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VII.

La música de cámara
CONSUELO CARREDAÑO

Los empeños por alcanzar una interpretación general de la historia de la música en el


siglo XIX en los países americanos aún se mantienen como tareas cuando no incompletas,
comprometidas a profundas revisiones. No basta el hecho de que hoy resulten mejor
conocidas ciertas figuras medulares de nuestras músicas. Se requiere abordar desde
perspectivas más amplias estudios sobre algunas materias y aspectos habitualmente poco
atendidos por la historiografía musical de nuestra región, como es el caso de la creación
camerística sin cuyo conocimiento no podría despejarse un panorama completo del devenir
musical hispanoamericano. Si se echan en falta estudios sólidos sobre la música en el teatro
lírico, que junto con el piano constituyó la fuerza dominante del periodo, queda aún por
penetrar a conciencia otros aspectos históricamente menos favorecidos que también
irrumpieron en el siglo como una forma más de expresión.
Cuando se alude a la música de cámara que se cultivó en los países hispanoamericanos
en las postrimerías del siglo XVIII y durante el XIX, suelen leerse opiniones contundentes como
que la producción camerística local prácticamente no existió o bien que la actividad musical
de cámara vivió un proceso de expansión más lento que otras manifestaciones artísticas. En
los estudios tradicionales ha prevalecido la idea de que la música clásica jamás encajó en el
gusto de las jóvenes repúblicas. Esta creencia se ha sustentado, sobre todo, por algo que es
evidente: la ausencia de un repertorio decimonónico suficientemente bien dotado de
cuartetos, tríos, quintetos y otras combinaciones camerísticas. Debe aceptarse que los
ejemplos de obras de creación americana para pequeños conjuntos son escasos en este
periodo, pero conviene insistir en un hecho que ha venido repitiéndose en este mismo
trabajo: al despertar el siglo XIX las condiciones sociales y musicales en la mayoría de los
países no permitieron la existencia de grupos de cámara y los esporádicos conciertos
instrumentales ofrecían repertorios poco variados.
Aun así, hoy es comúnmente aceptado que sí puede hablarse de un periodo clásico en
la historia musical americana. Lo que sucede es que ésta ha sido en general una etapa poco
atendida o mal valorada; bien porque se ha desestimado; bien porque las fuentes para su
estudio se han diluido en el tiempo. Esto se aprecia claramente en el caso de México. Los
principales historiadores de la música del país apenas han dedicado algunas páginas de sus
investigaciones a este aspecto. Autores como Thomas Stanford han sugerido incluso que en
México existió poco interés por esta fase estilística y que no ejerció atracción alguna para el
público capitalino: «el estilo clásico constituyó tan sólo "un momento de paso" en el que
estuvieron involucrados muy pocos compositores, y que separó los periodos barroco y
romántico hacia los inicios del segundo cuarto del siglo XIX».1 Otto Mayer-Serra parece
reforzar la misma idea al establecer que la música mexicana sólo pudo mantenerse en un nivel
de información similar al europeo mientras la práctica musical estuvo a cargo de la Iglesia
católica, es decir, hacia los dos primeros decenios del siglo XIX. Así las cosas, habría de
deducirse, sin consentir, que al cesar la hegemonía musical eclesiástica debió sobrevenir,
inevitablemente, un cierto aislamiento respecto de las nuevas tendencias y estilos.
Sin embargo, sobran evidencias para mostrar que desde las postrimerías del siglo XVIII
hasta las primeras décadas del XIX, Haydn ejerció en los músicos del continente una poderosa
influencia. Su presencia en España fue palpable en distintos espacios musicales desde fechas
tempranas. Los cuartetos op. 20, por ejemplo, se anunciaban en los diarios madrileños a
finales de 1775, o sea, apenas unos meses después de salir de la imprenta parisina en que se
publicaron. Esto permitiría presuponer una efectiva repercusión de su obra en fechas no
lejanas en algunas de sus posesiones coloniales. Aunque su introducción en América se ha

1 Citado en Miranda, «Reflexiones sobre el clasicismo en México (1770-1840)», pp. 39-40.


documentado sobre todo a partir de su obra para teclado, lo que respecta a su producción
camerística también requiere de particular atención. Según se desprende de algunas fuentes
de la época, Las siete últimas palabras de Cristo en la Cruz, obra muy difundida en Europa en
vida del compositor, encargada a éste por un sacerdote de origen mexicano y residente en
Cádiz —José Sáenz de Santamaría, marqués de Valde-Íñigo—, a través de Francisco de Paula
María de Micón, marqués de Méritos, cundió por toda Latinoamérica. Al menos en México,
Uruguay y Brasil existen referencias a ediciones y copias manuscritas; algunas incluso en
versión para cuarteto de cuerdas.2
Un sencillo repaso nos llevaría a descubrir que en las postrimerías del siglo XVIII el culto
a Haydn se había extendido hacia la mayoría de los países del continente. En los salones de
Buenos Aires, músicos y aficionados tocaban sus obras al menos desde 1770; José Antonio
Ortiz (1764-1794), luthier y profesor de música, poseía una estimable selección de
composiciones que probablemente empleaba con fines didácticos. Numerosas obras de
Haydn se enviaron desde Viena hasta Caracas alrededor de 1789, donde vivía José Francisco
Velásquez (hijo), compositor que reunía en su biblioteca buena porción de obras sacras de
este autor. También en Colombia se tocaba a Haydn, además de a Mozart, Beethoven,
Cimarosa y Rossini, Tiburcio y Fernando, que llegó a reunir cerca de veinte instrumentistas.
Los inicios del cultivo de la música de cámara en Chile nos conducen de nuevo a la
cantante Isidora Zegers, cuya biblioteca, hoy parte del acervo bibliográfico del Conservatorio
chileno, contiene un precioso álbum empastado que perteneció a la ilustre dama con obras
de Haydn especialmente para voz y piano. Junto a ella destacaron también como
introductores del clasicismo el comerciante de origen danés Carlos Drewtke, así como Manuel
Robles y Eduardo Neil. No obstante, la gran difusión de la música de cámara en Chile sólo se
produciría décadas después a través de dos meritorias agrupaciones: la Sociedad de Música
Clásica y la Sociedad del Cuarteto, fundadas, respectivamente, en 1879 y 1885.
El gusto por la música instrumental en Cuba se vio incentivado a finales del siglo XVIII
con el arribo de refugiados franceses de Haití, quienes instauraron otras prácticas musicales.
Karl Rischter y Madame Clarais, dos personajes que rescata la historia cubana, habrían traído
consigo un clavicordio y fundaron una pequeña orquesta que incluía flautín, flauta, oboe,
clarinete, trompeta, tres trombones, tres violines, viola y dos violonchelos. ¿Qué obras
interpretaban? No es difícil suponer que entre los géneros danzables predilectos se hallaron
ocasionalmente obras de concierto cuando ya las casas de música de La Habana ofrecían a la
venta gran variedad de piezas clásicas.
En otros salones ya se escuchaba a Haydn desde 1801. La pianista gaditana Dolores
Espadero, madre del compositor Ruiz Espadero, se encargó de difundir su repertorio hacia
1810. Por esos años, Joaquín Gavira (1780-1880), entonces músico de la catedral de La
Habana y futuro maestro de capilla, se esforzaba en fomentar la afición a la buena música
fuera del recinto sagrado. Eso lo llevó a fundar en 1811 el primer trío clásico que se conoció
en Cuba, agrupación que sin el éxito esperado cesó sus presentaciones tras los primeros
conciertos. Pero cinco años después, la música de cámara afianzó su presencia con la llegada
a La Habana del violinista valenciano Toribio Segura, el violista Hilario Ségura y el
violonchelista Enrique González, discípulo de Gaetano Brunetti, el famoso músico italiano de
las cortes de Carlos III y Carlos IV. Encomendados al melómano Francisco Montero y con el
concurso de maestros habaneros, establecieron dos veces a la semana sesiones públicas de
tríos, cuartetos y quintetos. En esa época ya había una apreciable oferta y demanda de
instrumentos; hacia 1831 se anunciaban «tambores, cornetas, buxines, cornabassos,
trompetas de todos los tonos, clarinetes, flautines, pífanos», además de pianos, violines,
violonchelos y arpas.
La influencia del teatro lírico había ganado suficiente terreno en los gustos burgueses,

2 Marín, Joseph Haydn y el cuarteto de cuerda, pp. 85 y ss.


pero, de acuerdo con Carpentier, como reacción contra la tiranía de la ópera, se estableció en
la Habana alrededor de 1866 la Sociedad de Música Clásica, cuyo programa inaugural incluía
entre otras obras un cuarteto de Haydn y un trío de Rubinstein al parecer arreglado para
cuarteto por Espadero. Junto a otras sociedades que reforzaron la interpretación
instrumental en años sucesivos, debe destacarse la fundación en Santiago de Cuba de una
Sociedad de Música de Cámara, de la que sólo se tiene algunas referencias.
Asegura Gabriel Saldívar que a finales del XVIII se conocía en México a un buen número
de autores clásicos europeos. En una factura de libros introducidos por Veracruz figuraban
«doce sinfonías de Boccherini, dieciocho de Haydn, seis de Guiardinis, seis de Pleyel, seis de
Cañada, seis cuartetos del mismo, otros seis cuartetos y tres quintetos de Pleyel».3 Un buen
lugar para la distribución de música impresa en México era la librería de Ceferino Martínez,
cuyos anuncios desplegaba el Diario de México. En ellos se ofertaban una fascinante partida
de obras, entre las cuales una «Sonata grande» de Haydn y varios trabajos de autores nacidos
en los años setenta del siglo de las luces: Johann Baptist Cramer, Adalbert Gyrowetz, Johannes
Nepomuk Hummel y Rodolphe Kreutzer. Hallazgos recientes han dado a conocer también un
abultado repertorio de partituras provenientes del librero José Fernández Jáuregui con obras
vocales, solistas y de cámara.4
Toda esta documentación localizada en archivos de las antiguas aduanas mexicanas no
sólo revela un conocimiento en el país de obras de los grandes maestros del clasicismo, sino
que también llegaron a la Nueva España piezas escritas por algunos compositores
«menores».5 Aunque por ahora no es mucho lo que las investigaciones han avanzado al
respecto, los conciertos de la Academia del Colegio Mineralógico, los salones de los criollos
ilustrados y al correr del tiempo las sucesivas Sociedades Filarmónicas confirman que se dio
un espacio importante al cultivo de la música de cámara, a juzgar por los dúos, tríos, cuartetos
y quintetos dados a la venta. A esto habría que agregar los textos editados en Madrid en la
segunda mitad del siglo XVIII que poco después eran estudiados en los países
hispanoamericanos: Las lecciones de Clave de Bails (1758), Llaves de la modulación y
antigüedades de la música del célebre fray Antonio Soler (1762) y Las reglas de
acompañamiento de Pablo Minguet, son algunos ejemplos.
Mariano Elízaga, a quien se le ha mencionado en anteriores capítulos por su labor como
editor y educador, resulta ser uno de los pocos cultivadores del clasicismo en México cuyas
obras se conservan. Elízaga vivió el momento de transición política que supuso el abandono
de añejos sistemas coloniales y el paso a la vida independiente en México. En lo musical, esto
se tradujo en la reacción contra los estilos barrocos y en el consecuente y gradual abandono
de las prácticas asociadas a esa estética tanto desde el punto de vista social como estilístico.
El mismo músico se hacía eco de las expectativas del nuevo arte laico y su pretendida
independencia respecto de los recursos eclesiásticos:

El laberinto y la confusión con que hasta nuestros días se ha enseñado la música, ha hecho
fastidioso su estudio, ha retraído a los jóvenes de ambos sexos a tocar y a cantar, y en suma nos
ha atestado de empíricos, acarreándonos por último resultado el mal gusto y el
amontonamiento de notas que se percibe en muchas de nuestras composiciones. Sus autores
están dotados de genio, tienen a su favor el índole nacional, la suavidad del lenguaje, son
excelentes prácticos y sin embargo de estos auxilios ¿por qué sus obras no pueden todavía
ponerse al lado de los Mozares y Bethovenes? Porque no han considerado la música bajo el
verdadero punto de vista, y porque la han revestido de adornos góticos.6

Si aceptamos que efectivamente hubo un interés específico por los autores clásicos en

3 Saldívar, Historia de la música en México, p. 171.


4
Miranda, op. cit., p. 42.
5 Íbid., pp. 40-41.
6 Saldívar, op. cit., pp. 175-176.
los salones coloniales, bien cabría preguntarse, con Alejo Carpentier, las posibles razones del
abandono en que después cayó la música instrumental y camerística. Autores como el citado
Mayer-Serra advierten con pesimismo que el público del XIX no había sido educado para la
comprensión de la música instrumental pura y estaba acostumbrado a disfrutar sólo los
aspectos acrobáticos de los conciertos. Otros aluden a los gustos ligeros de quienes
sorprendían al melómano menos exigente con variedad de frivolidades y extravagancias:
desde los pianistas que presumían insólitas habilidades, como la de tocar con un solo dedo
inacabables fantasías operísticas, hasta los violinistas empeñados en imitar el maullido de un
gato, el llanto de un niño o el canto de los pájaros a fin de obtener el aplauso fácil.
Para Carpentier ese desinterés sólo se explica como un extraño proceso de regresión
debido a la excesiva influencia de la ópera italiana: «Este amor por la ópera determinó un
proceso de regresión en la cultura musical del criollo. Mozart, Haydn, Beethoven, Schubert
(ya se habían cantado en La Habana algunas de sus melodías), pasaron a ser “músicos
difíciles”, compositores para gente enterada, autores de sonatas que no atraían al vulgar
oyente». Como indica el mismo autor, Beethoven iría abriéndose camino en los
entendimientos «envuelto en una atmósfera de capilla de iniciados, de conocedores del santo
y seña, parecida a la que rodeó por un tiempo, en París, la obra de Wagner».7
La tímida presencia de la música de cámara ya era tema de preocupación para los
músicos activos en la segunda mitad del siglo XIX que parecían haber llegado a un consenso:
la música en tanto actividad seria y profesional debería contemplarse como un ejercicio
intelectual y no servir más como propósito de diversiones tertulianas. A partir de entonces,
su práctica se transformó en una especie de termómetro cultural de la sociedad. La
formalidad reclamada por su propia esencia, lo cual involucraba aspectos tanto éticos como
estéticos —reconocían los críticos—, debería obligar a los profesionales a no limitar su estudio
a los aspectos técnicos de la música, que sólo producía virtuosos, y a abordar a conciencia los
aspectos científicos, históricos y estéticos de ésta.
Es frecuente encontrar entre los pensadores del periodo un constante lamentarse por
las condiciones precarias del medio musical, un sentimiento que en realidad se mantuvo a lo
largo de todo el siglo. Ya en los albores del XIX solía reprocharse a los maestros de capilla, en
cuyas manos se encontraba la mayor sapiencia en cuestiones de armonía, contrapunto y
composición, una cierta actitud egoísta. Según aquéllos, los maestros se limitaban a enseñar
parcamente a unos cuantos, reservándose lo mejor de sus conocimientos para los elegidos
quienes deberían encargarse de continuar su labor. La voz del citado Elízaga recogía ese sentir
generalizado:

Hasta ahora no ha tenido quien le extienda una mano protectora y saque a nuestros
profesores del estado de abatimiento a que las preocupaciones u otras causas bastante
conocidas nos han lanzado; limitándose los más a unos aplausos estériles cuando asisten a
nuestras orquestas, han cesado sus admiraciones en el momento en que sus oídos han dejado
de sentir las impresiones agradables de los instrumentos. Tenemos genios a propósito para que
en América se produjeran los Jomelis, Tartinis, Ducecs, Aydms y otros tantos que han sido la
admiración de Italia y demás Estados de la culta Europa: la dulzura del clima, el carácter
nacional, la flexibilidad del idioma, todo presta las más felices ventajas para que la música no
yaciera en el abandono en que hoy desgraciadamente se encuentra, así en el Canto de Capilla
como el de Cámara y teatral. ¿En qué pues consistirá esa decadencia de una facultad tan
encantadora, que al paso que conmueve los ánimos excita los más dulces afectos? Ya he
indicado que el ningún estímulo ni protección es lo que ocasiona el anonadamiento de nuestros
músicos, pero es necesario repetirlo aunque se resienta el amor propio.8

En los escritos del periodo aparece una idea obstinada: la de salvar a la música de su

7 Carpentier, MC, p. 167.


8 Saldívar, op. cit., p. 176.
retraso y estancamiento. Sobre todo hacia finales del XIX se hace hincapié en el eventual
desamparo en que se encontraba la música de cámara. Para entonces, muchos se habían
convencido de que la pasión desbordante por la ópera había hecho al público reticente a
escuchar otras expresiones musicales. De ahí que el anhelo de alcanzar la modernidad pasase
necesariamente no sólo por la reestructuración de la enseñanza y la adopción de nuevos
modelos sino también por el alejamiento de la ópera italiana.
Debido al mayor nivel de profesionalismo alcanzado entonces por los músicos y al peso
de las nuevas instituciones, periódicamente se intentó reformar la enseñanza musical. En
México, por mencionar un ejemplo, los miembros del evolucionado grupo conocido como
«los seis», integrado por Campa, Castro, Villanueva, Ignacio Quesada y Juan Hernández
Acevedo (1862-1894), se mostraron muy críticos al respecto e impulsaron, ya en conjunto o
cada uno por su cuenta, planes innovadores en escuelas y academias de música por las que
pasaron o que ellos mismos crearon.
En su opinión, la educación estaba «estacionada» en manos de personas en su mayoría
ineptas que enseñaban lo que habían aprendido cuarenta años atrás y permanecían
impermeables ante los cambios substanciales experimentados por la música en otros países.
Campa, principal ideólogo de los reformistas, aludía a los viejos profesores que, al declarar la
supremacía de la ópera italiana sobre cualquier otra tendencia o género musical, acabaron
por imponerla como la ruta obligada para quien pretendiera convertirse en compositor. Su
influencia —se insistía en ello— había contaminado todos los ámbitos, incluso en las iglesias
reinaba la improvisación: «desde las fantasías del organista que dejaba correr su inspiración
bajo la influencia de las cavatinas de El barbero de Sevilla, Semiramis o Nabucodonosor, hasta
las misas de gran solemnidad, cuya orquestación se antojaba mucho más apropiada para un
teatro que para una ceremonia religiosa». Así pues, la influencia italiana se había extendido,
a decir de Campa, no sólo hasta las tertulias familiares que consideraban las composiciones
de Schumann, Mendelssohn o Brahms, «clásicas», difíciles y «demasiado elevadas»; también
hasta las bandas militares, a cargo de personas sin refinamiento alguno, que sólo
vislumbraban el camino más fácil y seguro hacia la aceptación y el aplauso popular.9
La idea del progreso en la música también se constituyó en puntal ideológico para
muchos pensadores y músicos hispanoamericanos. Los discursos de finales del XIX que
examinaban la situación exhortaban a los profesionales a revertiría. La lectura de algunas
fuentes permite observar dos tendencias opuestas en la crítica: mientras que una denunciaba
acremente las carencias, otra sobrevaloraba lo ganado hasta entonces en espacios de cámara
y sinfónicos. Se asombraban de los avances obtenidos por los primeros profesionales
egresados de las instituciones laicas, como el Conservatorio: se elogiaba «la pericia, la
valentía» de los «primeros concertistas del arte clásico», para citar las palabras de Morales.
Si bien desde una perspectiva europea la música mexicana no parecía gozar de una situación
envidiable, sí parecía tenerla respecto de otras jóvenes naciones americanas. Con motivo de
la presentación pública de un cuarteto integrado por jóvenes cuerdistas, escribía Morales:

Si de comparaciones sed tenemos, háganse en cuenta hora, pero equiparando las fuerzas
comparadas; compárese, por ejemplo, nuestro arte con el de cualquier de los pueblos del nuevo
mundo, y así las cosas, no estando de nuestra parte todas las desventajas, se tendrá la medida
de lo que vale la ilustración musical del país y se podrá apreciar en buenas condiciones, la
importancia real de sus progresos. Las comparaciones con el adelanto europeo son imposibles,
Europa viene cultivando su música desde los comienzos de la era cristiana, ¡friolera! VII siglos a
partir de San Ambrosio; mientras que México sólo tiene de música, 75 años; la época de nuestra
Independencia.10

9 Citado por Pedrell, «Artistas mexicanos-Ricardo Castro».


10 Maya, Melesio Morales (1838-1908). Labor periodística, p. 95.
Precursores de la actividad camerística

Ya bien entrado el siglo XIX, las primeras manifestaciones que podrían considerarse
como «de cámara» poco tenían que ver con lo que hoy entendemos por esta expresión. Se
trataba de audiciones instrumentales, sesiones misceláneas en las que intervenían elementos
dispares; instrumentos, voz, danza, poesía y cuantas formas de entretenimiento se tuviesen
a mano. Aquellas prácticas, conviene recordarlo, no fueron privativas de las sociedades
americanas; basta con asomarse a los programas que alguna vez ofrecieron Beethoven o
Chopin para comprobar que sólo después de Liszt se generalizó la idea de constituir progra-
mas con un solo instrumento o un solo grupo de instrumentos. Lauro Ayestarán calcula que
desde principios de siglo, y hasta 1860, se presentaron en Montevideo alrededor de una
treintena de concertistas cuyas especialidades fueron principalmente el piano, violín, arpa,
guitarra, violonchelo y flauta. Pero desde el primer concierto que se escuchó en Montevideo,
fechado por el mismo autor en junio de 1822, primó el eclecticismo: la programación se
componía de dúos de violín y guitarra, de guitarra y clarinete, un sinfín de paráfrasis, fantasías
y variaciones sobre motivos de óperas para violín solo o con acompañamiento pianístico.
El cultivo de la música de cámara en América generalmente aparece asociado en sus
inicios a las prácticas musicales en espacios eclesiásticos o bien en el salón criollo. Pero en
países como Costa Rica se vinculó más con la irradiación de las bandas. Como en buena parte
del continente, los acontecimientos políticos estimularon la organización militar y con ello la
conformación de bandas militares. Éstas, además de constituirse en las primeras escuelas de
música, siguiendo el sistema de aprendices, desempeñaron una esencial función artística en
espacios civiles y religiosos. Las bandas ayudaron a divulgar la música europea y la propia, y a
formar intérpretes, compositores, arreglistas, directores, profesores e incluso copistas. Con
integrantes de las bandas se desprendieron sin duda los primeros conjuntos de cámara que
actuaron en el país.
Aunque la sensibilidad del habanero, como indica Carpentier, «se refinó» mucho en los
últimos años del siglo XVIII, en Cuba encontramos pocos ejemplos de composiciones de música
de cámara. En un panorama prácticamente dominado por el piano y la ópera, y en el que
persistía el empeño de los compositores por convertirse en autores del género, resulta
doblemente interesante encontrar un Cuarteto de cuerdas como el de Antonio Raffelin,
publicado en París en 1845 con grandes elogios de la crítica. A esta obra precursora habría
que sumar unos cuantos tríos para flauta, violín y piano del santiaguero Laureano Fuentes
Matons para integrar un breve corpus con lo más destacado de la tradición clásica en Cuba.
Entre los iniciadores del camerismo hispanoamericano ha de reconocerse la labor del
ya citado Toribio Segura tanto en Cuba como en Venezuela, donde además de animar la
publicación de revistas musicales y conciertos se dedicó a formar pequeños grupos de
cámara; y la de Pedro Tirado, el mejor compositor activo en Lima en las primeras décadas del
XIX y uno de los mayores talentos musicales de Perú. Todo indica que este último fue uno de
los pocos compositores peruanos que en aquel entonces cultivaron las formas clásicas de la
música de cámara. Aunque escasos, los ejemplos conservados resultan suficientes para
probar sus buenos oficios.11 De su abundante repertorio de obras para distintos géneros, de
las que sólo se conserva una parte reducida, destacan su cuarteto para flautín, violín, viola y
violonchelo interpretado en 1831 en la Academia Bailón Lima,12 un quinteto para dos violines,
dos violas y violonchelo, un concierto para clarinete obligado a toda orquesta y un cuarteto
de cuerdas.
Dos figuras importantes de la música de cámara en Uruguay son León Ribeiro (1854-
1931) y Luis Sambucetti. A sus veintitantos años, Ribeiro se convirtió en autor del primer
cuarteto de cuerdas que se compuso y estrenó en el país. Escribió además un quinteto con

11 Estenssoro, «Tirado, Pedro», en DMEH, vol. 10, p. 304.


12 Iturriaga y Estenssoro. «Emancipación y República: siglo XIX». pp. 107 y ss.
piano y un sexteto para piano, flauta, oboe, clarinete, trompa y fagot, cuya fecha de
composición se ignora. La recepción que se dio al joven músico por su Cuarteto para arcos op.
5, obra precursora que sigue el patrón estructural del cuarteto clásico en cuatro movimientos,
allegro, andante, presto y allegro agitato, fue, a decir de la prensa, la de un «futuro maestro»
capaz de componer «trozos sobresalientes» como el atractivo Andante, que arrancó al
auditorio grandes aplausos.
A diferencia de Ribeiro, que no pudo estudiar en Europa, Sambucetti tuvo acceso a una
preparación rigurosa en el Conservatorio Nacional de París, donde trabajó composición con
Massenet, Guiraud y Delibes, y asistió a las clases de armonía de Dubois. Durante tres años
recibió lecciones de violín con el virtuoso belga Hubert Léonard y siguió los consejos del
italiano avecindado en París Camile Sivori, según se dice, el único discípulo que tuvo Paganini,
y quien durante su estancia en Santiago de Cuba, en 1848, también dio algunas lecciones al
cubano Laureano Fuentes Matons.
Los años que pasó Sambucetti en París le reportaron provechosas experiencias, como
la de tocar en 1866 —al parecer, con gran éxito— para el célebre Joachim, y un año después
para Thomas y Gounod en un concierto-homenaje a Pauline Viardot en casa del mismo Sivori.
Aunque de índole estrictamente personal, un hecho incidió en su carrera artística: su
matrimonio en 1894 con María Verninck. Oriunda de Buenos Aires y alumna de Marmontel
en París, fue una excelente pianista y su incansable colaboradora de toda la vida: Verninck
tocó el piano en algunos grupos de cámara creados por Sambucetti y fue la copista de
numerosas partichelas empleadas por la Orquesta Nacional y los conjuntos de cámara locales.
Su producción recoge un respetable grupo de obras de cámara. Destacan varios dúos para
violín y piano: Sur la terre étrangère (1888), Romanza (1890), Rêverie, (1891), À toi! (1892),
Vieux carillon (1892), y Burlesque y Tarantella, cuyas fechas de composición se desconocen;
Barcarola (1891) y Chant élégiaque para violonchelo y piano; Crépuscule para dos violines,
viola, violonchelo solista y contrabajo (1891); Danse bohémienne (1894) para cuarteto de
flautas, piccolo y piano; y Meditación religiosa (1894) para flauta, violín, violonchelo,
contrabajo, arpa y piano.
En México, sólo unos cuantos cuartetos de cuerdas compuestos en el siglo XIX han
podido conocerse hasta ahora. El Studio classico, op. 14 en La mayor de Guadalupe Olmedo
es uno de ellos. La obra de esta aventajada alumna de Melesio Morales y su futura esposa
permaneció en el olvido hasta hace poco. Las críticas de la época no ignoran su talento ni el
hecho de que fue la primera compositora mexicana en escribir para el género. Poco más se
sabe de ella, tan sólo que perteneció a una acomodada familia oriunda de Toluca, Estado de
México, y que escribió ésta y otras obras instrumentales cuando contaba aproximadamente
con 19 años.13
El Cuarteto núm. 1 de Cenobio Paniagua — a quien se presta atención en el capítulo 4—
es otra obra recientemente desempolvada de los archivos mexicanos. Aunque se ignora la
fecha en que fue compuesta, se verifica en ella una adecuada apropiación de los procesos
compositivos del clasicismo vienés. Consta de tres movimientos. El primero, andante
maestoso, escrito en la tonalidad de Do mayor, tiene forma de allegro de sonata en cuyas
primeras frases, a decir de Eugenio Delgado, se pone en juego una sonoridad y
espectacularidad digna de las mejores creaciones de los clásicos. El segundo, andante
sostenuto, escrito en Fa mayor, contrasta con el movimiento anterior tanto en el tempo como
en la tonalidad y el carácter: dramático el primero, lírico el segundo. El último, allegro, retoma
la forma y la tonalidad de Do mayor, como corresponde a los requerimientos de unidad tonal
derivados de la tradición sinfónica y cuartetística. Uno de los rasgos destacables de la obra
consiste en la capacidad demostrada por Panlagua para concebir una música en un tempo
verdaderamente allegro. Como advierte el mismo autor:

13 Meierovich. Mujeres en la creación musical de México, pp. 30-31.


A lo largo de este movimiento se verifica una horizontalidad discursiva decidida e
irrefrenable, la cual, empero, no es unidireccional, pues los juegos contrapuntísticos se suceden,
unas veces, unos a otros, y otras, alternan con pasajes homofónicos excelentemente logrados,
en los que se da ocasión a una magnífica y abrumadora expresividad melódica. [...] La ágil
movilidad de esta música y su consecuente apariencia virtuosística, inducirían al equívoco de
suponer que el movimiento es de difícil ejecución, pero lo cierto es lo contrario.
Paradójicamente, la obra es de una realización más bien fácil, y, por lo tanto, gozosa, acusando
inconfundiblemente la mano maestra de un compositor que se encuentra en uno de los
momentos más álgidos de su florecimiento creativo.14

De 1882 data el Cuarteto en Fa# menor, op. 21, de Ricardo Castro y de 1889 las Trois
miniatures para cuarteto de cuerdas de su gran amigo Gustavo E. Campa, esta última
publicada por Breitkopf & Härtel al año siguiente en una edición que pronto se agotó. Como
tantas otras obras hispanoamericanas del periodo, la de Campa resulta hoy inaccesible de no
ser por un par de grabaciones fonográficas realizadas hace poco tiempo.

Las agrupaciones en el último tercio del XIX

Aun cuando la ópera parecía actuar como poderoso contrapeso para el desarrollo de
otras expresiones musicales, el concierto se abría paso lentamente, alejándose en forma
definitiva del salón para ocupar las salas de las instituciones y, desde luego, de los teatros. A
pesar de ello, prácticamente no ha podido documentarse la existencia de grupos de cámara
permanentes antes de iniciar el último tercio del siglo. Sin duda, la constante afluencia de
solistas extranjeros y de compañías de ópera y zarzuela poco aportó en concreto al desarrollo
de la música de cámara en nuestros países, ya que ningún trío, cuarteto o quinteto de origen
europeo visitó estas tierras.
Como aconteció con los pianistas que desfilaron por el continente, en los teatros
americanos se presentó toda una pléyade de violinistas en la línea virtuosística implantada
por Paganini. Brillaron las actuaciones de Jehim Prume, de Edouard Remenyi y el español
Pablo de Sarasate, quien incluso sería nombrado miembro honorario de una sociedad
filarmónica en la ciudad de México, aunque no faltaron las de procedencia hispanoamericana
como las de los cubanos José White y Claudio Brindis de Salas. Si bien todos ellos dejaron

Figura 70. Anónimo. Hubert de Blanck al piano con el cuarteto de cuerdas de la Sociedad de Música Clásica de La
Habana, creada por él en 1884. José Vandergutch, 1er violín; Félix Vandergutch, 2º violín; Tomás de la Rosa, viola;
Charles Wener, violonchelo. Fotografía, siglo XIX © Museo Nacional de Música de Cuba (La Habana)

14 Delgado, «El Cuarteto núm. 1 de Cenobio Panlagua», pp. 14 y ss.


esplendente estela en los países que visitaron, no fueron estos virtuosos quienes estimularon
el ejercicio camerístico en América; en realidad a ninguno de ellos le interesó mostrar su
competencia en el género. Esa tarea les correspondió a los intérpretes hispanoamericanos
que, congregados en sus propios cuartetos y pequeñas agrupaciones de cámara, promovieron
con su ejemplo la actividad. En el caso, entre otros, del flautista y compositor colombiano
Vicente Vargas de la Rosa, cuya casa convirtió en un auténtico cenáculo. Su participación
como flautista en el Sexteto de la Harmonía, creado y dirigido desde el contrabajo por Julio
Quevedo Arvelo, al que se sumaron Daniel Figueroa (piano), Darío y Enrique d´Achiardi
(violines), Cayetano Pereira (pistón), consistía en implantar la música de cámara a través de
conciertos, serenatas y veladas con obras de Beethoven, Mozart, Haydn, Mendelssohn y
Schumann. Si la música de cámara aún se mostraba como un arte de minorías —por más de
una razón siempre lo ha sido—, no es de extrañar que la formación de grupos y la construcción
de repertorios hayan sido también una tarea morosa. Los músicos de instrumentos de cuerda
y de aliento, como bien recordaba el citado crítico mexicano, constituían un reducido grupo
aislado en sus trabajos, solitario en sus labores, constante en sus propósitos e ignorado en
sus conquistas.
Uno de los países americanos que disfrutaron de una actividad camerística más intensa
durante el periodo es Argentina. Al iniciar el último tercio del siglo, Buenos Aires se preciaba
de tener una bien cimentada infraestructura musical, una efervescente actividad y un público
conocedor para apreciarlo. En todo ello incidió la creación en 1875 de la Sociedad del Cuarteto
que realizó fructíferas campañas para la difusión del repertorio. Su fundación coincidió con
un momento de bonanza económica y gran pujanza para el arte en Buenos Aires, debido en
gran medida al vertiginoso crecimiento migratorio que alcanzó su punto culminante en los
primeros años del siglo XX. Esa emigración, que incluía músicos de formación especializada —
algunos se afincaron en el país—, trajo consigo un criterio de profesionalismo que acabaría
de imponerse en el medio con ayuda de su ejemplo.
La Sociedad del Cuarteto ofreció su primer concierto el 18 de octubre de 1875 y cuatro
años después ya celebraba su centésima presentación, una cifra sorprendente que por sí sola
indica la magnitud del esfuerzo realizado. Al parecer la entidad vivió una de sus etapas más
luminosas a partir de 1881, cuando el italiano Pietro Melani ocupó el puesto de primer violín
y dirigió el cuarteto. Ya entonces se hacía escuchar en los conciertos del Jardín Florida buen
número de obras argentinas de compositores activos. A estos espacios en los que la
composición local encontró buen cauce para su difusión deben agregarse los conciertos del
Conservatorio de Buenos Aires, creado por Williams, los del Ateneo, el Pabellón Argentino, la
Biblioteca Nacional y la Sociedad Bonaerense, así como la actividad en las asociaciones de
residentes extranjeros establecidas en distintas fechas: la Buenos Aires Choral Union y Lomas
Choral Society de la colonia inglesa, o la Deutsche Singakademie de residentes alemanes.15
En Montevideo, bajo el nombre de Sociedad del Cuarteto para la Ejecución de la Música
Clásica se constituyó la primera agrupación uruguaya en su género, presentándose al público
el 5 de junio de 1878. El concierto, celebrado en el local de La Lira con un programa que
resultó todo un acontecimiento artístico, incluía sendos cuartetos de Mozart y Haydn, y un
trío de Mendelssohn. La misma agrupación, surgida en el ámbito de la Sociedad musical de
aficionados La Lira, presentó en sucesivos programas obras de Beethoven, Schumann y el
cuarteto de Giuseppe Verdi, una obra de estreno que la crítica uruguaya se encargó de
festejar por cuanto hacía sólo cinco años que el compositor italiano lo había dado a conocer
en Europa.
Merecen destacarse las iniciativas de Luis Sambucetti en el terreno de la música de
cámara, ya sea para fomentar nuevas agrupaciones, ya por su propia actuación en algunas de
ellas. En 1891 formó el primer Cuarteto Sambucetti; él ocupó el puesto de primer violín, su

15 Suárez Urtubey, «Argentina», en DMEH, vol. 1, pp. 651 y ss.


hermano Juan José el segundo, Miguel Ferroni, la viola, y Enrique Moreschi, el violonchelo;
los conciertos se realizaban semanalmente en el Casino Italiano. Animado por esta
experiencia y con actitud renovada fundó en 1900 un segundo grupo: Luis y Juan José
Sambucetti (violines), Pedro Baridón (viola), Avelino Baños (violonchelo) y María Verninck
(piano). Sin descuidar el repertorio de cámara contemporáneo más tarde creó un tercer
conjunto con el nombre de Sociedad de Concierto. En esta nueva aventura lo secundaron
Pedro Baridón y Antonio Labrocca en los violines, Félix Peyrallo en la viola, Juan Castorina en
el violonchelo y su esposa María Verninck en el piano. Ellos ofrecieron la primera audición en
Uruguay de los cuartetos de Debussy y Richard Strauss, y los quintetos op. 14 de Saint-Saëns
y op. 45 de Lalo. Fue, junto con la Asociación Uruguaya de Música de Cámara —creada por
Eduardo Fabini (1882-1950), Vicente Pablo, Florencio Mora, Virgilio Scarabelli y Rómulo
Fiammengo, y activa entre 1910 y 1930—, el conjunto más trascendente en el panorama
uruguayo. Durante esos veinte años de presentaciones semanales pasaron por sus atriles los
mejores instrumentistas que tenía Montevideo.
Aunque en México los entonces llamados conciertos de música seria se desarrollaban
en diversas sedes hacia los últimos años del siglo, todo indica que fue en 1894 cuando por vez
primera se presentó al público un cuarteto, agrupación que fue recibida con todo beneplácito.
La crítica saludaba la atinada decisión de los jóvenes músicos de reunirse en una Sociedad del
Cuarteto —«semejante a la de Igambatti en Roma, Papini en Florencia y Monasterio en
Madrid»— para ofrecer audiciones de música di camera. Y subrayaba el hecho de que sus
miembros, músicos profesionales todos ellos, leyeran sin mentiras ni fantaseos sus partituras
y guardaran plena fidelidad a lo escrito en el papel. Con todo, acostumbrada como estaba la
crítica a los públicos operísticos de gran formato, convocatoria de no más de sesenta personas
fue vista como un desaire al género. Por eso el éxito artístico, diría el exigente crítico, quedaría
como muestra de un trabajo sin recompensa, un heroísmo sin historia y una habilidad sin
eco.16
Esta expresión de música de cuartetos cristalizada en sus jóvenes representantes
estimuló nuevas vocaciones. En 1895, Luis G. Saloma (1866-1956) y los músicos Unda, Andrés
Herrera y Rafael Galindo participaron en un concierto del afanado pianista puertorriqueño
Gonzalo de J. Núñez (1850-1915), tocando un cuarteto de cuerdas de este autor. Ese mismo
año, el violinista Saloma, miembro de una saga de futuros ilustres instrumentistas de cuerda
mexicanos, impulsó la fundación del Cuarteto Saloma, hasta donde se tiene noticia, el primer
cuarteto de cuerdas que actuó de forma regular en México. Al año siguiente, se presentó al
público el llamado primer Cuarteto del Conservatorio, integrado por Arturo Aguirre, Unda,
Arias y Wenceslao Villalpando.17
El Cuarteto Saloma se consolidó cuando a Luis G. Saloma se unieron Ignacio del Ángel,
su hermano Antonio Saloma y Francisco Velásquez. La plantilla de esta emblemática
agrupación se renovó en el fructífero trayecto que se extendió hasta bien entrado el siglo XX.
Ellos interpretaron un ancho repertorio que incluyó los estrenos locales de obras como las
Novelettes de Glazunov, el Quinteto en Mi bemol de Schumann, el Cuarteto de mi vida de
Smetana y el Minuetto de Boccherini, por citar sólo algunas. A lo largo de su fecunda actividad
el Cuarteto Saloma dio presentaciones en infinidad de locales, entre los cuales destacan el
Teatro del Conservatorio y en la última década del XIX y las primeras del XX la citada Sala
Wagner, escenario entonces por excelencia en la ciudad de México para la música de cámara.
Los primeros años del siglo XX permitieron al público mexicano conocer repertorios más
audaces cuando el llamado Cuarteto de Bruselas ofreció alrededor de 30 presentaciones en
la ciudad de México entre mayo y julio de 1907.
El siglo XIX transcurre, pues, entre la importación de clásicos europeos y el tímido cultivo
de la música de cámara en espacios y públicos selectos hasta convertirse hacia los últimos

16 Maya, op. cit., p. 87.


17 Tello, «El cuarteto de cuerdas de México».
años en una actividad de creciente arraigo social. La historia indica que después de un breve
periodo de esplendor y positiva aceptación del repertorio clásico en las postrimerías del siglo
XVIII, el legado musical de cámara de procedencia europea se vio un tanto empañada, cuando
no sustituido del todo por la arrolladora presencia romántica. Pero, ¿en qué medida toda esta
importación e implantación de géneros y autores clásicos incidió en la creación local y en el
cultivo del camerismo hispanoamericano? Es difícil responder por ahora con exactitud.
Aunque, como se ha visto, las circunstancias históricas no fueron las más propicias para un
gran florecimiento de las expresiones de cámara en América, la situación quizás resulte
menos exigua de lo que hasta ahora se ha supuesto.

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