Pedagogía Decolonial
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Pedagogía Decolonial
▲ Aproximaciones y rastros
Muchos pensarían que hablar hoy de colonialidad es un anacronismo, que se trata de un
acontecimiento superado tras las luchas independentistas de las colonias hispano-lusitanas en
el llamado “nuevo mundo”. Podría pensarse que la colonialidad es un tema del siglo XVI,
dejado atrás con la instauración de las nuevas repúblicas en el XIX. O, quizás, se podría llegar
a reconocer el neocolonialismo imperial de Inglaterra y Francia que subyugó a pueblos de
África y Asia en pleno siglo XX. No les falta razón a quienes, al hablar de la colonialidad,
identifican estos grandes momentos de la historia de los últimos cuatro siglos. no resulta viable
hablar de ella como una realidad del pasado remoto, como algo no vigente entre nosotros, ni
en nuestros países considerados “libres” y “democráticos”.
Ante ello, la perspectiva decolonial es un enfoque comprensivo construido desde las ciencias
sociales contemporáneas sobre el presupuesto de que la colonialidad es un proceso histórico
inacabado que sólo ha tenido transformaciones a lo largo de tiempos y realidades, pero que no
ha sido superado de modo definitivo.
Así se establece una distinción preliminar, por una parte, entre el “periodo colonial”
propiamente dicho, tal como es denominado en los estudios convencionales, para referir el
momento específico de las colonias datado en la historia de las Américas; y por otra parte, el
momento multifacético, amplio y complejo de la colonialidad del poder o colonialidad global. La
primera vertiente, como componente privilegiado de los estudios históricos clásicos; la
segunda, más asociada con los temas-problemas de los estudios culturales recientes.
Así pues, la base genealógica de la modernidad/colonialidad está fundada en el cristianismo,
como proyecto histórico de expansión de Europa por el Atlántico, a partir del “encuentro del
nuevo mundo” en el siglo XVI; continúa con el liberalismo por la expansión de la democracia
liberal burguesa impulsada por la Revolución Francesa; prosigue con el socialismo por la
tensión capital-trabajo en el marco de la Revolución Industrial, las revoluciones proletarias y
los regímenes de oposición a la burguesía; y se prolonga por el colonialismo imperial del siglo
XX como el nuevo intento “civilizador” de las potencias occidentales consolidadas en los
ideales políticos de la paz y el orden universal (cfr. Mignolo, 2011).
De esta manera, comprender la colonialidad allende el colonialismo, como una estructura
coactiva, explícita o tácita, de los dinamismos de la historia reciente, exige pensar en una
definición más allá de lo episódico, es decir, más allá de las puntualizaciones del
acontecimiento que eventualmente podría ser considerado como “colonial”.
Por eso, la complejidad que implica la colonialidad del poder se comprende mejor desde el
modelo de análisis de sistemas-mundo, desarrollado ampliamente por el sociólogo
estadounidense Immanuel Wallerstein (1930), para significar con ello que la economía, la
política, la cultura, la educación y las demás dimensiones de la vida humana y social no
existen separadas e inconexas entre sí, sino que mantienen un carácter de vinculación
sustantivo para comprender las realidades: “Parte del problema es que hemos estudiado estos
fenómenos en compartimientos estancos a los que hemos dado nombres especiales –política,
economía, estructura social, cultura– sin advertir que dichos compartimientos eran
construcciones de nuestra imaginación más que de la realidad” (Wallerstein, 2005: 10).
Ahora bien, otro aspecto clave en la dilucidación del concepto de decolonialidad es el lugar
que ésta ocupa en la crítica a la hegemonía de la modernidad. La modernidad es ese proyecto
histórico de pensamiento legitimado como movimiento de occidentalización a lo largo de varios
siglos sobre la base de la supremacía de la razón centrada en el sujeto, racionalidad que
legisla y determina el significado de la existencia humana y la organización social.
Este tipo de cosmovisión moderna ha configurado progresiva y coyunturalmente los modos de
sociedad y política que hoy conocemos; la comprensión de la ley y el derecho; el papel del
dinero, la distribución de la renta y el establecimiento de clases; la forma de construir o mejor
transmitir conocimiento; la idea de ciencia y de tecnología; las cartografías de las creencias
religiosas, partidistas, asociacionistas; en general, las relaciones entre los pueblos, los
sentidos de vida, etcétera. Por eso se puede afirmar que la modernidad es un paradigma
omniabarcante, inevitable y generador de cierto tipo de sentidos.
Sin embargo, filósofos y científicos sociales también han hablado desde hace tiempo, del
agotamiento del proyecto de la modernidad. Esa cosmovisión no sólo se percibió como
insuficiente, sino incluso como lesiva a los intereses de la humanidad
Se asocian a la modernidad los millones de víctimas de las guerras mundiales en el siglo XX,
la creciente e injustificada pauperización e inequidad de las sociedades, los clasismos y las
discriminaciones ya no sólo de origen étnico sino también por nacionalidad, y las formas
incompletas e indeterminadas de la democracia.
Por eso, en las tradiciones contemporáneas del pensamiento se han dado distintas etapas,
tendencias y posibilidades en la crítica a la modernidad, que no se tratarán aquí en detalle
sino sólo enunciativamente. En primer lugar, al interior de la misma filosofía europea por los
aportes de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt y las distintas variantes del tan sonado
“posmodernismo” y posestructuralismo. Valga recordar que a estas corrientes han estado
vinculados renombrados pensadores como Foucault, Derrida, Deleuze, Habermas, Lyotard,
Vattimo, entre otros.
Una tendencia más en la crítica a la modernidad ha surgido desde las otrora colonias
europeas, hoy territorios emancipados en lo político. Se trata de la corriente poscolonialista
que ha albergado el grupo de estudios subalternos con gran desarrollo en la India y el sur de
Asia en autores como Ranajit Guha o Dipesh Chakrabarty.
Un tercer bloque recoge la crítica que brota de territorios no directa o estrictamente
colonizados pero sí impactados por las visiones imperiales hegemónicas como Asia del Este y
los países islámicos. En este caso, se habla de procesos de desoccidentalización tras la
afirmación de nuevos actores políticos sostenibles en las luchas por el poder imperial.
El paradigma-otro es aquel “construido sobre la conciencia de la colonialidad del poder, de la
inseparabilidad modernidad/colonialidad, de la diferencia colonial y de la relación entre
producción de conocimiento y procesos de descolonización y de socialización del poder. Este
fue el impulso inicial, la necesidad de contribuir al derecho de existencia de un ‘paradigma
otro’ en diálogo con los existentes. No como un ‘nuevo’ paradigma que, a lo Foucault o a lo
Khun, haría ‘obsoleto’ al anterior, sino un ‘pensamiento otro’, esto es, un paradigma que
coexiste, en conflicto con los existentes (cristianos, liberales, marxistas y sus correspondientes
‘neos’ o ‘pos’)” (Mignolo, 2003: 52).
El programa decolonial como dispositivo de análisis del proyecto modernidad/colonialidad
tiene tres características primordiales que contribuyen a comprenderlo mejor y distinguirlo
entre las distintas tradiciones críticas de la modernidad: es diacrítico, dialógico y oposicional.
Diacrítico porque busca, rescata y promueve la distinción desde un ejercicio amplio de
reflexividad que involucra el propio eje de mira, es decir, su punto de partida es la mirada
crítica de realidades sin acepciones ideologizantes que conducen a autoproteccionismos
acomodados.
El programa decolonial también es dialógico porque apuesta por favorecer las condiciones del
diálogo polivante (polilogo) entre los múltiples y distintos actores que convoca cierta escena de
la historia. La apuesta decolonial no es la mera transferencia de un poder hegemonizado.
Finalmente, es oposicional, reconoce “la doble cara” de la otredad, sea individual, colectiva o
estamental. El opuesto es una referencia de contraste que tiene por función la ponderación de
la propia distinción, no marcar la imposibilidad de la diferencia.
Así, la conclusión de este primer apartado es que la colonialidad pervive como un entramado
de estructuras, ideologías, prácticas sociohistóricas articuladas desde un movimiento
dialéctico entre la supremacía de un referente universal y absoluto de racionalidad frente a la
minus- valoración epistémica de toda posible otredad. De hecho, el proyecto
modernidad/colonialidad conlleva la acción propia de no-dejar-ser aquella entidad que no se
asemeja a sí mismo, que no se integra por sujeción canónica:
La colonialidad del poder es el dispositivo que produce y reproduce la diferencia colonial.
La diferencia colonial consiste en clasificar grupos de gentes o poblaciones e identificarlos en
sus faltas o excesos, lo cual marca la diferencia y la inferioridad con respecto a quien clasifica.
La colonialidad del poder es, sobre todo, el lugar epistémico de enunciación en el que se
describe y se legitima el poder. En este caso, el poder colonial (Mignolo, 2003: 39).