Contribucion A La Historia Del Cristianismo Primitivo

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Federico Engels

Contribución a la historia del cristianismo primitivo.

Del libro de Charles Hainchelin, Los orígenes de la religión.

Editions Socials, Paris, 1955.

Primera edición: Die Neue Zeit, vol. I (1894/1895), pags. 4-13 y 36-43.

Fuente: Marxists Internet Archive, diciembre de 2016

Maquetación actual: Demófilo, 2018

Biblioteca Virtual Omegalfa.

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Biblioteca Virtual
OMEGALFA
2018

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-I-

L
A historia del cristianismo primitivo ofrece curiosos
puntos de contacto con el movimiento obrero moderno.
Como éste, el cristianismo era en su origen el movi-
miento de los oprimidos: apareció primero como la religión de
los esclavos y los libertos, de los pobres y los hombres priva-
dos de derechos, de los pueblos sometidos o dispersados por
Roma. Ambos, el cristianismo y el socialismo obrero predican
una próxima liberación de la servidumbre y la miseria; el cris-
tianismo traslada esta liberación al más allá, a una vida después
de la muerte, en el cielo; el socialismo la sitúa en este mundo,
en una transformación de la sociedad. Ambos son perseguidos
y acosados, sus seguidores son proscritos y sometidos a leyes
de excepción, unos como enemigos del género humano, los
otros como enemigos del gobierno, la religión, la familia, el
orden social. Y a pesar de todas las persecuciones e incluso
directamente favorecidos por ellas, uno y otro se abren camino
victoriosa, irresistiblemente. Tres siglos después de su apari-
ción, el cristianismo era reconocido como la religión de Estado
del Imperio romano: en menos de sesenta años, el socialismo
conquistó una posición tal que su triunfo definitivo está absolu-
tamente asegurado.
En consecuencia, si el señor profesor A. Menger, en su Dere-
cho al producto íntegro del trabajo se asombra de que, dada la
colosal centralización de los bienes raíces bajo los emperadores
romanos y los infinitos sufrimientos de la clase trabajadora
compuesta en su mayor parte por esclavos, no se haya implan-
tado el socialismo tras la caída del imperio romano occidental,
lo que él no ve es que precisamente ese socialismo, en la medi-
da en que era posible por aquel entonces, existía en efecto y
había llegado al poder..., con el cristianismo. Sólo que el cris-
tianismo, como fatalmente tenía que ocurrir dadas las condi-

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ciones históricas, no quería realizar la transformación social en


este mundo, sino en el más allá, en el cielo, en la vida eterna
tras la muerte, en el inminente milenio.
Ya en la Edad Media se impone el paralelismo de los dos fe-
nómenos en el curso de los primeros levantamientos de los
campesinos oprimidos y especialmente de los plebeyos de las
ciudades. Estos levantamientos, así como todos los movimien-
tos de las masas en la Edad Media, estaban enmascarados ne-
cesariamente por lo religioso; aparecían como restauraciones
del cristianismo primitivo tras una creciente degeneración (1),
pero detrás de la exaltación religiosa se ocultaban por lo regu-
lar intereses muy concretos de este mundo. Esto se mostraba de
una forma grandiosa en la organización de los taboritas de
Bohemia bajo Jean Zizka, de gloriosa memoria. Pero este rasgo
persiste a través de toda la Edad media hasta que desaparece
poco a poco, tras la guerra de los campesinos en Alemania,

1
Los levantamientos del mundo mahometano, especialmente en África,
contrastan de forma singular. Con todo, el Islam es una religión hecha a
la medida de los orientales, más especialmente de los árabes, es decir,
por una parte, ciudadanos que practican el comercio y la industria, por
otra, beduinos nómadas. Pero permanece el germen de un choque perió-
dico. Una vez que se han vuelto opulentos y fastuosos, los ciudadanos se
relajan en la observancia de la Ley. Los beduinos pobres y, a causa de su
pobreza, de costumbres severas, observan con envidia y codicia esas ri-
quezas y goces. Se unen bajo la dirección de un profeta, un Mahdi, para
castigar a los infieles, restablecer la ley ceremonial y la verdadera fe, y
para apropiarse, como recompensa, los tesoros de los infieles. Natural-
mente, al cabo de cien años, se encuentran exactamente en el mismo pun-
to que aquéllos: es necesaria una nueva purificación, aparece un nuevo
Mahdi, el juego recomienza. Esto ocurrió así desde las guerras de con-
quista de los almorávides y los almohades africanos en España hasta el
último Mahdi de Jartum que tan victoriosamente desafió a los ingleses.
Así ocurrió, poco más o menos, con los levantamientos en Persia y otras
regiones musulmanas. Son movimientos originados por causas económi-
cas, aunque porten un disfraz religioso. Pero, aunque triunfen, dejan in-
tactas las condiciones económicas. Así pues, nada ha cambiado, el cho-
que se hace periódico. Por el contrario, en las insurrecciones populares
del Occidente cristiano, el disfraz religioso sólo sirve como bandera y
máscara para atacar a un orden económico que se ha hecho caduco: fi-
nalmente, este orden es derribado, un nuevo orden se levanta, hay pro-
greso, el mundo avanza.

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para reaparecer entre los obreros comunistas después de 1830.


Los comunistas revolucionarios franceses, al igual que Weit-
ling y sus correligionarios, se mostraron partidarios del cristia-
nismo primitivo mucho antes de que Renan dijese:
Si queréis haceros una idea de las primeras comunidades cris-
tianas, mirad una sección local de la Asociación Internacional
de los Trabajadores.
El escritor francés que, gracias a una explotación de la crítica
bíblica alemana, sin parangón incluso en el periodismo mo-
derno, compuso su novela de historia de la Iglesia Los orígenes
del cristianismo, no sabía todo lo que había de cierto en sus
palabras. Me gustaría que el viejo internacionalista fuese capaz
de leer, por ejemplo, la segunda Epístola a los Corintios, atri-
buida a Pablo, sin que, en un punto al menos, no se abriesen
antiguas heridas en él.
Toda la Epístola, a partir del capítulo VIII, resuena a la eterna
triste canción, por desgracia demasiado conocida: no hay en-
trada de cotizaciones. Cuántos de los más comprometidos pro-
pagandistas, alrededor de 1865, hubiesen estrechado la mano
del autor de esta carta, quien quiera que fuese, murmurándole
al oído con una cómplice inteligencia: ¡También a ti te ha pa-
sado, hermano, también a ti! Igualmente, nosotros podríamos
hablar mucho sobre esto –también en nuestra organización pu-
lulaban los corintios-, esas cotizaciones que no se pagaban,
que, inasequibles, daban vueltas ante nuestros ojos de Tántalo,
y ahí estaban precisamente los famosos millones de la Interna-
cional.
Una de nuestras mejores fuentes sobre los primeros cristianos
es Luciano de Samosata, el Voltaire de la antigüedad clásica,
que mantenía una actitud igualmente escéptica respecto de toda
especie de superstición religiosa y que, en consecuencia, no
tenía motivos –ni por creencias paganas ni por política- para
tratar a los cristianos de forma distinta que a cualquier otra
asociación religiosa. Por el contrario, se burla de todas por su
superstición, tanto de los adoradores de Júpiter como de los
adoradores de Cristo: desde su punto de vista, llanamente ra-

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cionalista, un tipo de superstición es tan inútil como otro. Este


testigo, en todo caso imparcial, cuenta entre otras cosas, la bio-
grafía de un aventurero, Peregrinus, que se llamaba Proteo, de
Parium en el Helesponto. El tal Peregrinus comienza su carrera
durante su juventud en Armenia. Debido a un adulterio fue
pillado en flagrante delito y linchado según la costumbre del
país. Logrando felizmente escapar, estranguló en Parium a su
anciano padre y tuvo que huir.
Fue en esa época cuando se instruyó en la admirable religión
de los cristianos, uniéndose a algunos de sus sacerdotes y es-
cribas en Palestina. ¿Qué os puedo decir? Este hombre pronto
les hizo ver que no eran más que unos niños; sucesivamente
profeta, tiasarca (2), jefe de asamblea, lo hizo todo, interpretan-
do sus libros, explicándolos, elaborando a partir de su propia
cosecha. Además, numerosas personas le veían como un dios,
un legislador, un pontífice, igual a aquél que es honrado en
Palestina, donde fue crucificado por haber introducido este
nuevo culto entre los hombres. Habiendo sido apresado por
este motivo, Proteo fue encarcelado... Desde el momento en
que estuvo tras las rejas, los cristianos, considerándose golpea-
dos ellos mismos, hicieron todo lo posible para sacarle de allí,
pero no pudiendo lograrlo, le proporcionaron al menos toda
clase de servicios con un celo y una diligencia infatigables.
Desde la mañana, se veía situados alrededor de la prisión a una
multitud de ancianas, viudas y huérfanos. Los principales jefes
de la secta pasaban la noche a su lado, tras haber corrompido a
los carceleros; se hacían traer comida, leían sus libros santos; y
el virtuoso Peregrinus, como se seguía llamando, era conocido
entre ellos como el nuevo Sócrates. Y esto no es todo, varias
ciudades de Asia le enviaron delegados en nombre de los cris-
tianos para servirle de apoyo, como abogados y consoladores.
Sería difícil de creer su apresuramiento en tales circunstancias,
para decirlo todo en una palabra, nada les costó.
En realidad, con el pretexto de su encarcelamiento, Peregrinus
recibió fuertes sumas de dinero y amasó una buena renta. Estos

2
Tiasarca, jefe del thiasos, asociación religiosa, especie de cofradía

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infelices creen que son inmortales y que vivirán eternamente,


en consecuencia desprecian los suplicios y se entregan volunta-
riamente a la muerte. Su primer legislador también les ha con-
vencido de que son todos hermanos. Desde el momento en que
cambian de religión, renuncian a los dioses de los griegos y
adoran al sofista crucificado, cuyas leyes obedecen. Igualmen-
te, desprecian todos los bienes y los ponen en común, tan com-
pletamente creen en sus propias palabras. De manera que si
entre ellos se presenta un impostor, un bribón hábil, no tiene
ningún problema para enriquecerse muy pronto, riéndose con
disimulo de su simpleza. No obstante, Peregrinus pronto fue
liberado de su encarcelamiento por el gobernador de Siria.
Tras una serie de otras aventuras, dice: Peregrinus vuelve pues
a su vida errante, acompañado en sus correrías vagabundas por
una tropa de cristianos que le sirven de satélites y satisfacen
abundantemente sus necesidades. De este modo se mantuvo
durante algún tiempo. Pero después, habiendo violado algunos
de sus preceptos (se le había visto, creo, comer algo prohibido),
fue abandonado por su cortejo y reducido a la pobreza (traduc-
ción Talbot).
Cuántos recuerdos de juventud se despiertan en mí, tras la lec-
tura de este pasaje de Luciano. Ahí está, en primer lugar, el
profeta Albretch que, a partir de 1840 más o menos, y durante
unos años volvió literalmente inestables las comunidades co-
munistas de Weitling en Suiza. Era un hombre grande y fuerte,
llevaba una larga barba, y recorría Suiza a pie, en busca de un
auditorio para su nuevo evangelio de liberación del mundo. A
fin de cuentas, parece haber sido un busca-líos bastante inofen-
sivo, y se murió joven. Su sucesor, menos inofensivo, fue el
Dr. George Kuhlmann de Holstein, que aprovechó el tiempo en
que Weitling estuvo en prisión para convertir a los comunistas
de la Suiza francesa a su evangelio y que, durante un tiempo, lo
consiguió hasta tal punto que se ganó al más espiritual y más
bohemio de ellos, Augusto Becker. El difunto Kuhlmann dicta-
ba conferencias que en 1845 fueron publicadas en Ginebra bajo
el título: El nuevo mundo o el reino del espíritu en la tierra.

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Anunciación. En la introducción, redactada con toda probabili-


dad por Becker, se lee:
Faltaba un hombre en la boca del cual todos nuestros sufri-
mientos, todas nuestras esperanzas y nuestras aspiraciones, en
una palabra, todo aquello que remueve más hondamente nues-
tro tiempo, encontrase una voz… Ese hombre que esperaba
nuestra época, ha aparecido. Es el Dr. George Kuhlmann de
Holstein. Apareció con la doctrina del nuevo mundo o del
reino del espíritu en la tierra.
Hay que decir que esta doctrina del nuevo mundo era sólo el
más banal de los sentimentalismos, traducido a una fraseología
semibíblica a la Lamennais y declamado con una arrogancia de
profeta. Lo que no impedía a los buenos discípulos de Weitling
tratar con mucha delicadeza a este charlatán, como los cristia-
nos de Asia habían hecho con Peregrinus. Ellos, que normal-
mente eran archidemocráticos e igualitarios, hasta el punto de
alimentar sospechas inextinguibles respecto de todo maestro de
escuela, periodista, de todos aquellos que no eran obreros ma-
nuales, como si fuesen otros tantos listillos que buscaban ex-
plotarles, se dejaron convencer por este Kuhlmann con sus ata-
víos melodramáticos, de que en el nuevo mundo el más cuerdo,
id est Kuhlmann, reglamentaría el reparto de goces y que, en
consecuencia, ya en el viejo mundo, los discípulos tenían que
proporcionar los goces por celemines al más listo, y contentar-
se ellos con las migajas. Y Peregrinus-Kuhlmann vivió en la
alegría y la abundancia..., mientras duró. A decir verdad, ape-
nas duró; el creciente descontento de los escépticos y los incré-
dulos, las amenazas de persecución del gobierno valdense (*)
pusieron fin al reino del espíritu en Lausana; Kulhmann desa-
pareció.
Ejemplos semejantes vendrán por docenas a la memoria de
cualquiera que haya conocido por propia experiencia los co-
mienzos del movimiento obrero en Europa. En el momento
actual, casos tan extremos son imposibles, al menos en los
grandes centros; pero en localidades perdidas, donde el movi-
*
Originario de Vaud, en Lausana (Suiza) NdT

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miento conquista un terreno virgen, un pequeño Peregrinus de


este tipo bien podría contar todavía con un éxito momentáneo y
relativo. Y del mismo modo que en todos los países afluyen
hacia el partido obrero todos los elementos que no tienen nada
que esperar del mundo oficial, o que están quemados en él –tal
como los adversarios de la vacunación, los vegetarianos, los
antiviviseccionistas, los partidarios de la medicina natural, los
predicadores de las congregaciones disidentes cuyos fieles se
han largado, los autores de nuevas teorías sobre el origen del
mundo, los inventores fracasados o infelices, las víctimas de
reales o imaginarios atropellos a quienes la burocracia llama
los que recriminan por nada, los imbéciles honestos y los des-
honestos impostores-, igual ocurría entre los cristianos. Todos
los elementos que el proceso de disolución del antiguo mundo
había liberado, es decir, había echado por la borda, eran atraí-
dos, uno tras otro al círculo de atracción del cristianismo, el
único elemento que resistía a esa disolución –justo porque era
necesariamente su producto más especial- y que, en conse-
cuencia, subsistía y crecía mientras que los otros elementos no
eran más que moscas efímeras. No hay exaltación, extravagan-
cia, locura o estafa que no haya crecido entre las jóvenes co-
munidades cristianas y que, temporalmente y en ciertas locali-
dades, no haya encontrado orejas atentas y dóciles creyentes. Y
como los comunistas de nuestras primeras comunidades, los
primeros cristianos eran de una credulidad inaudita en relación
con todo lo que parecía convenirles, de tal manera que no sa-
bemos, de una forma positiva, si del gran número de escritos
que Peregrinus compuso para la cristiandad no se deslizaron
fragmentos, por aquí y por allá, en nuestro Nuevo Testamento.

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- II -

L
A crítica bíblica alemana, hasta ahora la única base
científica de nuestro conocimiento sobre la historia del
cristianismo primitivo, ha seguido una doble tendencia.
Una de estas tendencias está representada por la escuela de
Tubinga, a la cual pertenece también en un amplio sentido D.F.
Strauss. Esta tendencia llega tan lejos en el examen crítico co-
mo una escuela teológica puede llegar. Admite que los cuatro
evangelios no son informes de testigos oculares, sino modifica-
ciones posteriores de escritos perdidos, y que sólo cuatro, como
mucho, de las Epístolas atribuidas a Pablo son auténticas, etc.
Borra de la narración histórica, como inadmisibles, todos los
milagros y todas las contradicciones; de lo que queda, procura
salvar todo lo que puede ser salvado. Y en esto deja ver a las
claras su carácter de escuela teológica. Es gracias a esta escuela
como Renan, quien en gran parte se basa en ella, ha podido,
aplicando el mismo método, llevar a cabo todavía otros salva-
mentos más. Además de numerosos relatos más que dudosos
del Nuevo Testamento, aún quiere imponernos cantidad de
leyendas de mártires como autentificadas históricamente. En
todo caso, todo lo que esta escuela de Tubinga rechaza del
Nuevo Testamento como apócrifo, o como no histórico, puede
ser considerado como definitivamente descartado por la cien-
cia.
La otra tendencia está representada por un solo hombre: Bruno
Bauer. Su gran mérito es haber criticado sin piedad los Evange-
lios y las Epístolas apostólicas, haber sido el primero en tomar
en serio el examen de los elementos no sólo judíos y greco-
alejandrinos, sino también griegos y greco-romanos que permi-
tieron al cristianismo llegar a ser una religión universal. La

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leyenda del cristianismo nacido completamente del judaísmo,


partiendo de Palestina para conquistar el mundo con una dog-
mática y una ética establecidas en sus grandes líneas, se hizo
imposible desde Bruno Bauer; en lo sucesivo, como mucho
podrá continuar vegetando en las facultades de teología y en la
mente de las gentes que quieren conservar la religión para el
pueblo, aunque sea en detrimento de la ciencia. En la forma-
ción del cristianismo, tal como fue elevado al rango de religión
de Estado por Constantino, la Escuela de Filón de Alejandría y
la filosofía vulgar greco-romana –platónica y especialmente
estoica- han influido en gran medida. Esta medida está lejos de
ser establecida en sus detalles, pero el hecho está demostrado, y
ha sido obra sobre todo de Bruno Bauer; él estableció las bases
de la prueba de que el cristianismo no fue importado de fuera,
de Judea, e impuesto al mundo greco-romano, sino que fue, al
menos en la forma que revistió como religión universal, el pro-
ducto más auténtico de este mundo. Naturalmente, en este tra-
bajo, Bauer sobrepasó con mucho el objetivo, como ocurre con
todos los que combaten los prejuicios empedernidos. Con el
ánimo de determinar, incluso desde el punto de vista literario,
la influencia de Filón, y sobre todo de Séneca, sobre el naciente
cristianismo, y de representar formalmente a los autores del
Nuevo Testamento como plagiarios de estos filósofos, está
obligado a retrasar la aparición de la nueva religión medio si-
glo, rechazar los relatos de los historiadores romanos que se
oponen a ella y, en general, tomarse grandes libertades con la
historia recibida. Según él, el cristianismo como tal aparece
bajo los emperadores Flavianos, la literatura del Nuevo Testa-
mento bajo Adriano, Antonino y Marco Aurelio. En conse-
cuencia, con Bauer desaparece toda base histórica para los rela-
tos del Nuevo Testamento relativos a Jesús y a sus discípulos;
se resuelven en leyendas donde las fases de desarrollo interno y
los conflictos de sentimientos de las primeras comunidades son
atribuidos a personas más o menos ficticias. Según Bauer, no
son la Galilea ni Jerusalén, sino Alejandría y Roma los lugares
de nacimiento de la nueva religión.

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En consecuencia, si en el residuo que no pone en duda sobre la


historia y la literatura del Nuevo Testamento, la escuela de Tu-
binga nos ha ofrecido lo máximo que puede la ciencia, incluso
actualmente, dejar pasar como objeto de controversia, Bruno
Bauer nos aporta lo máximo de lo que en ambas ella puede
poner en duda. La verdad se encuentra entre estos dos límites.
Que ésta, con nuestros actuales medios, sea susceptible de ser
determinada, parece muy problemático. Nuevos hallazgos, es-
pecialmente en Roma, Oriente y ante todo en Egipto, contribui-
rán a ello bastante más que cualquier crítica.
Ahora bien, existe en el Nuevo Testamento un solo libro del
que se puede fijar, algunos meses arriba o abajo, la fecha de
redacción; debió ser escrito entre junio del 67 y enero o abril
del 68; es un libro que, en consecuencia, pertenece a los prime-
ros años cristianos, que refleja las ideas de esta época con la
más ingenua sinceridad y en el lenguaje idiomático que le co-
rresponde; que por lo tanto es, a mi entender, mucho más im-
portante para determinar lo que fue realmente el cristianismo
primitivo que todos los demás del Nuevo Testamento, muy
posteriores en fecha en su redacción actual. Es el llamado Apo-
calipsis de Juan; y como además este libro, en apariencia el
más oscuro de toda la Biblia, se ha convertido actualmente,
gracias a la crítica alemana, en el más comprensible y transpa-
rente de todos, me propongo hablarle de él al lector.
Basta echar un vistazo a este libro para convencerse del estado
de exaltación no sólo del autor, sino también del medio en el
cual éste vivía. Nuestro Apocalipsis no es el único de su espe-
cie y de su época. Desde el año 164 antes de nuestra era, fecha
del primero que se conserva –el libro de Daniel- hasta alrede-
dor del 250 de nuestra era, fecha aproximada del Carmen de
Comodo, Renan no cuenta menos de 15 Apocalipsis clásicos
llegados hasta nosotros, sin hablar de las imitaciones ulteriores.
(Cito a Renan porque su libro es el más accesible y conocido
fuera de los círculos de los especialistas.) Fue una época en la
que, en Roma y en Grecia, pero incluso más en Asia menor, en
Siria y en Egipto, una mezcla absolutamente aventurada de las
más groseras supersticiones de los pueblos más diversos era

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aceptada sin examen y completada con piadosos fraudes y un


charlatanismo directo, en la que los milagros, los éxtasis, las
visiones, la adivinación, la alquimia, la cábala y otras hechice-
rías ocultas actuaban como el protagonista principal. En esta
atmósfera nació el cristianismo primitivo, y esto en una clase
de personas que, más que cualquier otras, estaban abiertas a
estos fantasmas. Además, los gnósticos cristianos de Egipto,
como lo prueban entre otras cosas los papiros de Leyde, en el
2º siglo de nuestra era se consagraron fuertemente a la alquimia
e incorporaron nociones de ésta a sus doctrinas. Y los mathe-
matici caldeos y judíos que, según Tácito, fueron expulsados
de Roma por magia bajo Claudio y también bajo Vitelio, no se
entregaban a otros tonos de geómetra distintos de los que en-
contraremos en el mismo corazón del Apocalipsis de Juan.
A esto se añade que todos los Apocalipsis se arrogan el dere-
cho de engañar a sus lectores. No sólo son por norma general
escritos por personas muy distintas –en su mayor parte más
modernas- de sus pretendidos autores (por ejemplo, el libro de
Daniel, el de Enoch, los Apocalipsis de Esdras, de Baruch, de
Judas, etc.; los libros sibilinos), sino que además en el fondo
sólo profetizan cosas ocurridas hace tiempo y perfectamente
conocidas por el verdadero autor. Así, en el año 164, poco an-
tes de la muerte de Antioco Epifanio, el autor del libro de Da-
niel le hace predecir a éste, del cual se considera que vivió en
la época de Nabucodonosor, el ascenso y la caída de la hege-
monía de Persia y de Macedonia, y el comienzo del imperio
mundial de Roma, con el fin de preparar a sus lectores, me-
diante esta prueba de sus dones proféticos, para que acepten su
profecía final: que el pueblo de Israel superará todos sus sufri-
mientos y logrará al fin la victoria. Por lo tanto, si el Apocalip-
sis de Juan fuese realmente obra del supuesto autor, constituiría
la única excepción en la literatura apocalíptica.
En todo caso, el Juan que se considera su autor era un hombre
muy considerado entre los cristianos de Asia Menor. Lo de-
muestra el tono de las cartas a las siete Iglesias. Por lo tanto,
puede que éste fuese el apóstol Juan, cuya existencia histórica,
si bien no está absolutamente atestiguada, al menos es muy

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verosímil. Y si este apóstol fue efectivamente el autor, esto


reforzará nuestra tesis. Será la mejor prueba de que el cristia-
nismo de este libro es el verdadero, al auténtico cristianismo
primitivo. Está probado, dicho sea de paso, que el Apocalipsis
no es del mismo autor que el Evangelio o las tres Epístolas
atribuidas a Juan.
El Apocalipsis está compuesto por una serie de visiones. En la
primera, Cristo aparece, vestido de sumo sacerdote, marchando
entre siete candelabros de oro que representan a las siete Igle-
sias de Asia, y dicta a Juan las cartas a los siete ángeles de
estas Iglesias de Asia. Desde el principio, se manifiesta de un
modo contundente la diferencia entre este cristianismo y la
religión universal de Constantino formulada por el concilio de
Nicea. La Trinidad no sólo es desconocida, sino algo imposible
aquí. En el lugar del Espíritu Santo único posterior, tenemos
los siete espíritus de Dios extraídos por los rabinos de Isaías,
XI, 2; Jesucristo es el Hijo de Dios, el primero y el último, el
alfa y el omega, pero de ningún modo Dios él mismo, o igual
que Dios; por el contrario, él es el comienzo de la creación de
Dios, por consiguiente, una emanación de Dios que existe des-
de toda la eternidad, pero alternado, análoga a los siete espíri-
tus mencionados más arriba. En el capítulo XV, 3, los mártires
en el cielo cantan el cántico de Moisés, el servidor de Dios, y
el cántico del cordero por la glorificación de Dios. Jesucristo
aparece aquí, por lo tanto, no sólo subordinado a Dios, sino en
cierto modo situado en el mismo plano que Moisés. Jesucristo
es crucificado en Jerusalén (XI, 8), pero resucita (I, 5, 8), es el
cordero que fue sacrificado por los pecados del mundo y con
cuya sangre los fieles de todos los pueblos y lenguas son redi-
midos por Dios. Encontramos aquí la concepción fundamental
que permite al cristianismo desarrollarse como religión univer-
sal. La noción de que los dioses, ofendidos por las acciones de
los hombres podían ser aplacados mediante sacrificios era co-
mún a todas las religiones de los semitas y los europeos; la
primera idea revolucionaria fundamental del cristianismo (to-
mada de la escuela de Filón) era que, mediante el único gran
sacrificio voluntario de un mediador, los pecados de todos los

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hombres de todos los tiempos eran expiados de una vez por


todas..., para los fieles. De este modo, desaparecía la necesidad
de todo sacrificio ulterior, y por consiguiente, la base de nume-
rosas ceremonias religiosas. Ahora bien, desembarazarse de
ceremonias que dificultaban o prohibían el comercio con hom-
bres de creencias diferentes, era la primera condición de una
religión universal. Y sin embargo la costumbre de los sacrifi-
cios estaba tan anclada en los hábitos populares que el catoli-
cismo –que retoma tanto de las costumbres paganas- consideró
útil acogerlos favorablemente introduciendo al menos el sim-
bólico sacrificio de la misa. Por el contrario, ningún rastro en
nuestro libro del dogma del pecado original.
Lo que por encima de todo caracteriza estas cartas, al igual que
todo el libro, es que nunca ni en parte alguna se le ocurre al
autor nombrarse, ni a sí mismo ni a sus correligionarios, de
otro modo que como... judíos. A los sectarios de Esmirna y de
Filadelfia, contra los cuales se alza, les reprocha:
No se hacen llamar judíos y no lo son, sino que son una sina-
goga de Satán;
de los de Pérgamo, dice:
Están vinculados a la doctrina de Balaam, que enseñaba a
Balak a poner obstáculos ante los hijos de Israel para que co-
miesen carne de animales sacrificados a los ídolos y se entre-
gasen a la impudicia.
Por lo tanto, no estamos hablando aquí de cristianos conscien-
tes, sino de personas que se tienen por judíos; su judaísmo es
sin duda una nueva fase de desarrollo del antiguo; precisamen-
te por eso es el único verdadero. Por eso en el momento de la
comparecencia de los santos ante el trono de Dios, aparecen en
primer lugar 144.000 judíos, 12.000 de cada tribu, y sólo des-
pués la innumerable multitud de paganos convertidos a este
judaísmo renovado. Hasta tal punto estaba nuestro autor, en el
año 69 de nuestra era, lejos de dudar de que representara una
fase totalmente nueva de la evolución religiosa, llamada a
transformarse en uno de los elementos más revolucionarios en
la historia del espíritu humano.

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Como se puede ver, ese cristianismo de entonces, que todavía


no tenía consciencia de sí, estaba a mil leguas de la religión
universal, dogmáticamente asentada por el concilio de Nicea;
imposible reconocer a ésta en aquél. Ni la dogmática ni la ética
del cristianismo posterior se encuentran en él; en cambio, exis-
te el sentimiento de que se está en lucha contra todo un mundo,
y que de esta lucha se saldrá vencedor. Un ardor guerrero y una
certeza de vencer que han desaparecido completamente entre
los cristianos de nuestros días y no se encuentran ya más que
en el otro polo de la sociedad, entre los socialistas.
En realidad, la lucha contra un mundo que, al principio, lleva la
ventaja, y la lucha simultánea de los innovadores entre ellos
mismos, son comunes a los dos, a los cristianos primitivos y a
los socialistas. Estos dos grandes movimientos no están hechos
por jefes y profetas –pese a que los profetas no faltan ni en uno
ni en el otro-, son movimientos de masas. Y todo movimiento
de masas es necesariamente confuso al principio; confuso por-
que se mueve, en primer lugar, entre contradicciones, porque
carece de claridad y de coherencia; y también confuso preci-
samente a causa del papel que al comienzo juegan en él los
profetas. Esta confusión se manifiesta en la formación de nu-
merosas sectas que se combaten entre sí con tanta saña al me-
nos como combaten contra el enemigo común ajeno a ellas.
Esto ocurría en el cristianismo primitivo, y lo mismo ocurrió en
los comienzos del movimiento socialista, por muy doloroso
que fuese para las honradas personas bien intencionadas que
predicaban la unión, cuando la unión no era posible.
¿Acaso, por ejemplo, la cohesión de la Internacional era debida
a un dogma común? De ningún modo. Había en ella comunis-
tas según la tradición francesa de antes de 1848 que, a su vez,
representaban diferentes matices, comunistas de la escuela de
Weitling, otros que pertenecían a la renovada liga de los comu-
nistas, proudhonianos que representaban el elemento predomi-
nante en Francia y Bélgica, blanquistas, el Partido Obrero ale-
mán, en fin, anarquistas bakuninistas que durante un tiempo
predominaron en España e Italia. Y éstos eran sólo los grupos
principales. A partir de la fundación de la Internacional, ha sido

F. Engels: Contribución a la historia del cristianismo primitivo


- 17 -

necesario un buen cuarto de siglo para que se lleve a cabo defi-


nitivamente y en todas partes la separación con los anarquistas,
y que se establezca un acuerdo al menos sobre los puntos de
vista económicos más generales. Y eso con nuestros medios de
comunicación, los ferrocarriles, telégrafos, la ciudades mons-
truo industrializadas, la prensa y las reuniones populares orga-
nizadas.
La misma división en innumerables sectas se daba entre los
primeros cristianos, división que era justamente el medio de
suscitar la discusión y lograr la unidad ulterior. Constatamos ya
esta división en este libro, indudablemente el más antiguo do-
cumento cristiano, y nuestro autor fulmina contra ella con el
mismo implacable arrebato que contra todo el mundo pecador
de afuera. En primer lugar, contra los nicolaítas, en Efeso y
Pérgamo; los que dicen ser judíos pero son la sinagoga de Sa-
tán, en Esmirna y Filadelfia; los seguidores de la doctrina del
falso profeta llamado Balaam, en Pérgamo; los que dicen ser
profetas y no lo son, en Efeso; en fin, los partidarios de la falsa
profetisa llamada Jezabel, en Tiatira. No sabemos nada más
preciso sobre estas sectas, sólo de los sucesores de Balaam y de
Jezabel se dice que comen carnes sacrificadas a los ídolos y se
entregan a la impudicia.
Se ha tratado de representar a estas cinco sectas como si fuesen
cristianos paulinos, y todas estas cartas como si fuesen dirigi-
das contra Pablo el falso apóstol, el supuesto Balaam y Nicolás.
Los argumentos poco sostenibles que se relacionan con esto se
encuentran reunidos en Renan, Saint Paul (Paris, 1869, páginas
303, 305, 367, 370). Todos conducen a una explicación de
nuestras cartas mediante los Actos de los Apóstoles y las su-
puestas Epístolas de Pablo, escritos que, al menos en su redac-
ción actual, son posteriores en sesenta años al Apocalipsis y
cuyos datos relativos a éstas son, pues, más que dudosos y que,
además, se contradicen absolutamente entre sí. Pero lo que
zanja la cuestión es que a nuestro autor no se le pudo ocurrir
darle a una sola y única secta cinco denominaciones diferentes:
dos para la única Efeso (falsos apóstoles y nicolaítas) e igual-
mente dos para Pérgamo (los balamitas y los nicolaítas) y esto

F. Engels: Contribución a la historia del cristianismo primitivo


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designándolos expresamente en cada caso como dos sectas


diferentes. Sin embargo, no tenemos intención de negar que
entre estas sectas hayan podido encontrarse elementos a los que
hoy se consideraría como de sectas paulinas.
En los dos pasajes en que se entra en detalles, la acusación se
limita al consumo de carnes sacrificadas a los ídolos, y a la
impudicia, los dos puntos sobre los que los judíos –tanto los
antiguos como los judíos cristianos- estaban en eterna disputa
con los paganos conversos. Carne proveniente de sacrificios
paganos era no sólo servida en los festines, en los cuales recha-
zar los manjares presentes podía parecer inconveniente, incluso
ser peligroso, sino que además era vendida en los mercados
públicos en los que apenas era posible discernir si era koscher
(* *) o no. Por impudicia, estos mismos judíos entendían no sólo
el comercio sexual fuera del matrimonio, sino también el ma-
trimonio entre parientes en grados prohibidos por la Ley judía,
o aún más entre judíos y paganos, y es éste el sentido que, por
lo común, se da a la palabra en los Hechos de los apóstoles
(XV, 20 y 29). Pero nuestro Juan tiene una forma propia de
verlo, incluso en lo relativo al comercio sexual permitido a los
judíos ortodoxos. Dice (XIC, 4) de los 144.000 judíos celestes:
Son los que no se han manchado con mujeres, los que son vír-
genes. Y, de hecho, en el cielo de nuestro Juan no hay ni una
sola mujer. Pertenece pues a esa tendencia que se manifiesta
igualmente en otros escritos del cristianismo primitivo y que
considera pecado el comercio sexual en general. Si, además, se
tiene en cuenta el hecho de que califica a Roma como la gran
prostituta con la cual los reyes de la tierra se han entregado a la
impudicia y han sido embriagados por el vino de su impudicia
–y sus comerciantes se han enriquecido por la pujanza de su
lujo-, se nos hace imposible comprender la palabra de las cartas
en el sentido estrecho que la apologética teológica querría atri-
buirle, con el único fin de extraer de ahí una confirmación para
otros pasajes del Nuevo Testamento. Muy al contrario. Estos
pasajes de las cartas indican claramente el fenómeno común a
todas las épocas profundamente convulsas, a saber: que al
**
Comida al estilo judío, NdT

F. Engels: Contribución a la historia del cristianismo primitivo


- 19 -

mismo tiempo que se rompen todas las barreras, se busca rela-


jar los vínculos tradicionales de las relaciones sexuales. Del
mismo modo, en los primeros siglos cristianos, paralelamente
al ascetismo que mortifica la carne, se manifiesta bastante a
menudo la tendencia a extender la libertad cristiana a las rela-
ciones, más o menos libres de trabas entre hombres y mujeres.
Lo mismo ocurrió en el socialismo moderno.
¡Qué santa indignación provocó después de 1830, en la Alema-
nia de entonces –esa piadosa guardería, como la llamaba
Heine- la rehabilitation de la chair (3) saintsimoniana! Los más
profundamente indignados fueron las órdenes aristocráticas que
dominaban por entonces (en aquellos años aún no había clases
entre nosotros) y que, tanto en Berlín como en sus propiedades
del campo, no sabían vivir sin una rehabilitación reiterada de
su carne. ¡Qué hubiesen dicho estas buenas gentes si hubiesen
conocido a Fourier, que ofrece para la carne la perspectiva de
otras muchas cabriolas!
Una vez superado el utopismo, estas extravagancias dejaron el
puesto a nociones más racionales y, en realidad, mucho más
radicales, y después de que la Alemania de la piadosa guardería
de Heine que era, llegase a ser el centro del movimiento socia-
lista, todos se burlan de la hipócrita indignación del piadoso
mundo aristocrático.
Ese es todo el contenido dogmático de las cartas. En cuanto a
lo demás, llaman a los compañeros a la propaganda enérgica, a
la orgullosa y valiente confesión de su fe frente a sus adversa-
rios, a la lucha sin descanso contra el enemigo de fuera y de
dentro; y por lo que respecta a esto, podrían estar escritas por
un entusiasta de la Internacional un pelín profeta.

3
En francés en el original: rehabilitación de la carne

F. Engels: Contribución a la historia del cristianismo primitivo


- 20 -

- III -

L
AS cartas son sólo la introducción al verdadero tema de
la comunicación de nuestro Juan a las siete Iglesias de
Asia menor y, por medio de éstas, a toda la judería re-
formada del año 69, de la que salió la cristiandad más adelante.
Y aquí entramos en el santuario más íntimo del cristianismo
primitivo.
¿Entre qué personas se reclutaron los primeros cristianos?
Principalmente, entre los laboriosos y agobiados que pertene-
cían a las capas más bajas del pueblo, tal como conviene al
elemento revolucionario. ¿Y de quiénes estaban compuestas
estas capas? En las ciudades, hombres libres venidos a menos,
personas de todo tipo, semejantes a los mean whites (4) de los
Estados esclavistas del Sur, a los aventureros y vagabundos
europeos de las ciudades marítimas coloniales y chinas, tam-
bién de libertos y sobre todo de esclavos; en los latifundios de
Italia, Sicilia y África, de esclavos; en los distritos rurales de
las provincias, de pequeños campesinos cada vez más oprimi-
dos por las deudas. No había de ninguna manera una vía de
emancipación común para tan diversos elementos. Para todos
ellos, el paraíso perdido estaba en el pasado; para el hombre
libre venido a menos era la polis, ciudad y Estado a la vez cu-
yos ancestros habían sido en otros tiempos los ciudadanos li-
bres; para los esclavos prisioneros de guerra, la era de la liber-
tad antes de la servidumbre y la cautividad; para el pequeño
campesino, la sociedad gentilicia y la comunidad del suelo ani-
quiladas. La mano de hierro igualadora del romano conquista-
dor había echado abajo todo esto. La colectividad social más
importante que la antigüedad había creado era la tribu y la con-
4
Miserables blancos.

F. Engels: Contribución a la historia del cristianismo primitivo


- 21 -

federación de tribus emparentadas, agrupamiento basado entre


los bárbaros en las líneas de consanguíneos, entre los griegos y
los italos, fundadores de ciudades, en la polis que comprendía
una o varias tribus emparentadas. Filipo y Alejandro dieron a la
península helénica la unidad política, pero el resultado no fue
la formación de una nación griega. Las naciones sólo se hicie-
ron posibles tras la caída del imperio romano. Éste puso fin de
una vez por todas a los pequeños agrupamientos; la fuerza mili-
tar, la jurisdicción romana, el aparato de cobro de los impues-
tos dislocaron completamente la organización interna tradicio-
nal. A la pérdida de la independencia y de la organización ori-
ginal vino a añadirse el pillaje por las autoridades militares y
civiles, que comenzaban por despojar a los vasallos de sus te-
soros, para luego prestarles de nuevo a tasas de usura, a fin de
que pudiesen pagar nuevas exacciones. El peso de los impues-
tos y la necesidad de dinero que resultaba de ello en regiones
en las que la economía natural reinaba exclusivamente o de
forma preponderante, ponían cada vez más a los campesinos a
merced de los usureros, introducían una gran desproporción en
las fortunas, enriquecían a los ricos y arruinaban por completo
a los pobres. Y cualquier resistencia de las pequeñas tribus
aisladas o de las ciudades al gigantesco poder de Roma carecía
de toda esperanza. ¿Cuál era el remedio a esto, cuál el refugio
para los avasallados, los oprimidos, los arruinados, qué salida
común para estos distintos grupos humanos, con intereses di-
vergentes e incluso opuestos? No obstante, se hacía muy nece-
sario encontrar una, era preciso que un solo y gran movimiento
revolucionario los abarcase a todos.
Esta salida se encontró, pero no en este mundo. Y, tal como
estaban las cosas entonces, sólo la religión podía ofrecerla. Un
nuevo mundo se abrió. La existencia del alma tras la muerte de
los cuerpos se había hecho, poco a poco, un artículo de fe reco-
nocido en todo el mundo romano. Además, una forma de casti-
go y de recompensa para el alma del muerto, según las accio-
nes realizadas cuando estaba vivo, era cada vez más admitida
por todos. Para las recompensas, la verdad es que esto sonaba
un poco a hueco, la antigüedad era demasiado espontáneamen-

F. Engels: Contribución a la historia del cristianismo primitivo


- 22 -

te materialista para no atribuir un precio infinitamente mayor a


la vida real que a la vida en el reino de las sombras; entre los
griegos, la inmortalidad pasaba más bien por un infortunio.
Llegó el cristianismo, que se tomó en serio las penas y las re-
compensas en el otro mundo y creó el cielo y el infierno; así se
había encontrado la vía por la que conducir a los trabajadores y
los oprimidos de este valle de lágrimas al paraíso eterno. De
hecho, era necesaria la esperanza de una recompensa en el más
allá para llegar a elevar la renuncia al mundo y el ascetismo de
la escuela estoica de Filón al rango de principio ético funda-
mental de una nueva religión universal capaz de atraer a las
masas oprimidas.
No obstante, la muerte no abre de buenas a primeras este paraí-
so celeste a los fieles. Veremos que el reino de Dios, cuya nue-
va Jerusalén es la capital, no se conquista ni se abre más que
tras ardorosas luchas con las potencias infernales. Ahora bien,
los primeros cristianos se representaban estas luchas como in-
minentes. Tras el inicio, nuestro Juan define su libro como la
revelación de las cosas que deben ocurrir pronto; poco des-
pués, en el versículo 3, dice: Feliz el que lee y los que escuchan
las palabras de la profecía, pues el tiempo está cercano; a la
comunidad de Filadelfia, Jesucristo le dicta; Vendré pronto. Y
en el último capítulo, el ángel dice que reveló a Juan las cosas
que deben ocurrir pronto y le ordena: No pongas un sello a las
palabras de la profecía de este libro, pues el tiempo está pró-
ximo, y el mismo Jesucristo dice, en dos ocasiones, versículos
12 y 30: Vendré pronto. A continuación veremos hasta qué
punto esta venida era esperada para pronto.
Las visiones apocalípticas que el autor hace pasar ahora ante
nuestros ojos, son todas, y la mayor parte de las veces palabra
por palabra, tomadas de modelos anteriores. En parte, de los
profetas clásicos del Antiguo Testamento, sobre todo de Eze-
quiel, en parte de los Apocalipsis judíos posteriores, compues-
tos según el prototipo del libro de Daniel y sobre todo del libro
de Enoc ya redactado, al menos en parte, en aquella época. Los
críticos han demostrado hasta en los menores detalles, de dón-
de ha sacado nuestro Juan cada imagen, cada siniestro pronós-

F. Engels: Contribución a la historia del cristianismo primitivo


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tico, cada plaga infligida a la incrédula humanidad, en pocas


palabras, el conjunto de los materiales de su libro; de manera
que no sólo demuestra una falta de imaginación poco común,
sino que también él mismo proporciona la prueba de que no
vivió sus pretendidas visiones y éxtasis, ni siquiera en su ima-
ginación, tal como las ha descrito.
He aquí, en pocas palabras, el desarrollo de esas apariciones.
En primer lugar, Juan ve a Dios sentado en su trono, con un
libro sellado por siete sellos en la mano; ante él está el cordero
(Jesús) degollado, pero de nuevo vivo, que es hallado digno de
abrir los sellos. La apertura de cada sello es acompañada de
toda clase de signos y prodigios amenazantes. Al quinto sello,
Juan percibe, bajo el altar de Dios, las almas de los mártires de
Cristo que han sido muertos a causa de la palabra de Dios:
Ellos clamaron con fuerte voz, diciendo: ¿Hasta cuándo, maes-
tro santo y venerable, esperarás para juzgar y vengar nuestra
sangre en los habitantes de la tierra?
Después de esto, se le da a cada uno una ropa blanca y se les
invita a tener un poco más de paciencia hasta que esté comple-
to el número de los mártires que han de morir. Aquí todavía no
se plantea de ninguna manera la religión del amor, del amad a
los que os odian, bendecid a los que os maldicen, etc..., aquí se
predica abiertamente la venganza, la sana, la honesta venganza
contra los perseguidores de los cristianos. Y es así a todo lo
largo del libro. Cuanto más se acerca la crisis, más arrecia la
lluvia de plagas y juicios del cielo, y más alegría manifiesta
nuestro Juan al anunciar que, mientras tanto, la mayor parte de
los hombres no se arrepienten y rechazan hacer penitencia por
sus pecados; que nuevos azotes de Dios han de caer sobre
ellos; que Cristo tiene que gobernarlos con una vara de hierro y
pisar el vino en el lagar de la cólera de Dios todopoderoso;
pero que, no obstante, los impíos se mantienen duros de cora-
zón. Es el sentimiento natural, alejado de toda hipocresía, de
que se está en la lucha, y que à la guerre comme à la guerre(5).
Al abrirse el séptimo sello, aparecen siete ángeles con trompe-
5
En francés en el original: En la guerra, como en la guerra.

F. Engels: Contribución a la historia del cristianismo primitivo


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tas: cada vez que un ángel toca la trompeta, se producen nue-


vos signos de espanto. Tras el séptimo toque de trompeta, siete
nuevos ángeles entran en escena portando las siete copas de la
cólera de Dios que son arrojadas en la tierra y, de nuevo, llue-
ven azotes y juicios, en lo esencial una fatigosa repetición de lo
que ya ocurrió en numerosas ocasiones. Después, viene la mu-
jer, Babilonia, la gran prostituta, vestida de púrpura y escarlata,
sentada sobre las aguas, ebria de la sangre de los santos y de
los mártires de Jesús, es la gran ciudad sobre las siete colinas
que reina sobre los reyes de la tierra. Está sentada sobre una
bestia que tiene siete cabezas y diez cuernos. Las siete cabezas
son siete montañas, y son también siete reyes. De estos reyes,
cinco ya han pasado; uno existe, el séptimo está por venir, y
tras él, uno de los cinco primeros, que había sido herido de
muerte pero fue curado, volverá. Éste reinará sobre la tierra
durante cuarenta y dos meses, o tres años y medio (la mitad de
una semana de siete años), perseguirá a los fieles a muerte y
hará triunfar la impiedad. Después, se libra la gran batalla deci-
siva, los santos y los mártires son vengados con la destrucción
de la gran prostituta Babilonia y de todos sus partidarios, es
decir, de la gran mayoría de los hombres; el demonio es arroja-
do al abismo y encadenado allí por mil años, durante los cuales
reina el Cristo con los mártires resucitados. Cuando se cumplen
los mil años, el diablo es liberado: sigue una última batalla de
los espíritus en la cual es definitivamente vencido. Tiene lugar
una segunda resurrección, el resto de los muertos resucita y
comparece ante el trono de Dios (no de Cristo, atención a esto)
y los fieles entran en un nuevo cielo, una nueva tierra y una
nueva Jerusalén para la vida eterna.
Del mismo modo que todo este tinglado es levantado con mate-
riales exclusivamente judíos y precristianos, muestra concep-
ciones casi pura y exclusivamente judías. Desde que las cosas
comenzaron a ir mal para el pueblo de Israel, desde el momen-
to en que se hizo tributario de Asiria y de Babilonia, desde la
destrucción de los dos reinos de Israel y de Judá hasta su servi-
dumbre a los seléucidas, es decir, desde Isaías hasta Daniel,
siempre hubo, en las horas de adversidad, la profecía de un

F. Engels: Contribución a la historia del cristianismo primitivo


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salvador providencial. En el capítulo XII, 1, 3 de Daniel se


encuentra la profecía de la llegada de Miguel, el ángel guardián
de los judíos, que les liberará de su gran desamparo: Muchos
muertos resucitarán, habrá una especie de juicio final y los que
hayan enseñado la justicia a la multitud brillarán como estre-
llas, para siempre y a perpetuidad. De cristiano sólo hay aquí
el acento puesto con insistencia en la inminencia del reino de
Jesucristo y en la felicidad de los fieles resucitados, particular-
mente los mártires.
Debemos a la crítica alemana, y sobre todo a Ewald, Lücke y
Ferdinand Benary la interpretación de esta profecía, a pesar de
que esté relacionada con los acontecimientos de la época. Gra-
cias a Renan, penetró en otros medios distintos de los teológi-
cos. La gran prostituta, Babilonia, significa, como ya hemos
visto, la ciudad de las siete colinas, Roma. De la bestia sobre la
cual ella está sentada, se dice en XVIII, 9, 11:
Las siete cabezas son siete montañas sobre las cuales está sen-
tada la mujer. Son también siete reyes: cinco están derribados,
uno existe, el otro aún no ha venido y cuando venga permane-
cerá por poco tiempo. Y la bestia que estaba, y que ya no está,
es ella misma un octavo rey, y es del número de los siete, y va
a la perdición.
La bestia es, pues, la dominación mundial de Roma, represen-
tada sucesivamente por siete emperadores, de los cuales uno ha
sido herido de muerte y ya no reina, pero ha sido curado y va a
volver con el fin de llevar a cabo como octavo rey el reino de la
blasfemia y la rebelión contra Dios:
Y le fue dado hacer la guerra a los santos y vencerlos. Y le fue
dada autoridad sobre toda tribu, todo pueblo, toda lengua y
toda nación; y todos los habitantes de la tierra le adorarán,
aquellos cuyo nombre no ha sido escrito desde la fundación del
mundo en el libro de vida del cordero que ha sido inmolado. Y
ella hizo que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres
y esclavos, recibieran una marca en su mano derecha o en su
frente y que nadie pudiese comprar o vender sin tener la mar-
ca, el nombre de la bestia o el número de su nombre. Aquí está

F. Engels: Contribución a la historia del cristianismo primitivo


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la sabiduría. Que aquél que tenga inteligencia calcule el nú-


mero de la bestia. Pues es un número de hombre y su número
es 666 (XIII, 7-18).
Constatemos solamente que el boicot es mencionado aquí co-
mo una medida empleada por la potencia romana contra los
cristianos –que es, pues, manifiestamente una invención del
diablo- y pasemos a la cuestión de saber quién es este empera-
dor romano que ya ha reinado, fue herido mortalmente y vuel-
ve como el octavo de la serie para actuar como Anticristo.
Después de Augusto, el primero, tenemos: 2, Tiberio; 3, Calí-
gula; 4, Claudio; 5, Nerón; 6, Galba. Cinco han caído, uno
existe. Por lo tanto, Nerón ya ha caído. Galba existe. Galba
reinó del 9 de junio del 68 al 15 de enero del 69. Pero inmedia-
tamente después de subir al trono, las legiones del Rhin se su-
blevaron bajo el mando de Vitelius, al tiempo que en otras pro-
vincias otros generales preparaban levantamientos militares. En
la misma Roma, los pretorianos se sublevaron, mataron a Gal-
ba y proclamaron emperador a Otón.
De ello resulta que nuestro Apocalipsis fue escrito bajo Galba,
probablemente hacia el final de su reinado, o más tarde, duran-
te los tres meses (hasta el 15 de abril del 69) del reinado de
Otón, el séptimo. Pero ¿quién es el octavo, que estuvo y ya no
está? El número 666 nos lo mostrará.
Entre los semitas –los caldeos y los judíos- de esta época, esta-
ba en boga un arte mágica basada en el doble significado de las
letras. Desde alrededor de trescientos años antes de nuestra era,
las letras hebraicas eran igualmente empleadas como cifras:
a = 1, b = 2, c = 3, d = 4,
y así todas las demás. Ahora bien, los adivinos cabalistas su-
maban los valores numéricos de las letras de un nombre y, con
la ayuda de la adición de las cifras obtenida, por ejemplo for-
mando palabras o combinaciones de palabras de igual valor
numérico que permitiesen extraer conclusiones sobre el futuro
del que llevaba ese nombre, procuraban hacer profecías. Del
mismo modo, se expresaban palabras secretas en esta lengua

F. Engels: Contribución a la historia del cristianismo primitivo


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cifrada. Se llamaba a este arte con una palabra griega, ghema-


triah, geometría; los caldeos que la ejercían como un oficio y
que Tácito llama los mathematici, fueron perseguidos en Roma
bajo Claudio y una vez más bajo Vitelius, al parecer por delito
grave.
Es justamente en el ambiente de esta matemática como se pro-
duce el número 666. Tras él, se esconde el nombre de uno de
los cinco primeros emperadores romanos. Ahora bien, Ireneo, a
finales del siglo II, además del número 666, conocía la variante
616 que también databa de un tiempo en que el enigma de las
cifras era todavía conocido. Si la solución da cuenta igualmente
de los dos números, será la prueba de que es correcta.
Ferdinand Benary encontró esa solución. El nombre es Nerón.
El número está basado en Nerón Kesar, la trascripción hebraica
–tal como atestiguan el Talmud y las inscripciones de Palmira-
del griego Neron Kaisar, Nerón emperador, que llevaba como
leyenda la moneda del emperador acuñada en las provincias
orientales del Imperio. Así: n (nun) = 50; r (resch) = 200; v
(vav) para 0 = 6; n (nun) = 50; k (kaph) = 100; s (samech) =
60; y r (resch) = 200; total = 666. Ahora, tomando como base
la forma latina, Nero Caesar el segundo n (nun) = 50 es supri-
mido, y obtenemos 666 – 50 = 616, la variante de Ireneo.
En efecto, todo el Imperio romano en tiempos de Galba estaba
en pleno desbarajuste. El mismo Galba, a la cabeza de las le-
giones de España y de la Galia había marchado sobre Roma
para derrocar a Nerón; este huyó y se hizo matar por un liberto.
Pero contra Galba, no sólo los pretorianos en Roma, sino tam-
bién los comandantes en las provincias conspiraban; por todas
partes surgían pretendientes al trono, preparándose para lanzar-
se sobre la capital con sus legiones. El imperio parecía entre-
gado a la guerra intestina; su caída parecía inminente. Para
colmo, se extendió el rumor, sobre todo en Oriente, de que Ne-
rón no estaba muerto, sino solamente herido, que se había refu-
giado entre los partos, que pasaría el Éufrates y vendría con un
ejército para inaugurar un nuevo reinado de terror aún más
sangriento. La Acadia y Asia en particular estaban sobresalta-

F. Engels: Contribución a la historia del cristianismo primitivo


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das a causa de tales informes. Y justo en el momento en que el


Apocalipsis debió ser compuesto, apareció un falso Nerón que
se estableció con un partido bastante numeroso en la isla de
Cythnos (la Termia moderna) en el mar Egeo, cerca de Patmos
y del Asia menor, hasta que fue muerto, bajo Otón. Nada
asombroso, pues, que entre los cristianos, contra los cuales
Nerón había lanzado las primeras grandes persecuciones, se
hubiese propagado la opinión de que volvería como el Anticris-
to, de que su vuelta, así como una nueva y más seria tentativa
de exterminio sangriento de la joven secta sería el presagio y el
preludio del Cristo, de la gran batalla victoriosa contra las po-
tencias del infierno, del reino de mil años que se iba a estable-
cer pronto y cuya llegada segura hizo que los mártires fuesen
alegremente a la muerte.
La literatura cristiana y de inspiración cristiana de los dos pri-
meros siglos señala con suficientes indicios que el secreto de la
cifra 666 era entonces conocido por muchos. Ireneo, ciertamen-
te, ya no lo conocía, pero por el contrario sabía, como muchos
otros hasta finales del siglo II, que la bestia del Apocalipsis era
Nerón que volvía. Después, esta última huella se pierde y nues-
tro Apocalipsis es entregado a la interpretación fantástica de
adivinos ortodoxos; yo mismo he conocido aún a viejos que,
según los cálculos del anciano Johann Albrecht Bengel, espe-
raban el fin del mundo y el juicio final para el año 1836. La
profecía se realizó en la fecha anunciada. Sólo que el juicio no
alcanzó al mundo de los pecadores, sino a los mismos piadosos
intérpretes del Apocalipsis. Pues, en ese mismo año de 1836, F.
Benary proporcionó la clave del número 666 y puso así punto
final a todo ese cálculo adivinatorio, a esa nueva ghematriah.
Del reino de los cielos reservado a los fieles, nuestro Juan no
nos ofrece más que una descripción muy superficial. Para la
época, la nueva Jerusalén está ciertamente construida en un
plano bastante grandioso: un cuadrado de 12.000 estadios de
lado = 2.227 kilómetros, una superficie por lo tanto de alrede-
dor de cinco millones de kilómetros cuadrados, más que la mi-
tad de los Estados Unidos de América, construida únicamente
en oro y piedras preciosas. Allí, Dios habita en medio de los

F. Engels: Contribución a la historia del cristianismo primitivo


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suyos y los ilumina en lugar del sol; ya no hay ni muerte, ni


pesar, ni sufrimiento; un río de agua viva discurre a través de la
ciudad, sobre sus riberas crece el árbol de la vida produciendo
doce veces sus frutos, dando su fruta cada mes, y las hojas del
árbol sirven para la curación de los gentiles (a la manera de un
té medicinal, según Renán: El Anticristo, p. 452). Allí viven los
santos por los siglos de los siglos.
Así era el cristianismo en el Asia Menor, su principal hogar,
hacia el año 68, hasta el punto en que es conocido por nosotros.
Ni el más mínimo indicio de una Trinidad; por el contrario, el
viejo Jehová uno e indivisible del judaísmo decadente desde el
que, de Dios nacional judío se elevó, único, al rango de Dios
supremo del cielo y de la tierra donde pretende reinar sobre
todos los pueblos prometiendo la gracia a los conversos y ex-
terminando a los rebeldes de forma inmisericorde, fiel en esto
al antiguo parcere subjectis ac delellare superbos (6).
De igual manera, es este mismo Dios el que preside el juicio
final, y no Jesucristo, como en los relatos ulteriores de los
Evangelios y las Epístolas. En consonancia con la doctrina per-
sa de la emanación, familiar en el judaísmo decadente, Cristo
es el cordero, emanado de Dios para toda la eternidad; y lo
mismo, a pesar de que ocupen un rango inferior, los siete espí-
ritus de Dios, que deben su existencia a un pasaje poético mal
entendido (Isaías, XI, 2). Ninguno de ellos es Dios ni igual a
Dios, sino que todos están sometidos a él. El cordero se ofrece
de buen grado como sacrificio expiatorio por los pecados del
mundo, y debido a este elevado acto es expresamente promovi-
do en la jerarquía celeste; en todo el libro este sacrificio volun-
tario le es tenido en cuenta como un acto extraordinario y no
como una acción que surgiese necesariamente de lo más pro-
fundo de su ser.
Ni qué decir tiene que toda la corte celestial de los ancianos,
querubines, ángeles y santos está presente. A partir del Zend
avesta, el monoteísmo siempre tuvo que hacerle concesiones al
politeísmo para constituirse como religión. Entre los judíos, la
6
En latín en el original: Perdonar a los vencidos y castigar a los soberbios

F. Engels: Contribución a la historia del cristianismo primitivo


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recaída en los dioses paganos y sensuales persiste en estado


crónico hasta que, tras el exilio la corte celeste al estilo persa
acomoda un poco mejor la religión a la imaginación popular.
También el cristianismo, incluso después de que hubiese reem-
plazado al Dios de los judíos eternamente inmutable por el mis-
terioso Dios trinitario, diferenciado en sí mismo, sólo pudo
suplantar el culto a los antiguos dioses entre las masas por el
culto a los santos. Así, el culto a Júpiter, según Fallmerayer,
sólo hacia el siglo IX llegó a extinguirse en el Peloponeso, en
la Maina, en Arcadia, (Historia de la península de Morea, I, p.
227). Son la era burguesa moderna y su protestantismo los que
en su momento descartan a los santos y se toman al fin en serio
el monoteísmo diferenciado.
Nuestro Apocalipsis tampoco conoce el dogma del pecado ori-
ginal ni la justificación por la fe. La fe de estas primeras comu-
nidades belicosas difiere en todo de aquella de la iglesia triun-
fante posterior; al lado del sacrificio expiatorio del cordero, el
próximo retorno de Cristo y la inminencia del reino milenario
constituyen su contenido esencial y el único por el que se ma-
nifiesta. Es el momento de la propaganda activa, la lucha sin
descanso contra el enemigo de dentro y de fuera, la orgullosa
confesión de estas convicciones revolucionarias ante los jueces
paganos, el martirio soportado con coraje en la certeza de la
victoria.
Como hemos visto, el autor aún no sospecha que es algo dife-
rente de un judío. En consecuencia, ninguna alusión, en todo el
libro, al bautismo; además, existen numerosos indicios de que
el bautismo es una institución del segundo periodo cristiano.
Los 144.000 judíos creyentes son sellados, no bautizados. De
los santos del cielo, se dice: Son aquellos que han lavado y
blanqueado sus largas vestiduras en la sangre del cordero; ni
una palabra del agua del bautismo. Los dos profetas que prece-
den la aparición del Anticristo (capítulo XI) tampoco bautizan
y en el capítulo XIX, 10, el testimonio de Jesús no es el bau-
tismo, sino el espíritu de profecía. Habría sido natural en todas
estas ocasiones hablar de bautismo, por poco que estuviese ya
instituido. Estamos, pues, autorizados a concluir con una casi

F. Engels: Contribución a la historia del cristianismo primitivo


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total certeza que nuestro autor no lo conocía y que sólo se in-


trodujo cuando los cristianos se separaron definitivamente de
los judíos.
Nuestro autor también ignora el segundo sacramento posterior,
la eucaristía. Si en el texto de Lutero Cristo promete a todo
habitante de Tiatira que haya perseverado en la fe que entrará
en su casa y comulgará con él, con esto se induce a engaño. En
griego se lee deipnêso, yo cenaré (con él), y la palabra está
correctamente traducida en las biblias inglesas y francesas. De
la cena como festín conmemorativo, no se habla aquí en abso-
luto.
Nuestro libro, con su fecha (68 ó 69) atestiguada de forma tan
particular, es sin duda el más antiguo de la toda la literatura
cristiana. Ningún otro fue escrito en una lengua tan bárbara, en
la que pululan hasta tal punto los hebraísmos, las construccio-
nes imposibles, las faltas gramaticales. Sólo los teólogos de
profesión, o historiógrafos interesados niegan aún que los
Evangelios o los Hechos de los apóstoles sean remodelaciones
tardías de escritos actualmente perdidos y cuyo más mínimo
núcleo histórico ya no puede ser descubierto bajo la exuberan-
cia legendaria; incluso las tres o cuatro Epístolas apostólicas
presuntamente auténticas de Bruno Bauer no representan más
que escritos de una época posterior o, en el mejor de los casos,
composiciones más antiguas de autores desconocidos, retoca-
das y embellecidas con numerosas adiciones e interpolaciones.
Es tanto más importante para nosotros poseer con nuestra obra,
cuyo periodo de redacción se puede establecer con un mes de
variación, un libro que nos presenta el cristianismo bajo su
forma más rudimentaria, bajo la forma en la que se parece a la
religión de Estado del siglo IV, acabado en su dogmática y su
mitología, poco más o menos lo que la mitología aún vacilante
de los germanos de Tácito se parece a la mitología del Edda,
plenamente elaborada bajo la influencia de elementos cristia-
nos y antiguos.
El germen de la religión universal está ahí, pero todavía encie-
rra en estado indiferenciado las mil posibilidades de desarrollo

F. Engels: Contribución a la historia del cristianismo primitivo


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que se realizan en las innumerables sectas posteriores. Si el


fragmento más antiguo del devenir del cristianismo tiene para
nosotros un valor tan particular es porque nos da a conocer en
su integridad lo que el judaísmo –fuertemente influenciado por
Alejandría- aportó al cristianismo. Todo lo posterior es añadido
occidental, grecorromano. Fue necesaria la mediación de la
religión judía monoteísta para revestir al monoteísmo erudito
de la filosofía griega vulgar con la única forma religiosa bajo la
cual podía influir en las masas. Una vez encontrada esta me-
diación, sólo podía transformarse en una religión universal en
el mundo grecorromano, continuando su desarrollo para fundir-
se finalmente en el fondo de ideas que este mundo había con-
quistado.

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