A Hamman - P4, C2, p215 - Las Etapas de La Vida
A Hamman - P4, C2, p215 - Las Etapas de La Vida
A Hamman - P4, C2, p215 - Las Etapas de La Vida
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La iniciación cristiana
Lo que hoy día es excepción en los países de vieja cristiandad era regla en el siglo II: «El cristiano
no nace, se ha-ce», dice Tertuliano 1. La conversión implicaba un cambio de vida y de religión,
que provocaba una ruptura con la Ciudad y aislaba al cristiano de su entorno y de la familia que
seguía siendo pagana. Cualquiera que fuesen las convicciones profundas del griego o del
romano, del egipcio o del galo, el bautismo daba un vuelco a su vida familiar, profesional y social.
Los lazos con una religión sociológica son particularmente difíciles de cortar. Para convencernos,
basta con que hoy consideremos la resistencia que ofrece un ambiente sueco, o incluso francés,
que con frecuencia son agnósticos, cuando un hijo o una hija pasan al catolicismo.
No era fácil ser recibido como catecúmeno. La comunidad tomaba todas las precauciones para
apartar a los indeseables y probar a los candidatos. Es otro cristiano quien hace el oficio de
introducir en la comunidad al candidato. El pagano que se siente atraído por el Evangelio empieza
por informarse. Acompaña a su amigo cristiano o a su evangelizador a las reuniones de la
comunidad. Se instruye en las verdades nuevas e intenta llevarlas a la práctica; es un largo
aprendizaje que la Iglesia organizará y estructurará más tarde.
En Alejandría, Panteno comienza a trabajar como catequista en la segunda mitad del siglo II2. El
tiempo de preparación se llama catecumenado, palabra griega que pasó tal cual a la lengua
latina, y que expresa el tiempo de la catequesis y de la formación. La afluencia de candidatos, el
riesgo que encierra profesar el cristianismo, la experiencia de persecuciones endémicas y de
apostasías, hacen que la Iglesia sea prudente y exigente.
En la gesta de los mártires encontramos cristianos y cristianas que todavía no han recibido el
bautismo, lo cual prueba que la comunidad no acoge definitivamente sino después de largo
tiempo de prueba. Felicidad y Revocato, Perpetua y uno de sus hermanos son todavía
catecúmenos cuando los apresan 3. Otros cuatro catecúmenos son detenidos en Thuburbo. Lo
mismo sucede en Alejandría, en tiempos de Orígenes, con los mártires Heraclides y Herais: esta
última salió de la vida con «el bautismo de fuego»4.
El tiempo de prueba para enreciar la fe se adapta con flexibilidad a la vida y a las circunstancias.
Estamos lejos de aquellos orígenes en los que Felipe, en el camino de Gaza, bautizó sobre la
marcha al eunuco de la reina de Etiopía; en los que un discurso de Pedro basta para lanzar «al
agua del bautismo multitudes entusiasmadas». La pedagogía de la fe orienta el estilo de vida.
Justino hace referencia a la instrucción preliminar, cuando habla de «quienes creen en la verdad
de nuestras enseñanzas y de nuestra doctrina»5. Esta catequesis va acompañada de oración y de
ayuno. El candidato aprende las grandes verdades de la fe yde la oración del Señor, que es como
la forja de la comunidad. Sin duda ya existe una fórmula consagrada del Credo bautismal.
Ireneo, en la Demostración apostólica, a fines del siglo II, nos proporciona el texto de «la regla de
fe transmitida por los presbíteros»:
En primer lugar la regla de fe nos obliga a recordar que hemos recibido el bautismo para la
remisión de los pecados, en el nombre del Padre, en el nombre de Jesucristo, el Hijo de
Dios encarnado, muerto y resucitado, y en el Espíritu Santo de Dios. Por ello sabemos que
ese bautismo es el sello de la vida eterna y de la regeneración en Dios, a fin de que ya no
seamos solamente los hijos de los hombres mortales, sino también los hijos de ese Dios
eterno e indefectible.
Por eso, cuando somos regenerados por el bautismo que nos es dado en el nombre de las
tres Personas, somos enriquecidos por 'este segundo nacimiento con los bienes que están
en Dios Padre, por medio de su Hijo con el Espíritu Santo. Pues los que son bautizados
reciben el Espíritu de Dios, que los da al Verbo, es decir, al Hijo, y el Hijo los toma y los
ofrece a su Padre, y el Padre les comunica la incorruptibilidad6.
La fe que hace a la Iglesia, hace al cristiano. Una misma fe es propuesta a todas las comunidades
dispersas, cuyos testimonios son concordes desde Egipto a Cartago, desde Asia Menor a Lyon,
pasando por Roma, encrucijada de todas las comunidades diseminadas. Ireneo recuerda cuáles
son las verdades fundamentales de esa fe, en su libro Contra las herejías. Después añade:
Tal es la enseñanza, tal es la fe que ha recibido la Iglesia. Y aunque esté diseminada por
todo el universo, la conserva con diligencia, como una casa en la que habita. Con la
misma fe, cree por todas partes en esas verdades. De igual manera las predica, las
enseña, las transmite, como con una sola boca. Las lenguas son varias en el mundo, pero
la fuerza de la tradición es una e idéntica. La misma fe profesan y transmiten las iglesias
fundadas en Germania, en Iberia, en tierras de celtas, en Oriente, en Egipto, en Libia y en
el centro del mundo (Palestina) 7.
Los autores cristianos tienen predilección por comparaciones deportivas y sobre todo militares,
para hacer comprender que la lucha será inexorable.
Después de sopesarlo bien todo, el catecúmeno toma su decisión y sabe que es irrevocable; se
trata de un juramento de fidelidad, igual que un soldado, para la vida y para la muerte; tanto para
un africano como para un latino eso se expresa con la palabra sacramentum, sacramento. Una
vez confesada la fe ante la Iglesia, el cristiano tendrá que confesarla ante el poder público y los
tribunales. La comunidad da su asentimiento, es la más interesada en que lleguen miembros
nuevos y es colegialmente responsable de su perseverancia. Por eso, examina la conducta del
candidato, su solicitud «en socorrer a los pobres y en visitar a los enfermos» 11. El obispo pide a
algunos catecúmenos que cambien de trabajo u oficio, cuando su antiguo género de vida le pa-
rece incompatible o difícilmente conciliable con la nueva fe y los compromisos que ha contraído
ante toda la comunidad.
El rito del bautismo cristiano no es de creación cristiana. Aparece en una época en la que se
practicaban los baños sagrados por los esenios y por diversas sectas religiosas. En tiempos de
Jesucristo, existía en Palestina un verdadero movimiento baptista. En todas las regiones orienta-
les hay ríos sagrados que devuelven la salud: el Ganges, el Jordán.
Las intuiciones de las mitologías religiosas y los temas bíblicos, que con frecuencia coinciden,
afloran en la liturgia y en las catequesis bautismales. El surgir de la vida, la purificación de las
faltas pasadas, la luz en el camino abierto por la fe, se encuentran, como un denominador común
en todos los autores de esta época, aunque a veces pongan el acento en una u otra de esas
constantes.
Hay dos escritos del siglo II que nos ofrecen precisiones acerca de la manera de bautizar;
la Didaché y la 1 "Apología de Justino, tan rica en datos sobre la vida litúrgica de esa época.
La Didaché nos enseña el ritual más antiguo:
Las dos formas del bautismo, en agua corriente o en una piscina, por inmersión o por efusión,
tienen en cuenta las celebraciones que primitivamente se hacían al aire libre, en un río o en el
mar y que más tarde se trasladaron al interior de las casas. Los batisterios de Lalibela, en Etiopía,
del siglo XI, son todavía al aire libre. La fórmula bautismal es claramente trinitaria, como en el
Evangelio de Mateo. La triple inmersión es una alusión evidente a la triple invocación que
precede.
Hacia el año 150, Justino describe en la Apología el bautismo tal y como se practica en las
diversas comunidades del mundo greco-romano. Ayuno y oración preparan al candidato. La
comunidad participa, pues se trata de nuevos miembros a los que ha de acoger con solicitud.
A continuación, los conducimos a un lugar donde hay agua. Y allí, de la misma manera
que nosotros fuimos re-generados, son regenerados ellos. En el nombre de Dios, Padre y
Señor de todas las cosas, y de Jesucristo, nuestro Salvador, y del Espíritu Santo, son
entonces lavados en el agua. Esta ablución se llama iluminación, porque quienes reciben
esta doctrina tienen el espíritu lleno de luz.
Justino tiene una particular afición al tema de la luz, porque ésta expresa la fe en Jesucristo y
señala el itinerario espiritual. Pero hay que preguntar: ¿Cuándo y dónde se bautizaba? Muy
verosímilmente, la Iglesia primitiva acoge al candidato, una vez preparado, en domingo. El
bautismo durante la vigilia pascual va unido a la organización del catecumenado y de la
cuaresma, que se remonta sólo al siglo III14. Antes de esta fecha todo ello es mucho más flexible.
Perpetua y sus compañeros son bautizados en la cárcel, sin hacer mención del domingo. Por el
contrario, la descripción de Justino parece situarse en el seno de una reunión dominical.
¿Dónde se bautizaba? Si el lugar de la reunión estaba cerca de un río o a orillas del mar, como
fue el caso de las sinagogas establecidas en Filipos o en Delos, es probable que el bautismo
fuese administrado en «agua corriente»; en Roma, quizás en el Tíber15. Las casas privadas que
podían servir para el culto debían de disponer de una o varias salas de baño con piscina,
llamadas batisterios16, nombre que se conservará como propio de las fuentes bautismales.
El ritual rudimentario pone de relieve el simbolismo del agua. Los catecúmenos, totalmente
desnudos, entran en el agua hasta la cintura. Las mujeres dejan flotar sus largos cabellos, si no
son esclavas. Se han despojado de las joyas 17. ¿Eran bautizados los niños? Justino lo insinúa
18. Ante el prefecto Rústico, habla de quienes se han hecho cristianos «ya desde su infancia», y
su compañero también dice: «Poseemos de nuestros padres esta triple doctrina» 19.
Al hacer la triple inmersión, de la que ya habla la Didaché, el obispo pronuncia la fórmula: «Es
bautizado... en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».
Se emplean diversos términos para expresar el rito y las partes de que se compone: Baño, nuevo
nacimiento, iluminación, son términos utilizados por Justino, a los que hay que añadir: el sello del
Espíritu, término preferido por san Pablo y por la primera comunidad cristiana22. Con la imagen de
la luz, un cántico bautismal primitivo desarrolla la catequesis del nuevo nacimiento:
Justino añade simplemente que el nuevo bautizado es conducido a sus hermanos, que lo acogen
en la comunidad. El beso de la paz sella la fraternidad. La iniciación concluye, como en Emaús,
con la fracción del pan: encuentro, ca-mino y comunión. «De ahora en adelante ha de dar
testimonio de la verdad, caminar en las obras buenas, y observar los mandamientos, a fin de
conseguir la salvación eterna»25.
Los mártires se refieren continuamente a su confesión bautismal. Ante los procuradores romanos
repiten las fórmulas consagradas. Hayan recibido el bautismo de agua o solamente estén
preparándose para recibirlo, el bautismo de sangre se considera incomparablemente superior. En
Cartago, al acabar los juegos del anfiteatro en los que los cristianos han sido actores y víctimas,
se soltó contra Saturio un leopardo que, «de una dentellada lo bañó en su propia sangre»26. La
multitud, que estaba enterada, le gritó como dando testimonio de un segundo bautismo: «¡Ahí
está,bien lavado! ¡Ya está salvado! Desde luego que estaba bien lavado —añaden las Actas—
quien estaba lavado en su propia sangre» 27.
Una carta de una comunidad concreta nos sirve para hacer el inventario de su composición.
Aparte de los ministros del culto, encontramos en ella a los que y a las que vi-ven la virginidad y la
ascesis, a los padres y madres de familias cristianas, que son la mayor parte.
Nada más bautizado, el nuevo cristiano reanuda su vida de cada día. Los pastores temen este
enfrentamiento. Esta joven, ese hombre influyente, aquella mujer casada con un pagano, aquel
otro esclavo, ¿van a perserverar? La espera de la parusía del Señor y la amenaza de las
persecuciones mantienen el fervor, pero al mismo tiempo alimentan una exaltación mística
explotada por los montanistas y similares en propio provecho.
También, para algunos candidatos, el bautismo es una entrada en religión, en el sentido que el
Gran Siglo daba a esta expresión, el de una vida consagrada a Dios en la pobreza y en la
castidad. En particular, para la iglesia siria bautismo y virginidad iban a la par; quienes se
entregaban a la continencia eran los primeros en ser bautizados, como cristianos probados. Esta
espiritualidad, quizá ligada a la concepción del bautismo como retorno al estado paradisíaco
anterior a la sexualidad", marcó profundamente la literatura apócrifa y el monaquismo primitivo,
que de ella se alimentaba. Ireneo y la teología de Antioquía se negaban a dar una interpretación
«sexual» al relato y a la falta de los primeros hombres. Hay convertidos que, como Cipriano de
Cartago, viven desde su bautismo en continencia completa, sin por eso hacer de menos al
matrimonio.
Numerosas son las comunidades que incluyen a personas casadas, vírgenes, continentes,
ascetas, y esta relación era estimulante para todos. Algunos de entre los hombres consagraban
su vida de continencia a la evangelización, como hemos visto que hacían los apóstoles29. Sólo
ante Diostenían que rendir cuentas. Podían renunciar y casarse sin por ello ser mal vistos y
menos todavía incurrir en una pena.
Situación nueva, en violento contraste con el judaísmo oficial y el mundo greco-romano. Entre los
judíos, «quien no engendra peca contra el mandato de Dios». El matrimonio es, pues, un deber
estricto. El judaísmo como tal ofrece una concepción equilibrada y ordenada de la vida sexual,
pero está ya resquebrajada por las comunidades esenias y por los terapeutas 30.
La moral pagana no imponía más la fidelidad a los maridos que la continencia a los solteros.
Fornicar con una prostituta ligada a un templo, una hieródula, era incluso considerado como un
acto de religión. «Tomamos a una prostituta por placer; una concubina para recibir los cuida-dos
diarios que requiere nuestra salud; tomamos una esposa para tener hijos legítimos y una fiel
custodia de todo lo que contiene nuestra casa»33. Realismo «burgués» al que el cristianismo hace
frente en todas las épocas de su historia.
Ante esta licencia confortable, el Evangelio proscribe enérgicamente la fornicación e introduce las
exigencias de la moral nueva. Las hijas del diácono Felipe34 entregadas a la virginidad se hacen
célebres en Cesarea, con el nimbo complementario del profetismo. Lo mismo sucede en la
turbulenta comunidad de Corinto, sacudida por tendencias contrarias: libertinaje y ascesis, rigidez
y licencia, ansiedad y fantasía. Corintios y corintias no han cambiado, cuando Clemente de Roma
reprende la jactancia de las vírgenes, que oscurece la calidad de su testimonio35.
Los ascetas son casos excepcionales en las comunidades, cuando los hay. Las vírgenes viven
habitualmene con sus familias, conservan sus bienes, bajo la protección de su padre o de su
tutor. Su decisión es enteramente libre y motivada por la espera del reino36. Exponen su elección
al obispo 37. Algunas comienzan a vivir la vida «beguina» en grupos o se asocian a comunidades
ya organizadas de viudas38. Parece que surgen algunos grupos mixtos de ascetas39 en los siglos
II y IV, que serán una preocupación permanente para la autoridad, que acaba por prohibirlos
formalmente, a causa de las desviaciones y los desórdenes.
Ascetas y vírgenes son como una aristocracia en la Iglesia, lo cual es un obstáculo para la
humildad. La comunidad los considera como «los elegidos de los elegidos»40. Unos y otras corren
el peligro de quedar atrapados en este juego. En Corinto, la tentación de orgullo es más capciosa
que la borrachera de los sentidos. Las llamadas de atención se suceden, desde Policarpo a
Tertuliano y tanto en Filipos como en Cartago. No hay nada más universal que las tendencias de
la naturaleza humana, ni más sutil que el orgullo de la virtud. Pero más grave es la disposición a
imponer a todos un determinado género de vida y a condenar el uso del matrimonio. Los
cristianos de Lyon consiguen que un tal Alcibíades, el cual practicaba una ascética excesiva sea
más razonable en el uso de los bienes de la Creación 41 y en una alimentación normal.
Todas estas sombras ponen de mayor relieve el brillante testimonio que vírgenes y ascetas
ofrecen del Evangelio. Los apologistas blanden estos ejemplos frente a las costumbres
paganas42. El propio arquiatra Galiano señala admira-do el ejemplo de estos hombres y de estas
mujeres que se abstienen de toda relación sexual durante toda su vida43.
La Iglesia, con muy raras excepciones, reconoce la legitimidad del matrimonio y de la vida sexual,
que practica la mayor parte de los fieles. Es una mayoría silenciosa, frente a una minoría
chismosa, que querría transformar a la Iglesia en monasterio de vírgenes o de eunucos. Es ya la
inclinación por el sensacionalismo, antes de que aparecieran la prensa y la televisión.
Un gran número de cristianos —obispos y diáconos también— están casados. Hay escritos de
esa época que destacan que un obispo es «continente», porque el hecho es excepcional. No
obstante, tanto el cristiano como el estoico de aquella época se plantean la cuestión: «¿Es
obligatorio casarse?»44.
Ignacio está fuertemente influido por san Pablo48. Igual que él, reivindica un derecho de
inspección. El consejo —y eventualmente la autorización— del obispo se solicitaba sobre todo
cuando el matrimonio no estaba ratificado por la ley, por ejemplo, entre dos esclavos o entre una
patricia y un liberto49. Con mayor motivo tenía que intervenir en el matrimonio de los huérfanos
que estaban a su cargo. La dimensión de las comunidades permitía que el obispo conociera las
situaciones individuales de las personas y que so-pesara los pro y los contra.
Según dicen Arístides y Arnobio, los cristianos se adaptan a la legislación, que cambiaba de una
ciudad a otra. Salvo la intervención del hauríspice y los sacrificios «todo el ritual romano se
conservó en los usos cristianos», escribe Mons. Duchesne52. El mundo griego y oriental concluye
el matrimonio en dos etapas sucesivas, que son sus partes integrantes: la promesa de
matrimonio, que es un primer pa-so, y su celebración, que es su acabamiento. En la iglesia de
Caldea, hasta sus últimos años, el futuro esposo pagaba un rescate a la familia de la prometida.
Se armó un gran revuelo cuando el patriarca lo suprimió.
Tanto en Roma como en Cartago, en el momento de intercambiar las promesas, el novio ponía a
la novia un anillo que primitivamente era de hierro y ella lo llevaba en el cuarto dedo de la mano
izquierda —que desde entonces se llama anular— porque, según dice Aulu-Gelo (+ 180), este
dedo arranca del nervio que viene del corazón. El intercambio de regalos es una costumbre que
viene de Oriene. En Egipto, la manera elegante de las uniones es el matrimonio concertado por
cartas intercambiadas, las cuales ratificaban el convenio ya concluido entre dos esposos. Hay
veces en las que es la mujer misma la que se da en matrimonio, lo cual prueba que estaba
emancipada.
En las regiones griegas, la ceremonia se introduce con el baño de la desposada, la víspera del
matrimonio; esto debía practicarse en Efeso, pues el apóstol Pablo alude a ello54. Todavía hoy, en
Egipto, la madre desciende con su hija el Nilo para el baño nupcial. La desposada pagana
enterraba su vida de soltera ofreciendo sus juguetes y sus vestidos a Artemisa.
En la celebración del matrimonio, los cristianos, aun conformándose a los ritos habituales de su
ciudad, evitaban cuidadosamente todo lo que tuviera sabor de idolatría, así como las canciones
licenciosas del cortejo nupcial. En ningún otro terreno la fe revolucionaba tanto las cosas con tan
poco cambio externo. Pero no hay que pensar que las di-versiones estaban excluidas. Un
campesino egipcio, segura-mente cristiano, reconoce a mitad del siglo III que es costumbre pasar
la noche entera en festejos55
Por la mañana del día de la boda, la desposada ponía sobre sus cabellos peinados en seis
trenzas una corona de flores, mirto o azahar, que ella misma había cogido. Llevaba
el flammeum, velo color de fuego con el que se la veía venir de lejos. Esta era la señal para
comenzar los cánticos. Cátulo canta a la novia:
La ceremonia comienza en casa de la joven: Lectura del contrato, cuando es por escrito,
rubricado, en Roma, por diez testigos57, intercambio de los consentimientos con la fórmula
consagrada: Ubi Caius, ibi Caía58, entrega de la nueva esposa a su esposo. Juntan sus manos,
tanto en Roma como en Atenas. En Grecia, juntar las manos es todavía en el siglo IV el rito
esencial. Los paganos ofrecen un sacrificio, que los cristianos sustituyeron muy pronto por un rito
litúrgico, posiblemente la eucaristía.
Tertuliano59 se refiere sin duda a la unión de manos ante una mujer casada, cuando escribe:
«Maravillado por un es-pectáculo como ese, Cristo envía su paz a los esposos cristianos. Donde
ellos están, también está Cristo».
La noche ha caído. El cortejo simula un rapto: se finge que se arranca a la joven desposada de
junto a su madre, para conducirla a la nueva morada. Los que llevan antorchas abren la marcha,
tañedores y tañedoras de flautas acompañan a los novios. Los cánticos fescenianos —originarios
de Fescenia, en Etruria— derrochan chanzas y obscenidad. La desposada griega abandona la
casa en un carro, escena que el arte ha inmortalizado60: el marido levanta suavemente del velo a
su mujer, que ocupa el carro nupcial emocionada. La acompañan tres niños, uno lleva una
antorcha hecha con una rama de majuelo. Detras de la esposa se lleva la rueca y el huso.
El derroche es obligado. Apuleyo61 ironiza sobre los gas-tos de una gran boda celebrada en
Roma, que se elevaban a 50.000 sextercios, aproximadamente 2.000 dólares. Los cristianos
ponían cuidado en que los gastos fueran más discretos.
No conocemos ningún rito litúrgico, pero es muy probable que el obispo —o su delegado— fuera
invitado al banquete de bodas; incluso es posible que la comunidad participase, al menos
miembros de ella son los testigos, en una época en la que los hermanos no son muy numerosos y
los lazos religiosos y sociales son estrechos. Los Hechos de Tomás nos muestran al apóstol
orando con los esposos en la casa nupcial62. Clemente precisa que un presbítero impone las
manos a los esposos en Alejandría63
Quienes tienen permiso para casarse necesitan un pedagogo: los enseña a no llevar a
cabo los ritos misteriosos de la naturaleza durante el día, a no unirse, por ejemplo, al salir
de la iglesia o del ágora; en la aurora como los gallos, a la hora de la oración, de la lectura
o de los trabajos útiles de la jornada; por la noche, después de la comida o de dar gracias
por los bienes recibidos, conviene descansar72.
Las relaciones con la mujer encinta están expresamente prohibidas con este pintoresco
argumento: «No se siembra en un campo que ya está sembrado»73. El placer sexual, fuera de la
voluntad de engendrar, es contrario «a la ley, a la justicia y a la razón»74. Los escritores cristianos
repiten las prescripciones bíblicas, pero endurecen su rigor. Están fuertemente influenciados por
la filosofía popular de tendencia estoica75. Musonio rechaza como ilícito el solo placer en el uso
del matrimonio76. Por instinto, la vida sexual les evocaba el arte de la cortesana que prosperaba
en Corinto y en Alejandría. Las exposiciones fastidiosas de Clemente sobre las costumbres de la
liebre y de la hiena preanuncian la peor de las literaturas de los predicantes populares77.
«Casuística de lo cotidiano»78 y de lo nocturno, sinónimo de torpeza, que acaba por hastiar al
lector delPedagogo, que se siente aliviado cuando por fin ve surgir el Logos liberador, deus ex
machina, como última referencia79. Más moderados, los legisladores se conforman con afirmarla
legitimidad de la vida conyugal y la inutilidad de las lustraciones rituales heredadas del
judaísmo80.
Pero la Iglesia antigua condena con extremado rigor las costumbres de la Antigüedad, aunque la
situación económica las explique en parte: la contracepción, el aborto, la exposición de niños81.
Una cierta limitación de los nacimientos, a base de continencia, es prueba de moderación, dice
Clemente82.
La familia es presentada como una célula de la Iglesia. Pedro y Pablo, y todos los pastores tras
ellos, dibujan el cuadro de un hogar cristiano, frente a las costumbres paganas. Tertuliano canta
la armonía de los esposos, que juntos ahondan su amor recibiendo la eucaristía83. El Evangelio
preconiza la igualdad del hombre y de la mujer, pero la conducta en el hogar exige una autoridad
que la Antigüedad siempre ha confiado al padre de familia. Reina en la casa, que abarca a la
mujer, los hijos, los domésticos y los esclavos. Es el jefe temporal y religioso, en Roma, hasta su
muerte. Castiga, casa a sus hijos y a sus hijas. La legislación romana del pater-familias acabó por
influir en el mundo helénico. Entre los judíos, se pone el acento en la misión espiritual del padre:
él es quien debe enseñar la Thora a su hijo.
La Iglesia reconoce la autoridad paterna sobre la casa, con los matices particulares de regiones y
civilizaciones di-versas. El largo desarrollo de laDidascalia86 sobre los debe-res y las
responsabilidades del padre es una muestra manifiesta de su importancia en la comunidad. En
esta descripción, la acción educadora, en la cual padre y madre obran conjuntamente, está
claramente puesta de relieve.
La autoridad sólo es eficaz en la medida en que está templada por el afecto, como nos enseña la
pedagogía de Dios: «Ni tiranía ni abandono, sino una mezcla de firmeza y dulzura, de autoridad y
bondad»87, de mesura y estímulo.
Los niños confiados a su madre o a la sirvienta, sobre todo en el mundo oriental, eran
fuertemente influidos por el ascendiente de mujeres con categoría. En el medio alejandrino, en
donde la mujer corría el riesgo de dejarse absorber por el lujo y los adornos, Clemente insiste en
que ella «se meta en harina», asuma responsabilidades en el hogar y sea una ayuda eficaz para
su marido 93.
Los epitafios de la época94, en la medida en que no son convencionales y falsos como los
«sentimientos eternos» del viudo vuelto a casar; son emocionantes y significativos; unen en la
muerte a quienes han estado unidos en vida. «A Caya Febe, esposa fiel y a sí mismo, Capitón su
marido»; Sucesus, a su esposa Eusebia «muy excepcional, muy casta, verdaderamente
irreprochable, por la que invita a los visitantes que rueguen»95. Con frecuencia es grande la
dificultad para fechar una inscripción, pues los cristianos de la primera generación son discretos
sobre sus convicciones religiosas: utilizaban habitualmente fórmulas paganas, que encontramos
en diversas épocas de la epigrafía.
El Evangelio había dado mucho valor al niño, lo cual era una revolución en las costumbres
recibidas, puesto que el derecho romano permitía al padre que expusiera a su hijo. La Iglesia
primitiva también subraya el lugar que el niño tiene en el hogar. Los niños son siempre
explícitamente mencionados cuando se trata de «casas cristianas»96. Arístides97 alaba su
inocencia, Minucio Félix98 se emociona antesus primeros balbuceos, y Clemente99 desarrolla
amplia-mente el evangelio de la infancia espiritual en el Pedagogo.
En la educación y en los deberes de los padres no se ha-ce distinción entre niños y niñas, lo cual
rompe con el mundo judío y con el greco-romano, que favorecía ultrajante-mente al sexo
masculino. Incluso hoy día, en Israel, se felicita al padre sólo por un hijo; si dice que ha tenido una
hija, se le desea delicadamente que la próxima vez sea un hijo.
Un epitafio, aunque de una época posterior, nos dice mucho más que todo un discurso sobre el
afecto de una madre:
En medios más modestos que los de Alejandría, se insiste sobre la necesidad de instruir a los
niños, de castigarlos, de enseñarles a huir de la ociosidad, de darles una profesión y
herramientas, de vigilar qué amistades frecuentan101 y de casarlos jóvenes «para protegerlos de
los desafueros de la juventud»102
La Iglesia no sustituye a la escuela, pero se esfuerza en neutralizar la influencia nefasta que los
escritos y de las
instituciones paganas pueden ejercer sobre el joven escolar. Lo que llama la atención es la actitud
claramente positiva, con muy pocas excepciones, de los cristianos del siglo II con respecto a la
instrucción y a la cultura.
Si hay padres como Atenágoras y Teófilo —entre los orientales— que se muestran reservados
con respecto a la enseñanza, Ireneo afirma su necesidad, para hacer frente a los gnósticos, que
pretenden saberlo todo106. Tertuliano, que es exigente con los maestros, juzga indispensable
la.enseñanza del gramático para formar cristianos capaces de enfrentarse con el paganismo107.
Un siglo más tarde, en el año 202-203, Orígenes abre una escuela de gramática, cuan-do él tenía
diecisiete años, en Alejandría, para subvenir a la necesidades de su familia después de la muerte
de su padre Leónidas, que murió mártir y por eso le confiscaron todos los bienes108. Los Padres
del siglo IV, formados casi todos por la universidad, son favorables a la cultura clásica. El juicio de
Basilio, en una «carta a los jóvenes» es célebre: hay que seguir el ejemplo de las abejas que
liban la miel y dejan el veneno109.
Las epístolas pastorales levantaron la voz contra las viudas jóvenes ociosas, que calcorreaban de
casa en casa; les aconsejaban que se volviesen a casar. « ¡Y si solamente fueran ociosas! Pero
además son charlatanas, indiscretas y hablan sin ton ni son»110. En ningún lugar se habla de las
viudas que sin duda se volvían a casar. La Iglesia-del siglo II, que es menos liberal, muestra
reservas acerca de las segun-das nupcias 111, quizá por influencia del montanismo y de las
corrientes ascéticas. Atenágoras las condena112. Ireneo ironiza sobre «los matrimonios
acumulados»113. Minucio Félix permite sólo un segundo matrimonio114. Tanto Hermas115 como
Clemente de Alejandría116 repiten el consejo paulino a las corintias: «la viuda será más feliz, en mi
en-tender, si se queda así». La Iglesia anima a los solteros empedernidos a que se casen, porque
la edad no apaga el fuego, que sigue encendido bajo la ceniza117.
El ideal cristiano de la vida conyugal y familiar se encuentra de frente con las debilidades
humanas, que inmediatamente plantean el problema de la penitencia y de la autoridad disciplinar
de la Iglesia. Hermas, que nos cuentasus tribulaciones conyugales, verdaderas o ficticias, es en
esto un testigo notable.
Santidad y misericordia
La comunidad de Corinto, desde Pablo a Clemente de Roma, con sus tiranteces, ofrece el
espectáculo de fieles que llevan una vida disoluta. Clemente pide a los responsables de
desórdenes «que se sometan filialmente a la penitencia, que doblen las rodillas del corazón.
Aprended a obedecer y a rechazar vuestra soberbia y la arrogancia de vuestra postura»118.
La comunidad de Filipos conoce iguales vicisitudes. Policarpo encarece a los presbíteros su tarea
a la vez pastoral y judicial, que consiste en «ser compasivos, misericordiosos con todos. Que
atraigan a los desorientados. Que no sean rígidos en sus juicios, sabiendo que todos estamos
abocados al pecado»119.
El remedio que el cristiano tiene contra su debilidad habitual es la oración, el ayuno, la limosna,
tres cosas que la Iglesia siempre cita juntas, como lo hace el Evangelio. Además de ejercitarse,
en horas y días fijos, en la oración y el ayuno, Hermas practica por su cuenta «ayunos
extraordinarios», que son una preparación para las revelaciones divinas y le dan la seguridad de
que su oración será escuchada120. A este ayuno él lo llama «estar de guardia», expresión que
pasará a la literatura cristiana.
El ayuno en beneficio de los pobres pone el ejercicio de la caridad al alcance de todas las
fortunas y al mismo tiempo es un remedio de los pecados cotidianos. Desde después de
la Didaché, la confesión de las faltas es parte de la reunión litúrgica, y la oración de Clemente le
dedica un largo desarrollo.
¿Qué ocurre con los pecados mayores, de notoriedad pública: el adulterio, el asesinato, la
apostasía? Los rigoristas, una especie de jansenistas de la Antigüedad —los hubo incluso entre
los obispos— no admiten la penitencia de esos pecadores y esas pecadoras ni les conceden el
perdón, sin preocuparse de que esto los lleve a la desesperación. Ireneo describe el drama de
mujeres caídas, «a las que la con-ciencia les quemaba como un cauterio, y que en silencio
desesperaban de la vida de Dios» 123.
Ante esta experiencia, la Iglesia reconocía la fragilidad de los bautizados y, cuando naufragaban,
les tendía una tabla de salvación. El ambiente concreto que describe Hermas, sea verdadero o
sea ficticio, reúne a ricos que desprecian a los pequeños, gentes de negocios que codician las
ganancias, diáconos que dilapidan el dinero de las viudas e incluso apóstatas que han renegado
del sello de su bautismo.
El Pastor dibuja a la Iglesia con los rasgos de una mujer que está construyendo una torre. Se
acerca a ella, intrigado por las piedras que elige y por las que rechaza y le pregunta. La mujer
responde:
—Las piedras cuadradas y blancas, que se ajustan exactamente son los apóstoles, los
obispos, los doctores, los diáconos.
—¿Y esas piedras que se sacan del fondo del agua, que se ponen sobre la
construcción y que se acoplan perfecta-mente en sus junturas con las que ya están
puestas, quiénes son?
—Son los que han pecado y quieren hacer penitencia; por eso no se las ha tirado muy
lejos, porque se arrepienten y podrán servir para edificar la torre124.
El Pastor advierte con apremio que es urgente convertirse, pero también afirma que hay remisión
para todos los pecados cometidos después del bautismo. Una anécdota que nos cuenta
Clemente125 ilustra esta misma verdad. En una comunidad cerca de Efeso, el apóstol Juan había
observado entre los catecúmenos a un joven de muy buen aspecto. Se lo recomienda al obispo y
se olvida de él. El protegido se descarría y se hace jefe de bandidos. Cuando Juan vuelve a pasar
por allí, se entera. Sale en su busca, lo encuentra y le habla: «Soy tu padre, estoy desarmado y
viejo. Ten pie-dad, hijo mío, no tengas miedo de nada, todavía hay esperanza para tu vida».
El bandido, en un principio receloso, se deja convencer y acaba por llorar amargamente, Juan lo
vuelve a llevar a la iglesia y allí, «por medio de sus oraciones, pidió a Dios su gracia, compartió su
continuo ayuno y conquistó su espíritu con asidua conversación». Purificación laboriosa que
acaba en conversión y en curación. El prestigio del gran Apóstol, «Hijo del Trueno», que había
asimilado la misericordia, pesaba mucho en las comunidades de Oriente, a las que les enseña a
perdonar.
A mediados del siglo II, las persecuciones dan lugar a deserciones. La vuelta de los apóstatas
plantea una cuestioñ espinosa de conciencia, que siglos más tarde se volverá a presentar más
agudamente, cuando la persecución de Decio provocará un verdadero desastre. En Asia
prevalece la postura rígida. Es producto de los ascetas, apóstoles de la continencia absoluta,
cuyo rigorismo es la cizaña de la virtud de fortaleza 126.
Dionisio de Corinto les escribe para recordarles la libertad que todos los cristianos tienen para
elegir el matrimonio o la continencia. Les «ordena que reciban a los que se convierten de
cualquier falta que sea»127.
No mostraron arrogancia hacia los débiles; por el contrario, ayudaron con sus bienes
espirituales, que eran abundantes, a quienes los necesitaban grandemente; tenían con
ellos entrañas de madre; por ellos derramaban lágrimas abundantes ante el Padre. Le
pidieron la vida y El se la concedió, y ellos la comunicaban a quienes tenían a su lado, y
se fueron hacia Dios habiendo vencido en todos los combates. Siempre habían amado la
paz; nos la comunicaban y partían con ella hacia Dios: No dejaban ningún dolor a su
madre ni a sus hermanos, ninguna inquietud, ninguna tirantez, sino alegría, paz,
concordia, caridad128.
Día a día, las primeras generaciones se han ido familia-rizando con la muerte; la tensión de su fe,
la incomodidad de su existencia, la amenaza de la persecución, les obligaban de grado o de
fuerza a escrutar continuamente el horizonte. La actitud de los creyentes ante el más allá, la
afirmación tranquila de la resurrección de la carne, han producido un profundo choque en el
entorno pagano.
La espera de la parusía no desapareció con la época apostólica, sino que con el montanismo
pasa por sucesivosmomentos de rebrote. Es desde luego históricamente inexacto figurarse a los
cristianos soterrados en las catacumbas, no obstante, esta imagen ilustra hasta qué punto el trato
con la muerte despierta en ellos la esperanza más que el temor.
Bautismo y eucaristía, martirio y confesión de la fe tienen su centro en Cristo glorioso y son como
las luces de un camino en la noche. Profecías y acontecimientos históricos, dice Justino,
encaminan a los fieles hacia la resurrección130. Los paganos no se equivocaron en esto; los
filósofos que reconocían la vacuidad de su filosofía ante la muerte, rinden homenaje a esta actitud
valiente. Justino confiesa que esta confianza de los cristianos ante la muerte es lo que le decidió
a formar parte de la comunidad131.
Para las primeras generaciones cristianas, dar la vida imitando a Cristo es la condición normal del
cristiano; el mártir es el cristiano ejemplar, que agota la esencia del mensaje evangélico. Un
procónsul romano no comprende nada ante la obstinación de Pionios y se esfuerza en apartarlo
del suplicio.
Pionios le replica:
Los paganos tratan de restar importancia a la grandeza de esta valentía, quieren hacer ver que no
es más que un «fasto trágico» o un rechazo de la alegría de vivir, como se lee en el poeta:
¡Oh! muerte, viejo capitán, ya es la hora. Levemos anclas. Esta tierra nos hastía, ¡oh
muerte! ¡Zarpemos!
—Con esas ideas que tienes, Apolonio, ¿es que amas la muerte?
—Amo la vida, Perennis, pero el amor a la vida no me ha-ce temer a la muerte. Nada hay mejor
que la vida, pero la vi-da eterna133.
Para los cristianos, la muerte es la puerta que se abre sobre la vida y sobre el encuentro que se
vislumbra.
Dejadme ser pasto de las fieras; gracias a ellas me será dado llegar a Dios. Soy el trigo de
Dios, soy molido por los dientes de las fieras, para convertirme en el pan inmaculado de
Cristo... Soy esclavo pero la muerte hará de mí el liberto de Jesucristo, en quien
resucitaré134.
Los cristianos no siempre tenían ocasión de derramar su sangre, ni siquiera los que más
deseaban el martirio. La Iglesia prohibía toda provocación, condenaba toda temeridad. La mayor
parte de los fieles morían sencillamente en sus lechos, desgastados por la espera, por los años o
por la enfermedad.
La Iglesia cuida de los enfermos y los inválidos. Confía este cuidado a los diáconos; las mujeres a
las diaconisas. Las viudas los visitan135 La unción de la que habla Santiago136 ha dejado pocas
huellas en los dos primeros siglos. Ireneo137 hace alusión a una especie de exorcismo que
practicaban los Marcosianos. Es posible que se trate de un rito que haga referencia a la Carta de
Santiago:
¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, y oren por él,
ungiéndole con óleo en el nombre del Señor; y la oración de la fe salvará al enfermo, y el
Señor le aliviará, y si se halla con peca-dos se le perdonarán.
Este texto ofrece más oscuridades que información. Se refiere al uso del aceite que judíos y
griegos empleaban para curar y para fortalecer, para las enfermedades del cuerpo y para las
luchas en el estadio y en la palestra138. Encontramos unciones en los exorcismos y en la magia,
como se pueden ver en los gnósticos de Lyon, y no es fácil señalar una línea divisoria. ¿Es
escogido el aceite por razones terapéuticas o por su simbolismo sacramental? Es muy difícil
decirlo.
Los presbíteros administran la unción colegialmente, igual que todavía hoy la practican las
iglesias orientales. Los efectos que produce son la salud y la remisión de los peca-dos cometidos
a lo largo de la vida. Es éste el primer rito de perdón de la Iglesia, antes de la penitencia pública.
Evidentemente, la curación no estaba garantizada, pues entonces los cristianos habrían tenido el
don de la longevidad, por no decir de la inmortalidad. La familia suele recoger el último suspiro
besando la boca del moribundo en el momento de expirar. Los romanos creen que el alma se
escapa por la boca.
Las comunidades rodean de respeto el cuerpo de sus difuntos, y cuidan de su sepultura. Toman a
su cargo la inhumación de los pobres y de los que no tienen familia. El mayor ultraje de los
paganos consiste en negar la inhumación a los cristianos, en sustraerles los restos de los
mártires. Cuando pueden, los fieles recogen piadosamente los restos venerables de los mártires.
Así, en Esmirna, no pudiendo recibir el cuerpo de Policarpo, toman al menos «los huesos, más
preciosos que gemas, más acrisolados que el oro más puro»139, para depositarlos en un lugar
conveniente. Los milagros, que tanto abundan en la gesta de la sangre, son con frecuencia de
redacción posterior. Los cristianos siguen las costumbres funerarias de su país, pero evitan los
ritos paganos, como el óbolo colocado en la boca del muerto, que sirve para pagar el paso en la
barca de Caronte, que es el barquero de los Infiernos: su visión del más allá era total-mente
distinta de la mitología. Ni en sus epitafios140 se distinguen casi de los paganos, suelen emplear
fórmulas estereotipadas a las que dan una interpretación nueva: ¡En paz! ¡En Dios! Más tarde los
símbolos se multiplican: el pez, la paloma, el ancla, un orante, una orante, una escena pastoril,
que evoca la felicidad paradisíaca. En las catacumbas de Hadrumeto (Susa), las primeras
inscripciones cristianas están grabadas con un punzón, a veces con el mismo dedo, en el yeso
fresco.
Los judíos, griegos y romanos lavaban el cuerpo del muerto, lo ungían, lo perfumaban antes de
embalsamarlo 141. Los romanos colocaban el cadáver en un lecho mortuorio, envuelto en su
toga, con las insignias de su cargo. En señal de duelo, se apagaba el fuego del atrio de la casa.
La Iglesia reprueba como idolatría la costumbre de coronar al muerto142.
En Grecia, los funerales se celebraban por la noche a la luz de las antorchas, para sustraer el
cadáver a la luz del sol. En Roma los entierros eran de día, por la noche sólo se enterraba a los
esclavos y a los niños. Y para éstos no se utilizaba sarcófago, sino una miserable caja; y eso
cuando no se deshacían de ellos arrojándolos a un pozo del Esquilino. Los griegos inhumaban en
féretros de madera, de ciprés entre otras. Junto con la inhumación, Roma practicaba la
incineración, que la Iglesia de entonces no adopta por respeto a la resurrección de los cuerpos143.
Al igual que sus compatriotas, los fieles de Grecia celebran las comidas fúnebres los días 3º, 9º y
40º144. En Roma los funerales acaban el día noveno con una comida que reúne a parientes y
amigos. Lo mismo hacen en el aniversario, no de la muerte, sino del nacimiento del difunto145.
Esta comida se celebra ante la tumba, bien al aire libre bien en una sala vecina. En Africa y en
Roma, las excavaciones han des-cubierto junto a las tumbas un mobiliario que todavía se puede
ver en las catacumbas de Domitila y de Priscila.
Lo mismo que los paganos, los cristianos también ofrecen banquetes en honor de los muertos; se
llaman refrigería, nunca ágape, como un uso abusivo los llame hoy, pues el banquete de caridad,
como ya hemos visto, es puramente evangélico. A esa comida se le da un carácter social,
invitando a los pobres, a las viudas y a otras personas a las que se asiste148. La catacumbas nos
han conservado pinturas de banquetes funerarios en los que participan los pobres. Esta es la
explicación más verosímil de los cestos llenos de pan que vemos en los frescos y en los relieves
de los sarcófagos 149.
El culto de los mártires nació del culto a los muertos. «Su conmemoración es una memoria de los
difuntos, que han salido del marco de la vida cotidiana»150. En su origen, las honras que se les
tributan no se diferencian práctica-mente de las que se hacen a otros difuntos151. No obstante, el
testimonio que habían dado por su sacrificio había hecho de ellos miembros privilegiados de la
comunidad, a la cual correspondía ocuparse de conservar sus restos y de cuidar su tumba. Poco
a poco, los fieles van conmemorando el aniversario de su martirio y no el de su nacimiento, como
hacen los paganos.
Hemos colocado sus restos en un lugar conveniente. Siempre que es posible nos
reunimos allí, con alegría y espíritu festivo. El Señor nos concederá festejar el aniversario
de quienes ya han combatido, para así ir formando y preparando el relevo152.
La alusión a la reunión junto a la tumba, la celebración «con alegría y espíritu festivo», que nos
describen los hechos apócrifos de Juan, nos presentan esta reunión como una «sinaxis
eucarística»153. Tertuliano 154 y la Didascalia 155 afirman explícitamente que la comunidad
celebra la eucaristía sobre las reliquias de los mártires. Con frecuencia además se celebra, como
para los otros muertos, una comida en favor de los pobres y de los necesitados156. En las
catacumbas donde duermen hermanos y hermanas, la comunidad se reúne para celebrar la
eucaristía sobre la tumba de los mártires y de los difuntos. Los cristianos cubren sus muros con
orantes en medio de árboles del paraíso, para confesar su fe en el país del descanso, de la paz y
de la luz.
La fe en Cristo resucitado ha abierto decididamente ante la existencia cristiana una dimensión
sobre la eternidad, transfiriendo el misterio de la muerte al misterio de la vida.
___________________
6 Demonstr., 3.
10 Did., 1; Bern., 18.
12 Did., 7.
17 Trad. apost., 21. Los artificios, con frecuencia complicados, en el peinado eran un lujo de matrona.
18 1 Apol., 15, 6.
20 Od., 11, 9-10; 15, 8; 21, 2. Cfr. HERMAS, Sim., VIII, 2, 3-4.
21 Sim., VIII, 2, 4.
24 Trad. apost., 21.
25 1 Apol., 65, 1.
26 Mart. Perp., 21, 2. «Bien lavé» puede ser un término en argot de anfiteatro para significar: inundado
de sangre (nota de M. Guey).
31 SUETONIO, Augustus, 34.
36 Mateo, 19, 12.
37 IGNACIO, Ad Polyc., 5, 2.
39 Ver HERMAS, Sim., X, 11, 8; TERTULIANO, De exhort., 12; EUSEBIO, Hist. ecl., VII, 30, 2.
40 CLEM., Quis dives, 36.
47 Ep. ad Polyc., 5, 2.
54 Efes 5, 25-26.
56 CATULO, Carm., LXI, 122.
60 Ver las reproducciones del Museo de Berlín en Dictionnaire des Antiquités, III, 1652.
61 APULEYO, Apología, 88.
62 Act. Thom., 10.
63 Paed., III, 11, 63, 1.
64 En DACL, X, 1905, 1924. Ver también PAULINO DE N., Carm., XXV, v. 151. Un análisis más reciente en
K. BAOS, Der Kranz in Antike und Christentum, Bonn 1940,pp. 103-107.
66 Stromata, III, 9, 67, 1.
67 1 Apol., 29.
70 Paed., II, 86, 2; 87, 3; 99, 3. Ver la tesis reciente de J. P. BROUDEHOUX, Mariage et famille chez
Clément d'Alexandrie, París 1970.
72 Paed, II, 96, 2.
79 Paed., II, 10, 91, 2.
82 Stromata, III, 3, 24, 2.
83
TERTULIANO, Ad uxorem, II, 8.
84 1 Tim 3, 4.
85 1 Clem., 21, 8.
89 IGNACIO, Smyrn., 13, 1; Pol., 8, 2.
90 2 Tim 1,5.
91 1 Pedro, 3, 1.
92 Paed., III. 11, 57, 2.
98 Octavio, 2, 1.
100 Inscripción del siglo V, que se conserva en el Museo de Laterano. Ver también CIL, III, 686, 17-
20; CIG, IV, 9574.
101 Didascalia, XIX.
106 Adv. haer., II, 32, 2.
109 BASILIO, Hom., 22.
112 Leg., 33.
115 Mand., 4, 4, 1.
116 Stromata, III, 12, 82, 4.
119 Polyc., 6, 1-2.
128 Ibid., V, 2, 5-6.
129 Ibidem.
134 IGNACIO, Rom., 4.
136 Santiago, 5, 14-15.
141 Para las precisiones y la bibliografía, ver J. DAUVILLIER, op. cit., pp. 561-568.
147 Ichthys, el Pez: Iesous Christos Theou Uios Soter, Jesucristo Hijo de Dios, Salvador. Documentación
en DACL, VII, 1990-2086.
151 Recuérdese a Lucano, que pone en oposición la pureza de los astros y la impureza de los
huesos, Farsalia, VII, pp. 814-815.