Dios No Hace Acepción de Personas

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Romanos 2:11 Porque en Dios no hay acepción de

personas.

Queridos hermanos y amigos lectores: En esta ocasión


quiero hablar de una característica de suma importancia
del juicio de Dios, la imparcialidad.

Hacer acepción de personas es algo muy común entre


los seres humanos. Muchas veces la balanza se inclina
por el peso del poder económico de las personas.

Otras veces es el peso político el que prevalece a favor


de alguno. Algunos tienden a favorecer a los ricos para
ganar ventajas con el poder económico, otros favorecen
a los más pobres para ganar ventajas con las mayorías.

Aún entre los religiosos se manejan las influencias y el


poder económico para favorecerse o favorecer a algunos
sobre otros. Sin embargo, debemos estar agradecidos
que esto no sucede en lo que respecta al juicio de Dios.

En lo que a Dios concierne, todos los seres humanos son


iguales. Todos tienen la misma necesidad de salvación:
“por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la
gloria de Dios” (Romanos 3:23).
Para con Dios no hay ninguna diferencia entre las
personas por su nacionalidad: “Porque no hay diferencia
entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de
todos, es rico para con todos los que le invocan”
(Romanos 10:12).

Tampoco hay diferencia por su condición social,


económica o de género: “Ya no hay judío ni griego; no
hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos
vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28).

La justicia de Dios no toma en cuenta el grado de


estudio, la posición social o económica del hombre
“Como está escrito: No hay justo, ni aun uno” (Romanos
3:10). Dios no favorece ni quiere que se favorezca al
pobre solo por ser pobre y tampoco que se favorezca al
rico “No harás injusticia en el juicio, ni favoreciendo al
pobre ni complaciendo al grande; con justicia juzgarás a
tu prójimo” (Levítico 19:15).

En primer lugar veamos que la imparcialidad de Dios


permite que todos los hombres tengan la misma
oportunidad de ser salvos.

En realidad Dios desea la salvación de todos: “Porque


esto es bueno y agradable delante de Dios nuestro
Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean
salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1
Timoteo 2:3-4).

Para esto Dios hace beneficiarios de su paciencia a


todos por igual: “El Señor no retarda su promesa, según
algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para
con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino
que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9).

En segundo lugar, La imparcialidad de Dios, hace que


provea un mismo salvador para todos los hombres:
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a
su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no
se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).

Dios dio a su Hijo unigénito para proveer salvación a


todos los hombres sin excepción. “Y en ningún otro hay
salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado
a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos
4:12). No hay un salvador para los Judíos y otro para los
Gentiles.

Tampoco hay un salvador diferente para los ricos y otro


para los pobres, o uno para los intelectuales y otro para
los incultos: “Porque no hay diferencia entre judío y
griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico
para con todos los que le invocan” (Romanos 10:12).
En tercer lugar, así como Dios provee un mismo
salvador para todos, también establece una sola forma
de ser salvos: “Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la
verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan
14:6). Hay un solo camino y una sola verdad para ser
salvos.

“Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la


obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser
autor de eterna salvación para todos los que le
obedecen” (Hebreos 5:8-9). Cristo es el autor de la
salvación para todos los que le obedecen.

Esta es la única forma como se puede ser salvo y es la


misma para todos los hombres. En este punto la
imparcialidad de Dios nos tranquiliza siempre y cuando el
esfuerzo, sacrificio y dedicación de cada uno esté
encaminado a la obediencia a los mandamientos de Dios,
que son entregados por medio de Cristo.

Pero si es de otra manera debemos preocuparnos porque


no hay otra forma de entrar en el reino de Dios: “No todo
el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los
cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está
en los cielos.
Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no
profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos
fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos
milagros?

Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de


mí, hacedores de maldad” (Mateo 7:21-23). No son los
grandes misioneros los que tienen su entrada asegurada
en el reino de los cielos. No son, tampoco los
realizadores de milagros los que entrarán en el reino de
Dios.

La única manera de asegurar su entrada en la vida


eterna, es haciendo la voluntad de Dios. Esto nos lleva a
la siguiente consideración.

En cuarto lugar, la voluntad de Dios debe ser la misma


para todos los hombres. La imparcialidad de Dios nos
asegura que todos los hombres deberán obedecer los
mismos mandamientos para ser salvos: “por cuanto
todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”
(Romanos 3:23).

Una vez destituidos de la gloria de Dios, se requiere de la


obediencia a su voluntad para ser salvos.
El evangelio de Cristo es la voluntad de Dios para
salvación:

“Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es


poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al
judío primeramente, y también al griego” (Romanos 1:16).

El evangelio es el único poder de salvación para todos


los hombres: “En él también vosotros, habiendo oído la
palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y
habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu
Santo de la promesa” (Efesios 1:13).

De acuerdo con el evangelio, la voluntad de Dios es, a


grandes rasgos: Que el hombre crea en Cristo como el
Hijo de Dios: “Por eso os dije que moriréis en vuestros
pecados; porque si no creéis que yo soy, en vuestros
pecados moriréis” (Juan 8:24). Que se arrepienta de sus
pecados: “Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos
pereceréis igualmente” (Lucas 13:3).

Que confiese, delante de los hombres, su fe en Cristo


como el Hijo de Dios: “A cualquiera, pues, que me
confiese delante de los hombres, yo también le
confesaré delante de mi Padre que está en los cielos.
Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo
también le negaré delante de mi Padre que está en los
cielos” (Mateo 10:32-33).

Que se bautice con el bautismo ordenado por Cristo: “Por


tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones,
bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del
Espíritu Santo” (Mateo 28:19).

Por último, es necesario perseverar hasta el fin,


guardando todas las cosas que Cristo ha mandado:
“enseñándoles que guarden todas las cosas que os he
mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días,
hasta el fin del mundo.

Amén” (Mateo 28:20). “Mas el que persevere hasta el fin,


éste será salvo” (Mateo 24:13). Con respecto a la
obediencia a los mandamientos encontrados en el
evangelio, debemos considerar que la imparcialidad de
Dios nos asegura que si una sola persona está sujeta a
obedecer uno estos mandamientos, entonces todos lo
estamos.

Con esto quiero decir que Dios no requiere de una


persona solamente creer para que tenga entrada en su
reino y que de otra requiere solamente arrepentimiento y
de otra bautismo o confesión etc. Sino que lo que Dios le
requiere a una, se lo requiere a todas.
Permítanme extenderme un poco en esta explicación. Si
una persona es requerida a creer para ser salva, todos
requerimos creer por la misma causa.

Si otra persona es requerida a arrepentirse, entonces


todos somos requeridos a lo mismo, incluyendo a la
persona que fue requerida a creer.

Si otra persona es requerida a confesar su fe en Cristo


delante de los hombres, entonces todos somos
requeridos a lo mismo.

Esto quiere decir que la persona que fue requerida a


creer, también es requerida a arrepentirse y a confesar
también, y así podemos ir agregando mandamientos cuya
obediencia es requerida para la salvación.

Hablando del bautismo, dice la Escritura: “El que


creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no
creyere, será condenado” (Marcos 16:16).

Este versículo de la Escritura nos habla de dos


mandamientos necesarios para ser salvos: Creer y ser
bautizado, pero, además específicamente afirma que con
solo ser bautizado no se puede ser salvo.

Esto nos enseña que si el bautismo le fuera requerido a


un infante para su salvación, entonces también le es
requerido creer. Esto nos lleva a la conclusión que si al
infante no le es requerido creer, tampoco le es requerido
el bautismo por la misma razón.

Luego, hablando de la fe, hay doctrinas que afirman que


con solo creer la persona es salva, sin embargo el
apóstol Santiago los desmiente diciendo: “Hermanos
míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y
no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle?” (Santiago 2:14).
No basta con la fe para ser salvos.

Se necesita también arrepentimiento, confesión,


bautismo y perseverancia en guardar todo lo que Cristo
ha mandado. Esto nos lleva a considerar lo siguiente:
Hay una sola forma de guardar lo que Cristo ha mandado:
El bautismo, por ejemplo, es un mandamiento que ha sido
adulterado de diversas maneras.

Unos afirman que con solo rociar agua sobre la persona,


es suficiente para ser considerado como bautismo. Otros
derraman agua sobre la cabeza de la persona y dicen que
eso es bautismo.
Otros bautizan invocando solo el nombre de Jesús. Otros
bautizan, pero no para el perdón de pecados etc.

Sin embargo hay un solo bautismo ordenado por Cristo:


“Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones,
bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del
Espíritu Santo” (Mateo 28:19).

Este bautismo es para perdón de los pecados: “Pedro les


dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el
nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y
recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:38).

Y es una sepultura en agua: “Porque somos sepultados


juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de
que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del
Padre, así también nosotros andemos en vida nueva”
(Romanos 6:4).

Al ahondar un poco más en los motivos, de aquellos que


aquellos que han cambiado la inmersión por rociamiento
y también que uno de los propósitos del bautismo es el
perdón de los pecados, al final se concluye que es por
comodidad y conveniencia.

Por comodidad para facilitar la observancia del


mandamiento y conveniencia para que no sea
absolutamente necesario para salvación.
Pero Cristo dice: “Y el que no lleva su cruz y viene en pos
de mí, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:27).

La imparcialidad de Dios nos enseña que si uno fue


requerido a ser sumergido en agua para su bautismo, el
inconveniente que esto signifique, no será disculpado
para otros.

También nos asegura que si otra persona se le indicó


que era para lavar sus pecados, esto no será disculpado
para el perdón de los pecados de nadie. Otro
mandamiento que ha sido adulterado por los
inconvenientes que representa su observancia conforme
a la Escritura, es la Cena del Señor.

Para el cumplimento de este mandamiento Cristo ordenó


beber de una copa todos. “Y tomando la copa, y habiendo
dado gracias, les dio, diciendo: Bebed de ella todos”
(Mateo 26:27).

El argumento es la higiene. Una vez más, debemos


recordar que, si es una cruz para nosotros beber todos
de una misma copa, debemos aceptarla y llevarla a
cuestas para poder ser discípulos de Cristo, porque Dios
no hace acepción de personas y no disculpará a nadie de
cumplir con este mandamiento como fue ordenado por
Cristo.

Quinto: Dios ha provisto una iglesia donde deben estar


todos los que han de ser salvos. Dice la Escritura:
“alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y
el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de
ser salvos” (Hechos 2:47).

En este punto quiero hablar un poco de la iglesia.


¿Tendrá algo que ver la iglesia en relación con la
imparcialidad de Dios? Muchos piensan que la iglesia no
es importante. Hasta piensan que en realidad algunas
personas de cada iglesia serán salvas.

Sin embargo, el versículo anterior dice que el Señor


añadía a la iglesia los que habían de ser salvos. ¿A cuál
iglesia eran añadidos? Cristo dijo: “Y yo también te digo,
que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia;
y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”
(Mateo 16:18).

Lógicamente a la iglesia que Cristo había profetizado que


iba a edificar, la iglesia de Cristo. Esta iglesia es la que
Cristo amó y se entregó a sí mismo por ella: “Maridos,
amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la
iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:25).
Cristo se entregó a sí mismo, pagando el precio de su
sangre por la iglesia: “Por tanto, mirad por vosotros, y
por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto
por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual
él ganó por su propia sangre” (Hechos 20:28).

La imparcialidad de Dios indica que solamente los que


han obedecido los mandamientos de Dios, y han sido
añadidos a la iglesia de Cristo, por el Señor, son los
herederos de la vida eterna. Ninguna persona que esté
en otra iglesia puede hacer los méritos suficientes para
que Dios pase por alto lo anterior.

Por último, la imparcialidad de Dios ha provisto un solo


juez y una sola ley por la que todos seremos juzgados:
“Porque es necesario que todos nosotros
comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada
uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en
el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Corintios 5:10).

El juez es Cristo. Juez justo: “Por lo demás, me está


guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor,
juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a
todos los que aman su venida” (2 Timoteo 4:8).

Que no hace acepción de personas: “Y vosotros, amos,


haced con ellos lo mismo, dejando las amenazas,
sabiendo que el Señor de ellos y vuestro está en los
cielos, y que para él no hay acepción de personas”
(Efesios 6:9).

La ley por la que seremos juzgados es la misma para


todos: “Así hablad, y así haced, como los que habéis de
ser juzgados por la ley de la libertad” (Santiago 2:12).

Esta ley es el evangelio de Cristo: “en el día en que Dios


juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres,
conforme a mi evangelio” (Romanos 2:16).

La imparcialidad de Dios, y de Jesucristo, el juez justo,


nos asegura que la ley por la que hemos de ser juzgados
no cambiará jamás: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis
palabras no pasarán.” (Lucas 21:33).

Conclusión: La imparcialidad de Dios es una gran


bendición para todo el que se esfuerce en obedecer la
voluntad de Dios por lo cual debemos alegrarnos y estar
agradecidos.

Al mismo tiempo es una razón por la cual se debe poner


mucho cuidado si algún mandamiento no está siendo
obedecido como el evangelio lo enseña, porque Dios no
lo pasará por alto. Dios los bendiga y hasta la próxima. Ω

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