Retrato de Una Bruja de Luis de Castresa PDF
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Retrato de una bruja de Luis de Castresana (1970). Del siglo XX al siglo XVII: una
nueva mirada sobre la brujería1
0.- Introducción
1.- Retrato de una bruja: una novela histórica sobre la brujería del siglo XVII
Estos versos dan cuenta del brote brujeril de Urdax y Zugarramurdi, que terminó con la
muerte en la hoguera de seis de los acusados. El hecho de que todos los actos y
crímenes imputados a los brujos y las brujas se difundan por pueblos y aldeas
contribuye a la consolidación del mito brujeril y del arquetipo de la bruja (también del
brujo, pero abundan más las mujeres que los hombres); prepara el terreno para que la
mente de los habitantes de estas poblaciones se vean alteradas por fantasías que se
presentan como pura realidad y abona el terreno para que ciertos acontecimientos
puedan interpretarse a la luz de la brujería y no de un modo totalmente natural.4 De la
misma manera, se perfila un molde al que ha de ajustarse toda persona calificada como
brujo o bruja; así, si un determinado vecino decidiera formar parte de la secta sabe bien
qué se espera de él o ella, qué fechorías ejecutan esta clase de criaturas y qué acciones
tienen lugar en el conventículo. Se está proyectando la leyenda sobre la realidad.
Pero una composición poética como la presentada no resulta suficiente para afianzar la
idea de la brujería en el pueblo. Recoge datos históricos, aunque estos han perdido gran
4
Henningsen insiste en que “nadie había oído hablar de ellas [de las brujas] antes de iniciarse la
persecución al otro lado de la frontera. Resultó que varias personas de las Cinco Villas habían ido a
Francia para presenciar la quema de bruja y oído la lectura de sus sentencias. Basándose en lo que
supieron por la lectura de las causas de brujería y en los rumores que alcanzaron el lado español de las
Vascongadas, pronto muchos estuvieron en situación de dar noticias sobre la secta de las brujas” (133). Y
hablando sobre la figura del inquisidor Salazar y Frías, Henningsen recuerda que este reconocía que
surgían brotes de brujería tan pronto como se comenzaba a hablar sobre brujas. En ese sentido, la
extinción de dichos brotes, de la histeria colectiva al respecto, solo podría lograrse por una vía: el silencio
(340).
He aquí otro de los aspectos que debemos tomar en cuenta, pues el autor no olvida
resaltarlo: el sermón del párroco del pueblo. Los sermones eran también poderosas
armas para extender la idea de la brujería, para difundir su idiosincrasia, para “invitar” a
los convecinos a denunciar a los sospechosos, para sugestionar a las personas que
habitan en la aldea. El sacerdote del lugar no intentaba manipular a sus fieles de forma
consciente, sino que creía a pie juntillas en aquello que predicaba e intentaba advertir de
los peligros de que los integrantes de esta secta, de esta sociedad secreta capitaneada por
el diablo, camparan a sus anchas, sin que el peso de la justicia cayera sobre ellos.7
Por otra parte, cuando Visitación comparece ante los mandatarios de la aldea como
sospechosa de familiaridad diabólica, vemos cómo enfocan al caso el sacerdote y el
alcalde. Interesa sobremanera la siguiente cita:
5
Digo que se han re-literaturizado porque las confesiones de los supuestos brujos de Zugarramurdi son
puras ficciones, son narraciones que se entieden como testimonios que apuntan a la materialización de la
secta, mas no son más que historias que provienen en gran parte del folklore, de la cultura popular ya
reinterpretada, eso sí, desde un punto de vista canónico-teológico. Al tomar forma lírica se resalta ese
carácter ficcional, aunque se recalca su veracidad en todo momento.
6
Norman Cohn (285-286) afirma que la idea de Joseph Hansen de que la creencia en la bruja nocturna se
fomenta por las condiciones peculiares de la vida de la montaña todavía posee vigencia; en todo caso, si
no se habla propiamente de las zonas montañosas, sí debería hacerse de las rurales. Por otra parte,
Montesino (269-70) relaciona la brujería con una sociedad rural cambiante y al detenerse en las creencias
que subyacen en este fenómeno, expresa: “Se trata de ciertos aspectos (mitos, ritos y leyendas),
relacionados con la dimensión simbólico-ideacional. A través de ellos, los habitantes del medio rural han
sentido y expresado, a lo largo de su historia, sus temores y esperanzas, individuales y colectivas,
respecto del mundo del monte-bosque y a su propia existencia. […] Los espacios salvajes como la
montaña, el bosque y las zonas naturales incultas reflejan, en la mitología de que han sido objeto,
sentimientos de temor y de desconfianza. Es característica la profusión de personajes fantásticos,
generalmente malévolos, con que la imaginación popular pobló las montañas, bosques y matorrales.” (79-
80).
7
Henningsen también insiste en la importancia de los predicadores (196-199). Y Bear les dedica unas
palabras: “Los predicadores comprendieron este estado de ánimo y dirigieron sus argumentos a darle una
respuesta. El folclore les prestó los rudimentos del guión, las notas de color y la complicidad de público y
figurantes. Todas esas zarandajas de íncubos en la cama, vuelos nocturnos a horcajadas de un palo,
conjuros de castración, asesinatos de recién nacidos, etcétera, no son más que elementos de un relato
misógino, formulado en términos truculentos e intimidatorios, en los que la aberración sexual es una
metáfora del caos que amenazaba a la sociedad” (Bear 57).
El alcale Perea recordó cuanto se había dicho sobre las lamias de sierra de Amboto,8
en Vizcaya, evocó el relato de los sucesos de Zugarramurdi, que había oío al
recitador en la plaza, y sintió que un escalofrío le corría por toda la espina dorsal. Le
aterraba el pensamiento de que Visitación acabase como María de Zozaya. […] El
padre Melchor le miraba calladamente, con una expresión cavilosa en el fondo de los
ojos. Su cuerpo era una mancha en la penumbra creciente de la pequeña estancia.
Como pastor, le preocupaba aquel brote brujeril en su rebaño parroquial. Había leído
atentamente cuantos libros y documentos habían caído en sus manos sobre el tema: el
Tratado muy sutil y bien fundado de las supersticiones y hechicerías y varios
conjuros y abusiones y otras cosas al caso tocantes y de la posibilidad y remedio de
ellos, de fray Martín de Castañega; las Disquisitionum magicarum libri sex, quibus
continetur accurata curiosarum artium et vanarum superstitionum confutatio, de
Martín del Río; los informes de Pierre de Lancre; los Discursos acerca de los brujos
y sus maleficios, de Pedro de Valencia; el Enchiridion Leonis Papae, que contenía
conjuros y oraciones contra la posesión diabólica y que se afirmaba había enviado el
Papa León III al emperador Carlomagno. (cap. 3, 58-60)
hijas queridas,
por el labrador que os sembró,
por la tierra en que estuvisteis,
por San Pedro, por San Pablo,
por el Apóstol Santiago,
por el mar, por las arenas,
por San Cebrián,
que echó suertes en el mar:
que así como le salieron ciertas y verdaderas
así me digáis lo que os quiero preguntar.
Pero nada de esto era ahora suficiente para Ana. (cap. 6, 96-97)
servir a Salvador del Valle, y cuando volvió se encerró en su casucha, sin venir
nunca al pueblo. No habla con las gentes de por aquí, a menos que acudan a solicitar
sus servicios. Yo… yo he ido a verla alguna vez…
— ¿Y crees que ella podría ayudarme? ¿Lo crees de veras, Ceferina?
La anciana tragó saliva. Parecía luchar consigo misma.
— ¿Qué te ocurre? —preguntó Ana—. ¿Crees que ella podrá ayudarme? Dime:
¿podrá ella ayudarme?
Ceferina asintió.
—Pero tengo miedo, Ana.
— ¿Miedo?
—Sí, miedo por ti. Se rumorea que Hilaria…
—No me importa lo que se murmura de ella. Lo único que quiero es que me
devuelva a Martín, que me lo traiga…
—Pero no lo sabes todo, Ana. Se dice que Hilaria posee… artes diabólicas… que es
una bruja… que va al aquelarre… ¿Comprendes?...
La miró azorada, vacilante.
Ana le apretó con fuerza las manos.
—Que me traiga a Martín. Como sea, Ceferina, al precio que sea. (cap. 6, 97-98)
sincronizaba con el brillo intenso y vital de sus ojos. De algún modo, caóticamente,
Ana tuvo la impresión de que la voz era de una persona y la mirada de otra distinta.
Se le hizo extraño aceptar la idea de que la mujer que hablaba y la que la miraba eran
la misma persona. Pero pese a la sensación de ridículo que este pensamiento le
producía, no pudo evitar decirse a sí misma que Hilaria parecía, al mismo tiempo,
mucho más vieja y mucho más joven que Ceferina: dependía de si la escuchaba o de
si la miraba a los ojos, tan fulgurantes y hundidos en sus cuencas. Su afilado rostro
era serio, arrugado y un tanto hierático. De toda ella parecía emanar una gran fuerza
cuya exacta identidad Ana no puedo apreciar y que la perturbó y la habitó de un
temor y una curiosidad inexplicables. (cap. 7, 105-106)
Nos hallamos ante una arquetípica vieja bruja, que vive acompañada por un sapo y por
un búho, pero Hilaria contraviene el estereotipo cuando se habla de libros y cartapacios
antiguos, pues aquí el autor comete un error evidente en la caracterización del
personaje.
Hilaria se puso en pie y, a la luz del candil, buscó algo en las baldas, en las que se
apiñaban libros y papeles cubiertos de polvo. Colocó luego sobre la mesa, con gestos
despaciosos, un cartapacio. Sacó unas hojas manuscritas antiguas y sucias, de
escritura borrosa y de dibujos y signos que no logró reconocer. (cap. 7, 110)
De ahí extrae Hilaria la fórmula que tendrá que pronunciar Ana para que Martín vuelva
a ella. Eso no es verosímil, pues esta clase de mujeres era iletrada y no resulta creíble
que dispusiera de ningún tipo de material libresco. El saber de estas féminas, si
12
No como el que podía inspirar la Cañizares de El coloquio de los perros, cuando Berganza acude a su
intento fallido de asistecia al aquelarre: Ella era de larga de más de siete pies; toda era notomía de huesos,
cubiertos con una piel negra, vellosa y curtida; con la barriga, que era de badana, se cubría las partes
deshonestas, y aun le colgaba hasta la mitad de los muslos; las tetas semejaban dos vejigas de vaca secas
y arrugadas; denegridos los labios, traspillados los dientes, la nariz corva y entablada, desencaxados los
ojos, la cabeza desgreñada, las mejillas chupadas, angosta la garganta y los pechos sumidos; finalmente,
toda era flaca y endemoniada (Cervantes 344).
Se puede observar que existe, en las creencias sobre brujería, una base hechiceril
evidente, pues muchos de los portentos atribuidos en este fragmento a las brujas no se
diferenciaban de aquellas maravillas que podían ejecutar las hechiceras gracias a los
conocimientos y la técnica que habían adquirido. De ahí que no fuera nada extraño que
una persona, sobre todo mujer, aficionada a la hechicería pudiera relacionarse
fácilmente con la brujería.
Ana duda sobre si Hilaria es una de estas terribles brujas o no, pues piensa que es
buena y compasiva, dado que ha acogido en su pobre casa a un niño desvalido, que toca
el tamboril y que quedó desamparado al separarse del saludador que visitó la aldea y
narró los sucesos de Zugarramurdi; pero, por otro lado, invoca a las fuerzas infernales.
Además, se ha de recalcar el paralelismo que se establece entre esta anciana y la
Camacha de Montilla cervantina, pues el autor calca prácticamente las palabras que
aparecieran tres siglos antes en el Coloquio de los perros: “alguien aseguró que en el
pequeño huerto de Hilaria había visto una vez, en diciembre, a pesar de las heladas,
13
Pedrosa explica que la bruja sería una persona que poseería unas facultades innatas a través de las
cuales realizaría agresiones mágicas de carácter elemental (74).
14
Aunque haya escuchado, en ocasiones, el resultado de la reinterpretación canónico-teológica.
15
Como bien señala Henningsen (348), el contenido demonológico no fue importante en la brujería
popular; es más, se transformó en cuentos y leyendas durante los períodos de normalidad, por eso hacía
falta un nuevo adoctrinamiento.
16
Este tipo de noticias o rumores se pueden encontrar, por ejemplo, en un género como la miscelánea,
como el Jardín de flores curiosas, de Antonio de Torquemada, de 1570. Faltaría estudiar en profundidad
las relaciones de sucesos, para comprobar si esta clase de anécdotas encontraban en este otro tipo de
textos un cauce de difusión.
rosas frescas. También se afirmaba que, en más de una ocasión, la habían visto segar
trigo en enero” (114).17
Nuestra protagonista irá transformándose paulatinamente en su unión con la anciana y
dicha metamorfosis se plasma magníficamente en la siguiente cita:
—Dime: ¿tienes fe en mí? —repitió Hilaria.
Ana la miró a los ojos y dijo:
—Sí.
Inmediatamente se supo unida a la anciana, misteriosa y profundamente unida a ella
como si un invisible cordón umbilical las atara. (cap. 7, 116)
Quizás, en el fondo, esta misteriosa conexión se deba, más que al carácter mágico que
la protagonista atribuye a Hilaria, por las creencias y rumores18 que circulan sobre ella y
por el papel que desempeña estupendamente la vieja, a la necesidad que Ana tiene de
creer en algo o alguien, de apoyarse en otro ser humano, en una mujer poderosa que la
haga sentir segura. Ceferina no podía ocupar ese rol, pues para Ana nunca había sido
una fémina con poder, sino solo una sirvienta. Hilaria, no obstante, a pesar de su
marginalidad y su pobreza, cree en sí misma hasta el punto de convencer a cualquier
visitante de sus capacidades. Se establece así una relación maestra-alumna que se
concretará en la iniciación de Ana en la secta, y que apunta hacia un reino en el que la
feminidad prevalece y cada mujer representa un eslabón de una poderosa cadena. Eso sí,
al final veremos que ese potencial matriarcado se esfuma ante la evidencia de que todo
es un sueño, un anhelo por superar las dificultades con que las féminas topaban, y más
cuando se trataba de huérfanas, solteras, viudas, etc.19
Ana encuentra en su nueva relación con Hilaria el acicate perfecto para cambiar de
vida, pero, sobre todo, para transformarse por dentro. Así lo explica ella misma:
17
Este fragmento tiene mucho de literario, pues el hecho de que Hilaria cultive rosas frescas en diciembre
y sigue trigo en enero remite a lo que Cervantes achacaba a la Camacha de Montilla en el Coloquio de los
perros. Así nos la presenta el insigne autor: “En esta villa vivió la más famosa hechicera que hubo en el
mundo, a quien llamaron la Camacha de Montilla; fue tan única en su oficio, que las Eritos, las Circes y
las Medeas [...] no la igualaron. Ella congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol,
y cuando se le antojaba volvía sereno el más turbado cielo; traía los hombres en un instante de lejanas
tierras; remediaba maravillosamente las doncellas que habían tenido algún descuido en guardar su
entereza; cubría a las viudas que con honestidad fuesen deshonestas; descasaba las casadas, y casaba las
que ella quería. Por diciembre tenía rosas frescas en su jardín y por enero segaba trigo. Esto de hacer
nacer berros en una artesa era lo menos que ella hacía, ni el hacer ver en un espejo, o en la uña de una
criatura, los vivos o los muertos que le pedían que mostrase. Tuvo fama que convertía los hombres en
animales, y que se había servido de un sacristán seis años, en forma de asno, real y verdaderamente, lo
que yo nunca he podido alcanzar cómo se haga, porque lo que se dice de aquellas antiguas magas, que
convertían los hombres en bestias, dicen los que más saben que no era otra cosa sino que ellas, con su
mucha hermosura y con sus halagos, atraían a los hombres de manera que las quisiesen bien, y los
sujetaban de suerte, sirviéndose dellos en todo cuanto querían, que parecían bestias.625 Pero en ti, hijo
mío, la experiencia me muestra lo contrario. […] Yo ni tu madre, que fuimos discípulas de la Camacha,
nunca llegamos a saber tanto como ella.” (336-337).
18
Acerca de los rumores y habladurías en relación con los brotes de brujería, véase Stewart y Strathern.
19
Mª Helena Sánchez Ortega expone: “Las mujeres [… ] utilizaron la fe de su entorno en sus supuestos
poderes para establecer una muralla defensiva, una estrategia similar a la del inofensivo calamar que
desprende su tinta cuando se siente atacado. El precio fue, con frecuencia, demasiado elevado.” (2004:
25). Llaman mucho la atención las palabras de una mujer marginal, cristiana vieja de 20 años, llamada
Francisca Mora, citadas por Sánchez Ortega (142) y recogidas de los archivos del tribunal de Mallorca,
que revelan mucho acerca de las motivaciones y de la psicología de las hechiceras y las brujas: “que no
había Dios sino nacer y morir porque no era posible que si hubiese Dios las dexase padescer tanto como
padescian y que no tenía esperança que Dios la ayudase sino el diablo, y que los demonios no eran tan
malos como los pintaban y que deseaba saber alguna oración para que el diablo la sacase de allí…”.
Voy a conseguir aquello que quiero y al precio que sea. Voy a conseguirlo porque lo
necesito, porque tengo que conseguirlo. Tal vez esté enloqueciendo.20 No lo sé. Pero
entiéndelo bien, Ceferina: nunca más volveré a sentirme herida por los demás. Y no
voy a ocultarme de nadie… ni siquiera de mí misma. Ya no me tengo miedo,
Ceferina. ¿Te das cuenta?: he dejado de temerme a mí misma. La noche que
visitamos a Hilaria, mientras me encontraba a solas con ella, al otro lado de la
cortina, me sentí… no sé cómo decírtelo… libre. (cap. 8, 129)21
Hilaria consigue a Ana lo que esta quiere, que Martín la visite durante la noche, y ella
se entregará a él como la esposa al esposo. Para que esto sea posible le extiende a la
joven una untura por todo el cuerpo y acompaña el ritual de una fórmula compuesta por
palabras ininteligibles. Y, en efecto, se celebra la noche nupcial. Eso sí, el lector intuye,
desde el momento en que la vieja ha untado a Ana con una sustancia presumiblemente
alocinógena, que se trata de una mera ensoñación, muy real para la muchacha, mas
sueño al fin y al cabo. Como no podría ser de otro modo, cuando despierta por la
mañana, Martín ya no está. Nunca comparecerá a la luz del día, y eso es muy
significativo.
—Sí. Estaba todo a oscuras, pero le vi, le vi perfectamente. Primero me llegó su voz,
que reconocí en seguida. Luego sentí sus manos y su boca. Sus ojos me miraban muy
fijo y parecían llamas en la oscuridad. Luego… luego fuimos una sola carne, y
después quedó silencioso a mi lado, y juntamos las manos y nos oímos respirar el
uno al otro. Yo me fui quedando dormida poco a poco, pensando en él, oyendo su
voz, que me hablaba muy queda, sintiéndole a mi lado. Y cuando desperté…
Calló con expresión ausente.
—Él ya no estaba, ¿verdad? —concluyó Ceferina.
Ana se frotó suavemente las manos.
—No. Martín había partido ya.
—Hilaria te lo dijo, ¿recuerdas? Dijo que Martín vendría de noche y marcharía antes
de que amaneciera, antes de que sonase el canto del gallo. (135)22
Para Ana, sin embargo, ese amanecer encierra una luz especial; es como si lo viera por
primera vez, como si al fin despertara al mundo, a la plenitud de la existencia: “Y tuvo
la certeza, tuvo la certidumbre absoluta de que le bastaría colocar una mano sobre la
20
Algo de locura hay también en la brujería tal y como la presenta Castresana, porque Ana comienza a
nadar contracorriente, a generar sospechas y recelos en los vecinos, a causar temor en Ceferina, a
apartarse de los presupuestos sociales, para sentirse invulnerable. Esa marginalidad voluntaria por la que
opta la protagonista de esta novela encierra un cierto grado de demencia, sobre todo por el hecho de que
no piensa con claridad al tomar su decisión, solo actúa movida por un deseo irrefrenable de conseguir a
Martín, y después, igualmente, por afán de venganza.
21
En relación con esta cita y con todas las afirmaciones anteriores referidas a la desesperación como
motor transformador, no se ha de obviar lo que Sprenger y Kraemer exponen acerca del tercer método de
tentación para que una persona termine adscribiéndose a la brujería: el camino de la pobreza y de la
tristeza, y añaden: “Cuando las jóvenes, corrompidas y abandonadas por sus amantes, a los que se habían
entregado bajo la promesa de matrimonio, se encuentran corrompidas y habiendo perdido su reputación.
Entonces se entregan a cualquier acechanza diabólica. Bien por venganza para embrujar al amante o a la
mujer con la que se ha casado, o bien maquinando otras cosas entregándose a todas las inmundicias”
(Segunda Parte, Cuestión I, Capítulo I, 217-218). En el caso de Ana ella no se ha entregado carnalmente a
Martín y no ha perdido su reputación, pero sí ha sido traicionada.
22
Estas indicaciones de Hilaria no dejan indiferente al lector, que se pregunta por la naturaleza de la visita
nocturna. Podría tratarse de un demonio conjurado por Hilaria, de ahí que se tenga que marchar antes del
canto del gallo (con este canto se daba también por finalizado el aquelarre); o simplemente de una visión
provocada por las drogas absorbidas a través de la piel.
hierba, o sobre un camino, o sobre un trozo de tierra cualquiera, para sentir latir, en lo
hondo de todas las cosas, al unísono, su corazón y el corazón del universo.” (cap. 9,
134).
La joven y Ceferina creen en la realidad de los encuentros con Martín.
Martín tornó aquella noche y la siguiente y la otra y la otra y otras muchas más.
Siempre acudía en la oscuridad y siempre marchaba antes del alba, mientras Ana
dormía. Llegaba desde la Corte, sin duda volando raudo por los aires, y entraba en la
alcoba de Ana no se sabía cómo, sin utilizar la puerta.
Todas las noches, tratando de vencer su sueño y su cansancio, Ceferina vigiló
durante horas la cámara de la muchacha. Y nunca vio a Martín. Con medias palabras,
muy discretamente, indagó entre la servidumbre y también entre algunas gentes del
publo por si alguien hubiera visto u oído algo extraño durante las últimas noches.
Pero nadie sabía ni sospechaba nada. Desafiando todas las leyes naturales,
trasladándose misteriosamente desde la Corte, traspasando muros y haciéndose
invisible a los ojos mortales, Martín entraba en la alcoba y salía y abandonaba la
torre y el pueblo sin dejar rastro.
Y así fue durante diecisiete noches. (cap. 9, 136-137)
He ahí el secreto del nuevo comportamiento, de la actitud con la que ahora Ana se
enfrentará al mundo: el odio. El amor no ha ofrecido resultados satisfactorios a aquella
que lo sufría, porque la joven no disfrutaba de ese sentimiento, sino que lo padecía y
ello le producía un considerable dolor. La metamorfosis de Ana pasa por trocar el amor
en odio (véase Lara Alberola 2006).23
Pensándolo, Ana tuvo conciencia de que algo se movía y cambiaba de sitio en su
interior. Era algo… no lo sabía con certeza… algo como un trasvase, como una
transferencia emocional. Después de haber hablado con Hilaria, hacía unas horas, la
imagen de Martín se había diluido de pronto, haciéndose paulatinamente menos
compacta y real. La figura de doña Engracia, en cambio, había ido creciendo,
agigantándose en la mente de Ana. (cap. 9, 147)
23
Véase Lara Alberola 2006.
Los deseos de Ana cuadran a la perfección con su nueva condición y con el hecho de
que haya de establecer un pacto con el diablo.
—[…] Ahora pídeme lo que quieras. Él te lo concederá.
Y Ana se lo dijo con acento tranquilo y desasido:
—Su madre… la madre de Martín… doña Engracia…
—¿La mujer de Damián el ferrón?
—Sí. Quiero que muera. (cap. 9, 150)
La muchacha, por otra parte, acepta acudir al Gran Sabat y rendir pleitesía al diablo.
Ceferina la acompañará. Hilaria le explica que volarán hasta allí y que al regresar ella
será la maestra y la joven, la novicia; además, el diablo le entregará un sapo y habrá de
cuidarlo y venerarlo con amor y respeto. Una vez llegado el momento, las tres se untan
y caen presas de un sopor irresistible, solo así pueden partir. Ceferina, siguiendo las
órdenes de Hilaria, debe mirar la llama de una vela y mientras la anciana le habla se va
relajando (hipnosis), después le pregunta cómo imagina que será todo en la reunión: “Y
Ceferina fue vertiendo, con voz cascada, a veces casi inaudible, su concepto del diablo y
del aquelarre, amontonando de manera inconexa cuanto había oído decir desde su
infancia.” (cap. 10, 162).24
24
Castresana no inventa nada en este sentido, sino que bebe de diversas fuentes que pueden respaldarle de
cara a perfilar un retrato del aquelarre. Pensemos, por ejemplo, en el memorial de don Juan de
Mongastón, de 1611, en el que se detalla la Relación de las cosas y maldades que se cometen en la seta
de los Bruxos, según se relataron en sus sentencias y confesiones. En sus páginas se repasan las
caracterísicas más peculiares de la brujería de la zona y, desde luego, del Sabbat (véase este documento
en Valencia 157-181): la bruja novicia acude al conventículo por primera vez con su maestra, que la ha
iniciado en la secta, tras untarse con un ungüento en diversas partes del cuerpo; la bruja es presentada al
demonio, que está sentado en un gran trono, con un rostro feo y airado, y los ojos espantosos y
encendidos, y la voz desentonada. Tras el ofrecimiento de la recluta, esta se postra ante el diablo y
reniega, la posterior adoración incluye el ósculo infame; después Satán imprime una marca en el cuerpo
de la bruja y le entrega un sapo vestido, que será su familiar, al que deberá cuidar con suma dedicación.
Posteriormente, puede unirse al baile con los demás asistentes, alrededor del fuego. Los brujos que no son
llegados a edad de discreción, es decir, los niños, no participan de todas las actividades durante la
reunión, sino que se encargan de guardar la manada de los sapos, los cuales deberán expresar sus quejas
contra los brujos que los traten mal y estos serán duramente castigados. Durante el aquelarre, además, los
integrantes de esta sociedad secreta confiesan cuanto mal han hecho y por ello son recompensados, así
como reprendidos si no han sido lo suficientemente malvados. Se celebra una misa negra, que supone una
inversión de la liturgia cristiana y los brujos comulgan una especie de suela de zapato negra. Terminada
esta celebración, el demonio los conoce a todos sométicamente y más tarde tiene lugar una orgía en la que
todo está permitido. Para finalizar, los asistentes se marchan a cometer todo el mal que está en su mano.
Estos datos se ven completados ampliamente por Pierre de Lancre en su Tratado de brujería vasca.
Descripción de la Inconstancia de los Malos Ángeles o Demonios.
instante de exaltación tan intensa, tan vívida, tan total, que tardó un rato en darse
cuenta de que no se movía por sí misma en el aire, sino que iba montada sobre un
inmenso murciélago de enormes alas. Y se asombró de una cosa: se asombró de no
sentir miedo ni repugnancia al notar bajo su piel la piel membranosa y al áspero
plumaje del pájaro.
A su lado, riendo y gritando con excitación, como en un frenesí de borrachera y
júbilo desenfrenado, iban Hilaria y Ceferina. Hilaria montaba en una vara larga y
delgada, y Ceferina un gato pequeño y blanco, de diminutos ojos de color rojo y que
—Ana lo recordó siempre— no parpadeaban.
—¡Ana! ¡Ana! ¡Volamos, volamos! —la saludó Ceferina con una voz que se le
rompía de gozo. (cap. 11, 166)
Aquí se da uno de los hitos más importantes en este texto con referencia al tema
central: la brujería, ya que, a pesar de lo leído en las citas anteriores, se logra mantener
la intriga; sembrando, eso sí, algunas dudas en el lector, sobre todo en el momento en
que Ceferina recita de memoria su particular visión del conventículo. El método que usa
Hilaria para inducir el vuelo resulta totalmente sospechoso, pero inmediatamente se nos
relata la experiencia de iniciación de Ana, sin más tránsito, por lo que no se desvela si lo
que está sucediendo es o no real; en este punto de la novela todavía el lector puede creer
en la veracidad de los hechos, porque todo es absolutamente tangible para el personaje
central.
No obstante, se puede intuir el efecto de las drogas en estas palabras de la novela:
“Toda ella era pura ingravidez, pura incorporeidad. Sin embargo, notaba intensa y
profundamente el peso de identidad personal, el peso de su mismidad.” (p. 166). Ana
siente unos efectos muy similares a los que podría causar cualquier sustancia
psicotrópica, pues el autor se cuida mucho a la hora de escoger los términos precisos
para describir las sensaciones que experimenta la protagonista: “ingravidez”,
“incorporeidad”.
Pronto se anuncia la definitiva transformación:
¿Era posible que alguna vez las personas que vivían allá abajo la hubieran hecho
sufrir? ¿Hubo realmente un día en que ella, Ana, se sintió igual a cuantos seres
humanos se hallaban en la tierra, hundidos en la oscuridad de la vulgaridad y de la
monotonía? ¿Había compartido ella sus dolores, sus pasiones, sus gozos? ¿Había
sido ella un ser como cualquiera de los que ahora estaban allá abajo, durmiendo, sin
sospechar lo que en esos momentos pasaba sobre sus cabezas?...
Y se dijo a sí misma, con grandes voces silenciosas, que a partir de entonces ella no
era ya una criatura como las demás, que nada tenía en común con quiene jamás
habían cruzado los aires. Y desapareció la sensación de lástima que hacia aquellas
gentes y hacia sí misma había experimentado hacía un instante, al sobrevolar la torre,
y en su lugar se sintió llena de un hondo sentimiento de frialdad hacia cuantos vivían
a las leyes naturales de su identidad humana.
—Nunca, nunca volveréis a hacerme sufrir —gritó. (cap. 11, 167-168)
Posteriormente, ellas también van a ocupar su lugar, y Ana se da cuenta de que todos
los brujos y brujas no se sientan juntos, sino que van alternándose los brujos con los
demonios. Pronto se inicia el festín al son de una música de chistu y tamboril. Allí,
junto a una hoguera, se halla incluso el pequeño Kepa, aquella pobrecilla criatura que
desde hace poco habita junto a Hilaria en la casucha del bosque. Comienzan a comer,
los manjares son exquisitos (aunque carecen de sal), pero en otras ocasiones, Ana
degustará, sentada a la mesa, culebras, sapos y niños cocidos.
Tras el banquete, los brujos y brujas relatan cuanto mal han hecho desde la última
reunión y todos manifiestan su fe y devoción al Señor de la Noche. Cada vez que alguno
de los presentes expone crímenes y maldades, todos prorrumpen en vítores y aplausos.
Y cuando una bruja declara no haber podido cumplir con estas obligaciones malignas
desde el pasado conventículo, se hace el silencio general y es arrancada de su asiento
por varios demonios pequeños (sin brazos, por lo que Ana se sorprende de que sean
capaces de golpear), que se encargan de azotarla y la arrojan a una de las hogueras, pero
25
La forma de actuar de Ana, la ingravidez que siente, su distancia con respecto al mundo, al que parece
observar desde arriba, la omnipotencia de que hace gala… todo ello apunta a una posible iniciación en la
adicción a las drogas.
26
Esta referencia apunta a la cacería salvaje, al ejército de Odín.
no muere, sino que permanece allí hasta que renueva su juramento de fidelidad a su
amo.
Del mismo modo, se resalta que un sapo salió de la manada y habló, explicando que su
ama lo había maltratado y no le había dado alimento suficiente. Nuevamente, los
demonios sin brazos castigan a la infractora.
En un momento central de la reunión, Ana es requerida por el Señor de la Noche,
quien la marca en la niña del ojo izquierda con la señal del sapo. Además, la convierte
en dicha ocasión en la reina del aquelarre, por lo que unas brujas la coronan con flores,
y ella se sienta en un trono que está junto al de su amo. Ese parece ser el pistoletazo de
salida del baile, al son del chistu y el tamboril, para lo cual todos se colocan alrededor
de las hogueras, cogidos de la mano. Los demonios miran hacia fuera y los brujos y
brujas hacia dentro del corro, y los niños abandonan sus quehaceres para unirse a la gran
celebración, al igual que algunos sapos. Ciertas brujas se atavían con máscaras para no
ser reconocidas. La danza se torna cada vez más frenética:
Los chillidos y los movimientos descoyuntados de brujos y brujas y demonios y
niños neófitos, el cascabeleo de los sapos, el crepitar de las hogueras, el rumor de los
animales del bosque gritando en la maleza y el ritmo de la música llenaban la noche
de un frenesí contagioso. (cap. 11, 176)
Hilaria abandona el corro y toma un sapo, que ofrece al diablo, quien, a su vez, lo
entrega a Ana como servidor y, si fuera preciso, verdugo. Mientras tanto, el baile llega
al paroxismo. Parece una danza tan disparatada y grotesca como macabra, pues “algunas
brujas, exhaustas y arrojando espuma por la boca, caían al suelo y se retorcían y
chillaban y se arrancaban brutalmente mechones de pelo y pataleaban y reían mientras
los danzantes las pisoteaban” (cap. 11, 177).
Y entonces, para Ana llega un instante revelador, pues el diablo acerca su rostro al de
ella y la besa; para la joven se trata de “[…] un contacto helador que la fascinó y la
estremeció. Sintió el peso de aquella boca sobre la suya y perdió el conocimiento” (cap.
11, 177).
Como se puede observar, no se otorga un papel predominante al aspecto sexual; es
más, se mantiene bastante velado y el autor no se detiene en la orgía que se celebra
durante el conventículo ni tampoco se muestra explícito en la presunta relación íntima
que Ana mantiene con su amo.
Al despertar, ella ya no se encuentra en el aquelarre, sino que percibe el aire vicioso de
una habitación cerrada. Se halla nuevamente en casa de Hilaria. Las sensaciones que la
embargan y el hecho de que el ambiente enrarecido de la vivienda apunta a que todo
está bien sellado, pueden hacer que inmediatamente el lector piense en un posible efecto
de las drogas, pero, acto seguido, Ana siente que algo le frota la mano y ve ante ella al
sapo que el Señor de la Noche le entregó. Ese hallazgo genera dudas, ¿ha estado la
muchacha realmente en el aquelarre? Parece que el sapo lo confirma… Así que, por el
momento, se mantiene la intriga. Eso sí, resulta tremendamente sospechoso el hecho de
que Hilaria indique a Ana: “no has de hablar con nadie de cuanto has visto y oído esta
noche. Con nadie, ¿me oyes?, ni siquiera con Ceferina” (cap. 11, 179). Es evidente que
una bruja que, presuntamente, se ha iniciado en la secta no ha de hablar con nadie de los
secretos de la sociedad secreta de la que ahora forma ya parte, dado que las actividades
de tal grupo eran clandestinas y tanto la Inquisición como la ley civil las perseguían y
castigaban. Pero… ¿por qué no habría de hablar Ana con Ceferina, su confidente y
también bruja asistente al aquelarre? Y será, además, la propia Hilaria quien llenará las
lagunas de la mente de Ana, que no recuerda cómo ha regresado a casa tras el Sabbat.
La vieja señala que lo ha hecho del mismo modo que fue: por los aires. Y a la pregunta
desesperada de la joven por saber si, en efecto, había mantenido trato carnal con el
diablo, la anciana responde: “Sí, Ana, así fue. […] Te eligió entre todas. Fue un gran
honor. Y eso te dará el poder que deseas… eso te liberará de todo dolor. Eres suya, sí.
Le perteneces, Ana, le perteneces para siempre.” (cap. 11, 181).
La tercera parte de la novela lleva por título “La bruja”, pues la supuesta asistencia al
aquelarre ha resultado un importante punto de inflexión en la trama. Ahora Ana ya no
será la muchacha inocente y maltratada o traicionada por la vida, sino la bruja, con todo
lo que ello conlleva. Ya se ha completado la transformación.
Ana ha vuelto, según la novela, varias veces a estas reuniones, y ha ido olvidando a las
gentes del pueblo, incluso “su propia identidad humana” (cap. 12, 187).27 Su pasado se
torna borroso, y sus pasadas emociones también se hallan rodeadas de una pesada
niebla. De hecho, Ana se siente una intrusa en su propio hogar, en la torre, y es la
destartalada vivienda de Hilaria la que la atrae de un modo irremediable. Y cuando
Ceferina advierte a la joven que en el pueblo los vecinos están comenzando a murmurar,
debido a la frecuencia con que la muchacha visita a la vieja bruja; Ana, furiosa, le
reprocha que esté tan atada a cuestiones mundanas, pues a ella, ahora, no puede
importunarle lo que dichas personas piensen o digan sobre ella. Se siente libre y
poderosa. E increpa a su aya por si ha olvidado el juramento que hizo ante su amo. La
anciana no sabe qué responder, está empezando a temer a la que un día fue su querida
niña, casi una hija. Por otra parte, la joven sabe que el diablo les tiene prohibido
comentar lo que sucede en el aquelarre, sus vivencias brujeriles, así que no muestra
mayor interés en compartir esos secretos con Ceferina.
La protagonista de esta magnífica novela histórica vive a caballo entre dos mundos, el
de la aldea (realidad) y el del tabuco (lo onírico, la fantasía). Se ha convertido en la
discípula de Hilaria:
Allí, en el tabuco, le parecía a Ana que se escapaba de las leyes naturales y de
cuantas realidades imponía la vida a los demás seres humanos. Absorta en sus
estudios y observaciones, perdía a veces la conciencia del tiempo. Aprendió a
preparar filtros y bebedizos y a descifrar los sueños, se familiarizó con cuanto
formaba parte de la magia infernal y penetró en las secretas propiedades de los seres
inanimados. (cap. 12, 192)
Este tipo de aprendizaje no es el propio de una bruja en sí, pues la bruja, amén de ser,
en un sentido más general y universal, la persona que (se cree en todas las culturas) nace
con don innato para realizar agresiones de tipo mágico (y digo agresiones porque la
bruja o el brujo es aquel temido por la comunidad por su capacidad para realizar el mal,
aunque, desde ese mismo punto de vista, se podría concluir que también existirían
personas que nacerían con un don para sanar) y por tanto no ha de recibir ninguna clase
de instrucción; es, sobre en todo en la Europa occidental de los siglos XV-XVII, aquella
(normalmente) mujer que adquiere la capacidad de obrar el mal y de ejecutar actos
mágicos en virtud de un pacto cerrado con el diablo, a quien se ha de someter y a quien
debe adorar en las reuniones conocidas como aquelarres. En este sentido, vemos que si
Ana está completando su formación mágica junto a Hilaria, que le enseña a
confeccionar hechizos, a descifrar sueños, a pronunciar invocaciones y a descubrir las
propiedades ocultas de los diferentes elementos de la naturaleza, existe una patente e
indiscutible base hechiceril sobre la que se ha construido la brujería.28
27
El hecho de que se hable de Ana como una criatura distinta al ser humano, tras la “transformación”, la
acerca irremediablemente a la figura del vampiro.
28
Esto también lo dice Tausiet 1998.
refugiado en Salvador del Valle. Ella fue quien me presentó a nuestro amo. Me dio
un alfiletero y me convirtió así en su discípula. […] Yo fui primero su criada. En
seguida me dispensó su mayor confianza. Luego, ya te lo he dicho, me hizo su
discípula. Cuanto sé, de ella lo aprendí. Cuanto tengo, ella me lo dio. Murió joven.
Padecía de alferecía y en un ataque se golpeó la cabeza contra la pared. Recobró el
conocimiento un instante y me apretó la mano y me transmitió parte de su sabiduría.
Pero estos libros… no… nunca he podido leerlos. Ella me dijo muchas veces que los
guardara y buscara a alguna muchacha educada e instruida que pudiera leerlos y
comprender cuanto en ellos se dice. (cap. 12, 195-196)
31
En otros capítulos del libro, en concreto en el XIV, se vuelve a hacer referencia a esta posesión de
conocimientos teóricos poco propia de una hechicera. Ana expresa dirigiéndose a Kepa, acerca de las
propiedades de las plantas: “—Teofrasto vivió hace muchos años— le explicó a Kepa— y fue discípulo
de un hombre con fama de sabio llamado Aristóteles. Tanto él como Dioscórides y Plinio y otros
describen cientos y cientos de plantas con poderes mágicos y medicinales.” (218). Se siguen diseminando
así ciertos datos en el texto que son los que le confieren un carácter menos verosímil a la actuación o a las
capacidades de Ana.
el suelo. Varios lugareños aseguraron que parecía otra: más fea y envejecida y huraña,
más extraña y lúgubre que nunca” (cap.13, 203).32
Muchas mujeres del pueblo, desde entonces, acudían a Ana en busca de remedio, como
habían hecho con Hilaria, y ella las atendía a todas (esto es más propio de hechiceras
que de brujas en sí, con lo que quedarían vinculadas la hechicería y la brujería).
Destacaban los rituales de magia amatoria, pero también los maleficios. Para la joven,
este sería su oficio, el de hechicera profesional, lo cual, dado que esta clase de mujeres
tenía el poder de auxiliar a sus semejantes pero también la capacidad de practicar el mal,
conduce a los habitantes de la aldea a relacionar a Ceferina y su ama con la brujería. El
día en que graniza, y esto provoca daños en la cosecha y en algunas viviendas, son
acusadas por los vecinos. Ceferina, entonces, avisa a Ana: “Lo saben, lo saben. Saben
que somos brujas” (cap. 12, 212). Hay una autoinculpación, un reconocimiento.
Pocos días después, alguien incendia el tabuco. Ana, Ceferina y Kepa despiertan a
tiempo y pueden salvar sus pertenencias, entre las que destacan los libros de magia o el
sapo. Así que no tienen más remedio que regresar a la torre. Los sirvientes de la casa se
alarman ante el regreso de la dueña, tan distinta ahora a como había sido antes. Además,
acomoda al niño en la habitación del difunto señor, don Santiago; y porta objetos
extraños que hacen florecer las sospechas de los criados. El terror comienza a imperar
en la vivienda. Por ello, alguno de los presentes sale a avisar a las gentes del pueblo de
lo que está sucediendo y todos acuden armados con palos, guadañas, azadas, hoces…33
Ante la verja de la casa, una vez todos los sirvientes han abandonado el que fuera su
hogar durante muchos años, solo quedarán unos puñados de sal, supuestamente
protectora. Ana se niega a renunciar a sus costumbres, a que algo cambie, y opta por
atrancar puertas y ventanas. Y así transcurren muchas primaveras. Y, en efecto, nada
cambia. Ana hace oídos sordos a las llamadas de Fray Miguel, el párroco, y de don
Melchor, el alcalde, que se acercan a su puerta en numerosas ocasiones para intentar
hacerla entrar en razón.
Al hilo de estos acontecimientos, el autor nos recuerda que después de siete años de
destierro regresa Visitación que fue, en su día, condenada por bruja:
[…] y vivió nadie sabía cómo, sin trabajo y sin pan y sin hablar con nadie,
vagabundeando por el lugar con su caminar y su expresión loca, canturreando y
acunando el vacío en sus brazos hasta que una mañana apareció muerta sentada en
las escalinatas de la iglesia, con la sonrisa ancha y una gran paz derramándose por
todo su semblante. (cap. 13, 214)
Mientras tanto, Ceferina y Kepa salen de vez en cuando, con sigilio, por la puerta del
huerto. Ana solo sale para acudir a su cita semanal con el diablo en el aquelarre. Y
también por la entrada trasera la visitan algunas mujeres, clientes, que requieren sus
servicios mágicos.34 Hasta que llega el otoño…
32
Es curioso ver cómo un arquetipo de leyenda se materializa de un modo tan efectista en un ser humano
y esta vez no es, como solía ser habitual, a causa de una acusación vertida contra una mujer del pueblo,
sino todo lo contrario: una joven de la aldea asumen ese rol conscientemente, heredado de los “cuentos”
sobre esta temática.
33
Se trata de un brote de histeria colectiva como los que tuvieron lugar en tantas zonas rurales, pero en
esta ocasión se arremete contra quien cree ser una auténtica bruja. De todos modos, según Henningsen,
esto podía ocurrir cuando, por lo que él denomina un “lavado de cerebro”, un vecino cualquiera sufría una
modificación en su personalidad y asumía las particularidades de un personaje ficticio que él o ella
podrían haber creado durante un interrogatorio (99-100 y 208).
34
Ana acumula, como personaje, una serie de características, de rasgos y de conocimientos que
conforman una determinada visión del mundo, y hacen que encierre elementos a veces muy dispares que,
por una parte, apuntan a una corriente realista en la plasmación de la brujería; y por otra, a una vertiente
A pesar de esa especie de anestesia que Ana se había inyectado con su iniciación en la
secta, sus sentimientos enterrados, la vergüenza, la ira, los recuerdos… afloran, y con
ellos torna el amor que una vez sintió. Regresa la recriminación al amado traidor, por la
angustia, la espera… La fortaleza que le había imbuido su nueva vida se evapora,
porque todo era un constructo falso, una coraza, un papel que había aprendido a
desempeñar sin fisuras, pero en el fondo las grietas de su máscara ajan la piel y
podemos vislumbrar su vulnerabilidad. Ana pasó de inocente joven desesperada a bruja
poderosa, que se situaba al margen de la aldea y de la sociedad, que ya no temía nada ni
a nadie; y ahora, entre los ropajes de esa bruja, de esa, al parecer, conocedora de los
secretos de la naturaleza y amante del diablo, se atisba a la antigua Ana, frágil y
temorosa. Su psicología se plasma de manera muy acertada en el texto:
[…] Siempre había sabido que si él volvía ella tendría que poner a prueba su dominio
y su presenta invulnerabilidad emocional. Y descubrió otra cosa: descubrió también
que siempre, en alguna parte remota de su ser, en el último rincón de sus entrañas,
había sobrevivido el deseo de que él regresara. Y el descubrimiento de esos
sentimientos contradictorios la deslumbró. […] Había acudido a Hilaria y había sido
su discípula y luego su sucesora y heredera; había asesinado con sus conjuros a doña
Engracia; había ido a las reuniones sabáticas; había pertenecido al Señor de la
Noche. Y se había revestido con la capa de la impasibilidad para ponerese a salvo del
dolor de los seres humanos, para que no la tocasen ni contagiasen las debilidades
inherentes a la identidad humana.
Pero habían bastado unas pocas palabras de Ceferina, había bastado que la anciana
dijera “Ana” con aquel tono de voz, había bastado que le musitara: “Ha vuelto. Está
aquí, en el pueblo”, para que inmediatamente toda su fortaleza se resquebrajase y
para que ella se hallara de nuevo desarbolada, zarandeada por un vendaval humano
que le hacía sentirse angustiada y desvalidad.
fantástica. Pensemos, por ejemplo, en cuando aconseja a Kepa que tenga mucho cuidado con las plantas y
hierbas del bosque, pues este es como un ente con vida y las propias plantas y hierbas pueden encerrar
una gran malicia. Este animismo que podría considerarse connatural a la magia se combina con
información de tipo más “científico”, extraída de autores o estudiosos como Teofrasto, Plinio o
Dioscórides. Y sumerge al lector en un universo en el que nada es lo que parece, en el que se respira ese
aroma denso del tabuco o de la torre, que puede transportarle a esa dimensión onírica que está presente
desde el momento en que Ana se inicia en la secta.
Reducid el pueblo a cenizas, que todo sea llanto y fuego. ¡Mi señor de la Noche, mi
amo, escúchame, ayúdame! (cap. 15, 235)
Como resulta evidente, nadie satisface las súplicas de Ana. Ninguna de las sucesivas
imprecaciones de la joven es atendida y, en cambio, sí la dejan en evidencia ante los
aterrorizados presentes, que encuentran así una perfecta justificación al ajusticiamiento.
Visto el resultado de sus intentos por fulminar a quienes se agolpan frente a ella, Ana
decide convertirse en pájaro y huir de tal peligro, pero todo es en vano, y sus delirios se
ven truncados por la primera pedrada en la frente. El pobre niño del tamboril, Kepa, cae
muerto sobre el perro que ya yacía inerte. Ana está lista para llorar de nuevo y las
lágrimas la traen de regreso al mundo real, lejano de ese universo fantástico que ella
había levantado en torno al tabuco. Cuando Ceferina llega junto a ella, ya vuelve a estar
ante la hija del señor de la torre, la misma que había cuidado hacía unos años, antes de
que su mundo se derrumbara. Y Ana, en presencia de su aya, abraza la lucidez que solo
puede preceder a la muerte.
—El aquelarre, el Señor de la Noche… No hicimos nunca ese viaje, Ceferina, no
vimos nunca al Señor de la Noche. Ahora, de repente, hace un instante, lo he
comprendido. Voy a morir… sí, lo sé… y ha sido… como una revelación. […]
Nunca volamos… no cruzamos los aires. Todo eso, Ceferina, todo eso no era verdad.
[…] El aquelarre no era un lugar, sino otra cosa. El aquelarre era ella misma; algo
que ella había creado en su mente, algo que ella había hecho surgir de su soledad y
su angustia, de su dolor y su vacío. Recordó la mañana en que había ido a visitar a
fray Miguel al convento y en que el fraile le había dicho que Desesperanza era uno
de los nombre del demonio. […] Recordó también las instrucciones de Hilaria
ordenándole que no hablara con nadie de su vuelo hacia el aquelarre, ni de lo que allí
sucedía. (cap. 15, 239-240)
De la misma manera, Ceferina confiesa que los maleficios de Ana contra ciertas
mujeres del pueblo fueron inefectivos, pero ella la engañó cuando la joven le preguntó
si habían surtido efecto, porque así era feliz y se sentía poderosa. También la muerte de
doña Engracia fue casual, un desafortunado accidente, no un homicidio perpetrado por
la muchacha. Ni siquiera Martín fue nunca a su alcoba cuando ella creía invocarlo en
medio de la noche y hacerlo venir desde la corte para yacer junto a ella. Todo habían
sido alucinaciones. Aunque… quizás la muerte de doña Engracia fuera provocada por la
propia Hilaria, una demente según Ceferina.
Y Ana solo piensa en recibir el perdón divino, que, según su sirvienta, le llegará sin
duda, porque todo ha sido una terrible pesadilla, solo eso… Hubo intención, incluso esa
misma noche, porque la joven trataba de llenar un vacío, de responder a la decepción. Y
tras recibir la absolución, moribunda, ve llegar a Martín, que regresa a casa, quien la
reconoce justo antes de que la muchacha entregue el alma, y le parece increíble que sea
la misma persona a la que amó años atrás.
Se llevan los cadáveres envueltos en unas mantas para que puedan descansar en la
cripta de la torre. Y fray Miguel amonesta a todos los vecinos, porque se ha apedreado y
matado a una mujer inocente y a un niño.
Este trágico final que, sin duda, impacta al lector por el desenlace que se presenta no
solo en referencia al destino de la protagonista, sino sobre todo por cómo se aborda la
brujería, cierra de manera magistral el texto narrativo que mejor y con más profundidad
y complejidad trata la brujería. Llama la atención la actitud que el párroco del lugar
adopta en referencia a la condición de Ana. No se vive en esta novela la obsesión por
parte de las autoridades, aunque, eso sí, se refleja la creencia en todo ser o acto
sobrenatural y preternatural, como conviene a las fechas en que se desarrolla la acción;
sin embargo, no presenciamos la intervención directa de la Inquisición, ni tampoco de la
justicia civil, exceptuando el caso de Visitación, que se toca de manera muy tangencial.
Esto acentúa el drama humano que se vive en la obra, ya que la joven es apedreada por
sus propios convecinos, quienes saben casar a la perfección a la muchacha con un
molde brujeril preconcebido, sin obviar que hay una actuación tangible y real por parte
de Ana, independientemente de que sus hechizos sean efectivos o no;
independientemente de si acude al aquelarre o no. Existe una voluntad de metamorfosis
por parte de la protagonista, un deseo de iniciarse en la secta, una inclinación evidente
hacia la magia negra y, por último, un deseo irrefrenable de practicar el mal.
Este comportamiento reprobable por parte de la bruja posee, eso sí, una justificación
que el autor sabe trazar a lo largo de todas y cada una de las páginas de su texto. La
novela es, de principio a fin, un descenso a los infiernos psicológicos y emocionales de
Ana. Acudimos, mediante la lectura, al proceso que transforma a una muchacha
absolutamente normal, una buena cristiana, en bruja. Observamos, piedra a piedra, la
construcción de la nueva identidad de la joven, y damos los argumentos que desgrana
Castresana por válidos. Sufrimos con la protagonista, nos deseperamos con ella,
amamos con ella y odiamos con ella; si el amor hacía de este personaje un ser humano,
el desamor, que conduce al odio, la deshumaniza. De simple desamada se transformará
en desalmada cuando se decida a entregarse al Señor de la Noche. El único camino
viable para dejar de sentirse diminuta, para recuperar su autoestima, incluso para
ejecutar su venganza, será la hechicería y, posteriormente, la brujería.
Las razones que esboza Castresana para explicar la transformación de Ana en bruja
son, sobre todo, de tipo psicológico; mas si atendemos a todos los detalles que aparecen
diseminados a lo largo de la trama, podremos encajar todas las piezas y determinar qué
tesis defiende el autor con respecto a la naturaleza de la brujería. Veamos los distintos
factores que el autor considera.
En primer lugar, se hace referencia a las historias de brujas (en su vertiente folklórica o
en su dimensión de crónica de procesos), con o sin base real, que han de considerarse
leyendas35 (porque se presentan como fidedignas)36 y que circulan por las aldeas,
35
Gennep explica, con respecto a la leyenda y el mito, que estos poseen un valor utilitario y moral; el
cuento, en cambio, no recala tanto en la moralidad, aunque también hay cuentos morales (16). El cuento
busca más distraer y se situaría junto a la poesía, de ahí que interese a los hombres de cualquier lugar y
cualquier tiempo (19). Habría unas narraciones con valor más estético y otras, más utilitario. En la
leyenda, más utilitaria que estética, el lugar se indica con precisión y también se concretan los personajes,
los actos de los cuales tendrían un fundamento supuestamente histórico y cualidad heroica (21). En
verdad encierran, o sea, qué se puede extraer de estas narraciones en referencia con la vida social y con la
situación de la mujer en los siglos XV, XVI y XVII (Dolan, 1994 y 1995, Clark, 2001 y 2004; Rushton,
Gibson, Gaskill, Purkiss, Gentilcore y Rowlands, 1998 y 2003). En una línea muy similar se profundiza
en la poética y la retórica de la brujería, en su dimensión simbólica (Tausiet y Montaner).
40
Mª Jesús Zamora habla de cuentos para referirse a los ejemplos y anécdotas insertos en los tratados y
también habría que ceñirse a estos términos en el caso de las acusaciones y confesiones recogidas durante
los procesos y registradas en los archivos de la Inquisición, como bien señalan Flores y Masera, pues
estos estudiosos demuestran que en dichos materiales se hallan recogidos relatos populares.
41
En referencia a qué aporta la élite y qué el pueblo, no podemos dejar de citar a Bear (37): “[...] La caza
de brujas se produce por una perversa conjunción de creencias e intereses de las clases altas y el pueblo
llano. Aquellas aportan la argumentación, los instrumentos procesales y la determinación del castigo; la
plebe, sus rencillas, su confusión y su folclore, además de sus espaldas para el látigo”.
42
“The demonological construction is an intimate blend of certain obsessions of the élite classes of
Europe, […] and elements of the social reality and popular culture of the time” (Muchembled, 1990: 148).
Véase también Rowland 1990. Y Bear (43), disertando sobre la brujería, expresa: “Ya que contamos un
cuento, hagámoslo a lo grande, con todos los recursos de la imaginación disponibles”.
43
Henningsen (187) nomina panfleto a la relación que don Juan de Mongastón realizó sobre el Auto de
Fe de Logroño de 1610.
44
Esta sería la definición de “bruja” más universal, común a todas las culturas y civilizaciones.
45
Y esta segunda concepción es de carácter canónico-teológico y conforma la idea de “brujo/a” propia de
la Europa de la Edad Moderna.
una dimensión histórica y antropológica. Tal vez una novela46 de estas características
fuera absolutamente necesaria para profundizar en las recovecos de la brujería y de su
oficiante, la bruja, por la facilidad con la que acerca al lector y al investigador a la
realidad y al ambiente de la época, y por la capacidad que nos confiere de empatizar con
sus actantes y de comprender su psicología y sus motivos.47
En segundo lugar, no se puede dejar de lado la presencia auténtica y palpable de la
hechicería, de la magia negra o el maleficio, que, desde luego, no sería efectivo, pero
algunas personas, sobre todo mujeres en las aldeas, no renunciarían a su ejecución, y
creerían en la eficacia de estas prácticas mágicas; además, no olvidemos que ciertas
personas desempeñarían un oficio basado en estas actividades (como se observará en
Hilaria). De la hechicera a la bruja hay un paso,48 posiblemente porque esta primera ya
ha cruzado la línea que separa la ortodoxia de la heterodoxia y se encuentra lo
suficientemente cerca del diablo como para sentirse tentada por la secta que este
capitanea. El contacto con la hechicería es lo que va acercando paulatinamente a Ana a
la brujería, pues no conforme con los conocimientos de Ceferina, desea más, y esta
última la pone en contacto con la vieja Hilaria; a partir de ahí todo es imparable. Desde
el momento en que Ana pisa el tabuco su existencia va a girar en torno a un eje distinto,
y cuando sus anhelos viren desde el amor hasta el deseo de venganza, el trato diabólico
será inminente.
En tercer lugar, cabe resaltar que la bruja, como ente que piensa que, de facto, daña a
otros y acude al aquelarre, opina que ha cerrado un pacto con el diablo. Esto apunta a
una posible demencia, justificada, eso sí, por la creencia de carácter demonológico que
impregna el aire que respira (los sermones que se emitían desde el púlpito reforzaban la
presencia del demonio en la vida de las personas de la aldea, en sus pensamientos; lo
convertían en un ente sin el cual no se podían explicar ciertos acontecimientos y ciertos
comportamientos por parte de algunos vecinos muy concretos, como sería el caso
primero de Hilaria y después de la propia Ana);49 tal locura solía venir causada por
algún motivo específico que conducía al individuo en cuestión a una desesperación
(muchas veces unida a la pobreza y a la marginación) que solo hallaba refugio o
consuelo en los brazos del demonio; esta desesperación es el ingrediente imprescindible
para llegar, según Castresana, a la brujería.50 Para este autor el sufrimiento y
desesperanza son los principales motivos de la conversión de una lugareña ejemplar en
bruja. Una vez completada la metamorfosis, destacan la sensación de poder, la falta de
46
No olvidemos el drama, pues también piezas como Las brujas de Barahona, de Domingo Miras, nos
ofrecen una mirada nueva e impactante sobre el universo brujeril, en este caso de 1527.
47
No quiero decir, de ninguna manera, que una novela histórica nos esté revelando lo que no han podido
conseguir los diferentes estudios, científicos y rigurosos, de que disponemos hasta el momento, pero sí
puede ayudarnos a través de una reconstrucción cuidadosa y bien documentada. En realidad, lo que
estarían haciendo los escritores, en este sentido, es proceder a la reescritura de la brujería, pues, de por sí,
esta no es más que ficción; una ficción, eso sí, que impregnó la realidad y que se concretó en hombres y
mujeres con nombres y apellidos, que fueron ajusticiados solo porque sirvieron, en un momento dado,
como receptáculo de la materialización de un arquetipo. No obstante, hay que actuar con precaución ante
una novela histórica de esta temática, puesto que se podría caer fácilmente en una visión romántica al
estilo de la Michelet.
48
Tausiet (2003, 32), expresa que, en este sentido, la brujería sería una reinterpretación errónea de la
hechicería vulgar femenina (véase también Tausiet 2000, 28).
49
Julio Caro Baroja (1966, 85) apunta: “La historia de la brujería europea, como otros capítulos de la
historia religiosa en general, está ligada a un asunto de excepcional importancia para el hombre, que es el
de cómo de fijan los límites entre la realidad exterior y su mundo de representaciones y deseos”.
50
Jiménez del Oso (56) hace referencia, precisamente, al hecho de que murieron en la hoguera multitud
de débiles mentales, esquizofrénicas, histéricas y también marginadas. Véase, del mismo modo, López
Ibor, quien recala, como psiquiatra, en la histeria como un factor determinante en la difusión de la
brujería.
Robert Rowland (163-164) también nos recuerda que hay una línea de investigación
que parte de la idea de que muchas de las mujeres acusadas de brujería realmente creían
que ejecutaban aquello que en sus narraciones decían que hacían. De modo que lo que
en un principio era una confesión de hechos ficticios se convertía en una firme
convicción por parte de las implicadas. De ahí que Muchembled hable de “peasant actor
in these dramas” (140). ¿Qué mejor, entonces, que una novela (o una obra de teatro,
género escogido por Domingo Miras) para intentar dar cuenta de ese proceso de
construcción de la bruja, la cual tendría mucho de histérica, de enferma mental?
Pero no es necesario esperar a la crítica contemporánea para hallar esa interpretación
de la brujería, también presente en Castresana. Johann Wier (no fue el único pero sí uno
de los intelectuales más importantes), en 1563, en De praestegiis daemonum…, sobre
todo en los capítulos VII-XVI, ya achaca las visiones de las brujas, su creencia con
respecto a las propias supuestas actividades ilícitas, a la melancolía; todo sería pura
fantasía, también por acción diabólica, pues el demonio persigue la perdición del género
humano y los sabbats serían ilusiones producidas por Satán (255-311).
En cuarto lugar, Castresana proporciona una respuesta (se posiciona) con respecto al
ungüento y al vuelo: este último es mera ensoñación, un acto experimentado por las
presuntas brujas como efecto de las drogas que penetrarían en el cuerpo a través de la
piel, tras la aplicación del unto que las contendría. Estas sustancias afectarían a la
percepción de estas féminas y también a su comportamiento, como bien expone Johann
Wier (caps. XII-XVIII, 273-319, sobre el vuelo en general; acerca del ungüento, sobre
todo caps. XVII-XVIII, 311-319).51
El autor de Retrato de una bruja plantea al lector la dicotomía que existía en la época
ante la realidad del transporte aéreo, puesto que genera el grado de intriga necesario
para que el vuelo se vea como posible, ya que estamos ante una historia de brujas, de las
que se presuponía el viaje hasta el aquelarre. Sin embargo, la presencia del ungüento y,
como hemos visto en el apartado anterior, la ventana cerrada y la manera en que Hilaria
51
Henningsen también apunta a esta teoría (100).
induce la experiencia de la marcha hacia el Sabbat, siembra la duda en quien recorre las
páginas del texto. De este modo, y no aludiendo de forma directa al debate que existió
en la época acerca del traslado al lugar de la reunión y a otros aspectos como la
metamorfosis en bestia o el vampirismo, este escritor expone de manera magistral la
doble vía de interpretación de estos matices brujeriles tan relevantes que generaron
durante los siglos XV, XVI y XVII una cantidad ingente de manuales que ofrecían todo
tipo de argumentos para respaldar una u otra postura.
Ofrezcemos a continuación, al hilo de lo expuesto en relación con el vuelo y similares,
un cuadro sinóptico con información muy pertinente sobre la tratadística, organizado en
tres columnas: la primera recoge referencias de obras y autores poco crédulos, bastante
comedidos;52 la segunda, algunas muestras de teólogos, juristas e intelectuales que
admiten tanto la realidad como la ilusión de traslados por los aires, transformaciones y
maleficios (ambigüedad); la tercera, por último, compendia pensadores y textos que
encarnan la vertiente más crédula y radical.
52
Los hemos agrupado sobre todo teniendo en cuenta su opinión con respecto al vuelo, pero podemos
apreciar que sí se muestran crédulos con respecto a otros crímenes imputados a las presuntas brujas.
53
Aparece esta entrada en primer lugar porque, aunque la fecha de edición del texto es de 1470, este
circulaba desde el siglo XIII.
Como vemos, estas tres columnas resumen muy bien las diferentes posturas que
adoptaron los principales intelectuales que profundizaron en el asunto que nos ocupa.
La discusión estaba servida y el debate sobre las cuestiones como el vuelo y asistencia
al aquelarre o acerca de los crímenes imputados a las brujas fue absolutamente crucial, y
caló desde las capas más altas hasta los reductos populares.
54
Para más información, véase Biblioteca Lamiarum.
De este modo, Castresana concreta otra de las grandes tesis que se han formulado en
relación con la brujería, que poseía, como hemos visto que señala Tausiet, una
importante función reguladora y moral. Y como consecuencia de la conexión entre
desastres, enfermedades, muertes inexplicables, etc. con la brujería, se podía llegar a
situaciones de histeria colectiva y a que el pueblo se tomara la justicia por su mano,
como sucede al final de la novela (antes ya se percibía la tensión creciente, cosa que
conduce a la quema del tabuco, y también los vecinos acuden a la torre, una vez Ana ha
vuelto a instalarse allí, armados para enfrentarse a ella, aunque en ese momento no se
concreta tal enfrentamiento), ya que se da rienda suelta a la imaginación y este hecho se
concreta en un linchamiento, un homicidio que fray MIguel condena sin paliativos. No
se trata de un episodio prolongado, pero sí se da una reacción lo suficientemente
55
Sobre la idea de la bruja como cabeza de turco, véase Tausiet 1998.
significativa como detonar el desenlace de la obra y encarnar uno de los factores a los
que Castresana otorga relevancia a la hora de construir su idea de la brujería.
De hecho, en relación con esto, Henningsen se hace eco de la convulsión social que
tuvo lugar tras el brote de Zugarramurdi, que es, precisamente, cuando se suceden los
hechos de esta novela.
En su informe al Inquisidor General, el obispo de Pamplona refiere cómo todos los
sospechosos de brujería corrían el peligro de ser linchados: les arrojaban piedras,
encendían hogueras alrededor de sus casas, y a algunos les derribaron sus casas
cuando se encontraban dentro de ellas. Los aldeanos recurrían a las formas más
cruentas de tortura para obligar a los sospechosos a confesar. (199)
El autor de Retrato de una bruja no opta por un auténtico brote brujeril, sino que,
como ya he comentado con anterioridad, se centra en el proceso de construcción de una
bruja, analizando cada circunstancia que la va empujando a recorrer ese camino; aun
así, no deja de abordar la problemática referida tanto a la búsqueda de una cabeza de
turco y al hecho de que la población se tome la justicia por su mano cuando la sospecha
aflora y cuando los miedos se materializan en una o varias personas concretas. ¿Y por
qué podía darse un caso de histerismo masivo?
De nuevo es Henningsen quien, de forma muy aguda, expone unos argumentos muy
cercanos a los que plasma implícitamente Castresana: “el histerismo masivo vasco
estaba construido sobre el mismo armazón en todas partes: adoctrinamiento, sueños
estereotipados y confesiones forzadas” (203). Con adoctrinamiento se refiere a los
sermones, como el que el Padre Melchor pronuncia sobre los sucesos de Zugarramurdi;
sueños estereotipados es lo que detectamos en Ceferina y en Ana, sobre todo en esta
última, pues Ceferina descubre la verdad por sí sola y a tiempo, no hay ocasión de ver
cómo se plasman dichas ensoñaciones en otros vecinos de la aldea porque, como ya he
señalado, no estamos ante un brote, pero sí ante la consecuencia de uno uno de ellos, el
que se castigó a Auto de Fe de Logroño de 1610. Por eso mismo, en la obra que nos
ocupa no se llega al tercer factor enunciado por Henningsen, ya que no presenciamos
confesiones forzadas, dado que la Inquisición se halla totalmente ausente en este relato.
Finalmente y en relación a esta última afirmación, Castresana ha obviado, justamente,
el aspecto en el que más se había recalado, la caza de brujas y el papel de la Iglesia en la
misma, y se detiene en otro mucho más interesante. Y cuando aborda las jerarquías
eclesiásticas, nos muestra a un párroco crédulo solo hasta cierto punto, pues podría
haber prendido la llama al topar con el caso de Visitación, pero no lo hace. Como ella
ha confesado, él no duda de su relación con el diablo, pero prefiere no ocuparse de ello
y derivarla a la Inquisición, a la población de Avellaneda. El episodio de Zugarramurdi
ha alterado todas las conciencias, y el miedo a las brujas, la creencia en su poder y en la
responsabilidad de las mismas en relación con las desgracias experimentadas por
algunos de los moradores de la aldea, está muy presente. La forma de proceder del
párroco había de inclinar la balanza a un lado o al otro y, finalmente, es la sensatez la
que impera. De otro lado, al final, fray Miguel se revela al final como un hombre
comprensivo, con piedad, que amonesta al pueblo duramente por el crimen perpetrado.
Se va, así, en la línea que defiende el racionalismo hispánico.
Joseph Pérez profundiza, precisamente, en las peculiaridades de España en materia de
caza de brujas, y Castresana adapta perfectamente su novela a dicha idiosincrasia. Pérez
habla de “la originalidad de España”, y añade:
En el resto de Europa, la caza de brujas se salda con decenas de miles de procesados,
con millares de condenados y ejecutados, casi siempre en condiciones tremendas.
Las víctimas son sometidas a tormento para que confiesen lo que no han hecho,
luego se las quema en la hoguera, algunas veces después de haber sido ahorcadas o
estranguladas. Durante ese mismo tiempo, en la Península la situación es muy
distinta: encontramos muchos menos procesos por brujería, muchas menos
sentencias y estas son, en la inmensa mayoría de los casos, leves: destierros, azotes,
cárcel, penitencias espirituales, raras veces multas o galeras; casi nunca condenas a
muerte. (264)
Y ciertamente, el caso de nuestro país fue llamativo; fueron pocas las personas que
hallaron la muerte a manos de la justicia por crimen de brujería. Y a partir de 1610, tras
el Auto de Fe de Logroño, ya no hubo ninguna condena de esas características.
El autor de Retrato de una bruja plasma este raciocionio en la figura del párroco y,
sobre todo, en fray Miguel, que en ningún momento se suma el sentir popular y
reprueba abiertamente el comportamiento de los vecinos. Eso sí, Castresana ha sabido
combinar la credulidad con el escepticismo en su justa medida; puesto que nadie
dudaba, en los siglos XVI y XVII, del poder del diablo. Insistimos en que aunque se
menciona el sermón que el padre Melchor dedica a sus fieles a raíz de las noticias que
han llegado a la aldea sobre los sucesos de Zugarramurdi y, posteriormente, la obra se
detiene en el caso de Visitación, en ningún momento acudimos a un brote brujeril en el
pueblo. Don Melchor se posiciona abiertamente frente a las brujas, de cuya existencia
no duda, y del poder maléfico que pretenden extender, pero después demuestra ser un
hombre comedido y prudente; pero ni él ni fray Miguel prevén la reacción de los
habitantes de la aldea, y este último llega demasiado tarde para evitar el faltal desenlace.
3.- Conclusiones
Retrato de una bruja es una novela histórica que, aunque con algún que otro error
común acerca de la brujería, como la familiaridad de la mujer rural con los grimorios de
magia negra, ha sabido captar toda la esencia de este fenómeno, recalando sobre todo en
su oficiante. Realmente, esta obra se centra en el proceso de construcción de la bruja, en
la psicología de una persona tipo que podría sentirse atraída por el poder de Satán.
Castresana opta por una hermosa joven que actúa por desamor, por despecho, por
desesperación; el arquetipo podría haberse visto encarnado de diversas formas, mas la
de Ana ha sido una elección acertada, pues en ella se unen la soledad, la inocencia
corrompida por la traición, la desesperanza que nace del dolor del abandono y el afán de
transformar la realidad, no con la acción directa, sino accediendo al universo de lo
preternatural, a través primero de la hechicería, como cliente que busca un remedio y,
posteriormente, por medio de la brujería, lo cual exige un implicación de primera mano,
la iniciación en la secta.
A partir de los acontecimientos que giran en torno al personaje-eje, Ana, la discípula,
la aprendiz, y alrededor de Hilaria, la maestra, el escritor de esta obra nos ofrece,
ciertamente, un retrato afinado de la bruja, pues, por una parte, topamos con la
muchacha que emprende el camino hacia la apostasía y la entrega al demonio, y que,
precisamente por ello, paulatinamente se va acercando, física y psíquicamente, cada vez
más, a su instructora, que, ya muerta, parece seguir viviendo en ella, poseyéndola.
Hilaria, la anciana que habita en el tabuco, situado en el bosque, al margen de la
comunidad, cuadra a la perfección con la imagen que guardamos en algún oscuro rincón
de nuestra psique y que Castresana sabe ir rescatando, punto por punto, cuando
asistimos con él por primera vez a la vivienda de la vieja y la descubrimos rodeada de
todos los detalles que cabría esperar. Las dos vías posibles, la de la bruja joven y
hermosa que va degenerando al ritmo de su maldad, y la de la decrépita bruja, que
conocemos sobre todo por el cuento popular, se fusionan, para dar lugar a una estampa
amplia y completa de lo que se podría considerar, en el siglo XVII, una bruja. No solo a
ojos de los demás, de los acusadores, de las supuestas víctimas de los actos que se les
imputaban, sino, sobre todo, y ahí radica el mayor logro de este texto, a ojos de sí
misma, pues la bruja de Castresana lo es por dentro y por fuera, desde dentro y desde
fuera.
Ana, al acceder al tabuco, lo está haciendo a otra dimensión56 y, durante un tiempo,
vivirá entre dos tierras, entre la realidad, la civilización, la sociedad, y la magia, la
barbarie, la inversión de esa sociedad a la que pronto dejará de pertenecer. Al regresar
de nuevo a la aldea, tras el incendio, conectará esos dos espacios, al principio tan
separados; su vuelta a la torre simboliza que la bruja sale de su nebulosa, se concreta y
amenaza la tranquilidad de la aldea. El contacto de Ana, ya completada su
transformación, con otros seres humanos (aparte de Ceferina) hace que salte la voz de
alarma (ya cuando habitaba en el tabuco sufre la ira vecinal y pierde su refugio en un
incendio provocado); su excentricidad, sus costumbres reprobables, son ahora un
problema de todos, en tanto están cerca, infectando la cotidianidad. Este hecho es el que
va allanando el camino hacia el desenlace; solo falta que las sospechas se vean
verificadas y que los rumores y habladurías dejen de serlo. Esto sucede cuando Ana
abandona su encerramiento y se muestra abiertamente. Si la desesperación la empujó a
abandonar la comunidad, ese mismo sentimiento será el que la obligue a volver, pero
como un elemento extraño y perturbador. No importa si sus hechizos son o no eficaces
(queda sobradamente demostrado que no lo son), solo interesa la evidencia de que la
joven protagonista, en efecto, se ha rendido a la magia negra. Es entonces cuando los
vecinos deciden ajusticiarla, como un chivo expiatorio; sin juicio, sin pruebas, aunque,
eso sí, con confesión.
Por otra parte y como ya hemos visto suficientemente en el apartado anterior, el
escritor de esta magnífica narración se está posicionando, está ofreciendo una
determinada tesis en relación con la brujería, que se podría resumir de la siguiente
manera: la brujería nunca existió tal y como se concibió en los siglos XV, XVI y XVII,
es decir, aquellos en que eclosionó la caza de brujas, de ahí que todas las actividades de
las presuntas brujas y el aquelarre no fueran más que ensoñaciones, un efecto de los
untos compuestos por sustancias alucinógenas. Esto, sin embargo, no implica que
muchas mujeres (en este texto se habla de féminas y no de hombres) no se acercaran
realmente a la magia negra, como vemos en el caso de Hilaria y de Ana, no confiaran en
la posibilidad de rendirse al demonio; por lo tanto, podría haber intención de practicar la
hechicería (esta es la base de la brujería), voluntad de causar el mal, predisposición al
reniego de la fe. Eso exactamente es lo que vemos en Ana, no tanto en Ceferina, que
termina descubriendo el engaño, ni en Hilaria, sabedora del fraude que supone toda la
parafernalia de la brujería. No obstante, los crímenes imputados a estas integrantes de la
56
Robert Rowland ha plasmado con agudeza esa doble dimensión, al igual que la dicotomía presente en
la propia bruja, a medio camino entre la ficción y la realidad. Él habla, en concreto, de un aspecto civil y
de otro religioso. Lo expresa de este modo: “The two dimensions —civil and religious— are inextricably
intertwined in the consciousness of both accuser and accused; together they reinforce each other and
emphasize the fact that by giving herself to the devil, both physically and spiritually, the witch has placed
herself outside and against the society —that moral and religious— to which she belonged. Apostasy,
civil and religious, thus constitute a rite de passage for the witch-to-be. It initiates her into a world
different from, and set over against, that of her own society. This other world possesses features which
emphasize the nature and importance of the boundary that the witch has crossed by giving herself to the
devil, and is represented in the confessions by the second basic element, the sabbath. Like apostasy the
sabbath has two intertwined dimensions. […] Other common details […] complete the picture of a world
different from, and opposed to, that of a ‘normal’ community” (Rowland 165-166).
secta no eran cometidos por ellas. Ana no asesina a las personas que cree haber matado
y si acaece alguna muerte no es provocada por ella, el autor no deja lugar a dudas, pero
el odio y el rencor de la joven sí la llevan a desear el mal de muchos de los vecinos.
Castresana está queriendo decir que de todas las posibilidades de concreción de la
brujería, esta sería la más extrema, un ser humano que se pierde a sí mismo por
circunstancias muy diversas e inicia un descenso a los infiernos, se convierte en
personaje protagonista de todos los relatos sobre este fenómeno que había escuchado
previamente y construye su propia historia sobre la base del folklore regional y de la
reinterpretación del mismo llevada a cabo por teólogos e inquisidores, puesta en
circulación gracias a los sermones y a todo lo que se leía en los autos de fe.
Ana, por esa voluntad e inclinación, se pone en evidencia ante los habitantes de la
aldea y transformada, como hemos dicho, en la actriz de una tragedia, desempeña el
papel que le corresponde, e invoca al diablo para que acuda en su ayuda, corroborando
también de ese modo las sospechas que existían en torno a ella. Pero sus imprecaciones
no obtienen resultado alguno, lo cual evidencia que la brujería es una falacia. Eso, sin
embargo, no detiene a los moradores del pueblo, que se toman la justicia por su mano.
La histeria colectiva y la búsqueda de una cabeza de turco que explique las desgracias
sufridas se unen al hecho de la demencia de Ana, que ha asumido una personalidad
alternativa. El desastroso final desvela todos los misterios, pues es cuando la muchacha,
asistida en sus últimos momentos por Ceferina, alcanza nuevamente la lucidez y
comprende, por fin, la verdad. No ha habido vuelos, ni adoración al diablo, ni
desagradables banquetes antropófagos, ni infanticidio, ni orgía, ni una práctica factible
de la nigromancia. Y cuando se cierra el telón, cuando se levanta el velo, solamente
resta el dolor; siempre fue el dolor. La protagonista perdió la razón a causa de la traición
de Martín y de la desesperación que su casamiento le produjo; la brujería fue una vía de
escape. Antes de morir, Ana se arrepiente de sus actos y vemos de nuevo su corazón
puro y desengañado.
Las víctimas de esta tragedia no han sido quienes creen haber sufrido la ira de la bruja,
sino la mágica misma, que es ajusticiada salvajemente por quienes en el pasado
formaron parte de su vida, en un arranque de histeria colectiva; y el pequeño Kepa, una
criatura sin culpa alguna. ¿Quiénes son, entonces, los bárbaros? Fray Miguel lo deja
meridianamente claro con sus increpaciones. La locura también es aplicable al vulgo
que no siente remordimiento alguno por esta clase de actos. Y todo esto alimentado por
la propia idea de la brujería, en abstracto, que siembra el miedo en los corazones, y que,
de alguna manera, necesita materializarse para cumplir una función moral y social.
Obras citadas