El Diario de Guerra de Ernst Jünger

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El diario de guerra de Ernst Jünger

El escritor Ernst Jünger reflejó su paso por la Primera Guerra Mundial en el diario que
llevó entre 1914 y 1918 y que ahora se edita en español. Gabriel Albiac traza la génesis
de uno de los filósofos capitales del siglo XX

GABRIEL ALBIACActualizado:13/05/2013 18:59hGUARDAR
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No iban a encontrarse hasta casi treinta años más tarde, pero en 1914
están cada uno a un lado de las trincheras. Ven lo mismo. Lo narran,
como nadie había narrado antes. Louis-Ferdinand Céline y Ernst
Jünger coinciden en una recepción del gobernador militar alemán en
el París ocupado. Tratan de presentarlos como iguales: héroes de la
Gran Guerra que revolucionaron la literatura. Jünger queda
despavorido ante el salvajismo del tipo al cual dicen su igual en
Francia: «Cuando habla tiene la mirada fija propia de los maníacos,
una mirada que parece brillar desde el fondo de las cavernas».
Poseemos constancia de lo sucedido en aquel diciembre de 1941.
Céline había llegado, como siempre, desaliñado y furioso. Se había ido
de cabeza a por el dirigente alemán. Le había interpelado con la
salvajada que deja helado a Jünger: «Céline ha manifestado su
extrañeza, su asombro, por el hecho de que nosotros, los soldados
alemanes, no exterminemos a los judíos: por el hecho de que alguien
que tiene a su disposición una bayoneta no haga un uso ilimitado de
ella».

Hitler se conmovía con la lectura de «Tormentas de acero», de Jünger

Los jóvenes escritores que asisten a la recepción hablan de un Céline


que ni siquiera aguarda respuesta, se da la vuelta y desaparece con la
misma ausencia de cortesía con la que había entrado; lo disculpan
ante el militar alemán: es Céline, ya se sabe, no se lo tome usted
demasiado en serio. Y Jünger anota cómo, en esa mirada loca del
Céline que sólo ansía el exterminio –por él exigido en «Les bagatelles
pour une massacre»– de la población judía, ha percibido el destello de
una debilidad que el alemán desprecia: el nihilismo.

Un antinazi instintivo
Todo Jünger cabe en esa paradoja, difícil de entender y, de hecho, no
entendida: héroe de la primera guerra, militarista ascético, cantor de
la épica combatiente, nada odia más Jünger que el nihilismo. Eso hará
de él un antinazi instintivo. Como sucedió a tantos entre los militares
alemanes de la Segunda Guerra Mundial. No participó directamente
en el atentado de 1944 contra Hitler. Pero algunos de los implicados
eran amigos suyos.
Jünger apuesta por ser un héroe. Su desapego hacia la propia vida

hiela la sangre

Para aquellos militares de carrera, como para Ernst Jünger , Hitler


quintaesenciaba la locura plebeya que disparó los totalitarismos de
entreguerras, del nacional-socialista como del bolchevique: a eso
llaman «nihilismo». Y será uno de aquellos viejos conservadores,
huido tras la depuración de las SA de Röhm, Hermann Rauschning,
quien dará cuerpo teórico a tal rechazo en un libro de lectura
indispensable para entender la tragedia alemana de entreguerras: «La
revolución del nihilismo». Huirá Rauschning. El estricto sentido del
deber militar impedirá a Jünger hacer lo mismo.
Era ya entonces el más prestigioso de los narradores alemanes. Sin
contar con el aura de heroicidad con el que sus siete heridas en la
guerra del 14 lo revestían. Eso le salvó la vida, sin duda. Aunque, en
algún momento, la Gestapo lo mantuviera bajo estricta vigilancia.
Pero Hitler se conmovía con la lectura de sus «Tormentas de acero». Y
ni siquiera la verosímil burla del nazismo que era «Sobre los
desfiladeros de mármol» lo hizo cambiar de opinión.

En la prodigiosa cabeza de Ernst Jünger


La movilización lo salvó de mayores quebraderos de cabeza. Capitán
en el Estado Mayor alemán, al mando de Hans Speidel, Jünger, desde
su despacho del Hotel Majestic, despliega su honda fascinación hacia
París y hacia la cultura francesa. Ambos –París y la literatura y la
pintura de Francia– le son tan amados cuanto detestados sus propios
jefes políticos, esa insufrible plebe del Partido nazi y la Gestapo. En la
prodigiosa cabeza de Ernst Jünger, el arte y la literatura han
desplazado ya, a esas alturas de la vida, a la acción militar como lugar
sobre el cual asienta el héroe su campamento. Solitario.

Jünger: «Una vez me entretuve recapitulando mis heridas»

Pero el joven que se alista, apenas comenzada la Primera Guerra


Mundial (entonces era sólo Gran Guerra, la vulgaridad de numerarlas
no estaba todavía en uso), tiene 19 años. Aunque ya, dos años antes,
ha huido del hogar paterno para alistarse en la Legión Extranjera
francesa. No ha publicado aún nada: es un perfecto desconocido.
El «Diario de guerra», cuya traducción al español ve ahora la luz, no
fue concebido como proyecto literario. Su autor no es todavía ese
cuyas «Tempestades de acero» –para cuya elaboración estos diarios
tanto han pesado– serán saludadas seis años más tarde por André
Gide como «incontestablemente el más bello libro de guerra que he
leído nunca, de una buena fe, de una honradez y de una veracidad
perfectas».
Mapa de cicatrices
El estilista supremo que es, a partir de ese 1920, Ernst Jünger, en
vano lo buscaríamos en estas anotaciones del día a día de un joven
soldado que, en las trincheras, apostará por ser héroe, con una
generosidad y un desapego hacia la propia vida que hielan la sangre. Y
no sorprende que Gide vea en ese testimonio de la Guerra del 14 la
forma suprema del relato militar. Louis-Fernand Céline, hablando de
lo mismo –y escribiendo igual de bien, tal vez mejor, que el alemán–
sólo ve mugre y casquería, y miedo, y una sordidez de la cual no es
posible hablar más que por vía de hipérbole grotesca.

André Gide calificó el diario de Jünger como el más bello libro de

guerra

El libro de Jünger es ya –como lo será toda su obra– una apuesta de


clasicismo: lo único en lo cual puede, en medio del fango y la sangre,
dar voz al héroe. Puede que sólo Kipling, en su escalofriante «Una
madona de las trincheras», haya sabido dar con un equivalente
clasicismo para narrar esa desolación. En la reflexión teórica, lo hará
Sigmund Freud en sus «Consideraciones sobre la guerra y la muerte».

Jünger dejará, en el aburrimiento de un hospital de campaña, la


constancia de ese mapa de cicatricesde la Guerra del 14 que es su
cuerpo: «Una vez me entretuve recapitulando mis heridas. Constaté
que, salvo algunas pequeñeces como tiros de rebote y desgarros, en
total había recibido al menos catorce impactos, a saber, cinco disparos
de fusil, dos cascos de granada, un balín de ''shrapnel'', cuatro cascos
de granada de mano y dos disparos con orificio de entrada y salida».
Ernst Jünger murió en febrero de 1998. Tenía 102 años.

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