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La música de cámara
CONSUELO CARREDAÑO
El laberinto y la confusión con que hasta nuestros días se ha enseñado la música, ha hecho
fastidioso su estudio, ha retraído a los jóvenes de ambos sexos a tocar y a cantar, y en suma nos
ha atestado de empíricos, acarreándonos por último resultado el mal gusto y el
amontonamiento de notas que se percibe en muchas de nuestras composiciones. Sus autores
están dotados de genio, tienen a su favor el índole nacional, la suavidad del lenguaje, son
excelentes prácticos y sin embargo de estos auxilios ¿por qué sus obras no pueden todavía
ponerse al lado de los Mozares y Bethovenes? Porque no han considerado la música bajo el
verdadero punto de vista, y porque la han revestido de adornos góticos.6
Si aceptamos que efectivamente hubo un interés específico por los autores clásicos en
Hasta ahora no ha tenido quien le extienda una mano protectora y saque a nuestros
profesores del estado de abatimiento a que las preocupaciones u otras causas bastante
conocidas nos han lanzado; limitándose los más a unos aplausos estériles cuando asisten a
nuestras orquestas, han cesado sus admiraciones en el momento en que sus oídos han dejado
de sentir las impresiones agradables de los instrumentos. Tenemos genios a propósito para que
en América se produjeran los Jomelis, Tartinis, Ducecs, Aydms y otros tantos que han sido la
admiración de Italia y demás Estados de la culta Europa: la dulzura del clima, el carácter
nacional, la flexibilidad del idioma, todo presta las más felices ventajas para que la música no
yaciera en el abandono en que hoy desgraciadamente se encuentra, así en el Canto de Capilla
como el de Cámara y teatral. ¿En qué pues consistirá esa decadencia de una facultad tan
encantadora, que al paso que conmueve los ánimos excita los más dulces afectos? Ya he
indicado que el ningún estímulo ni protección es lo que ocasiona el anonadamiento de nuestros
músicos, pero es necesario repetirlo aunque se resienta el amor propio.8
En los escritos del periodo aparece una idea obstinada: la de salvar a la música de su
Si de comparaciones sed tenemos, háganse en cuenta hora, pero equiparando las fuerzas
comparadas; compárese, por ejemplo, nuestro arte con el de cualquier de los pueblos del nuevo
mundo, y así las cosas, no estando de nuestra parte todas las desventajas, se tendrá la medida
de lo que vale la ilustración musical del país y se podrá apreciar en buenas condiciones, la
importancia real de sus progresos. Las comparaciones con el adelanto europeo son imposibles,
Europa viene cultivando su música desde los comienzos de la era cristiana, ¡friolera! VII siglos a
partir de San Ambrosio; mientras que México sólo tiene de música, 75 años; la época de nuestra
Independencia.10
Ya bien entrado el siglo XIX, las primeras manifestaciones que podrían considerarse
como «de cámara» poco tenían que ver con lo que hoy entendemos por esta expresión. Se
trataba de audiciones instrumentales, sesiones misceláneas en las que intervenían elementos
dispares; instrumentos, voz, danza, poesía y cuantas formas de entretenimiento se tuviesen
a mano. Aquellas prácticas, conviene recordarlo, no fueron privativas de las sociedades
americanas; basta con asomarse a los programas que alguna vez ofrecieron Beethoven o
Chopin para comprobar que sólo después de Liszt se generalizó la idea de constituir progra-
mas con un solo instrumento o un solo grupo de instrumentos. Lauro Ayestarán calcula que
desde principios de siglo, y hasta 1860, se presentaron en Montevideo alrededor de una
treintena de concertistas cuyas especialidades fueron principalmente el piano, violín, arpa,
guitarra, violonchelo y flauta. Pero desde el primer concierto que se escuchó en Montevideo,
fechado por el mismo autor en junio de 1822, primó el eclecticismo: la programación se
componía de dúos de violín y guitarra, de guitarra y clarinete, un sinfín de paráfrasis, fantasías
y variaciones sobre motivos de óperas para violín solo o con acompañamiento pianístico.
El cultivo de la música de cámara en América generalmente aparece asociado en sus
inicios a las prácticas musicales en espacios eclesiásticos o bien en el salón criollo. Pero en
países como Costa Rica se vinculó más con la irradiación de las bandas. Como en buena parte
del continente, los acontecimientos políticos estimularon la organización militar y con ello la
conformación de bandas militares. Éstas, además de constituirse en las primeras escuelas de
música, siguiendo el sistema de aprendices, desempeñaron una esencial función artística en
espacios civiles y religiosos. Las bandas ayudaron a divulgar la música europea y la propia, y a
formar intérpretes, compositores, arreglistas, directores, profesores e incluso copistas. Con
integrantes de las bandas se desprendieron sin duda los primeros conjuntos de cámara que
actuaron en el país.
Aunque la sensibilidad del habanero, como indica Carpentier, «se refinó» mucho en los
últimos años del siglo XVIII, en Cuba encontramos pocos ejemplos de composiciones de música
de cámara. En un panorama prácticamente dominado por el piano y la ópera, y en el que
persistía el empeño de los compositores por convertirse en autores del género, resulta
doblemente interesante encontrar un Cuarteto de cuerdas como el de Antonio Raffelin,
publicado en París en 1845 con grandes elogios de la crítica. A esta obra precursora habría
que sumar unos cuantos tríos para flauta, violín y piano del santiaguero Laureano Fuentes
Matons para integrar un breve corpus con lo más destacado de la tradición clásica en Cuba.
Entre los iniciadores del camerismo hispanoamericano ha de reconocerse la labor del
ya citado Toribio Segura tanto en Cuba como en Venezuela, donde además de animar la
publicación de revistas musicales y conciertos se dedicó a formar pequeños grupos de
cámara; y la de Pedro Tirado, el mejor compositor activo en Lima en las primeras décadas del
XIX y uno de los mayores talentos musicales de Perú. Todo indica que este último fue uno de
los pocos compositores peruanos que en aquel entonces cultivaron las formas clásicas de la
música de cámara. Aunque escasos, los ejemplos conservados resultan suficientes para
probar sus buenos oficios.11 De su abundante repertorio de obras para distintos géneros, de
las que sólo se conserva una parte reducida, destacan su cuarteto para flautín, violín, viola y
violonchelo interpretado en 1831 en la Academia Bailón Lima,12 un quinteto para dos violines,
dos violas y violonchelo, un concierto para clarinete obligado a toda orquesta y un cuarteto
de cuerdas.
Dos figuras importantes de la música de cámara en Uruguay son León Ribeiro (1854-
1931) y Luis Sambucetti. A sus veintitantos años, Ribeiro se convirtió en autor del primer
cuarteto de cuerdas que se compuso y estrenó en el país. Escribió además un quinteto con
De 1882 data el Cuarteto en Fa# menor, op. 21, de Ricardo Castro y de 1889 las Trois
miniatures para cuarteto de cuerdas de su gran amigo Gustavo E. Campa, esta última
publicada por Breitkopf & Härtel al año siguiente en una edición que pronto se agotó. Como
tantas otras obras hispanoamericanas del periodo, la de Campa resulta hoy inaccesible de no
ser por un par de grabaciones fonográficas realizadas hace poco tiempo.
Aun cuando la ópera parecía actuar como poderoso contrapeso para el desarrollo de
otras expresiones musicales, el concierto se abría paso lentamente, alejándose en forma
definitiva del salón para ocupar las salas de las instituciones y, desde luego, de los teatros. A
pesar de ello, prácticamente no ha podido documentarse la existencia de grupos de cámara
permanentes antes de iniciar el último tercio del siglo. Sin duda, la constante afluencia de
solistas extranjeros y de compañías de ópera y zarzuela poco aportó en concreto al desarrollo
de la música de cámara en nuestros países, ya que ningún trío, cuarteto o quinteto de origen
europeo visitó estas tierras.
Como aconteció con los pianistas que desfilaron por el continente, en los teatros
americanos se presentó toda una pléyade de violinistas en la línea virtuosística implantada
por Paganini. Brillaron las actuaciones de Jehim Prume, de Edouard Remenyi y el español
Pablo de Sarasate, quien incluso sería nombrado miembro honorario de una sociedad
filarmónica en la ciudad de México, aunque no faltaron las de procedencia hispanoamericana
como las de los cubanos José White y Claudio Brindis de Salas. Si bien todos ellos dejaron
Figura 70. Anónimo. Hubert de Blanck al piano con el cuarteto de cuerdas de la Sociedad de Música Clásica de La
Habana, creada por él en 1884. José Vandergutch, 1er violín; Félix Vandergutch, 2º violín; Tomás de la Rosa, viola;
Charles Wener, violonchelo. Fotografía, siglo XIX © Museo Nacional de Música de Cuba (La Habana)