El Poder de La Esperanza
El Poder de La Esperanza
El Poder de La Esperanza
EL PODER
DE LA ESPERANZA
Manos que sostienen
el alma del mundo
§
El poder de la Esperanza
© Publicaciones Claretianas, 2020
ISBN: 978-84-7966-717-7
Depósito Legal: En trámite
Bruscamente, sin avisar, nuestra vida
se ha visto arrastrada dentro de una de
esas inquietantes imágenes de Juan Bau-
tista Piranesi, cuyo tercer centenario del
nacimiento coincide que se cumple este
año 2020.
Pocas veces se han descrito la angustia,
las consecuencias del caos, las intransi-
gentes paredes de cristal del aislamiento
con la precisión con que lo hace el artista
en sus sombrías alegorías, en las que los
seres humanos, en un mundo contamina-
do y retorcido hasta el absurdo, parecen
pequeños puntos, minúsculos y tortura-
5
dos, islas aún más indefensas. La visión
fantasmagórica de un puente levadizo
que se alza en una de las incisiones más
famosas de Piranesi –y al hacerlo deter-
mina una incomunicabilidad forzada–
nos ofrece una especie de símbolo para
representar, casi físicamente, una realidad
que, de golpe, se convierte en forma dis-
tópica. Porque el sentimiento general de
desconcierto que domina hoy es éste: es-
tamos entrando, como Jonás en el vientre
de la ballena, en las vísceras imprevisibles
y confusas de una distopía.
En un mundo desconocido
6
desafío, sino también desde el punto de
vista de nuestra experiencia y de lo que
nuestra memoria puede ofrecer en nues-
tra ayuda.
Lo digo en relación a nuestra visión del
mundo y de la existencia. De lo que juz-
gamos distante y lejano, y de lo que es,
efectivamente, cercano. De lo que consi-
deramos estrictamente individual y de lo
que es colectivo. De lo que pensamos que
puede protegernos y de lo que nos pone
en peligro. De lo que damos (o dábamos)
por adquirido o bien por totalmente im-
probable. De la conciencia de nuestra
fuerza real y de nuestra precisa vulnera-
bilidad. De la dimensión del miedo que
podemos sentir y de todo el trabajo nece-
sario para dar a nuestra alma su necesaria
ración de paz.
7
No, no es fácil constatar, de repente,
que sabemos mucho menos de cuanto
creíamos de nosotros mismos y de nuestra
vida. No es fácil despertarse en un mun-
do desconocido, como el pobre viajante
de la novela de Kafka.
Hace unos días, el escritor Antonio
Scurati recordaba que, en la historia eu-
ropea, nuestra generación ha vivido una
juventud dorada. Todas las cosas malas
(que, por otra parte, nunca han dejado de
suceder) sucedían siempre en otro lugar,
lejos, y se referían a los otros, tragedias a
las que asistíamos en televisión, en dife-
rido.
Y no caíamos en la cuenta de que la
percepción que estábamos construyen-
do de nuestras sociedades –la de una
humanidad con más salud, con mayor
8
esperanza de vida, con más seguridad y
protección, mejor alimentada y mejor
vestida– se fundaba sobre un contexto
histórico que no es inmutable, o, por lo
menos, no tan inmutable como creíamos.
Necesidad de parábolas
9
Es un mal dato significativo el que,
de hoy para mañana, hayan vuelto a ser
bestsellers libros como La peste, de Albert
Camus, o Ensayo sobre la ceguera, de José
Saramago.
El texto de Saramago, una lúgubre y
potente parábola moral, fruto de una es-
critura que el autor mismo definió como
una de las más dolorosas experiencias que
él mismo había atravesado («300 pági-
nas de constante aflicción»), está lleno de
términos que se han impuesto, reciente-
mente en la jerga de nuestra cotidianidad:
epidemia, infección, cuarentena, normas
restrictivas, debate ético sobre el valor de
la vida, carencia, miedo, compasión.
Pero no son solamente las palabras las
que han sobrepasado el campo específico
de la invención narrativa para infiltrarse
10
en nuestro contexto histórico. Saramago
pone en escena, con una agudeza genial,
los fantasmas y las pesadillas que tenemos
que evitar cueste lo que cueste. Porque,
no nos engañemos, todo puede ir siem-
pre peor de lo que va. En este sentido, su
novela permite una lectura preventiva de
la realidad.
Por lo que se refiere a la novela de
Camus, publicada en 1947, constitu-
ye una incisiva reflexión sobre el mal y,
ciertamente, tiene como telón de fondo
la sombra macabra del nazismo, denun-
ciado como la «peste» que aprisionó, en
aquellos años, a nuestra humanidad. Pero
Camus escoge, como protagonista narra-
dor de su simbólica crónica de resistencia,
a un médico. Y esto, sin duda, facilita la
conexión directa con nuestro presente,
11
donde queremos saber, sobre todo, qué
piensan los virólogos, los especialistas en
infecciones, los especialistas en contagios,
y, en general, el personal clínico.
De golpe, el doctor Bernard Rieux, tras
haberse convertido, a partir de aquella
mañana de abril, al salir de su estudio, en
el protagonista narrador de lo que sucede
en la ciudad argelina de Orán, se vuelve
también interlocutor plausible y familiar
de lo que estamos experimentando aho-
ra, una situación para la que faltan toda-
vía los narradores. Y hay tres cosas que
aprendemos escuchando al doctor Rieux
contar de la «peste». La primera es que la
supervivencia, ante focos infecciosos de
esas dimensiones, pasa por la adopción
de cordones sanitarios y la observación
escrupulosa y continuada de las reglas es-
12
tablecidas. La segunda es que también la
declaración del estado de peste y la clau-
sura de la ciudad son informaciones para
el uso de las almas, porque cuestionan as-
pectos de la condición humana y de su
destino. La tercera, y no menos decisiva,
es que, en medio de tanta tribulación, se
abren espacios imprevistos a la fraterni-
dad entre los seres humanos.
13
nosotros y de nuestras decisiones: estamos
todos en manos los unos de los otros, to-
dos experimentamos hasta qué punto la
interdependencia es vital, una trama de
reconocimiento y de don, de respeto y de
solidaridad, de autonomía y de relación.
Todos esperan los unos en los otros y se
estimulan positivamente a llevar a cabo
cada uno su parte. Todos cuentan.
Las atenciones particulares que debe-
mos tener no son la expresión de una fo-
bia o del solo interés personal, como si
estuvieran destinadas a encerrarnos en la
torre de marfil de nuestro ego. Son, más
bien, la manera de colaborar en una cons-
trucción más grande, de poner a los otros
en el centro, de sacrificarse por ellos, de
privilegiar el bien común.
14
Ésta es la hora en la que realmente po-
demos volver a aprender muchas cosas.
Podemos volver a aprender a estar en casa,
y también a comprender que dependen
de nosotros todos nuestros vecinos, nues-
tra calle, nuestro barrio, nuestra ciudad,
nuestro país, dando sustancia efectiva a
algunas palabras que frecuentemente han
carecido de ella, palabras como proximi-
dad, cercanía, humanidad, pueblo, ciu-
dadanía. Podemos volver a aprender a
utilizar los medios de comunicación so-
cial no ya como forma de diversión y de
evasión, sino como canales de presencia,
de atención y de escucha.
Sin tocarnos, podemos volver a apren-
der el valor del saludo, el estímulo de una
alabanza, la increíble fuerza que recibi-
mos de una sonrisa o de una mirada. Sin
15
que nuestros brazos se extiendan hacia
los demás, podemos abrazarlos afectuosa-
mente, como ya lo hacíamos e incluso de
manera más intensa, comunicando, con
estos abrazos reinventados, los ánimos,
la hospitalidad, la certeza de que no se
va a dejar solo a nadie. Sin conocernos,
podemos finalmente volver a aprender a
no condenar a nadie a la indiferencia, a
no tratar a nuestros semejantes como a
desconocidos. Ningún ser humano nos es
desconocido, porque sabemos por expe-
riencia qué es un ser humano: este latir de
miedo y de deseo, esta mezcla de penuria
y de prodigalidad, este mapa que une el
polvo de la tierra con el polvo de las es-
trellas.
16
Cercanía y distancia
17
propio mundo interior en el equilibrio
entre dos palabras: fusión y distinción.
Y a través de ellas descubrimos, medio a
ciegas, el significado del amor, de la con-
fianza, del cuidado, de la creación, del de-
seo. Es cierto que en el ámbito personal
y social muchas distancias son solamente
formas subrepticias de alzar barreras, de
inocular en el cuerpo comunitario el vi-
rus ideológico de la desigualdad, de des-
equilibrar la existencia común con asime-
trías de todo tipo (económicas, políticas,
culturales…).
E igualmente debemos reconocer que
muchas formas de cercanía no son más
que prepotencia sobre los demás, ejerci-
cio morboso del poder, como si los otros
fuesen propiedad nuestra. Por eso, hay
que purificar la distancia y la cercanía.
18
Este tiempo en que, de repente, todos
nos encontramos más cercanos (pienso
en las familias en cuarentena en su casa,
24 horas al día) y más separados (se reco-
mienda mantener por lo menos un metro
de distancia en los contactos interperso-
nales) puede representar una oportuni-
dad para redescubrir esa cercanía y esa
distancia que cualifican éticamente nues-
tra existencia.
19
la sugestiva imagen mitológica de Cronos
(chrónos), el invencible rey de los Titanes,
que devora a sus propios hijos sin piedad.
Y nos encontramos habitando dentro de
este proceso de absorción, sin aliento en
la jadeante corriente de los días, conven-
cidos de que nadie se puede parar, con
miedo a cualquier frenada o pausa y, por
tanto, dejando nuestro corazón aplazado
a otro siglo y posponiendo nuestra vida a
otra vida.
Estamos siempre lanzándonos hacia
adelante, hacia el fin de semana, o hacia
las vacaciones o hacia una ocasión pro-
picia que no acaba de presentarse nunca.
Porque el tiempo no es elástico.
Pero los griegos, no conformistas, ade-
más de chrónos poseían otra concepción
del tiempo a la que daban el nombre de
20
kairós. En el chrónos predomina una vi-
sión del tiempo cuantitativa, una especie
de contabilización vertiginosa, una inalte-
rable línea continua que nos aprisiona en
su tela. Y, si hay algo que sabemos bien,
es que no es esta experiencia del tiempo la
que dará un alma al mundo.
En cambio, se puede experimentar el
tiempo como una realidad cualitativa, es
decir, como «tiempo de», «tiempo para».
Lo que en este caso se acentúa no es tanto
la duración como el momento propicio,
el punto de conversión, la hora de la aco-
gida de la gracia capaz de modificar los
puntos de referencia del mundo. Cuando
sucede esto, el chrónos se transforma en
kairós.
21
De la cuarentena al tiempo gratuito
En el imaginario contemporáneo, el
término «cuarentena» nos remite a mun-
dos remotos que la modernidad ha su-
perado, es aplicable a pocos casos indivi-
duales en los que la gravedad patológica
impone esta arcana práctica de seguridad.
La idea de ciudades o países enteros en
cuarentena representa una anomalía ab-
soluta. Por tanto, no es de extrañar que
la primera reacción sea el miedo y que,
después, tengan lugar las más diversas
formas de exasperada claustrofobia.
Aquellos que –movidos por razones re-
ligiosas o por opciones de vida conscien-
tes– han aprendido a hacer fecunda y so-
lidaria la propia soledad, comenzaron un
camino iniciático y educaron su propio
22
corazón en este sentido, conscientes de ir
contracorriente.
En efecto, ése es un tipo de educación
que está ausente en una sociedad donde
los estímulos dominantes van en direc-
ción opuesta: en la línea del escapismo,
del aturdimiento consumista, de una vida
masificada y dispersa. Por eso estamos lla-
mados, como sociedad, a una experiencia
pedagógica que lleve a comprender que
la cuarentena no es solamente un violen-
to remedio forzoso, del cual vemos sola-
mente los lados negativos, sino que puede
ayudarnos, aunque sea con un esfuerzo
innegable, a convertir el chrónos en kairós.
Hemos estado toda la vida diciéndo-
nos que el tiempo es oro y ni siquiera nos
hemos dado cuenta del coste existencial
de tal afirmación. Ahora puede ser el mo-
23
mento de ir en busca de todo lo que nos
hemos perdido; de aquello que hemos re-
nunciado sistemáticamente a decir; de ese
amor para el que nunca hemos encontra-
do ni la palabra ni la ocasión adecuada;
de esa gratitud sofocada que ahora pode-
mos gustar y ejercitar.
No tenemos que ver la cuarentena úni-
camente como un desgraciado estanca-
miento de la vida que nos tiene encerra-
dos, enumerando histéricamente todo lo
que nos estamos perdiendo. Saldremos de
ella más maduros si sabemos aprovecharla
como un don, como un espacio moldea-
ble y abierto, como un tiempo para ser.
24
No basta con llenar el frigorífico
25
a una superficie plana, vaciándola de su
naturaleza rugosa, polifónica y concreta;
de palabras que, más que a una auténtica
declaración de presencia, se parecen a una
estrategia que nos aparta de las demás lla-
madas que nos hace la vida.
Me viene a la mente el discurso sapien-
cial de Jesús y cómo ese discurso restable-
ce el contacto de nuestra realidad con sus
fuentes más profundas:
«Por eso os digo: No andéis preocupa-
dos por vuestra vida, qué comeréis, ni
por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis.
¿No vale más la vida que el alimento, y
el cuerpo más que el vestido? Mirad las
aves del cielo: no siembran, ni cosechan,
ni recogen en graneros; y vuestro Padre
celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros
más que ellas? Por lo demás, ¿quién de
vosotros puede, por más que se preo-
26
cupe, añadir un solo codo a la medida
de su vida? Y del vestido, ¿por qué pre-
ocuparos? Observad los lirios del cam-
po, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan.
Pero yo os digo que ni Salomón, en toda
su gloria, se vistió como uno de ellos»
(Mt 6,25-29).
En una de las horas más oscuras del si-
glo pasado, una muchacha holandesa lla-
mada Etty Hillesum escribió, en un cam-
po de concentración, este comentario a
las palabras del evangelio de Mateo:
«Una vez escribí en uno de mis diarios:
“Quisiera poder tocar con la punta de los
dedos los contornos de esta época”. Esta-
ba sentada en mi escritorio, entonces, y
no sabía bien cómo acercarme a la vida
[…]. Después, de repente, fui arrojada
a un centro de dolor humano, en uno
de tantos pequeños frentes diseminados
27
por Europa. Y allí –en los rostros de las
personas, en miles de gestos, de peque-
ñas expresiones, de vidas narradas– en
todo esto empecé a leer, de repente, este
tiempo […]. Si supiésemos comprender
el tiempo presente lo aprenderíamos de
él: a vivir como un lirio del campo».
¿Qué significa ser capaces de observar
los lirios del campo y los pájaros del cielo?
Significa asumir una actitud contempla-
tiva. Necesitamos mirar, pero no como
lo hacemos habitualmente, visto que, la
mayor parte de las veces, nuestra mirada
termina en nuestros zapatos. Se nos reta
a tener una mirada que vaya más allá de
nosotros, que salte los límites de una vida
ya definida, que trascienda el perímetro
de nuestras preocupaciones, que se pro-
yecte más allá de lo que no logramos ver
nosotros solos… porque la vida no se re-
28
duce solamente a lo que logramos hacer,
sino que consiste en el diálogo misterioso
entre nuestra dimensión y aquella esca-
la más amplia que es la vida misma; en
el diálogo entre lo que se presenta como
una conquista y lo que florece como un
don inexplicable; en la interacción entre
lo que es ahora y lo que pertenece al or-
den de lo eterno.
29
y oficinas, siguen produciendo alimentos
y otros bienes indispensables, vigilan la
seguridad y, naturalmente, combaten en
primerísima línea, por todos nosotros, en
los hospitales.
Citaré tres microhistorias tomadas de
ese universo de bien y de entrega que se
está construyendo estos días difíciles. El
sábado pasado estuve en la pequeña pa-
nadería de mi barrio. El dueño mismo es
el que despacha en el mostrador, un se-
ñor de unos setenta años o más, con una
mirada llena de cordialidad y una broma
amable en los labios. Lo vi como no lo
había visto nunca antes, desolado, pen-
sativo, exhausto. Le pregunté si el horno
iba a seguir abierto siempre. Y me con-
fesó que, si fuera por él, ya estaría cerra-
do. Pero que luego ha empezado a pensar
30
en los clientes a los que sirve desde hace
tantos años, algunos de ellos ya ancianos
como él: ¿cómo iban a hacer sin un pana-
dero en la zona?
Otra historia la he leído en el perió-
dico. Una señora llamó a la comisaría de
policía de su zona, que evidentemente
seguía abierta, solamente para preguntar:
«Y ustedes, ¿cómo están?».
La tercera la cuenta, sin palabras, una
fotografía que muestra lo que no se ve
habitualmente en un hospital: una en-
fermera dormida sobre el teclado de un
ordenador. Los brazos caídos a lo largo
del cuerpo, abandonados. Una imagen
conmovedora, en el abandono extremo
de ese cuerpo, que lo dice todo. ¿Cuán-
tas horas hacía que esa mujer no dormía?
¿Y qué dimensión tiene su cansancio, qué
31
peso para hacer que se hunda de esa ma-
nera un cuerpo humano?
Hay quien dice que la generación que
está viviendo el torbellino de esta pande-
mia mirará la vida, inevitablemente, con
ojos diferentes. Esperémoslo. Pero espere-
mos que, en la ecuación que quizás pon-
drá en marcha un cambio de mentalidad,
no entre solamente el poder desconocido
del miedo o de la emergencia, que nos
hace relativizar tantas cosas. Esperemos
que sepamos tener en su debida cuenta
también todas las historias de amor que
se están escribiendo, empezando por la
verdadera multitud de profesionales y de
voluntarios que acercan nuestra experien-
cia actual a la inolvidable parábola del
buen samaritano.
32
Las manos sostienen el alma
33
La escultura de Rodin puede ofrecer-
nos una ayuda en nuestra necesidad de
respuesta. Una catedral no es solamen-
te un territorio sacro exterior al que nos
conducen nuestros pies. No es solamente
un templo colocado en un determinado
espacio. Y ni siquiera un refugio seguro
señalado en los mapas. Una catedral la
forman también nuestras manos abiertas,
disponibles y suplicantes, en cualquier lu-
gar que nos encontremos.
Porque donde hay un ser humano, he-
rido de finitud y de infinito, allí se en-
cuentra el eje de una catedral. Donde
podamos realizar esa experiencia vital de
búsqueda y de escucha, para la cual la in-
manencia no es la respuesta. Donde nues-
tras manos puedan alzarse hacia el cielo:
34
en deseo, urgencia y sed. Éste será siem-
pre uno de los ejes de la catedral.
El otro lo dibuja el misterio de Dios,
que se acerca a nosotros y nos abraza,
aunque no nos demos cuenta de ello in-
mediatamente, aun cuando el silencio,
un silencio duro y denso, parezca la ver-
dad más tangible.
Pascal escribió que «las manos sostie-
nen el alma». Hoy necesitamos manos
–manos religiosas y laicas– que sostengan
el alma del mundo. Y que muestren que
el redescubrimiento del poder de la Es-
peranza es la primera plegaria global del
siglo XXI.
35
Índice
En un mundo desconocido........................... 6
Necesidad de parábolas................................. 9
Podemos aprender de nuevo
muchas cosas............................................ 13
Cercanía y distancia...................................... 16
Las modalidades del tiempo......................... 19
De la cuarentena al tiempo gratuito.............. 21
No basta con llenar el frigorífico................... 24
Las historias de amor
que se escriben ahora................................ 29
Las manos sostienen el alma......................... 33
Sin título-1 1 17/4/20 10:56