico de la vida consagrada, Madrid 1989, 287. A partir de ahora, esta obra
en colaboración se citará DTVC.
la comunidad, crisol de renovación 219

Los padres conciliares reformularon el concepto de revelación desde un per-


sonalismo dialógico (cf. DV 2). Descubrieron mejor la naturaleza de un Dios
empeñado en tener historia en virtud de la pura liberalidad de su amor. Dicha
historia se forja en la comunión y el diálogo continuo con los hombres, a quie-
nes trata como amigos, a quienes recibe en su compañía, a quienes habla y por
quienes obra. Así se muestran no sólo la índole histórica de esta comunicación
divino-humana, sino especialmente su cariz sacramental y corpóreo y, en cuanto
tal, propenso a la infidelidad.
Por ello no debe extrañar que esta historia de encuentros y desencuentros
se concrete a cada paso en comunidades alternativas a los sistemas dominantes
y totalitarios. Comunidades que imponen una nueva lógica, la del ‘desde abajo’,
que posibilita, por una parte, universalizar la fraternidad y, por otra, otorgarle
profundidad; es decir, relacionarla con la redención y erradicación del pecado
estructural que nos impide funcionar como familia humana.
Se puede leer desde esta perspectiva el filón de lo pequeño y lo despreciable
en la Escritura y recuperar para nuestro tiempo la idea del ‘resto’, no sólo en su
sentido histórico (cf. Am 5,15), sino sobre todo como redimensionalización de
todo el pueblo, en cuanto al número y en cuanto al tiempo, y realidad mesiánica
de futuro (cf. Is 4,3s; 28,5s.; Dan 12,1)11. Sin ser exhaustivo, me centro en los
siguientes momentos de esta lógica.

a.1. Una ley diferente para un pueblo diferente

Retomando la no siempre bien interpretada idea de ‘elección’12, Yahvé se


fija en un pueblo de esclavos debido a estas dos realidades: en cuanto pueblo y en
cuanto esclavos, para manifestar su poder frente a los imperios de la época, per-
sonalizados en Egipto. El pasaje de las plagas (cf. Éx 7,8-13,16) es un vestigio del
enfrentamiento entre dioses propio de las teogonías antiguas, por ver quién es el

11
Cf. J. Sobrino, «Extra pauperes nulla salus (pequeño ensayo utópico-profético)»: Id.,
Fuera de los pobres no hay salvación, Madrid 2007, 75-78. Interesante actualización de la teología
del resto para nuestra época nihilista en F. Ramis Darder, La comunidad del Amén. Identidad y
misión del resto de Israel, Salamanca 2012. Esta transmutación de lógicas está acorde con las re-
flexiones agustinianas sobre la humildad y la soberbia, sobre las que volveré más adelante (cf. D.W.
Reddy, «Humildad», y «Humilde»: A.D. Fitzgerald (Dir.), Diccionario de san Agustín, Burgos
2001, 653-663. –A partir de ahora citaré esta obra en colaboración DA–; A.B. Chappell, «La humil-
dad en san Agustín»: Aa.Vv., Elementos de una formación agustiniana, Roma 2001, 109-126).
12
Cf. A. Torres Queiruga, La revelación de Dios en la realización del hombre, Madrid
1987, 324-333; Id., Repensar la revelación, Madrid 2008, 336-344; Id., El diálogo de las religio-
nes, Santander 1992, 18-21.
220 enrique gómez

auténtico soberano del pueblo y si éste seguirá sumido en la servidumbre o si, por
el contrario, comenzará para él una vida nueva, como si de una nueva creación se
tratara13. Dios se sirve de su pueblo para revelar su poder y su gloria, consistente
en esa nueva vida en libertad.
Pero, más que fijarme en lo que Dios hizo con su pueblo, atiendo a lo que
requiere de él. Le exige que no sea como los demás pueblos, tal como se des-
prende tanto de los sustratos más sacerdotales y cúlticos, como de los sociales y
fraternos posteriores (cf. Dt 15,1-18; Lv 25,35-55), y, significativamente, de las
motivaciones expresas de la ley partiendo del acontecimiento original del éxodo
(cf. Éx 20,2; 22,20; 23,9; Lv 25,38.55; Dt 5,6; 15,15; 24,17-18) y el consiguiente
espíritu que en ellas subyace. El pueblo es consciente de que la liberación se rea-
liza a través de esa ley (cf. Dt 6,20-24). La diferencia social exigida por Dios, por
tanto, viene dada en la ley: una ley de libertad que impedirá volver a ser esclavos
y a hacer esclavos (cf. Lv 25,39-43)14.
La comunidad distinta brotada de la salida de Egipto, sociedad estratifica-
da y centralizada, ha de explicitar ante el mundo el modo de ser de la auténtica
comunidad: una sociedad descentralizada, una comunidad de iguales, una comu-
nidad de hermanos (cf. Lv 25,35-36.39; Dt 15,12). Vivir la ley dada por Dios con-
siste en generar comunidades humanas al estilo divino: comunidades que tengan
las mismas actitudes y obren las mismas obras que Dios. Se trata de una sociedad
de hechura divina, porque Dios es Dios y no hombre (cf. Os 11,7-9).
Asimismo, amparándome de nuevo en la alianza como el baluarte de los
valores contraculturales queridos por Dios frente a los sistemas terrenos, hemos
de leer la teología subversiva contenida en el libro del Deuteronomio, memoria
del redescubrimiento de la ley. En este caso, el sistema ante el que se levanta la
comunidad elegida viene representado por Asaradón y sus tratados de vasallaje15.

a.2. La comunidad que Jesús quería

Para el cristianismo, esta comunidad contracultural se personifica en Jesús


de Nazaret y sus doce. Con el paso del tiempo, el ideal de una comunidad que
sirviera de alternativa a todas las iniciativas sociales de la historia, se había des-
gastado a base de acomodaciones. El pueblo dejó de ser sal y luz para todos los

13
Cf. F. García López, El Pentateuco, Estella 2003, 146-149, 158-163.
14
Cf. F. García López, La Torá. Escritos sobre el Pentateuco, Estella 2012, 66-81, 345-361;
J.L. Sicre, Introducción al Antiguo Testamento, Estella 2011, 145, 155; N. Lohfink, A la sombra de
tus alas. Nuevo comentario de grandes textos bíblicos, Bilbao 2002, 73-92.
15
Cf. F. García López, El Pentateuco…, 278-279.
la comunidad, crisol de renovación 221

pueblos de la tierra (cf. Mt 15,13; 5,14-16), tal como muestra la injusticia his-
tórica y denuncian los profetas16. El pueblo libre se había encaminado hacia la
esclavitud y mantenía en una vida esclava, muchas veces de la ‘ley de libertad’,
a gran parte de sus miembros. Era preciso refundar el simbolismo del pueblo
sobre una nueva estructura social que explicitara que los valores ensalzados por
la sociedad imperial y sacral no eran los queridos por un Dios Padre, fundamento
de la contraculturalidad cristiana por antonomasia (cf. Mt 5,33-37; 5,44ss.; 6,5-
14.24.25-34; 20,1-16; Lc 15,11ss.).
Desde esta perspectiva se puede presentar la comunidad de Jesús, y espe-
cialmente los doce, como una comunidad de contraste, una nueva sociedad fun-
damentada en los valores negados por una cultura dominada por la inflexibilidad
de la pureza, del honor y del dominio17. Por eso, los dos valores primordiales del
ethos cristiano primitivo serán el amor al prójimo sin distinción, sea enemigo, pe-
cador, extranjero, extrafamiliar (cf. Mt 5,43; Lc 7,36; 10,25; 14,26), y la renuncia
al status (cf. Lc 14,11; 18,14; Mt 23,12; Mc 9,35; 10,43), condición indispensable
para amar sin medida18.
Sin resultar exhaustivos, y estimando que el sermón de la montaña se consti-
tuye en la carta fundacional de ese nuevo orden social (cf. LG 31b; Const. 277c),
los autores caracterizan la nueva comunidad desde la identificación con el Maes-
tro o su seguimiento (cf. Mt 16,16; Mc 3,14; Jn 14,15.21; Mc 1,18; 2,14); la
participación de su Espíritu (cf. Jn 1,16; 14,16-19; 16,7) y la confianza radical en
el Padre (cf. Mt 6,25-34; Lc 12,16-21.22-31); la vivencia de la dignidad y de la
libertad adquiridas por el esposo (cf. Mc 2,15.18; 14,18; Mt 8,11; Jn 8,32.36); la
igualdad desde la amistad y la fraternidad (cf. Mt 23,9; 12,49-50; 19,30-20,16;
3Jn 15; Mc 2,17.19; Lc 12,4; Jn 15,15; Mc 3,35; Jn 20,17); la inclusión perso-
nalizante y convivial (cf. Mc 2,1ss.; Mt 8,5-13; Lc 14,15-24) y la invitación a
la reconciliación incondicional (cf. Mt 5,23; 18,21-35); la solidaridad (cf. Mt
5,3; 16,24; 6,19-21.24; Mc 6,34-45; 8,1-9) y el servicio desinteresado (cf. Mc
9,33bss.; 10,32ss.; Lc 22,24-27); el repudio al poder, a la posesión y a la violen-
cia necesaria para garantizarlos (cf. Mt 5,21-22; Mc 10,25; St 2,5; Mt 5,38-42)19.

16
Cf. J.L. Sicre, Introducción al profetismo bíblico, Estella 2011, 395-417; Id., ‘Con los
pobres de la tierra’. La justicia social en los profetas de Israel, Madrid 1984; P. Jaramillo Rivas,
La injusticia y la opresión en el lenguaje figurado de los profetas, Estella 1992.
17
Cf. C.J. Gil Arbiol, Los valores negados, Estella 2003; E. P. Sanders, La figura histórica
de Jesús, Estella 2000, 219-227; B.J. Malina, El mundo del Nuevo Testamento, Estella 1995.
18
Cf. G. Theissen, La religión de los primeros cristianos, Salamanca 2003, 87ss.
19
Cf. J. Mateos y F. Camacho, El horizonte humano. La propuesta de Jesús, Córdoba 1992,
144-161; G. Lohfink, La Iglesia que Jesús quería, Bilbao 1986, 49-59, 134-144, 169-176; Id., El
sermón de la montaña, ¿para quién?, Barcelona 1989, 113-182; X. Alegre, Memoria subversiva
222 enrique gómez

Aun con todo, la primitiva comunidad tampoco fue fiel al ideal comunitario
anhelado por Jesús. El signo de contradicción radical supuesto por la crucifixión
pronto se suaviza y se amolda a un estilo de vida menos exigente que permitiera
disfrutar de ciertos gustos. Contra dicha acomodación y a favor de la resisten-
cia escatológica que debería significar la comunidad de Jesús frente al Imperio
se alzan la teología paulina de la debilidad, de la cruz y de la gracia (cf. 1Cor
1,18.23-24.27; 2Cor 12,9-10)20, la teología antitriunfalista marcana (cf. Mc 8,29-
30; 10,42-45; 16,1-8)21 y la teología política del Apocalipsis (cf. Ap 4-20)22, entre
otras.

a.3. La tensión propia del ínterim

Se recorre igualmente esta constante a lo largo de la historia de la Iglesia.


Ante el peligro de la excesiva connivencia del mensaje del Nazareno con los po-
deres fácticos de cada época, surgen grupos o personalidades de cariz profético
que critican el final de la historia auspiciado por cada Imperio y señalan el lar-
go camino aún por recorrer. Unas veces, dichos movimientos fueron ortodoxos,
otras, heterodoxos. De aquéllos destaco el discurrir de la vida religiosa como un
modo de ser contracultural, si bien en ocasiones sus propuestas adolecen de falta
de cariz comunitario o promueven ciertas desencarnaciones que nada dicen a la
historia23.
Resulta parecida la coyuntura actual. Afloran estudios en los que la semilla
cristiana se contrapone a los sistemas establecidos24. De hecho, las revisiones

y esperanza para los pueblos crucificados, Madrid 2003, 171-201; J.Mª. Castillo, La alternativa
cristiana. Hacia una Iglesia del pueblo, Salamanca 1978.
20
Cf. G. Barbaglio, Jesús de Nazaret y Pablo de Tarso. Confrontación histórica, Salamanca
2009, 256-278, 304-324, 337-353; J.M. González Ruiz, La cruz en Pablo. Su eclipse histórico,
Santander 2000, 15-71; J. Becker, Pablo, el apóstol de los paganos, Salamanca 1996, 241-263.
21
Cf. G. Theissen, La redacción de los evangelios y la política eclesial, Estella 2002, 25-39;
X. Alegre, Memoria subversiva… 87-130; M. Ebner, «El evangelio de Marcos y el ascenso de la
dinastía Flavio»: Selecciones de teología 204 (2012) 260-265.
22
Cf. X. Alegre, Memoria subversiva…, 25-86.
23
Entiéndanse aquí ciertas interpretaciones de la fuga del mundo como un estar ajenos a los
problemas de los hombres de su tiempo. Curioso desde esta perspectiva, aunque centrado en los
primeros pasos de la vida religiosa, eminentemente anacoreta, cf. J.Mª. Castillo, El futuro de la
vida religiosa. De los orígenes a la crisis actual, Madrid 2004 (esp. 172ss.). En la p. 174 defiende
que el monacato antiguo se centraba más en una forma de ser que de hacer, aspecto que aplicará, en
forma de pregunta, a nuestro tiempo (cf. Ib., 195-196).
24
Cf. X. Pikaza, Sistema, libertad, Iglesia, Madrid 2001; A. González, Reinado de Dios e
Imperio, Santander 2003; R. Horsley, Jesús y el Imperio, Estella 2003.
la comunidad, crisol de renovación 223

de determinadas etapas bíblicas e históricas citadas hasta el momento son una


necesaria relectura de los textos desde una situación bien concreta: una sociedad
abocada a la deshumanización e inhumanidad, debido a la excesiva autonomía de
un mecanismo económico, regido por una determinada ideología individualista,
que impera sobre el resto de dimensiones humanas.
Dichas relecturas explicitan que la alternativa cristiana a las actuales tota-
lidades dominantes viene dada por la contraculturalidad misma de la comuni-
dad cristiana en cuanto comunidad y, por analogía, de la comunidad religiosa en
cuanto comunidad que radicaliza el querer de Jesús. En palabras de un documen-
to sobre la comunidad religiosa:
«Una comunidad fraterna y unida está llamada a ser cada vez más un elemento
importante y elocuente de la contracultura del Evangelio: debe ser sal de la tierra y
luz del mundo» (VFC 52a)25.
Por su parte, Juan Pablo ii concreta el rostro de dichas comunidades contra-
culturales que proceden a la nueva evangelización. Son comunidades cordiales,
pendientes de la atención recíproca, para combatir así la soledad; comunidades
abiertas a la comunicación continua, fomentando la correspon-sabilidad frente a
la indiferencia; y comunidades capacitadas para perdonar, de modo que pueden
cerrar las heridas del odio (cf. VC 45b).

b) La alargada sombra de un individualismo insensible

De esta lectura parcial e incompleta extraigo un hilo conductor: la necesidad


de plantearnos y de sentirnos hombres en medio de la creación, de recuperar la
dimensión social de nuestras existencias y, ante todo, de nuestra llamada y de
nuestra salvación. Así lo reivindica el Concilio cuando relaciona al Verbo en-
carnado con la solidaridad humana (cf. GS 32). Esta actitud exige desde la fe
una continua conversión: la de vernos desde la mirada y los parámetros divinos,
inundados de la lógica de la gratuidad y de la reconciliación, y no de la rastrera

25
Recientemente, otro autor afirma que la comunidad, y máxime una comunidad evangélica,
es en sí contracultural porque implica pertenencia total, permanente y gratuita (cf. L.A. Gonzalo
Díez, «La reestructuración es cuestión de comunidad»: Suplemento Vida Nueva ‘Con Él’, Enero
(2012) 1). En el mismo sentido, P. Lécrivain, quien asegura: «Una comunidad religiosa es un lugar
de esperanza donde unos hombres o unas mujeres se esfuerzan por vivir nuevos comienzos evan-
gélicos», por lo que cada comunidad ha de ser «un laboratorio de innovaciones» (P. Lécrivain, Una
manera de vivir. Proponer la vida religiosa hoy, Madrid 2010, 203). Buen desarrollo de la comuni-
dad religiosa como «parábola del reino», «profecía de nueva humanidad», «aguijón comunitario en
una Iglesia masificada», «signo de los tiempos», cf. A. Aláiz, La comunidad religiosa. Profecía de
nueva humanidad, Madrid 1991, 40ss.
224 enrique gómez

fijación en nuestras imperfecciones y conflictos (cf. VFC 26; Const. 18). O, dicho
de otra manera, caer en la cuenta de que la renovación de la humanidad viene
dada por el modo de vivir en comunidad.

b.1. En la raíz del problema

Conforme a las circunstancias actuales, esta conversión ha de ser radical,


porque puede ser, y de hecho, es lo que siempre ha propuesto el Dios de Jesús26.
Hoy está en juego la construcción de una humanidad que valore a cabalidad la
fraternidad como un rasgo inherente suyo. Es un aspecto que está lejos de con-
seguirse, como bien denota el abismo cada vez más afianzado que la divide (cf.
PP 8; SRS 14, 21).
No es el momento ni el lugar para análisis sociológicos de la realidad en y
para la que somos religiosos y vivimos en comunidad. Pero insisto en algunos
aspectos que requieren de quienes participan del carisma agustiniano, una nueva
vivencia comunitaria que explicite ante la humanidad hodierna el verdadero ros-
tro humano al que ha de tender, como invitaba Juan Pablo ii (cf. VC 51). O, en
términos más recientes de Benedicto xvi: «El anhelo del cristiano es que toda la
familia humana pueda invocar a Dios como “Padre Nuestro”» (CV 79)27.
Sólo me centro en el que podría considerarse padre de todos los males, no
sólo de la sociedad, sino también de las mismas comunidades religiosas, dema-
siado hechas a los valores del momento: el individualismo funcional, insensible
y hedonista28. Por esta razón Juan Pablo ii llama a luchar denodadamente contra
esta lacra actual (cf. VC 43b).
La modernidad y sus secuelas defienden y prodigan con acierto la necesaria
autonomía del individuo y revaloriza el papel de la persona en la sociedad. Sin
embargo, su jerarquía de valores, amparada en el irrenunciable valor de la perso-
na, la sensibilidad ante su libertad y el derecho a la igualdad, el cambio profundo
de las relaciones y conocimientos entre identidad y alteridad y la democratización

26
Cf. J. Sobrino, «La salvación que viene de abajo. Hacia una humanidad humanizada»:
Concilium 314 (2006) 30.
27
Cf. J. Sobrino, «Seguimiento de Jesús»: C. Floristán y J.J. Tamayo (Eds.), Conceptos
fundamentales del cristianismo, Madrid 1993, 1294; D.G. Groody, Globalización, espiritualidad y
justicia, Estella 2009, 333-370. Este anhelo, sin obviar su dimensión escatológica, acontece ya en
la encarnación, según nuestro padre, porque en ella somos constituidos hijos y, consiguientemente,
hermanos (cf. ep. Io. tr. 8,14; trin. 5,7,11; s. 57,2,2).
28
Cf. G. Lypovetsky, La era del vacío, Anagrama, Barcelona 1986; H. Béjar, El ámbito
íntimo. Privacidad, individualismo y modernidad, Madrid 1988.
la comunidad, crisol de renovación 225

de los modos de convivencia29, no ha sido suficientemente acrisolada por el amor


mutuo y la consiguiente respectividad hacia el otro, especialmente hacia el más
desvalido, tal como defiende san Pablo al plantear el problema de la libertad per-
sonal en el ámbito del amor mutuo (cf. 1Cor 8,7-13; Gál 5,13-23), adelantándose
certeramente al personalismo comunitario contempo-ráneo30.
Esta extralimitación del yo sin referencia significativa al nosotros, tanto sin-
crónica como diacrónicamente, y sin apertura a la gratuidad que es el ser humano
debido a su índole tradicional, ha acentuado las tendencias individualistas frente
a las comunitarias, otorgando supremacía a los derechos individuales sobre las
acciones colectivas y la propuesta del bien común31.
Las consecuencias prácticas de esta comprensión antropológica son visibles.
Las planteo desde el punto de vista de la comunidad religiosa, para que resulten
más cercanas32. Se asiste a una obsesión por la propia persona y a una privatiza-
ción de lo personal, a un intimismo, a una extralimitación de la vida autónoma,
a una pérdida del sentido de autoridad, a una identidad institucional a la baja,
cuando no a una ruptura con la vigencia de las instituciones, el abandono de los
sistemas convencionales de socialización. Como expresan algunos autores, los
cambios de paradigma en la vivencia comunitaria, aparentemente tendentes a una
mayor corresponsabilidad, degeneran en un indiferentismo silente hacia el hori-
zonte común marcado, expresión de un enardecido individualismo disgregante33.

29
Cf. J. López y Mª.B. de Isasi, «Realidad actual de la vida religiosa. Datos fundamentales
de su vida y de su misión»: Usg, Carismas en la Iglesia para el mundo. La vida consagrada hoy,
Madrid 1994, 86-87.
30
Cf. E. Mounier, Manifiesto al servicio del personalismo, Madrid 1967; C. Díaz, ¿Qué es
el personalismo comunitario?, Madrid 2002; J.M. Burgos, Introducción al personalismo, Madrid
2012, 87ss.
31
Cf. P. Romero, Comunicación y vida comunitaria. Cuestiones psicosociales y posibilida-
des, Madrid 1997, 7.
32
Cf. VFC 46; J. Martín Velasco, Ser cristiano en una cultura posmoderna, Madrid 1997,
41-65; D.J. Nygren y M.D. Ukeritis, «Tradición en transformación: identidad y misión de la vida
consagrada en Estados Unidos»: USG, Carismas…, 19-20; G. Fernández Sanz, «Callar, escuchar,
hablar. Tres verbos de la comunidad religiosa»: Aa. Vv., Soledad, diálogo, comunidad, Madrid
2000, 306ss; 311ss.; 322s.; J. Comblin, Cristianos rumbo al s. xxi, Madrid 1997, 180-192; E. Rojas,
El hombre light. Una vida sin valores, Madrid 1993; J. Rovira Asumí, La vida consagrada hoy…,
165-166.
33
«El modelo de dependencia ha sido sustituido por el de participación, pero a veces ha
desembocado en independencia» (F. Ciardi, «La vida fraterna en común»: USG, Carismas…, 171).
Otros autores desarrollan certeramente la ‘herejía de mi trabajo’ y el ‘silencio funcional’ de quien
pasa de todo siempre y cuando no lo afecte personalmente (cf. L.A. Gonzalo Díez, «La reestructu-
ración…», 3-5).
226 enrique gómez

Están fuera de duda, el reclamo y la necesidad de protagonismo y el domi-


nio de las apariencias, e incluso de las mentiras existenciales para conseguir este
objetivo, la exagerada insistencia en la calidad de vida y en el propio bienestar
físico, psíquico y profesional, la búsqueda de las propias aspiraciones personales
como realización de uno mismo, la preferencia por un trabajo ejercido de forma
individual, amparados en el prestigio o en la remuneración, en detrimento del
proyecto común y de la propuesta de opciones distintas, el excesivo permisivismo
hacia lo que no atente contra ‘mis’ intereses, la legitimación de lo placentero y
agradable... (cf. VFC 39b). Como subraya algún fenomenólogo de la religión al
revisar esta situación:
«El individualismo va orientándose cada vez más decididamente hacia el hedonis-
mo, la obtención de las mayores dosis posibles de satisfacción para los propios
deseos, y culmina en un verdadero narcisismo que resume la sensibilidad psicolo-
gizante, vuelta hacia la realización emocional de sí mismo, tolerante, ávida de vida,
menos preocupada por triunfar que por realizarse en el ámbito de lo íntimo»34.
En la vida cotidiana la tolerancia ocupa la cúspide de la jerarquía de valores,
que nada dice del respeto a la diversidad, y el necesario pluralismo que habi-
tualmente se defiende desemboca en xenofobia, división, aislacionismo, soledad,
falta de sentido cívico e incluso potenciación del anticívico, infravaloración de
la vida y del medio ambiente, indiferencia para que otros proyectos no me des-
centren de los míos, ramalazos desintegradores y nacionalistas, dificultad para
asumir compromisos estables…
Aunque parezca mentira, este individualismo, al no fomentar un sano desa-
rrollo de la identidad personal en asertividad, es decir, en relación realizativa con
los demás, revierte en fenómenos que, a priori, resultan antagónicos a él, tales
como la masificación, el anonimato y el uniformismo, pero tan patentes y solici-
tados incluso en una cultura del consumo y del divertimento.

b.2. Consecuencias sangrantes

De todo lo dicho, me detengo en cuatro graves problemas derivados de este


individualismo hedonista. En primer lugar, fomenta la incomunicación, y «la in-
comunicación favorece el debilitamiento del sentido de pertenencia, (…) la bús-
queda de otros ambientes fuera de la propia comunidad que compensan el vacío
que se da en ella»35. La herejía de ‘mi’ trabajo converge en una serie de actitudes
(decidir, pensar, comprar, disponer) que no ayuda a la vida comunitaria, movida

34
J. Martín Velasco, Ser cristiano… 55.
35
J. López y Mª.B. de Isasi, «Realidad actual…», 94.
la comunidad, crisol de renovación 227

por otras (compartir, dialogar, discernir). Por si fuera poco, la incomunicación


aviva el desconocimiento del otro; éste, el desinterés hacia él y hacia lo suyo,
para desembocar en la indiferencia total hacia lo común, que implica: confusión,
rigidez, incomprensión, falta de estima personal y comunitaria, carencia de toda
apertura a la trascendencia.
En segundo lugar, muy vinculados con el anterior, el aislamiento y el sub-
jetivismo, que suelen percibirse en el profesionalismo, en el egocentrismo, en
la imposición de la salvación de los más fuertes o de los más incisivos. Vivimos
en la era de la gran revolución tecnológica de la información y la comunicación,
donde, sin lugar a dudas, la cercanía por ellas propugnada revertiría en un ma-
yor conocimiento y sentido comunitario. Sin embargo, el uso de los teléfonos
móviles y de las redes sociales, por ejemplo, destapa que «la comunidad se ha
desintegrado en la masa atomizada de individuos alienados que están solos»36.
Las relaciones establecidas por su medio son impersonales e instrumentales, que
imposibilitan un diálogo profundo y destruyen las motivaciones y los lazos de los
grupos primarios. Basta con estudiar las repercusiones de la televisión y de los
ordenadores personales en los recreos comunitarios.
En tercer lugar se halla la insustancialidad, la excesiva liquidez, no sólo
axiológica, sino incluso ontológica; la cultura de la intrascendencia según otros.
El hombre actual está vacío de creencias. Por ello algunos lo denominan ‘un
hombre light’, ‘un hombre menguante’, que «trata de eludir la responsabilidad,
instalarse en la cultura de la queja, liberarse de sí mismo y pasar por desgracia-
do»37. Este hombre insustancial es además un hombre nihilista, superficial, al
que le cuesta, porque lo teme, profundizar en sí mismo y en la realidad que lo
circunda. Las circunstancias acompañan para liberarlo de esta presión: el ruido, la
prisa, la confusión, el estrés, la herejía del trabajo… Pero no se puede olvidar que,
en muchas ocasiones, dichos factores son fomentados por los propios individuos.
Cuando me refiero al ruido, no aludo tanto a un ruido ambiental, sino al verba-
lismo generado por uno mismo, al hablar mucho sin compartir absolutamente
nada, al descansar en el activismo. Siguiendo las llamadas de atención de M. de
Unamuno, maquillamos demasiado el ‘yo público’ sin reconocer que nuestro ‘yo
íntimo’ malamente sobrevive38.
Por último, la secularización y la falta de sentido de providencia deriva-
das de una trascendencia frustrada. Dentro de la vida religiosa se podría traducir

36
V.D. Canet, «Soledad y red social»: Aa. Vv., Soledad, diálogo… 223.
37
D. Natal, «Dar alas a la esperanza. Recuperar la persona y renovar la confianza social»:
Aa. Vv., Soledad, diálogo… 125.
38
Cf. M. de Unamuno, San Manuel Bueno, mártir, Madrid 1990.
228 enrique gómez

este fenómeno afirmando que en los conventos permanecen personas que se han
quedado, pero no iluminan con su vida, como reclama el evangelio. Se pierde a
pasos agigantados la inquietud propia de buscar sin descanso el único necesario
que mueve nuestra existencia y nuestras opciones vitales, para asumir la medio-
cridad, el aburguesamiento y la mentalidad consumista del instante, cuando no
un hedonismo ramplón. De ahí que no chirríe la acusación de ateísmo en la vida
consagrada y se señalen rasgos propios de cierto agnosticismo e indiferentismo
que difícilmente hacen de nosotros mystagogos39.
Concluyo este análisis con una acertada radiografía que R. Lazcano perfilara
hace ya un decenio sobre la situación por la que atravesaban entonces nuestras
comunidades:
«El drama de la sociedad actual está en que no existen verdaderas relaciones per-
sonales y vivimos atrapados por la prisa, el ruido, y el individualismo. Nuestras
comunidades se han vuelto borrosas, sin palabras, incomunicadas e instaladas en
un dulzón aletargamiento, en donde se constata que cada uno va a lo suyo, nadie se
interesa por nada ni nadie. Son las comunidades en las que no interesa el nombre
de sus miembros, a los otros los hemos olvidado o bien canjeado por el vertiginoso
ritmo de nuestras actividades. Ahora lo imprescindible en la vida comunitaria son
los teléfonos móviles y la conexión a Internet, a cambio, claro está, de la tan ansiada
calidad de vida de la comunidad de hermanos o hermanas. Ganamos, no obstante,
y nos superamos de día en día en estrés, hedonismo y eficacia, cuyo componente
último no deseado es un inaguantable malestar personal, institucional, social y re-
ligioso»40.

c) Brotes verdes en medio de este individualismo desfraternizante

Pues bien, no se puede ser revulsivo para esta sociedad si se asumen los
valores que promulga41. Actuando así, la humanidad literalmente se desangra, de-
bido a la fisura causada por el neoliberalismo actual que tiene en jaque la vida de
tres cuartas partes de la población a causa de la pobreza, el hambre o la sed. Como

39
Cf. N. Tello Ingelmo, Teología despierta de la vida consagrada, Madrid 1994, 81-97.
A. Aláiz habla de ‘religiosos sin Cristo’ y de ‘ateos anónimos’ (cf. A. Aláiz, La comunidad reli-
giosa…, 165-167, 225-229). Como expone algún autor: «Tras haber sobrevivido al comunismo y a
muchas revoluciones de distinto signo, la vida religiosa tiene hoy ante sí el reto del secularismo, y
sus opciones deben responder evangélicamente a muchos mesianismos de última hora: el neolibe-
ralismo económico, la cultura tecnocrática, el hedonismo derrochador, el narcisismo individualista,
los nacionalismos exasperados y el fundamentalismo cultural y religioso, así como la religiosidad
sincretista» (citado por A. Cencini, Vida en comunidad: reto y maravilla, Atenas, Madrid 1996, 42).
40
R. Lazcano, «Presentación»: AA.VV., Soledad, diálogo… 15.
41
Cf. F. Ciardi, La vida fraterna…, 172.
la comunidad, crisol de renovación 229

bien recordara Juan Pablo ii, en un mundo dividido e injusto como el nuestro, el
cristianismo en general, y la vida religiosa y agustiniana en particular, será creí-
ble, y ha de ser creíble, si se presenta como signo de fraternidad, transmitiendo
gozo, esperanza, Espíritu en definitiva (cf. Hch 13,53; VC 41b; 45b; 51; 92ab;
108b; 110c).
En esta perspectiva, el documento La vida fraterna en comunidad subraya
que la comunidad ha de alzarse como enseña contracultural que promueva fra-
ternidad y solidaridad ahí donde haya individualismo, y respeto y promoción de
la persona donde impere autoritarismo y comunitarismo (cf. VFC 52b). En esto
radica la condición de la comunidad como crisol de renovación. Tal como leemos
en otro lugar del mismo documento:
«Es necesario buscar el justo equilibrio, no siempre fácil de alcanzar, entre el respe-
to a la persona y el bien común, entre las exigencias y necesidades de cada uno y las
de la comunidad, entre los carismas personales y el proyecto apostólico de la misma
comunidad. Y esto dista tanto del individualismo disgregante como del comunita-
rismo nivelador. La comunidad religiosa es el lugar donde se verifica el cotidiano
y paciente paso del yo al nosotros, de mi compromiso al compromiso confiado a
la comunidad, de la búsqueda de mis cosas a la búsqueda de las cosas de Cristo.
La comunidad religiosa se convierte, entonces, en el lugar donde se aprende cada
día a asumir aquella mentalidad renovada que permite vivir día a día la comunión
fraterna con la riqueza de los diversos dones, y, al mismo tiempo, hace que estos
dones converjan en la fraternidad y la corresponsabilidad en su proyecto apostóli-
co» (VFC 39cd).
Así pues, ¿hemos de dar paso los cristianos, y más concretamente quienes
compartimos el ideal agustiniano, al imperio de la inevitabilidad? ¿Tenemos que
plegarnos al rodillo del individualismo hedonista y del nihilismo intrascendente?
¿Queda algo más que sus sangrantes heridas? Como bien reconocía en uno de sus
congresos la Confer española:
«Estamos perplejos ante el futuro de la humanidad. Hemos asistido al fracaso del
comunismo como sistema válido de organización social. Nos sentimos a disgusto
con una economía de mercado que es, ciertamente, capaz de crear riqueza, pero a
costa de muchos excluidos del sistema y de una naturaleza devastada. Somos tes-
tigos directos de las grandes injusticias que todavía se dan en este mundo global y
tecnificado. ¿Existe alguna alternativa de futuro? ¿Qué nos queda? ¡Nos queda el
milagro de la comunidad! Nosotros no somos políticos ni economistas. No tenemos
una tercera vía original, pero hemos recibido el don de vivir un estilo de vida frater-
na y solidaria que se ha revelado humanizador a lo largo de muchos siglos y que es
un reflejo del Dios en el que creemos»42.

42
Citado por G. Fernández Sanz, «Callar…», 302.
230 enrique gómez

Para recuperar la mordiente, propia del mensaje evangélico que portamos en


vasijas de barro (cf. 2Cor 4,7), resulta indispensable tornar a nuestro único nece-
sario, al Dios contrastante de Jesús de Nazaret, sin enmascararlo, sin manipularlo,
sin silenciarlo; recordando que reclama el monoteísmo afectivo de vivir sólo para
él y desde él (cf. Dt 6,5; Mt 6,24)43. He aquí la razón última por la que, amparán-
dose en ciertas tesis teológicas, la koinonía que debe caracterizar la comunión de
vida de los religiosos tiene como arquetipo, origen, meta y dinamismo unifican-
te la koinonía propia del Dios trinitario, pues «la participación en la comunión
trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de
solidaridad»44. En palabras de nuestro padre:
«Una sola cosa es necesaria: aquella unidad celeste, la unidad por la que el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo son una sola cosa. Ved cómo se nos recomienda la unidad.
Es cierto que nuestro Dios es una Trinidad. El Padre no es el Hijo y el Hijo no es el
Padre, y el Espíritu Santo no es ni el Padre ni el Hijo, sino el Espíritu de ambos. Y
con todo, estas tres personas no son tres dioses, ni tres omnipotentes, sino un solo
Dios omnipotente. La misma Trinidad es un solo Dios, porque una sola cosa es
necesaria. Y la consecución de esta única cosa sólo nos lleva el tener los muchos un
solo corazón (s. 103,4; cf. Io. ev. tr. 39,5)»45.

43
Cf. J. Garrido, Identidad carismática de la vida religiosa, Vitoria 2003, 24-25.
44
VC 41; cf. UR 2f; SRS 40c; VFC 10a. De los muchos estudios sobre el impacto de la
concepción trinitaria del Dios cristiano en la vida cristiana y en la estructuración social, cf. K.
Rahner, «El Dios Trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación»:
MS II/1, 361-362; L. Boff, La Trinidad, la sociedad y la liberación, Madrid 1986; E. Cambón, La
Trinidad, modelo social, Madrid 2000; N. Ciola, Cristología y Trinidad, Salamanca 2005, 159-
208; B. Forte y N. Silanes, La Santísima Trinidad: programa social del cristianismo, Salamanca
1999; G. Greshake, El Dios uno y trino, Barcelona 2001, 547-583; M.A. Asiaín, «Comunidad…»,
282-289; M. Díez, «Comunión»: DTVC, 319ss. En acertada matización de J. Cizaurre: «No se trata
sólo de presentar la Trinidad como modelo a ser imitado. Es la propia vida de Dios comunicada
a la comunidad de fieles que les hace poder vivir la comunión en su seno y en profunda relación
con la Trinidad» (J. Cizaurre Berdonces, «La comunión en la Iglesia y en la vida religiosa»: R.V.
Pérez Velázquez y J.R. Ivimas Chanchamire, II Congreso histórico de la Provincia Santo Tomás
de Villanueva de la Orden de Agustinos Recoletos, II, Granada 2011, 843). Aun con todo, esta tesis
ha de matizarse (cf. S. del Cura, «Relevancia social y política de la teología trinitaria: exposición y
comentarios»: Corintios xiii 94 (2000) 133-139; A. González, Trinidad y liberación, San Salvador
1994, 113-142).
45
Cf. N. Cipriani, San Agustín. La Regla… 41-44. El Hiponense también explicita esta
realidad desde la condición social del ser humano inherente a su misma creación, de forma que el
hombre ha sido creado para la comunión con Dios y con el resto de los seres humanos (cf. ciu. Dei
12,21-22; GS 3; 32; VFC 9-10). El enriquecimiento trinitario del texto constitucional presenta esta
realidad de una manera más nítida, subrayando el origen, la realización y la orientación trinitarias
de la comunidad agustino-recoleta (cf. Const. 14, 16, 17, 19, 28, 31), así como vincula a esta dimen-
sión teologal la eclesiológica (cf. Const. 16, 19).
la comunidad, crisol de renovación 231

Enraizada en este fértil humus, la comunidad agustiniana testimoniará a los


cuatro vientos la comunión que funda la Iglesia y profetizará la meta escatológica
a la que tiende toda la humanidad (cf. VFC 10d).

3. El legado de Agustín de Hipona

Por estos motivos se puede decir que la comunidad es hoy un vehículo de


humanización, que afronta tanto el problema del «individualismo disgregante
como del comunitarismo nivelador» (VFC 39c). En este contexto, Agustín de
Hipona, con su pensamiento y sobre todo con su vivencia, tiene mucho que ense-
ñarnos y nosotros, como herederos y partícipes en su carisma, mucho que apren-
der y trabajar46.

a) En una sociedad poco socializadora

Agustín también vivió una circunstancia histórica en la que el sistema, el


Estado del Bajo Imperio Romano, amparaba e incluso potenciaba los más pro-
fundos individualismos hedonistas, ya personales, ya grupales, conduciendo a la
desintegración de lo social y de lo humano.
En los ss. iv y v se vivía un sentido de comunidad más de índole formal que
real. La ansiada res-publica por proteger se había tornado una realidad política
inmensa, a la vez que ingobernable, sostenida apenas por un copioso aparato bu-
rocrático carente de sentido de Estado. Paulatinamente se deterioran las costum-
bres e ideales romanos (la famosa virtus), pero permanecen las formas externas
y la cohesión social gracias a la coacción y al poder, más que a su interiorización
por parte de los ciudadanos.
El Estado carece de vínculos orgánicos, por lo que los individuos pierden
su sentido de pertenencia. La integración más orgánica y vivencial proviene del
abajo social, de aquellas clases bajas y medias bajas que buscan en las religiones,

46
Sigo muy de cerca los siguientes estudios: S. Álvarez Turienzo, «Comunidad en san
Agustín y comunitarismos actuales»: Aa. Vv., Soledad, diálogo…, 23-83; T.J. van Bavel, Caris-
ma…, 85-113; T. Tack, Si Agustín viviera… 9-21. Además, enriquezco la exposición con las intere-
santes apreciaciones de A. Knowles y P. Penkett, Agustín y su mundo, San Pablo, Madrid 2007; T.
Viñas, San Agustín, padre y fundador de su Orden, Cuenca 2006, 29-67; Id., La amistad en la vida
religiosa. Interpretación agustiniana de la vida en comunidad, Madrid 1995, 113-193; J. Oldfield,
«La teología de la vida religiosa»: J. Oroz Reta y J.A. Galindo Rodrigo (Dirs.), El pensamiento de
san Agustín para el hombre de hoy. III. Temas particulares de filosofía y teología, Valencia 2010,
791-816.
232 enrique gómez

especialmente mistéricas y cristiana, el sentido a sus vidas y promueven un ideal


salvífico en el que lo comunitario algo tiene que decir. Tanta frialdad resulta ate-
rradora y se echa en falta cierto rescoldo que encienda la llamarada de, al menos,
una especie de aprecio o estima.
En el caso de las altas esferas sociales, las escuelas filosóficas procuran di-
cho sentimiento comunitario. El sabio aflora como el prototipo de vida, pero un
ideal de vida autártico. Se ampara en su conciencia, considerándose ciudadano
universal, mas en la práctica se distancia e incluso se desvincula del orden insti-
tucional cotidiano que lo ampara. Sucedía algo parecido a lo que ocurre con los
individualismos filosóficos actuales, en los que la defensa abstracta de la fraterni-
dad universal resulta ajena a cualquier realización práctica47.

b) Una vivencia centrada en sí mismo

Aunque Agustín nace en un ambiente cristiano, y en este sentido, por su


parecido con el soteriorismo de las religiones mistéricas, podía ser un baluarte
de vivencia comunitaria cohesionada por el amor (cf. mor. 1,30,63), sin embargo,
sus primeros compases discurren distantes a cualquier vinculación comunitaria y
son proclives al individualismo de quien se obsesiona por el disfrute, el honor, la
mentira y los privilegios (cf. conf. 1,10,16; 19,30; 2,2,2-4; 4,9; 3,1,1; 3,6; 6,6,9).
Traducido a su lenguaje, se deja arrastrar por las tendencias soberbias, privatizan-
tes, dominantes y disgregantes, y en cuanto tal contrarias a la caridad (cf. Gn. litt.
9,14,18; 15,19-20; ciu. Dei 19,12,2).
El mundo de la pandilla, al que tanta importancia le otorga en su infancia,
adolescencia y juventud, no deja de ser una expresión de asociacionismo más
formal que real, sin restar con ello importancia a sus sentimientos de amistad que
más tarde le servirán para fundamentar su experiencia comunitaria. En el mundo
de los ‘amigos’ no predomina la coimplicación existencial, sino la ‘fugitiva liber-
tas’ (cf. conf. 3,3,5; 2,4). Por ello dirá más tarde que hay buenos y malos amigos,
y éstos sirven mucho para llevar por caminos tortuosos (cf. s. 87,12).
Por otra parte, la forja de su personalidad, al amparo de su lectura de El Hor-
tensio, remite al ideal de vida del filósofo, del amante de la sabiduría (cf. conf.
3,4,7-8), con el consiguiente cariz individualista descrito con anterioridad. Más
aún, su búsqueda de la anhelada felicidad, de tanta importancia para él (cf. conf.
10,23,33), ahora de una felicidad excesivamente corpórea y, por consiguiente,

47
Cf. D. Natal Álvarez, «Aventuras y desventuras del individualismo actual. Una respuesta
agustiniana»: Estudio Agustiniano 47 (2012) 301-353.
la comunidad, crisol de renovación 233

ensimismada, la compara con el derrotero del hijo pródigo (cf. conf. 2,1,1; 10,18),
que tuvo el coraje de asesinar a su padre en vida y desvincularse totalmente de su
heredad, renunciando por supuesto al sentido de fraternidad (cf. Lc 15, 11-31).
Mas esta búsqueda desemboca en el retorno al cristianismo, donde descubre
un nuevo ideal de verdad, que «determinará su ulterior forma de vida. Aspecto
fundamental de esa forma de vida será su experiencia y ciencia de la verdadera
comunidad»48.

c) La anhelada comunión de vida

Según este leve desarrollo, se podría aseverar que, a partir de cierto momen-
to en su vida, la búsqueda de la felicidad corre pareja a la consecución de una
experiencia comunitaria que satisfaga su inquietud, sumamente pasional. Así, con
los maniqueos experimenta una forma de solidaridad y de protesta social, con-
secuencia del espíritu de clandestinidad propia de este movimiento49. Pero dicho
modelo vital se inspira en un insincero ideal, como reconoce años más tarde (cf.
mor. 1,34,74; 2,20,74).
Del escepticismo pagano extrae el cultivo de la sabiduría y el ‘otium’ filo-
sófico (cf. conf. 6,14,24). Ocio compartido en un ambiente de amistad (cf. conf.
6,10,16-17; 11,19) y que le proporciona los primeros desarrollos de la comunión
de bienes50. La insuficiencia de los filósofos la encuentra en la ausencia del nom-

48
S. Álvarez Turienzo, «Comunidad…», 36.
49
Cf. P. Brown, Biografía de san Agustín de Hipona, Madrid 1969, 65-72.
50
Este aspecto resulta fundamental para la experiencia comunitaria de Agustín. T.J. van
Bavel, por ejemplo, subraya la comunión de bienes, en el marco de la teología lucana de la pobreza
y de la riqueza, como lo característico de la comunidad apostólica: «La intención de la primera
comunidad cristiana apuntaba a formular una ética comunitaria guiada por el amor y la humildad»
(T.J. van Bavel, Carisma…, 20; cf. Ib., 109). Otros autores ponen de relieve que el significado
primigenio de koinonía parece ser prevalentemente económico, como comunión de bienes materia-
les, si bien el texto lo enriquece posteriormente con otra comunión más profunda: la de los bienes
espirituales, es decir, la unión de corazones (cf. Hch 4,32; 2,44.46.47; 1Cor 11,20); pero sin olvidar
que la comunión económica de bienes visibiliza y hace posible la posterior unión espiritual (cf. S.
Blanco, «Comunidad»: DTVC, 267-268; N. Cipriani, San Agustín. La Regla… 29, 45-67; A. Man-
rique y A. Salas, Evangelio y comunidad. Raíces de la consagración a Dios en san Agustín, Madrid
1978, 75-85). Más explícito resulta un gran estudioso de la teología económica lucana: «Hay que
añadir que la comunión de bienes hace posible la plena y auténtica comunión de almas. Por consi-
guiente, la unión de las almas es causa y efecto de la actitud que lleva a cada uno a considerar sus
bienes como pertenecientes a todos… El ideal que se persigue no es simplemente un despojamiento
ascético, un alejamiento de los bienes de la tierra a causa de una espera escatológica. Tampoco se
trata de ser generosos en la limosna. Se trata de un ideal de caridad que construye sobre nuevas
bases el ideal griego de la amistad» (J. Dupont, citado por A. Cencini, Vida en comunidad…, 212).
Agustín invita siempre a anteponer lo común a lo propio, comenzando por lo material para finalizar
234 enrique gómez

bre de Cristo (cf. conf. 3,4,8; 5,14,25), en la confusión de opiniones que prodigan,
desencadenando el escepticismo (cf. conf. 5,10,19; 14,25), y en la comprensión
aún demasiado corpórea y mortal del alma (cf. conf. 6,16,26).
Por último vuelve al cristianismo, quizás en un primer momento más como
un desahogo y descanso metodológico que como una auténtica convicción (cf.
conf. 5,14,25). Él le posibilita hermanar religión y filosofía (cf. conf. 7,21,27;
8,7,18), de manera que ya no sea el ideal autártico de vida el que siga. Aun con
todo, su experiencia de la fraternidad cristiana no fue en absoluto uniforme. Su
vivencia comunitaria de Casiciaco dista mucho de la del obispo que reconoce las
imperfecciones de las comunidades reales y la necesidad de ampararse una vez
más en el auxilio y la misericordia divinos para seguir progresando en la auténtica
comunión de vida (cf. s. 73A; 355-356; ep. 78,8-9; en. Ps. 99,12).
La primera –Casiaciaco–, por ejemplo, aún se asienta en los cánones clási-
cos, denotando un cultivo del individualismo (cf. conf. 9,4,7-12). En ella adquie-
ren relevancia las lecturas neoplatónicas, el volver a uno mismo y la interioridad
(cf. conf. 7,9,15; 20,26). Asimismo, persiste el hiato entre la filosofía y la autén-
tica sabiduría (cf. conf. 7,20,26). Pero no deja de ser un camino insustituible para
la tan reclamada comunión de bienes y unidad de corazones (cf. retr. I,1,1; ver.
rel. 35,65).
La segunda –Hipona– está curtida en la renovación inherente a la continua
conversión que exige el contacto con la realidad y con la experiencia agraciada
de la comunidad, más como un ideal de vida por acoger que como un edificio por
construir51. Con su ordenación episcopal, el monacato agustiniano se universaliza
y el llevarse mutuamente en la fe, cargando unos con las imperfecciones de los
otros, adquiere una significatividad decisiva. Además, como explica S. Álvarez
Turienzo, a lo largo de los años Agustín ha aquilatado su concepción comunitaria
a golpe de herejía eclesial52.

en lo espiritual (en la misma persona, como leemos en ep. 243,4), consciente de que el dinero, el
poder y la soberbia conducen a la desintegración comunitaria (cf. en. Ps. 105, 34; 131,5; reg. 1,3-7;
s. 355,2-3.6; 359,1-2; ep. 137,5.17; op. mon. 25,32). Para él, la comunión de bienes expresa el amor
a Dios y a los hermanos y enriquece a todos (cf. en. Ps. 131,5), así como está íntimamente ligada
a la humildad (cf. ep. 118,3.22; ep. Io. tr. pról; en. Ps. 131,26; 73,24). Para una relectura actual del
tema, cf. A. Aláiz, La comunidad religiosa… 267-292.
51
Sobre la comunidad como don, y al mismo tiempo como tarea, en san Agustín, cf. N.
Cipriani, San Agustín. La Regla… 32-33, 43-44. Una reflexión más general, cf. A. Aláiz, La comu-
nidad religiosa… 179-182.
52
Cf. S. Álvarez Turienzo, «Comunidad…», 43ss. De las controversias mantenidas por
Agustín, subrayo su diatriba con los donatistas. El Hiponense advierte el peligro de exclusión al
que se encamina una santidad entendida de manera rigorista. En el diálogo con ellos adquieren im-
portancia ciertos juegos de opuestos: el de la unidad y la diversidad, con la consiguiente enseñanza
la comunidad, crisol de renovación 235

d) Hacia una propuesta comunitaria contracultural

En este aprendizaje comunitario influyen su contacto con los maniqueos y


sus concepciones monásticas, limitadas en tanto en cuanto consideran las almas
singulares como partes y su comunión como una totalidad anónima e imperso-
nal53, pero especialmente con los monasterios cristianos de Milán y de Roma,
así como la fundación de sus primeros monasterios laicos en Tagaste e Hipona.
Aquéllos no lo convencieron del todo, porque no permaneció en ellos y decidió
fundar los suyos propios.
Ya no se trata de una sociedad instrumental, sino de una institución que se
agrupa en unanimidad y concordia, donde prima el todo sobre la parte, lo común
sobre lo propio, la interioridad como posibilidad de la común-unión con los otros
y con el Otro sobre la superficialidad e inconsistencia personales, la distribución
según las necesidades de cada cual sobre la avaricia, la humildad sobre la sober-
bia, el servicio mutuo sobre el poder y el dominio, la cordialidad y consiguiente
comunicación sobre el temor y el silencio funcional.
Aún más, siguiendo el sabio consejo de san Pablo, el amor mutuo se erige
en el cíngulo que posibilita y cimienta absolutamente todo (cf. Io. ev. tr. 7,3; 32,8;
39,5; 65,2), de forma que la fructuosidad de todo (cordialidad, oración, vida sa-
cramental, vivencia de los votos, trabajo, relaciones de autoridad y obediencia)
depende de él54. Como expresa algún autor, la Regla presenta un cúmulo de pe-
queños detalles con los que se sirve a Dios y al hermano, manifestando así que la
fuerza unitiva de la comunidad proviene del amor55. El amor mutuo, además, se

de que la parte ha de ser congruente con el todo (cf. conf. 3,8,15; civ. Dei 19,13,1-2; ep. 243,4); el
de lo público y lo privado, lo común y lo propio (cf. lib. arb. I,6,14; en. Ps. 105,34; 131,4-7; ep.
118,15); el de la soberbia y la humildad (cf. Io. ev. tr. 6,10; op. mon. 25,33; en. Ps. 71,3; 103, s.
3,16; virg. 31ss.). En estas controversias se fue aquilatando la doctrina agustiniana de la communio,
que implica una comunión institucional, una comunión espiritual y una comunión mística y esca-
tológica sacramentalizada, como acabo de decir, en la comunión de bienes; así como la comunión
eclesiológica del Cristo total (cf. trin. 4,9,12; Io ev. tr. 21,8; 27,6) y del servicio eclesial (cf. ep. 48,2;
civ. Dei 19,19).
53
Cf. S. Álvarez Turienzo, «Comunidad…», 52.
54
Cf. reg. 5, donde se cita 1Cor 13; spir. litt. 32,56. Por este motivo, con razón algunos auto-
res defienden la primacía del amor en la Regla. Así, T.J. van Bavel exclama: «En el amor se realiza
la vida de la comunidad; la vida de comunidad es amor» (T.J. van Bavel, Carisma…, 128; cf. T.F.
Martin, Nuestro corazón inquieto. La tradición agustiniana, Madrid 2008, 63-82; N. Cipriani, San
Agustín. La Regla… 40-41; T. Viñas, La amistad…, 107-112).
55
Cf. T. Tack, Si Agustín viviera… 14-17. Recuerdo que Agustín propone a los religiosos
como perfectos o santos porque han cumplido la ley, es decir, porque han amado soportándose unos
a otros (cf. en. Ps. 75,16; 132,9).
236 enrique gómez

puede describir como un amor de amistad56 y su agente último no deja de ser el


Espíritu (cf. en. Ps. 132, 9.12; s. 71,18; conf. 4,4,7)57.
La Regla recoge muy compendiada, pero certeramente, esta forma de vida;
y, como bien han señalado algunos autores y comentaristas, la propone como
crítica social y organización comunitaria alternativa a la sociedad egoísta, indivi-
dualista y estratificada de su tiempo. Es cierto que el devenir histórico de Agustín
denota una notable diversidad de realizaciones comunitarias, como ya he señala-
do, pero de todas ellas se extraen notas comunes, recogidas en este vademécum
existencial: una agrupación de personas, relacionadas y dependientes entre sí, que
viven y trabajan unas para otras compartiendo un mismo objetivo, la búsqueda de
Dios, discernido en común58.
La Regla agustiniana, por contraposición a otras reglas, no gira alrededor de
las acostumbradas prácticas de santificación individual tan comunes en la vida
religiosa del entonces, como pueden ser el ayuno, las mortificaciones y otras

56
Cf. T. Viñas Román, San Agustín…, 48-49; Id., La amistad…, 235-258; T.J. van Bavel,
Carisma…, 104-106, 51-83; Id., «La espiritualidad de la Regla de san Agustín»: Augustinus 12
(1967) 443; A. Trapé, «San Agustín y el monacato occidental»: La Ciudad de Dios 189 (1956)
412; I. Díez del Río, «Sobre el carisma agustiniano (II)»: La ciudad de Dios 225 (2012) 37-52; T.
Tack, Si Agustín viviera… 39-54. Este apunte no puede desdeñarse, dado que, aunque primemos
la fraternidad, el lenguaje de la Regla (1,2) guarda ecos de las descripciones de la amistad para el
santo: amigos son aquellos que se funden en Dios a través de la caridad, que es su Espíritu (cf. sol.
1,12,20; ep. 73,3.10; 258,1-4; c. ep. Pel. I,1,1), porque es consciente de que sólo se puede estar
unidos en algo o en alguien que nos ate; si no, estaríamos simplemente yuxtapuestos. Este agluti-
nante es Dios mismo. Además, para Agustín «ama verdaderamente al amigo quien ama a Dios en
el amigo» (s. 336,2), formulación muy afín a la de la Regla de honrar a Dios en el hermano (cf. reg.
1,8), y de que la comunión de bienes es requisito indispensable para una saludable amistad (cf. conf.
6,14,24). Asimismo, en otros lugares, explicita este amor mutuo como benevolencia, aspecto que
interrelaciona la vivencia comunitaria con la amistad (cf. Io. ev. tr. 32,4; 8,5).
57
Nuestras Constituciones recogen esta dimensión preeminente del Espíritu como agente
último de la comunidad agustiniana. Remiten a la teología lucana para expresar que el Espíritu
es quien posibilita la fraternidad en la primitiva comunidad, comunidad fundamentada en el amor
que aquél procura (cf. Const. 15, 16). La paz y la concordia comunitarias son señal de su presencia
cohesionante (cf. Const. 21). Más adelante lo describen como suelo nutricio y fuerza impulsora de
la comunidad en su tarea de responder a las necesidades de «todos los tiempos» y de «todos los
hombres», lográndose por su medio la necesaria y difícil inculturación que esta eclesialidad requie-
re (cf. Const. 22). Amén de esta radicación pneumática se desprenden dos aspectos fundamentales
para entender su dinamismo interno: en primer lugar, que la vida comunitaria, de por sí y en cuanto
tal, es carismática, más allá de los carismas personales (cf. Const. 22); en segundo lugar, que la vida
comunitaria ante todo es don, porque sólo podremos amarnos unos a otros cuando amemos a Dios
en el otro, sea «porque ya está o para que esté en ella» (s. 336,2).
58
Cf. T.J. van Bavel, Carisma…, 90. Por esta razón la comunidad religiosa ha de verse en
sentido análogo: tiene una manera diversa de realizarse en la historia, pero compartiendo siempre
algo, la vida fraterna en común (cf. VFC 10bcd). La cuestión radica en dónde situar ese común.
la comunidad, crisol de renovación 237

penitencias, sino que potencia «el valor propio de la vida en comunidad, en con-
creto el amor mutuo, el ser-uno en el corazón y el alma, la comunión de los bienes
materiales y espirituales»59. Todo lo demás, es relativo y está en función de esto.
He aquí el legado que deja Agustín a quienes quieran participar de su caris-
ma: afrontar las descomposiciones sociales y ciudadanas de cada época propo-
niendo como eje y plataforma de renovación personal y social una vida comuni-
taria profética. Este profetismo ha de leerse en el doble sentido del término: una
comunidad que denuncie las divisiones, injusticias e inhumanidades de cada mo-
mento, y que testimonie y guíe para alcanzar el proyecto divino de la fraternidad
universal (cf. 1Cor 15,28). Aflora una vez más la comprensión de la comunidad
como crisol de renovación, como realidad donde se verifica la vivencia acorde
con la forma contrastante de ser del Dios cristiano.

4. Paso de la vida común a la comunión de vida

Así, pues, el programa y el propósito de Agustín acentúa «claramente la


comunidad de vida en el sentido de cultivo de relaciones interpersonales»60, tal
como se desprende de reg. 1,2. Pero, ¿qué supone esto para los agustinos recole-
tos hoy? Sencillamente, que tenemos que configurar en el mundo actual comuni-
dades alternativas a la totalidad excluyente, superficial e impuesta como inevita-
ble, que significa el sistema neoliberal.
Pudiera ocurrir, y de hecho ocurre, que nuestras comunidades hayan de-
generado en agrupación de individualismos, como pasaba con las pandillas de
amigos en tiempos de Agustín; que hayamos perdido la fraternidad, al mismo
tiempo concreta y universal propia del amor61 que debe regir las relaciones inter-

59
T.J. van Bavel, Carisma… 88. Sobre este particular, N. Cipriani asegura que la Regla es
sobria en lo que a ayunos y abstinencias se refiere, centrándose sobre todo en aspectos vinculados
con la salud física; pero eso no significa que no invite a ellas a fin de potenciar dos objetivos: el de
ejercitar la propia voluntad y reforzarla contra las tentaciones y el de garantizar más medios para
los pobres. Además, las mortificaciones se subordinan a la ecuanimidad de los miembros del mo-
nasterio, que no significa facilitar a todos lo mismo, sino lo que cada uno necesita, destacándose de
nuevo la caridad como centro de vida (cf. N. Cipriani, San Agustín. La Regla… 81-90). Por su parte,
T. Tack recalca la abstinencia como medio para el crecimiento en el amor, la unidad y la libertad
interior (cf. T. Tack, Si Agustín viviera… 98-100).
60
T.J. van Bavel, Carisma…, 91.
61
Así se desprende de 1Jn 4,20: «Si alguno dice: ‘Yo amo a Dios’, y odia a su hermano, es
un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve».
Buenos comentarios de esta universalidad del amor cristiano en su concreción, cf. D. Salado, «El
‘consentire Ecclesiam’ como eje articulador de la ‘nueva’ espiritualidad misionera»: Ciencia Tomis-
238 enrique gómez

personales de los seguidores de Jesús, en general, y de los agustinos y agustinos


recoletos en particular. Puede ser que estemos generando estructuras formales
que nada digan de experiencias comunitarias y de vidas auténticamente compar-
tidas, armonizadas, unificadas (cf. en. Ps. 132,6; ep. 243,4). Como dice algún au-
tor muy plásticamente, pudiera ser que hayamos transmutado nuestra comunidad
religiosa en una pensión62.
En los estudios sobre el devenir de la vida religiosa se destaca el resurgir de la
vivencia comunitaria a raíz del Concilio Vaticano II. La comunión de vida, y no el
mero ser número y estar juntos, es el gozne de la existencia cristiana, tal como resal-
tan el origen trinitario de la Iglesia y su índole mistérica (cf. LG I; AG 2-4), su con-
cepción como pueblo (cf. LG II) y su propuesta de una espiritualidad de comunión
(cf. UR 2)63. Además, esta renovada forma comunitaria se constituye en el factor
primordial de renovación, porque posibilita a los religiosos el hogar, el encuentro,
el compartir, el diálogo, el convivir… necesarios para realizarse como tales64.
El Código de Derecho Canónico expresa gráficamente este cambio de men-
talidad. No me remito aquí al c. 602, referido a la vida fraterna, donde toda su
terminología testimonia el clima familiar que ha de caracterizar las comunidades
religiosas. Prefiero el segundo parágrafo del c. 607, donde se acuña la fórmula
‘viven vida fraterna en común’. Los estudiosos de este canon deducen de él el
modo comunitario de vida que se precisa en la actualidad.

ta 124 (1997) 275; J. Espeja, Para comprender los sacramentos, Estella 1995, 139, teniendo como
trasfondo el vitalismo de Ortega y Gasset.
62
Cf. A. Aláiz, La comunidad religiosa…, 295-302.
63
La exhortación apostólica Vita consecrata destaca esta espiritualidad de comunión que
debe caracterizar a la Iglesia en relación con todos sus miembros y con todos los destinatarios de la
Buena Nueva del Reino, y subraya que las comunidades religiosas han de revitalizar constantemen-
te dicha espiritualidad (cf. VC 46-54). Igualmente adquieren relevancia los primeros números de La
vida fraterna en comunidad, en los que, por una parte, se señalan los determinantes de los cambios
producidos en la vida comunitaria: el retorno a las fuentes, los valores y contravalores de la época
(cf. VFC 4) y la evolución eclesial; y, por otra, la evolución de la eclesiología a raíz del Vaticano ii
(cf. VFC 1-2). Por lo que atañe a los cambios sufridos en la vida religiosa, atiende a la nueva confi-
guración de las comunidades religiosas (fin de las macrocomunidades conventuales y sobrecarga de
trabajo), nuevas demandas y urgencias sociales, comprender y vivir la propia misión apostólica en
un mundo secularizado, la concepción de la persona de forma demasiado individualista y las nuevas
estructuras de gobierno (cf. VFC 5).
64
Afirma F. Ciardi: «A pesar de las dificultades denunciadas, las respuestas al cuestionario
propuesto por la USG muestran que se sigue mirando a la comunidad como un elemento determi-
nante para renovar la vida religiosa. La comunidad es un factor importante para los jóvenes, habla
a la gente y es signo de esperanza para el futuro. Las comunidades religiosas pueden ser lugares
de oración y de experiencia de Dios, donde el Reino se realiza de modo concreto y puede verse la
diakonía evangélica» (F. Ciardi, «La vida fraterna…», 192). Sobre las relaciones persona-comuni-
dad, cf. A. Aláiz, La comunidad religiosa… 149ss.
la comunidad, crisol de renovación 239

Sin ir más lejos, en el documento La vida fraterna en comunidad, citando el


Código, se indica que hay que pasar de la vida común a la vida en comunión o
a la comunión de vida. Destaca igualmente que de esa ‘vida fraterna en común’
se desprenden dos elementos: uno más espiritual, que hace referencia a la frater-
nidad, a la comunión de vida y a las relaciones interpersonales, afectivas y espi-
rituales; y otro más visible, que atañe a la vida en común, consistente en habitar
en una misma casa, guardar fidelidad a las mismas normas, participar en los actos
comunes, etc. (cf. VFC 3)65.
En nuestro contexto fraterno, resulta pertinente la recomendación de M. A.
Hernández:
«Estoy convencido de que es en la vida comunitaria donde la vida religiosa se juega
el ser o no ser de su futuro inmediato… O pasamos de una vida comunitaria a una
comunidad de vida, o sencillamente dejaremos de ser vida religiosa»66.
Así, pues, los seguidores de Agustín hemos de operar también este paso: el
de desbordar la vida en común tan recalcada en otros tiempos y tan exigida en
los períodos de formación inicial y en las visitas de renovación como garantía de
una sana vida comunitaria, pero que, sin embargo, puede ayudar al despliegue
del individualismo funcional antes referido, y orientar la convivencia hacia una
auténtica comunión espiritual.
Agustín invita a que nuestras actitudes fraternas logren una auténtica unión,
no sólo una unión física, una «unión en cuanto al cuerpo» (cf. en. Ps. 132,12).
Debemos erigir la comunidad como el crisol en el que se verifique una forma
de ser humanos que rehumanice y refraternice el sistema neoliberal en el que
vivimos. La vida comunitaria, en cuanto vida fraterna vivida en comunión, ha
de constituirse en la plataforma alrededor de la cual giren todos los considerados
imprescindibles de la consagración religiosa y en el factor de revitalización y de
reestructuración de nuestra vida comunitaria concreta67.

65
«No basta con vivir en común; se ha de vivir en comunión» (M. Díez, «Comunión…»,
324). Comentando Vita consecrata, B. Secondin asegura: «Por eso se ha pasado de un lenguaje
sobre la vida en comunidad, basado en estructuras y observancia, a una vida fraterna en común (c.
602), en la que prevalecen la búsqueda de la comunión, los proyectos abiertos a las necesidades de
las personas, el sentido teologal de compartir la vida, el dinamismo de los carismas» (B. Secondin,
El perfume de Betania. La vida consagrada como mística, profecía y terapia, Madrid 1997, 89; cf.
F. Ciardi, «La vida fraterna…», 171).
66
M.A. Hernández, «Una historia que construir»: R.V. Pérez Velázquez y J.R. Ivimas
Chanchamire, II Congreso… 987; cf. F. Ciardi, A la escucha del Espíritu. Hermenéutica del caris-
ma de los fundadores, Madrid 1998, 27.
67
Cf. M.A. Orcasitas, «El carisma agustiniano y su futuro en el s. xxi»: R.V. Pérez Veláz-
quez y J.R. Ivimas Chanchamire, II Congreso… 945; T. Tack, Si Agustín viviera…, 18-20.
240 enrique gómez

Aun con todo, este paso no puede desentenderse nunca del estadio anterior,
el de la vida en común. Como bien matiza el documento La vida fraterna en
comunidad, este elemento no garantiza una comunidad de vida, pero ayuda a su
realización (cf. VFC 3). Nunca se alcanzará una convivencia espiritual plena si
primero no se garantiza una convivencia física. Por ello, no está nada mal la re-
formulación de esta cuestión en el epígrafe «estar juntos para vivir unidos»68. Sin
quedarnos, pues, en lo primero, no podremos prescindir de ello.
Por esta razón, y habiendo sido testigo de las muchas críticas vertidas sobre
el ordo domesticus, quizá porque no se perfila bien su alcance, y de las loas sobre
los proyectos comunitarios, aun en el caso de que aquél ‘sólo fuera’ una desig-
nación de horarios y de espacios, tendría su razón de ser (cf. Const. 9869, 68d,
77, 89, 108, 111…). El ordo como estructura ‘obliga’, al menos, a que existan
tiempos y espacios comunes (espacios para la comunidad, cf. Const. 104), donde
el simple vivir juntos propicie el convivir unidos a través de eucaristías y oracio-
nes comunitarias, encuentros, diálogos, recreaciones, comidas, programaciones,
actividades conjuntas…
En esta perspectiva, también adquieren relevancia las modificaciones intro-
ducidas en el texto constitucional respecto a las observancias peculiares. Ahora
se pone de manifiesto que éstas no están sólo en función del perfeccionamiento
del religioso en cuanto individuo, sino también, y sobre todo, de la comunidad
en cuanto comunidad. Ellas fomentan la vida común (cf. Const. 96). Merecen
mención especial la repercusión comunitaria de la ascesis, algo tan propio del
pensamiento agustiniano (cf. Const. 134), así como la propuesta del silencio
como garante de una auténtica comunicación y de un compartir enriquecedor (cf.
Const. 102).

5. Expertos y exportadores de comunidad

Quienes participamos del carisma agustiniano, por consiguiente, asumimos


un compromiso pneumático, una responsabilidad pneumática, cifrable en dos le-
mas. Uno, tomado de Juan Pablo ii: ‘ser expertos en comunión’ (cf. VC 46a).
Otro, de algún estudioso de la vida comunitaria: ‘para erigirnos en medio de

68
Cf. A. Aláiz, La comunidad religiosa… 302-305.
69
Llamo la atención sobre la renovación de este número, dedicado a la elaboración del
ordo, a partir del capítulo de 2010. Ha sido notablemente enriquecido con precisiones comunitarias,
denominándolo proyecto comunitario de vida, señalando que en él se deben recoger las reuniones
comunitarias y la proyección común de los apostolados, así como las recreaciones tanto personales
como comunitarias.
la comunidad, crisol de renovación 241

nuestra sociedad en exportadores de la misma’70. Más incisivo resulta, incluso, el


documento La vida fraterna en comunidad, que insiste en el necesario desplaza-
miento del egoísmo a la real oblatividad de vida:
«Ser constructores y no sólo consumidores de comunidad, para ser responsables los
unos del crecimiento de los otros, como también para estar abiertos y disponibles
a recibir cada uno el don del otro, siendo capaces de ayudar y de ser ayudados, de
sustituir y de ser sustituidos» (VFC 24b).
La doble actitud, activa y pasiva al mismo tiempo, reflejada en el documento
implica convertir nuestras experiencias comunitarias desde la unanimidad y con-
cordia requeridas por Agustín, para alzarnos como enseñas alternativas en nuestra
cultura ¿postmoderna? El texto constitucional recoge esta idea de la comunidad
agustiniana como signo contracultural cuando exhorta a que las comunidades
agustinas recoletas procuren una organización externa que testimonie la frater-
nidad real y ordenen sus estructuras al servicio de Cristo (cf. Const. 20). Dicha
visibilidad estructural, para que el mundo crea, brota de la vivencia íntima de la
comunidad, tal como leemos en el número siguiente:
«La paz y la concordia entre los hermanos son señal cierta de que el Espíritu vive
en ellos, y constituyen nuestro testimonio en la Iglesia: testimonio siempre válido
y necesario entre los hombres, cada vez más conscientes de su mutua dependencia;
válido y necesario aun ante aquellos que ignoran o niegan a Dios» (Const. 21).

a) Suelo nutricio de existencias integrales

Para conseguir dicho objetivo se requiere una auténtica pedagogía comuni-


taria, como se propone desde otros ámbitos71. Dicha pedagogía, a mi entender,

70
Cf. A. Cencini, Vida en comunidad… 22.
71
Cf. J. Pujol, «Comunidad. 4. Aspectos pedagógicos»: DTVC, 300-317. Extraña que un
gran conocedor de los itinerarios formativos en la vida religiosa, como es A. Cencini, en una publi-
cación sobre el tema, basado en el camino de Emaús, no aluda a la formación de los religiosos en la
vida comunitaria (cf. A. Cencini, Vida consagrada. Itinerario formativo, Madrid 1994). Sobre este
particular, también en nuestro texto constitucional hallamos limitaciones. Así, cuando se establecen
los principios generales de la formación agustino-recoleta y se presenta a Agustín como modelo de
vida y su regla como vademécum de la misma, la comunión de vida está ausente (cf. Const. 123).
A la hora de exponer al maestro de novicios como el agente humano central en la formación de
quienes se inician en la vivencia carismática, se repasan un sinfín de aspectos bajo la tríada «educa-
dor, formador, acompañante», pero sin aludir a la pedagogía en la comunión y en las actitudes que
la hacen posible (cf. Const. 170). En la formación inicial comprendida entre la profesión simple
y la solemne se insiste en una pedagogía de la oración y del estudio intelectual para prepararse
debidamente al apostolado, obviando la formación en la vida comunitaria (cf. Const. 224), algo
que se repite cuando se precisa el itinerario formativo de los religiosos hermanos (cf. Const. 253)
242 enrique gómez

ha de plantearse de manera holista, integrando los carismas de las personas que


componen la comunidad (sus personalidades de carne y hueso, en definitiva), de
modo que aflore el carisma agustiniano, evangélico en realidad, de vivir unáni-
mes y concordes en Dios.
Por ello, las insinuaciones ‘prácticas’ que desarrollaré a continuación pre-
tenden conjugar dinámicamente la dimensión de la comunidad agustiniana tal
como ella es, su realidad gratuita (don) y su empeño laborioso (tarea). Así juzgo
que se desprende del postulado de la única historia, en la que se entrelazan acción
divina y respuesta humana (cf. Éx 14,31), advirtiendo la cotidiana presencia de
Dios en la vivencia humana.
Debido a esto, no quisiera que se situara cada uno de los aspectos que seña-
lo en una, sino en ambas realidades: ni sólo en el ámbito simplemente humano,
pues queda fuera de dudas que la comunidad no es únicamente una organización
humana, ni sólo en la dimensión claramente espiritual o trascendente, pues no
podemos desencarnarla. Los tres grandes retos que toda comunidad agustiniana
tiene planteados afectan a ambas extensiones, porque las personas son únicas e
íntegras y a ellas convoca la voz del Espíritu.
La pedagogía comunitaria ha de armonizarse en torno a la dimensión mís-
tica y teologal de la comunión de vida (cf. Mt 18,20; reg. 1,2), pues, si ésta se
perdiera de vista, se incurriría en los grandes males que aquejan toda vivencia
comunitaria: individualismo, masificación, incomunicación, activismo superfi-
cial, instalación en la rutina, abandono de la interioridad, intrascendencia, in-
sensibilidad (cf. VFC 12, 20; Const. 166; 268,3-4). Pero, asimismo, alrededor
de la dimensión humana, psicológica y afectiva de quienes se sienten llamados a
vivir en comunidad y son movidos por el mismo Espíritu para efectuar en ellos la
transmutación de los sentimientos de Cristo.
Hace ya algunos años, T. Tack animaba a esta no siempre fácil conjunción:
«La experiencia agustiniana de la vida comunitaria presenta un ideal que es a la vez
atractivo y exigente. Trata de fundir en una sola las dos partes distintas de este ideal:
la parte espiritual, que tiene como objetivo principal la búsqueda común de Dios, y
la humana, que se ocupa de la construcción de las relaciones mutuas que surgirán
en una comunidad de amor, de acogida, de ayuda y de reto. Estas dos realidades

y de quienes piden las órdenes sagradas (cf. Const. 236ss.). Tan sólo en ciertos lugares aparecen
referencias veladas a la dimensión pedagógica de la vida comunitaria (cf. Const. 126), pero sin
explicitar la necesidad de educar en ella. Se exhorta, eso sí, a que la comunidad sea escuela de
fraternidad (cf. Const. 164) y a que el prior edifique una comunidad fraterna (cf. Const. 165). Sin
una sana pedagogía en la vida fraterna, haciendo uso de los conocimientos actuales para fomentar
las habilidades sociales propias de una vida en sociedad, difícilmente se podrá ser en nuestra época
expertos y exportadores de la tan reclamada espiritualidad de comunión.
la comunidad, crisol de renovación 243

pueden fusionarse porque, según la idea de Agustín, una conciencia creciente de


la presencia de Dios en el otro inspira al religioso a hacer realidad su búsqueda de
Dios, sobre todo en el verdadero corazón de la comunidad»72.
Además, dicha pedagogía ha de cuidar la dinámica propia de las personas y
de las comunidades. San Agustín concibe la vida, ya experimentada individual,
ya comunitariamente, como un peregrinaje, dinamismo subyacente a su inquietud
existencial y a su continua búsqueda. Él mismo fue un itinerante físico, además
de espiritual, y sabía de las dificultades que acarreaban los viajes (en. Ps. 42,2;
conf. 6,1,1; vita 12,1-2). De ahí que en sus escritos estas ideas afloren con fre-
cuencia e insista en el hecho de que, en la vida comunitaria, cada hermano lleva
su ritmo y, por consiguiente, en la necesidad de que el resto de los hermanos, a
fin de construir comunidad, se sensibilicen con los más débiles y caminen de tal
manera que la unanimidad y la concordia no se resientan (cf. en. Ps. 90)73.
Con la renovación del texto, nuestras Constituciones enriquecen esta idea
del peregrinaje y sus implicaciones para el discurrir personal y comunitario. Par-
ten de la condición peregrina del ser humano (cf. Const. 34, 18c) y presentan la
consagración del agustino recoleto como un itinerario hacia la consecución del
hombre perfecto, del hombre conformado según los sentimientos de Cristo (cf.
Const. 118, 256, 275). Pero dicho proceso de perfeccionamiento no lo recorre
él solo (Const. 120). Por naturaleza pertenece a un pueblo peregrino, que es la
Iglesia (cf. Const. 30), y, por carisma, a una comunidad que se encamina hacia la
comunión escatológica perfecta (cf. Const. 28).
En esta peregrinación compartida (cf. Const. 120) adquieren relieve otros
números. En uno de ellos se destaca que, en esa diversidad comunitaria de rit-
mos, influyen no sólo las respectivas y necesarias peculiaridades personales que
se deben integrar en la comunidad, para no incurrir en la uniformidad (cf. Const.
130)74, sino también la diferencia de edad, formación, cultura, visión apostólica

72
T. Tack, Si Agustín viviera…, 155. Páginas antes, comentando la Regla en su conjunto,
advierte: «En todos estos puntos podemos observar que la comunidad orientada a estilo agustiniano
tiene a la vez dos realidades: una espiritual, que es la búsqueda común de Dios, objetivo principal;
otra verdaderamente humana, que es la construcción de una fraternidad de amor, de acogida, de
soporte, de preocupación y de reto. Estas dos realidades quedan fusionadas en una sola, dada la
insistencia de Agustín en que el religioso sea cada día más consciente de la presencia de Dios en
todos y en cada uno» (Ib., 17-18).
73
Sobre la comprensión agustiniana del ser humano, y de la comunidad, como homo viator,
cf. E. Gómez, «Homo viator: Lugar de la esperanza en la opción vital agustiniana»: Augustinus 95
(2000) 383-422; Id., «Enraizados en la tierra, con la mirada en el cielo. Testigos de esperanza»:
Ciencia Tomista (en prensa); T.F. Martin, Nuestro corazón inquieto…, 25-60, esp. 33-35.
74
Como exclama P. Lécrivain: «Sólo es verdadera la comunión que respeta las diversidades
que reúne. Si, en Dios, el amor consagra la diversidad, no puede ser cristiana una comunidad con-
244 enrique gómez

y tarea (cf. Const. 166b; VFC 43). En otro se subraya la fragilidad humana, in-
herente a todos, como causa de dicha diversidad, y se exhorta a caminar todos
juntos para ayudar a perseverar al hermano débil en el camino emprendido (cf.
Const. 499).
Por último, dicha pedagogía ha de ser profundamente comunitaria, no sólo
en el sentido de educar en la espiritualidad de comunión para compartir la vida,
sino también en el de formar a las comunidades para que sean sujetos de la edu-
cación en la fraternidad. Si estamos llamados a ser ante el mundo de hoy ex-
portadores de la fraternidad que necesita, la comunidad agustiniana debe ser el
principal agente formativo en dicha realidad, como bien recoge nuestro renovado
texto constitucional:
«La comunidad es escuela de fraternidad, porque en ella sus miembros aprenden
a dialogar y a compartir bienes materiales, talentos, experiencias de Dios y tareas
apostólicas» (Const. 164; cf. 149, 166, 170).
Importa tener esto muy en cuenta. Toda la comunidad enseña a vivir en
común, todos somos corresponsables de que nuestra vivencia comunitaria sig-
nifique algo y resulte atrayente para quienes quieran compartir nuestro carisma
(formandos) y para quienes convivan con nosotros en los diversos apostolados
(misión compartida). De ahí que los gobiernos tanto general como provinciales
estén obligados a empeñarse en esta tarea (cf. Const. 167).
Dicho esto, me centro en algunos aspectos que estimo más urgentes de revi-
sión en nuestra vivencia comunitaria a fin de hacer frente a los grandes males que
deshumanizan y desfraternizan la familia humana. Trabajando en esta dirección
cumpliremos con la encomienda emanada de nuestro carisma agustiniano de ser
maestros en fraternidad y exportadores de la misma ante una sociedad necesitada
de ella.

b) Frente al individualismo y la insensibilidad, unanimidad y concordia

b.1. Cultivo del necesario humus interpersonal

Tal como señalé en otra ocasión, Agustín recupera, con respecto a otros mo-
delos comunitarios del momento, el amor mutuo como garante de una auténtica

cebida a modo de fusión o de uniformidad… Donde se desconocen las diferencias, donde se hacen
esfuerzos por borrarlas para llegar antes a la unidad, se traiciona la referencia trinitaria que debe ser
para los religiosos referencia fundamental de toda comunión» (P. Lécrivain, Una manera de vivir…,
98).
la comunidad, crisol de renovación 245

comunión de vida. Aunque no traduzca su experiencia última de dicha comu-


nión, continúa siendo paradigmático el fragmento de las Confesiones en el que
desgrana las implicaciones de la cordialidad humana asentada en las relaciones
amicales, que se construyen desde, en y hacia Dios:
«Había todo un montón de detalles por parte de mis amigos que me hacía más cau-
tivadora su compañía: charlar y reír juntos, prestarnos atenciones unos a otros, leer
en común libros de estilo ameno, bromear unos con otros dentro de los márgenes
de la estima y respeto mutuos, discutir a veces, pero sin acritud, como cuando uno
discute consigo mismo… Instruirnos mutuamente en algún tema, sentir nostalgia
de los ausentes, acogerlos con alegría a su vuelta: estos gestos y otras actitudes por
el estilo, que proceden del corazón de los que se aman y se ven correspondidos, y
que hallan su expresión en la boca, lengua, ojos y otros mil ademanes de extrema
simpatía, eran a modo de incentivos que iban fundiendo nuestras almas y de muchas
se hacía una sola» (conf. 4,8,13; cf. ep. 130,2,4).
Para san Agustín, por tanto, la vida comunitaria es quizá el ámbito en el que
mejor se expresa la necesidad de un buen humus psicoafectivo. Cifra este humus
en su experiencia de amistad y lo expande a su ideal de vida monástica. Por ello
convendría revisar nuestras experiencias comunitarias desde estas indicaciones,
examinar con seriedad nuestra convivencia cotidiana y fomentar en todo momen-
to, circunstancia y lugar las cualidades humanas requeridas para el desarrollo y el
crecimiento en una convivencia fraterna y humanizante. Sólo así proseguiremos
el propósito del Hiponense (cf. reg. 1,2; Const. 15).
A fin de concretar dichas actitudes bastarían las muchas enumeraciones pre-
sentes en la Escritura, que se corresponden con los sentimientos de Cristo (cf. Flp
2,2-5; Gál 5,22-23; 1Cor 13,4-7; 1Tes 5,4; Col 3,12; VFC 27-28,33; Const. 141):
delicadeza, afabilidad, amabilidad, sensibilidad, comprensión, veracidad, since-
ridad, autenticidad, humildad, sencillez, dominio de sí, mansedumbre, paciencia,
sentido del humor, espíritu de participación, confianza y confidencia mutuas, ca-
pacidad de diálogo y comunicación sincera, adhesión voluntariosa a la disciplina
comunitaria, alegría, bondad, misericordia, justicia, amor interpersonal, servicia-
lidad, compromiso común, amistad, perdón mutuo, superación de los conflictos,
libertad interior para ver al hermano con los ojos de Dios, búsqueda continua de
la paz… En definitiva, hay que esforzarse en vivir unánimes y concordes, subra-
yando la mutualidad paulina y la proexistencia crística.
Es verdad que, ante esta propuesta, siempre se alza la dificultad impuesta
por la fluctuación de nuestras comunidades, sobre todo dada la itinerancia propia
de nuestra identidad mendicante. La comprensión monástica de san Agustín era
bien distinta en este sentido. Resulta difícil vivir relaciones fraternas y amigables
cuando, cada tres años, una comunidad puede ser totalmente nueva. La psico-
logía humana, sobre todo con el paso de los años, requiere de cierta estabilidad
246 enrique gómez

y tiempo para empatizar con los hermanos. Aun conscientes de esta dificultad,
considero que no se insiste lo suficiente en este aspecto a fin de que nuestras re-
laciones interpersonales pierdan ese formalismo, esa tecnificación, esa frialdad,
esa despersonalización que en tantas ocasiones predominan. Si para fomentar la
cordialidad y la concordia se requiere cierta estabilidad en absoluto ensimismada,
sería bueno aplicarla.

b.2. Viviendo como comunidad de hermanos

Nuestras Constituciones son un revulsivo para encarnar dicho humus inter-


personal, tal como se desprende del espíritu familiar, fraternal digamos mejor,
que inunda sus páginas. Sin ir más lejos, animan a educar al agustino recoleto en
las virtudes llamadas naturales, «especialmente las que se requieren para vivir en
comunidad» (Const. 135). Ahora bien, de todo lo que a este respecto encontramos
en ellas, destaco sólo tres realidades.
En primer lugar, sorprende las veces que aparece el término ‘familia’ en
ellas. No se tiene reparo en catalogar la Orden de familia religiosa (cf. Const. 1a,
3a, 6a, 7, 43d) y de presentarla como una familia (cf. Const. 16a, 59b, 78c; 112-
117; 493). Los agustinos recoletos profesamos para integrarnos en esta familia
(cf. Const. 37). De aquí deriva el reto de esforzarnos en encarnar en todo momen-
to un clima familiar (cf. Const. 149a, 166a, 185a, 196, 198b, 272a, 290a), no sólo
ad intra, sino también ad extra (cf. Const. 301a; 306; 313), tal como se deriva de
la corresponsabilidad propia de los integrantes de la única familia (cf. Const. 283,
293, 301), que es la Iglesia, y de la misión compartida (cf. Const. 312a).
La índole familiar de la orden es especial. No se trata de una familia sanguí-
nea, sino espiritual (cf. Const. 59b), siendo su origen divino y estando llamados
a ser familia del mismo Dios, hijos de un mismo Padre y hermanos de Cristo a
través del Espíritu (cf. Const. 1, 6, 10, 14b, 17, 19, 22, 141b). Este cariz espiritual
no debe dificultar nuestra vivencia familiar. Todo lo contrario, la resitúa, presupo-
niendo las dificultades cotidianas que puede acarrear debido a las diversas afini-
dades señaladas, y sobre todo la transciende: vivimos como una auténtica familia
congregada por Dios y en Dios (cf. Const. 59b, 166a, 290a).
Insisto al hilo de esto en la importancia que adquiere la eucaristía como
cimiento en el que fundamentar la profunda ‘compenetración familiar’ que debe
regir nuestras comunidades (cf. Const. 149a). Acertadamente el texto valora la
dimensión convivial de dicha celebración, a veces opacado en nuestras tradicio-
nes religiosas por la excesiva carga en su dimensión sacrificial (cf. Const. 32b;
68b). Es bueno recuperar que la eucaristía, ante todo, es un banquete en torno al
cual los muchos se hacen una misma realidad, como los granos de trigo o de uva
la comunidad, crisol de renovación 247

se hacen un mismo pan y un mismo vino (cf. s. 227; 272; Io. eu. tr. 26,14.17; ciu.
Dei 21,25,2). De ahí que para Agustín sea signo inequívoco de unidad y vínculo
de caridad (cf. Io. ev. tr. 26,13; Const. 67a). Esta dimensión convivial y comu-
nitaria se refuerza en la concelebración (cf. Const. 68b), y ha de encuadrarse en
el marco de la dimensión antropológica y fraternizante de la comida en común,
aspecto hoy tan estudiado75.
En segundo lugar, el texto invita a vivir desde Dios el sentido de la frater-
nidad, valor tremendamente agustiniano (cf. Const. 310), amando a todos como
hermanos y exteriorizando dicho afecto fraternal (cf. Const. 14b, 65b, 46a, 83,
102, 106a, 109, 272a, 298a)76. Más aún, para denotar la intimidad propia de este
amor fraterno, las Constituciones acuñan una terminología donde lo fraterno y
amical se aúnan, como «amigable y fraternal convivencia» (Const. 43c; cf. 18a) y

75
De las múltiples referencias que podrían traerse a colación, cf. R. Aguirre, La mesa com-
partida: Estudios del Nuevo Testamento desde las ciencias sociales, Santander 1994; X. Pikaza,
Para celebrar la fiesta del pan, fiesta del vino, Estella 2000; X. Basurko, Para comprender la eu-
caristía, Estella 1997, 13-28.
76
No es el caso aquí remitirnos a los múltiples números en los que se denomina a los reli-
giosos agustino-recoletos hermanos, presuponiendo ya ese clima de familia y de fraternidad. Quizá
resultara enriquecedor fijarnos en la presencia profética de los religiosos hermanos en nuestras
comunidades, demasiado centradas en su funcionalidad, más que apostólica, ministerial, parroquial
y sacramental. Refiriéndose a los Institutos religiosos de Hermanos, la exhortación Vita Consecrata
destaca que «los religiosos hermanos recuerdan de modo fehaciente a los mismos religiosos sacer-
dotes la dimensión fundamental de la fraternidad en Cristo, que han de vivir entre ellos y con cada
hombre y mujer, proclamando a todos la palabra del Señor: ‘Y vosotros sois todos hermanos’ (Mt
23,8)» (VC 60d). Algunos aplicarán esta advertencia sólo a los consagrados de dichos institutos.
Sin embargo, la alusión en el párrafo a los ‘religiosos sacerdotes’ denota que este simbolismo es
inherente a todos los religiosos que no se han ordenado, ya sea de éstos o de otros institutos.
Sobre este último particular, presuponiendo mi desconocimiento canónico, anoto que VC
61 abre un nuevo cauce para la comprensión de nuestra orden y el reclamo de que ésta se presente
ante el mundo como experta en fraternidad siendo ella misma una fraternidad. En el Código de
Derecho canónico sólo se reconocen dos tipos de institutos: los clericales y los laicales (cf. c. 588).
En aquéllos, es propio del carisma del fundador y de su misión carismática que sus integrantes se
ordenen; en éstos, que no se ordenen. Lo contrario, aunque suene mal decirlo, podría ser estimado
circunstancial a la forma de vida del Instituto y, por consiguiente, no carismático. Considero que
VC 61 da un paso más al referirse a los Institutos mixtos, para atender a aquellos institutos «que en
su proyecto original fundador se presentaban como fraternidades, en las que todos los miembros…
eran considerados iguales entre sí». Ésta sería, entre otras, la tradición agustiniana, y conforme a
ella la agustino-recoleta (cf. FV 2,2). En esta perspectiva, se debería valorar si resulta adecuada la
catalogación de la orden presente en Const. 320 (y en Const. 255: «naturaleza clerical»), máxime
cuando la herencia de las fraternidades está presente, pero en cierta medida opacada por esa cons-
titución jurídica, en éste y en otros números (cf. Const. 249). Asimismo, habría que preguntarse si
tienen razón de ser, en la vivencia de una fraternidad, los nn. 249-255 y, si fuera así, si no se debe-
rían reformular desde la densidad fraterna anteriormente señalada.
248 enrique gómez

«amistad fraterna» (Const. 196b). Esta visualización quizá se nos torna difícil por
nuestra formación, excesivamente varonil, ascética y recatada, y por las circuns-
tancias sociales, sumamente sensibles a determinados aspectos.
En la concreción de dicho amor fraterno, denominado también caridad fra-
terna (cf. Const. 21, 43b, 66a, 112a), del que, en la más sana tradición evangélica
y agustiniana, se dice que es sacramento del amor a Dios (cf. Const. 14c, 21),
resultan elocuentes Const. 17-18:
«Los hermanos en la comunidad ámense como hijos de Dios y hermanos de Cristo,
honrando recíprocamente al Espíritu, de quien son hechos templos vivos; entré-
guense a sí mismos y todo lo suyo al servicio del amor; sopórtense y perdónense
mutuamente; practiquen con delicadeza la corrección fraterna y recíbanla con hu-
mildad, y ayúdense unos a otros con sus oraciones ante Dios.
Entre los miembros de la comunidad reine una amistosa convivencia en Cristo:
fomenten todos los hermanos en diálogo abierto la confianza mutua, socorran a los
enfermos, consuelen a los desanimados, alégrense sinceramente de las cualidades y
de los triunfos de los demás como si fueran propios, unan sus esfuerzos en la tarea
común, y cada uno encuentre su plenitud en la entrega a los demás.
En la práctica de la vida común, muéstrense todos contentos de su vocación y de
su compañía de los hermanos, de modo que de la comunidad exhale por doquier el
buen olor de Cristo».
Además, esta fraternidad es reconocida como signo por excelencia de la
Buena Nueva del reino (cf. Const. 20, 21, 277) y debe llevar a la ‘colaboración
fraterna’ entre todos los religiosos, entre las provincias en las que jurídicamente
se estructura la Orden (cf. Const. 288b), y con todos los fieles de las Iglesias
locales (cf. Const. 283). A dicho clima fraterno ayuda tanto el trabajo como la
recreación comunitaria (cf. Const. 83, 98b, 109).
Esta última referencia, entre otras (cf. Const. 28), llama la atención sobre la
necesaria alegría ‘en el Señor’ que debe reinar en nuestras comunidades y que,
inversamente, muestra la auténtica fraternidad de las mismas. El clásico ‘reírse
con’ y no ‘reírse de’ reivindica el necesario sentido de la fiesta y del humor, tan
olvidados debido a la socorrida herejía de ‘mi’ trabajo, como dilatadores de la
comunión de vida77.
En tercer lugar, esta fraternidad, tal como se desprende de algunas matiza-
ciones anteriores, se abre a la amistad fraterna (cf. Const. 196b, 44b). Es verdad
que lo que debe caracterizar nuestras comunidades es el afecto o caridad fra-
ternos. Pero de todos es conocida la importancia de las relaciones amicales en

77
Cf. P. Romero, Comunicación…, 100-103.
la comunidad, crisol de renovación 249

san Agustín y de todos es sabido que la fraternidad no siempre es exponente de


concordia y unidad, por lo que no está de más remarcar que esta fraternidad ha de
ser, al mismo tiempo, una clara amistad en Dios, como quería nuestro padre (cf.
Const. 18a, 43d, 310).
Nuestras experiencias comunitarias ganarían en calidad e intensidad si nues-
tros vínculos interpersonales potenciaran los dos niveles de la amistad que tan
bien describió el Hiponense: «el nivel de las relaciones amistosas entre los her-
manos y el de la verdadera amistad entre dos o más hermanos»78. Ambos, como
desarrollaré, benefician la comunicación interpersonal y el compartir fraterno, y
superan el enquistamiento de los amores narcisistas, porque potencian la recipro-
cidad y la mutualidad evangélicas. Por ello no extraña que se proponga al maestro
de novicios, mediador en la etapa fundamental de la formación en el carisma,
como modelo de amistad (cf. Const. 173b).
Vistas estas tres advertencias, acentúo una exhortación presente en el texto
constitucional: nuestras comunidades están llamadas a ser escuelas de fraterni-
dad, porque en ellas «sus miembros aprenden a dialogar y a compartir los bienes
materiales, talentos, experiencias de Dios y tareas apostólicas» (Const. 164a).
Subyacen aquí los fundamentos monásticos agustinianos, según los cuales la au-
téntica comunión de vida sólo acontece cuando la comunión de bienes espiritua-
les y materiales se refuerza mutuamente (cf. reg. 1,2-3). Asimismo, aflora el pen-
samiento agustiniano de que las dos fuerzas constructoras de la comunidad son la
caridad y la humildad (cf. reg. 1,6; ep. Io. tr. pról; Const. 43b-c; 10, 15, 16, 63).
En la lista explicitada por las Constituciones, sin embargo, faltaría una refe-
rencia a compartir las debilidades y las cargas, los anhelos y las esperanzas, algo
básico en la experiencia cotidiana. Es verdad que este realismo comunitario, en
el que Agustín cifra la máxima muestra de amor mutuo (cf. en. Ps. 132,9), queda
perfectamente recogido en el añadido de Const. 18d, citado en otra ocasión, y,
sobre todo, en las referencias a la corrección fraterna y al perdón mutuo, que
reservo para más adelante (cf. Const. 17, 44b, 496-499). Pero no hubiera estado
mal redundar aquí en ello.
En esta línea, concluyo con una alusión más que significativa y enriquece-
dora del texto constitucional, que recoge la lógica de la comunitariedad en la fe y
la necesidad de animarnos en ella mutuamente, defendida por san Pablo (cf. Rom
1,11-12; 1Tes 3,2.10; Gál 6,2; Lc 22,32)79. Quienes vivimos en comunidad hemos

P. Romero, Comunicación…, 98.


78

Cf. J. Sobrino, «Conllevaos mutuamente. Análisis teológico de la solidaridad cristiana»:


79

Estudios Centroamericanos 37 (1982) 157-178.


250 enrique gómez

de trabajar, pues la comunidad no es algo espontáneo ni se improvisa ni carece de


esfuerzo (cf. VFC 9, 11, 21-13), por generar el clima adecuado en nuestras casas
para que los hermanos más débiles no sucumban y puedan proseguir, amparados
en el ritmo del peregrinaje comunitario, tras las huellas de Cristo (cf. Const. 499;
VFC 57). Si llegamos a tal grado de amor mutuo, no cabe duda de que las comu-
nidades agustinianas serán signos de credibilidad y de esperanza en medio de ese
individualismo insensible que nos acecha.

c) Frente a la superficialidad, interioridad compartida

c.1. Por una comunicación más profunda para compartir la vida

A la cordialidad, ha de unirse un esfuerzo redoblado por otorgarle profun-


didad, a fin de neutralizar la superficialidad e intrascendencia que dominan las
actuales relaciones humanas. Esta profundidad puede corresponderse con las in-
tuiciones agustinianas de que la auténtica comunión de vida sólo acontece en
Dios y desde Dios, y que la auténtica comunidad se construye desde la interiori-
dad (cf. reg. 1,2.8; 8,1-2), desde la profundización en nosotros mismos para que
podamos comprendernos mutuamente, pues sólo puede amarse a quien se conoce
(cf. trin. 9,3,3), y llegar así a la unión perfecta: la única alma de Cristo (cf. ep.
243,4; 28,1,1; conf. 4, 8,13)80.

80
Quizá no sea el momento, pero no está de más una indicación sobre el sano equilibrio
en las relaciones entre persona y comunidad, subrayando entre ambas realidades una circularidad
realizativa: «Si se necesita una cierta madurez para vivir en comunidad, se necesita igualmente una
cordial vida fraterna para la madurez del religioso» (VFC 37; cf. A. Aláiz, La comunidad religio-
sa… 341-396). Se ha de construir la autonomía en la dependencia, de tan fiel tradición judeocris-
tiana. Como expresa M. Buber: «Yo llego a ser yo en el tú, al llegar a ser yo, digo tú» (M. Buber,
Yo y Tú, Madrid 1993, 17; cf. R. Buttiglione, La persona y la familia, Madrid 1999, 117; C. Díaz,
«Imposible ausencia tuya: carácter dialógico de la relación humana»: Aa. Vv., Soledad, diálogo…
92). Por ello no se debe plantear la disyuntiva de qué es lo primero, pues «la comunidad potencia y
ata a las personas (como compromiso), al propio tiempo que las personas construyen, embellecen o
también desfiguran la comunidad» (J. Pujol, «Comunidad…», 307). Pero sí se ha de insistir en que
la comunidad se basa en las personas y debe hacerse de ella un lugar de personalización y creci-
miento. Sin interioridad, la persona no puede madurar como persona, ni caer en la cuenta de las dos
certezas fundamentales: «La de ser amada infinitamente y la de poder amar sin límites» (VFC 22;
cf. conf. 2,2,2; C. Díaz, «Imposible ausencia…», 100-101). Sin interioridad, la persona no puede
conocerse a sí misma para sanear los aspectos que contaminan su pluralidad relacional (cf. P. Ro-
mero, Comunicación…, 63). Sin interioridad, no se construirá la comunidad, porque aflorarán sin
orden ni concierto las necesidades, las frustraciones, los mecanismos de defensa, las motivaciones,
las percepciones, los prejuicios, los afectos… de todos sus miembros. Sin interioridad no se puede
la comunidad, crisol de renovación 251

En este sentido ha de reforzarse la idea de que las comunidades agustino-re-


coletas, como toda comunidad religiosa, son algo más que un grupo de amigos81,
pero sin negar en absoluto lo ya dicho sobre este aspecto. Así remitimos constan-
temente a que hemos sido convocados, llamados por Dios y por su Espíritu (cf.
Ef 4,1ss.; en. Ps. 132,2; Const. 1; 164a)82. Así nos recordamos continuamente
que la auténtica comunicación que lleva a compartir la vida para no ser ni tuyo ni
mío (cf. ep. 243,4), nace de lo espiritual, de la comunicación en la fe y desde la fe
(cf. Const. 315), porque la comunicación se hace más fuerte cuanto más central y
vital es lo que compartimos83.
Entonces se le puede dar un giro de tuerca a la cordialidad anteriormen-
te explicitada. Remito, en esta ocasión, a la exhortación Vita consecrata. Según
ella, dicha fraternidad espiritual implica: plena comunión de bienes e ideales;
compartir la escucha de la palabra; experiencia comunitaria de la oración, de la

llegar a la personalización en la unidad (cf. F. Ciardi, «La vida fraterna…», 190). De ahí que resulte
urgente y necesaria la puesta en práctica en nuestros procesos formativos, tanto iniciales como
permanentes, de todos los medios y técnicas referidos a dicha personalización, tal como reconoce
la renovación del texto constitucional al introducir el coloquio personal como el mejor instrumento
de formación en la etapa inicial (cf. Const. 170b) y al insistir en la utilidad de la dirección espiritual
(cf. Const. 44b, 153, 167a, 179a, 309a).
81
Se quiere subrayar esta idea cuando se insiste en que la comunidad religiosa y eclesial,
ante todo, es un don, un don de Dios, y no simple resultado del esfuerzo y de las afinidades huma-
nas. En hermosa reflexión de un profeta de nuestro tiempo: «La fraternidad cristiana no es un ideal
humano, sino una realidad dada por Dios: realidad de orden espiritual y no de orden psíquico»
(D. Bonhoeffer, Vida en comunidad, Salamanca 1982, 17; cf. VFC 1, 8; M.A. Asiaín, «Comuni-
dad…», 283-284, 286; A. Aláiz, La comunidad religiosa…, 71-98). Así se recupera la dimensión
trascendente del seguimiento de Jesús, un seguimiento en comunidad y cuyo agente principal es el
Espíritu: él hace de la comunidad un organismo vivo, él construye la comunidad con sus dones, él
hace que el ideal fraterno sea «atractivo, plausible, convincente y necesario» al liberarnos de nues-
tro amor encorvado y abrirnos a la codilección (cf. P.G. Cabra, Para una vida… 22ss.; J. López y
Mª.B. de Isasi, «Realidad actual…», 92).
82
Éste es un aspecto importante, que no siempre tenemos en cuenta. Nos sabemos llamados
(individualmente), pero no conllamados: es decir, no llamados en, desde y con los otros, tal como
se desprende de nuestra participación en el carisma (cf. VFC 2; MR 11; Const. 2). Muchas veces el
riesgo del individualismo anida ya en nuestra experiencia de la consagración: si ésta es algo indivi-
dual o colectivo, olvidando que vivimos juntos porque hemos sido elegidos como comunidad por
el Señor, no porque nos hayamos elegido los unos a los otros para erigir un grupo social (cf. VFC
41d). Sobre la realidad de la convocación, cf. A. Aláiz, La comunidad religiosa…, 163-165.
83
En este sentido resulta muy interesante un número del documento La vida fraterna en
comunidad, donde se subraya esta realidad y, al mismo tiempo, se destacan algunos medios para
llevar a cabo dicha comunicación de fe, que enunciaré a continuación (cf. VFC 32ef). Otros autores
han denominado dicha realidad ‘fraternidad espiritual’ (cf. A. Cencini, Vida en comunidad… 70),
terminología, como se ha visto, presente en nuestro texto constitucional. Sobre el paso del comuni-
car al compartir, conviene consultar este estudio.
252 enrique gómez

liturgia, de la eucaristía y la reconciliación; disponibilidad al Espíritu; comunión


de experiencias de vida y realización de proyectos comunitarios; confrontación
personal; corrección fraterna y apoyo mutuo; dirección espiritual comunitaria;
discernimiento y clarificación comunitarios de la voluntad de Dios, sobre todo en
el ámbito de las opciones de trabajo apostólico; participación real en la vida de la
comunidad, revisando y evaluando el camino recorrido, pensando y programando
juntos (cf. VC 42bc y 45a)84. Para llevar a cabo todas estas encomiendas, se re-
quiere sentido comunitario y de corresponsabilidad, esfuerzo por parte de todos,
instrumentos acertados y tiempos liberados para tales encuentros comunitarios
(cf. VFC 31).
Tal como se desprende de esta enumeración, la profundización en las rela-
ciones intersubjetivas, y debido a la interioridad trascendida, se abre a un vasto
horizonte, que supone la cordialidad ya explicitada porque, en toda comunica-
ción, influyen la percepción, la afectividad y el análisis de la realidad personales.
El compartir comunitario ha de llegar a todos los niveles de la vida, teniendo su
nudo de verificación en si compartimos los bienes espirituales (cf. reg. 1,3)85. La
comunicación es una necesidad psicológica y dicha necesidad se satisface si se
fortalece en todas las dimensiones de nuestro ser, atendiendo a sus múltiples refe-
rentes (nosotros mismos, los otros, la realidad que nos circunda, Dios).
Nuestras Constituciones requieren una «comunicación más extensa y más
intensa» (VFC 29). De este modo se cimentará el círculo realizativo de toda expe-
riencia común, descrito en este mismo número: «Para llegar a ser verdaderamente

84
Cf. F. Ciardi, «La vida fraterna…», 196-199.
85
El texto constitucional abunda en el concepto de bien común, explicitando así la riqueza
de esta realidad en el pensamiento agustiniano. En primer lugar, el analogado principal del bien
común es Dios, a quien todos tenemos que buscar en comunidad y a quien debemos compartir
una vez encontrado (cf. Const. 10b, 14). He aquí la raíz última de por qué el bien común une a los
hermanos en comunidad (cf. Const. 48, 57) y el sentido profundo de alegrarse del bien común del
hermano (cf. Const. 46; reg. 1,4). En segundo lugar, el bien común atañe a la comunión de bienes
materiales y espirituales, de manera que nadie considere nada como propio (cf. Const. 16) y todos
antepongan el bien común al propio (cf. Const. 59). De ahí la importancia del voto de pobreza, por
el que se hacen todas las cosas comunes en Dios, erigiéndose así en origen de la paz, la fraternidad y
la comunión (cf. Const. 46), denotándose de esta forma la insistencia agustiniana en la ausencia de
todo apego a las cosas y del afán de adquisición (cf. reg. 1,5), lo que nos lleva a ser personas libres
(cf. reg. 8,1) y a vivir como pobres de espíritu (cf. en. Ps. 73,24; 131,26). En este sentido, se exhorta
a buscar el bien del Instituto y de la Iglesia (cf. Const. 61, 63, 325, 331), a que las provincias miren
por el bien común de la Orden (cf. Const. 378), a que la dialéctica autoridad-obediencia se realice al
servicio del bien común (cf. Const. 405) y a que todos seamos corresponsables en todo, pero, sobre
todo, unos de otros (cf. Const. 57b, 327, 445, 457). En resumidas cuentas, se ha de «servir a Dios,
poniendo al servicio común los propios talentos» (Const. 249).
la comunidad, crisol de renovación 253

hermanos es necesario conocerse. Para conocerse es muy importante comunicar-


se cada vez de forma más amplia y profunda». En lenguaje más agustiniano, muy
presente en nuestras Constituciones (cf. Const. 17, 42a, 64a), debemos conocer-
nos o reconocernos para adorar a Dios en el hermano (cf. reg. 1,8), quien ha sido
hecho templo del Espíritu (cf. reg. 4,6; en. Ps. 131,5). De esta forma, se le otorga
al hermano un carácter cuasi-litúrgico, por no decir cuasi-sagrado, con lo que su
negación puede estimarse un sacrilegio86.
La carencia de dicha comunicación profunda (cf. Const. 280) genera el cír-
culo vicioso ya expuesto: sin ella se desconoce la vida del otro, nos mostramos
insensibles hacia él y se debilita la fraternidad, incurriendo en el aislamiento y la
soledad, en una espiritualidad individualista, en una conciencia de autogestión,
en una búsqueda de relaciones personalizantes fuera de la comunidad (cf. VFC
32). De ahí la importancia de promover continuamente un diálogo abierto, donde
se aúnen la confianza y la confidencia propias de hermanos (cf. Const. 18a, 167c,
445).

c.2. Consecuencias nada desestimables

Esta profundización en la comunicación desde la interioridad conlleva im-


portantes consecuencias para nuestras comunidades. En primer lugar, el mayor y
mejor conocimiento del hermano fomentará la confianza y la franqueza, y evitará
esos recelos, en muchas ocasiones ministeriales, que nos llevan a pensar que sólo
lo programado por mí es bueno, que sólo lo realizado por mí es fructífero, que
sólo yo cargo con el peso de la comunidad. En nuestras comunidades se ha filtra-
do con mucha frecuencia aquel dicho popular según el cual, si pensamos mal del
otro, acertaremos.
San Agustín invita a todo lo contrario: a fiarnos siempre de los demás (cf.
reg. 5,6; s. 355,2), a pensar siempre bien del otro y darle un voto de confianza,
porque no lo conocemos del todo (cf. en. Ps. 99,11; ep. 31,7), a salvaguardar
siempre su buen nombre (vita 22,6-7; reg. 4,8-11; 7,2). Como dice J. Sánchez-
Gey, «convivir es valorar, es crecer, es enriquecerse y no sólo desde el tener, sino
sobre todo y principalmente desde el ser, del compartir con otro, de amar»87. Es-
tamos llamados a aferrarnos a la humildad, a reconocernos como somos, débiles
(cf. en. Ps. 38,14-15; s. 163B,2.3); a abrirnos a la curación (cf. s. 123,1.3; 354,5);

86
Cf. T. Tack, Si Agustín viviera…, 14.
87
J. Sánchez-Gey Venegas, «La soledad positiva. Las condiciones del diálogo»: Aa. Vv.,
Soledad, diálogo…, 167.
254 enrique gómez

a sabernos deudores y con deseos de aprender de los demás; a no menospreciar al


hermano por tener otras cualidades, pensar de otra manera o mostrar otras sensi-
bilidades, sino a venerarlo como se merece (cf. reg. 1,8). No cabe duda de que así
facilitaremos que los proyectos comunitarios realmente sean proyectos de vida en
común y no meros programas de acción conjunta88.
En segundo lugar, potenciemos los elementos a nuestro alcance para revita-
lizar la animación comunitaria (cf. Const. 153) y la consiguiente corresponsabi-
lidad. Toda la comunidad ha de sentirse y mostrarse como sujeto de su quehacer
e implicada en su crecimiento o en su degradación. Son muchos los medios para
proceder a esta reanimación, en sus diversos niveles89. He mencionado la direc-
ción espiritual (cf. Const. 44b, 153, 167a, 179a, 309a), la entrevista personal entre
el prior y los hermanos (cf. Const. 61bc, 165b, 280, 328, 405, 438.5, 445a, 464),
y el proyecto comunitario. Ahora insisto en dar más vida a nuestras reuniones
comunitarias. En ellas se hace posible el «progreso espiritual y material, y una
caridad más íntima» (Const. 328), por lo que han de estimarse el mejor espacio
del que disponemos para conocernos mutuamente, para dialogar, para elaborar
los proyectos comunitarios, para programar juntos, para compartir lo que somos
y vivimos (cf. Const. 98b, 267, 443-445). Aunque la psicología y la sociología
han avanzado mucho en las actitudes personales para exteriorizar todas estas rea-
lidades, nuestras comunidades dejan mucho que desear al respecto y se precisa
formarnos en las condiciones básicas para hacer que nuestras reuniones comuni-
tarias sean fructíferas, en las que se hable y no sólo se guarde un silencio funcio-
nal e indiferente, en las que realmente se comparta.
En tercer lugar, en las comunidades agustinianas se deben poner en común
también los saberes, máxime si participamos del carisma de Agustín. Siguiendo
su estela, se deben afanar por la búsqueda en común de la Verdad (cf. Const.
27a, 121, 310, 316a, 324; sol. 1,12,20; 13,22), fomentar el estudio comunitario
y la formación permanente (cf. Const. 256-275), advirtiendo en estos desarrollos
cómo la comunidad crece, se torna más madura, más evangélica y más fraterna
(cf. VFC 43a). No se requiere mucho para percibir la escasa relevancia del estu-
dio y de la competencia intelectual entre nuestros religiosos y cómo la urgencia
pastoral se plantea en detrimento de los estudios especializados, tan solicitados
en el texto constitucional (cf. Const. 198b, 311, 316). Pero esta deficiencia aún
resulta más patente cuando preguntamos si somos comunidades sabias que ilu-
minan a los cristianos, y a todo el género humano, en momentos de relativismo y
confusión, como las quería Agustín.

88
Cf. P. Romero, Comunicación…, 36.
89
Cf. J. Pujol, «Comunidad…», 308-316.
la comunidad, crisol de renovación 255

En cuarto lugar, se las debe presentar, en cuanto comunidades, como lugar


auténtico de la experiencia de Dios, como centros de «oración, recogimiento y
diálogo personal y comunitario con Dios, ofreciendo generosamente iniciativas
y servicios concretos en la línea de lo contemplativo y comunitario, para que el
pueblo de Dios encuentre en nosotros verdaderos maestros de oración y agentes
de comunión y de paz en la Iglesia y en el mundo» (Const. 279b)90. Los agustinos
recoletos no estamos llamados a ser sólo expertos en fraternidad, sino también
mystagogos, maestros de espiritualidad, habida cuenta de la interrelación realiza-
tiva entre ambas realidades.
En esta perspectiva, resultan enriquecedoras aquellas redacciones del texto
constitucional en las que se pretende armonizar las relaciones que rigen las tres
dimensiones del carisma agustino-recoleto, denotando su implicación como si de
una koinonía existencial se tratara91. Por lo que aquí respecta, reseño tan sólo la
manera como se explicita que el factor primero y último unificante de los herma-
nos es Dios, a quien llegan a través de la contemplación común (cf. Const. 14),
de modo que la contemplación es, de por sí, comunitaria. Quizá de una forma
más exacta, queda recogida la interrelación interioridad trascendida-fraternidad
religiosa cuando se identifica la interioridad agustiniana con el recogimiento de
la Recolección, del que deriva, entre otras realidades, la vida fraterna (cf. Const.
11).

d) Frente al utilitarismo, gratuidad y agradecimiento

Insisto, por último, en la exigencia de recuperar la comunidad como ámbito


de gratuidad y de agradecimiento, frente al utilitarismo y al exceso de actividad
ministerial desde los que se valoran y cuestionan las personas que integran la
comunidad, las relaciones comunitarias establecidas y los apostolados comunes
asumidos. A fin de clarificar el sentido en el que las comunidades agustinianas
deben erigirse en dichos espacios, destaco una doble dirección de la gracia, so-
breentendiendo la comprensión de la comunidad como don divino y fruto del
Espíritu (cf. Const. 22).

90
Cf. F. Ciardi, «La vida fraterna…», 184; A. Aláiz, La comunidad religiosa…, 239-267.
91
Digo ‘pretende’ porque el lenguaje casi siempre es limitado y no deja de percibirse en todo
el texto una determinada taxis (contemplación, comunidad, apostolado) que, en ocasiones, más que
facilitar la coimplicación entre las tres dimensiones, la dificulta y favorece ciertas tergiversaciones
(cf. E. Gómez, Belleza siempre antigua y siempre nueva… El carisma, factor de revitalización,
Roma 2012, 39-44).
256 enrique gómez

d.1. Dejarse hacer para simplemente ser

En primer lugar se halla su dimensión pasiva, el reconocer que antes de nada


somos, y somos gracias a la existencia de otros que nos anteceden y que conviven
con nosotros. Nos obsesionamos con nuestras obras, buscamos en exceso la utili-
dad de los tiempos, de los instrumentos y de las mismas personas. Nos mostramos
muy pragmáticos. Vamos perdiendo, si no lo hemos perdido ya, el sentido de
gratuidad en nuestras vidas, el sentido simplemente de ser, de sentirnos amados
por los demás, abriéndonos a lo inesperado y dejando que hagan en nosotros, que
‘nos hagan’92.
Olvidamos que la interrelación comunitaria, así como la solidaridad, consis-
te en un darse y recibirse constantemente (cf. VFC 24), por lo que el hecho y la
tendencia a valorar más el dar que el recibir, puede esconder un gran egoísmo93.
Dejamos de lado, como recuerda S. P. Arnold, que, cuando vivimos en comuni-
dad, hemos de aprender a «caminar juntos asumiendo el riesgo del amor verdade-
ro, donde cada uno se siente acogido por lo que es y no por lo que quisiera ser, o
por la imagen que los otros se hacen de él»94.
Además de las implicaciones personales de esta actitud, muy afín al sentido
agustiniano de la humildad (cf. s. 137,4; Io. ev. tr. 25,16), me detengo en la recon-
ciliación comunitaria como máxima expresión de gratuidad comunitaria y como
expresión terapéutica de la comunidad. Desde el personalismo, C. Díaz exclama:
«Hay un acto generoso que suele costar incluso más esfuerzo que regalar: per-
donar, mostrar al otro que no lo rechazamos por lo que hizo, que pese a todo lo
aceptamos y confiamos en sus posibilidades de mejora»95.
Por su parte, Agustín, empapado del espíritu eclesiológico de Mt 18 y cons-
ciente de las debilidades humanas y de los conflictos comunitarios, exhorta a so-

92
«Yo soy fudamentalmente lo que han hecho por mí; la lógica de mi propia autocompren-
sión radica en el don previo recibido más allá de mí, por encima de mí, a pesar de mí. El ser no es
hacer» (J. Serafín Béjar, ¿Cómo hablar hoy de la resurrección?, Madrid 2010, 86). «El hombre es
más que lo que hace y por eso se realiza solamente allí donde renuncia a realizarse por sí mismo»
(X. Pikaza, Antropología bíblica, Salamanca 1993, 20). Sobre la dinámica del don y de la gratui-
dad, además de la encíclica de Benedicto xvi Caritas in veritate, cf. F. Torralba, La lógica del don,
Madrid 2012.
93
«Se puede acusar de falta de generosidad a quien no está dispuesto a recibir, a quien no
deja a los demás ser generosos con uno» (C. Díaz, «Imposible ausencia …», 107).
94
Citado por P. Lécrivain, Una manera de vivir…, 204.
95
C. Díaz, «Imposible ausencia…», 107. Interesante y profunda reinterpretación de la acti-
tud perdonante de Jesús, catalogando su perdón como un ‘perdón acogida’, cf. J. Sobrino, «Pecado
personal, perdón y liberación»: Revista Latinoamericana de Teología 5 (1988) 20-22.
la comunidad, crisol de renovación 257

portar los unos las cargas de los otros y a ayudar a llevarlas (cf. div. qu. 71,1; en.
Ps. 41,4; 95,2; 129,4; 143,2; s. 270,6; ep. 48,3)96. En todo momento propicia la
aceptación de las personas por lo que son y amparado en el futuro, es decir, en su
conversión (cf. en. Ps. 31,2,20; div. qu. 71,5; c. ep. Parm. 3,1,2). Una aceptación
que no bendice todo lo que el hermano piensa, dice o hace, sino que reprueba
aquellas actitudes, mentalidades o comportamientos que ponen en peligro la vida
del hermano y la armonía comunitaria, sintiéndose así responsable de los herma-
nos y ayudándolos a crecer.
Mas Agustín también nos deja otros medios activos para procurar dicha
conversión del hermano débil, siempre sustentados en la humildad y el recono-
cimiento de la propia debilidad (cf. ex. Gal. 56; c. ep. Parm. 3,2,5.8; s. 137,4;
163B,2.3; en. Ps. 38,14-15). Por descontado, la acción reparadora del perdón y
de la reconciliación, que mantiene la paz en comunidades formadas por hom-
bres (cf. en. Ps. 129,5; s. 211,3,3; ciu. Dei 15,5-6). En segundo lugar, la oración
por nuestros hermanos (cf. ep. 22,9; en. Ps. 129,4; ep. Io. tr. 1,9). Pero, sobre
todo, la corrección fraterna, de la que refiere sus diversas actuaciones (la mera
advertencia, la enseñanza, la exhortación, el reproche, el ruego, el castigo, la
exclusión sacramental) (cf. c. ep. Parm. 3,1,2; s. 88,19; 164B,4); su objetivo (la
sanación); las actitudes con las que se debe realizar (mansedumbre y caridad)
(cf. c. ep. Parm. 3,4,5; ex. Gal. 57; ep. Io. tr. 7,8; s. 163B, 3); y su proceso (cf.
reg. 4,7-11)97. Todos estos elementos quedan recogidos en nuestras Constitucio-
nes en un capítulo significativamente titulado ‘Protección de la vida común’ (cf.
Const. X).
Por último, me detengo en la vivencia de la autoridad y del liderazgo en las
comunidades para que éstas maduren carismática y evangélicamente. Tal como
dije en otra ocasión, del individualismo deriva el desvanecimiento del sentido de
pertenencia y la disolución del sentido de autoridad y de obediencia. Como re-
conoce el documento La vida fraterna en comunidad, el establecimiento de unos
modos comunitarios de vivir menos formales ha generado desconfianza hacia
la autoridad, lo que a la vez ha fragmentado la vida comunitaria, favorecido los

96
Cf. C.J. Sánchez Díaz, «Sobrellevad mutuamente vuestras cargas. Comunidad y debilidad
humana»: Aa. Vv., Soledad, diálogo…, 267-298; A. Aláiz, La comunidad religiosa… 121-124.
Esta aceptación se fundamenta en el respeto que brota del amor, y no en la actual tolerancia, y
promueve la asertividad, el clima de reflexión comunitaria, el propiciar actitudes expositivas y
propositivas más que impositivas. La no aceptación, por el contrario, conduce a incomprensión, a
tensiones, a mecanismos de defensa y, sobre todo, al asesinato en vida del hermano débil y necesi-
tado (cf. J. Pujol, «Comunidad…», 305-307).
97
Sobre la influencia del evangelio en éste y la evolución de san Agustín, cf. A. Manrique y
A. Salas, Evangelio…, 169-185.
258 enrique gómez

personalismos, oscurecido la misión de los priores con respecto a su comunidad


y a cada una de las personas que la integran (cf. VFC 47-48).
Sin embargo, la tradición eclesial, y religiosa en particular, recuerda que la
autoridad refleja la índole gratuita de la comunidad (cf. VFC 48), sacramentaliza
la convocación de la que brota la familia espiritual de los hijos de Dios y, aunque
sólo sea de tejas abajo, garantiza que se elaboren y ejecuten proyectos comuni-
tarios de vida.
Por esta razón, tanto desde instancias magisteriales como teológicas, se in-
siste tanto en la significatividad de la autoridad dentro de la vida común, máxime
en este período de revitalización y de reorganización, como factor de trascenden-
cia, de familiaridad, de servicio, de animación, que discierna, que dé visión, que
establezca horizontes y no improvise ante el futuro98. Hoy se requiere personas
que asuman una autoridad espiritual de testigos, que tengan liderazgo, es decir,
«capacidad de guiar sin imponer, orientar sin forzar, mostrar y atraer»99.
San Agustín, desde su experiencia de obispo para la comunidad y de líder
para quienes lo siguieron en su ideal monástico de vida, trasluce en sus escritos
una ímproba riqueza sobre este aspecto. Sin ir más lejos, interrelaciona autoridad
y obediencia en el amor, por lo que su objetivo es el bien de la comunidad (cf.
s. 46,2) y se vive en un régimen de libertad de hijos de Dios (cf. reg. 8,2)100. El
que ejerce la autoridad ha de servir con amor y humildad, ser ejemplo para todos
y mantener el buen orden comunitario (cf. reg. 7,3), de donde se desprende que
debe amonestar e incluso castigar si lo requiere el caso (cf. reg. 4,8-9.11; 7,2.3;
op. mon. 31,39). El súbdito, por su parte, ejerce la obediencia evangélica, esto es,
obedece por amor al prior, como a padre, y ve en él a Dios (cf. reg. 7,1; 1,8); debe
aceptar las correcciones y corresponder al bien común que todos buscan.
En el fondo, éstos son los matices que subraya nuestro texto constitucional.
Se halla a la base una comunidad de hermanos, ‘hijos de Dios’ (cf. Const. 59a,
61a, 63a), por lo que tanto el ejercicio de la autoridad como el de la obediencia
tienen por objeto la consecución del bien común (cf. Const. 63a; 325a) y ha de

98
Recuerdo ahora sólo la Instrucción de la civcsva, El servicio de la autoridad y la obedien-
cia, de 2008; y el número monográfico de la revista Vida religiosa, Aa.Vv., «El liderazgo para la
reorganización. Fundamento, configuración y caminos»: Vida religiosa 112 (2012) 241-320. Asi-
mismo, recomiendo la excelente síntesis sobre el lugar de la autoridad al servicio de la comunidad
de J. Pujol, «Comunidad…», 304-305. Sobre los modos de liderazgo y su importancia, cf. J. López
y M.B. de Isasi, «Realidad actual…», 95-100.
99
L.A. Gonzalo Díez, «La reestructuración…», 12; cf. Ib., 10-14.
100
Recoge perfectamente este aspecto T. Tack, y destaca que las comunidades erigidas por
Agustín son más comunidades de hermanos que de hijos (cf. T. Tack, Si Agustín viviera… 131; A.
Manrique y A. Salas, Evangelio…, 233-239).
la comunidad, crisol de renovación 259

versar sobre el crecimiento en la caridad (cf. Const. 61c). Se insiste en que aqué-
lla, a ejemplo de Agustín (cf. Const. 324b), se realice con espíritu de servicio
edificante de la comunidad (cf. Const. 61a; 324; 325a) y de firmeza al mismo
tiempo (cf. Const. 61c, 63b), amonestando, corrigiendo (cf. Const. 498) e incluso
castigando (cf. Const. 500), pero siempre amando y respetando a las personas (cf.
Const. 61a; 63a). Ésta, a su vez, por amor (cf. Const. 58a, 60a, 63a), de manera
‘consciente, activa y responsable’ (cf. Const. 59a), tratando al superior como a pa-
dre (cf. Ib.) y siendo corresponsables de las cargas comunitarias (cf. Const. 58a).

d.2. Amados para amar, liberados para liberar, perdonados para perdonar

Ahora bien, el agradecimiento también despliega una dimensión activa.


Toda gracia impulsa a expresar la gratitud y a testimoniarla encaminándose en la
dirección del don recibido. Puede decirse que todo el NT, e incluso la Escritura
entera, sostienen que «algo se nos ha dado, no sólo como don, sino como capaci-
tación para que seamos don para los demás»101. Baste con releer Is 55,10-11 o 1Jn
4,11. Santa Teresa lo expresa con el conocido aforismo de «amor saca amor»102 y
G. Gutiérrez lo traduce como «liberados para liberar»103.
Esta dialéctica gratuidad-oblación trae al recuerdo las relaciones comunidad
y apostolado, quizá una de las dialécticas peor armonizadas en nuestra forma de
vida y que desarrolla la superficialidad y el individualismo en detrimento de la
comunión existencial. Por ello me centro brevemente en ellas.
Si bien es verdad que determinados activismos dan al traste con la expe-
riencia comunitaria, se tergiversaría ésta si pensáramos que la comunidad está en
función de sí misma. Antropológicamente hablando, el ser humano es tal en la
acción y ésta le resulta inherente para su desarrollo y realización (cf. Jn 10,38)104.

101
J. Sobrino, «Espiritualidad y liberación»: Sal Terrae 72 (1984) 155.
102
Cf. Teresa de Jesús, «Libro de la vida», 22,14: Id., Obras completas, Madrid 1994, 114.
Bella imagen agustiniana de la fuente y explicación de la misma en Io. ev. tr. 17,8; ep. Io. tr. 5,7.
103
Cf. G. Gutiérrez, Beber en su propio pozo, Salamanca 1993, 120-124, 139-147; Id., El
Dios de la vida, Salamanca 1992, 289-292.
104
Cf. X. Zubiri, Estructura dinámica de la realidad, Madrid 1989, 209; C. Izquierdo, «Blon-
del, el filósofo de la acción»: M. Blondel, La acción (1893), Madrid 1996, XIII-XLIV. Aunando el
tema del ser y del hacer con el de la credibilidad, al que me remití al inicio de estas páginas, resulta
interesante la siguiente afirmación de J.Mª. Castillo: «Lo que hace una persona expresa quién es
esa persona. La coherencia, la armonía y la transparencia entre lo que se es y lo que se hace, eso es
lo único que es digno de fe y que merece crédito en este mundo y en esta vida» (J.Mª. Castillo, El
futuro de la vida religiosa… 201). Hemos de explicar, pues, con nuestro testimonio nuestra forma
de vivir en comunidad.
260 enrique gómez

Teologalmente, Dios se expresa en la acción, en el ser para e incluso a merced


de las criaturas (cf. Éx 3,7-8). Cristológicamente, Jesús no se considera absoluto,
sino que vive constantemente remitido al Padre y al reino105, aspecto que las pri-
mitivas comunidades asumen al desarrollar su dimensión misionera y proexisten-
cial106. El mismo pasaje marcano en el que se apoya nuestro carisma es explícito
en este sentido: Jesús nos convoca para vivir en comunidad y para enviarnos a
liberar (cf. Mc 3,13-15). La experiencia, la espiritualidad y el pensamiento de
Agustín muestran esta proexistencialidad (cf. ciu. Dei 19,19; ep. 48,2; 243,8),
algo sabiamente recogido por la tradición mendicante agustiniana y por la tradi-
ción misionera agustino-recoleta.
Nuestro texto constitucional resulta claro al respecto. Describe esta dimen-
sión carismática derivada del don primero, del amor contemplativo, que nos reúne
en comunidad y nos dispone al servicio del Reino (cf. Const. 23, 277b). El hacer
brota del ser. Irradiamos, testimoniamos, lo que somos, y ante todo somos comu-
nidad (cf. Const. 290c). Como se recoge en otro lugar:
«La comunidad es apostólica, y su primer apostolado es la comunidad misma: dedi-
cada a la oración y a la práctica de las virtudes, y unida en el santo propósito de la
vida común, es ya una obra apostólica» (Const. 25a)107.
Dicho esto, y sabedores de que la acción, quizá por resultar más gratificante,
suma más enteros entre nuestros religiosos que la comunión, salvaguardemos
el equilibrio entre ambas dimensiones, de modo que, sin restar importancia a la

105
Cf. K. Rahner y W. Thüsing, Cristología, Madrid 1975, 35.
106
En este sentido, aún resulta sugerente el título de las memorias de J. Gaillot, Una Iglesia
que no sirve, no sirve para nada, Santander 1989. Sobre la inherencia de la misión a la Iglesia,
cf. E. Bueno, Eclesiología, Madrid 1998, 253-271; Id., La Iglesia en la encrucijada de la misión,
Estella 1999. Por su parte, para P. Lécrivain la relación tensional comunión-misión ya se vive de
un modo significativo en las primeras comunidades. Así, en una misma escuela, se percibe que, por
una parte, la misión prevalece sobre la comunidad (cf. Lc 10,1), mientras que, por otra, lo hace ésta
sobre aquélla (cf. Hch 2,42-46) (cf. P. Lécrivain, Una manera de vivir… 112).
107
En consonancia con este número constitucional se hallan ciertas declaraciones magisteria-
les. Así, la comunidad religiosa es, «por su misma naturaleza», apostólica (cf. VFC 58). «El amor
de Dios quiere llenar el mundo; de este modo, la comunidad fraterna se hace misionera de este
amor y signo profético de su fuerza unificante» (VFC 56d). La comunión está hecha para irradiar
comunión, es decir, para ser misión, «y esencialmente se configura como comunión misionera…
La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mu-
tuamente, hasta el punto de que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la
comunión es misionera y la misión es para la comunión. Siempre es el único e idéntico Espíritu el
que convoca y une la Iglesia y el que la envía a predicar el Evangelio… Por su parte, la Iglesia sabe
que la comunión, que le ha sido entregada como don, tiene una destinación universal» (ChL 32cd;
cf. VC 46, 72a; CC 33b).
la comunidad, crisol de renovación 261

eclesialidad de nuestro carisma, no releguemos el propósito que nos reúne en


comunidad: para vivir unánimes y concordes dirigidos hacia Dios. Porque, como
dijera san Agustín, lo primero que se pide a los religiosos es que sean tales (cf. en.
Ps. 75,16; ep. 132,2). Asimismo, preguntémonos si la razón de ser de la vivencia
agustino-recoleta consiste más en hacer cosas eficaces o en ofrecer otra forma de
ser al mundo. Nuestra convocación es básicamente esto y ha de repercutir en un
determinado estilo apostólico: el comunitario. De todo lo que podría hablarse al
respecto, me detengo en algunos aspectos.
Debe quedar fuera de toda duda que comunión de vida y apostolado común
resultan indisociables, aunque sólo sea por el hecho de que ambos hunden sus
raíces en el mismo ser de Dios, el único necesario que, por ser koinonía, genera
misión108. Igualmente, seamos conscientes de que las circunstancias de los desti-
natarios de la buena nueva repercuten en la comunión de los hermanos. Otra cues-
tión será concretar qué repercute: si los usos cómodos de vida, como ha sucedido
con el individualismo, el nihilismo, el consumismo y el hedonismo; o si las in-
terpelaciones sufrientes del otro. Por ejemplo, en los tiempos que corren, ¿cómo
ha influido en nuestro ideal comunitario la crisis económica?, ¿la ha replanteado
o sigue impertérrita? Pero, en cualquier caso, veamos dichos impactos más como
retos enriquecedores que como peligros109.
Por otra parte, defendamos la primacía, aunque sólo sea temporal, de la
comunión sobre el apostolado y, sobre todo, recalquemos que éste se orienta a
la misión común, en lo que bien insiste nuestra legislación. Cuando convertimos
nuestro apostolado, que ha de ser un apostolado encargado a la comunidad y rea-
lizado desde la comunidad (cf. Const. 280-281, 306), en una empresa individual
o en una organización cooperativista con menoscabo de la dimensión comunitaria
de nuestra vida, estamos fallando. El agustino recoleto ha de asumir el sentir de la
primitiva comunidad de Hechos, donde es la comunidad, alentada por el Espíritu,
quien envía (cf. Hch 11,22.30; 13,3). Así lo señala el documento La vida fraterna
en comunidad: «La comunión fraterna está, en efecto, en el principio y en el fin

108
Cf. N. Silanes, «Comunión»: DTDC, 245-255; P. Lécrivain, Una manera de vivir…, 95-
98. «Sólo hay una misión: la que procede de la comunión trinitaria original y tiende a la comunión
final de la humanidad hecha cuerpo de Cristo» (Ib., 97).
109
Cf. P. Lécrivain, Una manera de vivir…, 93. También se debería abordar en profundidad
y comunitariamente el hecho de que los apostolados obligan a reestructurar las concreciones comu-
nitarias. En ocasiones, nuestras comunidades no están conformadas con los apostolados encomen-
dados. Resultan erróneas determinadas estructuras comunitarias para determinados apostolados.
Asimismo, nuestro texto constitucional exige a nuestras comunidades actuales los mismos requisi-
tos que a las comunidades conventuales de los años periconciliares, sin adecuar la formalidad de la
‘vida común’ a la situación hodierna de las mismas.
262 enrique gómez

del apostolado» (VFC 2). De ahí que cada religioso deba sentirse enviado por la
comunidad.
En tercer lugar, tal como recoge el mismo documento, debemos conformar
con sentido comunitario la acción (cf. VFC 55). Si la fraternidad se erige en el
signo de credibilidad de nuestras comunidades contraculturales, ésta debe inun-
dar nuestra misión y repercutir en ella. Como expresa en otro lugar, la fraternidad
es el «signo que muestra el origen divino del mensaje cristiano y posee la fuerza
para abrir los corazones a la fe» (VFC 54). Por consiguiente, la calidad de nuestra
vida apostólica dependerá siempre de la calidad de nuestra vida fraterna (el sen-
tido inverso no está mostrado).
Dicha calidad se expresa en el compartir comunitario de los bienes tanto
espirituales como materiales, entre los que se cuenta proyectar y programar en
común, más aún vivir en común, nuestros apostolados. Por ello las Constitucio-
nes insisten en que nos ayudemos mutuamente, tanto en el apostolado como en
la acción (cf. Const. 24), en el discernimiento compartido para proceder al apos-
tolado (cf. Const. 282), en programar nuestras acciones en común (cf. Const.
27, 284), en asumir obras comunes de apostolado (cf. Const. 90)… Aunque
estos números sólo son una muestra, quizá esta idea debiera estar todavía más
presente.
Finalmente, asumamos apostolados que permitan vivirlos en comunidad y
que sean acordes con nuestro carisma, que conjuga vida religiosa y ministerio
(cf. vita 11,1-5). Constituir comunidades con muchos apostolados o vivir en la
comunidad careciendo de objetivos apostólicos comunes frena el crecimiento en
la unanimidad y para la fructuosidad de nuestras presencias y entregas. Por eso,
las instancias vaticanas exhortan a asumir apostolados, principalmente parroquias
que son nuestra piedra de toque fundamental, que «permiten vivir en comuni-
dad y en las que se puede expresar el propio carisma» (VFC 61c), y realizar la
pastoral de conjunto, expresión de nuestra fraternidad, desde nuestra identidad
carismática:
«Es preciso recordar que no tener suficientemente en cuenta el carisma de una co-
munidad religiosa no beneficia ni a la Iglesia particular ni a la misma comunidad.
Sólo si se tiene una precisa identidad carismática, puede insertarse en la pastoral
de conjunto, sin perder su propia naturaleza, sino más bien enriqueciéndola con su
propio don» (VFC 60h).
Quizá sirva como síntesis de todo lo dicho sobre la dialéctica comunidad-
apostolado aquel pensamiento agustiniano según el cual el amor hace común to-
das las cosas (cf. c. Faust. 5,9; Simpl. 2,1,10). Sólo el amor mutuo da sentido a
nuestra convocación para desarrollar una comunión de vida y, al mismo tiempo,
dicho amor mutuo es el que mueve a la comunidad a ser en el éxodo, es decir, a la
auténtica experiencia de salir de sí misma, de itinerancia y de oblación, tal como
la comunidad, crisol de renovación 263

se desprende de la buena nueva que portamos110. Es, pues, dicho amor mutuo el
que debe aunar el ad intra y el ad extra de nuestra consagración, de nuestro vivir
unánimes y concordes hacia Dios.

Conclusión

Estos días celebramos las bodas de oro del inicio del Vaticano ii. Aún persis-
te en la mentalidad de muchos cristianos la sensación y la experiencia de que éste
supuso un verdadero Pentecostés para la Iglesia del siglo xx. Como tal, significó
una auténtica renovación eclesial a la hora de plantear la fe y la salvación cristia-
nas en clave social y comunitaria.
Hubiera sido de desear que dicha recuperación viniera de la presencia de
comunidades agustinianas contraculturales que, fieles a su carisma fundacional,
reivindicaran una nueva manera de ser en y para el mundo. Sabemos que no fue
así, que también nuestras comunidades habían permanecido dormidas, quizá por-
que los avatares históricos las habían precipitado casi hasta la extinción y habían
encontrado cauces de renovación en un denodado impulso apostólico y misione-
ro, no siempre fiel al ideal comunitario de los orígenes.
Ahora es el momento de resucitar y de soñar, no sé si despiertos. Soñar
que, una vez que nuestras comunidades recuperen su esencia, no la vuelvan a
perder. Soñar que realmente hemos recogido el legado de una comunión de vida
que testimonia ante nuestra sociedad actual la posibilidad de ser personas de una
forma nueva, compartiendo lo que somos y tenemos en Dios. Soñar que, a partir
de ahora, las comunidades agustinianas se considerarán las vestales eclesiales de
la comunión de vida evangélica a la que nos llama el Maestro interior, sin perder
nunca de vista lo que ésta tiene de don y de tarea.

Enrique Gómez
Salamanca

Cf. J. Moltmann, Teología de la esperanza, Salamanca 1969, 393-436.


110

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