Antonio Millán Puelles. Obras Completas (Volumen IX)
Antonio Millán Puelles. Obras Completas (Volumen IX)
Antonio Millán Puelles. Obras Completas (Volumen IX)
Comité editorial:
Alejandro Llano, Juan Arana, Lourdes Flamarique
Adjunto al Comité:
Javier García Clavel
Consejo Editorial:
Rafael Alvira, José María Barrio, José Juan Escandell, Juan José García Norro, José
Antonio Ibáñez-Martín, Tomás Melendo, José Antonio Millán, Julián Morales, Ángel
d’Ors (†), Juan Miguel Palacios, Ramón Rodríguez, Rogelio Rovira
Volumen IX
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Índice
Comité editorial
Portadilla
Índice
Antonio Millán-Puelles Obras Completas, Volumen IX
Prólogo
Introducción
I. La auto-referencia práctica del yo humano
II. El realismo en la ética
Primera parte. Las condiciones de la posibilidad de la moral realista
III. Experiencia moral y ética filosófica
IV. Naturaleza y libertad del ser humano
V. Adecuación a las condiciones necesarias de nuestra libre conducta
Segunda parte. El deber como exigencia absoluta por su forma
VI. Análisis descriptivo del deber
VII. El relativismo ético
VIII. El fundamento último del imperativo moral
Tercera parte. La relatividad de la materia del imperativo moral
IX. Teoría general de la materia del imperativo moral
X. La determinación de la materia de la ley natural
XI. La constitución de la materia de los imperativos prudenciales
Introducción
I. El realismo práctico
II. ¿Qué significa «deber»?
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III. ¿Cuáles son «nuestros deberes»?
Coloquios
Créditos
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ANTONIO MILLÁN-PUELLES
OBRAS COMPLETAS
8
IX
Ética y realismo
(1996)
9
La libre afirmación de nuestro ser
(1994)
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Prólogo
«L'homme est la seule créature qui refuse d'être ce qu'elle est». A. Camus, en L'homme
révolté.
A. M.-P.
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INTRODUCCIÓN
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I. La auto-referencia práctica del yo humano
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forma de actividad —así, pues, tampoco la que lleva el nombre de conciencia— es algo a
lo que se pueda atribuir propiamente el carácter de lo que se llama relación en su sentido
más habitual y en el que ésta se toma al quedar registrada en el catálogo aristotélico de
las categorías. La actividad y la relación así entendida son radicalmente heterogéneas: no
nos permiten que las inscribamos en uno y el mismo género. ¿Será entonces preciso, si
hemos de respetar la clasificación aristotélica de las categorías o géneros supremos, que
excluyamos todos los giros lingüísticos de la clase de los usados al decir, por ejemplo,
que cada vez que ejerce la conciencia el yo entra en relación consigo mismo de una
manera activa? O lo que es igual: ¿se comete, en verdad, una dislocación de los cuadros
categoriales de Aristóteles y con ello, por tanto, una efectiva μετάβασις εις ἄλλo γέvoς,
al describir la conciencia como una forma de activa auto-relación?
De un modo enteramente general la cuestión se plantea en estos términos: ¿es
imposible toda forma de actividad que establezca una relación? Sin embargo, ya al
formular esta pregunta podemos advertir muy claramente que lo así cuestionado no es si
puede haber actividades que formalmente sean relaciones en el más usual sentido de la
palabra, sino si cabe alguna actividad que haga surgir alguna relación (en ese mismo
sentido), ya entre dos entidades diferentes, ya en una misma entidad consigo misma.
Patentemente, es tan sólo esto último lo que aquí en definitiva nos importa, pero la
comprobación de la existencia de ciertas actividades que ponen en relación a un ser con
otro no deja de rendir algún provecho para el examen de nuestra cuestión.
Toda acción transitiva, al producir un efecto en un ser distinto de la potencia que lo
lleva a cabo, hace surgir en ese mismo ser la especial relación de dependencia que va
desde el paciente hacia el agente. La propia dependencia así surgida no es, formalmente
hablando, actividad, sino pura y simple relación, pero es una relación que tiene por
fundamento una actividad transitiva. Tampoco sería lícito decir que en sí misma esta
dependencia es la pasividad correspondiente a la actividad ejercida por un ser sobre otro;
pero en cambio es verdad que, en su sujeto, tal dependencia implica una pasividad o
«pasión» en el sentido de la recepción de un cierto influjo determinativo de un efecto
(pasión como correlato de la acción).
Así, pues, el examen de la actividad transitiva nos hace ver cómo ésta, sin consistir
propiamente en una relación categorial, es, sin embargo, una actividad relacionante. O a
la inversa: hay un tipo de relación que aunque en sí misma carece, como todas las meras
relaciones, de la índole propia de la actividad, es, sin embargo, activa en su fundamento
o, mejor dicho, por él, dado que se debe al ejercicio de una acción transitiva, a la cual
corresponde una pasividad. De esta suerte, la posibilidad de que en virtud de su
fundamento una relación sea activa —o, a la inversa, la posibilidad de que una acción
relacione por derivarse de ella un cierto nexo real— se nos muestra aquí condicionada
por la índole transitiva de la acción que tiene por correlato una pasión. Y con ello,
lógicamente, queda dicho también que el nexo del cual se trata puede darse tan sólo entre
dos entidades diferentes, una de la cuales (agens) determina en la otra (patiens) un
efecto real.
Nada de ello se cumple en la actividad intransitiva. Ésta no determina ningún efecto
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real en una entidad distinta de la potencia que la lleva a cabo, sino que permanece en esta
misma potencia. No cabe, por consiguiente, que haga surgir una relación real de
dependencia cuyo origen se encuentre en el influjo de una entidad sobre otra. Ahora
bien, ¿queda así demostrada la imposibilidad de que las acciones intransitivas establezcan
auténticas relaciones reales?
La dependencia es la única modalidad de relación para la cual las actividades
transitivas pueden, en cuanto tales, comportarse como adecuado y genuino fundamento.
Pero la dependencia no es la única forma de la relación real. Por tanto, la imposibilidad
de que las acciones intransitivas fundamenten alguna relación de dependencia no
demuestra, en manera alguna, que estas mismas acciones no puedan establecer relaciones
reales de otra especie. Para no salirnos de los límites del presente contexto, consideremos
únicamente el caso propio de las actividades intransitivas cuyo ejercicio lleva consigo la
conciencia —ya explícita, ya tan sólo implícita o connotada— del sujeto que las realiza.
Tales son las actividades en las que el yo se hace autopresente, aunque no en todas ellas
esté dado a sí mismo como su tema u objeto. Incluso cuando el yo está dirigido,
cognoscitiva o volitivamente, a algo distinto de él y que así le es objeto, no deja, sin
embargo, de tener de sí mismo una inobjetiva, pero efectiva, presencia: algo que en él no
existe cuando la actividad de su conciencia está en suspenso y de lo cual son por
naturaleza enteramente incapaces todas las entidades no provistas del carácter de un yo.
Para que un ser que es un yo no se refiera activamente a sí mismo —ni siquiera en la
forma de una implícita y concomitante autopresencia— es necesario que no esté
ejerciendo su capacidad de ser consciente, y para ello, a su vez, es indispensable que no
esté en acto de conocer ni de querer. Pues si bien cabe, sin duda, que el objeto del
conocer o el del querer no lo sea el mismo yo que realiza estos actos, e incluso que no lo
sea ningún yo, no cabe, en cambio, que tales actos se realicen sin ninguna conciencia y,
por lo mismo, sin que el yo que los lleva a cabo se haga cargo de sí mismo en modo
alguno.
El ejercicio de la capacidad de ser consciente es siempre auto-referencia, y lo es en el
modo de una genuina actividad. Pero, en oposición a lo que ocurre en las actividades
transitivas, no es esa ninguna acción que funde una relación. Para que esto último
acontezca se requiere que el fundamento y lo fundamentado sean esencialmente
heterogéneos. Por el contrario, en toda actualización de la capacidad de ser consciente la
relación del yo consigo mismo pertenece de un modo intrínseco a la propia actividad que
éste realiza: se da juntamente en ella como una dimensión constitutiva de su ser esencial.
No cabe, por consiguiente, que esta relación tenga el carácter de la pura y simple relación
(tal como en cambio lo tienen todas las encuadrables en la categoría del πρὸς τί
aristotélico), porque ninguna de ellas puede estar instalada en el propio ser esencial de
algo inscrito en otra categoría.
Se hace así imprescindible la apelación al concepto de la «relación trascendental»
como relación perteneciente al ser esencial de algo que no consiste en pura y simple
relación. Es bien sabido que quienes admiten este concepto hacen uso del adjetivo
«trascendental» para dejar señalado que no se trata de ninguna determinada o particular
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categoría (la relación categorial o predicamental que es el πρὸς τί de la clasificación
aristotélica), sino de algo que se puede dar en diversas categorías y que así rebasa —
trasciende— el marco propio de cada una de ellas. Por supuesto, la discusión de todas las
objeciones formuladas a la licitud de este concepto estaría aquí fuera de lugar. Para los
intereses específicos del asunto que nos ocupa bastará un breve examen de esa nota
característica de los actos de conocer y de querer que suele designarse con el nombre de
«intencionalidad». El conocer y el querer se refieren esencialmente a sus objetos: están
constituidos de tal suerte que sin esa referencia a sus objetos no serían lo que son: vale
decir, de ningún modo serían. Por tanto, la referencia a sus objetos no es algo
sobreañadido al propio ser de esas mismas actividades; y tampoco sería admisible
entenderla como un accidente necesario, pues aunque es cierto que al juzgarla de esa
manera continuaría manteniéndose la imposibilidad de un conocer y de un querer
desprovistos de intencionalidad, ésta resultaría, en virtud de su carácter de accidente,
eliminada de la esencia misma de esas operaciones. Por lo demás, si bien cabe que lo
conocido y lo querido sean extrínsecos al conocer y al querer, es, en cambio, imposible
que sea extrínseco a éstos su referencia intencional a aquéllos.
A primera vista, puede ciertamente parecer que, cuando no tienen por objeto a su
propio sujeto, el conocer y el querer no ponen en relación al yo consigo mismo, por lo
cual, y en todos los casos en los que ello acontece, la apelación al concepto de la relación
trascendental no sería provechosa para poder entender la activa auto-referencia del yo en
el ejercicio de su capacidad de ser consciente. Pero la objeción queda anulada cuando
advertimos que el conocer y el querer, por virtud de su propia índole consciente, son
siempre connotativas del respectivo sujeto, de tal modo y manera que si su objeto no es
él, ese objeto queda vivido justamente como distinto del yo, lo cual, sin duda, requiere
que a la vez el yo mismo quede vivido. Y así debe afirmarse que en todas las ocasiones
la conciencia es una actividad a cuya intrínseca y esencial constitución pertenece, según
el modo de la auto-presencia, la relación (trascendental) del yo consigo mismo.
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«praxis», ni siquiera en su acepción más dilatada, para dar nombre a las operaciones que
de ninguna forma se nos hacen presentes cuando las realizamos. Así, pues, la conciencia
es un requisito de la praxis, pero no un caso de ésta, a pesar de ser actividad.
La conciencia es un cierto hacer, como quiera que «hace presente» el yo a sí mismo.
Pero el puro y simple «hacer presente» —el que se lleva a cabo sin ningún otro efecto—
es el único «hacer» que a la teoría se atribuye al contradistinguirla de la praxis. La
relación del yo consigo mismo en la peculiar actividad que designamos con el nombre de
conciencia no es de una manera propia y positiva un efectivo θεωρεῖν, un auténtico
teorizar, pues no consiste en la contemplación de una verdad ya encontrada (el θεωρεῖν
propiamente dicho), ni en buscar alguna verdad por el gusto de contemplarla (θεωρὶης
εἵνεκεν), o tal vez por el gusto de buscarla. Ello no obstante, cabe llamar «teórica» a esta
actividad, si bien de una manera negativa, por cuanto en ella la relación del yo consigo
mismo no es práctica estrictamente, limitándose a un puro y simple hacerse cargo de sí,
mero acto de autopresencia.
Para que el yo se auto-relacione en una forma stricto sensu merecedora de llamarse
«práctica» —y exclusivamente en esa estricta forma será aquí utilizado este adjetivo en
todas las consideraciones subsiguientes— se requiere, ante todo, que el yo se viva a sí
mismo en calidad de agente de alguna libre determinación de su ser. De ahí que no
consideremos propiamente actividades prácticas, por muy útiles que puedan resultarnos,
a las que no vivimos como libres cuando las ejercemos. Y desde luego es imposible que
sea libre lo que no vivimos como tal (tan imposible como que lo vivido en calidad de libre
no lo sea realmente). En ninguna de sus modalidades o manifestaciones puede la libertad
ser ejercida sin la conciencia de ella.
Por tanto, el yo entra en relación consigo mismo de una manera práctica si su
conciencia es, al menos en forma implícita, conciencia de autodeterminarse libremente.
Incluso algo que todavía no es praxis, aunque a ella se ordena y en cuanto tal la
antecede, a saber, la consideración práctica de su objeto, ha podido ser caracterizada por
Kant, frente a la consideración meramente teórica de ese mismo objeto, como un poner
la mirada en lo que por obra de la libertad debe existir en él: «Theoretice aliquid
spectamus quatenus non attendimus nisi ad ea, quae enti competunt, practice autem, si
ea, quae ipsi per libertatem inesse debebant, dispicimus»[2]. Y en este punto el ulterior
desarrollo del pensamiento de Kant en la etapa crítica no lleva a ningún cambio decisivo.
La intervención de la idea de la libertad en la noción de lo práctico sigue siendo afirmada
de una manera inequívoca: «Es práctico todo lo que es posible mediante la libertad»[3].
No es tan patente la intervención de la idea de la libertad en las nociones que de la
praxis y lo práctico se encuentran en Aristóteles y sus seguidores e intérpretes; pero
asimismo se ha de reconocer que tal intervención es innegable, pues la acreditan, sin
lugar a dudas, los contextos de esas nociones y, muy especialmente, la exigencia de que
lo práctico esté dirigido y ordenado por unas normas o reglas. Véanse, por ejemplo,
como una elocuente muestra entre otras muchas, estas observaciones de Juan de santo
Tomás: «Non enim practicum dicitur, quod efficit quomodocumque opus (…), sed quod
dirigit ad opus et illud per regulas ordinat et habet pro fine, ita quod non solum sit
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operatio elicita, sed etiam obiectum seu materia, quae in sui executione, et ut efficiatur,
regulis directionis ad faciendum indigeat, et non solum regulis ad sciendum»[4].
Evidentemente, lo que puede y debe dirigirse de acuerdo con unas reglas a las que se ha
de atender no está predeterminado de una manera unívoca y necesaria en nuestro
comportamiento; si lo estuviese, carecería de sentido la exigencia de prestar atención a
esas normas reguladoras de la praxis.
De ello resulta que la auto-referencia práctica del yo humano no podría definirse como
libre autodeterminación de nuestro ser si por libertad entendiésemos sólo la situación de
lo que en su modo de comportarse no se encuentra forzado por algo extrínseco a él. Las
reglas a las que un comportamiento se somete no son verdaderas reglas prácticas si el
modo en que se las cumple es meramente espontáneo, pura y simplemente natural.
Quien las cumple de esta manera se determina a sí mismo pero no se autodetermina
libremente, porque no elige su forma de proceder, sino que ésta, por el contrario, le es
forzosamente impuesta y determinada por el ser que a él le es propio.
En consecuencia, para que un yo humano entre en relación consigo mismo de una
manera práctica se requiere, ante todo, que operativamente se confiera a sí mismo una
determinación no impuesta unívoca e inevitablemente por la propia naturaleza que él
posee. Claro está que esta condición no sería necesaria si fuese necesario carecer de toda
naturaleza para poder ser libre con libertad de albedrío. En su momento se estudiará este
punto con todo el detenimiento indispensable. Por ahora, y desde el supuesto de que
cualquier libertad, sin excluir la divina, sería imposible en un ser que estuviese
desprovisto de toda naturaleza, sólo importa observar que la libertad del albedrío del yo
humano es cosa bien distinta de que éste, en el ejercicio de ella, no entre de ningún modo
en relación con la naturaleza que él posee como intrínsecamente suya. Aquí el «entrar en
relación» ha de entenderse como algo añadido al puro y simple «estar en relación» que
nunca deja de darse entre el libre albedrío del yo humano y la propia naturaleza de este
yo. La libertad —y en lo sucesivo nombraremos con ella únicamente, salvo indicación en
sentido contrario, la libertas arbitrii— nunca es independiente de la peculiar naturaleza
de su mismo sujeto. No lo es, desde luego, ni como mera aptitud, ni en su efectivo
ejercicio, pero tan sólo en éste entra verdaderamente en relación —es decir, pasa a
relacionarse de una manera activa— con la propia naturaleza del sujeto en el cual se da.
Ahora bien, en virtud de que no en todas las ocasiones su modo de comportarse le
viene unívoca y necesariamente determinado por su peculiar naturaleza, puede el yo
humano relacionarse con ella activamente de dos modos bien distintos entre sí: uno
positivo o concordante y el otro negativo o discordante. En el segundo caso el ejercicio
de la libertad consiste en un oponerse a la naturaleza del yo humano (ante todo, a la que
le es propia en razón de su índole específica); y en el primer caso el yo humano ejerce su
libertad actuando en conformidad con su propia naturaleza (también en primer lugar con
la que de un modo específico le pertenece).
En el ejercicio de su libertad y justo por la efectiva mediación de las operaciones
respectivas entra el yo humano en una activa relación con su propia naturaleza. Cuando
el ejercicio de la libertad está en suspenso la relación del yo humano con su propia
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naturaleza no puede en modo alguno consistir en una disconformidad o discordancia, ni
en una conformidad o concordancia. En el puro hecho de tener una forma de ser y de
operar, de la que él no es autor y en la que su misma libertad está incluida como mera
aptitud, no le es posible al yo humano oponerse a sí mismo, vale decir, no puede ser
discordante de su propia naturaleza, porque no cabe tenerla y no tenerla a la vez. Pero
tampoco cabe que con ella concuerde, porque la naturaleza del yo no es algo con lo que
éste pueda eventualmente estar «conforme», sino la misma «forma» de operar y de ser
que de un modo más radical le pertenece sin que él mismo se la haya dado.
En suma: ni la conformidad ni la disconformidad con esa forma son propiedades
meramente naturales del yo humano. Son naturales en una acepción muy ancha —por
cuanto indudablemente las permite la naturaleza del yo humano y pueden darse sin
ningún tipo de violencia—, mas no lo son meramente, y así debe afirmarse, en un
estricto sentido, que su marco es el genus moris y no el genus naturae. Son, en
resolución, propiedades morales, que de un modo inmediato pertenecen a nuestros actos
libres y, por su mediación, al concreto yo humano que los lleva a la práctica.
La moralidad presupone la libertad, pero ésta, a su vez, implica en el caso del hombre
la fundamental distinción entre el yo humano y su naturaleza. Pues si este yo fuese
idéntico a la naturaleza que él posee, se opondría a sí mismo cuando actúa libremente en
disconformidad con ella, y tal oposición es imposible porque se habría de dar
directamente entre el propio yo y él mismo en tanto que yo. Cabe, en cambio, que un yo
se oponga a sí mismo de una manera indirecta, no en cuanto yo, sino en tanto que
poseedor de una naturaleza determinada, que él no se ha conferido: es decir, en tanto que
actúa libremente en disconformidad con ella.
A primera vista parece que la posibilidad de un libre comportamiento disconforme con
la naturaleza del respectivo yo habría de estar excluida por virtud del principio según el
cual el obrar sigue al ser (operari sequitur esse) y ello de tal manera que todo ente es, en
verdad, operativo según su ser natural —su propia naturaleza— se lo permite. Pero la
validez de este razonamiento es tan sólo aparente. Quod nimis probat nihil probat.
También la distinción de lo natural y lo violento habría de quedar eliminada si se
admitiera esa argumentación, porque el sufrir la violencia no deja de ser algo permitido
por la misma naturaleza de los seres en los que aquélla se da.
En definitiva, es innegable que el yo humano puede actuar libremente contra su propio
ser. El ejemplo más llamativo de este comportamiento lo suministra el suicidio. En él la
auto-referencia práctica del yo humano se hace patente —supuesta la libertad del
proceder del suicida— como la más directa oposición del operari al esse en uno y el
mismo sujeto. Sea cualquiera la intensidad —y en este sentido, y sólo en él, la violencia
— de los recursos empleados por el suicida, nunca puede el suicidio ser en sí mismo
violento si su autor lo lleva a cabo libremente; y, sin embargo, no puede ponerse en duda
la radical y frontal antinaturalidad con que el yo se comporta en él. Es, en efecto,
radicalmente antinatural el suicidio por su cabal oposición a la primera de las
inclinaciones naturales del yo humano, la tendencia a conservar el propio ser, la cual tiene
la índole de lo auténticamente natural no sólo por cuanto es, sin duda, algo innato, sino
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también porque el ser a cuyo servicio está ordenada es el de una peculiar naturaleza y no
un vago o abstracto ser. Y en lo que atañe al carácter frontalmente antinatural del
suicidio, es innegable que en su libertad éste se opone de una manera directa, no por
virtud de algún rodeo o mediación, a la radical y natural tendencia del yo humano a
mantenerse en su ser.
Mas no es el suicidio el único, sino tan sólo el más llamativo ejemplo de la auto-
referencia práctica del yo humano en su libre oponerse a su propia naturaleza (es decir, a
sí mismo, pero en tanto que la posee, no pura y formalmente en cuanto yo). Y no es el
único ejemplo de esta auto-referencia porque son también antinaturales, en el mismo
sentido que él, aunque no de una manera tan directa ni en un modo tan radical, todos los
actos que la moral rechaza, no solamente aquellos que muy en particular se consideran
como hechos contra naturam. Y, a su vez, los actos moralmente positivos, éticamente
lícitos o correctos (no, pues, exclusivamente los obligatorios o debidos) son todos ellos
conformes con la naturaleza (κατὰ φύσιν, secundum naturam) del yo humano, por lo
cual constituyen siempre una libre afirmación de nuestro ser, aunque no en una forma
explícita e inmediata en la totalidad de los casos.
La justificación de esta tesis con sus diversos aspectos y no escasas implicaciones
queda fuera del cometido de estas primeras páginas, cuya finalidad es solamente de
carácter introductorio. Será el conjunto del presente trabajo lo que podrá dejar legitimado
el esquema de la rectitud moral de la conducta humana como libre afirmación del propio
ser, concretamente del «nuestro», dado que la naturaleza del yo humano constituye el
término ad quem de la relación de conformidad o concordancia, cuyo término a qua son
nuestros actos éticamente rectos considerados precisamente en cuanto tales. No se
saldría, sin embargo, de los límites propios de unas consideraciones exclusivamente
introductorias una sumaria indicación de la más general de las razones por las que aquí se
mantendrá la tesis de que los actos humanos éticamente rectos son los conformes con
nuestra peculiar naturaleza. Esa razón consiste en estas dos cosas: 1ª, no cabe que para
un ser sea auténticamente bueno aquello que no conviene a lo que específicamente es ese
ser; 2ª, tampoco cabe que lo conveniente a lo que específicamente es un ser no sea, en
verdad, bueno para él.
En esta doble tesis las expresiones «lo que conviene» y «lo que no conviene» han de
ser entendidas en su más riguroso significado ontológico, no en el sentido psicologístico
según el cual se trataría más bien de lo que «parece» convenir o no convenir, ni en la
acepción egoísta que pone el significado de esos términos en lo que aprovecha o no
aprovecha a un determinado yo humano, sin ninguna consideración de los demás. Claro
está que aquí se trata únicamente del yo humano y de la bondad o la maldad de su
comportamiento desde el punto de vista de la ética. Por consiguiente, aplicando a este
concreto asunto la razón general arriba expuesta y tomando a la vez en consideración,
por una parte, que la con-veniencia, en su sentido ontológico, es una con-formidad, y,
por otra parte, que es la misma naturaleza de todo yo humano lo que a éste le es
específicamente propio, llegamos a una doble conclusión: 1ª, no cabe que para el yo
humano sea auténticamente bueno lo disconforme con su peculiar naturaleza; 2ª,
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tampoco cabe que lo conforme con la peculiar naturaleza del yo humano no sea, en
verdad, bueno para él. De este modo, y como quiera que la bondad específica de los
actos humanos, justamente en su misma índole de humanos, es la bondad moral, queda
probada en lo esencial la tesis de que nuestros actos éticamente rectos son los conformes
con nuestra peculiar naturaleza.
b) El pensamiento de que nuestros actos éticamente rectos son una «libre afirmación
de nuestro ser» aparece bajo la forma de un simple corolario de la tesis según la cual la
rectitud moral de nuestra conducta estriba en su conformidad o conveniencia con la
naturaleza que tenemos. Una vez probada la tesis —siquiera sea, tal como ya aquí se ha
hecho, sólo en su más directo e inmediato sentido—, queda también demostrado, en
calidad de corolario de ella, el pensamiento de que asumimos electivamente nuestro ser
cuando la forma en que nos comportamos es moralmente recta. Ello no obstante, la
determinación exacta de lo que este corolario significa —no la prueba de su verdad en
cuanto esquema de la rectitud moral de nuestra conducta— exige hacer algunas
aclaraciones, aunque aún no abordemos, por no corresponder a este lugar, la discusión y
el análisis de sus últimos fundamentos.
Por lo pronto, se ha de advertir que la libre afirmación de nuestro ser no tiene por qué
cumplirse de una manera explícita y formal. Pues no se trata de que la conducta
adecuada a nuestra naturaleza —el comportamiento conveniente o conforme a nuestro
ser natural— incluya entre sus rasgos esenciales la pretensión de asumir electivamente la
realidad que ya somos sin haberla elegido. Para que realmente la afirmemos, y no de un
modo teórico, sino en la práctica de nuestros actos libres, no nos hace ninguna falta la
intención de asumirla libremente. La libre volición indispensable para afirmar en la praxis
nuestro ser tiene su término explícito —vale decir, inmediato y directo— en lo que
hacemos cuando nuestra conducta es conforme a nuestra naturaleza, no en esta misma,
no en lo que ya naturalmente somos antes de todo uso de nuestra facultad de decidir.
Dicho con otros términos: la aceptación, la libre afirmación, de nuestro ser no es ninguna
de las normas que se viven en la moral prefilosófica o espontánea. Formalmente no
pertenece a ninguna ética normativa de ese género, sino, por el contrario, a una
interpretación y fundamentación, concentrada en una fórmula esquemática, que de la
ética espontánea se hace dentro de un plano ya formalmente filosófico. Lo cual no quiere
decir que la clara intelección de su sentido sea posible tan sólo como fruto de una larga y
ardua reflexión sobre el «hecho de la moralidad» ni que en general el pensamiento de la
libre afirmación de nuestro ser carezca de verdadera utilidad para la rectitud moral de
nuestra conducta. Sólo quiere decir que esta utilidad presupone una actividad reflexiva y
genuinamente discursiva, incompatible con un puro y simple intuicionismo de los valores
morales. (La aportación positiva del intuicionismo ético, por una parte, y, por otra, su
radical insuficiencia, serán especialmente examinadas en la Primera Parte de este libro,
Cap. III, § 2).
Si en verdad nos instalamos en el plano de la reflexión filosófica, donde se hacen
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posibles el esclarecimiento y la fundamentación del «hecho de la moralidad», la libre
afirmación de nuestro ser no podrá dejar de presentársenos como la más alta de las
formas en que éste es humanamente poseído. Hay, sin duda, otros modos o formas de
poseerlo, anteriores a la libre afirmación de nuestro ser, pero inferiores a ella en lo que
atañe a su valor humano.
Tres son las formas posibles de tener nuestro propio ser: la meramente natural, la
teórica o especulativa y la práctica. La forma meramente natural en que poseemos
nuestro ser es la que estriba en tenerlo tal cual tienen el suyo los seres donde no existe la
aptitud para la conciencia. Estar provisto de esta capacidad no equivale a ejercer la
correspondiente operación, y, por lo demás, la ejecución de las actividades conscientes
no agota la integridad de las posibilidades operativas del yo humano ni le hace a éste
patente todo el ser que le es propio. Ahora bien, «tener de un modo meramente natural el
propio ser» no quiere decir lo mismo que «no poder tenerlo de otro modo». A diferencia
de lo primero, lo segundo excluye de lo poseído, y no solamente de la posesión, la
aptitud para la conciencia y, por ende, también el ejercicio de ella y, consiguientemente,
la posibilidad de las actividades de carácter cognoscitivo y volitivo. En suma: nuestro
propio ser es de tal índole que la manera simplemente natural de poseerlo debe quedar
descrita como la inconsciente posesión de un ser capaz de esa autoposesión que es la
conciencia.
En cambio, al ejercer la actividad de la conciencia el yo humano se hace autopresente
y de este modo se posee a sí mismo: asume su propio ser, se lo hace suyo, por cuanto
entra en posesión de él según la forma del «darse cuenta de sí». Esta forma de posesión,
que ya consiste en una autoposesión formal y propia (consistente en la actividad auto-
referencial del yo humano por el ejercicio de su misma conciencia), es un modo más alto,
más humano, que la forma simplemente natural de tener nuestro ser. El hecho de estar
siendo éste poseído de una manera inconsciente es, sin duda, menos perfecto, porque así
falta en el yo humano una positiva realidad —perfección— para la cual hay en él la
correspondiente aptitud, pero también porque la forma inconsciente de poseer nuestro ser
es humana sólo en el sentido de que nuestra naturaleza la permite, vale decir, por
implicar una carencia que en cuanto tal puede darse en el yo humano justamente en tanto
que humano y no sólo por ser un yo.
Ejercer la actividad de la conciencia es un cierto modo «teórico» de tener nuestro
propio ser. Aquí se aplica a la actividad de la conciencia el calificativo de «teórica»
usándolo en la acepción, ya explicada y justificada en este mismo apartado, según la cual
no es práctica en un sentido estricto y riguroso, ya que lo único que en la mera actividad
de la conciencia «hacemos» es «hacernos cargo» —darnos cuenta— de nuestro propio
ser. De esta suerte, nuestra conciencia es teórica, a pesar de no ser, formal y propiamente
hablando, una teoría (como también arriba se advirtió). Pero importa observar que si
bien la actividad de la conciencia es una cierta forma teórica de tener nuestro propio ser,
no toda forma teórica de tener nuestro propio ser es sólo una actividad de la conciencia.
Porque es el caso que podemos hacer juicios sobre nuestra misma realidad (i. e., acerca
de nuestro mismo existir, o de nuestra propia índole específica, o tal vez sobre una
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determinada situación que es nuestra de una manera eventual, etc.), y ninguno de estos
juicios, donde ejercemos la actividad de la conciencia, se limita a esta actividad, sino que
son ya «teoría» en sentido formal y propio. También en este sentido el yo humano se
hace autopresente y asume su propio ser, y hasta se ha de añadir que ello tiene lugar de
un modo ciertamente más explícito, y más perfecto por tanto, que el correspondiente al
ejercicio de la mera conciencia cuando no efectuamos ninguna operación judicativa.
Con todo, ni siquiera cuando acontece de esa manera explícita es nuestra autoposesión
de carácter teórico la más humana forma en que nos cabe poseer nuestro ser. Y no lo es
porque precisamente su carácter teórico le impide la libertad inseparable del más alto
nivel de nuestra autoposesión. Nos poseemos a nosotros mismos según el modo más
perfecto que nos cabe si somos dueños de nuestra propia conducta y si con ella
afirmamos —equivalentemente, confirmamos, corroboramos— nuestro ser. Pero en el
modo teórico de nuestra autoposesión no nos hacemos dueños de nuestra propia
conducta. En él no hacemos uso de la libertad del albedrío, como quiera que al
comportarnos de una manera teórica, simplemente cognoscitiva, funcionamos como un
espejo, cuyo cometido se limita a re-presentar o reflejar algo ya dado, sin elegirlo ni
configurarlo en modo alguno. Ciertamente, el comportamiento teórico es una forma de
actividad vital (una de las manifestaciones de la vida), pero el yo que lo ejerce no decide,
en manera alguna, el «contenido» de este comportamiento —lo que en él se presenta—
ni siquiera en el caso de ser ese mismo yo lo que viene a hacerse presente. Y aunque es
verdad que el comportamiento teórico puede ser también objeto de elección, no es
menos cierto que la libertad de la cual participa cuando se da el hecho de elegirlo le viene
precisamente de este hecho y no de su propia índole teórica.
Por último, la forma en que poseemos nuestro ser es de índole práctica si éste queda
afirmado libremente en nuestra propia conducta (vale decir, con los hechos que de un
modo efectivo la componen). Para ello no basta el uso de la libertad del albedrío; se
requiere, asimismo, la con-formidad o con-veniencia de lo que libremente realizamos con
lo que ya específicamente somos. No cabe duda de que seguimos en posesión de nuestro
ser —lo cual es cosa distinta de añadirle otro modo de efectiva autoposesión— cuando al
usar la libertad del albedrío nos comportamos de manera disconveniente, disconforme,
con nuestra naturaleza. Mas entonces la forma en que poseemos nuestro ser no consiste
en que lo asumimos libremente, sino en que libremente lo negamos o rechazamos, lo
cual, en vez de añadirnos una nueva autoposesión, constituye a su modo una auto-
desposesión de nuestro ser. (Ya vimos antes cómo en el caso del suicidio la oposición del
libre operari al esse, dentro de una y la misma realidad, está dada frontal y radicalmente.
El suicida se auto-desposee de su ser actuando con libertad, porque de lo contrario no es
propiamente un suicida. Y también vimos que no es el suicidio el único, sino sólo el más
llamativo, de los casos en que el yo humano se opone, en su libre comportamiento, a su
propia naturaleza. Ahora debemos decir que en todos y cada uno de esos casos el libre
comportamiento constituye la forma práctica en que el yo humano se auto-desposee de
su ser.
La libre afirmación de nuestro ser y la autoposesión práctica de éste son, en
24
resolución, cabalmente lo mismo. La fórmula «libre aceptación de nuestro ser» ha sido
utilizada con idéntico significado por el autor de estas páginas en varias ocasiones
anteriores[5]. Se trataba, sin duda, de una expresión enfática, pues el concepto de la
aceptación implica el del ejercicio de la libertad del albedrío. (Incluso el hecho de aceptar
algo «a regañadientes», i. e., con muy escasa voluntariedad —porque se habría elegido
algo distinto, si hubiera sido posible—, no deja de ser, a su modo y manera, un caso de
libre comportamiento). Aquí no se hará uso de esa fórmula, porque en un desarrollo
pormenorizado y sistemático del pensamiento de la libre conformidad de nuestro obrar
con nuestro propio ser no puede estar justificado el énfasis oportuno (o permisible, al
menos) en unos simples esbozos de ese mismo pensamiento o en unas meras alusiones a
su sentido y alcance.
El sugerente ensayo de R. Guardini La aceptación de sí mismo no constituye —ni
tampoco, desde luego, lo pretende— un tratamiento propiamente sistemático de la idea
de la libre conformidad de nuestro obrar con nuestro propio ser. En el ensayo de
Guardini queda la idea esbozada, sólo en forma de insinuación, al proponerse la
aceptación de sí mismo como un magno deber, del cual «quizá se pueda decir que es el
que está en la base de todos los deberes concretos»[6]. Por tratarse tan sólo de una
simple insinuación o sugerencia, y no propiamente de una tesis, tampoco es de extrañar
la falta de la demostración. Además, se ha de tener en cuenta que el ensayo no se sitúa
en la línea de una fundamentación filosófica de la moral: «Esa exigencia» —se refiere al
«tengo que aceptarme»— «no la puedo cumplir por la vía meramente ética. Sólo puedo
hacerlo desde algo más alto, y con ello estamos en la fe»[7]. Como se irá comprobando,
la índole de las consideraciones que en la presente investigación se hacen es, a diferencia
de lo que acontece en el escrito de Guardini, exclusivamente filosófica, sin cerrarse por
ello a las perspectivas de la fe cristiana, antes por el contrario, permaneciendo siempre en
la intención de estar abierto a estas supremas perspectivas, pero nunca de tal modo que
con ellas quede determinado el razonamiento filosófico en su propia estructura ni en su
intrínseca finalidad.
También aquí será menester hablar de Dios y de su absoluta Voluntad —sobre todo,
en la Segunda Parte de este libro— por cuanto ello se hace imprescindible para
fundamentar radicalmente la ética, en razón, tal como oportunamente se verá, del
carácter absoluto del deber. Pero ninguna de las referencias a Dios y a su voluntad será
hecha aquí desde el punto de vista de la fe, sino desde el propio de la indagación
filosófica. Guardini, tras haber afirmado que el cumplimiento de la obligación de
aceptarse a sí mismo es posible tan sólo desde lo alto de la fe, llega a decir: «Fe quiere
decir que comprendo mi finitud desde la instancia suprema, desde la voluntad de
Dios»[8]. Mas también dentro de la perspectiva filosófica se hace posible la comprensión
del yo humano como un ser que, no obstante su finitud, es querido realmente por el
mismo Dios que le requiere, con un amor absoluto, a través de los imperativos del deber.
Por último, para cerrar esta sumaria indicación de las principales diferencias respecto
del ensayo de Guardini, ha de señalarse el hecho de que en éste la naturaleza específica
del yo humano —«nuestro ser», en la acepción de lo común a los hombres justamente
25
en tanto que hombres— apenas es objeto de atención, quedando sólo aludida en las muy
escasas ocasiones en que de ella se trata. Aquí, en cambio, la tomaremos como aquello a
lo que de un modo fundamental y general ha de ajustarse nuestra forma de
comportarnos para ser moralmente recta. «De un modo fundamental y general» no
significa «de una manera exclusiva» (salvo en la misma fundamentación). De esta suerte,
la determinación de la rectitud moral de nuestra conducta no desatiende, antes por el
contrario, incluye, bien que de un modo subordinado o derivado, la aceptación, por cada
yo humano efectivo, de su intransferible y concreta individualidad, con sus virtudes y
con sus defectos; pero es patente que esta aceptación —un asumirse cada cual a sí
mismo tal como realmente es y no como tal vez quisiera ser— no puede hallarse dotada
de un positivo significado moral si no va subseguida por una intención de corregir lo que
en el efectivo yo individual es moralmente incorrecto. Aceptarme a mí mismo con mis
propios defectos no puede querer decir que los tome como virtudes, ni que yo me
resigne, si tengo la posibilidad de corregirlos, a dejarlos estar. Por lo demás, el carácter
fundamental que la naturaleza específica del yo humano tiene para la rectitud moral de
nuestra conducta es cosa que fácilmente se pone de manifiesto cuando se advierte que
los defectos morales de cada concreto yo humano son, en resolución, dis-conveniencias,
dis-conformidades, que presuponen en él la índole específica de hombre, de tal modo,
por tanto, que sin tomarla en consideración (siquiera sea de una manera implícita) no
podrían calificarse moralmente esos mismos defectos.
c) La tesis según la cual en todo acto moralmente recto hay una «libre afirmación de
nuestro ser» es, a su modo y manera, una respuesta de la ética filosófica a la cuestión de
si el hombre nace o se hace: vale decir, si consiste en lo que le han hecho ser o en lo que
él es, o va siendo, por virtud de su propio hacerse. Esta cuestión no puede considerarse
rigurosamente equivalente a la de si el hombre es naturaleza o es, por el contrario,
libertad. Porque si bien es verdad que la noción de la naturaleza equivale a la idea de lo
que en el hombre está ya hecho antes de que él actúe por sí mismo de una manera libre,
no es cierto, en cambio, que la noción de la libertad equivalga a la idea de lo que el
hombre es, o llega a hacerse, por virtud de su libre hacer. La libertad —en el presente
contexto se ha de sobreentender que se trata, concretamente, de la libertad del albedrío—
no es algo que el propio yo humano adquiere, dándoselo a sí mismo libremente, sino algo
que el hombre tiene de una manera innata, i. e., por naturaleza: formando parte de lo que
en él está ya hecho antes de que él mismo actúe libremente. Así, pues, la cuestión de «si
el hombre es naturaleza o, por el contrario, es libertad» no sólo no equivale a la cuestión
de si el hombre consiste en lo que le han hecho ser o, por el contrario, en lo que
libremente él se hace a sí mismo, sino que además, y radicalmente hablando, está mal
planteada, porque la libertad que hay en el hombre es algo radicalmente fundado en la
específica naturaleza de éste.
Por consiguiente, no se puede decir, hablando con entera propiedad, que la «libre
afirmación de nuestro ser» enlaza la libertad propia del yo humano con la naturaleza que
26
éste tiene. El enlace de nuestra libertad con nuestra propia naturaleza está ya dado en
nosotros con anterioridad a todas nuestras libres actuaciones y a todas las actuaciones
que son nuestras por más que no sea libre la manera de llevarlas a cabo. Nuestra libertad
no se confunde con su efectivo ejercicio. Tenerla no es lo mismo que ejercerla,
análogamente a como la posesión de la capacidad de razonar no consiste en estar siempre
razonando.
Las dos últimas aclaraciones resultarían triviales y ciertamente innecesarias si no lo
impidiese la vigencia, en algunos filósofos contemporáneos, de una ontología puramente
«actualista», para la cual lo potencial no existe, de tal suerte que sólo tiene realidad lo
que ya está surtiendo algún efecto. Para esta metafísica actualista la noción de una causa
que no está in actu ejerciendo su propia causalidad es algo que forma parte de la
mitología de las «causas ocultas» en su más sarcástica versión. «No hay más cera que la
que arde» quiere decir, en la semántica actualista, que no hay más cera que la que está
ardiendo, y que, por tanto, la que no está ardiendo no es verdadera cera, aunque sea
verdad que puede arder.
Lo que la «libre aceptación de nuestro ser» enlaza con nuestra naturaleza no es
nuestra libertad, sino su ejercicio, y no en todas las ocasiones, sino cuando éste
concuerda con lo que ya naturalmente somos. Y la razón de ello no es que la libertad se
esté dando en nosotros solamente en los casos en los que efectivamente la ejercemos —
puro «actualismo» de la libertad—, sino porque el mero hecho de tenerla no afirma
libremente nuestro ser y porque tampoco queda éste libremente afirmado cuando el uso
que hacemos de la libertad es disconforme con nuestra naturaleza. O lo que es igual: los
mismos seres que hemos nacido hombres nos hacemos —en otro nivel— humanos
cuando afirmamos libremente nuestro ser.
El hombre nace y se hace. Ello puede parecer contradictorio, y desde luego no cabría
que no lo fuera si el hombre naciese hecho por completo, sin que nada le quedase por
hacer para llegar a serlo plenamente, o si hubiera de hacerse hombre cabal empezando
por no ser hombre en modo alguno. «El hombre nace y se hace» quiere decir, por tanto,
que tan falso es que se haga a sí mismo enteramente como que enteramente le hagan ser.
Ahora bien, que el hombre se haga por completo a sí mismo es falso porque es verdad
que le han dado su propia naturaleza, sin que él se la haya hecho en modo alguno; y es
falso que por completo le hagan ser, porque es verdad que, a su modo, él se hace a sí
mismo, no en un sentido absoluto, sino en tanto que conforme o concordante con su
propia naturaleza cada vez que libremente la afirma —la confirma— con la rectitud
moral de su conducta. Por lo cual, a su vez, se ha de decir también que en su conducta
éticamente incorrecta el hombre llega a des-hacerse, no, claro está, de una manera
absoluta, sino en tanto que deviene disconforme —operativamente discordante— con su
propia naturaleza. (Este «deshacerse el mismo hombre a sí mismo» es justamente el
«auto-deshacerse de su ser», que ya arriba se señaló).
La libre afirmación de nuestro ser no es privilegio de un acto que se realice de una vez
27
por todas, ni tampoco de un solo tipo de acciones con un único contenido
específicamente prefijado. Afirmamos libremente nuestro ser de muy diversas maneras, a
las cuales sólo cabe atribuirles como nota que a todas ellas es común la peculiar rectitud
que se califica de moral, i. e., la libre conformidad o concordancia con nuestra
naturaleza. Ya en su momento hemos visto que la libre afirmación de nuestro ser no tiene
por qué cumplirse de una manera explícita y formal, es decir, de tal suerte que la
conducta moralmente recta hubiera de incluir entre sus propios rasgos esenciales el
propósito de asumir, en una forma electiva, nuestro ser natural. Pero ahora se ha de
añadir que ese propósito, en sí mismo considerado (no ya como una intención
meramente concomitante de un libre comportamiento), es el modo más vago, y en
consecuencia el menos eficaz, de asumir libremente nuestro ser. Sin duda sería excesivo,
y desde luego erróneo, el sostener que, en sí mismo, el propósito «general» de
comportarse de un modo éticamente recto no es ningún modo éticamente recto de
comportarse. En la misma exageración y el mismo error vendríamos a caer si
mantuviésemos que nuestro ser no queda, en manera alguna, libremente afirmado
(«prácticamente» asumido) en el mero propósito genérico de afirmar libremente nuestro
ser. Mas también es verdad que este simple propósito genérico es la manera menos
eficaz, precisamente por ser la más vaga, de que esa libre afirmación se lleve a cabo.
La intención general de comportarse de un modo éticamente recto puede equipararse a
una promesa que alguien se hace a sí mismo, y es cierto que no solamente el
cumplimiento, o el incumplimiento, de las promesas es susceptible de calificación moral:
también ellas son calificables de este modo, tanto si se las cumple como si no se las
cumple. Ahora bien, el cumplimiento efectivo de una promesa éticamente lícita es un
modo de comportarse más eficaz, también éticamente hablando, que el hecho de
formular esa misma promesa, por muy sincera que sea la intención de cumplirla.
Por otro lado, no tendría aquí ninguna utilidad la distinción entre los propósitos
generales (abstractos) y los concretos. No hay realmente propósitos concretos de
comportarse éticamente bien. La pretensión de comportarse de este modo es inconcreta
en sí misma. No es concreto, en efecto, ningún propósito de actuar moralmente bien,
porque lo que así cabe proponerse es una pura y simple vaguedad, tan abstracta o
genérica como indudablemente bien intencionada. Por su «buena intención» es
respetable un propósito de ese cuño, pero su evidente inconcreción reduce al mínimo su
efectivo valor moral; y así se entiende muy bien que el autor de uno de los libros de
espiritualidad más influyentes en nuestros días haya podido escribir: «me has dicho, y te
escuché en silencio: “Sí: quiero ser santo”. Aunque esta afirmación, tan difuminada, tan
general, me parezca de ordinario una tontería»[9].
Cabe que de un modo excepcional —por tanto, no «de ordinario»— merezca una
silenciosa aprobación la inconcreta voluntad de comportarse con la máxima rectitud, pero
ello es posible justamente en la misma medida en que se espera que tan laudable
propósito no se quede en el limbo de las intenciones por cumplir. (Naturalmente, no se
trata entonces de esperar que quien tiene un propósito de esa índole no llegue a cometer,
en lo sucesivo, ninguna falta moral. Lo que de él se espera es la intención y el esfuerzo
28
de procurar evitarla y el de volver, cuanto antes, a enderezar la conducta, si ello viene a
hacerse necesario. Pedir más sería tanto como olvidar o desconocer la flaqueza de
nuestra humana condición).
«Es esencial a lo ético —observa Hengstenberg— el presentarse inicialmente a algún
ser individual en una situación concreta. No comienza precisamente con principios,
tesis, propósitos o imperativos generales (tales cosas no son sino abstracciones que
sobrevienen después)»[10]. No se niegan con esto ni la posibilidad, ni tampoco la
efectiva realidad, de una presentación abstracta de lo ético; lo negado es tan sólo que lo
ético se presente inicialmente de una manera abstracta. Lo cual puede admitirse sin el
menor reparo si por «lo ético» se entiende todo lo ético tomado de una manera colectiva,
no de un modo distributivo. Si frente al intuicionismo en el ámbito propio de la moral se
admite —por las razones cuya exposición habrá de hacerse en la Primera Parte de este
libro— la posibilidad de descubrir ciertos valores de ese mismo ámbito por la vía del
razonamiento, no se podrá afirmar que todos y cada uno de los valores morales se nos
hacen presentes in concreto cuando por vez primera los captamos, porque ese modo de
manifestarse es el correspondiente a una experiencia, no a un conocimiento discursivo.
Mas como quiera que un razonamiento no basado en algo moral, ya anteriormente
aprehendido, no puede tener tampoco una conclusión formalmente referida a algo moral,
ha de reconocerse que en conjunto —i. e., de una manera colectiva— lo moral comienza
a presentarse en una forma concreta, no en abstractas formulaciones.
Apliquemos ahora estas observaciones al propósito general de mantener una conducta
éticamente recta (o, lo que es igual, a la pretensión de afirmar libremente nuestro ser).
Lógicamente, habremos de reconocer que este propósito, el más abstracto o general
posible entre todos los concernientes a la rectitud moral de la conducta, ha de haber
estado antecedido, en el mismo yo que lo formula, por alguna aprehensión concreta,
estrictamente intuitiva, del sentido de lo moral, en su valor positivo. Y ello, en resolución,
quiere decir que hasta el mismo propósito, tan vagamente bien intencionado, de afirmar
libremente nuestro ser, presupone el haber hecho ya esta afirmación, de una manera
concreta, en algún otro acto perteneciente a la conducta del yo humano que llega a
formularse este propósito. Tal vez ese mismo yo deje su propósito incumplido o lo lleve
a la práctica con escasa fidelidad, pero no cabe que no haya realizado nunca ningún acto
de asumir libremente su propia índole humana.
En suma: tanto si se actualiza en un propósito completamente vago o general, cuanto si
se efectúa de una manera concreta en algún otro acto de nuestro comportamiento, la libre
afirmación de nuestro ser es la auto-referencia práctica y positiva del yo humano,
justamente en tanto que humano. Sin duda alguna, es ésta una interpretación de la
rectitud moral de nuestro comportamiento desde el punto de vista de un tratamiento
«egológico» de la ética. Pero también está fuera de duda la necesidad de referir la ética a
la vida de un ser dotado del carácter de un yo y, en el caso del hombre, que es el que
aquí nos importa, de un yo humano por su naturaleza y que, no obstante, tiene, en virtud
de su libertad, la posibilidad de comportarse de una manera inhumana.
La auto-referencia práctica y negativa del yo humano justamente en tanto que
29
humano es la propia de la conducta moralmente incorrecta, es decir, la de la libre
negación de nuestro ser. Y hay todavía otra modalidad de la auto-referencia práctica del
yo humano, la que no le atañe en cuanto humano, sino por alguna otra razón o en algún
otro aspecto, pero ya esta modalidad no posee en sí misma un valor ético, y sólo puede
tener un valor técnico, que en cuanto tal califique, ya positiva, ya negativamente, a la
especial practicidad que es propia de ella.
[1] L. E. Palacios: Filosofía del Saber (2.ª ed., Gredos, Madrid, 1974), Libro Segundo, cap. 1, § 3, p. 161.
[2] De mundi sensibilis atque intelligibilis forma et principiis, § 9, en nota, Ak II, p. 396.
[3] «Praktisch ist alles, was durch Freiheit möglich ist», KrV, B 828, Ak III, p. 520.
[4] Cursus Philosophicus Thomisticus. Ars logica (2.ª ed., Reiser, Marietti, Torino, 1948), p. 269 a 36-b 1.
[5] Véase especialmente el ensayo «El ser y el deber» en el libro Sobre el hombre y la sociedad (Rialp, Madrid,
1976).
[6] Tras haberse referido a la concreta peculiaridad que hace que el «yo se reconozca en sí mismo en todo lo que
él efectúa», el escrito de Guardini dice literalmente: «Damit ist aber zugleich eine Aufgabe gestellt. Eine sehr
grosse; vielleicht kann man sagen, jene, welche allen einzelnen Aufgaben zu Grunde liegt. Ich soll sein wollen, der
ich bin; wirklich ich sein wollen, und nur ich», Die Annahme seiner selbst (Privatdruck des Verfassers), p. 12.
[7] «Diese Forderung kann ich nicht auf bloss ethischen Wege erfüllen. Ich kann es nur von etwas Höherem her
-und damit sind wir beim Glauben», Op. cit., p. 17.
[8] «Glauben heisst, dass ich meine Endlichkeit aus der höchsten Instanz, aus dem Willen Gottes heraus
verstehe», Ibidem.
[9] J. M. Escrivá de Balaguer: Camino, n. 250.
[10] «Wesentlich für das Sittliche ist also, dass es einem individuellen Seienden in einer konkreten Situation
gegenüber anhebt. Es beginnt gerade nicht mit allgemeinen Prinzipien, Leitsätzen, Vorsätzen und Imperativen
(solche sind erst nachträgliche Abstraktionen!)», Philosophiche Anthropologie (Zweite Auflage, W. Kohlhammer
Verlag, Stuttgart, 1960), p. 48.
30
II. El realismo en la ética
31
específica realidad de nuestro ser. Ni tampoco se trata de que sólo esta realidad sea
fundamento, para una verdadera ética realista, del contenido de nuestros deberes. Lo que
aquí se ha asignado a nuestro modo específico de ser, según la ética realista lo concibe,
es, respecto del contenido de nuestros deberes, no el carácter de un único fundamento,
sino el del fundamento general e inmediato. Expliquémoslo brevemente, sin perjuicio de
insistir sobre el asunto, de una manera analítica y con los desarrollos necesarios, en todas
las ocasiones que lo exijan.
Ya al hacer el esquema de las principales diferencias entre la «libre afirmación de
nuestro ser», según aquí se la entiende, y la «aceptación de sí mismo», tal como
Guardini la propone, fue menester advertir que no tiene un carácter exclusivo, sino sólo
fundamental y general, el modo en que la específica naturaleza del yo humano es aquello
a lo que ante todo nuestro comportamiento ha de ajustarse para ser moralmente recto. Y
ya también en esa misma ocasión se hizo constar la exigencia —para la rectitud moral de
nuestra conducta— de aceptar para cada yo humano efectivo su intransferible y concreta
individualidad, tanto en lo positivo como en lo negativo. A los efectos de la comparación
con el ensayo de Guardini no hacían falta más aclaraciones. Ahora, en cambio, resulta
indispensable para la exacta determinación del concepto de la ética realista el fijar
cabalmente, aunque en forma sumaria, el modo según el cual la naturaleza específica del
yo humano es el fundamento general e inmediato del contenido de nuestros deberes. Y
para ello la más decisiva de las aclaraciones necesarias es la concerniente a la expresión
«nuestros deberes», no la que atañe a la voz «general» ni la concerniente a la palabra
«inmediato», ya que en virtud del contexto el sentido de éstas presupone el de aquélla.
Con la expresión «nuestros deberes» se designan aquí los deberes comunes a todos los
seres provistos de la condición del yo humano. No son nuestros, por tanto, en este
sentido, los deberes correspondientes a una determinada clase, y sólo a ella, de personas
humanas, ni los pertinentes a una de éstas, y a ella de un modo exclusivo, por razón de
alguna concreta circunstancia que no afecte a las otras. Hay, ciertamente, una conexión,
imperceptible a primera vista, entre esos deberes que en el sentido así fijado no son
nuestros y nuestro propio ser, tomado éste en el sentido de la específica naturaleza del yo
humano. Un deber que no me concierne, por no ser la mía la profesión a la cual
corresponde, sería, sin embargo, un deber mío si aquella fuese mi profesión, y
constituiría un deber no sólo mío, sino de todo yo humano en el supuesto de no haber
ninguno que no la tuviese como suya. Y lo mismo se ha de afirmar de cualquier otro
deber determinado por alguna concreta situación o particular circunstancia
exclusivamente dada en un solo yo humano o en un sector, no en la totalidad, de las
personas humanas. Pues bien, a todos esos deberes que de hecho no son comunes, sino
especiales o particulares, los podemos denominar hipotéticamente comunes, en oposición
a los deberes comunes propiamente dichos, mas de tal suerte que esta oposición no sea
tomada como excluyente de la semejanza que estriba en que también los contenidos de
los deberes hipotéticamente comunes implican la naturaleza específica del yo humano
(aunque no tienen en ella su íntegro fundamento).
El fundamento completo del contenido de los deberes especiales o particulares consta
32
de dos ingredientes: por una parte, nuestro ser natural y, por otra parte, el factor
determinativo o restrictivo, propio de cada caso, y en virtud del cual estos deberes son
efectivamente, no de un modo hipotético a su vez, deberes particulares o especiales. En
cambio, el fundamento completo del contenido de los deberes de toda persona humana
(i. e., de nuestros deberes) es nuestro ser natural, sin ningún añadido. Lo cual no excluye
que por su misma forma de deberes (sean cualesquiera los respectivos contenidos) tanto
los deberes pertinentes a toda persona humana, cuanto los particulares o especiales,
tengan su fundamento último o más radical en la Voluntad Absoluta, vale decir, en Dios,
la absoluta o incondicionada Realidad. No entraremos ahora en el examen de este punto.
Por el momento, sólo importa dejar clara constancia de que nuestra naturaleza (la
realidad que somos independientemente de nuestras intenciones subjetivas) es el
fundamento próximo y general del contenido de nuestros deberes. Y tampoco esto
excluye que ese contenido tenga un fundamento general y mediato (el último o más
radical) en el Autor de la naturaleza de los hombres.
b) Quizá pudiera pensarse que en vez de hablar, como en las últimas consideraciones
hemos venido haciendo, de una ética realista o de un realismo en la ética, fuera mejor
valerse de la expresión «ética naturalista», o utilizar la fórmula «el naturalismo en la
ética», para significar la misma tesis esquematizada con la idea de la libre afirmación de
nuestro ser. Pues no otra realidad sino la propia de nuestro ser natural es lo que hemos
afirmado como aquello a lo que nuestra conducta ha de ajustarse para ser moralmente
recta. Sin embargo (y aunque asimismo habría de tenerse en cuenta la afirmación, aquí
expresamente mantenida, de nuestro ser natural como el fundamento general e inmediato
del contenido de nuestros deberes), el hablar de una ética naturalista, o de un naturalismo
en la ética, para significar la tesis respecto de la cual es un esquema la idea de la libre
afirmación de nuestro ser, tiene algunos inconvenientes que la hacen muy escasamente
aconsejable.
En primer lugar, los términos «naturalista» y «naturalismo» pueden emplearse, y a
menudo se usan, como designativos de actitudes y modos de pensar esencialmente
opuestos a toda aceptación de valores sobrenaturales y de dimensiones de la conducta
humana relacionadas con este género de valores. La ética de cuya fundamentación se
ocupa el presente estudio es pura y simplemente filosófica, pero no niega la posibilidad
de los valores sobrenaturales, ni la de una conducta inspirada por ellos. (Acerca de la
efectividad, y no ya sólo de la posibilidad, de esa conducta y de los valores que la
inspiran, la filosofía no tiene nada que decir, y ése es, por tanto, el caso de la ética
filosófica que en estas páginas se ofrece en calidad de ética realista concentrada en la idea
de la libre afirmación de nuestro ser).
Y, en segundo lugar, las voces «naturalista» y «naturalismo» no expresan bien la
pretensión de realismo aquí asignada a la ética tal como arriba quedó caracterizada, pues
no dan a entender que la naturaleza a la que ante todo se ajusta el comportamiento
éticamente recto es la enteramente independiente respecto de las intenciones subjetivas
33
de cada concreto yo humano y respecto de todos los productos de la consciente
subjetividad operativa. Por el contrario, los términos «realista» y «realismo» apuntan a lo
real en tanto que enteramente independiente de la actividad mental del yo humano y, de
otra parte, su sentido no implica en manera alguna la idea de que nuestro ser natural sea
el único fundamento del contenido de nuestros deberes.
Sin embargo, contra la expresión «ética realista» cabría aducir, por otro lado, el hecho
de no haber sido utilizado inicialmente el vocablo «realismo» para designar una
determinada posición dentro del ámbito de la filosofía práctica, sino para dar nombre a
una respuesta a la cuestión de los «universales», perteneciente al dominio de la filosofía
teórica. Ulteriores determinaciones del realismo, tales como las que lo califican
respectivamente de empírico, trascendental, crítico, natural, metódico, etc., han
ensanchado la primitiva significación, pero manteniéndola recluida en la esfera de la
gnoseología, sin ninguna aplicación, por consiguiente, al ámbito de la filosofía práctica.
Ahora bien, nada de ello justificaría por sí solo la prohibición de aplicar en este ámbito,
concretamente en la ética, la noción del realismo, tal como arriba se ha hecho, habida
cuenta de que el contenido de nuestros deberes se fundamenta de una manera inmediata
en la realidad de lo que somos con independencia de nuestro querer y nuestro hacer. Y
si además se admite que el fundamento último o más radical de nuestros deberes está en
la Realidad suprema y absoluta, no en un mero ideal nunca plenamente realizado, no se
ve por qué habría de considerarse inadmisible el hablar de «realismo» en el dominio
propio de la ética, como si ésta no pudiera tener por base algo real.
Evidentemente, considerada en sí misma, sin ninguna atención a los fundamentos en
los cuales se apoya, ninguna ética con pretensiones normativas puede ser una forma de
«realismo» en la acepción puramente especulativa o teórica de la palabra. En esta
acepción el único realismo posible es el consistente en afirmar, por un lado, la existencia
de cosas independientes de nuestro conocimiento y, por otro lado, la existencia, también,
de un cierto conocimiento nuestro de esas cosas. Ello no obstante, una ética con
pretensiones normativas puede tener unos fundamentos reales, siendo en este sentido una
auténtica ética realista, vale decir, fundamentada en la existencia de algo que no depende
de nuestro conocimiento y en la existencia, asimismo, de un conocimiento nuestro de ese
algo. Y sin ningún menoscabo de su propio carácter normativo tiene también esta ética
una parte estrictamente especulativa o teórica: a saber, la justificación, precisamente, de
que sus fundamentos son reales. (En esta justificación, que por ahora va a quedar
aplazada, no dejará de entrar la réplica a la objeción según la cual el deber no puede estar
fundamentado en el ser).
34
una visión de la situación del hombre en el mundo; al decir ética realista, queremos
significar que está fundada en realidades extramentales, las cuales son objeto de una
metafísica y de una filosofía de la naturaleza»[12].
Aparece en este texto el vocablo «realista» asociado a la palabra «cósmico». Desde el
punto de vista de la fidelidad a la tradición clásica desarrollada a partir de Sócrates, no
cabe poner en duda el acierto de semejante asociación, el cual se hace patente sobre todo
al considerar la ética de Aristóteles, la de mayor influjo, por otra parte, en la filosofía
moral de Tomás de Aquino y de toda una tradición que desde éste llega a nuestros días.
Pero aun prescindiendo de la fidelidad a la tradición clásica descrita por Maritain, es
también un acierto el enlace de lo realista y lo cósmico: no podría ser realista una ética en
cuya fundamentación no se tomase en cuenta la realidad del hombre como «situado» en
el mundo. Ahora bien, ¿qué es exactamente lo que Maritain entiende en este caso por
«realismo»? Innegablemente, se trata del realismo propio de una ética sustentada por
fundamentos reales. ¿Mas cuáles son, a su vez, esas realidades extramentales? Sostener
que la metafísica y la filosofía de la naturaleza las tienen por objeto no constituye una
respuesta a esta pregunta, ni es suficiente motivo para poder pensar que en ella consiste
justamente la respuesta de Maritain. La metafísica y la filosofía de la naturaleza tienen
por objeto, como es bien sabido, realidades que son extramentales y otras que no están
en ese caso, si por realidades extramentales entendemos las que no son unas mentes
humanas ni tampoco ninguna de las determinaciones efectivas (operaciones, hábitos,
etc.) de este tipo de seres, pues todas esas determinaciones han de considerarse
intramentales por estar dadas sólo en alguna mente, aunque no en calidad de mero objeto
de ella, sino como algo que verdaderamente pertenece a su propia entidad.
Pasemos al segundo texto: «En esta perspectiva ética (continúa refiriéndose a la ética
cósmico-realista), el bien moral está fundamentado en la realidad extramental: Dios, la
naturaleza de las cosas, y especialmente, la naturaleza humana, la ley natural»[13]. Con
esto ya nos declara Maritain cuál es, de un modo concreto, la plural realidad extramental
en la que el bien moral está basado y de la que, por tanto, ha de pensarse que constituye
también el fundamento, asimismo extramental, de la ética cósmico-realista. La inclusión
de Dios en el repertorio de las realidades extramentales en cuestión no puede ser tachada
de incoherente con un pensamiento filosófico como el de Maritain, donde el concepto de
Dios es la noción del Ser que trasciende todas y cada una de las realidades finitas y, por
tanto, también la realidad de la mente humana, sin excluir ninguna de las determinaciones
que de un modo real pertenecen a ésta. ¿Pero cómo cabría entender en calidad de
realidad extramental la «naturaleza de las cosas» si entre las cosas cuya naturaleza habría
de entenderse de este modo se han de contar nuestras mentes y las determinaciones que
son propias de sus respectivas entidades? Tan cierto como que son reales las naturalezas
de todas estas determinaciones y de las mentes en las cuales se dan es que ni las unas ni
las otras son algo extramental en la acepción tenida en cuenta hasta aquí.
En esa acepción no es algo enteramente extramental la naturaleza humana, puesto que
algunas de sus dimensiones, las más nobles por cierto, son mentales; y no hay modo de
comprender cómo la ley natural —considerada en sí misma, no en su más radical origen
35
— pueda ser algo extramental si queda identificada con la naturaleza humana o con
alguno de sus aspectos esenciales (así aparece en la letra del segundo de los textos
aducidos) o si se la toma (según hace Maritain en un lugar intermedio entre esos dos
pasajes) como algo «inmanente al ser de las cosas»[14]; en este caso, al ser de la
naturaleza humana.
«Extramental» es, sin embargo, un término que puede también tomarse en un sentido
distinto del atendido hasta aquí. Cabe, en efecto, usarlo para designar con él lo
irreductible a la condición de mero objeto de la actividad de la mente. De este modo es
extramental todo aquello cuyo ser no se agota, ni en modo alguno consiste, en ser visto,
o entendido, o querido, u odiado, etc., etc. La naturaleza humana y la ley que le es
natural se encuentran indudablemente entre los seres a los cuales no dejaría Maritain de
calificar de extramentales en esta otra acepción, siendo Dios, por lo demás, uno de ellos
también o, mejor dicho, el primero de todos. Pero entonces «extramental» equivale a
«real», por cuanto éste designa precisamente lo opuesto a lo que sólo es objeto de la
actividad de la mente, y así se hace imposible distinguir las realidades que son
extramentales y las que no lo son, o, dicho de otra manera, la expresión «realidad
extramental» sería evidentemente redundante.
En todo caso, con redundancia o sin ella (o tal vez con una redundancia disculpable
por la oportunidad de un cierto énfasis), las expresiones utilizadas por Maritain para
describir la tradición clásica de la ética iniciada a partir de Sócrates son una manera de
aplicar la noción del «realismo» en el ámbito propio de la ética, muy concretamente, por
cuanto ésta es «realista» en tanto que sus fundamentos son «reales», extramentales (en
la acepción gnoseológica, no en el sentido, formalmente ontológico, de lo que existe fuera
de la mente y sólo así). Este realismo que atañe primordialmente a los fundamentos de la
ética y en segundo lugar, sólo de una manera derivada, a la ética misma, es un realismo
teórico. No la ética en su carácter normativo, sino en su aspecto teórico —el único
donde cabe la posibilidad de justificar sus fundamentos— es realista en la concepción
«cósmico-realista» descrita por Maritain (la misma que en definitiva éste hace suya,
especialmente a través del pensamiento ético de santo Tomás, donde se centra lo más
decisivo de las ideas expuestas en las citadas Neuf leçons sur les notions premières de la
philosophie morale).
36
que el “atenimiento a la realidad” es una de las condiciones más importantes de la salud
de la mente»[16].
Abstengámonos de discutir el valor atribuido por Pieper a la «sugerente confirmación»
antropológica y psiquiátrica del realismo ético y veamos en qué estriba concretamente la
«determinación de lo moral por la realidad». Ya en el mismo comienzo de la
Introducción de su libro acerca de la realidad y el bien, declara Pieper su tesis en
términos generales: «Todo deber se fundamenta en el ser. La realidad es el fundamento
de lo ético. El bien es lo conforme con la realidad»[17]. Sin embargo, hemos de avanzar
mucho en la lectura del libro, y llegar casi hasta el final, para enterarnos de que su
cuestión fundamental no se dirige a la obligatoriedad de los imperativos éticos —i. e., a la
forma misma del deber, justamente en cuanto deber—, sino al «qué» o contenido de
ellos —i. e., a la materia del deber— y a su determinación por lo real. «La cuestión de la
obligatoriedad moral y de su fundamentación, que en su mayor parte se encuentra
enlazada con la doctrina de la conciencia, está fuera del contexto de esta investigación.
La cuestión fundamental de este trabajo (…) se refiere a la derivación del qué de los
mandatos morales desde el conocimiento de la objetiva realidad del ser; en cambio,
aquella cuestión no va al qué de los imperativos morales, sino al hecho de que son
imperativos, a su obligatoriedad»[18].
Si comparamos la tesis de Pieper —sin desatender la restricción que acaba de
consignarse— con lo dicho hasta ahora, en la presente investigación, sobre el realismo de
la tesis según la cual nuestra específica naturaleza humana es el fundamento general e
inmediato de todos nuestros deberes, no podremos dejar de advertir una esencial
coincidencia: en ambos casos se trata de un realismo ético vinculado a la determinación
de la materia o contenido del deber. Ciertamente, Pieper se expresa en términos
máximamente generales al definir el bien como lo conforme con la realidad y al decir que
es ésta el fundamento de lo ético y que todo deber se fundamenta en el ser. En cambio,
lo hasta aquí dicho para justificar el calificativo de realista en su aplicación a la tesis de la
libre afirmación de nuestro ser no se refiere al ser en general, sino al nuestro
concretamente, ni apela a la realidad, sino en concreto a la «nuestra», para decir qué es
aquello con lo que ante todo es congruente nuestra conducta éticamente recta. La
diferencia no tendría mayor importancia y, consiguientemente, cabría pasarla por alto, si
no fuese porque ante la afirmación, hecha por Pieper, de que el bien (se sobreentiende, el
bien ético) es lo conforme con la realidad, nos podemos hacer preguntas tales como
éstas: ¿es el bien lo conforme con la realidad entera?, y si no, ¿con qué determinada
realidad, o tipo de realidad, es algo conforme el bien? A todo lo cual cabe añadir: ¿no se
reduce, o se identifica, a la verdad el bien cuando de éste se dice que es lo conforme con
la realidad?
Aunque Pieper no se hace explícitamente todas estas preguntas, hay, sin embargo, en
él datos bastantes para establecer las respuestas correspondientes, con las cuales coincide
nuestra tesis en un cierto sentido, si bien en otro discrepa, como a continuación vamos a
ver. Ante todo, por lo que se refiere a la cuestión de si el bien es lo conforme con la
realidad entera o con alguna determinada realidad, constituye a su modo una respuesta a
37
las siguientes observaciones: «La ley natural exige de la criatura dotada de espíritu, en
primer lugar, la afirmación, la ratificación, la salvaguardia, de la manera en que realmente
está ordenado el ser del mundo. Y, en segundo lugar y propiamente, significa que el
hombre debe someterse a la obligación del “llega a ser lo que eres”, un principio en el
que se expresa la inmanente dirección esencial de todo lo real»[19]. Aparece en estas
observaciones en segundo lugar, pero a la vez como lo que la ley natural propiamente
significa (zweitens und eigentlich), lo decisivo para la fijación de una determinada
realidad como aquella con la que el bien moral es congruente o conforme, siendo así el
fundamento real de las obligaciones humanas. En efecto, si por virtud de la ley natural
debe el hombre someterse a la obligatoriedad del principio «llega a ser el que eres», no
cabe poner en duda que la realidad con la que el recto comportamiento humano es
congruente o conforme consiste ante todo en la propia realidad de nuestro ser específico.
Mas entonces no puede tampoco ponerse en duda la fundamental coincidencia que en
este punto mantiene con la tesis de Pieper el realismo aquí esquematizado con la fórmula
de la «libre afirmación de nuestro ser».
Ahora bien, junto a esta evidente coincidencia hay una diferencia no menos clara y
decisiva. Mientras que en el realismo sustentado por Pieper son los imperativos éticos
conocimientos transformados por obra de la razón práctica en mandatos, el realismo de
la libre afirmación de nuestro ser atribuye a los imperativos éticos un carácter práctico ya
en su mismo origen, no como resultado de una transformación de algo que no posee de
suyo ese carácter. «El imperativo de la sindéresis sería imposible —dice Pieper— sin un
conocimiento que le anteceda; como todo mandato de la razón práctica, es conocimiento
transformado, pues “mandar significa aplicar un conocimiento al querer y al obrar”»[20].
Y también: «Lo peculiar y característico de la prudencia es, sin duda, el mandato
concreto dirigido al querer y al obrar, pero también este mandato es transformación de un
conocimiento precedente»[21].
¿Cómo podría convertirse un conocimiento en un mandato? ¿De qué forma sería
posible que un indicativo se transmutase en un imperativo? Sin duda, todo mandato de la
razón práctica presupone necesariamente un conocimiento, mas no consiste en una
transformación de ese conocimiento que él necesariamente presupone. Y si lo que se
trata de decir es que todo imperativo concreto tiene por fundamento un indicativo, se
habrá de reconocer la verdad de esta afirmación si con ella no se pretende sostener que
de un indicativo, o de varios, cabe inferir un imperativo sin contar con algún otro
imperativo a cuyo cargo corra la función de premisa mayor de la argumentación
correspondiente[22]. Lo cual, en definitiva, significa: ningún mandato es una
transformación, llevada a cabo por la razón práctica, de un conocimiento adquirido por la
razón especulativa, siendo, en cambio, posible la particularización o concreción de un
mandato por virtud de algún conocimiento. A la luz de estas consideraciones se entiende
cabalmente la afirmación, hecha arriba, según la cual el realismo de la libre afirmación de
nuestro ser atribuye a los imperativos éticos un carácter práctico ya en su mismo origen.
No se afirma con ello la imposibilidad de imperativos éticos inferibles o derivables, sino la
de inferirlos o derivarlos de meros indicativos o de las puras y simples realidades
38
enunciadas por éstos.
Así, pues, mantener, como aquí se hace, que los contenidos de nuestros deberes tienen
su fundamento general e inmediato en la realidad de nuestro ser natural no puede querer
decir que para conocer nuestros deberes hayamos de derivar sus contenidos, infiriéndolos
de esa realidad en la que de un modo general e inmediato se fundamentan. Conocemos
nuestros deberes más elementales —los señalados por los «preceptos primeros» de la ley
natural— de una manera enteramente pre-discursiva, es decir, sin hacer ningún especial
razonamiento en el cual la naturaleza específica del yo humano, que es fundamento
ontológico de todos nuestros deberes —también de los primordiales o más elementales—
se comporte a la vez como un fundamento lógico. De ningún modo es preciso, para tener
una inequívoca conciencia de esas obligaciones, el pensarlas como fundadas en nuestro
ser natural. O sea: no solamente no las derivamos de nuestro ser natural en calidad de
fundamento lógico de ellas, sino que tampoco hace falta, para poder conocerlas, que las
pensemos como ontológicamente fundamentadas en nuestro ser natural. Más aún: para
poder entenderlas de este modo se requiere tenerlas ya captadas sin referirlas todavía a
ningún fundamento ontológico (ni general, ni particular, ni inmediato ni mediato).
Cosa distinta acontece en la reflexión filosófica. Al ejercerla, van saliendo a la luz los
presupuestos reales de la experiencia moral, entre ellos la realidad de nuestro ser. En la
reflexión filosófica sobre la experiencia moral, la realidad de la específica naturaleza del
yo humano se nos pone de manifiesto como aquello con lo cual es conforme o
congruente nuestra conducta éticamente recta, y así se nos aparece en calidad de
fundamento ontológico del contenido de nuestros deberes. Y aunque la congruencia o
conformidad que con este fundamento mantiene nuestra conducta éticamente recta es,
sin duda, una adecuación, no la es, sin embargo, en el sentido en que es una adecuación
la verdad del conocimiento. En consecuencia, no cabe que lo adecuado
cognoscitivamente a la realidad de nuestro ser —a saber, un conocimiento verdadero de
lo que este ser es— llegue a convertirse en lo éticamente adecuado a esa misma realidad,
ni que se haga una medida o regla de ello. Por más que la razón especulativa y la razón
práctica no sean dos facultades, sino una y la misma en dos usos distintos, la
transformación o re-acuñación (Umprägung) del conocimiento en mandato, afirmada por
Pieper, no es posible si se la toma en su sentido literal, y si no se la toma de este modo
no sirve para enlazar, según lo pretende Pieper, el realismo en la esfera de la teoría del
conocimiento con el realismo en el ámbito de la filosofía moral.
e) Martin Rhonheimer, en uno de los libros de ética más sugerentes y rigurosos entre
los publicados en la segunda mitad de nuestra centuria (Natur als Grundlage der Moral,
Tyrolia Verlag, Innsbruck-Wien, 1987), admite la tesis de la naturaleza humana como
fundamento de la moral, coincidiendo en ello, muy genéricamente, con Pieper, de quien,
no obstante, discrepa de una manera inequívoca (así como de todo un sector de la
filosofía y teología moral del neotomismo) en lo concerniente al modo de exponer y
justificar la tesis. Así expresamente lo declara comentando el pasaje de Pieper, arriba
citado, donde se asigna al hombre el deber de someterse al principio «llega a ser lo que
39
eres». El comentario dice: «Lo que aquí me parece merecedor de crítica no es lo que
con ello quiere decirse —se entiende, sin duda, lo “pretendido” con tales frases—, sino la
manera de fundamentarlo y exponerlo»[23]. En otras ocasiones, sin embargo, es mucho
más severo el juicio sobre el realismo ético de Pieper. Por ejemplo, tras haber consignado
la repulsa de santo Tomás (De Veritate, q. 21, a. 5) a la identificación del bien moral y la
esencia, afirma: «El principio “todo deber se fundamenta en el ser” (recuérdese que es
éste el principio con el que Pieper abre su investigación sobre la realidad y el bien) es,
por tanto, problemático, si el ser queda equiparado a la essentia (…) Mientras la essentia
es para el ser del hombre algo necesario de una manera metafísicamente constitutiva, el
sector de los actos constituye, en cambio, el ámbito de la libertad, el cual trasciende lo
constitutivamente necesario. Mas el ser que es puesto libremente no es derivable de algo
constitutivo metafísicamente necesario, sino tan sólo fundamentable en él»[24].
Tal vez Rhonheimer va aquí demasiado lejos en su crítica a Pieper. Cuando éste
afirma que «todo deber se fundamenta en el ser» no está hablando de derivación, sino de
fundamentación. La cosa cambia cuando Pieper habla de los imperativos éticos como
conocimientos transformados. Aunque entonces no haga tampoco un uso explícito del
concepto de la derivación, la efectiva equivalencia entre este concepto y el de la
transformación es cosa clara en los dos pasajes que ya hemos aducido y comentado. La
única forma de que un mero indicativo se transmute en un imperativo es que de aquél se
derive, por inferencia, éste, y ya vimos que tal cosa es imposible sin contar con algún
otro imperativo dentro del razonamiento correspondiente. En el empeño por aproximar
entre sí las ideas de la verdad y del bien —un empeño puesto al servicio de la
fundamentación realista de la ética—, Pieper define el bien como lo conforme con la
realidad (das Gute ist das Wirklichkeitsgemässe), tras haber afirmado que la realidad es
el fundamento de lo ético[25]. Y más adelante añade: «Hay una tesis de Goethe, según la
cual “todas las leyes y reglas morales pueden reducirse a una: la verdad”. Mas la verdad
es la manifestación del ser. (…) Por consiguiente, quien admita la dirección que reduce lo
moral a la realidad y, siguiendo esa flecha indicadora, cala más hondo, yendo más allá de
la verdad o más bien, simplemente, penetrando a través de ella, llega necesariamente al
ser: todas las leyes y reglas morales pueden reducirse a la realidad»[26].
Para el realismo de la libre afirmación de nuestro ser la diferencia entre el bien y la
verdad es de tanto interés como su coincidencia. Pieper insiste en ésta y desatiende
aquélla. No están, por tanto, de sobra las puntualizaciones y objeciones que Rhonheimer
le hace, antes por el contrario, son sumamente útiles para poder perfilar con exactitud el
sentido de la fundamentación del deber en el ser. Porque es el caso que también
Rhonheimer admite esta fundamentación, lo cual pudiera tal vez quedar oscurecido por el
escaso aprecio que le merecen, para el análisis de la moralidad, las apelaciones a la
naturaleza humana entendida como «Wesensnatur» o essentia específica del hombre.
«En la medida en que es un ser éticamente activo, trasciende el hombre justamente por
su razón lo que es sólo “naturaleza”»[27]. La contraposición así establecida por
Rhonheimer entre la razón y la naturaleza es ciertamente lícita, incluso en el caso del
hombre, pero precisamente en el caso del hombre puede también hablarse de una
40
naturaleza racional, según lo hace, por ejemplo, santo Tomás cuando afirma: «in homine
est duplex natura, scilicet rationalis et sensitiva»[28], o bien cuando llega a decir que en
el entendimiento y la razón estriba principalmente la naturaleza humana, aunque ésta
puede también tomarse como contrapuesta a la razón[29].
El propio Rhonheimer tampoco deja de hacer uso del concepto de la naturaleza
humana en cuanto incluye la razón propia del hombre, es decir, no como contrapuesta a
la razón, sino justo como especificada por ella. Así, hablando sobre el sentido del obrar
humano y sobre cómo la reflexión acerca del acto de la razón práctica lo pone de
manifiesto, dice Rhonheimer: «De este modo se hacen patentes las exigencias éticas del
ser humano o de la naturaleza humana; con lo cual el ser humano o la naturaleza humana
están aquí en un contexto práctico, es decir, no simplemente como objeto de una razón
teóricamente cognoscitiva, sino como una experiencia, metafísica y antropológicamente
esclarecida, que de sí misma tiene la razón práctica; por tanto, un ser y una naturaleza
en cuyo concepto y contenido está ya presente e implícita la eficacia ordenadora y
valorativa de la razón práctica como “ratio naturalis”»[30]. Y afirmar unas exigencias
éticas del ser humano o de la naturaleza humana —incluyendo, ciertamente, en este ser o
naturaleza la eficacia ordenadora y valorativa de la humana «ratio naturalis»— es
concebir nuestro ser natural, en el sentido de nuestra específica —racional, por tanto—
naturaleza, como un fundamento de nuestros deberes; en definitiva, es mantener un
«realismo ético» según el sentido en que la fórmula está aquí tomada en su aplicación al
esquema de la rectitud moral de nuestro comportamiento como libre afirmación de
nuestro ser, o, en términos de Rhonheimer, como un cierto «vivir en consonancia
consigo mismo»[31].
Por lo demás, las atinadas objeciones de Rhonheimer[32] a la concepción ética del
atenimiento a lo real (Ethos der Sachlichkeit), propugnada, entre otros, por A. Auer, no
tienen aplicación al realismo ético de la libre afirmación de nuestro ser. Entre este
realismo y el del «Ethos der Sachlichkeit» hay tan sólo una mera coincidencia externa,
pura y simplemente nominal.
41
cuales, manteniéndolo asimismo en un contexto práctico, se habla del realismo,
precisamente en cuanto opuesto al idealismo, para referirse a conductas orientadas por
intereses de poca altura moral y corto empeño, aunque no degradantes o inconfesables.
En cualquier caso este segundo significado práctico del «realismo» está fundamentado en
el primero. Así cabe observarlo al reparar en el hecho de que la razón por virtud de la
cual se descalifica al «idealista» —sin dejar tal vez de admirarlo— es la idea de que los
fines perseguidos por él son totalmente quiméricos o al menos muy difícilmente
realizables.
Así, pues, sin violentar el lenguaje, cabe llevar a la ética el significado práctico del
vocablo «realismo» y hablar, por tanto, de una «ética realista», designando con esta
expresión una moral auténticamente practicable, no ilusoria o quimérica. Claro está que la
ética así calificada de realista no es una pura teoría, una reflexión filosófica, sobre un
conjunto de normas, sino precisamente una ética normativa. De esta ética, y únicamente
de ella, puede en verdad tener algún sentido el decir que en la acepción práctica es
realista, i. e., efectivamente practicable (si en efecto están dotadas de esta índole las
normas que ella propone). De una manera inmediata es cada una de esas mismas normas
lo calificable de realista en un sentido práctico, si bien conviene advertir cómo ninguna
norma —sin hacer excepción de las meramente técnicas— puede considerarse, hablando
con entera propiedad, como algo verdaderamente realizable, sino sólo como algo
practicable. La posibilidad de practicar una norma es la posibilidad de realizar algún acto
que se atenga o ajuste a ella, y, por tanto, no es ella, sino ese acto lo verdaderamente
realizable. Las normas mismas pueden tener la índole de verdaderamente practicables,
mas no por ser posible el auténtico cumplimiento de unos actos que las realicen, sino por
ser posible la realización de unos actos que auténticamente las cumplen.
Ahora bien, ¿no es, por su misma esencia, prácticamente realista toda ética normativa,
de tal modo, por tanto, que la expresión «ética normativa prácticamente realista» no
pasaría de ser una reiteración innecesaria de la practicidad de toda ética en la cual se
establecen normas? Cabría, en efecto, razonar así: mientras la ética teórica —o la
dimensión teórica de la ética— no puede ser realista en el sentido práctico, la ética
normativa —o la dimensión normativa de la ética— no puede no ser realista en ese
mismo sentido, porque las normas no verdaderamente practicables no son auténticas
normas. Frente a este razonamiento es imposible otro que anule su validez. ¿Cómo
podría demostrarse que se haya de tener por una norma lo que no puede cumplirse? Sin
embargo, también es cierto que lo verdaderamente impracticable puede ser tomado como
norma si no se advierte la imposibilidad de llevarlo a la práctica, y, en consecuencia, tiene
sentido hablar de una ética normativa (en su pretensión) y que no es, en verdad,
prácticamente realista, porque lo que ella manda no puede verdaderamente ser cumplido.
Hay, en principio, dos modos de que una norma sea verdaderamente impracticable. En
primer lugar, una norma resulta impracticable si es intrínsecamente contradictoria, y en
segundo lugar puede también darse el caso de que una norma carezca de la posibilidad de
ser cumplida, a pesar de no ser contradictoria de una manera intrínseca, y tal es
justamente el caso si la norma en cuestión no es compatible con alguna condición
42
indispensable para la realidad de nuestra libre conducta. A su vez, dentro de las normas
intrínsecamente contradictorias cabría distinguir las que presentan ese carácter de una
manera inmediata y las que sólo mediatamente lo poseen. Una norma intrínsecamente
contradictoria de una manera inmediata sería no sólo una norma verdaderamente
impracticable, sino también inmediatamente cognoscible como imposible de llevar a la
práctica, de tal manera que o bien la imposibilidad de cumplirla es conocida de una
manera inmediata, o bien no la podemos conocer de ningún otro modo. «Haz x y, a la
vez, no hagas x» constituye un imperativo intrínsecamente contradictorio de una manera
inmediata y, por tanto, un imperativo no sólo verdaderamente impracticable, sino
también cognoscible de una manera inmediata —y sólo de esta manera— como algo
imposible de cumplir.
La posibilidad de una norma intrínsecamente contradictoria de una manera inmediata
—nota bene: no la imposibilidad del concepto mismo de semejante norma— es
inmediatamente desechable. Mas no cabe afirmar lo mismo respecto de las normas
intrínsecamente contradictorias no inmediatamente cognoscibles en cuanto tales. Estas
normas pueden ser propuestas seriamente por quien carezca del conocimiento mediato de
su intrínseca contradictoriedad. (Así, pongamos por caso, puede ser formulado
seriamente el precepto de promover el bien común suprimiendo todas las formas de la
propiedad privada de los bienes de producción. Para la posibilidad de formular en serio
ese precepto es necesaria y suficiente la ignorancia de la intrínseca —aunque no
inmediata— contradictoriedad de un bien común logrado de esa manera).
Mucho menos, si cabe hablar así, debe extrañar la posibilidad de la formulación de una
norma no contradictoria (ni inmediata ni mediatamente) consigo misma pero
incompatible, en cambio, con algo verdaderamente indispensable para nuestra libre
conducta. El ejemplo tal vez más eminente lo suministra la ética de Kant, por cuanto en
ella se afirma como suprema ley ética la norma del deber por el deber, negando, por otra
parte, la posibilidad de la certeza del efectivo cumplimiento de esta norma. Veámoslo tal
como lo dice el propio Kant:
«En verdad, es absolutamente imposible discernir mediante la experiencia y con
certeza plena ni un solo caso en el cual la máxima de una acción conforme, por lo demás,
con el deber se haya basado únicamente en razones morales y en la representación de su
deber moral. Porque sin duda se da a veces el caso de que en la más rigurosa
introspección no encontramos nada que, fuera de la razón moral del deber, haya podido
ser lo bastante poderoso para mover a tal o cual buena acción o a un gran sacrificio, mas
de ello no cabe en modo alguno inferir con certeza que no haya sido realmente ningún
secreto impulso del amor de sí mismo, oculto bajo la mera ilusión de aquella idea, la
verdadera causa determinante de la voluntad»[33].
La hipótesis kantiana de la posibilidad de una acción inducida por un secreto impulso
del amor de sí mismo es cosa que a todas luces merece una especial y detenida
consideración, mas por ahora podemos aquí limitarnos a examinar esta hipótesis
exclusivamente desde el punto de vista de su repercusión sobre la tesis, asimismo
kantiana, de la suprema ley ética del cumplimiento del deber por el deber. Desde ese
43
punto de vista es menester decir que al negar la posibilidad de conocer por experiencia y
con cabal certidumbre si el motivo de nuestro cumplimiento del deber es el propio deber
y no alguna otra cosa, nos hace Kant imposible todo conocimiento plenamente seguro del
verdadero motivo de nuestro cumplimiento del deber. Porque sólo por una íntima
experiencia —la cual es el testimonio de nuestra misma conciencia— nos es dado tener
en cada ocasión un conocimiento cierto del motivo de nuestra libre forma de
comportarnos. Ahora bien, no cabe que nos comportemos libremente si estamos en la
ignorancia del motivo de nuestro comportamiento. La libertad de arbitrio implica el
conocimiento no sólo de lo que queremos libremente, sino también del porqué (vale
decir, del motivo) de que libremente lo queramos. (Un querer libre no es un querer
irracional, y es eso lo que sería en un sujeto ignorante del motivo o razón de su
conducta). Por consiguiente, la ley kantiana del cumplimiento del deber por el deber,
aunque no es intrínsecamente contradictoria ni de un modo inmediato ni en una forma
mediata, resulta, sin embargo, incompatible con una de las condiciones necesarias para la
realidad de nuestra libre conducta y, en virtud justamente de ello, es, en suma, una
norma verdaderamente impracticable.
Adviértase que lo que acaba de afirmarse no es la absoluta imposibilidad del
cumplimiento del deber por el deber, sino tan sólo la imposibilidad de cumplirlo en el
supuesto, mantenido por Kant y aquí excluido, de que no podamos conocer las
verdaderas razones de nuestra propia conducta cuando su conformidad con el deber nos
es patente (ni tampoco —por exigirlo la lógica de la argumentación de Kant— cuando
nos es patente la disconformidad de nuestra propia conducta con el deber al cual habría
de ajustarse). Dicho de otra manera: la ética de Kant no es una ética prácticamente
realista, sino utópica, verdaderamente impracticable, porque la ley del deber habría de ser
practicada sin saber si realmente se la está practicando. Es esta condición, y no la índole
propia de la ley a la cual se le impone, lo que hace que la ética de Kant no pueda ser
realista sensu practico. Mas como en definitiva esa condición procede de la filosofía
teórica de Kant, nos encontramos así con una ética a la cual debe atribuirse en su
dimensión práctica una inviabilidad resultante de un fundamento teórico. Lo cual pone de
manifiesto, junto a la necesidad de distinguir en toda ética filosófica una dimensión
teórica y otra práctica, también la necesidad de hacer compatibles entre sí ambas
dimensiones, articulando con ellas una totalidad intrínsecamente coherente.
La incompatibilidad de una norma ética con alguna de las condiciones necesarias de
nuestra libre conducta tiene siempre su origen en algún presupuesto teórico de la norma
en cuestión. El concepto de «presupuesto teórico de una norma ética» es imprescindible
para la cabal intelección de la ética prácticamente realista. En general, no sólo cuando se
trata de imperativos éticos, es presupuesto teórico de una norma todo lo explícita o
implícitamente aceptado en calidad de exigido por esa norma, ya en virtud de que por sí
misma ella lo exige, ya en razón de que se lo hace necesario su contexto teórico. En la
doctrina kantiana de la ley del deber por el deber es el contexto teórico de esta ley en el
pensamiento de Kant, y no ella en sí o por sí misma, lo que hace de la incapacidad del
hombre para conocer el verdadero motivo de su conducta uno de los efectivos
44
presupuestos teóricos de esta norma. Lo que ella en sí y por sí misma exige,
independientemente de su contexto en el pensamiento filosófico de Kant, es justamente
lo contrario: la posibilidad de que conozcamos con certeza si cuando cumplimos un deber
es su propio carácter de deber, y no alguna otra cosa, el verdadero motivo de nuestro
comportamiento. (Adviértase también cómo el presupuesto teórico así enunciado
concierne a la ley kantiana del cumplimiento del «deber por el deber» si ese por es
tomado tal como Kant lo toma: a saber, como «únicamente por». La cuestión de la
posibilidad o licitud, o incluso la de la necesidad, de tomar ese «por» de manera distinta
de la correspondiente a su uso en la doctrina de Kant quedará aquí en suspenso para
discutirla y resolverla en la Primera Parte de esta investigación).
Los presupuestos teóricos de una norma conciernen a ésta intrínsecamente —en virtud
del sentido que ella tiene en sí y por sí misma, no en razón de su especial contexto
teórico en un determinado sistema de pensamiento— si están implícitos en el propio
sentido de esa norma, es decir, si de ninguna manera puede ser ella entendida sin que de
ningún modo queden ellos sobreentendidos. Naturalmente, esto no quiere decir que dejan
de valer como presupuestos si se tornan explícitos, sino que sólo es necesaria para ellos,
en su relación a las normas que los suponen, la situación de esencialmente implícitos en
ellas, es decir, el valor de algo sin cuya aceptación las normas correspondientes dejarían
de tener sentido como normas. Pero tampoco se está afirmando con ello la necesidad de
su verdad, sino tan sólo la necesidad de su aceptación, para la posibilidad de su valor
como presupuestos teóricos de las respectivas normas.
Así se entiende cómo puede haber normas verdaderamente impracticables en razón de
su incompatibilidad con alguna de las condiciones necesarias de nuestra libre conducta.
Lo propia y directamente incompatible con alguna de tales condiciones no lo es ninguna
de esas normas, sino alguno de los correspondientes presupuestos teóricos. Las normas
mismas no pueden, en cuanto tales, ser, propiamente hablando, falsas ni verdaderas, sino
falsa o verdaderamente practicables; pero, en cambio, sus respectivos presupuestos
teóricos pueden ser falsos o verdaderos, y ciertamente son falsos si están en
contradicción con alguna de las condiciones necesarias de nuestra libre conducta.
Supongamos, por ejemplo, una norma ética por virtud de la cual constituyese un deber la
evitación de toda clase de pasiones, sin exceptuar las racionalmente dominadas, y
dejemos a un lado la cuestión de si semejante imperativo fue realmente propuesto por la
moral de la Stoa. La razón de la impracticabilidad de esta norma ética se encuentra en la
falsedad del prejuicio teórico según el cual sería viable para el hombre, en todas las
ocasiones en que ejerce la libertad de su albedrío, una absoluta carencia de todo género y
tipo de pasiones, sin excluir las racionalmente controlables. Esa cabal ἀπάθεια no es
compatible con una de las condiciones necesarias de nuestra libre conducta en hechos
tales como el del control o dominio de la indignación ocasionada por una grave injusticia.
Dominar esa indignación no es extinguirla, sino moderarla, y sabemos, por lo demás, que
el permanecer enteramente insensible ante una grave injusticia no es un comportamiento
moralmente laudable, sino una evidente prueba de corrupción moral o un inequívoco
indicio de estolidez, mas de tal forma que cuando se trata de corrupción moral la
45
«insensibilidad» ante la violación de la justicia no excluye toda pasión, sino que es obra
de alguna que ocasional o habitualmente se ha adueñado del ánimo de quien así se
comporta (no ha de olvidarse que también hay «pasiones frías»).
Es, en cambio, una clara prueba de realismo moral la que a su manera da Epicuro al
negar que todo dolor deba siempre evitarse, a pesar de ser un mal todo dolor: ἀλγηδὼν
πᾶσα κακόν, οὐ πᾶσα δὲ ἀεὶ φευκτὴ πεφυκυῖα[34]. No argumenta ni explica Epicuro este
pensamiento, limitándose a formularlo, por lo cual resultaría arriesgada cualquier glosa
que tuviese la pretensión de fijar su sentido de una manera más completa y precisa. Pero
en su mera literalidad lo dicho en el pasaje citado es suficiente para poder atribuirle, en lo
concerniente al dolor, una moral realista sensu practico, incluso en la hipótesis de una
justificación «utilitarista» de esta tesis de Epicuro. Porque es el caso que, en principio,
caben también, para una norma pretendidamente utilitaria, tanto la posibilidad de ser
utópica como la de ser prácticamente realista. Y el «presupuesto teórico» en virtud del
cual la ética de Epicuro no es utópica en lo concerniente al dolor estriba en cosas tales
como el reconocimiento de nuestra incapacidad para procurar la evitación del dolor que
nos produce, por ejemplo, la muerte de un ser querido o algún serio infortunio de alguien
a quien nos liga una entrañable amistad, etc., etc. Pues no es solamente que la pretensión
de evitar el dolor en esas o parecidas circunstancias merezca calificarse de despreciable o
innoble, sino que a radice es imposible en quien realmente ama.
Otros ejemplos igualmente claros podrían ser aducidos, pero los ya alegados
constituyen una suficiente indicación del sentido en que aquí se habla de la ética
filosófica prácticamente realista y de sus necesarios presupuestos de carácter teórico. Ad
impossibilia nemo tenetur y la posibilidad, a su vez, de una filosofía moral utópica se
debe a la inadvertencia de que sus bases teóricas son falsas.
La tesis de la necesidad, para toda ética filosófica prácticamente realista, de que sean
verdaderos sus presupuestos teóricos es, en resolución, una clara exigencia de
fundamentar el deber en el ser. Se trata, evidentemente, de una exigencia mediata por
cuanto pasa a través de la verdad de esos presupuestos teóricos, la cual, como cualquier
otra verdad, tiene en el ser su más hondo y propio fundamento. Ahora bien, no se trata
tan sólo de una exigencia mediata, sino, asimismo, parcial, en el sentido de que la
necesidad de fundamentar el deber en el ser no resulta exclusivamente de la imposibilidad
de una ética filosófica prácticamente realista cuyos presupuestos teóricos sean falsos.
Así, en la ética de la libre afirmación de nuestro ser no es el realismo práctico,
imprescindible, sin duda, para toda moral con pretensión de orientar el comportamiento
humano, la única razón por virtud de la cual nuestros deberes han de tener su
fundamento en el ser. Antes que en su dimensión práctica el concepto del realismo ha
sido aquí aplicado en su dimensión teórica a la ética de la libre afirmación de nuestro ser,
porque en esta moral el contenido de nuestros deberes tiene su fundamento general e
46
inmediato en la realidad de lo que somos de una manera específica. La primera
caracterización que aquí se ha hecho de la idea de la ética realista pudo llevarse a cabo
sin ninguna alusión a la posibilidad del cumplimiento de las normas morales ni a los
requisitos necesarios para que sean practicables estas normas: «Llamo “realista” —así
habrá podido leerse en el § 1 del Capítulo II— a la ética donde la realidad de lo que
somos (es decir, lo que somos independientemente de lo que queramos ser, o hacer, o tal
vez tener) sirve de fundamento general e inmediato del contenido de nuestros deberes».
La razón por virtud de la cual el contenido de nuestros deberes tiene su fundamento
general e inmediato en nuestra naturaleza es la misma por la que la ética de la libre
afirmación de nuestro ser se justifica en su totalidad. Recordemos cómo la
argumentación alegada en el apartado a) del § 2 del Capítulo I aplicaba al hombre en
tanto que hombre estos dos principios: 1º, no cabe que para un ser sea auténticamente
bueno aquello que no conviene a lo que específicamente es ese ser; 2º, tampoco cabe
que lo conveniente a lo que específicamente es un ser no sea, en verdad, bueno para él.
De la aplicación de ambos principios al hombre en tanto que hombre resultaba esta doble
conclusión: 1ª, no cabe que para el yo humano sea auténticamente bueno lo disconforme
con su peculiar naturaleza; 2ª, tampoco cabe que lo conforme con la peculiar naturaleza
del yo humano no sea, en verdad, bueno para él. Y finalmente, para completar el
argumento, se alegaba que la bondad moral es la específica de los actos humanos en
cuanto humanos. De todo ello no puede dejar de inferirse la necesidad de una
conformidad o concordancia del contenido de nuestros deberes con el ser natural del
hombre en tanto que hombre, pues no cabe que los deberes no compartan la condición
genérica de lo éticamente bueno. Ahora bien, tomado el razonamiento en su conjunto se
echa de ver que lo demostrado por él no concierne a la forma de nuestros deberes, sino a
su contenido. De éste, y no de aquélla, se ha probado que tiene su fundamento general e
inmediato en la realidad de nuestra específica naturaleza.
El hecho de que la ética de la libre afirmación de nuestro ser merezca el calificativo de
realista por virtud de su explicación del fundamento general e inmediato del contenido de
nuestros deberes no demuestra que esta misma ética filosófica sea también realista en lo
concerniente a la fundamentación de la forma propia del deber. Para lo segundo ha de
probarse que la peculiar necesidad absoluta, sin la cual no serían deberes los deberes,
tiene su fundamento en el Ser Absoluto, pues no es posible otro modo de que por su
forma, no por su contenido, los deberes se basen en el ser.
Así, pues, una parte de la presente investigación habrá de ocuparse del fundamento del
carácter absoluto del deber no en cuanto nuestro, sino en cuanto deber, es decir, como
una específica necesidad solamente posible en tanto que articulada con una peculiar
libertad. Y otra parte habrá de estar dedicada al fundamento del contenido de nuestros
deberes, entendiendo por este fundamento el general e inmediato. Lo cual, lejos de
excluir, implica, por el contrario, otros fundamentos en la misma línea del contenido, a
saber, por un lado, el general, pero no inmediato, sino último, y, por otro lado, el
inmediato, pero no general, sino particular, o sea, el de los deberes no comunes (o, lo que
es igual, comunes sólo de una manera hipotética, según la terminología introducida en el
47
apartado a) del parágrafo 3).
La distinción entre el contenido o la materia del deber y la forma de éste hace posible
para la ética aquí propuesta en calidad de positiva auto-referencia práctica del yo humano
el considerar nuestros deberes, en un aspecto, como esencialmente relativos, y en otro
aspecto, como incondicionados o absolutos. Con ello no se contradice en modo alguno la
índole absoluta del deber. Vincularla a la forma, no a la materia de éste, es, digámoslo
así, protegerla y asegurarla frente a posibles interpretaciones erróneas y
contraproducentes para ella, tal como acontece, por ejemplo, cuando la índole absoluta
del deber es impugnada en razón de la imposibilidad de que en determinados casos sea
un deber lo que sin duda lo es en otros casos.
Por tanto, y habida cuenta del carácter radicalmente imperativo de las exigencias
deontológicas, la parte dedicada en esta investigación al fundamento del contenido de
nuestros deberes quedará centrada en el análisis de la relatividad de la materia del
imperativo moral, siendo, en cambio, la índole absoluta que éste posee por su forma el
eje en torno al cual habrá de girar la consideración del fundamento de la forma misma del
deber. Ambas partes responden a una misma finalidad: hacer patente el realismo, a la vez
teórico y práctico, de la ética filosófica esquematizada por la idea de la libre afirmación
de nuestro ser. De ahí la necesidad de anteponer a las dos partes indicadas otra cuyo
tema lo constituyan justamente las condiciones de la posibilidad de la moral realista. En
lo tocante al orden que entre sí han de guardar las otras partes, la dedicada a la forma del
imperativo moral ha de preceder a la ocupada con la materia de éste. Así, en efecto, lo
pide la implicación de la idea de la obligatoriedad en el concepto de lo obligatorio, porque
es ésta una implicación por virtud de la cual pertenece a la forma misma del deber una
evidente prioridad respecto de todos y cada uno de los correspondientes contenidos.
De esta suerte, la presente investigación queda articulada, en definitiva, como sigue:
Primera parte: Las condiciones de la posibilidad de la moral realista;
Segunda Parte: El imperativo moral como exigencia absoluta por su forma;
Tercera Parte: La relatividad de la materia del imperativo moral.
La totalidad de la ética filosófica se muestra así referida a la cuestión del deber y, al
menos en apariencia, sólo a ella. Lo cual, evidentemente, sería una inadmisible reducción
del ámbito propio de la filosofía moral si en verdad hiciera imposible encuadrar en el
tratamiento del deber otros asuntos de relevancia ética tan clara como los habitualmente
debatidos a propósito del concepto de la virtud moral o bien los planteados por la idea de
lo moralmente permitido, así como los concernientes al influjo de las pasiones en la
conducta moralmente calificable y los relativos a la tendencia humana a la felicidad en
cuanto último fin de nuestras libres acciones y omisiones. Pero, por una parte, algunos de
estos asuntos, sobre todo los más directamente relacionados con la tendencia humana a
la felicidad, habrán de ser discutidos al efectuar, en la Primera Parte, el examen de las
condiciones de la posibilidad de la ética realista. Justamente una ética donde de veras se
haya tomado en serio la pretensión del realismo sensu practico no podrá dejar de
plantearse, por muy concentrada que pueda estar en la idea del deber, la cuestión de la
natural inclinación del ser humano a la felicidad, sin atender a la cual toda teoría del
48
deber es necesariamente incompleta y utópica. Y otro tanto acontece con el problema
moral de las pasiones como coeficientes reales de nuestro efectivo modo de
comportarnos.
Por lo demás, en lo que atañe a lo moralmente permitido y a la virtud moral,
fácilmente resulta perceptible la conexión de ambos con el deber. Lo moralmente
permitido, aunque no cabe que parezca ajeno a lo moral, pudiera a primera vista, sin
embargo, parecernos ajeno a toda clase de obligaciones morales, por no estar prohibido
ni tampoco mandado. Pero una consideración más atenta nos hace ver cómo la noción
de lo moralmente permitido incluye la idea del cumplimiento de un deber: el de
abstenerse de lo moralmente prohibido. No se ajusta, al menos directamente, al fac
bonum, pero sí al vita malum. Y, por su parte, la virtud moral, bien lejos de ser ajena a
los deberes u obligaciones morales, guarda una estrecha relación con ellos, pues no es, en
resolución, sino el hábito gracias al cual se los cumple de una manera perfecta. Las
recientes tendencias de algunos cultivadores de la filosofía moral, subrayando en ésta la
función y la relevancia del concepto de la virtud y deprimiendo, o incluso negando, el del
deber, no constituyen precisamente una auténtica muestra de realismo ético y ciertamente
sólo cabe comprenderlas si se pasa por alto la esencial solidaridad de las nociones del
deber y de la virtud[35].
[11] Neuf leçons sur les notions premières de la philosophie morale (Chez Pierre Téqui, Paris, 1952).
[12] «Dans la grande tradition classique qui s'est développée depuis Socrate, la philosophie morale peut être
caracterisée comme une éthique cosmique-réaliste. Nous disons éthique cosmique, c'est-à-dire fondée sur une
vue de la situation de l'homme dans le monde; nous disons éthique réaliste, c'est-à-dire fondée sur des réalités
extramentales qui sont l'objet d'une métaphysique et d'une philosophie de la nature», Op. cit., p. 1.
[13] «Dans cette perspective éthique, le bien moral est fondée dans la réalité extramentale: Dieu, la nature des
choses, et spécialement la nature humaine, la loi naturelle», Op. cit., p. 2.
[14] «(…) la loi naturelle immanente à l'être des choses», Op. cit., p. 2.
[15] Die Wirklichkeit und das Gute (6ª ed., Kösel Verlag, München, 1956).
[16] «Die idealistische Ethik des letzten Jahrhunderts hat weithin die Wirklichkeitsbestimmheit des Sittlichen
vergessen und geleugnet. Es liegt aber eine aufschlussreiche Bestätigung des “ethischen Realismus” darin, dass,
von ganz anderem Ausgang her, die moderne Menschenkunde, beeinflusst vor allem durch die Befunde der
Psychiatrie, mit grossen Nachdruck die “Sachlichkeit” für eine der wichtigsten Vorbedingungen seelischer
Gesundheit erklärt», Op. cit., p. 87.
[17] «Alles Sollen gründet im Sein. Die Wirklichkeit ist das Fundament des Ethischen. Das Gute ist das
Wirklichkeitsgemässe», Op. cit., p. 11.
[18] «Die Frage der sittlichen Verpflichtung und ihre Begründung, die meist mit der Lehre vom Gewissen sich
verknüpft findet, liegt ausserhalb des Zusammenhanges dieser Untersuchung. Die Grundfrage dieser Arbeit (…)
richtet sich auf die Herleitung des Was der sittlichen Gebote aus der Erkenntnis der objektiven Seinswirklichkeit;
jene Frage aber geht nicht auf das Was, sondern auf das Dass, auf die Verbindlichkeit der sittlichen Imperative»,
Op. cit., p. 79.
[19] «Das natürliche Gesetz fordert von der geistbegabten Kreatur, zum ersten, die Beziehung, die
nachvollziehende Neusetzung, die Wahrung der wesenswirklichen Ordnung der Welt. Und zweitens und
eigentlich: es bedeutet, dass der Mensch sich selbst unter die Verpflichtung des “Werde, was du bist” begeben
soll, jenes Satzes, in dem die innewohnende Wesensrichtung alles Wirklichen sich ausspricht», Op. cit., pp. 70-
71.
49
[20] «Der Imperativ des Ur-gewissens wäre ohne eine vorausgegangene Erkenntnis nicht möglich; er ist, wie
jeder Befehl der praktischen Vernunft, umgeprägte Erkenntnis; “befehlen nämlich heisst: eine Erkenntnis
anwenden auf das Wollen und Wirken”», Op. cit., p. 65. Hay seguidamente una nota que remite a santo Tomás:
«(…) praecipere, quod est applicare cognitionem habitam ad appetendum et operandum», Sum. Theol., II-II, q.
47, a. 16.
[21] «Das Eigentliche und Charakteristische der Klugheit ist zwar der konkrete, auf das Wollen und Wirken
gerichtete Befehl; aber: auch dieser Befehl ist Umprägung vorausliegender Erkenntnis», Op. cit., p. 76.
[22] El principio bonum est faciendum et prosequendum, et malum vitandum no es ningún imperativo concreto,
sino el más abstracto o general de todos los imperativos.
[23] «Was mir hier kritikwürdig erscheint, ist nicht, was hier gesagt werden will —man versteht ja, was mit
solchen Sätzen “gemeint” ist— sondern die Art der Begründung und Darlegung», Op. cit., p. 39, nota 11 a pie de
página.
[24] «Der Satz “alles Sollen gründet im Sein” wird deshalb dann problematisch, wenn das Sein mit der essentia
gleichgesetzt wird (…) Während die essentia ein für das Menschsein metaphysisch-konstitutiv Notwendiges ist,
bildet der Bereich der Akte den über das konstitutiv-Notwendige hinausreichende Bezirk der Freiheit. Das in
Freiheit gesetzt Sein ist jedoch aus einem metaphysisch-notwendingen Konstitutivum nicht ableitbar, sondern nur
in ihm begründbar», Op. cit., p. 42.
[25] Die Wirklichkeit und das Gute, ed. cit., en el texto, ya consignado arriba, de la página 11.
[26] «Es gibt einen goetheschen Satz “alle Gesetze und Sittenregeln lassen sich auf eine zurückführen: auf die
Wahrheit”. Wahrheit aber ist das Enthülltsein der Wirklichkeit. (…) Wer also jene Richtung der Rückführung des
Sittlichen auf die Wahrheit aufnimmt und, ihrem Pfeil folgend, tiefer dringt, über die Wahrheit hinaus oder
vielmehr durch sie hindurch, der kommt notwendig zum Sein: Alle Gesetze und Sittenlehre lassen sich
zurückführen auf die Wirklichkeit», Die Wirklichkeit und das Gute, ed. cit., pp. 13-14.
[27] «Der Mensch, insofern er ein sittlich handelndes Wesen ist, transzendiert gerade durch Vernunft das, was
nur “Natur” ist», Natur als Grundlage der Moral, ed. cit., p. 39.
[28] Sum. Theol., I-II, q. 71, a. 2, ad 3.
[29] «Natura autem in homine dupliciter sumi potest. Uno modo prout intellectus et ratio est potissime hominis
natura, quia secundum eam homo in specie constituitur. (…) Alio modo potest sumi natura in homine secundum
quod condividitur rationi», Sum. Theol., I-II, q. 31, a. 7.
[30] «Es offenbaren sich damit die sittlichen Ansprüche des menschlichen Seins oder der menschlichen Natur;
wobei hier das menschliche Sein oder die Natur in einem praktischen Kontext stehen: Das heisst nicht einfach als
Gegenstand einer theoretisch erkennenden Vernunft, sondern als eine metaphysisch und anthropologisch geklärte
Selbsterfahrung der praktischen Vernunft; ein Sein und eine Natur also, in deren Begriff und Gehalt bereits die
ordnende und wertende Wirksamkeit der praktischen Vernunft als “ratio naturalis” präsent und impliziert ist»,
Natur als Grundlage der Moral, ed. cit., pp. 376-377; el subrayado está en el original.
[31] «(…) mit sich selbst im Einklang zu leben», Op. cit., p. 377 circa medium.
[32] Op. cit., especialmente pp. 157-158.
[33] «In der Tat ist es schlechterdings unmöglich, durch Erfahrung einen einzigen Fall mit völliger Gewissheit
auszumachen, da die Maxime einer sonst pflichtmässigen Handlung lediglich auf moralischen Gründen und auf
der Vorstellung seiner Pflicht beruht habe. Denn es ist zwar bisweilen der Fall, dass wir bei der schärfsten
Selbstprüfung gar nichts antreffen, was ausser dem moralischen Gründe der Pflicht mächtig genug hätte sein
können, was zu dieser oder jener guten Handlung und so grosser Aufopferung zu bewegen; es kann aber daraus
gar nicht mit Sicherheit geschlossen werden, dass wirklich gar kein geheimer Antrieb der Selbstliebe unter der
blossen Vorspiegelung jener Idee die eigentliche bestimmende Ursache des Willens gewesen sei», Grundlegund zur
Metaphysik der Sitten, II Abschnitt, Ak IV, p. 407.
[34] Diógenes Laercio, Lib. X, 129.
[35] En el último capítulo de este libro quedarán expuestas más detenidamente las razones que hacen patente la
artificiosidad, cuando no el básico error, de las teorías (muy en boga algunas de ellas en el presente momento)
donde se contrapone a las «éticas del deber» las «éticas de la virtud» (o, respectivamente, las de la primera y la
tercera persona).
50
51
PRIMERA PARTE
LAS CONDICIONES DE LA POSIBILIDAD DE LA
MORAL REALISTA
52
La moral realista es una moral filosófica, y en virtud simplemente de ello, es decir, ya
en razón de su carácter filosófico, no por tenerlo según el modo propio del realismo, ha
de someterse a una primera condición sin la cual la más radical de sus posibilidades
carecería de todo fundamento. Esta primordial «condición de la posibilidad» de la moral
realista es su necesaria conexión con el peculiar hecho humano de la experiencia moral,
entendiendo por tal experiencia, esencialmente, el conocimiento moral espontáneo y
directo o, dicho de otra manera, la ética pre-filosófica, pura y simplemente natural. Del
examen de esta condición se ocupará el capítulo titulado «Experiencia moral y ética
filosófica».
Considerada, en cambio, no genéricamente en tanto que filosófica, sino según su
propia índole específica, la moral realista está sujeta a dos tipos de condiciones de
posibilidad, en función, respectivamente, del aspecto teórico y de la faceta práctica de la
idea del realismo en su aplicación al ámbito de la ética. En primer lugar, y
correspondiendo al aspecto teórico, son condiciones de la posibilidad de la moral realista
la naturaleza y la libertad del ser humano como exigencias, mutuamente
complementarias, de la libre afirmación de nuestro ser. Si no tuviésemos como nuestro
un cierto ser independiente de todas las determinaciones adquiridas en el uso de nuestra
propia libertad de albedrío, es decir, si en cuanto seres que eligen no tuviésemos, en
verdad, ninguna naturaleza, resultaría inviable la ética de la libre afirmación de nuestro
ser en el sentido según el cual hemos venido hablando de ella en las páginas precedentes.
Porque esa ética es precisamente la que entiende la rectitud moral de nuestro
comportamiento como la conformidad o concordancia de éste con nuestro ser natural.
(Tal como ya se advirtió en la Introducción —especialmente en el Capítulo II, § 1, a)—
la voz «nuestro» está aquí siempre tomada en el sentido de lo específicamente pertinente
a todo yo que es humano). Pero, por otro lado, se haría también imposible el realismo
teórico de la moral de la libre afirmación de nuestro ser si no se contase con la tesis,
filosóficamente comprobada, de la realidad efectiva (no, por tanto, de la sola posibilidad,
meramente pensada como en sí misma no contradictoria) del libre albedrío del hombre.
El capítulo «Naturaleza y libertad del ser humano» se hará cargo de ambas exigencias,
mutuamente complementarias, de la libre afirmación de nuestro ser y que por tanto son,
en cuanto tales, condiciones de posibilidad de la moral realista en su aspecto teórico.
Finalmente, por cuanto atañe a la vertiente práctica de la idea del realismo en su
aplicación al ámbito de la ética, los más fundamentales requisitos de la posibilidad de
53
llevar a la práctica las normas de una moral filosóficamente establecida son los
constituidos por los presupuestos teóricos de la compatibilidad de esas normas con las
condiciones necesarias de nuestra libre conducta. Como ya se observó en la Introducción
(Capítulo II, § 2), una norma resulta impracticable si en sí misma es contradictoria
(abierta u ocultamente), o si entre ella y alguna de las condiciones necesarias de nuestra
libre conducta se da una incompatibilidad, cuyo origen ha de buscarse en alguno de los
presupuestos teóricos de esa misma norma. Dentro de la fundamentación de una ética
filosóficamente establecida son sin duda esos presupuestos los que plantean las
cuestiones de mayor relevancia. Así, pues, en el último capítulo de esta Primera Parte, el
cual lleva por título el de «Adecuación a las condiciones necesarias de nuestra libre
conducta», nos limitaremos a estudiar esos requisitos teóricos de la posibilidad de llevar a
la práctica la ética de la libre afirmación de nuestro ser.
54
III. Experiencia moral y ética filosófica
§ 1. P lanteamiento de la cuestión
a) Todo pensar filosófico es una operación mental refleja, de segundo nivel, no por
tener como su asunto o tema, en todas las ocasiones, a otra operación también mental,
sino por ser imposible sin el previo ejercicio de alguna actividad cognoscitiva de carácter
no filosófico y, por ello, pre-reflexiva o espontánea. Cabe, sin duda, la posibilidad de que
un pensamiento filosófico se refiera a otro pensamiento de su misma índole o nivel, y
ello, lejos de ser extraño o infrecuente en el mundo efectivo de los hechos, es, por el
contrario, una habitual realidad, pero siempre contando, ya en el propio punto de partida,
con alguna intelección no filosófica y, justo en este sentido, pre-reflexiva, o lo que es
igual, formalmente inmediata. (La «inmediatez» formal de esa intelección no es otra cosa
que su radical espontaneidad, su carácter de esencialmente previa a toda investigación
metódica y sistemática de últimos fundamentos o razones de ser).
La moral filosófica no puede estar sustraída a este esencial requisito. Es,
necesariamente, una moral refleja o de segundo nivel: vale decir, presupone, por ser
moral filosófica, algún conocimiento ético espontáneo, pre-reflexivo (formalmente
inmediato en la acepción ya indicada). Ahora bien, para establecer con exactitud el
alcance de esta afirmación son necesarias las siguientes observaciones:
1ª. Mantener que la ética filosófica presupone un conocimiento ético espontáneo no
equivale a decir que hayan de darse, como condiciones de posibilidad, tantas
intelecciones de carácter no filosófico cuantas sean los conceptos integrados en esa ética.
En general, no solamente cuando se refiere a los asuntos morales, tiene el pensamiento
filosófico la capacidad de introducir conceptos —y, por su mediación, juicios y
raciocinios— para los que no hay ningún lugar en la actitud mental prefilosófica. Algo
esencialmente semejante acontece asimismo en todas las demás formas del saber, las
cuales, teniendo también su propio punto de partida en conocimientos precientíficos,
llegan a elaborar y establecer nociones nunca presentes en ellos, pero indispensables o
útiles para poder ordenarlos y explicarlos. (Así, por ejemplo, la noción de los «fotones» o
«cuantos de luz», introducida con la finalidad de dar cuenta de determinados fenómenos,
no aparece, ni siquiera lejanamente, en ninguno de los conocimientos precientíficos sin
55
los cuales sería imposible que llegara a constituirse la física de la luz).
2ª. Las nociones sobreañadidas por la moral filosófica al conocimiento ético
espontáneo se obtienen en todos los casos por obra de razonamientos ejercidos sobre una
doble base: por un lado, los principios morales primordiales, ya presentes en el
conocimiento ético espontáneo, y, por otro lado, los datos o materiales, de índole general,
que la experiencia de la conducta humana suministra. (Quede aquí meramente
consignada esta observación, cuyo análisis y desarrollo irá llevándose a cabo a lo largo
del presente capítulo, así como también en el examen de diversas cuestiones
especialmente tratadas en la Tercera Parte de esta obra).
3ª. No todo cuanto realmente pertenece al nivel moral prefilosófico ha de ser
verdadero, ni de carácter propiamente intelectivo o, al menos, cognoscitivo en la más
ancha acepción (i. e., representativo, no solamente de lo verdadero, tanto si es captado
como tal, cuanto si así no es captado, sino también de lo falso, incluso cuando ignoramos
que lo es). Además de registrar la diferencia entre el nivel espontáneo o prefilosófico de
la moral, por un lado, y, por otro lado, la ética filosófica, es menester asimismo distinguir,
dentro de aquél, una dimensión de carácter formalmente cognoscitivo y otra que no tiene
este carácter. En el nivel moral prefilosófico hay, efectivamente, cosas tales como
sentimientos, inclinaciones, voliciones, etc. Evidentemente, tales cosas no son
representaciones de carácter intelectivo ni de ninguna otra índole, pero en nuestro
comportamiento moralmente calificado de una manera espontánea quedan ya
intelectivamente aprehendidas, no de un modo analítico, pero sí suficiente para constituir
el punto de partida de desarrollos y esclarecimientos ulteriores. No, pues, esas mismas
cosas, sino las intelecciones prefilosóficas de ellas, entran a formar parte del
conocimiento ético espontáneo, en el cual hay, además, otras intelecciones igualmente
prefilosóficas, pero no de carácter descriptivo (meramente teórico en el etimológico
sentido según el cual es también teoría la visión sensorial), sino de índole precisamente
normativa.
El objetivo común de estas observaciones es hacer cuanto antes ostensible la
complejidad de lo que aquí se entiende por conocimiento ético espontáneo.
Naturalmente, por ahora sólo se trata de poco más que de una simple mostración o
enumeración de las clases de factores que lo integran. La justificación de cada una de
ellas como efectivamente integradas en el conocimiento ético espontáneo se hará de un
modo pormenorizado en el segundo parágrafo de este mismo capítulo.
56
concreto. Así, en el Diccionario de la lengua española de la Real Academia la
experiencia es definida como «caudal de conocimientos especialmente de índole práctica,
que uno adquiere en la vida diaria o en el ejercicio de alguna ocupación». De esta suerte,
la índole especialmente práctica de los conocimientos propios de la experiencia está
explícita y literalmente recogida en la definición, y aunque el carácter concreto de esos
mismos conocimientos no aparece en ésta de ese modo, la referencia a su adquisición en
la vida diaria y en el ejercicio de alguna ocupación apuntan bien claramente a él.
Puede, por tanto, considerarse útil y oportuno el uso de la expresión «experiencia
moral» para significar con ella principalmente el conocimiento ético espontáneo o
prefilosófico, en el cual se encuentra la primera y más radical de las condiciones
gnoseológicas del pensamiento filosófico ocupado con las cuestiones morales. Y no son
mejores otras fórmulas a las cuales puede atribuirse, de una manera más o menos
aproximada, la índole de sinónimos de «experiencia moral». La expresión «ética
natural», aun entendida como natural pura y simplemente, puede emplearse para
designar no sólo el conocimiento ético espontáneo, sino asimismo la ética filosófica, por
cuanto en ambos casos la significación de «natural» está contradistinguida de la
correspondiente a «sobrenatural» (tomado este adjetivo en el sentido en que a sí misma
se lo aplica la teología cristiana en su vertiente ética).
La fórmula «moralidad vulgar» (vulgar morality), usada por F. H. Bradley[36], viene
a significar esencialmente lo mismo que «experiencia moral» como conocimiento ético
prefilosófico, por estar dado en la mente del hombre ordinario[37]. Sin embargo, la
fórmula tiene dos inconvenientes que, aunque no han de sobreestimarse, tampoco se han
de pasar por alto: en primer lugar, se presta a ser tomada en el sentido de una moralidad
solamente efectiva u operativa en el hombre ordinario, como si éste tuviese el monopolio
de ella; y, en segundo lugar, aunque no por sí sola, sino por su contexto, está lastrada con
la ingenua suposición de hallarse libre de toda clase de adulteraciones, cual si éstas fuesen
un desdichado monopolio de la refinada mentalidad filosófica[38]. El «romanticismo» de
esta creencia de Bradley en la «integridad» de la moral vulgar, frente a las adulteraciones
o corrupciones de la moral de los filósofos, no puede dejar de traer a la memoria la fe de
Rousseau en la natural bondad de los niños y los salvajes. Un claro precedente, en la
literatura moral anglosajona, del optimismo de Bradley respecto de la moral vulgar, así
como de su pesimismo o escepticismo respecto de la moral filosófica, lo constituye la
actitud de Hume, elocuentemente resumida en la Enciclopedia Británica con estas
afirmaciones: «Escribe aquí —se refiere al Enquiry Concerning the Principles of
Morals— como un hombre que tiene las mismas obligaciones que sus semejantes. La
tradicional opinión de que fue un escarnecedor insolidario es sumamente injusta: no fue
escéptico de la moral, sino de muchos de quienes teorizan sobre ella»[39].
Más atinada es la fórmula usada por Maritain para referirse a la cantera de donde
extrae la ley moral el filósofo: «la experiencia moral de la Humanidad», una experiencia
de la que el hombre ordinario participa sin impedir que el filósofo se beneficie de ella.
Inmediatamente antes del pasaje donde aparece la fórmula «experiencia moral de la
Humanidad», usa Maritain la expresión, esencialmente equivalente, de «experiencia
57
moral común», y no deja de ser curioso que la considera como la «experiencia moral del
hombre que no es filósofo», si bien el contexto desautoriza la interpretación restrictiva y
permite darle a esta fórmula un sentido según el cual se trata de una experiencia moral
para cuya posesión el ser filósofo no es, en manera alguna, necesario (inversamente a lo
que vimos en Bradley, donde el no ser filósofo es, o al menos parece, necesario para
evitar las adulteraciones teóricas de la moralidad).
Hablando de la filosofía moral dice, en efecto, Maritain: «presupone el conocimiento
natural incluido en la experiencia común, en la experiencia moral del hombre que no es
filósofo y sobre cuyos juicios y percepciones la filosofía moral lleva su mirada para
justificarlos y esclarecerlos críticamente»[40]. Y a continuación afirma: «En la moral
kantiana se tiene la impresión de haber recibido el filósofo una especie de revelación de la
razón pura. Él es su mensajero, quien anuncia la ley. Mas no es realmente así. La ley no
está hecha por el filósofo, ni a éste le es revelada por la Naturaleza o por la Razón. El
filósofo descubre la ley en la experiencia moral de la Humanidad; la extrae, no la hace;
no es un legislador. No anuncia la ley, sino que reflexiona sobre ella y la explica»[41].
No es, sin embargo, correcta la interpretación que de la doctrina moral kantiana hace
Maritain al sostener que en ella «se tiene la impresión de haber recibido el filósofo una
especie de revelación de la razón pura». Tal «impresión» es extremadamente subjetiva.
Además de no poder justificarse con ninguna de las afirmaciones explícitas de Kant ni
con nada implícito en ellas, resulta abiertamente incompatible con las apelaciones al
«conocimiento común» (gemeine Erkenntnis), la «razón humana común» (gemeine
Menschenvernunft) y el «uso común de nuestra razón práctica» (gemein Gebrauch
unserer praktischen Vernunft) como punto de partida y piedra de toque utilizados por
Kant para su propia ética filosófica. Aquí la cuestión no importa en función de intereses
meramente polémicos o por hacer, digámoslo así, «justicia histórica» a la doctrina
kantiana, sino porque atañe a la determinación de la idea de la experiencia moral y del
conocimiento ético espontáneo. Veamos con este fin algunas muestras del pensamiento
de Kant.
Ya el propio método seguido en la Fundamentación de la metafísica de las
costumbres es caracterizado por Kant, primero, como un ascenso desde el conocimiento
común hasta el principio supremo de éste y después como un descenso desde ese
principio al conocimiento común, donde se encuentra su uso. «En este escrito mi método
responde a mi convicción de que el más idóneo es el consistente en seguir el camino que
va analíticamente desde el conocimiento común hasta la determinación de su principio
supremo y, a su vez, regreso sintéticamente desde la comprobación de este principio y de
sus fuentes hasta el conocimiento común, en el cual su uso se encuentra»[42]. La
cuestión de si en la manera de aplicar este método ha procedido Kant sin ningún fallo (en
el conjunto o en los pormenores) no es cosa de este lugar, donde se trata sólo de dejar
constancia de la explícita preocupación de Kant por vincular su ética filosófica al
«conocimiento común».
Esa misma vinculación reaparece con toda claridad en otros textos, por ejemplo en el
siguiente: «Con esto —se refiere al principio de la necesidad de obedecer la ley pura y
58
simplemente por ser ley— concuerda también de manera perfecta la razón humana
común en sus juicios prácticos, la cual tiene siempre a la vista ese principio»[43]. No son
pocas las muestras que cabría añadir a las ya consignadas, pero bastará considerar
finalmente ésta: «Así, pues, en el conocimiento moral de la razón humana común hemos
llegado a su principio, el cual, desde luego, no es pensado por ella de modo que lo aisle
en su forma universal, si bien lo tiene siempre realmente ante la vista y hace uso de él
como criterio en sus juicios (…). No se requiere, por tanto, ninguna ciencia ni filosofía
para saber lo que se debe hacer para ser honrado y bueno e incluso prudente y virtuoso.
Ya de antemano pudiera haberse supuesto que el conocimiento de lo que todo hombre
debe hacer y, por tanto, también saber, es cosa que asimismo atañe a todo hombre,
incluso al más vulgar»[44].
Para Kant, en suma, existe indudablemente lo que aquí hemos designado con la
fórmula «conocimiento ético espontáneo», es decir, la dimensión cognoscitiva y principal
de la experiencia moral, si bien debe tenerse en cuenta la imposibilidad de afirmar una
verdadera correspondencia entre la fórmula «experiencia moral» y lo reconocido por
Kant como el saber ético de la razón humana común. La imposibilidad de esa
correspondencia no se debe, en manera alguna, al carácter concreto de la experiencia
moral, pues ya hemos visto cómo para Kant el conocimiento moral de la razón humana
común es algo que, aunque siempre tiene a la vista su principio, no piensa a éste de
modo que llegue a aislarlo en su propia forma universal y, por lo mismo, abstracta. La
razón de la imposibilidad en cuestión es de simple índole terminológica: sencillamente, la
voz «experiencia» está limitada en el lenguaje kantiano de tal suerte que no suele
significar otra cosa sino el conocimiento sensorial (tal como le acontece, en su mismo
lenguaje, a la palabra «intuición»).
Otros sinónimos, más o menos aproximados, de «experiencia moral» son las fórmulas
«hecho moral» y «conciencia moral» (si esta última no se toma según el sentido estricto
y propio de ella, especialmente en la rigurosa terminología tomista, sino en un sentido
muy amplio, equivalente al de conocimiento tanto en forma de acto como en el modo de
la posesión habitual). La esencial equivalencia entre lo designado con ambas fórmulas y
el conocimiento ético espontáneo se echa de ver, sin ningún osbtáculo, en las siguientes
observaciones dedicadas por J. de Finance a la determinación del método de la ética
filosófica: «Mas sobre todo ha de considerarse que el hecho moral se da ya en la
conciencia y en la sociedad, antes de cualquier fundamentación y elaboración filosófica:
para conocer los valores morales y tenerse por obligados, no han aguardado los hombres
a la especulación acerca de la naturaleza, el fin y la condición humana (…). Este hecho
moral es un presupuesto para toda teoría ética, de tal modo que las nociones
deductivamente alcanzables serían vacuas si no se conectasen con estos datos de la
conciencia moral. Por tanto, ellos son el punto de partida»[45].
D. Ross asume como punto de partida de su investigación de los fundamentos de la
ética la existencia de la conciencia moral: «Me propongo tomar como mi punto de partida
la existencia de lo que se llama comúnmente la conciencia moral, y entiendo por ella la
existencia de un cuerpo de creencias y convicciones referentes a la existencia de ciertas
59
clases de actos cuyo cumplimiento es obligatorio y ciertas clases de cosas que deben ser
llevadas a la existencia, en la medida de nuestras posibilidades»[46].
Según D. Ross[47], el tomar como punto de partida la conciencia moral y hacer un
examen crítico de las creencias y convicciones que la constituyen es el método tradicional
de la ética, ya seguido por Sócrates y Platón y que mejor que nadie habría descrito
Aristóteles[48]. En el lugar aristotélico aducido por D. Ross se lee, como introducción al
examen de la continencia y la incontinencia, lo siguiente: «Como en otros casos, una vez
establecidos los hechos tal como aparecen y habiendo analizado las dificultades, ha de
hacerse patente, en la medida de lo posible, la verdad de todas las creencias comunes o,
si no, la de la mayoría de ellas o la de las principales acerca de estas afecciones del alma;
porque si se resuelven las objeciones y quedan firmes las creencias comunes, se habrá
logrado una prueba suficiente»[49]. No cabe poner en duda la esencial coincidencia que
con este «método» aristotélico mantiene el propuesto por D. Ross al tomar como su
punto de partida, para examinarlas críticamente, las convicciones y creencias integrantes
de la conciencia moral. Es verdad que en el texto de Aristóteles no hay ninguna expresión
directamente equivalente a las de «conciencia moral», «conocimiento ético espontáneo»,
etc., pero también es cierto que, por tratarse de materia moral, la voz ἔδoξα no significa,
contextualmente tomada, cualquier clase o modalidad de creencias comunes, sino sólo las
relativas a cuestiones morales.
En la interpretación de ese texto por santo Tomás no se habla de creencias comunes,
sino de cosas que se presentan como probables (versión estrictamente literal de
probabilia). En tres ocasiones hace uso, efectivamente, del término probabilia, y no de
algún otro denominativo de creencias comunes, el comentario de santo Tomás, que es el
siguiente: «Y dice que aquí se ha de proceder como en otros asuntos, a saber, de tal
modo que, habiendo establecido las cosas que acerca de las ya mencionadas se presentan
como probables, introduzcamos ante todo la consideración de las dudas y así llegaremos
a poner de manifiesto la verdad de todas las cosas más probables y, si no la de todas,
pues no es la mente del hombre de tal índole que no se le escape nada, al menos la
verdad de la mayoría de ellas y las más fundamentales. Porque si en alguna materia las
dificultades se resuelven y las cosas probables quedan como verdaderas, ya se ha hecho
una suficiente determinación»[50].
Ante ello, debe tenerse en cuenta no sólo que la interpretación de santo Tomás
depende directamente de la versión de Moerbeke (donde la voz probabilia está usada
para traducir, por una parte, φαιvόμεvα y, por otra parte, ἔvδoξα), sino también el hecho
de que probabilia y probabiles son a veces usados para significar las cosas razonables o
plausibles, tal como sucede, v. gr., en el caso de probabiles mores, fórmula que se
emplea para referirse a costumbres merecedoras de recomendación o aprobación. De
todas suertes, el pensamiento de santo Tomás acerca de la existencia de convicciones
morales comunes a todos los hombres es mucho más explícito y elaborado que el de
Aristóteles sobre esta misma cuestión y está expresado en la doctrina concerniente a los
prima praecepta de la ley natural. Mas como de esta doctrina habremos de ocuparnos en
el segundo parágrafo del presente capítulo, nos limitaremos por ahora a la simple
60
indicación de la existencia, según santo Tomás, de un sector de la lex naturalis al cual
pertenecen las creencias morales comunes a todos los seres humanos. Ha de subrayarse,
sin embargo, que ese sector, además de no ser, por supuesto, la ley natural entera,
tampoco se identifica con la totalidad de la experiencia moral ni con la integridad del
conocimiento ético espontáneo, entendiendo por éste el previo a las reflexiones filosóficas
sobre asuntos morales (con lo cual no se excluye de él toda clase de reflexión ni todo tipo
de razonamiento).
c) La imposibilidad de una ética filosófica sin ninguna experiencia moral previa no está
de suyo ligada a la necesidad de alguna experiencia de este género en todos y cada uno
de los seres humanos. En principio, como condición de la posibilidad de la ética
filosófica, bastaría que se diese en un único ser humano y que éste fuese quien
reflexionara filosóficamente sobre ella (pues la ajena experiencia no es útil ni
comprensible sino desde la propia, tanto en lo concerniente al aspecto moral de nuestra
vida como en lo relativo a otra cualquiera de sus dimensiones). Ahora bien, antes de
hacer viable a la ética filosófica, la experiencia moral ha de ser posible ella misma a su
vez, y una de las preguntas, entre las más radicales, que podemos en este sentido
hacernos es justamente la de si es posible la experiencia moral de un solo hombre. Lo
cuestionado en semejante pregunta no es si una determinada experiencia moral, o un
cierto matiz o pormenor de lo experimentado moralmente, puede darse en un hombre
asimismo determinado y únicamente en él, sino si cabe que la experiencia moral sea
poseída por un único ser humano. Y en definitiva se trataría de la pregunta por la
posibilidad de que hubiera seres humanos sin experiencia moral de ningún género.
Evidentemente, en tales seres resultaría imposible la ética filosófica, pero lo preguntado
es si son posibles, en calidad de hombres, tales seres, aunque la ética filosófica les fuese
enteramente imposible.
Para responder a esas preguntas es enteramente inadecuado todo método «empírico»,
pues aunque la inferencia ab esse ad posse es legítima, ¿cómo cabría establecer con
plena certeza el «hecho» de la existencia de unos seres humanos a los cuales faltase toda
experiencia moral? ¿Cómo podríamos saber, no meramente conjeturar o suponer, que
unos seres realmente humanos y no siempre transtornados en sus facultades mentales, o
impedidos de usarlas, jamás hayan tenido, en ningún momento de su vida, lo que en
otros es la experiencia moral según sus formas y dimensiones esenciales?
En este punto no puede por menos de resultar extraña una de las concesiones de
Brentano a la argumentación esgrimida por Ihering contra el derecho natural. Después de
señalar sus coincidencias con Ihering en lo tocante a la descalificación del ius naturae
innatista y del ius gentium de los juristas de Roma, añade Brentano: «también coincido
esencialmente con él cuando afirma que ha habido épocas sin ninguna vislumbre de
conocimiento y sentimiento éticos; y, en cualquier caso, nada de esa índole fue entonces
un bien común»[51].
Hay en este texto de Brentano dos partes claramente diferenciadas entre sí, la segunda
de las cuales constituye una cierta rectificación, y de no escasa monta, a lo mantenido en
61
la primera. Evidentemente, asegurar que ha habido épocas sin conocimiento ni
sentimiento alguno en materia moral —como quien dice, épocas absolutamente amorales
— no es lo mismo que decir que en ciertas épocas no todos los hombres estaban dotados
de conocimientos y sentimientos de esa índole. Pero no menos evidentemente la
amoralidad imputada en el segundo caso a algunos, la mayor parte quizá, de los hombres
pertenecientes a las épocas en cuestión es tan absoluta como la atribuida a todos ellos en
el primer caso, y, en consecuencia, queda en ambos casos radicalmente eliminada la
posibilidad de aducir pruebas empíricas de lo asegurado como un efectivo hecho.
En definitiva, la intención de Brentano es excluir también en lo moral y lo jurídico la
concepción «innatista» por él genéricamente impugnada: «no hay mandatos morales
naturales, ni principios jurídicos naturales, en el sentido de que nos fuesen innatos»[52].
Sin embargo, para invalidar la concepción innatista no es menester afirmar la amoralidad
absoluta de todos los hombres de determinadas épocas o de algunos, muchos o pocos, de
esos hombres. Basta con distinguir entre el carácter congénito de las facultades en cuyo
ejercicio los conocimientos y sentimientos humanos de toda clase hacen su aparición, y la
índole de adquiridos que a todo conocimiento humano debe atribuirse por surgir de ese
modo.
Y no más comprobable con simples datos empíricos es, a su vez, la existencia de
conocimientos y sentimientos morales en todos los hombres de cualquier tiempo y lugar.
De ahí la lógica extrañeza ante la rotunda afirmación del empirista Hume, según la cual
ningún hombre carece de sentimientos morales: «No ha habido ninguna nación en el
mundo, ni, dentro de una nación, ninguna persona singular, que haya estado enteramente
desprovista de ellos (se refiere a los sentimientos morales) y que nunca, ni en un solo
caso, haya hecho ver la menor aprobación o reprobación de las costumbres. Estos
sentimientos están tan enraizados en nuestra constitución y condición que es imposible
extirparlos y destruirlos si la mente no está completamente perturbada por alguna
enfermedad o por la locura»[53].
Al poner en nuestra propia índole constitutiva (our constitution and temper) la raíz de
nuestros conocimientos y sentimientos morales, Hume apela a una forma esencial de ser,
la peculiar de la naturaleza, sólo aprehensible en una intelección para la cual no bastan los
meros datos empíricos. Ningún hombre posee un conocimiento formalmente empírico de
todos y cada uno de los hombres. La intelección no exhaustiva, pero suficiente, de la
esencia o naturaleza humana es lo que permite a cada hombre referirse a sí mismo y a
todos sus semejantes, a pesar de no conocerlos uno a uno, según habría de ocurrir para
captarlos a todos de una manera formalmente empírica. Nada de lo cual quiere decir que
estemos en posesión de una idea innata de lo que ser hombre significa. El concepto
humano del hombre es cosa tan adquirida como cualquier dato empírico, aunque no a la
manera en que los datos empíricos se adquieren. Por lo demás, aunque el propio
concepto humano del hombre no se forma sin el apoyo de algún determinado dato
empírico (toda abstracción lo requiere), la búsqueda, esencialmente consciente y
deliberada, de información empírica acerca del ser humano resultaría absolutamente
imposible para quien todavía no tuviese ese mismo concepto (¿cómo podría saber que la
62
información empírica buscada se refiere precisamente al hombre y no a otro ser?).
En consecuencia, las preguntas antes formuladas en torno a la posesión de la
experiencia moral por el ser humano —si cabe que esa experiencia sea tenida por un
único hombre o, en definitiva, si es posible que haya seres humanos sin experiencia
moral de ningún género— pueden y deben volver a formularse, esquemáticamente, en
estos términos: ¿es concebible un hombre sin ningún tipo de experiencia moral? Por
supuesto, aquí no se trata de la posibilidad del concepto «hombre sin ningún tipo de
experiencia moral», indispensable para poder formular esa misma pregunta,
análogamente a como el concepto de «cuadrado redondo» es indispensable para poder
preguntarse si el cuadrado redondo es concebible. (Sobre el problema de la intelección de
las quiddidades abierta u ocultamente paradójicas y de los llamados objetos imposibles
me remito a mi libro Teoría del objeto puro, especialmente Capítulo VII, § 6 y Capítulo
XIV, § 2). No, por tanto, en esa amplísima acepción según la cual hasta lo
intrínsecamente contradictorio es concebible, sino en el estricto sentido de lo
representable en algún concepto auténticamente uno (lo cual desde luego no es el caso
cuando se trata de quiddidades divididas contra sí mismas) podemos y debemos
preguntarnos, a los efectos que ahora nos importan, si verdaderamente podemos
concebir un ser humano sin experiencia moral de ningún género, vale decir, si lo pensado
de ese modo no es verdaderamente una quiddidad paradójica.
Evidentemente, un hombre por completo desprovisto de conocimientos y sentimientos
morales (tal como Hume lo finge para excluirlo) no sería «un hombre como nosotros»,
pero el no serlo no se debería a la sola carencia de algo meramente sobreañadido a lo que
hace de nosotros unos hombres. La íntima conexión de la moralidad (positiva y negativa)
con la humanidad en el sentido de la índole específica del hombre se hace patente, de la
manera más clara, ya en el propio concepto de las calificaciones morales como las
aplicadas al comportamiento humano en cuanto humano (es decir, no en razón de algo
compatible con nuestra naturaleza o condición, pero no necesario para ella y por lo cual
unos hombres se distinguen de otros). Ahora bien, unos seres por completo carentes de
todo conocimiento y sentimiento moral no podrían ser calificados moralmente en su
modo de comportarse. Así, pues, esos seres no podrían ser calificados, en sus acciones y
sus omisiones, como los hombres lo somos: justamente en tanto que hombres. Lo cual,
en resolución, quiere decir que no podemos en buena lógica tenerlos por cabalmente
humanos.
La experiencia moral, a pesar de no ser innata —ninguna forma de experiencia puede
serlo—, es, sin embargo, humanamente natural, aunque no determinada por completo de
una manera unívoca, pues admite una amplia diversidad de modalidades y grados de
perfección y desarrollo, tal como asimismo los consienten otros hábitos adquiridos en el
uso de nuestras facultades superiores. Tal es la experiencia indispensable como esencial
condición de la posibilidad de la ética filosófica. Mas una vez advertido su carácter
radicalmente humano —y, en este sentido, natural en la concreta vida de cada hombre—,
se ha de abordar, por una parte, la cuestión de cómo sirve —qué aporta— la experiencia
moral así entendida a la ética filosófica, y, por otra parte, también ha de discutirse la
63
cuestión de si a su vez la ética filosófica puede servir de algún modo a la experiencia
moral (contando, por consiguiente, con un cierto carácter práctico) o si, por el contrario,
ha de limitarse a teorizar, pura y simplemente, sobre ella. Son dos cuestiones tan ligadas
entre sí que más bien constituyen dos aspectos de una misma cuestión. En el parágrafo
«Intuición, sentimiento y razonamiento en la experiencia moral» se examinará el primer
aspecto, porque el análisis de esos tres factores de la experiencia moral es indispensable
para poder determinar lo que de ella recibe la ética filosófica. Y el parágrafo que lleva por
título «La aportación de la ética filosófica» estará dedicado al otro aspecto.
64
La tematización, u objetivación propiamente dicha, de la experiencia moral puede
llevarse a cabo sin hacer reflexiones estricta y rigurosamente filosóficas, aunque no, claro
está, sin hacer, en absoluto, reflexiones. El hombre ordinario, incluso el menos cultivado,
dista mucho de limitarse a «vivir» su propia experiencia moral, como si estuviese preso
en ella y le fuese imposible hacerla objeto de reflexiva consideración. E incluso cabe que
en alguna ocasión sea filósofo à son insu o bien sin pedir licencia a los profesionales o
especialistas del asunto. ¿Y quién puede garantizar que entre los no especialistas o
profesionales no haya habido nunca ninguno que pensara, acerca de la moralidad y su
experiencia, cosas más discretas y profundas que las dichas y publicadas por quienes
habitualmente se dedican a este género de cuestiones? En cualquier caso, la necesidad de
que la tematización o estricta objetivación de la experiencia moral corra a cargo de algo
en lo cual ésta no consiste hace posible el riesgo de sustituir el describirla por un efectivo
construirla, más o menos ligado a determinadas convicciones, tanto si son filosóficas
(sabiéndolo o sin saberlo), como si no lo son.
De ahí la necesidad, para la ética filosófica, de dirigirse hacia la experiencia moral, y
hacerse cargo de ella, en una actitud, valga la expresión, «sintonizada» con la
espontaneidad del ejercicio de esta misma experiencia. Ello es posible tan sólo si no se
pierde de vista la radical inmediatez y sencillez de una experiencia al alcance de cualquier
ser humano, aun del menos cultivado o instruido. Dicho de otra manera: la experiencia
moral ha de ser descrita de tal suerte que se advierta en todo momento la índole
esencialmente intuitiva de sus fundamentos o principios. Como objeto o materia de la
reflexión filosófica, la experiencia moral ha de hacerse presente de tal modo que se
cumplan en ella los requisitos exigidos por Schopenhauer para la verdadera tendencia a la
justicia y el amor al prójimo: «ha de ser más bien algo que exija poca meditación, y
menos abstracción y combinación, algo que, independientemente de la formación
intelectual, hable a todos los hombres, aun a los más toscos, basándose en la captación
intuitiva e imponiéndose de una manera inmediata por virtud de la realidad de las
cosas»[54].
El requisito expresado con los términos «independientemente de la formación
intelectual» no excluye toda actuación de la facultad intelectiva, sino tan sólo los modos y
maneras de usarla que presuponen el cultivo de ella en un nivel superior al de los
hombres más rudos. Por otro lado, la «poca meditación y menos abstracción y
combinación» no son lo mismo que la absoluta falta de estas tres cosas. Y, finalmente, la
«captación intuitiva» y el imponerse «de una manera inmediata por virtud de la realidad
de las cosas» son exigencias perfectamente cumplidas por todo cuanto aprehendemos en
intuiciones intelectuales, como es el caso de los primeros principios del saber, cuya
verdad el entendimiento capta de inmediato, sin necesidad ni posibilidad de
demostración, vale decir, por intuición pura y simple, bien que no sensitiva, sino
precisamente intelectiva.
Las observaciones acabadas de hacer no pretenden constituir una demostración del
carácter intelectivo —bien que intuitivo o inmediato— del impulso que según
Schopenhauer lleva al hombre a practicar la justicia y la filantropía. Tal impulso, según
65
Schopenhauer lo concibe, radica en la «compasión» (Mitleid), exactamente en el sentido
del «sufrir con otro», quedando definida como la «inmediata participación,
independientemente de todas las consideraciones de otro género, ante todo en el
sufrimiento de otro ser humano y, a través de ello, en la evitación y superación de ese
sufrimiento, cosa en la cual consisten en definitiva toda satisfacción y todo bienestar y
felicidad»[55]. Evidentemente, tanto la compasión, que es en sí misma y ante todo un
sentimiento (un cierto sufrir con alguien), cuanto el impulso nacido de ella y tendente a
eliminar un mal ajeno, son realidades que no se constituyen formalmente como actos
intelectivos, pero esto no se opone en modo alguno a que impliquen o presupongan
ciertos actos de la facultad de entender. Y, por otra parte, es cosa clara que lo nacido de
la compasión no podría tener valor moral si no fuese libremente decidido, lo cual supone
la representación intelectiva de lo que libremente se decide, y si no fuese juzgado, es
decir, intelectivamente reconocido como dotado de bondad moral y merecedor, por ello
mismo, de ser llevado a la práctica.
Mas lo dicho por Schopenhauer acerca de la sencillez y de la inmediatez o intuitividad
del impulso conducente, según él, a la justicia y a la filantropía no nos importa aquí por
su concreta referencia a ese impulso, sino por ser aplicable a la experiencia moral en
general, dejando abierta la cuestión de si lo más radical o primordial es en esta
experiencia algo perteneciente a la esfera del sentimiento y de la voluntad o algo
formalmente intelectivo. En el caso de Schopenhauer es bien patente que se trata de un
sentimiento, pero ello no se deduce del pasaje citado en primer lugar y que es cabalmente
aplicable a la experiencia moral en virtud, simplemente, de la espontaneidad propia de
ésta en tanto que es experiencia y no por algún otro título o razón.
La inmediatez de la experiencia moral ha sido frecuentemente interpretada en la línea
propia de los sentimientos. A esa línea pertenece, sin duda alguna, las equiparaciones o
asimilaciones de la experiencia moral a la experiencia estética, según acontece, por
ejemplo, en Shaftesbury[56] y, probablemente por su influjo, también en Hutcheson[57].
En ambos el «sense moral» está primordialmente dirigido a afectos o sentimientos. Pero
es Hume, innegablemente, el ejemplo más claro y representativo, dentro del pensamiento
anglosajón, de cómo la inmediatez de la experiencia en su más radical estrato es
efectivamente interpretada en la línea propia de los sentimientos. El asunto ha sido
tratado extensamente por Hume en repetidas ocasiones, de un modo muy especial en el
Treatise on human nature B. III, en An Enquiry concerning the Principles of Morals y
en el Apéndice I a la segunda de estas obras. Ahora bien, de todo cuanto alega Hume en
favor de su tesis de que los principios morales consisten en sentimientos, lo más
importante o decisivo es, según observa atinadamente Brentano[58], el siguiente
argumento:
«Resulta evidente que los últimos fines de las acciones humanas nunca pueden
justificarse, en ningún caso, por la razón, sino que su aprobación corre por completo a
cargo de los sentimientos y afecciones del género humano, sin dependencia alguna
respecto de las facultades intelectuales. Si a un hombre se le pregunta por qué hace
ejercicios físicos, responderá que desea conservar su salud. Si entonces le preguntáis
66
por qué desea la salud, fácilmente responderá porque la enfermedad es dolorosa. Si
lleváis adelante vuestras pesquisas y deseáis saber una razón por la cual él odia el dolor,
es imposible que en algún momento os dé alguna. Se trata de un último fin, y jamás
remite a otro objetivo. (…) Es imposible que haya un proceso in infinitum y que
siempre una cosa sea la razón del deseo de otra. Algo ha de ser deseable en sí y por sí
mismo, a causa de su inmediato ajuste o conformidad con el sentimiento y afecto
humano. Ahora bien, dado que la virtud es un fin y es deseable en sí y por sí misma, sin
recompensa ni premio, simplemente por la inmediata satisfacción que produce, hace falta
que haya algún sentimiento que la toque, algún interior gusto o sensación, o como queráis
llamarlo, que distingue el bien moral y el mal moral y que abraza al uno y rechaza al
otro»[59].
La experiencia moral «parece» aquí tratada como objeto de una actitud
exclusivamente descriptiva. A esta apariencia contribuye, indudablemente, de un modo
decisivo la oportunidad y claridad del ejemplo aducido para presentar intuitivamente la
noción de los últimos fines y la absoluta inmediatez de la manera en que los deseamos o
los aprobamos. Sin embargo, Hume no se limita en este caso a una pura y simple
descripción. La existencia de unos últimos fines de nuestras acciones no es tan sólo
reconocida como uno de los elementos integrantes de la experiencia moral del género
humano. Hume hace algo más que registrar o consignar el hecho de esos últimos fines:
afirma su necesidad («Something must be desirable on its own account») o,
equivalentemente, niega la posibilidad de proceder in infinitum en la serie de las cosas
deseables en tanto que medios para otras. Con ello, evidentemente, se está ya en la
actitud de quien argumenta o razona, a partir, desde luego, de unos hechos bien
establecidos y como movido o incitado por ellos; y a esto se ha de añadir que el
razonamiento así llevado a cabo es tan impecable como simple, seguramente lo primero
por virtud de lo segundo; mas por muy firme y sencillo que un razonamiento pueda ser,
nunca cabe identificarlo con una descripción de meros hechos. Pero es el caso, además,
que en lo alegado por Hume hay otras dos inferencias no presentadas explícitamente
como tales y que carecen de suficiente fundamento, a saber, la deducción de la completa
independencia que respecto de las facultades intelectuales es asignada a la aprobación de
los últimos fines, y la inferencia del valor cognoscitivo de los sentimientos o afecciones
correspondientes a estos fines (entre los cuales se cuenta la virtud).
La completa independencia que respecto de las potencias intelectuales asigna Hume a
la aprobación de los últimos fines es afirmada sin solución de continuidad tras haberse
negado la posibilidad de justificar con la razón esos objetivos. ¿Es suficiente para
demostrar esa completa independencia la imposibilidad de justificar con la razón los
últimos objetivos de nuestras acciones? La respuesta afirmativa a esta pregunta exige
lógicamente que lo llamado por Hume «facultades intelectuales» (intellectual faculties)
se limita a nuestro poder discursivo o raciocinativo. Lo inmediato no se razona, no se
prueba con argumentos (lo argumentado es eo ipso algo mediado). Pero lo inmediato
puede ser entendido. La imposibilidad de razonarlo no es la imposibilidad de entenderlo
justamente como inmediato. Los últimos fines, precisamente por ser últimos, no pueden
67
justificarse por su utilidad para algún otro fin; pero, en cambio, es posible comprender —
entender— que algo sea querido como un fin que no es a su vez un medio, y también
cabe entender lo así querido y no sólo el quererlo así. Más aún: lo segundo sería
enteramente imposible sin lo primero. Por consiguiente, no es cierto que la aprobación de
los últimos fines tenga lugar con una completa independencia respecto de las facultades
intelectuales. Por supuesto, esa aprobación, en tanto que es volición, no es ningún acto
de la facultad de entender, mas ello vale asimismo para la aprobación de los fines no
últimos en tanto que esta aprobación es volición.
Tanto en el caso de los fines últimos como en el caso de los fines no últimos la
respectiva aprobación está esencialmente ligada a algún acto de la facultad intelectiva. En
el caso de los fines no últimos ese acto es la intelección de algo en calidad de bien útil, y
en el caso de los fines últimos es la intelección de un bien en sí y por sí (ya deleitable, ya
honesto). Y en ambos casos las correspondientes voliciones se encuentran justificadas
por referirse a algo que el entendimiento ha captado como un bien. Es, por tanto, esa
índole de bien, intelectivamente aprehendida (con la mediación de un razonamiento, o de
una manera inmediata) lo que en definitiva justifica las correspondientes «aprobaciones»
volitivas, de un modo análogo a como es la verdad —manifestada por su mediata o
inmediata evidencia— lo que en último término justifica la aprobación puramente
intelectual de los contenidos de nuestros juicios.
Y en lo tocante a la tesis del carácter cognoscitivo de los sentimientos suscitados por
los últimos fines, se comprende bastante bien que la sostenga Hume sobre la base de la
cabal independencia con que respecto de las facultades intelectuales tiene lugar, según él,
la aprobación de los últimos fines. Al afirmar esa completa independencia, no excluye
Hume la necesidad de algún conocimiento y, por cierto, de índole intuitiva, pero se ve
forzado a atribuirlo a algo esencialmente distinto de las facultades intelectuales. Recurre
entonces a los sentimientos, apoyándose para ello en la inmediatez de la conexión que
estos mantienen con los últimos fines de las acciones humanas. Y así, a la vista del
inmediato agrado o satisfacción que la virtud produce, requiere Hume para ésta, según
arriba hemos podido leer, «algún sentimiento que la toque, algún interior gusto o
sensación (…), que distingue el bien moral y el mal moral y que abraza al uno y rechaza
al otro». De esta suerte, quedan asignadas al sentimiento correspondiente a la virtud tres
funciones: el agrado ante la virtud (y, en consecuencia, el desagrado ante el vicio), la
discriminación de lo moralmente bueno y lo moralmente malo y, por último, el deseo de
lo uno y la aversión de lo otro. Son, sin duda, funciones íntimamente enlazadas, pero
distintas, y de ellas es sólo la del agrado ante la virtud y el desagrado ante el vicio lo que
propia y formalmente se presenta como un genuino sentimiento. Y aunque es verdad que
para el agrado y el desagrado, así como para la volición y la aversión, se requiere el
conocimiento de aquello que los suscita, no es verdad que sean un conocimiento (ni
sentimental ni extrasentimental) el agrado y el desagrado, o la volición y la aversión.
Es realmente notable el interés suscitado en Brentano y en Husserl por las ideas de
Hume sobre el sentimiento moral. El examen de la repercusión de estas ideas en los
pensadores alemanes se encuentra aquí plenamente justificado, como en seguida vamos a
68
comprobar, por cuanto lleva a la consideración de algunos aspectos y cuestiones
especialmente relevantes en el tema que nos ocupa.
Brentano somete a una detenida inspección los argumentos de Hume en favor del
sentimiento moral como la instancia fundamental para las decisiones sobre lo moralmente
bueno o malo. El resultado al que Brentano llega en su análisis de esos argumentos puede
esquematizarse en estas dos tesis: 1ª, los principios del conocimiento ético no son
sentimientos, sino conocimientos; 2ª, el sentimiento participa, a su modo, en la
efectuación del conocimiento ético, por ser un prerrequisito o condición previa de él. La
primera tesis queda argumentada por Brentano en una forma que directa y literalmente
no tiene nada que ver con la experiencia moral, sino con la ciencia ética: «Los primeros
supuestos inmediatos de una ciencia (…) son los conocimientos primeros, de los cuales
se infieren todos los demás conocimientos. No puede haber conclusiones cuyas premisas
no sean juicios, y, si las conclusiones han de ser seguras, las premisas han de ser juicios
seguros. Negar esto en algún caso y afirmar que en alguna ciencia los principios son
sentimientos es, por tanto, francamente absurdo»[60].
El argumento es totalmente convincente por cuanto atañe a la moral como ciencia.
Ahora bien, en él está implícita la convicción, enteramente correcta por lo demás, de que
no son conocimientos los sentimientos, y ello es algo que no vale únicamente para el caso
del conocer propio de la ciencia y de la filosofía, sino también para el caso del conocer
precientífico y prefilosófico. En ningún caso es un conocimiento un sentimiento, por muy
próximo que el segundo pueda estar al primero, ni por muy verdad que sea que hay
ciertos conocimientos de los cuales algunos sentimientos son esencial y radicalmente
inseparables en calidad de consecuencias inmediatas, simultáneamente dadas con
aquéllos. Brentano pone su atención en el razonamiento científico, para el cual
lógicamente exige unas premisas que sean juicios seguros; pero la experiencia moral no
tiene menos derecho que la ciencia moral a contar con bases seguras, ni «el hombre de la
calle» deja de hacer razonamientos éticos, ni cabe la posibilidad de que en la experiencia
moral los sentimientos tengan una dimensión cognoscitiva de la que están privados en la
ciencia moral. En suma: lo afirmado por Brentano acerca de los principios de la ciencia
moral es también aplicable (aunque él no lo haya aplicado) a los principios en los que la
experiencia moral está apoyada y que constituyen, por el valor cognoscitivo que poseen,
el estrato más radical de esta misma experiencia. Nada de lo cual quiere decir que en la
experiencia moral no intervengan los sentimientos en medida claramente superior a la de
las reflexiones sobre ellos. En la experiencia moral hay mucho más sentimiento que
razonamiento y reflexión, pero ningún sentimiento, por muy «espontáneo» que sea,
puede surgir por sí mismo, i. e., sin implicar ningún conocimiento.
Pasemos ahora a la otra tesis de Brentano en su confrontación con las ideas de Hume
sobre el sentimiento moral. Esta tesis aparece inicialmente formulada como una cierta
hipótesis o conjetura muy probable y después en términos categóricos. La primera
fórmula es la siguiente: «En sus argumentos (los de Hume) ha de haber alguna falta. Y
realmente no hay ninguna dificultad en encontrarla si se le aplica a él la misma distinción
que él hizo contra sus adversarios. Había admitido que en sus decisiones sobre lo bueno
69
y lo malo el entendimiento desempeña un cierto cometido, mas no lo hizo valer en
calidad de última instancia, sino como una de las condiciones para ese tipo de decisión.
Mas tal vez sea verdad, por el contrario, que el sentimiento se limita a participar de algún
modo, como condición, en el hecho de que el juicio ético se efectúe»[61].
Expresándose de este modo, Brentano se nos muestra convencido por Hume de la
efectiva intervención del sentimiento en las decisiones morales, a la vez que en oposición
al filósofo inglés por mantener frente a él la imposibilidad de que el sentimiento esté
dotado de un auténtico valor cognoscitivo. Participar como condición en el hecho de que
el juicio ético se efectúe no es lo mismo que ser un conocimiento moral. La imposibilidad
de que lo sea queda explícita e inequívocamente afirmada por Brentano en otro pasaje,
dedicado, asimismo, a la disputa acerca de si los principios de la ética son sentimientos o
son conocimientos, pero donde todavía no se llega a la fórmula categórica plenamente
establecida y aceptada. «Aparece entonces —dice Brentano tras haberse referido a la
distinción entre el sentimiento y la conciencia oscura, pero no inconciencia, de él— como
ya encontrada en la disputa su exacta solución. Los principios de la ética han de ser,
como en todas las ciencias, unos conocimientos. Pero los sentimientos no pueden ser
conocimientos. Si los sentimientos participan en los principios de la ética, sólo lo hacen
en tanto que objetos de conocimiento. Con otras palabras: los sentimientos son
condiciones previas de los principios morales»[62].
Brentano llega, por último, a establecer y aceptar la fórmula categórica, sin ninguna
reserva, después de haber mostrado las insuficiencias de los análisis psicológicos
fundamentales de Hume: «Si se tiene claramente en cuenta todo ello, la cosa se
manifiesta enteramente simple. En vez de la disputa sobre si los principios del
conocimiento ético son conocimientos o son sentimientos, puede entonces plantearse la
cuestión de si los conocimientos que son principios de la ética tienen por objeto suyo
unos sentimientos. Yo creo que Hume, si se le hubiese presentado esta rigurosa fórmula,
no le hubiese negado su aprobación. Habría estado conforme con modificar su tesis de
este modo: son conocimientos de sentimientos. Su idea fundamental, la participación del
sentimiento, habría quedado, de este modo, a salvo, y probablemente él hubiera
reconocido que no había pensado nada distinto de ello»[63].
Se hace bastante difícil acompañar a Brentano en la presunción de que su fórmula
habría sido aceptada por Hume si éste hubiese llegado a conocerla. No es de simple
matiz, sino bien radical, la diferencia entre sentimientos que conocen (Hume) y
sentimientos que son conocidos (Brentano). Por supuesto, serían también unos
sentimientos conocidos los propios sentimientos que conocen, pero la cuestión es si los
hay o, mejor dicho, si los puede haber. Para Brentano esa «posibilidad» es absurda o,
dicho de otra manera, absoluta o pura imposibilidad, mientras que para Hume, por el
contrario, la existencia de sentimientos cognoscentes es un hecho efectivo, no ya sólo
posible, ni más ni menos que como no son meramente posibles, sino efectivos, los
hechos que denominamos sensaciones. El sentimiento moral es, para Hume, una forma o
especie de sensación, y así se explica que le atribuya un valor cognoscitivo como lo es la
discriminación de lo moralmente bueno y lo moralmente malo: una discriminación
70
enteramente análoga a la que el sentido del gusto lleva a cabo entre los sabores
agradables y los desagradables. La comparación la hace el propio Hume. Más
exactamente: lo que a estos efectos hace Hume no es comparar con el gusto al
sentimiento moral, sino definir a éste como un gusto (taste), contraponiéndolo a la razón
(reason): «Así, pues, los diferentes ámbitos y contenidos de la razón y del gusto son
fácilmente determinables. La razón produce el conocimiento de la verdad y de la
falsedad; el gusto da el sentimiento de la belleza y la deformidad, del vicio y de la
virtud»[64].
Cuestión distinta es la de si Brentano acierta al afirmar que los principios morales son
conocimientos de sentimientos. La tesis es aceptable con unas ciertas puntualizaciones.
En primer lugar, tratándose de una tesis de Brentano, se ha de excluir el tomarla por algo
así como la afirmación de que la bondad y la maldad morales son unos sentimientos que
en los principios éticos desempeñan el cometido del objeto de una actividad de conocer.
(La reducción de la moralidad a un puro y simple sentimiento no se da tampoco en
Hume, quien ciertamente no confunde la virtud, que produce o determina un cierto
agrado, con ese agrado que la virtud produce o determina). En segundo lugar, la
afirmación según la cual los principios morales son conocimientos de sentimientos no
excluye que estos principios sean también conocimientos de otras cosas, precisamente de
las que suscitan, justo al ser conocidas, unos sentimientos de aprobación o de
reprobación. Y, por otra parte, también debe tenerse en cuenta que Brentano inscribe el
sentimiento en la misma clase fundamental de lo psíquico a la que pertenece el
querer[65], y ello quiere decir, entre otras cosas, que el sentimiento, al igual que el
querer, no es cognoscente, pero sí conocido o, al menos, efectivamente dado a la
conciencia de un modo concomitante, y, a la vez, ligado al conocimiento de algún bien o
algún mal.
La tesis de Brentano acerca de la participación del sentimiento en el conocimiento
moral reaparece, enteramente idéntica, en Husserl, también con ocasión del examen de la
teoría de Hume sobre el origen de los fundamentos de la ética. «El sentimiento participa
de una manera esencial en la efectuación de las distinciones éticas. Si fingimos un ser
percipiente y pensante, incapaz de toda aptitud para tener sentimientos, para apetecer y
para querer, pierde todo sentido, para ese ser, el hablar de “bueno” y “malo”, de valor y
disvalor, y, por tanto, también de virtud y vicio»[66]. El sentimiento resulta así
considerado como una condición sine qua non de la posibilidad de hacer distinciones
éticas, al igual que ocurre en Brentano, y, también como éste, Husserl asigna al
sentimiento el cometido propio de un objeto del conocimiento moral: «así como la
matemática juzga sobre magnitudes y relaciones entre magnitudes, y así como la
mecánica juzga sobre fuerzas y relaciones entre fuerzas, así la moral juzga sobre ciertos
sentimientos, apetencias y voliciones»[67].
Es, pues, claro que para Husserl los sentimientos se encuentran en el origen de los
conceptos éticos primordiales y que, por consiguiente, la moral no puede darse sin ellos,
pero es igualmente claro que según Husserl los sentimientos no discriminan ni juzgan en
materia moral, antes bien, son moralmente discriminados y juzgados. «De ningún modo
71
cabe poner en cuestión —dice Husserl, expresando con entera nitidez su pensamiento
acerca de este punto— que los principios de la moral o los principios del conocimiento
moral no son sentimientos, sino conocimientos, y que, por tanto, debemos la moral a la
facultad de conocer, al entendimiento o la razón»[68]. Ello prueba una vez más la
coincidencia de Husserl con Brentano en cuanto atañe a la forma de entender la moral
según su más radical o fundamental sentido. Y es ésta una coincidencia que se manifiesta
asimismo en el hecho de que Husserl, al igual que Brentano, hable siempre de la moral
en la acepción de una ciencia, sin referirse a ella en calidad de experiencia
precientíficamente constituida. Pero sería abusivo inferir de ello una implícita negación
de esa experiencia por Husserl y por Brentano. Tal negación equivaldría a atribuirles la
idea de que la certeza en el conocimiento moral es monopolio de quienes cultivan la
ciencia correspondiente.
Un uso explícito de la noción de experiencia, precisamente en la esfera de los valores
en general, y de los valores morales en particular, se encuentra en Max Scheler,
renovador sui generis de las concepciones éticas de Brentano y de Husserl. Comentando
la célebre frase de Pascal «le coeur a ses raisons, que la raison ne connait point»,
Scheler sostiene que su verdadero sentido, según el cual él la admite, es el siguiente: «hay
una forma de experiencia cuyos objetos están completamente cerrados al
“entendimiento”; respecto de ellos el entendimiento es tan ciego como el oído y la
audición lo son para los colores; pero es una forma de experiencia que nos conduce a
auténticos objetos efectivos y a un eterno orden entre ellos, precisamente los valores, y a
una jerarquía que entre ellos se da»[69].
Si vamos al propio Pascal, sus aparentemente paradójicas razones del corazón, que la
razón ignora, se nos muestran caracterizadas como conocimientos intuitivos, y ello
ciertamente justifica el tenerlas por un modo de experiencia: «Conocemos la verdad —
afirma Pascal— no solamente por la razón, sino también por el corazón; es de esta
última forma como conocemos los primeros principios, y en vano el razonamiento, que
en ellos no participa, intenta combatirlos. (…) Los principios se sienten, las proposiciones
se concluyen, y todo ello con certidumbre, aunque por vías diferentes»[70].
En estas palabras de Pascal no hay nada verdaderamente análogo o paralelo a la
completa independencia que respecto de las facultades intelectuales tiene según Hume la
aprobación de los últimos fines de las acciones humanas. El conocimiento «par le coeur»
es, sin duda, tal como Pascal lo describe, enteramente independiente de la razón, mas no
del entendimiento en su uso intuitivo. Los primeros principios, justamente por ser
primeros en la más radical de las acepciones, no se razonan, antes por el contrario, todo
razonamiento los presupone y los usa, pero la imposibilidad —y la no necesidad, pues
son por sí mismos evidentes— de razonarlos no es la imposibilidad, ni la no necesidad,
de entenderlos. Pascal habla de un sentirlos: «les principes se sentent», lo cual excluye
todo razonamiento, pero no toda intelección. «Los principios se sienten» significa: son
conocidos de una manera intuitiva, y en ello coinciden con el modo en que captamos los
colores, los sonidos, etc.; pero mientras estos son captados en las respectivas
percepciones sensoriales, no hay, en cambio, ninguna forma de percepción sensorial de
72
los principios. El «sentirlos» consiste en intuirlos intelectivamente, no en tocarlos, oírlos,
verlos, etc.
Tampoco debe tomarse el «sentir» pascaliano como algo que en todos los casos
significa un estar teniendo un sentimiento o afecto, una cierta vivencia emocional. ¿Qué
emoción, afecto o sentimiento sentimos ante el principium contradictionis o ante el de
tercio excluso? Tratándose, en cambio, de principios éticos, la situación es distinta. No
cabe duda de que el sentirlos puede darse de un modo sentimental, emocional o afectivo,
pero ello no excluye la intelección. Un juicio inmediato ante un valor que suscita en
nosotros un sentimiento no deja de ser un juicio, es decir, una operación de la facultad
intelectiva. Así, pues, la interpretación que hace Scheler del pascaliano conocimiento
«par le coeur» no puede calificarse de enteramente correcta. Es admisible por señalar en
ese conocimiento su índole inmediata o intuitiva; pero es, en cambio, inaceptable por
excluirlo de la facultad de entender sin la cual no es posible hacerse cargo de los primeros
principios.
No se contenta Scheler con menos que declarar a los objetos de la experiencia en
cuestión «completamente cerrados al entendimiento (dem “Verstande” völlig
verschlossen)», cosa que, de ser cierta, no podría ser entendida, ni dicha, por
consiguiente, con un mínimo de sentido. Es muy cierto que la facultad intelectiva no oye,
ni ve, ni toca, etc., pero es menester que de algún modo se haga cargo de la audición, de
la visión, del tacto, etc., así como de los objetos correspondientes, para negarse a sí
misma la capacidad de oír, ver, tocar, etc. Y otro tanto se ha de afirmar respecto de la
manera en que el entendimiento se comporta con el «sentir» en la acepción del tener
algún sentimiento, emoción o afección. Por supuesto, entender no es entristecerse, ni
alegrarse, ni sentir agrado o desagrado, como tampoco es un amar ni es un odiar, pero si
nos faltase toda intelección de esas vivencias y, por ende, de sus objetos, nada
podríamos decir con algún sentido acerca de ellas, ni siquiera que están cerradas a la
facultad de entender.
«Los valores —dice Scheler, incluyendo entre ellos los valores morales, puesto que
habla en general— han de ser, en conformidad con su esencia, presentables en una
conciencia que experimenta un sentimiento»[71]. Ahora bien, si nos preguntamos qué
emoción, afecto o sentimiento se llega a experimentar al adquirir la conciencia de la
utilidad —ciertamente, un valor— de alguna cosa para el logro de algo que no nos
interesa en modo alguno, habríamos de responder que la emoción, el afecto o el
sentimiento que buscamos no aparecen por ningún sitio ni hay forma de dar con ellos.
Para que la utilidad se haga consciente de una manera emotiva, sentimental o afectiva se
requiere que sea la utilidad para algo que de algún modo es ya objeto de un efectivo
interés por nuestra parte; y, por lo demás, no se comprende cómo sin ningún acto
intelectivo se pudiera captar la relación de un medio con un fin, en la que estriba
formalmente la utilidad.
Considerada globalmente, la experiencia moral se nos presenta como referida unas
veces a valores morales inmediatamente captados (y ésa es, sin duda, la forma en la que
esta experiencia se constituye por cuanto atañe a su estrato más radical), pero también se
73
nos presenta como referida en otras ocasiones a valores morales que como tales no son
aprehendidos de una manera inmediata, sino que exigen, para ser captados, un cierto
razonamiento, no siempre fácil de hacer. Si por «experiencia moral» entendemos, tal
como aquí es el caso, una experiencia prefilosófica, al alcance, en principio, de cualquier
hombre, será preciso que reconozcamos —como también, efectivamente, se ha hecho
aquí— que en su parte mayor y más fundamental o radical se refiere a valores
inmediatamente aprehendidos en vivencias dotadas de una impregnación sentimental más
o menos intensa. Sin embargo, tales vivencias no son pura y simplemente sentimentales,
por muy vulgar o poco cultivado que pueda ser su sujeto. Sin hacer ningún uso de la
facultad de entender no es posible advertir la diferencia existente entre un valor y el
sentimiento respectivo, y es ésta una diferencia de la que todo hombre se hace cargo,
aunque acaso no sepa definirla.
Para entender, por ejemplo, la diferencia entre una injusticia y la indignación por ella
provocada no es menester hacer ninguna definición. La diferencia la entiende, sin duda
alguna, quien se da cuenta de no saber definirla. Tal vez pueda decirse que quien se
encuentra en esta situación «siente» la diferencia, sin saber explicarla. Pero, en primer
lugar, el no saber explicarla no es lo mismo que no entenderla y, en segundo lugar, el
«sentirla» es ciertamente un intuirla, pero no de tal modo que quien siente la indignación
tenga también, como añadido a ella, un sentimiento que capte su diferencia respecto de la
injusticia. ¿Cómo podría una diferencia ser captada por algún sentimiento? Ni tampoco la
injusticia es aprehendida en algún sentimiento de indignación, sino con algún sentimiento
de esta índole, provocado por ella. Y otro tanto acontece con la justicia y el sentimiento
de su aprobación, así como en todos los valores y los sentimientos que puedan
referírseles.
Cabe que una intuición esté enlazada con un sentimiento, constituyendo con él una
indisociable unidad, y hay objetos que sólo de esta manera pueden ser aprehendidos. En
este punto tiene Scheler razón al invocar el «principio fenomenológico supremo»:
«Hemos partido del principio supremo de la fenomenología: hay una conexión entre la
esencia del objeto y la esencia de la vivencia intencional. Y, ciertamente, una conexión
esencial que podemos captar en cualquier caso de semejante vivencia»[72]. Los valores
morales más fundamentales y genéricos son objetos que, en virtud de su propia esencia,
requieren, para presentarse, unas vivencias en las cuales la intelección y el sentimiento
están ligados entre sí, pero sin dejar de ser distintos. La intelección —hay que decir
frente a Scheler— es en estas vivencias una intuición, concretamente un conocimiento
intelectivo inmediato: un juicio que vale por sí mismo, no por resultar de algún otro juicio
verdadero. Y el sentimiento que tal juicio provoca —o, mejor dicho, que mediante éste
resulta provocado por su objeto— no es ninguna intuición, sino un modo de comportarse
la facultad volitiva ante un bien o ante un mal que el entendimiento le presenta.
Ni los sentimientos intuyen, ni las intuiciones sienten sentimientos. Hablar de una
intuición sentimental es, cuando menos, equívoco. Una fühlende Anschauung es
admisible tan sólo si por fühlen se entiende el sentir que consiste en tener una sensación,
no el sentir que consiste en estar teniendo un sentimiento. Lo sentido en intuiciones
74
sensoriales tales como la visión, la audición, etc., no son unos sentimientos, sino unas
determinadas cualidades que se denominan colores, sonidos, etc., y que al ser
sensorialmente conocidas pueden suscitar un agrado o un desagrado en el apetito
sensorial. Y, por consiguiente, si se afirma, como aquí mismo hacemos, que los valores
morales más fundamentales y genéricos son «sentimentalmente intuidos» o
«emocionalmente captados», ello quiere decir que no podemos intuirlos o captarlos sin
que en nosotros surja algún sentimiento, no que algún sentimiento los intuya o los capte,
ni que las vivencias en las cuales esos mismos valores se nos hacen presentes no sean
esencialmente intelectivas.
Las ideas de Scheler acerca de esta cuestión obtuvieron un eco fidelísimo en N.
Hartmann[73]. No es necesario que nos detengamos en analizar este eco, una vez hecho
el examen de las ideas que lo inspiran. En cambio, puede resultar de interés el examen y
la discusión del pensamiento de J. Maritain sobre este punto, especialmente si se tiene en
cuenta que el pensador francés trata de una manera explícita la cuestión del conocimiento
de los valores morales, planteándola en un nivel puramente prefilosófico: «(…) lo que
ante todo debe interesarnos, y lo que plantea un problema filosófico difícil es (…) el
conocimiento que yo denomino natural, el conocimiento prefilosófico. ¿De qué modo un
hombre, un hombre cualquiera, (…) un simple miembro de la humanidad común, conoce
los valores morales?»[74].
La respuesta de Maritain a la pregunta así formulada no va a moverse en la línea del
sentimiento, sino en la de la inteligencia o la razón, aunque en una forma peculiar, cuya
descripción exige un cierto preámbulo. «Me parece —advierte Maritain— que es esencial
comprender que hay un anchísimo campo donde la razón, la inteligencia, funciona de
una manera que no es todavía ni conceptual, ni lógica, ni raciocinativa, de una manera
cuasi biológica, como “forma” de las actividades psíquicas, y bajo un modo inconsciente
o preconsciente. (…) Hay toda una vida, a la vez intuitiva y no expresada, de la
inteligencia y de la razón, que antecede a las explicitaciones racionales»[75]. Tal es el
marco en el que Maritain va a encuadrar el conocimiento moral prefilosófico. Es el
ámbito de un conocimiento intuitivo de índole intelectiva —o, en la acepción más amplia,
racional—, pero que no sólo no es raciocinativo o discursivo, ni tampoco conceptual,
sino que es inconsciente o preconsciente. Mas, antes de discutir si el conocimiento moral
prefilosófico pueda darse en el ejercicio de una actividad intelectual así descrita, es
menester preguntarse por la posibilidad, en general, de que la inteligencia funcione de esa
manera. Con ello no se pone en tela de juicio la capacidad intuitiva de la facultad de
entender, una capacidad imprescindible, por cierto, para poder razonar, ya que toda
argumentación reposa, en definitiva, sobre la base de unos primeros principios, cuya
verdad es captada de una manera inmediata.
¿Puede —hay que preguntarse entonces— entrar en funcionamiento la potencia
humana de entender, no sólo sin razonar o discurrir, sino, además, sin ningún concepto y
hasta de un modo inconsciente o preconsciente? «Sin ningún concepto» no es lo mismo
que «con conceptos imperfectos» (tal vez confusos, u oscuros, o incluso meramente
negativos). Una inteligencia humana que funciona sin hacer uso de ninguna clase de
75
conceptos es como una imaginación que entrase en actividad sin forjarse ninguna imagen,
ni aun la más borrosa o diluida. ¿Y cómo podría funcionar la razón no con débil
conciencia, o con una conciencia meramente concomitante, sino de un modo
inconsciente o preconsciente? El derecho a la exageración tiene unos límites.
Si no perdemos de vista que la cuestión planteada por Maritain era la de cómo conoce
los valores morales un simple miembro de la humanidad común, habremos forzosamente
de extrañarnos ante la tesis, asimismo sentada por Maritain, según la cual los juicios
éticos del común de los hombres no son, en su mayor parte y de un modo fundamental,
juicios por modo de conocimiento, sino por modo de inclinación, con lo que viene a
explicarse que ese hombre común no sepa dar razón de sus juicios de carácter moral:
«Los juicios de valor, los juicios éticos tal como los encontramos efectuados en la
conciencia común de la humanidad, no son, fundamentalmente, y por regla general,
juicios “por modo de conocimiento”; son, primeramente y ante todo, juicios por modo de
inclinación. Nuestra inteligencia no juzga entonces en virtud de razonamientos lógicos:
juzga de una manera no conceptual, por conformidad con las inclinaciones que en
nosotros existen, y sin ser capaz de expresar las razones de su juicio»[76].
Antes vimos que el ámbito donde Maritain aloja el conocimiento moral prefilosófico
era el de un funcionamiento inconsciente o preconsciente de la inteligencia humana,
mientras que ahora, en cambio, los juicios de valor ético de los cuales se trata son
considerados por Maritain como algo que se encuentra efectuado en la conciencia
común de la humanidad. ¿Cómo puede funcionar inconsciente o preconscientemente una
inteligencia humana al realizar juicios que se encuentran efectuados en una cierta
conciencia? ¿Puede haber alguna conciencia en la cual se efectúen juicios sin ninguna
conciencia de efectuarlos? Y la diferencia entre los juicios «por modo de conocimiento»
y los juicios «por modo de inclinación» no elimina ni disminuye en los segundos la índole
de juicios, que esencialmente comparten con los primeros. Tal vez pueda pasarnos
inadvertida una inclinación por la cual somos llevados a hacer un cierto juicio, mas no
cabe que sea inconsciente el juicio que hacemos por virtud de esa inclinación. Y,
finalmente, hemos de pensar que las inclinaciones a las que en este caso Maritain se
refiere son las dadas en cualquier hombre, las estrictamente naturales, y de ellas tenemos
un cierto conocimiento en el cual está presente el de los fines a los que apuntan o se
dirigen y que en cuanto tales son captados por la razón como algo bueno y a lo que, por
tanto, debe tenderse de una manera activa[77], de donde a su vez resulta que asimismo
juzgamos como bueno, y como algo que se debe hacer, lo conforme con tales fines y así
también ajustado a las inclinaciones respectivas.
Maritain acierta al afirmar la índole inmediata o intuitiva de los juicios morales más
fundamentales y genéricos, que son también los más propios de la «conciencia común».
Pero al tratar de describir estos juicios atendiendo, precisamente, a su intuitividad o
inmediatez, sumerge Maritain a la razón, que esencialmente es luz, en la noche de lo
inconsciente, como si ello fuese imprescindible para poder explicar que al común de los
hombres le sea imposible explicar por qué lleva a cabo esos juicios, y como si fuera
cierto que el filósofo logra explicar ese «por qué», en el sentido de hacer admisibles esos
76
mismos juicios por virtud de alguna inferencia que los vuelve evidentes.
77
se debe o no se debe hacer, formulando preceptos generales inferidos de otros más
generales aún. No se puede negar que en ocasiones el pensamiento moral no filosófico se
detiene por un momento en la consideración de alguna norma ética, tomándola en general
y abstractamente, como si no se tratara de aplicarla, sino sólo de teorizarla. Es algo
paralelo o semejante a lo que a veces ocurre en el pensar común, precientífico y
prefilosófico, sobre asuntos distintos de las cuestiones morales y donde por un instante
queda tematizada o explícita alguna ley teórica tan general como el principio de
contradicción, aunque no formulado de una manera «técnica», sino, como es bien
natural y comprensible, en términos populares (tales como «una cosa es una cosa, y otra
cosa es otra cosa», «o somos, o no somos», etc.). Ahora bien, todas esas fugaces
apariciones abstractas de primeros principios especulativos y prácticos en el pensar vulgar
no sólo no se formulan de una manera técnica, sino que tampoco son tratadas
sistemáticamente. Sin duda alguna, son auténticas reflexiones, pero sueltas y meramente
ocasionales, sin ninguna pretensión de incorporarse a un organismo o cuerpo doctrinal. Y,
con todo, son necesarias para el pensamiento filosófico, el cual llega a constituirse por
virtud de una reflexión, digámoslo así, de segundo grado, ejercida sobre esas primeras
reflexiones inconexas o asistemáticas.
Salvo en esas excepcionales ocasiones, el pensar moral prefilosófico —la experiencia
moral común o más propiamente dicha— es de índole estrictamente práctica. Los
razonamientos que se hacen al pensar de ese modo no se detienen, ordinariamente, en la
consideración de los principios éticos, antes bien, están inmediatamente dirigidos a
obtener cuanto antes unas «conclusiones activas» no ya sólo por referirse a concretas
acciones, sino porque éstas se presentan en conexión inmediata —sin solución de
continuidad— con las conclusiones obtenidas en esas inferencias de carácter
estrictamente práctico. La practicidad de tales conclusiones no es incompleta, sino
saturada o cabal, porque atañe a juicios por los cuales la voluntad resulta determinada
últimamente, de suerte que estos juicios —y, por ende, también los razonamientos en los
cuales se infieren— desembocan en acciones efectivas, no meramente pensadas.
Por supuesto, los razonamientos morales de carácter estrictamente práctico —y todos
cuantos poseen este carácter, aunque no sean morales— acaban, dentro de la razón
misma, en imperativos o preceptos, pero no terminan definitivamente en la razón, no se
quedan en ella en el sentido de que toda su eficacia se reduzca a formular esos
imperativos, sino que llevan a las acciones que estos mandan. Con ello no se dice, claro
está, que sea la propia razón la facultad que ejecuta esas acciones preceptuadas o
imperadas por ella. Lo afirmado es que las conclusiones de los razonamientos
estrictamente prácticos son imperativos concretos, no abstractos o generales, y que no
son sólo formulados, sino inmediatamente obedecidos. Eso es, en suma, lo
esencialmente afirmado cuando se atribuye a los razonamientos en cuestión el
desembocar en acciones, y sin hacerse plenamente cargo de ello no se acaba de entender
la diferencia entre los razonamientos de carácter estrictamente práctico y los
razonamientos que no poseen esta índole, aunque acaso sus conclusiones sean
enunciativas de deberes.
78
No deja de sorprender que un pensador tan agudamente analítico como R. M. Hare
haya reprochado a Aristóteles el no haberse hecho cargo suficiente de hasta qué punto la
premisa mayor del silogismo práctico difiere de las proposiciones indicativas normales,
uniendo a este reproche, y sometiéndolo así a él, la tesis aristotélica según la cual la
conclusión es en el caso de los silogismos de ese género una acción: «Aristóteles habla
tanto de silogismos teóricos como de silogismos prácticos. (…) Trató la premisa mayor
de los primeros como un gerundivo, o como una frase de “debe”, o de otras maneras,
pero nunca se percató de cuán distintas de las formas indicativas normales son estas
formas. Por añadidura, dice que la conclusión es una acción (no un imperativo que
preceptúa una acción)»[78]. Esta objeción demuestra justamente que R. M. Hare no
parece haber llegado a darse cabal cuenta de lo que es un imperativo que prescribe una
acción para que ésta sea ipso facto ejecutada por la misma persona que lo formula. En
todo imperativo de esta índole hay un nexo esencial entre el formularlo y el cumplirlo, y
en ello estriba la plena practicidad de semejantes mandatos. Afirmar que un
razonamiento acaba «en una acción» y afirmar que ese mismo razonamiento acaba «en
un imperativo que prescribe una acción» son dos cosas distintas solamente para quien no
se hace cargo de que ese imperativo y la acción que él prescribe constituyen una
estructura radicalmente unitaria, cuando la acción preceptuada está mandada como
habiendo de ser puesta en obra por el mismo hombre que la dicta.
Todo imperativo es un producto de la razón práctica, no de la razón especulativa o
teórica, y la plena practicidad de un imperativo es la de la acción por él prescrita,
mandada —no meramente enunciada— en calidad de cumplimiento suyo enteramente
inmediato. Desde luego, esa acción no es ejecutada por la razón práctica, pero afirmar
que el razonamiento práctico —el que lo es sensu stricto— tiene por conclusión una
acción no es afirmar que la razón práctica lleve a cabo esa acción, además de mandarla o
prescribirla. Tampoco puedo afirmar que los movimientos voluntarios de mi mano tienen
en mi voluntad la facultad directamente ejecutiva de ellos, a pesar de lo cual me es
perfectamente lícito el calificarlos de voluntarios. Y así también es cosa enteramente
justificada y permisible el considerar inferidas las acciones prescritas por los imperativos
en cuestión, aunque no sea la razón la facultad directamente ejecutora de ellas.
La conclusión del razonamiento práctico difiere del dictamen de la conciencia moral.
Este dictamen, cuando se refiere a algo ya hecho, no puede ser sino especulativo. Su
carácter de «juicio de valor» se distingue bien claramente de la índole propia de los
imperativos que prescriben acciones inmediatas y de todo imperativo en general, pues lo
ya realizado no puede, en cuanto ya realizado, ser auténtico objeto de precepto, mientras
que puede, en cambio, ser calificado, juzgado, con un juicio meramente especulativo por
su forma, lógicamente acorde con su propia materia inoperable (lo ya hecho es
individualmente irrepetible y lo operable es, en todas las ocasiones, algo individual, no
universal). Y a ese carácter especulativo del dictamen de la conciencia respecto de lo ya
hecho no se opone el efecto sentimental de semejante dictamen. El sentimiento puede
brotar con el conocimiento y permanecer ligado a él. La satisfacción por el deber
cumplido, el remordimiento por la falta cometida, la tranquilidad o la paz de la
79
«conciencia limpia», etc. son realidades afectivas o emocionales vinculadas a unos juicios
de valor sobre nuestra propia conducta, los cuales no pueden ser juicios prácticos
precisamente porque se refieren a algo ya practicado. Por lo demás, la estrecha conexión
del sentimiento con el conocimiento no ordenado formalmente a la acción, sino al solo y
puro conocer, es cosa que no se limita a darse en los dictámenes retrospectivos —por
tanto, meramente especulativos— de la conciencia moral. Así, la belleza física suscita
una complacencia peculiar en quien se encuentra ante ella como puro y simple
espectador.
El dictamen de la conciencia que se refiere a algo por hacer es también especulativo en
su forma, por cuanto no alcanza a constituirse como un imperativo plenamente práctico,
sino sólo como un juicio de valor moral sin inmediata conclusión activa. Poco importa
que se formule en términos de deber y que se refiera a alguna acción considerada hic et
nunc. Mientras sólo se trata de calificarla (moralmente, por supuesto) y aunque se la
juzgue un deber, la acción no está siendo objeto de un efectivo imperativo inmediato, el
único al cual conviene la plena practicidad; y, en consecuencia, los razonamientos cuyas
conclusiones son meramente calificativas de acciones —no eficazmente imperativas de
ellas— son especulativos todavía, por mucho que se aproximen a los razonamientos
prácticos sensu stricto. Y no logran acercarles más a éstos, ni identificarlos nunca a ellos,
las tensiones y cargas sentimentales que también los juicios de valor suscitan cuando
están referidos a lo que se encuentra por hacer. Lo que a la conclusión de un
razonamiento le falta —y lo que, por ende, le falta a ese mismo razonamiento— para ser
plenamente práctico, vale decir, para no limitarse a calificar algo por hacer, es cosa
enteramente irreductible a cualquier sentimiento: es el desembocar, de manera inmediata,
en una acción.
Hay ciertos casos donde la activa conclusión del razonamiento moral es tan íntima a
quien la infiere (tan fácilmente lograda y tan estrechamente unida al sentimiento) que
puede dar la impresión de ser un sentimiento únicamente y no una genuina conclusión
que lo ha hecho surgir y se ha fundido con él. Uno de esos casos, quizá el más
representativo, lo constituye el agradecimiento. De la gratitud suele, efectivamente,
hablarse en la acepción de un sentimiento noble y delicado, que enaltece y honra a quien
lo siente, sea cualquiera el nivel en que ésta pueda encontrarse; y la ingratitud es
considerada, a su vez, como una privación sentimental gravemente deshonrosa o
degradante. Sin embargo, basta iniciar el análisis del agradecimiento para darse cuenta
bien clara de que éste no es algo irracional, caprichoso o meramente subjetivo, sino, por
el contrario, algo bien razonable y provisto, sin duda, de una objetiva justificación.
¿Cómo es posible que un sentimiento esté justificado y que sea razonable? Un puro y
simple sentimiento puede tener mucha intensidad, o acaso poca, pero ¿puede tener
alguna dosis de racionalidad? Sólo cabe que la posea si surge con alguna intelección, a la
cual queda enlazado y de cuya esencial logicidad participa. El sentimiento de la gratitud
es razonable, lógico, por ser una irradiación sentimental de algo que no es formalmente
un sentimiento, sino el cumplimiento de un deber, concretamente de un deber de justicia.
Si la gratitud fuera esencialmente un sentimiento, o si lo fuese de una manera parcial,
80
pero imprescindible, no cabría tenerla en modo alguno por verdadero objeto de un deber.
El cumplimiento del deber es preceptuable, y en los sentimientos, por el contrario, no se
puede mandar. En consecuencia, el sentimiento de la gratitud no es necesario para
«estar» realmente agradecido, ni hace más hondo ni más sincero ese estar. En su
determinación más esencial es la gratitud una actitud de justa correspondencia a algún
beneficio recibido, y esa justa correspondencia es un modo de amor benevolente,
fundado en otro de su misma índole y de sentido inverso. Y el razonamiento práctico del
cual dimana como activa conclusión mi gratitud se caracteriza —simplificando las
fórmulas descriptivas de su estructura lógica— como el que tiene por premisa mayor un
especial imperativo de justicia (el que me manda corresponder con mi benevolencia a
quien conmigo ha sido benevolente) y por premisa menor la que registra el hecho de que
alguien ha sido benevolente conmigo. (Por supuesto, al hacer un razonamiento
semejante, nadie va analizándolo y diciéndoselo a sí mismo tal como se acaba de
exponer. Quienes reducen la gratitud a un sentimiento se verán en serios apuros al tratar
de vencer la tentación de ridiculizar el silogismo. Y, sin embargo, si al más decidido
partidario del sentimentalismo de la gratitud se le pregunta por qué está agradecido a X,
responderá que X le ha hecho un favor, y si a su vez se le pregunta por qué agradece los
favores recibidos, contestará que lo hace por parecerle justo, o dará otra respuesta
equivalente, y si no supiera dar ninguna, y le proponemos la que se acaba de decir, no
dudará en aceptarla, lo cual confirma que la utilizó, aunque no reflexionara sobre ella).
Al igual que en el caso del argumento de la gratitud, hay en todos los casos de
razonamiento moral estrictamente práctico dos proposiciones singulares, que son la
premisa menor y la conclusión imperativa. Ahora bien, aunque estos razonamientos son
los que en el ámbito moral hace con más frecuencia todo hombre, hay otros
razonamientos de carácter moral que también el hombre común hace a menudo y que
asimismo tienen una premisa menor singular y una conclusión singular, aunque no
imperativa, sino indicativa. Tales son los razonamientos cuyas conclusiones consisten en
dictámenes de la conciencia moral. De esta clase de dictámenes ya nos hemos ocupado
para señalar su carácter no estrictamente práctico y, por ello, especulativo en definitiva.
Así, pues, una buena parte de los razonamientos morales del hombre común concluyen
en dictámenes de la conciencia moral, los cuales se refieren a casos bien concretos,
singulares. Son juicios de valor que califican moralmente esos casos en su singularidad,
pero no sentimientos (aunque de ellos pueden y suelen ir acompañados), por derivar
formalmente del uso de la razón.
81
ninguna otra cosa. Y, por otra parte, ya hemos visto que la experiencia moral es
ocasionalmente reflexiva a su modo y manera, es decir, no sólo vivida o ejercida, sino
también pensada y teorizada, aunque no metódicamente, por el hombre común.
En esas ocasionales reflexiones sobre la experiencia moral, o más bien sobre
determinados episodios o ingredientes de ella, distintos, por regla general, en cada caso y
que aisladamente llaman la atención, ha de buscarse el germen de la ética filosófica. De
este germen se pasa a la filosofía moral por obra del mismo estímulo al que siempre se
debe la iniciación del pensar filosófico en sus más varios aspectos y manifestaciones: la
admiración o extrañeza, el asombro como situación esencialmente intelectual —a la cual
va ligada, más o menos estrechamente, un peculiar sentimiento— ante algo que es, a la
vez, patente e inexplicable: tan cierto como difícil de admitir y entender. Ya Platón[79] y
Aristóteles[80] ponen en el θαυμάζειv el principio del filosofar. El filósofo es, ante todo,
cabalmente lo más opuesto al hombre que no se admira ni se extraña de nada, y la
filosofía moral o ética filosófica se inicia con la extrañeza o el asombro ante hechos
vividos en la experiencia moral y ocasionalmente reflexionados por el hombre común, los
cuales no han despertado en éste, sin embargo, una suficiente conciencia de la dificultad
y la necesidad de darles explicación. Si se alza, por el contrario, a esa suficiente
conciencia, el hombre común deja, por ello mismo, de ser hombre común y se convierte
en filósofo, al menos por un momento y en lo concerniente a la intención, no en lo
tocante a los logros, ya que éstos no se consiguen con el solo asombrarse o extrañarse,
por muy lúcido e incitante que éste sea.
Hechos tales como la disparidad de las convicciones éticas, incluso entre hombres
pertenecientes a un mismo círculo cultural, sobre asuntos de muy clara relevancia, o los
llamados «conflictos de deberes», o el contraste entre unos principios éticos
sinceramente admitidos de una manera teórica y la conducta efectivamente vivida, o la
dificultad de expresar por qué juzgamos éticamente bueno lo que como tal admitimos sin
ninguna vacilación, etc., tienen de suyo toda la fuerza necesaria para despertar la
extrañeza de la cual se deriva la filosofía, concretamente la ética filosófica. Son, sin duda,
unos hechos tan indiscutibles o seguros como difíciles de explicar de un modo
satisfactorio en una primera aproximación a esos hechos. La ética filosófica es algo más
que una inicial aproximación a esos hechos: es una teoría que los explica o que responde,
en la medida de lo posible, a la pretensión de dar cuenta de ellos en una forma metódica
y sistemática. No se limita, por tanto, la ética filosófica a esos hechos, sino que los
integra en el conjunto de la experiencia moral tomada precisamente como «unidad de
sentido», no como simple yuxtaposición o colección de episodios. Así, pues, la ética
filosófica es el producto de una reflexión que, teniendo su origen en la consideración de
algunos hechos, particularmente llamativos, de la vida moral, se constituye
definitivamente, por virtud de una intrínseca exigencia de unidad objetiva, en una teoría
concerniente a la totalidad de esa vida, tomada precisamente como experiencia de la
moralidad.
En cuanto pura teoría de la experiencia moral así tomada, la ética filosófica no
contiene en sí misma ninguna pretensión de signo práctico, ni próxima ni remota. O lo
82
que es igual: no está de suyo orientada a la regulación de la conducta, ni de un modo
directo, ni en una forma indirecta. Dicho todavía de otra manera: como pura teoría de la
experiencia moral, la ética filosófica no posee ningún valor imperativo. Pero
inmediatamente ha de advertirse que esta completa carencia de imperatividad no está
aquí atribuida a la ética filosófica de una manera absoluta, sino sólo de un modo relativo:
en cuanto pura teoría de la experiencia moral. Para pasar de esta atribución relativa a la
absoluta sería menester probar que sólo como teoría de la experiencia moral es posible la
ética filosófica. Pero dejemos abierta la cuestión y concentrémonos por ahora en el
examen del cometido teórico que la ética filosófica posee.
Se trata únicamente de indicar los más sustantivos intereses de la teoría filosófica de la
experiencia moral sin que entremos en pormenores cuyo análisis resulta innecesario para
entender globalmente el sentido de esta teoría. Pues bien, lo que ante todo ha de tenerse
en cuenta para la correcta determinación de los más sustantivos intereses de la teoría
filosófica en cuestión es precisamente el carácter filosófico, no científico-particular, de
esta teoría. Su completa carencia de imperatividad no le obliga a constituirse como una
pura y simple descripción de meros hechos o, a lo sumo, como una explicación
desentendida de los más hondos o radicales fundamentos. Las cuestiones sociológicas e
históricas, las psicológico-empíricas y, en general, todas las relativas a la descripción y
explicación del hecho de la moralidad desde los puntos de vista de las ciencias
particulares son, sin duda, asuntos teóricos, pero no asuntos teórico-filosóficos. Y, por el
contrario, entra de lleno en el ámbito de los intereses propios de la teoría filosófica de la
experiencia moral todo cuanto directa o indirectamente tiene que ver con la
fundamentación de las normas morales, y no tan sólo con el «hecho» de ellas.
Fundamentar una norma dada, o bien hacer entender que eso sería imposible sin unas
normas válidas en sí mismas, no es ninguna actividad imperativa, pues no dicta o
establece norma alguna, sino una actividad explicativa y que tiene carácter filosófico si
llega a ser radical.
«Por la cuestión de la fundamentación o la validez de las afirmaciones morales la ética
se distingue —observa F. Ricken— de otras ciencias que asimismo tienen por objeto el
ámbito de la moral. Las investigaciones sobre el modo de comportarse de determinados
grupos de la población o sobre cómo ciertas formas de actuación son de hecho juzgadas
en una sociedad, o sobre cómo evoluciona la conciencia moral en la historia de la
Humanidad o en un individuo humano, no son tareas del filósofo moral, sino del
científico empírico, así, por ejemplo, del sociólogo, del psicólogo o del historiador. El
cultivador de la ética no cuestiona cómo se comportan los hombres, sino cómo deben
comportarse; no pregunta si es tenida por recta una manera de obrar, sino si es
recta»[81].
¿Hasta qué punto estas observaciones podrían ser aducidas en corroboración de lo
aquí dicho sobre la teoría filosófica de la experiencia moral? Los ejemplos de cuestiones
pertinentes al examen de la moralidad desde el punto de vista del científico empírico —
del sociólogo, del psicólogo o del historiador— son bien claros y muy gráficamente
indicativos de lo que la ética filosófica no trata en tanto que es filosófica y no sólo en
83
tanto que es ética. Pero el comienzo y el final del pasaje donde esos atinados ejemplos
aparecen son menos afortunados y dan por ello ocasión a algunas aclaraciones. En
efecto, el interés por el valor moral ut sic no es privativo de la ética filosófica, pues
asimismo conviene a la moral espontánea, prefilosófica, del hombre común, y, por otra
parte, no es lo único por virtud de lo cual la ética filosófica difiere de los saberes
empíricos relativos a la moralidad. Nada de ello es negado en las observaciones de F.
Ricken, pero tampoco afirmado, lo cual tiene el inconveniente de dejar omitida una
consideración muy oportuna para el establecimiento del sentido de la teoría filosófica de
la experiencia moral. Porque es el caso que el interés por los valores morales en cuanto
tales es en esta teoría, permítase la redundancia, filosóficamente teorizado, cosa que no
acontece en las ciencias empíricas de la moralidad ni en la experiencia moral del hombre
común. La aportación de la ética filosófica ha de ser en este sentido una explicación
radical, por razones o causas últimas, del interés que en el hombre en tanto que hombre
existe por los valores morales en cuanto tales y que no es de suyo un interés teórico, sino
práctico: un inevitable, irreprimible interés de la razón práctica según su íntima y más
propia condición.
En conclusión: ni la ética filosófica es la única que juzga moralmente las acciones
humanas —también, y antes, hace esos juicios la moral del hombre común—, ni es el
juzgar moralmente las acciones humanas lo único en que la ética filosófica se ocupa. Mas
no olvidemos que por el momento lo que estamos considerando en la ética filosófica es
su condición de teoría de la experiencia moral. Preguntemos, por tanto: ¿es compatible
con la «teoricidad» de la ética filosófica —en su aspecto de reflexión sobre la experiencia
moral— el hacer juicios morales? No se da respuesta a esta pregunta alegando la
imposibilidad de que una teoría, filosófica o extrafilosófica, establezca algún imperativo.
Ciertamente, un imperativo no es un juicio teórico, pero, a su vez, tampoco son
imperativos los juicios morales (ni siquiera los más concretos, los que califican una
acción considerada hic et nunc), mientras sean sólo juicios y no entrañen una efectiva
volición. Un juicio moral puede ser la razón de un imperativo moral, pero no es
formalmente y en sí mismo un imperativo de esta clase ni de ninguna otra.
Y, sin embargo, en su condición de teoría de la experiencia moral la ética filosófica no
hace juicios morales, digámoslo así, por su cuenta y propia iniciativa. No los hace de esa
manera porque ya los encuentra hechos en la experiencia moral, de la cual es teoría y no
suplencia. Los juicios morales que esta teoría efectúa desde su propia condición de teoría
son «de segunda mano»: los mismos ya establecidos en la experiencia moral y que
vuelven a aparecer al convertirse ésta en objeto de reflexión. Son, en una palabra, juicios
morales reflejados. Y una vez constituidos de este modo —hechos ya objeto de la
reflexión filosófica—, la teoría de la experiencia moral hace lo posible por explicarlos, i.
e., por desplegar y exponer sus implicaciones, lo cual se lleva a cabo en otros juicios que
no son, a su vez, formalmente morales, porque no tienen ninguna intención moralmente
valorativa, sino pura y simplemente explicativa (en la indicada acepción del desplegar y
exponer implicaciones).
Una plausible enumeración de los cometidos y funciones de la teoría filosófica de la
84
experiencia moral ha sido propuesta por J. de Finance, quien las considera un
complemento del «dato espontáneo» correspondiente: «La ética, efectivamente, no ha de
ser hecha del todo, antes bien, se ha de esclarecer poco a poco su dato espontáneo; han
de declararse cada vez más sus nociones, y manifestarse su principio y fundamento,
habiendo de examinarse sus preceptos y sometiéndolos a crítica para ver si son
coherentes con el principio y, por último, ha de ordenarse racionalmente la
totalidad»[82].
En esta agenda de la ética filosófica se echa de ver, de una manera inequívoca, que
toda ella está pensada en función de la experiencia moral, en la cual sin duda consiste el
datum spontaneum que analíticamente (no otra cosa puede significar el paulatim o «poco
a poco») se ha de esclarecer. A ese dato espontáneo pertenecen las nociones cuya
progresiva declaración se pide, y a él se refiere, evidentemente, el principio o fundamento
que se ha de manifestar, así como los preceptos que han de ser examinados y cuya
coherencia con el fundamento o principio ha de someterse a crítica. Lo único que, por
supuesto, no pertenece al dato espontáneo es la totalidad integrada por los resultados de
esas diversas operaciones intelectuales que sobre él se han de hacer y entre las cuales se
cuenta la ordenación racional de lo así obtenido. En consecuencia, la ética filosófica
sería, en definitiva, una explicación de la ética ya existente como dato espontáneo, y toda
su aportación consistiría en explicar ese dato. La normatividad que, sin embargo, atribuye
De Finance a la ética —scientia categorice normativa[83]— deberá, por tanto,
entenderse como una característica que primordial y originariamente pertenece a la ética
espontánea y que sólo de una manera derivada es transferible a la ética filosófica. Nada
dice De Finance acerca de ello, ni tampoco se trata, desde luego, de hacérselo decir, sino,
simplemente, de impedir la apariencia de una contradicción entre el carácter normativo
de la ciencia ética, por él expresamente afirmado, y la pura teoricidad de las funciones
que la ética, también según él, ha de cumplir en su modo de habérselas con el dato
espontáneo de la moralidad.
Las funciones en cuestión —las de la ética únicamente como teoría de la experiencia
moral— se reducen, en lo esencial, a tres: esclarecer, justificar y sistematizar. Ninguna de
ellas consiste en establecer normas ni en formular juicios morales sobreañadidos a los ya
existentes en la experiencia moral en calidad de principios básicos o primeros de todo
razonamiento ético. Aceptar o asumir las normas y los juicios morales básicos,
primordiales, de la experiencia moral no es dictar esas mismas normas ni hacer esos
mismos juicios, sino hacer otros juicios sobre unas normas y unos juicios ya presentes en
la experiencia moral. Frente a esto cabría decir que esos nuevos juicios son otras tantas
valoraciones, es decir, otros tantos juicios de valor, y que, en cuanto tales, rebasan la
competencia de la mera teoría de la moral espontánea. Sin embargo, como cabal
respuesta a esta objeción bastará recordar dos cosas ya anteriormente dichas en este
mismo lugar: 1ª, que no es lo mismo una teoría valorativa que una teoría imperativa,
siendo imposible, ciertamente, ésta, pero no, en cambio, aquélla; 2ª, que la teoría
filosófica de la experiencia moral no hace, por su cuenta y propia iniciativa, ningún juicio
moral, sino que se limita a reflejar los ya hechos en la moral espontánea, no
85
valorándolos, a su vez, moralmente, sino tratando sólo de explicarlos, lo cual puede llevar
consigo alguna valoración, mas no una valoración formalmente moral.
86
es mencionado, y el problema del que usualmente se trata bajo el título aristotélico de la
Akrasía, que debiera ser discutido más a menudo, es mencionado sólo de pasada. No se
debe esto a que esos problemas me parezcan sin importancia, ni a que sobre ellos no
tenga yo nada que decir, sino a que son problemas que más tienen que ver con el
lenguaje de la psicología de la moral que con el lenguaje de la moral misma»[84].
En su función de esclarecer nociones relevantes en la experiencia moral, pero no
privativas de ella, la teoría filosófica de la moral espontánea no tiene por qué ocuparse
del «problema» de la libertad de la voluntad, sino del «concepto» de esa misma libertad,
si bien no ha de hacer tampoco otra cosa que asumir o tomar en préstamo lo que de ella
determina la psicología filosófica (de la no filosófica es difícil que pueda recibir algo
ilustrativo de la idea de la libertad, dado el escaso interés que por semejante idea
manifiestan realmente los cultivadores de esa disciplina positiva).
Otras nociones especialmente relevantes en la experiencia moral, aunque no
exclusivamente propias de ella, son los conceptos de fin y de felicidad. Sin necesidad de
incurrir en unilaterales eudemonismos y teleologismos, tiene el hombre común presentes
esos dos conceptos en su efectivo modo de vivir la experiencia ética e incluso en las
reflexiones que a su modo y manera lleva a cabo sobre el sentido de la moralidad. Pero el
concepto de «fin» rebasa el ámbito de la psicología, además de trascender el de la ética,
si bien es cierto que la tendencia de la acción humana a algún fin es asunto formalmente
psicológico, del cual constituye un eminente aspecto la aspiración del hombre a la
felicidad. También en la determinación de estas ideas la ética filosófica se limita a recibir
las enseñanzas de otras disciplinas, la psicología en primer lugar —o, para ser más
exactos, la antropología filosófica— y, en definitiva, la metafísica.
La noción de pasiones humanas es asimismo otra idea con la que el filósofo moral ha
de contar, y de la cual, en efecto, suelen ocuparse los tratados de Ética, no en un plano
distante del que es vivido en la experiencia moral, sino precisamente en ese mismo plano.
Y también aquí tiene la psicología, sin duda, la competencia necesaria para hacer las
correspondientes aclaraciones conceptuales. Ahora bien, aunque las determinaciones y
los análisis —en general, todos los modos de esclarecimiento— de las pasiones humanas
pueden cumplirse sin entrar propiamente en el ámbito de la moralidad, es, sin embargo,
la relación con este ámbito lo que confiere al examen de nuestras pasiones, además de su
máximo interés, su mayor grado de lucidez y de rigor. Y lo mismo sucede con las demás
nociones que en la teoría filosófica de la experiencia moral aparecen como operativas ya
en esta experiencia, aunque no privativas de ella y cuyo esclarecimiento corresponde a
otras disciplinas filosóficas. A propósito de todas esas nociones cabe aplicar aquí lo que
respecto de la íntima conexión entre la ética, la antropología y la metafísica advierte M.
Rhonheimer: «La ética tiene (…) ya originariamente una interna conexión con el ámbito
objetual de la antropología. De ello puede inferirse que tampoco una radical
“fundamentación” antropológica ha de ser extraña al ámbito objetual de la ética, y que
incluso ésta la reclama. Y, en segundo lugar, se muestra también que la ética, por su
parte, contribuye a profundizar el conocimiento antropológico»[85]. O bien: «Resultarían
falseadas tanto una metafísica que prescindiese de la experiencia fundamental de la razón
87
práctica, cuanto una ética que renunciase a un esclarecimiento metafísico de la pregunta
psicológica incluida en la experiencia de la auto-reflexión de la razón práctica. Lo que
realmente y en el fondo del ser del hombre está unido se divide como objeto del
conocimiento humano en ciencias estructuradas según métodos distintos»[86].
Es evidentemente indiscutible el derecho de un investigador a elegir un determinado
aspecto o problema entre los integrantes de un saber y estudiarlo por separado, en la
medida en que ello sea posible. No se trata exclusivamente de la licitud de ocuparse de
una determinada ciencia en vez de otra que con ella mantiene una estrecha relación, sino
de hacer otro tanto en el interior de una y la misma ciencia, eligiendo en ella un sector
metodológicamente unitario en sí mismo, o incluso limitándose a un solo punto o
cuestión. Todo ello es perfectamente lícito, siempre y cuando se tenga una clara
conciencia de su parcialidad. Así, para poner un ejemplo dentro del marco de la ética
filosófica, está en su pleno derecho quien como R. M. Hare se limita en su obra The
language of Morals a estudiar la lógica del lenguaje de la moral, desentendiéndose, como
ya hemos visto, del lenguaje de la psicología de la moral y, como fácilmente puede
comprobarse, de otros asuntos habitualmente estudiados en las introducciones a la ética.
Pero de eso a identificar la ética con el estudio del lenguaje de la moral[87] hay un salto
inadmisible, explicable tan sólo, no justificable en modo alguno, por la eficacia de unos
determinados prejuicios de escuela. Y aun así, no deja de ser un cierto síntoma el hecho
de que el propio Hare haya introducido en su «lógica de los términos morales» el examen
de una cuestión temáticamente pertinente a la «psicología moral»: la cuestión de las
«decisiones de principio»[88]. La noción de «principio» tiene un sentido lógico
innegable, pero la noción de «decisión» es esencialmente psicológica (y tal como Hare de
hecho la utiliza no desmiente esta condición).
Pasemos ahora a los conceptos específica o propiamente éticos que la teoría filosófica
de la experiencia moral encuentra en esta experiencia y trata de esclarecer. Ya la explícita
distinción entre conceptos específicamente éticos y conceptos relevantes en la ética sin
ser privativos de ella es una aportación de la moral filosófica, no porque se requiera hacer
filosofía para tener alguna forma de conciencia de que un concepto es formalmente ético,
sino porque la filosofía es necesaria para que esa conciencia se haga explícita y así pueda
contraponer, en general, las ideas propiamente éticas a las que no poseen este carácter, a
pesar de tener una especial importancia para la intelección de los asuntos morales.
¿Cuáles son los conceptos específicamente éticos ya operativos en la experiencia moral
y cómo y hasta qué punto los esclarece realmente la ética filosófica? No contamos, para
responder a la primera pregunta, con un catálogo de los conceptos en cuestión. El hecho
de la inexistencia de este catálogo es un defecto de la ética filosófica, no de la moral
espontánea, claro está, pero pone una vez más de manifiesto la proximidad de aquélla a
ésta cuando se trata de algo situado en su más radical nivel. Por lo demás, no es ésta una
grave falta, y en lo esencial cabe ponerle remedio si se acude al contenido programático
de los tratados de ética general. A pesar de las diferencias entre ellos en cuanto atañe a la
solución de los problemas e incluso al modo de su planteamiento, las nociones éticas
fundamentales de las cuales se trata en las discusiones filosóficas son casi siempre las
88
mismas, también cuando esas nociones son conceptos específicamente éticos.
El primero de esos conceptos es la propia noción de la moralidad, la idea de lo moral
en cuanto tal, la de lo ético precisamente en cuanto ético. Su forma de estar presente en
el hombre común es el concepto del más alto de los valores de la libre conducta humana,
siendo, así, el contravalor correspondiente el más bajo de los posibles para esa misma
clase de conducta. En la ética prefilosófica es la moralidad primordialmente la bondad
moral, la bondad de lo bueno en su más alto nivel, mientras que la maldad moral, la
maldad de la peor forma de lo malo, es la inmoralidad. Con esto no se está diciendo que
le falte al hombre común la intelección del género idéntico al que la moralidad y la
inmoralidad pertenecen, sino tan sólo que ese género se le muestra originariamente por el
lado de la bondad moral, de tal suerte, por tanto, que la maldad moral la presupone y sin
ella resultaría ininteligible. Lo mismo ocurre en la reflexión filosófica sobre ambos
valores. El esclarecimiento que la ética filosófica lleva a cabo al ocuparse de ellos
comienza por hacerse cargo de la moralidad en el sentido de la bondad moral y
justamente como el más alto de los valores posibles para la libre conducta humana, y
desde ahí desciende hacia la maldad moral como el peor de los contravalores posible para
esa misma clase de conducta. La aportación de la ética filosófica no consiste aquí en
intensificar el aprecio del valor positivo de la bondad moral ni en hacer que seamos más
conscientes del valor negativo, o contravalor, de la maldad moral, sino en permitirnos
comprender, de una manera explícita, que se trata de la bondad y de la maldad atribuibles
al hombre pura y simplemente en cuanto hombre. Dicho en términos populares: es
moralmente buena la conducta del hombre que se comporta humanamente bien, y
moralmente mala la del hombre que se comporta humanamente mal. Pero las
implicaciones del concepto de la bondad moral y las del concepto de la maldad moral en
su común referencia al hombre en tanto que hombre no son objeto de análisis en la moral
espontánea, sino en la teoría filosófica que trata de esclarecerlas y explicarlas en la
medida de lo posible. No haremos aquí ese análisis. Para los efectos que ahora nos
interesan basta haber indicado la dirección en que es posible y conveniente efectuarlo (la
que apunta al íntimo nexo entre la moralidad y la perfección del hombre en cuanto
hombre).
En torno a la idea central de la moralidad (positiva y negativa) giran de un modo lógico
todas las otras nociones específicamente éticas siendo las más destacadas las de «leyes
morales (normas e imperativos éticos)», «conciencia moral», «deber», «derecho»,
«virtudes morales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza)» y «sanción». Aunque esta
lista no consta de un excesivo número de elementos, tal vez resulte larga en comparación
con los repertorios de conceptos específicamente éticos que pueden tomarse de los
contenidos programáticos de obras de filosofía moral general, y de fundamentación de la
ética, tan conocidas y de tan vario estilo como, por ejemplo, Über die Grundlage del
Moral, de Schopenhauer, Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik,
de M. Scheler, The Language of Morals, de R. M. Hare, Ethics, de P. H. Nowell-Smith,
Foundations of Ethics, de D. Ross, Neuf leçons sur les notions prémières de la
philosophie morale, de J. Maritain, o Les grandes lignes de la philosophie morale, de
89
J. Leclercq. (Recuérdese que se trata de conceptos específicamente éticos, no, en
general, de conceptos especialmente relevantes para la ética).
La noción de leyes morales, donde se comprenden las normas y los imperativos éticos
de todo linaje, está en la mente del hombre común, que en ocasiones la designa quizá
con otros términos, como noción de las diversas reglas directivas que con valor absoluto
han de seguirse en la práctica de la libre conducta humana. En la experiencia moral el
valor absoluto de semejantes reglas está presente con insuperable nitidez y justamente en
contraposición a la relatividad del valor de las leyes civiles positivas. Así lo demuestra el
célebre testimonio de la Antígona (451-456) de Sófocles: «No pensaba yo que tus
proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir las leyes no
escritas e inquebrantables de los dioses. Éstas no son de hoy ni de ayer, y nadie sabe de
dónde surgieron». El esclarecimiento filosófico de esta noción, aunque nada añade a su
lucidez prefilosófica, hace patente, por una parte, la esencial racionalidad de las leyes
morales y, por otra parte, aunque en estrecho contacto con esa misma racionalidad, su
fundamental ordenación al bien común: primordialmente, al bien común en su dimensión
moral, no incompatible, por principio, con el bienestar material, pero enteramente
irreductible y superior a él. La «racionalidad» de las leyes morales queda esclarecida en
la reflexión filosófica de una doble manera: en primer lugar, haciendo ver su carácter de
dirigidas u ordenadas (son ordenaciones no solamente en el sentido de los mandatos) al
bien común, no al particular o privado de algún hombre, porque en tanto que así
configuradas, es decir, por virtud de su constitutivo «ordenarse» o «dirigirse», son obra
de la razón, aunque puedan contar con resonancias o efectos sentimentales. Y, en
segundo lugar, poniendo de manifiesto la esencial permanencia de su sentido lógico,
frente a la indefinida variedad y a la imprevisible variación de esos efectos y resonancias
(los cuales, a veces, pueden no producirse, y cuando se dan están en cada caso
determinados por diversos factores individuales vinculados a los distintos temperamentos,
así como por los factores que a todo ello se añaden en virtud del ocasional humor y
eventual situación anímica).
No es necesario entrar ahora en más pormenores acerca de la reflexión filosófica sobre
los imperativos y las normas morales, porque aquí sólo se trata del esclarecimiento
filosófico del concepto de las leyes morales, no de la justificación de estas leyes, asunto
al que será necesario referirse en el examen de la explicación que la ética filosófica
propone de la experiencia moral considerada no en el plano del concepto, sino en el del
juicio (el único en el que, como ya vimos, cabe hablar propiamente de justificación).
La noción de conciencia en su sentido ético, además de estar bien presente en la
mentalidad del hombre común, es, valga la manera de decirlo, una de las más
«populares» entre las que se encuentran incluidas en la experiencia moral. Es frecuente
expresarla utilizando el recurso de una metáfora: la de la «voz» de la ley moral. Incluso
en documentos de la Iglesia Católica se hace uso de esta metáfora: «En el interior de su
conciencia descubre el hombre una ley que él no se da a sí mismo, pero a la cual ha de
obedecer y cuya voz clama por la práctica del bien y por la evitación del mal»[89]. La
idea prefilosófica de la conciencia moral como «la voz de la ley moral» en el interior del
90
ser humano es equivalente al concepto de «conocimiento moral» en el sentido más
amplio, de tal modo que su función consiste tanto en hacernos presentes las normas o
leyes éticas más generales, cuanto en darnos la calificación moral de las acciones
concretas, singulares, que hemos hecho o que proyectamos hacer. La elaboración
filosófica de este concepto consiste principalmente en distinguir las diversas funciones
que en él se recogen bajo el único nombre de conciencia moral, subrayando o haciendo
explícito para todas ellas su pertenencia a un «yo» que se da cuenta del correspondiente
cumplimiento. Si en su noción prefilosófica la conciencia puede ser oscuramente tomada
por una voz impersonal o anónima, la reflexión filosófica sobre ella hace ver que siempre
se trata de algo irreductiblemente personal, donde no cabe la posibilidad de sustituir un
yo por otro yo.
En uno de los tratamientos filosóficos más agudos y lúcidos que del concepto de la
conciencia moral se han realizado —a saber, el efectuado por santo Tomás[90]—, el
modo más estricto y propio, aunque no el único admisible, de considerarla es el que la
toma no como una facultad, algo así como un sensorio ético, ni tampoco como un
hábito, sino como el acto en el que se aplica el conocimiento moral a alguna acción
enteramente concreta. La ventaja de esta manera de entender la conciencia moral reside
en la más clara unión con la conciencia en el sentido meramente psicológico, pues ésta no
se refiere abstractamente a los hechos anímicos, ni es una facultad ni tampoco un hábito,
sino, en cada ocasión, el efectivo ejercicio de un acto de darse cuenta de alguno de esos
hechos in concreto.
El concepto del deber (o, lo que es lo mismo, el de la obligación éticamente entendida)
está radicalmente vinculado a la noción de la moralidad misma en cuanto tal, y ello hace
comprensible su inequívoca y fundamental presencia en la mente del hombre común.
Éste, aunque no sepa expresar en términos universales la diferencia entre la obligación en
el sentido moral y la que no tiene este sentido, entiende con perfecta claridad esa
diferencia, como lo prueba el hecho de que sabe ejemplificarla o, al menos, reconocerla
en ejemplos que de ella se le propongan. La reflexión filosófica no hace ver con más
claridad qué cosas son moralmente obligatorias y cuáles, siendo también obligatorias, no
lo son moralmente. El esclarecimiento filosófico de la noción del deber u obligación
moral se refiere al concepto abstracto, no a los ejemplos concretos, y consiste
únicamente en el análisis descriptivo de la obligatoriedad moral en cuanto tal. Por virtud
de este análisis descriptivo la obligatoriedad moral se nos presenta como una necesidad
sui generis: una necesidad aparentemente paradójica, pues por un lado tiene en la
libertad no su opuesto, sino su presupuesto, y, por otro lado, es absoluta, vale decir,
categórica, no hipotética o relativa. La primera de las dos notas pertenece a la obligación
moral de una manera genérica, no en tanto que es moral, sino sólo por ser obligación (o,
dicho de una forma negativa, por no ser una necesidad de tipo físico), mientras que la
segunda de las notas, la del carácter absoluto o categórico, se atribuye a la obligación de
una manera específica, por ser moral, no por ser obligación.
El análisis filosófico de la idea del deber en el sentido de la obligación moral ha sido
especialmente cultivado en la ética filosófica moderna, alcanzando su más eminente cima
91
en el pensamiento de Kant, lo cual puede afirmarse con independencia de todas las
objeciones que merece la filosofía moral kantiana. Pero no es cierto, en cambio, que la
idea de la obligación moral esté necesariamente vinculada, según pretenden algunos
éticos contemporáneos, a la concepción de la ética como ley, a la manera según la cual
ello acontece en los círculos culturales del Judaísmo y del Cristianismo, aunque también
del Estoicismo. «Tener una concepción de la ética como ley es mantener —dice G. E.
M. Anscombe— que está requerido por la ley divina lo que viene obligado por la
conformidad con las virtudes cuya falta significa que se es malo qua hombre (y no sólo
qua artífice o lógico), vale decir, lo obligado para el hombre en cuanto tal. Naturalmente,
no es posible tener esa concepción si no se cree en Dios como legislador, tal cual hacen
los judíos, los estoicos y los cristianos»[91]. Frente a estas apreciaciones ha podido
escribir G. Abbà: «La cosa no es tan simple. La idea del deber, aunque no tematizada,
está ya presente en la Ética Nicomaquea, por más que en ella no haya ninguna señal de
un legislador divino»[92], y un poco después añade, saliendo al paso de la artificiosa
oposición del deber y la virtud: «El concepto de virtud no excluye el deber: en un cierto
sentido del término “deber” es en función del deber como la virtud se define; y en otro
sentido es la virtud lo que define al deber»[93].
El concepto del derecho en su sentido moral es para el hombre común una idea
perfectamente clara mientras no se le pida que la explique en términos generales y sin
valerse de ejemplos. Y es asimismo clara enteramente para el hombre común la
diferencia entre la acepción moral y la meramente jurídico-positiva de la palabra
«derecho», lo cual le permite hacer valoraciones éticas, favorables o adversas, del
comportamiento legislativo de los gobernantes. Para el hombre común no sólo son
diferentes esas dos acepciones del «derecho», sino que la primera es más esencial y
radical que la segunda. En esta idea del derecho según su acepción moral como el más
fundamental y originario tiene su punto de partida la concepción filosófica del «derecho
natural» en tanto que contrapuesto al mero derecho positivo. El esclarecimiento
conceptual que la ética filosófica aporta en este asunto consiste en hacer explícita la
íntima conexión que en su sentido moral tiene el derecho con la libertad del albedrío
como origen de posibilidades éticamente admisibles. Tal como ocurre con el concepto del
deber, también la idea del derecho presupone la libertad del albedrío, pero al comparar
ambas nociones entre sí puede advertirse que mientras que en el deber la libertad del
albedrío se comporta como condición indispensable para una peculiar necesidad, en el
derecho la libertad del albedrío es imprescindible condición para un tipo especial de
posibilidad (el tipo al que pertenecen las posibilidades éticamente admisibles).
Es verdad, evidentemente, que la especial necesidad en que el deber consiste es
también una posibilidad (ad impossibilia nemo tenetur) y, por supuesto, una posibilidad
éticamente admisible, pero no es eso lo único ni lo específico en ella. Y, a su vez, es
también verdad que la posibilidad éticamente admisible, que todo derecho entraña, lleva
consigo una especial necesidad o exigencia, la de que el ejercicio del derecho por cada
uno de sus poseedores sea respetado —no obstaculizado, no impedido— por las demás
personas, pero esta exigencia o necesidad no es el derecho mismo, sino un deber que en
92
él tiene su fundamento. Es, por consiguiente, esencial al derecho la conexión entre la
posibilidad éticamente admisible que él entraña y la exigencia (el deber de ser-respetado
en su ejercicio) fundamentada en él, pero ni esta exigencia, ni ninguna otra, definen la
esencia misma del derecho. De ahí que no sea aceptable, aunque hay en ella un parcial e
indiscutible acierto, la fórmula propuesta por J. Maritain para el derecho como la
definición completa de él. «La definición completa que yo propondría es, pues, la
siguiente: un derecho es una exigencia que emana de un yo respecto de algo que le es
debido como suyo y que los demás agentes morales están obligados en conciencia a no
frustrar»[94]. En cambio, acierta plenamente Maritain al sostener que hay deberes no
correspondidos por derechos[95], cosa que no siempre se ve con claridad en la ética
espontánea o prefilosófica.
De las virtudes morales suele tenerse en la ética espontánea o prefilosófica una noción
cuya claridad es innegable en lo más esencial, pero que no deja de oponer algunos serios
obstáculos al análisis filosófico. Por virtudes morales entendemos las disposiciones
subjetivas que inclinan a la conducta éticamente recta; y la claridad de este concepto es
indudable, como lo es también la de la idea de los vicios en la acepción moral. Ahora
bien, las elaboraciones analíticas, tanto de la noción general de las virtudes morales
cuanto de los conceptos específicos de cada una de ellas, han debido superar algunas
dificultades no fácilmente vencibles, debidas, en su mayor parte, a la imprecisión o
vaguedad del concepto de «disposición subjetiva», que, sin embargo, es verdaderamente
imprescindible para la intelección del comportamiento moral considerado in concreto. La
aportación de la ética filosófica en este asunto ha consistido, sobre todo, en determinar, al
menos en principio, la disposición subjetiva en cuestión, definiéndola básicamente como
un cierto hábito electivo[96].
La disposición subjetiva a la que Aristóteles determina como ἕξις πρoαιρετική no es
ningún «buen sentimiento», pues no consiste en sentimiento alguno, ni es tampoco una
abstracta o vaga «buena voluntad», sino algo que hace que la voluntad sea buena de una
manera concreta, eligiendo, cuando se van presentando las ocasiones, lo objetivamente
bueno en cada una de ellas para el respectivo sujeto. Mas justamente por consistir en
hábitos electivos plantean estas disposiciones subjetivas que son las virtudes morales otra
dificultad que en la ética prefilosófica no llega siquiera a hacerse visible y que en el
análisis filosófico debe, en cambio, ser advertida y, en lo posible, resuelta. La dificultad
concierne a la relación entre las virtudes morales estrictamente dichas y la prudencia,
porque tanto aquéllas como ésta intervienen en la moralidad de la elección. Para que una
elección sea buena es necesario que sea bueno el fin que se persigue, pero también que
sean buenos —que estén bien elegidos— los medios correspondientes. De ahí la
necesidad de la mutua complementación de las virtudes morales estrictamente dichas, las
cuales inclinan a intentar buenos fines, y la prudencia, que escoge rectamente los medios.
Pero el sentido de esta mutua complementación es cosa bien diferente del enlace de dos
elementos o factores que se puedan dar por separado. Dicho de otra manera: no es
moralmente virtuoso quien no es prudente, ni es prudente quien no es moralmente
virtuoso. La única forma de resolver la dificultad del problema de qué es aquí lo primero
93
consiste en comprender que se trata de un puro seudoproblema por suponer una
separación —no ya sólo una distinción— inadmisible. Por lo demás, el seudoproblema
no llega ni siquiera a aparecer cuando se rebaja la prudencia a la condición de una
habilidad para elegir los medios conducentes al máximo bienestar de quien la usa (Kant),
pero una ética así constituida deja sin atender, entre otras cosas, la necesidad de una
recta elección de los mejores medios para el bien del prójimo o, en general, para el bien
común.
Otra de las más destacadas aportaciones de la ética filosófica en lo que respecta al
esclarecimiento de la idea de la virtud moral es la fijación del exacto sentido de su
carácter de medio entre dos extremos (in medio virtus). Esta idea no está exactamente
perfilada en la representación que habitualmente se hace de ella el hombre común, hasta
el punto de haber dado lugar a una inadmisible interpretación del pensamiento de
Aristóteles (Eth. Nic., II, cap. 6). La tesis aristotélica no sitúa la virtud, como
vulgarmente se dice, entre dos extremos, sino entre dos extremos viciosos, y no se limita
a distinguirse de ellos cuantitativamente, pues la diferencia entre la virtud y el vicio es
esencial. El ataque de Kant (Die Metaphysik der Sitten, Zw. Teil, Einleitung, XIII) al
pensamiento aristotélico del término medio virtuoso no es realmente una objeción a este
pensamiento, mal conocido por Kant, sino una adulterada interpretación «popular» de lo
realmente dicho por Aristóteles.
El concepto específicamente ético de la sanción (no hablamos aquí de la
correspondiente a la ley positiva en cuanto tal) pertenece, sin duda alguna, a la moral
espontánea o prefilosófica, y su presencia en ella no se puede explicar originariamente
por el influjo que algunas nociones filosóficas de carácter moral hayan podido tener, a
través de su divulgación, sobre el hombre común. Para la conciencia de éste es un
escándalo, contra el cual no puede por menos de rebelarse, el hecho de la prosperidad del
malvado y la desventura del inocente, y en la rebelión ante ambas cosas se expresa la
ineludible convicción de que hay en ellas un radical desajuste, un esencial desorden, que
necesariamente debe ser reparado. El concepto específicamente ético de la sanción es la
idea no analizada, pero claramente vivida, de la necesidad moral del castigo para la
conducta éticamente reprobable y del premio para la éticamente recta. La recepción
filosófica de la idea de esta peculiar necesidad no ha sido llevada a cabo únicamente por
pensadores cristianos; la encontramos también en Aristóteles y en la moral de religiones
no cristianas. Así, para Aristóteles la felicidad, que es algo óptimo y divino, se presenta
como premio y fin de la virtud[97]. En los Upanishads la doctrina de la reencarnación
incluye la idea de la sanción moral del comportamiento humano. (El karma, en su
carácter de acto humano ya independiente de su propio sujeto, determina la cualidad de
la reencarnación).
La ética filosófica aporta al concepto específicamente ético de la sanción dos cosas
fundamentales: una aclaración negativa y un encuadramiento positivo. En primer lugar, la
ética filosófica elimina de la idea moral de la sanción todo cuanto directa o indirectamente
haga de ella un motivo, un consciente y buscado «para qué», del comportamiento moral
en cuanto tal. El hecho de que Aristóteles hable de la felicidad, según arriba hemos visto,
94
como el τέλoς de la virtud no quiere decir que conciba a aquélla como la causa final de
éste, sino como un término y coronación: de lo contrario, no habría podido Aristóteles
afirmar, bien explícitamente, el gozo intrínseco, no sobreañadido o externo, que las
acciones virtuosas proporcionan a quienes aman el bien, de suerte que no son buenos
quienes no gozan en esas mismas acciones[98]. Y, en segundo lugar, la ética filosófica
encuadra positivamente la sanción (como algo que es merecido, es decir, objetivamente
exigido por el libre comportamiento del ser humano), considerando la radical unidad que
el orden moral y el orden físico tienen en el común origen divino de ambos.
Magistralmente lo dice J. de Finance: «La tendencia de la naturaleza racional a la
felicidad y el amor del bien moral no se oponen entre sí: ambos expresan y continúan en
la criatura el impulso por el que Dios, al ponerla en el ser y promoverla a la perfección, la
vuelve al mismo tiempo hacia Él. Mas esta unidad, dada en el origen de ambas, ha de
hallarse también en el término, de tal manera que el logro de la felicidad convenga con la
realización del valor moral»[99].
b) ¿Qué aporta la teoría filosófica de la experiencia moral a los elementos de ésta que
no son conceptos ni raciocinios sino juicios de valor moral y normas o imperativos
morales que de éstos resultan? Una vez dilucidados los conceptos, ¿han de justificarse
todos esos juicios de valor y, con ellos, todos los imperativos o normas correspondientes?
Para determinar exactamente el alcance de estas preguntas son necesarias dos cosas: fijar
de una manera inequívoca el sentido en que aquí se habla de «justificar» y, por otra
parte, exponer la razón por la cual los imperativos en cuestión quedan justificados con los
respectivos juicios de valor.
Por «justificar» se entiende aquí «fundamentar la validez» de algo, siendo el concepto
de la «validez» idéntico al de «verdad» (como verdad teórica) únicamente cuando se
trata de juicios teóricos, es decir, no formalmente prescriptivos. Un imperativo stricto
sensu no puede ser, en cuanto tal, ni verdadero ni falso en la más habitual acepción de
estos adjetivos, que es ciertamente la acepción teórica, mas de ahí no se infiere que
ningún imperativo sea justificable. Para llegar a semejante conclusión haría falta que
fuese la verdad la única forma de la validez o que la validez que no es la verdad no
pudiese tener en ésta ningún tipo de fundamento. Mas ni lo uno ni lo otro es admisible,
porque cabe que algo que formalmente no es verdadero ni falso sea, sin embargo, válido
por fundarse en algo verdadero. Y con ello queda asimismo expuesta la razón por la cual
los imperativos o normas correspondientes a determinados juicios de valor moral están
justificados si a su vez lo estuvieran estos mismos juicios. Y no cambia nada esencial en
este punto el hecho de que en vez de hablar de imperativos o normas, nos refiramos a
juicios en los que se afirman deberes. Tales afirmaciones pueden tomarse como
intermediarios entre las prescripciones y los juicios de valor en los cuales éstas se basan.
El imperativo «haz x» se basa en el juicio de valor «el no hacer x es malo», pero entre
ambos se encuentra el juicio deontológico «debes hacer x», que constituye el
fundamento inmediato del imperativo en cuestión, y que a su vez se basa en el mismo
juicio de valor en el que este imperativo se funda.
95
El concepto de «fundamentar» o «justificar» no es unívoco, sino análogo, tal como es
análoga y no unívoca la noción de la validez. Que alguien esté agradecido a quien le ha
hecho un favor es cosa perfectamente justificada o fundamentada, por más que la
gratitud no sea un juicio inmediata o mediatamente verdadero; y es también cosa
perfectamente justificada o fundamentada la orden por la que el gobernante dicta las
oportunas medidas para proteger la salud de la población, a pesar de que semejante
orden no es ningún juicio verdadero de una manera inmediata ni de un modo mediato; y,
por otro lado, ¿quién negaría seriamente que la indignación ante una injusticia grave está
fundamentada o justificada, siendo en este sentido un sentimiento «lógico»? Y si puede
ser lógico un sentimiento, ¿qué razón podría haber para que los juicios de valor moral y,
en general, todos los juicios de valor, careciesen de la posibilidad de ser, a su modo y
manera, lógicos, es decir, justificados o fundamentados?
Más aún: tratándose de juicios de valor, es necesario que formalmente sean o
verdaderos o falsos y que, si son verdaderos, su validez pueda manifestarse de inmediato
o bien por medio de alguna demostración. Con esto no se pretende sostener que cada vez
que hacemos un juicio de valor estamos en posesión de la evidencia —inmediata o
mediata— de que ese juicio es verdadero. Tampoco estamos en posesión de la respectiva
evidencia en todas las ocasiones en que hacemos juicios no valorativos. Hay meras
opiniones sobre valores, como también las hay acerca de hechos, y unas y otras son
verdaderos (auténticos) juicios, aunque no todas sean juicios verdaderos. Lo que no cabe
es que un auténtico juicio (tenga o no tenga el carácter de una mera opinión y tanto si se
refiere a valores como si versa sobre hechos) no sea verdadero ni sea falso. Para poder
sostener esta, llamémosle así, «neutralidad de los juicios de valor» respecto de los
valores de la verdad y de la falsedad es necesario igualarlos a las proposiciones
deontológicas y a las que expresan imperativos o normas: vale decir, hay que forzarlos a
entrar en el ámbito propio del lenguaje formalmente prescriptivo.
Para perfilar con la máxima pulcritud la tesis que aquí se mantiene acerca de los juicios
de valor y según la cual no pueden éstos no ser ni verdaderos ni falsos, conviene definir
de un modo expreso lo que aquí se entiende por «juicios de valor». Con este nombre
designo todos los juicios del tipo de «x es bueno (o malo)» y «x es mejor (o peor) que
y», donde «bueno» y «malo» (y, consiguientemente, también «mejor» y «peor») no
están tomados de una manera exclusiva en el sentido moral, sino, por el contrario, en
toda la amplitud y variedad de su uso lingüístico efectivo. Así entendidos, los juicios de
valor no poseen en sí mismos ninguna clase de significación prescriptiva, entendiendo, a
su vez, por «prescribir» el «preceptuar, ordenar o mandar una cosa»[100]. No solamente
no son prescriptivos de una manera inmediata, puesto que no tienen formalmente el
carácter de imperativos, sino que tampoco son prescriptivos indirecta y mediatamente (o,
si se prefiere, virtualmente), porque en sí mismos no son deontológicos.
Resulta entonces difícil de comprender el hecho de que R. M. Hare incluya en el
lenguaje prescriptivo a los juicios de valor[101] y que entre ellos sitúe a las proposiciones
deontológicas o frases de «debe»[102] por cuanto dan lugar a imperativos. La diferencia
entre ser un imperativo y servirle de fundamento es conceptual o lógica, no meramente
96
verbal o gramatical, y esto es cosa que no puede haber escapado a la perspicacia de
Hare, por donde resulta que para que éste haya instalado en uno y el mismo género de
lenguaje —el de las prescripciones— por una parte a los imperativos, los cuales son
formalmente prescriptivos, y por otra parte a los juicios de valor y a las proposiciones
deontológicas, cuya relación con los imperativos es la del fundamento con lo
fundamentado y no la de una especie con otra de su mismo género, es necesario que
alguna razón de mucho peso aparente haya forzado a desatender las diferencias. Esa
razón es la llamada «ley de Hume», según la cual no es válida la inferencia que va del ser
al deber. Hare admite esta ley, reformulándola en los términos siguientes: «ninguna
conclusión imperativa se puede inferir válidamente de un conjunto de premisas que no
contenga al menos una que sea imperativa»[103]. Lo cual obliga, evidentemente, a
sostener que los imperativos sólo pueden derivarse, en cuanto tales, de otros imperativos
y que, por ende, todos los juicios de valor, ya que de ellos derivan necesariamente
imperativos, son esencialmente imperativos también (aunque no lo parezcan por su
forma).
El «peso aparente» de la ley de Hume no sería sólo aparente si el único modo válido
de fundamentar fuese el que consiste en inferir tal como ello se hace en los
razonamientos puramente teóricos; mas no es cierto que esa manera de inferir sea el
único modo válido de fundamentar. Dicho con otros términos: la verdad de la ley de
Hume se reduce a la imposibilidad de fundamentar el deber en el mero ser, pero esta
evidente imposibilidad no excluye en manera alguna la necesidad de fundamentar el
deber en el ser de lo bueno en tanto que bueno, o, lo que es lo mismo, en la verdad de
que tal o tal cosa es buena. De este modo, las proposiciones deontológicas se
fundamentan en juicios de valor que son verdaderos, y lo mismo conviene, a través de la
mediación de las proposiciones deontológicas, a las que tienen, formalmente hablando, el
carácter de imperativos. Y es patente, por lo demás, que lo prescriptivo puede inferirse
de lo prescriptivo, aunque no in infinitum y siempre sobre la base de la verdad de algún
juicio de valor. Por ser verdad que x es bueno la prescripción (ya deontológica, ya
imperativa) de x es válida, está fundada. De donde resulta que en último término el
fundamento de la prescripción positiva es una peculiar bondad de lo prescrito, y el de la
negativa la correspondiente maldad. Pero se ha de observar que al hablar así del
fundamento no se entiende por éste lo que respecto de la conclusión son las premisas,
pues ni la bondad ni la maldad de x son juicios, ni los juicios «x es bueno» o «x es malo»
son cada uno de ellos otra cosa que una sola de las premisas del razonamiento que
concluye en la prescripción (positiva o negativa) de x.
Es menester, por tanto, distinguir con toda claridad entre el fundamento lógico y el
fundamento ontológico de las prescripciones (incluyendo en ellas, además de los
imperativos, también las frases de «debe», por cuanto éstas, a diferencia de los simples
juicios de valor, son imperativos virtuales de una manera inmediata). Sea, por ejemplo, la
proposición deontológica «no debes hacer x». Su fundamento lógico es un par de
proposiciones: las dos premisas del razonamiento «no debes hacer lo malo», «x es
malo», «por consiguiente, no debes hacer x». En cambio, el fundamento ontológico de
97
«no debes hacer x» no lo constituye un par de proposiciones, ni siquiera una sola, sino
que consiste simplemente en la maldad de x, la cual es también distinta del juicio de valor
«x es malo», aun siendo verdadero este juicio. Ciertamente, ese fundamento ontológico
puede tener una versión lógica tan simple como él, a saber, el juicio de valor que se
formula con la proposición «x es malo», en el supuesto de que sea verdadero este juicio,
y por eso se ha dicho arriba que lo prescriptivo, si bien puede inferirse de lo prescriptivo
(aunque no in infinitum), se infiere siempre sobre la base de la verdad de algún juicio de
valor. Ahora bien, si nos preguntamos cuál es el fundamento de la prescripción
generalísima —el supremo principio práctico— que se enuncia deontológicamente con la
fórmula «bonum est faciendum et prosequendum, et malum vitandum» e
imperativamente con el giro «fac bonum, vita malum», habremos de atender en primer
lugar a la cuestión del fundamento lógico, en segundo lugar a la del fundamento
ontológico y en tercer lugar a la del correlato lógico de éste. Examinémoslas por
separado.
Ante todo, el supremo principio práctico no tiene ningún fundamento lógico. Para el
hombre común esta aserción puede resultar escandalosa, pero el filósofo ha de hacerla,
basándose justamente en el reconocimiento de la misma evidencia por la que el hombre
común no duda en admitir el principio en cuestión. Negarle a este principio todo
fundamento lógico, en la acepción según la cual se habla aquí de semejante fundamento
como integrado por las premisas de una argumentación, es excluir que pueda inferirse de
otro principio, lo cual no quiere decir que su afirmación sea una pura arbitrariedad, sino
que responde a una inmediata evidencia, ni más ni menos que como acontece en el orden
teórico con el principio de contradicción.
¿Podría, en cambio, afirmarse un fundamento ontológico del supremo principio
práctico? Lo que así se cuestiona no es ya —conviene insistir en ello— la posibilidad de
unas premisas con relación a las cuales ese principio fuese una conclusión lícitamente
inferida. De lo que ahora se trata es de si la exigencia de hacer (o de omitir) libremente
algo tiene en lo así exigido un fundamento. Determinada en esta forma la pregunta, se
impone la respuesta afirmativa en términos inequívocos: el fundamento ontológico de la
exigencia de hacer (o de omitir) libremente algo se encuentra en el valor mismo que ese
algo posee. En este sentido tiene aquí aplicación —sin necesidad de compartir otros
supuestos— la tesis de M. Scheler: «Todo lo positivamente valioso debe ser, y todo lo
negativamente valioso debe no-ser. El nexo así establecido no es recíproco, sino
unilateral: todo deber-ser se fundamenta en valores, mientras que de ningún modo los
valores se fundamentan en el deber-ser»[104]. Y, por último, la versión lógica del
fundamento ontológico es en este caso el juicio de valor «todo lo que libremente se ha de
hacer u omitir es (positiva o negativamente) valioso», con lo cual no se significa que lo
valioso lo sea por haber de ser libremente hecho u omitido, sino justo al contrario, de
acuerdo con el sentido del fundamento ontológico del supremo principio práctico.
En consecuencia, todas las prescripciones, tanto las que lo son formalmente, o sea, los
imperativos, cuanto las que lo son de una manera virtual e inmediata, a saber, las
proposiciones deontológicas, se fundamentan lógicamente, si son válidas, en juicios de
98
valor que son verdaderos, con la sola excepción del supremo principio práctico, el cual,
como ya arriba se ha advertido, no es lógicamente fundamentable —i. e., no es
demostrable— en razón de su inmediata evidencia, idéntica, en cuanto tal, a la del
supremo principio teórico o principio de contradicción.
La ética filosófica no añade nada a la ética espontánea en lo concerniente a la manera
de admitir el supremo principio práctico. Ambas éticas no son en este punto otra cosa
que uno y el mismo ejercicio de la razón práctica en cuanto determinada por la inmediata
evidencia de ese supremo principio. La diferencia entre el filósofo y el hombre común no
está, por lo que respecta a ese principio, en la forma de su admisión, sino en que el
hombre común se limita a vivirlo, es decir, simplemente a usarlo, mientras que el
filósofo, además de usarlo o vivirlo, tiene de él una conciencia temática y refleja, gracias
a la cual le es posible el conocimiento explícito tanto de la imposibilidad y de la no
necesidad de demostrarlo, cuanto de la arbitrariedad —pura sinrazón— de negarlo. En
este conocimiento explícito y en la conciencia temática y refleja que lo hace posible hay,
evidentemente, una aportación de la ética filosófica, pero semejante aportación no puede
lícitamente considerarse como una justificación del supremo principio práctico,
análogamente a como no sería lícito el tomar por una justificación del principium
contradictionis la conciencia temática y refleja de su evidencia inmediata y el
conocimiento explícito tanto de la imposibilidad y la no-necesidad de demostrar este
principio, cuanto de la pura sinrazón de negarlo.
¿Añade algo a la ética espontánea la ética filosófica cuando se trata de los demás
principios, es decir, de los que no son el principio práctico supremo? La cuestión que así
se plantea exige para una correcta solución advertir, ante todo, que el principio práctico
supremo no es el único que en la experiencia moral se comporta como evidente. Lo que
en el orden práctico admite el hombre común en calidad de evidente no se limita al deber
y mandato abstractos de hacer el bien y de evitar el mal. Solamente en sus
determinaciones, no en su pura abstracción, es eficaz y evidente ese deber-mandato para
el hombre común. La experiencia moral es, entre otras cosas, experiencia de la inmediata
validez de prescripciones donde lo bueno y lo malo tienen un contenido que, aun sin
estar individualizado, ya los distingue de las meras ideas formales de lo bueno y lo malo
en absoluta generalidad o indefinidamente. Los contenidos de estas prescripciones son
todavía generales, pero ya constituyen determinaciones de lo bueno y lo malo y, en
consecuencia, son aplicaciones o concreciones del más alto de los principios de la praxis.
Entre esas prescripciones generales, pero no enteramente abstractas o formales, se
encuentran ante todo los preceptos primeros de la ley natural. Tales preceptos son los
más generales o comunes entre los ya provistos de un determinado contenido en el bien o
en el mal sobre el cual versan. (El supremo principio práctico no es ninguno de ellos por
su carácter puramente formal).
Desde el punto de vista de la fundamentación lógica los preceptos primeros de la ley
natural —los praecepta communissima, aunque no simplemente formales, de esta ley—
se encuentran en una especial situación, de la cual la ética espontánea o prefilosófica no
llega a hacerse consciente, pero que en la ética filosófica se pone de manifiesto de
99
manera indudable. Por una parte, se fundamentan, desde luego, en el principio práctico
supremo, del cual son determinaciones (todavía generales, las más generales de todas,
pero determinaciones ciertamente). De este modo, el esquema de su fundamentación
lógica es el de un razonamiento donde en todos los casos la premisa mayor es el principio
práctico supremo, mientras la premisa menor es, en cambio, un determinado juicio de
valor, distinto en cada caso, bien que siempre evidente para una razón no perturbada por
algún factor extralógico (pasión sensorial o desviada afección de la voluntad). Así, por
ejemplo, el precepto de no cometer injusticia se infiere lógicamente en un razonamiento
cuya premisa mayor es el supremo principio práctico en su vertiente prohibitiva (vita
malum), y cuya premisa menor es el juicio de valor «el cometer injusticia es un mal». Es
éste, indudablemente, un razonamiento muy sencillo, lo cual se debe, sin duda, a la
inmediata conciencia de la validez de sus premisas; pero un razonamiento muy sencillo,
todo lo fácil y elemental que se quiera, no deja de ser un auténtico y efectivo
razonamiento. Y, por otra parte, sin embargo, el hombre común tiene por evidente, de
una manera inmediata, al precepto en cuestión, y a todos los de su clase, cuando los
considera en general (sin referirlos a una posible aplicación concreta a la cual se oponga
algún factor extralógico).
Santo Tomás admite, por un lado, que todos los preceptos de la ley natural se basan
en el supremo principio práctico, y así dice, en efecto, que el primer precepto de la ley es
que el bien ha de hacerse y procurarse y el mal ha de evitarse, y que en este precepto se
fundamentan todos los demás preceptos de la ley natural[105]. Y, por otro lado, asegura
santo Tomás que pertenecen a la ley natural ciertos principios comunísimos, evidentes
para todos los hombres, y que esos preceptos no pueden en modo alguno borrarse del
corazón de los hombres cuando son considerados en general, aunque se borran en lo
particular operable si por la concupiscencia, o por alguna otra pasión, queda la razón
impedida de aplicar a lo particular operable el principio general[106]. Aquí se ha vertido
con la fórmula «evidentes para todos los hombres» lo que en el texto latino queda dicho
con los términos «omnibus nota», los cuales pueden, sin duda, traducirse al pie de la
letra diciendo «conocidos por todos». La traducción adoptada se justifica por el hecho de
que según santo Tomás los preceptos de la ley natural (se sobreentiende, los preceptos
primeros) se comportan respecto de la razón práctica como respecto de la razón
especulativa se comportan los primeros principios de la demostración, pues unos y otros
son, en efecto, principios evidentes[107].
En rigor, la evidencia de los primeros principios de la ley natural es mediata, por
cuanto ante todo se fundamenta (tal como ya hemos visto que el propio santo Tomás lo
reconoce) en el principio práctico supremo; pero es ésta una evidencia mediata cuyos
soportes directos son dos premisas inmediatamente evidentes para todos los hombres,
pues no sólo se encuentra en ese caso el principio práctico supremo, sino también cada
uno de los juicios de valor que constituyen las premisas menores respectivas, aunque
asimismo se ha de tener presente que la evidencia inmediata para todos los hombres
conviene a estos juicios de valor mientras son formulados puramente in universali.
Tomemos como ejemplo el imperativo «no cometas injusticias», que es uno de los
100
«preceptos primeros» de la ley natural. La evidencia de este imperativo es mediata
porque supone ante todo la del principio práctico supremo, pero se apoya directamente
en la inmediata evidencia, para todos los hombres, tanto del principio práctico supremo
como del juicio de valor «la injusticia es un mal». Ahora bien, este juicio de valor, que
no puede por menos de resultar evidente a quien considere la injusticia de una manera
por completo abstracta o general, no es, en cambio, evidente para un hombre que esté
inclinado a cometer alguna acción injusta, acaso para dar así satisfacción a un deseo de
venganza. Para ese hombre, mientras se encuentra en esa situación, no es una cosa
evidente que la injusticia —por tanto, toda injusticia— sea un verdadero mal, mas
entonces es claro que aunque se refiera en general a la injusticia, no la considera
puramente en general, es decir, de una manera absoluta, por completo abstracta, sino,
por el contrario, en relación a un concreto y determinado caso de ella, en función
precisamente de ese caso, el cual tampoco está siendo entonces tenido por conveniente
de una manera absoluta, por completo abstracta, sino sólo en relación a una finalidad hic
et nunc deseada.
El hombre común sabe distinguir entre las valoraciones hechas bajo el influjo de
alguna pasión (o de cualquier otra causa por la cual la razón queda impedida de aplicar el
principio general al caso concreto) y las valoraciones libres de ese influjo. Ello le permite
reconocer que aunque en teoría no tiene la menor duda acerca de la verdad de juicios
tales como la afirmación de que la injusticia es un mal, en la práctica puede ser infiel, y
en alguna ocasión lo ha sido, a estas mismas valoraciones generales, «no haciendo caso»
de ellas, i. e., no aplicándolas en algunas ocasiones. Otra manera de hablar también
usada por el hombre común, y con la cual se expresa en definitiva la misma distinción, es
la consistente en decir que no es lo mismo juzgar «en frío» que «en caliente»,
atribuyendo a la primera una validez objetiva de la que la segunda puede carecer.
La tesis según la cual las valoraciones éticas no constituyen auténticas proposiciones,
de tal modo, por tanto, que su calificación como verdaderas o como falsas resulta
imposible, no es realmente una aportación de la ética filosófica, sino un grave error
filosófico, a pesar de la brillantez de los parciales aciertos que acompañan en ocasiones a
su argumentación. Veamos algunas muestras de esta tesis. Por ejemplo, R. Carnap
sostiene, en general, que un aserto valorativo no es realmente otra cosa que un mandato
que se presenta bajo una engañosa forma gramatical, y aunque cabe que tenga efectos
sobre las acciones de los hombres, ya en concordancia con nuestros deseos, ya en
discordancia con ellos, no puede ser ni verdadero ni falso[108]. Aquí se encuentra
inequívocamente formulado lo más fundamental y sustancial de la tesis en cuestión: a
saber, el significado puramente práctico, no cognoscitivo en modo alguno, que en ella se
atribuye a las valoraciones y la consiguiente imposibilidad de que éstas sean tenidas por
verdaderas o por falsas.
«La presencia de un símbolo ético en una proposición —dice A. J. Ayer— no añade
nada a su contenido fáctico. Así, pues, si a alguien le digo “se ha portado usted mal al
robar ese dinero” no afirmo más que si hubiese dicho “usted robó ese dinero”. Al añadir
que esa acción es mala no hago respecto de ella ninguna nueva proposición.
101
Simplemente, expreso mi desaprobación moral de ella. Es como si al decir “Usted robó
ese dinero” hubiese empleado un especial tono de horror o como si lo hubiera escrito con
el añadido de alguna especial señal exclamativa (…) Merece decirse que los términos
éticos no sirven sólo para expresar sentimientos. Están ideados también para excitar
sentimientos y estimular así la acción. Ciertamente, algunos son usados de manera que a
las frases en que se encuentran les den el efecto de unos mandatos»[109].
Coincidiendo con Carnap, niega, por tanto, Ayer que las frases valorativas —
expresamente, las de carácter moral— sean auténticas aserciones. Manifestar la
desaprobación moral de un robo no es hacer ningún enunciado acerca de él, a diferencia,
pongamos por caso, de lo que haríamos si dijésemos que el robo se cometió a tal o cual
hora, o cómo fue llevado a la práctica, etc. Otra coincidencia, aunque sólo parcial, con la
opinión de Carnap mantiene Ayer al sostener que algunos términos éticos están usados
con el propósito de producir el efecto de unos mandatos. Lo más original de Ayer en el
pasaje al que nos venimos refiriendo es la atribución de un carácter meramente
exclamativo, identificable con el de una pura interjección, a las valoraciones morales.
Con ello se está diciendo de una manera implícita que quien expresa una valoración
moral no sólo no afirma nada acerca de lo así valorado, sino que tampoco afirma, en
modo alguno, que él está haciendo esa valoración. Se limita a expresarla exclamativa,
interjectivamente. Así queda libre Ayer de la inadvertencia en que se incurre cuando se
ignora o no se tiene presente que al afirmar estimaciones y preferencias subjetivas se
hacen juicios de realidad, aunque aparentemente se están emitiendo juicios de valor, tal
como observa E. Durkheim: «Cuando digo: me gusta la caza, prefiero la cerveza al vino,
la vida activa al reposo, etc., emito juicios que pueden parecer que expresan
estimaciones, pero que en el fondo son simples juicios de realidad. Dicen simplemente de
qué manera nos comportamos respecto de ciertos objetos; que amamos éstos, que
preferimos aquéllos. Las preferencias son hechos, tanto como la gravedad o como la
elasticidad de los gases. Tales juicios no tienen, pues, por función atribuir a las cosas un
valor que les pertenezca, sino solamente afirmar determinados estados del sujeto»[110].
El propio Ayer se ha ocupado en dejar claramente establecida su diferencia respecto de
las teorías subjetivistas usuales, haciendo ver cómo en la suya se excluye la identificación
del hecho de expresar un sentimiento y el hecho de afirmarlo: «Aunque la aserción de
que uno tiene un cierto sentimiento implica siempre la expresión de ese sentimiento, es
indudable que la expresión de un sentimiento no siempre implica la aserción de que se le
tiene. Y es ésto lo que importa captar al considerar la distinción entre nuestra teoría y las
teorías subjetivistas ordinarias. Pues mientras que el subjetivista mantiene que los
enunciados éticos afirman realmente la existencia de ciertos sentimientos, nosotros
mantenemos que los enunciados éticos son expresiones e incitaciones de sentimientos, sin
que impliquen necesariamente alguna aserción»[111].
En la misma línea de interpretación de los juicios de valor ético está situado el
pensamiento de C. L. Stevenson, si bien hay alguna diferencia, que merece ser atendida,
entre su «emotivismo» y las teorías de Ayer y de Carnap. Como resumen de su
interpretación propone Stevenson las siguientes fórmulas: «(1) “Esto es malo” significa
102
yo desapruebo esto; desapruébalo tú también, (2) “Debe hacerlo” significa desapruebo
que lo deje sin hacer; desapruébalo tú también, (3) “Esto es bueno” significa apruebo
esto; apruébalo tú también»[112]. La cuestión de si las reprobaciones y la aprobación
consignadas en este texto han de entenderse como afirmaciones propiamente dichas o,
por el contrario, a modo de interjecciones, puede resolverse en favor de lo segundo con
la siguiente observación: «El significado emotivo de un vocablo o de una frase es una
tendencia firme y persistente, consolidada en el curso de la historia lingüística, a dar
expresión directa (a manera de exclamación) a ciertos sentimientos, o emociones, o
actitudes, de quien habla y es también una tendencia a evocar cuasi imperativamente los
correspondientes sentimientos, emociones y actitudes en aquellos a quienes se dirigen las
observaciones de quien habla»[113].
Un rasgo singular de la teoría ética de Stevenson, la asignación de un cometido
persuasivo a los juicios morales[114], ha sido certeramente impugnada por R. M. Hare:
«Los modos de proceder para decir a alguien que haga algo y para lograr que lo haga
son entre sí completamente distintos en su estructura lógica. La diferencia puede
esclarecerse considerando otra distinción paralela en el caso de los asertos (…) Tratando
de explicar la función de las frases indicativas, nadie dirá que estén encaminadas a
persuadir a alguien de algo. Y no hay más razón para decir que los mandatos pretenden
persuadir o conseguir que alguien haga algo; (…) primero decimos a alguien lo que él ha
de hacer y después, si no está dispuesto a hacer lo que le decimos, ponemos en marcha
el modo de proceder, completamente diferente, para intentar conseguir que lo
haga»[115].
Sin embargo, el propio Hare se encuentra situado también en la misma línea de
quienes creen que los juicios de valor moral no son verdaderos ni falsos, como quiera
que los incluye entre las formas del lenguaje de índole prescriptiva (ya vimos
anteriormente por qué los incluye Hare en el lenguaje de las prescripciones y por qué esta
manera de encuadrarlos es radicalmente un desacierto). Y sólo hasta cierto punto se
encuentran en una línea distinta quienes hablando de «razones», o de «buenas razones»
para estar en favor de lo tenido por «bueno» en virtud de ellas, nunca desembocan, sin
embargo, en juicios morales de evidencia inmediata y, por ello mismo, necesariamente
verdaderos. Tal es el caso en el que se encuentran, por ejemplo, S. E. Toulmin y P. H.
Nowell-Smith. Haciendo aplicación de la doctrina del último Wittgenstein acerca de los
lenguajes en la irreductible diversidad de sus funciones, entiende Toulmin que el lenguaje
ético, tomado en su más propio carácter, tiene la función de contribuir a la armonía
social, coordinando, dentro de lo posible, los deseos y los sentimientos o intereses de los
individuos: «la ética y el lenguaje ético pueden ser considerados como parte del
procedimiento mediante el cual, como miembros de la comunidad, moderamos nuestros
impulsos y adaptamos nuestros requerimientos para hacerlos conciliables, dentro de lo
posible, con los de nuestros semejantes»[116]; «el concepto del deber (…) es
indisociable de la “mecánica” de la vida social y de las prácticas adoptadas por las
diferentes comunidades con objeto de hacer tolerable, o incluso posible, una permanente
convivencia (…) Y podemos caracterizar justamente la ética como una parte de la forma
103
de proceder gracias a la cual se armonizan los deseos y las acciones de los miembros de
una comunidad»[117].
Para que la ética de Toulmin estuviese basada en algún juicio moral inmediatamente
evidente sería preciso que en verdad tuviera ese carácter la afirmación de que la máxima
armonía posible de los intereses de los miembros de la sociedad es, moralmente
hablando, un bien. Pero, en primer lugar, si lo moralmente bueno es para Toulmin lo que
conduce a esa armonía, no es la armonía misma algo que pueda tenerse por moralmente
bueno. Y en segundo lugar, la tesis según la cual es moralmente bueno lo útil para la
máxima armonía posible de los intereses —o, si se prefiere, para el correspondiente
mínimo conflicto posible— no solamente no es propuesta, de hecho, por Toulmin como
un juicio moral dotado de inmediata evidencia, sino que tampoco tiene realmente ese
carácter, y no lo tiene porque cabe la posibilidad de que no sean moralmente buenos los
intereses para cuya máxima armonía, o para cuyo mínimo conflicto, es útil una
determinada forma de comportarse.
Asimismo influido por la doctrina del último Wittgenstein sobre la irreductible
heterogeneidad de los lenguajes y de sus funciones respectivas, Nowell-Smith insiste en
la especial practicidad del lenguaje ético, cuya lógica no ha de ser identificada con la del
lenguaje empírico ni reducida a esta clase de discurso ni tampoco a ninguna otra. Ello no
obsta para que lo éticamente bueno tenga en su favor unas razones que como tal lo
acrediten, de tal manera que no es simplemente algo en favor de lo cual se encuentra el
hecho de nuestra aprobación. «Llamar bueno a algo es ya, de algún modo, votar en su
favor, ponerse de su parte, hacer que los demás sepan dónde me sitúo. Mas no se limita
a eso; implica que tengo razones para decidir mi voto tal como lo hago»[118]. Ahora
bien, el razonamiento moral, aunque basado necesariamente en principios, no presupone,
en opinión de Nowell-Smith, unos principios morales evidentes de suyo. Por el modo
mismo en que aparecen caracterizados en esta interpretación, los principios morales
fundamentales son fundamentales sólo negativamente: «Algunos principios morales son
fundamentales en el sentido de que no podemos aducir razones para adoptarlos; no se
siguen de ningún principio superior»[119]. Evidentemente, el no seguirse de ningún
principio superior es condición necesaria para tener el carácter de un principio
fundamental, pero el no poder aducir razones para adoptarlo es cosa que puede
entenderse de dos modos, según se trate, respectivamente, de algo que no está
garantizado por ninguna clase de evidencia, o bien de algo cuya evidencia inmediata
constituye la garantía de su valor y, justamente en este sentido, la razón que tenemos, y
que así podemos aducir, para adoptarlo con el cometido de un principio fundamental.
Pero es el primer modo del no poder aducir razones para adoptarlo el que Nowell-Smith
hace efectivamente suyo, según lo prueba su explícita afirmación de la imposibilidad de
principios morales autogarantizados: «Principios morales que se garanticen a sí mismos
son algo imposible, y exigir que los haya es consecuencia de la incapacidad de advertir
que “es preciso que exista siempre un principio moral que yo ahora no pueda cuestionar”
no implica que “es preciso que exista siempre un principio moral que nunca pueda
cuestionar”»[120].
104
¿Por qué es imposible que haya principios morales que se garanticen a sí mismos, es
decir, principios morales inmediatamente evidentes? Nowell-Smith parece dar por
inmediatamente evidente, es decir, garantizada por sí misma, su afirmación de que los
principios morales inmediatamente evidentes son imposibles. Desde luego, esta
afirmación no es un principio moral, pero asimismo es cierto que el no serlo no la hace
evidente. Ni es evidente, a su vez, la afirmación de que el exigir que haya principios
morales autogarantizados sea consecuencia de la incapacidad de advertir la distinción que
Nowell-Smith aduce. No es ésa una distinción tan sutil y difícil como para que el
advertirla pueda sobrepasar la capacidad de alguien medianamente avezado al ejercicio
del pensamiento filosófico. E incluso si se reemplaza la «incapacidad de advertir» por el
modesto hecho de una pura y simple inadvertencia no por ello resulta obvio que sea ésta
la única explicación posible de la exigencia de unos principios morales evidentes de suyo.
Todo verdadero razonamiento exige, en último término, unos principios dotados de
inmediata evidencia para no permanecer definitivamente inevidente, y el razonamiento
moral, por muy peculiar que pueda ser, no puede dejar de ser un efectivo y auténtico
razonamiento. De ahí el paralelismo, que arriba hemos visto señalado por santo Tomás,
entre la razón práctica y la razón especulativa, sin que para nada intervenga en su
afirmación el argumento rechazado por Nowell-Smith. Y, por otro lado, tiene
indudablemente un cierto valor indicativo el hecho de que el propio Nowell-Smith
reconozca la dificultad de imaginar que alguien quiera cambiar ciertos principios morales:
«Hay principios morales que resulta difícil imaginar que nadie quiera cambiarlos, porque
resulta difícil imaginar en qué consistiría adoptar el principio contrario o tener una actitud
en pro de adoptarlo. Pero no debemos confundir la dificultad de imaginar algo con su
imposibilidad lógica»[121].
Reconociendo la necesidad de distinguir entre la «dificultad de imaginar algo» y la
correspondiente «imposibilidad lógica», puede asegurarse que, además de no ser
imposible, tampoco es muy difícil imaginar que alguien quiera cambiar un principio moral
como, por ejemplo, el que prohíbe actuar injustamente (o, en términos asertivos, la
afirmación de que la injusticia es mala) por el principio contrario. Basta imaginar que
alguien desea ardientemente algo a lo cual se opone el principio moral de la justicia, pues
de ese alguien fácilmente cabe imaginar que quisiera sustituir ese principio por el que le
es opuesto, de la misma manera en que tampoco es difícil imaginar que alguien atraído
simultáneamente por dos cosas que entre sí se excluyan quisiera sustituir, si en su poder
estuviese, el principio de contradicción por el que le permitiese conseguir a la vez esas
dos cosas. El puro y simple imaginar la volición del cambio es perfectamente posible,
tanto respecto del principio de contradicción, cuanto respecto del principio moral de la
justicia; pero tanto en un caso como en el otro el cambio mismo (no el mero imaginar
que alguien lo quiera) es imposible. Ni el principio de contradicción es lógicamente
reemplazable, ni es moralmente sustituible el principio de justicia. Lo más que cabe, y
siempre bajo el influjo de alguna perturbación, ulteriormente manifestable como tal, es
dejarlos sin aplicar in concreto, de lo cual tenemos experiencia por ser lo que nos sucede
en determinadas ocasiones.
105
La justificación propiamente dicha de los juicios de valor moral que los preceptos
primeros de la ley natural implican es cosa tan imposible como innecesaria, en virtud,
tanto lo uno como lo otro, de la inmediata evidencia que esos juicios poseen. No es que
la ética filosófica sea incapaz, como lo es la prefilosófica o espontánea, de hacer la
demostración de esos juicios, sino que ellos son de tal índole que rechazan la posibilidad
y la necesidad de demostrarlos. Cosa distinta es la justificación indirecta que de los
juicios en cuestión nos suministra la ética filosófica mostrando la invalidez de las
opiniones que los niegan. Tal justificación es, en efecto, meramente indirecta —no, por
tanto, una genuina demostración—, pues no los hace evidentes, sino que deshace las
aparentes evidencias de los argumentos que tratan de invalidarlos.
A la pregunta por cuáles son los juicios de valor moral inmediatamente evidentes —
una pregunta que la ética filosófica no puede dejar de hacer— se responde diciendo que
son todos los juicios de valor que están implícitos en los preceptos primeros de la ley
natural. Ahora bien, ¿cuáles son —cabe a su vez preguntarles— esos preceptos
primeros? No sin cierta razón ha advertido J. Stuart Mill el poco empeño en presentar
una lista de los principios morales, tanto en el caso de la escuela ética intuitiva como en la
que él llama «inductiva»: «Para la primera escuela, los principios morales son evidentes a
priori y para el asentimiento al mandato no requieren otra cosa que la comprensión del
significado de los términos. De acuerdo con la segunda, el bien y el mal, así como lo
verdadero y lo falso, son cuestiones de observación y experiencia. Pero ambas sostienen
igualmente que la moralidad debe ser deducida de principios. (…) Sin embargo,
raramente intentan hacer una lista de los principios a priori que servirían como premisas
de la ciencia (se refiere Stuart Mill a la ciencia moral) y se deciden menos aún a hacer
algún esfuerzo para reducir esos diversos principios a un primer principio o principio
común de obligación»[122].
De las dos acusaciones contenidas en este pasaje es la segunda la menos
fundamentada. La reducción de la totalidad de los principios morales a un principio único
es patente en santo Tomás, Sum. Theol., I-II, q. 94, a. 2: utrum lex naturalis contineat
plura praecepta, vel unum tantum. En cambio, la primera acusación es menos fácil de
rechazar. El propio santo Tomás, que es quien ha establecido y elaborado la teoría de la
distinción entre los primeros y los segundos preceptos de la ley natural, no ha presentado
nunca una lista completa o repertorio sistemático de los primeros. Incluso puede decirse
que en alguna ocasión donde da la impresión de estar tratándolos se refiere en realidad a
otros preceptos que les son muy próximos por derivarse de ellos con facilidad, pero que
no son ya primeros, sino segundos. Es lo que sucede cuando santo Tomás responde a la
pregunta de si los preceptos del Decálogo son preceptos de justicia: «los preceptos del
Decálogo son principios primeros de la ley, a los cuales la razón natural asiente al
instante, como a principios sumamente manifiestos. La índole de lo debido, que se
requiere para el precepto, aparece de una manera clarísima en la justicia, la cual se dirige
hacia otro ser: porque en aquello en que un hombre se refiere a sí mismo parece, a
primera vista, que el hombre sea dueño de sí, resultándole lícito hacer lo que quiera, pero
en aquello en que está referido a otro aparece manifiestamente que está obligado a darle
106
lo que le es debido. Y así fue conveniente que los preceptos del Decálogo pertenezcan a
la justicia»[123].
A la vista de estas afirmaciones muy bien pudiera pensarse que para santo Tomás es el
Decálogo el catálogo de los primeros preceptos de la ley natural. Mas frente a ello nos
encontramos con dos hechos que de un modo inequívoco lo excluyen. En primer lugar,
forman parte del Decálogo, tal como el mismo santo Tomás lo advierte, cosas que muy
fácilmente se infieren —y que son, por tanto, distintas— de los preceptos primeros y
comunes, pertenecientes a la razón natural humana; y, en segundo lugar, como también
santo Tomás lo indica, se contienen en el Decálogo algunas cosas que tienen en la fe
sobrenatural su presupuesto, aunque asimismo se infieren muy fácilmente de ella.
«Pertenecen al Decálogo aquellos preceptos cuyo conocimiento lo recibe el hombre por
sí mismo de Dios. Tales son los que enseguida pueden conocerse, con una breve
consideración, a partir de los primeros principios comunes, y, además, los que al instante
se deducen de la fe infundida por Dios. Así, pues, entre los preceptos del Decálogo no se
computan dos géneros de preceptos: a saber, los que son primeros y comunes (…), tales
como que el hombre no debe hacer mal a nadie, y otros por el estilo, y además, los que
por virtud de una diligente averiguación de los que saben, se descubre que convienen a la
razón»[124].
(Quedan entonces por explicar dos puntos en Sum. Theol., II-II, q. 122, a. 1: cómo se
ha de entender que en este lugar se diga que los preceptos del Decálogo son preceptos
primeros de la ley, por una parte, y, por otra, aunque en íntima conexión con ello mismo,
cómo allí se les atribuye también el carácter de sumamente manifiestos. Por lo que a lo
primero se refiere, puede bastar la distinción entre preceptos que no pueden calificarse de
comunes, sino solamente de primeros, y preceptos calificables de primeros y comunes. Y
por lo que atañe al otro punto, puede atribuirse a los principios del Decálogo no de un
modo absoluto, sino en razón de la máxima facilidad con que son inferibles de los
absolutamente primeros suministrados por la razón natural o por la fe sobrenatural).
Sigue en pie, sin embargo, el hecho de que santo Tomás (aunque no él solamente) ha
dejado sin presentar, al menos de una manera explícita, la entera lista de los primeros
preceptos de la ley natural, limitándose a ofrecer algún ejemplo de ellos. Ahora bien, no
es a su vez menos cierto que de lo afirmado por santo Tomás cuando discute si la ley
natural contiene varios preceptos o sólo uno puede obtenerse perfectamente la lista en
cuestión, si se tiene presente que, como observa S. M. Ramírez, «los primeros principios
o preceptos de la ley y del derecho natural son acerca de los fines primeros o últimos de
nuestra naturaleza, que son fines puros y no pueden ser medios»[125] y que «existe un
perfecto paralelismo entre los preceptos o principios primeros de la ley y del derecho
natural, los fines primeros o principales de la naturaleza y las intenciones o inclinaciones
primarias de la misma; todo ello corresponde al derecho puramente natural o
primario»[126]. Y de esta suerte hay tres clases fundamentales de preceptos primeros de
la ley natural, en conformidad con los tres tipos, asimismo fundamentales, de
inclinaciones naturales humanas. En función de la tendencia natural que el hombre tiene,
como toda sustancia, a conservar su propio ser, hay en la ley natural unos preceptos
107
primeros que mandan conservar la vida humana y prohíben el suicidio; por cuanto el
hombre está naturalmente inclinado, como todo animal, a conservar su especie, son
preceptos primeros de la ley natural los concernientes a la generación y a la educación de
los hijos; y respecto de la inclinación natural que específicamente el hombre tiene —la
que le es propia por su naturaleza racional— hacia el saber y hacia la convivencia con
sus congéneres, son preceptos primeros de la ley natural los que ordenan la evitación de
la ignorancia y del daño a los semejantes.
108
acerca de ella. ¿Por qué no habría de poder ocurrir algo equivalente en el orden práctico,
de tal manera que una conclusión (objetivamente) necesaria en este orden —un precepto
segundo de la ley natural, próximo a uno de los preceptos primeros de ella— siga siendo,
en sí misma, necesaria, aunque se dé el hecho (meramente subjetivo) de que algún
hombre o muchos no la infieran y la juzguen erróneamente? Y no se ve la razón por
virtud de la cual unos hechos meramente subjetivos resultarían suficientes para dar
validez a la tesis relativista en el orden práctico y en cambio no bastarían para justificarla
en el orden teórico.
Pero la aportación de la ética filosófica en este punto no se limita a una comparación
afortunada. Es también competencia de la filosofía moral el deshacer los argumentos de
las «malas persuasiones» a las que santo Tomás se refiere como una de las causas de los
errores morales en lo concerniente a los preceptos segundos de la ley natural. Por
supuesto, el enjuiciamiento filosófico de las persuasiones en cuestión se refiere
exclusivamente a las que entre ellas son, digámoslo así, públicas y notorias, no, claro
está, a las que permanecen encerradas en las conciencias individuales; y, a su vez, entre
las públicas y notorias se encuentran algunas cuyo especial interés se debe a los
argumentos filosóficos que invocan, lo cual hace todavía más comprensible la necesidad
de que la ética filosófica se ocupe de ellas, poniendo de manifiesto la debilidad de sus
aparentes razones. Por lo demás, es claro que no puede tratarse de una obligación de la
ética filosófica, sino de un deber (de solidaridad) del filósofo moralista, ni de algo que
esté limitado por el ámbito de los preceptos segundos que son conclusiones próximas a
los preceptos primeros de la ley natural.
El planteamiento hecho por Kant del problema de la corrupción de los principios
morales —o de las «leyes del deber», para decirlo en la misma terminología kantiana—
es muy distinto del de santo Tomás, si bien coincide con él en la afirmación de un cierto
servicio de la ética filosófica (en el lenguaje aquí usado por Kant, la «filosofía práctica»)
a la razón humana común (la razón práctica del común de los hombres). A diferencia de
santo Tomás, no hay en Kant una distinción entre preceptos éticos indestructibles in
universali (aunque desatendidos en la aplicación a algunos casos de lo operable
concreto) y otros que pueden borrarse de la conciencia humana por efecto de unas malas
persuasiones o de unas malas costumbres. Kant habla como si todos los mandatos del
deber, sin hacer entre ellos ningún tipo de discriminación, se encontrasen siempre
combatidos, y de la misma manera, por una poderosa fuerza humana esencialmente
radicada en nuestras necesidades e inclinaciones. «El hombre siente en sí mismo —dice
Kant— frente a todos los mandatos del deber, que le representa la razón tan merecedores
de respeto, un poderoso contrapeso favorable a sus necesidades e inclinaciones, cuya
total satisfacción resume con el nombre de felicidad»[128].
Una vez hecha esta fundamental afirmación y después de confirmarla con la tesis de
que la razón dicta sus preceptos sin prometer nada a las inclinaciones e incluso
despreciándolas, Kant añade: «Ahora bien, de aquí surge una dialéctica natural, es
decir, una propensión a hacer sutiles objeciones contra aquellas estrechas leyes del deber
y a dudar de su validez, o, al menos, de su pureza y rigor, y a acomodarlas, dentro de lo
109
posible, a nuestros deseos e inclinaciones, es decir, en el fondo, a pervertirlas y a
desposeerlas de toda su dignidad, cosa que incluso la razón práctica del común de los
hombres no puede, al fin y al cabo, considerar buena»[129].
Con ello se hacen patentes dos esenciales diferencias entre el pensamiento de Kant y el
de santo Tomás. Por una parte, mientras que en la ética de santo Tomás las inclinaciones
humanas naturales —i. e., las comunes a todos los hombres e innatas en ellos—
determinan originariamente los preceptos de la ley natural, para Kant, por el contrario,
los imperativos del deber están esencialmente divorciados de todas nuestras inclinaciones,
de tal suerte que éstas, cuando no se oponen al deber, le son, al menos, ajenas. Y, por
otra parte, santo Tomás, aunque reconoce que las malas persuasiones y los malos hábitos
(adquiridos) pueden incluso borrar del corazón de los hombres los preceptos segundos
más inmediatos a los preceptos primeros de la ley natural, no admite, en cambio, que
haya en el hombre, como algo correspondiente a su propia naturaleza, esa tendencia a la
que Kant considera una «dialéctica natural» y cuya función consiste en oponerse a los
severos mandatos del deber y en tratar de desposeerlos de la dignidad que les es propia.
En la antropología y en la ética del pensamiento tomista esa tendencia es concebible, sin
duda, como algo adquirido, pero no, en modo alguno, como algo propiamente natural.
(Tal vez la posición de Kant en este asunto se deba radicalmente a la influencia de la tesis
luterana de la corrupción del ser natural del hombre por efecto del pecado original).
Globalmente considerada, la filosofía moral de Kant es una estilización dramática del
deber y solidariamente con ella —o, mejor, como presupuesto suyo— un extremoso
simplismo. El dramatismo kantiano del deber se cifra en la radical oposición establecida
por Kant entre el deber y las inclinaciones, los deseos y las necesidades del hombre. En
este fundamental antagonismo, absolutamente indispensable para la concepción kantiana
de la ética, el deber aparece como libertad, y frente a ésta las inclinaciones, los deseos y
las necesidades humanas son expresiones de nuestra naturaleza, a las cuales no
pertenece en el ámbito de la moral otra función que la de un necesario contrapolo del
sentido mismo del deber. Aquí se hace visible el radical simplismo de la filosofía moral de
Kant. Porque nuestras inclinaciones naturales —las que todos los hombres compartimos
—, aunque de ningún modo son deberes, determinan primordialmente, sin embargo, el
contenido de ellos al menos de una manera negativa. Kant ha visto bien claramente que
para la moralidad de la conducta no basta hacer lo debido, sino que es preciso que el
hacerlo sea un obrar «por deber» y no por algún motivo opuesto. Pero es el caso que el
obrar por deber no resulta posible sin hacer «lo debido», y ello es cosa cuya objetiva
determinación depende inicialmente de los fines de nuestras inclinaciones naturales (unos
fines que no derivan de nuestros sentimientos y pasiones, ni de nuestras tendencias y
deseos más o menos caprichosos o arbitrarios).
En el pensamiento de santo Tomás la determinación del contenido o materia de lo
debido la lleva a cabo la razón humana, basándose, ante todo, en nuestras propias
inclinaciones naturales, mas no para quedarse en la intuición de los preceptos primeros o
más comunes, sino infiriendo de ellos —con lo cual el razonamiento ético entra ya en
efectiva actividad— los preceptos segundos que les son más cercanos, es decir, los que
110
más fácilmente se deducen. Ahora bien, la formulación de los preceptos morales como
consecuencia de la actividad discursiva de la razón humana puede llevar, según santo
Tomás, a otros preceptos segundos tan remotos de los primeros y, por lo mismo, de tan
difícil deducción, que la razón del común de los hombres no es capaz, por sí sola, de
encontrarlos. Santo Tomás habla de estos preceptos como algo cuya conveniencia a la
razón es descubierta en virtud de una diligente averiguación efectuada por hombres
dotados de conocimientos no vulgares, de tal modo, por consiguiente, que estos
preceptos no entran en el Decálogo, donde tampoco tienen cabida los primeros o más
comunes: «Entre los preceptos del Decálogo no se computan dos géneros de preceptos: a
saber, los que son primeros y comunes, cuya publicación no es necesaria, sino que están
escritos en la razón natural (…) y, además, aquellos cuya conveniencia a la razón es
encontrada por medio de una diligente investigación de quienes saben, porque estos
preceptos llegan desde Dios hasta el pueblo en virtud de la enseñanza de los
sabios»[130].
Nos encontramos así con una especialísima aportación de la ética filosófica. Esos
preceptos segundos lejanos de los primeros, y que van a Deo ad populum mediante
disciplina sapientum, forman parte integrante de la ley natural, mas no sólo no son
intuitivamente cognoscibles, sino que exigen, para ser efectivamente conocidos, un
complejo razonamiento que el hombre común no hace (por carecer de los datos
imprescindibles para la constitución de sus premisas o por no estar habituado a la
diligente investigación y consideración necesarias para llegar al conocimiento de esta clase
de normas). La índole enteramente sui generis de la aportación así llevada a cabo por la
ética filosófica no es captada de un modo suficiente si se pasa por alto el hecho de que ya
no se trata de una reflexión filosófica sobre algo constituido espontáneamente —de un
modo prefilosófico— en la experiencia moral. Hasta aquí hemos venido señalando una
serie de aportaciones en las cuales la ética filosófica, además de presuponer el ejercicio
de la experiencia moral, hace de esta experiencia y de sus elementos integrantes el objeto
de una consideración reflexiva que, en la medida de lo posible, tiene un carácter analítico
y también de justificación (aunque tan sólo impropiamente dicha o indirecta). Por el
contrario, en la aportación de la que ahora se trata, aunque sigue presuponiéndose el
ejercicio de la experiencia moral en su calidad de ética prefilosófica o espontánea, ya no
son esta misma, ni sus elementos integrantes, el objeto de la ética filosófica. No se hace
un análisis, ni ningún tipo de justificación, de algo ya conocido, en la experiencia moral,
por el común de los hombres. Ahora la ética filosófica establece por sí misma unos
preceptos, en vez de recogerlos o asumirlos como ya establecidos por la razón natural en
su uso más fácil e inmediato.
Al establecer por sí misma esos preceptos, la ética filosófica se mantiene en
continuidad con la moral espontánea. Los razonamientos necesarios para establecer esos
preceptos a los que la ética espontánea no llega tienen siempre alguna premisa conferida
por esta ética. Lo filosófico en tales razonamientos es tan sólo una parte, y, en
consecuencia, es precisamente la otra parte la que hace aquí posible y necesario la
continuidad con la moral prefilosófica. Los preceptos segundos de la ley natural más
111
lejanos de los primeros no dejan de ser unas conclusiones obtenidas a partir de los más
cercanos, de tal modo, por tanto, que entre aquéllos y éstos hay evidentemente una
distancia —en ocasiones, grande— pero no discontinuidad. E igualmente se ha de
advertir que al establecer los preceptos morales más lejanos de los que en la ley natural
son los primeros, la ética filosófica no sólo opera con premisas tomadas de la experiencia
moral, sino que también hace uso de datos suministrados por diversos saberes positivos.
En este aspecto la ética filosófica es filosófica en la más amplia acepción: en el sentido
según el cual este adjetivo se aplica a toda clase de conocimientos científicos que no
presuponen ningún dato de fe sobrenatural. Saberes positivos tan diversos de la filosofía
sensu stricto como, por ejemplo, la biología y la economía son canteras que la ética
filosófica aprovecha, extrayendo de ellos unos materiales necesarios para la deducción de
preceptos morales inaccesibles a la mera ética espontánea. Pretender que en su necesaria
atención a los hechos la ética haya de limitarse a los datos suministrados por la
experiencia vulgar es cosa tan infundada y tan nociva como cualquier otra forma de
igualitarismo demagógico. (Un claro ejemplo de este igualitarismo en el ámbito de la ética
lo proporcionan quienes sustentan la opinión de que los datos de la biología positiva no
han de tenerse en cuenta a la hora de argumentar contra la práctica del aborto voluntario.
Se ha llegado a decir, incluso por antiabortistas inequívocos, que la auténtica
argumentación contra esa práctica es de carácter pura y simplemente «antropológica» y
que ésta excluye los datos científico-positivos, como si ninguno de estos datos tuviese
nada que ver con la determinación de la efectiva pertenencia de un ser vivo a la especie
humana).
Al establecer por sí misma ciertos preceptos morales la ética filosófica no es ya la pura
teoría en que sin duda consiste mientras se limita a ser sólo una reflexión sobre la
experiencia moral. Los preceptos morales más lejanos de los que en la ley natural son los
primeros no están dados con anterioridad a su captación filosófica. Es justamente esta
captación lo que de un modo originario los constituye en objetos para nuestra
conciencia. Aquí el término «originario» está tomado en la acepción más radical. Desde
luego, es posible, y muy frecuente, que alguien tenga noticia de alguno de los preceptos
en cuestión, o incluso de todos los que han llegado a su conocimiento, sin haber hecho
ningún razonamiento filosófico, simplemente por obra de una información recibida sin
ninguna argumentación que de un modo objetivo la justifique; pero ello puede ocurrir
porque en definitiva ha habido alguien que ha hecho el complejo razonamiento necesario
para llegar a formular tales preceptos. Frente a esto pudiera tal vez decirse que la
captación originaria de esos mismos preceptos no corresponde a la filosofía, sino a la
razón práctica; mas semejante objeción estaría tan fuera de lugar como el sostener que
no se debe a la geometría, sino a la razón teórica, la formulación de las propiedades de
las figuras geométricas. Indudablemente, la razón es en un caso y en el otro la facultad
que llega a las correspondientes conclusiones, pero logra alcanzarlas porque va en ambos
casos más allá de cuanto se puede conseguir con datos elementales y muy simples
razonamientos.
La ética filosófica no puede constituirse sin contar con la realidad de la experiencia
112
moral incluso para inferir los preceptos morales cuya justificación es más compleja; y en
este sentido se ha afirmado aquí explícitamente, pocas líneas atrás, la continuidad que la
ética filosófica mantiene con la moral espontánea. Mas de aquí no se sigue que el filósofo
encuentre exclusivamente en la «experiencia moral de la humanidad» la ley moral. «El
filósofo —asegura Maritain— descubre la ley en la experiencia moral de la humanidad; la
extrae, no la hace; no es un legislador. No anuncia la ley, sino que reflexiona sobre ella y
la explica»[131]. Si por «descubrir la ley moral» se entiende el llegar a conocer sus
preceptos más evidentes y comunes, e incluso los más fácilmente derivables de ellos, no
cabe duda de que Maritain tiene razón al decir que el filósofo descubre en la experiencia
moral de la humanidad la ley moral. Ahora bien, esta experiencia, aunque necesaria, es
insuficiente para que el filósofo descubra la ley moral si por descubrirla se entiende algo
más que llegar a captar únicamente sus más generales y fácilmente cognoscibles
preceptos. Es verdad que el filósofo no es un legislador, pero tampoco el hombre común
lo es. El legislador de la ley moral natural es, en definitiva, Dios y sólo Él. Y desde Él van
al pueblo, mediante disciplina sapientum, los preceptos morales naturales que no son
los primeros ni los segundos que les están más cercanos.
A partir del momento en que deja de ser exclusivamente una reflexión sobre la moral
espontánea, la ética filosófica adquiere un cierto carácter normativo, por formular unos
preceptos morales, sin limitarse a reflexionar sobre ellos o a explicarlos (i. e., analizarlos
y hacerlos objeto de una justificación impropiamente dicha o indirecta). Al establecer
esos preceptos la ética filosófica es verdaderamente normativa porque afirma unas reglas
a las que debe atenerse la libre conducta humana, de tal modo que afirma justamente que
su cumplimiento es obligado. Se trata, en suma, de una afirmación normativa y no tan
sólo de la afirmación de una norma, dado que esta segunda afirmación es pura y
simplemente descriptiva si el correspondiente contenido es tomado sólo como un hecho:
como «algo que hay» (por ejemplo, en una determinada sociedad y que tal vez en otra
no está vigente), no como «algo que hay que respetar por su absoluto valor».
La normatividad que conviene a una parte de la ética filosófica —y que no se opone
en modo alguno a la pura teoricidad de su otra parte— es solamente la que corresponde a
la formulación de unos imperativos universales, los cuales, a diferencia de los que son
conclusiones de silogismos prácticos sensu stricto, no rigen de una manera inmediata
nuestro libre comportamiento. Es ésta, por consiguiente, una normatividad de carácter
abstracto, con la cual no se preceptúa ninguna concreta acción, sino los tipos o clases de
las acciones (o, respectivamente, de las omisiones) que en su momento deben ser
cumplidas. Mas ello es cosa que igualmente conviene a los preceptos de la moral
prefilosófica o espontánea. Tanto los preceptos primeros de la ley natural, como los
preceptos segundos que más cercanos les son, tienen, sin duda, el carácter de unas
normas abstractas. Así, por ejemplo, la prohibición de cometer injusticias no se refiere in
concreto a ninguna determinada acción injusta, sino a toda acción injusta en general, por
lo cual debe contarse entre los imperativos universales que la razón práctica formula, sin
dejar, a su modo, de ser práctica (la razón especulativa no establece ningún imperativo),
pero asimismo sin llegar a serlo de una manera cabal: vale decir, no es ninguno de los
113
imperativos singulares que en cada una de las ocasiones determinan de una manera
inmediata la efectiva y concreta aplicación del imperativo universal al caso particular.
Es menester, por tanto, distinguir entre la normatividad y la eficacia en acto. Los
preceptos que constituyen la contribución especial de la ética filosófica al ordenamiento
de la libre conducta humana son afirmados normativamente por esta ética, ni más ni
menos que como también son normativamente afirmados por la moral prefilosófica o
espontánea los preceptos más generales de la ley natural y los más fácilmente derivables
de ellos. En cambio, la eficacia en acto no es una propiedad atribuible a los imperativos
de la ética filosófica ni a los de la moral espontánea. Mas la carencia de eficacia en acto
no disminuye la normatividad de ningún género de preceptos ni la del pensamiento ético
(filosófico o espontáneo) que normativamente los establece, así como tampoco la
convierte en una normatividad mediata. Ningún precepto, ni nada que normativamente lo
formule, puede ser mediatamente normativo: o lo es inmediatamente, o no es normativo
en modo alguno, en cuyo caso no es en verdad un precepto ni nada que normativamente
lo establezca. Lo que sí cabe, en cambio, es la eficacia mediata de las normas, y ésa es la
única eficacia que conviene a las normas que son imperativos universales o abstractos.
La falta de una clara distinción entre la normatividad, por una parte, y por la otra la
eficacia en acto es lo que hace ambiguas y, por ende, no enteramente correctas las ideas
de N. Hartmann sobre el carácter normativo de la ética filosófica: «La ética puede, en
verdad, enseñar lo que es éticamente bueno, como la geometría puede enseñar lo que es
geométricamente verdadero. Pero no puede imponer nada a la conciencia moral, sino
sólo orientarla hacia sus propios contenidos y principios. (…) Así, pues, es normativa
según el contenido, no según el método o la forma de la enseñanza. (…) El carácter de lo
normativo está, por tanto, justificado en la ética como disciplina filosófica. (…)
Primordialmente no es, en modo alguno, la ética misma, sino el principio, el ámbito de
los principios, que ella tiene por cometido descubrir. (…) Sólo mediatamente se transfiere
este carácter normativo desde los principios a ella misma. De ahí que en ella ese carácter
normativo esté completamente empalidecido, debilitado, y que no sea necesario en modo
alguno»[132].
Hablar, como aquí hace Hartmann, de una normatividad «empalidecida, debilitada y
no necesaria en modo alguno» es posible tan sólo sobre la base de una identificación, o
de una asimilación al menos, de la normatividad y la eficacia. Es indudable que la eficacia
admite grados y que cabe, por consiguiente, una eficacia mayor o menor que otra; pero
no se ve de qué manera podría la normatividad ser susceptible de grados si no se
introduce en su noción la idea de una cierta fuerza o energía operativa en acto, cosa que,
desde luego, no es en modo alguno necesaria para la pura y simple normatividad, tanto la
de la ética filosófica (en una de sus partes) cuanto la de la ética espontánea. Ni tampoco
entremezclando las nociones de lo normativo y lo eficaz se puede ver la razón por virtud
de la cual sería mediata la normatividad de la ética filosófica, mientras que la
normatividad de los principios aportados por ella sería, en cambio, inmediata. Porque
ningún imperativo abstracto es eficaz por sí mismo (ni siquiera lo son todos los
imperativos singulares, sino exclusivamente los que de un modo directo desembocan en
114
acciones concretas y singulares, ejecutadas por los mismos sujetos que los dictan).
Así, pues, la cuestión de si la ética filosófica es un saber teórico o un saber práctico se
resuelve, de acuerdo con las consideraciones precedentes, distinguiendo en esta ética dos
partes, una de las cuales es formalmente teórica, aunque sea práctico su objeto o
contenido, el cual consiste en la moral espontánea, mientras que la otra parte es, en
cambio, formalmente práctica en razón de su carácter normativo (si bien la practicidad
que así posee no es la plena o cabal atribuible únicamente a la prudencia como virtud que
aplica las normas morales generales a los casos concretos, dictando los imperativos
singulares de los cuales resulta sin solución de continuidad la realidad de la efectiva
praxis). A esas dos partes fundamentales se ha de añadir, en calidad de epílogo, la
reflexión que la ética filosófica hace sobre sí misma y que evidentemente es de carácter
teórico. (Este carácter teórico no dejaría de convenirle, con la misma evidencia, a la
reflexión de la filosofía moral sobre sí misma si semejante reflexión fuese tomada como
uno de los asuntos de la teoría del conocimiento en su más ancho sentido. Por supuesto,
este encuadramiento es imposible en el sistema filosófico de Kant, donde todo valor
propiamente cognoscitivo le es negado a la razón práctica).
115
werde», Op. cit., Ak IV, pp. 403-404.
[45] «Sed praesertim considerandum est factum morale iam dari in conscientia et in societate, ante omnem
fundationem et elaborationem philosophicam: homines non expectaverunt speculationes circa naturam, finem et
conditionem humanam ut valores morales agnoscerent seque obligatos haberent (…). Hoc factum morale omni
speculationi de re ethica supponitur, ita ut notiones quae haberi possunt deductive essent vacuae nisi cum his datis
conscientiae moralis connecterentur. Ab his ergo proficiscendum est», Ethica generalis (Apud Aedes
Universitatis Gregorianae, Romae, 1959), p. 18.
[46] «I propose to take as my starting-point the existence of what is commonly called the moral consciousness;
and by this I mean the existence of a large body of beliefs and convictions to the effect that there are certain
kinds of acts that ought to be done and certain kinds of things that ought to be brought into existence, so far as
we can bring them into existence», Foundations of Ethics (Clarendon Press, Oxford, 1939), p. 1.
[47] Loc. cit.
[48] Ethic. Nic. VII, 1, 1145 b 2-7.
[49] «δεῖ δ᾽, ὥσπερ ἐπὶ τῶν ἄλλων, τιθέντας τὰ φαινόμενα καὶ πρῶτον διαπορήσαντας οὕτω δεικνύναι μάλιστα
μὲν πάντα τὰ ἔνδοξα περὶ ταῦτα τὰ πάθη, εἰ δὲ μή, τὰ πλεῖστα καὶ κυριώτατα: ἐὰν γὰρ λύηταί τε τὰ δυσχερῆ καὶ
καταλείπηται τὰ ἔνδοξα, δεδειγμένον ἂν εἴη ἱκανῶς.», loc. cit.
[50] «Et dicit quod oportet hic procedere sicut in aliis rebus, ut scilicet positis his quae videntur probabilia circa
praedicta, prius inducamus dubitationes, et sic ostendemus omnia quae sunt maxime probabilia circa praedicta; et
si non omnia, quia non est hominis ut nihil a mente eius excidat, ostendemus plurima et principalissima. Quia si in
aliqua materia dissolvantur difficultates et derelinquantur quasi vera illa quae sunt probabilia, sufficienter est
determinatum», In Ethic., n. 1305.
[51] «(…) ich stimme ihm auch wesentlich bei, wenn er behauptet, es habe Zeiten ohne jedem Anflng von
ethischen Erkenntnis und ethischen Gefühl gegeben; jedenfalls war damals nichts der Art ein Gemeingut», Vom
Ursprung sittlicher Erkenntnis (Felix Meiner Verlag, Hamburg, 1969), p. 8.
[52] «(…) es gibt also keine natürlichen sittlichen Vorschriften und Rechtssätze, in dem Sinne, dass sie uns
angeboren wären», Op. cit., p. 9.
[53] «(…) there never was any nation of the world, nor any single person in any nation, who was utterly
deprived of them and who never, in any instance, shew'd the least approbation or dislike of manners. These
sentiments are so rooted in our constitution and temper, that whitout enterely confounding the human mind by
disease or madness, it’s impossible to extirpate and destroy them», A Treatise on human nature (ed. L. A. Selby-
Bige, Clarendon Press, Oxford, 1973), p. 474.
[54] «Dieser (der wahre Antrieb zur Gerechtigkeit und Menschenliebe) muss vielmehr etwas seyn, das wenig
Nachdenken, noch weniger Abstraktion und Kombination erfordert, das, von der Verstandesbildung unabhängig,
jeden, auch den rohesten Menschen, anspreche, bloss auf anschaulicher Auffassung beruhe und unmittelbar aus
der Realität der Dinge sich aufdringe», Über die Grundlage der Moral, III, Begründung der Ethik, § 12,
Anforderungen, en la Zürcher Ausgabe, VI, pp. 225-226.
[55] «(…) ganz unmittelbaren, von allen anderweitigen Rücksichten unabhängigen, Teilnahme, zunächst an
Leiden eines Andern und dadurch an der Verhinderung oder Aufhebung dieses Leidens, als worin zuletzt alle
Befriedigung, und alles Wohlsein und Glück besteht», Op. cit., § 17.
[56] Cf. Characteristics of Men, Manners, Opinions, Times, edic. 1773, II, pp. 414-415.
[57] Vid. sobre todo An Inquiry into the Origin of our Ideas Beauty and Virtue, edic. 1725, I.
[58] Grundlegung und Aufbau der Ethik (A Francke A. Verlag, Bern, 1952), p. 50.
[59] «It appears evident that the ultimate ends of human actions can never, in any case, be accounted for by the
reason, but recommend themselves entirely to the sentiments and affections of mankind, whithout any
dependance on the intellectual faculties. Ask a man why he uses exercise, he will answer, because he desires to
keep his health. If you then enquire, why he desires health, he will readily reply, because sickness is painful. If
you push your enquires farther, and desire a reason why he hates pain, it is impossible he can ever give any. This
is an ultimate end, and is never referred to any other object. (…) It is impossible there can be a progress in
infinitum, and that one thing can always be a reason why another is desired. Something must be desirable on its
own account, and because of its immediate accord or agreement with human sentiment and affection. Now as
virtue is an end, and is desirable on its own account, without fee or reward, merely for the immediate satisfaction
116
which it conveys; it is requisite that there should be some sentiment wich it touches, some internal taste or
feeling, or whatever you to call it, which distinguishes moral good and evil, and which embraced the one and
rejects the other», An Enquiry concerning the Principles of Morals, App. I. Concerning Moral Sentiment, V
(Clarendon Press, Oxford, 1972).
[60] «Die ersten unmittelbaren Annahmen einer Wissenschaft (…) sind die ersten Erkenntnisse, aus welchen alle
anderen erschlossen werden. Schlüsse, deren Prämissen nicht Urteile wären, kann es nicht geben, und sollen die
Schlüsse sicher sein, so müssen die Prämissen sichere Urteile sein. Dies irgendeinem Fall leugnen und behaupten,
bei irgendeiner Wissenschaft seinen die Prinzipien Gefühle, ist also geradezu absurd», Grundlegung und Aufbau
der Ethik, ed. cit., III Kap. Sind die Prinzipien der Ethik Erkenntnisse oder Gefühle?, § 17.
[61] «Es muss in seinen Argumenten etwas fehlen. Und in der Tat, es ist ihnen ganz leicht zu begegnen, wenn
man dieselbe Unterscheidung, die er den Gegner gegenüber machte, auf ihn anwendet. Er hatte ihnen zugegeben,
dass bei den Entscheidungen über Gut und Böse der Verstand eine Rolle spiele, aber nicht als letzte Instanz, nur
als eine der Bedingungen dafür liess er ihn gelten. Vielleicht ist es aber vielmehr so, dass das Gefühl nur irgendwie
beim Zustandekommen des sittlichen Urteils als Bedingung beteiligt ist», Op. cit., III Kap., § 17.
[62] «So scheint denn in dem Streite die richtige Lösung gefunden. Die Prinzipien der Ethik müssen, wie bei
allen Wissenschaften, Erkenntnisse sein. Gefühle können es nicht sein. Wenn Gefühle dabei beteiligt sind, so nur
als Gegenstände der Erkenntnis. M. a. W. Gefühle sind die Vorbedingungen der ethischen Prinzipien», Op. cit., §
18, 1.
[63] «Hat man sich alles das klargemacht, so erscheint die Sache ganz einfach. An die Stelle des Streites darüber,
ob die Prinzipien der ethischen Erkenntnis Erkenntnisse oder Gefühle seien, kann nun die Frage treten, ob die
Erkenntnisse, welche die Prinzipien der Ethik sind, Gefühle zu ihrem Gegenstande haben. Ich glaube, dass Hume,
wenn man ihm diese präzise Fassung vorgelegt hätte, seine Zustimmung verweigert haben würde. Er wäre damit
einverstanden gewesen, seine These so zu modifizieren: sie sind Erkenntnisse von Gefühlen. Seine Grundidee, die
Beteiligung des Gefühls bliebe damit gewahrt, und wahrscheinlich hälte er bekannt, gar nichts anderes gemeint zu
haben», Op. cit., III Kap., § 18, 3.
[64] «Thus the distinct bounderies and offices of reason and of taste are easily ascertained. The former conveys
the knowledge of thruth and falsehood: the latter gives the sentiment of beauty and deformity, vice and virtue»,
An Enquiry concerning the Principles of Morals, ed. cit., App. I, último párrafo.
[65] Cf. Psychologie vom empirischen Standpunkt (A. Francke A. Verlag, Bern, 1952), II B, Viertes Kap., § 1-
12.
[66] «Das Gefühl ist an dem Zustandekommen der ethischen Unterscheidungen wesentlich beteiligt. Fingieren
wir ein wahrnehmendes und denkendes Wesen, das aller Fähigkeit des Fiehlens, Begehrens, Wollens unfähig ist,
so verliert für ein solches Wesen die Rede von “gut” und “schlecht”, von Wert und Unwert, also auch von
Tugend und Laster jeden Sinn», Vorlesungen über Ethik und Wertlehre, Ergänzende Texte, Nr. 2, b, p. 391 de la
edic. de U. Melle, en Husserliana.
[67] «(…) so wie die Mathematik über Grössen und Grössenbeziehungen, so wie die Mechanik über Kräfte und
Kräftebeziehungen urteilt, so die Moral über gewisse Gefühle, Begehnungen, Wollumgen», Op. cit., p. 392.
[68] «Das also kann gar keine Frage sein, dass die Prinzipien der Moral oder die Prinzipien der moralischen
Erkenntnis keine Gefühle sind, sondern Erkenntnisse, also dass wir die Moral dem Erkenntnisvermögen, dem
Verstand oder der Vernunft verdanken», Op. cit., también en la p. 392.
[69] «Es gibt eine Erfahrungsart, deren Gegenstände dem “Verstande” völlig verschlossen sind; für die dieser so
blind ist wie Ohr und Hören für die Farbe -eine Erfahrungsart aber, die uns echte objektive Gegenstände, und eine
ewige Ordnung zwischen ihnen zuführt, eben die Werte, und eine Randornung zwischen ihnen», Der
Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, zweit. Teil, V, 2. Fühen und Gefühle, p. 261 de la 5ª ed.,
Franke Verlag, Bern und München, 1966.
[70] «Nous connaissons la vérité, non seulement par la raison, mais encore par le coeur; c'est de cette dernière
sorte que nous connaissons les prémiers principes, et c'est en vain que le raisonnement, qui n'y a point de part,
essaye de les combattre. (…) Les principes se sentent, les propositions se concluent, et le tout avec certitude,
quoique par différents voies», Oeuvres complètes, Gallimard, París, 1969, p. 1221.
[71] «Werte müssen ihrem Wesen nach in einem fühlenden Bewusstsein erscheinbar sein», Op. cit., p. 270.
[72] «Wir waren ausgegangen von dem höchsten Grundsatz der Phänomenologie: Es besteht ein Zusammenhang
zwischen dem Wesen des Gegenstandes und dem Wesen des intentionalen Erlebnisses. Und zwar ein
Wesenszusammenhang, den wir an jedem beliebingen Fall eines solchen Erlebnisses erfassen können», Op. cit.,
117
p. 270.
[73] Cf. Ethik (Walter de Gruyter, Berlin, 1962), XIII, d: Emotionale Apriorismus des Wertgefühls.
[74] «(…) ce qui doit nous intéreser avant tout, et ce qui pose du reste un problème philosophique difficile, c'est
(…) la connaissance que l'appelle naturelle, la connaissance préphilosophique. De quelle manière un homme, un
homme quelconque, (…) un simple membre de l'humanité commune, connait-il les valeurs morales?», Neuf
leçons sur les notions premières de la philosophie morale, ed. cit., p. 48.
[75] «Il me semble qu'il est essentiel de comprendre qu'il y a un champ très vaste où la raison fonctionne, où
l'intelligence fonctionne d'une manière qui n'est encore ni conceptuelle, ni logique, ni raisonnante, d'une manière
quasi biologique, comme “forme” des activités psychiques et sous un mode incosnciente ou préconsciente. (…)
Il y a toute une vie, à la fois intuitive et inexprimée, de l'intelligence et de la raison, qui précède les explicitations
rationnelles», Op. cit., pp. 48-49.
[76] «Les jugements de valeur, les jugements éthiques tels qu'on les trouve à l'oeuvre dans la conscience
commune de l'humanité, ne sont pas fondamentalement et en règle générale des jugements “par mode de
connaissance”, ce sont prémièrement et avant tout des jugements par mode d'inclination. Notre intelligence ne
juge pas alors en vertu de raisonnements et de connexions de concepts, de démonstrations et de contraintes
logiques: elle juge d'une façon non-conceptuelle, par conformité aux inclinations qui sont en nous, et sans être
capable d'exprimer les raisons de son jugement», Op. cit., pp. 53-54.
[77] Cf. Santo Tomás: Sum. Theol., I-II, q. 94, a. 2.
[78] «Aristotle speaks of practical as well as of theoretical syllogism. (…) He treated the major premiss of the
former as a gerundive or as a “should”-sentence or in other ways, but never seems to have realized how different
these forms are from normal indicatives. Moreover he says that the conclusion is an action (not an imperative
enjoining an action)», The language of Morals (Oxford University Press, Oxford, 1970), p. 16.
[79] Teeteto, 155 d.
[80] Metaf. Α, 982 b 12.
[81] «Durch die Frage nach der Begründung oder Geltung moralischer Sätze unterscheidet die Ethik sich von
anderen Wissenschaften, die ebenfalls den Bereich der Moral zum Gegenstand haben. Untersuchungen darüber,
wie bestimmte Bevölkerungsgruppen sich verhalten; wie bestimmte Handlungsweisen in einer Gesellschaft
faktisch beurteilt werden; wie das moralische Bewusstsein sich in der Geschichte der Menschheit oder beim
einzelnen Menschen entwickelt, sind nicht Aufgabe des Ethikers, sondern empirischer Wissenschafler, z. B. des
Soziologen, Psychologen oder Historikers. Die Ethik fragt nicht, wie die Menschen sich verhalten, sondern wie
sie sich verhalten sollen; sie fragt nicht, ob eine Handlungsweise für richtig gehalten wird, sondern ob sie richtig
ist», Allgemeine Ethik (W. Kohlheimer, Stuttgart, Berlin, Köln, Mainz, 1983), p. 15.
[82] «Ethica nempe non est ab integro constituenda, sed potius eius datum spontaneum paulatim elucidandum,
eius notiones magis ac magis declarandae, manifestandum eius principium ac fundamentum, examinanda eius
praecepta ac crisi subiicienda utrum cum principio cohaerent, totum denique secundum rationem ordinandum»,
Ethica generalis, ed. cit., p. 14.
[83] Op. cit., p. 12.
[84] «I have deliberately avoided references to the problems of moral psychology. In particular, the problem
known as “The Freedom of the Will”, which has a place in most introductions to ethics, is not mentioned, and
the problem usually refered to by Aristotle's titel Akrasía, which would be discussed more often than it is, is
mentioned only in passing. This is not because I consider these problems unimportant, nor because I have
nothing to say about them, but because they are rather problems of the language of the psychology of morals,
than of the language of morals itself», The language of Morals, ed. cit., Preface, p. iv.
[85] «Ethik besitzt (…) von Anfang an eine innere Beziehung zum Gegenstandsbereich der Anthropologie.
Daraus kann geschlossen werden, dass auch eine weitergchende anthropologische “Fundierung” dem
Gegenstandsbereich der Ethik nicht fremd zu sein braucht, -ja dass diese geradezu danach verlangt. Zweitens
zeigt sich auch, dass die Ethik ihrerseits einen Beitrag zur Vertiefung anthropologischer Erkenntnis leistet», Natur
als Grundlage der Moral, ed. cit., p. 53.
[86] «Sowohl eine Metaphysik, die von der Grunderfahrung der praktischen Vernunft absähe, wie auch eine
Ethik, die auf eine metaphysische Erhellung der in der reflexiven Selbsterfahrung der praktischen Vernunft
eingeschlossen Frage nach der Seele verzichtete, würden verfälscht. Was allerdings im Sein des Menschen
zuinnerst zusammengehört, fächert sich als Gegenstand menschlicher Erkenntnis in methodisch unterschiedlich
strukturierten Wissenschaften auf», Op. cit., p. 55.
118
[87] «Ethics, as I conceive it, is the logical study of the language of morals», The language of Morals, ed. cit.,
Preface, p. i.
[88] Véase el cap. 4 de la Primera Parte de la obra citada.
[89] Concilio Vaticano II: Constitución Pastoral Gaudium et spes, 16.
[90] Sum. Theol., I, q. 79, a. 13; De veritate, q. 17.
[91] «To have a law conception of ethics is to hold that what is needed for conformity with the virtues failure in
which is the mark of being bad qua man (and not merely, say qua craftsman or logician)- that what is needed for
this, is required by divine law. Naturally it is not possible to have such a conception unless you believe in God as
a law-giver; like Jews, Stoics and Christians», en The Collected Philosophical Papers of G. E. M. Anscombe
(Basil Blackwell, Oxford, 1981), Vol. III, p. 30.
[92] «La cosa non è cosí semplice. L'idea di dovere, pur se non tematizzata, è già presente nell'Ethica
Nicomachea, benchè non ví sia cenno d'un legislatore divino», Felicità, vita buona e virtù (LAS, Roma, 1989),
p. 96.
[93] «Il concetto di virtù non esclude il dovere; in un certo senso del termine “dovere”, la virtù si definisce in
funzione del dovere; in un certo altro senso è la virtù che definisce il dovere», Op. cit., p. 97.
[94] «La définition complète que je proposerai est donc la suivante: un droit est une exigence qui èmane d'un soi
à l'égard de quelque chose comme son dû, et donc les autres agents moraux sont obligés en conscience à ne pas
les frustrer», en Neuf leçons sur les notions prémières de la philosophie morale, ed. cit., pp. 166-167.
[95] «(…) il y a des devoirs sans droits correspondants», Op. cit., pp. 150-154.
[96] Aristóteles, Eth. Nic., 1106 b 36.
[97] «τὸ γὰρ τῆς ἀρετῆς ἆθλον καὶ τέλος ἄριστον εἶναι φαίνεται καὶ θεῖόν τι καὶ μακάριον», Eth. Nic., I, 10,
1099 b 16.
[98] Eth. Nic., I, 9, 1099 a 15-18.
[99] «Tendentia naturae rationalis ad beatitudinem et amor valoris moralis non inter se opponuntur: utraque
exprimit et continuat in creatura impulsum quo Deus, dum eam ponit in esse et ad plus esse promovet, eam simul
ad seipsum convertit. Haec autem unitas, quae in utriusque origine habetur, in termino quoque inveniri necesse
est, ita ut adeptio felicitatis cum realizatione valoris conveniat», Ethica generalis, ed. cit., pp. 297-298.
[100] Diccionario de la lengua española.
[101] Cf. The language of Morals, ed. cit., p. 3.
[102] Op. cit., p. 163.
[103] «No imperative conclusion can be validly drawn from a set of premisses which does not contain at least
one imperative», Op. cit., pp. 28-29.
[104] «Alles positiv Wertvolle soll sein, und alles negativ Wertvolle soll nicht sein. Der damit statuierte
Zusammenhang ist kein gegenseitiger, sondern ein einseitiger: Alles Sollen ist fundiert auf Werte -wogegen Werte
durchaus nicht auf ideales Sollen fundiert sind», Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, ed.
cit., p. 214.
[105] «Hoc est ergo primum praeceptum legis, quod bonum est faciendum et prosequendum, et malum
vitandum; et super hoc fundantur omnia alia praecepta legis naturae», Sum. Theol., I-II, q. 94, a. 2.
[106] «(…) ad legem naturalem pertinent primo quidem quaedam praecepta communissima, quae sunt omnibus
nota. (…) Quantum ergo ad illa principia communia, lex naturalis nullo modo potest a cordibus hominum deleri in
universali; deletur tamen in particulari operabili, secundum quod ratio impeditur applicare commune principium ad
particulare operabile, propter concupiscentiam, vel aliquam aliam passionem», Sum. Theol., I-II, q. 94, a. 6.
[107] «(…) praecepta legis naturae hoc modo se habent ad rationem practicam, sicut principia prima
demonstrationis se habent ad rationem speculativam; utraque enim sunt quaedam principia per se nota», Sum.
Theol., I-II, q. 94, a. 2.
[108] «But actually a value-statement is nothing else that a command in a misleading grammatical form. It may
have effects upon the actions of man, and these effects may either be in accordance with our wishes or not; but
it is neither true nor false», Philosophy and Logical Syntax (Psyche Min, London, 1935), p. 24.
119
[109] «The presence of an ethical symbol in a proposition adds nothing to its factual content. Thus if I say to
someone, “you acted wrongly in stealing that money”, I am not stating anything more than if I said, “You stole
that money”. In adding that this action is wrong I am not making any further statement about it. I am simply
evincing my moral disaproval of it. It is as if I had said, “You stole that money”, in a peculiar tone of horror, or
written it with the addition of some special exclamation marks (…) It is worth mentioning that ethical terms do
not serve to express feeling. They are calculated also to arouse feeling, and so to stimulate action. Indeed some
of them are used in such a way as to give the sentences in which they occur the effect of commands»,
Language, Truth and Logic (V. Gollanz, London, 1946), p. 107.
[110] «Quand je dis: j'aime la chasse, je préfère la bière au vin, la vie active au repos, etc., j'émet des jugements
qui peuvent paraître exprimer des estimations, mais qui sont au fond des simples jugements de réalité. Ils disent
simplement de quelle façon nous nous comportons vis-à-vis de certains objets; que nous aimons ceux-ci, que
nous préferons ceux-là. Les préférences sont des faits aussi bien que la pesanteur ou que l'élasticité des gaz. Des
semblables jugements n'ont donc par fonction d'attribuer aux choses une valeur qui leur appartienne, mais
seulement d'affirmer des états detérminés du sujet», Sociologie et Philosophie (Presses Universitaires de France,
Paris, 1963), p. 139.
[111] «(…) even if the assertion that one has a certain feeling always involves the expression of that feeling, the
expression of a feeling assurelly does not always involve the assertion that one has it. And this is the important
point to grasp in considering the distinction between our theory and the ordinary subjectivist theory. For whereas
the subjectivist holds that ethical statements actually assert the existence of certain feelings, we hold that ethical
statements are expressions and excitants of feeling which do not necessarily involve any assertion», Language,
Truth and Logic, ed. cit., p. 109.
[112] «(1) “This is wrong” means I disapprove of this; do so as well, (2) “He ought to do this” means I
Disapprove of his leaving this undone; do so as well, (3) “This is good” means I approve of this; do so as well»,
Ethics and Language (Yale University Press, New Haven, 1944), p. 21.
[113] «The emotive meaning of a word or phrase is a strong and persistent tendency, built up in the course of
linguistic history, to give direct expression (quasi interjectionally) to certain of the speaker's feelings or emotions
or attitudes; and it is also a tendency to evoke (quasi-imperatively) corresponding feelings, emotions or attitudes
in those to whom the speaker's remarks are addressed», Facts and Values (Yale University Press, New Haven,
1963), p. 21, nota 8.
[114] Cf. el cap. X de Ethics and Language.
[115] «The processes of telling someone to do something, and getting him to do it, are quite distinct, logically,
from each other. The distinction may be elucidated by considering a parallel one in the case of statements. (…)
No one, in seeking to explain the function of indicative sentences, would say that they were attempts to persuade
someone that something is the case. And there is no more reason for saying that commands are attempts to
persuade or get someone to do something (…) we first tell someone what he is to do, and then, if he is not
disposed to do what we say, we may start on the wholly different process of trying to get him to do it», The
language of Morals, ed. cit., pp. 13-14.
[116] «(…) ethics and ethical language can be regarded as part of the process whereby, as members of
community, we moderate our impulses and adjust our demands so as to reconcile them as far as possible with
those of our fellows», An Examination of the Place of Reason in Ethics (Cambridge University Press,
Cambridge, 1950), p. 132.
[117] «The concept of “duty” (…) is inextricable from the “mechanics” of social life, and from the practices
adopted by different communities in order to make living together in proximity tolerable or even possible», Op.
cit., p. 136.
[118] «To call something good is, in a way, already to vote for it, to side with it, to let others know where I
stand. But it does more than this; it implies that I have reasons for casting my vote as I do», Ethics (Basil
Blackwell, Oxford, 1954), p. 141.
[119] «Some moral principles are fundamental in the sense that we can give no reasons for adopting them; they
do not follow from any higher principles», Op. cit., p. 310.
[120] «Self-guaranteeing moral principles are impossible; and the demand for them rests in the failure to notice
that “there are always be some principle that I cannot now question” does not entail “there must be some moral
principle that I cannot ever question”», Op. cit., p. 13.
[121] «There are moral principles which it difficult to imagine any man wanting to change, because it is difficult
to imagine what it would be like to adopt the contrary principle or to have a pro-attitude towards adopting it. But
120
we must non confuse the difficulty of imaging something with its logical impossibility», Op. cit., p. 313.
[122] «According to the one opinion, the principles of morals are evident a priori, requiring nothing to command
assent, except that the meaning of the terms be understood. According to the other doctrine, right and wrong, as
well as truth and falsehood, are questions of observation and experience. But both hold that morality must be
deduced from principles. (…) Jet they seldom attempt to make out a list of a priori principles which are to serve
as the premises of the science; still more rarely do they make any effort to reduce those various principles to one
first principle, or common ground of obligation», Utilitarianism (ed. by H. B. Acton, London, J. M. Dent & Sons
Ltd., New York, E. P. Dulton & Co. Inc., 1976), pp. 2-3.
[123] «(…) praecepta Decalogi sunt prima principia legis, et quibus statim ratio naturalis assentit, sicut
manifestissimis principiis. Manifestissime autem ratio debiti, quae requiritur ad praeceptum, apparet in justitia,
quae est ad alterum: quia in his quae sunt ad seipsum videtur primo aspectu quod homo sit sui dominus, et quod
liceat ei facere quodlibet; sed in his quae sunt ad alterum, manifeste apparet quod homo est alteri obbligatus ad
reddendum ei quod debet. Et ideo praecepta Decalogi oportuit ad justitiam pertinere», Sum. Theol., II-II, q. 122,
a. 1.
[124] «Illa ergo praecepta ad Decalogum pertinent, quorum notitiam homo habet per seipsum a Deo. Huiusmodi
vero sunt illa quae statim ex principiis communibus primis cognosci possunt modica consideratione; et iterum illa
quae statim ex fide divinitus infusa innotescunt. Inter praecepta ergo Decalogi non computantur duo genera: illa
scilicet quae sunt prima et communia (…) sicut quod homo nulli debet malefacere, et alia huiusmodi; et iterum illa
quae per diligentem inquisitionem sapientium inveniuntur rationi convenire», Sum. Theol., I-II, q. 100, a. 3.
[125] Cf. El derecho de gentes (Studium, Madrid-Buenos Aires, 1955), p. 82.
[126] Op. cit., p. 86.
[127] Cf. Sum. Theol., I-II, q. 94, a. 6.
[128] «Der Mensch fühlt in sich selbst ein mächtiges Gegengewicht gegen alle Gebote der Pflicht, die ihm die
Vernunft so hochachtungswürdig vorstellt, an seinen Bedürfnissen und Neigungen, deren ganze Befriedigung er
unter dem Namen der Glückseligkeit zusammenfasst», Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Erster Abschnitt,
Übergang von der gemeinen sittlichen Vernunfterkenntnis zur philosophischen, Ak IV, p. 405.
[129] «Hieraus entspringt aber eine natürliche Dialektik, d. i. ein Hang, wider jene strenge Gesetze der Pflicht zu
vernünfteln und ihre Gültigkeit, wenigstens ihre Reinigkeit und Strenge im Zweifel zu ziehen und sie wo möglich
unsern Wünschen und Neigungen angemessener zu machen, d. i. sie im Grunde zu verderben und ihre ganze
Würde zu bringen, welches denn doch selbst die gemeine praktische Vernunft am Ende nicht gut heissen kann»,
Ibidem.
[130] «Inter praecepta ergo decalogi non computantur duo genera praeceptorum: illa scilicet quae sunt prima et
communia, quorum non oportet aliquam editionem esse, nisi quod sunt scripta in ratione naturali (…); et iterum
illa quae per diligentem inquisitionem sapientum inveniuntur rationi convenire; haec enim proveniunt a Deo ad
populum mediante disciplina sapientum», Sum. Theol., I-II, q. 100. a. 3. Más brevemente se ha referido ya santo
Tomás a estos mismos preceptos al afirmar, en el artículo 1 de la misma cuestión citada, que hay ciertas cosas
cuyo enjuiciamiento requiere una abundante y diligente consideración que no está al alcance de cualquiera, sino
sólo de los filósofos: «Quaedam vero sunt ad quorum judicium requiritur multa consideratio diversarum
circunstantiarum, quas considerare diligenter non est cujuslibet, sed sapientum».
[131] «Le philosophe découvre la loi dans l'expérience morale de l'humanité, il la dégage, il ne la fait pas; il n'est
pas un legislateur. Il n'annonce pas la loi, il réfléchit sur elle et l'explique», Neuf leçons sur les notions prémières
de la philosophie morale, ed. cit., p. 48.
[132] «Ethik kann tatsächlich lehren, was sittlich gut ist, wie Geometrie lehren kann, was geometrisch wahr ist.
Aber sie kann dem sittlichen Bewusstsein nichts aufdrängen, sondern es nur auf seine eigene Inhalte und
Prinzipien hinlenken. (…) Dem Inhalt nach also ist sie normativ, nicht aber der Methode oder der Art der Lehre
nach. (…) Der Charakter des Normativen in der Ethik als philosophische Disziplin besteht also zu Recht. (…)
Normativ ist in erster Linie gar nicht die Ethik selbst, sondern nur das Prinzip, das Reich der Prinzipien, das sie
aufzudecken hat. (…) Erst mittelbar überträgt sich dieser Normcharakter der Prinzipien auf sie selbest. Er ist an
ihr durchaus verblasst, abgeschwächt und keineswegs notwendig», Ethik, ed. cit., p. 30.
121
IV. Naturaleza y libertad del ser humano
§ 1. P renotandos
122
libres una condición tan indispensable como nuestra específica naturaleza, y ni la una ni
la otra quedan realmente afirmadas en su propia entidad —en su específica índole, y no
sólo como naturaleza y libertad concebidas de un modo enteramente abstracto— si no se
tiene un cierto conocimiento de aquello que en exclusiva las vincula a la realidad del ser
humano.
En la ética de la libre afirmación de nuestro ser, la naturaleza y la libertad propias del
hombre son requisitos, entre sí complementarios, de la posibilidad de la conducta
éticamente admisible. No calificamos moralmente lo que en ningún sentido implica el uso
de la libertad del albedrío, pero es igualmente cierto que sin ninguna clase de referencia a
nuestro modo natural de ser —a nuestra específica naturaleza de hombres— no nos sería
posible concebir la rectitud moral como la propia de la conducta humanamente buena (ni
la incorrección moral como la propia de la conducta mala para el hombre según su misma
índole de hombre). La mutua complementariedad de la naturaleza y la libertad
específicamente humanas se nos presenta de esta manera como algo sin cuya clara
intelección es imposible un auténtico saber antropológico, por cuanto el hombre incluye
en su propio ser la dimensión de la moralidad y porque ésta requiere que aquellas se
articulen entre sí para hacerla posible. Ciertamente, esta mutua articulación es una
estructura efectiva en la realidad del ser humano, no una exigencia moral que en cuanto
tal puede ser, fácticamente hablando, atendida o desatendida; y, sin embargo, ese mismo
hecho es condición de posibilidad de las exigencias morales de la conducta
específicamente humana, no de algunas de estas mismas exigencias, sino cabalmente de
todas por cuanto son todas ellas exigencias morales. El genus moris es —digámoslo en la
terminología de la Escuela, muy anterior a la moderna denuncia de la «falacia
naturalista»— irreductible al genus naturae, pero supone en el hombre la realidad de una
naturaleza propia de éste y que en él se conjuga con la libertad que igualmente le es
propia.
Para poder complementarse mutuamente en tanto que condiciones de la posibilidad de
la conducta éticamente recta, la naturaleza y la libertad que convienen al hombre en
cuanto hombre han de ser realidades diferentes y no sólo distintas con una mera
distinción conceptual. Ello se echa de ver con la máxima exactitud si se compara lo que
acontece en el hombre con lo que es propio de Dios. La naturaleza y la libertad
atribuibles a Dios no pueden por menos de resultarnos conceptualmente diferentes entre
sí. De este modo, en efecto, las pensamos al comprender que el amor de Dios a sí
mismo, a su absoluta bondad, no es libre, sino absolutamente necesario y, en este
sentido, pura y simplemente natural, de tal forma que en él se comporta Dios como
naturaleza, operando de un modo unívocamente determinado en la más estricta y
rigurosa de todas las acepciones, mientras que, en cambio, el amor de Dios a todos los
demás seres es un amor electivo, no necesario, y así Dios se comporta como cabal
libertad respecto de todo aquello que Él no es. Ahora bien, esta distinción entre la
naturaleza y la libertad que a Dios convienen es sólo conceptualmente posible, no
realmente, porque no cabe que en la absoluta unidad —incondicionada simplicidad— del
Ser divino se dé algún modo de composición real. Por el contrario, la naturaleza y la
123
libertad específicamente humanas difieren entre sí no ya sólo de un modo conceptual,
sino también de una manera real, porque toda la libertad que poseemos como capacidad
de decisión no unívocamente determinada es una propiedad de nuestra voluntad, la cual
no es realmente idéntica a nuestra naturaleza, sino sólo una potencia operativa que ésta
tiene y que como toda facultad se distingue realmente de la respectiva sustancia.
Para la posibilidad misma de la ética, la distinción real de naturaleza y libertad es
necesaria justamente en el mismo ser cuya conducta se califica como moralmente buena
o mala. La «santidad» de Dios no admite su reducción a ningún género o clase de
aquello en lo que consiste propiamente lo que designamos con el nombre de la «bondad
moral». Moralmente bueno es sólo el ser que también tiene la posibilidad de ser
moralmente malo. Tal posibilidad no es necesaria para la libertad ni contribuye en modo
alguno a incrementarla, antes por el contrario, es la libertad una condición, no suficiente,
pero necesaria, para la posibilidad de comportarse éticamente mal, así como para la
posibilidad de la conducta éticamente recta. Por consiguiente, ha de negársele a Dios la
sujeción al deber, no porque tal sujeción sea incompatible con la libertad (de ningún
modo lo es, ya que tan sólo para seres libres hay deberes), sino porque el deber
únicamente es posible donde cabe que la conducta sea incorrecta desde el punto de vista
de la moralidad, es decir, en un ser que puede usar su libertad de una manera
disconveniente o disconforme con la naturaleza respectiva, lo cual exige que la naturaleza
y la libertad de ese mismo ser sean entre sí realmente diferentes, no tan sólo distintas de
un modo conceptual.
También en la filosofía moral kantiana se excluye que el deber afecte a Dios. Según
Kant, en efecto, no cabe pensar que una voluntad absoluta o perfectamente buena pueda
ser obligada por las leyes objetivas del bien a comportarse en conformidad con ellas, ya
que tal voluntad, por su propia constitución, puede determinarse a sí misma
representándose el bien: «Una voluntad perfectamente buena (…) estaría bajo leyes
objetivas (de lo bueno), pero no podría ser representada como obligada por esas leyes a
actuar en conformidad con ellas, porque según su propia constitución subjetiva es capaz
de determinarse a sí misma mediante la representación de lo bueno. De ahí que ningún
imperativo tenga validez para la voluntad divina ni para ninguna voluntad santa; el deber
no está aquí en el lugar que le corresponde, porque ya por sí mismo está necesariamente
conforme el querer con la ley. Por consiguiente, los imperativos no son sino fórmulas
para expresar la relación entre las leyes objetivas del querer en general y la imperfección
subjetiva de la voluntad de este o de aquel ser racional, por ejemplo, de la voluntad
humana»[133].
Para Kant, el deber afecta a todos los miembros del reino de los fines, excepto a Dios,
que es el jefe de este reino, el cual está constituido por el enlace sistemático, merced a
leyes comunes, de todos los seres racionales: «La moralidad consiste en la referencia de
toda acción a la legislación por la que se da la posibilidad de un reino de los fines. Mas
esta legislación se ha de encontrar en cada uno de los propios seres racionales y ha de
poder tener en su voluntad su origen, siendo así el principio de tal voluntad (…), de
manera que ésta pueda a la vez considerarse a sí misma como universalmente
124
legisladora. Pues bien, si las máximas no están, ya por su propia naturaleza,
necesariamente acordes con ese principio objetivo de los seres racionales como
universalmente legisladores, la necesidad de la acción ajustada a ese principio se
denomina necesidad práctica, esto es, deber. El deber no concierne al jefe en el reino de
los fines, pero sí, en cambio, a cada uno de los miembros y a todos en igual
medida»[134].
La misma tesis reaparece en Kant con otras fórmulas sustancialmente idénticas: «La
moralidad es la relación de las acciones con la autonomía de la voluntad, o sea, con la
posible legislación universal mediante las máximas del querer. La acción compatible con
la autonomía de la voluntad es permitida, la que no concuerda con ella es ilícita. La
voluntad cuyas máximas coinciden necesariamente con las leyes de la autonomía es una
voluntad santa, absolutamente buena. La dependencia en que respecto del principio de la
autonomía se halla una voluntad no absolutamente buena (la dependencia en que estriba
la necesidad moral) es la obligación. Por consiguiente, ésta no puede atribuirse a un ser
santo. Si la necesidad de una acción resulta de una obligación se llama deber»[135].
Hay una perceptible coincidencia entre la explicación kantiana de la imposibilidad de
que el deber afecte a Dios y la explicación que de esa misma imposibilidad se ha dado
aquí. La coincidencia estriba en que en ambas explicaciones se mantiene la tesis de una
misma imposibilidad: la de que Dios quiera lo moralmente incorrecto. Sin embargo, junto
a esa evidente coincidencia hay también una indudable diferencia. Mientras que para
Kant es Dios un ser cuyo modo de comportarse es, por necesidad, moralmente correcto,
para la explicación aquí propuesta es ese comportamiento algo imposible en Dios, ni más
ni menos que la conducta contraria, la éticamente recta. El comportamiento divino no es
bueno ni malo moralmente, porque está por encima de toda moralidad: más allá del bien
y del mal en la acepción estrictamente moral de lo uno y lo otro. Ciertamente, no se dice
con esto que Dios pueda querer para los hombres unas leyes morales opuestas a los
preceptos de la ley natural, ni que pueda desaprobar una conducta acorde con esos
mismos preceptos, sino que ellos no le conciernen a Él, de la misma manera en que
tampoco el deber puede afectarle.
Cabe estar, hasta cierto punto, de acuerdo con la afirmación kantiana según la cual
nuestro concepto de Dios como el Supremo Bien tiene su origen en la idea que de la
perfección moral se hace nuestra razón. «¿Mas por dónde tenemos el concepto de Dios
como el Supremo Bien? Únicamente nos viene de la idea que de la perfección moral
configura a priori la razón y que ésta enlaza inseparablemente con el concepto de una
voluntad libre»[136]. Hay aquí dos puntos merecedores de especial atención desde el
punto de vista de las condiciones de la posibilidad del realismo teórico en la ética. El
primero de esos dos puntos es la consideración de la perfección moral como la más alta
de todas las perfecciones, hasta el extremo de darse en Dios precisamente como lo que le
hace ser el Sumo Bien; y el otro punto consiste en el inseparable enlace de la idea de la
perfección moral con el concepto de una voluntad libre. Por lo que al primer punto se
refiere, no cabe duda de que la perfección moral es la más alta entre todas las propias del
hombre, pero no es cierto, en cambio, que no suponga ninguna imperfección en su
125
sujeto. Aunque en sí misma no incluye ningún tipo de imperfección, su sujeto ha de
poder tener un comportamiento moralmente incorrecto, al cual se opone el cumplimiento
del deber. ¿Y qué sería una moral sin deberes ni imperativos? No se trata aquí de discutir
sobre el uso del término «moral», sino del hecho de que la moral de la cual tenemos
experiencia, la que vivimos y no sólo construimos o pensamos, es la que nos manda
hacer el bien y evitar el mal, y ello carece por completo de sentido para un ser
absolutamente bueno. Las leyes con las que según Kant está necesariamente acorde la
voluntad divina no pueden ser para esta voluntad unas auténticas leyes porque no le
mandan ni le prohíben nada, y unas leyes que nada mandan ni prohíben son puras y
simples leyes físicas, no leyes de la voluntad en cuanto tal y, por tanto, tampoco leyes
morales.
Un ser absolutamente bueno no tiene ninguna necesidad de leyes de su querer, y en
consecuencia la perfección moral no puede serle atribuida nada más que de un modo
puramente analógico. El «moralismo» kantiano llega al extremo de concebir a Dios como
el ser al que conviene la perfección moral formalmente tomada, no entendida de una
manera puramente analógica, que es la única compatible con la Bondad Absoluta. Toda
bondad medida por una ley es relativa, condicionada, limitada, y ello supone —así lo
explica en el hombre la filosofía moral teóricamente realista— la composición de
naturaleza y libertad como distintas realmente, a la vez que complementarias entre sí, en
tanto que condiciones de la posibilidad de la conducta moralmente calificable (de una
manera estricta, no de un modo sólo analógico).
En lo concerniente al indisoluble enlace, afirmado por Kant, de la idea de la perfección
moral con el concepto de una voluntad libre, se impone en primer lugar la necesidad de
distinguir dos posibles modos de ser libre la voluntad. Uno de estos dos modos es el
correspondiente a la libertad del albedrío, de la cual toda voluntad, no sólo la
absolutamente buena, está dotada; y el otro modo es el propio de la voluntad
absolutamente buena en la más formal y rigurosa acepción, es decir, el que tan sólo
puede atribuirse a la voluntad divina. ¿En cuál de estas dos maneras de ser libre es libre
la voluntad con cuyo concepto la razón enlaza inseparablemente, según Kant, a la idea de
la perfección moral? Antes de responder a esta pregunta se ha de tener presente que la
habitual equivocidad de la terminología filosófica kantiana no deja de darse también en el
caso de la expresión «voluntad absolutamente buena». Por una parte, en efecto, llama
Kant absolutamente buena a la voluntad que es buena perfectamente y a la cual llama
también divina y santa[137]. Pero, por otra parte, y sin salir de la misma obra, la
calificación de absolutamente buena es aplicada por Kant a toda voluntad cuya máxima
puede, sin contradecirse a sí misma, convertirse en ley universal, vale decir, la voluntad
que se comporta en una forma moralmente correcta. «Es absolutamente buena la
voluntad que no puede ser mala y, por tanto, aquella cuya máxima nunca puede
contradecirse a sí misma si se convierte en una ley universal»[138]. De donde resulta
que la voluntad absolutamente buena no es sólo la de Dios, sino también la del hombre
en todos aquellos casos en los que la máxima de su querer puede ser tomada como
norma de legislación universal.
126
La diferencia entre la voluntad humana y la divina queda evidentemente oscurecida en
la segunda acepción. Lo que así resulta oscurecido es la diferencia de nivel entre ambas
voluntades cuando la humana es recta moralmente, puesto que entonces es ésta, según
Kant, una voluntad absolutamente buena y porque no cabe que una bondad absoluta sea
menor que otra bondad tan absoluta como ella. La distinción kantiana entre la voluntad
afectada por el deber y la que no está sujeta a éste, así como la distinción entre ser un
miembro del reino de los fines y ser el jefe de este reino responden indudablemente a una
intención de dejar a salvo la diferencia de nivel entre la voluntad de Dios y la del hombre,
pero la atribución de la moralidad y, con ella, de la bondad absoluta tanto a Dios como al
hombre que actúa moralmente bien son cosas que lógicamente se oponen a la intención
de mantener una diferencia de rango entre una y otra voluntad. En suma: el lenguaje de
Kant en este punto es, como en tantos otros, oscilante y ambiguo.
La cuestión, que hemos dejado pendiente, del sentido en que es libre la voluntad a
cuyo concepto está inseparablemente enlazada la idea de la perfección moral, no queda
resuelta de una manera unívoca en el pensamiento de Kant, por no ser clara en él la
diferencia entre la libertad de Dios y la del hombre. La atribución de la moralidad a Dios
impide el señalamiento de una nítida distinción entre estas dos libertades. Por el
contrario, el realismo teórico, al afirmar la existencia de una distinción real entre la
naturaleza y la libertad propias del hombre, obliga a distinguir inequívocamente la libertad
humana y la divina, así como a negarle a ésta la posibilidad —toda posibilidad— de ser
calificada moralmente (no de un modo analógico, sino en sentido estricto).
El porqué de que en la ética kantiana se atribuya a Dios la moralidad está en el hecho
de que para Kant es la moralidad la conformidad con las leyes universales que hacen
posible un reino de los fines, o, equivalentemente, la conformidad con la autonomía de la
voluntad, i. e., con una posible legislación universal, mediante las máximas del querer.
Anteriormente y frente a esta concepción de la moralidad, hemos hecho la observación
de que unas leyes que nada mandan ni prohíben (pues no caben mandatos ni
prohibiciones que como tales afecten a la voluntad divina) no son, propiamente hablando,
unas leyes morales, sino en todo caso unas leyes pura y simplemente físicas. En
consecuencia, más que hablar de una conformidad del querer divino con las leyes
morales se ha de decir que Dios las quiere e incluso que ninguna acción divina se opone a
ellas, no por obedecerlas en virtud de una libre decisión, sino porque expresan su propia
voluntad respecto de lo que el hombre debe querer y hacer. Esta observación es, sin
embargo, diametralmente opuesta a todo voluntarismo. Pues no se afirma con ella que
Dios dicte a su antojo unas leyes morales para el hombre, de tal modo y manera que
igualmente pudiera haber hecho otras, distintas y hasta opuestas. Dios ama
necesariamente las leyes morales, y éstas son necesariamente las que son y no otras;
pero ello no significa que sean leyes de la voluntad divina o para ella. Las leyes morales
son leyes de la voluntad humana y para esta misma voluntad. Son tales leyes por
voluntad divina, aunque no como dependientes de su libertad de albedrío, ya que no cabe
que Dios no las quiera. La libertad con que realmente Dios las quiere es libertad de
espontaneidad, ausencia total de coacción, dado que nada extrínseco al propio ser de
127
Dios puede forzar su Ser y su Querer.
En suma: mientras que en Dios la moralidad propiamente dicha es imposible, en el
hombre es posible porque en él cabe que la libertad del albedrío sea ejercida en
conformidad con la propia naturaleza humana o, por el contrario, en disconformidad con
ella. La filosofía moral realista en sentido teórico explica la posibilidad humana de la
moralidad distinguiendo en el hombre una naturaleza y una libertad que se complementan
mutuamente. Examinemos a continuación cada una de estas dos condiciones de la
posibilidad de la conducta moralmente calificable, sin perder nunca de vista que en su
calidad de condiciones de esa misma posibilidad son realmente tan diferentes como
solidarias entre sí.
128
La valoración de este texto es quizá la mejor introducción al examen de la
problemática en torno a la naturaleza humana según el cometido que le asigna el realismo
teórico en su forma de entender los requisitos de la moralidad. A primera vista, Kant
parece estar aquí en contradicción con lo sostenido por él mismo en los pasajes, ya
citados y comentados, donde excluye que el deber afecte a Dios, porque es el caso que
ahora ha de ser válido en todo ser racional, ya que de lo contrario no sería el deber una
incondicionada necesidad práctica de la acción. Para evitar la contradicción que así
aparece no se puede aducir que para Kant la racionalidad es discursividad —necesidad de
pasar, en diferentes actos intelectivos, de unas verdades a otras— y que, en
consecuencia, Dios no es incluible entre los seres racionales, ya que el contarle entre ellos
se opondría a su incondicionada perfección. La dificultad planteada no puede resolverse
de este modo, porque en la presente ocasión, como en tantas otras, Kant usa la expresión
«ser racional» en su sentido más amplio, equivalente al de «ser capaz de conocimiento
suprasensible», y la capacidad correspondiente no es en sí misma ninguna imperfección,
ni de un modo necesario la supone. (Si ése no fuese el sentido en que la expresión «ser
racional» es tomada por Kant en el pasaje en cuestión, sería preciso pensar que para
Kant todo deber es cognoscible únicamente por virtud de algún razonamiento y nunca,
en cambio, de una manera inmediata, y ello, indudablemente, no es doctrina de Kant, ni
se infiere, en manera alguna, de su explícito pensamiento sobre la moralidad y el deber).
En principio, cabría también pensar que la validez del deber para todos los seres
racionales significa, en el texto que nos ocupa, la necesidad de que todo ser sensu lato
racional esté de acuerdo —es decir, apruebe, tenga por bueno— lo que la ley moral
impone y lo considere obligado, pero sin que la respectiva obligación le afecte a él, por
cuanto el deber no atañe al «jefe del reino de los fines». Sin duda, ello es admisible como
enseñanza de Kant, y así hemos podido verlo en algunos de los pasajes anteriormente
aducidos, pero en el que ahora estamos examinando no nos puede servir, dado que en él,
tras haberse dicho que el deber ha de ser válido para todos los seres racionales, queda
determinada la significación de ese «ser válido» (gelten) al añadirse, como explicación,
que esos seres son «los únicos a los que un imperativo puede concernir». Sin embargo, y
como quiera que hay textos (los que ya han sido oportunamente alegados) donde Kant
niega que el deber concierna a Dios, se habrá de suponer que los seres racionales, de los
que en el pasaje en cuestión se dice que para todos ellos ha de ser válido el deber, son los
seres racionales creados, vale decir, los provistos de una inteligencia limitada. Mas
entonces no es simplemente la racionalidad en su más amplio sentido, sino tan sólo la
racionalidad creada o finita (de la cual es una especie la del hombre), lo que hace posible
a la moralidad.
La teología de la fe cristiana habla de los ángeles, caracterizándolos como espíritus
puros, aunque limitados y creados. En cuanto tales, su capacidad de conocer lo
suprasensible —una capacidad que en ellos no está mediada por el conocimiento
sensorial— les hace ser racionales en la acepción más amplia, y esto, unido a su
condición de criaturas y, por ende, a su finitud, les hace aptos, en principio, para la
moralidad propiamente dicha, i. e., para la que implica imperativos morales y así
129
contiene deberes u obligaciones. Ahora bien, la pura y simple filosofía no sabe nada
acerca de los ángeles, salvo que son posibles. La ética filosófica, que en tanto que pura y
simplemente filosófica no cuenta con la ayuda de la fe sobrenatural, tiene como punto de
partida y primordial cantera de todos sus conocimientos la experiencia moral propia del
hombre. En consecuencia, las únicas condiciones de posibilidad filosóficamente
atribuibles a la conducta que se califica moralmente no pueden ser sino humanas y en
primer lugar, por ello mismo, nuestra propia naturaleza, la que todos los hombres
poseemos de una manera específica.
En la argumentación kantiana se entremezclan asuntos que cuidadosamente han de ser
distinguidos en un riguroso análisis de la moralidad. Por un lado, en efecto, trata Kant
como si fuesen realmente una misma y sola cuestión la del fundamento del deber según
su forma (sea cualquiera su contenido) y la de las condiciones de la posibilidad del deber
en el ser al que éste concierne; y, por otro lado, al referirse a las tendencias humanas, las
trata a todas ellas por igual, sin prestar atención a la esencial diferencia entre las
específicamente naturales y las individuales innatas o adquiridas.
La cuestión de lo necesario para que un ser sea afectable por el deber —o, dicho de
otra manera, la cuestión de cómo ha de ser un ser para que el deber pueda concernirle—
no se refiere al origen del valor absoluto del deber, sino a lo que hace falta que en un ser
exista para que en él pueda tener el deber su peculiar vigencia. El fundamento último del
valor absoluto del deber no puede estar —como habremos de comprobarlo en la Segunda
Parte de esta investigación— en la índole propia de la específica naturaleza humana, y si
por «derivar de esta índole la realidad del deber (equivalentemente, la del imperativo
categórico)» se entiende el sostener que el deber tiene su incondicionado valor por
recibirlo de nuestra específica naturaleza, entonces habrá que darle la razón a Kant en su
categórico rechazo de semejante derivación (si bien es necesario reparar en que tampoco
tiene el deber su valor absoluto por recibirlo de la índole propia de todo ser lato sensu
racional). Mas si por «derivar de la índole propia de la específica naturaleza humana la
realidad del deber (o, equivalentemente, la del imperativo categórico)» se entiende el
sostener que la vigencia del deber en el hombre presupone en éste, además de la libertad
del albedrío, también (y, por así decirlo, previamente) la existencia de una peculiar
naturaleza, entonces esa «derivación» no sólo es admisible, sino asimismo enteramente
indispensable para la posibilidad de una filosofía moral teóricamente realista.
Y que Kant no atiende en este caso a la esencial diferencia entre las tendencias
específicamente naturales y las individuales innatas o adquiridas es cosa que sin duda
alguna se comprueba si se tiene presente la concepción kantiana del deber —
expresamente consignada en el texto que discutimos— como «un principio objetivo,
conforme al cual estamos obligados a obrar incluso en el caso de que fuese contrario a
nuestra natural inclinación, tendencia y disposición». El obrar en conformidad con el
deber es un cierto bien —el específico bien moral—, y es verdad (por experiencia y
razonamiento lo sabemos) que una inclinación, una tendencia o una disposición, si son
adquiridas pueden ser moralmente malas, ¿mas cómo podría ser bueno para un ser lo
que se opone a su naturaleza específica? Ciertamente, no se opone a esta naturaleza lo
130
disconforme o contrario a las inclinaciones, tendencias y disposiciones adquiridas por él
(salvo que ellas concuerden con la naturaleza de su propio sujeto), pues ningún ser es por
su índole específica lo que él llega a adquirir. En cambio, las inclinaciones, tendencias y
disposiciones específicamente naturales son determinaciones que cada ser posee por
virtud, simplemente, de su ser específico, de tal modo, por tanto, que necesariamente ha
de ser antinatural cuanto le sea disconforme. (A los efectos de las objeciones que se
pudieran hacer contra la tesis, aquí mantenida, de la imposibilidad de la maldad moral de
las inclinaciones, tendencias y disposiciones específicamente naturales, ha de tenerse en
cuenta, ante todo, que ninguna de ellas es un acto del apetito sensible ni de la voluntad, y
que la naturaleza de la que aquí se trata es la que tiene como elemento específico
—differentia specifica— a la racionalidad propia del hombre).
Aunque el coeficiente específico merced al cual el hombre se distingue de los demás
animales es lo que más propia y formalmente hace de nuestra naturaleza la primordial
condición de la posibilidad de calificar nuestra conducta desde el punto de vista ético, una
filosofía moral teóricamente realista no puede dejar desatendido, al reconocer esa
primordial condición, el hecho de que la naturaleza humana es también, genéricamente
hablando, la que corresponde a un animal. La racionalidad propia del hombre es la
mediada por el conocimiento y el apetito sensoriales, y ello tiene sus consecuencias en el
ámbito del deber, tanto de una manera positiva como de un modo únicamente negativo.
Si lo que en la índole natural del ser humano hace posible para éste el deber fuese tan
sólo la racionalidad pura y simple, sin ninguna clase de intervención de la animalidad que
genéricamente nos atañe, no serían posibles los deberes correspondientes a la fortaleza y
la templanza, todos los cuales evidentemente presuponen unos movimientos pasionales
del apetito sensible que a su modo comparte el ser humano con el animal irracional. La
diferencia entre el «sentir» y el «consentir», cuya importancia para la determinación de
la conducta moralmente calificable ha sido señalada no sólo por los pensadores de la
Escuela, sino también por un amplio sector de los más destacados representantes de la
ética anglosajona, resultaría inconcebible en la filosofía moral si la animalidad no fuese
un coeficiente genérico en la específica índole de esa naturaleza por la cual es posible que
el hombre tenga deberes. Y otro tanto se ha de afirmar con relación al hecho de que para
el hombre haya ciertos deberes consistentes en subvenir con medios materiales al
sostenimiento de su vida.
Dado que en esta ocasión no se trata de hacer un especial examen de la intervención
del coeficiente genérico de la naturaleza humana en los requisitos necesarios para la
calificación moral de nuestro comportamiento, nos limitaremos a añadir a las indicaciones
ya consignadas otras no menos significativas que ellas y que igualmente pueden
formularse de una manera esquemática. Así, en primer lugar, nos encontramos con que
el hombre, además del deber de proveer con medios materiales al sostenimiento de su
vida, tiene también el deber de no atentar contra ella, ni contra la del prójimo, lo cual
exige el abstenerse de los medios materiales respectivos. Es verdad que ni este deber ni la
abstención en que su cumplimiento consiste son, en modo alguno, materiales —ningún
deber es formalmente material: todos son espirituales—, pero asimismo es verdad que
131
ese deber no tendría vigencia para el hombre si nuestro ser natural fuese el de un puro
espíritu. Y lo mismo sucede con la prohibición de robar y con el derecho de propiedad de
bienes materiales, pues aunque tampoco es formalmente material ningún derecho, el de
propiedad de bienes de ese tipo no podría ser ejercido por el hombre si éste no fuese por
su animalidad un ser corpóreo. Por último, y para no recargar la prueba con un excesivo
número de ejemplos, consideremos sólo un caso más: el de la obligación de no mentir. La
abstención con la cual este deber se cumple es la omisión de unas palabras o unos gestos
que nunca podrían llegar a ser reales si no tuviesen realidad en nuestro ser de hombres
los factores corpóreos que los hacen posibles.
A la vista de estos ejemplos puede surgir la pregunta de si la animalidad que de un
modo genérico atañe al ser humano es necesariamente un presupuesto de todos nuestros
deberes o tan sólo de algunos. La cuestión se resuelve con dos puntualizaciones. En
primer lugar, los deberes del hombre son deberes de un ser que no es racional
únicamente, aunque tampoco es sólo un animal, y justo en ese sentido nuestros deberes
tienen por presupuesto tanto la animalidad como la racionalidad de nuestra naturaleza.
Aquí el sentido de la palabra «presupuesto» no es otro que el que habría de
corresponderle si dijéramos, v. gr., que las propiedades de un triángulo rectángulo son
propiedades de un ser al cual conviene, además de la índole de triángulo, también la de
rectángulo, y que justo en este sentido conciernen a esas propiedades, en calidad de
presupuestos suyos, tanto la triangularidad como la rectangularidad. Y, en segundo lugar,
así como no todas las propiedades del triángulo rectángulo tienen un contenido
dependiente de la triangularidad (por ejemplo, la propiedad de que uno de sus ángulos
sea recto no la debe el triángulo rectángulo a su condición de triángulo), tampoco todos
nuestros deberes tienen un contenido dependiente de la genérica animalidad de nuestro
ser. Con lo cual queda dicho que si por «presupuesto de un deber» se entiende algo de lo
que es dependiente no ese mismo deber en cuanto tal, sino su contenido, entonces la
animalidad, coeficiente genérico de nuestra naturaleza específica de hombres, es
presupuesto de algunos de nuestros deberes, no de todos.
Tampoco la naturaleza humana individual puede ser lógicamente afirmada como algo
de lo que depende el contenido de todos nuestros deberes. Ni a su vez sería lícito
considerarla como una de las condiciones de la posibilidad de la conducta moralmente
calificable.
Una objeción basada en el conceptualismo sería la consistente en sostener que la
específica naturaleza humana —la naturaleza común a todos los hombres— no puede
hacer posible ninguna clase de comportamiento (tampoco, pues, el que se califica desde
el punto de vista de la ética), porque, en cuanto abstraída de la realidad de todos y cada
uno de los individuos humanos, no posee ninguna realidad. La invalidez de esta objeción,
como la de todo conceptualismo, se nos hace patente al percatarnos de que si bien lo
universal, separado de los individuos a los que su contenido se atribuye, es irreal, no lo
es, en cambio, en tanto que dado en ellos (y en ellos ha de estar dado para que sean
verdaderas las proposiciones cuyo predicado es el contenido de alguna naturaleza
universal y cuyo sujeto es algún individuo o varios distributivamente tomados). La
132
naturaleza específica del hombre es irreal en tanto que separada de todo individuo
humano y privada, por tanto, de todas las determinaciones individuales que
respectivamente tiene en ellos, pero es real en cuanto dada en cada hombre con las notas
características de la individualidad correspondiente. Lo común a todos los hombres —y
no es otra cosa la específica naturaleza humana— es real en los individuos humanos,
aunque no aparte de ellos, y si así no ocurriera sería menester decir que los hombres no
tienen nada real en común, salvo el término con el que todos son nombrados y el
concepto merced al cual son objeto de la actividad intelectiva que los piensa.
Muy especialmente ha de advertirse que, aunque la concreta individualidad de cada
hombre es un necesario «presupuesto del contenido» de todos los deberes que
conciernen de un modo individual a un ser humano, tales deberes no serían posibles sin
la realidad de una naturaleza específicamente común a todos los hombres. No es la
naturaleza individual respectivamente propia de cada hombre, sino la específica
naturaleza humana, lo que da a cada hombre la posibilidad de unos deberes que
individualmente le conciernen (la de unos deberes a los que habría que llamar
individuales). Tal posibilidad ha quedado ya constituida por obra de la naturaleza
específicamente común a todos los seres humanos, de tal modo que lo que la índole
propia de cada hombre hace respecto de la posibilidad así abierta es determinar los
contenidos de los deberes «individuales» a los que ésta queda referida.
133
manera contingente a sus respectivos sujetos de atribución; y la segunda aclaración
consiste en que ninguno de esos sujetos es la naturaleza humana misma, pues siempre
son unos determinados individuos humanos quienes en razón de su conducta quedan
calificados moralmente. Sin embargo, tanto la bondad moral como la maldad moral
tienen una directa relación con los accidentes predicables (como condistintos de los
accidentes predicamentales), porque ellas son lo que formalmente determina que sean
buenos o que sean malos, desde el punto de vista de la ética, los sujetos que las poseen.
Ahora bien, la especificación moral de bueno y la de malo son ya accidentes predicables
—no sólo algo que con ellos tiene que ver—, además de ser accidentes predicamentales
por no tener la índole de sustancias.
La teoría lógica de los predicables cuenta aún con otra aplicación en el estudio de las
conexiones entre la naturaleza humana y la moralidad. Porque la aptitud fundamental o
radical para la moralidad in genere (o, mejor, para lo que se llama una conducta
moralmente calificable) es algo que el ser humano posee sin añadirlo, como una nueva
determinación, a su específica naturaleza de hombre. Desde un punto de vista puramente
conceptual, esta naturaleza no es su fundamental o radical aptitud para la conducta que
se califica como moralmente buena o mala. No es, sólo posee, esa aptitud: he ahí lo que
ha de afirmarse si exclusivamente se tiene en cuenta la relación lógico-formal entre
ambos conceptos. Pero tomemos en consideración el hecho de que para que se dé en el
hombre esa aptitud no ha de añadirse ninguna determinación real a su específica
naturaleza de hombre, de tal suerte, por tanto, que ser hombre y ser apto, de un modo
fundamental o radical, para la moralidad (positiva o negativa) de la conducta son
realmente lo mismo (por más que no lo sean conceptualmente). Entonces nos
encontramos con que la aptitud en cuestión no se distingue de nuestra específica
naturaleza como una realidad poseída se distingue realmente de la realidad que la posee,
sino que es, ontológicamente hablando, esa misma naturaleza. Así, pues, se trata de una
aptitud a la cual conviene la índole de lo designado en la teoría de los predicables con el
nombre de proprium metaphysicum, si bien es cierto que ese carácter le atañe en
relación al hombre, no a la naturaleza humana. Respecto de ésta es, en cambio, una y la
misma cosa, de un modo análogo a como la aptitud fundamental o radical para expresar
los propios pensamientos, y entender los ajenos, por medio de palabras, no se distingue
realmente, sino sólo conceptualmente, de nuestra específica naturaleza.
La aptitud de la cual se trata no es ninguna determinada facultad, ninguna especial
potencia operativa, como en el hombre lo son, pongamos por caso, su voluntad, su
entendimiento, su imaginación, etc., etc. Todos estos «factores» (así se los denomina en
el «análisis factorial», y de una misma raíz proceden el término «facultad» y la palabra
«factor») son principios operativos inmediatos, mientras que toda aptitud radical o
fundamental es principio operativo remoto. La aptitud que de esta forma el hombre tiene
para la conducta moralmente calificable no se encuentra perturbada ni impedida cuando
lo están, por ejemplo, el entendimiento o la voluntad humanos. Un demente no deja de
ser un hombre, por tanto un animal racional, y no lo sería si careciese de la aptitud
primordialmente necesaria para poder discurrir; ni podría tener, en principio, la
134
posibilidad de curarse si esa primordial aptitud no se diese ya en él. En suma: la
naturaleza específicamente humana es para la conducta moralmente calificable una
remota, pero fundamentalmente imprescindible, condición esencial de posibilidad: algo
necesariamente presupuesto por cualquier condición próxima de la bondad y la maldad
morales.
Volvamos ahora a la consideración «predicamental» de la moralidad y del modo en
que con ésta se comporta la naturaleza específica del hombre. Tanto la moralidad
positiva como la negativa son, según ya antes se indicó, accidentes predicamentales en el
sentido de que no son, ni pueden ser, sustancia alguna, lo cual quiere a su vez decir que
les compete ser en alguna sustancia. También arriba se ha indicado que la naturaleza
específica del hombre está situada en el más hondo de los niveles ontológicos, en el más
fundamental o radical, a saber, el de la sustancia, entendida precisamente como aquello a
lo que compete el ser-en-sí. Ahora bien, hacer esta afirmación no es atribuir el carácter
de una sustancia a la naturaleza específica del hombre. Es el hombre mismo, y no su
propia naturaleza, lo que en verdad es sustancia. Si ésta está situada, ontológicamente
hablando, en el mismo nivel del hombre, ello se debe a que el ser humano la posee sin la
mediación de ninguna otra realidad. De ahí que la naturaleza específica del hombre, sin
ser, propiamente hablando, una sustancia, participe, a su modo y manera, del radical
nivel de esta categoría, y así le pueda ser atribuido por participación lo que a la sustancia
se le atribuye formalmente.
El primordial subjectum de la moralidad (positiva y negativa) lo es, pues, el hombre,
no su propia naturaleza, pero aunque ésta no es lo que le hace ser una sustancia, es, en
cambio, lo que primordialmente le hace ser una sustancia apta para la bondad y la
maldad morales. Dicho de otra manera: la naturaleza específicamente humana es el
fundamento sustancial de la aptitud para la moralidad in genere propia del hombre. Este
fundamento es sustancial sin ser él mismo, formalmente hablando, sustancia, porque no
es ningún hombre, ningún animal racional, sino la índole común a todos los hombres, a
todos los animales racionales en cuanto tales, mas de tal suerte que en ninguno la
posesión de la aptitud para la moralidad positiva y negativa tiene su primordial
fundamento en otra cosa que no sea esa misma naturaleza específicamente compartida
por todos ellos. Es «como» si los accidentes predicamentales que son la bondad y la
maldad moral tuviesen por sustancia (i. e., por radical sujeto de inhesión) a la especie
humana como manera de ser que conviene a todos los hombres y a ellos únicamente, no
como el conjunto o colección de todos los individuos humanos.
Ahora bien, la bondad y la maldad morales tienen su más inmediato soporte (no el
radical o más fundamental) en unos accidentes predicamentales, que son los actos
humanos libres, cada uno de ellos singularmente tomado, es decir, en la plenitud de su
respectiva concreción. Tales son los denominados actus humani en contraposición a los
meros actus hominis[142]. Y, a su vez, cada acto humano libre, tomado en su respectiva
y plena concreción, tiene por soporte inmediato a la facultad o potencia operativa que es
principio inmediato, no remoto, de la ejecución correspondiente. Por tanto, el soporte
último, el fundamental o radical subjectum inhaesionis de la bondad y la maldad morales
135
lo es todo individuo humano en cuanto libremente actúa, no con independencia de su
libre comportamiento. O lo que es lo mismo: la especificación moral, tanto la positiva
como la negativa, de la libre conducta humana concierne de una manera inmediata a cada
uno de los diversos actos de esta misma conducta, y sólo mediante ellos y por obra de
ellos —en calidad de «efecto formal» suyo— concierne también al hombre que
efectivamente los realiza, pero tan sólo porque los realiza, no por el puro y simple hecho
de ser-hombre, ni siquiera tampoco, por el de ser este o aquel concreto individuo
humano. (Por supuesto, los actos que hacen moralmente bueno o malo al hombre que
los realiza y en tanto que los realiza son propiamente los denominados «actos internos»
de la voluntad deliberada, los que también se llaman «actos elícitos» de ella, no los que
otras facultades ejecutan bajo su influjo o imperio).
Moralmente, cada hombre es «hijo de sus obras», aunque físicamente sus obras son
hijas de él, y lo uno y lo otro son posibles porque la específica naturaleza humana es de
tal condición que permite ambas cosas. Las permite por cuanto es ella el fundamento o la
raíz del libre albedrío humano y porque la libre actividad de cada hombre refluye sobre él
determinándolo en el nivel ontológico del accidente (no en el de la sustancia, ni tampoco,
por tanto, en el de esa naturaleza que es el fundamento o la raíz del libre albedrío
humano y, consiguientemente, de la actividad que lo supone). La naturaleza humana
sigue idéntica al conferirse cada hombre a sí mismo cualquier determinación moralmente
calificable y que a su vez le determina a él mismo moralmente. Es él, y no su naturaleza,
lo que cambia por obra de las determinaciones que en él resultan de su libre actividad.
Con lo cual queda dicho que moralmente el hombre es hijo de sus libres obras porque
éstas le determinan en el nivel ontológico del accidente, y que físicamente son sus libres
obras hijas de él por ser él la sustancial causa activa de la realización de todas ellas.
El hecho lingüístico de que la voz «accidental» tenga en su uso más habitual y común
un sentido axiológico, según el cual es lo accidental «lo escasamente relevante o
importante», oscurece y perturba la comprensión de todas las afirmaciones en las que la
bondad y la maldad morales son tratadas como accidentes. Que esta significación
peyorativa no es la asignada al término «accidental», y en resolución a la palabra
«accidente», en el lenguaje del esquema aristotélico de los predicamentos o categorías, lo
prueba el hecho de que en este lenguaje se dice que son accidentes cosas tan valiosas
como la salud, el saber, el gozo, hasta la propia felicidad, por lo que no es de extrañar
que, haciendo uso de ese mismo lenguaje aristotélico, la teología cristiana de la fe
atribuya a la gracia sobrenatural el carácter de un accidente.
La especial relevancia de los accidentes en que la bondad moral y su privación
consisten se perciben con la máxima nitidez si se aplica al caso del hombre la
comparación que del ens y el bonum hace santo Tomás en el siguiente texto (cuya
dilatada extensión se compensa con creces por su indudable interés): «Aunque lo que es
bueno y lo que es ente es una misma y sola realidad, son, sin embargo, la bondad y la
entidad distintas entre sí por sus índoles respectivas, resultando de ello que no es la
misma la manera en la que se dice que algo es simplemente ente y la manera en la que se
dice que algo es simplemente bueno. En efecto, dado que ser ente quiere decir ser algo
136
que propiamente es en acto, y puesto que el acto tiene por sí mismo una relación con la
potencia, se dice que algo es simplemente ente por cuanto de una manera primordial se
distingue de lo que sólo en potencia tiene ser. Ahora bien, aquello por lo que algo se
distingue de lo que sólo en potencia tiene ser es el ser sustancial correspondiente. De ahí
que sea el ser sustancial de cada cosa lo que permite llamarla simplemente ente. En
cambio, por los actos sobreañadidos (a ese ser sustancial) se dice que algo es ser en
cierto modo, como, por ejemplo, es ser en cierto modo el ser-blanca una cosa, ya que no
quita el ser en potencia simplemente, pues sobreviene a algo que ya tiene en acto el ser.
Pero lo bueno es lo perfecto, lo que puede ser apetecido, y por tanto tiene el carácter de
algo último. En consecuencia, es a lo últimamente perfecto a lo que se llama bueno
simplemente. En cambio, a lo que no tiene la última perfección que debe tener, aunque
posea alguna perfección por ser en acto, no se le llama simplemente perfecto o bueno,
sino sólo perfecto o bueno en cierto modo. Así, pues, por el primer ser, que es el
sustancial, se dice que algo es ente simplemente y bueno de algún modo, a saber, en
tanto que es ente. En cambio, por el último acto se dice que algo es ente de algún modo
y bueno simplemente»[143].
Los actos sobreañadidos a nuestro ser sustancial nos perfeccionan en tanto que
hombres si son moralmente buenos y, a la inversa, son moralmente buenos todos los
actos que sobreañadidos a nuestro ser sustancial nos perfeccionan en tanto que hombres.
Y una vez más se pone así de manifiesto la necesidad, para la moral teóricamente
realista, de afirmar la naturaleza humana como condición primordial de la posibilidad de
la conducta moralmente calificable, ya que, por un lado, no puede haber unos actos
sobreañadidos si no hay algo por lo que primordialmente un efectivo ser se distingue de
lo que sólo potencialmente es un ser, y, por otro lado, el ser sustancial del hombre no
sería «del hombre» si no tuviese naturaleza humana, la cual no podría estar situada en el
nivel ontológico de la sustancia si ésta la poseyera por algo sobreañadido y que en cuanto
tal habría de ser un accidente.
137
estar ya siendo hombre, i. e., el estar ya teniendo la naturaleza humana, constituye un
imprescindible requisito para la posibilidad humana de actuar libremente contra esta
misma naturaleza, mas entonces no ha de ser menos evidente la necesidad de que el ser
natural del hombre le abra a éste la posibilidad de una conducta disconforme con lo que
él mismo es. Y justamente esta posibilidad la poseemos por nuestro libre albedrío, es
decir, no por el sólo hecho de tenerlo, sino por tenerlo al modo humano (Dios, en
cambio, no puede atentar contra su propia naturaleza divina, a pesar del libérrimo
albedrío que le compete). Por tanto en último término es la propia naturaleza humana lo
que nos permite ir contra ella en nuestro libre modo de comportarnos.
La necesidad de que en resolución sea nuestra propia naturaleza la que nos permite ir
contra ella, de tal suerte que un ser humano pueda tener una conducta inhumana, hace
claramente perceptible la superficialidad, no sólo la falsedad, de todas las concepciones
según las cuales, para poder afirmar la libertad del hombre, es menester negar que éste
tenga naturaleza. La misma expresión «naturaleza humana» es, para quienes piensan así,
una pura contradictio in terminis. «El hombre es un ser libre» quiere decir entonces que
el hombre puede determinarse a sí mismo porque en sí mismo carece de toda innata
determinación. Cada individuo humano va por sí mismo siendo lo que él individualmente
se va haciendo a sí mismo, y así se niega a la vez que, salvo la vacuidad o nihilidad de la
indeterminación originaria, haya en los hombres, en tanto que hombres, algo que
realmente les sea común y que en cada uno de ellos permanezca, según habría que decir
si se afirmase un ser natural humano.
Es verdaderamente todo un síntoma el hecho de que un hombre como Albert Camus,
que tan a fondo ha vivido la realidad de su tiempo y que tan claramente ha percibido la
capacidad del ser humano para actuar contra su propio ser, haya puesto en tela de juicio
la validez de la negación de la naturaleza humana por el pensamiento que a él le fue
contemporáneo. No es posible, señala Camus, una explicación fundamentalmente
individualista de una rebeldía en la que el individuo está dispuesto a morir por un bien
que él considera superior a él mismo, y la autenticidad de esa rebeldía conduce a la
afirmación de una naturaleza común a todos los hombres y que les es permanente. «Si el
individuo (…) acepta morir, y eventualmente muere, en el movimiento de su rebelión,
muestra con ello que se sacrifica en pro de un bien estimado por él como algo que
desborda su propio destino. Si prefiere la probabilidad de la muerte a la negación del
derecho por él defendido, es que pone a éste por encima de él mismo. (…) Se ve que la
afirmación implícita en todo acto de rebelión se extiende a algo que desborda al individuo
en la medida en que ella le saca de su presunta soledad y le da una razón para la acción.
Pero importa dejar ya subrayado que ese valor que preexiste a toda acción contradice a
todas las filosofías puramente históricas, en las cuales el valor es conquistado (si llega a
serlo) al final de la acción. El análisis de la rebeldía conduce al menos a la sospecha de
que hay una naturaleza humana, como pensaban los griegos y contrariamente a los
postulados del pensamiento contemporáneo. ¿Para qué rebelarse si no hay, en sí, nada
permanente que preservar?»[145].
Sin necesidad de compartir todos los presupuestos y todas las consecuencias del
138
pensamiento de Camus sobre la rebelión de la que él habla, puede sin duda admitirse la
validez de las ideas esenciales del pasaje citado. Un «valor común» para todos los
individuos humanos requiere en todos ellos una misma naturaleza supraindividual,
específica. Y lo que lleva a Camus a oponerse a quienes la niegan no son consideraciones
limitadas y de carácter meramente psicológico —o, para decirlo mejor, psicologístico—,
sino una manera metafísica de interpretar las rebeldías más desinteresadas, aquéllas en
las que menos puede aparecer el egoísmo —el individualismo— como una verdadera
explicación. «Observemos seguidamente que la rebeldía no surge, única y
necesariamente, en el oprimido, sino que puede también nacer del espectáculo de la
opresión que tiene por víctima a otro. (…) Hay que puntualizar que no se trata de una
identificación psicológica, subterfugio por el cual el individuo sentiría, en la imaginación,
que es a él a quien la ofensa se dirige. (…) Tampoco se trata del sentimiento de la
comunidad de intereses. Cabe, en efecto, que lo que nos pone en rebeldía sea la injusticia
impuesta a hombres que tenemos por adversarios (…) el hombre trasciende hacia otro, y
en este aspecto la solidaridad humana es metafísica»[146].
Precisamente porque la naturaleza común a todos los hombres es una solidaridad
«metafísica», no de sentimientos o de intereses, le cabe a cualquier hombre la posibilidad
de ser insolidario con su prójimo sin dejar por ello de ser hombre. La solidaridad
metafísica no solamente no es la solidaridad moral, sino que tampoco la impone
físicamente. La hace posible, haciendo asimismo posible a la insolidaridad que la moral
condena. Y tanto lo uno como lo otro tienen su «primordial condición de posibilidad» en
la naturaleza común a todos los hombres, porque esta naturaleza, la específicamente
humana, es —digámoslo una vez más— el fundamento y la raíz de nuestro libre albedrío
en tanto que nuestro (i. e., humano) y no en tanto que libre albedrío únicamente. Sin
duda, la solidaridad metafísica que entre los hombres existe por su naturaleza
específicamente común lleva consigo una necesidad, la de ser libremente solidario
cualquier hombre con otro hombre, respetando siempre en él su índole humana y,
consiguientemente, personal, pero esta necesidad es la que pasa por la libertad del
albedrío, porque es la necesidad propia de un deber, no la forzosidad de una constricción
física.
(En varios trabajos publicados, sobre todo, en el libro Ontología de la existencia
histórica y en el opúsculo La síntesis humana de naturaleza y libertad, me he ocupado
detenidamente de la argumentación que en el pensamiento historicista y existencialista
lleva a negar que exista una naturaleza humana. Lo más decisivo y esencial de lo
afirmado en esos escritos ha sido aquí incorporado, con algunas nuevas determinaciones,
no tanto en su significación propiamente ontológica, cuanto en su aplicación a las
exigencias del realismo teórico en la filosofía moral).
139
explicación teóricamente realista de la posibilidad de la conducta moralmente calificable,
y habiéndose asimismo comprobado que en esa naturaleza están el fundamento y la raíz
de nuestra peculiar libertad, pudiera parecer una tarea superflua la especial consideración
de la libertad humana como un imprescindible requisito de la moralidad según su
interpretación en el realismo teórico. Sin embargo, esa especial consideración es oportuna
por las dos razones siguientes: en primer lugar, porque no son idénticos los modos en que
nuestra naturaleza y nuestra libertad se comportan como condiciones de la posibilidad de
la conducta moralmente calificable, sin que para explicar la diferencia sea bastante el
decir que la naturaleza humana es, para la posibilidad en cuestión, una condición remota,
mientras que nuestra libertad es, en cambio, la correspondiente condición próxima; y, en
segundo lugar, porque la existencia del libre albedrío humano es, por un lado, negada en
algunas concepciones filosóficas y, por otro lado, afirmada de tal manera que se niega a
la vez su evidencia inmediata para el hombre, todo lo cual resulta incompatible con el
mismo punto de partida del análisis de la experiencia moral desde la perspectiva del
realismo teórico.
140
posibilidad de la conducta moralmente calificable, mas no por ello carecen de todo interés
para nuestro tema los otros dos sentidos cardinales del término en cuestión. A esos otros
dos sentidos los designo respectivamente con las expresiones «libertad trascendental» y
«libertad moral». Ambas expresiones tienen aquí significados muy distintos de los que
Kant les asigna, lo cual es bien comprensible si se atiende ya inicialmente al realismo en
el que tratan de inspirarse todas las consideraciones de la presente investigación y que
nada tiene que ver con el «realismo empírico» kantiano, el cual es simultáneamente un
«idealismo trascendental», según el propio Kant lo denomina.
Doy el nombre de «libertad trascendental» —en referencia sólo a su aplicación en el
caso del hombre— a la constitutiva apertura de nuestro ser al ser en general y en cuanto
ser —por tanto, a todos los seres—. Esta irrestricta amplitud del horizonte humano se
debe al hecho de que nuestro logos no conoce fronteras en su objeto, antes bien, puede
en principio hacer objeto suyo a cualquier cosa y a la falta de ella e incluso a la absoluta
y pura nada. Se trata, indudablemente, de una auténtica libertad, por cuanto implica que
gracias a nuestro logos no estamos forzosamente recluidos en un ámbito objetual
determinado, sino en principio abiertos, disponibles —y, de esta manera, libres— para
cualquier objeto, ya real, ya irreal. Y el calificativo de «trascendental» se justifica, con
independencia de la terminología kantiana y de los supuestos a ella adscritos, por la
amplitud irrestricta del objeto de nuestro logos, en tanto que éste trasciende o sobrepasa
toda limitación, teniendo siempre en sí la capacidad de saltar desde cualquier ámbito o
sector objetual a otro completamente diferente.
El concepto de la libertad trascendental así entendida responde a una tesis filosófica de
muy dilatada tradición, aunque, por supuesto, hay en ella inflexiones distintas y fórmulas
diversas entre sí y de la que aquí estamos usando. En mis libros Economía y
libertad[147] y Léxico filosófico[148] aparecen, sucintamente expuestas, las principales
inflexiones del concepto de la irrestricta amplitud del horizonte humano, desde Heráclito
hasta A. Gehlen, pasando por Aristóteles, santo Tomás y Karl Marx. Inspirándose en
Heidegger, ha dado Max Müller a la expresión transzendentale Freiheit un sentido
distinto del kantiano y sustancialmente coincidente con el de la mencionada
tradición[149].
Con la expresión «libertad moral» designo algo que no es condición de la posibilidad
de la conducta moralmente calificable, sino, a la inversa, un efecto de esta conducta
cuando es moralmente buena de un modo habitual, no ocasional. A diferencia de la
libertad trascendental y de la libertad de opción o libre arbitrio, las cuales son
enteramente innatas, la libertad moral es adquirida, es decir, llega a serlo, viene a ser
conquistada, si en nuestro modo de ejercer el libre arbitrio evitamos la servidumbre a los
fines de índole material y sabemos sobreponernos a la estrechez mental de las apetencias
egoístas. Fácilmente se advierte cómo la libertad así adquirida es la proporcionada por las
virtudes morales, identificándose, por tanto, con el status virtutis, para cuya adquisición
son necesarias, aunque no suficientes por sí solas, tanto la libertad trascendental como la
de opción o libre arbitrio.
El calificativo de «moral» queda justificado para la libertad en esta tercera acepción
141
por cuanto es esa libertad la que se obtiene con la conducta moralmente positiva y la que
no se adquiere —o, en su caso, se pierde— con la conducta moralmente reprobable. Y
que se habla de una genuina libertad cuando se trata de la «libertad moral» así entendida
(no, por tanto, en la acepción más frecuente) es cosa que resulta bien patente si se
comprende que el señorío sobre los bienes materiales —nuestro ser dueños de ellos, sin
que ellos se adueñen de nosotros— y la superación del egoísmo —la expansión del yo
hacia el bien común, en vez de la retracción del yo sobre sí mismo y su puntiforme bien
particular— son auténticas libertades, mientras que todo lo contrario a ellas es, en
definitiva, esclavitud (pese a ser compatible con las dos libertades innatamente dadas en
el hombre).
Como un resumen de las precedentes consideraciones sobre el sentido y alcance de la
libertad moral pueden valer las observaciones siguientes, ya formuladas por mí en otra
ocasión: «Estas dos dimensiones de la libertad moral —el señorío sobre los bienes
materiales y la elevación o apertura al bien común— se corresponden con la doble clase
de contexto en que el hombre individual se halla instalado: por una parte, el ámbito
material en donde vive, y, por otra parte, la realidad social en que convive. En el primer
contexto es moralmente libre el ser humano si acierta a comportarse como el dueño, y no
como el esclavo, de sus propios bienes materiales; y en el segundo contexto es el hombre
libre moralmente si se deshace de la servidumbre a su exclusivo bien particular. Con esta
doble y complementaria inflexión viene a añadirse a nuestra innata libertad lo que hemos
denominado la libertad moral, esencialmente humana, en tanto que libremente
conseguida y personalmente realizada»[150].
Así, pues, sobre la base de la distinción de las tres libertades —la trascendental, la de
opción o de libre arbitrio y la moral— podemos ahora describir la diversa manera en que
nuestra naturaleza y nuestra libertad se comportan en su calidad de requisitos de la
moralidad en cuanto tal (i. e., abstracción hecha de su signo positivo o negativo). Pero
ante todo es menester advertir que, justo porque la moralidad en cuanto tal es el común
denominador de la bondad y de la maldad morales, no cabe que uno de los requisitos que
la hacen posible consista en la libertad moral. El llamado status virtutis es esencialmente
incompatible con la maldad moral, porque estriba precisamente en la bondad moral en
cuanto hábito, sin que ello quiera decir que quien se encuentra en posesión de este hábito
está ya para siempre inmunizado contra la posibilidad de conducirse de un modo
éticamente incorrecto. La libertad de opción, que es innata en el ser humano, nunca deja
de mantener abiertas en principio las dos posibilidades, la negativa y la positiva, de la
moralidad, si bien es cierto, igualmente, que la actualización de cualquiera de ellas impide
la simultánea actualización de la otra. Refiriéndose a las virtudes morales (quibus recte
vivitur), afirma san Agustín que nadie usa mal de ellas: «Virtutibus nemo male
utitur»[151]. Asimismo puede decirse, parafraseando a san Agustín, que de los vicios
morales nadie hace un buen uso.
Por otro lado, tampoco puede atribuirse a la libertad moral el carácter de una
condición necesaria para la bondad moral habitual, porque consiste en esta misma
bondad, ni cabe considerarla como un requisito imprescindible para todas las acciones
142
moralmente buenas —incluidas, por tanto, las que no son un efectivo uso de la virtud
moral—, pues de lo contrario resultaría imposible la adquisición de las virtudes morales
(o, lo que es igual, la adquisición de la libertad moral en el sentido en que aquí la estamos
tomando).
En consecuencia, sólo la libertad trascendental y la libertad de opción o libre arbitrio
pueden tener que ver con la cuestión de los requisitos necesarios para la moralidad en
cuanto tal. Ahora bien, tratándose, como es el caso en que nos encontramos ahora, de
establecer inequívocamente la diferencia entre los modos en que nuestra naturaleza y
nuestra libertad se comportan respecto de la posibilidad de la conducta moralmente
calificable, ha de llegarse a la conclusión de que nuestra naturaleza tiene en su libertad
trascendental la razón de ser de su propia índole de condición remota de la posibilidad en
cuestión. Dicho de otra manera más explícita o analítica: la índole de condición remota
de esa posibilidad la tiene efectivamente nuestra propia naturaleza por ser el fundamento
y la raíz de nuestra humana libertad de arbitrio, pero a su vez es fundamento y raíz de
esta libertad porque la libertad trascendental se lo permite.
En cambio, la libertad de arbitrio propia del ser humano es condición próxima de la
moralidad en general. Mas, como ya se indicó en las consideraciones iniciales de este
mismo parágrafo, la distinción entre una condición remota y otra próxima no basta para
explicar las diversas maneras en que, respecto de la moralidad en general, se comportan
nuestra naturaleza y nuestra libertad (ni siquiera añadiendo la observación de que esta
libertad es la de arbitrio). Un paso más hacia la explicación de esas diversas maneras lo
constituye el señalamiento de la diferencia entre la condición próxima mediata y la
inmediata. Con la fórmula «condición próxima mediata» queda en el presente caso
designada la libertad de arbitrio en tanto que es propiedad de la voluntad del ser humano,
mientras que con la fórmula «condición próxima inmediata» queda nombrada la libertad
de arbitrio en tanto que es propiedad de ciertos actos, los llamados actos humanos como
condistintos de los meros actos del hombre, es decir, una propiedad de los actos nacidos
de la voluntad deliberada y que no se da en ninguna potencia operativa, sino
exclusivamente en esos actos.
Tanto la libertad trascendental como la libertad de arbitrio que es condición próxima,
aunque no inmediata, de la moralidad en general, tienen respecto de ésta el valor de
condiciones necesarias, pero no suficientes, de la conducta moralmente calificable. Lo
que con ello se quiere dar a entender es, simplemente, que el comportamiento de un ser
dotado de naturaleza humana, y de cuya voluntad es propiedad la libertad de arbitrio, no
es siempre un comportamiento moralmente calificable, por más que cuente con las
condiciones primordiales para ser calificado de ese modo. Esta observación puede
parecer trivial y sin especial relevancia para el asunto que ahora nos ocupa. Ello no
obstante, su oportunidad para el esclarecimiento de este asunto es indiscutible, según lo
muestra de una manera bien clara, por un lado, la imposibilidad de calificar moralmente
a un ser humano y a su facultad volitiva considerados con independencia de los actos que
surgen de una deliberada volición y, por otra parte, la necesidad de que estos actos, sin
más aditamento o requisito, sean ya buenos o malos moralmente, es decir, inmediatos
143
sujetos de atribución de la moralidad positiva o negativamente especificada.
Una cierta complicación se presenta al considerar la existencia de hábitos operativos
calificables moralmente de buenos o de malos (virtudes y vicios en acepción moral). La
«moralidad» de estos hábitos operativos no es, formalmente hablando, la de los actos
presupuestos por ellos, ni la de los que en ellos tienen un presupuesto, y tampoco puede
afirmarse que estos mismos hábitos operativos sean formalmente libres en el sentido de
la libertad de arbitrio que es propiedad de nuestra potencia volitiva, ni en el sentido según
el cual son libres los actos procedentes de alguna deliberada volición. ¿Por qué entonces
se les califica de morales, especificando a unos como moralmente buenos y a otros como
moralmente malos? Esta pregunta admite una doble respuesta en atención al hecho de
que si bien los hábitos operativos no son actos, tienen con ellos una doble y necesaria
relación: por una parte, una relación trascendental, vale decir, incluida en su propia
esencia y definición, pues no serían en verdad unos hábitos operativos si nada tuviesen
que ver con la actividad de su sujeto, siendo así que, por el contrario, están
constitutivamente referidos a ciertas operaciones, precisamente a los actos que por ser
formalmente libres con libertad de arbitrio son calificados moralmente como buenos o
como malos; y, por otra parte, hay una relación de efecto a causa entre estos hábitos
operativos y los actos por cuya libre repetición son adquiridos, de tal modo, por
consiguiente, que las virtudes y los vicios a los que atañe la moralidad, aunque no son
libres por su forma, lo son, en cambio, por su propio origen. (Y, por lo demás, el
concepto de estos hábitos operativos como factores de «mecanización» o de rutina,
opuestos, en cuanto tales, a la efectiva libertad de la conducta, no pasa de ser una falsa
interpretación del genuino carácter de unas inclinaciones difícilmente suprimibles o, dicho
en términos positivos, firmemente arraigadas. Las virtudes y los vicios en la acepción
moral no impiden a sus sujetos el ejercicio de la libertad de opción. El virtuoso puede
mudarse en vicioso, y el vicioso convertirse en virtuoso).
El único requisito a la vez necesario y suficiente de la moralidad en cuanto tal es
idéntico, por tanto, a la única condición que respecto de la posibilidad del valor moral de
la conducta tiene el carácter no solamente de próxima, sino también de inmediata, a
saber, la libertad de arbitrio en cuanto dada en actos de volición, no como propiedad de
nuestra potencia volitiva. Según su índole de condición suficiente de la moralidad, la
peculiar libertad de los actos procedentes de la voluntad deliberada hace imposible la
indiferencia moral de estos mismos actos en su cabal determinación y concreción. No
hay actos deliberados que no tengan ningún valor moral. La materia de la deliberación es
práctica en el más estricto sentido y, por consiguiente, no algo abstracto, sino algo
individual, con todas las concretas circunstancias que el ponerlo por obra exige, y entre
ellas no puede por menos de quedar incluido el fin buscado por el libre agente (finis
operantis), un fin que o bien es conforme con la naturaleza del ser humano, o bien va
contra ella. Y el hecho de que pueden llamarse indiferentes algunos de estos actos con
todas sus circunstancias[152] no se debe a que tales actos sean enteramente indiferentes,
i. e., desprovistos de toda bondad moral o de toda maldad moral, sino a que su bondad
moral, o su maldad moral, es escasa.
144
b) El realismo teórico se hace imposible en la ética sin afirmar, por un lado, la efectiva
existencia de la moralidad y, por otro lado, el conocimiento humano de ella. Mas, a su
vez, por ser la libertad de arbitrio un presupuesto enteramente indispensable para el valor
moral de la conducta, el realismo teórico en la filosofía moral es incompatible, por una
parte, con la negación de la existencia del libre albedrío humano y, por otra parte, con la
negación del conocimiento humano de esta forma de libertad. Ahora bien, la libertad de
arbitrio, tal como ya se ha expuesto en el apartado a) de este mismo parágrafo, tiene dos
inflexiones, según se trate, respectivamente, de una propiedad de la voluntad o de una
característica de los actos de esta misma potencia que implican una deliberación y
propiamente se denominan libres. Ambas inflexiones de la libertad de arbitrio son
afirmadas en el realismo teórico, tanto en lo concerniente a la existencia de ellas como en
lo relativo a su conocimiento por el hombre. Comprobémoslo.
El análisis de la libertad de arbitrio de los actos deliberados tiene lugar en la
antropología realista (y, consiguientemente, en su aplicación a la ética) tomando como
punto de partida un dato directamente ofrecido por nuestra misma conciencia. No se
trata de ninguna «construcción», mejor o peor basada en algún dato auténtico, sino
precisamente de un auténtico dato puro y simple, como lo son todos los que la conciencia
suministra de una manera directa. Se trata, en suma, de los actos mismos que están
presentes a nuestra conciencia en calidad de libremente decididos tras haber sido objeto
de deliberación (por muy corta que ésta haya resultado en determinadas ocasiones).
Tiene, por tanto, el concepto de la libertad de arbitrio una base intuitiva en el testimonio
de la experiencia interna, es decir, en nuestra directa y concreta aprehensión de esta
forma de libertad cada vez que acontece un acto que se nos presenta como libre por
cuanto así realmente lo vivimos. Tales actos se dan, sin duda, de una manera consciente,
y nuestra conciencia de ellos es conciencia, asimismo, de su libertad o, dicho con otro
giro, auto-aprehensión directa de nuestro ser como el ser que los hace porque libremente
quiere hacerlos.
Afirmar que determinados actos de nuestro propio vivir se dan a nuestra conciencia
como libremente decididos es idéntico a sostener que tenemos de ellos una evidencia
inmediata o que con esta evidencia captamos su libertad. Y la posibilidad de que se trate
de una apariencia falsa, como las que se dan en los errores per accidens de los sentidos
externos, está excluida por la infalibilidad de la experiencia interna. Pues así como es un
puro absurdo la atribución de la índole de una apariencia falsa a un dolor que alguien
siente o a cualquier otro dato directamente ofrecido por la experiencia interna —la
conciencia— al respectivo sujeto, así también es un contrasentido el negarle el carácter
de una auténtica realidad a la libertad de los actos que en calidad de libres se nos
muestran directamente en la conciencia. A ello se ha de añadir que no se ve la razón por
virtud de la cual pueda negarse la libertad de estos actos y afirmar, a la vez, que son
reales, pues la única garantía de que en verdad son reales y no sólo aparentes es su estar
dados a la experiencia interna, ni más ni menos que la garantía con que captamos su
carácter de libres. Más aún: esa misma es la sola garantía que tenemos de nuestra
145
efectiva existencia, i. e., de que no somos meras ilusiones, aunque podemos tenerlas, de
tal suerte, por tanto, que una de las meras ilusiones que no podemos tener es la de que
no somos otra cosa que una mera ilusión. El cogito que me confiere la conciencia, y con
ella la indefectible garantía, de mi sum es mi interna experiencia de mí mismo (un hecho
enteramente privado en cada yo y, sin embargo, enteramente común a todos los yoes que
se hallan en ejercicio de su propia conciencia).
Nos encontramos así, por una parte, con la evidencia inmediata de la genuina realidad
—en el sentido de la existencia efectiva— de la libertad de arbitrio de determinados actos
nuestros, justamente los que son nuestros de una manera más propia porque nada, ni tan
siquiera nuestra misma naturaleza, nos los impone con irresistible constricción. Y, por
otra parte, nos encontramos también con la evidencia inmediata de la necesidad física de
unos actos que ejecutamos sin habérnoslos propuesto libremente, es decir, contamos con
la experiencia interna de la necesidad física de ciertos actos realizados por nosotros y que
en virtud de esa misma necesidad no son tan nuestros como los procedentes de una
deliberada volición. La conciencia que poseemos de nuestros actos no libres es
conciencia no sólo de su efectiva existencia, sino también de la misma necesidad física
que les es propia, y así resultaría insuficiente el describir estos actos como aquellos en
que no existe conciencia de libertad, y ya no resultaría insuficiente, sino falso, el
atribuirles una libertad de la cual no tuviésemos conciencia.
Nuestros actos carentes de libertad de arbitrio pueden ser conscientes o no serlo, mas
los dotados de esta libertad no pueden no ser conscientes. Ni su libertad es posible sin su
conciencia, ni la conciencia de su libertad puede existir sin que ellos mismos sean libres.
La evidencia inmediata de la experiencia interna de la libertad de arbitrio de estos actos es
el fundamentum inconcussum de la afirmación según la cual esta libertad se da realmente
en ellos. Ahora bien, ese inquebrantable fundamento es el único válido para la verdad y
la certeza propias de la tesis afirmativa de la libertad en cuestión, justamente del mismo
modo en que la evidencia inmediata de la experiencia interna que cada yo tiene de sí
mismo es el apoyo inconcuso, y también el único válido, para la verdad y la certeza
propias de la tesis en la que el yo respectivo se afirma como existente.
Así, pues, la libertad de los actos que internamente se nos presentan como libres no es,
hablando con propiedad, susceptible de alguna demostración, ni tampoco la necesita.
Para que una demostración de la libertad de arbitrio de los actos que por nuestros
tenemos fuese algo posible —y también necesario en virtud de las exigencias de un
riguroso saber—, habría de darse una de estas dos cosas: o que en verdad no contásemos
con la evidencia inmediata de esta forma de libertad, o que la efectiva inmediatez de
nuestra evidencia de ella fuese realmente inferior a la de otra evidencia de la cual
dependiese. Pero no es posible carecer de la evidencia inmediata de lo que de suyo es
objeto de una experiencia interna, ni tampoco es posible que haya grados de inmediatez
(por cuanto ésta difiere de la mera proximidad).
El rigor y la claridad de la posición cartesiana en este asunto son realmente ejemplares.
Tras haber afirmado que Dios, con su infinito poder, preordena todas las cosas,
incluyendo entre ellas las libres acciones de los hombres, hace constar Descartes, de una
146
manera inequívoca, que «somos conscientes de la libertad y la indiferencia que hay en
nosotros, de tal suerte que nada existe que con más evidencia y perfección
entendamos»[153], y a continuación afirma: «Pues sería absurdo que por el hecho de no
comprender una cosa de la cual sabemos que en virtud de su naturaleza debe resultarnos
incomprensible, dudemos de otra que íntimamente comprendemos y que en nosotros
mismos experimentamos»[154].
La última parte de estas observaciones son de especial interés porque además de su
explícita afirmación del carácter íntimo y experiencial del conocimiento que tenemos de
nuestro libre arbitrio, también contiene, aunque referida a una sola de sus posibles
aplicaciones, la denuncia del absurdo en que caemos cuando algo captado con entera
evidencia queda puesto en tela de juicio porque no logramos entender cómo es viable su
conciliación con otra cosa que no podemos poner en duda. Frecuentemente las
negaciones, por supuesto sólo «teóricas», del libre albedrío vivido en nuestros más
propios actos, tienen su origen en el abandono, asimismo sólo «teórico», de nuestra
experiencia íntima de esa clase de libertad, ante el hecho de la ignorancia del modo de
conjugarla con la afirmación de algo distinto que, con razón o sin ella, es tenido por
cierto. El comportamiento de Descartes en el caso al que su pasaje se refiere no consiste
en el abandono de ninguna evidencia, ni la evidencia inmediata que él posee de su libre
albedrío, ni la mediata que él tiene del absoluto poder ordenador de Dios. Lo único a lo
que Descartes se siente aquí obligado a renunciar es la intelección de la manera en que el
poder ordenador de Dios y el libre albedrío humano son entre sí compatibles. Ni siquiera
renuncia a la evidencia (mediata) de la compatibilidad de esas dos cosas.
Hay otro pasaje de Descartes que no resulta tan afortunado. Se encuentra muy poco
antes del que aquí se ha transcrito, y dice así: «Que hay libertad en nuestra voluntad y
que en muchas cosas está en nuestro arbitrio el poder asentir o no asentir, es tan patente
que ha de contarse entre las nociones primeras y máximamente comunes, las que nos son
innatas»[155]. El reparo que cabe hacer a esta tesis no consiste principalmente, a los
efectos de la cuestión que nos ocupa, en la observación de que nuestro conocimiento de
la libertad de arbitrio de la voluntad no está sujeto a la necesidad de sernos innato —aun
suponiendo la posibilidad de que alguno lo fuera— para poder contarse entre nuestras
«nociones primeras y máximamente comunes». Sin duda, tales nociones pueden ser
adquiridas sin menoscabo de su primordialidad ni de su efectiva posesión por cuantos
seres humanos han llegado a hacer uso del entendimiento, pero, dejando esto a un lado
por desbordar el tema de la evidencia de nuestro libre arbitrio, queda todavía otro reparo
enteramente ceñido al alcance de esta evidencia. La libertad de nuestra voluntad es,
como Descartes sostiene, algo que conocemos de una manera evidente, mas con ello no
queda dicho que la manera según la cual conocemos la libertad de nuestra voluntad sea,
sensu stricto, la propia de una evidencia inmediata. Ni lo es, ni lo puede ser, porque
tampoco nos es inmediatamente evidente nuestra misma potencia volitiva. Son nuestras
voliciones, no nuestra voluntad, lo conocido con inmediata evidencia por nosotros. El
razonamiento merced al cual pasamos de la experiencia interna de nuestras propias
voliciones a la afirmación de la facultad correspondiente es, desde luego, bien asequible y
147
llano, mas no deja de ser una demostración, de tal modo, por consiguiente, que su
resultado es algo cuya evidencia está mediada por la de unas premisas. En resolución,
sabemos que nuestra potencia volitiva es libre, con libertad de arbitrio, porque antes nos
es patente sin necesidad de prueba alguna la libertad de arbitrio de nuestras propias
voliciones ejercidas tras haberlas deliberado.
El acierto fundamental de las enseñanzas cartesianas acerca del libre arbitrio no queda
en manera alguna empañado por el desacierto de la forma en que Descartes atribuye esta
libertad a nuestra potencia volitiva. Para la teoría general de la libertad humana de opción
lo más esencial y decisivo es la evidencia inmediata del punto mismo de partida: la
intimidad de la experiencia, tal como de hecho ha afirmado Descartes expresamente
(«quam intime comprendimus, atque apud nosmet ipsos experimur») de aquellos actos
que se nos presentan como libres. Y esa misma experiencia es también lo más esencial y
decisivo para una teoría realista de la moralidad en tanto que ésta supone la libertad de
arbitrio como una imprescindible condición.
Previamente a Descartes el libre albedrío humano ha sido también afirmado en cuanto
objeto de un conocimiento provisto de efectiva evidencia, pero la tesis de la experiencia
íntima en que primordialmente este conocimiento consiste no ha sido nunca formulada,
ni antes ni después de Descartes, con mayor nitidez que la que en él obtiene.
Comprobémoslo en dos ejemplos máximamente representativos por ser en ellos
enteramente inequívoca la afirmación del libre albedrío humano. El primero de estos
ejemplos lo proporciona la ética aristotélica. El uso que hace Aristóteles de la noción de
lo que está bajo nuestro dominio o se encuentra en nuestro poder (ἐφ᾽ἡμῖν), aplicándola
a las operaciones que se califican moralmente como buenas o como malas y después a
las virtudes y a los vicios respectivos (Eth. Nic., 1113 b 6-14), presupone
indudablemente la efectiva admisión de la realidad del libre arbitrio en esas operaciones,
lo que a su vez exige una experiencia íntima de ellas en tanto que ejercidas libremente.
No podríamos ser dueños de unos actos conscientemente ejercidos si no contásemos con
una inmediata evidencia —una experiencia íntima, por tratarse de operaciones que se nos
presentan como nuestras— de que las realizamos libremente. Así, pues, en lo dicho por
Aristóteles sobre nuestro dominio de los actos moralmente buenos o malos está
ciertamente implícita la afirmación de nuestra experiencia íntima de ese mismo dominio,
pero igualmente es cierto que se trata, en verdad, de una afirmación nunca elevada al
plano de lo dicho de una manera explícita. (Ni frente a ello sería oportuno alegar la
expresa afirmación aristotélica según la cual la elección [πρoαίρεσις] es un deseo
deliberado de algo que se cuenta entre las cosas que están en nuestro poder [βουλευτικὴ
ὄρεξις τῶν ἐφ᾽ἡμῖν, Eth. Nic., 1113 a 11], pues no hay en ello ninguna afirmación de
una experiencia inmediata de la actividad misma de elegir ni de su propia índole de libre).
El otro ejemplo lo ofrece santo Tomás. En todas las ocasiones en que temática y
directamente se ocupa santo Tomás de la realidad del libre arbitrio humano queda
patente, sin confusión ni vacilación de ningún género, que afirma esa realidad; y, sin
embargo, no se le puede atribuir fundadamente la explícita admisión de una experiencia
de ella en los actos u operaciones que por más nuestros tenemos. Para santo Tomás la
148
realidad del libre arbitrio humano es evidente, mas no de forma inmediata, sino de un
modo mediato. Así nos lo hacen ver sus argumentos para probar la existencia del libre
arbitrio en el hombre. Pues se trata siempre de argumentos en el sentido de
demostraciones, y nunca de apelaciones a una experiencia íntima con la cual se nos
muestre —y no, en sentido propio, se nos razone o demuestre— que hay libre arbitrio en
el hombre, concretamente en los actos que se nos hacen presentes, en su misma
realización, como deliberados y elegidos.
A la vista de las consideraciones formuladas en De Veritate (q. 24, a. 1), De malo (q.
6, a. un.) y Sum. Theol. (I, q. 83, a. 1; I-II, q. 13, a. 6), que son las fuentes a las cuales
se ha de acudir para conocer el explícito pensamiento de santo Tomás acerca de la
existencia del libre arbitrio del hombre, puede decirse que lo alegado en ellos en favor de
la tesis de que realmente se da en el hombre el libre arbitrio son, si nos limitamos al
aspecto pura y simplemente filosófico de la cuestión, tres cosas: 1ª, la existencia de unos
indicios evidentes; 2ª, el absurdo en el que se incurre al negar esta libertad; 3ª, la
demostración de la imposibilidad de que los bienes finitos sean, en cuanto tales, objeto de
voliciones necesarias. La primera de estas tres cosas está dicha en la siguiente afirmación
(establecida después, pero también independientemente, de una alusión a los contenidos
de la fe sobrenatural incompatibles con la negación del libre arbitrio en el hombre):
«También llevan a esto (se refiere a la tesis de la existencia de esa forma de libertad)
unos indicios evidentes en los cuales se echa de ver que el hombre elige con libertad una
cosa y con libertad rechaza otra»[156]. No declara santo Tomás cuáles son esos indicia
manifesta, pero ello es irrelevante para lo que ahora nos importa, ya que es bien claro
que, tratándose de indicios, no consisten en íntimas experiencias, y de esta suerte la
evidencia inmediata de ellos no puede ser la de la libertad de la cual ellos son indicios.
El absurdo en el que se incurre si se le niega al hombre el libre arbitrio es denunciado
por santo Tomás al sostener que, si efectivamente no se diera ese poder en el hombre,
las deliberaciones, las exhortaciones, los preceptos, las prohibiciones, los premios y los
castigos resultarían inútiles[157]. Es verdad que santo Tomás no afirma de un modo
explícito que sea absurda la negación de la utilidad de esas cosas por él enumeradas, pero
la forma de la argumentación es, desde luego, la de una reductio ad absurdum, lo cual
indudablemente presupone que las consecuencias lógicas de la negación del libre arbitrio
en el hombre están en contradicción con algo que es verdadero, a saber, justamente la
utilidad de las deliberaciones, las exhortaciones, los preceptos, etc. Sin embargo, para
poder sostener la verdad de esa utilidad se requiere, en definitiva, una inmediata
evidencia de que las deliberaciones, las exhortaciones, los preceptos, etc. tienen valor y
sentido para nuestra libre forma de comportarnos. Si careciésemos de esa evidencia
inmediata —no explícitamente afirmada por santo Tomás, pero implícita en su
argumento—, no tendríamos ninguna garantía de que en verdad son absurdas las
consecuencias lógicamente inferibles de la negación del libre arbitrio del hombre.
La demostración de la imposibilidad de que los bienes finitos (bona particularia) sean,
en cuanto tales, objeto de voliciones necesarias[158] es una prueba, establecida con tanta
claridad como rigor, de la efectiva existencia del libre arbitrio en el hombre. Mas no es —
149
ni lo pretende tampoco— una demostración de la existencia efectiva de algún caso, ni tan
siquiera de uno solo, de libre volición efectuada por algún ser humano. La existencia de
una capacidad no es la existencia de su efectivo ejercicio y, por lo mismo, la
demostración de aquélla no es una prueba de ésta.
Para inferir —no para conocer con evidencia inmediata— que es libre una volición
efectuada por algún ser humano, sería preciso hacer un razonamiento donde una de las
premisas consistiese en asegurar que el objeto de esa misma volición es algún bien finito
(o que como tal se hace presente). Pero es el caso que la verdad de esa premisa no
puede quedar garantizada con una demostración, sino con una evidencia dada
inmediatamente en el propio ejercicio de la volición de que se trata, y esa evidencia dada
inmediatamente es, a la vez, conciencia —experiencia íntima— del libre arbitrio con el
que esa misma volición se lleva a cabo. En suma: el razonamiento imprescindible para
poder inferir que es libre una volición tendría como presupuesto lo que con él habría de
demostrarse.
Nos encontramos así con que el realismo teórico en la ética incluye, por una parte, la
demostración del libre arbitrio como una capacidad existente en el hombre, y sin la cual
no nos sería posible la volición de bienes limitados, y, por otra parte, el puro y simple
reconocimiento de que el ejercicio de esta capacidad es imposible sin la experiencia
íntima de él, con lo cual la demostración de que hay voliciones libres no es posible ni
necesaria. En lo concerniente a la inferencia del libre arbitrio como una capacidad, dada
en la voluntad del ser humano, para querer libremente los bienes que son finitos (o
incluso el Bien Absoluto conocido imperfectamente), el realismo teórico la incluye por
cuanto en él ha de darse una radical explicación del por qué de la falsedad de todas las
teorías «deterministas». En verdad, la prueba de ese poder que se denomina libre
arbitrio, y que formalmente reside en la voluntad, es, dicho en la terminología aristotélica,
una demostración διότι, no simplemente ὅτι[159]. Lo cual en la presente ocasión quiere
decir que no se limita a demostrar la existencia de la capacidad en cuestión, sino que
pone de manifiesto —i. e., ex-plica, despliega ante nuestro logos— la causa de que la
haya, su razón ontológica de ser (como contrapuesta a la mera razón epistemológica de
su ser-conocida).
Mientras no conocemos esa razón ontológica y de qué modo se deriva de ella la
capacidad en que consiste el libre arbitrio del hombre, no disponemos de una explicación
cabalmente satisfactoria de la esencial falsedad de todas las negaciones de este poder
humano. De ahí que santo Tomás no haya atendido tan sólo a la demostración de que en
nuestra potencia volitiva existe efectivamente la capacidad del libre arbitrio, sino que
también se haya aplicado a la cuestión de por qué existe esa capacidad, a qué se debe su
efectiva existencia, no el tener que afirmarla. En último término, la respuesta por él dada
a esta cuestión se cifra en la racionalidad natural del ser humano, es decir, en el
coeficiente específico de nuestra naturaleza, el cual es «racionalidad» no en la acepción
de la capacidad de discurrir, sino en el sentido de la radical aptitud para trascender las
determinaciones particulares y abrirse al ser y al bien en general. De ahí que el objeto
adecuado de la voluntad humana no lo sea ningún bien finito, sino el bien en tanto que
150
bien, y así resulta que tan sólo el Bien Absoluto (conocido adecuadamente) puede ser
necesariamente apetecido por ella; los demás bienes, al no ser absolutos, no pueden ser
apetecidos por ella de una manera absoluta (es decir, necesaria), sino sólo de un modo
relativo (o sea, libre), ya que nos es dado el conocerlos en tanto que bienes limitados y,
por lo mismo, como no enteramente apetecibles. En resumen, como un esquema de lo
más esencial en el pensamiento de santo Tomás sobre la «razón ontológica de ser» del
libre albedrío del hombre, cabe decir que en virtud de la racionalidad de nuestra
naturaleza —la libertad trascendental que en principio nos da la capacidad de abrirnos
cognoscitivamente a cualquier ser y volitivamente a cualquier bien— nos es posible la
volición de bienes limitados, pues aunque son limitados no por ello dejan de ser bienes,
sin que estemos constreñidos a quererlos —o sea, tan sólo con libertad los podemos
querer—, pues aunque son bienes efectivos, lo son de una manera limitada, lo cual,
siendo conocido por nosotros, nos confiere la posibilidad de rechazarlos.
151
preceptos y las prohibiciones (o de las deliberaciones, las exhortaciones, los premios y los
castigos). El valor de las demostraciones de esta clase es, tal como hemos visto, el de la
reductio ad absurdum de la negación del libre arbitrio humano por quien vive de hecho la
evidencia inmediata de la utilidad de los preceptos, las prohibiciones, etc., aunque
teóricamente la rechace al excluir la libertad en ella implícita. Quien niega esta libertad
sigue realmente admitiéndola en su efectiva actitud ante la ley moral, mas no sólo ante
ella, sino asimismo ante las meras leyes positivas y ante las exhortaciones que él recibe y
cuando él mismo las hace, así como al «dar sentido» a los castigos y las recompensas y
cada vez que se pone a deliberar antes de resolverse a tomar una decisión y cuando al fin
la toma. En todo ello la realidad —la existencia— de nuestro libre arbitrio está siendo
efectivamente percibida, mas no al modo en que se percibe la verdad de una conclusión
en el momento mismo de inferirla de sus premisas, sino en la forma que es propia de una
evidencia inmediata.
Es, pues, enteramente lícito el recurso a hechos tales como las deliberaciones, las
exhortaciones, los preceptos, etc. para probar con ellos la verdad de la afirmación de la
existencia del libre arbitrio en el hombre. Pero la cabal licitud de este modo de proceder
no se debe a que la evidencia de esos hechos —entre ellos, sin duda, nuestra conciencia
de la ley moral— esté dada con anterioridad a la evidencia de nuestro libre arbitrio, sino a
que aquélla no se da realmente sin que también ésta se esté dando. Nuestra conciencia de
la ley moral —como conciencia ejercida efectivamente en concreto, no como pensada en
abstracto— es conciencia, a la vez, de nuestra libertad para cumplir esa ley o para no
cumplirla. En el mismo acto en el que la evidencia de la ley moral nos está dada —o,
equivalentemente, en el mismo acto en el que tenemos la conciencia del deber— tenemos
también la evidencia de la correspondiente libertad.
Por tanto, volviendo ahora a la afirmación kantiana, ya consignada arriba, según la
cual no estaríamos nunca justificados para admitir una cosa tal como la libertad si
previamente no tuviésemos de la ley moral una clara intelección, se hace preciso decir
que esta afirmación no es acertada: en primer lugar, por el «previamente» que hay en ella
(con el cual se traduce aquí la voz alemana eher, subrayada, por cierto, en el propio texto
kantiano); en segundo lugar, porque la evidencia de la libertad, dada inmediatamente —
no por modo de deducción— en la evidencia o conciencia de la ley moral, se la asimila
de una manera inmediata con la evidencia o conciencia del deliberar, del decidir, del ser
exhortados y del exhortar, del «dar sentido» (entender como útiles) los castigos y los
premios, y no sólo en la conciencia o evidencia de los preceptos y las prohibiciones
morales. Hasta cuando se trata de preceptos y prohibiciones, han de incluirse aquí, a los
efectos de la cuestión que nos ocupa, los imperativos todos, sin ninguna excepción, por
cuanto efectivamente los vivimos con la clara conciencia de que el obedecerlos y el
desobedecerlos están en nuestro poder. «Tenemos conciencia de nuestra libertad —
afirma K. Jaspers— cuando reconocemos que se nos dirigen requerimientos. De nosotros
depende el satisfacerlos o esquivarlos. No podemos discutir en serio que decidimos algo,
decidiendo con ello sobre nosotros mismos, y que somos responsables»[162]. A esta
observación añade K. Jaspers una anécdota que constituye una modalidad humorística de
152
la reductio ad absurdum a la que ya nos hemos referido: «Una vez que un acusado
pretendía ante un tribunal probar su inocencia, diciendo que así había nacido y que no
podía ser de otro modo, por lo que no debía hacérsele responsable, respondió el juez, el
cual tenía buen humor: eso es tan exacto como la idea de su función que tiene el juez que
le castiga: tampoco éste puede obrar de otra manera, pues también él es así y tiene que
sentenciar necesariamente según las leyes vigentes»[163].
La relación entre la evidencia de la ley moral y la evidencia de la libertad necesaria
para esta ley es similar al nexo cogito-sum y se esclarece al compararla con él. También
los dos extremos de este nexo se condicionan mutuamente, de tal manera que el sum es
ratio essendi del cogito, el cual es, por su parte, la ratio cognoscendi de aquél. Y de la
misma forma en que la evidencia de mi ser no depende de la que tengo de mi propio
pensar (pues la poseo sin necesidad de hacer el razonamiento «para pensar es menester
ser; es así que yo pienso; luego yo soy»), la evidencia de mi ser-libre para cumplir o no
cumplir la ley moral no se encuentra subordinada a la evidencia que tengo yo de esa ley
(pues mi cabal certeza de estar provisto de esta forma de libertad no es cosa de la que yo
careciese antes de hacer el razonamiento «para tener conciencia de la ley moral es
menester ser libre; es así que yo tengo esa conciencia; por consiguiente, soy libre»).
Con todo, la principal de las razones de la incompatibilidad de la ética teóricamente
realista con la doctrina kantiana de la libertad se encuentra en el carácter problemático
que en el pensamiento de Kant tiene la libertad en lo que atañe a su efectivo ejercicio. Ya
en la Introducción de este libro (Capítulo II, § 2) hubimos de señalar la imposibilidad de
que se comporte libremente quien está en la ignorancia del motivo de su
comportamiento. Esta imposibilidad fue señalada con ocasión de la tesis de Kant según la
cual un «secreto impulso del egoísmo» puede haber sido la verdadera causa determinante
de la voluntad en las acciones hechas en conformidad con el deber. Para confirmar y
completar el texto kantiano que en su momento se adujo, veamos estas otras
afirmaciones enlazadas con él sin solución de continuidad: «Por eso nos complacemos en
lisonjearnos, atribuyéndonos falsamente un noble motivo de acción, siendo así que, por
el contrario, nunca alcanzamos enteramente, ni tan siquiera con el más riguroso examen,
las motivaciones íntimas, porque cuando se habla del valor no se trata de las acciones,
que se ven, sino de sus principios internos que no se ven»[164].
Un análisis completo de lo mantenido por Kant en esta ocasión nos conduce a advertir
algunas internas incoherencias, que lo hacen un tanto oscuro, y sobre todo una radical
incompatibilidad con la afirmación de la libertad necesaria para la moralidad de la
conducta. Por lo que toca a las incoherencias internas, bastará dejarlas señaladas, pues
no son lo más relevante para el asunto del que nos estamos ocupando. Una primera
incoherencia es la que se da al sostener, por un lado, que nos atribuimos falsamente una
noble motivación de nuestro comportamiento, y afirmar, por otro lado, que los principios
internos de nuestras acciones, no ellas mismas, permanecen invisibles para nosotros. Si la
invisibilidad así afirmada es cierta, ¿cómo podemos saber que nos atribuimos falsamente
una noble motivación de nuestro comportamiento? La invisibilidad de los resortes
internos de nuestra potencia volitiva nos autorizaría únicamente a decir que no tenemos
153
fundamento alguno ni para atribuir una noble motivación a nuestro modo de
comportarnos, ni tampoco para negársela. Y hay también otra incoherencia por cuanto se
nos dice, por un lado, que no alcanzamos enteramente las motivaciones íntimas y, por
otro lado, se nos asegura que esas motivaciones en las cuales consisten los principios
internos de las acciones que llevamos a cabo son invisibles, en oposición a lo que ocurre
con las acciones mismas. Decir que no las alcanzamos por completo es igual que afirmar
que en parte las conocemos, pero entonces no es lícito afirmar que son, para nosotros,
invisibles, sino que sólo en parte no las podemos ver.
Pero aun suponiendo que la obligada rectificación se lleve a cabo y que, de esta
manera, se afirmase exclusivamente la invisibilidad parcial de los motivos internos, aún
surgiría, sin embargo, una nueva dificultad. ¿Cómo podemos saber que un acto nuestro,
además de tener una motivación que en cuanto tal es patente —dada, de un modo
íntimo, a nuestra propia conciencia—, puede también tener otra que en su carácter de
motivación nos sea latente? Más aún: ¿es que cabe, en verdad, que se nos mantenga
latente una motivación? Pues no es preciso ser un adversario de las «causas ocultas» —
y, ciertamente, quien escribe esto no lo pretende ser de un modo general y por principio
— para poder tener la certidumbre de que un motivo latente en el yo por él motivado no
es realmente ningún motivo, sino una pura contradictio in terminis. Es, sin duda,
posible que yo ignore el motivo por el que otro yo actúa de una cierta manera, como
también es posible que a otro yo le esté oculto lo que es realmente el motivo de una
manera mía de comportarme; mas no cabe, en manera alguna, que lo que está oculto
para un yo sea para este mismo yo un motivo de su propio comportamiento. Ser motivo
no es igual que ser motor.
Para ser un motor no se requiere que lo influido por éste sea consciente de él y de su
influjo. Yo mismo soy para mí un oculto motor de todo cuanto yo hago sin darme cuenta
de hacerlo, y el decirlo no representa ninguna contradicción, pues con ello no afirmo que
yo tenga una íntima experiencia —i. e., una conciencia sensu stricto— de ese modo mío
de comportarme y de mí mismo en tanto que actúo de ese modo. En cambio, para que
algo sea un motivo es enteramente imprescindible que quien por él se encuentra
motivado sea consciente de ello y, por lo mismo, de él. «Nadie ignora el motivo de su
propio comportamiento» quiere decir que no hay nadie que sea inconsciente del motivo
por el cual obra y de que, en efecto, obra por él, sin dejar de actuar de una manera libre.
Y «actuar libremente» quiere decir actuar por algún motivo libremente aceptado, para lo
cual es, por supuesto, imprescindible el tener conciencia de él.
La tesis kantiana de la imposibilidad, para el hombre, de percibir los principios internos
de sus actos es, por tanto, la tesis de la imposibilidad de que el hombre tenga conciencia
de los motivos de ellos, y a su vez esta tesis es, en definitiva, la negación de la posibilidad
del ejercicio de la libertad por el hombre. ¿De qué sirve el asegurar que somos libres —
por exigirlo el hecho de que nos vemos a nosotros mismos efectivamente requeridos por
el mandato de la ley moral— si se niega una imprescindible condición del ejercicio de la
libertad, a saber, la conciencia, la experiencia íntima, de los motivos, sin la cual ese
ejercicio es imposible? Kant, en resolución, afirma una libertad que no cabe ejercer.
154
Naturalmente, no la afirma así, en inmediata y abierta contradicción; pero es menester
reconocer que, aunque no de ese modo, ciertamente se contradice. Pues ¿en qué podría
consistir una capacidad cuyo ejercicio es esencialmente inviable? ¿Puede haber algo que
en verdad confiera una aptitud para lo que absolutamente es imposible por no ser posible
en modo alguno un requisito esencialmente necesario para llevarlo a cabo?
A estas insuperables dificultades de la doctrina kantiana de la libertad se suma otra: la
de hacer compatible la afirmación de la responsabilidad con la negación de la conciencia
de una libertad efectivamente ejercida. Sin la íntima experiencia de haber hecho algo
libremente no me es lícito considerarme responsable de haber hecho ese algo. A lo sumo,
puedo pensar in abstracto que en efecto poseo la capacidad de actuar responsablemente,
pero ese pensar no se refiere a ninguna acción determinada y, en consecuencia, no puede
proporcionarme la seguridad necesaria para vivirme a mí mismo como responsable in
concreto de algo determinado. Y si no puedo tener esa seguridad —que solamente una
experiencia íntima me proporciona—, mi afirmación de mi capacidad de actuar
responsablemente es la afirmación de una capacidad cuyo ejercicio es esencialmente
imposible, es decir, no una capacidad auténtica o efectiva, sino una auténtica o efectiva
incapacidad.
La distinción de lo fenoménico y lo nouménico y la instalación de la libertad en lo
segundo son un pobre expediente que sólo sirve para eludir, no para resolver, las
insuperables dificultades de la doctrina kantiana de la libertad. A este pobre recurso ha
acudido asimismo Schopenhauer, a pesar de su acerba crítica a la fundamentación
kantiana de la moral. Asegura, en efecto, Schopenhauer que él no niega la libertad, sino
que se limita a situarla en una región superior a la que es propia de las acciones
individualmente determinadas: «La libertad (…) no está negada en la descripción que de
ella hago, sino simplemente trasladada, quitándola del ámbito de las acciones
individuales, donde evidentemente no cabe encontrarla, y llevándola a una región más
alta, pero no tan fácilmente accesible a nuestro conocimiento, lo cual quiere decir que es
trascendental»[165]. El término «trascendental» tiene aquí el sentido kantiano de lo
concerniente a lo que rebasa o trasciende a la experiencia y que, por tanto, es
«nouménico» en la acepción asimismo kantiana, con lo cual la región a la que las
acciones individuales pertenecen es la de los fenómenos en tanto que contrapuestos a los
noúmenos.
Para Schopenhauer, según esto, la experiencia que de nuestras concretas acciones
poseemos no es experiencia de su libertad en ningún caso. La libertad humana es para
Schopenhauer (identificado con Kant en este punto) una libertad de la cual no tenemos,
no podemos tener, conciencia en sentido estricto. Afirmar nuestra libertad no es pensarla
tan sólo como posible, sino pensarla como realidad, pero no es, si se la concibe tal como
Kant y Schopenhauer hacen, pensarla como realmente vivida en ciertas acciones
nuestras, aquéllas precisamente que por nuestras tenemos. Por consiguiente, son
aplicables a Schopenhauer las mismas objeciones que aquí se le han hecho a Kant. Y
frente a ambos una filosofía moral teóricamente realista no puede por menos de
preguntarse: ¿cómo podríamos saber cuándo es libre, y cuándo no es libre, nuestro
155
comportamiento, si en ningún caso tuviésemos una experiencia íntima del ejercicio de
nuestra propia libertad?, y ¿cómo podríamos aplicar, en nuestro efectivo modo de
comportarnos, las normas generales de la ética, sin tener la conciencia de actuar
libremente al aplicarlas?
Una ética teóricamente realista ha de contar con algo más que con la pura y simple
afirmación de la libertad humana in abstracto, o, por así decirlo, indiferente a la realidad
de su ejercicio en cuanto abierto a nuestra propia conciencia. En ninguna esfera del saber
es posible algo así como un realismo teórico que sólo lo fuese «a medias», y en el ámbito
de la ética, que es el saber de la moralidad de nuestros actos libres, no es un realismo
teórico completo el que no reconoce la experiencia de nuestra libertad en esos actos.
[133] «Ein vollkommen guter Willen würde (…) unter objectiven Gesetzen (des Guten) stehen, aber nicht
dadurch als zu gesetzmässigen Handlungen genöthigt vorgestellt werden können, weil er von selbst nach seiner
subjectiven Beschaffenheit nur durch die Vorstellung des Guten bestimmt werden kann. Daher gelten für den
göttlichen und überhaupt für einen heiligen Willen keine Imperativen; das Sollen ist hier am unrechten Orte, weil
das Wollen schon von selbst mit dem Gesetz nothwendig einstimmig ist. Daher sind Imperativen nur Formeln,
das Verhältnis objectiver Gesetze des Wollens überhaupt zu der subjectiven Unvolkommenheit des Willens,
auszudrücken», Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, 2 Abschnitt, Ak IV, p. 414.
[134] «Moralität besteht also in der Beziehung aller Handlung auf die Gesetzgebung, dadurch allein ein Reich der
Zwecke möglich ist. Diese Gesetzgebung muss aber in jedem vernünftigen Wesen selbst angetroffen werden und
aus seinen Willen entspringen können, dessen Princip also ist (…) dass der Wille durch seine Maxime mit diesem
objectiven Princip der vernünftigen Wesen, als allgemein gesetzgebend, nicht durch ihre Natur schon nothwendig
einstimmig, so heisst die Nothwendigkeit der Handlung nach jenem Princip praktische Nöthigung, d. i. Pflicht.
Pflicht kommt nicht dem Oberhaupte im Reiche der Zwecke, wohl aber jedem Gliede und zwar allen in gleichen
Masse zu», Op. cit., 2 Abschnitt, Ak IV, p. 434.
[135] «Moralität ist also das Verhältnis der Handlungen zur Autonomie des Willens, das ist zur möglichen
allgemeinen Gesetzgebung durch die Maximen desselben. Die Handlung, die mit der Autonomie des Willens
zusammen bestehen kann, ist erlaubt; die nicht damit stimmt, ist unerlaubt. Der Wille, dessen Maximen
nothwendig mit den Gesetzen der Autonomie zusammenstimmen, ist ein heiliger, schlechterdings guter Wille. Die
Abhängigkeit einer nicht schlechterdings guten Willens vom Princip der Autonomie (die moralische Nöthigung) ist
Verbindlichkeit. Diese kann also auf ein heiliges Wesen nicht gezogen werden. Die objective Nothwendigkeit einer
Handlung aus Verbindlichkeit heisst Pflicht», Op. cit., 2 Abschnitt, Ak IV, p. 439.
[136] «Woher haben wir aber den Begriff von Gott als dem höchste Gut? Lediglich aus der Idee, die die Vernunft
a priori von sittlicher Vollkommenheit entwirft und mit dem Begriffe eines freien Willens unzertrennlich
verknüpft», Op. cit., 2 Abschnitt, Ak IV, p. 409.
[137] Así hemos podido verlo en los pasajes, arriba citados, que en la Fundamentación de la metafísica de las
costumbres se encuentran en las páginas 414 y 439 de la edición citada.
[138] «Der Wille ist schlechterdings gut, der nicht böse sein, mithin dessen Maxime, wenn sie zu einem
allgemeinem Gesetze gemacht wird, sich selbst niemals widerstreiten kann», Op. cit., 2 Abschnitt, Ak IV, p. 437.
[139] «Bei der Absicht, dazu zu gelangen, ist es von der äussersten Wichtigkeit, sich dieses zur Warnung zu
lassen, dass es sich ja nicht in den Sinn kommen lasse, die Realität dieses Princips aus der besondern Eigenschaft
der menschlichen Natur ableiten zu wollen. Denn Pflicht soll praktisch-unbedingte Nothwendigkeit der Handlung
sein; sie muss also für alle vernünftige Wesen (auf der nur überall ein Imperativ treffen kann) gelten und allein
darum auch für allen menschlichen Willen ein Gesetz sein. Was dagegen aus der besonderen Naturanlage der
Menschheit, was aus gewissen Gefühlen und Hange, ja sogar wo möglich aus einer besonderen Richtung, die der
menschlichen Vernunft eigen wäre und nicht nothwendig für den Willen eines jeden vernünftigen Wesens gelten
müsste, abgeleitet wird, das kann zwar (…) ein subjectiver Princip, nach welchen wir handeln zu dürfen Hang
und Neigung haben, aber nicht ein objectives, nach welchem wir angewiesen wären zu handeln, wenn gleich aller
156
unser Hang, Neigung und Natureinrichtung dawider wäre», Op. cit., 2 Abschnitt, Ak IV, p. 425.
[140] «τὸ μὴ ἐv ὑπoκειμέvῳ εῖvαι es», según Aristóteles —Categ., cap. 5, 3 a 7— lo propio de toda sustancia.
[141] «τὸ γὰρ συμβεβηκὸς καθ ὑπoκειρέvoυ τιvὸς λέγεται», Aristóteles, Física, I, 3, 186 a 34.
[142] Cf., para esta distinción, Santo Tomás: Sum. Theol., I-II, q. 1, a. 1.
[143] «(…) licet bonum et ens sint idem secundum rem, quia tamen differunt secundum rationem, non eodem
modo dicitur aliquid ens simpliciter et bonum simpliciter. Nam cum ens dicat aliquid proprie esse in actu, actus
autem proprie ordinem habeat ad potentiam; secundum hoc simpliciter aliquid dicitur ens, secundum quod primo
discernitur ab eo quod est in potentia tantum. Hoc autem est esse substantiale rei uniuscuiusque. Unde per suum
esse substantiale dicitur unumquodque ens simpliciter; per actus autem superadditos dicitur aliquid esse
secundum quid; sicut esse album significat esse secundum quid; non enim esse album aufert esse in potentia
simpliciter, cum adveniat rei jam praeexistenti in actu. Sed bonum dicit rationem perfecti, quod est appetibile, et
per consequens dicit rationem ultimi. Unde id quod est ultimo perfectum dicitur bonum simpliciter. Quod autem
non habet ultimam perfectionem quam debet habere, quamvis habeat aliquam perfectionem, inquantum est actu,
non tamen dicitur perfectum simpliciter, nec bonum simpliciter, sed secundum quid. Sic ergo secundum primum
esse, quod est substantiale, dicitur aliquid ens simpliciter et bonum secundum quid, id est, in quantum est ens.
Secundum vero ultimum actum dicitur aliquid ens secundum quid et bonum simpliciter», Sum. Theol., I, q. 5, a.
1, ad 1.
[144] «L'homme est la seule créature qui refuse d'être ce qu'elle est», L'homme révolté (Gallimard, Paris, 1951),
Introduction, p. 22.
[145] «Si l'individu (…) accepte de mourir, et meurt à l'occasion, dans le mouvement de sa révolte, il montre par
là qu'il se sacrifie au bénéfice d'un bien dont il estime qu'il déborde sa propre destinée. S'il préfère la chance de la
mort à la négation de ce droit qu'il défend, c'est qu'il place ce dernier au-dessus de lui-même. (…) On voit que
l'affirmation impliquée dans tout acte de révolte s'étend à quelque chose qui déborde l'individu dans la mésure où
elle le tire de sa solitude supposée et le fournit d'une raison d'agir. Mais il importe de remarquer déjà que cette
valeur qui préexiste à toute action contredit les philosophies purement historiques, dans lesquelles la valeur est
conquise (si elle se conquiert) au bout de l'action. L'analyse de la révolte conduit au moins au soupçon qu'il y a
une nature humaine, comme le pensaient les Grecs, et contrairement aux postulats de la pensée contemporaine.
Pourquoi se révolter s'il n'y a, en soi, rien de permanent à préserver?», Op. cit., p. 28.
[146] «Remarquons ensuite que la révolte ne naît pas seulement, et forcément, chez l'opprimé, mais qu'elle peut
naître aussi au spectacle de l'oppresion dont un autre est victime. (…) Et il faut préciser qu'il ne s'agit pas d'une
identification psychologique, subterfuge par lequel l'individu sentirait en imagination que c'est à lui que l'offense
s'adresse. (…) Il ne s'agit pas non plus du sentiment de la communauté des intérêts. Nous pouvons trouver
révoltante, en effet, l'injustice imposée à des hommes que nous considérons comme des adversaires. (…) Dans la
révolte, l'homme se dépasse en autrui et, de ce point de vue, la solidarité humaine est métaphysique», Op. cit., p.
29.
[147] Confederación Española de Cajas de Ahorro, Madrid, 1974, pp. 176-178.
[148] Rialp, Madrid, 1984, pp. 401-402.
[149] Cf. Philosophische Anthropologie (Verlag Karl Alber, Freiburg/München, 1974), pp. 116 y ss. y 142.
[150] Economía y libertad, ed. cit., p. 236.
[151] Cf. De libero arbitrio, II, cap. 19.
[152] «(…) Possunt etiam indifferentes dicere omnes illi actus qui sunt parum boni, vel parum mali», Sum.
Theol., I-II, q. 92, a. 2.
[153] «(…) libertatis autem et indifferentiae, quae in nobis est, nos ita conscios esse, ut nihil sit quod evidentius
et perfectius comprehendamus», Principia Philosophiae, Pars Prima XLI: Quomodo arbitrii nostri libertas et Dei
praeordinatio simul concilientur, p. 20 del volumen VIII-1, en la edición Adam-Tannery de las obras de
Descartes.
[154] «Absurdum enim esset, propterea quod non comprehendimus unam rem, quam scimus ex natura sua
nobis esse debere incomprehensibilem, de alia dubitare, quam intime comprehendimus, atque apud nosmet ipsos
experimur», Ibidem.
[155] «Quod autem sit in nostra voluntate libertas, et multis ad arbitrium vel assentiri vel non assentiri possumus,
adeo manifestum est, ut inter primas et maxime communes notiones, quae nobis sunt innatae, sit recensendum»,
Op. cit., p. 19.
157
[156] «Ad hoc etiam manifesta indicia inducunt, quibus apparet hominem unum eligere, et aliud refutare», cf. De
Verit., en la cuestión y artículo ya citados.
[157] «Respondeo dicendum quod homo est liberi arbitrii; alioquin frustra essent consilia, exhortationes,
praecepta, prohibitiones, praemia et poenae», cf. en la Sum. Theol., el primero de los dos lugares ya citados.
[158] Cf. los mismos lugares, ya citados, correspondientes a De veritate, De malo y Sum. Theol., sobre todo el
artículo 6 de la cuestión 13 de la I-II.
[159] Cf., para la distinción, en general, de ambas especies de demostración, Analyt. Post., I 13, 78 a 22.
[160] «Der Begriff der Freiheit, so fern dessen Realität durch ein apodiktisches Gesetz der praktischen Vernunft
bewiesen ist, macht nun den Schluss-stein von dem ganzen Gebäude eines Systems der reinen, selbst speculativen
Vernunft aus», KpV, Vorrede, Ak V, pp. 3-4.
[161] «Damit man hier nicht Inkonsequenzen anzutreffen wähne, wenn ich jetzt die Freiheit die Bedingung des
moralischen Gesetzes nenne und in der Abhandlung nachher behaupte, dass das moralische Gesetz die Bedingung
sei, unter der wir uns allererst der Freiheit bewusst werden können, so will ich nur erinnern, dass die Freiheit
allerdings die ratio essendi des moralischen Gesetzes, das moralische Gesetz aber die ratio cognoscendi der
Freiheit sei. Denn wäre nicht das moralische Gesetz in unserer Vernunft eher deutlich gedacht, so würden wir
uns niemals berechtigt halten, so etwas, als Freiheit ist (ob diese gleich sich nicht widerspricht), anzunehmen.
Wäre aber keine Freiheit, so würde das moralische Gesetz in uns gar nicht anzutreffen sein», KpV, Vorrede, Ak V,
p. 4, en nota a pie de página.
[162] «Unserer Freiheit sind wir uns bewusst, wenn wir Anspruche an uns anerkennen. Es liegt an uns, ob wir
sie erfüllen oder ihnen ausweichen. Wir können im Ersten nicht bestreiten, dass wir etwas entscheiden und damit
über uns selbst entscheiden, und dass wir verantwortlich sind», Einführung in die Philosophie (Artemis-Verlag-
A.G., Zürich, 1963), pp. 62-63.
[163] «Als ein Angeklagter vor Gericht seine Unschuld damit begründete, dass er so geboren sei und nichts
anders könne, daher haftbar zu machen sei antwortete der gut gelaunte Richter: das sei ebenso richtig wie die
Auffassung vom Handeln des ihn strafenden Richters, nämlich auch dieser könne nicht anders, da er nun einmal
so sei und notwendig nach den gegebenen Gesetzen so handeln müsse», Op. cit., p. 63.
[164] «(…) dafür wir denn gerne uns mit einem uns fälschlich angemassten edlern Bewegungsgründe
schmeicheln, in der That aber selbst durch die angestrengteste Prüfung hinter die geheimen Triebfedern niemals
völlig können, weil wenn von moralischen Werthe die Rede ist, es nicht auf die Handlungen ankommt, die man
sieht, sondern auf jene innere Principien derselben, die man nicht sieht», Grundlegung zur Metaphysik der Sitten,
Zweiter Abschnit, Ak IV, p. 407.
[165] «Die Freiheit ist (…) durch meine Darstellung nicht aufgehoben, sondern hinausgerückt, nämlich aus dem
Gebiete der einzelnen Handlungen, wo sie erweislich nicht anzutreffen ist, hinauf in eine höhere, aber unserer
Erkenntnis nicht so leicht zugängliche Region: d. h. sie ist transcendental», Über die Freiheit des menschlichen
Willens, p. 139 en el vol. X de la Zürcher Ausgabe de las obras de Schopenhauer.
158
V. Adecuación a las condiciones necesarias de nuestra
libre conducta
§ 1. ¿P SICOLOGÍA DE LA ÉTICA?
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racionalidad. Pero hay un sentido más estricto y propio de la voz «condición», según el
cual ésta significa algo distinto no solamente de lo condicionado en la integridad de su
esencia, sino asimismo de cuanto en él se comporte como una de las notas integrantes de
su ser esencial completo. Así, pongamos por caso, para las virtudes morales que por sí
mismo puede el hombre adquirir, son condiciones necesarias la previa carencia de ellas y
la innata capacidad de actuar libremente, y, sin embargo, ni esa carencia ni la posesión de
esa innata capacidad se comportan como unas notas integrantes de la esencia de esas
virtudes, limitándose a ser unos imprescindibles requisitos para que su adquisición tenga
lugar, o sea, para que ellas lleguen a existir.
Las condiciones necesarias de nuestra libre conducta que más propiamente importan
para poder afirmar que una moral es efectivamente practicable son las que, sin entrar en
la constitución de la esencia de nuestro libre modo de comportarnos, tienen, no obstante,
el valor de unos requisitos sin los cuales este comportamiento no llegaría a existir. En
efecto, la «practicabilidad» de una moral es justamente la posibilidad de ejercerla —no
sólo la de pensarla— en nuestra conducta, es decir, la posibilidad de la existencia de una
libre conducta humana en la cual se cumpla esa moral. Así, pues, las condiciones
necesarias a las que ha de adecuarse una moral —y con las cuales han de convenir y, en
definitiva, coincidir, los presupuestos teóricos de ella— son las que atañen a la existencia
de esa libre conducta, no las que solamente se refieren a la esencia de ella en su totalidad
o sólo en parte y que no son condiciones en el sentido más riguroso y propio, sino
dimensiones o aspectos, puramente formales, de algo condicionado.
Entendidos de esta manera, además de ser diferentes de la esencia (total o parcial) de
nuestra libre conducta, los requisitos en cuestión han de ser algo necesario en el sentido
de lo que no es libre en su modo de efectuarse. Dicho en términos paradójicos: para que
existan libres comportamientos es enteramente indispensable la existencia de unos
comportamientos desprovistos de libertad. El ejercicio de la libertad es imposible sin el de
algo que no es libre en modo alguno. Por libertad se ha de entender aquí la libertad de
arbitrio, o sea, la aptitud o capacidad para la libre opción, y, en consecuencia, la paradoja
de la libertad a la que nos estamos refiriendo se expresa también al decir que son
condiciones necesarias para las libres opciones ciertos comportamientos no libremente
optados. Y ello no conviene solamente a la libre conducta humana. También se cumple
en el caso de la absoluta libertad de Dios. En su libre querer los bienes que son finitos,
quiere Dios necesariamente el Bien sin limitación, i. e., se ama a sí mismo
necesariamente. No se da en Él una pluralidad de condiciones necesarias de su libre
comportamiento, lo cual se debe a la identidad real de su necesario amor del Bien
ilimitado y su necesario amor de sí mismo, por cuanto el Bien Absoluto y el ser propio de
Dios son una sola y misma realidad.
En el hombre no cabe que sea una sola la condición necesaria de su libre
comportamiento. El amor del Bien sin restricción no es realmente idéntico en el hombre
al amor de sí mismo, puesto que ningún hombre es ese Bien. Mas de aquí no se infiere,
sin embargo, que el amor de sí mismo no constituya en el hombre una condición
necesaria —en el doble sentido de indispensable y no libre— para su libre conducta, sino
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que no cabe que la sea del mismo modo en que lo es en Dios.
La ética de la libre afirmación de nuestro ser no puede constituirse como una filosofía
moral prácticamente realista sin tener bien en cuenta la realidad del natural amor de cada
hombre a sí mismo, en tanto que este amor, según su propio carácter de no libremente
optado, es un requisito indispensable de nuestras libres acciones y, por lo tanto, de la
posibilidad del cumplimiento de las normas morales. Ahora bien, es esencial advertir que
la afirmación de la necesidad de que las normas morales sean compatibles con el natural
amor de cada hombre a sí mismo —so pena de resultar unas normas impracticables,
meramente retóricas y utópicas— no es ninguna concesión al egoísmo, ni nada que se le
acerque. Evidentemente, la conducta egoísta presupone la realidad del amor de sí mismo,
pero lo inverso no es cierto. También una conducta no egoísta presupone, si es libre, la
realidad de ese amor, el cual no es libre, sino necesario, vale decir, no un amor que
consista en una volición deliberada, y que fuese, a la vez, un indispensable requisito para
toda deliberada volición. La prohibición moral del egoísmo es una norma prácticamente
realista —y ello quiere decir que puede ser practicada y no solamente predicada—
porque no es, en modo alguno, incompatible con el amor natural de cada hombre a sí
mismo, puesto que cabe que para un hombre sea un bien el querer libremente algo que
beneficie a otro hombre, y justamente porque le beneficia, incluso en el caso de que a él
mismo le ocasione algún mal. El análisis de este nexo entre el amor natural de cada
hombre a sí mismo y la posibilidad de un libre comportamiento no egoísta se llevará a
cabo, en este mismo capítulo, más adelante, ya que por el momento es suficiente la
consideración de que no cabe un libre comportamiento no egoísta sin el amor de sí
mismo. Porque no es posible que alguien quiera lo que no se le presenta en modo alguno
como un bien para él.
La necesidad de querer el bien en tanto que bien y, por lo mismo, la necesidad de
querer la felicidad, están estrechamente vinculadas a la necesidad del amor de sí mismo,
con la cual tienen en común la índole de lo que es una condición indispensable del libre
actuar humano. De ahí que haya que atenderlas en la ética de la libre afirmación de
nuestro ser, ya que esta ética respeta las exigencias de todo comportamiento
verdaderamente practicable. Mas también ahora ha de advertirse que no se trata con ello
de rebajar la moral para facilitar su cumplimiento. En toda conducta libre, tanto en la
moralmente positiva como en la moralmente negativa, quien la lleva a la práctica está
queriendo algún bien, algo que como tal se le presenta, aunque acaso realmente no lo
sea, y lo quiere precisamente en cuanto bien, no de otro modo, lo cual pone de
manifiesto que el querer libremente algún bien limitado es imposible sin querer
necesariamente el bien sin limitación, es decir, sin querer la felicidad.
En suma: las condiciones necesarias de toda libre conducta son el amor de cada
hombre a sí mismo y la tendencia humana a la felicidad, en tanto que esta tendencia se
identifica realmente con la natural ordenación de nuestra potencia volitiva al bien en tanto
que bien.
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Las consideraciones hasta aquí efectuadas en el presente capítulo se refieren a unas
determinadas realidades que son todas ellas psíquicas, aunque no todas lo sean según el
modo que propiamente conviene a unos puros datos fenomenológicos. Entre las
realidades de las cuales hemos venido ocupándonos por cumplirse en ellas la función de
unas condiciones necesarias de nuestra libre conducta, hay algunas derivadas, inferidas
—mas no arbitrariamente «construidas»—, sobre la base de otras que son mostrables en
el testimonio intuitivo de nuestra propia conciencia; pero el hecho de que ellas mismas no
estén dadas como algo mostrable en la realidad de ese testimonio intuitivo no les impide
ser unas genuinas realidades ni ser verdaderamente unas realidades psíquicas. Así, la
natural tendencia humana a la felicidad no es un puro dato fenomenológico, salvo en el
caso de que la felicidad esté siendo explícitamente pensada en una representación
intelectiva, ya que entonces tenemos un testimonio intuitivo de que necesariamente la
queremos; y, sin embargo, con la prueba, arriba alegada, de nuestra imposibilidad de
querer libremente algún bien limitado sin tender necesariamente al irrestricto bien que es
la felicidad, tenemos ya una prueba suficiente de la realidad de esta tendencia, cuyo
carácter psíquico, por otra parte, se nos pone de manifiesto si no dejamos de advertir que
es de una tendencia pertinente a esa realidad psíquica en la que consiste la facultad
humana de querer. (Y otro tanto cabe decir, mutatis mutandis, del amor de sí mismo).
Ahora bien, la consideración de todas estas realidades psíquicas ha sido llevada a cabo
en función del examen de las condiciones necesarias de nuestra libre conducta,
imprescindibles para la posibilidad del cumplimiento de las normas morales. Por
consiguiente, lo que así hemos venido haciendo puede y debe entenderse como
«psicología de la moral» o «psicología ética», sin que con ello se incurra en ningún tipo
de psicologismo. La psicología que así se hace, o de la cual se usa, es cosa bien diferente
de la reducción de las normas morales a leyes formalmente psicológicas. Su cometido
consiste, de una manera exclusiva, en la determinación de los requisitos necesarios para
el efectivo cumplimiento de las normas morales, y es cosa clara que ni las normas
morales se identifican con su cumplimiento, ni los requisitos necesarios de éste tienen
nada que ver con las normas morales en sí mismas, dado que solamente se refieren a la
posibilidad de practicarlas.
De un modo meramente negativo la psicología de la ética determina a la ética misma
en lo referente al contenido de las normas correspondientes. No dice cuál ha de ser el
contenido de ellas, sino cuál no ha de ser, y esto de una manera general y sólo por la
razón de que las normas éticas —como todas las normas— han de poder ser cumplidas,
con lo cual las impracticables no son unas verdaderas normas éticas ni de ningún otro
género. Señalando las condiciones necesarias de nuestra libre conducta la psicología de la
ética se mantiene en la esfera propia de la psicología, sin inmiscuirse en el ámbito de la
ética, porque el efectivo cumplimiento de las normas morales tiene un aspecto psíquico
que en cuanto tal es objeto de la consideración psicológica.
También la ética se mantiene en su ámbito propio, sin inmiscuirse en el dominio de la
psicología, al tomarle a ésta en préstamo el conocimiento de las condiciones necesarias
de nuestra libre conducta, sin el cumplimiento de las cuales las normas éticas no pueden
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ser practicadas. El hecho de que un saber se beneficie de algo que otro saber proporciona
no constituye una suplantación ni una abusiva injerencia. Y en el caso que ahora nos
ocupa se hace preciso afirmar que la psicología de la ética es recusable tan sólo si
justamente como psicología debe ser rechazada. Tal es el caso de la psicología kantiana
de la ética. Esta psicología no está explícita en la filosofía moral de Kant, pero sin duda
desempeña en ella el cometido de un eficaz presupuesto (no incluido, por cierto, en el
abundante repertorio de los señalados por M. Scheler como básicos en la constitución de
la ética kantiana[166]).
La filosofía moral de Kant es tal vez el mejor ejemplo, y sin duda el más eminente, de
lo que no puede ser considerado como una ética prácticamente realista. Los innegables
méritos de la doctrina ética kantiana, ciertamente la que de un modo más pulcro ha
puesto de manifiesto la validez absoluta del deber, no pueden por menos de quedar
empañados a consecuencia de las graves incorrecciones de la psicología en ella implícita.
El examen de estos defectos es sumamente útil, pues todos guardan una estrecha relación
con las condiciones necesarias de nuestra libre conducta según éstas han sido señaladas
en el breve análisis de ellas que aquí mismo hemos hecho.
En calidad solamente de una primera aproximación al examen de las insuficiencias de
la psicología moral de Kant, veamos la muestra siguiente: «Ser benéfico cuando se puede
es un deber, y hay, además, algunas almas de temple tan compasivo que sin que la
vanidad o el provecho propio las mueva, encuentran una íntima satisfacción en extender
la alegría en torno suyo, pudiendo deleitarse con el contento de los demás en tanto que es
obra de ellas. Pero yo afirmo que en tal caso ese modo de comportarse, por más que
concuerde con el deber y por muy amable que fuere, no tiene ningún verdadero valor
ético, equiparándose a otras inclinaciones, como, por ejemplo, la inclinación a recibir
honores, la cual, si por fortuna se refiere en verdad a algo de común provecho, acorde
con el deber y, por lo mismo, honroso, merece alabanza y aliento, pero no una alta
estimación, porque la máxima de semejante conducta carece de contenido ético, es decir,
del que ese comportamiento tendría si no se llevase a cabo por inclinación, sino por
deber»[167].
Sin someterlo a un detenido análisis y quedándonos, por lo tanto, en un superficial
nivel de comprensión, este ejemplo de la ética de Kant no nos presenta graves
dificultades desde el punto de vista de la psicología que presupone. Sin embargo, ya
resulta muy discutible que la «íntima satisfacción» sentida por esas almas benéficas no
les reporte ninguna clase de provecho, y así el ejemplo que propone Kant se vuelve ya
problemático en uno de sus elementos integrantes. ¿Hasta qué punto cabe negar que sea
un provecho la satisfacción ocasionada por las acciones benéficas en quienes las
ejecutan? Donde está bien patente que falta toda clase de provecho material y espiritual
no es en el deleite que las almas benéficas reciben de su propia conducta, sino en la
tristeza que el envidioso siente ante el bien de otro hombre.
Hay, además, un punto donde el ejemplo de Kant que estamos considerando es ya
algo más que problemático o dudoso, porque llega a incurrir en una contradicción, si bien
es cierto que ésta puede pasar inadvertida en una lectura apresurada. Pues realmente es
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contradictoria la hipótesis de un comportamiento ajeno a la vanidad y en el cual, sin
embargo, alguien se alegra con la alegría de otros hombres en tanto que ésta es obra de
él. La vanidad excluida en la primera parte de la hipótesis se hace presente en la segunda
parte. Donde indudablemente la vanidad no interviene en modo alguno es en la situación
de quien se alegra de una ajena alegría que él mismo no ha contribuido a ocasionar.
Con todo, los dos reparos que hasta aquí hemos hecho al ejemplo que Kant propone
dejan intacto el punto más decisivo: la afirmación de la imposibilidad de que tenga un
valor moral lo que no esté hecho exclusivamente por deber. ¿Son cosas necesariamente
incompatibles entre sí el obrar por deber y el obrar por inclinación? Mas antes de entrar
de lleno en este asunto hay todavía otra pregunta que no es lícito dejar desatendida: ¿en
qué se basa Kant para asegurar que el filántropo no actúa por deber? Aun admitiendo
que el obrar por deber y el obrar por inclinación sean entre sí incompatibles, ello no
bastaría para tener que pensar que también son incompatibles entre sí el obrar con
inclinación (no «por» ella) y el obrar por deber. El filántropo actúa con la inclinación que
le define. Esto quiere decir que actúa de acuerdo con ella si se comporta como tal
filántropo (esto es, en aquello en lo que así cabe comportarse). Ahora bien, quien está
dotado de la inclinación propia del filántropo ¿no puede actuar de dos modos: o bien con
esa inclinación y por deber, o bien con ella y asimismo por ella, sin que tenga el deber
ningún influjo en la motivación de su conducta? Kant afirma exclusivamente el segundo
de estos dos modos, sin explicar por qué. Ello da pie a suponer que para Kant son
idénticos el obrar con inclinación y el obrar por ella, pues si no fuese así no tendría Kant
derecho alguno a asegurar (en los términos generales en que de hecho lo dice, dado que
no introduce ninguna restricción ni salvedad) que el filántropo actúa por inclinación, no
por deber, y que por esto su comportamiento no tiene valor moral.
En la misma conclusión se desemboca si se tiene presente otro ejemplo de Kant, el del
filántropo que, habiendo dejado de serlo por la pérdida de la inclinación que como tal le
definía, se comporta, no obstante, de una manera benéfica pura y simplemente por
deber. «Ahora bien, supongamos que el ánimo de ese filántropo estuviese nublado por su
propia tristeza, la cual le extinguiese toda compasión por la suerte de los demás, y
supongamos también que dispusiese de medios para hacer el bien a otros necesitados,
aunque la ajena miseria no le afectase (…) y que entonces, cuando ninguna inclinación le
mueve a ello (…), efectuara la acción sin inclinación alguna, únicamente por deber,
entonces tiene la acción antes que nada su auténtico valor moral»[168].
La fórmula «sin inclinación alguna, únicamente por deber» (ohne alle Neigung,
lediglich aus Pflicht) deja bien manifiesto que para Kant son incompatibles entre sí el
obrar por deber y el obrar con inclinación. Pero, en verdad, lo único que en este ejemplo
queda demostrado es que cabe actuar de una manera benéfica sin ninguna inclinación a
obrar así, no que cualquier inclinación a obrar así sea incompatible con el actuar
benéficamente por deber. Cosa distinta es que para actuar sólo por deber, tanto en el
caso del comportamiento benéfico cuanto en cualquier otro caso en el que obrar por
deber no sea imposible, se requiera el no actuar también con inclinación, si lo que por
esto último se entiende es, tal como en Kant hemos visto, un actuar por inclinación y
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únicamente por ella.
Si volvemos ahora a la pregunta que había quedado pendiente —la de si
necesariamente son incompatibles entre sí el obrar por deber y el obrar por inclinación—,
nos encontramos con que la respuesta afirmativa que a esta pregunta da Kant presupone
dos cosas: 1ª, la inexistencia de una inclinación a actuar por deber; 2ª, la idea kantiana de
que sólo cuando obramos por deber se determina a sí misma nuestra voluntad sin recibir
el influjo de algo distinto de ella. Por lo que a lo primero se refiere, para explicarse que
Kant no lo pueda admitir, basta tener en cuenta lo que él entiende por inclinación.
«La dependencia de la facultad desiderativa respecto de las sensaciones se llama
inclinación»[169]. Según esto, la inclinación resulta de un influjo de las sensaciones sobre
la facultad de desear, y aunque denominemos sensaciones no sólo a lo que habitualmente
se llama de esta manera, sino también a los sentimientos y las emociones, la dependencia
de la facultad desiderativa respecto de todo ello sigue sin poder ser considerada como
una determinación de esta facultad por la representación del deber, que es cosa de la
razón, no de los sentimientos ni de los conocimientos sensoriales. En consecuencia, una
inclinación a actuar por deber es, sin duda, imposible, si por ella se entiende lo que llama
Kant inclinación. Sin embargo, aquí no se trata, simplemente, de una «cuestión de
palabras»: lo que realmente importa en este asunto es la cuestión de si la facultad de
desear puede ser afectada únicamente por las sensaciones y los sentimientos o si, por el
contrario, también influyen en ella las representaciones intelectuales, tanto si dan lugar a
sentimientos como si de ningún modo los provocan.
Planteada de esta manera, la cuestión no puede resolverse apelando al «sentimiento
del deber». El propio Kant, a pesar de todos sus esfuerzos por eliminar de la moral todo
elemento sensible, no deja de ver en el respeto a la ley moral un cierto sentimiento, pero
al afirmarlo se cuida inmediatamente de aclarar que este sentimiento no es una
inclinación ni un temor, vale decir, no es ninguna forma de inclinación (ni positiva ni
negativa), y así leemos en Kant: «Pero aunque el respeto es en sí un sentimiento (…)
difiere específicamente (…) de todos los que son reductibles a la inclinación y al miedo.
(…) La determinación inmediata de la voluntad por la ley y la conciencia de ella es el
respeto, de tal modo que éste se presenta como efecto, no como causa, de la ley en el
sujeto»[170].
Así, pues, al negar que el sentimiento del respeto a la ley moral sea causa de la
determinación del sujeto por esta ley, Kant afirma que es la ley moral precisamente lo
que de un modo inmediato determina al sujeto en su voluntad (se sobreentiende, cuando
el sujeto obra por deber, es decir, según Kant, cuando se comporta moralmente). Mas
una voluntad determinada por la ley moral es sólo una voluntad inclinada a cumplir esta
ley, o digamos, si no queremos hablar de inclinaciones, que es ésta una voluntad en
tendencia al cumplimiento de esa ley pura y simplemente por deber. Ahora bien, la
tendencia o disposición a actuar de ese modo no se traduce en una efectiva actuación por
el solo hecho de estar dada. Para que el sujeto provisto de esa tendencia ponga en
práctica la correspondiente actuación es indispensable que se decida a ello, y en este
aspecto la decisión de obrar por deber no está en un caso distinto a aquel en el que se
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encuentra la que es preciso que el filántropo tome para no limitarse a estar en posesión
de su tendencia propia, sino que ponga en práctica los respectivos modos de actuar. La
decisión supone en los dos casos una previa tendencia, y en ambos casos es libre, pues
ninguna de estas tendencias constriñe a su poseedor a conformar con ellas su conducta.
Lo único que inmediatamente es determinado por la representación de la ley moral en
quien tiene conciencia de ésta es la tendencia a cumplirla pura y simplemente por deber.
Y lo único que la representación de un comportamiento benéfico puede determinar de
una manera inmediata en quien tiene esta representación es un cierto tender a ese mismo
comportamiento por la satisfacción que en ello encuentra. Claro está que se trata de dos
formas distintas de tender, ya que ciertamente no es lo mismo el tender a obrar por deber
que el tender a obrar por conseguir una satisfacción; pero estas dos maneras de tender
tienen, no obstante, en común el dejar todavía abiertas, para cada una de ellas, tanto la
posibilidad de una decisión que la secunde como la posibilidad de una decisión que se le
oponga.
La psicología ética de Kant es simplista y rudimentaria. Adolece del grave
inconveniente de no tomar en consideración el hecho de que toda tendencia, mientras no
es más que tendencia, es algo que deja intacto el libre arbitrio del sujeto en el cual se da,
y ello de tal manera que no anula en principio la posibilidad de que su sujeto lleve a cabo,
entre otras libres decisiones, la de actuar por deber, la de actuar por lograr una
satisfacción y la de actuar a la vez por uno y por otro motivo. Para que esta tercera
forma de actuar resultase imposible —siendo vana, por tanto, la correspondiente decisión
— sería preciso que los dos motivos englobados en ella fuesen incompatibles entre sí por
razón de su misma forma, no en virtud del contenido o materia de lo que eventualmente
sea el deber y sea la satisfacción. Es evidente que el obrar por deber y el obrar por lograr
una satisfacción resultan incompatibles entre sí cuando la satisfacción que se desea no
puede ser conseguida sin incumplir un deber, pero tan evidente como ello es que esa
incompatibilidad está basada en lo que es entonces el deber y en lo que entonces es la
satisfacción, es decir, en los respectivos contenidos, no en las mismas formas esenciales
del deber en cuanto deber y de la satisfacción en cuanto satisfacción. Si se diese en
verdad una incompatibilidad entre las formas mismas, y no tan sólo entre los contenidos
o materias —o, dicho de otra manera, si el deber y la satisfacción fuesen siempre
incompatibles entre sí— habría de ser un deber el no procurar ni desear ninguna
satisfacción, no sólo las que en determinados casos son opuestas a lo que es el deber en
esos casos. O, por lo menos, habría de ser un deber el procurar evitar que el deseo de
lograr alguna satisfacción acompañe al deseo de cumplir el deber.
También es cierto que no se obra «puramente por deber» si se obra, a la vez, por
conseguir una satisfacción. Pero igualmente es cierto que no se obra «puramente por
conseguir una satisfacción» si a la vez se obra por deber, ya que, así como no hay ningún
deber de no querer ninguna satisfacción, no hay tampoco ningún deber de querer
conseguir alguna. Pero además, es esencial advertir que el «obrar puramente por deber»
no es el único modo, ni es tampoco el modo mejor, de «obrar por deber». En la
psicología de la ética, indispensable para tratar este asunto de una manera realista y con
166
la conveniente exactitud, el «obrar puramente por deber» no significa otra cosa que el
«obrar por deber únicamente», sin que el «únicamente» entrañe ninguna nota de
«limpieza» en la acepción moral de esta palabra. El «obrar únicamente por deber» es
sólo uno de los dos casos del «obrar por deber», y en ningún caso cabe que el obrar por
deber sea moralmente impuro, ni que el «obrar por deber y por lograr una satisfacción»
no sea un obrar por deber, además de ser un obrar que también tiene una satisfacción
como motivo (y ese «también», claro está, no es lo mismo que «únicamente»).
Tiene, sin duda, un gran efecto retórico (lo cual no quiere decir que deba
considerársele como un efecto buscado) el término «puramente» en cuanto usado de una
manera enfática como determinación del obrar por deber. Tiene ese efecto por ser muy
fácil el tránsito, cuando se está hablando del deber, a la acepción moral de la pureza.
¿Qué deberes impuros podría haber, ni de qué modo cabría que el obrar por deber fuese
un obrar impuro? Mas la respuesta negativa a estas preguntas, si se la toma de una
manera lógica —la cual es, en este caso, psicológica, y no retóricamente moralista—, no
puede dejar de hacer patente que el «obrar por deber y por lograr una satisfacción»,
siendo un obrar por deber (aunque no de un modo exclusivo), no puede en manera
alguna ser impuro en el sentido moral.
El «obrar únicamente por deber» tiene valor moral en razón de ese «por», no en
razón del «únicamente». El hecho de no sentir ninguna satisfacción ante lo que ha de
hacerse por deber (salvo la peculiar satisfacción que el deber en cuanto tal lleva consigo)
no es ningún hecho moral, sino nada más que un mero hecho, que formalmente no tiene
nada que ver con el uso del libre arbitrio. Consiguientemente, el no sentir ninguna
satisfacción ante lo que ha de hacerse por deber no sólo es innecesario para el valor
moral de la conducta, sino que tampoco añade nada al valor moral de ella. De lo cual, a
su vez, resulta que ese mismo valor no pierde nada —no es, éticamente hablando, menos
puro— cuando el obrar por deber es también un obrar por conseguir alguna satisfacción.
Con estas explicaciones pertinentes a la psicología de la moral no se disuelve ni
adultera el valor ético, sino que se evita el recargarlo con exigencias injustificadas e
incompatibles con todo interés humano que no sea el formalmente ético. No tenemos
únicamente intereses morales, ni ello es en modo alguno una inmoralidad. Lo
moralmente exigible en relación a todos los intereses que en sí mismos carecen de
relevancia moral es que la manera de atenderlos no contradiga los mandamientos de la
ética. Exigir algo más es inadmisible en una ética prácticamente realista. Por supuesto, lo
que confiere un valor moral a nuestros actos es sólo el efectuarlos por un interés moral,
pero ello no significa que haya de ser este interés el único con que los debamos ejercer.
Puede haber casos en lo que de hecho no haya en favor de algún acto ningún interés
distinto del formalmente moral, ya porque se opongan a ese acto nuestros demás
intereses, ya porque éstos no son ni opuestos ni favorables a él. Mas entonces la
inexistencia de un interés favorable a que el acto en cuestión sea puesto en práctica es
simplemente un hecho, no una exigencia de la moralidad.
El otro punto aún pendiente de discusión es la tesis kantiana según la cual el obrar por
deber constituye el único modo de determinarse a sí misma nuestra voluntad sin recibir el
167
influjo de algo distinto de ella. A esta perfecta autodeterminación de la voluntad la
denomina Kant autonomía, en la cual, según él, consiste la libertad (entendida en una
forma positiva y en su más pleno sentido). «La necesidad natural era una heteronomía de
las causas eficientes, pues todo efecto era posible tan sólo bajo la ley de que algo distinto
de la causa eficiente determinase a ésta a ejercer su causalidad; por consiguiente, ¿qué
otra cosa puede ser la libertad de la voluntad sino autonomía, es decir, la propiedad que
la voluntad tiene de ser una ley para sí misma? Pero la proposición “la voluntad es para
sí misma una ley en todos los actos libres” designa sólo el principio de no actuar según
una máxima distinta de la que también pueda, en calidad de ley general, tenerse a sí
misma por objeto. Mas ésa es justamente la fórmula del imperativo categórico y el
principio de la moralidad; por tanto, una voluntad libre y una voluntad bajo leyes morales
son una y la misma cosa»[171].
¿Ha de inferirse de esta conclusión la carencia de libertad en la voluntad no sometida a
las leyes morales o, lo que es lo mismo, en la voluntad de quien no obra por deber, sino
por algún otro motivo? ¿Mas cómo entender entonces la posibilidad del mal moral?
¿Puede ser moralmente mala una acción cometida involuntariamente, es decir, sin
haberlo querido de una manera libre? La necesidad de que todo acto libre, in concreto
considerado, tenga un valor moral no es la necesidad de que este valor sea positivo, i. e.,
el valor de la voluntad que está sujeta a las leyes morales. Ello es tan evidente que bien
pudiera parecer ocioso el consignarlo aquí. Sin embargo, el traerlo a cuentas en la
presente ocasión se justifica por ser oportuno en ella el recordar que el valor moral
negativo es imposible donde no hay libertad. Con todo, lo que estaba en discusión era
otra cosa, a saber, si nuestra voluntad se determina a sí misma, excluyendo el influjo de
algo distinto de ella, únicamente cuando sólo el deber es el motivo de nuestro
comportamiento: expresado en términos de Kant, cuando la voluntad actúa con
autonomía. Pero ya en el mismo planteamiento de semejante cuestión hay una grave
insuficiencia psicológica, porque en él se supone que cuando actuamos por deber se
determina a sí misma nuestra voluntad sin recibir el influjo de algo distinto de ella. Para
que tal autodeterminación fuese posible sería preciso que el deber no tuviese ningún
influjo sobre la voluntad, o que la voluntad y el deber fuesen idénticos. Lo segundo es
evidentemente inadmisible sin necesidad de prestarle una especial atención. Veamos si es
admisible lo primero.
Lo que no ejerce sobre la voluntad ningún influjo no puede ser elegido. Si el deber no
tuviese ningún poder de atracción no nos sería posible el querer obrar por deber. No es
sólo que el contenido del deber pueda ser atractivo (pues cabe que no lo sea y que, sin
embargo, tomemos la decisión de conformar con él nuestra conducta), sino que la forma
misma del deber, el peculiar carácter que éste tiene justamente como deber y no en razón
de su contenido o materia, está dotado de un específico atractivo, sin el cual no se
explica que podamos optar por el cumplimiento del deber cuando ello consiste en algo
hacia lo cual sentimos una efectiva aversión. Más aún: si el deber no tuviese, justamente
en cuanto deber, ningún modo o forma de atractivo, el obrar por deber sería imposible en
todas las ocasiones, no solamente en aquellas en las que sentimos una invencible aversión
168
hacia lo que ha de hacerse para llevarlo a la práctica.
Es verdad, evidentemente, que cada vez que obramos por deber nuestra voluntad se
determina a sí misma, mas no es verdad que lo haga sin recibir el influjo de algo distinto
de ella. Por virtud del atractivo que le es propio en razón de su misma forma, el deber
influye indudablemente, con la eficacia que un motivo tiene, a su manera, sobre el poder
de nuestra voluntad. Y, por su parte, los demás motivos también influyen sobre el poder
de nuestra voluntad, pero no de tal modo que le impidan el determinarse a sí misma en
relación a ellos (es decir, el aceptarlos o rechazarlos libremente). En suma: ni la influencia
sobre la voluntad humana pertenece únicamente a los motivos que no son el deber, ni es
el deber el único motivo en relación al cual nuestra voluntad se determina a sí misma.
La diferencia, esencial en la ética kantiana, entre la conducta autonómica y la
heteronómica es un imposible psicológico, porque separa y enfrenta dos dimensiones,
mutuamente complementarias, de la indivisible realidad que es la autodeterminación de
nuestra potencia volitiva ante el influjo de algo que ella misma no es. Toda libre conducta
humana es autonómica por cuanto en ella nuestra voluntad se determina a sí misma (en
relación a un motivo), pero también toda libre conducta humana es heteronómica por
cuanto en ella influye algún motivo que no consiste en nuestra voluntad ni en el
autodeterminarse ella a aceptarlo. Kant puede contraponer la autonomía y la heteronomía
en calidad de mutuamente excluyentes porque para él no se comporta nuestra voluntad
como ley de sí misma si se somete al influjo de algo distinto de ella. Al pensar de este
modo no toma Kant en consideración que la voluntad se determina a sí misma no
solamente cuando rechaza un influjo, sino también cuando se decide a secundarlo,
convirtiéndolo, de esta suerte, en un motivo eficaz.
Por otro lado, la psicología moral kantiana es confusa y sumamente vacilante, según lo
prueban su consideración de la voluntad como razón práctica y el hecho de que habiendo
Kant afirmado, de una manera inequívoca, la libertad de la voluntad en el sentido de la
autonomía, sostenga luego que la voluntad no puede ser llamada libre ni no libre, porque
se refiere inmediatamente a la legislación para las máximas de las acciones. La
identificación de la voluntad con la razón práctica constituye una fuente de ambigüedades
y de equívocos, y sobre todo es incompatible con la diferencia entre el momento
específicamente volitivo de las leyes y de los preceptos en general y el momento
específicamente intelectivo de estos mandatos de la razón práctica. No es posible mandar
o preceptuar sin querer mandar o preceptuar y sin querer que se cumpla lo mandado o
preceptuado, y uno y otro querer son voliciones, no intelecciones ni razonamientos. Es
verdad que la razón práctica —i. e., el uso práctico de la razón— presupone o implica la
voluntad, pero asimismo es cierto que el presuponer y el implicar no se atribuyen a
ninguna cosa en relación a ella misma, sino tan sólo en relación a otra.
La negación kantiana de que tanto el ser libre como el no serlo pueden atribuirse a la
voluntad está explícitamente formulada: «De la voluntad (Wille) provienen las leyes; del
arbitrio (Willkür), las máximas. En el hombre el arbitrio es libre; la voluntad, que sólo
atañe a la ley, no puede ser llamada libre ni no libre, porque no concierne a las acciones,
sino de un modo inmediato a la legislación para las máximas de las acciones (es, por
169
tanto, la razón práctica misma) y de ahí también que sea absolutamente necesaria e
incapaz de obligación. Solamente el arbitrio puede, por tanto, ser llamado libre»[172].
El «imposible psicológico» de la mutua exclusión de la autonomía y la heteronomía
(tal como Kant las concibe) no se anula sustituyendo la voluntad por el arbitrio. Un
arbitrio libre y un arbitrio obediente a las leyes morales —o sea, determinativo de
máximas ajustadas a estas leyes— no son una y la misma realidad. Para que fuesen
idénticos haría falta que únicamente fuese un arbitrio libre el concordante con las leyes
morales. Pero en tal caso, si la concordancia con las leyes morales es requisito de la
libertad, ¿qué valor moral negativo pueden tener, en primer lugar, las máximas
disconformes con estas leyes y, en segundo lugar, las acciones regidas por esas máximas?
Mas si el arbitrio libre no descarta la posibilidad de un valor moral negativo en las
máximas y en las acciones, entonces la autonomía y la heteronomía de ese arbitrio son
entre sí perfectamente compatibles según el modo que ya arriba se ha expuesto, si bien
ahora habrá de sustituirse con el vocablo «arbitrio» el término «voluntad». Y de esta
forma lo que habrá que decir es que ni la influencia sobre el arbitrio humano pertenece
exclusivamente a los motivos que no son el deber, ni es el deber el único motivo en
relación al cual se determina a sí mismo el arbitrio humano. En suma: mientras se afirme
la libertad de opción —tanto si se la asigna a la voluntad humana, como si se la vincula a
nuestro arbitrio— la autonomía y la heteronomía han de quedar negadas en calidad de
mutuamente excluyentes y han de ser, en cambio, afirmadas como dos dimensiones de
cuanto posee un valor moral (positivo o negativo).
Con lo dicho quedan claramente señaladas algunas de las insuficiencias principales de
la psicología moral de Kant. De otros reparos que a esta psicología cabe hacerle no es
aquí necesario que nos ocupemos, si bien será menester hablar de ellas, dentro de este
capítulo, en los parágrafos que subsiguen al presente. No entraremos a discutir cómo es
posible la «buena voluntad» —estimada por Kant como lo único que en el mundo y
fuera del mundo puede considerarse bueno sin restricción— si la voluntad no puede ser
llamada libre, ni tampoco no libre. Pero, en cambio, aunque sólo sea sucintamente, no
estará de sobra hacer constar que la noción de la libertad en lo que Kant considera su
fórmula meramente negativa es un concepto abusivamente reduccionístico. En una
primera fórmula meramente negativa la libertad humana es para Kant (tal como, según
él, nos la pone de manifiesto la ley ética) el no encontrarnos forzados a obrar por
motivos sensibles de ningún género. Así aparece en la siguiente observación, que no es
más que una muestra entre otras muchas: «En efecto, la libertad (tal como sólo la ley
moral nos la manifiesta) únicamente la conocemos como propiedad negativa en nosotros,
a saber, como el no ser forzados a actuar por motivos sensibles»[173]. Sin duda, la ley
moral es cosa bien diferente de todo motivo sensible y, por tanto, la libertad que ella
implica nos hace vernos como capaces de actuar sin ser forzados por motivos sensibles
de ningún género. Pero la libertad de opción (la indispensable para todo valor moral,
tanto positivo como negativo) es también, negativamente considerada, un no
encontrarnos forzados a actuar por motivos suprasensibles. Únicamente el Bien sin
restricción, adecuadamente conocido, no es objeto de una opción libre.
170
§ 2. LA MORALIDAD Y EL AMOR DE SÍ MISMO
Para la exacta determinación de la tesis del amor de sí mismo como una de las
condiciones necesarias de nuestra libre conducta se han de hacer dos observaciones
decisivas: 1ª, por «amor de sí mismo» se entiende en este contexto, de una parte, el
radical aprecio positivo de sí mismo, existente en cada uno de nosotros (sean
cualesquiera las imperfecciones que en nuestro ser advirtamos), y, de otra parte, el
natural (no deliberado o elegido) querer para sí mismo el bien; 2ª, en ninguna de ambas
inflexiones es el amor de sí mismo un egoísmo, pues no suponen necesariamente la
exclusión del positivo aprecio a los demás ni el no-querer para ellos ningún bien con un
auténtico amor de benevolencia.
171
Si el radical desprecio de sí mismo fuese algo posible (entendiendo por tal desprecio el
del «yo» puro y simple, no el del «yo volitivamente clausurado en sí propio»), el
imperativo moral correspondiente habría de consistir en prohibirlo, no en mandarlo. Y
puesto que Dios me ama, ¿quién soy yo para despreciarme, si es que pudiera hacerlo?
Incluso el mayor desprecio que de mi yo me es posible, y que no es nunca el desprecio
que venimos llamando radical, ha de dejar a salvo ese fundamental centro de mi ser que
Dios sigue queriendo en mí, sea cualquiera la situación en que yo pueda encontrarme.
Las paradójicas afirmaciones de san Agustín, que tan abundante eco han tenido, sobre
el amarse a sí mismo y el amar a Dios, no deben ser esgrimidas como auténticas
objeciones a la tesis de la imposibilidad del no amarse a sí mismo. Sólo aparentemente
quedaría negada esa posibilidad con estas palabras de san Agustín: «No sé de qué
inexplicable forma todo el que ama a sí mismo, no a Dios, no se ama a sí mismo; y todo
el que ama a Dios y a sí mismo no se ama, se ama a sí mismo»[174]. La doble paradoja
así afirmada —por un lado, un amarse que no es amarse y, por otro lado, un no-amarse
que es un amarse— se desvanece si se tiene en cuenta que el «sí mismo» es tomado
unas veces en la significación peyorativa (la que arriba ha sido calificada de excluyente de
la apertura del yo a otras personas, en este caso a Dios), y otras veces en la significación
meliorativa (la incluyente de esa apertura), pero nunca en la significación según la cual el
yo queda considerado independientemente de su cierre y de su apertura a otras realidades
personales y en especial a Dios. Dicho de otra manera: las paradojas agustinianas en
cuestión dejan intacta la imposibilidad del radical desprecio de sí mismo por no referirse
al yo en su radical y más amplio significado. Y, por lo demás, el amarse a sí mismo de
una manera torpe no es, psicológicamente hablando, un no-amarse a sí mismo. Ni en
querer el bien para sí mismo (autobenevolencia) consiste el sustancial aprecio que
tenemos de nuestro propio ser, cada uno del suyo, por más que lo podamos despreciar en
todo cuanto no sea su «valor de persona».
Tampoco constituiría un insuperable reparo a la tesis de la imposibilidad del radical
desprecio de sí mismo la argumentación que consistiese en deducir de la finitud del yo
humano la libertad de su autovolición, es decir, la posibilidad de que el yo humano no se
aprecie a sí mismo o, lo que es igual, no se complazca, de ningún modo, en su ser. La
argumentación es sofística. En ella es tratado el yo como si fuese un bien que él quiere
para sí mismo, siendo así que realmente el yo es, por el contrario, un subjectum para el
cual él quiere algún bien (incluso al querer un bien para otro yo y aun en el caso de que
ello implique los mayores sacrificios en quien así se comporta). Todo yo humano es
indudablemente un bien finito, pero no de la clase de los que él mismo quiere para sí. El
yo humano es un bien, autodestinatario de otros bienes, lo cual implica necesariamente
que él mismo sea amado por él mismo (no que «para» sí mismo sea amado), pues no
podemos querer con amor de benevolencia a quien no nos merece ningún positivo
aprecio.
Kant denomina arrogantia a la complacencia en sí mismo y la tiene por vanidad
(Eigendünkel), contraponiéndola así, como una forma del egoísmo o solipsismo, a la otra
forma de éste, a la cual llama philautia o amor propio. «Todas las inclinaciones juntas
172
(…) constituyen el egoísmo (solipsismo). Éste es, o bien el del amor propio, el de una
benevolencia respecto de sí por encima de todo (philautia), o bien el de la complacencia
en sí mismo (arrogantia). Aquél se llama especialmente amor propio, y éste es
vanidad»[175].
Si comparamos lo que hasta aquí llevamos dicho sobre el amor de sí mismo con lo que
acerca del egoísmo o solipsismo acabamos de ver en Kant, advertiremos, sin duda, que
son cosas bien diferentes, aunque se den entre ellas ciertas coincidencias verbales por
cuanto en los dos casos aparecen los vocablos «amor», «benevolencia» y
«complacencia». En primer lugar, mientras para Kant toda inclinación es egoísta
(equivalentemente, solipsista), el realismo ético que en la presente investigación se trata
de fundamentar no considera, por principio, egoísta a toda inclinación ni atribuye
egoísmo alguno a ninguna de nuestras inclinaciones naturales, ni siquiera a las de carácter
sensorial, que son las únicas que llama Kant inclinaciones. Tiene plena razón Max
Scheler cuando, tras haber señalado los prejuicios kantianos acerca de la tendencia y del
placer, afirma: «El resumen de todo esto es que Kant presupone que,
independientemente de la ley ética formal y racional, el hombre es un absoluto egoísta y
un absoluto hedonista del placer sensible, y que lo es en todas sus emociones, sin
distinción entre ellas»[176].
En segundo lugar, y esto nos lleva más directamente a la cuestión del amor de sí
mismo en el sentido de la positiva estimación de nuestro yo, nos encontramos con que
frente a la tesis, aquí explícitamente mantenida, según la cual es esa positiva estimación
un ineludible requisito, no elegido o deliberado, de nuestra libre conducta, en Kant es la
autocomplacencia una arrogancia, vanidosa o presuntuosa y, por consiguiente,
incompatible con el valor del cumplimiento efectivo de la ley moral. Esta última idea,
además de encontrarse implícita en el texto kantiano ya aducido, resulta explícita en el
que inmediatamente le subsigue: «La razón pura práctica solamente le hace daño al amor
propio, limitándose, en tanto que éste es natural y activo en nosotros antes de la ley
moral, a someterlo a la condición de concordar con esta ley, y haciendo de él entonces
un amor propio racional. Pero la vanidad es enteramente abatida por la razón pura
práctica, pues todas las pretensiones de la estimación de sí mismo que anteceden a la
concordancia con la ley moral son nulas y carentes de todo derecho, ya que precisamente
la certeza de una intención concordante con esta ley es la condición primera de todo
valor de la persona (…)»[177].
A primera vista, es bien lógico el diferente trato concedido por Kant al amor propio,
como autobenevolencia, y a la arrogancia, como autocomplacencia, admitiendo la
posibilidad de moralizar al amor propio y negándole, en cambio, esa misma posibilidad a
la arrogancia. Indudablemente, no cabe moralizar la vanidad. Ahora bien, una
consideración más detenida nos hace ver que tampoco es posible la moralización del
amor propio si por éste se entiende, como de hecho hace Kant, la «benevolencia
respecto de sí mismo, por encima de todo»[178]. En favor de Kant pudiera tal vez
decirse que la autobenevolencia es concordable con la ley moral por no consistir
esencialmente en procurar el bien para sí mismo por encima de todo, pero aun
173
prescindiendo de que la inclusión del «por encima de todo» la hace realmente Kant, no
se ve la razón por virtud de la cual la vanidad deba ser considerada inseparable de la
autocomplacencia, mientras que, en cambio, la autobenevolencia pueda quedar liberada
del «por encima de todo» que la hacía incompatible con la bondad moral. No cabe duda
de que Kant acierta al descargar de la necesidad del egoísmo a la autobenevolencia, pero
no es consecuente al recargar a la autocomplacencia con el peso de esa necesidad.
Ciertamente, toda forma de vanidad es una autocomplacencia, mas no toda
autocomplacencia es vanidad.
El radical aprecio positivo de sí mismo es en la línea de la volición algo tan inseparable
del yo humano como de éste lo es, en la línea del conocimiento, la conciencia de sí. De
la misma manera en que no cabe un total «olvido de sí» que consistiese en carecer de
toda autoconciencia en algún efectivo acto de conocimiento, tampoco cabe un completo
«desentenderse de sí» que hubiera de consistir en no tener ningún positivo aprecio de sí
mismo en algún efectivo acto de querer. Y en ninguna de las dos líneas se trata de la
necesidad de una reflexión objetivante en la que el yo aparece como un explícito término
intencional. Tal reflexión es posible, pero no necesaria, como forma de autoconciencia y
en cuanto modo de autocomplacencia. Mas así como la autoconciencia necesaria, y no
sólo posible, en todo acto de conocimiento es tan sólo la implícita o concomitante,
también es únicamente implícita o concomitante la autocomplacencia necesaria, no
meramente posible, en cualquier volición.
Todos los recelos «moralizantes» que el hablar de autocomplacencia nos suscita se
deben al hecho de que propendemos a trasladarla desde su nivel más radical, el único que
esencialmente le conviene y que desde el punto de vista de la ética es por completo
neutro, hasta el nivel —accidental pero frecuente— de la vanidad y la jactancia, que ya
son reprobables por la moral, además de ridículas, estéticamente hablando, sobre todo
cuando las percibimos en la ajena conducta, no en la propia. El porqué de la propensión
a identificar la autocomplacencia con la vanidad y la jactancia está seguramente en la
frecuencia con que los hombres juzgamos de un modo vanidoso o jactancioso nuestro
ser y nuestro actuar. Y, a su vez, la frecuencia de esta manera de vernos ha de tener su
explicación en algo que no se cifra en nuestro ser natural (ya que, si en él consistiera,
ninguna autocomplacencia humana podría ser moralmente reprobable), pero que de
hecho le afecta sin llegar a desnaturalizarlo o corromperlo. Estos dos requisitos se
cumplen, sin duda alguna, en la teología católica del peccatum originale y del grave
daño, pero no esencial corrupción, producido por él en la naturaleza humana. Mas no es
ésta una explicación pura y simplemente filosófica, y así lo único que la filosofía puede
decir de ello, en lo concerniente al radical aprecio positivo de sí mismo, es que permite
mantener la distinción entre una autocomplacencia natural y todas sus reprobables
desviaciones libremente surgidas.
174
una de las vertientes del amor de sí mismo hace visible a la otra, la cual es, a su vez, la
causa de ella. Hay así, por un lado, una inferencia lógica, que desde el efecto va a la
causa, y, por otro lado, una fundamentación real, entitativa, que va de la causa al efecto.
«Amar —dice Aristóteles— es querer para alguien lo que juzgamos bueno»[179]. En
esta definición del amor de benevolencia está implícito el amor de complacencia. Si de
ningún modo me apreciase positivamente yo a mí mismo, no me sería posible querer
para mí algún bien. Así, pues, lo definido con exactitud por Aristóteles no es realmente el
amor en general, sino el amor de benevolencia, el cual tiene en el amor de complacencia
su efectiva raíz.
El amor de benevolencia hacia sí mismo es cosa tan natural y necesaria (no libremente
elegida) como el amor de sí mismo en que consiste la autocomplacencia. Así como es
imposible el radical desprecio de sí mismo, es igualmente imposible el no querer para sí
mismo el bien. Una radical automalevolencia es cosa absolutamente inexistente, porque
no puede existir. En la más honda raíz del amor de benevolencia hacia sí mismo está la
unidad del yo. La autobenevolencia, al igual que la autocomplacencia, es la expresión
volitiva de esta unidad. No es posible que un hombre no quiera realmente el bien para sí
mismo, porque no cabe que no esté siendo uno mientras es. En último término, la
cuestión del amor de sí mismo no es simplemente moral, ni tampoco psicológica, sino
formalmente ontológica en el más pleno sentido. Lo que no es uno no es ente en la más
propia acepción. En consecuencia, para que fuese posible el no querer el bien para sí
mismo haría falta el poder ser un ente auténtico, una genuina realidad, sin ser
intrínsecamente uno, esencialmente indiviso, porque el amor que consiste en la
autobenevolencia es la propia unidad del yo tendencialmente expresada, volitivamente
ejercida. Y esta operativa proyección de la unidad del yo humano —de la necesaria
identidad de éste consigo mismo— es necesaria y no libre.
Son, pues, enteramente improcedentes las consideraciones de carácter moral que se
llevan a cabo prescindiendo del fundamento ontológico del amor de benevolencia hacia sí
mismo. En su más hondo nivel, y al igual que acontece en el positivo aprecio de sí
mismo, la autobenevolencia es un amor éticamente neutro, y de ahí que desempeñe el
cometido de una condición necesaria de nuestra libre conducta, tanto si moralmente ésta
es correcta como si no lo es. El tratamiento moral de la autobenevolencia es posible tan
solo en un nivel diferente del que es propio de la unidad tendencial del yo consigo
mismo. Esta unidad es una realidad originariamente metafísica. La psicología, por sí sola,
tampoco puede entenderla de un modo cabal, y ello explica que contribuya, si no queda
rectificada por una ontología del yo humano, a las interpretaciones «egoístas» del amor
de benevolencia hacia sí mismo. Y no es sólo que existan, o que sean posibles, unas
insuficientes consideraciones psicológicas de la autobenevolencia, sino que su puro
tratamiento psicológico es básicamente insuficiente.
La unidad intrínseca del yo es afirmada por santo Tomás como fundamento ontológico
de la autobenevolencia y precisamente en tanto que ésta no puede ser tenida propiamente
por un amor de amistad, sino por algo superior a este amor. Ni la expresión «fundamento
ontológico» ni la palabra «autobenevolencia» son empleadas por santo Tomás, pero los
175
conceptos respectivos se encuentran, sin duda alguna, en las siguientes consideraciones:
«respecto de sí mismo no hay propiamente amistad, sino algo que la supera, pues la
amistad implica cierta unión. Dice, en efecto, Dionisio que el amor es una fuerza unitiva.
Ahora bien, a cada cual le atañe respecto de sí mismo la unidad, que es superior a la
unión con otro. De ahí que, así como la unidad es principio de la unión, así también el
amor por el que alguien se ama a sí mismo es forma y raíz de la amistad»[180].
Es ontológica, no moral, la superioridad que respecto del amor de benevolencia a otro
yo (el del amigo) as así atribuida al amor de benevolencia que a sí mismo se tiene el
propio yo, de la misma manera en que no es moral, sino ontológica, la preeminencia que
sobre la unión tiene la unidad. Y en ello está la razón por virtud de la cual el amor de
benevolencia hacia sí mismo se comporta como «forma y raíz» del amor de
benevolencia hacia otro; de lo cual, en suma, se desprende que es la unidad intrínseca del
yo el fundamento ontológico de la benevolencia hacia sí mismo y de la dirigida a los
demás.
Es indudable que para explicar en general el amor de benevolencia se ha de acudir no
sólo a su fundamento ontológico, sino asimismo a su formalidad psicológica. Si la unidad
intrínseca del yo no fuese la de un ser capaz de amar, la autobenevolencia resultaría
absolutamente imposible y, con ella, también toda benevolencia dirigida a los otros. Por
supuesto, no basta la capacidad de amar. Se requiere también, evidentemente, su
ejercicio, pero éste surge enlazado al conocimiento de algún bien (ya real, ya aparente).
Porque el amor que existe en toda benevolencia activa del yo humano es algo dado en la
vida de la conciencia, algo que tiene por término intencional un bien que en cuanto tal es
el objeto de algún acto cognoscitivo. Este amor dirigido a un bien del cual tenemos
conciencia es también un amor consciente, no un mero desiderium naturale en el sentido
de una gravitación o tendencia cuyo sujeto la ignora y que, por ende, no se capta a sí
mismo como sujeto de ella. La naturalidad del amor de benevolencia del yo humano a sí
mismo es la naturalidad de algo vivido en un consciente vivir, no la de algo que de ningún
modo se presenta al sujeto que lo posee (el cual se comporta entonces solamente como
sujeto óntico, no a la manera de un sujeto psíquico en la más plena acepción).
El amor de benevolencia del yo humano a sí mismo se ha de calificar también de
natural por no estar en nuestro poder el tenerlo o el no tenerlo, es decir, por ser necesario
—no libremente elegido— en cada una de nuestras libres voliciones. Tal es la naturalidad
atribuida por santo Tomás al comportamiento de todo el que quiere un bien sin poder
quererlo para sí de otra manera que en tanto que bien. Para probar la imposibilidad de un
esencial odio de sí mismo argumenta, en efecto, santo Tomás: «Porque de un modo
natural apetece el bien todo ser, y no cabe apetecerlo para sí nada más que en tanto que
bien. (…) Amar a alguien es querer el bien para él. (…) De ahí la necesidad del esencial
amarse y la imposibilidad de un esencial odiarse»[181].
La necesidad del esencial amarse (i. e., de la radical autobenevolencia) y la
imposibilidad del esencial odiarse (i. e., de la automalevolencia radical) son una
necesidad y una imposibilidad enteramente naturales, lo cual quiere decir que si se habla
del amarse y del odiarse atendiendo a su misma esencia (per se loquendo) y no a algo
176
que eventualmente pueda acompañarles, no cabe decir de ellos que se efectúan
libremente. Mas con esto no se niega, en modo alguno, que la autobenevolencia radical
intervenga en nuestras libres voliciones. Lo que se niega es que intervenga en ellas de una
manera libre. Dicho en términos positivos: lo que se afirma es que está dada
necesariamente en todos nuestros libres actos de querer. Por eso puede afirmar santo
Tomás que los suicidas se representan su muerte como un bien para ellos, en tanto que
pone término a alguna miseria o dolor que padecen[182]. Es exactamente la misma tesis
que, ilustrada con una serie de ejemplos, mantiene san Agustín en De Civit. Dei, Lib. IV,
cap. 17, 19 y 23.
De la naturaleza —de toda naturaleza— dice santo Tomás que «está vuelta hacia sí
misma, porque siempre ama su bien», y añade inmediatamente: «Pero no es necesario,
sin embargo, que la intención apunte a que ese bien es suyo, sino a que es bien: pues si
de ningún modo, ni real ni aparente, fuese un bien para sí, nunca lo amaría. Mas no lo
ama porque es suyo, sino porque es bueno, pues el bien es por esencia el objeto de la
voluntad»[183].
Una vez más se ha de tener en cuenta que, aunque se trata de un amor natural, este
amor no excluye en su sujeto el ejercicio de la capacidad de conocerse y de comportarse
así, conscientemente, como destinatario del bien querido por él. La referencia a la
voluntad y a lo que esencialmente constituye su objeto —referencia incluida en la última
parte del texto que acabamos de ver— deja fuera de dudas que el carácter no libre del
amor en cuestión es incompatible con su propio estar dado a la conciencia, pues ningún
acto de lo que llama santo Tomás la voluntad es un acto inconsciente, ni siquiera los no
dotados de libertad de opción. Nihil volitum quin praecognitum. El sujeto volente quiere
un bien (verdadero o ficticio) que él conoce, y asimismo es consciente de quererlo en
tanto que bien. La naturalidad con que lo hace no excluye la autoconciencia. El estar
curvada o vuelta hacia sí misma, que realmente conviene a toda naturaleza («natura in
se curva dicitur»), tiene lugar en la forma de una benevolencia hacia sí mismo,
conscientemente ejercida de un modo concomitante, en el sujeto de todo acto volitivo.
Sin embargo, lo más relevante en el pasaje que estamos analizando es la advertencia
de que, aunque no cabe que alguien quiera lo que de ningún modo es un bien suyo, la
volición de este bien no estriba en que alguien lo apetezca en cuanto suyo, sino en que
tiende a él en cuanto bien. De lo contrario, todo amor sería, en definitiva, un puro y
simple egoísmo, y la natural y necesaria referencia del yo volente al bien suyo le dejaría
clausurado en una inmanencia absoluta.
La tesis que mantuviese que, además de querer siempre algún bien suyo, el yo hubiese
de quererlo como suyo en todas las ocasiones, y nunca de otra manera, sería un
inmanentismo volitivo, radicalmente análogo y paralelo al inmanentismo gnoseológico.
Ahora bien, un yo naturalmente incapaz de querer a otro no podría ser egoísta. La
posibilidad del egoísmo es, a la vez, la posibilidad del altruismo, y es indudable que éste
resulta imposible si el yo quiere su bien precisamente en calidad de suyo. Así como el
inmanentismo gnoseológico rechaza que la subjetividad cognoscitiva pueda en verdad
tener por objeto suyo algo que le sea independiente, el inmanentismo volitivo niega que la
177
subjetividad volitiva pueda tener en calidad de objeto suyo algo que no sea su propio bien
o un medio para lograrlo (vale decir, un medio cuyo valor le es inmanente, pues «sólo»
vale en tanto que «vale para ello»). Y así como el inmanentismo gnoseológico sostiene
que es imposible la trascendencia real del objeto del conocer, el inmanentismo volitivo
excluye absolutamente todo altruismo real, admitiendo tan sólo el aparente o ficticio.
Pero justo por ello no puede concebir el egoísmo como algo moralmente reprobable, de
la misma manera en que el inmanentismo gnoseológico no puede concebir como un
defecto de la subjetividad cognoscitiva la clausura de ésta en la realidad de su ser y en la
de los seres que solamente son en función de ella.
Desde el inmanentismo volitivo no cabe hablar de egoísmo en la acepción moral. Pero
acontece que la reprobación moral del egoísmo es un hecho innegable y, por
consiguiente, su posibilidad ha de ser explicada. El inmanentismo volitivo es incapaz de
explicar la posibilidad del egoísmo como tal posibilidad —puesto que hace de él una
necesidad— ni la posibilidad de reprobarlo moralmente —ya que lo considera inevitable
—. Esta doble y fundamental ineptitud del inmanentismo volitivo lo descalifica
enteramente como teoría explicativa de la moralidad. Si el egoísmo es moralmente
reprobable y, digámoslo así, estéticamente repulsivo, no puede ser necesario que el yo
quiera su bien en cuanto suyo, aunque resulte imposible que no quiera su bien. O lo que
es igual: «su bien» no es necesariamente «su bien propio», entendiendo por «propio» el
que es bien de él únicamente, el que excluye el bien de otro yo, o el que sólo lo incluye
como un instrumento o medio necesario.
Querer siempre «su bien», pero no siempre y necesariamente «su bien propio» en la
forma que acaba de definirse, es cosa perfectamente concordable con la tolerancia de un
mal para sí mismo, siempre que ese mal reporte un bien para otro y ese bien sea para el
yo que tolera el mal un efectivo bien suyo. En definitiva, no difieren esencialmente la
benevolencia dirigida a otro yo y que no reporta mal alguno al yo que quiere un bien para
otro yo y la benevolencia en la cual el yo que la ejerce tolera un mal necesario, o
conveniente al menos, para el bien de otro yo. En ambas formas de benevolencia lo
esencial es que un yo quiere como suyo un bien de otro precisamente en tanto que bien
de otro. La posibilidad de un comportamiento de este género es la de que un yo asuma
como suyo lo que es un bien de otro yo y justamente por serlo. Tal posibilidad es
paralela y radicalmente análoga a la posibilidad de que en un acto de conocimiento se
esté dando en un yo, y así esté siendo de él, la presencia de algo que él no es.
Que para un yo sea un bien lo que beneficia a otro yo, y justamente en cuanto lo
beneficia, es cosa que acontece libremente, como también sucede lo contrario de una
manera libre, y de ahí que ambas cosas sean moralmente juzgables (por supuesto,
siempre in concreto, atendiendo a las circunstancias de cada una de las ocasiones). Pero
en ningún caso puede quererse libremente un bien como no siendo un bien para el yo que
lo quiere. Y así se explica la tolerancia del mal asumido para sí mismo por un yo que lo
quiere como indispensable o conveniente para el bien de otro yo. Ese mal es querido
entonces libremente, aunque no en cuanto mal, sino en tanto que es un cierto bien para el
yo decidido a tolerarlo por su necesidad o conveniencia para que otro yo se beneficie.
178
La filosofía moral prácticamente realista habrá de distinguir, por consiguiente, dos
modos, uno absoluto y otro relativo, de entender lo que es para un yo un bien suyo. De
una manera absoluta, es para un yo un bien suyo el que él elige, tanto si le reporta algún
mal como si no se lo ocasiona en forma alguna; y es para un yo un bien suyo de una
manera sólo relativa el que, siendo por él querido, es, sin embargo, rechazado por él para
conseguir un bien mayor. Y, por su parte, un bien puede ser ajeno de dos modos, uno
absoluto y otro relativo. Un bien es absolutamente ajeno para el yo que no lo quiere, en
forma alguna, como suyo, y es sólo relativamente ajeno para el yo que como suyo lo
quiere, a pesar de no ser beneficiado directamente por él.
En estricto rigor no se puede decir que un yo prefiere el bien ajeno al suyo. El bien
que es para mí un bien ajeno no me es ajeno de una manera absoluta, sino sólo de un
modo relativo, ya que es un bien para mí. Ciertamente, lo quiero por ser un bien para
otro, pero el quererlo me sería imposible si su ser un bien para otro no fuese para mí un
bien. Así, pues, aunque el finis cui de la propia intención del egoísta —es decir, el
beneficiario o destinatario de ella— lo es sólo el propio egoísta, también el yo que
favorece a otro es finis cui de su propio comportamiento, aunque sólo indirectamente y
de una manera secundaria (para serlo de un modo principal haría falta que su actuación
fuese ya la de un egoísta). En resumen: la autobenevolencia es condición necesaria, no
razón exclusiva, ni principal tampoco, de todas nuestras libres voliciones.
Entre las abusivas simplificaciones habitualmente usadas para oponer a los pensadores
antiguos los modernos, hay una que nos interesa especialmente ahora por su estrecha
conexión con nuestro asunto. Se trata de la fórmula propuesta por Schopenhauer para
describir la distinta manera en que la virtud y la felicidad son entre sí enlazadas por los
antiguos y por los modernos: «Los antiguos quisieron demostrar que la virtud y la
felicidad son idénticas, pero éstas eran como dos figuras que nunca llegan a coincidir, sea
cualquiera la forma en que se las ponga. Los modernos no quisieron enlazarlas según el
principio de la identidad, sino según el principio del fundamento, haciendo, así, de la
felicidad la consecuencia de la virtud»[184].
El abusivo simplismo de esta tesis de Schopenhauer queda claramente al descubierto
cuando se repara en que ni todos los pensadores antiguos trataron de identificar la
felicidad y la virtud, ni todos los pensadores modernos han hecho de la virtud el
fundamento de la felicidad. Bien se advierte que la atención de Schopenhauer está aquí
concentrada, por un lado, en el pensamiento ético de los cínicos y de los estoicos y, por
otro lado, en el de Kant. Pero, aun mantenida en esos límites, la opinión de
Schopenhauer se vuelve incoherente consigo misma al afirmar: «En los antiguos y en los
modernos (…) la virtud fue sólo el medio para el fin»[185]. Ciertamente, no hay ninguna
incoherencia entre esta afirmación y la anteriormente establecida acerca del empeño de
los modernos por demostrar que la felicidad es consecuencia de la virtud; pero, en
179
cambio, ¿cómo cabe entender que en los antiguos fuese la virtud únicamente el medio
para conseguir la felicidad, si hubiesen tenido la pretensión de demostrar que la felicidad
y la virtud se identifican? Y, por otra parte, después de haber sostenido que en la ética
tiene Kant el gran mérito de haberla depurado de todo eudemonismo[186], asegura
Schopenhauer que, en estricto rigor, Kant no habría desterrado de la ética el
eudemonismo nada más que en apariencia, no realmente, pues deja entre la virtud y la
felicidad un nexo oculto, dentro de su doctrina del bien supremo, donde en un capítulo
aislado y oscuro vienen a juntarse, mientras que exotéricamente hace de la virtud algo
ajeno por completo a la felicidad[187].
Todas estas vacilaciones del pensamiento de Schopenhauer sobre la forma en que de
hecho ha sido concebida la relación entre la felicidad y la virtud giran en torno a un eje
inequívocamente establecido: la necesidad de una ética liberada de toda infiltración
eudemonística. Una ética auténtica es para Schopenhauer una ética pura, en tanto que
depurada de todo pensamiento eudemonístico en su propia raíz. En este punto es donde
cifra Schopenhauer lo que podría haber sido el «gran mérito» de la ética de Kant (si
realmente estuviese liberado de toda clase de adherencias eudemonísticas). Y es
indudable que, al pensar de este modo, tiene Schopenhauer el firme convencimiento de
estar compartiendo una opinión sumamente extendida; de lo contrario, no habría podido
asegurar que «la ética de Kant debe su fama (…) a la pureza y elevación morales de sus
resultados»[188].
Esa pureza y altura, tenidas por Schopenhauer como títulos explicativos de la fama de
la doctrina ética de Kant, radican esencialmente en la exigencia de que la natural
inclinación humana a la felicidad carezca de todo influjo en la motivación de la conducta.
Una moral en la que no se admita esta exigencia es radicalmente incapaz de preceptuar el
cumplimiento del «deber por el deber». Todo fundamento de determinación de la
voluntad que no consista, objetivamente, en la ley moral y, subjetivamente, en el respeto
a ella, es en la psicología ética kantiana una inclinación sensorial y, por lo mismo, algo
enteramente incompatible con la autonomía de la razón práctica.
Pureza y elevación morales, autonomía de la razón práctica y cabal exclusión de todo
influjo de la tendencia a la felicidad en la motivación de la conducta son una y la misma
cosa en el pensamiento ético kantiano. Y en nada se opone a ello, aunque piense lo
contrario Schopenhauer, la afirmación kantiana según la cual quien tiene un
comportamiento éticamente recto es alguien que merece ser feliz precisamente por la
rectitud de su conducta. La felicidad en cuanto premio objetivamente merecido por esta
rectitud no es lo mismo que la felicidad como objetivo o motivo de la conducta
moralmente recta. Sin embargo, desde el punto de vista de la «psicología de la ética» el
pensamiento kantiano sobre la tendencia a la felicidad no está exento de internas
contradicciones y, sobre todo, es esencialmente incompatible con uno de los requisitos
necesarios de nuestra libre conducta. Consideremos, en primer lugar, las contradicciones
internas del pensamiento kantiano sobre la tendencia a la felicidad.
Son dos, fundamentalmente, esas contradicciones internas. La primera es la dada entre
la afirmación de que constituye un deber, al menos indirecto, el asegurar la propia
180
felicidad, y la negación de que tengamos el deber de ser felices. Comprobemos el primer
miembro de esta contradicción: «Que cada uno asegure su propia felicidad es un deber
(al menos, indirecto), porque el sentirse a disgusto con la situación en que uno está y el
encontrarse apurado por muchas preocupaciones entre necesidades sin cubrir son cosas
que fácilmente llegan a ser una gran tentación para infringir los deberes»[189]. O
también: «En cierto modo, hasta puede ser un deber el que uno procure su propia
felicidad; de una parte, porque ésta contiene medios —así, la buena disposición, la salud,
la riqueza— para que uno cumpla su deber; y, de otra parte, porque la carencia de esos
medios —así, la pobreza— nos pone en la tentación de quebrantar nuestro deber»[190].
Y para el segundo miembro de la contradicción: «Lo que cada cual ya desea
inevitablemente de una manera espontánea no cae bajo la noción del deber, por ser éste
un requerimiento de un fin que llegamos a aceptar en contra de nuestro gusto. Es, por
tanto, contradictorio el afirmar que tenemos la obligación de hacer cuanto podamos para
lograr ser felices»[191].
En la presente ocasión no vamos a discutir si los objetos de las inclinaciones naturales
(o, equivalentemente, las cosas que de un modo inevitable y espontáneo deseamos)
pueden, o no pueden, ser materia de deberes. Es un aserto del que nos habremos de
ocupar en la Tercera Parte de este libro. Lo que ahora importa es el hecho de que Kant
se opone a sí mismo al afirmar la felicidad en cuanto objeto de una tendencia natural y, a
la vez, como materia de un deber. Ello es, sin duda, una interna contradicción del
pensamiento ético kantiano, puesto que en éste se niega, según hemos podido
comprobar, que lo inevitable y espontáneamente deseado entre bajo el concepto del
deber.
Pasemos a la segunda contradicción, que esencialmente coincide con la primera, pero
es todavía más grave. Su primer miembro es la negación, ya consignada, según la cual lo
inevitable y espontáneamente deseado no puede ser objeto de un deber, y el segundo
miembro consiste en la afirmación de que la ley moral nos impone el deber de
procurarnos la felicidad, entendida como el bien físico que ha de buscarse en calidad de
último fin y en concordancia con la moralidad: «La ley moral, como condición formal de
la razón en el uso de nuestra libertad, nos obliga por sí misma únicamente, sin depender
de ningún fin como condición material; pero nos impone, sin embargo, y a priori por
cierto, un último fin, haciendo de la aspiración a él una obligación para nosotros, y es ése
el supremo bien que en el mundo es posible mediante la libertad. La condición subjetiva
bajo la cual el hombre (y, según todos nuestros conceptos, todo ser racional finito) puede
ponerse un fin último, bajo la mencionada ley, es la felicidad. Por consiguiente, es la
felicidad el supremo bien físico posible en el mundo y que, en la medida de lo que nos
es posible, ha de ser procurado como último fin: bajo la condición objetiva de la
concordancia del hombre con la ley de la moralidad, en tanto que es esta concordancia lo
que le hace merecedor de ser feliz»[192].
Aunque establecida entre paréntesis, la referencia a «todo ser racional finito» añade
una dificultad de no escasa monta al pensamiento kantiano sobre la felicidad como fin
último. Si ésta es —tal como Kant la concibe— el objeto de una inclinación en la que
181
todas las inclinaciones se suman[193], y si en todas ellas la facultad desiderativa depende
de sanciones (según lo exige la definición, ya arriba transcrita, acuñada por Kant en la
mencionada obra[194]), entonces, para que todo ser racional finito pueda proponerse su
felicidad como fin último, es necesario que en todo ser de esta índole tengan lugar unas
sensaciones, de las cuales sea dependiente su propia facultad de desear. Pero el concepto
de un ser racional finito (y «racional» no significa aquí discursivo o razonador, sino
capaz de conocer y querer lo suprasensible) no incluye necesariamente el ser sujeto de
sensaciones ni, por tanto, el tener un cuerpo, como condición sin la cual no son éstas
posibles. (En verdad, las alusiones de Kant a «todo ser racional finito» están hechas para
evitar el relativismo ético y no cumplen propiamente otra función como pudiera serlo, v.
gr., la de designar a los ángeles en su carácter de espíritus finitos, pero incorpóreos).
La superación, por Kant, del concepto de la felicidad como «motivo empírico»
(«Empirische Bewegungsgrund»[195]) resolvería la dificultad añadida a la segunda de
las contradicciones señaladas, pero dejaría intacta a esta contradicción. ¿De qué modo
podría la ley moral obligarnos a perseguir un fin que ya espontáneamente deseamos de
una manera inevitable? «Únicamente en el sentido del deber-ser ideal —observa M.
Scheler— puede también decirse: así es y así también debe ser»[196]. Lo que de un
modo natural está ya constituido como un fin no puede constituirse como un fin por
virtud de una ley moral. Lo que ésta puede regular es la manera en que los medios para
ese fin deben ponerse, si esa manera no está ya determinada, de un modo estricto y
unívoco, por una ley natural. No estando dada esa estricta y unívoca determinación, la
ley moral puede poner la exigencia de que a ella se atenga el hombre en lo concerniente a
los medios para el fin en cuestión.
¿No podría decirse, sin embargo, que lo que Kant considera como el fin último
determinado por la ley moral es la felicidad en tanto que procurada a través de unos
medios moralmente admisibles y no en tanto que objeto de un deseo invencible y
espontáneo? En favor de la respuesta afirmativa a esta pregunta parece encontrarse la
propia noción kantiana del «más alto bien posible en el mundo mediante la libertad»
(«das höchste durch Freiheit mögliche Gut in der Welt»), ya que ese bien es para Kant
el fin último que consiste en la felicidad bajo la condición de la concordancia del hombre
con la ley de la moralidad. Sin embargo, esta solución lo es únicamente en la apariencia.
Porque lo establecido por la ley moral como un deber no es un fin último que consista en
la felicidad procurada por medios moralmente admisibles, sino el procurar por medios
moralmente admisibles la felicidad (a la cual ya tendemos de una manera espontánea, por
más que el modo de procurar conseguirla no esté determinado estricta y unívocamente).
El uso kantiano de la noción de fin último es psicológicamente insuficiente. Un fin
último (o bien supremo) al cual se tiende de una manera libre no puede ser considerado
como un fin radicalmente último. Para tener, hablando con entera propiedad, la índole
constitutiva de este fin es menester ser algo no elegido, justamente por ser aquello a lo
que todo lo elegido está orientado y a lo cual es imposible que no tienda. Lo que Kant
entiende por la felicidad bajo la condición subjetiva de la concordancia del hombre con la
ley de la moralidad[197] no es fin radicalmente último de la libre conducta humana. Este
182
fin es la felicidad pura y simplemente, y lo es por ser ella aquello a lo que de un modo
necesario tienden todas y cada una de nuestras libres acciones, tanto las admisibles
moralmente como las moralmente reprobables.
Con todo, el más grave de los defectos del pensamiento de Kant sobre la felicidad no
está en ninguna de las dos contradicciones denunciadas, ni tampoco en la radical
insuficiencia del empleo kantiano de la noción del fin último, sino en algo que hace de la
moral de Kant una doctrina utópica en la cabal acepción de impracticable: a saber, la
exigencia de que la natural inclinación humana a la felicidad no ejerza ningún influjo en la
motivación de la conducta éticamente recta. Tal es precisamente la exigencia de la que ya
hemos dicho que realmente se identifica, en el pensamiento de Kant, con la autonomía
de la razón práctica, y sin la cual vendría a ser imposible, también en ese mismo
pensamiento, la práctica del deber por el deber (independientemente de cualquier otro
motivo). «Una acción que se cumpla por ser un deber el realizarla ha de excluir
enteramente el influjo de la inclinación y, con ella, también todo objeto de la
voluntad»[198]. ¿Pero es posible tal cosa?
Necesariamente ha de ser negativa la respuesta que a esta pregunta debe darse si se
tiene en cuenta: 1º que es imposible querer cumplir un deber si el cumplirlo no aparece
en modo alguno como un bien para la subjetividad correspondiente; 2º que la tendencia
al bien en tanto que bien es, por necesidad, tendencia al bien irrestricto, de tal suerte, por
tanto, que toda volición libre lo es de un bien imperfecto o limitado (o que como tal
queda aprehendido); 3º que la felicidad humana no es el objeto de una inclinación
sensorial, ni el del conjunto o sistema de todas nuestras inclinaciones sensoriales, sino el
de una tendencia al bien cabal o perfecto que corresponde al hombre en tanto que éste,
además de tener una naturaleza sensitiva, posee también (y ello de un modo específico)
una naturaleza intelectual.
La volición del cumplimiento de un deber es un acto de libertad, un ejercicio de la
«libertad de arbitrio» de la potencia volitiva humana, pero no un acto desligado o libre de
la necesidad de tener por objeto algo que se presente como un cierto bien a la respectiva
subjetividad volente. Como en cualquier volición, también en la del cumplimiento del
deber es necesario que lo querido se presente como un bien para quien lo quiere. Ello no
significa, en modo alguno, que sea egoísta la correspondiente volición, aunque sin duda
implica que quien la ejerce se está amando a sí mismo (según el modo en que este amor
es necesario en todo yo efectivamente volente, incluso en el que procura el bien de otro,
ocasionándose a sí mismo un grave mal, tal como ya se explicó en el anterior parágrafo).
La necesidad de que el cumplimiento del deber haya de presentarse como un bien para
poder ser querido no confiere al cumplimiento del deber el carácter de un medio que, en
cuanto tal, es deseado tan sólo en razón de su utilidad para conseguir otro bien. Por
supuesto, es posible que un modo de comportarse materialmente idéntico al que una
obligación moral exige esté siendo, en la intención de quien lo ejerce, un simple medio
para conseguir algo distinto del cumplimiento del deber en cuanto tal. La distinción que
Kant hace entre «el obrar conforme al deber» y «el obrar por deber» es posible en virtud
de la identidad material y la diversidad formal de estas dos clases de comportamiento, y
183
es una distinción imprescindible —con los mismos términos utilizados por Kant, o con
otros equivalentes— para determinar exactamente la idea del valor moral de la conducta.
Pero el «obrar por deber» es imposible sin la libre volición de esta conducta y, por tanto,
sin que el obrar de este modo aparezca ante su sujeto como algo que para él es un bien.
El «obrar conforme al deber, pero no por deber» no es el único caso en que el
cumplimiento del deber aparece ante su sujeto como un bien, sino el único caso en el
cual ese cumplimiento aparece ante su sujeto como un bien que es un medio y nada más.
Cuando tiene realmente un valor moral, la efectiva práctica del deber es entendida y
querida como un bien que es un fin, no como un bien que es solamente un medio. Pero
este bien que es un fin no es, sin embargo, el fin último de la conducta humana, y no lo
es porque, con toda su elevación y evidente nobleza, es un bien imperfecto, vale decir,
limitado, pues no se da con él satisfacción a la totalidad de las necesidades y las
aspiraciones humanas. El bien moral es solamente un bien parcial, el más eminente o
noble de los bienes parciales, no el irrestricto bien al que de un modo necesario está
orientada la facultad volitiva por virtud de su propia índole. Esta natural orientación de la
facultad volitiva al bien cabal o perfecto no se traduce en la imposibilidad de que los
bienes limitados o parciales sean libremente queridos, sino en la imposibilidad de
quererlos en tanto que deficientes. Así, pues, la necesaria inclinación de la voluntad hacia
el bien irrestricto se halla implícita en todas nuestras libres voliciones de bienes limitados
o parciales, entre las cuales se encuentra la de la práctica del deber por el deber.
No cabe, por consiguiente, una conducta dotada de valor moral positivo (pero
tampoco una conducta dotada de valor moral negativo) en la que no esté implícita la
natural inclinación del hombre a ser feliz. Es ésta una inclinación inseparable de la
constitutiva orientación de la voluntad hacia el bien irrestricto, pues la felicidad no es otra
cosa que el estado en el que se encuentra quien posee el bien perfecto. Limitarla, como
hace Kant, a la satisfacción de nuestras inclinaciones de carácter sensible es una abusiva
reducción de la natural tendencia humana al bien cabal. Y desde luego, no resulta fácil
entender cómo lo merecido por la rectitud moral de la conducta sea una felicidad en la
que sólo entra la satisfacción de nuestras inclinaciones sensoriales.
Pero supongamos que en la felicidad incluye Kant la satisfacción de tendencias de
carácter no sensorial. En favor de ello no está ciertamente el habitual uso kantiano de la
palabra «Neigung», sino el uso excepcional que de ésta hace cuando, a propósito del
puro interés racional y del hábito apetitivo que de él surge, habla de una inclinación no
sensitiva (sinnenfreie Neigung), a la que también designa con el nombre de propensio
intellectualis[199]. Pues bien, aun en el caso de una felicidad concebida por Kant como
inclusiva de satisfacciones de carácter no sensorial, es una exigencia impracticable la que
Kant establece al requerir que la tendencia a la felicidad carezca de todo influjo en la
motivación del obrar por deber. La volición del cumplimiento del deber no puede ser
ejercida sin el influjo implícito de la natural tendencia humana al bien completo, cuya
posesión es la felicidad, y un «influjo implícito» no es igual que «ningún influjo».
Una ética desprovista de toda fundamentación eudemonística es, en resolución, una
ética ilusoria, impracticable, como lo es asimismo toda ética que pretenda desentenderse
184
de los bienes y de los fines. En este sentido hay una clara continuidad, no obstante las
indudables diferencias, entre el «formalismo ético» de Kant y la «ética material de los
valores» propuesta por Max Scheler. Lo que es una necesaria condición de nuestra libre
conducta no puede ser excluido de la fundamentación de la moral. Toda ética se refiere a
un cierto bien que es un fin: a saber, la conducta moralmente recta, la cual no es el bien
perfecto o irrestricto ni, por tanto, el último fin al que la voluntad humana tiende por
virtud de su propia índole; pero no es tampoco un simple medio. La expresión
scheleriana «ética de bienes y de fines» adolece de una equivocidad que si no queda
advertida puede dar ocasión a graves dificultades, especialmente en lo que se refiere a la
comprensión de las doctrinas éticas que, sin confundir el valor de la rectitud moral de la
conducta con el de un simple medio, no dejan, sin embargo, de orientarlo hacia un último
fin, del cual es un aspecto o parte, una participación. Las doctrinas éticas que de este
modo entienden el valor de la rectitud moral de la conducta no son «éticas de bienes y de
fines» si el serlas quiere decir que en ellas ese valor es concebido como el de un simple
medio para algún bien o algún fin; pero son, indudablemente, éticas de bienes y de fines
si el serlas quiere decir que en ellas ese valor es concebido como un cierto fin o bien en
sí, en cuya volición se encuentra implícita la del último fin o bien cabal.
Interpretar la rectitud moral de la conducta como una participación en la felicidad es
cosa enteramente irreductible a toda clase de subjetivismo ético, si se la encuadra en una
ética realista en el sentido no sólo práctico, sino también teórico, del realismo en tanto
que de él puede y debe hablarse tal como aquí hemos hecho, dentro del ámbito de la
filosofía moral. Según se explicó ya en la Introducción, es realista en sentido teórico la
ética «donde la realidad de lo que somos (es decir, lo que somos independientemente de
lo que queramos ser o hacer o tal vez tener) sirve de fundamento general e inmediato del
contenido de nuestros deberes». La rectitud moral de la conducta quedó fundamentada,
de este modo, en su conformidad o concordancia con la específica realidad de nuestro
ser. Por consiguiente, la felicidad de la cual es la moralidad positiva una peculiar
participación no puede entenderse aquí como una felicidad «a cualquier precio», sino
como la adecuada y apropiada a la naturaleza racional del ser humano. La diferencia
respecto de un puro y simple eudemonismo queda suficientemente señalada con esta
aclaración, la cual, por otra parte, nos permite reivindicar la noción de la «felicidad
verdadera», inadmisible en el subjetivismo eudemonista.
b) La constitutiva orientación de la voluntad humana al bien en tanto que bien —y, por
lo mismo, a la felicidad— es enteramente inseparable de la tendencia al placer. No
reducido a sus manifestaciones sensoriales, sino tomado en toda su extensión, en la cual
entran los más altos gozos del espíritu, el placer se da en la posesión, incluso en la
meramente intencional u objetual, del bien amado. De ahí que una constitutiva
orientación al bien en tanto que bien, la cual no fuese a la vez, y de un modo
concomitante, una tendencia al placer, habría de consistir en el absurdo de una
inclinación natural a no unirse en manera alguna a aquello mismo hacia lo cual se tiende o
a no querer lo que con ello está unido.
185
No es posible, por tanto, que sea prácticamente realista una filosofía moral en la cual
se establezca la exigencia de que la inclinación al placer quede por completo descartada
de la motivación de la conducta éticamente recta. El origen de una exigencia semejante
hay que verlo en el hecho de la deficiente concepción del placer como algo que
solamente puede darse de dos modos: o como un motivo explícito e inmediato, o como
una pura y simple consecuencia. Esa manera de concebir el placer es la que se refleja,
por ejemplo, en las siguientes consideraciones de Kant: «Cuando se ha sobrepuesto a las
tentaciones del vicio y es consciente de haber cumplido su deber tantas veces amargo, el
hombre que sobre ello reflexiona se siente a sí mismo en un estado de paz y contento, al
que cabe sin ningún reparo dar el nombre de felicidad y en el cual la virtud es su propia
recompensa. Entonces el eudemonista dice: ese gozo, esa felicidad, es el auténtico
motivo de que él haya actuado virtuosamente. En vez de que la voluntad de ese hombre
haya sido determinada inmediatamente por el concepto del deber, lo ocurrido es que él
fue llevado a poner el deber en práctica únicamente por medio de la felicidad
contemplada en expectativa. Pero entonces es cosa clara que (…) ese hombre ha de
encontrarse obligado a cumplir su deber antes de que él piense que la felicidad será la
recompensa de ello. Con esta etiología se mueve en círculo. Porque sólo puede esperar
ser feliz (…) si es consciente de haber cumplido su deber, pero solamente puede ser
movido a llevarlo a la práctica si él prevé que se hará feliz de esa manera. Mas en estas
sutilezas hay también una contradicción. Porque, por una parte, él debe cumplir su
deber sin preguntar primero qué efecto tendrá ello en su felicidad, o sea, que debe
cumplirlo por un motivo moral; pero, por otra parte, él puede reconocer en algo un deber
nada más que si puede confiar en la felicidad que le vendrá de ello, o sea, según un
principio patológico, que es justamente lo contrario del anterior»[200].
La frecuente repetición del vocablo «felicidad» en estas afirmaciones pudiera hacer
pensar que en rigor no se habla en ellas del placer, sino de la felicidad precisamente. Uno
de los defectos de la psicología moral de Kant, en contraste con la claridad y pulcritud de
la intelección kantiana del deber como imperativo categórico, lo constituye el uso
intercambiado, y prácticamente sinonímico en no pocas ocasiones, de los conceptos del
placer y de la felicidad. En la ocasión presente se denomina felicidad al placer resultante
de haber llevado a la práctica el deber y de ser consciente de ello tras haber logrado
deshacerse de las tentaciones del vicio. Se trata de una situación de paz y de contento
(Seelenruhe und Zufriedenheit), a la que no tiene Kant ningún inconveniente (y así lo
dice de una manera expresa e inequívoca) en darle el nombre de felicidad. Una noción
rigurosa de la felicidad contiene más ingredientes que los que aparecen en el estado de
ánimo resultante de haber cumplido el deber. El término Wonne, también usado por Kant
en esta ocasión, y que se traduce al castellano con los vocablos «gozo», «deleite»,
«fruición» u otros del mismo estilo, expresa de un modo más adecuado la situación
anímica a la que Kant se refiere, y no pasa de ser una forma, eminente sin duda, del
placer o la complacencia. Pues bien, ese eminente placer o complacencia aparece aquí
como resultado del cumplimiento del deber o como aquello que de un modo explícito e
inmediato es el motivo de ese cumplimiento: nunca, por tanto, como el gozo o la
186
complacencia con que cabe vivir la propia bondad moral en cuanto tal,
independientemente de que nuestro comportamiento se haya ajustado a ella y, por lo
mismo, con anterioridad a todo acto que efectivamente participe de esa misma bondad.
El deber puede ser amargo en no pocas ocasiones, tal como Kant lo dice, pero sólo lo
puede ser por su contenido o materia, no por su forma. En tanto que deber está dotado
de una especial nobleza que le confiere un atractivo peculiar, y así se explica que en
nombre del deber y por su causa pueden tener lugar unas acciones y unas omisiones que
de otro modo resultarían impracticables. Con todo, no ha de dejar de reconocerse que el
hablar del placer (o, equivalentemente, de la complacencia) que el deber mismo puede
suscitar por su forma es cosa a la cual se oponen ciertos usos relativamente frecuentes en
el lenguaje común. Del deber se dice, por ejemplo, no ya solamente que es amargo, sino
también que es duro, mientras que al placer se le califica, en cambio, de suave y de
dulce; y hasta se pretende someterlos a una ordenación cronológica, como en el aforismo
que aconseja «primero la obligación, y luego la devoción» (donde por la segunda no se
entiende el fervor y la piedad de las prácticas religiosas en cuanto tales, sino todo lo que
es objeto de una particular afición o predilección, con la correspondiente complacencia).
Expresiones tales como «sequedad», «aridez de espíritu», muy propiamente empleadas
en la literatura ascética, se usan también, con más o menos énfasis, en relación a los
deberes naturales y para significar las escasas disposiciones sentimentales que el
cumplirlos suscita, aun en el caso de que «en teoría» sean asumidos sin ninguna clase de
reservas.
Sería excesivo el rechazar estas expresiones y otras muy parecidas, basándonos para
ello en la consideración de que reflejan un dramatismo deontológico muy pocas veces
justificado por la realidad de los hechos. Innegablemente se dan casos en los que el
cumplimiento del deber se hace «muy cuesta arriba» o en los cuales no es nada
apetecible; pero también resultaría desmesurado el sostener que es eso lo que nos suele
ocurrir a la mayoría de los hombres con todos nuestros deberes. La psicología de la
moral no autoriza el tragoedias agere con las obligaciones cotidianas, y un mínimo buen
gusto lo rechaza en cualquier ocasión. Pero, sobre todo, ha de tenerse en cuenta que, si
un deber es cumplido, el llevarlo a la práctica supone que ese deber ha sido objeto de una
genuina complacencia; de lo contrario, no habría sido posible la conducta atenida a él.
El efectivo cumplimiento del deber produce una peculiar satisfacción, un placer sui
generis, que no puede lograrse de ningún otro modo. Es una complacencia
exclusivamente dimanada de la práctica del deber, y lo es no sólo en el sentido de que
acontece como efecto de esa práctica, sino también por no ser previo a ella en el sentido
en que de un modo intencional el motivo antecede a lo motivado. Kant ha hecho ver con
claridad meridiana la esencial «posterioridad» de la satisfacción del deber cumplido,
frente a la tesis, que él vincula al «eudemonista», según la cual es esa satisfacción la
verdadera razón de que se cumpla el deber, si bien cabe observar que, a su manera, ya la
ética de la Stoa había superado esa tesis. En la filosofía moral del estoicismo se había
enseñado, en efecto, que el placer es «la consecuencia intrínsecamente resultante del
buen éxito de la aspiración que concuerda con nuestro ser natural, y no ha de ser mirada
187
como un fin»: tal es el resumen que hace F. Überweg de las ideas de Crisipo[201] y de
Séneca[202] acerca de la cuestión[203]. Así se enfrentan los estoicos con la concepción
epicúrea del placer como el principio y el fin de la vida dichosa[204], aunque también es
cierto que la moral epicúrea, bien lejos de aprobar cualquier placer, rechaza en primer
lugar los que son bestiales o groseros y después todos los que dan lugar a alguna penosa
consecuencia, ya corporal, ya anímica[205]. El rechazo de los placeres que originan
dolores no es en verdad una superación, sino una confirmación y un refinamiento, del
principio del placer; pero la exclusión de los placeres groseros es ya una forma de
subordinar el placer a otro valor donde él está coordinado con el decoro propio de una
conducta que merezca llamarse humana en tanto que no bestial.
El más alto nivel atribuible a la moral epicúrea —superior, ciertamente, al que a ésta
suele asignársele— es inferior al de la moral de Aristóteles. Para los epicúreos, aunque no
todo aquello de lo que se sigue un placer es algo bueno, para que algo sea bueno es
necesario que de ello se siga algún placer, de tal modo, por consiguiente, que sin él no
sería elegible. Para Aristóteles, en cambio, no es preciso que algo produzca un placer,
para que lo podamos elegir. «Hay cosas que procuraríamos aun en el caso de que ningún
placer resultase de ellas, como son el ver, el recordar, el saber, el poseer las virtudes.
Nada importa que de esas cosas resulte necesariamente algún placer, pues también las
elegimos aunque ninguno resultase de ellas»[206]. El objetivo de este razonamiento de
Aristóteles consiste justamente en la impugnación de la tesis de que el placer es bueno de
suyo y elegible de una manera general[207]. Tampoco para los epicúreos, como hemos
visto, era todo placer algo elegible, pero en este argumento aristotélico (precedido por
otros dos no tan radicales y esenciales) se dice algo que va mucho más allá de cuanto los
epicúreos afirman en su condicionamiento del placer. Lo mantenido por Aristóteles es la
posibilidad de la elección no motivada por ningún placer, aunque de lo elegido haya de
derivarse alguno. Si de lo elegido resulta necesariamente (ἐξ ἀvάγκης) algún placer y, sin
embargo, su elección es posible aunque ningún placer se derivase de ello, el motivo de la
elección no puede serlo el placer.
Los ejemplos aducidos por Aristóteles de lo elegible no motivado por placer son, sin
duda, elocuentes. No en todos ellos se trata de acciones o de omisiones, ya que la
posesión de las virtudes —el último de los cuatro ejemplos alegados— no consiste en
ningún hacer ni en ningún omitir. Pero la posesión de las virtudes es una muestra válida
de lo elegible sin motivación por el placer: en primer lugar, porque el ámbito de lo elegible
no se reduce al del comportamiento, y, en segundo lugar, porque todas las virtudes, tanto
las éticas como las dianoéticas, están constitutivamente referidas al ejercicio de las
correspondientes facultades. Ahora bien, la posesión de las virtudes no sería algo elegible
sin motivación por el placer si no estuvieran en el mismo caso las operaciones virtuosas,
incluyendo entre ellas las que lo son en la acepción moral. Mas si ello es así, también se
ha de mantener que toda conducta moralmente buena es asimismo elegible sin
motivación por el placer, aun cuando no sea una conducta en la cual se ejerza una virtud,
sino uno de los comportamientos por cuya repetición ésta se engendra.
La pureza del pensamiento ético kantiano no es superior a la que debe serle reconocida
188
a la filosofía moral aristotélica si no se desconoce, ni se olvida, que tampoco en ésta es el
placer el motivo de la elección de la conducta éticamente laudable. Equiparar a
Aristóteles con Aristipo, tal como hace M. Scheler, bajo el influjo de Kant, al considerar
igualmente falsas las teorías de ambos moralistas griegos, es un craso error no
compensable con el reconocimiento de la superioridad de la actitud vital aristotélica. Tal
es el error que debe ser denunciado en las siguientes afirmaciones, por más que en ellas
la que aquí viene al caso esté hecha de un modo incidental: «Sólo en virtud de la
suposición de que todos los sentimientos, salvo el “respeto”, sean de origen sensorial, se
ha podido concebir que Kant no haga distinciones esenciales, ni de cualidad ni de
profundidad, entre el placer sensible, la alegría, el gozo, la felicidad, y que, por ejemplo,
también en razón de ello le parezcan el eudemonismo de Aristóteles y el hedonismo de
Aristipo no sólo teóricamente falsos —lo cual también nosotros admitimos— sino,
además, equiparables en lo que tienen de actitud vital»[208].
El argumento aristotélico de la posibilidad de la elección no motivada por el placer es
enteramente independiente de las diferencias cualitativas entre los placeres sensibles y los
suprasensibles, y tampoco está vinculada a las diferencias de profundidad igualmente
desatendidas por Kant en virtud, según explica M. Scheler, de la suposición del origen
sensorial de todos los sentimientos, exceptuado el del respeto. La única diferencia que
para la exacta comprensión del argumento aristotélico importa es la existente entre la
elección motivada por algún placer y la elección que no tiene en el placer ningún motivo
(a pesar de que lo elegido no puede dejar de producir placer). Naturalmente, esta
diferencia no ha de entenderse de tal modo que haya de verse en el segundo de sus
miembros una elección inmotivada, es decir, infundada, como si solamente la elección
basada en el placer tuviese un verdadero fundamento. El motivo de la elección que no
tiene su motivo en el placer es la bondad que en sí mismo lo elegido posee, cuando se
trata de cosas tales como las mencionadas por Aristóteles en los ejemplos que su
argumento contiene. Esa bondad es la propia de lo designado por Aristóteles con el
término ἀγαθόv utilizado en su más noble sentido, por virtud del cual se le contrapone a
lo que sólo es bueno por engendrar placer (bonum delectabile en cuanto tal). No es
Aristóteles el único pensador griego, que emplea el vocablo ἀγαθόv con ese significado.
Platón lo usa también de esa manera, como, por ejemplo, cuando dice que quien tiene el
alma buena es bueno[209]. La misma función semántica cumple el término latino
honestum, especialmente aplicado en acepción moral, pero que en una forma muy
genérica designa todo cuanto merece estimación en sí y por sí, con independencia de la
utilidad o del placer que pueda proporcionarnos[210].
En un sentido esencialmente idéntico al de lo honesto llama Aristóteles bellas a las
acciones virtuosas y afirma que su belleza es el motivo por el cual se las hace[211]. No
en otro sentido hace decir Sófocles a Antígona que es bello el morir por honrar al
hermano[212]. Afirmar que es la belleza de las acciones virtuosas el motivo de hacerlas
quiere decir algo muy distinto de lo que se expresaría al asegurar que el motivo de
hacerlas se encuentra en el placer que proporcionan. Así, pues, la belleza de semejantes
acciones se identifica con su honestidad en el sentido de la calidad de lo bueno en sí
189
(ἀγαθόv), no por alguna de las consecuencias que en nosotros provoque: «lo que nos
capta por su propio valor y nos atrae por su dignidad»[213].
Al placer no cabe atribuirle la calidad que es propia de lo honorable; de ahí la
necesidad de distinguir las nociones de lo deleitable y de lo honesto. Y, sin embargo, todo
lo honesto es deleitable, aunque la inversa no es cierta. «Lo deleitable —dice santo
Tomás— abarca más que lo útil y que lo honesto, porque todo lo útil y lo honesto es
deleitable en cierto modo, mas no a la inversa»[214]. De esta suerte, lo moralmente
bueno —lo honesto en su más propia acepción— es un bien deleitable a su modo y
manera: algo que puede generar placer, aunque no estribe en ello su peculiar dignidad, y
aunque el placer que puede ser efecto suyo sea muy distinto de los demás placeres.
Ahora bien, hay un placer inseparable del motivo por el cual el deber se cumple. No
constituye una parte de este motivo, ni tampoco un aspecto o dimensión de él, sino algo
que le es concomitante y sin lo cual la práctica del deber se haría imposible. Porque no
cabe querer cumplir el deber si el llevarlo a la práctica no es objeto de una previa
complacencia. Todo querer implica un cierto complacerse en lo querido. Así, pues, es esa
previa complacencia una condición necesaria, aunque no suficiente, de que el deber se
cumpla. O dicho de otra manera: sin ser total ni parcialmente el motivo de que el deber
sea llevado a la práctica, esa complacencia es necesaria, en calidad de algo concomitante,
para la efectividad de este motivo, y, en calidad de algo antecedente, para el peculiar
gozo derivado del efectivo cumplimiento del deber.
El propio Kant, no obstante su implacable oposición a todas las formas del
eudemonismo y del hedonismo, llega a admitir la existencia de un placer vinculado a la
aprehensión de la concordancia —y de un displacer ligado a la discordancia— entre
nuestra libre acción y la ley del deber, reconociéndolo como algo necesario para la
decisión del libre arbitrio en favor del cumplimiento de esta ley. Bajo la rúbrica «El
sentimiento moral» dice efectivamente Kant: «Es éste la capacidad de recibir placer o
displacer por la pura y simple conciencia de la concordancia, o de la discordancia, que
con la ley del deber mantiene nuestra acción libre. Toda decisión del libre arbitrio
desemboca en la acción, partiendo de la representación de la posible actividad, a través
del sentimiento del placer o del displacer, de interesarse por ella o por su resultado; en lo
cual la situación afectiva (de la afección del sentido interno) es entonces un sentimiento
patológico, o un sentimiento moral. El primero es aquel sentimiento que precede a la
representación de la ley, y el último es el que sólo de ésta puede seguirse»[215].
No es así el placer el motivo por el cual el deber se cumple, pero es algo adjunto a ese
motivo, algo indisolublemente solidario de la función que éste ejerce. Con ello el
pensamiento ético de Kant se pone en contradicción con su exigencia de excluir del
comportamiento dotado de valor moral todo influjo de las inclinaciones. La tendencia
humana al placer no puede dejar de estar presente en la génesis del cumplimiento de la
ley moral, porque el motivo de la práctica de esta ley está ligado a una peculiar
complacencia irreductible a la que se deriva de haber cumplido el deber. Y lejos de
oponerse a la pureza o rectitud moral de la intención, es la complacencia antecedente un
inequívoco signo de esa misma pureza o rectitud. «No es noble —dice Aristóteles—
190
quien no se goza en las acciones honestas»[216]. Y ello es tanto como decir que el
complacerse en la honestidad de las acciones es, ya antes de realizarlas, el sello y la
garantía de la nobleza moral de quien las pone por obra. Una nobleza así certificada está
evidentemente por encima de la rebuscada suspicacia que llevó a Kant a pensar que un
secreto impulso del egoísmo, en vez del deber, pudiera ser la verdadera causa
determinante de la voluntad de poner en práctica las acciones exteriormente conformes
con las exigencias morales. Una voluntad determinada por un impulso secreto no actuaría
libremente y, por lo tanto, no entraría en relación con un motivo —el cual sólo es posible
en cuanto objeto de conocimiento—, ni permitiría una complacencia que en cuanto tal no
puede ser inconsciente (como lo exigiría el estar ligada, no a un genuino motivo, sino a
un impulso encubierto).
[166] Cf. Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, ed. cit., Erster Teil, Einleitende
Bemerkung.
[167] «Wohltätig sein, wo man kann, ist Pflicht, und überdem giebt es manche so theilnehmend gestimmte
Seelen, dass sie auch ohne einen anderen Bewegungsgrund der Eitelkeit oder des Eigennutzes ein inneres
Vergnügen daran finden, Freude um sich zu verbreiten, und die sich an der Zufriedenheit anderer sofern sie ihr
Werk ist, ergözen können. Aber ich behaupte, dass in solchem Falle dergleichen Handlung, so pflichtmässig, so
liebenswurdig sie auch ist, dennoch keinen wahren sittlichen Werth habe, sondern mit andern Neigungen zu
gleichen Paare gehe, zum Beispiel der Neigung nach Ehre, die, wenn sie glücklicher Weise auf das trifft, was in
der That gemeinnützig und pflichtmässig, mithin ehrenwerth ist, Lob und Aufmunterung, aber nicht
Hochschätzung verdient; denn der Maxime fehlt der sittlichen Gehalt, nämlich solche Handlung nicht aus
Neigung, sonder aus Pflicht zu thun», Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, 1 Abschnitt, Ak IV, p. 398.
[168] «Gesetzt also, das Gemüth jenes Menschenfreundes wäre vom eigenem Gram unwölkt, der alle
Theilnehmung an anderer Schicksal auslöscht, er hätte immer noch Vermögen, andern Nothleidenden wohlzutun,
aber fremde Noth rührte ihn nicht (…), und nun, da keine Neigung ihn mehr dazu anreizt, (…) thäte die Handlung
ohne alle Neigung, lediglich aus Pflicht, alsdann hat sie allererst ihren ächten moralischen Werth», Op. cit., 1
Abschnitt, Ak IV, p. 398.
[169] «Die Abhängigkeit des Begehrungsvermögens von Empfindungen heisst Neigung», Op. cit., 2 Abschnitt,
Ak IV, p. 413 en nota.
[170] «Allein wenn Achtung gleich ein Gefühl ist, so ist es (…) von allen Gefühlen (…), die sich auf Neigung
oder Furcht bringen lassen, specifisch unterschieden. (…) Die unmittelbare Bestimmung des Willens durchs
Gesetz und das Bewusstsein desselben heisst Achtung, so dass diese als Wirkung des Gesetzes aufs Subject und
nicht als Ursache desselben angesiehen wird», Op. cit., 1 Abschnitt, Ak IV, p. 401.
[171] «Die Naturnothwendigkeit war eine Heteronomie der wirkenden Ursachen; denn jede Wirkung war nur
nach dem Gesetze möglich, das etwas anderes die wirkende Ursache zur Causalität bestimmte; was kann denn
wohl die Freiheit des Willens sonst sein als Autonomie, d. i. die Eigenschaft des Willens sich selbst ein Gesetz zu
sein? Der Satz aber: der Wille ist in allen Handlungen sich selbst ein Gesetz, bezeichnet nur das Princip, nach
keiner anderen Maxime zu handeln, als die sich selbst auch als ein allgemeines Gesetz zum Gegenstande haben
kann. Dies ist aber gerade die Formel des kategorischen Imperativs und das Princip der Sittlichkeit: also ist ein
freier Wille und ein Wille unter sittlichen Gesetzen einerlei», Op. cit., 3 Abschnitt, Ak IV, pp. 446-447.
[172] «Vom dem Willen gehen die Gesetze aus; von der Willkür die Maximen. Die letztere ist im Menschen eine
freie Willkür; der Wille, der auf nichts Anderes, als bloss auf Gesetz geht, kann weder frei noch unfrei genannt
werden, weil er nicht auf Handlungen, sondern unmittelbar auf die Gesetzgebung für die Maxime der Handlungen
(also die praktische Vernunft selbst) geht, daher auch schlechterdings nothwendig und selbst keiner Nöthigung
fähig ist. Nur die Willkür also kann frei genannt werden», Die Metaphysik der Sitten, Einleitung IV, Ak VI, p.
226.
[173] «Denn die Freiheit (so wie sie uns durchs moralische Gesetz allerererst kundbar wird) kennen wir nur als
negative Eigenschaft in uns, nämlich durch keine sinnliche Bestimmungsgründe zum Handeln genöthigt zu
191
werden», Ibidem.
[174] «Nescio quo enim inexplicabili modo, quisquis seipsum, non Deum amat, non se amat; et quisquis Deum,
non seipsum amat, ipse se amat», Tractatus 123 In Ioannem Evang., 36-124 (B.A.C., Madrid, 1957), vol. XXXV,
p. 749.
[175] «Alle Neigungen zusammen (…) machen die Selbstsucht (Solipsismus) aus. Diese ist entweder die der
Selbstliebe, eines über alles gehenden Wohlwollens gegen sich selbst (Philautia), oder die des Wohlgefallens an
sich selbst (Arrogantia), jene heisst besonders Eigenliebe, diese Eigendükel», KpV I T., 1 B, 3 H, Ak V, p. 73.
[176] «Fast man alles zusammen, so ist nach Kants Voraussetzung der Mensch unabhängig vom rationalem
formalen Sittengesetz ein absoluter Egoist und ein absoluter Hedonist der sinnlichen Lust; und dies
unterschiedelos in jeder seiner Regungen», Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, II T., V,
ed. cit., p. 148.
[177] «Die reine praktische Vernunft thut der Eigenliebe blos Abbruch, indem sie solche, als natürlich und noch
vor dem moralischen Gesetze in uns rege, nur auf die Bedingung der Einstimmung mit diesem Gesetze
einschränkt; da sie alsdann vernünftige Selbstliebe genannt wird. Aber den Eigendünkel schlägt sie gar nieder,
indem alle Ansprüche der Selbstschätzung, die vor der Übereinstimmung mit dem sittlichen Gesetze vorhergehen,
richtig und ohne alle Befugnis sind, indem eben die Gewissheit einer Gesinnung, die mit diesem Gesetze
übereinstimmt, die erste Bedingung alles Werths der Person ist (…)», KpV I T., 1 B, 3 H, Ak V, p. 73.
[178] «(…) über alles gehende Wohlwollen gegen sich selbst». Cf. el primero de los dos textos de Kant citados a
propósito de este asunto.
[179] «Ἔστω δὴ τὸ φιλεῖν τὸ βούλεσθαί τινι ἃ οἴεται ἀγαθά», Rethor., II, 4, 1380 b 35-36.
[180] «Amicitia proprie non habetur ad seipsum, sed aliquid majus amicitia, quia amicitia unionem quamdam
importat. Dicit enim Dionysius quod amor est virtus unitiva. Unicuique autem ad seipsum est unitas, quae est
potior unione ad alium. Unde sicut unitas est principium unionis, ita amor quo quis diligit seipsum est forma et
radix amicitiae», Sum. Theol., II-II, q. 25, a. 4.
[181] «Naturaliter enim unumquodque appetit bonum, nec potest aliquid sibi appetere nisi sub ratione boni. (…)
Amare autem aliquem est velle ei bonum. (…) Unde necesse est quod aliquis amet seipsum, et impossibile est
quod aliquid odiet seipsum, per se loquendo», Sum. Theol., I-II, q. 29, a. 4. El «per se loquendo», que aparece al
final del pasaje, lo he traducido indirectamente, utilizando el adjetivo «esencial» aplicado al amarse, considerado
como necesario, y al odiarse, tenido por imposible.
[182] «(…) et illi interimunt seipsos, hoc ipsum quod est mori, apprehendunt sub ratione boni, inquantum est
terminativum alicuius miseriae vel doloris», Ibidem, ad. 2.
[183] «(…) natura in se curva dicitur, quia semper diligit bonum suum. Non tamen oportet quod in hoc quiescat
intentio quod suum est, sed in hoc quod bonum est: nisi enim sibi esset bonum aliquo modo, vel secundum
veritatem, vel secundum apparientiam, nunquam ipsum amaret. Non tamen propter hoc amat, quia suum est, sed
quia bonum est: bonum enim est per se obiectum voluntatis», In II Sent., dist. 3, q. 4, a. 2.
[184] «Die Alten wollten Tugend und Glücksäligkeit als identisch nachweisen; aber diese waren wie zwei
Figuren, die sich nie decken, wie man sie auch legen mag. Die Neueren wollten nicht nach dem Satze der
Identität, sondern nach dem des Grundes beide in Verbindung setzen, also die Glücksäligkeit zur Folge der
Tugend machen; (…)», Über die Grundlage der Moral, II. Kritik des von Kant der Ethik gegebenen
Fundaments, § 3, Übersicht, al comienzo, ed. cit., VI, p. 157.
[185] «Bei den Altern und Neueren (…) war die Tugend nur Mittel zum Zweck», Ibidem.
[186] «Kant hat in der Ethik das grosse Verdienst, sie von allem Eudämonismus gereinigt zu haben», Über die
Grundlage der Moral. Son las primeras palabras del parágrafo citado.
[187] «Freilich, wenn man es streng nehmen wollte, so hätte auch Kant den Eudämonismus mehr scheinbar, als
wirklich aus der Ethik verbannt. Denn er lässt zwischen Tugend und Glücksäligkeit doch noch eine geheime
Verbindung übrig, in seiner Lehre vom höchsten Gut, wo sie in einem entlegenen und dunkeln Kapitel
zusammenkommen, während öffentlich die Tugend gegen die Glücksäligkeit ganz fremd thut», Ibidem, pp. 157-
158.
[188] «Den Ruhm, welchen die kantische Ethik erlangt hat, verdankt sie (…) der moralischen Reinigkeit und
Erhabenheit ihrer Resultate», Ibidem, p. 158.
[189] «Seine eigene Glückseligkeit sichern, ist Pflicht (wenigstens indirekt), denn der Mangel der Zufriedenheit
192
mit seinem Zustande in einem Gedränge von vielen Sorgen und mitten unter unbefriedigten Bedürfnissen könnte
leicht eine grosse Versuchung zu Übertretung der Pflichten werden», Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Ak
IV, p. 399.
[190] «Es kann sogar im gewissen Betracht Pflicht sein, für seine Glückseligkeit zu sorgen, teils weil sie (wozu,
Geschicklichkeit, Gesundheit, Reichtum gehört) Mittel zur Erfüllung seiner Pflicht enthält, teils weil der Mangel
derselben (z. B. Armut) Versuchungen enthält, seine Pflicht zu übertreten», KrV I Teil, 1B, 3H, Kritische
Beleuchtung, Ak III, p. 93.
[191] «Was ein jeder unvermeidlich schon von selbst will, das gehört nicht unter dem Begriff von Pflicht; denn
diese ist eine Nöthigung zu einem ungern genommenen Zweck. Es widerspricht sich also zu sagen: man sei
verpflichtet seine eigene Glückseligkeit mit allen Kräften zu befördern», Die Metaphysik ser Sitten, Tugendlehre,
Einleitung IV, Ak VI, p. 386.
[192] «Das moralische Gesetz als formale Vernunftbedingung des Gebrauchs unserer Freiheit verbindet uns für
sich allein, ohne von irgend einem Zwecke als materialer Bedingung abzuhängen; aber es bestimmt uns doch auch
und zwar a priori einen Endzweck, welchen nachzustreben es uns verbindlich macht: und dieser ist das höchste
durch Freiheit mögliche Gut in der Welt. Die subjective Bedingung unter welcher der Mensch (und nach allen
unsern Begriffen auch jedes vernünftige endliche Wesen) sich unter dem obigen Gesetze einen Endzweck setzen
kann, ist die Glückseligkeit. Folglich, das höchste in der Welt mögliche und, so viel an uns ist, als Endzweck zu
befördernde physische Gut ist Glückseligkeit: unter der objectiven Bedingung der Einstimmung des Menschen
mit dem Gesetze der Sittlichkeit, als der Würdigkeit glücklich zu sein», Kritik der Urtheilskraft II Theil, § 87, Ak
V, p. 450.
[193] Cf., por ejemplo, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, 1 Abschnitt, Ak IV, p. 399.
[194] 2 Abschnitt, Ak IV, p. 413.
[195] Cf., por ejemplo, KrV, Transz. Metthodentehre, 2 Hauptstück, 2 Abschnitt, Ak III, p. 524.
[196] «Nur im Sinne des idealen Sollens kann auch gesagt werden: “So ist es und so soll es auch sein”», Der
Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, II Teil, IV, 1, ed. cit., nota p. 195.
[197] «Glückseligkeit: unter der subjektiven Bedingung der Einstimmung des Menschen mit dem Gesetze der
Sittlichkeit», cf. el texto, ya arriba consignado, de la Crítica del Juicio, Ak V, p. 450.
[198] «Num soll eine Handlung aus Pflicht den Einfluss der Neigung und mit ihr jeden Gegenstand das Willens
ganz absondern», Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, 1 Abschnitt, Ak IV, p. 400.
[199] Cf. Die Metaphysik der Sitten, Einleitung I, Ak VI, p. 213.
[200] «Der denkende Mensch nämlich, wenn er über die Anreize zum Laster gesiegt hat und seine oft sauere
Pflicht gethan zu haben sich bewusst ist, findet sich in einem Zustande der Seelenruhe und Zufriedenheit, den
man gar wohl Glückseligkeit nennen kann, in welchem die Tugend ihr eigener Lohn ist.- Nun sagt der
Eudämonist: diese Wonne, diese Glückseligkeit ist der eigentliche Bewegungsgrund, warum er tugendhaft handelt.
Nicht der Begriff der Pflicht bestimme unmittelbar seinen Willen, sondern nur vermittelst der in Prospect
gesehnen Glückseligkeit werde er bewogen seine Pflicht zu thun.- Nun ist aber klar, dass (…) er muss sich
verbunden finden seine Pflicht zu thun, ehe er noch und ohne dass er daran denkt, dass Glückseligkeit die Folge
der Pflichtbeobachtung sein werde. Er dreht sich mit seiner Ätiologie im Zirkel herum. Er kann nämlich nur
hoffen glücklich (…) zu sein, wenn er sich seiner Pflichtbeobachtung bewusst ist: er kann aber zur Beobachtung
seiner Pflicht nur bewogen werden, wenn er voraussieht, dass er sich dadurch glücklich machen werde.- Aber es
ist in dieser Vernünftelei auch ein Widerspruch. Denn einerseits soll er seine Pflicht beobachten, ohne erst zu
fragen, welche Wirkung dieses auf seine Glückseligkeit haben werde, mithin aus einem moralischen Grunde:
andererseits aber kann er doch nur etwas für seine Pflicht anerkennen, wenn er auf Glückseligkeit rechnen kann,
die ihm dadurch erwachsen wird, mithin nach pathologischen Princip, welches gerade das Gegentheil des vorigen
ist», Die Metaphysik der Sitten, Vorrede, Ak VI, pp. 377-378.
[201] Diógenes Laercio, 7, 95.
[202] De vita beata, 9, 1 sq.; 15, 2.
[203] «Die Lust ist eine sich von selbst einstellende Folge (ἐπιγέvvημα) des gelingenden Strebens nach dem,
was mit unserer Natur harmoniert, und darf nicht als Ziel ins Auge gefasst werden», Grundriss der Geschichte
der Philosophie I. Die Philosophie des Altertums (B. Schwabe & Co. Verlag, Basel, 1953), p. 427.
[204] «τὴν ἡδονὴν ἀρχὴν καὶ τέλος λέγομεν εἶναι τοῦ μακαρίως ζῆ», Diógenes Laercio, 10, 128.
193
[205] «μήτε ἀλγεῖν κατὰ σῶμα μήτε ταράττεσθαι κατὰ ψυχήν», Diógenes Laercio, 10, 131.
[206] «περὶ πολλά τε σπουδὴν ποιησαίμεθ᾽ ἂν καὶ εἰ μηδεμίαν ἐπιφέροι ἡδονήν, οἷον ὁρᾶν, μνημονεύειν,
εἰδέναι, τὰς ἀρετὰς ἔχειν. εἰ δ᾽ ἐξ ἀνάγκης ἕπονται τούτοις ἡδοναί, οὐδὲν διαφέρει: ἑλοίμεθα γὰρ ἂν ταῦτα καὶ
εἰ μὴ γίνοιτ᾽ ἀπ᾽ αὐτῶν ἡδονή». Et. Nic., 1174 a 4-8.
[207] «ὅτι μὲν οὖν οὔτε τἀγαθὸν ἡ ἡδονὴ οὔτε πᾶσα αἱρετή, δῆλον ἔοικεν εἶναι». Et. Nic., 1174 a 8-9.
[208] «Nur durch die Voraussetzung, dass alle Gefühle ausser der “Achtung” sinnlicher Herkunft seien, ist es
auch begrifflich, dass Kant zwischen Sinneslust, Freude, Glück, Seligkeit weder Wesensunterschiede der Quälitat
noch der Tiefe macht, und ihm darum auch z. B. der Eudaimonismus des Aristoteles und der Hedonismus des
Aristippos nicht nur als theoretisch falsch —was auch wir annehmen—, sondern auch als Lebenseinstellung
gleichwertig erscheinen», Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, ed. cit., pp. 247-248.
[209] «ὁ γὰρ ἔχων ψυχὴν ἀγαθὴν ἀγαθός. Rep». 409 c.
[210] Y así se lee en Cicerón: «Honestum id intelligimus quod tale est, ut, detracta omni utilitate, sine ullis
praemiis fructibusve per se possuit iure laudari», De finibus, 2, 45.
[211] «αἱ δὲ κατ᾽ ἀρετὴν πράξεις καλαὶ καὶ τοῦ καλοῦ ἕνεκα», Et. Nic., 1120 a 23-24.
[212] Antígona, 72.
[213] «Quod sua vi nos trahit et sua dignitate nos allicit», Santo Tomás: In Ethic., n. 2070.
[214] «In plus tamen est delectabile quam utile et honestum; quia omne utile et honestum est aliqualiter
delectabile, sed non convertitur», Sum. Theol., II-II, q. 145, a. 3.
[215] «Das moralische Gefühl. Dieses ist die Empfänglichkeit für Lust oder Unlust bloss aus dem Bewusstsein
der Übereinstimmung oder des Widerstreits unserer Handlung mit dem Pflichtgesetze. Alle Bestimmung der
Willkür aber geht von der Vorstellung der möglichen Handlung durch das Gefühl der Lust oder Unlust, an ihr oder
ihrer Wirkung ein Interesse zu nehmen, zur That; wo der ästhetische Zustand (der Afficirung des inneren Sinnes)
nun entweder ein pathologisches oder moralisches Gefühl ist.- Das erstere ist dasgenige Gefühl, welches vor der
Vorstellung des Gesetzes vorhergeht, das letztere das, was nur auf diese folgen kann», Die Metaphysik der Sitten,
Zweiter Theil, Einleitung zur Tugendlehre XII, Ak VI, p. 399.
[216] «οὐδ᾽ ἐστὶν ἀγαθὸς ὁ μὴ χαίρων ταῖς καλαῖς πράξεσιν». Et. Nic., 1099 a 17-18.
194
SEGUNDA PARTE
EL DEBER COMO EXIGENCIA ABSOLUTA POR SU
FORMA
195
La libre afirmación de nuestro ser acontece en nuestra conducta éticamente recta, es
decir, en un modo de comportarnos que, a la vez que libre, es exigido —obligado, debido
—, y ello precisamente de una manera absoluta, no condicionada o relativa. O lo que es
lo mismo: afirmamos libremente nuestro ser en el cumplimiento del deber. Éste lleva
consigo, en cada una de las ocasiones, un contenido o materia, cuya relatividad al sujeto
libre y obligado no le quita a la obligación su índole de exigencia absoluta. Es la materia
del deber, no la forma de éste, lo esencialmente afectado por la relatividad de la
obligación a su sujeto. La forma misma de la obligación, del deber justamente en cuanto
deber, es absoluta, en el sentido de enteramente independiente de la voluntad del sujeto.
Presupone esta voluntad, pues se trata de una exigencia dirigida a nuestro libre querer,
pero no está condicionada en modo alguno por lo que queremos libremente ni por el
hecho de que libremente lo queremos. Sin duda, el cumplimiento del deber es imposible
sin un libre querer cumplirlo, pero este libre querer no es el deber, ni interviene en la
forma misma de la obligación en cuanto tal.
Querer-cumplir-el-deber es un requisito necesario, una condición indispensable, de la
conducta moralmente recta, y lo es cabalmente por cuanto es ésta un libre
comportamiento; y, sin embargo, no sabríamos describir nuestra vivencia del
cumplimiento del deber diciendo que lo cumplimos porque así queremos comportarnos.
La vivencia del cumplimiento del deber no es la de algo simplemente querido, sino la de
algo querido y, a la vez, obligado: exigido, debido, de una manera absoluta. De ahí que el
deber se nos haga presente por su forma —cualquiera sea su propia materia o contenido
— como un mandato que se nos dirige categóricamente: como un imperativo categórico,
por decirlo en los mismos términos con que Kant lo designa.
¿En qué se funda este carácter categórico del imperativo del deber? No es previo a
esta cuestión, sino simultáneo de ella —y lo mismo realmente—, el tratar de determinar
por qué el deber se nos hace presente —cuando efectivamente lo vivimos en su calidad
de deber— bajo la forma de un imperativo o mandato. Tratándose del deber, presentarse
como exigencia significa: estar dado según el modo de una exigencia absoluta, es decir,
justamente como un imperativo categórico. Lo que no se presenta de este modo no
puede ser un deber; y únicamente lo que es un deber puede tener la forma de un
imperativo categórico, presentándose, de esta suerte, como algo que exige ser-cumplido,
no como algo sumamente recomendable o valioso (merecedor, por ello, de ser llevado a
la práctica), pero carente de esa peculiar necesidad a la cual se da el nombre de
196
«obligación».
Preguntar por el fundamento de la exigencia absoluta que todo deber entraña es ya
admitir que esta exigencia tiene un porqué inteligible, una radical «logicidad», que la hace
esencialmente diferente de toda compulsión ciega, incompatible con la libertad. En
consecuencia, para poder responder a la pregunta por el fundamento del deber como
exigencia absoluta y objetiva se requiere, en primer lugar, un análisis descriptivo de esta
misma exigencia, en el cual se nos manifiesten los puntos de apoyo indispensables en el
planteamiento lógico de la cuestión. Tras este análisis, e investigando las implicaciones de
esos puntos de apoyo, habría que pasar directamente al análisis etiológico del deber,
determinando la más radical razón —el fundamento último— del imperativo moral. Sin
embargo, dado que el carácter absoluto del imperativo moral es lo que esencialmente da
ocasión a la pregunta por el último fundamento de esta clase de imperativo, y teniendo en
cuenta que ese carácter absoluto lo rechaza de plano la filosofía moral relativista, es
procedente que, antes de responder a esa pregunta, se lleve a cabo una detenida
exposición y discusión de los argumentos del relativismo ético. Así pues, la Segunda
Parte de este libro, íntegramente ocupada por la consideración del deber como exigencia
absoluta según su forma, abarcará tres capítulos, respectivamente dedicados al análisis
descriptivo del deber, al relativismo ético y al fundamento último del imperativo moral.
197
VI. Análisis descriptivo del deber
198
idea del deber u obligación moral es cosa que sólo se manifiesta cuando ya se ha iniciado
el análisis de esta idea. En la experiencia moral el deber queda concebido sin dificultad de
ningún género, sin el menor asomo de una interna contradicción. Lo cual no quiere decir
que en la captación pre-reflexiva del deber no se presente ninguna dificultad en la
determinación de las cosas que son deberes. En ocasiones se hace difícil determinar con
exactitud y certidumbre si un cierto modo de comportarse es realmente un deber o no lo
es; pero todas las dificultades que así surgen se refieren únicamente a la cuestión de «qué
cosas son obligaciones», no a la pregunta de «qué cosa es la obligación», y no porque
esta cuestión ya esté resuelta, sino porque su planteamiento sobrepasa el nivel de la
experiencia moral.
Sin una cierta intelección analítica de las notas constitutivas de un concepto no cabe la
posibilidad de que éste llegue a mostrársenos como intrínsecamente contradictorio,
siquiera sea tan sólo en la apariencia. Cuando, por ejemplo, J. Maritain atribuye a la
obligación moral el carácter de un «hecho paradójico y misterioso», describiéndolo
precisamente como el hecho de que «estamos obligados y, sin embargo, somos libres de
no hacer aquello a lo que nos sentimos constreñidos por la conciencia»[217], lo
paradójico de esta situación aparece mostrado en el enfrentamiento de la necesidad y la
libertad articuladas en el concepto en cuestión y en él sumariamente analizadas en calidad
de componentes suyos. Otro ejemplo, también muy claro y significativo, lo suministra P.
Descoqs cuando, refiriéndose al testimonio que de la responsabilidad y de la obligación
ofrece la conciencia, afirma que «ante esta voz de la conciencia, los hombres se perciben
como libres física y psicológicamente, pero no moralmente, por cuanto la violación del
mandato (de esa voz) se les presenta como algo esencialmente opuesto a la naturaleza
moral de ellos, la cual se ordena, de una manera invencible al bien honesto como fin
inmediato esencialmente conexo con el fin último propio. Con otras palabras: nos
percibimos como categóricamente obligados y, en primer lugar, como responsables, de tal
suerte que nos vemos a nosotros mismos como dueños de la acción y a la vez, sin
embargo, como siervos»[218].
Con la fórmula «nos vemos a nosotros mismos como dueños de la acción y a la vez,
sin embargo, como siervos» se da expresión a la evidente apariencia paradójica del modo
en que la conciencia del deber nos hace auto-referentes. Es ésta, efectivamente, una
conciencia en la cual nos vivimos a nosotros mismos como dueños de nuestra acción
porque nos percibimos como seres que libremente eligen el ponerla o el omitirla; pero es
asimismo una experiencia en la cual nos vivimos en calidad de siervos porque en ella no
podemos dejar de sentirnos objetivamente sujetos o ligados (ob-ligados) a eso mismo que
libremente podemos poner u omitir. Sin la vivencia de nuestra libertad de albedrío no es
posible la experiencia del deber, y tal es, sin duda, el sentido en el que Kant (según arriba
se expuso, y detenidamente se consideró, en el último apartado del § 3 del Capítulo IV)
afirma la libertad como ratio essendi de la ley moral y ésta, a su vez, como ratio
cognoscendi de aquélla. Las nociones del deber y de la ley moral no son exactamente
equivalentes, pero no cabe duda de que también puede decirse que el deber tiene en la
libertad una ratio essendi y que respecto de ella se comporta asimismo como una ratio
199
cognoscendi. La experiencia del deber es experiencia de la libertad en el mismo sentido y
por la misma razón en que se impone como una verdad inferida la conclusión «puedes»
fundándola en el «debes». Pero la experiencia del deber no es solamente experiencia de
nuestra libertad, sino también de nuestra sujeción a una necesidad objetiva que como tal
se nos impone en una forma enteramente sui generis, irreductible a cualquier otra forma
de necesidad, precisamente porque presupone la libertad de opción y se articula con ella,
dirigiéndole una exigencia radical.
Aunque es tan sólo una contradicción meramente aparente, la paradoja del deber ha
de tomarse en serio, no a la manera de una figura retórica pura y simple, si en verdad el
análisis del ser del deber ha de llevarse a cabo con entero rigor. Justamente por ello
resulta oportuna aquí la consideración del argumento de Schopenhauer frente a la idea
del deber que Kant define como la necesidad de la acción por respeto a la ley. Para
Schopenhauer esta necesidad del deber es contradictoria (y no tan sólo de una manera
aparente, sino de un modo efectivo): «Mas lo que es necesario acontece y es inevitable,
mientras que, en cambio, las acciones por puro deber no solamente no se cumplen en la
mayor parte de las ocasiones, sino que hasta el propio Kant confiesa que no tenemos
ningún ejemplo seguro de la intención de haber actuado por deber. (…) Como quiera que
es justo el interpretar siempre a un autor del modo más favorable, diremos que su
opinión apunta a que una acción cumplida por deber es objetivamente necesaria, pero
subjetivamente contingente. Pero ello es más fácil de decir que de pensar: porque ¿dónde
está el objeto de esa necesidad objetiva, cuyo efecto en la realidad no se presenta en la
mayoría de los casos y quizá nunca?»[219].
Las ideas así expresadas por Schopenhauer acerca de lo necesario son excesivamente
reduccionistas y dan prueba bien clara de la falta de una suficiente atención a la
pluralidad de las inflexiones analógicas, no unívocas, del concepto de la necesidad. Ya al
afirmar que «lo que es necesario acontece» limita abusivamente Schopenhauer el alcance
de la necesidad, por adscribirla, de una manera exclusiva, a lo que no puede dejar de
llegar a ser, de donde resulta que no sería necesario lo que no cabe que no sea, porque
para poder llegar a ser es indispensable el no haber sido. Ello no obstante, podemos
prescindir de este reparo, a la vista del hecho de que en la definición kantiana del deber, a
la que Schopenhauer se refiere, la idea de lo necesario está concretamente aplicada a la
acción y, por cierto, a la acción humana. Mas aun así, referido a la acción humana y sólo
a ella, ¿es verdad que lo necesario acontece y que —como también dice Schopenhauer—
es algo que no puede faltar (unausbleiblich)? Equivalentemente: ¿es verdad que una
acción humana necesaria no puede no acontecer?
Si por «acción humana necesaria» se entiende la imprescindible para que algo distinto
de ella llegue a ser, cabe perfectamente que esa acción no acontezca nunca, por no tener
el carácter de lo necesario en el sentido de lo que no puede no ser, sino tan sólo en el de
la imposibilidad de que algo distinto de ella llegue a ser sin que ella misma sea o haya
sido. Ciertamente, no es de esa clase la «necesidad de la acción por respeto a la ley», a la
que Kant considera como definitoria del deber; pero coincide con ella por cuanto ninguna
de las dos es la necesidad de lo que no puede, en modo alguno, no ser. La contradicción
200
señalada por Schopenhauer como algo que afecta esencialmente a la idea kantiana del
deber es cosa que en definitiva proviene de la reducción del concepto de lo necesario al
concepto de lo que no es contingente en la más propia acepción. De esta suerte, también
se habría de tener por esencialmente contradictoria la aplicación del concepto de lo
necesario a «lo que verdaderamente es necesario para que otra cosa llegue a ser»,
cuando lo verdaderamente contradictorio es que algo llegue efectivamente a ser sin que
también sea, o haya sido, lo que para ello es necesario.
Con la distinción entre la necesidad objetiva y la subjetiva parece, por un momento,
que Schopenhauer va a abandonar su reducción de la idea de lo necesario, haciendo
posible la aplicación de esta idea a la intelección del deber en el sentido de Kant. No es,
sin embargo, eso lo que sucede, pues lo que realmente intenta Schopenhauer es una
nueva forma de su ataque a la ética kantiana, centrada en el concepto del deber. La
posibilidad de que algo sea objetivamente necesario y subjetivamente contingente no
implica contradicción de ningún género. Tampoco implica ninguna contradicción, según
arriba se ha expuesto, que lo necesario para que alguna cosa llegue a ser sea otra cosa
que en sí misma es contingente. E igualmente debe advertirse que esta posibilidad es la
de algo dotado de necesidad objetiva, aunque contingente en acepción ontológica. Pero la
idea de lo objetivamente necesario queda oscurecida por Schopenhauer en su crítica a la
noción kantiana del deber, y de tal forma que así no cabe aplicarla a lo necesario para
que algo acontezca. La pregunta, que quiere ser una objeción, formulada en los términos
«¿dónde está el objeto de esa necesidad objetiva, cuyo efecto en la realidad no se
presenta en la mayoría de las ocasiones y acaso nunca?» es ya una pregunta oscura y
una oscura objeción, si con ella ha de suponerse que todo «objeto» está en alguna parte
y que cualquier necesidad objetiva ha de tener un efecto presente en la realidad alguna
vez.
Ningún objeto está, en tanto que objeto, en parte alguna, físicamente hablando. El
objeto está, de un modo intencional, ante la mente, no físicamente en ella. Es ob-jectum,
no in-jectum. (Ni tan siquiera los objetos corpóreos están, en tanto que objetos, situados
en alguna parte del espacio). Y si la pregunta acerca de dónde se encuentra el objeto de
esa necesidad objetiva en que el deber consiste equivale a la pregunta «¿cuál es ese
objeto?», la respuesta estriba en afirmar que el objeto en cuestión es el contenido o
materia del deber, lo que en cada caso está afectado por esa particular necesidad
expresada con el término «deber» o con la palabra «obligación» cuando efectivamente
los usamos en su acepción moral. Dicho de otra manera: el objeto acerca del cual
pregunta Schopenhauer (en la seguridad de no poder tener respuesta alguna) es la acción
en cuya necesidad objetiva por respeto a la ley consiste para Kant el deber. Y ésa sería
justamente la respuesta kantiana, donde el respeto a la ley constituiría el fundamento de
la necesidad objetiva del deber en cuanto tal. Para que también sea la respuesta que aquí
podemos considerar oportuna habría que dejar a un lado el «respeto a la ley» como
fundamento de la necesidad objetiva a la que nos estamos refiriendo (pues la inclusión de
ese respeto no hace más clara la respuesta, antes por el contrario la complica con una
tesis cuya justificación no sería procedente ahora). Digamos, por consiguiente y en
201
resumen, que la definición kantiana del deber incluye de un modo explícito el objeto por
el que se pregunta Schopenhauer, y que este objeto, en cuanto afectado por una
particular necesidad objetiva, es cabalmente la acción humana en su sentido más amplio,
el cual se extiende hasta el punto de aplicarse también a las omisiones (en su carácter de
libremente queridas).
Hasta aquí el único modo de necesidad objetiva que, además del propio del deber,
hemos tenido en cuenta ha sido el correspondiente a lo necesario no en sí mismo, sino
para que otra cosa llegue a ser. Y la razón de que lo hayamos atendido en nuestro
análisis de la obligación ha sido el hecho de que en él se encuentran enlazadas una
auténtica forma de necesidad y una manifiesta contingencia. Para la comparación de esta
estructura con la peculiar del deber es especialmente relevante el caso de la libre acción
humana necesaria para lograr un fin. A esta acción, que es contingente por ser libre, le
conviene asimismo la necesidad objetiva que respecto del fin tiene el medio
indispensablemente requerido para poder lograrlo. Semejante necesidad, a la cual
llamaremos mesológica, es así la de algo objetivamente necesario y, a la vez,
subjetivamente libre. La acción humana afectada por la necesidad mesológica es
objetivamente necesaria en su relación a algo que le es extrínseco: necesaria para ese
algo, no en sí misma, ni en el mismo sujeto activo que puede ponerla en práctica. Se
trata, indudablemente, de una necesidad que también es objetiva en el sentido de
encontrarse basada en el ser de la acción a la que concierne y en el del fin para el que es
un medio imprescindible esta acción, la cual resulta así una acción exigida por ese fin en
virtud, justamente, de lo que él mismo es y de lo que es ella misma. La necesidad
mesológica de una acción humana es, por consiguiente, una exigencia objetiva y relativa,
cuyo cumplimiento acontece de una manera libre, i. e., no subjetivamente necesaria.
No por ser relativa es, digámoslo así, menos exigente la exigencia en la cual consiste la
necesidad mesológica de una acción humana. Si x es un medio imprescindible para poder
lograr y, la necesidad de poner x para que y sea logrado es objetivamente una exigencia
no aminorada o rebajada, en modo alguno, por la esencial relatividad del medio en tanto
que medio al fin en tanto que fin. Y tampoco es que esta esencial relatividad no esté
presente en la exigencia de nuestras acciones mesológicamente necesarias. Patentemente,
la exigencia de x para y es una exigencia relativa, mas no una «exigencia débil» —
correspondiendo a algo así como una «necesidad tan sólo hasta cierto punto»—, si para
el logro de y es x verdaderamente imprescindible.
Por tanto, la libertad en el cumplimiento de nuestras propias acciones mesológicamente
necesarias es por completo ajena a la esencial relatividad de la exigencia objetiva de estas
mismas acciones. Tanto si pongo el x imprescindible para poder lograr y, como si no lo
pongo, la libertad de mi modo de comportarme no está ni favorecida ni impedida por la
intervención de una fuerza que consistiese en la «necesidad de x para y». Semejante
necesidad no es fuerza alguna, como tampoco lo es la necesidad, por ejemplo, de que
dos cosas coincidentes con una tercera coincidan también entre sí. Esta necesidad no
mesológica, sino pura y simplemente lógica, es asimismo una necesidad objetiva, no una
energía o fuerza que operando sobre mi mente me haga imposible la libertad de pensar
202
que no son coincidentes entre sí esas dos cosas que con otra coinciden. La prueba de que
mi libertad de pensar de este modo no está imposibilitada por la necesidad objetiva en
cuestión, la proporciona el hecho de que, por una parte, al pensar que la mutua
disconveniencia de dos cosas coincidentes con una tercera es imposible, yo estoy
pensando esa disconveniencia; y, por otra parte, no me veo impedido de querer afirmarla
libremente. Lo que entonces afirmo es un absurdo, pero su afirmación es un hecho, un
acto efectivo y, por tanto, no un imposible, puesto que ha podido realizarse y,
ciertamente, de una manera libre, no impuesta, en manera alguna, por una presión de lo
afirmado ni por la misma naturaleza de mi facultad de entender.
La índole propia del entendimiento humano no constriñe a la afirmación, ni tampoco a
la negación, de lo afectado por alguna clase de necesidad objetiva. Y salvadas las
diferencias, otro tanto se ha de decir de la potencia volitiva humana. La índole propia de
ella no nos fuerza a la volición, ni tampoco a la nolición, de lo objetivamente necesario.
Por consiguiente, no nos fuerza al cumplimiento del deber, y ello hace verdadera la
fórmula mencionada por Schopenhauer: el deber es objetivamente necesario y
subjetivamente contingente. Para Schopenhauer, según vimos, esta fórmula se dice más
fácilmente que se piensa; pero también hemos advertido ya la inconsistencia de la
acusación y no vamos, por tanto, a volver sobre ella. Ahora bien, el concepto de «lo
objetivamente necesario y subjetivamente contingente», por ser aplicable a los tres tipos
de necesidad objetiva a los que hemos venido haciendo referencia, no basta para perfilar
por completo la noción del deber. Tampoco bastaría la sustitución de «subjetivamente
contingente» por «subjetivamente libre», como quiera que ni la necesidad mesológica ni
la necesidad lógica nos fuerzan a asumir lo determinado por ellas. Sin embargo, no queda
así demostrado que el carácter de «subjetivamente libre» convenga al deber del mismo
modo que a las otras dos formas de necesidad objetiva; y, en consecuencia, lo que ahora
procede es examinar la relación que con la libertad mantiene lo objetivamente necesario
en su triple inflexión mesológica, lógica y deontológica.
La acción dotada de una necesidad objetiva de índole mesológica se relaciona con la
libertad (se sobreentiende, con la propia del ser humano, la única que ahora nos ocupa)
de dos modos: uno negativo, el cual conviene también a las demás inflexiones de lo
objetivamente necesario, y otro positivo. Negativamente se relaciona con la libertad en
tanto que no la impide. La necesidad de poner x para poder lograr y no es de tal índole
que me fuerce a asumirla teórica o prácticamente. La asumimos teóricamente al
afirmarla, reconociéndola como tal necesidad, pero incluso en los casos en que nos es
evidente podemos tomarnos la libertad de negarla, de un modo análogo al de la libertad
que nos tomamos al afirmar un absurdo a sabiendas de que lo es. Y asumimos
prácticamente una acción determinada por alguna necesidad de índole mesológica cuando
decidimos realizarla. Tampoco esta manera de asumirla es un efecto, como quien dice,
mecánico, de la necesidad de x para y, ni siquiera en el caso de que y sea querido y de
estar teniendo la evidencia de la necesidad de poner x para poder lograrlo. Si x, por
alguna razón, no me parece admisible, no lo pongo y renuncio a y, como sucede cuando
se desiste de perseguir una finalidad, atractiva en principio, pero cuya consecución exige
203
poner en práctica unos recursos éticamente ilícitos («el fin no justifica los medios»).
Evidentemente, es verdad, bien conocida, que quien ya esté decidido a conseguir y a
todo trance, saltará por encima de sus «escrúpulos éticos», pero ello no es realmente una
objeción a lo que se acaba de decir, porque no cabe estar decidido a algo sin haber hecho
la correspondiente decisión, que es un acto de libertad.
Con todo, incluso en los casos en los que no llega a resultar prácticamente asumida, la
necesidad mesológica se hace presente en la forma de una exigencia hecha a la libertad, y
en ello estriba el modo positivo en que con ésta se relaciona toda acción
mesológicamente necesaria y que como tal es vivida. Hacernos cargo de la necesidad de
poner x para poder lograr y es, indudablemente, captar una relación entre x e y; pero, en
el supuesto de que y esté siendo querido por nosotros, el captar esa relación es
indudablemente, y de un modo esencial, sentirnos a nosotros mismos exigidos a tomar la
decisión de poner x. La posibilidad de decidir lo contrario deja intacta la índole de
exigencia dirigida por esa necesidad a nuestra facultad de decidir. Si resuelvo no poner x,
lo que hago es precisamente rechazar la exigencia que éste me hace de que me decida a
ponerlo. Lo rechazado no es un nexo mesológico, sino un apremio, y el rechazarlo no es
una mera operación intelectiva, sino una efectiva decisión. De ahí que, en suma, haya de
afirmarse que la manera positiva en que la acción mesológicamente necesaria se relaciona
con la libertad sea la exigencia de usar de la libertad en favor de esa acción, en el
supuesto —es imprescindible el subrayarlo— de que el fin para el que es objetivamente
necesaria esté siendo querido por el mismo sujeto agente. Se trata, en suma, de una
verdadera exigencia hecha a la libertad, pero sólo de una exigencia esencialmente
condicionada o relativa, no absoluta, por suponer la volición del fin al cual se ordena.
Muy distinto es el caso de lo afectado por la necesidad que hemos llamado lógica. Esta
necesidad, de la que antes hemos considerado un ejemplo, es la de las leyes lógicas en
cuanto tales, i. e., la de las leyes a las cuales la ciencia lógica se refiere y, por extensión,
también la necesidad de todo cuanto se ajusta a esas leyes y en tanto que así se ajusta.
Entendida de esta manera, la necesidad lógica mantiene con la libertad un nexo
exclusivamente negativo, el cual consiste en no hacer imposible usarla. El único modo de
asumir esta clase de necesidad objetiva es el teórico y estriba en reconocerla, con un acto
de afirmación, como necesidad indefectible de una manera absoluta. A diferencia de lo
que acontece en el caso de la vivencia de lo mesológicamente necesario, la intelección y
la volición de un fin no constituyen una condición que relativice a lo necesario en el
sentido lógico. Mas también en oposición a lo mesológicamente necesario, no posee lo
afectado por la necesidad lógica el carácter de una exigencia dirigida al sujeto humano en
cuanto libre, es decir, no es vivida en la forma de algo que nos apremia a que tomemos
una decisión.
El resultado de comparar entre sí las dos clases de necesidad objetiva hasta aquí
analizadas puede formularse en este esquema: mientras la necesidad mesológica es una
exigencia dirigida a la libertad, pero no es absoluta, la necesidad lógica es, en cambio,
absoluta, pero no es una exigencia dirigida a la libertad. Pues bien, frente a los dos tipos
de necesidad objetiva hasta aquí analizados, la peculiar del deber se caracteriza por reunir
204
las propiedades positivas de ambos. El deber, en efecto, es una exigencia dirigida a la
libertad de una manera absoluta. En oposición a la mera necesidad lógica, no solamente
no impide el efectivo uso de la libertad, sino que lo exige, y, a diferencia de la necesidad
mesológica, lo exige de una manera absoluta, no de un modo condicionado o relativo.
La paradójica síntesis de necesidad y libertad, ya presente en el comienzo mismo del
análisis de la forma propia del deber, no aparece de ningún modo en la pura y simple
necesidad lógica, pero en el análisis de la necesidad mesológica se hace también patente a
su manera, la cual viene determinada por el carácter condicionado, relativo, de la forma
propia de esta necesidad. Lo que en ella se enlaza con la libertad no es una necesidad
absoluta, pero sí, en cambio, una necesidad genuina: concretamente una exigencia, que
aunque parezca oponerse a la libertad, en realidad está presuponiéndola. Es en el carácter
esencialmente condicionado de esta exigencia, y no en que sea una exigencia meramente
aparente, donde ha de verse la nota que en verdad la distingue de la necesidad propia del
deber. Y a la inversa: la nota por la que la necesidad propia del deber se distingue
realmente de la necesidad mesológica no consiste en que, a diferencia de éste, aquélla sea
una exigencia verdadera y no sólo aparente, sino en que es una verdadera exigencia
absoluta.
¿Ha de pensarse entonces que la peculiar necesidad del deber, por ser la propia de una
verdadera exigencia absoluta, excluye toda relación a un fin, en oposición, justamente, a
la relatividad característica de las exigencias mesológicas? La respuesta habría de ser
afirmativa si el depender de un fin fuese realmente lo que hace que una exigencia dirigida
a la libertad tenga el carácter propio de lo mesológicamente necesario. Mas lo que
confiere este carácter a una exigencia dirigida a la libertad no es el depender de un fin,
sino el depender de una volición que tiene a un fin por objeto. La necesidad de poner x
para poder lograr y es indudablemente la exigencia que en relación a un fin conviene a
algo que para éste es un medio, y ya por ello esa necesidad merece ser llamada
teleológica en un sentido muy amplio, que no es, por cierto, el que interviene en la
constitución de la síntesis, aparentemente paradójica, de necesidad y libertad, según el
modo en que esta síntesis es posible en lo mesológicamente necesario. Con otros
términos: en las consideraciones aquí hechas, la necesidad que hemos llamado
mesológica no nos ha interesado por sí misma, sino sólo en tanto que afecta a la libertad
constitutiva de unas acciones humanas. Únicamente así, como exigencia dirigida a esta
libertad, puede parecernos paradójica, de un modo análogo a como también nos puede
resultar paradójica la exigencia dirigida a la libertad por la necesidad objetiva del deber.
En la necesidad de poner x para poder lograr y no hay ninguna exigencia dirigida a mi
libertad, mientras y no sea objeto de una volición mía. Previamente a esta volición, es
relativa, sin duda, pero lo es tan sólo en el sentido de relativa a un fin, no por tener el
carácter de una necesidad condicionada. Lo que le confiere este carácter no es el ser la
«necesidad de un medio para un fin», sino el ser la «necesidad de un medio para un fin
que yo estoy ahora apeteciendo». Por estar yo dirigido volitivamente a ese fin es por lo
que, a su vez, la exigencia de que yo ponga el medio correspondiente se dirige a mi
libertad, a mi propia capacidad de decisión. Con lo cual, sin embargo, no está dicho que
205
mi volición de y sea el único fundamento de la exigencia de que yo ponga el x
indispensable para poder lograrlo. (Mi volición de y es solamente una parte del
fundamento propio de esta exigencia. La otra parte de ese mismo fundamento la
constituyen x e y en sus respectivos modos de ser y, consiguientemente, en la relación
mesológica del primero al segundo, dada con entera independencia del concreto ejercicio
de mi facultad de querer).
Por el contrario, el fundamento de la exigencia deontológicamente dirigida a mi libre
capacidad de decidir no incluye ninguna volición mía. La exigencia propia del deber es
vivida por mí como formalmente independiente de que yo esté queriendo este fin o aquel
otro. Y así es como le conviene la índole de absoluta, el carácter de ab-suelta, des-ligada,
de todas mis voliciones. Mientras la exigencia mesológica es un ligans ligatum, vinculado
a una condición sin la cual no vincula en modo alguno, la exigencia propia del deber es
cabalmente un non ligatum ligans, es decir, una incondicionada obligación. Kant lo ha
visto con ejemplar claridad en su concepción del imperativo categórico precisamente
como irreductible a los imperativos hipotéticos —i. e., condicionados, relativos—, sea
cualquiera el supuesto, la hipótesis, de que en cada caso dependan.
Por el momento, no hablaremos aquí de imperativos en su calidad de expresiones
prácticas de necesidades o exigencias. Es éste un asunto del cual habremos de ocuparnos,
con la necesaria extensión, en el último parágrafo de este mismo capítulo. Ahora se trata
de continuar el análisis del deber, pasando a señalar el fundamento en el que éste se
apoya de una manera inmediata y según su propio carácter de obligación absoluta.
Porque el ser una obligación sin condición no es lo mismo que el ser una obligación sin
fundamento, ni excluye, por lo demás, toda forma posible de relación a un fin. Aquí
examinaremos solamente el fundamento inmediato del deber. La cuestión del fundamento
último será el tema del capítulo final de esta Segunda Parte, porque el análisis que ahora
estamos haciendo se refiere al ser del deber tal como éste aparece en la respectiva
experiencia, donde el único fundamento que se nos hace presente es el inmediato y como
tal vivido de una manera espontánea.
Al análisis del ser del deber pertenece, desde un punto de vista rigurosamente
fenomenológico, la mostración del fundamento inmediato del deber según su forma, no
según su materia o contenido. La expresión «punto de vista estrictamente
fenomenológico» designa aquí una actitud, no una doctrina, ni tampoco un método (el
cual no podría por menos de tener, como a todos los métodos les es naturalmente
imprescindible, unos ciertos presupuestos doctrinales). El análisis fenomenológico del
especial ser del deber es sencillamente —tal como hasta aquí hemos venido haciendo—
la descripción de lo que es el deber según éste aparece en la experiencia que de él
poseemos. Y la mostración del fundamento inmediato de la forma del deber pertenece
así, fenomenológicamente, al análisis del ser del deber, porque éste, según su forma, se
nos hace presente, en la respectiva experiencia, juntamente con ese fundamento. O lo
que es igual: el deber es vivido como algo fundado, justificado, de una manera objetiva:
como lo contrario, cabalmente, de una pura arbitrariedad o mero capricho del sujeto
mismo que lo vive o de alguien distinto de él; y, como quiera que ello acontece, no en
206
una reflexión discursiva y abstracta, sino en una experiencia, el aparecerse del deber
como algo fundado o justificado de una manera objetiva es un hacerse presente, en cada
caso, con aquello que lo fundamenta o justifica de esa misma manera. En una palabra:
según la forma misma que le es propia, todo deber se muestra fenomenológicamente
inseparable de su concreto fundamento inmediato y no tan sólo de su calidad de
objetivamente fundado o justificado.
Ese fundamento inmediato es el valor moral positivo, la bondad moral, del acto libre
exigido por el deber en cada concreta ocasión. Al definirlo de este modo son también
tenidos en cuenta los llamados deberes negativos, las exigencias morales de omitir o
evitar. El fundamento inmediato de la propia forma deontológica de estas exigencias
negativas no es negativo, sino positivo. La evitación u omisión de lo moralmente malo es
moralmente buena. (Con ello se hace patente, una vez más, la esencial prioridad de lo
positivo, también en el orden propio de la moralidad).
El fundamento estrictamente fenomenológico del deber, lo que en la experiencia de
éste percibimos como la razón que nos lo justifica, es el ser, en una de sus flexiones
axiológicas: el ser-moralmente-bueno lo moralmente exigido en cada concreta ocasión. Si
cuando se niega que el deber tenga su fundamento en el ser no se está negando tan sólo
que el deber pueda inferirse del mero ser en cuanto dato axiológicamente neutro, nada
cabe objetar, porque semejante negación se limita a ser la expresión de una absoluta
evidencia. La bondad moral de la acción exigida por el deber tiene, indudablemente, la
índole de un valor, mas justamente por ello le conviene a esa acción el ser-valiosa, según
el modo del ser-buena-moralmente, lo cual es, también sin ninguna duda, una cierta
flexión del ser. Esto mismo, aunque formulado de una manera menos rigurosa, quedó ya
señalado en la Primera Parte de este libro al decir que «la verdad de la ley de Hume se
reduce a la imposibilidad de fundamentar el deber en el mero ser, pero esta evidente
imposibilidad no excluye en manera alguna la necesidad de fundamentar el deber en el
ser de lo bueno en cuanto bueno o, lo que es lo mismo, en la verdad de que tal o tal cosa
es buena» (véase el apartado b) del § 3 del Capítulo III). En comparación con esta
fórmula es obvio que resulta preferible la que sustituye la referencia general a «lo bueno»
por la referencia especial a «lo bueno moralmente», si bien es cierto que tal sustitución
está de sobra cuando por lo bueno se entiende lo que para el hombre es bueno de una
manera absoluta, tal como se hace, por ejemplo, cuando se toma el «bonum est
faciendum, et malum vitandum» como el primer principio de la moralidad.
La razón de que lo bonum sea faciendum está en su propia bondad, y la razón de que
sea vitandum lo malum está en su propia maldad. El nexo de lo fundamentado con el
fundamento es inmediatamente aprehendido en la experiencia efectiva del deber. No es
solamente que no necesite unas especiales reflexiones, sino que no tiene necesidad de
reflexión alguna. Por eso el primer principio moral es evidente de una manera absoluta,
es decir, quoad omnibus, no sólo quoad sapientibus. La evidencia de este principio es la
patencia inmediata de que el deber se basa, por lo que atañe a su forma misma de deber,
en la bondad de su contenido o materia. Por ser evidente esta bondad —y, desde luego,
en el más pleno sentido— es por lo que es evidente la exigencia propia del deber. Y
207
exactamente por ello es también por lo que el primer principio moral puede parecernos
una mera tautología. Aunque no la es, puede parecerla, porque el nexo de lo faciendum
con lo bonum, así como el de lo vitandum con lo malo, es enteramente inmediato e
indubitable, «como si» lo exigido positivamente y su bondad fuesen uno y lo mismo, y
«como si» lo exigido negativamente y su maldad fuesen entre sí idénticos.
El valor consistente en la bondad moral de lo que el deber exige y en la que éste se
funda es, en cada uno de los casos, el valor de un acto entendido en concreta referencia
a la ocasión. Por supuesto, ello no quiere decir que se den ocasiones en las que el deber
no esté fundado en la bondad moral, sino que aquello a lo que ésta pertenece es
esencialmente ocasional en su contenido o materia. El fundamento puramente
fenomenológico del deber es en todas las ocasiones la bondad moral de lo exigido por
éste, mas esa bondad moral no es en todo momento la bondad de una y la misma acción,
ni tampoco la de unas mismas especies o clases de acciones, determinadas sin tener en
cuenta las particulares circunstancias propias de cada caso.
Con la afirmación de la índole esencialmente ocasional del deber por lo que respecta a
su materia o contenido se asegura la más exacta comprensión del carácter absoluto del
deber en lo que atañe a su forma. Atribuirle a la forma misma del deber, así como al
fundamento fenomenológico de éste, un carácter inequívocamente absoluto, es tanto
como decir que ni esa forma ni ese fundamento son, en cuanto tales, relativos a la
estructura, siempre esencialmente ocasional, de lo exigido por el deber en cada caso. Sea
cualquiera la índole de lo que el deber nos impone, la exigencia que éste nos hace es
absoluta, como es también absoluto el valor propio de la bondad moral que fundamenta
al deber, sea cualquiera el comportamiento al que en cada caso corresponde esta misma
bondad.
¿Mas en qué sentido es absoluto —hemos de preguntarnos ahora— el valor propio de
la bondad moral o, equivalentemente, la de aquello en lo que se basa el deber qua deber?
La cuestión así planteada no puede dejar de conducirnos a la del fundamento último del
imperativo moral. ¿Cómo es posible que una acción humana, la cual, en tanto que
humana, es algo limitado y contingente, posea un valor absoluto? Es patente que por sí
misma no lo puede tener. ¿Qué es, pues, lo que en definitiva se lo da, habida cuenta de
que ese mismo valor es el fundamento de una exigencia hecha a la libertad, es decir, de
un imperativo o mandato? El mero análisis fenomenológico, aunque a su modo ha
servido para preparar la cuestión, no basta, en cambio, para resolverla, ni tan siquiera, en
rigor, para plantearla, sino tan sólo para entregarnos los datos sin los cuales son
imposibles ambas cosas. Pero el análisis fenomenológico está dotado de la virtualidad de
un instrumento idóneo para dar respuesta a la pregunta por el sentido en que se califica
de absoluto el valor propio de la bondad moral, en la cual consiste el fundamento,
precisamente fenomenológico, del deber en cuanto deber.
Ya en nuestra experiencia del deber —una experiencia que constituye el tema del
análisis con el que nos venimos ocupando— nos percibimos a nosotros mismos como
obligados de una manera absoluta a decidirnos por un cierto comportamiento. Lo que así
nos obliga es vivido como absoluto al vivirnos como obligados de una manera absoluta.
208
Con entera espontaneidad atribuimos al fundamento, directamente captado, de la
exigencia propia del deber, el mismo carácter incondicionado —y, en este sentido,
absoluto— con que esta exigencia nos constriñe. Y, como ya anteriormente hemos
advertido, la exigencia propia del deber nos obliga de un modo incondicionado por cuanto
no está ligada a la volición, nuestra, de algún fin. En ello, como también se ha expuesto
aquí anteriormente, estriba la razón esencial de ser de la necesaria distinción entre la
exigencia deontológica y la teleológica. Esta distinción, que es lo que inspira y
radicalmente preside a la teoría kantiana del deber, ha sido llevada por Kant hasta el
extremo de excluir del concepto del deber toda conexión con el concepto de fin, salvo la
contenida en el imperativo de no tratar nunca a los demás hombres como simples
medios, sino siempre al mismo tiempo como fines. Pero es el caso que de las posibles
referencias al fin la que más propiamente importa en el análisis de la experiencia del
deber es la que enlaza el deber con su fundamento fenomenológico, y ello porque el
valor de la bondad moral, en oposición al de la utilidad, es el valor de un fin, cualquiera
sea el contenido de la exigencia deontológica emanada de él.
Lo moralmente bueno es un fin en sí mismo y, en cuanto tal, es el fundamento, no la
condición, de esa especial exigencia, aparentemente paradójica, a la que damos el
nombre de deber. Equivalentemente: la necesidad propia del deber es absoluta porque la
bondad moral, en la cual consiste su fundamento axiológico formal, es algo
incondicionado en su valor por ser un fin en sí mismo, no por otra razón ni en una
acepción distinta. Y aunque no todo cuanto es un fin en sí mismo tiene el carácter de lo
moralmente bueno, es, en cambio, verdad que todo lo moralmente bueno tiene la índole
propia de ese noble género de fines. Por lo cual, aunque igualmente es cierto que no todo
fin en sí mismo dirige a la libertad humana una exigencia, los que tienen la propiedad de
dirigírsela no pueden dejar de hacerlo de un modo incondicionado.
Mas aún queda por responder otra pregunta: la que interroga acerca de lo que hace
que algo bueno lo sea precisamente en el sentido de la bondad moral. La respuesta más
exacta y clara a esta pregunta es la que dice que es moralmente bueno lo que de un modo
incondicionado hace que un hombre sea bueno, i. e., lo que hace que sea bueno como
hombre, no en ningún otro sentido, puesto que entonces la bondad moral quedaría
relativizada a algo posible, pero no esencial, en el modo humano de ser, dependiendo,
por tanto, de alguna determinación que no contiene de una manera absoluta, sino tan sólo
condicionada o relativa, a nuestra específica naturaleza. Así, pongamos por caso, la
bondad que conviene a un hombre por el hecho de ser un buen pintor le conviene de un
modo relativo, condicionado por una determinación profesional, y no en la forma
absoluta de lo moralmente bueno. Desde luego, al decir que la bondad moral es la propia
del hombre en cuanto hombre no se hace una descripción del contenido —o, mejor en
plural: los contenidos— de los actos libres que la cumplen. Mas la cuestión de qué hayan
de ser esos contenidos no pertenece al análisis del ser formal del deber, y, por
consiguiente, habrá que tratar de ella en otro momento (concretamente, en la última parte
de este libro, cuyo tema lo constituye la relatividad de la materia del deber).
Por último, y a la vista del uso de las expresiones «bueno sin restricción» y «bueno o
209
valioso incondicionadamente» como sinónimos[220], es oportuno hacer la aclaración de
que la bondad moral, en la cual consiste el fundamento fenomenológico del deber, no es
bondad irrestricta o incondicionada nada más que sobre la base de la esencial limitación
que le atañe por ser bondad para el hombre. Con este «para» no se introduce ningún
tipo de condicionamiento por las voliciones humanas (según es propio de las exigencias
teleológicas). Se trata sólo de una limitación por virtud de la cual ha de afirmarse que lo
moralmente bueno tiene un valor absoluto, mas no un valor infinito, irrestricto en plena
acepción. «“Bueno” en sentido absoluto —observa M. Scheler— no es igual que
“bueno” en sentido infinito, un “bueno” que sólo a la idea de Dios corresponde. Pues
únicamente en Dios podemos en cualquier caso ver también como incluido el valor
absolutamente supremo»[221].
Lo más esencial en nuestro análisis del ser formal del deber ha quedado ya expuesto
en las consideraciones que acabamos de consignar. Ello no obstante, hay algunos
extremos cuya discusión puede resultar provechosa para el mejor esclarecimiento de la
idea formal del deber y que no hemos atendido, por no ser estrictamente necesarias, en el
análisis hasta ahora efectuado. Tales son algunas cuestiones resultantes de la
confrontación de las tesis que hemos mantenido con las que también acerca del deber
(sobreentendiendo, siempre, el deber ético u obligación moral) ha formulado M. Scheler
en el más célebre de todos sus escritos.
El objetivo perseguido por Scheler en su descripción de los elementos —nada menos
que cuatro llega a señalar como característicos— de la idea del deber es hacer patente la
imposibilidad de fundamentar la Ética en esta idea: «Si a la idea del deber se le quita el
carácter un tanto mágico que por obra de los apóstrofes kantianos ha recibido, y no
asumimos el punto de vista pragmático del rendimiento práctico posible de la pasión del
deber, el análisis hace patente en aquella idea cuatro elementos, cuya pura y simple
mostración hace ver que la Ética no puede basarse en ella»[222].
La recusación scheleriana de la idea del deber como fundamento de la Ética no afecta
a las consideraciones y argumentos desarrollados en nuestro análisis del deber según su
forma, y ello por la bien clara razón de que este análisis no tiene como presupuesto, ni
como consecuencia, la tesis de la fundamentación de la Ética en la idea del deber, ni
comparte con Kant la atribución de un valor cuasimágico a esta idea, que es la de algo
fundado en un valor absoluto, pero limitado en sí mismo. En cambio, los argumentos
empleados por Scheler para tratar de conseguir su objetivo son de muy escasa
consistencia y responden a puntos de vista incompatibles con una genuina descripción
fenomenológica del ser formal del deber. Así cabe mostrarlo en cada una de las cuatro
características asignadas por Scheler a la idea del deber. Veámoslas tal como el propio
Scheler las consigna y reducidas a lo más esencial:
a) «El deber es, en primer lugar, una “compulsión” o una “coerción” en dos
direcciones. Por una parte, frente a la inclinación, es decir, frente a todo cuanto tiene el
210
carácter de “aspirar dentro de mí”, de la tendencia no vivida como procedente de mi
propia mismidad individual, como el hambre, la sed, una inclinación erótica en excitación,
etc. Pero es también una compulsión, una coerción, frente al mismo querer individual
(…), vivido y cumplido por mí como algo que viene de mi propia persona. (…) Cuando
nosotros mismos tenemos la evidencia de que una acción o una volición es buena, no
hablamos de deber. Y, desde luego, esa evidencia, cuando es por completo adecuada e
idealmente perfecta, determina unívocamente también al querer, sin que intervenga
ningún elemento intermediario de compulsión o coerción»[223].
c) «En tercer lugar, el deber es, sin duda, un mandato que suena desde nosotros y en
nosotros, en oposición a cualquiera de los demás mandatos que se dan como viniendo
“de fuera”. Pero ello (…) no menoscaba su “ceguera” en modo alguno. (…) Por tanto, el
solo “venir de dentro” no le da a la idea del deber ningún vestigio de una dignidad más
alta. También las órdenes que suenan en nuestro interior sobre la base de una sugestión
social —aunque sin conciencia de ella— vienen aparentemente de dentro y en la mayor
parte de los casos están en conflicto con las inclinaciones»[225].
211
estrictamente ética, son simultáneamente consideradas, y en el cual se aduce un extraño
razonamiento en favor de la tesis de que a la esencia de lo bueno no le pertenece el ser
algo debido, vale decir, el ser objeto de deber: «Si a la esencia de lo bueno le
perteneciese el ser algo “debido” en el sentido, también, de la obligación moral, y en ello
precisamente consistiera, resultaría que lo bueno, al ser realizado y justamente por
haberlo sido, tendría también que cesar de ser lo bueno, convirtiéndose en algo
moralmente indiferente»[229]. Indudablemente, Scheler no tiene en cuenta, al menos en
este punto, el esencial carácter ocasional del deber ético en lo concerniente a su materia.
A lo debido, que siempre ha de consistir en algo bueno (aunque, a su vez, lo bueno no
sea siempre lo mismo en lo que a su materia se refiere), no le pertenece esencialmente un
abstracto haber de ser realizado, sino un concreto haber de ser realizado en su momento
oportuno. Por consiguiente, lo bueno, aunque consistiese en lo debido, no dejaría de ser
bueno por haber quedado realizado, sino que seguiría siendo lo bueno que en su
momento oportuno era menester realizar, es decir, lo que era en ese momento lo debido.
Scheler está en lo cierto al negar que el ser lo debido pertenezca a la esencia de lo
bueno, de tal modo que sea justamente aquello en lo que el ser bueno consiste. La índole
de lo debido, i. e., el ser objeto de deber, no es ninguna de las notas constitutivas de la
esencia misma de lo bueno, ni tampoco esa misma esencia, entendiendo por ella lo que lo
es del modo más estricto y, por tanto, sin incluir las propiedades que de ella se siguen.
Pero Scheler no se limita a excluir de la estricta esencia de lo bueno el carácter de lo
debido, sino que da un paso más y afirma, como ya ha quedado expuesto, que este
carácter pertenece, de una manera originaria, sólo al no-ser de lo malo. O sea, que, según
Scheler, mientras que el deber-no-ser pertenece originariamente a lo malo, el deber-ser
no pertenece de una manera originaria a lo bueno. ¿Mas qué significa aquí el «pertenecer
de una manera originaria»? Si lo que con tal expresión quiere decirse es un «pertenecer a
la estricta esencia», se ha de negar no sólo que el deber-ser pertenezca originariamente a
lo bueno, sino también que el deber-no-ser pertenezca de una manera originaria a lo
malo. Respecto de la estricta esencia de lo malo, el deber-no-ser es una propiedad
consecutiva, no una nota constitutiva, análogamente a como el no-poder-tener una suma
angular inferior a dos rectos ni superior a ellos es una propiedad consecutiva de lo que
esencial y estrictamente es el triángulo, y no un rasgo constitutivo de esta esencia, el cual,
por ende, haya de entrar en su definición. Y si el «pertenecer de una manera originaria»
significa ser una propiedad derivada inmediatamente de la estricta esencia en la que se
funda, entonces se ha de afirmar que, así como el deber-no-ser pertenece originariamente
a lo malo, también el deber-ser pertenece de un modo originario a lo bueno.
Ni lo bueno es lo bueno en virtud de su deber-ser, sino que debe-ser en virtud
precisamente de que es bueno, ni lo malo es lo malo por su deber-no-ser, sino que debe-
no-ser precisamente por ser malo. E igualmente ha de observarse, frente a Scheler, que
todo lo negativo es lógicamente más complejo que lo positivo (aunque ontológicamente
sea más pobre) y, en consecuencia, no puede dejar de presuponerlo, siéndole, por ello
mismo, posterior (y no originario) en el concepto, tal como la sordera es lógicamente más
compleja (aunque ontológicamente más pobre) que la capacidad auditiva y, en
212
consecuencia, no puede dejar de presuponerla, siéndole, así, posterior (y no originaria)
en el concepto (sin el concepto de la capacidad auditiva no es posible tener el de la falta
de esta capacidad). No es, pues, el deber-no-ser de lo malo lo presupuesto por el deber-
ser de lo bueno, sino justo a la inversa: el deber-ser de lo bueno es lo presupuesto por el
deber-no-ser de lo malo. De todo lo cual se infiere que el deber no implica en el
respectivo sujeto una tendencia contraria. La afirmación scheleriana de esta implicación
es un eco ampliado de la idea kantiana del deber como algo que presupone una voluntad
patológica. La ampliación que de esta idea hace Scheler consiste en añadir a las
inclinaciones sensoriales las tendencias propiamente volitivas que también se encuentren
orientadas hacia algo opuesto al contenido del deber.
Es verdaderamente sintomático el modo en que Scheler habla, en alguna ocasión, de
un estar dado el deber como independiente de un querer y no como contrapuesto a éste:
«Así como un contenido del mero deber-ser, o del ser-exigido basándose en un valor, se
convierte en un deber en sentido moral cuando el deber encuentra una inclinación que se
le opone, así también resulta un deber moral cuando el deber-ser es puesto frente a un
querer del individuo o, al menos, independientemente de él»[230]. Un deber no puede
estar puesto independientemente de una volición de un individuo —si por «estar puesto
independientemente» se entiende, como es el caso, algo distinto de un «estar
contrapuesto»— nada más que si esa volición no se contrapone a ese deber, y para que
la independencia de que se trata tenga pleno sentido es necesario, además, que esa
volición lo sea del contenido de ese mismo deber. Así, la independencia del deber
respecto del querer individual consiste en que es el deber, y no el querer individual, el
motivo en razón del cual un individuo actúa. Mas no cabe determinar cuál sea entonces
la forma en la que pertenece al deber el carácter «negativo y restrictivo» que en cuarto
lugar le asigna Scheler. La «independencia» en cuestión no puede identificarse, en modo
alguno, con un puro excluir el querer individual al cual se refiere, ni con aminorarlo o
restringirlo en su grado de intensidad, pues tal cosa sería una exclusión no completa, útil
únicamente para algo así como el contrasentido de un deber incompleto.
Si ahora nos pasamos a considerar el segundo de los caracteres asignados por Scheler
al deber y que consiste, dicho brevemente, en su ceguera (Blindheit), también habremos
de rechazarlo, a la vista de los testimonios ofrecidos por nuestro análisis fenomenológico
de la percepción del deber. En la experiencia moral, de la que el concepto del deber es
extraído, la aprehensión del deber y la captación de su fundamento se dan
solidariamente, constituyendo una estructura vivencial unitaria, indivisible. No cabe, por
consiguiente, que sea ciego el deber si ello quiere decir que, al vivirlo como deber,
carecemos de la evidencia del valor en el cual se funda y que no es otro sino la bondad
moral del correspondiente contenido. Por supuesto, aquí seguimos hablando del deber en
su estricta acepción moral, no según sus modalidades meramente jurídico-positivas,
donde es posible, aunque no necesario, que el sujeto del deber no cuente con la evidencia
del valor en el que éste se funda.
El deber no interrumpe la reflexión moral, porque la intuición moral es el foco de luz
intelectiva que ilumina al deber en su esencial conexión con el valor de la bondad moral
213
que le sirve de fundamento. Para vivir el deber no hace falta en todos los casos, sino sólo
en algunos, el ejercicio de la reflexión moral. Ésta se hace efectiva únicamente cuando la
intuición moral no está dada y nos encontramos en duda respecto de cuál sea nuestro
deber en casos muy complicados y no fácilmente analizables. La posibilidad de hablar de
estos casos como hechos excepcionales no podría hacerse presente si careciéramos de la
experiencia del deber, es decir, de la captación de su exigencia como visiblemente
dimanada de su fundamento axiológico, y aquí «visiblemente» significa
«intelectivamente» o, lo que es lo mismo, «con evidencia intelectual», tanto en el caso
de los deberes positivos como en el de los deberes negativos. Por lo demás, una
evidencia de este género no podría darse en la experiencia moral si no estuviese referida
a algo enteramente individualizado en cada una de las ocasiones, por lo cual es una
evidencia de que algo es hic et nunc obligatorio, no la evidencia de una bondad moral
abstracta.
La compulsión del deber en su puro sentido ético no es una fuerza ciega, porque se
hace presente en un dictamen de la recta razón como aquello que nos la impone. «En lo
moralmente debido —advierte Cayetano— el poder de obligar no tiene otra fuente que la
recta razón en tanto que ésta es una fuerza coercitiva»[231]. Y J. Maritain, inspirándose
en esta observación de Cayetano, describe el carácter coercitivo de la obligación moral
con estas afirmaciones: «Se trata de una constricción ejercida por el intelecto sobre el
libre arbitrio. El sentimiento de la obligación es el sentimiento de estar ligado por el bien
que yo veo. (…) Presión puramente intelectual, causada por una visión de la inteligencia,
la visión de lo que es bueno y de lo que es malo»[232].
La tercera de las características atribuidas por Scheler al deber, su intimidad al
respectivo sujeto, no merece una especial atención porque en realidad es aducida
únicamente para confirmar la nota de la ceguera, a la cual cabría pensar que se opone.
Lo que en este punto importa a Scheler es dejar bien sentado que no por estar dado
íntimamente, como una voz que en nosotros y desde nosotros suena, supera el deber la
ceguera que de un modo esencial le ha atribuido. El empeño de Scheler es perfectamente
comprensible si no se pierde de vista que lo que él trata de probar es la imposibilidad de
que la Ética se fundamente en el deber, y esta imposibilidad no se demuestra por el solo
hecho de que el deber sea algo íntimo, sino poniendo de manifiesto su ceguera, cosa que,
como ya hemos comprobado, no es lograda por Scheler y a la que tampoco él añade
ahora nada nuevo.
Dejando a un lado la intención de Scheler al hablar del deber como una íntima voz,
puede afirmarse que la intimidad de esta voz es compatible con una fundamentación no
meramente fenomenológica, sino ontológica, del ser formal del deber, según la cual su
más radical origen no se encuentra en nosotros mismos. No es ahora el momento de
tratar la cuestión, pero lo es de dejar dicho que la intimidad de las exigencias del deber no
autoriza a considerarlas como algo esencialmente vinculado a una incondicionada
autonomía de nuestra propia subjetividad. Así como la libertad humana no es
incompatible con el origen divino de su realidad, tampoco la intimidad del ser formal del
deber excluye un último origen enteramente absoluto.
214
§ 2. DEBER-HACER Y DEBER-QUERER
215
de un triángulo euclidiano cuya suma angular fuese superior, o inferior, al valor de dos
rectos. Mas para que el deber-querer constituya un absurdo inmediatamente perceptible
en su propia índole de absurdo es necesario que por «querer» se entienda algo así como
un «sentirse atraído espontáneamente», un «inmediato gustarle a uno alguna cosa» o un
«caerle a uno en gracia alguna persona», etc., porque es bien claro que nada de ello
puede ser objeto de un deber, si por éste a su vez se entiende una exigencia absoluta
dirigida a la libertad. Nadie puede tener la obligación de sentirse atraído espontáneamente
por algo, ni la de que alguna cosa le guste de una manera inmediata, ni la de que alguna
persona le caiga en gracia (se sobreentiende, también de un modo inmediato o
espontáneo).
Aclaraciones todas como las que aquí acaban de hacerse acerca de la significación del
término «querer» no aparecen en el citado pasaje de Scheler, seguramente porque éste
las presupone, en cuyo caso no puede dejar de hacérsele el reproche de haber limitado
abusivamente el sentido del término «querer» al excluir de su ámbito las voliciones
carentes de la espontaneidad o inmediatez que hemos señalado. En cambio, hace Scheler
otras aclaraciones que, aunque sin duda guardan relación con la irreductibilidad de los
juicios axiológicos a juicios deontológicos, no prueban nada acerca de la limitación del
deber a los actos concretos del hacer pertenecientes a la libre actividad. Estas
aclaraciones, formuladas sin solución de continuidad con el texto que nos ocupa, son las
siguientes: «En el caso de las acciones libres puede todavía preguntarse si una
proposición del tipo de “esa acción es buena” no significa tal vez otra cosa que “debe ser
cumplida” o que “hay una exigencia de su cumplimiento”. Pero ya no es éste el caso si
atribuyo la índole de bueno a algún hombre, a una persona, o a un ser. Toda ética del
deber, por consiguiente, ya de suyo —en tanto que ética del deber— ha de ignorar el
auténtico valor de la persona y excluirlo, y sólo puede hacer valer la persona como la X
de un (posible) hacer obligatorio»[235].
Para la cuestión de si el querer puede ser objeto de deber no aportan absolutamente
nada estas afirmaciones de Scheler. Por lo pronto, la posibilidad de preguntarse si el
calificar de buena a una acción no significa otra cosa sino considerarla como algo que
debe ser cumplido es una posibilidad que nada tiene que ver con la de preguntarse si una
volición es buena y si su ser-buena consiste en deber-ser-realizada. Naturalmente, aquí se
está suponiendo que se hace una distinción entre las acciones y las voliciones, de tal
modo que ninguna volición queda considerada como acción sensu stricto. Sobre esta
base, ¿carece efectivamente de sentido la pregunta por la posibilidad de voliciones que
deben ser cumplidas porque son voliciones moralmente buenas y oportunas? ¿Y no cabe
asimismo hablar de voliciones moralmente reprobables, como, por ejemplo, la
consistente en querer el mal para alguien, aunque el efectivo sujeto de este querer no
haga nada para lograr ese mal?
Por otro lado, lo que Scheler llama el «auténtico valor de la persona» no es cosa que
haya de ser ignorada o excluida por toda ética del deber, porque el deber presupone la
particular dignidad que la persona tiene independientemente de la bondad moral de su
comportamiento. No es posible el deber para un ser desprovisto de libertad de albedrío, y
216
esta libertad la ejercen siempre unas concretas personas, no una persona abstracta, ni
unos seres impersonales. Y si en vez del valor que las personas tienen
independientemente de la moralidad, positiva o negativa, de su modo de comportarse, se
considera precisamente el valor que las personas reciben de la moralidad de los
comportamientos de cada una de ellas, no sería lícito decir que este valor resulta
inteligible sin conexión alguna con la idea del deber. Bien es verdad que con estas últimas
consideraciones nos hemos apartado de la cuestión de si es posible que el querer sea un
verdadero objeto del deber; pero la digresión ha estado motivada por las propias ideas de
Scheler.
Veamos otro pasaje, también directamente vinculado a la cuestión de la posibilidad del
deber-querer: «En todo deber imperativo (…) está presupuesta una tendencia sobre la
cual recae la orden (como mandato o como prohibición) que tiene por fundamento el
deber ideal. De acuerdo con ello, toda obligación es, de un modo inmediato, obligación
de un hacer y, por cierto, siempre respecto de una persona determinada. No podemos
estar obligados a un acto de la voluntad, como lo estamos a un hacer. Ello no obstante,
el imperativo que obliga es un “factor determinante” de la decisión de la voluntad
respecto del “querer-hacer”. Dado que así acontece, está excluida, como rectamente ha
visto Kant, la reducción del concepto de la norma y del deber al comportamiento de un
simple medio para un fin dado. La posición misma del fin debe (en el sentido ideal) tener
lugar, por el contrario, bajo la concomitante determinación de la norma, o,
respectivamente, del imperativo que obliga»[236].
De nuevo nos encontramos con la distinción scheleriana entre el deber en acepción
genérica o ideal (Sollen, ideales Sollen) y el deber resultante de un imperativo o mandato
(imperativisches Sollen, o también, en otras ocasiones, Pflicht). El motivo por el que
aquí esta distinción reaparece está en la concepción scheleriana del «deber imperativo»
como algo que presupone una tendencia, frente a la cual o, al menos,
independientemente de la cual, se constituye (según vimos cuando en el epígrafe anterior
examinábamos la primera de las cuatro características asignadas por Scheler a la
obligación). Justamente por presuponer esa tendencia es por lo que el «deber
imperativo», la obligación vinculada a un mandato, tiene, según Scheler, el sentido de
una obligación inmediatamente referida a un hacer. Ello quiere decir que ante todo se
trata de una obligación de hacer algo a lo cual se opone una tendencia, o bien la de hacer
algo a lo cual una tendencia nos inclina, pero sin que sea esa tendencia el motivo de
hacerlo.
Al sostener que «no podemos estar obligados a un acto de la voluntad, como lo
estamos a un hacer», lo que se dice es, así, que ningún acto de la voluntad puede ser
objeto de un mandato. Es exactamente, aunque formulada con otros términos, la misma
tesis mantenida al decir que la idea de un deber-querer es un absurdo. Por consiguiente,
lo que frente a esta acusación pudo antes decirse tiene también validez frente a la
negación de que un acto de la voluntad puede ser mandado o imperado. Pues aunque es
evidente que la actividad inmediata, espontánea, de la voluntad no puede ser objeto de
una orden, es muy distinto el caso de la actividad volitiva mediata o no espontánea.
217
Nadie, ni yo mismo, ni ninguna otra persona, puede mandarme que algo me atraiga o que
no me atraiga, que me guste o que no me guste, etc.; pero mi ulterior consentimiento a
esas primarias reacciones mías puede ser moralmente debido o indebido y, en
consecuencia, objeto de mandatos o prohibiciones de carácter moral.
Scheler llega a reconocerle al deber imperativo —o, como también él dice, al
«imperativo que obliga» (der verplichttende Imperativ)— la virtualidad de un factor
determinante de la decisión de la voluntad respecto del querer-hacer, y considera un
mérito de Kant el haberlo advertido. Pero la virtualidad así afirmada por Scheler es la de
un motivo de la decisión que se refiere al hacer —a través del querer-hacer—, no al
querer simplemente (aunque en el plano de lo no inmediato o no espontáneo).
Cabalmente cuando se trata de decisiones resulta posible lo que no cabe en las reacciones
primarias, y el consentir en éstas y el disentir de ellas es objeto de libre decisión, aun en
el caso de que lo admitido o lo rechazado sea un querer en el que no nos proponemos
hacer nada.
El querer para el cual hemos venido haciendo uso del calificativo de inmediato o
espontáneo —y para cuya designación nos hemos servido también de la fórmula
«reacciones primarias»— se aproxima a lo que Kant llama el «amor patológico»
(pathologische Liebe), en oposición al «amor práctico» (praktische Liebe). Ya en la
Fundamentación de la Metafísica de las costumbres establece Kant la distinción,
inmediatamente después de haber explicado cómo debe cada cual procurarse la felicidad,
no por inclinación, sino por deber, de suerte que su conducta tenga entonces un auténtico
valor ético. «De este modo, indudablemente, se han de entender los lugares de la
Escritura donde se nos ordena amar al prójimo, incluso al enemigo. Porque el amor
como inclinación no puede ser mandado, pero el hacer el bien por deber, aunque ninguna
inclinación nos mueva a ello, o hasta si a ello se opone una natural o insuperable
inclinación, es amor práctico y no patológico, amor que radica en la voluntad y no en la
tendencia de la sensibilidad, en principios de la libre actividad y no en una tierna
compasión; pero ese amor es el único que puede ser mandado»[237].
Lo llamado por Kant amor patológico es el amor tradicionalmente considerado como
una de las pasiones del apetito sensible, no como un acto de la voluntad. Mas no todos
los actos de la voluntad, sino tan sólo los deliberados o libres, son lo que aquí ha sido
contrapuesto a las reacciones primarias del querer o, lo que es lo mismo, al querer
espontáneo o inmediato. Por consiguiente, sólo una parte del ámbito de este querer
corresponde al amor calificado de patológico por Kant; la otra parte es la correspondiente
a los actos no libres de la voluntad. Y, por otro lado, aunque es verdad que el hacer el
bien por deber, y no por inclinación, implica un libre querer, también es cierto que este
libre querer es un querer hacer, no un querer simplemente, i. e., sin intención de hacer
nada; por lo cual no nos vale —aun sometido a la exigencia del deber— para argumentar
directamente contra la reducción scheleriana del «deber imperativo» a la figura del
«deber-hacer». Sin embargo, puede servirnos para argumentar indirectamente contra esta
misma reducción. Pues no cabe un «deber-hacer» que no implique un «deber-querer»,
precisamente un «deber-querer-hacer», ya que tan sólo lo libremente querido puede ser,
218
en verdad, debido.
En la Crítica de la razón práctica insiste Kant sobre la diferencia entre el amor
práctico y el amor patológico. Después de haber sostenido que somos simultáneamente
legisladores y súbditos del reino de la moralidad, dice, en efecto, Kant: «Con ello
coincide enteramente la posibilidad de un mandato como éste: ama a Dios sobre todas
las cosas y al prójimo como a ti mismo. Porque, como tal mandato, éste exige el respeto
a una ley que preceptúa el amor y no deja a una arbitraria elección el hacerse de este
amor un principio. Pero el amor, como inclinación (el amor patológico), es imposible
respecto a Dios, porque Dios no es objeto de los sentidos. Respecto del hombre, ese
amor es posible, ciertamente, pero no puede ser mandado, pues no está en el poder de
ningún hombre el amar a alguien por mandato. Por consiguiente, es sólo el amor
práctico el que es entendido en ese núcleo de todas las leyes. En este sentido, amar a
Dios significa cumplir de buena gana sus mandatos; y amar al hombre significa cumplir
de buena gana los deberes respecto de él»[238].
¿En qué puede consistir el cumplir «de buena gana» un deber? ¿Tal vez en sentir
placer al cumplirlo? ¿Y puede esto ser objeto de un mandato? Indudablemente, se ha de
responder que no, si el placer en cuestión es sensorial o si, siendo espiritual, ha de
constituirse a la manera de una reacción espontánea o inmediata. Pero la respuesta es
positiva si se trata, por el contrario, de un placer nacido de la consideración de la nobleza
del deber y al cual puede calificarse, indirectamente, de libre por cuanto la consideración
de esa nobleza puede ser libre en lo concerniente a su ejercicio. Semejantes explicaciones
no aparecen en Kant ni se desprenden tampoco fácilmente de sus teorías psicológicas,
pero pueden, no obstante, ser alegadas en favor de la posibilidad de cumplir el deber
«gustosamente» (en el nivel, por supuesto y como ya se ha indicado, de los placeres
superiores del espíritu). Además, es perfectamente rebatible la objeción según la cual lo
realizado con gusto no se efectúa por ser objeto de mandato, sino por el placer que
ocasiona el cumplirlo. Este placer no impide necesariamente la conciencia de que aquello
que lo provoca es algo que debe llevarse a cabo, algo que objetivamente dirige una
exigencia a la libertad del respectivo sujeto sin contar con ningún otro motivo, aunque
tampoco lo excluya. Con otros términos: cumplir gustosamente un deber no es, pura y
simplemente, darse un gusto, sino llevar de buena gana a cabo un comportamiento
debido, reclamado —y, así, mandado— por su propio e intrínseco valor. (En el último
capítulo de esta Segunda Parte se tratará la cuestión del fundamento último del
imperativo moral, tomando éste como mandato sensu stricto y, en consecuencia, como
algo que, entre otras cosas, supone un autor personal. Pero aun sin abordar esa cuestión
es lícito atribuirle al deber la índole de un imperativo o mandato en una amplia acepción,
significando con ello que tiene el carácter, propiamente fenomenológico, de lo vivido
como exigencia objetiva, independiente de todos nuestros gustos y caprichos).
Scheler ha pretendido invalidar la idea kantiana del amor práctico, sustituyéndola por
la idea de un amor que lleva a formas prácticas de la conducta: «No hay ningún “amor
práctico”, entendiendo por él una especial clase del amor; hay sólo un amor que lleva a
formas prácticas de comportarse. Pero, al igual que el amor en general, tampoco puede
219
ese amor ser mandado. En cambio, algo que no es el amor puede también conducirnos a
formas prácticas de conducta parecidas a él; por ejemplo, la “benevolencia”, así como la
“beneficencia”. Esta última puede ser mandada. Pero ambas son fundamentalmente
distintas del acto de amar. Pueden darse sin ser consecuencias del amor. Podemos, por
ejemplo, tener “benevolencia” a hombres que nos resultan provechosos o útiles, pero los
beneficios pueden también ser consecuencia de la vanidad y de la ambición. En el
sentido del precepto evangélico tienen a su vez valor moral la benevolencia y la
beneficencia en la medida, tan sólo, en que hay en ellas amor. Por otra parte, no es
necesario, en modo alguno, que el amor lleve a la benevolencia y a la beneficencia. Por
amor podemos también airarnos y causar dolor, en tanto que los dolores y las pasiones
así ocasionados los consideremos como conducentes a la auténtica salud de la
persona»[239].
No merece la pena que nos ocupemos en discutir si el amor conducente a formas
prácticas de conducta es, o no es, una «especial clase de amor». En cualquier caso, lo
que verdaderamente importa aquí es la cuestión de la posibilidad, o la imposibilidad, de
que alguna clase de mandato recaiga sobre él. Scheler se limita a afirmar la imposibilidad,
sin aducir ninguna prueba de ella, pues no cabe tomar como verdaderas pruebas los
argumentos expuestos a propósito de las nociones de la benevolencia y la beneficencia.
Sin duda alguna, es Scheler coherente con su propia doctrina al sostener que la
beneficencia puede ser mandada, mientras que no puede serlo la benevolencia.
Estableciendo este distingo se limita a insistir en la posibilidad del mandar-hacer y en la
imposibilidad del mandar-querer. Frente a ello siguen siendo válidas, por tanto, las
objeciones que ya arriba han quedado hechas y que no necesitan ahora ser especialmente
matizadas o puntualizadas, porque tampoco Scheler introduce ningún especial matiz o
puntualización al insistir en su tesis. En cambio, merecen una especial atención los
argumentos muy esquemáticamente presentados por Scheler para tratar de probar que la
benevolencia y la beneficencia son fundamentalmente distintas del acto de amor.
El primero de esos argumentos es que la benevolencia y la beneficencia pueden darse
sin que el amor sea su origen. Ello debe reconocerse, indiscutiblemente, en lo que
concierne a la materialidad o exterioridad de ambas modalidades de conducta, las cuales,
por lo demás, no son enteramente separables, dado que la razón de ser de la beneficencia
está en la benevolencia (sin que esto quiera decir que sea su única forma). En general,
ser benevolente con alguien es querer un bien para él (ya sea solamente deseándoselo, ya
sea haciéndoselo), lo cual es inconcebible sin ningún tipo de amor a la persona para quien
se quiere ese bien; de tal modo, por tanto, que la benevolencia respecto de quienes nos
son útiles o provechosos —y a la que Scheler hace explícita referencia en su
argumentación— es una de estas dos cosas: o gratitud y, por ende, benevolencia
auténtica, o benevolencia meramente aparente, utilitaria y «externa». Scheler, con
innegable acierto, observa que los beneficios pueden también ser consecuencia de la
vanidad y la ambición; pero cuando en verdad es ése el caso, aunque haya unos efectivos
beneficios, no hay realmente una práctica de la virtud moral de la beneficencia. Y aunque
tiene razón Scheler al decir que, de acuerdo con la enseñanza evangélica, la benevolencia
220
y la beneficencia sólo son valiosas moralmente en la medida misma en que hay en ellas
amor, eso no quiere decir que este amor no puede ser objetivamente exigido y, de esta
suerte, mandado (para lo cual es necesario, por supuesto, que sea un amor diferente del
que se da en el nivel de las reacciones primarias).
El otro argumento no es más sólido. Tan sólo prueba que los efectos más inmediatos
de la benevolencia —y, en su caso, también de la beneficencia— pueden ser negativos en
cuanto desagradables o penosos, con lo cual se pone, ciertamente, de manifiesto que las
consecuencias del amor no se identifican formalmente con él, pero de ningún modo se
demuestra que la benevolencia y, en su caso, la beneficencia sean fundamentalmente
distintas del amor. Para que la distinción fuese fundamental o radical sería menester que
los posibles efectos negativos inmediatamente resultantes de ambas no tuviesen
únicamente la índole de inmediatos, sino también la de exclusivos o únicos, lo cual es
incompatible, a todas luces, con la esencia misma de ellas.
Una de las pruebas más claras de la posibilidad del deber-querer, entendido
correctamente en la forma del deber-amar, nos la ofrece la «deuda de gratitud». El
agradecimiento por un beneficio recibido es, indudablemente, un deber, y consiste en un
acto de la voluntad (o bien, por derivación, en un hábito de esta misma potencia). Es, por
tanto, un querer (un amor) debido, objetivamente exigido y, de esta suerte, mandado,
entendiendo por ello que es algo moralmente obligatorio, fundamentado, a su modo y
manera, en el valor de la justicia, por más que no sea exigible en una ley de carácter
positivo. «Amor con amor se paga». Quien ha recibido un beneficio puede estar en el
caso de no poder corresponder con otro beneficio a quien se lo ha hecho, pero puede y
debe estarle agradecido, es decir, debe amarle con un especial amor de benevolencia, que
nada tiene que ver con hechos tales como el sentirse atraído, de una manera primaria o
espontánea, por los valores y merecimientos que una persona tenga. Esa atracción puede
faltar y, en tanto que pertenece a lo que realmente no es libre en el ámbito del amor, la
falta de ella no es moralmente censurable. Por el contrario, el peculiar amor de
benevolencia en que esencialmente consiste la gratitud no puede —moralmente hablando
— faltar en quien ha recibido un beneficio. La ingratitud es esencialmente una
inmoralidad. El sentir popular le ha dedicado uno de sus más duros vituperios: «quien no
es agradecido no es bien nacido». ¿Qué duda cabe de que todo ello resultaría imposible si
fuese absurdo, como de hecho creyeron Schopenhauer y Scheler, todo deber-querer y,
por lo mismo, todo deber-amar?
Especialmente válidas para el caso de la gratitud, pero aplicables también al amor a
todos los hombres, y al amor a Dios, son estas palabras de J. de Finance: «El amor es
mucho más que un placer: en su realidad profunda es, incluso, de un orden enteramente
distinto (aunque quienes lo toman por el valor dominante vean en él con frecuencia, en
su primer plano, no siempre confesándolo, el placer). Y puede ser y es, de hecho, un
deber. El honor del hombre es justamente su capacidad de amar por deber, de amar su
deber y de descubrir, estimulado por el deber, nuevas razones para amar»[240]. Estas
afirmaciones pueden ser mantenidas sin menoscabo de las manifestaciones superiores —
las espirituales— del placer. Porque la razón objetiva del deber, el fundamento del deber
221
en cuanto tal, no es el placer espiritual con que él puede atraernos, sino un valor moral en
cada caso, aunque no de la misma relevancia en todas las ocasiones.
Una exigencia formulada a un ser libre —o, equivalentemente, dirigida a una libertad—
es un mandato, un imperativo, y lo es de un modo propio y adecuado, no de una manera
metafórica. En virtud de su forma misma, todo deber es, por tanto, un imperativo, ya
que, cualquiera que sea la particular determinación de su contenido o materia, se hace
presente, en todas las ocasiones, con la forma de una exigencia dirigida a una libertad. La
cuestión de quién establece en último término la exigencia constitutiva de la peculiar
forma del deber es cosa que presupone la índole personal del origen de esta exigencia; de
tal manera que lo que al plantear esa cuestión se pregunta es qué persona puede ser
considerada como aquélla a la que en definitiva se ha de atribuir la índole de autor de
todo deber. Mas no es preciso haber resuelto esta cuestión para concebir el deber como
un genuino imperativo o mandato que como tal presupone el libre albedrío humano, pero
no es, en modo alguno, obra suya. La intelección del carácter imperativo del deber
requiere, sin ningún género de duda, contraponer la particular exigencia objetiva, en la
cual éste consiste, al poder subjetivo de aceptarla o de rechazarla. Mas para ello es
bastante la concepción del deber como algo dictado por nuestra propia razón. La
capacidad de la razón humana para formular exigencias objetivas está acreditada en el
dominio del conocimiento teórico, tanto por las verdades de la lógica y de la ontología,
cuanto por todas las que pertenecen a los demás sectores del saber. No es, por tanto, la
capacidad de formular exigencias objetivas un poder que sobrepase las fuerzas de la
razón humana, y estas fuerzas se extienden también al ámbito de la práctica, según lo
prueba el hecho del conocimiento del deber. Este conocimiento es una captación
intelectual —racional, en el sentido más amplio— de las exigencias objetivas que de un
modo absoluto se dirigen a nuestra libertad. Nuestra razón, no nuestra voluntad, es lo
que efectivamente nos sitúa ante las exigencias objetivas del deber, y nos las hace
presentes en la concreta forma de un mandato o imperativo.
El cumplimiento de las exigencias del deber es un acto de libertad, pero no de
capricho, justamente por ser el cumplimiento de unas exigencias objetivas, es decir,
dictadas por la razón como algo «debido» y no simplemente apetecido. Por tanto, el
cumplimiento de las exigencias del deber es un acto de libertad en la concreta forma de
un auténtico acto de obediencia. El comportamiento éticamente recto es siempre un
obedecer algún mandato o imperativo moral. Incluso cuando consiste en llevar a la
práctica algo moralmente permitido, no propiamente debido u obligatorio desde el punto
de vista de las exigencias morales, un comportamiento es éticamente recto porque con él
se obedece al imperativo que manda evitar el mal. Lo moralmente permitido no es algo
moralmente indiferente, ni bueno ni malo; es moralmente bueno en tanto que en él se
respeta —se obedece— un mandato moral. Toda la vida moral es —positivamente—
222
obediencia, y —negativamente— desobediencia a los imperativos del deber.
Por supuesto, aquí se habla de obediencia, no en el estricto sentido del acatamiento a
las órdenes de un superior, sino en la acepción del cumplimiento de un imperativo o
mandato que la propia razón nos dicta. Nuestra propia razón no es la persona de un
superior que nos da órdenes, porque no es realmente una persona, aunque es, sin duda,
una de las potencias que nos confieren un valor y un ser personal. Por virtud de este
cometido, puede ser la razón humana objeto de una «prosopopeya» que la transfigura en
una persona y, cabalmente, en una persona superior a la que cada uno de nosotros es.
Hay, desde luego, un cierto fundamento in re para proceder de esta manera, pues la
razón humana, no obstante sus limitaciones específicas y consiguientemente inevitables,
está dotada de la capacidad de abrirnos a unas exigencias teóricas y prácticas que por la
universalidad de su valor y de su alcance se sitúan por encima de la respectiva
individualidad de cada una de las subjetividades humanas.
Ser una realidad individual provista de la facultad de la razón (aunque tan sólo sea de
la débil razón humana) es encontrarse abierto a un horizonte de valores y de exigencias
que desbordan la individualidad correspondiente sin dejar de darla por supuesta. Ello no
obstante, la prosopopeya de una razón humana convertida en una persona superior a
cada uno de nosotros mismos es pura y simple metáfora y, por lo mismo, son también
pura y simplemente metafóricos los imperativos de nuestra propia razón en cuanto así
«personificada». Mas no hay, en cambio, ninguna clase de metáfora en el hecho de
concebir como imperativos o mandatos las exigencias objetivas que nos hace presentes
nuestra razón y en las cuales consisten nuestros deberes. Como auténticas exigencias no
teóricas, sino prácticas por concernir, en cuanto tales exigencias, al efectivo uso de
nuestra libertad, y como auténticamente dirigidas a este efectivo uso, nuestros deberes
son mandatos, imperativos, en un sentido propio, no metafórico. Para pasar de este
sentido propio al que además de propio es también estricto, se requiere una de estas dos
cosas: o bien una interpretación del deber desde el ángulo de visión de una creencia
religiosa positiva, o bien una fundamentación metafísica por virtud de la cual se nos
muestre el deber, en último término, como exigencia que a nuestra libertad le es dirigida
por la Persona Absoluta. Ninguna de esas cosas son precisas para la vivencia del deber
en cuanto tal. La referencia del deber a Dios no es un dato fenomenológico, sino el
resultado de alguna confesión religiosa o la consecuencia de una intelección metafísica de
los más radicales presupuestos del carácter absoluto del deber.
Permaneciendo en el plano de lo que cabe investigar y describir desde un punto de
vista meramente fenomenológico, puede afirmarse que en todas sus exigencias tiene el
deber, según su forma, una estructura esencialmente imperativa y que la experiencia del
cumplimiento del deber es la de una auténtica obediencia (no en la acepción más estricta,
pero tampoco de una manera metafórica, sino con verdadera propiedad). La concepción
kantiana del deber como imperativo categórico es así el más riguroso y nítido de los
esquemas de la fenomenología del deber en lo tocante a su forma (lo cual debe
entenderse con entera abstracción del «formalismo» de la ética de Kant). Y en nada se
opone a ello el hecho de que Kant no haya hablado de obediencia a la ley moral, sino de
223
respeto o veneración (Achtung, Hochachtung) a esta ley, cuando se refiere al motivo del
comportamiento éticamente valioso. Ese respeto o veneración es algo que desemboca en
la obediencia, y no está mejor defendido que ésta ante el peligro del deslizamiento hacia
una prosopopeya de la razón y de la ley.
La reflexión filosófica sobre la vivencia del deber en su esencial carácter imperativo ha
de llevarse a cabo, sobre la base del reconocimiento meramente fenomenológico de este
carácter, en tres fases o etapas: a) el examen de la función propia del imperativo en el
conjunto del lenguaje de la ética; b) la clasificación general de los imperativos; y c) la
determinación del sentido del imperativo categórico. Consideremos separadamente cada
una de estas tres cosas.
224
indicativo. Lo que sirve de fórmula a un mandato no puede confundirse con la expresión
de un mero hecho, ni con la de una necesidad que no obligue a una voluntad. La relación
del imperativo con el deber está implícita en la idea misma del imperativo como fórmula
de un mandato, pero se hace explícita al decir Kant, inmediatamente después de la
definición consignada, que «todos los imperativos se expresan mediante un deber, y
muestran con ello cómo se comporta una ley objetiva de la razón con una voluntad no
necesariamente determinada por esa ley en virtud de su propia índole (una
obligación)»[243].
Puede resultar extraño el hecho de que, tras haber definido el imperativo como la
fórmula de un mandato de la razón, haya Kant afirmado que el imperativo se expresa
mediante un deber. Parece, así, como que Kant sostuviese que todo mandato de la razón
es objeto de dos manifestaciones, siendo un imperativo la primera y un deber la segunda;
de lo cual se habría de inferir que ningún mandato de la razón es suficientemente
manifestado por el correspondiente imperativo, ya que éste, a su vez, ha de quedar
expresado por mediación de un deber. Desde luego, esta doble y escalonada
manifestación del mandato no aparece por parte alguna entre los elementos que su
análisis fenomenológico hace patentes, y tampoco se ve por qué motivo la reflexión
filosófica habría de admitirla. Es razonable, por consiguiente, pensar que, al afirmar que
todos los imperativos se expresan mediante un deber, lo que Kant trata de decir no es
que el deber consista en la expresión de un imperativo de la misma manera en que éste
consiste en la fórmula de un mandato. Hay otro modo posible de interpretar el deber
como expresión de algún imperativo. Cabe, sin duda, considerar el deber como el efecto
del imperativo en el sujeto al cual éste se dirige. El mandato, formulado con un
imperativo, da lugar a un deber en el sujeto al que atañe; y así como todo efecto es, a su
modo, expresivo de la causa que lo produce, así también el deber es expresivo del
mandato que lo origina y, por lo tanto, del imperativo con el que ese mandato se formula.
El carácter imperativo del deber queda así mantenido, no como atribuible de una
manera inmediata al propio deber en cuanto tal, sino en tanto que ese carácter le
conviene por razón de su origen, es decir, por ser el deber una consecuencia de un
mandato, cuya fórmula es un imperativo. Todo ello, aunque no coincide exactamente, al
menos en la literalidad, con el uso que hasta aquí hemos venido haciendo de las
expresiones «deber», «imperativo» y «mandato», es, sin embargo, fundamentalmente
admisible y de ningún modo se opone a la evidencia de que el deber es algo imperativo y
no meramente indicativo. Más discutible resulta, en cambio, la afirmación añadida por
Kant a la que acabamos de examinar y discutir: «Los imperativos dicen que sería bueno
hacer u omitir algo, pero lo dicen a una voluntad que no siempre lo hace por
representársele que es bueno el hacerlo»[244].
Fácilmente se advierte cómo Kant habla aquí de los imperativos cual si fuesen
indicativos. La referencia a una voluntad que no siempre se atiene a lo que se le presenta
como bueno es perfectamente oportuna (aunque no a la manera en la que Scheler habla,
según arriba hemos visto, de la esencial negatividad del deber). Por el contrario, no es
acertada la traducción de los imperativos en términos de indicativos, ni siquiera teniendo
225
en cuenta que los indicativos lo son, en este caso, de algo cuya realización, o cuya
omisión, es buena, lo cual hace de ellos unos enunciados axiológicos. No es una sola la
ocasión en que Kant trata así a los imperativos o, equivalentemente, a las leyes prácticas.
«Puesto que toda ley práctica representa una acción posible como buena y, por tanto,
como necesaria para un sujeto prácticamente determinable por la razón, todos los
imperativos son fórmulas de la determinación de la acción necesaria según el principio de
una voluntad buena en algún modo»[245]. O también: «El imperativo dice, por tanto,
qué acción posible por mí sería buena, y representa la regla práctica en relación a una
voluntad que no ejecuta una acción por el solo hecho de que es buena (…)»[246].
Es este último texto el atendido por G. Patzig para hacerle al lenguaje de Kant el
reparo de dar pie a que se pase por alto la fundamental distinción entre los imperativos y
los juicios. El contexto de este reproche viene dado por las dificultades que G. Patzig
advierte en la necesidad de aproximar a los juicios los imperativos o mandatos para poder
aplicar a éstos algunas de las notas utilizables en la clasificación de aquéllos. «Un
mandato parece contener, como tal mandato, una cierta obligación, una cierta necesidad,
y sería sumamente extraño que pareciese bien el llamar, por ejemplo, “problemático” o
“asertórico” a un mandato. Para conseguir la necesaria aproximación de los imperativos a
los juicios introduce Kant unos modos de hablar que, manteniendo la plausibilidad del
contenido, pudieran hacer olvidar la radical diferencia entre los imperativos y los juicios,
y así en la misma página 414 de la edición de la Academia se afirma: “el imperativo dice,
por tanto, qué acción posible por mí sería buena” (no se limita a decirlo, sino que la
exige)»[247].
Por formular exigencias, necesidades prácticas, los imperativos no pueden ser
problemáticos, ni asertóricos, sino que son esencialmente apodícticos, mas no en la
forma según la cual lo son los juicios así calificados, porque los imperativos no consisten
en enunciaciones, sino en fórmulas de mandatos, tal como los define el propio Kant. En
cada uno de ellos está implícita, ciertamente, una enunciación, la cual consiste en un
juicio axiológico, pero el imperativo no es este juicio implícito en él. Que Kant no los
confunde es cosa que no cabe poner en duda, no ya sólo en virtud de la totalidad del
contexto al que pertenece su tratamiento de los imperativos, sino porque explícitamente
afirma que todos los imperativos mandan, ya hipotética, ya categóricamente[248], lo cual
evidentemente no conviene a los meros indicativos, aun en el caso de que sean juicios
axiológicos, ni siquiera, tampoco, cuando son juicios deontológicos.
En razón de los nexos de fundamentación lógica ya señalados en el § 3, b) del Capítulo
III, todo imperativo se basa inmediatamente en un juicio deontológico y mediatamente en
un juicio axiológico. Esta fundamentación lógica fue establecida, en el lugar citado, para
los imperativos morales, no para todo imperativo, si bien es cierto que cabe generalizarla
haciendo las correspondientes salvedades. La más importante de ellas es la relativa al tipo
de valor que entra en juego en el juicio axiológico constitutivo del último fundamento
lógico del imperativo. En todos los casos en que el imperativo no es moral ese valor es
siempre el propio de un medio, el valor de algo «útil» para el logro de un fin, en
oposición a lo que conviene al valor afirmado por el juicio axiológico en el que el
226
imperativo moral tiene su fundamento lógico último, y que es el valor de un fin en sí, con
el carácter de una exigencia absoluta para el hombre en tanto que hombre.
Una buena parte de las discusiones entre los partidarios de la ética imperativista, la
deontológica y la teleológica podría ser evitada si se tuviese muy claramente en cuenta,
ante todo, que los imperativos no son juicios, pero se basan en ellos, y, en segundo lugar,
que los juicios deontológicos tienen su fundamento lógico en juicios de valor, donde
quedan afirmados ciertos fines que por sí mismos valen o se afirma, explícita o
implícitamente, la utilidad de unos medios. A todos estos juicios de valor cabe
denominarlos «teleológicos» por cuanto en ellos se reconoce siempre un fin, ya como
puesto en sí mismo, ya en tanto que supuesto por un medio. La ética tiene así, en último
término, una fundamentación teleológica, porque el valor de lo moralmente bueno es el
de un fin en sí mismo, y también es la ética un saber necesariamente deontológico de una
manera, digámoslo así, central, porque sobre la base del valor de lo moralmente bueno se
establecen, con carácter necesario, juicios de deber y porque en éstos, a su vez, se
fundan otros tantos imperativos, con lo que la ética es, por ende, necesariamente
imperativa, no en sus raíces, sino en su coronación.
El deber es central en la ética, de tal suerte que así como se ha de hablar de su
carácter derivativamente imperativo, también ha de atribuírsele un significado
originariamente teleológico. Ahora bien, este significado teleológico lo posee el deber no
por su forma misma de deber, sino por su materia o, más exactamente, por lo que
respecto de ella se comporta como su fundamento y origen. Mas como ahora el tema que
genéricamente estamos examinando lo constituye el deber en su dimensión de exigencia
absoluta por su forma, nos habremos de mantener en el estudio de su especial carácter
imperativo.
Las oscilaciones de Kant desde el lenguaje de las frases imperativas a las frases
indicativas son muy explicables por virtud de los nexos de fundamentación lógica que
enlazan a los imperativos con los juicios deontológicos y con los juicios axiológicos (en
resolución, teleológicos). Y por la misma razón podría explicarse también el concepto que
R. M. Hare tiene de los imperativos, por cuanto los considera, al igual que los asertos,
como respuestas a preguntas hechas por agentes racionales: «debido a que, al igual que
los asertos, tratan esencialmente de responder a preguntas formuladas por agentes
racionales, los mandatos están gobernados por reglas lógicas, exactamente como los
asertos»[249]. El objetivo de Hare en esta equiparación de los mandatos y los asertos se
cifra en salvaguardar la «logicidad» de los mandatos, asunto del cual habremos de
ocuparnos en el capítulo último de esta Segunda Parte. Mas para asegurar ese objetivo
usa Hare el recurso de asignar a los mandatos una función que él estima esencial y que
realmente es sólo accidental, pues sin duda es posible en ciertos casos, pero no necesaria
en todos. Así, por ejemplo, el imperativo o mandato «haz x» puede ser la respuesta que
alguien dé a mi pregunta «¿qué hago?», pero no es indispensable que lo sea, y, además, a
esa misma pregunta cabe responder también diciendo «lo que debes hacer es x», con lo
cual no se da expresión a un mandato, sino a un aserto, en este caso a un juicio
deontológico. Bien es verdad que este juicio es virtualmente imperativo, aunque no
227
formalmente, y que su virtualidad imperativa lo hace equivalente al mandato que de él
mismo se sigue. Ello hace admisible, en lo fundamental, la posición aquí tomada por R.
M. Hare, quien no ha dejado de reconocer, por otra parte, que entre los mandatos y los
asertos hay una irreductible diferencia esencial.
La defensa que de la logicidad de los imperativos hace R. M. Hare se explica muy bien
como reacción frente a las exageraciones cometidas por quienes «reducen» los
imperativos a su dimensión formalmente extralógica (no propiamente racional). Pero
también cabe exagerar en la impugnación de ese reduccionismo, desatendiendo el
coeficiente volitivo que todo mandato incluye como un presupuesto necesario. Un
análisis verdaderamente equilibrado de los elementos y condiciones integrantes del
mandato o imperativo no puede dejar de reconocer en él, junto a su aspecto (formal) de
acto de la razón, también su aspecto (presupositivo) de algo que implica un acto de la
voluntad. Así cabe advertirlo en las siguientes observaciones de santo Tomás acerca de si
el imperar es acto de la razón o de la facultad volitiva: «El imperar es esencialmente un
acto de la razón, porque el imperante dirige al imperado a realizar alguna acción,
notificándosela o dándole aviso de ella; y el dirigir así, por el modo de una cierta
notificación, es cosa de la razón. Pero la razón puede dar noticia o aviso de algo
doblemente: en primer lugar, de un modo simple, de tal suerte que la información
suministrada se expresa por el verbo de modo indicativo, como si alguien le dice a otro:
esto es lo que has de hacer. Pero en otras ocasiones la razón notifica algo a alguien,
impulsándole a ello, y tal notificación se expresa por el verbo de modo imperativo, como
sucede cuando a alguien se le dice: haz esto. Ahora bien, en las potencias anímicas el
primer motor es la voluntad (…). Mas como el motor segundo no mueve sino en virtud
del primero, síguese que el hecho mismo de que la razón mueva imperando lo debe la
razón a la eficacia de la voluntad. De donde resulta que el imperar es un acto de la razón,
presupuesto un acto de la voluntad en virtud del cual la razón mueve, por el imperio, al
ejercicio de un acto»[250].
Con la distinción, inequívocamente admitida por santo Tomás, entre «haz esto» y
«esto es lo que has de hacer» queda ejemplificada, también sin la menor ambigüedad, la
diferencia entre los imperativos y los juicios deontológicos. M. Rhonheimer parece
señalar esta misma diferencia valiéndose de otras palabras: concretamente, de las voces
«precepto» (praeceptum) y «enunciado normativo» (normative Aussage), como cuando
sostiene que «lo constituido por la razón práctica es el praeceptum, y no un “enunciado
normativo”; este último no es un “praeceptum”, sino, por el contrario, una enuntiatio en
el modo del “deber”»[251]. También da muestra Rhonheimer de identificar entre sí las
nociones de lo imperativo y lo preceptivo, como se comprueba cuando habla del
«carácter imperativo (preceptivo) del primer principio» de la ley natural[252]. Esta
atribución de un carácter imperativo o preceptivo al primer principio de la ley natural
puede resultar sorprendente si se tiene en cuenta que el propio Rhonheimer, en otra
ocasión, considera como enunciado normativo el principio bonum est faciendum, malum
est vitandum: «en cuanto enunciado, el enunciado normativo “bonum est faciendum,
malum est vitandum” no hace presente al objeto de la razón práctica en el plano del
228
precepto, sino a un objeto de la reflexión sobre este acto preceptivo de la razón
práctica»[253]. Y nuestra sorpresa puede hacerse aún mayor al ver que M. Rhonheimer,
para replicar a la objeción que califica de vacío y tautológico al primer principio de la ley
natural, afirma: «Realmente, sin embargo, este primer principio tampoco necesita “decir”
nada; como “praeceptum” tiene, ante todo, una función completamente distinta, a saber,
la del mandar o exigir con carácter directivo»[254].
Aunque de un modo meramente externo y aparente estas observaciones de M.
Rhonheimer resultan contradictorias entre sí, además de mostrarse incompatibles con la
enseñanza de santo Tomás, en el fondo no solamente no se oponen a esta enseñanza,
sino que tampoco son intrínsecamente contradictorias. Ha de admitirse, sin duda, que se
da un punto de exageración en la tesis de que el primer principio de la ley natural no tiene
necesidad de «decir» nada, por cuanto su función como precepto es mandar y exigir, no
enunciar. Pero la exageración no está aquí en sostener que la función del precepto en
cuanto tal no es meramente enunciativa, por ser la del mandato y la exigencia, sino en
dejar de tomar en consideración que el precepto no manda ni exige nada sin un cierto
notificar (eso es lo que llama santo Tomás la intimatio o denuntiatio). Y es también
indudable que hay una oscilación —no, propiamente, una contradicción— en el hecho de
tomar, por una parte, el principio «bonum est faciendum, et malum est vitandum» como
un enunciado normativo en el modo del deber y, por otra parte, considerar ese mismo
principio como un imperativo o precepto, como un mandato. Pero asimismo debe
reconocerse que es ésta una oscilación a la que objetivamente se presta este mismo
principio, ni más ni menos que como cualquier otra fórmula imperativa, y ello,
precisamente, en virtud de la equivalencia, ya señalada arriba, entre los imperativos y los
juicios deontológicos. Como distinta de la identidad, la equivalencia hace posible la
oscilación entre sus extremos. Por lo demás, ya hemos advertido unas oscilaciones
análogas en R. M. Hare y en el propio Kant. Incluso en santo Tomás cabe observar
también una oscilación del mismo estilo, porque, al formular el primer precepto de la ley
natural, usa el verbo en el modo indicativo y no en el modo imperativo: «El primer
precepto de la ley natural es que el bien es lo que se ha de hacer y pretender, y el mal lo
que se ha de evitar»[255]. De esta suerte, santo Tomás da expresión al primer precepto
en la forma de un juicio deontológico. Y en otra ocasión declara explícitamente que todo
precepto de la ley se refiere al objeto de un deber: «el precepto de la ley, por ser
obligatorio, se refiere a algo que debe llegar a ser»[256].
De todo lo cual resulta que la función propia del imperativo en el lenguaje de la ética
consiste en dar su última y más plena expresión a lo que virtualmente se contiene, de una
manera inmediata, en los juicios deontológicos y de un modo mediato en los juicios de
valor moral (los cuales, además de axiológicos, son también teleológicos, por cuanto el
valor de la bondad moral es el de un fin en sí).
229
aquellos que por su forma no parecen imperativos. Respecto de los seudoimperativos, a
los que también cabe llamar imperativos meramente aparentes, sólo interesa aquí dejar
constancia de que no son auténticos, a pesar de su forma gramatical imperativa, según
puede observarse en giros tales como «hágase el milagro, y hágalo el diablo», «tenga yo
el pasto, otro las ovejas», etc., etc. El «imperativo restrospectivo», del que algunos
gramáticos hablan, es también un caso de imperativo meramente aparente. Ejemplos de
imperativos retrospectivos los tenemos en frases tales como «¡haberlo dicho!»[257],
«¡haberlo pensado antes!», etc., etc., cuya estructura gramatical, aunque distinta de la
del modo imperativo, es, sin embargo, equivalente a la de este modo. (No han de
confundirse con los imperativos retrospectivos, a los que nos acabamos de referir, los
imperativos de lo pretérito, past imperatives, que, tal como R. M. Hare los entiende, son
mandatos, hechos ahora, de que algo acontezca en el pasado. El propio Hare reconoce
que ello es la razón por la que no mandamos que en el pasado acontezcan cosas, y que,
por tanto, cabe decir que esos mandatos carecen de sentido, no obstante lo cual, opera
con ellos en sus análisis, atribuyendo a su uso una posible analogía con el de los números
imaginarios en las matemáticas[258]).
A diferencia de los seudoimperativos, los imperativos no aparentes carecen de la
estructura gramatical imperativa, a pesar de ser auténticos mandatos. Con frecuencia se
expresan con el verbo en modo infinitivo (v. gr., «honrar padre y madre», «no matar»,
etc.), también con el verbo en modo subjuntivo (para los mandatos negativos o
prohibiciones), pero asimismo con otras formas expresivas (v. gr., «os he dicho que os
calléis», «ya estás saliendo por esa puerta», etc., etc.). Para Carnap, como ya
vimos[259], todos los juicios de valor son imperativos encubiertos por una forma
gramatical que no es la que en verdad les corresponde. Frente a esta opinión de Carnap
se ha de decir que hay en ella un punto de verdad, a la vez que una interpretación
tergiversada. Pues no se identifican entre sí el representar virtualmente un imperativo, lo
cual debe, sin duda, atribuirse a todo juicio de valor, y el serlo de una manera efectiva,
aunque encubierta. Lo segundo es ser ya un imperativo, pese a no parecerlo, mientras
que lo primero no es, todavía, ser un imperativo auténtico, sino algo que lo fundamenta a
su manera y que tan sólo así le es, lato sensu, equivalente (no idéntico, en rigor, a él).
Desde un punto de vista no gramatical, ni tampoco lógico, sino propiamente
psicológico y que también puede tener un significado ético, cabe hablar de «imperativos
falaces», distinguiéndolos de los seudoimperativos. Un imperativo falaz es un verdadero
imperativo, pero que hace suponer que quien lo dicta está admitiendo algo que éste
realmente no cree. Así, por ejemplo, alguien que sabe bien que la cosa x no está en el
lugar y puede decirme «llégate a y para traerme x», pretendiendo, al decírmelo,
apartarme del lugar en que estoy. Naturalmente, la posibilidad de esta clase de
imperativos no demuestra que caben imperativos dotados de falsedad en la misma
acepción en que hay juicios falsos (y, respectivamente, imperativos dotados de verdad,
en la misma acepción en que hay juicios verdaderos). Un imperativo falaz es lo contrario
de un imperativo verídico, de un modo análogo, no idéntico, a como los juicios falaces se
oponen a los veraces (tanto si éstos son verdaderos como si son falsos).
230
La clasificación general de los imperativos, además de excluir los imperativos
meramente aparentes, deja fuera también los imperativos falaces, porque éstos no
constituyen, dentro de los imperativos auténticos, una clase determinada, sino que son
tan sólo un modo determinado de hacer uso de cualquier auténtico imperativo (aunque
siempre sobre la base de la vida intersubjetiva).
Otra distinción que se encuentra en un caso similar al de la diferencia entre los
imperativos falaces y los veraces viene dada por M. Scheler en su contraposición de los
imperativos justificados y los injustificados. «Un mandato (o una prohibición) es una
orden si a aquél que lo da le es dado a la vez el contenido de ello como algo que
idealmente debe ser. Y la primera condición para que esté justificado consiste en que lo
que al que manda le es dado “como” algo que idealmente debe ser lo sea también de una
manera objetiva, i. e, que sea el deber ser de algo bueno. (…) La segunda condición es
que quien ordena con un mandato o con una prohibición haya visto que en aquél a quien
él manda o prohíbe algo hay una tendencia apetitiva “contra” eso que idealmente debe
ser (…) (o, en su caso, una tendencia apetitiva hacia lo que idealmente no debe
ser)»[260]. De las dos condiciones así asignadas por Scheler al mandato justificado la
primera no admite reparo alguno, pero la segunda, en cambio, es rechazable si se la toma
como una condición sine qua non en todos los casos, es decir, como un requisito
imprescindible. Así, por ejemplo, no cabe ninguna duda de que está perfectamente
justificado que alguien me diga «devuélveme el bolígrafo», si me lo prestó para hacer
algo que ya terminé, aunque no vea en mí ninguna intención de quedármelo. Scheler, en
definitiva, mantiene en este punto la misma opinión de la que ya nos hemos ocupado al
exponer y discutir su idea del carácter negativo y restrictivo del deber. Así, pues, las
mismas objeciones que ya quedaron expuestas son también ahora pertinentes. Y de todas
formas, sean cualesquiera las condiciones necesarias para que un imperativo pueda
tenerse por justificado, no el carecer de justificación ni el poseerla dan lugar a una clase
especial de imperativos, sino que pueden afectar, por el contrario, a imperativos de muy
diversas clases, y nada tienen que ver con la propia constitución intrínseca de ellos.
Una clasificación esencial de los imperativos puede llevarse a cabo tomando como hilo
conductor la analogía con la clasificación de las proposiciones (en tanto que éstas son
expresivas de juicios). Se trata, efectivamente, de una analogía que hace, a su modo,
posible un cierto paralelismo, el cual, aunque no es cabal, como veremos, resulta, no
obstante útil, si se respetan los límites dentro de los cuales cabe lícitamente afirmarlo.
En completa correspondencia con la división, ya presente en Aristóteles, de las
proposiciones en simples y compuestas, cabe distribuir los imperativos en dos clases
primordiales, la de los imperativos simples y la de los compuestos. Para la ética son en
general los imperativos simples los de mayor relevancia. Sin embargo, hay algunos casos
de imperativos compuestos que ofrecen un especial interés para la moral filosófica. Entre
ellos merecen subrayarse dos ejemplos, el primero de los cuales es justamente el primer
precepto de la ley natural, el que ordena hacer lo bueno y evitar lo malo, siendo el
segundo de los ejemplos el imperativo del escepticismo práctico absoluto. El primer
precepto de la ley natural es un imperativo abiertamente compuesto, es decir, sin
231
apariencias de ser simple, y ello se debe a que el hacer lo bueno y el evitar lo malo, por
más que se comporten entre sí de un modo complementario, son irreductibles
mutuamente o, mejor dicho, su mutua irreductibilidad se echa de ver precisamente en su
índole de complementarios entre sí. El hacer lo bueno (i. e., no todo lo bueno en cada
ocasión, pues semejante cosa es imposible, sino algo bueno en cada una de las ocasiones)
es diferente del evitar lo malo (i. e., no hacer nada malo en ninguna ocasión) porque el
hacer y el evitar son diferentes (aun tomando el hacer en una acepción tan ancha que en
ella entre el querer, y asimismo tomando el evitar, o no hacer, en tan extenso sentido que
el «no-querer» quede en él abarcado).
El otro ejemplo de imperativo compuesto éticamente relevante, a saber, el del
escepticismo práctico absoluto, es un caso de imperativo ocultamente compuesto, y
puede formularse, con la máxima brevedad, de esta manera: «¡no obedezcas ningún
imperativo!». En su apariencia este imperativo es simple, y también en su apariencia,
aunque en ella tan sólo, no se halla en interna contradicción. La advertencia de que en
verdad se trata de un imperativo compuesto presupone la intelección de su carácter
intrínsecamente contradictorio. Mandar que ningún mandato sea obedecido es mandar
que sea obedecido este mismo mandato. Por consiguiente, se trata de un imperativo
paralelo, por su estructura, a la proposición ocultamente compuesta que se califica de
exceptiva. «No obedezcas ningún mandato, excepto éste» es un imperativo exceptivo,
paralelamente a como «ninguna proposición es verdadera, excepto ésta» es una
proposición exceptiva, y en ambos casos hay composición oculta a primera vista.
El paralelismo entre el contrasentido escéptico (teórico) y el contrasentido práctico ha
sido claramente señalado por Husserl, quien, sin embargo, no ha atendido al carácter
ocultamente compuesto de las fórmulas habitualmente utilizadas para darles expresión.
«(…) si digo: “no admitas ninguna regla práctica”, expreso una regla práctica y, por
cierto, una regla cuya admisión sería racional y cuyo seguimiento práctico estaría
justificado. Ello es algo que está entrañado en el sentido de toda regla de esta forma, de
toda regla que sea algo más que una regla meramente insinuante. Por otro lado, en el
contenido de esta regla está caracterizado como prácticamente irracional lo que la regla
presupone según su propio sentido. Así, pues, tenemos aquí el análogon exacto del
contrasentido escéptico»[261].
Para la clasificación de los imperativos simples ha sido Kant quien más elementos ha
aportado, si bien no se encuentra en él la distinción entre los imperativos simples y los
imperativos compuestos. En la clasificación kantiana de los imperativos se aplican
algunos de los criterios utilizados por el mismo Kant en su tabla de los juicios, y el hecho
de que no todos estos criterios sean aplicados a la división de los imperativos se
compensa, si cabe hablar así, con el aprovechamiento de las distinciones entre lo
analítico y lo sintético, por un lado, y lo a priori y lo a posteriori, por otro.
La diferencia entre los imperativos singulares y los imperativos universales,
correspondiente, aunque no por completo, a la distribución kantiana de los juicios según
la cantidad, no es expresamente atendida por Kant; y, sin embargo, tiene una notable
relevancia para la ética en tanto que ésta se constituye como explicación filosófica de la
232
vida moral. Ciertamente, no todos los imperativos singulares son imperativos morales, ni
tampoco todos los imperativos morales son imperativos singulares. Ello se pone
claramente de manifiesto si se tiene a la vista una caracterización rigurosa de ambas
clases de imperativos. Un imperativo no es, rigurosa o propiamente hablando, singular
por ser singular la persona a la que va dirigido, sino por ser singular lo que él ordena
(entendiendo por singular «estrictamente individual»). Así, pues, un imperativo singular
no prescribe una determinada clase de acción o de volición, sino una acción o una
volición enteramente determinadas, cabalmente individuales. Todo imperativo que no se
encuentre en este caso es un imperativo universal (pudiendo ser la extensión de la
universalidad más amplia en unos imperativos que en otros). Es indudable que con esta
caracterización de la diferencia entre imperativos singulares y universales se hace posible
afirmar lícitamente que ni todos los imperativos morales son singulares, ni todos los
imperativos singulares son morales.
No podríamos decir exactamente lo mismo si hiciésemos nuestra la forma en la que R.
M. Hare concibe la singularidad y la universalidad de los imperativos. Ante todo, para el
teórico inglés del lenguaje de la moral los imperativos singulares se caracterizan por su
exclusiva aplicación directa a la ocasión en la que son presentados. Veámoslo en su
contexto: «Supongamos que alguien se pregunta a sí mismo, o nos pregunta “¿qué debo
hacer?” (…) Para ayudar a esa persona a tomar una decisión, podemos decir, al menos,
tres distintas clases de cosas. Las distinguiré con los términos “prescripciones del tipo A”,
“prescripciones del tipo B” y “prescripciones del tipo C”. Los ejemplos siguientes
pertenecen al tipo A y son imperativos singulares: A1. Usa la manivela; A2. Trae
almohadillas de distintos colores; A3. Devuélvele el dinero. Es característico de estas
prescripciones el que sólo se aplican directamente a la ocasión en la que son presentados.
(…) Las prescripciones del tipo B se aplican a un género de ocasión, en vez de a una
ocasión individual. (…) Una prescripción de tipo C tiene algo de las características de
ambos tipos, A y B: se aplica directamente a una ocasión individual, pero también invoca
o apela a una prescripción más general, de tipo B1»[262].
Con este modo de describir los imperativos singulares sigue siendo verdad que no
todos ellos quedan considerados como imperativos morales, ni a la inversa; pero la
descripción tiene, cuando menos, el inconveniente de estar recargada con un aditamento
innecesario. Si lo que en ello se quiere decir es que el imperativo singular es el que se
aplica a una ocasión individualizada, y no a todo un género o grupo de ocasiones, no hay
ninguna necesidad de añadir que esa ocasión es aquella en la que el imperativo en
cuestión queda presentado, pues el hecho de que así ocurre no es indispensable para que
la ocasión a la que el imperativo singular se aplica sea efectivamente singular, i. e.,
enteramente individualizada. Pero, además, si ese aditamento es afirmado como
imprescindible para la descripción del imperativo singular, resulta que ha de negársele el
carácter de imperativos singulares a fórmulas tales como «vuelva mañana a las doce»,
«no deje de tomarse esa pastilla cuando haya pasado media hora», etc., etc. ¿En qué
puede consistir el aplicar estos imperativos a la ocasión en que son presentados? La
ocasión en que un imperativo es presentado es el momento de su formulación. Cosa bien
233
diferente es la ocasión para la cual, no en la cual, es formulado o presentado un
imperativo.
Mayor interés ofrece la negación de que los llamados imperativos universales sean
universales propiamente: negación que ya aparece en las primeras páginas del libro de R.
M. Hare al que nos venimos refiriendo[263] y que en el penúltimo capítulo de éste se
intenta demostrar con una extraña argumentación. «Realmente, es casi imposible
construir en modo imperativo un universal propiamente dicho. Supongamos que
pretendemos hacerlo generalizando la frase “no fumar nunca en este departamento”.
Eliminemos, en primer lugar, el implícito “Usted”, escribiendo “nadie ha de fumar nunca
en este departamento”. A continuación hemos de eliminar “este”. Se da un paso hacia
ello si se escribe “Nadie ha de fumar nunca en ningún departamento del ferrocarril
inglés”. Sin embargo, aquí hemos dejado todavía el nombre propio “ferrocarril inglés”.
Sólo podemos obtener un universal propiamente dicho si excluimos todos los nombres
propios, escribiendo, por ejemplo, “nadie ha de fumar nunca en ningún departamento
ferroviario de ninguna parte”. Es éste un imperativo propiamente universal; pero es una
frase que nunca puede nadie tener ocasión de emitirla. Los imperativos están dirigidos
siempre a alguien o a un conjunto individual de personas (no a una clase). No es claro
qué puede significarse con la frase recién citada, como no sea un mandato moral u otro
juicio de valor»[264].
Sorprende, en primer lugar, que se califique de casi imposible la construcción de
universales auténticos en modo imperativo. Calificar una cosa de «casi imposible» no es
una forma rigurosa de hablar, y desde luego difiere de toda verdadera negación de la
posibilidad de esa cosa. En segundo lugar, no puede dejar de parecer extraña la
interposición de una cadena de eliminaciones para llegar a la construcción de un
imperativo universal, pues con entera espontaneidad se formulan imperativos de este
género, sin necesidad de ir suprimiendo, uno tras otro, los rasgos individualizantes de un
imperativo singular que funcione como punto de partida. En tercer lugar, es extraña
también la afirmación de que nadie puede tener una oportunidad para proferir la frase
«nadie ha de fumar nunca en ningún departamento ferroviario de ninguna parte». ¿Cómo
cabe saber que es imposible que esa ocasión se presente ni tan siquiera a una sola
persona? Y aunque es verdad que los imperativos se dirigen a personas individuales o a
conjuntos individuales (no a clases) de personas, es, sin embargo, perfectamente posible
dirigir imperativos a conjuntos integrados por todas las personas de una clase.
Finalmente, también es cierto que la frase en cuestión no puede significar claramente otra
cosa que un mandato moral o algún juicio de valor; nada de ello se opone a que sea un
imperativo universal, ya formalmente (en el primer caso), ya virtualmente tan sólo (en el
segundo caso). Por lo demás, es patente que caben imperativos universales no solamente
éticos, sino asimismo técnicos.
Todos los preceptos de la ley natural, incluso los más determinados, son imperativos
morales universales. Y son también imperativos morales universales las prescripciones de
la conciencia moral en tanto que ésta, aunque aplica a los casos concretos los imperativos
morales universales, no los aplica de una manera práctica, sino de un modo especulativo
234
y, por lo mismo, abstracto. En cambio, son imperativos morales singulares los mandatos
de la prudencia, entendiendo por ella la virtud que aplica prácticamente a los casos
concretos los imperativos morales universales. Como atinadamente observa J. Maritain,
«no ha de echarse en olvido que, en todo acto verdaderamente moral, la norma universal
ha de quedar individualizada por el movimiento singular de interiorización prudencial que
se integra en el seguimiento de los fines personales»[265].
Para dar término a todas estas consideraciones sobre la diferencia entre imperativos
singulares y universales puede ser oportuno hacer notar que, sin ningún menoscabo de
esa esencial diferencia, los imperativos morales singulares gozan de una universalidad sui
generis, la cual consiste en que lo prescrito en ellos para un determinado sujeto moral en
unas determinadas circunstancias es necesariamente aplicable a cualquier otro sujeto
moral cuyas circunstancias fuesen las mismas. Aunque acontecen y se realizan en
acciones enteramente individualizadas, que son justamente aquellas a las que los
imperativos singulares se refieren, los valores morales son esencialmente universales en
todos los casos. «La idea kantiana de que la racionalidad de las acciones estriba en que
sus máximas pueden generalizarse, de tal suerte que cabe aprehender el valor moral de
tales acciones en su carácter unificante, es, a mi modo de ver, un pensamiento profundo
y verdadero»[266]. También hacen al caso las siguientes afirmaciones de J. de Finance,
pues lo que acerca del valor moral se dice en ellas es trasladable, con las adaptaciones
pertinentes, a los imperativos morales singulares: «El valor moral se hace presente como
universal. Y, por cierto, en un doble sentido: 1. Lo que vale para mí valdría para todos
en las mismas circunstancias. (…) Cuando menos, ha de decirse que espontáneamente
concebimos el valor moral, abstraídas sus determinaciones, como valedero para todos. 2.
Lo que veo que vale para mí lo veo también como algo que todos han de aprobar,
aunque no valga en acto para ellos en razón de la diversidad de las circunstancias»[267].
235
imperativos morales, mas ya vimos en su momento las razones por las que la idea
scheleriana del deber no puede ser aceptada. (Esas razones pueden complementarse, en
algunos matices, con las alegadas por J. de Finance en su artículo «Devoir et amour»,
Gregorianum 64 [1983], ya citado al final del § 2 de este capítulo).
Paralelamente a la clasificación kantiana de los juicios por la relación, habrían de
distinguirse unos imperativos categóricos, otros hipotéticos y otros disyuntivos. De lo que
sea un imperativo disyuntivo no hay en Kant ninguna indicación. Ahora bien, los
imperativos disyuntivos han de incluirse en el género de los imperativos compuestos,
análogamente a como se incluyen en las proposiciones compuestas las proposiciones
disyuntivas. Tal vez se piense que un imperativo moral no puede expresarse en la forma
de un imperativo disyuntivo, pero ello no es cierto, en lo que atañe a la forma aparente.
Así, la proposición «¡cumple tus promesas, o no las hagas!» tiene la forma de un
imperativo disyuntivo en el que está expresado un imperativo moral que, en cuanto tal, es
categórico, a saber, el que se formula simplemente diciendo: «¡cumple tus promesas!».
También pudiera afirmarse que el imperativo disyuntivo en cuestión es la expresión
aparentemente disyuntiva del imperativo hipotético «si haces una promesa, cúmplela»;
pero, en verdad, este imperativo es hipotético sólo aparentemente, por su mera forma
gramatical; realmente, es un imperativo categórico, el mismo al que ya nos hemos
referido.
La distinción utilizada por Kant para establecer exactamente el significado de los
mandatos morales —y la que indudablemente resulta ser la adecuada para lograr este fin
— es la que contrapone el imperativo categórico al imperativo hipotético. Y ciertamente
llama la atención el hecho de que al exponer la diferencia entre ambas clases de mandato,
haga Kant una sumaria aplicación a ellas de las nociones de lo problemático, lo asertórico
y lo apodíctico, ya expuestas por él en su clasificación de los juicios según la modalidad:
«El imperativo hipotético dice, por consiguiente, sólo que la acción es buena para algún
propósito posible o efectivo. En el primer caso es un principio práctico problemático, en
el segundo un principio práctico asertórico. El imperativo categórico, que declara a la
acción como objetivamente necesaria por sí misma, sin referencia a propósito alguno, es
decir, sin ningún otro fin, vale como un principio práctico apodíctico»[269].
¿Hasta qué punto es lícito que un imperativo sea calificado de problemático o de
asertórico? «Un mandato —observa G. Patzig— parece contener, en cuanto tal, una
cierta constricción, una cierta necesidad, y será muy extraño hacerle a esto una
excepción, llamarle a un mandato, por ejemplo, “problemático” o “asertórico”»[270]. No
cabe duda de que todo mandato expresa una exigencia, una necesidad, y, por
consiguiente, todo mandato ha de calificarse en cuanto tal de apodíctico, o bien ha de
señalarse que la fórmula «mandato apodíctico» es redundante. Sin embargo, también se
ha de reconocer que la necesidad correspondiente a un mandato hipotético es sólo
condicionada, en oposición a la incondicionada o absoluta necesidad correspondiente al
imperativo categórico, y asimismo se ha de admitir que el condicionamiento determinado
por algo meramente posible no puede identificarse con el determinado por algo efectivo.
Volviendo a la diferencia general entre el imperativo hipotético y el categórico, es claro
236
que mientras aquél se ha de considerar como un imperativo condicionado, el categórico
ha de considerarse como un imperativo incondicionado o absoluto, siempre y cuando se
tenga en cuenta que no es la forma aparente o mera estructura gramatical lo que decide la
pertenencia de un imperativo a una u otra de esas dos clases. La determinación del
sentido del imperativo como hipotético o como categórico no incluye, tal como Kant la
expone, ninguna referencia a la estructura gramatical, y desde luego es muy cierto que las
referencias a esa estructura, lejos de servir de aclaración, más bien complican y
oscurecen el asunto. Por consiguiente, para evitar estos escollos lo mejor que se puede
hacer en el establecimiento de la diferencia entre imperativos hipotéticos e imperativos
categóricos es concebirla como la que se da entre los imperativos donde se formula una
exigencia que en cuanto tal está condicionada por algún propósito en su destinatario, y los
imperativos en los cuales se formula una exigencia no sujeta a esa condición. Ahora bien,
es importante aclarar que el imperativo categórico no requiere la inexistencia de un
propósito en su destinatario, sino que ese propósito, si existe, no condiciona a la exigencia
que el imperativo establece. Aunque Kant no lo dice expresamente, ello ha de ser
pensado como en su teoría moral por cuanto en ésta se admite, por una parte, las
exigencias propias de los deberes en cuanto tales y, por otra parte, la existencia de una
natural inclinación humana a la felicidad (una inclinación que equivale al propósito o
deseo de ser feliz y que no deja de darse en quien cumple el deber por el deber). Cosa
distinta es que en algunas ocasiones Kant se haya expresado de tal suerte que su
concepción del cumplimiento del deber por el deber parezca excluir necesariamente la
existencia de propósitos o inclinaciones en el agente moral. Y es también cosa distinta de
todo ello la afirmación de que la teoría moral kantiana carece de un análisis explicativo de
la compatibilidad de las exigencias absolutas del deber con la existencia de una inclinación
permanente de cada ser humano a su propia felicidad. Mas no es éste el momento de
insistir en esa cuestión.
El nexo del concepto del deber como exigencia absoluta y la moción del imperativo
categórico ha sido advertido con total claridad por Schopenhauer, pero precisamente para
rechazar, como dos casos de contradictio in adiecto, tanto el carácter absoluto del deber
cuanto el imperativo categórico, de tal modo, por consiguiente, que los únicos deberes e
imperativos posibles serían los hipotéticos. «Todo deber tiene sentido e importancia
únicamente en relación a un castigo con el cual se hace una amenaza, o a un premio que
es prometido. (…) En consecuencia, todo deber está necesariamente condicionado por el
castigo o por el premio y es, por ende, para decirlo en el lenguaje de Kant, esencial e
inevitablemente hipotético y nunca, como él afirma, categórico. Una voz que manda, lo
mismo da desde dentro que desde fuera, es absolutamente impensable de otro modo que
como amenazadora o como prometedora: mas entonces la obediencia a ella resulta,
según las circunstancias, sensata o necia, pero siempre dirigida al provecho propio y
desprovista, por tanto, de valor moral»[271].
No aduce Schopenhauer prueba alguna de que todo deber implique una relación a un
castigo o a un premio, por el cual esté condicionado. La afirmación de ese vínculo es
enteramente gratuita, y Schopenhauer la hace como quien enuncia una evidencia
237
inmediata. Pero es el caso que esta tesis de Schopenhauer no puede calificarse de
inmediatamente evidente. No hay ninguna contradicción en que una exigencia dirigida a
la libertad sea algo incondicionado, o, lo que es lo mismo, no es menester ser algo
condicionado para poder ser una exigencia dirigida a la libertad. Más aún: las exigencias
de este tipo que suponen o implican algún condicionamiento son las que ocupan un lugar
más bajo en la escala de las exigencias, siendo el lugar más alto de esta escala el
correspondiente a las exigencias absolutas, es decir, precisamente a los deberes en la
acepción moral (no a las obligaciones meramente jurídico-positivas, que presuponen, sin
duda, una condición y que, en cuanto tales, sólo relativamente son deberes).
A Schopenhauer se le ha de conceder que ciertos imperativos llevan consigo una
amenaza o una promesa, aunque ni la una ni la otra estén visibles en la estructura
gramatical correspondiente. El esquema lógico de los imperativos hipotéticos queda
simbolizado con la fórmula «si quieres p, haz q», donde salta a la vista la condición o
hipótesis, pero no la amenaza ni la promesa, a pesar de lo cual ambas están incluidas en
el sentido latente de la fórmula, dado que ésta equivale, ciertamente, o bien a «haz q,
porque, de lo contrario, no conseguirás p», o bien a «haz q porque así conseguirás p»,
todo ello sobre la base de que los mandatos vayan dirigidos a alguien para quien p es un
bien efectivamente querido, y tal es el sentido de «si quieres p», indispensable para que
el imperativo sea hipotético. La inclusión de ese factor condicionante no tiene por qué ser
algo gramaticalmente manifiesto; basta que esté realmente sobreentendida. Y, por otro
lado, no es imprescindible que entre p y q se dé una conexión esencial de efecto a causa;
es suficiente que q o, más exactamente, el hacerlo, constituya de facto una condición
indispensable para conseguir p. Y tampoco es indispensable que el imperativo hipotético
presuponga siempre que quien lo formula esté queriendo el cumplimiento de lo
hipotéticamente imperado. «Si quieres p, haz q» no significa siempre «yo quiero que tú
hagas q, y así te mando que lo hagas, advirtiéndote que, si no lo haces, no conseguirás
p». Aunque a mí me sea indiferente que alguien haga q o que no lo haga, puedo decirle a
ese alguien «si quieres p, haz q».
En una palabra: la amenaza y la promesa (tomadas ambas en un sentido muy amplio)
incluidas, al menos implícitamente, en todo imperativo hipotético, no son necesariamente
unos signos inequívocos de que quien dicta este imperativo quiere su cumplimiento, sino
que corresponden a unos nexos objetivos (ya esenciales, ya meramente fácticos). La
volición (o, equivalentemente, el interés, el propósito, la inclinación, etc.) que el
imperativo hipotético presupone, justamente por ser hipotético, es algo dado en la
persona a la cual ese imperativo se dirige, y sin ese algo carecerían de sentido tanto la
amenaza como la promesa. Ahora bien, nada de ello es realmente una demostración de
que todo imperativo es hipotético, antes bien, constituye una prueba de que los
imperativos hipotéticos son entre los mandatos los de más bajo nivel. No cabe
considerarlos como meras exhortaciones, sino como auténticos mandatos, porque tienen
el carácter de exigencias que se dirigen a la libertad, pero lo tienen de la manera más
débil, no del modo más fuerte, puesto que su carácter de exigencias está intrínsecamente
condicionado, siendo, así, esencialmente relativo, y su escolta de amenazas y promesas,
238
lejos de dar testimonio de sobrada fuerza imperativa, es, por el contrario, un claro signo
del escaso vigor que en sí mismos poseen en calidad de mandatos.
Por último, también la aplicación de los calificativos de «analítico» y «sintético» a los
imperativos es llevada a cabo por Kant en función, únicamente, del señalamiento de la
diferencia entre el imperativo hipotético y el categórico. Desde luego, esta aplicación
tiene lugar de una manera analógica, no de un modo propio y estricto, y tampoco
introduce ningún factor decisivo para la clasificación de los mandatos, pues no sirve para
otra cosa que para subrayar cómo el imperativo hipotético (el cual es, según Kant,
analítico) presupone algún interés, del que lógicamente se deriva, mientras que el
imperativo categórico (sintético, según Kant) no presupone interés de ningún tipo y,
consiguientemente, no puede ser derivado haciendo uso del mero principio de
contradicción.
[217] «(…) cet fait paradoxal et mysterieux de l'obligation morale, à savoir que nous sommes obligés, et
cependant libres de ne pas faire ce à quoi nous nous sentons contraints par la conscience», Neuf leçons sur les
notions prémières de la philosophie morale, ed. cit., p. 94.
[218] «(…) erga hanc vocem conscientiae homines percipiunt se physice quidem et psychologice esse liberos,
non vero moraliter, quatenus hujus imperii violatio eis apparet ut quid essentialiter repugnans naturae eorum
morali, quae invencibiliter de se ordinatur ad bonum honestum tamquam ad finem immediatum essentialiter
connexum cum fine ultimo proprio. Aliis verbis, percipimus nos ut categorice obligatos et imprimis responsabiles,
ita ut nobismet ipsis videamus simul et domini actionis et tamen servi», Praelectiones theologiae naturalis (G.
Beauchesnes, Pari,s 1932), I, pp. 472-473.
[219] «Aber was nothwendig ist, das geschieht und ist unausbleiblich nicht nur meistens aus, sondern sogar
gesteht Kant selbst (…), dass man von der Gesinnung, aus reiner Pflicht zu handeln, gar keine sichere Beispiele
habe. (…) Da es billig ist, einen Autor stets auf das güngstigste auszulegen, wollen wir sagen, dass seine
Meinung dahin geht, eine pflichtmässige Handlung sei objektiv nothwendig, aber subjektiv zufällig. Allein gerade
das ist nicht so leicht gedacht, wie gesagt: wo ist denn das Objekt dieser objektiven Nothwendigkeit, deren Erfolg
in der objektiven Realität meistens und vielleicht immer ausbleibt?», Über die Grundlage der Moral, § 6, ed. cit.,
pp. 174-175.
[220] Véase, por ejemplo, el comienzo de la Primera Sección de la Fundamentación de la Metafísica de las
costumbres, donde Kant se sirve indistintamente de las fórmulas «ohne Einschränkung gut» y «unbedingtes
Werth», aplicadas a la buena voluntad.
[221] «“Gut” im absoluten Sinne ist nicht gleich mit “gut” im unendlichen Sinne -ein “gut”, das nur der Idee
Gottes zukommt. Denn nur in Gott können wir in jedem Falle den absolut höchsten Wert auch als erfasst
ansehen», Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, ed. cit., p. 47, n. 1.
[222] «Streift man den ein wenig magischen Charakter ab, den die Pflichtidee durch Kants Apostrophen erhalten
hat, und geht man nicht dem pragmatischen Gesichtspunkt nach, was das Pflichtsethos praktisch geleistet haben
mag, so zeigt die Analyse vier Momente in ihr, deren blosser Aufweis zeigt, dass sich die Ethik nicht auf sie
gründen lässt», Op. cit., p. 200.
[223] «Pflicht ist erstens eine “Nötigung” oder ein “Zwang” nach zwei Richtungen: Eimal gegen die “Neigung”,
d. h. gegen alles, was den Charakter des “In mir aufstrebens”, des nicht als von meinem individuellen Selbst
ausgehend erlebten Strebens trägt, wie Hunger, Durst, eine sich regende erotische Neigung usw. Sodann aber
auch eine Nötigung, ein Zwang gegenüber dem individuellen Wollen selbst, d. h. demjenigen Streben, das (…)
von mir als meiner “Person” ausgehend erlebt und vollzogen wird. (…) Wo wir selbst evident einsehen, dass eine
Handlung oder ein Wollen gut ist, da reden wir nicht von “Pflicht”. Ja, wo diese Einsicht eine völlig adäquate und
ideal vollkommene ist, da bestimmt sie auch das Wollen ohne irgendwelches sich dazwischen schiebendes
Zwangs -oder Nötigungsmoment eindeutig», Op. cit., pp. 200-201.
239
[224] «Es gehört daher zum Wesen des Wollens aus Pflicht, dass es die auf Einsicht gerichtete sittliche
Überlegung gleichsam abschneidet, zum mindesten unabhängig davon erfolgt. (…) In der Nötigung der Pflicht
liegt ein Moment der Blindheit, das wesentlich zu ihr gehört. (…) in der “Pflicht” eine Art innerer Kommandoruf
erscheint, der sich, ähnlich wie die Befehle der Autorität, weder weiter begründet, noch unmittelbar einsichtig ist»,
Op. cit., p. 201.
[225] «Plicht ist drittens freilich ein aus uns und in uns tönnendes Kommando, und dies in Unterschied von allen
sonstigen, als “von aussen” kommend gegebenen Befehlen. Aber (…) tut dies der “Blindheit” dieses Kommandos
keinen Eintrag. (…) Das blosse “von innen her” gibt also der Pflichtidee keine Spur einer höheren Dignität. Auch
die Kommandos, die auf Grund sozialer Suggestion —aber ohne Bewusstsein dieser Suggestion— in uns
hineinertönen, kommen erscheinungsmässig “von innen her” und sind meist mit den Neigungen im Widerstreit»,
Op. cit., pp. 201-202.
[226] «Die Pflicht hat endlich viertens einen wesentlich negativen und einschränkenden Charakter. (…) Diesen
Charakter teilt die Pflicht mit aller “Notwendigkeit”, auch der sachlich gegründeten “Notwendigkeit”, die mit
blossen Zwangsgefühl und mit kausaler Notwendigkeit nichts zu tun hat», Op. cit., p. 202.
[227] «Alles Sollen (nicht etwa nur das Nichtseinsollen) ist daher darauf gerichtet, Unwerte auszuschliessen,
nicht aber positive Werte zu setzen», Op. cit., p. 216.
[228] «(…) was überhaupt “gesollt” ist ursprünglich niemals das Sein des Guten, sondern nur das Nichtsein des
Übels», Op. cit., p. 217.
[229] «Gehört es zum Wesen des Guten, ein auch im Sinne des Pflichtsollens “Gesolltes” zu sein, und besteht es
eben darin -so müsste ja das Gute, indem es verwirklicht wird, auch geradezu aufhören, das Gute zu sein, und
ein sittlich Indifferentes werden», Op. cit., p. 217.
[230] «Wie erst dann ein Inhalt des blossen “Sollens” oder des auf Grund des Wertes Geforderstseins zur Pflicht
wird, wenn das Sollen eine ihm entgegengerichtete aufstrebende Neigung vorfindet, so auch erst dann, wenn es
entweder gegen oder wenigstens unabhängig vom dem Wollen des Individuums gesetzt ist», Op. cit., p. 200.
[231] «(…) vis obligativa in debito morali ex sola recta ratione ut a coactiva virtute proficiscitur», De obligatione
et observatione praeceptorum, q. 2.
[232] «Il s'agit d'une contrainte exercée par l'intellect sur le libre arbitre. Le sentiment d'obligation est le
sentiment d'être lié par le bien que je vois. (…) Pression purement intellectuelle, pression causée par una vue de
l'intelligence, la vue de ce qui est bon et de ce qui est mauvais», Neuf leçons sur les notions premières de la
philosophie morale, ed. cit., p. 154.
[233] «Die Nichtzurückführbarkeit des Werturteils aber auf ein Sollensurteil zeigt schon die einfache Tatsache,
dass das Bereich der Werturteils einen weit grösseren Umfang hat als das Bereich des Sollens. Wir können von
Werten aussagen, für deren Träger es gar keinen Sinn hat zu sagen, dass sie dieses und jenes sein “sollen”. Alle
ästhetischen Predikate von Naturobjekten gehören hierher. Auch in der sittlichen Sphäre ist das Sollen zunächst
auf die einzelnen Akte des Tuns im Handeln beschränkt. Schon ein “Wollensollen” ist Unsinn, wie Schopenhauer
treffend bemerkt», Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, p. 193.
[234] Véase el Capítulo III, § 3, b.
[235] «Bei Handlungen kann es noch die Frage sein, ob ein Satz wie “diese Handlung ist gut” nicht etwa bloss
bedeutet: “sie soll vollzogen werden”, oder “es besteht eine Forderung ihres Vollzuges”. Dies aber ist schon nicht
der Fall, wo ich das “gut” von einem Menschen, einer Person, ihrem Sein, aussage. Jede Sollensethik muss daher
schon von Hause aus —als Sollensethik— den echten Personwert verkennen und ausschalten und kann die
Person nur als das X eines (möglichen) gesollten Tuns gelten lassen», Der Formalismus in der Ethik und die
materiale Wertethik, p. 193.
[236] «Bei allen imperativischen Sollen (…), ist ein Streben vorausgesetzt, an das der auf dem idealen Sollen
gründende Befehl (als Gebot oder Verbot) ergeht. Eine jede Pflicht ist hierbei unmittelbar Verpflichtung zu einem
Tun, und zwar immer gegenüber einer bestimmten Person. Zu einem Willensakt können wir nicht verpflichtet
werden wie zu einem Tun. Wohl aber ist der verpflichtende Imperativ noch ein “Bestimmungsfaktor” für die
Willensentscheidung hinsichtlich des Tunswollens. Da dies der Fall ist, ist es, wie Kant richtig gesehen hat, den
Begriff der Norm und der Pflicht auf das Verhältnis eines blossen Mittels zu einem gegebenen Zwecke
zurückzuführen. Die Zwecksetzung selbst soll (im idealen Sinne) vielmehr noch unter der Mitbestimmung der
Norm resp. des verphichtenden Imperatives erfolgen», Op. cit., pp. 225-226.
240
[237] «So sind ohne Zweifel die Schriftstellen zu verstehen, darin geboten wird, seinen Nächsten, selbst unsern
Feind, zu lieben. Denn Liebe als Neigung kann nicht geboten werden, aber Wohltun aus Pflicht selbst, wenn dazu
gleich gar keine Neigung treibt, ja gar natürliche und unbezügliche Abneigung widersteht, ist praktische und nicht
pathologische Liebe, die im Willen liegt und nicht im Hange der Empfindung, in Grundsätzen der Handlung und
nicht schmelzender Theilnehmung; jene aber allein kann geboten werden», Grundlegung zur Metaphysik der
Sitten, 1 Abschnitt, Ak IV, p. 399.
[238] «Hiemit stimmt aber die Möglichkeit eines solchen Gebots als: Liebe Gott über alles und deinen Nächsten
als dich selbst ganz wohl zusammen. Denn es fordert doch als Gebot Achtung für ein Gesetz, das Liebe befiehlt,
und überlässt es nicht der beliebigen Wahl, sich diese zum Prinzip zu machen. Aber Liebe zu Gott als Neigung
(pathologische Liebe) ist ummöglich; denn er ist kein Gegenstand der Sinne. Eben dieselbe gegen Menschen ist
zwar möglich, kann aber nicht geboten werden, denn es steht in keines Menschen Vermögen, jemanden bloss auf
Befehl zu lieben. Also ist es bloss die praktische Liebe, die in jenem Kern aller Gesetze verstand wird. Gott lieben,
heisst in dieser Bedeutung, seine Gebote gerne thun; den Menschen lieben heisst, alle Pflicht gegen ihm gerne
ausüben», KpV, I T., 1 B, 3 Hauptstück, Ak V, p. 83.
[239] «Es gibt keine “praktische Liebe”, sofern darunter eine besondere Qualität der Liebe verstanden würde,
sondern es gibt nur eine Liebe, die zu praktischen Verhaltungsweisen führt. Sie kann aber so wenig wie Liebe
überhaupt geboten werden. Dagegen kann auch anderes als Liebe zu ähnlichen praktischen Verhaltungsweisen
führen, z. B. das “Wohlwollen” sowie das “Wohltun”. Von diesen kann das letztere geboten werden. Beide aber
sind von dem Akte der Liebe grundverschieden. Sie können bestehen, ohne Folgen der Liebe zu sein;
“Wohlwollen” haben wir z. B. auch gegen Menschen, die uns dienstbar sind oder die uns nützen; “Wohltaten”
aber können auch Folgen der Eitelkeit und der Ruhmbegierde sein. Im Sinne des evangelischen Satzes hat aber
Wohlwollen und Wohltun selbst nur soviel sittlichen Wert, als Liebe im ihm steckt. Andererseits muss Liebe
durchaus nicht zu Wohlwollen und Wohltum führen. Aus Liebe kann man auch zürnen und wehtun, sofern man
diese zugefügten Schmerzen und Leiden als zum wahren Heile der Person führend ansicht», Op. cit., Ak V, p.
232.
[240] «L'amour est beaucoup plus qu'un plaisir: il est même dans sa réalité profonde d'un tout ordre (encore que,
bien souvent, ceux qui en font leur valeur dominante y voient au premier plan, sans toujours se l'avouer, le
plaisir). Et il peut être, il est en fait un devoir. L'honneur de l'homme, c’est justement d'être capable d'aimer par
devoir, d'aimer son devoir, de découvrir sous l'aiguillon du devoir des raisons nouvelles d'aimer», en «Devoir et
amour», Gregorianum 64 (1983), p. 272.
[241] «Kant hat offenbar solche Forderungen überhaupt in Betracht gezogen, die prima facie Anspruch darauf
machen, moralischen Forderungen zu sein. Es kommt ihm nicht auf Handlungen, sondern auf
Bestimmungsgründe unseres Wollens an. Die Imperative, die Kant untersucht, sind Forderungen, etwas zu
wollen, nicht bloss Aufforderungen, etwas zu tun», Ethik ohne Metaphysik (Vandenhoeck & Ruprecht,
Göttingen, 1971), p. 111 en nota.
[242] «Die Vorstellung eines objectiven Princips, sofern es für einen Willen nöthigend ist, heisst ein Gebot (der
Vernunft), und die Formel des Gebots heisst Imperativ», Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, 2 Abscritt, Ak
IV, p. 413.
[243] «Alle Imperative werden durch ein Sollen ausgedrückt und zeigen dadurch das Verhältnis eines objectiven
Gesetzes der Vernunft zu einem Willen an, der seiner subjectiven Beschaffenheit nach dadurch nicht nothwendig
bestimmt wird (eine Nöthigung)», Ibidem.
[244] «Sie sagen, dass etwas zu thun oder zu unterlassen gut sein würde, allein sie sagen es einem Willen, der
nicht immer darum etwas thut, weil ihm vorgestellt wird, das es zu thun gut sei», Ibidem.
[245] «Weil jedes praktische Gesetz eine mögliche Handlung als gut und darum für ein durch Vernunft praktisch
bestimmbares Subject als nothwendig vorgestellt, so sind alle Imperativen Formeln der Bestimmung der
Handlung, die nach dem Prinzip eines in irgend einer Art guten Willens nothwendig ist», Op. cit., Ak IV, p. 414.
[246] «Der Imperativ sagt also, welche durch mich mögliche Handlung gut wäre, und stellt die praktische Regel
in Verhältnis auf einen Willen vor, der darum nicht sofort eine Handlung thut, weil sie gut ist (…)», Ibidem.
[247] «Um die dafür nötige Annäherung der Imperative an die Urteile zu erreichen, führt Kant Redeweisen ein,
die, bei Wahrung der inhaltlichen Plausibilität, den radikalen Unterschied zwischen Imperativen und Urteilen
vergessen lassen könnten: so heisst es auf derseltben Seite (S. 414) der Akademie-Ausgabe: “Der Imperativ sagt
also, welche durch mich mögliche Handlung gut wäre” (es sagt es doch nicht nur, sondern fordert zu ihr auf!»,
Ethik ohne Metaphysik, ed. cit., p. 103.
241
[248] «(…) alle Imperativen gebieten entweder hypothetisch, oder kategorisch», Grundlegung zur Metaphysik
der Sitten, Ak IV, p. 414.
[249] «(…) commands, beacuse they, like statements, are essentially intended for answering questions asked by
rational agents, are governed by logical rules just as statements are», The language of Morals, ed. cit., pp. 15-16.
[250] «Imperare autem est quidem essentialiter actus rationis; imperans autem ordinat eum cui imperat, ad
aliquid agendum, intimando vel denuntiando: sic autem ordinare per modum ejusdam intimationis est rationis. Sed
ratio potest aliquid intimare vel denuntiare dupliciter: uno modo absolute; quae quidem intimatio exprimitur per
verbum indicativi modi, sicut si aliquis alicui dicat: hoc est tibi faciendum. Aliquando autem ratio intimat aliquid
alicui, movendo ipsum ad hoc; et talis intimatio exprimitur per verbum imperativi modi, puta cum alicui dicitur:
fac hoc. Primum autem movens in viribus animae ad exercitium actus est voluntas (…). Cum ergo secundum
movens non moveat nisi in virtute primi moventis, sequitur quod hoc ipsum quod ratio movet imperando, sit ei ex
virtute voluntatis. Unde reliquitur quod imperrare sit actus rationis, praesupposito actu voluntatis in cujus virtute
ratio movet per imperium ad excercitium actus», Sum. Theol., I-II, q. 17, a. 1. Un resumen de la misma tesis se
encuentra en estas fórmulas: «imperium est et voluntatis et rationis, quantum ad diversa; voluntatis quidem
secundum quod imperium inclinationem quandam importat; rationis vero, secundum quod haec inclinatio
distribuitur et ordinatur ut exequenda per hunc vel per illum», De verit., q. 22, a. 12, ad 4.
[251] «Die praktische Vernunft konstituiert also das praeceptum, und nicht eine “normative Aussage”; letztere ist
nicht ein “praeceptum”, sondern vielmehr eine enuntiatio im Modus des “Sollens”», Natur als Grundlage der
Moral, ed. cit., p. 63.
[252] «Der imperative (präzeptive) Charakter des ersten Prinzips», Op. cit., p. 78.
[253] «(…) eine normative Aussage wie “bonum est faciendum, malum est vitandum” als Aussage nicht
Gegenstand der praktischen Vernunft auf der Ebene des Präzeptes, sondern ein solches der Reflexion über diesen
präzeptiven Akt der praktischen Vernunft darstellt», Op. cit., p. 63.
[254] «Tatsächlich braucht aber dieses erste Prinzip auch gar nichts zu “sagen”; als “praeceptum” besitzt es
zunächst eine ganz andere Funktion, nämlich die des ordnenden Befehlens oder Gebietens», Op. cit., p. 78.
[255] «Hoc est ergo primum praeceptum legis, quod bonum est faciendum et prosequendum, et malum
vitandum», Sum. Theol., I-II, q. 94, a. 2.
[256] «(…) praeceptum legis, cum sit obligatorium, est de aliquo quod fieri debet», Sum. Theol., I-II, q. 99, a.
1.
[257] Cf. M. Moliner: Diccionario de uso del español (Gredos, Madrid, 1982), p. 99.
[258] «It is obvious why we never command things to happen in the past; and therefore it might be said that a
past imperative would be a meaningless (…); but nevertheless it will be seen that these sentences do have a
function in my analysis (…). There is perhaps an analogy with the use of imaginary numbers in mathematics»,
The languaje of Morals, ed. cit., p. 188.
[259] En la p. 124 de este libro.
[260] «Ein “Gebot” (resp. Verbot) ist ein Befehl dann, wenn dem Befehlenden der Inhalt des Befehls gleichzeitig
als ein ideal Seinsollendes gegeben ist. Und die erste Bedingung seines Rechtseins ist, dass dieses ihm “als” ideal
Seinsollendes Gegebene auch ein objektiv Seinsollendes ist, d. h. das Seinsollen eines Guten. (…) Die zweite
Bedingung ist, dass wer gebietend oder verbietend befiehlt, auch erblickt habe, dass in dem Wesen, dem er
gebietet oder verbietet, eine Strebenstendenz “gegen” jenes ideal Seinsollendes (…) vorliegt (resp. eine
Strebentendenz nach dem ideal Nichtseinsollenden)», Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik,
ed. cit., pp. 220-221.
[261] «(…) sage ich “Erkenne keine praktische Regel an!”, so spreche ich eine praktische Regel aus, und zwar
eine Regel, die anzuerkennen vernünftig und der praktisch folgen richtig wäre. Das liegt im Sinne jeder Regel
dieser Form, jeder mehr als bloss suggestiven Regel. Andererseits wird im Inhalt dieser Regel das als praktisch
unvernünftig voraussetzt. Also da haben wir das genaue Analogon des skeptischen Widersinns», Vorlesungen
über Ethik und Wertlehre, ed. cit., Husserliana B. XXVIII, pp. 28-29.
[262] «Suppose that someone is asking, himself, or asking us, “What shall I do?” (…) In order to help such a
person make up his mind, we may say at least three different sorts of things. I shall distinguish them by the
terms “type A prescriptions”, “type B prescriptions”, and “type C prescriptions”. The following are examples of
type A, which are singular imperatives: A1. Use the starting handle. A2. Get cushions of a different colour. A3.
Pay him back the money. It is charakteristic of such prescriptions that they apply directly only to the occasion on
242
which they are offered. (…) Type B prescriptions apply to a kind of occasion, rather than directly to an individual
occasion. (…) A type C prescription has some of the characteristics of both types A and B: it applies directly to
an individual occasion; but it also invokes or appeals to some more general principle like B1», The language of
Morals, ed. cit., pp. 155-156.
[263] «(…) it will be seen that the so-called “universal imperatives” of ordinary language are not proper
universals», Op. cit., p. 3.
[264] «It is, in fact, almost impossible, to frame a proper universal in the imperative mood. Suppose that we try
to do this by generalizing the sentence “Do not ever smoke in this compartment”. First we eliminate the implicit
“you” by writing “No one is ever to smoke in this compartment”. We then have to eliminate the “This”. A step
towards this is taken by writing “No one is ever to smoke in any compartment of British Railways”. We can only
achieve a proper universal by excluding all proper names; for example by writing “No one is ever to smoke in any
railway compartment anywhere”. This is a proper universal, but it is a sentence which no one could ever have
occasion to utter. Commands are always adressed to someone or to some individual set (not clase) of people. It
is not clear what could be meant by the sentence just quoted, unless is were a moral injunction ot other value-
judgement», Op. cit., p. 177.
[265] «Il ne faut pas oublier que la norme universelle, dans tout act vraiement moral, a à être rendue individuelle
par le mouvement d'intériorisation prudentielle que l'intègre à la poursuite singulière des fins personnels», Neuf
leçons sur les notions premières de la philosophie morale, ed. cit., p. 142.
[266] «Kants Gedanke, die Vernünftigkeit von Handlungen bestehe eben darin, dass ihre Maximen
verallgemeinerungsfähig sind, so dass man den moralischen Wert solcher Handlungen in ihrem einheitstiftenden
Charakter greifen kann, scheint mir zugleich tiefer und wahrer Gedanke». Cf. G. Patzig: Ethik ohne Metaphysik,
2. durchgesehene und erweiterte Auflage, Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen, 1983, VI: Der Kategorische
Imperativ in der Ethik-Diskussion der Gegenwart, pp. 157-158.
[267] «Valor moralis se praebet ut universalis. Et quidem duplici sensu: 1. Quod valet pro me, valeret pro
omnibus, in iisdem adiunctis. (…) Ad minus dicendum est nos sponte valorem moralem concipere, praecisis eius
determinationibus, tanquam pro omnibus valentem. 2. Quod video valere pro me, video etiam ab omnibus
approbandum esse, etiam si, propter diversa adiuncta, pro illis actu non valeat», Ethica generalis, ed. cit., p. 45.
[268] «(…) was überhaupt “gesollt” ist, ist ursprünglich niemals das Sein des Guten, sondern nur das Nichtsein
des Übels», Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, ed. cit., p. 217.
[269] «Der hypothetische Imperativ sagt also nur, dass die Handlung zu irgend einer möglichen oder wirklichen
Absicht gut sei. Im erstern Falle ist er ein problematisch-, im zweiten assertorisch-praktisches Prinzip. Der
kategorische Imperativ, der die Handlung ohne Beziehung auf irgend eine Absicht, d. i. auch ohne irgend einen
andern Zweck, für sich als objectiv nothwendig erklärt, gilt als ein apodiktisch-praktisches Prinzip»,
Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, 2 Abschnitt, Ak IV, pp. 414-415.
[270] «Ein Gebot scheint als solches immer eine gewisse Nötigung, Notwendigkeit zu enthalten, und es würde
sehr merkwürdig ausnehmen, ein Gebot Z. B. “problematisch” oder “assertorisch” zu nennen», Ethik ohne
Metaphysik, ed. cit., p. 103.
[271] «Jedes Sollen hat allen Sinn und Bedeutung schlechterdings nur in Beziegung auf angedrohte Strafe, oder
verheissene Belohnung. (…) Jedes Sollen ist also nothwendig durch Strafe, oder Belohnung bedingt, mithin in
Kants Sprache zu reden, wesentlich und unausweichbar hypothetisch und niemals, wie er behauptet, kategorisch.
(…) Eine gebietende Stimme, sie mag nun von innen, oder von aussen kommen, ist es schlechterdings
unmöglich, sich anders, als drohend, oder versprechend zu denken: dann aber wird der Gehorsam gegen sie
zwar, nach Umständen, klug oder dumm, jedoch stets eigennützig, mithin ohne moralische Werth seyn», Über die
Grundlage der Moral, II, § 4, ed. cit., pp. 162-163.
243
VII. El relativismo ético
244
mantener este relativismo es necesario profesar un determinado tipo de teorías sobre el
sentido de los asertos éticos, como, por ejemplo, la teoría «emotivista» para la cual estos
asertos no pueden ser ni verdaderos ni falsos, porque se limitan a expresar la actitud de
quien los emite; o la teoría sustentada por E. A. Westermarck, según la cual el decir que
algo es incorrecto es dar a entender que pertenece a la clase de las acciones que en quien
habla suscitan una imparcial actitud de airada irritación; o la explicación propuesta por R.
Benedict, para quien la afirmación de que algo es moralmente bueno no quiere decir otra
cosa sino que ese algo es habitual[275].
Finalmente, el «relativismo normativo», a diferencia del metaético y del descriptivo,
propone normas éticas y afirma alguna de las dos proposiciones siguientes: a) si alguien
piensa que es recto (incorrecto) el hacer A, entonces el hacer A es recto (o incorrecto)
para esa persona; b) si los principios morales reconocidos en una sociedad de la que X es
miembro implican que es incorrecto el hacer A en ciertas circunstancias C, entonces es
incorrecto para X el hacer A en C. El relativismo normativo que suscribe la primera de
esas dos proposiciones tiene actualmente una gran aceptación popular, mientras que casi
todos los filósofos lo consideran absurdo por implicar que, salvo que una persona esté en
duda sobre lo que debe hacer, no cabe discutir con ella lo que para ella es correcto, de tal
suerte que la tesis dice que si ella cree que es correcto algo, ese algo es correcto al menos
para ella. Cosa distinta es la tesis, nada relativista, de que si alguien cree moralmente
bueno el hacer A no debe ser moralmente condenado por hacerlo. Por lo que concierne
al relativismo normativo adscrito a la segunda de las proposiciones arriba consignadas, se
trata también de una proposición con una gran dosis de aceptación popular y que ha sido
mantenida por algunos antropólogos[276].
Muy atinadamente señala R. B. Brandt la necesidad de advertir cómo no implica
ningún relativismo metaético la afirmación de que el valor moral de un acto puede ser
relativo a las circunstancias de éste (por cuanto puede depender de ellas). «Una frecuente
confusión acerca de lo que el relativismo ético implica debiera ser evitada. Supongamos
que el relativismo ético es desacertado y que hay un único conjunto “correcto” de
principios éticos generales o de juicios valorativos. Todavía cabe que sea verdad, y que
resulte coherente con ese “correcto” conjunto de principios, el hecho de que un acto
recto en unas circunstancias sea malo en otras. (…) Así, pues, aun si el relativismo
metaético es falso, hay un sentido en el cual la rectitud de un acto es relativa a las
circunstancias o la situación. El hecho de que la rectitud de un acto sea así relativo a las
circunstancias no implica, por supuesto, la verdad del relativismo ético»[277].
Un ejemplo muy claro, pero que brilla, sin embargo, por su ausencia en esta oportuna
observación de R. B. Brandt, lo proporciona la tesis aristotélico-escolástica de la
determinación de la moralidad de los actos humanos no solamente por lo que éstos son
según el ser esencial de cada uno de ellos, sino también por las concretas circunstancias
respectivas[278]. Evidentemente, no cabe tener a esta tesis por un relativismo metaético
según ha quedado arriba definido. No consiste tampoco en la afirmación de que la
moralidad de los actos libres del hombre se determina, en todos los casos, únicamente en
función de las circunstancias respectivas (se sobreentiende, de las circunstancias de esos
245
actos, no de las propias de las valoraciones que de ellos se hagan). No se trata, por
consiguiente, de ningún puro relativismo circunstancial o situacional.
Más aún: ni siquiera es efectivamente un relativismo en la más propia acepción (de la
cual han de hacerse las necesarias puntualizaciones antes de dar aquí por acabada la
consideración de las ambigüedades de la fórmula «relativismo ético»). Para que fuese un
relativismo de esta índole habría de incluir expresamente —o suponer, al menos, de una
manera implícita— la negación de todo valor ético absoluto. Y de ningún modo está dada
esa negación al afirmar que los actos libres del hombre han de ser apreciados moralmente
sin dejar de tener en cuenta las circunstancias respectivas (entre ellas, el finis operantis,
al cual cabe denominarle «circunstancia» por no pertenecer intrínsecamente al ser
esencial del acto a él ordenado por el respectivo sujeto). Considerados con todas las
circunstancias pertinentes, que no son otras sino las dotadas de relevancia moral, los
actos libres del hombre tienen un valor moral en sí o, lo que es igual, un valor moral
objetivo y absoluto. La afirmación de que positiva o negativamente lo poseen —en
cuanto actos moralmente buenos o moralmente malos— es una verdad absoluta, que
para nada depende de la forma de ser, ni de la manera de estar, de quien la admita o de
quien la rechace.
«De una forma moderada —se lee en Ferrater Mora— se afirma que, como los juicios
o proposiciones acompañados de predicados de los tipos “es verdadero”, “es falso”, “es
bueno”, “es malo” se refieren a determinadas circunstancias, condiciones, situaciones,
momentos del tiempo, etc., la especificación de estas circunstancias, condiciones,
momentos del tiempo, etc. permite admitir juicios o proposiciones acompañados de los
mencionados predicados, los cuales son entonces admitidos restrictivamente. Así, aunque
no se puede decir que p es (absolutamente) verdadero, cabe sostener que p es verdadero
(y lo es entonces absolutamente) dentro de condiciones especificadas»[279].
Como quiera que semejante «forma moderada» de relativismo atañe también a la
predicación de lo bueno y lo malo en su inflexión moral y no solamente a la predicación
de lo verdadero y de lo falso, la última parte del texto que acabo de transcribir puede ser
completada de la siguiente manera: «Así, aunque no se pueda decir que p es
(absolutamente) bueno (o malo) en acepción moral, cabe sostener que, en esa acepción,
p es bueno o malo (y lo es entonces absolutamente) dentro de condiciones
especificadas». Ahora bien, si dentro de esas condiciones especificadas la bondad o la
maldad moral de p es un valor absoluto, no se ve por qué la afirmación de semejante
valor absoluto merezca considerarse como un relativismo, ni aun añadiéndole el adjetivo
«moderado». Un «relativismo moderado» es cosa tan incoherente como un valor
«moderadamente absoluto», salvo que al hablar de aquél se esté pensando en la tesis de
la necesidad de especificar las condiciones o circunstancias bajo las cuales tiene p un
valor absoluto (gnoseológico o ético); pero esa tesis, aunque implica o contiene una
relación, no es una tesis propiamente relativista: su validez es incondicionada, pues no
supone, a su vez, unas determinadas circunstancias o condiciones, fuera de las cuales
resultase una invalidez.
246
Parcialmente coincidente con la propuesta por R. B. Brandt es la distribución que de
las varias formas del relativismo ético hace G. Patzig, para quien este relativismo es una
de las «ciudadelas» del escepticismo moral, siendo la otra fortaleza de éste la teoría
subjetivista de los juicios morales. Conviene perfilar bien la diferencia entre ambas
posiciones antes de abordar la clasificación de los tipos de relativismo moral según G.
Patzig. «Una vez que hemos rechazado la interpretación subjetivista de las apreciaciones
morales y hemos puesto de manifiesto que los juicios morales de valor tienen un
auténtico sentido judicativo, se nos plantea de inmediato la otra cuestión, ciertamente
más difícil, de qué pasa con esa pretensión de validez objetiva de los juicios de valor
moral, según la cual son enunciados verdaderos sobre normas morales. Tras haber caído
una ciudadela del escepticismo moral, la teoría subjetivista de los juicios morales, se
echa de ver que tenemos ante nosotros la otra fortaleza, el relativismo moral, cuya
conquista podría ser esencialmente mucho más difícil. Porque después de haber hecho
prevalecer, frente a las teorías subjetivistas, la tesis de que un juicio de valor moral es
entendido en su auténtico significado únicamente cuando tomamos en serio su pretensión
de ser una verdad objetiva, nos sale al paso el relativismo con la afirmación, que en
ningún caso está hecha a humo de pajas, según la cual esta exigencia es puesta por los
juicios morales, pero nunca puede ser justificada, por no haber fundamentaciones
universalmente válidas y objetivas de los juicios de valor moral»[280].
Nos encontramos así con una interpretación del relativismo ético en la que éste
aparece como una posición escéptica, aunque esencialmente diferente de la teoría
«subjetivista» de los juicios de valor moral. La idea del relativismo ético como una de las
formas del escepticismo ético no es nada extraña, manteniéndose en una situación
indudablemente paralela a la idea del relativismo gnoseológico como una forma del
escepticismo gnoseológico. Pero puede, en cambio, sorprender la vinculación del
relativismo ético a la negación de la existencia de fundamentaciones universalmente
válidas y objetivas de las valoraciones morales. Ciertamente, esta negación determina una
forma de relativismo ético, mas no es la única forma de lo que con este nombre se
designa, ni siquiera de lo que así es llamado por el propio Patzig o de lo que éste
reconoce como algo a lo que se aplica esa misma designación.
«En beneficio de la claridad, echemos una mirada —dice Patzig— a las más
importantes distinciones conceptuales dentro de lo que se presenta como relativismo
moral. Ante todo, es menester distinguir entre el relativismo teórico y el normativo. El
relativismo teórico se limita a destacar la diversidad de la práctica moral, y de las
opiniones morales, en las diferentes sociedades y en los distintos individuos. El
relativismo normativo afirma, además de esto, que esa diversidad no sólo existe, sino que
también está moralmente justificada, porque los diferentes grupos, clases, razas e
individuos tienen, de una manera respectiva, también distintos deberes morales. Así, hay
hombres que piensan que para los blancos ha de valer un código de comportamiento
moral distinto del de la gente de color; que para el proletario es éticamente recto un
comportamiento distinto del correspondiente al burgués y al capitalista; o que para los
247
alemanes han de valer unas reglas distintas de las que valen para los hombres de otras
naciones»[281].
Si comparamos esta distinción con la que también para el relativismo ético hace R. B.
Brandt, nos encontramos con que coinciden entre sí no ya solamente por el hecho de que
en las dos se hace uso de la fórmula «relativismo normativo», sino también en razón del
carácter puramente teórico de lo que no se designa con ese término en ninguna de ellas.
Ni el relativismo descriptivo ni el metaético, tal como aparecen definidos en la
clasificación de Brandt, tienen ninguna pretensión de índole normativa, mientras que el
relativismo ético normativo propone normas éticas y justamente por ello es calificado de
ese modo. Por lo demás, lo que Patzig llama relativismo normativo es tan amplio como
lo que Brandt designa con ese mismo nombre, ya que en ambos casos la relatividad de
las normas morales queda establecida en función, también, de los diversos individuos en
cuanto tales y no sólo de los diferentes grupos o clases de ellos.
Dentro del relativismo teórico establece Patzig una división que merece ser consignada:
«Ahora bien, volvamos al relativismo teórico y distingamos en él, a su vez, el relativismo
puramente descriptivo y el relativismo de principios. El relativismo descriptivo no es,
comparativamente hablando, peligroso. Se limita a recopilar las diferencias entre los
modos correctos de comportamiento, así como los juicios de valor, moralmente
aceptados, tal como han sido encontrados por la etnología, la sociología y la ciencia
histórica. (…) Aquí hemos de hacer una importante distinción entre la aplicación
concreta de determinadas normas morales y los principios morales trascendentes en los
que se basan, en cada caso, los preceptos concretos y las concretas apreciaciones. La
diversidad de las situaciones (…) es difícilmente abarcable con la mirada. De ahí que a
menudo se infieran precipitadamente, de la diversidad de las concretas reglas de
comportamiento y de las concretas apreciaciones, la diversidad de los principios generales
en que se basan, y así se afirma el relativismo de principios»[282].
Indudablemente, la fórmula «relativismo descriptivo» tiene en apariencia un
significado idéntico en las dos clasificaciones que venimos considerando. Pero en el
fondo no es así. Como arriba pudimos ver, llama Brandt relativismo descriptivo a la tesis
que afirma que son fundamentales las divergencias entre las apreciaciones éticas que los
individuos realizan, y ello quiere decir, como también se explicó, que esas apreciaciones
permanecen mutuamente divergentes aunque los individuos que las hacen estén por
completo de acuerdo en su concepción de las propiedades de las materias valoradas. Mas
ello es tanto como decir que las diferencias entre las apreciaciones en cuestión son «de
principio» o, lo que es igual, que conciernen a los principios en los cuales se basan. Por
consiguiente, a lo que Brandt llama «relativismo descriptivo» no le corresponde, en
verdad, lo designado del mismo modo por Patzig, sino lo que éste expresa con el término
«relativismo de principios». De esta suerte, la ambigüedad no alcanza sólo al uso, en los
distintos autores, de la fórmula «relativismo ético», sino que se extiende también a alguna
de las expresiones usadas para especificar los diversos sentidos de esa fórmula.
248
Otra cuestión estrechamente enlazada con la del carácter ambiguo de la fórmula que
nos ocupa es la del nexo entre el relativismo ético y el relativismo en general, por una
parte, y, por otra, la del nexo entre el relativismo en general y el escepticismo. Todo esto
complica en no escasa medida nuestro asunto, pero es necesario hacerse cargo de ello,
siquiera sea solamente de una manera sumaria, porque en definitiva resulta esclarecedor.
Una muestra muy claramente significativa de las aludidas conexiones la tenemos en las
siguientes palabras de Dietrich von Hildebrandt: «El primer tipo de relativismo ético no es
más que una subdivisión del relativismo, o escepticismo, general. En cuanto alguien niega
que seamos capaces de algún conocimiento objetivamente válido, desde el momento en
que sostiene que no hay verdad objetiva, también niega necesariamente la existencia de
cualquier valor objetivo. La naturaleza del relativismo general es tal, que afecta a todo.
Sin embargo, hemos de advertir que, aun cuando este tipo de relativismo ético es una
lógica consecuencia del relativismo general, el motivo inconsciente del relativismo general
es, no obstante, con gran frecuencia el deseo de eludir toda norma ética absoluta. Al
menos, la honda resistencia inconsciente frente a la objetividad de la verdad tiene a
menudo su origen en una clase de orgullo que se rebela radicalmente contra los valores
objetivos»[283].
En la última parte de estas observaciones queda sumariamente tratada, casi sólo
aludida, una cuestión que oportunamente habremos de atender en el presente capítulo
porque tiene una significación innegable para el análisis de una de las motivaciones
posibles del relativismo ético. Volviendo ahora al nexo entre este relativismo ético y el
relativismo general, lo alegado por D. von Hildebrandt para justificar el encuadramiento
de aquél, en una de sus modalidades, como una subdivisión de éste, es cosa que resulta
perfectamente clara y convincente si lo que se entiende por «relativismo» es ante todo
una posición gnoseológica, de la misma manera en que es también primordialmente
gnoseológico el significado del término «escepticismo». Un relativismo gnoseológico
general (o, equivalentemente, un escepticismo gnoseológico general) es una teoría que
niega la posibilidad del conocimiento objetivo, pues solamente un conocimiento objetivo
(es decir, dotado de verdad objetiva) posee una absoluta validez o, dicho de otra manera,
no vale sólo relativamente a su sujeto. El argumento de Von Hildebrandt puede
formularse en estos otros términos: quien niega toda verdad objetiva niega también todo
valor objetivo, pues no cabe afirmar que es objetivo un valor sin reconocer,
implícitamente al menos, que objetivamente es verdad que ese valor es objetivo.
(Aunque no hace una clasificación de las modalidades del relativismo ético, o de los
varios sentidos con que de hecho se emplea esta expresión, lleva a cabo Von Hildebrandt
una crítica pormenorizada de las más importantes formas de relativismo en el ámbito de
la ética, diferenciándolas no tanto por el tenor de las respectivas teorías, cuando en virtud
de los argumentos que sus partidarios aducen. Por ahora, sin embargo, no nos interesan
aquí los argumentos del relativismo ético en sus distintas modalidades, sino los varios
sentidos de este relativismo, y para ello no es de especial utilidad lo que Von Hildebrandt
añade a las observaciones de las que nos hemos ocupado).
249
En el pensamiento filosófico del siglo XX, el análisis más profundo y riguroso de la
noción de relativismo en el ámbito de la gnoseología es, sin duda, el efectuado por
Husserl en sus Investigaciones lógicas. A ese examen es necesario remitirse para
comprender exactamente el sentido y alcance de lo que Husserl dice sobre el relativismo
en el ámbito de la ética. Sólo así cabe, en efecto, hacerse cargo de que cuando Husserl
habla, con referencia a la ética, de concepciones tales como el empirismo, el
psicologismo, el antropologismo e incluso el escepticismo, se está ocupando del
relativismo ético, bien que no mencione esta expresión. La mutua identidad fundamental
de todas estas concepciones es doctrina explicada por Husserl en las Investigaciones
lógicas, especialmente en el cap. VII de sus «Prolegómenos a la lógica pura». Por lo que
atañe a la traslación de las respectivas denominaciones, originariamente lógicas o
gnoseológicas, en la terminología de Husserl, a la esfera propia de la moral, ha de tenerse
en cuenta que solamente es factible a través de la mediación de un sentido muy amplio
de lo «ético», en relación al cual el sentido de «lo moral» se constituye como una
limitación. «Hacemos, evidentemente, una limitación al concebir la ética como la moral.
En todos sus sentidos se refiere la ética a la actividad libre, análogamente a como la
lógica se refiere al pensar; y así como el pensar recto o racional es el objeto de la lógica,
la libre actividad recta o racional es el objeto de la ética. El obrar moral, sea cualquiera la
forma en la que con más exactitud lo determinemos, es una esfera limitada de la libre
actividad en general; y, por consiguiente, la ética, si queremos obtener su más amplio
concepto, ha de coordinarse con la razón en toda la actividad práctica»[284].
De acuerdo con ello, la expresión «relativismo ético» no significa en Husserl
exactamente lo mismo que la fórmula «relativismo moral», pues aunque todo relativismo
moral ha de considerarse, haciendo uso de la terminología husserliana, como un
relativismo ético, lo inverso no es admisible en esta misma terminología. Con lo cual,
ciertamente, la ambigüedad de la expresión «relativismo ético» se corrobora y complica,
ya que también es un hecho, y de no poca frecuencia, el uso sinonímico de las palabras
«ético» y «moral», hasta el punto de que en algunas ocasiones cabe advertirlo incluso en
el propio Husserl. Por otra parte, no es fácil encontrar en los textos husserlianos la
expresión «relativismo ético» en su pura y cabal literalidad, mas esto no significa que la
noción correspondiente no esté en ellos y que en cuestiones éticas no esté usada por
Husserl la palabra «relativismo». Sin embargo, lo más habitual es que la noción del
relativismo esté presente, cuando Husserl se ocupa de problemas éticos, por la
equivalencia que con ella guardan, en el pensamiento husserliano, otros conceptos como
los designados con los nombres de antropologismo, psicologismo, escepticismo, etc. He
aquí una muestra inequívoca: «Así como en todas sus formas el psicologismo y el
antropologismo conducen en la lógica al escepticismo teórico, el antropologismo ético
conduce al escepticismo ético. Mas esto significa el abandono de la validez
verdaderamente incondicionada de las exigencias éticas, la negación de toda obligación,
digámoslo así, realmente obligatoria. Conceptos tales como “bueno” y “malo”,
“prácticamente racional” e “irracional” se convierten en meras expresiones de hechos
250
psicológico-empíricos de la naturaleza humana. (…) Conforme a ello, todas las normas
éticas, tal como han de extraerse, en tanto que consecuencias, de los principios éticos,
tienen una validez meramente fáctica»[285].
Ninguna duda puede quedar acerca del efectivo relativismo ético de la posición a la
que en este pasaje se refiere Husserl. ¿Qué otra cosa distinta de ese relativismo podría
ser, en efecto, el «abandono de la validez verdaderamente incondicionada de las
exigencias éticas, la negación de toda obligación, digámoslo así, realmente obligatoria»?
Ni cabe tampoco que sea otra cosa que relativismo ético una concepción donde las
normas derivadas de los principios éticos tienen tan sólo una validez meramente fáctica.
Así puede y debe aplicarse lo que a propósito del relativismo específico se lee en el punto
3 del § 3b de los «Prolegómenos a la lógica pura», a saber: «La constitución de una
especie es un hecho. Y de hechos sólo pueden sacarse hechos. Fundar la verdad en la
constitución de una especie, como hace el relativismo, significa darle, pues, el carácter de
un hecho. Pero ello es contradictorio»[286]. Y, naturalmente, seguiría siendo un
relativismo, sino que no específico, sino individual, el basar en la constitución o peculiar
modo de ser de cada individuo las normas éticas que respectivamente le conciernen.
Tanto el relativismo individual como el específico aparecen en Husserl en calidad de
empirismos, también en el dominio de la ética, y así cabe comprobarlo, v. gr., ya en el
título del § 2 de la obra dedicada a las lecciones de ética y teoría del valor: «La oposición
entre el empirismo ético y el absolutismo ético»[287]. La contraposición al absolutismo
deja bien claro el carácter relativista del empirismo al que aquí Husserl se refiere. Y así
volvemos a encontrarnos con el hecho de que una denominación originariamente
utilizada en el ámbito de la gnoseología es trasplantada al campo de la ética. Por lo
demás, queda también claro lo que Husserl entiende por absolutismo ético, pero aún cabe
dejarlo más rigurosamente definido con la descripción efectuada por Husserl de lo que
hace quien se basa en este absolutismo: «Supongamos que alguien se apoya en el
absolutismo ético al obrar: cree, por lo mismo, en un bien en sí, como algo valioso de
una manera absoluta, que vale en cualquier caso que se le presente por adecuarse a una
idea válida a priori (con independencia de toda facticidad de los sujetos volentes y
operantes, de su eventual constitución psicofísica, etc.)»[288].
251
carácter absoluto de la especial exigencia en la que el deber consiste (no por su materia,
sino por su forma).
En principio, la negación del carácter absoluto del deber podría ser entendida como la
afirmación de que todo deber se formula con un imperativo hipotético, no con un
imperativo categórico. Según esto, el relativismo ético sería la tesis según la cual los
deberes no son exigencias incondicionadas que, en cuanto tales, van dirigidas a una
libertad, sino exigencias que ciertamente se dirigen a una libertad, pero de un modo
relativo o condicionado. Si éste fuese el sentido que aquí damos a la expresión
«relativismo ético» estaríamos, sin duda, incrementando la polisemia de ésta, y ya hemos
dicho que no se pretende aquí tal cosa. En ninguna de las diversas acepciones que antes
hemos considerado en esta misma expresión se niega que los deberes se formulen con
imperativos categóricos o que efectivamente sean vividos como exigencias
incondicionadas, en el sentido de no presuponer, en el sujeto libre al que van dirigidas,
ninguna finalidad, intención o tendencia, de la cual resulten dependientes. Lo
efectivamente excluido por el relativismo ético es que el carácter absoluto del deber sea
algo objetivamente independiente de la peculiar constitución que el respectivo sujeto libre
tiene (por su propia individualidad, o por el grupo o clase a que pertenece, o por su
específica índole de hombre). Admite, pues, el relativismo ético el hecho de que el deber
es captado (conocido y vivido) como exigencia absoluta, pero sostiene que ese indudable
hecho no responde a un conocimiento universal y necesariamente válido, sino a un
conocimiento que depende de la constitución del respectivo sujeto.
Es en definitiva una teoría gnoseológica —la del relativismo gnoseológico— lo que
determina y fundamenta a la tesis del relativismo ético en tanto que éste niega la validez
absoluta (adviértase bien: objetivamente absoluta) del deber como exigencia
incondicionada dirigida a una libertad. Esta determinación y fundamentación del
relativismo ético por el relativismo gnoseológico se termina de comprender cuando se cae
en la cuenta de que también un imperativo hipotético puede ser gnoseológicamente
relativizado, además de ser relativo por su propia índole hipotética. Si piensa, en
conformidad con la tesis de la gnoseología relativista, que el imperativo «haz p, si quieres
conseguir q» no implica que para lograr q es objetivamente necesario el hacer p, sino que
yo estoy hecho de tal modo que he de admitir esa necesidad, entonces he de pensar que
en último término ese imperativo es relativo no solamente por su forma, sino ante todo y
sobre todo por la mía. Y así cabría la posibilidad de que un sujeto dotado de una
constitución mental distinta de la que yo poseo juzgue que el imperativo en cuestión es
absoluto, y ello, en definitiva, por la misma causa por la que yo juzgo lo contrario.
Una aclaración resulta todavía indispensable para fijar de una manera inequívoca el
sentido en que aquí se dice que el relativismo ético está determinado y fundamentado, en
último término, por el relativismo gnoseológico. La aclaración consiste en que no se dice
con ello que todas las concepciones a las que la expresión «realismo ético» se aplica
apelen de una manera expresa al relativismo gnoseológico para así poder justificarse. Lo
que aquí se sostiene es que en este relativismo ha de verse en el fondo la inspiración
esencial de todas las concepciones para las cuales no es el deber una exigencia
252
objetivamente absoluta. No todos los motivos alegados en estas concepciones dejan ver
de inmediato un implícito relativismo gnoseológico, pero un suficiente análisis logra
hacerlo patente en todas ellas como una condición imprescindible y fundamentalmente
decisiva (aunque no siempre ese relativismo sea de índole general).
Además de la aclaración que acabamos de hacer, es también oportuna una respuesta a
la cuestión de cómo cabe que un relativismo directamente concerniente a la verdad del
conocimiento pueda afectar a la exigencia propia del deber en tanto que éste es absoluto
por su forma. Ya la posibilidad de distinguir entre exigencias objetivas y no objetivas
(entendiendo por las segundas las que sólo provienen de la constitución mental del sujeto
al cual se dirigen) nos proporciona una primera respuesta a la cuestión planteada. Si en sí
mismo ningún conocimiento es verdadero, no cabe que sea objetiva la exigencia absoluta
que se nos hace presente en el deber, pues resulta imposible que sea objetiva sin que por
su parte el conocimiento de que lo es sea verdadero en sí mismo (o, lo que es igual, pura
y simplemente verdadero, ya que como Husserl ha mostrado, una «verdad relativa» es
cabalmente una contradictio in adjecto). Ahora bien, cabe una respuesta más profunda a
la cuestión de cómo puede el deber ser afectado por una teoría directamente
concerniente a la verdad del conocimiento y sólo a ella. Esta teoría, que es, sin duda, un
relativismo gnoseológico (pues la verdad es justamente el valor propio del conocimiento
en cuanto tal), llega a afectar al deber porque el fundamento intelectivo del conocimiento
del deber lo constituye, en cada uno de los casos, un juicio de valor ético. Tal como ya
se explicó, las proposiciones deontológicas se basan lógicamente en proposiciones
axiológicas, y de ahí que haya de afirmarse que el deber se funda en un ser, precisamente
el «ser-bueno» de lo que en verdad es debido. Por tanto, si los juicios de valor ético son
todos ellos meramente relativos, es decir, si carecen de verdad objetiva —o, lo que es lo
mismo, de pura y simple verdad—, también son meramente relativos los deberes por
cuanto en ellos se basan. O dicho de otra manera: no puede ser verdad que los deberes
consistan en unas exigencias absolutas si los juicios de valor correspondientes no son
absolutamente verdaderos, es decir, verdaderos sin más.
253
que la medida de la verdad es el hombre individual. Para cada uno es verdad lo que a él
le parece verdadero, para éste esto, para el otro lo contrario, si igualmente se lo parece.
(…) Toda verdad (y conocimiento) es de índole relativa —relativa al eventual sujeto que
juzga»[291].
Ciertamente, el relativismo de Protágoras es individual, por cuanto así lo presentan, de
una manera que no deja lugar a duda alguna, las palabras del escrito Καταβάλλovτες, de
Protágoras, reproducidas por Platón: «Tal como a mí se me aparece cada cosa, así es
ella para mí; y, a su vez, tal como a ti se te aparece cada cosa, así es ella para ti: hombre
eres tú y hombre soy yo»[292]. Pero el hecho de ser un relativismo individual no hace
más grave al relativismo de Protágoras, como tampoco el hecho de que un relativismo
sea específico representa una circunstancia atenuante de su propia índole relativista. Pues
lo verdaderamente decisivo es si se afirma o se niega que la verdad tiene un carácter
absoluto, y el relativismo específico no lo niega menos que el relativismo individual. Por
consiguiente, el segundo de los textos de Protágoras arriba consignados no nos interesa
tanto por servir para el establecimiento del sentido individualista del relativismo de
Protágoras, cuanto por contener, en su parte final, lo que pudiera tenerse por un cierto
argumento o razón de la tesis. Pues ¿qué puede querer decir ese «hombre eres tú y
hombre soy yo»? Para poder tomarlo como premisa de un razonamiento que concluye
en la afirmación de que cada cosa es lo que a cada hombre le parece, hace falta que la
otra premisa consista en la afirmación del hombre como medida de las cosas, ya que
únicamente entonces es menester pensar que, si tú y yo discrepamos, la cosa acerca de la
cual versa nuestra disconformidad es para mí tal como me aparece y es para ti tal como,
a su vez, te aparece.
Ninguno de los dos tenemos mejor derecho que el otro a estimarse conocedor de la
verdad, si ambos somos hombres, si discrepamos y si la verdad es relativa al ser
humano. La gnoseología de Protágoras es, innegablemente, un relativismo individual,
pero lo es, también innegablemente, sobre la base de un relativismo específico y, más en
concreto, antropológico. La propia noción de un relativismo específico, que es un
relativismo antropológico, está supuesta en la de un relativismo individual donde la
verdad se constituye como un valor dependiente no de cualquier individuo con capacidad
cognoscitiva, sino de cada uno de los individuos humanos y únicamente de ellos. Por
tanto, una demostración del principio del homo-mensura en la fórmula individualista que
de él da Protágoras habría de contener un argumento que probase la específica
relatividad de la verdad al ser humano, de tal modo y manera que de ello se hubiese de
inferir que es verdadero lo que como tal es tenido por cada individuo humano y en
virtud, justamente, no sólo de su constitución en cuanto hombre, sino asimismo de su
propia índole individual. Y no hay, de hecho, en Protágoras ninguna argumentación que
permita llegar a semejante resultado, teniendo presente en éste su componente de
relativismo específico.
No puede dejar de llamar la atención, por otro lado, el hecho de que Protágoras se
haya abstenido de sacar todas las consecuencias a las que en el ámbito de la moral habría
lógicamente de llevarle su relativismo gnoseológico. Mas, por extraño que ello deba
254
resultar, ése es el caso. «En el dominio ético no hizo valer Protágoras de una manera
decidida su subjetivismo», observa Überweg, en una inicial exposición esquemática[293],
que después corrobora en estos términos: «Para la libre actividad del hombre no ha
extraído Protágoras plenamente las consecuencias de su subjetivismo gnoseológico.
Protágoras impugna (…) la conclusión que va desde la igual rectitud de las distintas
representaciones hasta su igual valor y puso al orador como tarea la reforma moral de los
Estados. (…) Él mismo quiso ser un maestro de la virtud y para él es ésta, desde luego,
algo fijo; en ella no han de tener valor la arbitrariedad y lo que le cae bien precisamente
al individuo»[294].
De este fallo en la aplicación del relativismo gnoseológico al dominio de la moral no
cabe decir otra cosa sino que es, simplemente, una palmaria inconsecuencia, por ser bien
claro que del relativismo gnoseológico ha de inferirse el relativismo ético. Pero el fallo
más radical y decisivo en el pensamiento de Protágoras está en la propia gnoseología
relativista considerada justamente en cuanto tal. La tesis de la relatividad del ser a la
constitución del sujeto cognoscitivo es esencialmente contradictoria, aunque a primera
vista pueda no parecerlo. Los argumentos de Husserl contra el relativismo específico
hacen patente esa esencial contradicción que puede quedar latente en un examen inicial y
superficial. Basta recordar uno sólo de esos argumentos: «De acuerdo con el relativismo,
basándose en la constitución de una especie y como válida para ella podría inferirse la
verdad de que semejante constitución no existe en manera alguna. ¿Habríamos de decir,
por tanto, que realmente no existe, o bien que existe, pero tan sólo para nosotros los
hombres? ¿Y si desapareciesen todos los hombres y todas las especies de seres
juzgantes, excepto precisamente la supuesta? Patentemente, nos estamos moviendo entre
contrasentidos. Es una clara contradicción el pensamiento de que la inexistencia de una
constitución específica tenga su fundamento en esta misma constitución. La constitución
que fundamenta la verdad y que, por ende, existe, ha de fundamentar junto a otras
verdades la de su propia inexistencia. No es mucho menor el absurdo si sustituimos la
inexistencia por la existencia y, en consonancia con ello, pusiéramos como fundamento la
especie humana, en vez de aquella fingida, pero posible desde el punto de vista
relativista. Ciertamente, desaparece aquella contradicción, mas no el restante
contrasentido vinculado a ella»[295].
Esencialmente lo mismo habría que decir si, en vez de hablar de la constitución de una
especie fingida o de la que posee la especie humana, nos refiriéramos a la constitución de
un individuo fingido o de la de un individuo real humano. El absurdo fundamental del
relativismo gnoseológico permanecería esencialmente idéntico. Y, en consecuencia,
también el relativismo ético derivado del gnoseológico seguiría siendo fundamentalmente
absurdo, aunque a primera vista su contrasentido no llegara a manifestársenos. En suma,
el relativismo ético lógicamente determinado por el relativismo gnoseológico es en todos
los casos, no sólo en el de Protágoras, una manera de pensar que por su esencia se
destruye a sí misma. No podría ser de otro modo, porque una teoría de esta índole tiene
su fundamento en un escepticismo total, el único donde los más diferentes y aun
contradictorios «pareceres» tienen los mismos derechos y donde implícitamente se
255
mantiene, como una verdad en sí, que no hay nada que en sí sea una verdad.
256
La distinción de la quaestio facti y la quaestio iuris en las preguntas posibles ante la
diversidad de representaciones morales no aparece —o, al menos, no se presenta con la
necesaria claridad— en las siguientes afirmaciones de L. Lévy-Bruhl: «La variabilidad de
los deberes, la diversidad de las morales en las distintas sociedades humanas, es un
hecho, al cual es enteramente necesario ajustarse. Ya nadie lo niega hoy. Incluso quienes
admiten una moral natural, idéntica para todos los hombres, reconocen que no es
universal nada más que en potencia y que de hecho, al ser distintas las civilizaciones,
tenemos una razón para poner en duda que, si todas las sociedades fuesen semejantes,
practicarían la misma moral. Nada está más de acuerdo con nuestra concepción, que ve
en la moral una “función” del conjunto de las otras instituciones sociales. Pero quienes
nos critican se aferran casi exclusivamente a esa hipotética moral universal, por estar
acostumbrados a especular sobre el hombre en general, mientras que, a nuestro modo de
ver, lo importante es estudiar ante todo la realidad moral en la diversidad con que está
dada. (…) Siempre continúa siendo cierto que, de común acuerdo, se reconoce que las
reglas morales son relativas y provisionales, si se toma un campo de comparación
bastante ancho. ¿Por qué mantener, entonces, que la relatividad de estas reglas es
incompatible con el respeto que exigen?»[297].
Por ningún lado llega a hacerse presente en estas afirmaciones un riguroso sentido de
la diferencia entre la cuestión del hecho y la cuestión del derecho. La segunda de estas
cuestiones queda sencillamente eludida cada vez que hay una ocasión para abordarla. Así
acontece, ante todo, con la referencia a una «moral natural, idéntica para todos los
hombres». Quienes la afirman no dicen de ella, solamente, que es «universal en
potencia». Una universalidad de este carácter permanece en la línea de la mera
facticidad. Una moral universal en potencia es, así, una moral que puede llegar a ser, de
hecho, la de todos los hombres a partir de un momento determinado, no una moral que
ya —por tanto, in actu— merece ser universalmente practicada. Y, en segundo lugar, la
referencia a la «moral universal hipotética», que según Lévy-Bruhl es casi la única a la
que los críticos de él se aferran, no da ningún testimonio de una nítida intelección de la
quaestio iuris ante el hecho de la diversidad de las morales. Claro que esta cuestión
presupone esencialmente un interés por el ser del hombre en general, por lo cual no
puede resultar extraño en modo alguno que no le preste una especial atención quien ante
todo y fundamentalmente se interesa por la diversidad con que de hecho la realidad
moral se encuentra dada, es decir, en definitiva, los «diversos tipos sociales que existen o
han existido».
La idea de Lévy-Bruhl según la cual la moral es «una “función” del conjunto de las
instituciones sociales» confirma una vez más la perspectiva radicalmente empirista del
pensador francés, si bien no sería lícito decir que la experiencia corrobora su opinión. A
la experiencia, eminentemente personal, de la moralidad pertenece la conciencia de la
obligación como algo no siempre coincidente con lo socialmente bien visto. Si la moral
fuese, en verdad, una «función de las demás instituciones sociales», la oposición a lo
«socialmente admitido» no podría ser vivida en ningún caso como un auténtico y
genuino deber. «A medida que descendemos más profundamente en el espesor de la vida
257
moral nos encontramos —observa Maritain— ante un comportamiento cada vez más
irreductible al esquema sociologista. En la vida de cada día (…) siempre que nos
elevamos por encima de lo que la gente hace y piensa, con el fin de tomar una decisión
que juzgamos buena verdaderamente, la experiencia moral nos pone ante una realidad
que es esencialmente nuestra, que está enraizada en mi libertad personal, de tal suerte
que toda presión externa tiene poder sobre mí en la medida, tan sólo, en que yo quiero
darle ese poder»[298].
258
trata, en muy numerosos casos, de divergencias no morales en su raíz (no fundamentales
en el sentido en el que las toma el «relativismo descriptivo» según la clasificación de R.
B. Brandt). Sin embargo, este texto de Scheler resulta bastante vago por no ofrecer
ningún ejemplo concreto de lo que en él se nos dice. Pero cabe subsanar este defecto
acudiendo a otros lugares de la misma obra, donde Scheler se muestra mucho más
explícito que en el pasaje citado. Veamos una muestra cabalmente satisfactoria, donde se
trata nada menos que de la institución de los sacrificios humanos a los dioses:
«¿Fue esta institución una legitimación del “asesinato”? No cabe duda de que no lo
fue. Esta institución tuvo su apoyo en las más diversas supersticiones: por ejemplo, en la
de que con tales sacrificios se presta un servicio de amor tanto a los dioses como a la
víctima, o se cumple una justa exigencia de los dioses. En el primer caso, era costumbre
elegir como víctimas precisamente a los jóvenes, de uno y otro sexo, más hermosos y
nobles y a los más queridos. Pero no era su intención ese negarle a la persona el ser, ni
ese “sea aniquilada”, que esencialmente caracterizan el asesinato, sino, por el contrario,
la afirmación del ser de la persona, una intención que acompaña a la del amor y el favor.
De lo contrario, ¿cómo podría ser un auténtico sacrificio? También en el cumplimiento
de una exigencia de justicia en ciertas circunstancias (cuando un extranjero se acercaba o
en el caso del prisionero de guerra) o de la “reconciliación con los dioses”, faltaba la
intención exterminadora, esencial al asesinato. Pero que pudiera sacrificarse el ser y la
vida de un hombre a cualquier utilidad o agrado fue siempre algo ilícito y proscrito según
el ethos de todos los tiempos»[300].
Los etnólogos, que hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX propendían a
subrayar las diferencias interculturales, han cambiado de actitud y ahora insisten sobre las
semejanzas y sobre los caracteres permanentes en todas las culturas. De especial interés
son a este respecto los testimonios de R. Linton y de C. Kluckhohn. Para el primero, los
valores individuales han de buscarse en el nivel de los valores tenidos por más hondos y
generalizados, los que se hallan estrechamente vinculados a las necesidades individuales y
a los imperativos sociales compartidos por toda la Humanidad[301]. Según C.
Kluckhohn, «toda cultura tiene un concepto del asesinato, distinguiéndolo de la
ejecución, de la matanza en guerra y de otros “homicidios justificables”. Son
enteramente universales las ideas del incesto y otras regulaciones del comportamiento
sexual, las prohibiciones de mentir en determinadas circunstancias, las ideas de
restitución y reciprocidad, de mutuas obligaciones entre padres e hijos, y otros muchos
conceptos»[302].
Al cambio de actitud en los etnólogos han contribuido en muy considerable medida los
progresos de las investigaciones psicológicas, psiquiátricas y sociológicas, además de los
de la propia antropología empírica. Así lo ha mantenido expresamente C. Kluckhohn,
infiriendo de los resultados de todas estas investigaciones un rechazo del relativismo
cultural radical: «La psicología, la psquiatría, la sociología y la antropología, por diversos
caminos y con evidencia un tanto diferente, coinciden en atestiguar necesidades humanas
similares y mecanismos psíquicos análogos. Tales cosas, más las regularidades
aproximadas en la situación humana con independencia de la cultura, inclinan a la
259
generalización de principios morales que son sumamente parecidos en el concepto, “en la
intención”. Estas consideraciones hacen insostenible la posición de la relatividad cultural
radical. No cabe duda de que esta opinión, llevada a su extremo lógico, alcanza pronto el
absurdo»[303].
La existencia de unos principios éticos generales que son los mismos en todas las
culturas permite ante todo afirmar que la diversidad de las apreciaciones éticas es, desde
un punto de vista cuantitativo, inferior a la que había venido siendo presentada como
resultado de la comparación de las distintas culturas. Pero, en segundo lugar, la
comprobación de que en todas ellas hay unos mismos principios éticos generales permite
la comprensión de muchas efectivas discordancias morales como algo que
verdaderamente no proviene de una discrepancia moral básica. De un mismo principio
ético pueden inferirse diversas reglas de conducta. Para ello basta que la materia a la que
el principio se aplica sea entendida de manera diferente en lo que toca a su propia índole
y condición. Los principios éticos más altos, aplicados a cosas diversamente entendidas,
dan lugar a diversas normas de conducta. No es, pues, el elemento «prescriptivo», sino
el «descriptivo», el responsable de la diversidad en tales casos. En este sentido advierte
G. Patzig: «Aquí hemos de hacer una importante distinción entre la aplicación concreta
de unas normas morales determinadas y los principios morales superiores en los que las
prescripciones y las actitudes particulares se basan. Es difícilmente abarcable la pluralidad
de las situaciones en que los hombres, y en especial, los grupos humanos pueden
encontrarse y disponerse. De ahí que a menudo se infiera precipitadamente, a partir de la
diversidad de las reglas del comportamiento y de las apreciaciones, la diversidad de los
principios generales que los fundamentan, afirmándose, de este modo, el relativismo de
principios. Los informes que han ido presentándose sobre las reglas morales de la
conducta y su explicación causal en determinados grupos étnicos son importantes para la
Ética porque de esas investigaciones aprendemos que de iguales principios morales
básicos pueden surgir, sin embargo, “paisajes morales” enteramente diversos según las
efectivas circunstancias geográficas, económicas e históricas en las que vivan quienes
pertenecen a esos grupos»[304].
En lo esencial es sustentada esta misma tesis por D. von Hildebrandt:
«Indudablemente, hay muy grandes diferencias entre los pueblos y las épocas acerca de
la interpretación de la Naturaleza y del mundo en torno a nosotros. (…) Así, una y la
misma acción posee necesariamente un significado moral distinto por completo, según
sea la concepción que el agente tenga de las cosas con las que trata. Esta diferencia no
implica diversidad en el juicio moral en cuanto tal. Precisamente porque el juicio moral
en cuanto tal es el mismo, y porque hay acuerdo respecto del valor, el juicio que versa
sobre esta acción concreta ha de ser diferente tan pronto como una serie de
presuposiciones de carácter fáctico queda sustituida por otra»[305].
260
conocimiento moral objetivamente válido, se resuelve, a la vista de los datos disponibles,
excluyendo ese derecho de una manera inequívoca, si lo que se entiende por
«conocimiento moral objetivamente válido» es un conocimiento moral existente en todas
las culturas, y que se refiere a unos principios básicos y de carácter general, no a sus
eventuales y concretas aplicaciones determinadas por unas premisas de índole no
propiamente ética. Y en lo más sustancial se ha de decir otro tanto si en vez de
considerar las diferencias interculturales se atiende a las diferencias intersubjetivas en una
misma cultura.
Contra esta doble consideración puede objetarse que un conocimiento objetivamente
válido, en materia moral o en cualquier otra materia, no equivale a un conocimiento
compartido por todos los sujetos racionales, sino a un conocimiento válido en sí mismo,
independientemente del número de quienes de hecho lo poseen. Pero ésta es una
objeción enteramente imposible desde el punto de vista del relativismo, donde
precisamente se niega la posibilidad de algo en sí mismo válido, es decir, dotado de
validez absoluta.
Como un argumento contra el carácter absoluto del deber cabe tomar la negación de
que los llamados juicios de valor ético sean propiamente juicios. Esta tesis se opone al
carácter absoluto del deber porque destruye su fundamento lógico, que en cada caso
consiste en un juicio del valor ético; y el motivo por el que niega que los juicios de esta
índole sean verdaderos juicios es que los concibe como desprovistos de verdad y de
falsedad, considerándolos sólo como manifestaciones, lingüísticamente encubiertas, de
aprobación o de desaprobación. En su modalidad más radical el argumento es sostenido
por la «teoría de la interjección», según la cual los juicios de valor ético, aunque revisten
la forma de unos juicios, son como exclamaciones en las que nada se afirma ni se niega,
sino que se limitan a expresar, a su modo y manera, unos ciertos estados de ánimo.
«Tomado de esta forma —observa G. Patzig al describir la teoría interjectiva—, ningún
juicio de valor moral sería propiamente un juicio, sino un gesto lingüístico expresivo, que
sólo eventualmente asume la forma de una proposición»[306]. Con toda razón hace ver
G. Patzig, en su crítica a esta teoría, que «(…) las manifestaciones contradictoriamente
formuladas acerca de normas y valores morales las concebimos como mutuamente
inconciliables, lo cual resultaría imposible si sólo se tratara de exclamaciones y gestos
para dar expresión a un desagrado»[307].
El mismo contraargumento puede aplicarse a las teorías que, sin reducir los juicios de
valor moral a interjecciones, los tratan como meros informes sobre reacciones
emocionales (teoría emotivista, principalmente representada por Ch. L. Stevenson[308]).
Y así escribe G. Patzig: «Mas también esta concepción, si estoy en lo cierto, interpreta
erróneamente el sentido de lo que queremos expresar en los juicios de valor ético, tanto
si en ellos tenemos razón como si no la tenemos. Porque también en esta hipótesis queda
sin explicar que podamos ver como contradictorios unos juicios mutuamente
discrepantes. Si estos juicios de valor no son realmente otra cosa que informes sobre la
261
reacción emocional propia, en cada caso, de quien habla, entonces no hay entre los
juicios de valor, mutuamente discrepantes, de los distintos hombres absolutamente
ninguna diferencia sobre la cual se pueda discutir, como no la hay si uno dijese que su
mujer es rubia clara y otro dijese que su mujer es morena»[309].
Nada fundamental se ha de cambiar, ni en la exposición, ni en la crítica, si en el
argumento «emotivista» se sustituye la «reacción emocional de quien en cada caso
habla», por la «reacción emocional dominante en la sociedad respectiva». Se ha
concedido a veces una especial atención a esta forma de emotivismo, como si fuese más
respetable que la otra, pero en realidad no lo es desde un punto de vista estrictamente
ético y no meramente psicológico. Por lo demás, no puede considerarse afortunada esa
sustitución de las emociones individuales por las socialmente dominantes. Quien afirma
que la acción x es moralmente mala no tiene por qué estar reflejando la emoción
dominante en la respectiva sociedad acerca de x. Muy bien puede ocurrir que quien hace
esa afirmación esté oponiéndose con ella a lo que en la correspondiente sociedad es el
sentimiento o la emoción que respecto de x tiene la mayor parte de los miembros de ese
mismo grupo. Más aún, la implícita referencia a otras personas no tiene aquí la
significación de un simple hecho, sino la de una exigencia, y no se limita a los miembros
de la sociedad a la cual pertenece quien dice que x es moralmente mala, sino que se
extiende a la totalidad de los sujetos racionales efectivos y posibles (justo porque se trata
de algo objetivamente exigido, no de la eventualidad de un mero hecho, que puede darse
o no darse, o bien estar dada en unos y no dada en otros).
262
requiere, para que una apreciación moral pueda tenerse por correcta, que sea verdadera
toda proposición integrada en el razonamiento ético en calidad de premisa no
prescriptiva, sino descriptiva.
Es muy cierto que la determinación de la verdad, o de la falsedad, de una premisa
descriptiva puede resultar difícil, con lo cual, evidentemente, se hace también difícil el
razonamiento ético que contiene una premisa en esa situación; pero es igualmente claro
que la dificultad así surgida no es de carácter sensu stricto ético, ni tampoco lógico, sino
epistemológico, y en conformidad con ello se la ha de atender. Por otra parte, han de
tenerse en cuenta dos observaciones complementarias. Ante todo, una dificultad no
equivale, en principio, a una imposibilidad; y a esto se ha de añadir, en segundo término,
que puede acontecer que una conclusión moral sea objetivamente incorrecta únicamente
en virtud de un error, cometido de «buena fe», en la determinación del elemento
descriptivo, y en tal caso la actividad regida por esa conclusión es moralmente correcta.
La ética, llamémosla así, del «relativismo normativo» deja inequívocamente al
descubierto su fundamental invalidez cuando se le aplica el método cuya caracterización
acabamos de hacer, mas sin que sea preciso recurrir a la segunda fase de este método (la
determinación de la verdad, o de la falsedad, de las premisas meramente descriptivas).
Las apreciaciones morales efectuadas desde el relativismo normativo son ya
esencialmente recusables por su fundamental incompatibilidad con los principios éticos
más generales o abstractos. A esta fundamental incompatibilidad, que hace del
relativismo normativo una ética intrínsecamente contradictoria, ha de sumársele la
contradicción que G. Patzig denuncia en el nacionalismo radical, las ideologías racistas y
la moral clasista revolucionaria (las tres formas principales del relativismo normativo):
«Estas teorías incurren en una insidiosa contradicción cuando hacen el intento de juzgar
moralmente, según su comportamiento, también a los miembros de otros grupos y
establecer reglas de conducta para ellos»[310]. De un modo muy explícito hace ver G.
Patzig en el caso de la moral marxista la contradicción a la que él se refiere (y que, sin
duda, tienen su correspondiente paralelo en las otras moralidades del relativismo
normativo): «Lo que en calidad de exigencia moral tiene sentido en la incitación a que la
clase obrera actúe en pro de los fines de la revolución socialista, a saber, el llamamiento a
la promoción de los intereses de clase, ha de ser justo para quienes pertenecen a las
capas sociales burguesas. Se les exige, por tanto, algo imposible, e imposible
precisamente según la propia teoría marxista, o bien se les condena moralmente por una
conducta de la que en su propia teoría se afirma de un modo expreso que es
inevitable»[311].
263
argumento implica la creencia de que la práctica de la tolerancia es incompatible con la
aceptación de unos valores absolutos que en cuanto tales hayan de ser tomados como
rectores de la convivencia. Según esta manera de pensar, para no ser fanáticos es
menester ser relativistas; dicho de otra manera, el relativismo es el fundamento teórico —
y, en este sentido, la primordial condición de la posibilidad— de todo comportamiento
auténticamente tolerante.
Se ha llegado a decir[312] que es una enseñanza del relativismo la norma de la caridad
respecto de los ideales éticos que no son los nuestros. Al hablar de este modo se incurre
en una extraña «personificación» de los ideales éticos, ya que se admite, de una manera
implícita, la posibilidad de tratarlos caritativamente, cual si fuesen personas, a las que,
por el solo hecho de su propia índole personal, cabe amarlas o, al menos, respetarlas. La
consabida frase «respeto su opinión, pero no la comparto» transfiere a la opinión lo que
tan sólo para el opinante puede tener un genuino sentido. Y ciertamente no es una falta
de caridad ni de respeto el solo hecho de que una persona discrepe de lo que otra
persona piensa. Cabe discrepar de un modo respetuoso y hasta caritativo, y para ello no
es necesario en forma alguna que el discrepante sea relativista. E, inversamente, cabe ser
relativista y comportarse de una manera incorrecta con quien no lo es: por ejemplo,
haciéndole objeto de la acusación de intolerancia o fanatismo.
Desde un punto de vista estrictamente lógico, y abstracción hecha de la diversidad de
los matices psicológicos posibles, ha de negarse que el relativismo pueda constituir el
fundamento teórico de la tolerancia, porque no puede dejar de ver en ella —si de veras
es consecuente— un valor meramente relativo, tan relativo como la intolerancia y, por lo
mismo, no más defendible que ésta. O la tolerancia es en sí misma un valor y, por ende,
un valor absoluto, del que resulta una peculiar exigencia absoluta en forma de obligación
moral, o es un valor meramente relativo, y entonces no hay ningún fundamento objetivo
(el relativismo lo excluye) para preferirla a la intolerancia.
El único fundamento lógico posible de la tolerancia se encuentra en la necesidad de
permitir un mal para impedir otro mayor que él. Esta necesidad es una exigencia
absoluta, no relativa o condicionada, aunque indudablemente se prefiera algo que sólo de
un modo relativo (en sentido ontológico, no en acepción gnoseológica) es admisible. Lo
tolerable es siempre un mal (lo bueno no es tolerado, sino positivamente querido,
amado), y un mal es tolerable únicamente en calidad de mal menor, siendo esta calidad
un valor objetivo, i. e., absoluto o en-sí.
[272] Véase el artículo de este autor sobre el relativismo ético en Encyclopedia of Philosophy (Mc Millan,
London-New York, 1967), vol. I.
[273] «The term “ethical relativism” is always used to designate some ethical principle or some theory about
ethical principles, but within this limitation different autors use it quite differently», Op. cit., p. 75.
[274] «The first thesis (…) is that the values, or ethical principles, of individuals conflict in fundamental way
(…) A special form of this thesis, called “cultural relativism”, is that ethical disgreements often follow cultural
lines. (…) To say that a disgreement is “fundamental” means that it would not be removed even if there were
perfect agreement about the properties of the thing being evaluated», Op. cit., p. 75.
264
[275] «The metaethical relativist (…) denies that there is always one correct moral evaluation. (…) This, the
metaethical relativist is restricted to a certain range of theories about the meaning of ethical statements. He might,
for instances, subscribe to some form of emotive theory, such as the view that ethical statements are not true or
false at all, but express the attitudes of the speaker. Or he might adopt the naturalist view that “is wrong” means
belongs to the class of actions toward which I tend up an impartial attitude of angry resentment (held by relativist
E. A. Westermarck) or the view (suggested by the antropologist Ruth Benedict) that the phrase “is morally good”
means “is customary”», Op. cit., p. 75.
[276] «(…) a person who holds to some form of what I shall call “normative relativism” asserts that something
is wrong or blameworthy if some person or group —variously defined— thinks it is wrong or blameworthy.
Anyone who espoused either of the following propositions would therefore be a normative relativist: a) “if
someone thinks it is right (wrong) to do A, then it is right (wrong) for him to do A”. This thesis has a rather
wide popular acceptance today, but is considered absurd by philosophers if is taken to assert that what someone
thinks right really is right for him. It is held to be absurd beacuse taken in this way, it implies that there is no
point in debating with a person what is right for him to do, unless he is in doubt himself; the thesis says that if he
believes that A is right, then it is right at least for him. The thesis may be taken in another sense, however, with
the result that it is no longer controversial, and no longer relativist. The thesis might mean: “If someone thinks it
is right for him to do A, then he cannot properly be condemned for doing A”. (…); b) “If the moral principles
recognized in the society of which X is a member imply that it is wrong to do A in certain circumstances C, then
it is wrong for X to do A in C”. This principle says, in effect, that a person ought to act in conformity with the
moral standards of his group. Like the preceding principle, this one has a good deal of popular acceptance today,
is spoused by some anthropologists and has some plausibility», Op. cit., p. 76.
[277] «One frequent confusion about what implies ethical relativism should be avoided. Suppose metaethical
relativism is mistaken, and there is a single “correct” set of general ethical principles or value statements. It may
still be true, and consistent with acceptance of this “correct” set of principles, that an act that is right in some
circumstances will be wrong in other circumstances. (…) Thus, even if metaethical relativism is false there is a
sense in which the rightness of an act is relative to the circumstances or situation. The fact that the rightness of
an act is relative to the circumstances in this way does not, of course, imply the truth of metaethical relativism»,
Op. cit., p. 76.
[278] Cf. Aristóteles: Eth. Nichom., B 5, 1106 b 18; Γ 2, 1111 a 2-5 y a 18; Santo Tomás: In Ethic., II, lect. 6,
n. 317, III, lect. 3, n. 414 y 428; y, sobre todo, Sum. Theol., I-II, q. 18, a. 3 y 4.
[279] Diccionario de Filosofía (Alianza Editorial, Madrid, 1986), vol. 4, p. 2832.
[280] «Wenn wir die subjektivistische Interpretation moralischer Stellungnahmen abgelehnt und den eigentlichen
Urteilssinn moralischer Werturteile freigelegt haben, stellt sich uns sofort die freilich sehr viel schwierigere
weitere Frage, wie es denn mit jenem sachlichen Geltungsanspruch moralischer Werturteile, wahre Aussagen
über moralische Normen zu sein, bestellt ist. Nachdem die eine Zitadelle des moralischen Skeptizismus, die
subjektivistische Theorie moralischer Urteile, gefallen ist, zeigt sich, dass wir die andere Festung, den
moralischen Relativismus, vor uns haben, die einzunehmen wesentlich schwieriger sein dürfte. Denn nachdem wir
gegen die subjektivistischen Theorien die Ansicht durchgesetzt haben, dass ein moralisches Werturteil nur dann in
seinem eigentlichen Sinn verstanden worden ist, wenn wir seinen Anspruch auf objektive Wahrheit ernst nehmen,
tritt uns nun der Relativismus in den Weg mit der jedenfalls nicht bloss aus der Luft gegriffenen Behauptung, dass
dieser Anspruch von moralischen Werturteilen zwar erhoben werden könne, weil es allgemeingültige und
sachangemessene Begründungen für moralische Werturteile nicht gebe», Ethik ohne Metaphysik, III:
Relativismus und Objektivität moralischen Normen, ed. cit., p. 76.
[281] «Werfen wir zum Zwecke der Klarheit einen Blick auf die begrifflich wichtigsten Differenzierungen
innerhalt dessen, was als moralischer Relativismus auftritt! Zunächst ist der theoretische von normativen
Relativismus zu unterscheiden. Der theoretische Relativismus beschränkt sich darauf, die Verschiedenheit der
sittlichen Praxis und der moralischen Ansichten in den verschiedenen Gesellschaften und bei verschiedenen
Individuen hervorzugeben. Der normative Relativismus behauptet darüber hinaus, dass diese Verschiedenheit nicht
nur vorhanden, sondern auch sittlich gerechtfertigt sei, weil verschiedenen Gruppen, Klassen, Rassen und
Individuen auch jeweils ganz verschiedene moralische Pflichten haben. So gibt es Menschen, die meinen, dass für
Weise ein anderer Verhaltenkodex gelten müsse als für Farbige, für Proletarier ein anderer Verhalten sittlich richtig
sei als für Bürger und Kapitalisten oder dass für Deutsche andere Regeln gelten müssen als für Angehörige
anderer Nationen», Op. cit., p. 78.
[282] «Zuerst wenden wir uns aber dem theoretischen Relativismus zu und unterscheiden hier wieder den bloss
deskriptiven Relativismus vom prinzipiellen Relativismus. Der beschreibende, deskriptive Relativismus ist
vergleichsweise ungefährlich. Er stellt bloss die Verschiedenheiten der konkreten moralischen akzeptierten
Verhaltensregeln und Werturteile zusammen, wie sie Völkerkunde, Soziologie und Geschichtswissenschaft
265
ermittelt haben. (…) Hier müssen wir einen wichtigen Unterschied zwischen der konkreten Anwendung
bestimmter moralischer Normen und den übergreifenden moralischen Prinzipien machen, die den einzelnen
Vorschriften und Stellungnahmen jeweils zugrunde liegen. Die Vielfalt der Situationen (…) ist schwer
überschaubar. Deshalb schliesst man oft vorschnell aus der Verschiedenheit konkreter Verhaltensregeln und
Stellungnahmen auf die Verschiedenheit der ihnen zugrunde liegende allgemeinen Grundsätze und behauptet damit
den prinzipiellen Relativismus», Op. cit., p. 79.
[283] «The first type of ethical relativism is no more than a subdivision of general relativism or skepticism. As
soon as someone denies that we are able to have any objectively valid knowledge, as soon as he argues that there
exists no objective truth, he necessarily also denies the existence of any objective value. The natura of a general
relativism is such that it affect everything. We must observe, however, that even though this type of ethical
relativism is a logical consequence of general relativism, nevertheless the inconscious motive for general
relativism is very often the desire to do away with an absolute ethical norm. At least deep unconscious resistance
against the objectivity of truth frequently has its source in a type of pride which revolts primarily against
objective values», Ethics (2ª ed., Franciscan Herald Press, Chicago, 1972), p. 106.
[284] «Es ist offenbar eine Einschränkung wenn wir Ethik als Moral fassen. In jedem Sinn bezieht sich die Ethik
auf das Handeln so, wie sich die Logik auf das Denken bezieht; wie diese auf das richtige oder vernünftige
Denken geht jene auf das richtige oder vernünftige Handeln. Das moralische Handeln, wie immer wir es näher
bestimmen, ist eine beschräkte Sphäre des Handelns überhaupt; also die Ethik muss, wenn wir den
umfassendsten Begriff gewinnen wollen, der Vernunft in der Praxis überhaupt zugeordnet werden», Vorlesungen
über Ethik und Wertlehre, ed. cit., p. 33.
[285] «Wie die Konsequenz des logischen Psychologismus und Anthropologismus überhaupt zum theoretischen
Skeptizismus, so führt die Konsequenz des ethischen Anthropologismus zum ethischen Skeptizismus. Das aber
besagt die Dahingabe der wahrhaft unbedingten Geltung ethischer Anforderungen, die Leugnung jeder sozusagen
wirklich verpflichtenden Pflicht. Begriffe wie “gut” oder “böse”, “praktisch vernünftig” oder “unvernünftig”
werden zu blossen Ausdrücken empirisch-psychologischen Fakta der menschlichen Natur. (…)
Dementsprechend sind alle ethischen Normen, wie sie aus den etischen Prinzipien als Konsequenz zu ziehen sind,
von bloss faktischer Geltung», Op. cit., p. 13.
[286] «Die Konstitution der Spezies ist eine Tatsache; aus Tatsachen lassen sich immer wieder nur Tatsachen
ableiten. Die Wahrheit relativistisch auf die Konstitution der Spezies gründen, das heisst also ihr den Charakter der
Tatasache geben. Dies ist aber widersinnig», Logische Untersuchungen (Martinus Nijhoff, Den Haag, 1975), p.
126.
[287] «Der Gegensatz zwischen ethischen Empirismus und Absolutismus», Vorlesungen über Ethik und
Wertlehre, ed. cit., p. 10.
[288] «Nehmen wir an, der Handelnde stehe auf dem Boden des ethischen Absolutismus: er glaubt also an ein
Gutes an sich, als ein absolut Geltendes, das im jeweils vorliegende Fall gilt, weil es einer a priori (unabhängig
von aller Faktizität der Wollenden und Handelnden, von ihrer zufälligen psychophysischen Konstitution usw.)
gültigen Idee gemäss ist», Op. cit., p. 14.
[289] «πάντων χρημάτων μέτρον ἄνθρωπος, τῶν μὲν ὄντων ὡς ἔστιν, τῶν δὲ οὐκ ὄντων ὡς οὐκ ἔστιν».
Diógenes Laercio, Lib. IX, 51.
[290] «Und zwar ist hier der Mensch nicht als Gattung gemeint, sondern als Individuum», Grundriss der
Geschichte del Philosophie I. Die Philosophie des Altertums, ed. cit., p. 116.
[291] «Ein ursprünglicher Begriff ist umschrieben durch die Protagorische Formel: “Alle Dinge Mass ist der
Mensch”, sofern wir sie in dem Sinne interpretieren: Aller Wahrheit Mass ist der individuelle Mensch. Wahr ist für
einen jedem, was ihm als wahr erscheint, für den einen dieses, für den anderen das Entgegengesetzte, falls es ihm
ebenso erscheint. (…) Alle Wahrheit (und Erkenntnis) ist relativ -relativ zu dem zufällig urteilenden Subjekt»,
Logische Untersuchungen, Prolegomena, ed. cit., p. 122.
[292] «οἷα μὲν ἕκαστα ἐμοὶ φαίνεται τοιαῦτα μὲν ἔστιν ἐμοί, οἷα δὲ σοί, τοιαῦτα δὲ αὖ σοί: ἄνθρωπος δὲ σύ τε
κἀγώ», Teeteto, 152 a.
[293] «Auf dem ethischen Gebiete machte Protagoras seinen Subjektivismus nicht bestimmt geltend», Op. cit.,
p. 115.
[294] «Für das Handeln des Menschen hat Protagoras die Konsequenzen aus seinem erkenntnistheoretischen
Subjektivismus nicht voll gezogen. Er bestritt (…) ausdrücklich den Schluss von der gleichen Richtigkeit
verschiedener Vorstellungen auf ihre Gleichwertigkeit und stellte den Redner die sittliche Reform der Staaten als
Aufgabe. (…) Er selbst wollte ein Lehrer der Tugend sein, und zwar ist ihm diese etwas Feststehendes; bei ihr
266
sollte Willkür und das, was dem einzelnen gerade gefällt, nicht Geltung haben», Op. cit., p. 119.
[295] «Nach dem Relativismus könnte sich auf Grund der Konstitution einer Spezies die für sie gültige
“Wahrheit” ergeben, dass solch eine Konstitution gar nicht existiere. Sollen wir also sagen, sie existiere in
Wirklichkeit nicht, oder sie existiere, aber nur für uns Menschen? Wenn nun alle Menschen und alle Spezies
urteilender Wesen bis auf die eben vorausgesetzte vergingen? Wir bewegen uns offenbar in Widersinnigkeiten.
Der Gedanke, dass die Nichtexistenz einer spezifischen Konstitution ihren Grund habe in dieser selben
Konstitution, ist der klare Widerspruch; die wahrheitsgründende, also existierende Konstitution soll neben anderen
Wahrheiten die ihrer eigenen Nichtexistenz begründen. Die Absurdität ist nicht viel kleiner, wenn wir Existenz mit
Nichtexistenz vertauschen und dementsprechend an Stelle jener fingierte, aber vom relativischen Standpunkte aus
möglichen Spezies, die menschliche zugrunde legen. Zwar jener Widerspruch, nicht aber der übrige mit ihm
verwobene Widersinn verschwindet», Logische Untersuchungen, Prolegomena, ed. cit., p. 127.
[296] «Wären normative Sachverhalte objektiv, also unabhängig von unseren Preferenzen, so wäre es
unverständlich, dass Moralvorstellungen einem sehr stärkeren Wandel unterliegen als Vorstellungen über die
Natur, und dass der Grad intersubjektiver Übereinstimmung in normativen Urteilen signifikant geringer ist als in
Urteilen über die Natur. Historische und ethnologische Untersuchungen zeigen, dass die moralische Vorstellungen
in hohem Masse kulturabhängig sind. (…) Man braucht sich aber gar nicht auf frühere Zeiten und fremde
Kulturen beziehen, um sich von der Relativität moralischer Vorstellungen zu überzeugen. In unserer pluralistischen
Gesellschaft, in der verschiedenen Moralkodizes nebeneinander bestehen, sehen wir uns ständig damit
konfrontiert. (…) Gäbe es objektive moralische Erkenntnis, so liesse sich die Vielfalt von Moralvorstellungen
kaum erklären. Es musste dann zumindest in eifachen normativen Urteilen eine wesentlich grössere
intersubjektive und interkulturelle Übereinstimmung geben», Grundlagen der Ethik (Walter de Gruyter & Co.,
Berlin, 1982), pp. 209-210.
[297] «La variabilité des devoirs dans le temps, la diversité des morales dans les diverses sociétés humaines est
un fait, dont il faut bien s'accommoder. Personne aujourd'hui ne le conteste plus. Ceux mêmes qui admettent une
morale naturelle, identique pour tous les hommes, avouent qu'elle n'est universelle qu'en puissance, et qu'en fait,
les civilisations étant différentes, leurs morales le sont aussi. Cette constatation nous suffit. Nous n'avons même
aucune raison de mettre en doute que, si toutes les sociétés étaient semblables, elles practiqueraient la même
morale. Rien ne s'accorde mieux avec notre conception qui voit dans la morale une “fonction” de l'ensemble des
autres institutions sociales. Seulement, nos critiques s'attachent presque exclusivement à cette morale universelle
hypothétique, accoutumés qu'ils sont à speculer sur l'homme en générale, tandis qu'à nos yeux l'important est
d'ètudier d'abord la réalité morale dans sa diversité donnée (…) Toujours est-il que, d'un commun accord, il est
reconnu que les règles morales sont relatives et provisoires, si l'on prend un champ de comparaison assez étendu.
Pourquoi soutenir alors que la rélativité de ces règles est incompatible avec le respect qu'elles exigent?», La
morale et la science des moeurs (Presses Universitaires de France, Paris, 1971), Préface, p. XXV.
[298] «À mesure que nous descendons plus profondément dans l'épaisseur de la vie morale, nous nous trouvons
en face d'un comportement de plus en plus irréductible au schéma sociologiste. Dans la vie de chaque jour (…),
chaque fois que nous nous élevons au-dessus de tout ce que le monde fait et pense, afin de prendre une décision
que nous jugeons vraiement bonne, l'expérience morale nous met en face d'une réalité qui est essentiellement
nôtre, qui est enracinée dans ma libreté personnelle, en telle sorte que toute pression externe a seulement pouvoir
sur moi dans la mesure où je veux lui donner ce pouvoir», Neuf leçons sur les notions premières de la philosophie
morale, ed. cit., p. 13.
[299] «Eine grosse Menge Verschiedenheiten, die der ethische Relativismus für sich einzuführen pflegt, erledigen
sich durch Aufdeckung des sie bedingenden Aberglaubens oder irgendwelcher intellektueller Irrtümer und
Taüschungen. Analog ist alles, was an sittliche bedeutsamen Institutionen und Handlungsarten sich historisch
verändert, daraufhin zu prüfen, ob ihm die Veränderung sittlicher Wertschätzungen oder anderer
Wertschätzungen, oder nur eine Veränderung in der Güterwelt liege», Der Formalismus in der Ethik und die
materiale Wertethik, ed. cit., pp. 301-302.
[300] «War diese Einrichtung eine Legitimierung des “Mordes”? Sicher nicht. Diese Einrichtung beruhte auf dem
verschiedenförmigsten Aberglauben, z. B. dass man hierdurch, sei es sowohl den Göttern als den Geopferten
einen Liebensdienst erweise, sei es eine gerechte Forderung der Götter erfülle. Im ersten Falle pflegten gerade die
schönsten und edelsten Jünglinge und Jungfrauen und die geliebtesten zum Opfer ausgewählt zu werden. Die
Intention aber war so wenig jenes Verneinen des Seins der Person und jenes “sei vernichtet”, welcher zum Morde
wesentlich gehört, dass es vielmehr die in der Intention von Liebe und Gunst gelegene Mitintention des Bejahung
des Seins der Person war. Wie wäre es auch sonst ein echtes Opfer gewesen? Auch in der Erfüllung einer
Rechtsforderung unter gewissen Bedingungen (ankommende Fremde oder Kriegsgefangene) oder “Versöhnung
der Götter” fehlte die dem Mord wesentliche Handlungsintention der Vernichtung. Dass man aber das Sein und
Leben eines Menschen irgendwelcher Nutz —oder Annehmlichkeitsbedürfnissen opfern dürfe, das war dem
267
Ethos aller Zeiten stets verfehmt und verboten», Op. cit., p. 316.
[301] Cf. «The Problem of Universal Values», en Method and Perspective in Anthropology, ed. por R. F.
Spencer (Minneapolis, University of Minnesota Press, 1954), p. 152. Véase también, para el punto de vista
antropológico en el problema de la universalidad de los principios éticos, «Universal Ethical Principles: An
Anthropological View», en Moral Principles of Action, ed. por Ruth Anshen (New York, 1952).
[302] «Every culture has a concept of murder, distinguishing this from execution, killing in war, and other
“justificate homicides”. The notions of incest and other regulations upon sexual behavior, of prohibitions upon
untruth under defined circumstances, of restitution and reciprocity, of mutual obligations between parents and
children -these and many other moral conceps are altogether universal», «Ethical Relativity: sic et non» en The
Journal of Philosophy, vol. LII, nº 23, Nov. 1955, p. 672.
[303] «Psychology, psychiatry, sociology and anthropology in different ways and on somewhat different
evidence converge in attesting to similar human needs and psychic mechanisms. These, plus the rough
regularities in the human situation regardless of culture, give rise to widespread moral principles which are very
much alike in concept —in “intent”. These considerations make the position of radical cultural relativity
untenable. Indeed the view when pressed to its logical extreme soon reaches absurdity», Op. cit., p. 673.
[304] «Hier müssen wir einen wichtigen Unterschied zwischen der konkreten Anwendung bestimmter
moralischer Normen und den übergreifenden moralischen Prinzipien machen, die den einzelnen Vorschriften und
Stellungnahmen jeweils zugrunde liegen. Die Vielfalt der Situationen, in denen sich Menschen und insbesondere
Gruppen von Menschen befinden und einrichten können, ist schwer überschaubar. Deshalb schliesst man oft
vorschnell aus die Verschiedenheit konkreter Verhaltensregeln und Stellungnahmen auf die Verschiedenheit der
ihnen zugrunde liegenden allgemeinen Grundsätze und behauptet man damit den prinzipiellen Relativismus. Die
inzwischen vorliegenden Berichte über die moralischen Verhaltungsregeln und ihren Zwammenhang in bestimmten
ethnischen Gruppen sind für die Ethik deshalb bedeutsam, weil wir aus solchen Untersuchungen lernen, dass bei
gleichen zugrunde liegenden moralischen Grundsätzen doch volkommen verschiedene “moralische Landschaften”
entstehen können, je nach den aktuellen geographischen, ökonomischen und historischen Bedingungen, unter
denen die Angehörige solcher Gruppen leben», Ethik ohne Metaphysik, ed. cit., p. 79.
[305] «There exist no doubt tremendous differences among peoples and epochs concerning the interpretation of
natura and the world surrounding us. (…) Thus one and the same action necessarily has a completely different
moral significance according to the conception wich the agent has of the things that he is dealing with. This
difference implies no diversity in the moral judgements as such. Precisely because the moral judgement as such is
the same, because there is agreement concerning the value, the judgement of this concrete action must differ as
soon as one set of factual presuppositions has been replaced by another», Ethics, ed. cit., pp. 111-112.
[306] «So betrachtet wäre ein moralischer Werturteil überhaupt nicht eigentlich ein Urteil, sondern eine
sprachliche Ausdrucksgeste, die nur zufällig die Form eines Satzes annimmt», Ethik ohne Metaphysik, ed. cit., p.
71.
[307] «(…) wir kontradiktorisch formulierte Äusserungen über moralische Normen und Werte als miteinander
unverträgliche Thesen auffassen, und das könnte nicht so sein, wenn es sich jeweils bloss um Ausrufe und
Gesten zur Darstellung eines Missfallens handelte», Op. cit., p. 71.
[308] Cf. Ethics and Language (Yale University Press, New Haven, 1944).
[309] «Aber auch diese Ansicht verfehlt, wenn ich recht sehe, den Sinn dessen, was wir in moralischen
Werturteilen ausdrücken wollen, ob wir nun mit diesen Urteilen recht haben oder nicht. Denn auch unter dieser
Voraussetzung bleibt noch unerklärlich, wieso wir voneinander abweichende Urteile als widersprechend sehen
können. Wenn es sich bei diesen Werturteilen wirklich bloss um Mitteilungen über die jeweils eigene emotionale
Reaktion des Sprechenden handelt, so ist bei voneinander abweichenden Werturteilen verschiedener Menschen
gar keine Differenz vorhanden, über die man streiten könne, so wenig wie wenn einer sagte, seine Frau sei
hellblond, und ein anderer, seine Frau habe dunkle Haare», Ethik ohne Metaphysik, ed. cit., p. 72.
[310] «Diese Theorien geraten in einen verfänglichen Widerspruch, wenn sie den Versuch machen, auch die
Angehörigen anderer Gruppen nach ihrem Verhalten moralisch zu beurteilen und Verhaltensregeln für sie
aufzustellen», Op. cit., p. 90.
[311] «Was in Anfeuerung der Arbeiterklasse zur Tätigkeit für die Zwecke der sozialistichen Revolution als
moralische Forderung sinvoll ist, nämlich der Aufruf, die Klasseninteressen zu fördern, das muss für die
Angehörigen der bürgerlichen Schichten billig sein. Man verlangt also von ihren entweder Unmögliches, und zwar
nach der eigenen marxistischen Theorie Unmögliches, oder man verurteilt sie moralisch für eine Verhaltensweise,
von der man in seiner eigenen Theorie ausdrücklich behauptet, dass sie unvermeidlich sei», Op. cit., p. 92.
268
[312] Así Asher Moore, citado por R. B. Brandt en Ethical Theory. The Problems of Normative and Critical
Ethics (Prentice-Hall Inc., Englewood Cliffs, N.Y., 1959), vid. el cap. 11, n. 5, al comienzo, en nota a pie de
página.
269
VIII. El fundamento último del imperativo moral
§ 1. EL PROBLEMA
La libertad que como suya vive cada hombre en la íntima experiencia de su ser se
encuentra abierta a los requerimientos absolutos con los que es apremiada por los
mandatos morales. Tales mandatos, al igual que cualquiera de los otros, sólo pueden
tener sentido para una genuina libertad; pero, a su vez, la libertad para la cual pueden
tener sentido los mandatos morales no es posible como algo exento de los requerimientos
absolutos en los que ellos consisten. Podemos obedecerlos en la medida misma, valga la
manera de decirlo, en que también los podemos desobedecer; pero, en cambio, está fuera
de nuestras propias posibilidades el ser indiferentes o insensibles a sus absolutas
exigencias. Desoírlas no es igual que no oírlas de ninguna manera. Así, pues, la única
libertad de la cual tenemos experiencia —la libertad que cada hombre vive como suya—
es algo condicionado por exigencias incondicionadas, absolutas, dirigidas realmente a ella
como tal libertad y en su propia índole de humana.
No es posible, por tanto, que sea la propia libertad humana el fundamento de esas
incondicionadas exigencias que los imperativos morales le dirigen. Lo condicionado no
puede fundamentar a aquello mismo que lo condiciona. En cuanto libres, somos
realmente dueños de nuestras personales decisiones de prestar obediencia a los mandatos
morales o de negarnos a regir por ellos nuestro efectivo modo de conducirnos, pero no
somos en ningún sentido la razón de ser, el fundamento, de su absoluta imperatividad.
Ningún hombre puede ser para sí mismo, ni para ningún otro hombre, el fundamento
real, la efectiva y auténtica razón, de un mandato absoluto. Y si bien nuestra libertad
hace posible, para nosotros mismos, ese género de mandatos, siendo en este sentido —
aunque tan sólo en él— una condición de la posibilidad de que se den las incondicionadas
exigencias que los imperativos morales constituyen, ello es cosa enteramente diferente de
la que se mantendría al sostener que por ser libres nos comportamos como verdaderas
condiciones de la absoluta imperatividad de los mandatos morales (no, simplemente,
como condiciones de nuestro hallarnos abiertos a estos mismos imperativos).
Por otra parte, la naturaleza específica del hombre es fundamento general e inmediato
del contenido o materia de todos nuestros deberes; pero el problema que surge al
270
considerar los deberes como mandatos, y al atender en ellos precisamente a su absoluta
imperatividad, no atañe a su contenido, sino, por el contrario, a su forma, la cual es
enteramente irreductible a la forma característica de los imperativos categóricos (como ya
vimos en el capítulo anterior).
Ahora bien, si nuestra naturaleza y nuestra libertad no pueden ser la razón justificativa
de la forma absoluta de los mandatos morales, ¿dónde se ha de buscar esa razón? Una
cierta respuesta a esta pregunta la tenemos ya dada por el hecho de que en repetidas
ocasiones se ha afirmado a lo largo de la presente investigación que el fundamento
ontológico de los imperativos morales es el valor moral —el correspondiente «ser-
valioso»— de lo que en ellos se nos aparece en calidad de mandato. La noción misma
del «fundamento ontológico» de los imperativos morales quedó ya establecida y
esquemáticamente declarada en la Primera Parte de este libro (Cap. III, § 3, b), donde
también se dejó clara constancia del carácter no unívoco, sino analógico, de los
conceptos designados con las voces «fundamentar», «justificar» y «validez». Para los
fines que entonces interesaban fue suficiente lo dicho en aquella ocasión, pero ahora, al
replantearse la cuestión del fundamento del imperativo moral, destacando en este
imperativo, de una manera explícita, el carácter absoluto de su forma, es oportuno volver
a algunas de las ideas anteriormente expuestas, para hacerlas objeto de una consideración
más analítica. De esas ideas, las de mayor relevancia para el problema que nos ocupa
son: a) las concernientes a la fundamentación o justificación de lo que en sí mismo no
posee un sentido teórico —ni, por tanto, el valor, o el contravalor, correspondiente—, y
b) las que atañen más especialmente al fundamento ontológico de los mandatos morales.
271
poseedor, impropiamente dicho, de verdad o de falsedad. No hay en ello ningún
inconveniente si en efecto queda bien claro que se trata de una verdad y de una falsedad
sólo atribuibles propiamente a la afirmación «para lograr y tienes que hacer x», la cual de
ninguna forma es un imperativo o mandato, ni más ni menos que como de ningún modo
es una afirmación, ni tampoco una negación, la fórmula «haz x si quieres lograr y».
Mas una cosa es que el imperativo hipotético no pueda ser propiamente ni verdadero
ni falso y otra cosa es que no pueda propiamente ser objeto de fundamentación. Lo
segundo no viene exigido por lo primero, dado que, como oportunamente se hizo ver, la
noción del fundamentar es analógica, no unívoca. De ahí la necesidad de distinguirla, con
el mayor cuidado, de la noción del demostrar, que es tan sólo uno de los modos del
fundamentar, a saber, el modo formalmente lógico, aplicable en exclusiva a los asertos, a
las frases dotadas de un significado enunciativo. Indudablemente, se ha de reconocer
también que el imperativo «haz x si quieres lograr y» tiene un cierto fundamento lógico
—y, por lo mismo, una cierta demostrabilidad— en la verdad de la proposición «para
lograr y hay que hacer x», de tal manera que, si esta proposición fuese falsa, el
imperativo en cuestión resultaría lógicamente infundado. A pesar de todo lo cual, un
imperativo no puede fundamentarse, en tanto que imperativo, sólo de un modo
formalmente lógico, i. e., por demostración. Mandar que se haga una cosa para así lograr
otra no es igual que afirmar que el hacer la primera se requiere para lograr la segunda.
Ningún imperativo, ni siquiera el condicionado o hipotético, es una frase teórica, sino una
prescripción, una frase práctica, referida a un hacer, no limitada a un puro y simple
conocer. Por consiguiente, el fundamento del mandar en cuanto tal (no en tanto que en
ciertos casos es solamente un mandar condicionado o hipotético, un mero imperativo
secundum quid) no puede serlo nada más que el fin que con él se pretende. Y este fin,
evidentemente, es que lo prescrito sea hecho por el destinatario del mandato.
Cuando se trata del imperativo hipotético, el fin al que el mandato se dirige es, a su
vez, un medio para algún fin que el destinatario del mandato quiere, de tal forma, por
consiguiente, que se está dando entonces un doble encadenamiento teleológico. No
acontece lo mismo cuando se trata del imperativo categórico, porque en él lo mandado
no se presenta con el carácter de un medio para algún fin querido por el destinatario del
mandato, sino con el carácter de lo que en sí mismo es un fin. Así, pues, lo que conviene
a todos los imperativos sin excepción alguna, y desde el punto de vista de su
fundamentación teleológica, es el valor de un medio para la ejecución de lo mandado.
Que ese valor confiere una fundamentación teleológica a todo imperativo en cuanto tal es
cosa bien evidente (siempre sobre la base de que el fin al cual el imperativo apunta
esencialmente consiste en la ejecución de lo mandado por quien es el destinatario
respectivo). Mas no es éste el único modo de fundamentación teleológica posible para las
frases carentes de sentido teórico, sino que es sólo el único que conviene a las frases
imperativas, porque hay otras susceptibles también de ser teleológicamente
fundamentadas y que, sin tener la índole de mandatos, son asimismo frases prácticas en
la acepción de expresar algo irreductible a un puro y simple objeto de conocimiento.
Entre las frases globalmente señaladas por Aristoteles como no apofánticas y donde,
272
en consecuencia, no se dan ni lo verdadero ni lo falso, las frases imperativas no son más
que una de las especies posibles y efectivamente existentes. Las otras especies, según las
determina santo Tomás comentando a Aristóteles, son las que constituyen las frases
vocativas, interrogativas y deprecativas. Todas ellas, juntamente con las imperativas, son
de carácter directivo, ordenador, según corresponde a la capacidad del entendimiento,
cuya función no se limita a la teoría. «Como quiera que el entendimiento o la razón no
sólo concibe en sí mismo la verdad de la cosa, sino que también pertenece a su oficio el
dirigir y ordenar a otros seres según su concepto, fue necesario que, así como por la
frase enunciativa se significa el concepto mental mismo, existiesen también algunas otras
frases con las que se signifique la ordenación racional según la cual quedan dirigidos otros
seres. Ahora bien, por la razón de un hombre es otro hombre dirigido a tres cosas: en
primer lugar, a atender con la mente, y a esto pertenece la oración vocativa; en segundo
lugar, a responder con la palabra, y a esto pertenece la oración interrogativa; en tercer
lugar, a poner algo por obra, y a esto pertenece, en cuanto a los inferiores, la oración
imperativa y en cuanto a los superiores la oración deprecativa, a la cual se reduce la
oración optativa, porque el único modo de que el hombre mueva a un superior es que le
exprese su deseo»[313].
Tienen, pues, también una fundamentación teleológica y, con ella, un carácter
radicalmente intelectivo, las frases vocativas, interrogativas y deprecativas.
Comprobémoslo sumariamente en cada uno de estos tipos de frases. El primero de ellos,
el de las frases vocativas, debe ser claramente diferenciado del género al que pertenece
toda frase enunciativa de un deseo de que se atienda mentalmente a alguien. Aunque
implican ciertamente ese deseo, no consisten en enunciarlo o en dar información de su
existencia. La frase vocativa no responde a un propósito informativo y, por tanto, no
puede ser ni verdadera ni falsa; mas con ello no se demuestra que no sea radicalmente
intelectiva o que tenga una índole esencialmente alógica y desprovista, así, de
fundamento. La justificación o fundamentación de las frases vocativas se encuentra,
indudablemente, en los propósitos a los cuales sirven de medios y que consisten siempre
en que el respectivo destinatario preste atención a quien le dirige la palabra. De ahí la
semejanza con algunas interjecciones o, en ciertos casos, la identidad con ellas. Y ha de
advertirse, por último, que la fundamentación teleológica está aquí esencialmente
vinculada a una situación subjetiva, personal, de quien la emite, consistiendo esa
situación en el deseo de quedar mentalmente atendido por el destinatario de la frase.
Tampoco las frases interrogativas son verdaderas ni falsas. La verdad o la falsedad
convienen a las respuestas, no a las preguntas, y, sin embargo, las preguntas mismas
tienen un fundamento teleológico, sin el cual resultarían irracionales y enteramente
desprovistas de sentido. Aunque sin duda es posible un mero «preguntar por preguntar»
—así como también cabe el «hablar por hablar»—, toda pregunta es, objetivamente
considerada, un medio usado por quien la formula para adquirir algún conocimiento (y
para recibirlo, justamente, de la persona a quien va dirigida la pregunta). Bien es cierto
que no todo lo que aparece con la estructura gramatical de una frase interrogativa tiene el
fundamento teleológico que la pregunta auténtica, objetivamente considerada, no puede
273
dejar de poseer; pero ello se debe a la posibilidad de configuraciones gramaticales seudo-
interrogativas en las cuales el «preguntar por preguntar» encuentra un medio expresivo.
Así, por ejemplo, la pregunta «¿por qué cada cosa es ella misma y no otra?» no puede
justificarse teleológicamente por su utilidad objetiva para adquirir algún conocimiento,
pues la evidencia inmediata de que cada cosa es ella misma y no alguna de las demás
estaría ya dada en quien formulase esa pregunta, distinguiéndola, por supuesto, de lo que
con ella se pretende y sin confundirla con ninguna otra interrogación.
La ratio sufficiens teleológica de la que se habla en relación a las frases interrogativas
concierne a éstas objetivamente y sólo así, lo cual no excluye la posibilidad de que quien
formula una pregunta lo haga con el propósito de aparentar una ignorancia que no tiene o
una profundidad de la que carece. Y también es posible —sin que con ello deba
modificarse nada de lo que hasta ahora hemos venido observando— que una pregunta
implique algún error, de tal modo y manera que sin él no resulte posible el formularla con
entera sinceridad. Tal sería, ciertamente, el caso si alguien preguntase, v. gr., en qué lugar
del Pacífico están las islas Canarias. Esta pregunta es errónea en su más esencial
supuesto, no en sí misma, porque ella misma no es respuesta alguna. El error en que se
encuentra quien la hace no es respecto de ella otra cosa que una condición de la
posibilidad de que esa misma persona llegue a hacerla. De todas suertes, tanto si la frase
interrogativa presupone un error como si implica una información acertada, la situación
subjetiva a la que su fundamento teleológico más directamente se vincula es, como en las
frases vocativas, un deseo, que en este caso es el de conseguir un cierto conocimiento.
Y en lo tocante a las frases deprecativas, también ha de advertirse que su imposibilidad
tanto de ser verdaderas como de ser falsas no les impide la posibilidad de una genuina
fundamentación teleológica. Más aún: esta clase de fundamentación les es radicalmente
necesaria para que estén dotadas de sentido, y no cabe negar que lo poseen, dado que no
es posible sostener seriamente que se limiten a ser unos irracionales flatus vocis. Pocas
cosas serán realmente más comprensibles o justificadas que el hecho de que quien carece
de algo que él necesita, y no esté en condiciones de obtenerlo nada más que de alguien
que se lo pueda dar, se decida a pedírselo a ese alguien, aun exponiéndose a que su
petición quede desatendida (cosa indudablemente bien distinta de la entera seguridad de
que no se la va a atender). Las frases deprecativas tienen así su fundamento teleológico
en la obtención de lo que en ellas se pide, y la situación subjetiva más directamente
vinculada a ese fundamento es el deseo de conseguir lo pedido, recibiéndolo, por cierto,
del destinatario de la petición.
En suma: las frases vocativas, las interrogativas y las deprecativas son, objetivamente
consideradas, susceptibles, en principio, de fundamentación teleológica, a la cual va
ligada una situación subjetiva, personal, de quien las emite, siendo esta situación en todos
los casos un deseo (cuya determinación depende, por un lado, de la índole propia de
cada uno de estos tipos de frases y, por otro lado, de la concreta ocasión en que las
frases se emiten). A la vista de todo ello y regresando ahora a las frases imperativas,
puede formularse la pregunta de si también éstas presuponen una situación subjetiva
consistente en que quienes las hacen están teniendo un deseo sin el cual el
274
fundamentarlas no es posible.
Antes vimos que el fin de todo imperativo en cuanto tal —no del hipotético
exclusivamente, ni tan sólo del categórico— es que lo prescrito sea hecho por el
destinatario del mandato. Indudablemente, es una contradicción que quien manda que
alguien haga algo no esté teniendo el deseo de que lo ordenado sea hecho por ese alguien.
Por supuesto, es posible arrepentirse de haber dado una orden, pero no cabe darla sin
que de ningún modo lo mandado esté siendo querido por quien lo ordena. Frente a esto
pudiera acaso decirse, atendiendo a los imperativos hipotéticos, que si bien entre ellos
hay algunos esencialmente imposibles si en quien los dicta no existiese el deseo de lo que
él mismo manda, hay, sin embargo, otros imperativos asimismo hipotéticos que son
exigencias objetivas, independientes, por tanto, de la libre voluntad de quien los dicta.
Ejemplos de imperativos hipotéticos de la primera clase son todos aquellos en los que
quien manda exige algo que sólo en su voluntad es condición necesaria para el
cumplimiento de lo querido por el destinatario de la orden. Así, v. gr., el padre que quiere
que su hijo haga x puede mandarle que lo haga como condición imprescindible para darle
y, aunque también pueda regalárselo. En cambio, si para el logro de y el hacer x es
objetivamente indispensable —i. e., algo necesario independientemente de todo libre
querer—, parece que para decirle a su hijo «haz x si quieres lograr y» no necesita el
padre estar queriendo que su hijo haga x, sino estar comprendiendo la necesidad objetiva
de que lo haga para el logro de y. Más aún: ¿no es verdad que, aun queriendo que su hijo
no haga x, le pueda decir, no obstante, «haz x, si quieres conseguir y»?
La apariencia —mera apariencia— de verdad que la respuesta afirmativa a esa
pregunta puede llegar a tener se debe a la inadvertencia del distinto sentido de las
fórmulas «para lograr y hay que hacer x» y «haz x, si quieres lograr y». No cabe ninguna
duda acerca de la posibilidad de usar la primera frase incluso en el caso de que quien la
emplee esté queriendo que la persona a quien se la dirige no haga x. Una afirmación no
es un mandato. Mas también por ello mismo ha de evitarse el atribuir a ésta lo que sólo
conviene a aquélla. Un imperativo hipotético no deja de ser un imperativo, por muy
condicionado que se encuentre, y es oportuno añadir que frases tales como «para lograr
y hay que hacer x», aunque señalan una condición, no la expresan de un modo
condicionado, mientras que los imperativos hipotéticos, aunque consisten en efectivos
mandatos, sólo son mandatos relativos, esencialmente puestos sub conditione. Por todo
lo cual, si yo quiero que alguien no haga x no le diré que lo haga para así lograr y, sino
que, si algo le digo será precisamente que no lo haga, por más que el no lograr y haya de
ser el precio, muy doloroso quizá, de semejante omisión.
Ha de excluirse, por tanto, la posibilidad de establecer una distinción entre los
imperativos hipotéticos y los imperativos categóricos, basándola en que los primeros no
implican en sus autores el deseo de que lo mandado se cumpla, mientras que los
segundos suponen ese deseo en quien realmente los dicta (no en quien se limita a
formularlos como dictados por otro). Y, sin embargo, hay una evidente diferencia,
merecedora de especial atención, entre los imperativos hipotéticos y los imperativos
categóricos en lo concerniente al género de deseo que unos y otros implican en el autor
275
respectivo. Esa indiscutible diferencia es la que viene dada por el hecho de que en los
primeros lo mandado es libremente querido por quien lo ordena, mientras que en los
segundos no cabe que lo mandado sea libremente querido por quien lo manda, o, dicho
de otra manera, no es objeto —no puede serlo— de una libre elección por quien lo dicta.
Todo imperativo categórico es, de acuerdo con lo que acabamos de advertir, una
exigencia absoluta no solamente porque lo mandado en él es un fin en sí mismo (no
subordinado esencialmente a ningún otro fin), sino también porque quien lo manda lo
quiere con una necesidad ineluctable: sin poder querer su negación. La posibilidad de
querer algo excluyente de lo prescrito en el imperativo categórico se da en su destinatario,
no en quien dicta este imperativo. Por consiguiente, no cabe que los mandatos morales,
dado su carácter categórico, procedan, en último término, de quien tiene la posibilidad de
no cumplirlos, ya que tal posibilidad se identifica realmente con la de la libre volición de
algo excluyente de lo mandado en ellos.
Según esto, además de negar, como ya hicimos, que pueda ser el hombre el
fundamento o razón justificativa de unos mandatos de carácter absoluto, también ha de
excluirse que los mandatos morales puedan ser dictados, en definitiva, por el hombre.
Ahora bien, ¿no queda así menospreciado o ignorado el efectivo poder de nuestra razón
en el ámbito de la moralidad? ¿No se le niega con ello a esta facultad la autonomía que
naturalmente le compete en tanto que razón práctica? Y, en fin, ¿no se recurre, de una
manera innecesaria, a Dios para dar cuenta, «metafísicamente», de lo que sin hacerle
intervenir puede muy bien explicarse sin trascender el plano de la consideración
fenomenológica de la moralidad? Patentemente, con las dificultades suscitadas por todas
estas preguntas la cuestión del fundamento último del imperativo moral adquiere las
dimensiones de un problema sumamente complejo. Ello no obstante, la solución de este
problema es imposible sin atender a otra dificultad estrechamente unida a la
consideración fenomenológica de la moralidad y que surge en la reflexión sobre lo que
hemos llamado el «fundamento ontológico» de los imperativos morales.
276
pueden estos mandatos ser dictados por quienes libremente los cumplen o los incumplen.
El fundamento lógico no da pie a la cuestión de un último fundamento de los mandatos
morales. Mas ello no ha de entenderse de un modo unilateral. Pues no se trata de que el
examen del fundamento lógico de estos mandatos sea inútil únicamente para la
afirmación de un último fundamento de ellos, sino de que tampoco ese examen es
provechoso para la correspondiente negación. Baste recordar que lo que hemos
designado con el nombre de fundamento lógico de los imperativos es para el caso de los
mandatos morales el conjunto de las premisas de las cuales éstos se infieren (por
supuesto, cuando su objetiva validez no es evidente de una manera inmediata). Los
imperativos morales que se encuentran en esta situación tienen su fundamento lógico en
otros imperativos igualmente morales: los dotados de una validez objetiva
inmediatamente evidente. De ahí que, si nos mantenemos limitados al punto de vista
meramente lógico, es decir, al de la validez inferida y, por ende, sólo mediatamente
cognoscible, no podemos tratar de todos los imperativos morales sin excepción alguna,
sino únicamente de aquéllos cuya validez objetiva se nos hace accesible por la mediación
de algún razonamiento. Pero un fundamento último del imperativo moral ha de ser algo
en lo cual se basen y apoyen todos los imperativos morales y no tan sólo un determinado
grupo de ellos.
No cabe decir otro tanto acerca del fundamento fenomenológico del deber y del
correspondiente imperativo. En virtud de su distinción respecto del mero fundamento
lógico, hay que calificarlo de ontológico, sin que por ello se le haga entrar en conflicto
con su propia índole fenomenológica. Esta índole es poseída por todo cuanto se
manifiesta de inmediato en la experiencia humana y, por lo mismo, también en la
experiencia moral. Es, por tanto, una nota de los imperativos morales y de los deberes
respectivos, pero también del fundamento ontológico de esos deberes y de esos
mandatos. Según en su momento se explicó, este fundamento consiste en la bondad
moral de aquello que se presenta en calidad de deber y, por tanto, de algo moralmente
prescrito. Semejante bondad (el «ser-moralmente-bueno» de aquello a lo cual compete)
merece que se la considere como fundamento ontológico de todos los imperativos
morales porque es el ser en el que todos los imperativos se apoyan. El «ser-moralmente-
bueno», i. e., la bondad moral, es una forma de ser: cabalmente, la que en la propia
experiencia de la moralidad nos viene dada como el porqué ontológico del deber y, en
consecuencia, también del correspondiente imperativo moral. En ese «porqué» la
perspectiva fenomenológica y la ontológica se entrelazan. El «ser-moralmente-bueno» de
lo mandado en el imperativo moral no es el seudo-ser de una mera apariencia, sino un
genuino ser, y en cuanto tal viene dado como el fundamento ontológico de la exigencia en
que el deber consiste y que resulta expresada por el mandato moral. Así, pues,
justamente por presentarse de ese modo en la experiencia misma de la moralidad, ese
fundamento ontológico es, a la vez, un fundamento fenomenológico en la más propia
acepción, vale decir, dado inmediatamente en su propio valor de fundamento. (Por
supuesto, la idea de lo «fenomenológico», y la de «fenómeno», que se contiene en ella,
no están en modo alguno referidas aquí a las apariencias en su sentido peyorativo,
277
evidentemente incompatible con el de lo ontológico en cuanto tal).
Ahora bien, ese fundamento ontológico y fenomenológico tiene un valor absoluto. La
bondad moral no es una bondad relativa, condicionada, sino la que de un modo
incondicionado pertenece al buen uso de nuestro libre albedrío. ¿Mas no es necesario
entonces, precisamente en razón del valor absoluto de la bondad moral, que atribuyamos
a ésta la manera de ser de un fundamento último? ¿No es la bondad moral razón bastante
para justificar ontológicamente, por sí sola, al deber que la presupone y al imperativo
moral que de él se sigue? En suma: el valor absoluto de la bondad moral no parece
compatible en modo alguno con la necesidad (ni tan siquiera con la posibilidad) de algo
que sea para los imperativos morales un fundamento ontológico distinto de la propia
bondad moral de lo prescrito en ellos.
Con todo, no sería lícito dejar aquí desatendida la evidente limitación de la bondad
moral. El valor absoluto del «ser-moralmente-bueno» es el valor de una bondad limitada,
y ello por dos razones: 1ª, porque la bondad moral no incluye en sí todas las posibles
calidades o determinaciones positivamente valiosas, de tal modo, por tanto, que la
posesión de esta bondad es compatible con la carencia de otras (aunque no, ciertamente,
con la falta de todas las determinaciones positivas restantes, ya que algunas de ellas
resultan imprescindibles para la posibilidad misma del «ser-moralmente-bueno»; 2ª,
porque aquello a lo que la bondad moral conviene (a saber, la actividad moralmente
positiva y, en tanto que la ejecuta, el ser humano que la lleva a cabo) es en todos los
casos una realidad limitada, incapaz, por lo mismo, de una bondad infinita.
También, por tanto, desde la perspectiva del fundamento ontológico se hace bien
perceptible, incluso a primera vista, la existencia de suficientes motivos para poder
afirmar la necesidad de un examen atento y pormenorizado de la cuestión del
fundamento último de los mandatos morales. De ello van a ocuparse las consideraciones
que siguen.
En nuestra experiencia del deber, el imperativo moral se nos presenta, sea cualquiera
su contenido, como algo ante lo cual nos comportamos originariamente de una manera
pasiva. La índole esencialmente activa y libre de nuestra propia respuesta al imperativo
moral no desmiente la esencial pasividad de nuestro modo primario de relacionarnos con
él, antes por el contrario, la presupone necesariamente y así la implica como antecedente
indispensable de nuestra ulterior respuesta. Hay en ello una innegable analogía con la
imposibilidad de que la reacción a un estímulo acontezca sin la previa recepción de él. Se
trata sólo de una analogía, no de una completa identidad, pero no es simple metáfora la
atribución de un carácter esencialmente pasivo (receptivo) a nuestra inicial manera de
comportarnos ante los mandatos morales. Una pura y simple descripción de cómo estos
mandatos son vividos en nuestra experiencia del deber no puede omitir el dato,
inmediatamente evidente, de nuestra fundamental pasividad ante ellos: un dato tan
278
relevante como el de la índole esencialmente activa y libre, también inmediatamente
atestiguada por nuestra propia conciencia, del modo en que los cumplimos o en que
decidimos no acatarlos.
El carácter pasivo, fundamentalmente receptivo, de nuestro primordial modo de
habérnoslas con los mandatos morales no deja de ponerse de manifiesto ni siquiera
cuando se trata de mandatos que nosotros mismos deducimos de los que ya conocemos.
La conciencia de nuestra actividad inferencial no nos presenta como productos nuestros
los mandatos morales que inferimos. Lo que indudablemente se presenta como efecto o
producto nuestro por virtud de nuestro propio ejercicio de la actividad discursiva es en
estas ocasiones el conocimiento que alcanzamos de unos mandatos morales, no estos
mismos mandatos. Respecto de ellos —ante las exigencias que nos hacen— nuestra
forma primordial de comportarnos es tan receptiva o pasiva como nuestra inicial forma
de habérnoslas con los mandatos morales de los cuales los inferimos. Nos encontramos
así en una situación equiparable a aquella en la que nos vemos en el caso de las
conclusiones extraídas en nuestros razonamientos puramente teóricos. Pues no son estas
conclusiones, sino el conocimiento que de ellas llegamos a adquirir, lo que realmente es
entonces un producto de nuestra propia actividad mental.
Todo cuanto directa o indirectamente constituya una afirmación de que somos
nosotros mismos los autores de los mandatos morales no solamente carece de un
auténtico apoyo fenomenológico, sino que está excluido y desautorizado por el testimonio
de nuestra propia conciencia del deber, la cual es siempre experiencia del imperativo
moral como algo que nos hace una exigencia, no como una exigencia que nosotros
hacemos. Incluso puede ocurrir que un mandato moral consista precisamente en la
exigencia de que exijamos algo, ya a otra persona, ya a nosotros mismos; también
entonces nos sentimos pasivos en relación al mandato (que es, por así decirlo, una
«exigencia puramente exigente»), y activos respecto de nuestra propia decisión de
cumplir, y del cumplimiento mismo, de lo que el mandato nos ordena (la «exigencia
exigida»), o bien de la decisión de no llevarlo a la práctica.
Cuando realmente nos comportamos como autores de un determinado imperativo
somos conscientes de actuar de ese modo. No es tan sólo que entonces no nos sintamos
pasivos y, en concreto, imperados, sino que positivamente nos sentimos activos y, en
concreto, imperantes, aun en los casos en los que el proceder de esta manera es, a su
vez, cumplir otro imperativo del cual no somos autores. En semejantes casos nuestro
modo de proceder es comparable al de un «motor movido», si lo que se quiere al hacer
la comparación estriba únicamente en subrayar que el mandato del cual nos sentimos
autores está en una situación de dependencia sui generis respecto de otro mandato, ante
el cual nos sentimos en una radical pasividad. (La dependencia que en tales casos existe
es enteramente peculiar, porque la que arriba hemos llamado la «exigencia exigida» no se
cumple sin que intervenga el ejercicio de nuestra facultad de decidir).
Los imperativos de los cuales nos sentimos autores son todos, sin excepción,
meramente hipotéticos. Para percatarnos de la verdad de esta tesis es imprescindible,
ante todo, comprender que lo que le da a un imperativo un valor categórico no es el ser
279
tajante o contundente, sino la necesidad incondicionada, absoluta, de lo mandado en él.
Si lo que en un imperativo se prescribe no es incondicionadamente necesario, vale decir,
si no es absoluta la necesidad de lo que en él se nos manda, ese imperativo es hipotético,
por muy tajante o contundente que sea el modo de su formulación. Ello se echa de ver
con singular claridad cuando alguna amenaza explícita acompaña y refuerza al imperativo
terminantemente expresado. Porque en vez de hacer de él un imperativo categórico, la
amenaza pone al descubierto su efectiva índole hipotética: «¡Si no haces lo que te
mando, te sobrevendrá tal o cual mal». Y realmente todos los imperativos hipotéticos
llevan consigo alguna clase de amenaza, cuando menos implícita, sin que puedan
exceptuarse los que contienen la promesa de un premio en el caso de ser cumplidos. Esta
promesa hipotética es también una hipotética amenaza (evidentemente, la de no recibir el
premio si el imperativo no se cumple). En términos enteramente generales: toda orden
dada por un hombre y de la cual él mismo se siente autor es un imperativo meramente
hipotético, aun en el caso de que no esté explícita su hipótesis ni tampoco, por tanto, su
amenaza. Las órdenes que los hombres pueden dar no pueden recibir de ellos un valor
absoluto, ya que ellos no poseen ese valor por el puro y simple hecho de ser hombres,
sino sólo en tanto que cumplen los mandatos morales.
El valor de «persona» que todo hombre posee por el solo hecho de ser hombre nos da
la capacidad para cumplir los mandatos morales, pero no para ser autores de ellos, pues
no estamos dotados, como personas humanas y únicamente por tener esta condición, del
valor absoluto que caracteriza a estos mandatos no en tanto que son mandatos sino en
tanto que son morales. Nuestra condición de personas nos confiere la posibilidad,
también, de dictar órdenes a otras personas humanas que por alguna razón o en algún
sentido dependen efectivamente de nosotros y de esta suerte nos están subordinadas;
pero las órdenes que entonces podemos dar son mandatos condicionados, no absolutos o
categóricos. Y, naturalmente, no es por ser personas humanas por lo que podemos dar
órdenes a otras personas humanas, sino por encontrarnos en una efectiva situación de
superioridad respecto de ellas. Sea con pleno derecho, sea de un modo injustificado o
abusivo, el mandar pertenece exclusivamente al superior y en la medida misma en que lo
es. Un mandato abusivo es un mandato en el que alguien abusa de su superioridad, y un
mandato justificado es un mandato en el que alguien se vale de su superioridad (acaso
muy limitada) para que otros hombres hagan algo que les es provechoso o conveniente.
Adviértase, por lo demás, que aquí no nos estamos refiriendo, de una manera exclusiva,
a superioridades tales como la del gobernante sobre el gobernado, o la del padre respecto
del hijo menor de edad, o la del educador sobre el educando, o la del médico sobre el
paciente, etc., etc. También entran en consideración todas las formas de superioridad
ocasional o momentánea, las cuales son compatibles, en sus propios sujetos, con muy
diversos modos de inferioridad o de igualdad respecto de los destinatarios de las órdenes.
La superioridad indispensable para poder mandar no la posee ningún hombre en virtud
de su índole de hombre, sino por algo diferente de ella y que, si bien la presupone o
implica, no resulta de ella necesariamente. Pero es el caso que lo que se manda en los
mandatos morales concierne primordial y esencialmente al hombre en tanto que hombre,
280
i. e., por lo que cada uno de nosotros tiene realmente en común con todos los demás
seres humanos, que es algo según lo cual ningún hombre supera a otro. Claro está que
con ello no se quiere decir que en la determinación del contenido de los mandatos
morales no se tomen en consideración las diferencias entre los seres humanos, sino que
hay que atenderlas como diferencias entre seres primordial y esencialmente coincidentes
en su carácter de hombres.
Lo que hace que un determinado tipo de mandatos sea el tipo de los mandatos que se
califican de morales es que las exigencias formuladas en ellos son exigencias
incondicionadas, absolutas, de la bondad del ser humano en cuanto humano, entendiendo
por tal bondad la que todo hombre está incondicionalmente llamado a conseguir,
haciendo uso de su libertad de decisión. Esta bondad, enteramente irreductible a las
cualidades positivas que todo hombre posee por el solo hecho de ser hombre, es la
bondad moral, el «ser-moralmente-bueno», en que consiste lo que hemos denominado el
«fundamento ontológico» de los deberes y, por ende, también de los correspondientes
imperativos categóricos. La bondad a la que el hombre en cuanto hombre está llamado
de una manera absoluta en el uso efectivo de su libre capacidad de decidir es fundamento
ontológico de los mandatos morales. Porque éstos son exigencias basadas en el ser propio
de aquella bondad, es decir, en lo que ella es, no en su existencia efectiva. La bondad
moral, a diferencia de las cualidades positivas que ya el hombre posee por el solo hecho
de ser hombre, no existe sino en virtud y por efecto de los actos con los que libremente
van cumpliéndose los preceptos morales. Previamente a esos actos la bondad moral ya se
presenta a la conciencia, como estos mismos mandatos, de una manera intencional,
objetual, esencialmente análoga a la forma con que nuestros objetivos y propósitos están
ya dados a nuestra conciencia antes de que los hayamos conseguido.
Ahora bien, la bondad moral, aunque en la conciencia del deber se nos hace presente
como el inmediato fundamento ontológico de las exigencias morales, también se nos
aparece, en la conciencia misma del deber, como algo que a su vez es exigido de una
manera absoluta. Es éste un dato puramente fenomenológico, algo que por sí mismo se
nos muestra en la experiencia de la moralidad, donde el «ser-moralmente-bueno» es
aprehendido, en cada una de sus flexiones deontológicas, como algo que al hombre se le
exige categóricamente: pura y simplemente por ser hombre, no por ser hombre con unas
ciertas intenciones o unas determinadas apetencias. La experiencia moral es, de este
modo, la que de nosotros mismos poseemos en calidad de radicalmente pasivos ante la
absoluta exigencia de conseguir la bondad que en tanto que hombres nos concierne. Los
imperativos morales, tanto los más genéricos como los más concretos, no son otra cosa
que ramificaciones o manifestaciones derivadas, ciertamente muy distintas entre sí, de
esa exigencia, esencialmente unitaria e indivisible, que es la bondad moral en cuanto tal.
¿De dónde le viene al hombre esta radical exigencia de ser moralmente bueno?
¿Quién, o qué, se la hace? En verdad estas dos preguntas no son más que dos fórmulas
de una y la misma cuestión: la del último fundamento del imperativo moral. Y se trata de
una cuestión que el análisis descriptivo, pura y simplemente fenomenológico, de la
experiencia moral no puede en manera alguna resolver y que ni siquiera llega en él a
281
plantearse. A pesar de todo lo cual es menester también reconocer que se trata de una
cuestión para la cual el análisis meramente descriptivo de la experiencia moral suministra
un dato imprescindible no sólo en orden a la solución, sino ante todo respecto del mismo
planteamiento. Ese dato lo constituye nuestra fundamental pasividad ante la exigencia de
conseguir la bondad que en tanto que somos hombres nos concierne de una manera
absoluta. La experiencia de esta fundamental pasividad no es una respuesta negativa a la
cuestión de si puede ser el propio hombre quien a sí mismo se hace la exigencia de su
bondad moral. No es una respuesta a esa cuestión porque para tener tal experiencia no
nos hace ninguna falta el habernos antes preguntado si la exigencia de la bondad moral se
la impone el hombre a sí mismo. Pero es asimismo cierto que, si nos hacemos la
pregunta, ese dato no puede dejar de exigirnos una inequívoca respuesta negativa.
¿Es necesario hacerse esa pregunta? También aquí se impone una inequívoca
respuesta negativa mientras no rebasemos el nivel de la praxis moral ni el de su
descripción o análisis puramente fenomenológico. Para que aceptemos en principio los
mandatos morales es por completo suficiente la evidencia, inmediata o mediata, de la
bondad moral de lo que en ellas se ordena y, respectivamente, de la maldad moral de lo
que en ellos queda prohibido. De ninguna manera se plantea en el transcurso mismo de la
experiencia moral la cuestión de por qué y por quién se exige al hombre su «ser-
moralmente-bueno». Esta exigencia es vivida no sólo como apodíctica en un sentido
absoluto, sino también como algo absolutamente evidente: no necesitado, en modo
alguno, de fundamentación o explicación. Y otro tanto sucede en el mero análisis
fenomenológico de la vivencia de la bondad moral, ya que en este género de análisis no
cabe hacer otra cosa que describir con conceptos explícitamente declarados lo que ya
estaba «sentido» en esa misma vivencia.
Mas la tarea del filósofo ante la experiencia moral no se reduce a la simple descripción
fenomenológica de lo dado en esta experiencia. Y así hemos podido ver, en el anterior
epígrafe de este mismo capítulo, cómo a propósito del fundamento teleológico y del
fundamento ontológico de los mandatos morales surgen cuestiones en las que de uno u
otro modo se plantea el problema del fundamento último del imperativo moral. Se
trataba, sin duda, de un problema porque, por una parte, había buenas razones para
mantener la existencia de un fundamento último (trans-fenomenológico y, en este
sentido, metafísico) de los mandatos morales en cuanto tales, pero, por otro lado,
tampoco faltaban motivos para oponer algunos serios obstáculos a la afirmación de la
existencia de ese último fundamento. Ahora la cuestión ha resurgido con ocasión de la
fundamental pasividad en que el hombre se siente ante la exigencia absoluta de su propia
bondad moral. ¿De dónde le viene al hombre esta exigencia? ¿Quién, o qué, se la hace?
Tales eran las dos preguntas —en realidad, una sola con doble presentación— que ya nos
habíamos formulado a la vista del dato experiencial de nuestra radical pasividad en la
constitución de la exigencia de ser moralmente buenos. Y la cuestión está justificada por
el hecho de que la exigencia de la bondad moral es un imperativo, para el cual ha de
haber un imperante, y porque lo único que acerca de éste sabemos, en una primera
reflexión (ya deductiva y no meramente descriptiva) de la experiencia de la moralidad, es
282
que no cabe que en su raíz lo sea un hombre. Lo impide el esencial carácter receptivo de
nuestro modo inicial de comportarnos ante los mandatos morales y ante el denominador
común de todos ellos, que es, en definitiva, la exigencia de la bondad moral.
La índole imperativa de la exigencia de la bondad moral se nos hace patente, sin lugar
a la menor duda, cuando advertimos que esta exigencia va dirigida a nosotros en tanto
que somos libres. Tal exigencia dirigida a una libertad (a un ser libre y por cierto en tanto
que libre) es lo que se llama un mandato, un imperativo; mientras que, por el contrario,
no lo es la exigencia que va dirigida sólo al entendimiento en cuanto tal, vale decir, la que
queda por completo satisfecha con un acto, meramente intelectivo, de atenimiento a algo
dado. Así, por ejemplo, la exigencia de que admitamos que dos cosas iguales a una
tercera son iguales entre sí va dirigida a nuestro entendimiento en cuanto tal y nada tiene
que ver con la libertad que nos es propia, de donde resulta que, a pesar de ser una
exigencia correspondiente a una necesidad, no es, sin embargo, un mandato o imperativo,
ni siquiera hipotético.
Todo imperativo implica un cierto imperante. Esta tesis, de sentido teorético en sí
misma, es una contracción o concreción del principio según el cual toda exigencia implica
un cierto exigente. Mas cuando una exigencia está provista del especial carácter de los
imperativos y lo tiene de un modo propio (no de un modo sólo metafórico), entonces lo
que la impone como tal exigencia —i. e., lo exigente que ella supone— ha de serlo, en
definitiva al menos, una persona: alguien dotado de una voluntad. No es, pues, tan sólo
que un imperativo consiste en una exigencia dirigida a una voluntad libre, sino que es
también una exigencia que a una voluntad le es dirigida por otra. Todo imperativo es,
digámoslo así, un diálogo entre voluntades (y, por supuesto, también entre
entendimientos, pero no sólo entre ellos). Y en eso está la razón de que la exigencia
provista del carácter de un imperativo venga impuesta —al menos, últimamente— por
alguna persona.
Con los términos «al menos, últimamente» se introduce aquí una determinación cuya
razón de ser se manifiesta de un modo muy especial cuando se trata de las exigencias
morales y, singularmente, de la exigencia misma de la bondad moral, con la que todos los
imperativos de este género se apoyan y de la cual proceden. Porque en tanto que se
comporta como fundamento ontológico de todos y cada uno de los mandatos morales, la
bondad moral se nos aparece, a su modo, como lo imperante que estos mandatos
suponen, es decir, como aquello que nos exige que cumplamos lo que en ellos se nos
ordena. Es algo así como si la bondad moral se comportase al modo de una Persona
Absoluta, a pesar de no ser realmente una persona, ni absoluta ni relativa. Esta
descripción paradójica equivale a la afirmación del innegable hecho de que en nuestra
experiencia del deber nos sentimos mandados, imperados, por la bondad moral. Cómo
sea ello posible es una cuestión que el filósofo se plantea, pero el hecho en cuanto tal no
es cuestionable: está fuera de dudas, y tampoco podemos desentendernos de él por el
demasiado fácil expediente de reducirlo a una «impresión ilusoria». ¿Por qué este hecho
habría de ser tomado como una pura ilusión, mientras que otros no más indudables que
él habrían de ser valorados como auténticas realidades?
283
La reflexión filosófica sobre la experiencia del deber nos pone, por consiguiente, en la
necesidad de conciliar entre sí dos evidencias que parecen, prima facie, incompatibles.
Por un lado, en efecto, es cosa obvia que la bondad moral no consiste en una persona,
pero, por otro lado, también se nos impone la evidencia de que nos sentimos imperados
por la bondad moral en nuestra experiencia del deber. Ahora bien, sólo es posible un
modo de que estas dos evidencias resulten conciliadas entre sí: a saber, que la bondad
moral sea el medio a cuyo través una persona, la Persona Absoluta, nos dicte los
imperativos categóricos en los cuales consisten los mandatos morales. Como cualquier
otro imperativo, estos mandatos han de tener su origen, su imperante o autor, en alguna
persona, y, por ser mandatos categóricos, sólo pueden estar dictados por una persona no
sujeta a ningún condicionamiento, vale decir, por Dios, cabalmente tomado como la
Persona Absoluta. En consecuencia, sólo cabe una explicación de que la bondad moral se
nos presente como aquello que nos impera en los mandatos morales, y es que toda la
fuerza imperativa que sin duda posee le venga de ser ella la bondad que Dios quiere
absolutamente, y por tanto también impera de una manera absoluta, para el hombre en
tanto que hombre.
284
«Scheler juzga contradictorio —resume Hartmann— el poner como real un único
mundo concreto sin poner simultáneamente la idea de un espíritu concreto; no cabría que
aquél fuese pensado sin que a la vez fuese pensado Dios»[314]. Según Hartmann, esta
necesaria implicación de la tesis del ser de Dios en la tesis del ser del mundo tiene como
presupuesto radical el pensamiento de que el mundo exige, en cuanto mundo, un
correlato, por ser constitutivamente «mundo para alguien», i. e., por referirse a alguien
en virtud de una ley de esencia que radica en su propio ser. Hartmann rechaza
terminantemente este presupuesto de la afirmación scheleriana del correlato personal del
mundo, señalando su carácter idealista y, en cuanto tal, erróneo; pero al denunciar la
invalidez de la ley esencial en que el presupuesto se apoya, incurre en un extremismo tan
inadmisible como éste, y que por cierto consiste en su inversión:
«Pero precisamente ese presupuesto se ha mostrado erróneo. Semejante legalidad
esencial no existe. Antes por el contrario, está en contradicción con el sentido llano y
obvio de toda objetividad, tanto la teórica como la práctica. Tampoco la “concreción” del
mundo depende de la concreción de un contrapolo personal de él. Al contrario, un ser
personal que no fuese miembro de un concreto mundo real sería una abstracción. Porque
en el cumplimiento de sus actos —todos ellos trascendentes, dirigidos a objetos que son
en sí— el ser personal está necesariamente incluido en el contexto real mundano como
una parte real de éste, sin estar nunca como un todo “frente” a él»[315].
El extremismo en que aquí incurre Hartmann es claramente visible en la afirmación del
carácter abstracto —irreal justamente en su abstracción— de una persona que no fuese
parte de un mundo real concreto. La falsedad de la concepción idealista, en la que el
mundo es pensado como en sí mismo relativo a alguien, vale decir, al ser de alguna
persona, no constituye una demostración de la tesis inversa, según la cual el ser de toda
persona es esencialmente relativo al ser del mundo. El argumento en el que Hartmann se
apoya para afirmar esta relatividad inversa a la idealista no tiene en cuenta ni tan siquiera
la posibilidad de un realismo donde, por un lado, se excluya la relatividad del mundo a la
persona que en él se encuentra integrada, mientras que por otro lado está admitida la
relatividad del mundo a la Persona que, por haberlo hecho, no puede ser parte de él.
Hartmann no toma en consideración ni tan siquiera la posibilidad de esta tesis realista
porque asimismo ha descartado que la existencia de una persona extrahumana pueda ser
conocida objetivamente por el hombre (tanto para afirmarla como para negarla), lo cual
se explica, según Hartmann, por el hecho de que todo nuestro conocimiento de las
realidades personales está inevitablemente ligado al «fenómeno» de las que dentro del
mundo existen: «(…) el mundo es mundo tanto de las personas como de las cosas. (…).
Y está sustraída a toda apreciación humana la cuestión de si también hay una persona
extramundana, cuyo correlato objetivo pudiera serlo el mundo como un todo. Sólo
conocemos el fenómeno de las personas que dentro del mundo existen, el del ser que en
él vive, quiere y libremente actúa»[316].
Sin ninguna reserva ha de admitirse que Hartmann está en lo cierto al limitar a las
personas humanas el fenómeno del ser personal que conocemos los hombres, mas con
ello no queda demostrado que sean las personas intramundanas las únicas que los
285
hombres podemos conocer. Para llegar a semejante conclusión haría falta haber
demostrado que el conocimiento humano en general, o al menos el que se refiere a las
personas, no puede ser nunca nada más que un conocimiento de experiencia, limitado,
por tanto, a lo que del ser de la persona se nos hace presente de una manera inmediata.
Pero Hartmann no ofrece ninguna prueba de que nuestro conocimiento de la realidad
personal esté necesariamente reducido al «fenómeno» de las personas que son
intramundanas. Se limita a afirmar esta necesaria reducción, como si de algo evidente de
suyo se tratara, y no se toma la menor molestia en impugnar la argumentación de quienes
llegan, por la vía del conocimiento discursivo, a afirmar la existencia de una Persona
Absoluta, esencialmente extramundana en el sentido de no ser parte del mundo ni algo
realmente relativo a él.
La postura de Hartmann ante la cuestión de la Persona Absoluta es, por lo que hasta
aquí hemos visto, la de un pensamiento agnóstico. Pero, si atendemos a otros datos,
también presentes en el mismo capítulo que al personalismo metafísico dedica Hartmann
en su Ética, nos encontraremos en la necesidad de afirmar que el pensamiento de
Hartmann ante la cuestión de la Persona Absoluta deja de ser el de un puro y simple
agnosticismo y que, en cabal inconsecuencia con él, se transforma en la tesis del carácter
contradictorio de la Persona Absoluta en cuanto tal. Semejante metamorfosis no
acontece de un modo repentino, sino que pasa a través de un detenido examen del
concepto de las «personas de orden superior» (Personen höherer Ordnung) o, con otro
nombre, «personas totales» (Gesamtpersonen).
El examen que del concepto de las personas así llamadas hace Hartmann es llevado a
cabo por éste en el contexto de su crítica al personalismo metafísico de Scheler, lo cual
se explica por ser el propio Scheler quien mantiene la tesis de la existencia de una
especial clase de personas que no son individuos humanos, sino entidades espirituales de
más alto nivel. En cada una de estas entidades se unifica radicalmente un conjunto de
hombres, de tal manera que ninguna de ellas es un mero agregado, sino una auténtica
unidad espiritual trascendente a sus miembros. El pueblo, el Estado, el círculo cultural, la
humanidad son así concebidos como personas supraindividuales respectivamente dotadas
de una peculiar unidad que no deriva de las relaciones entre sus miembros humanos. Y
en la cumbre de todas estas personas de orden superior o personas totales se encuentra,
según Hartmann como remate de la concepción personalista del mundo, la idea de Dios:
«Lo que une a un hombre con otro (…) no es un secundario relacionarse entre sí unas
personas individuales originariamente independientes, sino el enraizamiento en una
unidad personal de orden superior. Si a ello se añade que esos órdenes superiores pueden
ser admitidos como ascendiendo siempre en su nivel, hasta llegar a una persona total
absoluta y omniabarcante, entonces la imagen personalista del mundo se cierra, también
en este tratamiento, con la idea de Dios»[317].
Una vez instalada en el plano de las personas totales, supraindividuales, la idea de Dios
como Persona Absoluta no puede dejar de sucumbir a la crítica que de tales entidades
hace Hartmann y que consiste fundamentalmente en negarles la índole de unas
verdaderas personas. Según Hartmann son algo análogo a las personas auténticas, pero
286
sólo algo análogo, no efectivos seres personales. Y la razón alegada por Hartmann para
negarles a esas personas totales el carácter de auténticas personas es que carecen de
subjetividad por cuanto no están dotadas de conciencia. «Sólo cabe que sea persona un
sujeto, un “yo”, una conciencia, un ser que, en oposición al mundo externo, tiene su
mundo interior y al cual éste le es dado en su aspecto interno, un ser que puede conocer,
sentir, amar, odiar, tender, querer y obrar. En el lenguaje de Leibniz se podría decir: La
apercepción es condición de la personalidad»[318]. Mas las configuraciones totales no
son, entiende Hartmann, verdaderos sujetos: no poseen, en verdad, conciencia, aunque
algunas de ellas puedan considerarse «espíritus objetivos».
«Hay, ciertamente, configuraciones espirituales totales, el “espíritu objetivo” —aunque
no en el sentido hegeliano— que nunca atañe a la conciencia individual, pero en el que
son partícipes todos. El arte, la ciencia, la moralidad de una época, la vida racional, la
vida política o la religiosa son, cada una de ellas, un espíritu total en este sentido. (…)
Pero las configuraciones reales del espíritu total no tienen el carácter del sujeto ni el de la
persona. (…) Una conciencia de esas configuraciones la tiene siempre, por el contrario,
sólo el individuo»[319].
No otra cosa piensa Hartmann de las configuraciones totales que son ya corporaciones
y no manifestaciones del llamado “espíritu objetivo”, aunque también sobrepasan a las
personas individuales. «Hay, además, por encima de la persona individual, totalidades
que realmente muestran una cierta analogía con la personalidad auténtica: la familia, el
linaje, el pueblo, el Estado. Tales corporaciones pueden, de una manera colectiva y
asemejándose a las personas, mantener convicciones, aspirar, actuar, simpatizar. (…) En
ellas los individuos están sólidamente vinculados y cargan en común con la
responsabilidad del comportamiento total. Pero para la auténtica personalidad les falta a
estas configuraciones totales un factor esencial y básico. (…) Les falta la conciencia total
unificante, el sujeto de orden superior. Quienes cargan realmente con la responsabilidad
común son, en definitiva, precisamente las personas individuales, por más que el peso
completo de la responsabilidad se distribuya también entre ellas»[320].
Hasta aquí la argumentación de Hartmann es por completo admisible en tanto que
referida a entidades carentes de individualidad. La conciencia de lo común a varios seres
individuales pertenece a estos seres, no a lo que ellos tienen en común y que puede
ciertamente ser objeto, pero nunca sujeto, de una efectiva conciencia. Dicho con otros
términos: una conciencia de lo supraindividual es posible y existe, mas no es, en cambio,
posible una conciencia supraindividual. Si la conciencia es condición de la persona, la
individualidad es condición de la conciencia, y, por consiguiente, no cabe que sea persona
lo que no es individuo, aunque esté dado en seres realmente individuales.
Pero el pensamiento de Hartmann deja de ser convincente en dos aserciones que van
ligadas en él a la tesis del carácter impersonal de los todos que no son realmente
individuos. La primera de esas aserciones es la que mantiene que «los órdenes superiores
de la totalidad no son órdenes superiores, sino inferiores, de la personalidad»[321]. O
sea, que mientras más amplia es una totalidad, menos persona es. Este «principio» —así
lo considera el propio Hartmann— no sólo no se deriva, con necesidad lógica, de la
287
afirmación del carácter impersonal de los todos no individuales, sino que lógicamente
resulta por completo incompatible con ella. Una totalidad menos amplia que otra, pero
que no es realmente un individuo, es ya algo enteramente impersonal y no cabe, por
tanto, que sea menos impersonal que otra totalidad que tampoco es un individuo, pero
que la excede en amplitud.
La otra aserción que va ligada en Hartmann a la tesis de la impersonalidad de los todos
no individuales es la afirmación de la absoluta impersonalidad de Dios, es decir,
justamente de lo que habría de ser la Persona Absoluta. A este resultado llega Hartmann
apoyándose explícitamente en el principio de que los más altos órdenes de la totalidad
son los más bajos de la personalidad. Constituyendo con estos inversos órdenes una serie
que incluye los correspondientes casos-límites tomados como extremos, sostiene, en
efecto, Hartmann: «Persona, en la acepción plena y primordial de la palabra, lo es y lo
sigue siendo solamente el extremo inferior, el sujeto individual, el hombre. El extremo
opuesto, el ser universal, absolutamente englobante —si es que tal ser existe— está tan
lejos de ser el más alto orden de la persona, que habría de ser, por el contrario, el ínfimo,
un absoluto mínimo de personalidad, como quien dice, el status evanescens (= 0) de la
personalidad en general. (…) Dios (…) no es la Persona Absoluta, sino el ser
absolutamente impersonal. Así visto, su concepto sería el concepto-límite negativo de la
personalidad en general»[322].
Dicho esquemáticamente: para Hartmann no es Dios la Persona Absoluta porque
carece de la índole de persona, y no es persona porque es lo absoluto, el ser que
absolutamente engloba a todo (das absolut allumfassende Wesen). Por tanto, la ultima
ratio de la negación de Dios como Persona Absoluta es en Hartmann una doble
convicción: en primer lugar, la de que no es persona lo que realmente no es un individuo,
y, en segundo lugar, la de que lo absoluto es lo que todo lo engloba de una manera
absoluta, i. e., lo irrestrictamente universal por no dejar fuera de sí a ningún ser. De estas
dos convicciones, la primera resulta suficientemente esclarecida y probada por lo que
Hartmann aduce en su favor, pero la segunda queda oscura y sin auténtica prueba porque
en ella se presupone, sin esclarecerlo ni demostrarlo, que para ser absoluto es necesario
ser algo que irrestrictamente englobe a todo, es decir, una totalidad fuera de la cual no
pueda haber absolutamente nada. Ahora bien, semejante totalidad, lejos de ser la única
forma posible de lo absoluto, es constitutivamente relativa a los seres individuales que
ella engloba, si bien estos son, a su vez, esencialmente relativos a ella.
Lo absoluto sólo es posible, sin relatividad real de ningún género, en lo que de ningún
modo es relativo realmente a ningún otro ser, y ello sólo se cumple en algún ser
individual que no tenga necesidad de ningún otro. Si este ser individual e independiente
de cualquier otro individuo es un ser dotado de conciencia, ya tiene cuanto es preciso
para ser Persona Absoluta, y no habrá inconveniente alguno en darle el nombre de Dios
si con él se designa la realidad personal no dependiente de ninguna otra y de la cual, en
cambio, todas las otras dependen.
A esta Persona Absoluta es a la que se accede en la reflexión filosófica sobre la
experiencia del deber en su carácter de imperativo moral y en tanto que éste requiere —
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por su propio carácter absoluto y según las razones que ya en su momento se alegaron—
un fundamento último, incondicionado enteramente. Dios, la Persona Absoluta, es el
imperante del imperativo moral, sin que ello le confiera al ser de Dios una relatividad real
que tenga en ese imperativo su otro extremo. La relación real, de dependencia por cierto,
es aquí la que el imperativo moral mantiene con Dios. La inversa es meramente
conceptual: pura relatio rationis. Y los atributos divinos directamente implicados por el
ser de la Persona Absoluta como imperante del imperativo moral son, por un lado, el
entendimiento y la voluntad —imprescindibles en todo imperante, y, en el caso de Dios,
incondicionados e infinitos— y, por otro lado, un poder de dominio sobre el hombre (sin
excluir la libertad de éste, ni violentarla tampoco en modo alguno), siendo asimismo
absoluto, infinito, este poder.
Ulteriores reflexiones sobre estos atributos directamente implicados en la noción de la
Perona Absoluta como imperante del imperativo moral pueden llevarnos, por la vía de la
deducción, al conocimiento de otros atributos divinos, pero ello no es imprescindible para
la integridad del análisis filosófico de nuestra experiencia del deber y, por lo demás, no es
necesario tampoco para hacer patente que el tratamiento de los problemas éticos puede
abrirnos, y necesariamente lo ha de hacer si es completo, a un cierto saber teológico
exclusivamente proporcionado por la luz natural de la razón humana. Para poder
acompañar a Hartmann cuando éste asegura que «tampoco se tiene ningún motivo para
esperar que los problemas éticos produzcan algunos resultados teológicos
concomitantes»[323] sería preciso acompañarle también en su aberrante noción del ser
de Dios como lo absolutamente impersonal.
289
Si a la vista de estas afirmaciones de Kant se pensara, no obstante, que lo mantenido
por él consiste en que la voluntad se comporta como una ley para sí misma, pero no, en
cambio, como legislador, cabría replicar con la observación de que la única forma según
la cual puede la voluntad, como facultad de querer, ser para sí misma una ley es que ella
sea legisladora de sí misma. Con todo, si se pide una prueba «literal» de que es eso lo
que Kant piensa, el propio Kant nos la ofrece, de una manera indudable, al denunciar lo
que él juzga la causa del fracaso de todos los esfuerzos hasta él realizados para descubrir
el principio de la moralidad. «Veíase al hombre ligado a leyes por su deber, pero no se
caía en la cuenta de que está sometido únicamente a su propia legislación, la cual es,
sin embargo, universal, y de que está obligado solamente a actuar en conformidad con
su propia, aunque naturalmente universal, voluntad legisladora»[326].
Una voluntad legisladora es el imperante de lo legislado por ella o, en todo caso, este
imperante lo es el hombre en el ejercicio de esa voluntad. Mas entonces lo legislado no es
mandado por Dios, sino por el hombre en virtud de su voluntad legisladora de carácter
universal, a menos que lo así mandado por el hombre —en tanto que poseedor de esa
voluntad legisladora de carácter universal— esté, en último término, imperado por Dios
en tanto que autor del ser humano y, por ende, también de la autonomía de la voluntad
humana. A través del hombre, Dios sería el imperante de la ley moral, y lo sería, por
tanto, no en una forma inmediata, sino al contrario, justamente en último término, como
imperante radicalmente originario. Desde luego, ello no se infiere de lo que literalmente
dice Kant a propósito de la voluntad legisladora por la que el hombre se confiere a sí
mismo la ley moral, pero tampoco resulta lógicamente excluido por la literalidad de lo que
dice Kant acerca de esa voluntad legisladora.
¿Serán entonces los propios textos de Kant donde se atribuye a los deberes el carácter
de unos mandatos divinos lo que resuelva en definitiva la cuestión? Examinemos esos
textos, y comencemos por el que en el orden cronológico ocupa el primer lugar. Tras
haberse referido a la idea de un sumo bien o último fin del hombre (y del mundo en
cuanto producido para éste), resultante, no motivante, de la conducta moralmente recta,
y para la posibilidad del cual hemos de admitir un superior ser moral, santo y
omnipotente, sostiene Kant: «Así, pues, la moral lleva, de una manera ineludible, a la
religión, por la cual se extiende hacia la idea de un legislador moral fuera del hombre y en
cuya voluntad ese último fin (de la producción del mundo) es lo que a la vez puede y
debe ser el último fin humano»[327]. Aunque aquí no se dice expresamente que los
deberes son mandatos divinos, la correspondiente afirmación está implícita en la del
soberano legislador moral externo al hombre. Y es justamente esta exterioridad al ser
humano lo que obliga a pensar que en la presente ocasión ve Kant en Dios el imperante
radicalmente originario del imperativo moral, sin que esto excluya que la voluntad
humana se comporte como autolegisladora en un sentido no último. De todas suertes es
innegable y bien clara la diferencia entre lo que en este pasaje dice Kant y lo que él
mismo sostiene, a propósito de la realidad moralmente legisladora, en las ocasiones
anteriores.
Pero la situación se nos complica si atendemos a otro pasaje, donde trata Kant de lo
290
que él llama «lo formal de la religión» y a lo cual considera como algo que pertenece a la
dimensión filosófica de lo moral: «Lo formal de toda religión, si por ella se entiende “el
conjunto de todos los deberes a modo de (instar) mandatos divinos”, pertenece a la
moral filosófica, por cuanto con ello se expresa la relación de la razón con la idea de
Dios, que la misma razón se hace, y porque un deber de religión no ha sido todavía
convertido en un deber hacia (erga) Dios como un ser existente fuera de nuestra idea, ya
que aquí todavía abstraemos de la existencia de ese ser. Es tan sólo subjetivamente lógico
el fundamento de que todos los deberes hayan de ser pensados como conformes con ese
algo formal (la relación de ellos con una voluntad divina, dada a priori). Porque no nos
podemos hacer suficientemente intuitiva la exigencia del deber (la necesidad moral) sin
pensar en unión con ella un ser distinto de nosotros y la voluntad de este ser (de la cual
la razón universalmente legisladora es solamente su portavoz), a saber, Dios»[328].
Ni explícita ni implícitamente afirma Kant en esta ocasión que sean, propiamente
hablando, unos mandatos divinos los deberes, sino que estos, en la moral filosófica, son
tratados a modo de mandatos divinos, i. e., como si Dios mismo los dictara. Así lo hace
ver sin duda, el subrayado kantiano del vocablo als y la adición, entre paréntesis, del
término latino «instar», expresivo de una cierta semejanza, no de una cabal identidad.
Por si ello no fuera suficiente, deja Kant señalado, de una manera inequívoca, que lo que
se expresa en la moral filosófica al hablar del “conjunto de los deberes entendidos a
modo de mandatos divinos” es la relación de la razón con la idea de Dios, que ella
misma se hace, no con Dios mismo en cuanto ser que existe fuera de esa idea, porque de
la existencia de Dios se hace abstracción, según Kant, mientras se permanece en la moral
pura y simplemente filosófica. De este modo no se atribuye a Dios la índole de un
efectivo legislador moral, pues para ello habría que afirmarlo en calidad de algo
efectivamente existente. Y, por otra parte, no ha de quedar desatendido el hecho de que
para Kant no es más que subjetivamente lógico (nur subjektiv-logisch) el fundamento de
la necesidad de referir todos nuestros deberes a una voluntad divina, dada a priori, pues
lo que así afirma Kant es que estamos hechos de tal modo que no podemos hacernos
suficientemente intuitiva la exigencia propia del deber sin pensar que nos viene impuesta
por la voluntad de alguien distinto de nosotros y de cuya voluntad es únicamente un
portavoz la razón universalmente legisladora. Y entonces Dios es un símbolo al servicio
de la plasticidad y la viveza de nuestro modo de representarnos el valor objetivo y
absoluto de la necesidad propia del deber.
La misma tesis aparece corroborada y con expresión, si cabe, más contundente, en
esta otra fórmula: «El imperativo categórico no tiene como supuesto una sustancia que
mande con un supremo poder y que esté fuera de mí, sino que consiste en un mandato,
y en una prohibición, de la razón que me es propia. A pesar de lo cual, hay que mirarlo
como procedente de un ser poseedor de un irresistible poder sobre todos»[329]. Kant no
explica en este lugar por qué es menester mirar de esa manera al imperativo categórico,
pese a que quien lo dicta es nuestra propia razón, la cual está bien lejos de contar con un
irresistible poder sobre todos nosotros. La explicación, sin embargo, está ya dada en el
lugar, arriba citado y comentado, de la Metafísica de las costumbres. Cosa distinta es
291
que esta explicación resulte satisfactoria. Porque no es cierto que para tener una
representación bien intuitiva de la necesidad propia del deber hayamos de referir esta
necesidad a una divina voluntad omnipotente.
Entre los datos que el análisis meramente descriptivo pone de manifiesto en la
experiencia moral no está presente, en calidad de algo imprescindible para esta misma
experiencia, la idea de Dios como origen de los mandatos morales. No es que esta idea
no pueda encontrarse dada, de hecho, en nuestra experiencia del deber, sino que no es
necesario que esté dada en esa experiencia. Y lejos de ser verdad que la representación
de la exigencia propia del deber se hace más intuitiva cuando la referimos a la idea de una
divina voluntad omnipotente, sucede justamente lo inverso: la idea de esta voluntad se
hace más intuitiva al quedar referida a ella la necesidad propia del deber, porque esta
necesidad no es sólo objeto de un pensamiento abstracto, sino algo vivido en una
experiencia concreta.
Así, pues, frente a la tesis kantiana expresamente mantenida en los citados textos de la
Metafísica de las costumbres y del Opus postumum, la afirmación y argumentación que
aquí se han hecho del carácter divino de los mandatos morales quedan exactamente
perfiladas con las tres notas que siguen: 1ª, la conexión de los mandatos morales con la
Persona Absoluta se nos hace presente, de una manera esencial, sólo en la reflexión
discursiva sobre la experiencia del deber, no en esta misma experiencia, ni como algo
verdaderamente indispensable, o conveniente al menos, para su valor intuitivo; 2ª, el
fundamento de la necesidad de vincular a Dios los mandatos morales no es pura y
simplemente subjetivo, sino, por el contrario, enteramente objetivo, es decir, por
completo ajeno al especial modo de ser de nuestro logos y a las condiciones que ese
modo de ser exige para la vivacidad y lucidez de nuestra actividad intelectiva; 3ª, la
atribución de un carácter divino a los mandatos morales no está hecha de una manera
simplemente simbólica o metafórica, sino al contrario, en un sentido propio o riguroso, de
tal suerte que no se trata de que los mandatos morales hayan de «ser pensados»
solamente «como si fueran» unos mandatos divinos, sino de que «realmente son
divinos» y de que así, por tanto, se les ha de pensar (no de inmediato, sino en virtud de
la reflexión que nos conduce a su último fundamento).
Ahora bien, la afirmación del carácter propiamente divino de los mandatos morales
corre el riesgo de ser interpretada de un modo voluntarista, y la superación de este
peligro puede hacer, a su vez, que caigamos en otro: el de pensar a Dios como un ser
sometido a la bondad moral. Mas la interpretación voluntarista y el valor absoluto de la
bondad son radicalmente inconciliables. Por consiguiente, es menester rechazar la
interpretación voluntarista, pero de tal suerte, sin embargo, que también quede excluido
el pensamiento de una bondad moral a la que el propio Dios hubiera de subordinarse.
En la interpretación voluntarista del carácter divino de los mandatos morales hay una
cierta «parte de verdad»: la absoluta imposibilidad de que la bondad moral domine a
Dios, que es la Persona Absoluta, el dueño incondicionado de todo lo que no es Él. Pero,
por otra parte, es también cierto que la bondad moral carecería de valor absoluto si
efectivamente dependiese, en sus concretas determinaciones, del libre querer de Dios,
292
vale decir, si lo moralmente bueno lo fuese sólo porque Dios lo manda, en vez de que
Dios lo mande por ser moralmente bueno. En suma: la afirmación del carácter
propiamente divino de los mandatos morales ha de ir unida al reconocimiento del valor
absoluto de lo moralmente bueno en cuanto tal, y, a su vez, este reconocimiento ha de
enlazarse con el de la absoluta imposibilidad del sometimiento de Dios a algún ser o a
algún bien. ¿Cómo dar cumplimiento a esta doble exigencia? ¿No se impone en la
primera algo así como una especie de divinización de la bondad moral, a costa,
lógicamente, del valor absoluto de Dios mismo? Y ya con esta última pregunta
estaríamos atendiendo a una objeción verdaderamente insuperable si hubiésemos de
admitir que la bondad moral no puede ser una forma de participación en la bondad
divina. Pero es el caso que la participación en la bondad divina es no sólo posible, sino
esencialmente necesaria, para la bondad moral. Véamoslo.
La bondad moral es solamente una bondad limitada, no es la bondad sin más. Por
tanto, en este sentido no es la bondad absoluta. ¿Cómo tiene, a pesar de ello, un valor
absoluto y en qué sentido se califica de absoluto ese valor? Evidentemente, el valor
propio de una bondad limitada no puede calificarse de absoluto en el mismo sentido en el
que es necesario atribuir un valor absoluto a la bondad moral. Ello no obstante, el valor
de la bondad moral, aun siendo ésta una bondad limitada, es el propio de un fin en sí —a
diferencia del correspondiente al medio en tanto que medio— y en ello estriba el sentido
en el que este valor es un valor absoluto. Se trata, por consiguiente, de un valor que hace
que la bondad a la cual pertenece, sin ser la cabal bondad, esté constituida, sin embargo,
como una cierta participación en ella, pues la bondad irrestricta es también,
indudablemente, un fin en sí, mas no de una manera limitada, no sólo en un cierto
aspecto. Y que la bondad moral no puede no consistir en una cierta participación en la
bondad irrestricta es cosa que se desprende de la necesidad de que aquello que sólo en
un cierto aspecto puede calificarse de absoluto sea algo que únicamente participa en lo
que es absoluto sin ninguna limitación. Y así la bondad moral es un reflejo, una imagen,
de la bondad absoluta en el más pleno sentido, que es la bondad de Dios.
Es, pues, la bondad moral lo realmente subordinado, y Dios lo subordinante. Mas lo
que así queda demostrado no es la libertad de la manera en que Dios quiere la bondad
moral, sino que, tanto si es libre como si es necesaria, la volición divina de la bondad
moral no puede hacer que ésta sea lo subordinante y Dios lo subordinado. Por lo demás,
aunque es verdad que no cabe que Dios no quiera la bondad moral, la necesidad así
expresada es, sin embargo, radicalmente hipotética: presupone el amor de Dios al ser
humano, y este amor no es necesario, sino libre (por ser Dios el único ser del que sin
hipótesis alguna es verdad que no puede no ser querido por Dios).
De este modo nos encontramos con que, en resolución, los mandatos morales son
exigencias del libre amor de Dios al ser humano. Libremente, Dios quiere al hombre, mas
por el hecho mismo de quererlo no puede por menos de querer para él la perfección que
en tanto que hombre le conviene. Así, pues, Dios requiere efectivamente al ser humano
porque realmente le quiere, y los mandatos morales son todos ellos manifestaciones de
ese exigente amor. (Un amor desprovisto de exigencias, sólo «complaciente» y
293
«permisivo», no es —no puede ser— el amor de quien de veras quiere la perfección del
amado que depende de él).
§ 3. AUTONOMÍA Y HETERONOMÍA
294
otra no está en Kant nada clara, pues unas veces habla de ellas como si en verdad fuesen
idénticas y otras veces, en cambio, las presenta como distintas. Este asunto es desde
luego incidental para la cuestión que ahora nos ocupa, pero más tarde hemos de volver
sobre él).
Las afirmaciones kantianas en las cuales se confirma expresamente la atribución de la
autonomía moral al ser humano son abundantes, pero aquí nos vamos a concentrar en
dos, bien significativas, ambas pertenecientes a la misma obra. En primer lugar: «(…) el
principio de toda voluntad humana como voluntad universalmente legisladora
mediante todas las máximas suyas, si fuese un principio correcto, sería suficientemente
apropiado para el imperativo categórico, por cuanto a causa, precisamente, de la idea de
la legislación universal, no está basado en ningún interés, y así puede ser, entre todos los
imperativos posibles, el único incondicionado; o mejor aún, invirtiendo la frase: si hay
un imperativo categórico (es decir, una ley para toda voluntad de un ser racional),
entonces ese imperativo únicamente puede mandar el hacerlo todo a partir de la máxima
de su voluntad como una voluntad de tal índole que, en cuanto universalmente
legisladora, puede tenerse a sí misma por objeto; pues sólo en ese caso puede ser
incondicionado el principio práctico y el imperativo al que obedece, porque no tiene
ningún interés por fundamento»[330].
Y en segundo lugar: «(…) aunque bajo el concepto del deber pensamos una cierta
sumisión a la ley, nos representamos, sin embargo, por medio de él, al mismo tiempo una
cierta sublimidad y dignidad en la persona que cumple todos sus deberes. Pues aunque
ciertamente no hay ninguna sublimidad en ella por estar sometida a la ley moral, hay, sin
embargo, una sublimidad en esa persona por cuanto es, a la vez, legisladora y sólo por
eso está subordinada. (…) En cuanto actuase únicamente bajo la condición de una
posible legislación universal mediante máximas, nuestra voluntad es algo idealmente
posible, constituyendo el auténtico objeto del respeto, y la dignidad de la humanidad no
estriba en otra cosa que en este poder universalmente legislativo, si bien con la condición
de estar a la vez sometido a esa misma legislación»[331].
Comprobamos así, de indiscutible manera, tanto la atribución kantiana de la autonomía
moral al hombre, cuanto que esta atribución le es hecha por Kant al hombre en virtud de
la capacidad que éste posee de ser legislador universal. A la afirmación de la capacidad de
legislador universal le añade Kant la afirmación de un requisito que determina y limita a
esta capacidad, a saber, el sometimiento del hombre a esa misma legislación que él
mismo pone. Mas este sometimiento no impide la autonomía, porque no es la sumisión a
leyes que le vienen de fuera, sino a las que él mismo se da. Pero, a su vez, la autonomía
en cuestión es cosa enteramente diferente de una capacidad de dictar leyes arbitrarias o
caprichosas, porque consiste, de una manera esencial, en un poder universalmente
legislativo, es decir, en un poder de dictar leyes que no están inspiradas por intereses o
apetencias particulares, las cuales no podrían dejar de restringir su valor objetivo. Por
tanto, debe hacérsele a Kant la elemental justicia de reconocer que su concepto de la
autonomía moral del ser humano se encuentra exactamente en las antípodas de todo
relativismo ético, tanto del individualista como del que, por hablar con Husserl, habría de
295
calificarse de relativismo específico, siendo la especie correspondiente, claro está, la
humana.
Las leyes universales que, según Kant, tiene el hombre tanto el poder de dictarlas
como la necesidad moral de someterse a ellas, son, en una palabra, leyes puramente
racionales, leyes que ningún ser racional puede, en tanto que racional, considerar
inválidas. La universalidad de estas leyes se identifica, en suma, con su racionalidad en el
sentido correspondiente a una razón no condicionada por limitaciones procedentes de la
índole peculiar del sujeto que la posee. Universalidad, validez absoluta y racionalidad
pura son en la legislación moral una y la misma cosa, según Kant interpreta las exigencias
propias de la moralidad.
El último nexo de la moralidad con la racionalidad en cuanto tal, no en cuanto humana,
ha sido señalada por Kant en muy reiteradas ocasiones, unas veces directamente y otras
de una manera indirecta. Baste aquí recordar la prohibición que Kant hace de todo
intento de derivar el imperativo categórico, basándolo en la especial condición de la
naturaleza humana. De ello hemos hablado en el § 2 del Capítulo IV, donde se consignó
un largo texto de Kant que no vamos ahora a repetir. Consideremos únicamente esta
afirmación: «El deber (…) ha de ser una incondicionada necesidad práctica de la acción;
por tanto, ha de valer para todos los seres racionales (los únicos a los que un imperativo
puede alcanzar), y solamente por ello ha de ser también una ley para todas las
voluntades humanas». Es decir: lo que vale como una ley para todas las voluntades
humanas no se deriva de la índole humana de estas voluntades, puesto que también ha
de valer para todo ser racional. De donde resulta que el deber —o equivalentemente la
legislación que lo prescribe— se basa en lo que es común a todos los seres racionales: la
razón en cuanto razón, con independencia de las determinaciones que le afecten en cada
uno de los seres que la poseen. Mas entonces se ha de pensar que lo que impone las
exigencias del deber, lo que nos las dicta, no lo somos nosotros mismos, los hombres, ni
tampoco la razón humana en cuanto humana, sino sólo en cuanto razón, pues
únicamente así pueden tener las exigencias del deber un valor objetivo auténticamente
absoluto.
Así, pues, el origen último de las leyes morales es la razón en su más absoluto ser, la
Razón absoluta. Kant no lo dice, pero ello es cosa que lógicamente se desprende de lo
afirmado por él y sin lo cual queda ambigua y confusa su teoría de la moralidad, en
cuanto atañe a la autonomía de la razón. Muy gráficamente ha sabido expresarlo J. de
Finance cuando observa: «(…) No sin alguna ambigüedad se pone en la fuente de la
moral a la razón. ¿De qué razón se trata? Ciertamente, no de la razón individual, de la
razón de Pedro, de Pablo o de Juan en tanto que razón de Pedro, de Pablo o de Juan.
Pero tampoco se trata de la razón humana en cuanto humana; es eso lo que Kant ha
visto bien al separar de la antropología a la moral (…) Hay un valor que en cierto modo
vale en sí antes de valer para mí o incluso para el hombre en general. Porque antes y por
encima de mi razón hay la Razón»[332].
No es que nuestra razón no nos pueda dictar leyes morales (esencialmente válidas, por
su absoluta racionalidad, para todo ser limitado provisto de razón), sino que el poder de
296
dictárnoslas no lo tiene nuestra razón (que es algo esencialmente limitado) nada más que
porque ella misma participa en la Razón pura y absoluta, es decir, únicamente en virtud
de que es reflejo o imagen de una Razón totalmente incondicionada y en la cual tiene su
origen la de todo ser racional constitutivamente limitado. Dicho de otra manera: la
legislación universal, en la que se expresa el deber, no puede tener un origen en la razón
humana si la razón humana no tiene, a su vez, su origen en la razón divina, de la cual es
un eco o semejanza.
Una vislumbre de este íntimo enlace de la razón humana con la de Dios se da en el
Kant que atribuye una metafórica procedencia divina a los mandatos morales. En esa
vislumbre consiste precisamente la «diferencia de matiz», que no debe pasar inadvertida,
entre lo que acerca del origen de los mandatos morales dice Kant, por un lado, en la
Fundamentación de la metafísica de las costumbres y, por otro lado, en la Metafísica de
las costumbres y en el Opus postumum. También en la primera de estas obras se había
referido Kant a Dios, aludiéndolo en el concepto del «jefe del reino de los fines», al cual
compete, en oposición a los simples miembros de ese reino, el no estar sometido —por
ser esencialmente buena su voluntad— a la específica constricción del deber. Pero es
igualmente cierto que en esa obra no se refiere Kant a Dios como el origen, ni siquiera en
sentido metafórico, de los mandatos morales.
¿Por qué piensa Kant que la representación de los mandatos morales como mandatos
divinos es solamente una necesidad subjetiva de la razón humana? La única explicación
que esta manera de pensar puede tener es la creencia en que una teonomía de la moral
habría de resultar incompatible con la autonomía moral del ser humano. Ahora bien,
innegablemente esa creencia estaría, sin duda, fundada si la autonomía moral del ser
humano hubiese de consistir no solamente en que nuestra razón tenga el poder de
dictarnos las leyes propias de la moralidad, sino también en que posea ese poder sin que
ningún otro ser se lo haya dado. Mas no se ve el porqué de lo segundo. Más aún: si ello
fuese efectivamente indispensable, la autonomía moral del ser humano sería imposible
sin una absoluta independencia ontológica del hombre. Pues no cabe que éste, si no se
debe a sí mismo su propio ser, se deba a sí mismo, en cambio, la razón que en su propio
ser de hombre va incluida.
Un origen radicalmente divino de los mandatos morales que nuestra razón nos dicta es
cosa tan compatible con la autonomía moral propia del hombre como lo es con los actos
libremente elegidos por nosotros un origen divino de nuestra propia libertad de opción.
Yo no soy libre por haber decidido libremente serlo. Para poder tomar tal decisión tendría
yo que haber sido libre con libertad de elegir. Pero una vez que tengo —valga esta
manera de decirlo— esa libertad que se me ha dado, soy auténtico dueño de ciertos actos
míos, precisamente de los que me son más propios. Si la libertad que se me ha dado es
una verdadera libertad —y en la experiencia moral tengo la certidumbre de que realmente
lo es—, los actos que de ella surgen no pueden no serme propios en el más cabal de los
sentidos. Análogamente, yo no me he dado a mí mismo mi autonomía moral, el poder
que mi razón tiene para dictarme los mandatos morales, dado que este poder pertenece a
una razón que va incluida en la estructura radical de mi ser, del cual yo no soy autor.
297
Pero una vez que tengo esa autonomía moral que con mi razón y en mi ser se me ha
dado, soy autor efectivo de ciertos mandatos prácticos de mi razón, los de carácter
moral, los que más me comprometen como hombre. Si la autonomía moral que se me ha
dado es una verdadera autonomía moral —y así se me hace presente en la espontaneidad
de mi conciencia cuando no está perturbada por algunos prejuicios filosóficos—, los
mandatos morales que nacen en mi razón no pueden no serme propios en la acepción
más cabal.
En la experiencia moral no hay nada que inmediatamente justifique la teonomía
metafórica, atribuida por Kant a los mandatos morales, ni la teonomía sensu proprio que
para estos mandatos venimos aquí manteniendo. Pero al lado de esta coincidencia
negativa que entre sí mantienen ambas tesis en su manera de relacionarse con la
experiencia moral, hay una discrepancia que tambiém tiene que ver con lo que en esta
experiencia se nos hace patente. Porque mientras la teonomía metafórica no solamente
no se justifica de una manera inmediata con lo dado en esa experiencia, sino que también
se opone a lo así dado, ocurre, en cambio, que la teonomía propiamente dicha no es
incompatible con lo dado de esa manera. Ya arriba hemos hecho ver (en el § 2 del
presente capítulo), al hacer la crítica del fundamento meramente subjetivo atribuido por
Kant a la necesidad de que la razón humana se represente todos nuestros deberes según
el modo de unas exigencias que hace Dios), cómo es incompatible con los datos de la
experiencia moral la representación de nuestros deberes a la manera de unos mandatos
divinos. Si la necesidad en cuestión fuese realmente una necesidad subjetiva de la razón
humana, el análisis descriptivo de la experiencia moral no podría dejar de incluir entre sus
datos, y como algo imprescindible para esta misma experiencia, la idea de Dios en tanto
que origen de todos nuestros deberes. Tal era, dicha en resumen, la objeción que se hizo
a la forma kantiana de explicar la representación de los mandatos morales como
imperativos divinos. En cambio, la necesidad de la concepción teonómica propiamente
dicha no es de carácter subjetivo: en modo alguno ha sido aquí afirmada en calidad de
algo resultante del propio ser de la razón humana en cuanto humana; y, en consecuencia,
no tiene por qué ser algo que acompañe al conocimiento experiencial de los mandatos
morales, como si éstos no pudieran realmente ser vividos sin que los entendiésemos
como mandatos de Dios.
Con el pensamiento de una teonomía moral no metafórica, sino propiamente dicha, y
no arraigada en una necesidad de carácter objetivo, en el curso de un examen filosófico
de las implicaciones de la experiencia moral, se deja sentada una tesis que ni puede ser
rebatida alegando algún dato de esta experiencia, ni de ningún modo se opone a la licitud
de la afirmación según la cual —y dicho en la terminología del Opus postumum kantiano
— el imperativo categórico es un mandato, o una prohibición, de la propia razón
humana. Sin oponerse a la licitud de esa afirmación, la limita y pone en el nivel que
efectivamente le corresponde, el cual no es ni el del análisis meramente descriptivo de
nuestra experiencia moral, ni el análisis filosófico de las implicaciones de esta experiencia,
sino un nivel, digámoslo así, intermedio: el del espontáneo análisis discursivo de nuestra
experiencia del deber.
298
La reflexión sobre la experiencia moral puede ser discursiva sin estar movida por la
intención de descubrir las implicaciones últimas o más radicales de esta misma
experiencia. Ya en el § 1 del Capítulo III hubimos de tomar nota del hecho de que la
reflexión sobre las vivencias espontáneas de la moralidad no es un monopolio del
filósofo, y al reconocer este hecho no se daba a esa reflexión un valor meramente
descriptivo. Cabe una reflexión pre-filosófica y, a la vez, discursiva, muy próxima a la
moralidad in actu exercito, aunque ya la está objetivando. Por cuanto en ella queda
objetivado el ejercicio de la conciencia espontánea del deber, esa reflexión coincide con la
simplemente descriptiva de ese mismo ejercicio; pero, a diferencia de esta reflexión, ya
es discursiva a su modo y manera.
Ciertos giros lingüísticos acreditan bien claramente la existencia de esa reflexión
prefilosófica, pero ya discursiva, sobre el ejercicio espontáneo de nuestra conciencia del
deber. Por ejemplo, cuando afirmamos que la pasión nos inclina fuertemente a hacer x,
pero la razón nos dice que el hacer x es malo y que, por tanto, lo debemos evitar,
estamos atribuyendo a nuestra propia razón un cometido que no se nos manifiesta, como
tampoco ella misma (explícitamente al menos) en la conciencia espontánea del deber,
sino que sólo llega a hacérsenos presente por virtud de algún razonamiento muy sencillo
o elemental, pero imprescindible para poder adquirir un cierto conocimiento de algo que
de inmediato no nos es evidente. Sea cualquiera la forma en que cada uno de nosotros
haga efectivamente ese razonamiento, siempre se tratará de una inferencia cuyo punto de
partida está en el hecho, reflexivamente aprehendido, de que estamos en posesión de una
cierta conciencia del deber, la cual no tiene el carácter de un conocimiento sensorial. No
es el deber una cosa que nos entre por los sentidos. Sólo cabe, por tanto, que lo
captemos haciendo uso de una facultad cognoscitiva de carácter suprasensible.
Ciertamente, no es necesario que los términos empleados para expresar esa
argumentación sean justamente los mismos que acabamos de usar; pero la idea ha de ser
esencialmente la misma.
Un razonamiento de ese estilo es también el que hace posible afirmaciones tales como
que la razón nos manda, o nos prohíbe, que hagamos esto o aquello, independientemente
de nuestros deseos y nuestros gustos. Aunque en el fondo lo que así afirmamos es
objetivamente equivalente a lo expresado en el giro lingüístico donde la pasión y la razón
aparecían contrapuestas, el uso de las expresiones «manda» y «prohíbe» deja ver
todavía más claramente la función prescriptiva, imperativa, de nuestra propia razón en
los mandatos morales. El mandar, como el prohibir, son desde luego un decir, mas no son
un decir en la modalidad indicativa, sino en la flexión imperativa. Lo que así habla en mí
mismo es mi propia razón, la cual es, por tanto, razón práctica en la esfera de la
moralidad (o, dicho al modo kantiano, moralmente práctica, no sólo técnicamente
práctica).
Nada de ello se opone a que sea la bondad moral el inmediato fundamento ontológico
de los mandatos morales, ni a que el último fundamento de todo imperativo moral esté en
la Persona Absoluta, con la cual es idéntica la Absoluta Razón. Por lo que se refiere a lo
primero, ha de tenerse en cuenta que la razón humana no funciona auténticamente como
299
verdadera razón cuando no se apoya en un fundamento objetivo. Los imperativos de
nuestra razón no serían razonables, sino caprichosos o tiránicos, si no tuviesen en la
bondad moral de lo mandado su inmediata «razón de ser», su fundamento ontológico
más próximo. Tan es así, que en el análisis fenomenológico, pura y simplemente
descriptivo, de nuestra experiencia del deber es la bondad moral lo que aparece como el
imperante de los mandatos morales, según se ha hecho constar en todas las ocasiones en
que aquí hemos hablado de ella y de la relación que con ella mantienen los deberes y,
consiguientemente, los respectivos mandatos.
Y por lo que atañe a la compatibilidad de la tesis del carácter moralmente imperativo
de nuestra razón con la tesis de la teonomía radicalmente originaria de los mandatos
morales, a lo ya dicho arriba puede añadirse ahora que no se trata de que Dios, haciendo
que el hombre sea, haya hecho ser en el hombre una especial razón, a la que ha asignado
la tarea de establecer unas leyes, precisamente las leyes morales, no determinadas por la
propia razón divina. «(…) el “espacio” en el cual la razón humana actúa legislativamente
—aclara M. Rhonheimer— no ha de ser pensado como un espacio libre dentro del cual,
en cierto modo, todavía nada estuviera “previsto” u ordenado y que, por tanto, tampoco
estuviese aún sometido a ley alguna. Este sofisma —que en definitiva equivale a un error
acerca de la naturaleza de la Providencia divina— está en la base del concepto de
“autonomía teonómica”. Por el contrario, esa ley ya existe para el obrar humano, pero —
y en ello se ha de insistir frente a una tergiversación naturalística— sólo en el espíritu
divino y no en la naturaleza creada. El orden establecido por la “lex aeterna”, y
constituido en el ámbito del obrar humano por la ley natural, no es una “ordenación
natural” simplemente, sino un “ordo rationis” eternamente existente en Dios y que
después, deparado por la razón humana, queda constituido en los actos de la voluntad y
en las acciones concretas»[333].
La «autonomía teonómica», a la que estas observaciones se refieren, es la posición de
A. Auer, F. Böckle y K.-W. Merks[334] y resulta enteramente incompatible con la tesis
de la participación de la razón humana en la divina, tal como esta tesis ha sido aquí
mantenida en su contraste con la idea kantiana de la autonomía moral de la razón
práctica del hombre. Este contraste hace más claramente perceptible el sentido de la
participación de la ley (moral) natural en la ley eterna, señalado por santo Tomás[335] y
que ciertamente no puede ser traducido al lenguaje de la autonomía moral kantiana ni al
de la «autonomía teonómica» de los autores mencionados, por cuanto éstos sustraen a la
razón de Dios el espacio que otorgan a la capacidad legislativa de la razón humana (como
si las dos razones estuviesen en un mismo plano y nivel).
[313] «Quia intellectus vel ratio non solum concipit in seipso veritatem rei tantum, sed etiam ad eius officium
pertinet secundum suum conceptum alia dirigere et ordinare, ideo necesse fuit quod, sicut per enuntiativam
orationem significatur ipse mentis conceptus, ita etiam essent aliquae aliae orationes significantes ordinem
rationis, secundum quam alia diriguntur. Dirigitur autem ex ratione unius hominis alius homo ad tria: primo
quidem ad attendendum mente, et ad hoc pertinet vocativa oratio; secundo ad respondendum voce, et ad hoc
pertinet oratio interrogativa; tertio ad exsequendum in opere, et ad hoc pertinet, quantum ad inferiores, oratio
300
imperativa, quantum autem ad superiores, oratio deprecativa, ad quam reducitur oratio optativa: quia respectu
superioris homo non habet vim motivam nisi per expressionem sui desiderii», In Perih., I, lect. 7, n. 5.
[314] «Scheler hält es für widersinnig, eine einzige konkrete Welt als wircklich zu setzen, ohne die Idee eines
konkreten Geistes mitzusetzen; man könne jene nicht meinen, ohne Gott mitzumeinen», Ethik, ed. cit., p. 240,
líneas 11-13.
[315] «Aber eben diese Voraussetzung hat sich als irrig erwiesen. Eine solche Wesensgesetzlichkeit besteht nicht.
Sie widerspricht vielmehr dem schlichten, einsichtigen Sinn aller Gegenständlichkeit, sowohl der theoretischen
wie der prakttischen. Ebensowenig hängt die “Konkretheit” der Welt an der Konkretheit eines personalen
Gegengliedes. Umgekehrt, ein personales Wesen, das nicht Glied einer konkreten, realen Welt wäre, würde selbst
Abstraktion sein. Denn im Vollzug seiner —durchweg transzendenten, auf ansichseiende Gegenstände gerichtete
— Akte ist es notwendig als realer Teil dem realen Weltzusammenhang eingefügt, niemals aber ihm als ganzen
“gegenüber”», Op. cit., p. 240, líneas 24-34.
[316] «(…) die Welt ist Welt sowohl der Personen als Sachen. (…). Und ob es auch eine ausseweltliche Person
gibt, deren Sachkorrelat “die Welt” als ein Ganzes sein könnte, ist jedem menschlichen Ermessen entzogen. Wir
kennen nur den Phänomen der in der Welt drinstehenden Person, des in ihr lebenden, wollenden und handelnden
Wesens», Op. cit., p. 238.
[317] «Was Mensch und Mensch verbindet (…) ist nicht ein sekundäres Bezogensein aufeinander von
ursprünglich selbständigen Einzelpersonen, sondern die Verwurzelung in einer personalen Einheit höherer
Ordnung, Nimmt man ferner hinzu, dass sich solche Ordnungen immer wieder hinauf potenziert annehmen lassen
—bis zu einer absoluten und allumfassenden Gesamtperson—, so schliesst auch in dieser Betrachtung das
personalistische Weltbild mit der Gottesidee ab», Op. cit., p. 242.
[318] «Person kann nur ein Subjekt sein, ein “Ich”, ein Bewusstsein, ein Wesen, das seine Innenwelt im
Gegensatz zur Aussenwelt hat und dem diese Innenwelt in einen Innenaspekt gegeben ist, —ein Wesen, das
erkennen, fühlen, lieben, hassen, tendieren, wollen und handeln kann. In der Sprache Leibnizens könnte man
sagen: Bedingung der Personalität ist die Apperzeption», Op. cit., p. 244.
[319] «Es gibt freilich geistige Gesamtgebilde, “objetiven Geist” —wenn auch nicht im Hegelschen Sinne—, der
niemals in individuellen Bewusstsein aufgeht, an dem aber alle Teil haben. Die Kunst, Wissenschaft, Moralität
einer Zeit, das nationale, politische, oder religiöse Leben ist Gesamtgeist in diesem Sinne. (…) Aber die realen
Gebilde des Gesamtgeistes haben weder Subjekts -noch Personalcharakter. (…) Ein Bewusstsein von ihnen hat
vielmehr nur der Einzelne», Op. cit., p. 245.
[320] «Es gibt ferner oberhalb der individuellen Person Gesamtheiten, die tatsächlich eine gewisse Analogie zur
eigentlichen Personalität zeigen: Familie, Stamm, Volk, Staat. Solche Körperschaften können kollektiv Überzengen
hegen, streben, handeln, gesinnt sein, änlich wie Personen. (…) Die Individuen in ihnen sind solidarisch
verbunden, tragen gemeinsam die Verantwortung des Gesamtverhaltens. Aber zur eigentlichen Personalität fehlt
diesen Gesamtgebilden dennoch ein Grundwesensmoment. (…) Es fehlt das bindende Gesamtbewusstsein, das
Subjekt höherer Ordnung. Die wirklichen Träger der gemeinsamen Verantwortung sind eben doch letzten Endes
die Einzelpersonen, wie sehr die ganze Last der Veranwortung sich auch auf sie verteilen mag», Op. cit., p. 246.
[321] «(…) die höhere Ordnungen der Gesamtheit sind nicht höhere sondern vielmehr niedere Ordnungen der
Personalität», Op. cit., p. 241.
[322] «Person im vollen, primären Sinne des Wortes ist und bleibt nur das untere Extrem, das individuelle
Subjekt, der Mensch. Das entgegengesetzte Extrem, das universale, absolut allumfassende Wesen —wenn es ein
solches gibt— ist so weit entfernt höchste Ordnung der Person zu sein, dass es vielmehr niederste Ordnung der
Person sein müsste, ein absolutes Minimum an Personalität, gleichsam der status evanescens (= 0) der
Personalität überhaupt. (…) Gott (…) ist nicht höchste und absolute Person, sondern gerade das absolut
impersonale Wesen. Sein Begriff wäre, von hier aus gesehen, der negative Grenzbegriff der Personalität
überhaupt», Op. cit., p. 248, líneas 18-25.
[323] «Man hat ja auch gar keinen Grund, von den ethischen Problemen zu erwarten, dass sie irgendwelche
theologischen Nebenresultate ergeben», Op. cit., p. 248, líneas 34 y 35.
[324] «Autonomie des Willens ist die Beschaffenheit des Willens, wodurch derselbe ihm selbst (unabhängig von
aller Beschaffenheit der Gegenstände des Wollens) ein Gesetz ist», Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Ak
IV, p. 440.
[325] «Die Naturnotwendigkeit war eine Heteronomie der wirkenden Ursachen; denn jede Wirkung war nur nach
dem Gesetze möglich, dass etwas anderes die wirkende Ursache zur Kausalität bestimmte; was kann denn wohl
die Freiheit des Willens sonst sein als Autonomie, d. i. die Eigenschaft des Willens, sich selbst ein Gesetz zu
301
sein?», Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Ak IV, pp. 446-447.
[326] «Man sah den Menschen durch seine Pflicht an Gesetze gebunden, man liess es sich aber nicht einfallen,
das er nur seiner eigenen und denmoch allgemeiner Gesetzgebung unterworfen sei, und dass er nur verbunden
sei, seinem eigenen, dem Natur nach aber allgemein gesetgebende Willen gemäss zu handeln», Grundlegung zur
Metaphysik der Sitten, Ak IV, p. 432.
[327] «Moral also führt unumgänglich zur Religion, wodurch sie sich zur Idee eines machthabenden moralischen
Gesetzgebers ausser dem Menschen erweitert, in dessen Willen dasjenige Endzweck (der Weltschöpfung) ist,
was zugleich der Endzweck des Menschen sein kann und soll», Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen
Vernunft, Ak VI, p. 13.
[328] «Das Formale aller Religion, wenn man sie so erklärt: sie ist “der Inbegriff aller Pflichten als (instar)
göttlicher Gebote”, gehört zur philosophischen Moral, indem dadurch nur die Beziehung der Vernunft auf die Idee
von Gott, welche sie sich selber macht, aurgedrückt wird, und eine Religionspflicht wird alsdann nicht zur Pflicht
gegen (erga) Gott als ein ausser unserer Idee existierendes Wesen gemacht, indem wir hierbei von der Existenz
desselben noch abstrahieren. Dass alle Menschenpflichten diesem Formalen (der Beziehung derselben auf einen
göttlichen, a priori gegebenen Willen) gemäs gedacht werden sollen, davon ist der Grund nur subjektiv-logisch.
Wir können uns nämlich Verpflichtung (moralische Nöthigung) nicht wohl anschaulich machen, ohne einen
Anderen und dessen Willen (von denen die allgemein gesetzgebende Vernunft nur der Sprecher ist), nämlich Gott,
dabei zu denken», Die Metaphysik der Sitten, Ak VI, p. 487.
[329] «Der categorische Imperativ setzt nicht eine zu oberst gebietende Substanz voraus, die ausser mir wäre,
sondern ist ein Gebot oder Verbot meiner eigenen Vernunft.- Dem ungeachtet ist er doch als von einen Wesen
ausgehend, was über alle unwiderstehliche Gewalt hat anzusehen», Opus postumum, en Kants handschriftlicher
Nachlass (Walter de Gruyter and Co., Berlin und Leipzig, 1988), Band IX, Zweite Hälfte, p. 51.
[330] «(…) das Prinzip eines jedes menschlichen Willens, als eines durch alle seine Maximen allgemein
gesetzgebenden Willens, wenn es sonst mit ihm nur seine Richtigkeit hätte, sich zum kategorischen Imperativ
darin gar wohl schicken, dass es, eben um der Idee der allgemeinen Gesetzgebung willen, sich auf kein Interesse
gründet und also unter allen möglichen Imperativen allein unbedingt sein kann; oder noch besser, indem wir den
Satz umkehren: wenn es einen kategorischen Imperativ gibt (d. i. ein Gesetz für jeden Willen eines vernünftigen
Wesen), so kann er nur gebieten, alles aus der Maxime seines Willens als eines solches zu tun, der zugleich sich
selbst als allgemein gesetzgebend zum Gegenstand haben könnte; denn alsdann ist das praktische Prinzip und der
Imperativ, dem er gehorcht, umbedingt, weil es gar kein Interesse zum Grunde haben kann», Grundlegung zur
Metaphysik der Sitten, Ak IV, p. 432.
[331] «(…) ob wir gleich unter dem Begriffe von Pflicht, uns eine Unterwürfigkeit unter dem Gesetz denken,
wir uns dadurch doch zugleich eine gewisse Erhabenheit und Würde an derjenigen Person vorstellen, die alle ihre
Pflichten erfüllt. Denn sofern ist zwar keine Erhabenheit an ihr, als sie dem moralischen Gesetze unterworfen ist,
wohl aber, sofern sie in Ansehung ebendesselben zugleich gesetzgebend und nur darum ihm untergeordnet ist.
(…) Unser eigener Wille, sofern er nur unter der Bedingung einer durch seine Maximen möglichen allgemeiner
Gesetzgebung handeln würde, dieser uns mögliche Wille in der Idee ist der eigentliche Gegenstand der Achtung,
und die Würde der Menschheit besteht eben in dieser Fähigkeit, allgemein gesetzgebend, obgleich mit dem
Beding, eben dieser Gesetzgebung zugleich selbst unterworfen zu sein», Grundlegund zur Metaphysik der Sitten,
Ak IV, pp. 439-440.
[332] «Ce n'est pas (…) sans quelque ambiguité que l'on met la raison à la source de la loi morale. De quelle
raison s'agit-il? Sûrement pas de la raison individuelle, de la raison de Pierre, de Paul ou de Jean en tant que raison
de Pierre, de Paul ou de Jean. Mais pas davantage de la raison humaine en tant qu'humaine: c'est là ce que Kant a
bien vu quand il a séparé la morale de l'anthropologie (…) Il y a une valeur qui, d'une certaine manière, vaut en
soi avant de valoir pour moi ou même pour l'homme en général. Parce qu'avant et au dessus de ma raison il y a la
Raison», «Autonomie et Theonomie», en Gregorianum, 56/2 (1975), p. 216.
[333] «(…) der “Raum”, in welchem die menschliche Vernunft gesetzgebend wirkt, ist nicht als Freiraum zu
denken, innerhalb dessen gewissermassen noch nichts “vorgesehen” oder geordnet wäre und der damit auch
noch nicht einem Gesetz unterläge. Dieser Fehlschluss —der letzlich einem Irrtum bezüglich der Natur der
göttlichen Vorsehung gleichkommt— liegt dem Begriff “theonome Autonomie” zugrunde. Vielmehr besteht dieses
Gesetz für das menschliche Handeln bereits, aber —das ist gegenüber einer naturalistichen Fehldeutung zu
betonen— nur im göttlichen Geist und nicht in der geschaffenen Natur. Die durch die “lex aeterna” stablierte und
im Bereich des menschlichen Handelns durch das natürliche Gesetz konstituierte Ordnung ist keine
“Naturordnung” schlechthin, sondern ein “ordo rationis”, der von Ewigkeit her in Gott besteht und dann, durch
die menschliche Vernunft vermittelt, in den Akten des Willens und den einzelnen Handlungen konstituiert wird»,
302
Natur als Grundlage der Moral, ed. cit., p. 71.
[334] Una posición de la que M. Rhonheimer se ocupa, examinando sus más básicos supuestos, en la misma
obra ya citada, especialmente en las pp. 178-185.
[335] Vid., sobre todo, Sum. Theol., I-II, q. 91, a. 2.
303
TERCERA PARTE
LA RELATIVIDAD DE LA MATERIA DEL
IMPERATIVO MORAL
304
De una manera puramente aparente, la consideración del fundamento último del
imperativo moral nos ha alejado de la perspectiva en la que el realismo ético interpreta el
valor positivo de la moralidad como una auto-referencia práctica del yo humano según el
modo de la libre afirmación de nuestro ser. Ciertamente, el alejamiento que así parece
haberse producido, y que incluso pudiera ser tomado como un completo abandono de la
perspectiva de la auto-referencia práctica del ser propio del yo del hombre, es cosa que
no concierne a la totalidad de las dimensiones del realismo ético. Es claro que este
realismo se mantiene, precisamente como tal realismo, al poner en la realidad de lo
Absoluto el último fundamento del valor incondicionado del imperativo moral. (Y ello es
claro no sólo porque así no se niega, en modo alguno, que el fundamento inmediato de la
materia del imperativo moral esté en algo también real, aunque distinto del absoluto ser
de Dios, sino asimismo porque la afirmación de Dios como la más radical explicación del
valor incondicionado del imperativo moral es cosa que aquí ha surgido por virtud de un
análisis de la realidad en la que estriba la experiencia humana del deber). Pero es
igualmente claro que al poner en Dios la última clave de la explicación de la forma del
imperativo moral, se mantiene una tesis que, desde el punto de vista de lo explícitamente
formulado en ella, no dice nada sobre la libre afirmación de nuestro ser en la conducta
moralmente recta, ni sobre el nexo entre nuestra propia índole específica y el contenido o
materia del imperativo moral.
Sin embargo, y tal como en tantas ocasiones acontece, lo explícito no decide lo más
esencial de la cuestión. A pesar de las apariencias, el pensamiento que pone en Dios la
última clave de la explicación del valor absoluto del imperativo moral es una tesis
esencialmente referida al ser propio del hombre, y ello no sólo en virtud de que sin hablar
del hombre no es posible ocuparse del imperativo moral, sino en razón de que nuestro
ser queda afirmado, de una manera libre, cuando cumplimos los mandatos morales. Pues
en este cumplimiento el ser humano se afirma a sí mismo libremente en su más alta y
noble posibilidad natural, que es la de su efectiva concordancia con lo que Dios quiere de
él. A la luz de la reflexión sobre el origen del sentido absoluto del imperativo moral, el
obrar humano concordante con la dignidad de la persona humana se nos muestra en su
índole de activa fidelidad a lo Absoluto a través de esa imagen y participación suya que
somos nosotros mismos.
Por consiguiente, al abordar el examen de la relatividad de la materia del imperativo
moral no recobramos una perspectiva abandonada en la reflexión sobre el imperativo
305
moral como exigencia absoluta por su forma. La perspectiva va a seguir siendo la misma:
la del realismo ético esquematizado por la tesis en la que el valor positivo de la moralidad
es interpretado como una libre afirmación de nuestro ser. Y, por supuesto, también va a
tratarse de algo cuya intelección no es necesaria en el efectivo cumplimiento de la
experiencia moral. Para la realización de esta experiencia no solamente no es
imprescindible el saber que la conducta moralmente recta constituye una libre afirmación
de nuestro ser (y, juntamente con ello y por ello mismo, una fidelidad al origen del valor
absoluto de los mandatos morales), sino que tampoco hace ninguna falta el conocimiento
de que la materia del imperativo moral es relativa precisamente al mismo ser que en la
conducta moralmente recta queda afirmado de una manera libre. Todo ello pertenece
exclusivamente al ámbito propio de la reflexión, aunque dentro de él pueda y deba, sin
duda, registrarse la diferencia que estriba en que el nivel correspondiente al
esclarecimiento de la relatividad de la materia del imperativo moral es inferior al nivel
donde este mandato hace patente el fundamento último de la índole absoluta de su forma
como imperativo categórico.
Un cierto «enlace negativo» (si así es lícito hablar) de los dos niveles que acabamos de
distinguir en el ámbito propio de la reflexión sobre la experiencia moral lo constituye la
advertencia, ya consignada en la Segunda Parte (Cap. VII, § 1) del carácter no relativista
(en la acepción del «relativismo metaético», que niega la posibilidad de la verdad ética),
según el cual se ha de entender la afirmación de que la cualidad moral de un acto puede
ser relativa a las circunstancias de éste. La aplicación de esa advertencia a la cuestión de
la relatividad de la materia del imperativo moral se justifica por el hecho de que las
circunstancias representan, como detenidamente hemos de ver en el último capítulo de
este libro, uno de los factores que intervienen en la determinación del imperativo moral
según su materia, sin dejar de tener en cuenta el nexo que, a través de la mediación del
deber, existe entre los mandatos de esta clase y los valores morales.
La necesidad de atender a las circunstancias de nuestro comportamiento para que el
valor moral de éste en cada caso pueda determinarse de una manera cabal no es, en
verdad, un relativismo —incompatible, en cuanto tal, con el sentido absoluto de la forma
propia del deber y, consiguientemente, de todo precepto ético—, sino una evidente
prueba de realismo. Porque no cabe ni siquiera una sola acción (u omisión) libre que
realmente acontezca sin el contexto de unas circunstancias. Mas con ello no queda dicho
que sean las respectivas circunstancias el único factor determinante, en todas las
ocasiones, del valor moral de la conducta y, por tanto, de la materia del imperativo moral
en todos los casos. Por el contrario, la ética de la libre afirmación de nuestro ser no
puede dejar de incluir —justamente en virtud de su «realismo»— la tesis de la
determinación de la materia de los mandatos morales no solamente por las circunstancias
de nuestras libres acciones y omisiones, sino también por lo que ellas son con
independencia de su contexto circunstancial, incluso en los casos en que así tomadas se
comportan como algo neutro desde el punto de vista de la moralidad. O lo que es igual:
no cabe que la materia de un precepto moral se determine de una manera exclusiva por
las circunstancias del comportamiento respectivo, siendo así relativa a ellas solamente.
306
Para que el contexto circunstancial —al menos, uno de sus ingredientes— decida
acerca de si es moralmente buena o mala una conducta, se requiere que la «sustancia»
de ésta (lo que ella es con independencia de ese mismo contexto circunstancial) sea
moralmente neutra, y la neutralidad moral no es una propiedad física, sino algo
perteneciente al genus moris, en el cual entran no sólo lo moralmente bueno y lo
moralmente malo, sino también lo moralmente indiferente. En consecuencia, y dada la
fundamentación de los mandatos morales en la bondad moral de su materia (o,
respectivamente, la fundamentación de las prohibiciones morales en la maldad moral de
su contenido), resulta indispensable que una conducta sea en sí misma —abstractamente
tomada— algo moralmente indiferente, para que el respectivo contexto circunstancial
decida sobre ella en el sentido de hacerla objeto moral de un mandato o, por el contrario,
de una prohibición. Lo cual quiere decir, sin duda alguna, que la materia de los
imperativos morales no es, en ninguna ocasión, exclusivamente relativa al contexto
circunstancial propio del caso.
Así, pues, aunque lo moralmente indiferente no puede constituir la materia completa
de un imperativo moral, es, en cambio, posible que constituya una parte de la materia de
él, i. e., que sea materia parcial de un mandato, o de una prohibición, con significado
ético. Por el contrario, tanto lo moralmente bueno como lo moralmente malo pueden ser
materia completa de un imperativo moral (respectivamente, de un mandato o de una
prohibición), siempre que el correspondiente imperativo se formule en términos
generales, o sea, cuando no se trate de un imperativo propio de la prudencia (en su
sentido aristotélico). Y de esta suerte nos encontramos con que para poder establecer a
qué es relativa la materia del imperativo moral no basta la distinción entre la materia
completa y la incompleta, sino que ante todo es menester distinguir entre los imperativos
universales o abstractos y los singulares o concretos, es decir, entre los pertinentes a la
ley natural y los que formula la prudencia.
De ello resulta la necesidad de establecer dos capítulos al tratar la cuestión
concerniente a la relatividad de la materia del imperativo moral. En el primero de ellos la
cuestión habrá de ser examinada dentro del ámbito propio de la ley natural[336], por
cuanto los preceptos de esta ley son todos ellos universales o abstractos. En cambio, el
otro capítulo examinará la cuestión en el dominio propio de la prudencia, ninguna de
cuyas órdenes es abstracta o universal (ya que, como antes se ha aclarado, la prudencia a
la que aquí nos referimos es la entendida en su significado aristotélico).
Ahora bien, la materia del imperativo moral —y, consiguientemente, la cuestión de la
relatividad atribuible a esta materia— ofrece algunos aspectos y dimensiones comunes a
los preceptos de la ley moral natural y a los propios de la prudencia. Esos aspectos y
dimensiones comunes pueden quedar descritos con independencia de sus distintas
inflexiones en ambos géneros de imperativo moral, y deben ser estudiados previamente a
la discusión de las cuestiones que en cada uno de estos géneros se plantean. Por todo
ello, son tres, en definitiva, los capítulos que ha de abarcar esta Tercera Parte de nuestra
investigación: el dedicado a la «teoría general de la materia del imperativo moral», el que
trate de «la determinación de la materia de la ley natural» y, finalmente, el que se ocupe
307
de «la constitución de la materia de los imperativos prudenciales».
Por lo demás, es oportuno advertir que la distinción entre los imperativos de la ley
moral natural y los de la prudencia, aunque sólo es objeto de un riguroso esclarecimiento
analítico en la consideración filosófica de la experiencia moral, no deja de percibirse en la
reflexión pre-filosófica sobre esta misma experiencia. De un modo asistemático,
espontáneo, pero suficientemente intelectivo, cualquier hombre sabe distinguir los
preceptos morales generales y los estrictamente referidos, de una manera inmediata, a los
casos concretos en su irreductible singularidad. (Naturalmente, ese «saber distinguir» no
consiste, de un modo necesario, en la capacidad de establecer las definiciones
respectivas).
[336] Con el nombre de «ley natural» designo aquí exclusivamente la que lo es de la moralidad de la conducta
humana.
308
IX. Teoría general de la materia del imperativo moral
309
exclusivo— factor de las diferencias que entre ellos se dan. Pero la objeción no ha sido
inútil; antes por el contrario, da ocasión a un enriquecimiento de la fórmula descriptiva de
la materia del imperativo moral. Pues de esta materia debe, en efecto, decirse —habida
cuenta de la distinción, ciertamente formal, entre los mandatos y las prohibiciones— que
si bien no es lo único que distingue entre sí a los imperativos de la moralidad, es, sin
embargo, lo que en definitiva los hace diferir unos de otros. Que ello es así lo prueba
indudablemente la necesidad de añadir a la distinción entre los mandatos y las
prohibiciones las diferencias entre unos mandatos y otros, así como las que entre unas y
otras prohibiciones existen.
Si consideramos la contraposición del mandato más general, el fac bonum, con el más
general de los imperativos prohibitivos, el vita malum, habremos de reconocer que la
diferencia entre ellos es, ante todo, formal. Pero inmediatamente nos veremos también
en la necesidad de admitir la índole secundaria de esa diferencia formal, como quiera que
los mandatos y las prohibiciones coinciden en ser imperativos, siendo así su forma
primaria la imperatividad o exigencia (por supuesto, absoluta, ya que aquí se trata de
imperativos morales) dirigida a una libertad. Mas, a su vez, y precisamente en virtud de
la máxima generalidad que ese mandato y esa prohibición tienen, las respectivas materias
son todo lo indeterminadas que cabe, hasta el extremo de no presentar otros rasgos
constitutivos que los puramente axiológicos de lo bueno y lo malo en cuanto tales. No es
que lo bueno y lo malo sean, en cuanto tales, las respectivas materias de estos
imperativos máximamente abstractos. Las materias de ellos —lo que en ellos se
preceptúa— son, por una parte, el «hacer lo bueno» y, por la otra, el «evitar lo malo».
Pero ese hacer y ese evitar no tienen en modo alguno definidos los soportes de la bondad
y de la maldad correspondientes. Son materias, digámoslo así, determinadas in abstracto
por las puras formas axiológicas de la bondad y de la maldad del comportamiento.
Atribuir al fac bonum y al vita malum una absoluta falta de contenido o materia es
cosa a la que tal vez pudiera llevarnos la consideración de la índole enteramente
abstracta, completamente indeterminada, de los soportes de esas meras formas
axiológicas en que la bondad y la maldad del comportamiento consisten. Mas el negarles
todo contenido o materia a esos preceptos máximamente generales constituiría un puro
absurdo, ya que, evidentemente, un mandato en el que nada se manda y una prohibición
en la que nada queda prohibido no son otra cosa que meras contradicciones in terminis.
El doble imperativo que preceptúa hacer lo bueno y evitar lo malo tiene en un cierto
aspecto —no, desde luego, en todos, sino en el ya descrito— una materia a la que
indudablemente debe calificarse de mínima; pero una materia mínima, i. e.,
máximamente indeterminada, no es lo mismo que ninguna materia, y así cabe, por tanto,
sostener que las de esos dos imperativos cumplen, aun en su máxima indeterminación, el
cometido de diferenciarlos de otros mandatos y otras prohibiciones, vale decir,
justamente de todos los demás preceptos (cada uno de los cuales, desde el punto de vista
de la subsunción lógica, se comporta como una determinación del mandato de hacer el
bien o de la prohibición de hacer el mal).
El mínimo de materia del doble precepto de hacer el bien y de evitar el mal es
310
suficiente para hacer perceptible en ellos una auténtica «relatividad material». Mientras
los imperativos hipotéticos son relativos tanto por su materia como por su forma, los
imperativos categóricos son relativos sólo por su materia. Desde el punto de vista de la
pura y simple literalidad, el fac bonum y el vita malum no nos dan pie, sin embargo, a la
posibilidad de descubrir la determinación, que sin duda habrá de ser mínima, de la
relatividad de su materia, y no nos permiten descubrirla porque en las fórmulas con las
que ambos imperativos se expresan no se contiene nada que nos diga, siquiera sea
abstractamente, a qué apunta esa relatividad, cuál es su «término ad quem». Las voces
bonum y malum no nos informan de ello, y ellas mismas no indican ese término, sino que
denotan simplemente unos elementos integrantes de la materia a la que ha de afectar la
relatividad de que se trata, si es que efectivamente esa relatividad se da también, pese a
las apariencias, en otros imperativos máximamente abstractos. ¿Pueden ser ellos una
verdadera excepción a la regla según la cual todos los imperativos, también los absolutos
por su forma, son relativos en su materia? ¿No se justificaría por el carácter de
máximamente abstractos, que tienen los imperativos en cuestión, la necesidad de
considerarlos, en ese sentido, excepcionales, vale decir, dotados de unas materias exentas
de relatividad y, de esta suerte, «absolutas»?
Una respuesta efectivamente esclarecedora no nos resulta posible en este caso
mientras no superemos la estricta literalidad de los dos imperativos más generales;
aunque es claro, por otra parte, que la superación de la mera letra ha de estar justificada
y conducida por razones seguras y no por motivos discutibles. Mas se trata aquí de una
exigencia que, además de objetiva, también es de no difícil cumplimiento. Para atenderla
basta tener presente que los imperativos a los que nos venimos refiriendo como los
máximamente abstractos son, al igual que todos los otros imperativos morales,
regulaciones del comportamiento humano en cuanto tal. Si esto se tiene en cuenta se
habrá de reconocer, procediendo con suficiente rigor lógico, que aunque las fórmulas no
lo indiquen de una manera explícita, lo bonum y lo malum integrados en la materia de los
dos preceptos más universales son lo bueno y lo malo humanos justamente en tanto que
humanos.
Con todo, podrá decirse que, no obstante la determinación acabada de señalar,
seguimos en un nivel de muy alta abstracción, como quiera que las nociones de lo bueno
y lo malo «humanos» son todavía muy indeterminadas, aun entendidas de un modo
reduplicativo (según el «en tanto que», merced al cual las ceñimos a la significación que
propiamente interesa en el específico dominio de la moralidad). Todo ello es bien cierto,
mas así como antes dijimos que una materia mínima no es lo mismo que ninguna
materia, ahora hemos de admitir que una relatividad escasamente determinada no es igual
que ninguna relatividad. Lo bueno humano no es lo bueno relativamente a cualquier
cosa, ni lo malo humano tiene, a su vez, una relatividad tan vaga o amplia como la de lo
malo en general.
Por la relatividad de su materia, el fac bonum quiere decir: haz lo que es concordante
con el ser del hombre en tanto que hombre. Y asimismo en virtud de la relatividad de su
materia el vita malum significa: no hagas lo discordante con el ser del hombre en tanto
311
que hombre. Por consiguiente, todos los demás mandatos y prohibiciones morales tienen
una materia constitutivamente afectada, ante todo, por esa misma relatividad a nuestro
ser, puesto que todos los imperativos de la moralidad que no son los máximamente
abstractos quedan configurados en sus respectivas materias por otras tantas
determinaciones de las materias de éstos.
Si ahora se considera globalmente lo que acerca de la relatividad de la materia del
imperativo moral se ha expuesto en este apartado, llegaremos a la conclusión de que esa
relatividad es un nexo de dependencia sui generis, lo cual se hace patente en el peculiar
significado de los términos «humano» e «inhumano» como calificativos de conductas
pertenecientes a hombres. La terminología filosófica no parece prestarnos aquí ninguna
ayuda; antes bien, puede llegar a ser en este punto un factor de perturbación. El distingo,
acuñado por santo Tomás, de las actiones hominis y las actiones humanae[337] no tiene
nada que ver con el asunto que ahora nos ocupa. Tan actiones humanae en el sentido de
ese distingo son las acciones calificadas de «humanas» como las calificadas de
«inhumanas» para designar, en el lenguaje común, respectivamente las que en el plano
de la moralidad son buenas y las que son malas en ese mismo plano. Unas y otras son
libres; de lo contrario, no cabría calificarlas moralmente. Y, a su vez, las que no son
libres —las meras hominis actiones en la terminología de santo Tomás— no se califican
ni de humanas ni de inhumanas en la acepción que ahora nos interesa.
El hecho de que en el lenguaje filosófico no esté presente esa acepción de los términos
«humano» e «inhumano» no ha de interpretarse, sin embargo, como la privación
conceptual, propiamente dicha, que consistiera en la falta de las nociones
correspondientes. Tales nociones se encuentran significadas con expresiones distintas de
las voces «humano» e «inhumano», pero equivalentes a ellas. Así sucede con la
expresión κατὰ φύσιν o secundum naturam y con la fórmula contra naturam, por cuanto
su significación va referida a la naturaleza humana como aquello a lo que es conforme la
conducta éticamente recta y disconforme lo moralmente reprobable. Los giros ζην κατὰ
φύσιν y vivere secundum naturam, originarios de la Stoa, expresan la materia común a
todos los imperativos morales positivos (mandatos como contrapuestos a prohibiciones),
con lo cual, obviamente, queda señalada, de una manera implícita, la materia común a
todos los imperativos morales negativos.
La peculiar dependencia en que la relatividad de la materia del imperativo moral
consiste es algo que esencialmente presupone una manera de obrar libremente elegida o
decidida. Sólo en una conducta presidida por una libre opción son realmente posibles
tanto el concordar con nuestro ser como el discordar de éste, en la acepción en que
ambas cosas se entienden como propias del genus moris y no del genus naturae. Desde
un punto de vista estrictamente «físico» (y aquí tomamos este término en su más ancha
significación, no adscrita exclusivamente al dominio de la llamada «física positiva», sino
asimismo válida en el de la física filosófica o «filosofía de la naturaleza» e incluso en el
de la metafísica en cuanto que es ésta un saber meramente teórico), carece de todo
sentido el hablar de comportamientos en los que libremente el hombre actúe de una
manera concorde con la índole propia de su ser o, por el contrario, en discordancia con
312
ella.
En todos sus aspectos y elementos el genus moris presupone la libertad del ser
humano, mas no en el hecho, por así decirlo, estático, invariable, de la pura y simple
posesión de la libre capacidad de elegir, sino en el efectivo dinamismo del ejercicio de
esta capacidad. Es el uso de ella lo que puede ser concordante con nuestro ser de
hombres, o discordante de ese mismo ser. Mas el variable uso o ejercicio de nuestro
libre albedrío no podría ser concordante, ni discordante, con nuestro ser si éste no
consistiese realmente en algo estable, fijo, permanente. Desprovisto de una esencial
inmutabilidad, lo que llamamos nuestro ser no sería un ser efectivo: quedaría disuelto en
la pluralidad de las diversas determinaciones con las que resultaría sustituida la unidad de
la naturaleza humana en tanto que es en todo momento la misma en cada uno de los
hombres y específicamente idéntica para los hombres todos, sin ninguna excepción. Y
entonces sería imposible que la materia del imperativo moral tuviese una relatividad
fundamentalmente unitaria por su término ad quem, justo porque este término habría
dejado de ser fundamentalmente unitario.
Ni tan siquiera cabría la posibilidad, eliminada toda naturaleza humana fija, de referir
la materia de los imperativos morales a la situación dada en cada momento, porque las
diversas situaciones se dan siempre sobre la base de la sustancial identidad del ser que
pasa por ellas y al cual ellas afectan en mayor o menor medida: un ser que de ningún
modo puede consistir en el conjunto o la serie de sus variables situaciones. Para que
éstas en su pluralidad sean suyas es menester que él ya sea en su radical unidad. De lo
contrario, ¿cómo podrían esas diversas situaciones constituir un sistema irreductible a
una mera colección de determinaciones de diferentes seres?
Así, pues, la relatividad de la materia del imperativo moral es ante todo y
fundamentalmente unitaria, porque de un modo básico y primordial es unitario el ser al
que ella apunta: nuestro ser mismo de hombres, el que nos confiere a todos los seres
humanos nuestra peculiar identidad específica, por muy distintos que podamos ser en
nuestros rasgos individuales y por más que entre sí difieran los estados y situaciones de
cada ser humano a lo largo de toda su existencia.
Por tanto, la relatividad de la materia del imperativo moral puede ser afirmada sin
ninguna complicidad con la significación subjetivista y escéptica del relativismo ético, a la
vez que con una íntegra apertura al reconocimiento del carácter determinante que en la
constitución de la materia de los mandatos y las prohibiciones morales corresponde a las
diferencias individuales de los seres humanos y a las existentes entre los variables
estados, situaciones y circunstancias de cada uno de ellos. Es éste un punto
especialmente importante en el esclarecimiento del sentido de la relatividad de la materia
del imperativo moral. Porque una vez percibido con la suficiente claridad el fundamental
carácter unitario de la relatividad en cuestión, subordinando a él todas las diferencias que
en los niveles más concretos de ella son posibles, no hay el menor inconveniente ni
peligro en insistir sobre estas diferencias ni en destacar la necesidad de concederles una
efectiva atención para así poder establecer —o bien, simplemente, reconocer— la
materia completa de los preceptos morales singulares.
313
No en la materia del imperativo moral, sino en la relatividad de esta materia, se han de
distinguir, por tanto, dos niveles, uno fundamental y otro secundario o derivado. Porque
no se limitan a comportarse entre sí como dos sumandos cuyos lugares se pueden
intercambiar, sino que están ordenados de tal suerte que el segundo ha de tener su
necesario presupuesto en el primero, subordinándose a él. Se trata de dos niveles de la
relatividad de la materia del imperativo moral en tanto que éste incluye los dictámenes,
enteramente concretos, que se formulan con el ejercicio de la razón en la más práctica de
sus funciones, que es la que lleva el nombre de prudencia. Los imperativos que no se
establecen en el uso de ese cometido máximamente práctico de la razón no poseen la
doble relatividad, fundamental una y secundaria o derivada la otra, que se da en los
imperativos propios de la prudencia. Pues únicamente en éstos intervienen como factores
de la materia del imperativo moral las diferencias de toda clase entre unos hombres y
otros, así como las determinadas en cada individuo humano por la variedad de sus
estados, circunstancias y situaciones. O lo que es lo mismo: en los preceptos de la ley
natural, donde todas esas diferencias son pasadas por alto, la relatividad de la materia del
imperativo es únicamente la del nivel fundamental o básico, es decir, aquella en la que el
término ad quem de la concordancia (en el caso de los mandatos) o de la discordancia
(en el caso de las prohibiciones) es lo común a todos los seres humanos, nuestro ser
específico de hombres. (Y, lógicamente, al ser la única dada en los imperativos de la ley
natural, la relatividad característica del nivel fundamental o básico no es, propiamente
hablando, fundamental o básica en esos imperativos, puesto que falta en éstos lo que se
subordina al ser específico del hombre en el caso de los imperativos formulados por la
prudencia).
Al nivel fundamental o primordial de la relatividad de la materia de los preceptos
morales pertenece, en el caso de todos los mandatos, la concordancia con el rango de
«persona», sin el cual no es posible el ser propio del hombre en cuanto tal, y la
discordancia con ese mismo rango en el caso de todas las prohibiciones. Ahora bien, si
no cabe ser hombre sin ser persona, tampoco cabe ser persona sin ser libre, i. e., sin la
posesión de la capacidad que nos permite ser dueños de nuestros actos; y así la posesión
de esta capacidad es integrante de nuestro ser específico de hombres. Por consiguiente,
la concordancia de la materia de los mandatos morales con nuestra específica índole de
hombres y, por ello mismo, de personas, no puede dejar de ser también una
concordancia con nuestro propio carácter de seres libres; y otro tanto se ha de afirmar,
mutatis mutandis, de la discordancia de la materia de las prohibiciones morales respecto
de nuestra índole de personas y, por lo mismo, respecto de nuestra índole de seres
dotados de libertad. Mas todo ello nos lleva a la conclusión de que el hombre puede
concordar con su propia índole de libre, y también puede discordar de ella, haciendo uso
de su libertad tanto al llevar a cabo la primera de estas dos posibilidades, cuanto al
actualizar la segunda.
Semejante conclusión tiene un aspecto inevitablemente paradójico. Que pueda resultar
discordante de la libertad el uso de ella es cosa que no pierde su apariencia contradictoria
si nos limitamos a considerar que la discordancia de la que aquí se trata no conviene a
314
todo uso posible de la libertad que poseemos, sino tan sólo a una forma o manera de
usarla. La posibilidad de esta misma libertad no parece ajustarse a las más elementales
normas de la lógica, al menos a primera vista. Sin embargo, no es ésta una posibilidad
verdaderamente más extraña o inexplicable que la de que una persona humana se
comporte de un modo discordante, disconforme —en resolución, indigno— de su propio
rango de persona; ni se comprende mejor que ambas posibilidades la de que un hombre
actúe de una manera inhumana. Y a ello debe añadirse que, así como el «obrar
inhumano» tiene sentido moral (negativo, pero moral, no meramente natural o físico)
únicamente si se atribuye a algún hombre (y por cierto a algún hombre que como tal
actúe, es decir, que se comporte libremente), así también el «obrar indigno de una
persona» sólo tiene un sentido ético en tanto que es en verdad una persona el efectivo
agente de ese modo de conducirse.
Al comportamiento de un animal irracional no lo llamaríamos, desde el punto de vista
de la ética, «inhumano» o «indigno (o impropio) de una persona», y ello no sólo porque
el punto de vista ético no es aplicable a la conducta de los animales irracionales, sino por
algo previo: porque el obrar no humano, el indigno o impropio de una persona humana,
es en ellos el único posible: el que les es necesario, en virtud, cabalmente, de su propio
modo de ser. Y así resulta que de este modo de obrar no sería lícito decir que está
afectado por una verdadera privación. No carece de algo que al animal irracional le sea
«debido» para la integridad y plenitud de su ser.
Aunque parezca una trivialidad y, en consecuencia, algo que no merece una especial
atención, ha de tomarse en este asunto buena nota del hecho de que, mientras el animal
irracional no puede comportarse como un hombre, acontece, por el contrario, que el
hombre tiene la posibilidad de conducirse como un animal irracional, en virtud,
justamente, de un cierto uso (no reducible a un único modo o tipo de comportamiento)
de la libertad que como hombre posee. Por tener esta libertad nos es posible un defecto,
una privación, que al animal irracional le es imposible. Y ese defecto o privación estriba
en que ciertos modos de hacer uso de la libertad humana son discordantes respecto de
esta misma libertad. Lo cual viene a querer decir que la libertad humana es de tal índole
que está dotada de la paradójica posibilidad de traicionarse a sí misma, cosa que, como
también se ha dicho arriba, no es verdaderamente más incomprensible o extraña que la
posibilidad, asimismo poseída por el hombre, de comportarse de una manera inhumana,
i. e., impropia o indigna de su índole y rango de persona. Son tres posibilidades
igualmente extravagantes: más aún, tres imposibilidades, consideradas pura y
simplemente desde el punto de vista del genus naturae, pero que dejan de serlo cuando
se las ve a la luz de la conexión, dada en el ser humano, entre ese género y el que lleva el
nombre de genus moris.
No son realmente tres posibilidades, sino tres modalidades expresivas de una sola y
misma posibilidad: la que concierne al hombre en tanto que capaz de discordar de su
específico ser en el uso efectivo de su libertad de opción. Ello no obstante, resulta ahora
oportuno explicar la posibilidad de la discordancia entre la libertad propia del hombre y el
efectivo uso que de ésta nos cabe hacer. La explicación de la posibilidad de esa
315
discordancia ha de consistir en el esclarecimiento de que el hombre pueda comportarse
libremente como si no tuviese libertad o, lo que es lo mismo, como si fuese uno más
entre los animales irracionales. Sólo así cabe interpretar la discordancia en cuestión. Mas
ésta exige, sin duda, que la libertad humana sea ejercida y, en consecuencia, la
discordancia de la que aquí se trata ha de consistir esencialmente en la que es propia de
la libre elección de un comportamiento asimilable al del animal irracional por cuanto éste
no es libre.
No otra cosa sucede cuando nos dejamos llevar por las pasiones y del exclusivo amor
a nuestro propio bien. Ese «dejarnos llevar» es cosa bien diferente de la conducta ajena
al uso de nuestro libre albedrío. Naturalmente, cuando ya una pasión se ha impuesto no
hay libertad en la conducta que ella rige; pero previamente, en el acto de decidir el
dejarse llevar por la pasión, hay un uso efectivo de la libertad. De esta suerte, el dejarse
llevar por la pasión que todavía no se ha impuesto es un acto de libre decisión por el cual
lo elegido es un modo de comportarse que en su ejercicio excluye el uso de la libertad de
elegir, en tanto que es incompatible con ella. Porque es cosa bien conocida que la pasión
sin control impide el uso del entendimiento, sin el ejercicio del cual la libertad no llega a
actualizarse operativamente en la conducta, por más que siga presente según el modo de
una capacidad o aptitud de la potencia volitiva humana. Con lo cual se pone de
manifiesto, en una forma bien clara, que no en su origen, pero sí en el modo en que se
lleva a cabo, es una conducta asimilable a la del animal irracional la que resulta elegida al
decidir libremente el «dejarse llevar» por la pasión (en vez de moderarla o de excluirla,
cuando se está a tiempo de ello).
Más difícil puede parecer, en principio, la demostración de que el dejarse llevar por el
exclusivo amor al bien propio es también un modo de ejercer la libertad que tiene por
resultado una conducta discordante de ella (y también asimilable, por lo mismo, al
comportamiento del animal irracional). En el exclusivo amor del propio bien no queda
impedido todo uso de la facultad intelectiva, salvo en los casos en que ese amor lleva
consigo la incondicional entrega a una pasión. Así, pues, es necesario admitir que el
egoísmo no excluye por sí solo todo uso efectivo de la libertad. Pero asimismo se ha de
reconocer que en la conducta egoísta la libertad resulta usada en perjuicio de la más alta
de las posibilidades que ella misma confiere al hombre. Querer exclusivamente el propio
bien es privarse a sí mismo de la máxima libertad que la índole intelectiva del ser humano
permite y que consiste en querer libremente el bien común, donde el bien propio o
particular está incluido. Ello se echa de ver si se advierte, ante todo, que, dada la
imposibilidad de que un hombre no tienda a su propio bien, las libertades que en relación
a este bien puede tener un hombre son las que atañen a la manera de quererlo, por
cuanto cabe elegirlo tal como lo elige el egoísta o, por el contrario, según lo elige quien lo
subordina al bien común y en él lo incluye (sin que esto haya de tomarse en el sentido de
una «intención actual» en todas las ocasiones).
Entre ambas posibilidades de elección es indudablemente la segunda la de más alto
nivel, porque en ella la libertad, en vez de quedar adscrita y limitada al bien propio,
particular, de quien la ejerce, hace que éste resulte liberado de la estrechez de ese bien y
316
se trascienda a sí mismo operativamente, sin diluir ni perder su irreductible
individualidad. Frente a este comportamiento, el que caracteriza al egoísmo no puede
dejar de aparecer como efectivamente discordante de la plenitud del sentido de la libertad
de elegir. Porque es, en definitiva, elegir lo menos valioso, y ése es un elegir
objetivamente discordante de la naturaleza misma de la facultad de querer, donde la
libertad tiene su asiento inmediato. Y, por otra parte, la discordancia que afecta al
comportamiento egoísta, su relativa oposición a la plenitud del sentido del elegir y a la
misma naturaleza de la facultad de querer, hace que el hombre quede operativamente
asimilado al animal irracional y, por lo mismo, disonante o disconforme, en tanto que así
se comporta, con su dignidad personal de ser humano. Pues aunque cabe que una
conducta egoísta llegue a ser provechosa para el bien común en su nivel más bajo (que es
el de sus ingredientes y dimensiones no espirituales), ello es cosa que también puede
acontecer, a su modo y manera, en el comportamiento de los animales irracionales. De
ellos cabe decir que al buscar instintivamente su respectivo bien particular pueden
contribuir al bien común de su especie y, en ocasiones, hasta al del ser humano. Por
supuesto, no actúan de una manera egoísta, dado que no tienen libertad; pero con ellos
coincide todo hombre que al orientar su actividad únicamente hacia su propio bien logra
de facto algo útil para conservar o para promover el bien común (asimismo, en sus
ingredientes y dimensiones no espirituales).
Por tanto, la relatividad de lo ordenado en los preceptos morales de signo positivo es
también concordancia o conformidad con la libertad humana de elegir, no tomada in
abstracto, sino según las más altas posibilidades de su uso; y, a su vez, la relatividad de
lo ordenado en los preceptos morales de signo negativo —la relatividad de la materia de
las prohibiciones morales— es disconformidad o discordancia con la libertad humana de
elegir según las posibilidades menos nobles, las menos humanas, de su uso.
317
todo deber se fundamenta a su vez en una bondad, o, si es negativo, en una maldad, nos
encontramos con que el imperativo moral tiene su base en aquello en lo que se funda el
respectivo deber, es decir, en el ser-bueno, o ser-malo, de lo que debe hacerse, o de lo
que debe omitirse. ¿Mas no venimos a incurrir de esta manera en la tan traída y llevada
«naturalistic fallacy», que extrae del ser el deber?
En el anterior apartado de este mismo capítulo se ha mantenido la tesis de que la
relatividad de la materia del imperativo moral es conformidad o concordancia con el ser
propio del hombre. Ciertamente, esta conformidad o concordancia tiene un sentido
práctico, no teórico, pero evidentemente, en virtud de la fundamentación deontológica
de los mandatos morales y de las prohibiciones del mismo género, implica que el
contenido del deber depende de lo que es el sujeto correspondiente. Y a la vista de ello
puede replantearse la cuestión de la posibilidad, o la imposibilidad, de fundamentar el
deber en el ser.
El asunto quedó sumariamente resuelto (Cap. III, § 3, b) con el establecimiento de la
tesis de la fundamentación del deber (se sobreentendía del deber positivo) no en el mero
ser, sino en el ser de lo bueno en cuanto bueno. En muy concreta referencia al
pensamiento de Hume, según el cual no es válida la inferencia que va del «es» al
«debe», se aclaró: «El “peso aparente” de la ley de Hume no sería sólo aparente si el
único modo válido de fundamentar fuese el que consiste en inferir tal como ello se hace
en los razonamientos puramente teóricos (…). La verdad de la ley de Hume se reduce a
la imposibilidad de fundamentar el deber en el mero ser, pero esta evidente imposibilidad
no excluye en manera alguna la necesidad de fundamentar el deber en el ser de lo bueno
en tanto que bueno, o, lo que es lo mismo, en la verdad de que tal o tal cosa es
buena»[338]. Con esta esquemática explicación no se pretendía otra cosa que poner
claramente de manifiesto la posibilidad, y la necesidad, de fundamentar el deber en el ser,
con la imprescindible condición de señalar en el ser su sentido axiológico. Lo que
llamábamos el «mero ser», y a lo cual le negábamos la posibilidad de servir
auténticamente como fundamento del deber, es el ser en cuanto mera «facticidad» o, lo
que es lo mismo, el puro y simple hecho de que algo sea x o sea y, considerado con cabal
abstracción de las exigencias que de ello resultan para poder determinar lo que «es
bueno» en relación a ese algo.
Patentemente, el hecho de que x es un hombre no nos puede servir de fundamento
para determinar en x algún deber si ese hecho es tratado como un mero hecho, vale
decir, si no se toman en consideración las exigencias que de él mismo resultan en orden a
la determinación de lo que para x es bueno precisamente por ser x un hombre. En
términos generales: no es admisible que lo que algo es no tenga nada que ver con lo que
es bueno para ese mismo algo; ni cabe admitir, tampoco, que lo debido (el contenido o
materia del deber) no tenga nada que ver con lo que es bueno para el ser al cual se le
debe.
Lo que cabe denominar «el principio de la congruencia del deber con el ser del sujeto
respectivo», y cuya justificación nos viene dada por lo que se acaba de decir, no significa
que todo ser tenga algún deber, sino que los deberes que determinados seres tienen son
318
dependientes, en su materia o contenido, de lo que son esos seres. O dicho de otra
manera: lo que es un deber depende de lo que es el ser al cual compete. Esta
dependencia es, pues, una congruencia, en la cual el deber se subordina al ser del
respectivo sujeto. Con lo cual queda dicho que el ser con el cual el deber es congruente
no es el ser «en general y en cuanto tal» ni el mero «hecho de ser», sino un ser bien
determinado y concreto, cosa que en primer lugar ha de entenderse en relación a la
índole específica del sujeto propio del deber y, en segundo lugar, en relación a la
individualidad de ese mismo sujeto.
De esta suerte, el principio de «la congruencia del deber con el ser del sujeto
respectivo» quiere decir algo más que lo mantenido en la tesis según la cual el ser-
hombre es indispensable para poder tener algún deber en el sentido según el cual se está
aquí hablando de semejante tener (un sentido que viene limitado por el atenimiento a un
punto de vista exclusivamente filosófico, donde no entra en consideración la referencia a
lo que pueda aplicarse a personas finitas de naturaleza sobrehumana). La congruencia de
la que nos estamos ocupando presupone que el ser-hombre es necesario para ser-sujeto-
de-deber, pero no estriba en esa necesidad, sino en la de que el contenido del deber sea
concordante o conforme con lo que el hombre es, ante todo en tanto que hombre. Por
consiguiente, el decir que del «es» no resulta el «debe» es un ambiguo y no correcto
decir, pues si bien es verdad que el «debe» no resulta de «cualquier “es”», no por ello
deja de ser cierto que el «“es” propio del hombre» constituye realmente el fundamento
general e inmediato de «cualquier “debe” humano».
A propósito de la «falacia naturalista», tal como G. E. Moore la señalara, ha escrito
con esencial acierto M. Rhonheimer: «En qué consiste exactamente una falacia
naturalista es cosa no enteramente clara en Moore, por cuanto él nunca fue capaz de
hacer ver con exactitud lo designado al llamar al bien (“the good”) una “propiedad no-
natural” (“a non-natural property”). No obstante, a mí me parece que la manera de
pensar de Moore surge de una intuición acertada (…). El bien moral (y, por ende, el
“deber”, “the ought”) tiene un estatuto ontológico y epistemológico propio, no reductible
al simple “ser” (“the is”), ni identificable con él, ni derivable de él»[339]. En estas
observaciones son tres los puntos más decisivos que Rhonheimer aborda: la falta de una
completa exactitud y claridad en la determinación de lo que Moore entiende por una
propiedad no-natural, la posesión por el bien moral, y consiguientemente por el deber, de
un estatuto ontológico y epistemológico propio, y, por último, la imposibilidad de derivar
del simple ser el deber. El examen de estos tres puntos puede ser útil para el mejor
esclarecimiento de la congruencia del deber con el ser propio del sujeto respectivo.
En primer lugar, ha de admitirse que no hay en Moore una determinación enteramente
clara y rigurosa de lo que él denomina «una propiedad no-natural». Sin embargo, ello no
es un obstáculo (y en Rhonheimer, desde luego, no lo es) para una suficiente
comprensión del pensamiento de Moore sobre la falacia naturalista. A la comprensión de
lo que Moore entiende por esa falacia tal vez nos sirvan de ayuda, entre otras
afirmaciones de él, las siguientes: «Puede ser verdad que todas las cosas que son buenas
sean algo más también, tal como es verdad que todas las cosas amarillas producen una
319
cierta clase de vibración en la luz. (…) Pero demasiados filósofos han pensado que, al
nombrar esas otras propiedades, estaban realmente definiendo lo bueno, y que esas
propiedades no eran, en verdad, simplemente distintas, sino absoluta y enteramente las
mismas que la bondad. A este modo de pensar me propongo llamarlo la falacia
naturalista»[340].
La caracterización así propuesta por Moore de lo que él llama la falacia naturalista
supera ciertamente en claridad a otras determinaciones, también hechas por Moore, de
esa misma falacia, y aunque no deja de dar ocasión al planteamiento de algunas
dificultades (por ejemplo, la de cómo es posible que tantos filósofos hayan podido caer
en un engaño tan elemental), es suficiente, sin embargo, para justificar la apreciación de
Rhonheimer, según la cual el pensamiento de Moore en este asunto tiene su origen en
una correcta intuición. Ello nos permite pasar al segundo de los puntos destacados en la
observación hecha por Rhonheimer a la denuncia que de la falacia naturalista efectúa
Moore. La posesión por el bien moral y, consiguientemente, por el deber, de un estatuto
ontológico y epistemológico propio es algo sobre lo cual Rhonheimer insiste
continuamente, utilizando muy variadas fórmulas y aprovechando muy diversas
ocasiones, a lo largo de la investigación que lleva por título «La naturaleza como
fundamento de la moral». Pero la peculiaridad del estatuto ontológico y epistemológico
del bien moral y, consiguientemente, del deber, no se opone a la congruencia de éste con
el ser propio del sujeto respectivo. Afirmar esa doble peculiaridad (tal como lo han
hecho, cada cual a su modo, Moore y Rhonheimer y tal como indudablemente lo llevan
también a cabo los no pocos pensadores que distinguen con toda nitidez entre el genus
moris y el genus naturae) no significa necesariamente establecer una radical separación
entre el ser, por un lado y, por otro, el bien moral y el deber. No es incurrir en ninguna
falacia naturalista el aceptar lo que aquí hemos llamado el «principio de la congruencia
del deber con el ser propio del sujeto respectivo». Justamente esta congruencia
presupone la diferencia de lo natural y lo moral. Si no se admite que lo moral es por su
misma esencia algo distinto de lo natural, tampoco cabe en buena lógica admitir que el
bien moral y el deber en él fundamentado sean, en verdad, congruentes con la propia
naturaleza —o, para decirlo de otro modo más explícitamente ontológico, con el ser
natural— del sujeto afectado por el deber y que por supuesto es el mismo para el cual
constituye, objetivamente hablando, un bien el bien moral.
Y por lo que atañe, finalmente, al tercero de los puntos más decisivos en la
observación de Rhonheimer, a saber, la tesis de la absoluta imposibilidad de derivar del
«simple ser» el deber, es asimismo oportuno, para el cabal esclarecimiento de la cuestión,
el dejar bien patente que semejante imposibilidad no se opone en manera alguna a la
«relatividad de la materia del deber», entendida como la necesaria congruencia del
contenido del deber con lo que es el ser propio del agente moral. Para poder lograr ese
entero esclarecimiento de la cuestión, ha de recordarse, una vez más, que la relatividad
propia del deber, tal como aquí se habla de ella al afirmarla, no es nada que realmente
pertenezca a la forma del deber en cuanto tal, sino que es algo que atañe sólo al
contenido o materia de lo debido. Y, por supuesto, se ha de tener también presente que la
320
congruencia de la cual nos venimos ocupando se identifica con la relatividad del deber a
ese contenido o materia. Y así carecería por completo de sentido el hablar de una
«congruencia formal» del deber —es decir, de una congruencia de la forma del deber en
cuanto tal— con el ser, aun entendiendo por éste el ser propio del sujeto del deber (lo
que este sujeto es independientemente de su ser-sujeto de tales y tales deberes).
El ser-hombre no sólo hace posible, y necesario, el tener deberes, sino que
radicalmente determina el contenido o materia de todos ellos, y en eso estriba lo que
inicialmente se trata de decir al afirmar la necesaria congruencia del deber con el ser
propio del sujeto respectivo. Mas con ello se afirma algo por completo distinto de la
posibilidad de establecer teóricamente la materia del deber, derivándola, mediante algún
razonamiento, de lo que es el ser-hombre. Como observa Rhonheimer, lo moral, además
de tener su estatuto ontológico propio, también cuenta con su propio estatuto
epistemológico. Y una de las posibilidades del segundo consiste precisamente en que el
conocimiento tanto del bien moral como del deber no es de un modo originario un
cometido de la razón teórica, sino, por el contrario, una tarea de la razón práctica. Es
esta razón (o, mejor, esta forma de uso de la facultad racional) la que dicta o establece
los preceptos en los que la ley natural de la moralidad se nos hace presente. La reflexión
sobre ellos, y de un modo muy especial, la de carácter filosófico, tiene lugar como un uso
propiamente teórico de la razón, pero, como toda reflexión, ya presupone aquello sobre
lo cual se ejerce y que en este caso nos es dado, de una manera inicial, en un uso
efectivo de la razón práctica.
El principio de la congruencia del deber con el ser propio del sujeto respectivo no es
una norma metodológica que nos preste el servicio de descubrirnos la materia del deber.
Esta materia está ya descubierta en la experiencia moral, donde la ley natural, dictada por
la razón práctica, se encuentra inmediatamente presente, como algo vivido, no teorizado,
en sus determinaciones primordiales. Y aunque es bien cierto, como ya oportunamente
fue preciso reconocer (Cap. III), que la experiencia no excluye necesariamente a la
reflexión, ésta se ejerce sobre datos previos a ella y constituidos como los más originarios
en la experiencia moral.
Así, pues, lejos de permitirnos descubrir lo que es moralmente bueno (o, en su caso, lo
que es moralmente malo) y hacernos así posible la determinación de la materia del deber,
el principio de la congruencia de éste con el ser propio del sujeto respectivo necesita ser
descubierto, y en efecto lo llega a ser por virtud de una reflexión sobre la experiencia
moral, en la que ya se encuentra determinado, al menos en sus modos primordiales, lo
que es el deber en su contenido o materia. El conocimiento del principio de la peculiar
congruencia a la que aquí nos estamos refiriendo es, por tanto, un conocimiento
necesariamente especulativo y reflexivo que en su modalidad más rigurosa es filosófico,
pero que también llega a obtenerse de una manera, digámoslo así, espontánea, por
cuanto no necesita ni la expresa intención de la teoría filosófica, ni la consciente
aplicación de sus métodos.
El conocimiento pre-filosófico, pero no previo a todo uso práctico de la razón, se
comprueba tanto en los giros lingüísticos donde la conducta moralmente laudable es, de
321
un modo genérico, calificada de «humana» (en oposición a la peculiar «inhumanidad» o
incongruencia con lo exigido por el ser del hombre), cuanto en el hecho de que sin
ninguna intervención del razonamiento filosófico se perciba con toda claridad que las
diversas profesiones determinan, en quienes las ejercen, deberes también diversos por
sus respectivas materias, aconteciendo algo análogo en virtud de las diferentes
situaciones, estados y circunstancias. La comprensión, v. gr., de que los deberes de un
padre en tanto que padre difieren de los del hijo en cuanto hijo no tiene necesidad de
ningún razonamiento filosófico, y es, indudablemente, una aplicación del principio de la
congruencia material del deber con lo que es el ser al que éste afecta. Y otro tanto se ha
de afirmar en relación a la diferencia, por ejemplo, entre los deberes de un arquitecto en
tanto que es arquitecto y los de un abogado justamente en cuanto abogado. (Las
deontologías profesionales tienen un coeficiente diversificador de índole técnica, pero
ninguna de ellas es un conjunto de preceptos o imperativos meramente técnicos, sino de
mandatos morales y de prohibiciones del mismo género).
Hay, en suma, una versión moral del operari sequitur esse, en la cual el
comportamiento (el operari) es, a la vez que libre, también algo exigido de una manera
objetiva, según es propio del cumplimiento del deber. El operari que en la versión moral
sigue al esse implica el uso de la libertad del albedrío, mas no cualquier uso de ella, sino
el calificable de moralmente bueno, vale decir, el moralmente debido, necesario. Lo cual
no puede, en verdad, parecernos inexplicable o sorprendente si tenemos en cuenta que el
deber es un modo de lo necesario, por más que de suyo implique el ejercicio de la
libertad del albedrío, y no es posible que lo necesario para un ser no dependa de lo que
este ser es en sí mismo.
El principio de la congruencia material del deber con el ser propio del sujeto al que éste
afecta ha estado presente en la ética filosófica, no con los mismos términos en los que
aquí hemos venido hablando de él, sino a través de las diversas fórmulas donde la
conducta moralmente recta —la que en la perspectiva de la moralidad se califica de
buena y de obligatoria— aparece entendida de un modo «fundamental» como un vivir
concordante con el ser natural del hombre. El carácter «fundamental» de esta
interpretación de la conducta moralmente recta es el correspondiente a una consideración
general del deber según su materia, lo cual no excluye, por tanto, que en la respectiva
consideración de la materia de los diversos deberes se pongan de manifiesto otras
concordancias más particulares o determinadas, aunque siempre sobre la base de la que
remite a nuestro ser natural y, consiguientemente, como algo compatible con ella.
Entre las fórmulas expresivas de la concordancia general de los deberes, según su
materia, con el ser natural del hombre, las más claras son, sin duda, las que determinan
esa concordancia como un vivir «según la naturaleza» (κατὰ φύσιv, secundum naturam)
o «según la razón» (κατὰ λόγov, secundum rationem), entendiendo ante todo por
322
naturaleza y por razón las propias del ser humano, sin que ello excluya toda posible
referencia a una razón y a una naturaleza en las que el ser del hombre tenga su
fundamento más radicalmente originario. En el pensamiento de la Stoa primera, también
llamada antigua, la naturaleza con la que ha de concordar el recto comportamiento del
hombre no lo es exclusivamente la naturaleza humana, sino la de todo el universo. Así, F.
Überweg, caracterizando la virtud en su acepción específicamente estoica como un vivir
de acuerdo con la naturaleza (naturgemässe Leben, ὁμoλoγoυμέvως τῇ φύσει ζῆv),
determina este modo de vivir como «la concordancia del comportamiento humano con la
ley natural que es rectora de todo, la razón en el mundo, o la concordancia del querer
humano con el querer divino»[341].
El propio F. Überweg matiza sus afirmaciones al hacer constar que «la φύσις a la que
el hombre ha de obedecer aparece en Cleantes como la naturaleza universal, es decir, la
del todo del universo (…) mientras que Crisipo la caracteriza como la naturaleza
universal y especialmente la humana (las cuales se ajustan en sus exigencias por cuanto
nuestra naturaleza es tan sólo una parte y un sarmiento de la naturaleza universal»[342].
Mas también el mismo autor de este testimonio hace constar que en las fórmulas usadas
por los estoicos posteriores, y por los más jóvenes de ellos especialmente, se manifiesta
en la mayor parte de los casos una tendencia a la concepción antropológica del principio
moral[343].
Estas breves indicaciones, confirmadas esencialmente en los estoicos de épocas más
tardías y en todos los pensadores influidos por ellos, son suficientes para el examen de la
cuestión que nos ocupa, sin necesidad de hacer acopio de erudición histórico-filosófica.
Sólo un punto merece ser destacado en lo concerniente al enlace de la naturaleza humana
con algo que la trascienda, y es que esa conexión no tiene por qué entenderse bajo el
signo de un pensamiento panteísta (aunque a ello da pie, sin duda, el estoicismo clásico
hasta en las ocasiones en que éste no incurre en un panteísmo expreso). El ejemplo más
claro de la conexión, moralmente relevante, de la naturaleza humana con algo que la
trasciende nos lo ofrecen san Agustín y santo Tomás. Y el concepto más plenamente
elaborado en esa misma línea de pensamiento lo constituye la idea de la participación
como el modo en el que la ley moral natural se vincula a la ley eterna establecida por el
Autor del universo.
En el tratamiento que en las consideraciones subsiguientes se va a hacer a propósito
del sentido ético de las fórmulas secundum naturam y secundum rationem la finalidad en
todo momento perseguida es, en sustancia, la mostración de la esencial relatividad de la
materia del deber —y, por tanto, del imperativo ético— a la realidad de la naturaleza
humana y de la racionalidad que constituye su diferencia específica. Hagámoslo en dos
fases, respectivamente dedicadas (aunque no de un modo exclusivo, pues sus temas se
implican entre sí) al significado ético del secundum naturam y al propio del secundum
rationem.
323
puede tomarse como verdaderamente resolutiva en el tratamiento de ese nexo, pues tales
hechos lingüísticos, tomados en su conjunto, adolecen de una irremediable ambigüedad.
Ello no obstante, es útil tenerlos en cuenta, porque la experiencia moral encuentra un
cierto eco en ellos y porque la ética filosófica no puede hacerse de espaldas a la realidad
de esa experiencia. En el primer apartado de este mismo capítulo se ha tomado en
consideración el hecho del significado moral, respectivamente positivo y negativo, de las
voces «humano» e «inhumano». Se trata así de un hecho lingüístico donde
evidentemente se refleja un cierto modo prefilosófico de pensar, para el cual lo
concordante o conforme con la naturaleza humana —lo secundum naturam, entendiendo
por natura la del hombre— es lo moralmente bueno y debido, mientras que, en cambio,
lo discordante o disconforme con esa misma naturaleza —lo contra naturam, en su más
amplia acepción referida a la índole natural del hombre, es decir, lo inhumano— es lo
moralmente malo y, por ello, prohibido. Pero hay, no obstante, otros usos, en primer
lugar, de la voz «humano», en los cuales ésta no significa la congruencia con el ser
natural del hombre como lo que hace bueno moralmente —y, por ello, debido— al
comportamiento de los hombres, sino como lo que explica, en cierto modo, nuestros
fallos morales. Y, en segundo lugar, hay, a su vez, un sentido de la palabra «inhumano»,
según el cual ésta sirve para descalificar la conducta de quien no es indulgente con los
fallos morales de los demás o tal vez con los que él mismo comete.
El uso de «humano» para explicar por la debilidad o flaqueza de nuestra condición los
fallos morales en que incurrimos no tiene como presupuesto la creencia de que los
hombres carecen enteramente de libertad de arbitrio. Más bien implica la convicción de
que es poca la fuerza de la voluntad humana para dar cumplimiento a los deberes cuando
éstos nos exigen el esfuerzo de resistir seriamente a alguna pasión que nos domina. De
esta suerte, al calificar de «humana» la conducta del hombre que, cediendo a alguna
pasión, deja incumplido su deber, se reconoce, sin duda, que para el hombre hay
deberes, pero se piensa que es también conforme o concordante con la naturaleza
humana el no cumplirlos cuando resultan duros. Indudablemente, esta adecuación a la
naturaleza humana es congruencia con lo menos humano de ella o, mejor, con lo que en
ella no es humano en lo que atañe a la diferencia específica por la cual somos distintos de
los demás animales.
El realismo ético no puede dejar de admitir la existencia de una cierta dosis de razón
en ese modo de entender la concordancia con el ser natural del hombre. En un cierto
sentido es secundum naturam la conducta del hombre que no cumple con su deber: vale
decir, es, a su manera, una conducta que no puede extrañar a ningún hombre y que por
ningún hombre puede tampoco ser considerada como radicalmente ajena a sus propias
posibilidades. Homo sum, humani nihil a me alienum puto. En suma: lo que hay de
razonable y de realista en esa interpretación del secundum naturam a la cual nos estamos
refiriendo es la admisión, para todo hombre, de la posibilidad de una conducta éticamente
incorrecta, es decir, disconforme con las exigencias objetivas de la naturaleza humana en
tanto que ésta es humana en su diferencia específica. Lo así aceptado como razonable y
realista es que el ser-hombre lleva consigo la posibilidad física del comportamiento
324
éticamente descalificable, pero lo que ya no estaría puesto en razón, ni podría merecer el
calificativo de realista, es que esa posibilidad la utilizásemos para descuidar u oscurecer la
necesidad deontológica de la conducta éticamente recta. La posibilidad física del fallo
moral es un requisito imprescindible para la «comprensión» de este fallo, una
comprensión a la cual cabe exigirle que no deje de respetar la «dignidad de persona» en
quien, al incurrir en él, deja de respetar en sí mismo esa misma dignidad. Pero la
posibilidad física (en principio, para todo ser humano) de los fallos morales no disculpa a
quien los comete, ni justifica el incurrir en ellos. Semejante disculpa y justificación no
pueden ser razonables, por más que pretendan serlo. La imposibilidad de que lo sean no
puede por menos de resultar evidente si se cae en la cuenta de la contradicción que
supone el tratar como si fuese inevitable un comportamiento al cual se le reconoce, sin
embargo, el carácter de libre.
En la explicación de los fallos morales que pretende ser también una justificación de
ellos y una disculpa de quienes los cometen hay un tránsito, más o menos solapado,
desde lo hecho de una manera libre —deliberada, electiva— a lo hecho de un modo
necesario en el sentido de lo inevitable en tanto que meramente natural. Si la incorrección
moral de un comportamiento es explicada, justificada y disculpada por la «naturalidad»
de este mismo comportamiento, esa «naturalidad» es radicalmente equívoca. En ella se
entremezclan y confunden lo que es por naturaleza y lo que es según la naturaleza. La
distinción entre a natura y secundum naturam no puede ser calificada de excesivamente
sutil cuando se tiene a la vista la actividad de un ser finito cuya naturaleza no le impide la
posesión de un cierto libre albedrío. Tal es el caso de la actividad que el hombre lleva a
cabo en cuanto hombre. Esta actividad, aunque la naturaleza humana la permita, no es
simplemente a natura, porque implica la libertad, y así es en unos casos secundum
naturam y en otros contra naturam.
La distinción ha sido nítidamente formulada por santo Tomás en un pasaje cuyo
conocimiento habría ahorrado no pocas discusiones sobre la validez, o invalidez, de la
denuncia de la «naturalistic fallacy». Examinando la cuestión de si el vicio es, o no es,
contrario a la naturaleza, santo Tomás atiende a un argumento que puede parecer
desfavorable a la tesis afirmativa de esa contrariedad, y lo expone en los términos
siguientes: «Las cosas contrarias a la naturaleza no pueden llegar a ser hechas por
costumbre, y así se dice que la piedra no adquiere nunca la costumbre de ir hacia arriba.
Mas hay quienes se acostumbran a los vicios. Por consiguiente, los vicios no son
contrarios a la naturaleza»[344]. El ejemplo de la piedra está tomado de Aristóteles[345],
por lo cual santo Tomás lo cita expresamente en su respuesta a la dificultad planteada. La
respuesta dice así: «El Filósofo habla allí de las cosas que son contrarias a la naturaleza,
entendiendo por tal contrariedad el oponerse a lo que es el ser por naturaleza, no el
oponerse a lo que es el ser según ella en el sentido en que se dice que las virtudes son
según la naturaleza en cuanto inclinan hacia lo que a ésta le conviene»[346].
Es entonces patente que ni el vicio ni la virtud son a natura, sino que aquél es contra
naturam y ésta secundum naturam, siempre con la mediación de la libertad por cuanto el
modo vicioso y el virtuoso del comportamiento están referidos al hombre justamente en
325
tanto que hombre. La conformidad y la disconformidad con nuestra propia naturaleza
son, según esto, determinaciones que inicialmente conciernen al efectivo uso de la
libertad que poseemos. Son determinaciones que afectan primordialmente a nuestro libre
elegir, el cual es libre a natura, pero se califica de vicioso o de virtuoso —o, en general,
de moralmente malo o bueno— según sea respectivamente disconforme, o conforme,
con nuestra propia naturaleza, es decir, con lo que a natura somos nosotros mismos o,
equivalentemente, con lo que somos de una manera específica y sin ninguna elección por
nuestra parte.
Tanto la intelección de la diferencia entre lo a natura y lo secundum naturam, cuanto
el hacerse cargo de que lo segundo implica necesariamente lo primero, sin excluir en el
caso del hombre el uso de la libertad de albedrío, resultan indispensables para una
verdadera comprensión de la naturaleza humana como fundamento de la moralidad.
Precisamente por ello se le ha de negar a Schopenhauer esa auténtica comprensión, a
pesar de que en él la moralidad aparece como algo basado en la naturaleza humana. Así
cabe comprobarlo en unas afirmaciones de Schopenhauer, que de un modo inmediato
siguen a su reducción de las virtudes cardinales a la justicia y el amor al prójimo: «Ambas
enraízan en la compasión natural. Mas esta compasión es, a su vez, un innegable hecho
de la conciencia humana, de la cual es esencialmente propio, y, en vez de basarse en
presuposiciones, conceptos, religiones, dogmas, mitos, educación y formación, es
originaria e inmediata, radicando en la misma naturaleza humana, y, en virtud
precisamente de ello, se mantiene en todas las situaciones y se manifiesta en todos los
países y tiempos (…). Por el contrario, a quien parece carecer de ella se le llama un ser
inhumano, así como también se usa la voz “humanidad” en calidad de sinónimo de la
compasión»[347].
El fundamento de la moralidad queda así puesto en la naturaleza humana, mas de tal
modo que la conducta moralmente virtuosa es la procedente de una compasión que tiene
lugar a natura, no secundum naturam, pues no acontece como una libre conformidad o
concordancia con nuestra propia naturaleza, sino como un hecho que a ésta le es esencial
y que, en cuanto tal, radica en ella. Y, ciertamente, la mediación de la libertad, sin la cual
carece de sentido propio el secundum naturam del obrar del hombre en cuanto hombre,
no puede estar presente en la concepción que del comportamiento virtuoso propone
Schopenhauer, porque éste tiene de ella una interpretación que no se lo puede permitir
(véase, hacia el final del Capítulo IV, la debilidad del recurso que a la distinción de lo
fenoménico y lo nouménico, aplicada a la libertad, hace Schopenhauer para mantener
que no niega la libertad, sino que la sitúa en una región superior a la propia de las
acciones individualmente determinadas).
Muy distinto es el caso de las reservas —y, hasta cierto punto, de la oposición— de D.
von Hildebrandt al secundum naturam en su aplicación a la ética. En este caso resultaría
enteramente injustificado el mantener que en él no se tiene en cuenta la mediación de la
libertad o que se incurre en una confusión de lo que es a natura con lo que es secundum
naturam. Ello no obstante, la crítica de Von Hildebrandt a la concordancia del obrar
moralmente recto con la naturaleza específica del hombre está basada en la interpretación
326
«gnoseológica» de un principio cuyo sentido es esencialmente ajeno a ese modo de
interpretarlo. Consideremos, eligiéndolas entre otras fundamentalmente equivalentes, las
afirmaciones que siguen: «Conocemos que el ser justo es secundum naturam porque
conocemos que ello es bueno; y nuestro conocimiento de la bondad de la justicia no lo
sacamos de que ésta sea secundum naturam. Si analizamos la naturaleza del hombre sin
atender a la moralidad, nunca podremos llegar a comprender por qué la justicia es
secundum naturam, pero la intuición de la bondad de la justicia nos descubre que el
hombre está destinado a participar de esa bondad. (…) La noción del valor moral es para
nuestro conocimiento el principium, y el ser secundum naturam es lo
principiatum»[348].
Desde el punto de vista de la gnoseología, que es, indudablemente, el que en estas
afirmaciones asume Von Hildebrandt, éste tiene razón. En lo que no la tiene es
precisamente en adoptar ese punto de vista para establecer el sentido, y determinar así el
alcance, del secundum naturam para su aplicación a la ética. La afirmación de la
concordancia de lo moralmente bueno —y, por ende, de la materia del deber positivo,
que es también la materia del mandato moral— con la naturaleza específica del hombre
no es la fórmula de un criterio para descubrir los valores morales y las normas
correspondientes. Tal como ya aquí se ha dicho en repetidas ocasiones, lo que
originariamente nos da a conocer tanto lo moralmente bueno como lo moralmente malo,
así como los preceptos morales positivos y negativos, es la razón práctica, que nos dicta
la ley natural, y no la razón teórica. Un análisis de la naturaleza humana es algo que la
razón teórica efectúa, pero no para descubrir lo que ya está descubierto por la razón
práctica, sino para otras posibles finalidades, entre las cuales cabe contar la aprehensión
de la concordancia que con la naturaleza humana mantienen, cada cual a su modo, las
respectivas materias de los imperativos morales. Y para el logro de esa finalidad no es
imprescindible, al menos para el caso de los imperativos más generales y básicos, el
hacer unos análisis especialmente pormenorizados y difíciles, pues si así fuera resultaría
imposible el conocimiento prefilosófico de esa especial concordancia.
La crítica de Von Hildebrandt al secundum naturam es, en resolución, la crítica a un
modo erróneo de concebir este principio, y así presta el servicio de dar ocasión a explicar
cómo la concordancia con el ser natural del hombre no es, en su aplicación a la ética, un
principio gnoseológico, sino ontológico: una ratio essendi, no una ratio cognoscendi. No
es una especie de marca o señal distintiva por virtud de la cual podamos determinar si
algo es moralmente bueno o no lo es (según tenga, o no tenga, esa señal), sino el porqué
genérico del contenido de los mandatos morales, lo que en todos los casos hace que
moralmente ese contenido sea bueno.
327
razón», porque la razón es lo que en efecto hace que sea humana la naturaleza del
hombre en su específica diferencia respecto del ser de todos los animales infrahumanos.
A la equivalencia de la «conformidad con la naturaleza humana» y la «conformidad
con la razón» parece oponerse el hecho de que la racionalidad es solamente una parte, no
el todo, de la essentia metaphysica del hombre, siendo la otra parte de esta esencia la
índole de animal. Ello constituiría ciertamente una irrebatible objeción si en la naturaleza
humana la racionalidad y la animalidad se comportasen como dos sumandos simplemente
coordinados entre sí. Pero es el caso que en el ser específico del hombre la animalidad y
la racionalidad no son dos partes o aspectos simplemente añadidos el uno al otro. Por el
contrario, en el ser específico del hombre la animalidad se comporta como lo
determinado, y la racionalidad como lo determinante. Lo cual quiere decir, por una parte,
que la animalidad del ser humano no es la que excluye a la racionalidad, sino la que por
ésta se encuentra determinada; y, por otra parte, quiere decir que la racionalidad no es en
el hombre algo que excluya a la animalidad, sino algo que respecto de ella se comporta
como lo hace el acto respecto de la potencia a la cual está unido, constituyendo con ella
una unidad esencial, no un puro y simple agregado.
De nuevo nos encontramos aquí con la idea de la flexión moral del operari sequitur
esse. El obrar moralmente recto es el conforme con la racionalidad del ser humano por
cuanto esta racionalidad es en el ser humano el factor determinativo, actualizante, no el
pasivo o determinado con el cual constituye un auténtico unum per se y al cual,
consiguientemente, no puede dejar de hacer una constitutiva referencia. Si así no fuese,
es decir, si se tratase de una racionalidad esencialmente ajena a la animalidad del ser
humano (en cuyo caso no podría desempeñar el cometido del factor actualizante en este
ser), resultaría imposible que lo mandado, o lo prohibido, por ciertos preceptos morales
tuviese algo que ver con la animalidad de nuestra propia naturaleza. Deberes tales como,
por ejemplo, el de alimentarnos y, en general, todos los concernientes al mantenimiento
de nuestra salud física, son radicalmente imposibles en un ser cuya racionalidad no sea la
propia de una naturaleza en la cual la animalidad es, a su modo, una parte. Mas tampoco
sería posible ninguno de esos deberes si la racionalidad no fuese una parte —y
justamente la que se comporta como factor actualizador o determinativo— de la
naturaleza específica del hombre.
A la vista de los deberes que serían imposibles sin la conexión de la racionalidad y la
animalidad en el ser propio de la naturaleza humana, cabe decir que «el hombre se nos
aparece como un ser en el que ciertas necesidades materiales son, a la vez, necesidades
morales»[349]. Tal simultaneidad no puede darse, ni en el animal irracional
(precisamente porque carece de razón) ni en un ser puramente intelectivo (ni más ni
menos que por no ser un animal). Y, por lo demás, es cosa clara que el conocimiento
humano de las necesidades materiales constitutivas de necesidades morales no es un
mero conocimiento sensorial. Las necesidades morales, los deberes, no son
sensorialmente cognoscibles, y de ahí que no puedan darse en el animal irracional. Lo
que ante todo hace posible que en el hombre ciertas necesidades materiales sean también
deberes o necesidades morales no consiste realmente en otra cosa que en la capacidad
328
humana de «entender», no meramente de «sentir», unas necesidades compartidas con
los animales infrahumanos, i. e., con los que las sienten, pero no las entienden.
Dos pensadores tan esencialmente diferentes como Aristóteles y Kant coinciden en
admitir —cada cual, desde luego, a su modo y manera— la concordancia con la
racionalidad, el secundum rationem, en calidad de esquema del obrar éticamente recto.
Así, para Aristóteles lo común a todas las operaciones por las que se engendra la virtud
es el obrar según la recta razón: κατὰ τὸv ὀρθὸv λόγov πράττειv[350]. Santo Tomás, en
su comentario a esta tesis, afirma: «La explicación de ello está en que el bien de cada ser
estriba en que su operación sea concordante con la forma propia de ese ser. Mas la
forma del hombre es aquella según la cual el hombre es animal racional. De ahí que, para
ser bueno, el obrar del hombre haya de atenerse a la recta razón. Pues la perversidad de
la razón repugna a la naturaleza de ésta»[351].
Los conceptos de «razón recta» y «perversidad de la razón» son decisivos para
comprender exactamente el significado del secundum rationem. La racionalidad de lo
moralmente bueno no es la de cualquier uso de nuestro poder intelectivo y discursivo,
sino la del recto uso de este mismo poder. Si cabe hablar de rectitud de la razón es
porque cabe, asimismo, un torcimiento de ella en el modo de usarla, no en sí misma. El
pensamiento de que la perversidad de la razón repugna a la naturaleza de ésta nos
esclarece, por contraste, el sentido de la rectitud de la razón. Que la perversión de este
poder repugne a la naturaleza misma de él no quiere decir que para él sea imposible esa
perversión o torcimiento. El desviarlo de su recto uso es una posibilidad llevada a la
práctica cuando la razón, en vez de dirigir, es dirigida, lo cual se opone (repugna) a su
propia índole de coeficiente determinativo, actualizante, del peculiar ser del hombre
frente al ser del animal irracional. Nuestra razón queda adulterada en su uso en todas las
ocasiones en las que libremente la empleamos para ponerla al servicio de lo que ella está
llamada a gobernar. Justamente en esa inversión consiste la perversión que de nuestro
poder intelectivo y discursivo hacemos cada vez que lo usamos para algo opuesto a ellos.
Y eso es lo que sucede cuando procuramos nuestro propio bien particular a costa del bien
común y cuando buscamos y ponemos los medios indispensables para satisfacer una
pasión que nos domina.
En la filosofía moral kantiana el significado ético de la racionalidad está, sin duda,
presente en la universalidad formal del imperativo categórico (una universalidad que
presupone la racionalidad en el ser al que este imperativo se dirige); pero muy
especialmente ha subrayado también Kant la naturaleza racional, en su propio carácter de
fin en sí, como fundamento, a la vez subjetivo y objetivo, del principio supremo de la
moralidad: «El fundamento de este principio está en que la naturaleza racional existe
como algo que en sí mismo es un fin. Así se representa el hombre necesariamente su
propia existencia en tanto que es también un principio subjetivo de las acciones humanas.
Mas también así se representa cualquier otro ser racional su existencia, por virtud
precisamente del mismo fundamento racional que también vale para mí. Por tanto, es, a
la vez, un principio objetivo, del cual han de poder derivarse, como de un principio
práctico supremo, todas las leyes de la voluntad. El imperativo categórico será, por tanto,
329
el siguiente: obra de forma que uses la humanidad, tanto en tu persona, cuanto en la
persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin, y nunca únicamente
como medio»[352].
El fundamento de la moralidad es así, en el pensamiento kantiano, la naturaleza
racional, a la cual compete, justo por ser racional, el valor de un fin en sí mismo. De lo
cual resulta, por tanto, que lo mandado con el imperativo práctico supremo es que
obremos en concordancia con nuestra propia racionalidad. Lo que en cada ocasión
hemos de hacer para prestar obediencia a ese principio es cosa que, por supuesto, no se
determina en general nada más que de un modo abstracto, según el cual, y para
expresarlo negativamente, no hemos de obrar de tal forma que nuestro querer y nuestro
hacer sean discordantes de nuestra naturaleza racional. Ese modo negativo o limitativo de
expresar lo que hemos de hacer para ajustarnos al principio práctico supremo se
encuentra también en Kant cuando éste propone, como una de las fórmulas del
imperativo práctico (en atención al fin de las máximas morales), «que el ser racional, en
tanto que fin según su propia naturaleza y, por ende, en cuanto fin en sí mismo, haya de
servir, para toda máxima, de condición limitativa de todos los fines meramente relativos y
libremente propuestos»[353]. Por cuanto lo así mandado es que ningún fin relativo y
libremente propuesto esté en contradicción con la índole de fin en sí mismo, propia del
agente moral, y dado que el ser fin en sí mismo lo deben los seres racionales a la
naturaleza que como tales poseen, resulta, en definitiva, que es la racionalidad el
fundamento del imperativo moral, o sea, que lo que éste manda es, dicho en términos
positivos, obrar en conformidad con la razón.
Schopenhauer, en su crítica a la fundamentación kantiana de la moral, pasa por alto la
«condición limitativa» (einschränkende Bedingung) impuesta, según Kant, a todas las
máximas morales por la racionalidad fundamentante del valor de «fin en sí mismo» que
el ser racional posee. La racionalidad en la que Kant pone el fundamento de este valor y
que como tal se opone a todos los fines (relativos y libremente elegidos) que lo
contradigan, no se confunde con el modo de proceder de quien actúa de una manera
lógica y reflexiva, sin dejarse llevar por «impresiones», pero también sin respetar en su
propio ser, ni en el de los demás seres racionales, su absoluto valor de «fin en sí». No es
justo, por consiguiente, lo que de Kant dice Schopenhauer al atribuirle la identificación
del obrar moralmente recto con un obrar que sólo es racional en el sentido de la
coherencia lógica de los medios con los fines correspondientes. Tras haber definido de
ese modo el «obrar racional» (vernünftiges Handeln), dice, efectivamente,
Schopenhauer:
«Mas esa forma de obrar no implica en manera alguna la justicia ni el amor del
prójimo. Antes por el contrario, cabe obrar muy razonablemente y, en virtud de ello, de
una manera reflexiva, meditada, lógica, ajustada a un plan y método, siguiendo, sin
embargo, las máximas más egoístas, injustas e incluso atroces. De ahí que a ningún
hombre antes de Kant se le haya ocurrido identificar el obrar justo, virtuoso y noble con
el obrar racional, sino que se les ha distinguido completamente, manteniéndolos
separados. Mientras que uno de ellos estriba en la forma de la motivación, el otro radica
330
en la diversidad de las máximas fundamentales. Sólo después de Kant, y puesto que la
virtud habría de surgir de la razón pura, son una y la misma cosa la virtud y la
razón»[354].
Salta a la vista la básica diferencia entre la racionalidad del imperativo categórico
kantiano y la caracterizada por Schopenhauer, al atribuirle un valor, digámoslo así,
meramente lógico-formal. Y lo que desde un punto de vista histórico-filosófico no puede
por menos de resultar sorprendente en grado máximo es que Schopenhauer parezca estar
en la ignorancia —o padezca el olvido— de que el principio de la racionalidad de los
valores morales positivos (el secundum rationem en su aplicación a la ética), lejos de ser
una invención kantiana, ya estaba reconocido en el pensamiento griego clásico. Y, por
otra parte, no es coherente consigo mismo Schopenhauer al impugnar el secundum
rationem en su aplicación a la ética, siendo así que admite, sin embargo, el secundum
naturam y, por cierto, como ya arriba hemos visto, sin distinguirlo suficientemente del
puro y simple a natura o hasta identificándolo con él. Pese a todo lo cual es provechosa
la objeción de Schopenhauer por cuanto su consideración hace posible una oportuna
insistencia sobre cómo no ha de entenderse la racionalidad de los valores morales
positivos.
En la posición de D. von Hildebrandt ante la cuestión del nexo de la moralidad y la
racionalidad hay un planteamiento gnoseológico (no ontológico), al igual que en la
posición de este mismo autor ante el secundum naturam, ya examinada arriba (y que él
establece inmediatamente antes de la que ahora nos ocupa): «Ciertamente, es verdad que
la moralidad es el más alto cumplimiento de la racionalidad si aceptamos que la
racionalidad incluye la llamada de los valores y la obediencia a esta llamada. Pero de la
racionalidad nunca podemos deducir la noción de la moralidad. Una vez que hemos
captado la naturaleza de la moralidad entendemos que ésta también implica una forma
nueva y más alta de la racionalidad. La racionalidad presupone la moralidad y no a la
inversa»[355].
Para la intelección de la idea de una «forma nueva y más alta de la racionalidad» (a
new and higher form of reasonability) como algo que la moralidad implica según Von
Hildebrandt sostiene, es necesaria la determinación de la otra forma, la menos alta, de la
racionalidad, y esa determinación es algo que Von Hildebrandt no hace, con lo cual se ha
de suponer que éste entiende por ella la racionalidad que no incluye «la llamada de los
valores y la obediencia a esta llamada». Ahora bien, entendida de esta manera, se trata,
indudablemente, de una racionalidad no sólo más baja, sino también opuesta, de un
modo contradictorio, a sus más propias posibilidades en el ámbito del querer y del hacer
humanos. Pues no es, ciertamente, la sensibilidad, patrimonio genérico de todos los
animales, sino la racionalidad lo que nos permite dominar las pasiones en vez de serles
esclavos, y elevarnos al bien común en vez de quedar atados, como los animales
irracionales, al puro y simple bien particular. Es verdad que la racionalidad permite
asimismo el comportamiento opuesto, aunque también sin forzarlo (ratio, radix
libertatis), pero en su contenido o materia, no en la libertad de su forma, ese otro
comportamiento iguala al hombre con el animal carente de razón y no actualiza, por
331
tanto, las posibilidades que son más propias de ésta. Más aún: no solamente no las
actualiza, sino que pone en práctica las que le son contradictorias, y así ese modo de
obrar es, por tanto, contra rationem.
Para llegar, según Von Hildebrandt hace, a la conclusión de que es la moralidad lo
presupuesto por la racionalidad, y no a la inversa, es indispensable que lo así entendido
como fundamento esté siendo pensado en calidad de ratio cognoscendi de la
racionalidad, no como ratio essendi de la moralidad. Tanto el comportamiento
éticamente bueno como el éticamente malo presuponen la libertad y también, por ende,
la razón, pero sólo el primero es, en su contenido o materia, un obrar propiamente
secundum rationem. ¿Ha de afirmarse entonces que la razón permite obrar contra ella?
La respuesta afirmativa es necesaria, no obstante su sorprendente apariencia, porque la
razón hace posible la libertad humana de albedrío, y el uso de ésta permite la posibilidad
(no la necesidad) de que lo elegido (no el hecho del elegir) se oponga contradictoriamente
a la razón en sus más propias posibilidades.
332
relatividad de la materia del imperativo moral es concordancia con la recta razón en tanto
que ésta es una razón no vacía, sino informada por los preceptos universales de la ley
natural y por los individuales, o máximamente concretos, de la prudencia. De ambas
cosas nos ocuparemos sucesivamente en los dos próximos capítulos. Como una síntesis
de las últimas consideraciones de éste pueden ahora servirnos las siguientes afirmaciones
de M. Rhonheimer acerca de la razón: «(…) sólo ella (…) puede, en sus juicios
prácticos, formular dictamina preceptivos reguladores de las acciones humanas y que
como verdad práctica corresponden a la verdad del ser humano y lo dirigen hacia su
fin»[356].
333
[348] «We know that to be just is secundum naturam because we know that it is good; and we do not get our
knowledge of the goodness of justice from its being secundum naturam. An analysis of man's nature which
prescinde from moral goodness could never lead us to understand why justice is secundum naturam; but the
insight into the goodness of justice reveals to us that man is destined to partake of this goodness. (…) The notion
of moral value is for our knowledge the principium and the being secundum naturam, the principiatum», Ethics,
ed. cit., pp. 186-187.
[349] A. Millán-Puelles: Persona humana y justicia social (5ª edición, Rialp, Madrid, 1982), p. 12.
[350] Eth. Nic., 1103 b 32.
[351] «Cuius ratio est quia bonum cuiusque rei est in hoc, quod sua operatio sit conveniens suae formae. Propria
autem forma hominis est secundum quam est animal rationale. Unde oportet quod operatio hominis sit bona ex
eo, quod est secundum rationem rectam. Perversitas enim rationis repugnat naturae rationis», In Ethic., lib. II,
lect. 2, n. 257.
[352] «Der Grund dieses Prinzips ist: die vernünftige Natur existirt als Zweck an sich selbst. So stellt sich
nothwendig der Mensch sein eignes Dasein vor; so fern ist es also ein subjektives Princip menschlicher
Handlungen. So stellt sich aber auch jedes andere vernünftige Wesen sein Dasein zufolge eben desselben
Vernunftgrundes; der auch für mich gibt, vor; also ist es zugleich ein objektives Princip, woraus als einem
obersten praktischen Grunde alle Gesetze des Willens müssen abgeleitet werden können. Der praktische Imperativ
wird also folgender sein: handle so, dass du die Menscheit sowohl in deiner Person, als in der Person eines jeden
anderen, jederzeit zugleich als Zweck, niemals bloss als Mittel brauchst», Grundlegung zur Metaphysik der Sitten,
Ak IV, p. 429.
[353] «(…) dass der vernünftige Wesen als Zweck seiner Natur nach, mithin als Zweck an sich selbst, jeder
Maxime zur einschränkenden Bedingung aller bloss relativen und willkürlichen Zwecke dienen müsse», Op. cit.,
p. 436.
[354] «Keineswegs aber impliciert dieses Rechtschaffenheit und Menschenliebe. Vielmehr kann man höchst
vernünftig, also überlegt, besonnen, konsequent, planvoll und methodisch zu Werk gehn, dabei aber doch die
eigennützigsten, ungerechtesten, sogar ruchlosesten Maximen befolgen. Daher ist es vor Kant keinen Menschen
eingefallen, das gerechte, tugendhafte und alle Handeln mit dem vernünftigen Handeln zu identificiren: sondern
man hat beide vollkommen unterschieden und aus das andere auf die Verschiedenheit der Grundmaximen. Bloss
nach Kant, da die Tugend aus reiner Vernunft entspringen sollte, ist Tugendhafte und Vernünftig Eines und das
Selbe», Über die Grundlage der Moral, ed. cit., pp. 189-190.
[355] «It is certainly true that morality is the highest fulfillment of reasonnability, if we take reasonnability to
include the call of values and obedience to this call. But never can we deduce from the notion of reasonability the
notion of morality. Once we have grasped the nature of morality, we understand that it also implies a new and
higher form of reasonability. This reasonability presupposes morality and not vice versa», Ethics, ed. cit., p. 184.
[356] «(…) sie allein (…), in ihren praktischen Urteilen, handlungsregulative präzeptive dictamina zu formulieren
vermag, die der Wahrheit des menschlichen Seins als praktischen Wahrheit entsprechen und ihn auf sein Ziel
hinordnen», Natur als Grundlage der Moral, ed. cit., p. 253.
334
X. La determinación de la materia de la ley natural
335
unidad y la pluralidad de los imperativos éticos universales. La pregunta que inicialmente
se ha de hacer es, por tanto, ésta: ¿cómo puede entenderse que la adecuación o
concordancia con el ser específico del hombre dé lugar a un conjunto de preceptos
morales esencialmente distintos, siendo así que ella misma es algo esencialmente uno
por virtud de la índole esencialmente unitaria de nuestro modo específico de ser? Aunque
es difícil dar a esta pregunta una respuesta cabal, es, en cambio, bien fácil comprender
que la clave de la respuesta ha de encontrarse en el ser específico del hombre, que es
justamente aquello con lo cual son concordantes los preceptos de la ley natural. Sin
embargo, y puesto que los imperativos morales, al igual que los demás imperativos, no
afectan a nuestra propia realidad sustancial (aunque lógicamente la suponen), sino a
nuestro libre modo de comportarnos, resulta que el ser específico del hombre, en el cual
hemos de buscar la clave para la solución del problema que examinamos, ha de quedar
pensado en relación con su propio operar y, por lo mismo, no exclusivamente, como
essentia, sino como natura (en su acepción dinámica).
En su consideración como natura el ser del hombre se nos muestra orientado,
constitutivamente referido, a su propio operar, es decir, al que su essentia le permite. Ese
estar naturalmente referido, orientado, al operar que su esencia le hace posible es lo
existente en el hombre como natural inclinación o tendencia suya. Mas la unidad de la
esencia —y, por ende, también de la naturaleza— humana es compatible con una
esencial pluralidad de inclinaciones o tendencias humanas naturales, de la misma manera,
y por la misma razón, según la cual es también compatible con una esencial pluralidad de
operaciones a cargo del ser humano. Sin detrimento alguno de la esencial unidad de
nuestro ser, podemos llevar a cabo actividades tales como, por ejemplo, el alimentarnos,
el ver, el oír, el apetecer sensorialmente, el entender, el discurrir, el libre elegir, etc., etc.,
todas las cuales son entre sí diferentes de una manera esencial.
Para efectuar tan diversas actividades cuenta el hombre con las correspondientes
facultades o potencias operativas. No son tan abundantes como las operaciones cuya
ejecución hacen posible, aunque igualan el número de las especies de éstas. Así, pues,
entre el hombre considerado en la unidad de su essentia, por un lado, y, por otro, el
conjunto de las operaciones que ésta, en principio, permite, se intercalan las facultades o
potencias operativas, constituyendo una pluralidad tan esencial como la integrada por las
distintas especies de las operaciones que el hombre puede ejercer. Pero, a su vez, todas
nuestras facultades o potencias operativas presuponen unas tendencias, a cuyo servicio
están. Toda potencia operativa o facultad es un poder que su sujeto tiene para realizar
operaciones de una especie determinada, a las cuales está inclinado por su propio ser
natural. Es decir: nuestras potencias activas presuponen unas tendencias naturales que
son la expresión plural de la unidad radical de nuestra misma naturaleza. Como toda
natura, el ser humano es tendencia radicalmente unitaria, una fundamental y sustancial
inclinación a la acción. Omne ens est propter suam operationem. El hombre no está
sustraído a este principio, y su ser es, por tanto, tendencial por naturaleza, innatamente,
de la manera más íntima y primordial. De todo lo cual resulta que la existencia de una
pluralidad de inclinaciones naturales humanas es posible como un despliegue de la
336
naturaleza única del hombre en una serie de aspectos o sub-tendencias específicamente
diferentes, pero subordinadas todas ellas a la fundamental unidad de nuestro ser.
En mi escrito «El ser y el deber»[358] puede leerse: «si en el sistema tomista se habla
a veces de varias inclinaciones naturales en uno y el mismo ser, no es porque en éste
existan diversas naturalezas, sino porque la única que tiene se ramifica en un conjunto o
haz de subtensiones, cuya mutua interdependencia está basada en que todas ellas son
aspectos de una sola inclinación fundamental».
Basándose en la diferencia entre las inclinaciones naturales del ser humano es como
santo Tomás clasifica y ordena los preceptos de la ley natural en un inicial esquema de
ellos, susceptible de desarrollos ulteriores[359]. El pensamiento de santo Tomás sobre
este punto es una de las más fecundas y decisivas aportaciones al establecimiento de las
premisas metafísicas (concretamente, ontológicas) y antropológicas de la filosofía moral.
(Una «ética sin metafísica» es posible si se entiende por ética la experiencia moral, no la
reflexión filosófica sobre ella, y si por metafísica se entiende una cierta disciplina
filosófica, metódicamente construida, no el uso espontáneamente metafísico del
entendimiento humano). Tras haber señalado el primer principio de la razón práctica, el
cual es el primer precepto de la ley natural (a saber, el que ordena hacer y procurar lo
bueno, así como evitar lo malo), santo Tomás argumenta el paralelismo entre los
preceptos de la ley natural y las inclinaciones naturales en estos términos: «Mas como
quiera que el bien tiene índole de fin y el mal la índole de lo contrario de éste, resulta que
todas las cosas a las que el hombre tiene una inclinación natural las aprehende
naturalmente la razón como buenas y, consiguientemente, como habiendo de ser
procuradas mediante alguna operación, y sus contrarias como malas y que se han de
evitar. De ahí que el orden de los preceptos de la ley natural siga el orden de las
inclinaciones naturales»[360].
El paralelismo de las inclinaciones naturales y los preceptos de la ley natural es ya una
respuesta a la cuestión de cómo se determina la materia de los imperativos de esta ley en
razón de que difieren entre sí. La respuesta consiste en que la materia de estos
imperativos se determina respectivamente por las diversas inclinaciones naturales
humanas en tanto que éstas apuntan a diversos bienes humanos (o, si se trata de
prohibiciones, a los males humanos correspondientes). Lo cual quiere decir, en suma,
que la determinación de que se trata es cosa que corre a cargo de esos bienes humanos
hacia los cuales tenemos una inclinación natural. A su manera, esto vale también para las
prohibiciones por cuanto en ellas los males que son su objeto inmediato se determinan
por su oposición a los bienes que hacen de objetos de las inclinaciones humanas
naturales. O lo que es igual: las materias de los imperativos éticos universales son
(positiva o negativamente) relativas a los objetos de estas inclinaciones.
Todo ello está de acuerdo plenamente con una idea que hasta aquí hemos venido
reiterando en ocasiones muy varias, a saber, que, a través de los deberes que suponen,
los imperativos se basan en aquello que constituye el fundamento inmediato de las
exigencias morales: el «ser-bueno», la bondad propia, de lo debido y, consiguientemente,
mandado. Mas la ética filosófica no puede limitarse a reconocer la existencia de estos
337
nexos, sino que ha de explicar su alcance y fijar exactamente su sentido, pasando luego a
resolver el problema de cómo pueden unas inclinaciones naturales intervenir en la
constitución del genus moris. Este segundo punto será discutido especialmente en el
siguiente apartado de este mismo capítulo. Por el momento vamos a limitarnos a
considerar el sentido y alcance de la relación entre las tendencias humanas naturales, los
objetos correspondientes y los bienes morales.
Ante todo, hay que perfilar el exacto sentido de la descripción del bien como lo que
todos los seres apetecen. Lo que así se describe es el bien in genere o, mejor, el bien
supergenérico o transgenérico, por estar referido no a una o a varias clases de seres —ni
siquiera las más universales—, sino a los seres de toda clase y condición, es decir,
ilimitadamente, a cualquier ser. Ello es, sin duda, compatible con la diversidad de los
bienes, de un modo análogo a como la idea trascendental (supergenérica, transgenérica)
del ente es compatible con las diferencias entre unos seres y otros. Sin embargo, no es
esta aclaración, a pesar de su relevancia, la que más nos importa hacer para fijar con
exactitud el sentido de la descripción del bien como lo que todos los seres apetecen. Es
todavía más decisivo en relación a ese fin el dejar inequívocamente señalado que la
descripción que nos ocupa no presupone, ni constituye en sí misma, una noción del bien
como algo esencialmente relativo al tender hacia él o apetecerlo (siquiera sea en la forma
de la inclinación pura y simplemente «natural» en el sentido de no implicar en modo
alguno la conciencia).
Según es bien sabido, la descripción de que se trata es propuesta por Aristóteles:
τἀγαθόν, οὗ πάντ’ ἐφίεται[361]. Por el contexto inmediato, donde se sostiene que toda
técnica y todo método, así como la práctica y la elección, tienden a algún bien, la voz
ἐφίεται ha de tomarse, también al final de la descripción, para significar que todos los
seres tienden al bien. Sin embargo, lo que la descripción dice no es precisamente esto,
sino que el bien es aquello a lo que todos los seres tienden. La versión latina, quod omnia
appetunt, es fiel, innegablemente, al texto griego, porque el «appetunt» que en ella
traduce al ἐφίεται, tampoco excluye ni incluye, necesariamente, el ejercicio de la
actividad de la conciencia. Así, pues, tanto el texto griego de Aristóteles como su habitual
versión latina nos describen el bien como lo que es objeto de una inclinación o tendencia
(en su más amplio sentido). ¿Pero es ello una prueba de que para Aristóteles algo es
bueno por ser aquello a lo que alguna tendencia o inclinación está orientada?
En el estilo realista del pensamiento de Aristóteles no cabría la posibilidad de aplicar a
lo conscientemente apetecido esa interpretación del bien como un efecto, en vez de como
una causa (por supuesto, final o teleológica). Aplicar esa interpretación al caso del bien
apetecido de una manera consciente sería tanto como decir que algo es bueno por ser
objeto de una apetición sensorial o por ser querido en algún acto de la facultad volitiva, lo
cual es evidentemente incompatible con el realismo del pensamiento de Aristóteles, para
quien tanto el conocer como el apetecer sensorial o intelectual son esencialmente
relativos a sus objetos, y no a la inversa. Santo Tomás ha entendido con exactitud el
338
significado de la descripción aristotélica del bien. Refiriéndose expresamente a ese
significado, dice: «Acerca de lo cual ha de considerarse que el bien cuenta entre las cosas
primordiales, de tal manera que según los platónicos es anterior al ente. Pero en realidad
el bien equivale al ente. Ahora bien, las cosas primordiales no son notificadas por algunas
cosas anteriores, sino que son dadas a conocer por las posteriores, como las causas por
los efectos propios. Mas como el bien es propiamente lo que mueve al apetito, se le
describe por el movimiento de éste, así como la fuerza motriz suele ser manifestada por
el movimiento. Y por eso dice (Aristóteles) que los filósofos procedieron de una manera
correcta al enunciar que el bien es lo que todas las cosas apetecen»[362].
El efecto de la apetición en lo apetecido no es real, sino tan sólo una pura denominatio
extrinseca, tal como lo es el efecto del conocer en lo conocido. En consecuencia, el
hecho de que algo sea apetecido no convierte a ese algo en un verdadero bien, ni
siquiera, tampoco, en un mero bien aparente. Lo que no es bueno en realidad, sino que
tan sólo lo parece, puede ser el objeto de una apetición efectiva (ya sensorial, ya
suprasensorial), pero tampoco es esta posibilidad lo que de él hace un mero bien
aparente, sino justo a la inversa: por parecer un bien es por lo que tiene la posibilidad de
ser objeto de una apetición acompañada de conciencia.
Hay, pues, tan sólo una coincidencia parcial —que incluso puede resultar equívoca—
entre la forma en que Aristóteles y santo Tomás entienden el nexo del bien con la
apetición (en su más amplio sentido) y lo que M. Scheler sostiene a propósito de los
valores y de las tendencias al decir: «Si preguntamos a los hechos y no seguimos unas
construcciones vacías, no nos cabrá tampoco ninguna duda de que unos valores positivos
pueden ser objeto de aversión (entendiendo por esos valores los que en calidad de
positivos están, a la vez, dados), y tampoco pondremos en duda que unos valores
negativos sean objeto de inclinación. Mas hay una frecuente ilusión axiológica que
consiste en mantener que algo es positivamente valioso porque nos está siendo dado en
una tendencia, y en mantener como negativamente valioso lo dado en la aversión. (…)
Toda acomodación de nuestros juicios de valor a nuestro sistema meramente fáctico de
tendencias (…) está basado en esta forma fundamental de la ilusión axiológica. Mas
justamente por ello puede apreciarse cómo es errónea por completo una teoría que
pretende hacer de esta forma de la ilusión axiológica la forma normal y auténtica de la
captación de los valores e incluso una especie de producción de éstos»[363].
Salta a la vista que las tendencias de las que Scheler habla son las que implican la
representación de sus objetos y de ésta se siguen, pues si bien son sincrónicas con ella, se
comportan, no obstante, respecto de ella como lo condicionado con su condición y, en
cierto modo, como el efecto en relación a la causa. No puede, en consecuencia, ser
correcto el modo de pensar denunciado por Scheler como «ilusión axiológica»
(Werttäuschung). Pensar que algo es positivamente valioso porque está siendo dado en
una tendencia, significa, ante todo, que se pasa por alto el hecho de que, como observa
Scheler, cabe que unos valores positivos sean objeto de aversión y que, a su vez, sean
objeto de tendencia unos valores negativos. Pero, además, y aquí está lo esencialmente
decisivo y no señalado por Scheler, el ser objeto de una tendencia consciente o de una
339
consciente aversión no es cosa que dependa tan sólo de lo que ese objeto es, antes por el
contrario, se constituye al modo de un efecto de lo que ese objeto parece. Sólo así puede
explicarse que lo malo llegue a ser apetecido y lo bueno, en cambio, rechazado. Lo malo
puede ser objeto de tendencia porque puede parecer bueno, y lo bueno puede ser objeto
de aversión porque parece malo. Ambas afirmaciones se mantienen en la línea de la
subordinación de la tendencia a su objeto en tanto que este es objeto de una actividad
cognoscitiva, la cual puede ser errónea o acertada.
La coincidencia entre el pensamiento de santo Tomás y el de Scheler se reduce, en
este punto, a la negación de que algo sea bueno, positivamente valioso, por cuanto es
objeto de una tendencia; y a la negación, asimismo, de que algo sea malo, negativamente
valioso, por cuanto es el objeto de una contra-tendencia o aversión. Ahora bien, al
admitir que el efecto es manifestativo de la causa (tal como lo hemos visto en el
comentario a la descripción aristotélica del bien), santo Tomás está asimismo aceptando
que podemos saber que algo es bueno porque sabemos que ese algo es objeto de una
tendencia no condicionada por un conocimiento erróneo (vale decir, por un conocimiento
en el cual lo aprehendido es sólo un bien aparente, considerado como bien real). Y dado
que las tendencias naturales no dependen, precisamente porque son naturales o innatas,
de ninguna actividad cognoscitiva efectuada por el respectivo sujeto, el saber que algo es
objeto de una tendencia natural nos permite saber que ese algo es bueno, vale decir,
conveniente para el sujeto de esa misma tendencia, concordante o conforme con el ser
natural de ese sujeto.
No es que el objeto de una tendencia natural sea bueno porque es objeto de una
tendencia natural, o porque sabemos que de ese modo se comporta, sino que porque
sabemos que se comporta de ese modo conocemos que es bueno. Cuando santo Tomás
asegura, según arriba hemos visto, que la razón aprehende naturalmente como buenas
todas las cosas a las que el hombre tiene una inclinación natural, está tomando la
inclinación natural como un efecto manifestativo de la bondad de su objeto, no como la
causa realmente determinativa de esa misma bondad.
Por otra parte, sin embargo, ¿no podría hacérsele a santo Tomás el reproche de haber
incurrido en la sofística acomodación, señalada con agudeza por Scheler, de nuestros
juicios de valor a nuestros sistemas puramente fácticos de tendencias? O también: ¿no es
una modalidad de la «naturalistic fallacy» el sostener que la razón aprehende
naturalmente como bueno todo aquello a lo que el hombre tiene una inclinación natural?
Mas ya el hecho de hacer estas objeciones es posible tan sólo sobre la base del
desconocimiento de que las tendencias naturales[364] no son puramente fácticas. Entre
ellas y la naturaleza a la cual pertenecen, que en este caso es la humana, hay una esencial
conexión, por virtud de la cual no cabe que una tendencia propiamente natural sea un
simple hecho. Una tendencia es natural precisamente en tanto que está exigida por la
propia naturaleza del sujeto que la posee. La conexión entre una tendencia natural y la
naturaleza específica del respectivo sujeto es tal que no cabe que este sujeto tenga otras
tendencias específicamente naturales distintas de las que tiene. Su tenerlas es una
necesidad, no un mero hecho, y por tanto ellas mismas no son meramente fácticas. Su
340
estar-dadas-de-hecho no es un puro estar-dadas-de-hecho-únicamente. «Facticidad»
quiere decir, en cuanto aplicada a ellas, que realmente las hay, pero no que las haya de tal
modo que el no haberlas fuese también posible en el mismo sujeto que las tiene.
Indudablemente, la necesidad de las tendencias naturales no es la necesidad de lo
moralmente debido. Una tendencia humana natural no es una tendencia que el hombre
deba tener, sino una tendencia que necesariamente el hombre tiene. Tampoco es que
carezca de todo sentido el hablar de tendencias humanas debidas. Las virtudes morales,
cuya adquisición y perfeccionamiento es algo que todo hombre debe procurar, confieren
a sus sujetos unas inclinaciones o tendencias que pueden calificarse de moralmente
debidas por cuanto así pueden ser también calificadas las virtudes correspondientes. Pero
las inclinaciones humanas conferidas por las virtudes morales no son unas tendencias
naturales, innatas, sino, por el contrario, unas tendencias adquiridas.
Y puesto que la necesidad de las tendencias naturales no es, ni aun en el caso del
hombre, la necesidad de lo moralmente debido, tampoco cabe que sea esta necesidad la
de los bienes humanos en los cuales consisten los objetos de las tendencias humanas
naturales. A su manera, estos fines son algo tan natural como las tendencias humanas
naturales dirigidas a ellos. Su necesidad para el hombre es la de algo exigido por la
naturaleza humana, y de esta suerte no son para el hombre unos bienes meramente
fácticos, entendiendo por tales bienes aquellos cuya carencia no repugna a nuestro ser
natural. Pero al lado de ello, y sin disminuirlo en modo alguno, se ha de reconocer
también que la naturalidad de los bienes humanos naturales no es la misma que la de las
tendencias orientadas a ellos. Estas tendencias están dadas en el hombre como
constitutivas de su ser y le son, por consiguiente, innatas. En cambio, los bienes humanos
naturales a los que esas tendencias se dirigen no entran en la constitución del ser humano
y por ello no son innatamente poseídos, sino innatamente apetecidos. Ello no obstante,
sólo son bienes naturales, no morales. Lo calificable de moralmente bueno, o de
moralmente malo, es siempre algo libremente decidido, y no es ése el caso de los bienes
humanos naturales, como tampoco es el caso de las tendencias naturales dirigidas a ellos.
Que los bienes humanos naturales no sean bona moralia es cosa, sin embargo,
compatible con que intervengan en la determinación del contenido o materia de estos
bienes. Así, por ejemplo, la salud y su conservación (o, en su caso, restablecimiento) son
bienes humanos naturales, no morales, pero el procurar libremente la conservación de la
salud o su restablecimiento es, en principio, un bien moral, del cual resulta un deber y,
consiguientemente, un imperativo moral. O, por poner otro ejemplo: el saber no es un
bien moral, sino sólo un bien humano natural, pero en principio el procurar libremente su
adquisición es un bien moral, que da lugar a un deber, en el cual, a su vez, un imperativo
moral tiene su más inmediato fundamento. Nada de ello presupone que la forma de la
moralidad consista en la utilidad para la obtención de bienes humanos naturales. La
moralidad es, a su modo y manera, un valor absoluto, mientras que la utilidad es
esencialmente un valor relativo (y de ahí que una moral utilitaria sea esencialmente una
contradicción). Al asegurar que todo aquello a lo que naturalmente estamos inclinados es
algo que la razón aprehende de una manera natural como un bien, santo Tomás no está
341
hablando de la forma de la moralidad positiva, sino del contenido o materia de las
acciones humanas que poseen esa forma.
Y se entiende perfectamente que los bienes humanos naturales y los bienes morales se
relacionen entre sí de tal manera que, sin confundirse, tampoco están separados como
por un abismo, sino enlazados en su contenido o materia. Si los bienes morales y los
bienes humanos naturales no coincidiesen en nada (por lo que atañe a la determinación
de aquello en lo que consisten), resultaría enteramente imposible que los bienes morales
mantuviesen alguna concordancia con nuestro ser natural y, por lo mismo, no habría
tampoco posibilidad alguna de un vivir secundum naturam justamente en el plano de la
libertad. Ni la conducta moralmente recta podría ser racional —secundum rationem— si
la determinación de su materia no incluyese ante todo lo captado por la razón como algo
que operativamente ha de ser procurado.
A estas últimas conclusiones cabría tal vez hacerles la objeción de que con ellas se
lleva demasiado lejos lo que es sólo un paralelismo entre el orden de las inclinaciones
naturales y el orden de los preceptos de la ley natural. Una cosa —podría decirse— es
afirmar que el orden de los preceptos de la ley natural sigue el orden de las inclinaciones
naturales, y otra cosa es asegurar que los objetos de éstas intervienen en la determinación
del contenido de los bienes morales y, por tanto, también en la determinación de la
materia de la ley natural (i. e., de los preceptos de esta ley). Y, efectivamente, no es lo
mismo lo uno que lo otro. Pero la correspondencia entre el orden de los preceptos de la
ley natural y el orden de las inclinaciones naturales presupone o implica que las materias
de aquellos y los bienes a los que éstas se dirigen están de algún modo unidos, y el único
modo posible de su enlace es el que estriba en que la materia de los preceptos de la ley
natural está determinada (no exclusiva, pero sí inicialmente) por los bienes que son
objeto de nuestras inclinaciones naturales[365].
Con razón ha podido ver M. Rhonheimer en nuestras inclinaciones naturales un radical
y decisivo fundamento para la determinación de los primeros principios de la razón
práctica, los cuales, aunque espontáneamente cognoscibles, no son principios «innatos».
Así, observa Rhonheimer: «Dado que los primeros principios, tanto del conocimiento
especulativo como también del práctico, no son ideas innatas de ningún tipo, se echa de
ver, una vez más, la decisiva importancia de las inclinaciones naturales para la formación
de los principios de la razón práctica. Sin ellos no habría, en absoluto, ningún
conocimiento práctico. Hasta en sus más primordiales actos espontáneos la razón
humana es dependiente de una “materia” cognoscible. La luz de la razón natural es, tal
como la metáfora lo dice, una luz que ilumina, que hace visible, pero no una “fuente”
capaz de suministrar, sacándolos de sí misma, unos conocimientos primordiales. La
razón práctica consigue sus supremos juicios (prácticos) basándose en la captación
intelectiva de las inclinaciones que de una manera natural son propias del ser
humano»[366].
Son, pues, las inclinaciones humanas naturales lo que primordialmente considera
nuestra razón en su encaminamiento hacia los primeros principios prácticos; mas no ellas
mismas, sino sus objetos o términos de referencia, i. e. los bienes a los que
342
constitutivamente se dirigen, son el primer factor determinativo del contenido o materia
de la ley natural (lógicamente, para cada tipo de los preceptos de esta ley, un tipo de
bona humana).
343
opuestos a esas virtudes).
La cuestión que lícitamente se plantea en la ética de la libre afirmación de nuestro ser
es, en resolución, la siguiente: ¿qué índole han de tener unas tendencias humanas
naturales para que en ellas esté basado el contenido de la moralidad? El problema que de
un modo más decisivo confiere a esta pregunta su peculiar significación es el de
comprender cómo es posible que algo a lo que ya el hombre se dirige por efecto de sus
inclinaciones naturales sea materia, asimismo, de preceptos morales. O lo que es igual:
¿cómo es posible que lo naturalmente necesario sea también necesario moralmente? ¿No
resultan de esta manera los mandatos morales algo tan inútil o superfluo —y por qué no
decirlo, tan ridículo— como las órdenes del reyezuelo que en el célebre cuento Le petit
prince, de A. Saint-Exupéry, mandaba cosas tales como que por las mañanas saliera el
sol y que éste, al caer de la tarde, se pusiera, etc., etc.?
Sin embargo, la vía que nos puede conducir a la solución de este problema empieza a
abrirse cuando la forma en que hacemos el planteamiento de éste es la de preguntar
cómo es posible que lo naturalmente necesario sea también necesario moralmente. En
efecto, en la expresión «lo naturalmente necesario» pueden darse a entender cosas
distintas, no todas ellas válidamente atribuibles a nuestras tendencias naturales. Hay,
desde luego, una necesidad natural cuya atribución a nuestras tendencias naturales es
plenamente válida. De ella hemos hablado ya antes, concretamente en el primer apartado
de este mismo capítulo, al negar que las tendencias en cuestión sean meramente fácticas.
Se trata, como en su momento se explicó, de unas tendencias tales que para su sujeto es
imposible el no tenerlas. «Naturalidad» y «estricta necesidad» son aquí exactamente una
y la misma cosa, lo cual no puede, en cambio, decirse de las tendencias adquiridas, por
muy convenientes que algunas de ellas puedan ser y por muy «natural» que en virtud de
ello resulte su posesión efectiva. La naturalidad de una tendencia adquirida no puede ser
otra cosa que la que consiste en su conformidad o concordancia con la naturaleza del
respectivo sujeto, identificándose así con la naturalidad de «lo que es secundum
naturam». Por el contrario, las tendencias humanas naturales en el más estricto sentido
(las que nos son innatas) no son algo conforme o concordante con nuestra naturaleza,
sino que son nuestra naturaleza misma desplegada o ramificada en una pluralidad de
orientaciones dinámicas.
No es, en cambio, válidamente atribuible a las tendencias humanas naturales el
carácter de «lo naturalmente necesario» si lo que el tener ese carácter significa es que
aquello que lo posee se cumple infaliblemente, sin posibilidad de resistirlo. En esta
acepción es naturalmente necesaria una tendencia que no deja de ser seguida en el
comportamiento del sujeto correspondiente, siendo en éste el seguirla o cumplirla un
inevitable efecto de ella, con independencia, en el caso del hombre, de todo uso de la
libertad. Atribuir entonces el carácter de «lo naturalmente necesario», así entendido, a las
tendencias humanas naturales consistiría en afirmar que las seguimos porque no está en
nuestro poder el no seguirlas: porque ellas se nos imponen de una manera infalible. Pero
es el caso que nuestras tendencias naturales no determinan nuestro comportamiento de
ese modo, y no lo hacen porque no nos privan de toda libertad respecto de ellas. Su
344
naturalidad es compatible con el hecho de que en el hombre es natural también el tener
libertad. Por supuesto, hay en ellas algo que el ejercicio de nuestra libertad no determina
ni modifica en modo alguno: su estarnos dadas con nuestra específica naturaleza (si bien
en ésta se incluye, por virtud de su racionalidad, la aptitud radical para la libertad del
albedrío). En oposición a todo género o clase de tendencias que libremente podamos
adquirir, las que nos son naturales sensu stricto nada tienen que ver con que en el uso de
nuestra libertad queramos, o no queramos, poseerlas. Pero fuera de ello tenemos, en
primer lugar, la libertad de seguirlas o no seguirlas (cumplirlas o no cumplirlas) en nuestro
comportamiento, y, en segundo lugar, también contamos con una cierta capacidad de
elegir la manera de darles satisfacción.
La posibilidad de asumir libremente nuestro ser implica fundamentalmente la libertad
de seguir, o de no seguir, nuestras propias tendencias naturales. Mas a su vez esta
libertad presupone (no en calidad de fundamento suyo, sino como condición
indispensable de la posibilidad de ella misma) que el propio ser de la tendencia natural sea
algo que no requiera necesariamente el satisfacerla o seguirla. Y, en efecto, toda
tendencia, no exclusivamente las que tienen el carácter de innatas, es cosa bien distinta
de una causa eficiente que no puede dejar de producir su efecto una vez dados los
necesarios requisitos. La tendencia no es una causa activa de ese género, ni tampoco de
ningún otro; simplemente: no es causa activa. La acción regida por ella no es un producto
suyo y, por tanto, no cabe que respecto de ella se comporte como un cierto producto
necesario. Semejante comportamiento lo tendría en relación a la causa en la cual
estuviera dada la tendencia correspondiente, mas no sobre la base de que se diesen todos
los requisitos necesarios para pasar a la acción, sino también en la hipótesis de que la
causa en cuestión careciera de libertad o, cuando menos, tuviera impedido su uso.
El hombre cuya libertad no esté de facto impedida en su uso puede seguir, en el modo
de conducirse, las tendencias humanas naturales, y puede también no seguirlas, aun en el
caso de que se manifiesten con apremios a los que sea muy difícil oponerles una
auténtica resistencia. Así, el hambre, que es uno de los apremios en los cuales se
manifiesta la natural inclinación del hombre a conservar su vida, no es algo que en el más
propio sentido nos fuerce realmente a comer. Podemos aplazar el cumplimiento de la
tendencia a satisfacer esta «necesidad», y hasta nos es posible el dejarnos morir de
hambre. Por supuesto, el hambre verdaderamente natural no es efecto de una decisión
que el ser humano tome libremente, pero asimismo es cierto que el ser humano puede
resistir libremente la tendencia a satisfacer su natural necesidad de alimentarse, sin que
por ello esta necesidad pierda la fuerza de un auténtico apremio.
Calificar de instintivas a las tendencias humanas naturales no es realmente admisible,
salvo que sólo se trate de un simple «modo de hablar» para dejar subrayado el carácter
de innatas que estas tendencias poseen. Propiamente hablando, estas tendencias no son,
en verdad, instintivas, justo porque cabe resistirlas de una manera libre, aun en el caso de
que se refieran, como en el ejemplo que acabamos de ver, a la satisfacción de unas
necesidades muy básicas o primarias. «Si frente al hecho de la resistencia en cuestión, se
la quiere pensar sencillamente —así cabe leerlo en un ensayo mío sobre la forma en que
345
la libertad existe en la economía[367]— como un ocasional fallo del instinto, por fuerza
habrá de aceptarse que ello le ocurre a un “instinto falible”, y no porque su sujeto no
disponga de los medios externos necesarios para lograr lo espontáneamente apetecido,
sino por algo interno a ese mismo sujeto y a lo cual llamamos una fuerza, concretamente
fuerza de voluntad. Incluso se puede suponer, para llegar a las más extremosas
consecuencias, que quienes se comportan de ese modo tienen perturbada la razón. Aun
así, también se habrá de pensar que no andan muy bien de los instintos. La posibilidad de
que un instinto no surta el efecto correspondiente, y junto con esto el hecho de que en
alguna forma ese fallo se deba a algo irreductible a la carencia de los medios externos
necesarios, quiere decir, en suma, que no pasamos de hacer una metáfora cuando
denominamos instinto al impulso del hombre hacia la satisfacción de sus necesidades
primordiales».
Realmente, las tendencias humanas naturales no sólo no son instintos, sino que
tampoco son impulsos. Por tanto, para que la conclusión últimamente señalada pueda
aplicarse al asunto que nos ocupa, se ha de retirar la voz «impulso», poniendo en su
lugar la palabra «tendencia». Pero lo que aquí ha de considerarse decisivo es que la idea
del instinto no nos sirve para la correcta intelección de las tendencias humanas naturales
y del papel que estas inclinaciones desempeñan en la determinación de la materia de la
ley natural. Y no nos sirve para ello no solamente por lo que ya se ha explicado, sino
porque el modo según el cual funcionan los instintos se encuentra determinado
enteramente, mientras que las tendencias humanas naturales no imponen formas
enteramente determinadas a la conducta que es regida por ellas. Es decir: además de que
podemos oponernos a nuestras tendencias naturales (actuando así contra naturam),
también tenemos la posibilidad de elegir entre diversos modos de actuar en conformidad
con cada una de ellas. En oposición al obrar instintivo, que es, para cada instinto, un solo
modo de obrar, el actuar que concuerda con las tendencias humanas naturales admite,
para la adecuación con cada una de ellas, diversas modalidades entre las cuales podemos,
en principio, elegir.
Por ejemplo: el hambre, que ciertamente está al servicio de la tendencia natural del ser
humano a conservar su vida, no nos impone una única forma de comer. A su manera, es
el hambre una necesidad abstracta, indeterminada. Cuanto más auténtica e intensa,
menos selectiva es: «a buen hambre, no hay pan duro». Ello sería imposible si la natural
tendencia humana a cuyo servicio se encuentra estuviese determinada de tal suerte que
en cada una de sus manifestaciones (una de ellas es la tendencia del ser humano a
alimentarse) impusiera una sola forma de conducta, impidiendo en principio toda
posibilidad de elegir otra, de donde a su vez resultaría que tampoco sería objeto de
elección esa única forma. Por tanto, no siendo ello lo que realmente acontece, ha de
atribuirse a las tendencias humanas naturales una esencial indeterminación, no, claro está,
absoluta, pero sí relativa, en lo que atañe a la especificación de la conducta orientada
por ellas. Y es, en cambio, absoluta, no relativa, la indeterminación de las tendencias
humanas naturales en lo concerniente al ejercicio de ese mismo comportamiento, ya que
nada hay en ellas que en algún sentido nos lo imponga como una necesidad irresistible.
346
Ambas indeterminaciones, unidas, hacen posible la determinación de la materia de la
ley natural por las tendencias humanas naturales a través, como ya se ha dicho, de los
bienes a los que éstas se dirigen. Que las tendencias humanas naturales no estén
determinadas de tal suerte que necesariamente provoquen el ejercicio de un obrar
secundum naturam (i. e., concordante con ellas) es un requisito innegablemente
indispensable para la libertad de ese comportamiento y, en consecuencia, también para
su moralidad. Y que esas mismas tendencias tampoco estén determinadas de manera que
necesariamente hubiese de quedar excluida la posibilidad de varios modos de actuar en
conformidad con cada una de ellas es una condición, evidentemente imprescindible, para
que los preceptos de la ley natural sean universales (como, en efecto, lo son, a diferencia
de los preceptos prudenciales).
Así, pues, las tendencias humanas naturales están constituidas de tal suerte que los
bienes a los que apuntan son fines cuya procuración puede ser concebida en calidad de
deber, y precisamente de deber universal, en una ética donde el secundum naturam es el
esquema de la rectitud moral del comportamiento. El concepto de «fines que a la vez son
deberes» ha sido expresamente formulado por Kant («Zwecke, die zugleich Pflichten
sind»), pero haciéndolo objeto de una reducción solamente admisible en una ética donde
los fines morales son ajenos a los fines naturales (pensados, a su vez, únicamente como
objetos de tendencias sensibles): «Aquí no se habla de fines que el hombre, siguiendo
unas tendencias sensibles de su naturaleza, hace suyos, sino de objetos de la voluntad
libre bajo las leyes de ésta y que él debe hacer un fin suyo. A la teoría acerca de aquellos
fines se la ha de llamar técnica (subjetiva), propiamente pragmática (…); mientras que a
la teoría que se ocupa de estos otros fines se la ha de llamar teoría moral (objetiva); pero
tal distinción es innecesaria, porque la teoría de las costumbres ya se distingue
claramente, por su propio concepto, de la teoría de la naturaleza (en este caso, la
antropología), que se basa en principios empíricos, mientras que la teoría moral de los
fines, la cual trata de deberes, se basa en principios dados a priori a la razón pura
práctica»[368].
Kant no dice aquí nada acerca de las inclinaciones no sensibles de nuestra naturaleza,
ni sobre los fines de ellas. Tal omisión puede dar pie a pensar que estos fines,
opuestamente a los que lo son de las inclinaciones sensibles de la naturaleza humana,
tuviesen en la ética de Kant la posibilidad de ser deberes. Pero, por otro lado, esta
posibilidad no es compatible con la idea kantiana de que aquello a lo que ya se está
inclinado no puede ser un deber. Tal es precisamente el argumento aducido por Kant
para excluir que sea un deber el fin consistente en la felicidad propia, por cuanto ésta es
objeto de una inclinación de la naturaleza humana: «Porque la felicidad de uno mismo es
un fin que todos los hombres tienen (en virtud de una inclinación de su naturaleza), mas
nunca puede considerarse este fin como un deber, sin que uno se contradiga a sí mismo.
Lo que ya de un modo inevitable cada cual espontáneamente apetece no cuenta como un
deber, porque éste es la necesaria imposición de un fin aceptado de mala gana»[369].
Aunque aplicado concretamente a la felicidad, no pocas veces entendida por Kant
como un bien empírico o sensible, el argumento se extiende a todo cuanto es objeto de
347
inclinación natural, y por eso es precisamente por lo que Kant lo usa para descartar que
la felicidad pueda ser un deber. Pero la razón que en definitiva alega Kant no es acertada.
La noción del deber no incluye necesariamente la de un fin que de mala gana (ungern) es
admitido. El deber consiste esencialmente en una exigencia objetiva dirigida a nuestra
libertad, tanto si el cumplir esta exigencia nos agrada espontáneamente, como si
espontáneamente nos desagrada. Hay deberes gratos de cumplir, y no son menos deberes
que los más onerosos. Lo moralmente debido está exigido de una manera objetiva,
absolutamente independiente de las eventualidades subjetivas del agrado y del desagrado
en el nivel de la espontaneidad.
Así como el uso de la libertad es posible respecto de un fin que nos desagrada,
también respecto de un fin que nos agrada es posible el uso de la libertad. Además, no
todo cuanto es objeto de una inclinación natural nos agrada en todo momento o en
cualquier situación. Y, finalmente, es menester decir que no resulta bastante clara la idea
que de la inclinación natural, así como del fin al que ésta tiende, parece hacerse Kant.
Porque, por una parte, y como acabamos de observar, Kant niega que sean objeto de
deber los fines (la felicidad entre ellos) de las inclinaciones naturales, pero, por otra parte,
al hablar de los deberes negativos que respecto de sí mismo tiene el hombre, Kant afirma
que esos deberes son los que prohíben al hombre, en atención al fin de su naturaleza, el
actuar contra ella[370], y, evidentemente, el hacer esta afirmación es considerar el fin de
la naturaleza humana como objeto de los deberes que prohíben el actuar contra él.
En las concepciones de la ética filosófica para las cuales la ley natural es una
participación en la ley eterna, todas las inclinaciones naturales, no exclusivamente las
humanas, son pensadas como algo más que como simples hechos, independientes de
toda racionalidad originaria. Ya Aristóteles, que aunque no formuló la tesis de la
participación de la ley natural en la ley eterna, contribuyó, sin embargo, a prepararla,
sostiene que todo cuanto es «por naturaleza» (φύσει) tiene algo divino: πάvτα γὰρ φύσει
ἔχει τι θεῖov[371]. Comentando a Aristóteles, declara santo Tomás que ese algo divino
es la inclinación natural, en tanto que dependiente del primer principio, o bien la forma
que es principio (próximo) de esa inclinación[372]. El carácter divino atribuido por santo
Tomás a la inclinación natural se funda así en el más radical origen de ésta, el cual
consiste en el primer principio, es decir, en Dios, de quien proceden, en definitiva, todas
las inclinaciones naturales. E igualmente es divina la inclinación natural en virtud de la
forma o determinación a la cual inmediatamente subsigue, pero precisamente porque esa
forma o determinación es, a su vez, divina por su origen. Y todo lo que es divino por su
origen es radicalmente racional por ser Dios el Logos absoluto.
«Para el Aquinate, entre la ley eterna y la razón se interpone —observa Dario
Composta— la mediación de las inclinaciones naturales, hasta el punto de que el hombre
para conocer la norma del derecho natural ha de pasar inductivamente a través de la
experiencia psicofísica de su ser corpóreo y espiritual; al afirmar axiomáticamente que
“secundum ordinem inclinationum naturalium est ordo praeceptorum legis naturae”, trata
348
(santo Tomás) de afirmar que las normas (nótese bien, las “normas”, los “praecepta”, y
no “el orden”) no pueden ser “constituidos” —digamos, elaborados— por la razón si no
es “atravesando” la estructura esencial (“ordo”) de las inclinaciones naturales; el
imperativo surge de un indicativo; el derecho, del hecho; el deber, del ser»[373].
Sostener, como acertadamente hace D. Composta, que las inclinaciones naturales se
interponen, según santo Tomás, entre la ley eterna y la razón, es lo mismo que decir que
santo Tomás concibe estas inclinaciones como algo intermedio entre la razón divina y la
humana. Esta «mediación» entre ambas razones se debe, por un lado, al carácter
participativo que la ley natural posee respecto de la ley eterna, la cual es en Dios un
dictamen de su propia razón, y, por otro lado, se debe a la necesidad de que el hombre
(y, en él, precisamente su razón) se haga cargo de las inclinaciones naturales para que la
ley natural le llegue a ser conocida. Por supuesto, no consiste el sentido de esta tesis de
santo Tomás en la necesidad de que el hombre conozca «filosóficamente» sus
inclinaciones naturales, de tal modo que sólo así le sea posible obtener una efectiva
noticia de los imperativos de la ley natural. Se trata, por el contrario, de un conocimiento
natural de esas inclinaciones, vale decir, de un conocimiento espontáneo que la razón
humana tiene de ellas y sin el cual los preceptos de la ley natural le resultarían
incognoscibles. En cambio, la afirmación de que las inclinaciones naturales remiten, en
definitiva, a la ley eterna y, por lo mismo, a la razón divina, es ya una tesis propiamente
filosófica, un conocimiento no espontáneo o meramente natural, sino adquirido en virtud
de especiales razonamientos.
El examen de esos razonamientos no pertenece propiamente a la ética filosófica por
ser tarea de la metafísica en su vertiente teológico-filosófica y, más concretamente, en su
tratado de la Providencia y del gobierno divino del mundo. Dentro del ámbito propio de
la ética filosófica puede llevarse a cabo la demostración de la existencia de Dios como
último fundamento del imperativo moral según su forma, y así hemos podido verlo hacia
el final de la Segunda Parte de este libro. Pero de Dios en tanto que universalmente
providente y autor de la ley eterna la ética filosófica no suministra ninguna clase de
demostración, sino que, por el contrario, se beneficia de las que el saber metafísico le
proporciona y toma de éste la tesis de la originaria racionalidad de nuestras inclinaciones
naturales como procedentes del Ser cuya omnipotencia y voluntad se identifican
realmente con su absoluto Logos.
Que un imperativo surja de un indicativo es posible, y aun necesario, si el indicativo es
axiológico, ya de un modo directo, ya de una manera indirecta. Todo imperativo tiene,
efectivamente, su razón de ser, tal como aquí se ha observado reiteradamente, en el
«ser-bueno» (o, en su caso, en el «ser-malo») de lo que constituye su materia y que, en
cuanto tal, es asimismo la materia de un deber. Y la bondad (así como la maldad) se
expresan en juicios de valor formulados en modo indicativo. Afirmar que en el hombre
existen unas inclinaciones naturales no es de un modo directo la formulación de un
indicativo axiológico, pero lo es, en cambio, de una manera indirecta, porque equivale a
decir que son buenos —convenientes para el hombre— los objetos de esas mismas
inclinaciones naturales. Por consiguiente, el hecho del cual cabe decir que fundamenta un
349
derecho —y no sólo un derecho, sino un deber y un mandato— no es un puro y simple
hecho, algo enteramente neutral desde el punto de vista del valor, sino un hecho,
digámoslo así, axiológico: la realidad de un valor, no un mero «es», sino el «es» de un
«es-bueno» (o, respectivamente, de un «es-malo»). Y, en definitiva, la bondad del objeto
de la inclinación natural remite, en la teoría metafísica de la lex aeterna, a la bondad y la
racionalidad (propiamente hablando, intelectualidad) del querer y el saber de Dios.
La tesis de la participación de la ley natural en la ley eterna incluye, según la concibe
santo Tomás, la interpretación de la propia ley natural como algo que confiere al hombre
una cierta inclinatio naturalis impresa por Dios en la razón humana. «En ella —dice,
refiriéndose en general a toda entidad creada y dotada de razón— es participada la razón
eterna, por la cual tiene una inclinación natural al debido acto y fin, y esa participación de
la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural»[374]. A esta especial inclinación
natural, propia de las criaturas racionales, no sólo cabe considerarla como una
participación en la ley eterna, sino que es, como especialmente lo ha subrayado M.
Rhonheimer, una participación activa en esta ley: «Mientras todos los seres vivientes
irracionales tienen en sus instintos —o en lo que en ellos, cualquiera sea el nombre que
se le haya de dar, es el principio ordenador regulativo de sus operaciones— una
“determinatio” o “regulatio” puramente pasiva de sus inclinaciones naturales —una
“mensuratio”—, el hombre está, por el contrario, dotado de otro principio ordenador,
activo y cognoscitivo, para la determinación de lo “debitum” —lo bueno— y para
orientarse hacia ello, es decir, está provisto de una nueva “inclinatio naturalis”, surgida de
la ratio naturalis, una participación en la “divina ratio”, una imagen, imago, de la razón
divina»[375].
Esa nueva inclinatio naturalis, conferida al hombre por la ley natural, difiere
esencialmente de todas las inclinaciones naturales presupuestas por esta ley. Es una
tendencia natural en un sentido distinto del propio de las tendencias a cuyo orden se
ajusta el orden correspondiente a los preceptos de la ley natural. Si no se advierte de una
manera clara esta esencial diferencia, cabe llegar a algunas conclusiones tan inadmisibles
como que todo aquello a lo que el hombre está inclinado por la ley natural, es decir, por
un precepto de esta ley, habría de ser captado, por la razón natural, como un cierto bien
—en cuanto objeto de una inclinación— y, consiguientemente, como algo que
fundamenta otro precepto, del cual a su vez, resulta otra inclinación natural, y así
indefinidamente.
Las inclinaciones humanas naturales cuyos objetos son naturalmente aprehendidos por
la razón humana en calidad de buenos para el hombre y, consiguientemente, como algo
que éste ha de procurar, no son la ley natural que moralmente rige el comportamiento
humano. Sólo son lo que, a través de sus objetos respectivos, determina
fundamentalmente las materias de los diversos preceptos de esa ley. Tal determinación
no es ningún acto que efectúen ellas mismas. Toda la determinación que respecto de las
materias de la ley natural se les ha de reconocer es la que consiste en que son sus objetos
lo que la razón aprehende naturalmente como algo bueno y, por lo mismo, como lo que
fundamenta los preceptos que mandan procurarlo (y que prohíben efectuar los males que
350
se le oponen).
El secundum naturam de la conducta moralmente recta es, ciertamente, un secundum
legem naturalem, pero esta homología o concordancia con la ley natural presupone, a su
vez, un secundum inclinationes naturales, sin las cuales los preceptos de la ley natural
no podrían tener unas materias naturalmente fundadas. De ahí que las inclinaciones
naturales anteriores a esos preceptos sean un presupuesto necesario de la ley natural. Y
esto quiere decir, entre otras cosas, una especialmente relevante: a saber, que las
inclinaciones en cuestión, aunque no determinan por completo las diversas materias de
los preceptos de la ley natural, son, sin embargo, tan imprescindibles que su violación es
necesariamente rechazable desde el punto de vista de la moralidad. «Lo que es principio,
fundamento, del “ordo rationis” o del “ordo virtutis” tiene por ello mismo —afirma M.
Rhonheimer— una calificabilidad moral, y no, ciertamente, en razón de su mera
“naturalidad”, sino en virtud de su carácter como un “praesuppositum” del “ordo
virtutis” y, por ello, de todo obrar humano en cuanto humano. Si una acción voluntaria
es “contra naturam” en este sentido, no va, desde luego, de una manera inmediata,
“contra rationem”, pero va “contra naturam, quam ratio praesupponit”. (…) La relación
de la “praesuppositio” entre la naturaleza y la razón es el criterio único y decisivo de que
una volición de un “mal óntico” así caracterizado puede ser también, inmediatamente, un
mal moral, o bien de que nunca puede ser únicamente un “mal óntico”»[376].
351
sino por modo de inclinación. «Aquí habría que distinguir —observa Maritain— dos
clases de inclinaciones, dos especies de tendencias o, en el sentido más general, de
instintos: por una parte, hay inclinaciones o instintos enraizados en la naturaleza animal
del hombre (…), instintos que no están absolutamente predeterminados (…) y que
pueden ser pervertidos, pero que están, sin embargo, hondamente enraizados en la
naturaleza biológica del hombre (…). Y, además, hay otra categoría, otra clase,
completamente distinta, de inclinaciones que emanan de la razón, o de la naturaleza
racional del hombre. Estas inclinaciones suponen las inclinaciones instintivas. (…) Son
una refundición específicamente nueva, una transmutación o recreación de esas
tendencias e inclinaciones instintivas, la cual tiene su punto de origen en el intelecto o la
razón como “forma” del universo interior del hombre»[377].
El contexto de esta clasificación, a saber, la existencia de un conocimiento que versa
sobre los valores morales y que, pese a ser racional, no procede por modo de razón o de
conceptos, ya ha sido aquí discutido, por lo cual, y porque no afecta esencialmente a la
tipología en cuestión, podemos prescindir de él y pasar, sin más, a la clasificación
dicotómica propuesta por Maritain. En primer lugar, el uso que éste hace en ella de la voz
«instinto» no parece muy apropiado si se tiene en cuenta que lo extiende a todas las
tendencias humanas naturales, incluidas las dimanantes de la naturaleza racional del ser
humano; pero la aclaración, hecha por el propio Maritain, de que él habla de instintos en
su más amplio sentido y, sobre todo, el hecho de concebirlos como «no predeterminados
de una manera absoluta», pueden considerarse como una justificación suficiente.
En segundo lugar, la diferencia de la «naturaleza animal» y la «naturaleza racional» del
ser humano es, sin duda, admisible como fundamento de la distinción entre las dos
categorías de tendencias señaladas por Maritain. La animalidad y la racionalidad
determinan conjuntamente —por tanto, como distintas entre sí— el carácter específico
del hombre: la primera, como el coeficiente genérico de la especie humana, y la segunda
como su diferencia específica. En términos de operatividad y dinamismo esos dos
coeficientes son otras tantas naturae, las cuales, aunque distintas entre sí, constituyen
articuladamente una unidad esencial: la naturaleza íntegra del hombre. Y en este punto es
un indiscutible acierto de Maritain el haber subrayado la existencia de una «refundición»
(o, como también le llama, «transmutación» o «recreación») de las tendencias instintivas
por obra de la razón como «forma» determinativa del universo interior del hombre. Sin
embargo, este acierto de Maritain queda empañado por la falta de toda alusión a las
inclinaciones estrictamente propias de la naturaleza racional del ser humano. Estas
inclinaciones no constituyen una transmutación de las tendencias instintivas de la
naturaleza animal que hay en el hombre. No son, por así decirlo, el resultado de la
configuración de nuestra animalidad por nuestra racionalidad. Así, por ejemplo, la natural
tendencia humana a conocer la verdad no es ninguna edición racionalizada de un instinto
existente en los animales.
En tercer lugar, la clasificación que de las tendencias humanas naturales hace Maritain
no tiene en cuenta, al menos explícitamente, lo que al hombre le es común por naturaleza
no sólo con los animales que carecen de razón, sino también con todas las demás
352
sustancias. Implícitamente ello está contenido en lo que al hombre le es común con los
demás animales, ya que en el genus proximum está implícito el genus remotum; pero el
hacerlo explícito quedaría justificado enteramente por el especial relieve que en el caso
del hombre tiene sin duda la inclinación natural de toda sustancia a conservar su propio
ser. Tal debe ser la razón por la que, como luego veremos, santo Tomás incluye, expresis
verbis, esa inclinación entre las básicamente determinativas de los preceptos de la ley
natural.
Otra clasificación dicotómica en su inicio, pero que por división bipartita de su primer
miembro acaba por admitir tres inclinaciones naturales básicas en el hombre, es la que
hace suya D. Composta, inspirándose, por lo que atañe al punto de partida, en los
resultados de la investigación de M. Thomas sobre la psicología de los instintos humanos.
«Thomas (…) distribuye los instintos humanos en dos categorías fundamentales:
instintos “ad esse”, los cuales tienen como objetivo la defensa de la vida del hombre y la
generación; y “ad melius esse”, que tienen por finalidad el progreso civil y moral del
hombre. (…) De los instintos “ad esse” podemos ante todo afirmar que son dos por la
especie, no por el número: el instinto de conservación del ser individual y el de
conservación del ser de la especie»[378]. Y en otra ocasión añade: «(…) las inclinaciones
humanas “ad esse” son impropiamente llamadas cósmicas, por cuanto todos los seres
participan en ellas. Distinto, en cambio, es el caso de la tercera inclinación, a la que desde
ahora llamaremos específica, en oposición a las dos anteriores que son precisamente
genéricas, cósmicas. El motivo de ello es que pertenece sólo al hombre, por ser
exclusivamente inherente a la razón. Mientras que en las dos inclinaciones genéricas se
presupone siempre un impulso inferior instintivo, como materia para ser elaborada y
raciocinada, en este sector el impulso es, en cambio, interno a la razón misma»[379].
Frente a la tipología propuesta (un tanto incidentalmente) por Maritain, la establecida
por Composta tiene la indudable ventaja de perfilar con claridad la idea de la inclinación
natural estrictamente propia del ser humano. «Pertenece sólo al hombre —así hemos
visto que argumenta Composta— por ser exclusivamente inherente a la razón». La forma
en que a su vez queda explicada esta exclusiva inherencia a la razón confirma la claridad
de la idea. La terza inclinazione no tiene por presupuesto un instinto inferior. No
presupone, dice Composta, un impulso inferior instintivo, sino que en ella el impulso es
interno a la razón misma. Con este modo de hablar queda inequívocamente excluido que
la «tercera inclinación» tenga por finalidad el refundir, transmutar o recrear unas
tendencias instintivas pertenecientes al hombre en virtud de la animalidad de su propia
índole genérica. (Algo equívoco resulta, en cambio, el hablar aquí, según hace Composta,
de «impulsos», tanto externos a la razón como internos a ella, porque las tendencias
naturales —innatas— no son formalmente impulsos, por no tener, de un modo
constitutivo, la índole de unas causas activas).
Una clasificación inicialmente tricotómica de las tendencias naturales en el hombre es
la establecida por santo Tomás con la expresa intención de derivar de ella la tipología
fundamental de los preceptos en que la ley natural se diversifica, sin dejar, por ello, de
ser radicalmente unitaria. Tras haber mantenido, según antes se hizo constar, que el
353
orden de los preceptos de la ley natural responde al orden de las inclinaciones naturales,
santo Tomás explica los dos órdenes en los términos siguientes: «Pues en el hombre en
primer lugar, hay una inclinación hacia el bien según la naturaleza en la cual comunica
con todas las sustancias, en tanto que toda sustancia tiende a la conservación de su ser
según su naturaleza; y en conformidad con esta inclinación pertenece a la ley natural todo
aquello por lo que la vida se conserva y se impide lo contrario. En segundo lugar, hay en
el hombre una inclinación hacia algunas cosas más especiales, según la naturaleza en la
cual comunica con los demás animales; y de acuerdo con ello se dice que es de ley
natural lo que la naturaleza enseñó a todos los animales, como la conjunción del macho y
la hembra y la crianza de los hijos, y cosas semejantes. En un tercer modo hay en el
hombre inclinación a lo bueno según la naturaleza racional que le es propia, tal como el
hombre tiene inclinación natural a conocer la verdad sobre Dios y a vivir en sociedad; y
de acuerdo con ello pertenece a la ley natural lo concerniente a esta inclinación, como es
que el hombre evite la ignorancia, no ofenda a los otros, con los que ha de convivir, y
todo cuanto por este estilo atañe a ello»[380].
Así distribuidas, las tendencias humanas naturales aparecen estratificadas y no sólo
clasificadas. Su esquema general nos las presenta como algo irreductible a unas
inclinaciones diferentes, agrupadas en clases que estuvieran situadas todas ellas en un
mismo plano o nivel. Santo Tomás señala tres niveles o estratos en el conjunto de las
tendencias humanas naturales, no simplemente tres clases de estas tendencias. La
graduación según la cual se las ordena es la que va de lo más común a lo más propio.
Algo esencialmente similar debe decirse de las dos tipologías anteriormente examinadas,
aunque no cabe pasar por alto el hecho de que en la de Maritain el tránsito de lo más
común a lo más propio es el que va de la naturaleza animal (en el sentido de lo que es
común al hombre y a los demás animales) a la naturaleza racional del ser humano, sin
que explícitamente entre en consideración lo común al hombre y a las demás sustancias.
En la clasificación por niveles o estratos que establece santo Tomás el tránsito de lo
más común a lo más propio tiene su inicio en el género supremo al que el hombre,
conjuntamente con los demás seres sustanciales, pertenece: a saber, precisamente el
género «sustancia». Entre él y el género próximo del ser humano, que es el de todo
animal, no señala en esta ocasión santo Tomás ninguna de las determinaciones
efectivamente intercaladas, como lo son las de «viviente» y «cuerpo». Para explicar esta
ausencia no serviría el decir que esas determinaciones intercaladas están implícitas en el
género próximo que en cuanto tal constituye, en indisoluble unidad con la diferencia
específica, la esencia del ser humano. Porque ello es cosa que también conviene a la
categoría de «sustancia», la cual, en cambio, es tenida explícitamente en cuenta por
santo Tomás en esta ocasión. La verdadera explicación de aquella ausencia sólo puede
encontrarse en la irrelevancia que para la determinación del contenido de la ley natural ha
de atribuirse a esos géneros intercalados.
La distinción de los tres niveles orécticos es la de otras tantas inclinaciones humanas
naturales, a las que hay que considerar fundamentales o básicas. No son ellas las únicas
que respectivamente pertenecen a cada uno de los tres niveles, sino las únicas que en
354
cada uno de ellos es fundamento o base para otras inclinaciones humanas asimismo
naturales, pero derivadas. El texto de santo Tomás lo hace ver así, con entera certeza, a
través de los ejemplos aducidos en cada caso, y el tenerlo presente es de especial interés
para la cuestión de cómo se determina la materia de la ley natural. En términos generales
—los únicos que aquí nos interesan para confirmar la tesis de la relatividad del contenido
de esta ley— es menester decir que todo cuanto constituye un medio imprescindible para
el cumplimiento de un imperativo moral es objeto, asimismo, de un imperativo de esta
clase.
En consecuencia, es de ley natural no sólo lo que está en ella de una manera
inmediata, sino todo cuanto de un modo mediato le pertenece por enlazarse a ella en
calidad de algo imprescindible para llevarla a la práctica.
¿Es necesario entonces admitir tantas tendencias humanas naturales cuantos son los
preceptos inmediata o mediatamente pertinentes a la ley natural? La respuesta afirmativa
a esta pregunta es la que lógicamente se desprende de las últimas consideraciones que
acabamos de hacer, y es perfectamente compatible con el carácter no innato del
conocimiento de los medios imprescindibles para llevar a la práctica los imperativos más
fundamentales de la ley natural. Semejante conocimiento es necesario para la
formulación de los imperativos concernientes a esos medios, pero no para la existencia de
unas inclinaciones esencialmente diferentes de todo acto de las facultades sensoriales de
aprehensión y de apetición, así como de todas las operaciones de la facultad de entender
y de la potencia volitiva.
Por lo demás, la diferencia entre las inclinaciones humanas naturales y toda clase de
actos u operaciones desautoriza a cualquier interpretación según la cual el cumplimiento
de los preceptos morales vinculados a las tendencias de los dos primeros niveles pudiera
tener lugar independientemente de las demandas propias de nuestra específica
racionalidad. Sostener que las tendencias naturales correspondientes a los dos primeros
estratos se dan en el ser humano por lo que éste tiene de común con otros seres no
quiere decir que los actos enderezados a la consecución de los bienes hacia los cuales
esas tendencias se dirigen puedan ser actos moralmente rectos sin atenerse a las
exigencias objetivas de nuestra naturaleza racional.
Por consiguiente, aun tomando al pie de la letra los ejemplos aducidos por santo
Tomás en el pasaje al que nos venimos refiriendo, no hay suficiente motivo para decir
que esos ejemplos pueden llevar a conclusiones desacertadas y hasta opuestas al
verdadero pensamiento de quien los propone. Este reparo lo formula S. Vanni Rovighi
cuando, inmediatamente después de haber señalado la gran claridad del método con que
santo Tomás justifica los preceptos morales, dice complementariamente: «Observemos,
no obstante, que la ejemplificación, tomada a la letra, podría inducirnos a conclusiones
erróneas y (…) contrarias al espíritu de la antropología y de la ética tomista. Digamos, en
efecto, comentando la concepción tomista del hombre, que el hombre debe atestiguar su
espiritualidad hasta en sus acciones más triviales. Por tanto, no se ha de creer que el
hombre deba conservarse como cualquier otro ente, reproducirse como un animal
cualquiera y, además, especular sobre la verdad»[381].
355
Todo lo así afirmado sobre cómo debe el hombre comportarse es, sin duda, coherente
con la antropología y con la ética de santo Tomás, pero no se ve de qué manera puedan
ser opuestos a ello los ejemplos que éste nos ofrece en el pasaje en cuestión. En ninguno
de esos ejemplos está dicho que los actos humanos correspondientes a las inclinaciones
naturales compartidas con otros seres por el hombre sean debidamente ejecutados
cuando no están dirigidos por la recta ratio. Las tendencias humanas naturales no son
actos humanos, y lo que hace que el hombre tenga algunas en comunidad con otros seres
no excluye la diferencia entre el comportamiento éticamente recto y el que ni siquiera
puede calificarse desde el punto de vista de la ética.
La determinación de la materia de la ley natural por las tendencias humanas naturales
no consiste tampoco en que los preceptos de esta ley se constituyan por obra de esas
tendencias, como si fuesen ellas, y no la razón, lo que los establece. Por supuesto, la
razón no saca de sí misma los preceptos de la ley natural. Para dictarlos se apoya en las
tendencias humanas naturales, de las cuales obtiene la materia de los preceptos
correspondientes, mas no porque ellas mismas sean esa materia, sino porque lo son los
bienes naturalmente humanos a los que ellas apuntan. Sobre esta base la razón dicta los
preceptos de la ley natural, de tal modo que todos ellos son, formalmente hablando, obra
de la razón (inmediatamente, de la humana y, en definitiva, de la divina). Así, pues, y
habida cuenta de que todo acto imperativo implica —por el imperium que en él hay—
una cierta moción de la voluntad, se hace necesario admitir que los preceptos de la ley
natural no surgen, pura y simplemente, de las tendencias humanas naturales, sino,
basándose en ellas, de unos actos que son humanos por cuanto pertenecen propiamente a
nuestras facultades superiores.
«Para salir al paso de una interpretación naturalística de I-II, q. 94, a. 2, muéstrase
(…) primordialmente decisivo —observa M. Rhonheimer— el no perder de vista que el
“praeceptum” de la “prosecutio”, resultante de la aprehensión de las inclinaciones
naturales y de su fin, ya es un “praeceptum” de la razón y en cuanto tal no surge de la
inclinación natural misma, sino, por el contrario, de una “motio” de la voluntad; si así no
fuera, no podría el acto preceptuado ser en ningún sentido un “actus humanus”»[382].
La forma en la que el acto de dictar un precepto de la ley natural tiene el carácter de
humano es distinta de aquella en la que este carácter pertenece exclusivamente al acto
libre. El establecimiento de un precepto de la ley natural no procede de la voluntad
deliberada y, consiguientemente, no es un actus humanus en el sentido en que se habla
de este acto como contradistinto del puro y simple actus hominis. Pero, en cambio, es
humano por cuanto implica el uso de la razón y una intervención de la voluntad. Ello lo
aproxima en cierto modo a los actos preceptuados por la ley natural y le distingue por
completo de las tendencias naturalmente dadas en el hombre, las cuales no son en ningún
sentido actos humanos porque de ningún modo son actos. El modo en que determinan la
materia de la ley natural no es —ya lo hemos dicho antes— propiamente activo en forma
alguna, pues consiste exclusivamente en su esencial orientación hacia unos fines que la
razón, por su parte, aprehende como bienes que se han de procurar.
356
[357] Por tendencias humanas naturales se entenderán, salvo aviso en contrario, las comunes a todos los
hombres.
[358] Este escrito está recogido en el libro Sobre el hombre y la sociedad, ed. cit., y las líneas que ahora
reproduzco se encuentran en la p. 64.
[359] Sum. Theol., I-II, q. 94, a. 2.
[360] «Quia vero bonum habet rationis finis, malum autem rationem contrarii, inde est quod omnia illa ad quae
homo habet naturalem inclinationem, ratio naturaliter apprehendit ut bona et per consequens ut opere
prosequenda, et contraria eorum ut mala et vitanda. Secundum igitur ordinem inclinationum naturalium est ordo
praeceptorum legis naturae», Ibidem.
[361] Et. Nic., I, 1094 a 3.
[362] «Circa quod considerandum est, quod bonum numeratur inter prima: adeo quod secundum Platonicos,
bonum est prius ente. Sed secundum rei veritatem, bonum cum ente convertitur. Prima autem non possunt
notificari per aliqua priora, sed notificantur per posteriora, sicut causae per proprios effectus. Cum autem bonum
proprie sit motivum appetitus, describitur bonum per motum appetitus, sicut solet manifestari vis motiva per
motum. Et ideo dicit quod philosophi bene enuntiaverunt, bonum esse id, quod omnia appetunt», In Ethic., I, lect.
1, n. 9.
[363] «Auch besteht gar kein Zweifel —wenn wir die Tatsachen fragen und nicht leeren Konstruktionen folgen
— dass positiven Werten widerstrebt werden kann (d. h. Werten, die gleichzeitig als positive Werte “gegeben”
sind) und dass negative Werte erstrebt werden. (…) Wohl aber besteht die häufige Werttaüschung, etwas für
positiv wertvoll zu halten weil es uns in einem Streben gegeben ist, für negativ wertvoll, was im Widerstreben.
(…) Alle Anpassung unserer Werturteile an unser jeweilig bloss faktisches Strebensystem, (…) ist in dieser
Grundform der Werttaüschung gegründet. Aber gerade daraus ist zu ermessen, wie völlig irrig eine Theorie ist,
welche diese Form von Werttäuschungen zur normalen und echten Form der Werterfassung, ja zu einer
Hervorbringung von Werten machen will», Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, ed. cit.,
pp. 57-58.
[364] Recuérdese que son las tendencias comunes a todos los hombres las que aquí denominamos naturales en
su calidad de humanas.
[365] Téngase presente, una vez más, que se trata de inclinaciones de la naturaleza específicamente humana.
[366] «Da die ersten Prinzipien sowohl der spekulativen, wie auch der praktischen Erkenntnis in keiner Weise
ingendwelche eingeborene Ideen sind, so weigt sich erneut, von welch fundamentaler Bedeutung diese natürliche
Neigungen für die Bildung der ersten Prinzipien der praktischen Vernunft sind. Ohne sie gäbe es gar keine
praktische Erkenntnis. Die menschliche Vernunft ist auch in ihren allerersten, natürlichen Akten auf eine
erkennbare “Materie” angewiesen. Das Licht der natürlichen Vernunft gelangt zu ihren obersten (praktischen)
Urteilen aufgrund der intellektiven Erfassung jener Neigungen, die dem Menschen naturhaft eigen sind», Natur als
Grundlage der Moral, ed. cit., p. 236.
[367] Cf. Economía y libertad, ed. cit., p. 155.
[368] «Hier ist (…) nicht von Zwecken, die der Mensch sich nach sinnlichen Antrieben seiner Natur macht,
sondern von Gegenständen der freien Willkür unter ihren Gesetze die Rede, welche er sich zum Zweck machen
soll. Man kann jene die technische (subjektive), eigentlich pragmatische (…); diese aber muss man die moralische
(objektive) Zwecklehre nennen; welche Unterscheidung hier doch überflüssig ist, weil die Sittenlehre sich schon
durch ihren Begriff von der Naturlehre (hier der Anthropologie) deutlich absondert, als welche letztere auf
empirischen Principien beruht, dagegen die moralische Zwecklehre, die von Pflichten handelt, auf a priori in der
reinen praktischen Vernunft gegebenen Principien beruht», Die Metaphysik der Sitten, Ak VI, p. 385.
[369] «Denn eigene Glückseligkeit ist ein Zweck, den zwar alle Menschen (vermöge des Antriebes ihrer Natur)
haben, nie aber kann dieser Zweck als Pflicht angesehen werden, ohne sich selbst zu widersprechen. Was ein
jeder unvermeidlich schon von selbst will, das gehört nicht unter den Begriff von Pflicht; denn diese ist eine
Nöthigung zu einem ungern genommenen Zweck», Op. cit., Ak VI, p. 386.
[370] «(…) jene, welche dem Menschen in Ansehung des Zwecks seiner Natur verbieten demselben zuwider zu
handeln», Op. cit., Ak VI, p. 419.
357
[371] Eth. Nic., VII, 13, 1153 b 32.
[372] «(…) omnia habent in seipsis quoddam divinum, scilicet inclinationem naturae, quae dependet ex primo
principio; vel etiam ipsam formam, quae est huius inclinationis principium», In Ethic., Lib. VII, lect. 13, n. 1511.
[373] «Per l'Aquinate tra legge eterna e razione si interpone la mediazione delle inclinazioni, tanto che l'uomo per
conoscere la norma del diritto naturale deve passare induttivamente attraverso l'esperienza psicofisica del suo
essere corporeo e spirituale; quando egli afferma assiomaticamente che “secundum ordinem inclinationum
naturalium est ordo praeceptorum legis naturae”, intende affermare che le norme (si noti bene, le “norme”,
“praecepta”, e non “l'ordine”) non possone essere “costituite” —noi diremmo elaborate— dalla ragione se non
“attraversando” la struttura essenziale (“l'ordo”) delle inclinazioni naturali; l'imperativo scaturisce da un indicativo;
il diritto, dal fatto; el dovere, dall'essere», Natura e ragione (Pas-Verlag, Zürich, 1971), p. 75.
[374] «(…) in ipsa participatur ratio aeterna, per quam habet naturalem inclinationem ad debitum actum et finem,
et talis participatio legis aeternae in rationali creatura lex naturalis dicitur», Sum. Theol., I-II, q. 91, a. 2.
[375] «Während alle unvernünftigen Lebewesen in den Instinkten —oder wie auch immer das operativ-
normative Ordnungsprinzip hier gennant werden soll— eine rein passive “determinatio” oder “regulatio” ihrer
natürlichen Neigungen besitzen —eine “mensuratio”—, so ist hingegen der Mensch zur Bestimmung und
Ausrichtung auf das “debitum” —das Gute— mit einem anderen aktiven und kognitiven Ordnungsprinzip
ausgestattet, nämlich mit einer erneuten “inclinatio naturalis”, die der ratio naturalis entspringt, eine Partizipation
der “divina ratio”, Ebenbild —imago— der göttlichen Vernunft», Natur als Grundlage der Moral, ed. cit., p. 73.
[376] «Was Prinzip, Fundament des “ordo rationis” oder “ordo virtutis” ist, besitzt deshalb selbst eine moralische
Qualifizierbarkeit, und zwar nicht aufgrund seiner blossen “Natürlichkeit”, sondern kraft seines Charakters als
eines “praesuppositum” für den “ordo virtutis”, und damit für das menschliche Handeln als menschliches
überhaupt. Ist ein willentliches Handeln in diesem Sinne “contra naturam”, so ist es zwar nicht unmittelbar
“contra rationem”, jedoch “contra naturam, quam ratio praesupponit”. (…) Das Verhältnis der “praesuppositio”
zwischen Natur und Vernunft ist das entscheidende und einzige Kriterium dafür, dass ein Wollen eines
solchermassen aufgezeichneten “ontischen Übels” unmittelbar auch ein moralisches Übel zu sein vermag, bzw.
dafür, dass es niemals nur ein “ontisches Übels” sein kann», Op. cit., pp. 111-112.
[377] «Ici, il faudrait distinguer deux sortes d'inclinations, deux espèces de tendances ou, au sens le plus général,
d'instincts qui ne sont pas absolument prédéterminés (…), mais qui sont néanmoins profondément enracinées
dans la nature biologique de l'homme (…). Et puis, il y a une autre catégorie, une toute autre classe d'inclinations
qui émanent de la raison, ou de la nature rationelle de l'homme. Ces inclinations supposent les inclinations
instinctives. (…) Elles sont une refonte spécifiquement nouvelle, une transmutation ou recréation de ces
tendances et inclinations instinctives qui a son point d'origine dans l'intellect ou la raison comme “forme” de
l'univers intérieur de l'homme», Neuf leçons sur les notions premières de la philosophie morale, ed. cit., pp. 49-
50.
[378] «(…) il Thomas (…) bipartisce gli istinti umani in due categorie fundamentali: istinti “ad esse”, che hanno
come scopo la difensa della vita dell'uomo e la generazione; e “ad melius esse”, che hanno come scopo il
progresso civile e morale dell'uomo. (…) Degli istinti “ad esse” possiamo anzitutto affermare che sono due di
specie, non di numero: l'istinto alla conservazione dell'essere individuale e alla conservazione dell'essere della
specie», Natura e ragione, ed. cit., p. 205. La obra de M. Thomas, a la que Composta se refiere, es La notion de
l'instinct et ses bases scientifiques (J. Vrin, Paris, 1936).
[379] «(…) le inclinazioni umane “ad esse” sono impropiamente appellate cosmiche, in quanto partecipate a tutti
gli esseri. Diverso invece è il caso per la terza inclinazione che fin d'ora chiamaremo specifica, in opposizione alle
due precedenti, che sono appunto generiche. Motivo: essa appartiene solo all'uomo, poichè è inerente in modo
esclusivo alla ragione. Mentre nelle due inclinazioni generiche sempre si presuppone una spinta inferiore istintiva,
quasi materia ad elaborare e trasformare in razionalità, in questo settore invece la spinta è interna alla stessa
ragione», Op. cit., pp. 255-256.
[380] «Inest enim primo inclinatio homini ad bonum secundum naturam, in qua communicat cum omnibus
substantiis, prout scilicet quaelibet substantia appetit conservationem sui esse secundum suam naturam; et
secundum hanc inclinationem pertinent ad legem naturalem ea per quae vita hominis conservatur, et contrarium
impeditur. Secundo inest homini inclinatio ad aliqua magis specialia secundum naturam in qua communicat cum
caeteris animalibus; et secundum hoc dicuntur ea esse de lege naturali quae natura omnia animalia docuit, ut est
commixtio maris et feminae, et educatio liberorum, et similia. Tertio modo inest homini inclinatio ad bonum
secundum naturam rationis, quae est sibi propria, sicut homo habet naturalem inclinationem ad hoc quod
veritatem cognoscat de Deo, et ad hoc quod in societate vivat; et secundum hoc ad legem naturalem pertinent ea
quae ad huiusmodi inclinationem spectant, utpote quod homo ignorantiam vitet, quod alios non offendat, cum
358
quibus debet conversari, et caetera huiusmodi quae ad hoc spectant», Sum. Theol., I-II, q. 94, a. 2.
[381] «Osserviamo però che l'essemplificazione, pressa alla lettera, potrebbe indurci a conclusioni errate e (…)
contrarie allo spirio dell'antropologia e dell'etica tomistica. Diremmo infatti, commentando la concepzione
tomistica dell'uomo, che l'uomo deve attestare la sua spiritualità anche nelle azioni più banali. Non bisogna credere
quindi che l'uomo debba conservarsi come qualsiasi altro ente, riprodursi come qualsiase animale e, in più,
speculare sulla verità», Elementi di filosofia III (La Scuola, Brescia, 1976), pp. 221-222.
[382] «Um einer naturalistischen Interpretation von I-II, q. 94, a. 2 zu entgehen, scheint (…) vor allem
entscheidend zu sein, dass das “praeceptum” der “prosecutio”, das sich aus der Erfahrung der natürlichen
Neigungen und ihres Zieles ergibt, bereits ein “praeceptum” der Vernunft ist und als solches nicht der natürlichen
Neigung selbst entspringt, sondern vielmehr einer “motio” des Willens; sonst handelte es sich nämlich bei einem
solchen präzeptiven Akt gar nicht um einen “actus humanus”», Natur als Grundlage der Moral, ed. cit., p. 81.
359
XI. La constitución de la materia de los imperativos
prudenciales
360
rectitud moral, mientras que una mera técnica o habilidad es compatible con una
conducta moralmente reprobable[383].
Por el contrario, Kant entiende explícitamente la prudencia como la habilidad en la
elección de los medios para el mayor posible bienestar propio[384]. Evidentemente, hay
algo en lo que coinciden entre sí el sentido kantiano y el aristotélico de la prudencia:
ambos la refieren a la elección de medios, no a la determinación de fines (salvo los que
son medios para otros fines a su vez). Debe, sin duda, tenerse en cuenta el hecho de que
Kant distingue entre medios para finalidades meramente posibles, a los cuales
corresponden los principios prácticos «problemáticos», y medios para la finalidad real
que es la felicidad o máximo bienestar propio, siendo los principios prácticos
«asertóricos» los correspondientes a los medios para esta finalidad[385]. Sin embargo,
los imperativos de la prudencia (los principios prácticos asertóricos) comparten con los
principios prácticos problemáticos la falta de sentido moral. Son, digámoslo así,
extramorales, porque no responden a una necesidad incondicionada o, lo que es lo
mismo, porque son imperativos hipotéticos, no categóricos, i. e., no «apodícticos»[386].
En ese carácter extramoral de los imperativos prudenciales según su acepción kantiana
estriba la más radical de las diferencias entre estos imperativos y los pertinentes a la
prudencia en la versión de Aristóteles y de santo Tomás. Y tal es la razón por la que
hubo de advertirse en su momento[387] que cuando aquí se habla de los imperativos
propios de la prudencia nos referimos a ella en la acepción de Aristóteles. De este modo
se excluye la contradicción esencialmente inevitable en el caso de considerar como
imperativos morales a los preceptos ajenos a la moralidad, o incluso opuestos a ella, si
por moralidad se entiende la que lo es con signo positivo, y si se entiende por prudencia
una habilidad o destreza no sometida a las exigencias absolutas de la rectitud moral del
comportamiento.
Hay, sin embargo, otra dificultad que puede surgir a propósito de la fórmula
«imperativo prudencial» aun en el caso de entender la prudencia en el sentido aristotélico
y, derivadamente, tomista. En este sentido es, en efecto, la prudencia una virtud
dianoética o intelectual, necesariamente articulada con las virtudes éticas o propias de las
facultades apetitivas (voluntad y apetito sensible)[388], y ello da pie al razonamiento
siguiente: si la prudencia misma es una virtud intelectual y que de un modo necesario
presupone las virtudes morales, todo imperativo prudencial será imposible para quien
todavía no haya alcanzado la posesión de estas virtudes morales y de aquella virtud
intelectual; pero entonces, si es también cierto que todas esas virtudes se consiguen por
medio de la repetición de los actos correspondientes, venimos a caer en un círculo
vicioso, porque los actos supondrían las virtudes y las virtudes supondrían los actos. Con
lo cual, en definitiva, resultarían imposibles los imperativos éticos concretos, a la vez que
toda conducta moralmente recta in singulari, si esos imperativos, que son los que
inmediatamente anteceden y rigen a esa misma conducta, han de ser dictados por la
virtud de la prudencia.
El nervus probandi de la argumentación que acabamos de consignar lo constituye, sin
duda, el círculo denunciado en ella por cuanto las virtudes supondrían los actos y éstos, a
361
su vez, supondrían las virtudes. De ahí que en una inicial y fundamental aproximación a
este asunto sea conveniente atender a la forma en que resuelve santo Tomás una de las
dificultades (la decimotercera) por él consideradas al discutir si la adquisición de las
virtudes es consecuencia de actos nuestros. Comencemos por ver el planteamiento de la
dificultad: «si la virtud es causada por actos nuestros, lo ha de ser o bien por actos
virtuosos, o bien por actos viciosos. No por actos viciosos, porque éstos destruyen la
virtud, en vez de engendrarla. Y, análogamente, tampoco por actos virtuosos, porque
presuponen la virtud. Así, pues, de ningún modo las virtudes son causadas en nosotros
por actos nuestros»[389].
En este modo de plantear la cuestión merece destacarse la explícita referencia a los
«actos nuestros» como aquellos que habrían de ser en nosotros la causa (se
sobreentiende, más inmediata y directa) de las virtudes que llegamos a adquirir. Conviene
subrayarlo porque así queda claramente establecido que las virtudes sobre cuyo origen se
discute no son las «infusas» (puestas por Dios en el hombre, sin que por sí mismo haga
éste nada para llegar a tenerlas), ni tampoco unas presuntas virtudes, o virtualidades,
innatas, i. e., ya existentes en nosotros como algo radicalmente vinculado a nuestra
naturaleza específica, o bien dadas tan sólo en uno o varios hombres por razón de las
naturalezas individuales de ellos.
Pasemos ahora a la solución propuesta por santo Tomás para la dificultad
expresamente planteada en esos términos. La solución dice así: «la virtud es engendrada
por actos en cierto modo virtuosos y en cierto modo no virtuosos. Porque los actos que
preceden a la virtud son, en verdad, virtuosos en cuanto a lo que se opera, o sea, en
tanto que el hombre realiza acciones fuertes y justas; mas no en cuanto al modo de
actuar: pues antes de adquirir el hábito de la virtud el hombre no lleva a cabo las obras de
la virtud según el modo en que el virtuoso actúa, a saber, prontamente, sin vacilación, y
deleitablemente, sin dificultad»[390].
La clave de la respuesta que así ofrece santo Tomás se encuentra, por tanto, en la
distinción entre los actos virtuosos en razón de lo que en ellos se hace —aquellos de los
que la virtud resulta— y los actos virtuosos en razón del modo de llevarlos a cabo —o
sea, inversamente, los que resultan de la virtud, los cuales tienen, por así decirlo, la
misma materia que los otros, pero distinta forma—. Por lo que atañe al hecho de que lo
que acabamos de llamar la materia de los actos virtuosos esté presente en el texto del
propio santo Tomás a través, exclusivamente, de lo que él denomina fortia et justa, es
menester pensar que se trata tan sólo de una ejemplificación, pues lo contrario no sería
compatible con una tesis mantenida para todos los actos nuestros que en nosotros
producen la virtud. Y, por consiguiente, si esto lo aplicamos a la más especial cuestión de
los actos calificables de prudentes, habremos de afirmar que tales actos pueden merecer
ese calificativo por dos razones: ya por lo que en ellos se efectúa, ya por el modo (pronto
y deleitable) de llevarlos a cabo, o, equivalentemente, ya sólo por la materia, ya tanto por
la materia como por la forma (puesto que no cabe la posibilidad de un acto virtuoso con
materia viciosa).
De ello se infiere, en suma, la posibilidad de hablar de los imperativos prudenciales en
362
dos acepciones, siendo sólo una de ellas la que requiere la prontitud y el deleite que lleva
consigo la práctica de las virtudes. Y en ambas acepciones el imperativo prudencial es el
que determina de una manera inmediata la realización de un comportamiento moralmente
positivo en la plenitud de su concreción. Ahora bien, si ello es así, cabe preguntarse cuál
sea la razón de que los imperativos de esta clase reciban aquí la calificación de
prudenciales, en vez de designarlos con el nombre de imperativos éticos concretos. En
favor de esta última designación podría alegarse que con ella se evita el riesgo de tomar
por imperativos prudenciales únicamente los que presuponen la virtud de la prudencia
como algo efectivamente ya adquirido. Ello es bien cierto, pero el riesgo de que se trata
queda claramente prevenido con la aclaración arriba hecha; y, por otra parte, la
denominación «imperativo prudencial» tiene la indudable ventaja de recoger el nexo,
esencialmente constitutivo del sentido moral de la prudencia (no de la acepción
extramoral que ésta tiene, por ejemplo, en Kant), entre las leyes éticas universales y los
dictámenes éticos plenamente concretos o singulares.
Ese enlace se explica por consistir los imperativos prudenciales, o dictámenes éticos
plenamente concretos, en una aplicación de los imperativos éticos universales a
comportamientos cabalmente determinados en su singularidad (i. e., no definidos de un
modo más o menos abstracto). Las acciones inmediatamente regidas por los imperativos
prudenciales son acciones que han de realizarse y son, por ello, enteramente concretas,
porque lo abstracto es, en cuanto tal, irrealizable: sólo cabe pensarlo, concebirlo, y lo que
así se realiza no es lo pensado o concebido, sino una actividad (ciertamente concreta e
irreductiblemente singular) de pensar o de concebir.
Nos encontramos así con una exigencia que en sí misma concierne al cumplimiento de
los imperativos de la ley natural. A diferencia de los imperativos prudenciales, que no
son, propiamente hablando, unas normas, sino algo que determina inmediata y
completamente una efectiva acción, los imperativos de la ley natural —las leyes éticas
más o menos abstractas y universales— son normas propiamente dichas. Por
consiguiente, no pueden ser objeto de realización. Cabe «practicarlos», pero no
«realizarlos», pues como ya en su momento se advirtió, «la posibilidad de practicar una
norma es la posibilidad de realizar algún acto que se atenga o ajuste a ella, y, por tanto,
no es ella, sino ese acto lo verdaderamente realizable. Las normas mismas pueden tener
la índole de verdaderamente practicables, mas no por ser posible el auténtico
cumplimiento de unos actos que las realicen, sino por ser posible la realización de unos
actos que auténticamente las cumplan» (en el § 2 del Capítulo II de esta obra).
En mi libro Teoría del objeto puro (Cap. XX, § 3) puede leerse, en calidad de resumen
de las consideraciones allí hechas acerca de la irrealidad de las normas, las siguientes
aclaraciones: «En una palabra: las normas dirigen objetualmente, no activamente. Un
dirigir activo es de suyo una actividad, pero las reglas por las que la actividad práctica se
rige no son potencias operativas, facultades que, en cuanto tales, puedan comportarse
activamente; ni consisten tampoco en los respectivos subiecta o poseedores de esos
poderes de acción. La dirección meramente objetual, no activa u operativa, que en
relación a la praxis compete formalmente a las normas, estriba exclusivamente en ser
363
aquello conforme a lo cual la praxis debe ser realizada, o también, aquello a lo que en su
modo de proceder deberá ajustarse o atenerse quien desempeñe la función de agente de
una actividad práctica»[391].
El carácter meramente objetual de la función directiva de las normas es algo que por
necesidad atañe a éstas en razón de la pura objetualidad —irrealidad— de su única forma
posible de estar dadas en cuanto normas. Pues la existencia, en su sentido más fuerte, no
conviene a las normas, por la misma razón en virtud de la cual se ha de mantener que lo
irreal, aunque posee un cierto «darse», en cuanto objeto (y únicamente así) de
actividades conscientes, no tiene, sin embargo, una efectiva o genuina existencia, un
auténtico ser-fuera de (ex) esas mismas actividades (por más que su darse en ellas sea
exclusivamente intencional). Y, por supuesto, la irrealidad de las normas en su propio
modo de estar dadas y, consiguientemente, en la función directiva que desempeñan, es
cosa que por necesidad ha de atribuirse no sólo a las normas técnicas, sino también a las
éticas. El valor absoluto de las normas morales no es, en modo alguno, incompatible con
la irrealidad de estas normas. Ahora bien, justamente por ello una filosofía moral realista
no puede dejar de admitir y subrayar un nexo, esencialmente constitutivo para los
imperativos prudenciales, entre estos imperativos y los de la ley natural, es decir, entre
los que propiamente no son normas y los que son propiamente casos de ellas.
Tal como ya arriba se aclaró, ese nexo se debe, en definitiva, a que los imperativos
prudenciales son una aplicación de los imperativos éticos universales, abstractos, a
comportamientos enteramente concretos. Y claro está que estos comportamientos
difieren en las diversas ocasiones, con la variabilidad característica del propio vivir
humano, sin que por ello resulten inaplicables los universales y permanentes principios de
la moralidad. Sin mengua alguna de su universalidad y permanencia, estos principios
pueden ser cumplidos de muy diferentes modos, y la misma posibilidad de su
cumplimiento en ocasiones distintas lleva consigo la necesidad de que también sean
distintas las efectivas maneras de ponerlos en práctica.
L. E. Palacios observa: «La concepción moral de la prudencia, que descansa sobre
una filosofía verdadera de la vida y del hombre, salva cuanto hay que salvar de
permanencia y universalidad en los principios de la acción humana, haciendo compatibles
el ser fijo e inmutable de la ley moral y la índole contingente y temporal de nuestra
vida»[392]. El enlace de lo universal y lo singular queda acreditado en estas palabras,
como quiera que no cabe poner en duda, por un lado, el carácter universal expresamente
atribuido en ellas a la ley ética, y, por otro lado, la singularidad o plena concreción
implícita en la referencia a la índole temporal y contingente de la vida humana. Y lo
mismo puede decirse a propósito de estas otras afirmaciones del mismo autor: «En cada
momento debo hacer esto y no lo otro, lo que la ley obliga desde las alturas de la
sindéresis, pero adaptado aquí y ahora, acoplado a mis intransferibles circunstancias. Y
para saber con seguridad lo que debo hacer en cada momento necesito que me ilustre
sobre el caso una fuerza o virtud intelectual nueva, distinta de la sindéresis y de la ciencia
moral. Esta virtud, que ajusta y amolda la ley moral universal a todos los casos que
pueden presentarse, es lo que llamamos la prudencia»[393].
364
Tanto en estas afirmaciones como en la anterior observación pone inequívocamente de
manifiesto L. E. Palacios el enlace, esencial para la prudencia, de la universalidad de los
principios morales y la singularidad de cada caso concreto al que esos mismos principios
han de aplicarse o adaptarse para ser aplicados a la acción y no simplemente conocidos.
Bien es verdad que así se presupone, en buena lógica, el conocimiento no sólo de las
normas morales en su universalidad, sino también el de cada caso concreto en su
singularidad. Santo Tomás ha examinado temáticamente ese presupuesto, afirmándolo
como algo indispensable para la posibilidad de la prudencia. Tal afirmación —
comprobable en los textos que vamos a aducir— no es extraña en manera alguna, pero
no puede por menos de llamar la atención el hecho de que en ninguno de esos pasajes se
pregunte santo Tomás si es necesario para la prudencia el conocimiento de algo universal,
mientras que en uno de ellos se pregunta, en cambio, si la prudencia es cognoscitiva de
casos singulares, i. e., plenamente concretos. Bajo el título «Utrum prudentia sit
cognoscitiva singularium» discute, en efecto, este asunto, llegando, en definitiva, a la
tesis según la cual es necesario que el prudente conozca no sólo los principios universales
de la razón (aquí se trata, como enseguida veremos, muy especialmente de la razón
práctica), sino también los casos singulares operables en conformidad con ellos:
«Respondo (…) que (…) pertenece a la prudencia no sólo la consideración que la razón
efectúa, sino también la aplicación a las obras, que es la finalidad de la razón práctica.
Mas nadie puede aplicar convenientemente una cosa a otra, si no conoce las dos, es
decir, lo que ha de ser aplicado y aquello a lo que se ha de hacer la aplicación. Ahora
bien, las operaciones conciernen a entidades singulares, y, por tanto, es necesario que el
prudente conozca no sólo los principios universales de la razón, sino también las
entidades a las que las operaciones se refieren»[394].
En otros lugares reitera santo Tomás su idea de la prudencia como cualidad que
requiere la aplicación de principios universales a operables singulares. Así sucede, por
ejemplo, cuando, tras haber afirmado que hay en la razón práctica ciertas cosas en
calidad de principios universales naturalmente conocidos, añade que «también hay en la
razón práctica ciertas cosas en calidad de conclusiones, y son los medios, a los que
llegamos a partir de los fines mismos, y sobre los medios versa la prudencia, la cual
aplica los principios universales a las particulares conclusiones de los operables»[395].
Más brevemente: «la prudencia incluye el conocimiento tanto de universales como de los
operables particulares, a los cuales aplica el prudente los principios universales»[396]. O
bien: «para la prudencia se requiere en máxima medida que el hombre sea acertadamente
raciocinativo, para poder adaptar convenientemente los principios universales a los casos
particulares, que son cambiantes e inseguros»[397].
S. M. Ramírez, en su magistral monografía sobre la prudencia, justifica y desarrolla la
tesis de la necesidad, para el hombre prudente, de conocer los principios universales de la
sindéresis, así como las conclusiones obvias y fáciles que de estos principios se deducen,
mas no deja de señalar que ese conocimiento es precientífico en tanto que necesario para
el hombre prudente. Esta aclaración es importante, habida cuenta de que en ella no se
excluye ni siquiera la conveniencia de un conocimiento científico de los principios
365
universales de la sindéresis y de las conclusiones más cercanas a ellos. Sólo se excluye
que ese conocimiento haya de ser tenido como un requisito indispensable para ser
hombre prudente. «Verdad es —explica S. M. Ramírez, tras haber definido como
materia propia de la prudencia lo agible humano concretísimo y personal— que el
hombre prudente debe conocer también los principios universales de la sindéresis y sus
conclusiones obvias y fáciles (…); porque precisamente debe aplicar las leyes o
preceptos contenidos en esos principios y conclusiones a los casos e incidentes de la vida,
y mal pudiera aplicarlos si no los conociese. Pero no se trata necesariamente de un
conocimiento personal científico —aunque el tenerlo sea muy conveniente—, sino de un
conocimiento natural y vulgar como simple hombre —sindéresis y deducciones obvias—
o sobrenatural de la fe como cristiano, según se trate de la prudencia adquirida o de la
infusa»[398].
Ante estas explicaciones queda fuera de duda que para S. M. Ramírez no es
indispensable, para ser prudente, el conocimiento científicamente elaborado de las
normas éticas universales. Sin embargo, lo que el propio S. M. Ramírez sostiene
inmediatamente después de esas explicaciones puede parecer, en una primera lectura,
incompatible con lo mantenido en ellas. Veámoslo: «Pero lo principal de la prudencia no
es el conocimiento más o menos teórico y científico de esas verdades universales —
principios y conclusiones—, pues eso lo pueden dar otros hábitos y virtudes, sino el
práctico de los casos personales, junto con la derivación y aplicación práctica de dichas
verdades a dirigirlos. Por eso, dice santo Tomás que, de escasear en el conocimiento de
uno de esos dos extremos, es preferible que lo sea de lo universal, no de lo
particular»[399].
La pregunta que a la vista de este texto parece lógicamente inevitable es ésta: ¿Cómo
cabe entender que, habiendo afirmado la necesidad, para el prudente, tanto del
conocimiento universal como del particular, se diga también que el prudente puede
«escasear» (fórmula de S. M. Ramírez) en el primer conocimiento y hasta tener
únicamente el segundo (fórmula de santo Tomás en la versión citada)? Esta pregunta no
pretende ser una negación, sino, sencillamente, la demanda de una explicación que
permita evitar o superar una mala apariencia[400].
La materia del imperativo prudencial es relativa, por tanto, a todo aquello a lo que es
relativa la materia del imperativo universal que en él se aplica, y, además, a los factores
(moralmente relevantes) que determinan la plena concreción del debido comportamiento
en cada caso. Esta doble relatividad de los imperativos prudenciales es algo que una
filosofía moral realista no puede dejar de hacer ostensible, precisamente en nombre del
realismo, por ser, dentro del ámbito de la praxis, una peculiar exigencia de la conexión de
lo universal o abstracto y lo singular o plenamente concreto. Tal conexión tiene lugar
también en el ámbito propio de la mera teoría, dentro del cual la tesis del «realismo
moderado de los universales» establece como una condición necesaria para que lo
abstracto sea por su materia algo real, que esta materia esté dada, o al menos pueda
366
darse, en efectivas realidades singulares. Se trata, así, de una tesis que, al exigir esa
condición necesaria para la realidad de la materia de los conceptos universales, se
constituye como esencialmente irreductible a la pura y simple afirmación de que, además
de lo real singular, se da, asimismo, lo real universal. Y tampoco se limita a mantener que
lo real universal es real en su materia o contenido, no en la forma de la universalidad
misma en cuanto tal. Lo que, en definitiva, se sostiene es que el contenido o materia de
lo universal no puede ser real nada más que en realidades singulares y, en consecuencia,
no como algo más o menos abstracto, sino como algo enteramente singularizado o
concreto.
Paralelamente, mutatis mutandis, debe también admitirse una tesis realista de los
imperativos éticos universales, la cual es imprescindible para la filosofía moral realista.
Pues así como la materia de lo universal o abstracto no puede ser real sin estar dada o, al
menos, sin poder darse, en algo enteramente concreto, singularizado, análogamente no
cabe tampoco la posibilidad de que unas normas éticas universales tengan, a su modo y
manera, un cierto valor real (un efectivo valor para la realidad de nuestra vida) si no
pueden ser llevadas a la práctica en virtud de unos imperativos éticos enteramente
concretos, es decir, prudenciales (según la concepción moral de la prudencia que aquí se
está manteniendo). Así, pues, los imperativos prudenciales son condición necesaria del
valor real —practicabilidad— de las normas éticas universales, vale decir, de las que en sí
mismas son abstractas en mayor o menor medida. Pero, a su vez, sin unas normas éticas
universales los imperativos prudenciales resultarían imposibles, ya que, como hemos
visto, no podemos actuar prudentemente sin que nuestra conducta esté regida por los
principios, universales sin duda, de la sindéresis y por las conclusiones más obvias y
fáciles —universales también, aunque no tan abstractas— que se infieren de esos
principios. Y en ello puede advertirse un riguroso paralelismo —no una identidad cabal o
estricta— con la subordinación, afirmada por la lógica y por la ontología, de lo singular a
lo universal, entendiendo, claro es, por lo segundo lo atribuible, en principio y según su
materia o contenido, a varios seres[401].
La subordinación de los imperativos éticos concretos a normas morales universales no
ha de ser necesariamente conocida de una manera temática, en cuanto objeto de una
explícita captación. Basta que sea vivida en algún efectivo acto de conciencia, donde la
norma moral universal esté, sin duda, presente, mas no en el modo según el cual lo está
en la reflexión, ni a la manera que es propia de las consideraciones del filósofo. Con
todo, no se niega con esto la posibilidad —sólo se excluye la necesidad— de que el
hombre común justifique a posteriori la rectitud moral de un determinado
comportamiento suyo, haciendo entonces una re-flexio en la que apela a un imperativo
moral universal como aquello a lo que ese mismo comportamiento se ha atenido. (En
esta justificación «retrospectiva» el imperativo moral universal queda ya tematizado,
cosa que no tiene por qué acontecer en la justificación «prospectiva» que de un
determinado comportamiento hace el respectivo agente al decidir llevarlo a la práctica).
Ningún imperativo prudencial puede ser reflexivo si por serlo se entiende el tener un
carácter retrospectivo. Lo ya hecho puede ser, ciertamente, objeto de valoración moral
367
(positiva o negativa), pero, en tanto que ya está hecho, no cabe ordenar que sea puesto
en práctica ni que no se efectúe. Pero, en cambio, algunos imperativos prudenciales son
de índole reflexiva en la acepción de que en ellos cada uno de los agentes morales se
impera a sí mismo, por ser ese mismo agente quien se determina a la realización de lo
imperado por él. E incluso los imperativos prudenciales que un hombre dirige a otro o a
todos y cada uno de los miembros de una comunidad tienen, a su manera, un cierto
carácter reflexivo por cuanto no son posibles sin que quienes los dictan se determinen a
sí mismos como autores de tales órdenes[402].
§ 2. MORALIDAD Y SITUACIÓN
Por no ser relativas exclusivamente a aquello mismo a lo que lo son las materias de los
imperativos éticos universales, las materias de los imperativos prudenciales pueden ser
absolutamente opuestas —y no tan sólo distintas— entre sí. El contenido o materia del
imperativo prudencial determinante de mi comportamiento en la situación x es
esencialmente opuesto al contenido o materia del imperativo prudencial determinante de
mi comportamiento en la situación y, si x e y se oponen entre sí esencialmente. El sentido
y alcance de esta tesis no pueden por menos de resultar falseados si no se atiende a la
diferencia entre los imperativos prudenciales y los imperativos éticos universales. El
hecho de hallarme ahora en la situación y, no en la situación x, en la que antes estuve, no
introduce ninguna clase de modificación en la materia de los imperativos éticos
universales, ni elimina o anula la validez de ninguna de estas leyes o normas éticas. Variar
la manera de cumplirlas no es dar cumplimiento a otras. Más aún: precisamente porque
los imperativos éticos universales no varían, es menester que varíen, en función de las
situaciones, los imperativos prudenciales que son los que se derivan de aplicar aquéllos a
éstas. No lo aplicado, sino la aplicación, es lo que cambia cuando la situación llega a ser
otra. Y de este modo se entiende que, permaneciendo sin el menor cambio lo aplicado,
las aplicaciones hayan de ser opuestas entre sí cuando las situaciones respectivas son
también opuestas entre sí y no solamente diferentes.
Eadem, sed aliter. Mas conviene hacer ver que este lema no excluye —antes por el
contrario, impone lógicamente— el reconocer una cierta universalidad a cada uno de los
imperativos prudenciales. En una primera consideración y si nada se añade a lo así dicho,
ello resulta ciertamente contradictorio. Y, sin embargo, más bien se trata de una
tautología, aunque no, desde luego, en la mera apariencia. Para hacerlo patente con la
mayor claridad es oportuno que recordemos ahora lo que ya en el § 1 del Capítulo II de
este libro se dijo acerca de nuestros «deberes hipotéticamente comunes». Limitémonos
aquí a reproducir lo más significativo de las explicaciones que se hicieron entonces: «Un
deber que no me concierne, por no ser la mía la profesión a la cual corresponde, sería,
sin embargo, un deber mío si aquélla fuese mi profesión, y constituiría un deber no sólo
mío, sino de todo yo humano en el supuesto de no haber ninguno que no la tuviese como
suya. Y lo mismo se ha de afirmar de cualquier otro deber determinado por alguna
368
concreta situación o particular circunstancia exclusivamente dada en un solo yo humano
o en un sector, no en la totalidad, de las personas humanas». Según esto cabría afirmar
que todos los deberes son comunes o, equivalentemente, universales; pero sería preciso
añadir inmediatamente que no todos lo son del mismo modo y que la índole de
hipotéticamente comunes sólo conviene a los que no son comunes de una manera
efectiva.
Con el concepto de los deberes hipotéticamente comunes se corresponde, en buena
lógica, la idea de la «universalidad hipotética» de todo imperativo prudencial. Sólo los
imperativos prudenciales son hipotéticamente universales. Y ello no implica ninguna
contradicción, por dos razones: en primer lugar, porque lo universal hipotético no es lo
universal efectivo, y, en segundo lugar, porque todos los imperativos prudenciales tienen
en común su fundamento general e inmediato, el mismo en el que se basan también de
un modo general e inmediato todos nuestros deberes, y que consiste en nuestra
específica naturaleza humana, según ya se explicó en la Introducción.
La situación efectivamente singular, a la cual corresponde la materia propia de cada
uno de los imperativos prudenciales, tiene el carácter de fundamento inmediato, pero,
evidentemente, no el de fundamento general, de estos imperativos. Por tanto, esa
situación, distinta efectivamente en cada caso, sólo puede constituir una auténtica razón
explicativa de la universalidad hipotética de los imperativos prudenciales en tanto que esta
universalidad es solamente hipotética, no en tanto que es universalidad. Dicho con
otros términos: por ser mi naturaleza específicamente la misma que la de cualquier otro
hombre, el imperativo prudencial de mi conducta sería el mismo que el de cualquier otro
hombre que estuviese en mi misma situación. Con ello, desde luego, no se niega, sino
que, por el contrario, se confirma la necesaria relatividad del imperativo ético concreto a
la situación del agente moral en cada caso, pero siempre sobre la base de una primordial
relatividad a la naturaleza específica del hombre.
Por su fundamental coincidencia con ello pueden aquí aducirse las siguientes
observaciones de J. de Finance, concernientes al valor moral en una de sus más
significativas propiedades: «El valor moral se hace presente como universal. Y, por
cierto, en un doble sentido: 1. Lo que vale para mí, valdría para todos en las mismas
circunstancias. Así, concibo la mentira como algo merecedor de ser aborrecido no
solamente por mí, sino por todos. Esto no se opone a las vocaciones enteramente
singulares, sino que también éstas se subsumen bajo un valor enteramente universal, a
saber, la fidelidad al ideal propio (…). Al menos se ha de decir que concebimos de una
manera el valor moral, hecha abstracción de sus determinaciones, como válido para
todos. 2. Lo que veo que vale para mí, también lo veo merecedor de que todos lo
aprueben, aunque por las diversas circunstancias no valga de hecho para ellos»[403].
La coincidencia con la tesis de la universalidad hipotética atribuible a los imperativos
prudenciales debe calificarse, como arriba se ha hecho, de fundamental, porque los
imperativos prudenciales están basados, a través de los deberes correspondientes, en el
valor moral —el respectivo ser-moralmente-bueno—, que a su vez sirve a éstos de
soporte (en calidad de «fundamento fenomenológico», tal como reiteradamente se ha
369
explicado, sobre todo y por lo que atañe a la diferencia con el «fundamento último del
imperativo moral», en el § 2 del Capítulo VIII).
También es lícito señalar una cierta analogía —no tan estricta y clara como la básica
coincidencia a la que acabamos de referirnos— entre la tesis de la universalidad
hipotética de los imperativos prudenciales y la idea kantiana del imperativo categórico tal
como ésta aparece en la primera de las fórmulas propuestas para ella por su autor.
Cuando, en efecto, dice «obra sólo según aquella máxima, cuya conversión en ley
universal puedas simultáneamente querer»[404], lo que está manteniendo es que yo
pueda querer que mi máxima sea universalizable, lo cual es tanto como que yo pueda
querer que mi máxima no sea mía tan sólo, sino asimismo de todo agente moral. Por otro
lado, aunque en estrecha relación con todo ello, la noción kantiana de la «máxima», en
su diferencia respecto de la «ley», es algo a lo que el concepto del imperativo prudencial
se parece, sin duda, en algunas de sus facetas, pese al hecho de haberle negado Kant a la
máxima el carácter de un imperativo:
«Es máxima el principio subjetivo del obrar y se la ha de distinguir del principio
objetivo, es decir, de la ley práctica. Aquélla contiene la regla práctica, que la razón
determina de acuerdo con las condiciones del sujeto (a menudo, la ignorancia de éste y
también sus inclinaciones) y es, por tanto, el principio según el cual el sujeto actúa; en
cambio, la ley es el principio objetivo (…) según el cual debe actuar el sujeto, o sea, un
imperativo»[405].
No cabe poner en duda la diferencia esencial entre lo designado en la terminología
kantiana con el nombre de «máxima» y lo que aquí venimos conociendo con el nombre
de «imperativo prudencial». Además de que Kant niega a la máxima el carácter de
imperativo (puesto que sólo lo atribuye a la ley), se ha de tener presente que mientras las
máximas, en su sentido kantiano, pueden ordenar algo que el sujeto no debe hacer (dado
que rigen lo que el sujeto fácticamente hace), los imperativos prudenciales no rigen todo
lo que de hecho hace el sujeto, sino sólo lo que éste hace cuando el ponerlo por obra es
in concreto el cumplimiento de un deber. Ello no obstante, lo designado por Kant con el
nombre de máxima tiene, por otro lado, un innegable punto de coincidencia con el
imperativo prudencial: a saber, el ser efectivamente determinativo de la conducta no en
abstracto, sino de acuerdo con las condiciones del sujeto (den Bedingungen des Subjects
gemäss). Y ese innegable punto de coincidencia es razón suficiente para mantener, sin
exclusión de las desemejanzas, una cierta analogía entre la universalidad hipotética de los
imperativos prudenciales y la universalidad exigida por el imperativo categórico kantiano
a las máximas de la buena voluntad.
Con todo ello se pone una vez más de manifiesto la esencial relevancia ética del
concepto de situación del agente moral. Pues no cabe admitir que se trate, pura y
simplemente, de que la máxima que rige el comportamiento pueda por mí ser querida,
abstracción hecha de mi efectiva situación, como la máxima que rija el comportamiento
de todo agente moral, por más que su situación difiera de la mía; ni cabe tampoco admitir
que un agente moral, suponiéndole un mínimo de discreción, pueda querer que su
comportamiento se rija en todas las situaciones por una y la misma máxima o,
370
equivalentemente, por un idéntico imperativo prudencial.
Las llamadas «éticas de situación», donde las normas éticas universales son negadas,
resultan inevitablemente defectuosas por cuanto excluyen estas normas, no por admitir la
situación como un decisivo factor (o conjunto de factores) determinante de la materia
concreta del comportamiento moral. Lo ya explicado en este mismo capítulo acerca de la
noción del imperativo prudencial, así como sobre la tesis de la universalidad hipotética de
esta clase de imperativo, hace aquí innecesaria una más detenida crítica de las llamadas
«éticas de situación». Distinto sería el caso si hubiésemos de destacar, o simplemente
señalar, los matices propios de cada una de las éticas que, al afirmar la relevancia ética de
la situación, niegan la validez de las normas morales universales. La consideración de
esos matices no es, en manera alguna, indispensable para una fundamentación, como la
aquí intentada, de la ética y, más concretamente, de la que puede calificarse de realista.
Sin embargo, puede resultar útil, aun sin ser propiamente necesario, el añadir que las
éticas de situación, tomadas en el sentido en que estamos hablando de ellas, son
incapaces, si proceden con entero rigor lógico, de asumir el valor de la ejemplaridad
moral, i. e., el de las conductas moralmente ejemplares, que es tanto como decir el de las
conductas que moralmente merecen ser imitadas. No obstante su irreductible concreción
o cabal singularidad, tales comportamientos poseen una universalidad sui generis,
inexplicable en todo tipo de ética que de veras sea situacionista en la más estricta
acepción[406]. La universalidad que por esencia es propia de lo moralmente ejemplar no
requiere como una condición indispensable el presupuesto de una total identidad de las
situaciones, cosa, sin duda, imposible y cuya consideración, no obstante, es provechosa
tan sólo para hacer ver que, dado el hecho efectivo de una específica naturaleza humana,
ningún imperativo ético concreto estaría desprovisto de validez para todos los hombres si
las situaciones de los agentes morales fuesen enteramente idénticas entre sí. Pero, por
otro lado, la universalidad característica de lo moralmente ejemplar, además de ser
inconciliable con la falta de una naturaleza específicamente común a todos los hombres,
también es incompatible con la opinión según la cual la omnímoda irrepetibilidad de cada
una de las situaciones hace, si no imposible, al menos moralmente irrelevante cualquier
coincidencia entre ellas. Si así fuese, no podría haber conductas moralmente ejemplares,
porque no las habría moralmente merecedoras de imitación, lo cual, a su vez, se debería
a la completa falta de coincidencia entre los factores moralmente relevantes en las
diversas situaciones.
Ahora bien, una ética donde, por las razones mencionadas, lo moralmente ejemplar no
puede tener cabida, no sólo no es una ética realista en sentido teórico, sino que tampoco
lo es en sentido práctico, por cuanto en ella habría de excluirse la «efectividad práctica»
que los ejemplos recibidos tienen para la adquisición de las virtudes y de los vicios
morales. Claro está que los ejemplos a los que aquí se hace referencia no consisten en
meras exposiciones de casos particulares donde se presenta en concreto lo que en
abstracto ha sido antes formulado. No son simples fórmulas o «dichos», sino efectivos
371
«hechos». De ahí que pueda afirmarse que «el ejemplo, en su sentido ético, difiere de la
enseñanza en su estricta acepción. Si se la toma en su más propia forma, la enseñanza,
en efecto, es algo que se realiza por medio de palabras. El ejemplo, en cambio, no
consiste tanto en el decir, cuanto en el hacer. (…) Todas las diferencias que sin duda
cabe establecer entre el ejemplo y la enseñanza estricta dejan intacta la evidente analogía
que entre ambos existe: los dos llevan consigo una cierta eficacia formativa, supuesto que
se den las condiciones (…) de esa misma eficacia como virtualidad característica de los
medios directamente formativos»[407].
Para una ética (si en verdad puede llamársela así) donde cada una de las situaciones es
pensada como recluida enteramente en sí misma, sin coincidir con las otras nada más que
por ser situaciones todas ellas, no cabe, por tanto, la posibilidad de que los
comportamientos efectivos corroboren la validez de las enseñanzas éticas verbales. Lo
cual es justamente lo contrario del realismo que hace patente Aristóteles cuando afirma
que la utilidad para la vida, y no sólo para la ciencia, la tienen los «dichos» morales
verdaderos si con ellos coinciden las obras visibles de quienes los comunican[408].
Esencialmente lo mismo sostiene santo Tomás: «respecto de las acciones y las pasiones
humanas, las palabras son menos creíbles que las obras. Pues si alguien practica lo que él
dice que es malo, más incita con el ejemplo que disuade con la palabra. (…) Así, pues,
los dichos verdaderos no sólo se muestran útiles para el saber, sino también para la vida
humana. Porque son creídos en tanto que concuerdan con las obras. Y así esos dichos
incitan a vivir de acuerdo con ellos a quienes comprenden su verdad»[409].
372
tomado de una manera estricta y propia, es, en efecto, el más necesario y decisivo para
el esclarecimiento filosófico de este asunto. De ahí la conveniencia de desarrollar algunas
puntualizaciones que dejen bien perfilado ese concepto. Y la primera de ellas es la que
consiste en señalar que la situación de que se trata incluye primordialmente la naturaleza
individual de cada uno de los agentes morales, por más que esta naturaleza individual sea
algo sustancialmente idéntico a través de los cambios de su respectivo poseedor. Tal
identidad sustancial es, a la vez, diversidad sustancial —bien que no, claro está,
específica— de cada uno de los agentes morales respecto de todos los otros. Es,
digámoslo así, identidad sustancial intra-individual, a la vez que diversidad sustancial
inter-individual o intersubjetiva. Y lo segundo basta para que la naturaleza individual de
cada uno de los agentes morales haya de ser entendida como un factor o elemento de la
situación en que él está. Dicho de otra manera: cada yo humano se encuentra, por la
naturaleza individual que sustancialmente le es propia, en una situación distinta de las de
todos los otros, y en ella y desde ella se comporta como efectivo autor de una conducta
moralmente calificable.
Así, pues, la constitución de la materia del imperativo prudencial es esencialmente
relativa a la naturaleza individual de cada uno de los agentes morales, y lo es justamente
por cuanto esta naturaleza constituye el primero de los elementos o factores de la
situación respectiva. Lo que ante todo hace que el agente moral X esté en una situación
distinta de la del agente moral Y es que las respectivas naturalezas individuales son entre
sí diferentes, lo cual no puede dejar de repercutir en la determinación primordial del
debido comportamiento concreto de esos agentes morales (o, lo que es lo mismo, en la
constitución de la materia de los imperativos prudenciales de cada uno de ellos). Ahora
bien, una vez que así ha quedado establecido el primero de los elementos o factores de la
situación en que se encuentra el agente moral en cuanto tal, han de considerarse los
demás elementos o factores que configuran esa situación.
Para encontrar esos otros componentes, el método más plausible, dentro del marco de
una investigación que merezca integrarse en una filosofía moral realista, es necesario
acudir a la experiencia moral y ver en ella las circunstancias atendidas al decidir in
concreto el contenido de nuestros imperativos prudenciales. Tales circunstancias, en
efecto, son las que, enlazadas en cada caso a un agente moral individualmente
determinado, configuran la situación en la que éste dicta el imperativo ético concreto.
Como es obvio, el mismo agente moral, considerado según la naturaleza que
individualmente le es propia, no puede ser ninguna de todas esas circunstancias que
articuladas con él configuran la situación en la que el imperativo ético concreto es
dictado. Sin embargo, cabe llamarlo circunstancia en relación al acto moralmente
calificable y en tanto que este acto sea el asunto principalmente atendido. De este modo,
siguiendo un pasaje de Aristóteles[410], incluye santo Tomás el «quién» (quis) entre las
circunstancias de ese acto[411].
Es muy conocida la fórmula propuesta por Cicerón[412] para enumerar las
circunstancias a las que nos venimos refiriendo: quis, quid, ubi, quibus auxiliis, cur,
quomodo, quando. Menos conocida parece —ya que ciertamente es menos citada— la
373
explicación y ordenación sistemática que de esta lista ofrece santo Tomás cuando,
después de señalar brevemente la diferencia, más verbal que conceptual, entre Cicerón y
Aristóteles en lo concerniente al número de las circunstancias en cuestión, asegura: «Y el
por qué de esta enumeración puede admitirse que sea lo siguiente. Se llama circunstancia
(de la acción) a lo que en cierto modo es externo a la sustancia del acto, pero que en
alguna forma lo toca o alcanza. Ahora bien, ello puede acontecer de tres maneras: según
que concierna al acto mismo, o a la causa de éste, o al efecto. Atañe al acto mismo, ya
por modo de medida, como el tiempo y el lugar, ya por modo de cualidad del acto, como
la manera de obrar. Atañe al acto por parte del efecto lo que alguien haga (en virtud del
acto). Y por parte de la causa, si se trata de la causa final, tenemos el para qué; si de la
causa material, el acerca de qué; si de la causa eficiente principal, el quién actúa; y si de
la causa eficiente instrumental, el con qué ayudas»[413].
Dado el uso extrafilosófico (y, a veces, también dentro de la terminología filosófica) de
los términos «circunstancia» y «situación» como si fuesen sinónimos, debe aclararse que
aquí estos términos no son tomados de ese modo, sino de tal manera que, en primer
lugar, se ha de tener presente la diferencia entre «situación del agente moral» y
«circunstancia del acto moralmente calificable», y, en segundo lugar, se ha de advertir
que es el conjunto de todas esas circunstancias, y no ninguna de ellas por sí sola, lo que
propiamente es idéntico a la situación del agente moral. En consecuencia, la materia
propia de los imperativos prudenciales es enteramente relativa a la situación del agente
moral de cada uno de ellos, y sólo parcialmente relativa a cada una de las circunstancias
integradas en esa situación. Ello no obsta para que pueda destacarse el valor de la
circunstancia cur, que es el propter quid en el sentido de la finalidad del agente (finis
operantis, no finis operis), por cuanto esta circunstancia proviene sólo del acto interno
de la voluntad[414]. Lógicamente, este destacado y peculiar valor de la circunstancia cur
no ha de entenderse de forma que permita menospreciar el valor de las otras
circunstancias de los actos humanos en tanto que moralmente calificables. Porque no es
sólo que «el fin no justifica los medios», abstracción hecha de la relevancia moral de
éstos en sí mismos, sino que tampoco un buen fin y unos buenos medios constituyen lo
único que ha de considerarse como aquello a lo que inmediatamente es relativa la materia
de los imperativos prudenciales en cuanto tales.
Bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu. Las circunstancias de tiempo
y de lugar tienen una innegable relevancia para la determinación de la materia de los
imperativos prudenciales, como quiera que cada uno de estos imperativos responde a
algún deber plenamente concreto, es decir, irrepetible o singular, y porque, a diferencia
de los que se formulan en imperativos abstractos, los deberes enteramente concretos son
esencialmente ocasionales, i. e., constitutivamente relativos al binomio «tiempo-lugar». Y
en lo que concierne a la circunstancia quis, su valor para el cabal establecimiento de la
materia de los imperativos prudenciales no se echa de ver en todo su alcance si se pasa
por alto la invariable naturaleza individual de cada uno de los agentes morales, con lo que
estos agentes no son tomados en consideración nada más que en cuanto sujetos de
determinaciones actuales, pero no permanentes. Ni el hecho de que X sea
374
constitutivamente más inteligente que Y carece siempre de toda trascendencia para la
determinación del contenido de los deberes concretos de uno y otro agente moral, por
donde resulta que esa superioridad intelectual innata no puede estar desprovista, en todas
las ocasiones, de valor y sentido en la constitución de la materia de los imperativos
prudenciales de los agentes morales en cuestión. Etc., etc.
375
situación determinante de la materia propia del imperativo prudencial, son las
moralmente relevantes, no las puras y simples circunstancias físicas; 2ª, la determinación
de la materia propia del imperativo prudencial por las circunstancias moralmente
relevantes de los actos humanos deja un margen de libertad, más o menos amplio en las
diversas ocasiones, para que, entre los varios actos que permiten cumplir igualmente bien
la obligación concreta, el agente moral elija uno. Esta segunda nota resulta, sin duda, de
la primera, ya que la diferencia entre las puras y simples circunstancias físicas y las
moralmente relevantes hace posible, sin menoscabo alguno para el cumplimiento de la
concreta obligación, la elección entre actos moralmente idénticos y de índole física
diversa.
Todavía cabe añadir, aunque está implícita en las dos anteriores, una tercera nota
complementaria del concepto de situación en el ámbito de la ética: la concreción de la
materia del imperativo prudencial es siempre completa en su aspecto ético, pero
incompleta a veces en su aspecto físico. (Por mucho que dilatásemos el alcance de la
prudencia, no lograríamos convencernos, v. gr., de que en todas las ocasiones el
satisfacer una deuda con dinero contante y sonante haya de ser más «prudente» que el
pagarle al acreedor con un talón bancario, ni a la inversa).
Una ética realista sensu practico es la que mantiene normas éticas verdaderamente
practicables, entendiendo por ellas (según quedó expuesto en el Cap. II, § 2) las que se
cumplen con actos cuya efectiva realización es posible. Ahora bien, la realización de
estos actos en los que se da cumplimiento a normas éticas practicables exige, en cada uno
de los casos, un imperativo prudencial (en el sentido que al comienzo de este capítulo se
definió). En consecuencia, el preguntarse por la intervención de las virtudes morales no
puede, en una ética realista, ser en definitiva otra cosa que plantear la cuestión de si
estas virtudes intervienen necesariamente en la configuración de la materia de los
imperativos prudenciales, y cuál sea concretamente el modo en que esa intervención
tiene lugar en el caso de que resulte necesaria.
Tal como acaba de ser aquí formulado, el planteamiento de la cuestión de las virtudes
morales en lo concerniente a su influjo en la configuración de la materia del imperativo
prudencial no tiene nada que ver con el actual restablecimiento del tema de la virtud en la
ética filosófica. Quiero decir que lo que aquí pretendo no consiste en sumarme a lo que
ha venido a ser —y tal vez mañana deje de serlo— una moda en el pensamiento
filosófico, por más que su «contenido» esté objetivamente justificado en muy buena
parte, y sin dejar tampoco de reconocer que con esa moda se está dando una
comprensible reacción frente a algunos abusos que habían llegado a ser habituales. Todo
ello merece, desde luego, una cierta atención, pero el motivo de que lo tengamos aquí en
cuenta es que el examen crítico de ello —y no la mera vigencia de una moda—
contribuirá a aclarar algunos aspectos de la filosofía moral realista, en lo que atañe a la
376
constitución de la materia de los imperativos prudenciales, así como a la relatividad de
esta materia.
Lo que bien puede llamarse la «rehabilitación de la virtud» aparece en estrecha
relación con una crítica a la ética moderna (donde este adjetivo tiene una significación
más doctrinal que cronológica). Así, uno de los más destacados expositores, a la vez que
relevante protagonista, de esa vuelta a la virtud, Giuseppe Abbà, ha podido decir: «La
novedad de la atención que en el reciente debate se presta al concepto de virtud consiste
en el hecho de que esa atención proviene de una crítica más o menos radical a la ética
moderna y que, en el retorno a la ética aristotélica de las virtudes, se pone como
alternativa a las teorías éticas modernas. El término ética moderna no está aquí usado en
sentido histórico, como para cubrir todas las teorías éticas a partir del siglo XVII, sino en
sentido doctrinal: para significar un esquema de pensamiento subyacente a una gran parte
de las reflexiones éticas producidas en los siglos modernos, y designa toda teoría ética, de
inspiración kantiana o utilitarista, que concibe el problema ético como problema de la
determinación de la acción justa o correcta y de sus reglas, y como problema de la
justificación del deber o de la obligación de cumplir acciones justas y de seguir las
reglas»[416].
Ciertamente, en la filosofía moral de Kant —y, por tanto, en las que deben su
inspiración más sustantiva a Kant— las virtudes morales no ocupan un lugar tan
destacado como el propio de ellas en el pensamiento ético antiguo y medieval. Es
indudable que en la ética kantiana —y, consiguientemente, en las influidas por ella de un
modo decisivo— la importancia del problema del deber aminora la de la cuestión de la
virtud, desplazando, digámoslo así, a esta cuestión a un relativo segundo plano. Este
desplazamiento no resulta de ninguna necesidad auténticamente objetiva —antes por el
contrario, el deber y la virtud realzan y complementan mutuamente su importancia moral
—, sino que sólo es un hecho, pero un hecho que es menester reconocer en su efectiva
medida, lo cual quiere decir que tampoco se han de cargar las tintas sobre él. En este
sentido no pueden considerarse afortunadas las siguientes afirmaciones de D. von
Hildebrandt: «La esfera de las virtudes ha sido (…) enteramente descuidada por Kant, y
la mayor parte de los moralistas a partir de Kant han seguido el mismo camino. En
oposición a esa actitud ante las virtudes, la ética de la Antigüedad, y las de san Agustín y
santo Tomás igualmente, han atribuido a las virtudes un gran significado moral»[417].
Hay que pasar por alto nada menos que la Segunda Parte de La Metafísica de las
costumbres, de Kant, para poder mantener que éste ha hecho enteramente caso omiso de
la esfera de las virtudes, ya que esa Segunda Parte es cabalmente una teoría de la virtud
(Tugendlehre). Es verdad también que en esa Parte, dedicada expresamente a la virtud,
sigue teniendo ésta menos peso que la consideración del deber, pero evidentemente el
tener menos peso no es igual que «no tener peso alguno», y entre las cosas que allí dice
Kant hay alguna de un interés ético tan claro —y, por otra parte, tan esencialmente
coincidente con la ética aristotélica, por más que Kant no conociese bien el pensamiento
de Aristóteles— como que «la virtud (…) encierra también para los hombres un mandato
afirmativo, a saber, el de someter al dominio de la razón todos los poderes e inclinaciones
377
de los hombres»[418].
Ello no obstante, sigue siendo verdad indiscutible que la virtud no alcanza en la ética
de Kant el nivel de importancia que posee en la ética antigua y medieval. Para explicar
este hecho, así como el de la relativa infravaloración de la virtud en las éticas de
fundamental inspiración kantiana[419], cabe invocar la diferencia, hoy muy en boga,
entre las éticas fundamentalmente elaboradas según el punto de vista del agente moral —
también llamadas «éticas de la primera persona»— y las éticas en las que el punto de
vista dominante es, por el contrario, el del observador, o bien el del legislador, o en su
caso el del juez, es decir, las «éticas de la tercera persona».
Para G. Abbà —que hace un denso y utilísimo resumen— se trata de una diferencia
que determina una fractura radical entre la ética antigua o la medieval, por un lado, y, por
otro, la ética moderna: «Es una fractura que introduce en el significado de los términos
éticos una irremediable equivocidad que hace tan difícil que el moralista moderno entre
en el universo de la ética aristotélica o tomista, como que Aristóteles y el Aquinate
dejasen de permanecer desorientados ante el discurso del moralista moderno. (…) Lo
que establece la diferencia (se sobreentiende, lo que da lugar a esa fractura) está dado
por un desplazamiento del punto de vista principal según el cual la ética se elabora: lo
designaremos como sustitución del antiguo punto de vista de la primera persona o del
sujeto agente, por el moderno punto de vista de la tercera persona o del observador, del
juez, del legislador»[420].
Se falsearía el sentido de este esquema si se olvidara que la diferencia en él establecida
no se refiere a puntos de vista exclusivos, sino sólo a puntos de vista dominantes o
principales. Ello ha de tomarse en consideración para entender en su exacto significado la
tesis mantenida por G. Abbà al afirmar que «el haber pasado del punto de vista de la
primera persona al de la tercera persona no constituye únicamente el rasgo que determina
la diferencia entre ética antigua y ética moderna, sino que también indica una decadencia
en la historia de la ética, porque la ética no sólo no puede subestimar el punto de vista
del sujeto agente, sino que debe tenerlo como punto de vista principal»[421]. La
moderación de esta tesis se hace especialmente perceptible en el contraste con la forma
de pensar de algunos críticos de la ética moderna, a la cabeza de los cuales se encuentra
G. E. M. Anscombe. En el pensamiento de esos críticos la recuperación del punto de
vista del sujeto agente lleva consigo un modo de rehabilitar la virtud que va ligado
necesariamente al sistemático abandono de la noción del deber. Lo cual quiere decir que
el punto de vista del sujeto agente es afirmado, por quienes de ese modo lo recobran, no
ya como principal o dominante, sino como exclusivo.
Así, en un trabajo dedicado expresamente a «la filosofía moral moderna», G. E. M.
Anscombe sostiene, como la segunda de sus tesis en este trabajo, que «los conceptos de
obligación y de deber —entendiendo por ellos los conceptos de obligación moral y de
deber moral— y lo de todo cuanto es moralmente correcto o incorrecto, y la idea
correspondiente al sentido moral de “debe”, ha de ser echado por la borda, si tal cosa es
posible psicológicamente; porque son supervivencias, o derivaciones de supervivencias,
de una antigua concepción de la ética que en general ha dejado de sobrevivir, siendo
378
necesariamente nocivas en tanto que separadas de esa concepción»[422].
El pensamiento de que en la ética moderna sobreviven, desconectadas de su más
sustantiva inspiración, algunas piezas de la ética antigua y medieval, se encuentra también
en A. McIntyre, quien lo expone y desarrolla en varios lugares de su libro Tras la
virtud[423], que es, sin duda, la obra más representativa del intento contemporáneo de
rehabilitación de la virtud, estrechamente vinculado a la crítica de la ética moderna. Pero
en la presente ocasión lo que más particularmente requiere ser atendido es la afirmación
de Anscombe, según la cual la idea del deber no resulta admisible en tanto que separada
de la concepción ética en la cual tuvo su lógico encuadramiento. De esta tesis, así como
de la argumentación a su servicio, ya se habló en el apartado a) del § 3 del Cap. III. A lo
ya dicho en ese lugar es procedente ahora añadirle una observación complementaria
acerca del nexo de la idea del deber con la noción de un legislador divino. Este nexo,
afirmado como necesario por Anscombe, no sólo resulta de facto excluido por el hecho
de que, como hace ver G. Abbà, no hay ninguna señal de la idea de un legislador divino
en la Ética Nicomaquea —donde el concepto del deber está presente, aunque no de un
modo temático—, sino también, y sobre todo, porque la idea de Dios como legislador
moral pertenece al nivel de la reflexión filosófica, donde aparece como fundamento
(metafísico) último del deber, no como fundamento fenomenológico de éste. Y así cabe
una experiencia del deber en la cual lo vivimos como algo fundamentado —no arbitrario
o irracional—, y de tal suerte que al vivirlo de esta manera lo captamos como basado en
el peculiar valor de la moralidad. (i. e., por el «ser-moralmente-bueno» del contenido o
materia del deber)[424].
379
conocimiento y la práctica habituales de ellos. A todo lo cual se ha de añadir todavía, en
calidad de complemento indispensable, que el conocimiento en cuestión es el de carácter
práctico y no el de índole meramente especulativa o teórica. La distinción entre la
conciencia y la prudencia, tal como ambas se toman en la más rigurosa terminología de
la Escuela, corrobora la puntualización que acabamos de hacer, pues aunque tanto los
dictámenes de la conciencia como los de la prudencia se refieren moralmente a actos
concretos, son únicamente los de la prudencia los que poseen un inmediato alcance
imperativo y, por ende, una resolutiva y total eficacia.
Por su parte, la prioridad del deber respecto de las virtudes tiene un sentido absoluto.
El deber, justamente en este sentido, es previo a las virtudes, por cuanto en la
incondicionada necesidad de él se encuentra, tal como ya se ha indicado, el fundamento
de la necesidad instrumental de éstas. Así lo demuestra la experiencia del deber. En ella
no es vivido éste, en modo alguno, como algo justificado por las virtudes o,
respectivamente, por el hecho, o por la necesidad, de su ejercicio. No cumplimos
nuestros deberes para ser virtuosos o para ejercer las virtudes, sino que, a la inversa
cabalmente, son nuestros deberes lo que justifica, en orden a su cumplimiento, la
necesidad (moral) de que poseamos las virtudes y de que las ejerzamos. Y también así
puede entenderse que la adquisición de las virtudes sea un deber, porque esa adquisición
está fundada, desde un punto de vista teleológico, en su carácter de medio para que los
deberes sean captados de una manera práctica y para que sean cumplidos[425].
380
así le parece el fin a él»[426]. Este principio es realista (en sentido teórico) porque
responde innegablemente a la experiencia. Como gráficamente dice S. M. Ramírez, «la
experiencia cotidiana demuestra, en efecto, que el juicio axiológico concreto y práctico o
eficaz está condicionado por la disposición afectiva del sujeto que debe decidir y obrar. A
un hombre afectado por la ira, le parece bueno y conveniente vengarse de su enemigo
que le injurió; a otro afectado por la lujuria (…) le parece excelente la fornicación; a un
tercero dado al alcohol le parece de perlas emborracharse. La pasión no solamente
empuja a consumarse o satisfacerse, sino que colorea este acto y su objeto o materia, de
tal suerte que aparece entonces, de hecho y para el que está afectado por ella, como lo
mejor y lo más conveniente, arrastrando consigo al intelecto»[427].
El condicionamiento de nuestras estimaciones prácticas concretas por nuestros estados
de ánimo al llevarlas a cabo nos obliga a afirmar la relatividad de aquéllas a éstos, pero
la afirmación así exigida no constituye un «relativismo ético» en la acepción según la cual
éste quedó rechazado en el § 2 del Cap. VII. Por sí solo, ningún hecho psíquico es un
argumento en favor de la tesis psicologista. Para atribuirle ese carácter se requiere una
manipulación que no puede pasar inadvertida si se procede con una mínima cautela.
Pero, además, para no adulterar en otra de sus facetas el hecho psíquico del
condicionamiento de nuestras estimaciones prácticas concretas por nuestros estados de
ánimo al efectuarlas, es de especial interés el advertir que el reconocimiento de ese hecho
no se opone a la tesis de la existencia del libre albedrío humano. Porque la misma
experiencia cotidiana enseña también que para el hombre es posible el no dejarse llevar
de la pasión o el afecto si actúa oportunamente, vale decir, si no la deja crecer hasta el
punto de hacerla irresistible.
Una vez hechas estas salvedades, el reconocimiento del influjo de nuestros estados de
ánimo en las estimaciones prácticas concretas que llevamos a cabo mientras estamos en
ellos, no solamente está bien amparado frente a posibles tergiversaciones, sino que es
enteramente necesario para entender bien la función propia de las virtudes morales en la
constitución de la materia del imperativo prudencial. Ello se echa de ver sobre la base de
la definición aristotélica de la virtud moral, definición que ha quedado sobreentendida en
todas las consideraciones hasta este momento hechas, en el presente trabajo, acerca de
esta clase de virtud. Ahora importa tener explícitamente presente la fórmula de
Aristóteles, para poder después analizarla en todo lo concerniente al cometido que en la
constitución de la materia del imperativo prudencial desempeñan realmente las virtudes
morales. Para Aristóteles toda virtud moral consiste en un «hábito electivo que está en
una posición medianera entre dos extremos, determinada por la razón y según el modo
en que el prudente la determinaría»[428].
De esta fórmula pudiera tal vez decirse que no se refiere a la virtud moral únicamente,
porque la voz αρετή designa en griego a toda virtud y no sólo a una clase de ellas. Pero
aunque sin duda es verdad que ese término griego no designa únicamente a la virtud
moral, sino a toda virtud, ello no basta para demostrar que la entera fórmula descriptiva
no deba ser aplicada, propiamente hablando, a la virtud moral y sólo a ella. Más aún: hay
dos motivos suficientes para persuadirse de que la exclusiva aplicación a la virtud moral
381
es lo exigido por la fórmula de Aristóteles, si ésta es tomada en el más propio de sus
significados. Y el primero de esos motivos se encuentra ya en la índole de electiva
(πρoαιρετική) que en la fórmula se atribuye al hábito en el cual consiste la virtud. Santo
Tomás tiene, sin duda, razón cuando al tratar de los diversos elementos integrados en la
definición aristotélica, señala como el segundo de ellos «el acto de la virtud moral», tras
haber dicho que el «hábito» es el primero: «El segundo es el acto de la virtud moral.
Porque el hábito ha de definirse por el acto. Y a éste se refiere (Aristóteles) cuando dice
“electivo”, esto es, que opera según elección. Pues la elección es lo principal de la
virtud»[429]. Naturalmente, la argumentación dejará satisfecho a quien no olvide que la
elección, aunque supone el concurso del entendimiento, pertenece a la voluntad, y que
las virtudes morales conciernen a las facultades apetitivas, la voluntad ante todo, y
también al apetito sensible en tanto que la voluntad puede imperarlo[430].
El otro motivo para persuadirnos de que la fórmula aristotélica, a la que nos venimos
refiriendo, se aplica en su más propia significación a la virtud moral, y sólo a ella, lo
encontramos en la última parte de esa misma fórmula: a saber, en la referencia a la
determinación que del medio entre extremos llevaría a cabo el prudente. Baste aquí el no
echar en el olvido la connotación moral que Aristóteles atribuye a la prudencia, en
oposición al saber técnico (τέχvη), según se comprueba, v. gr., en las palabras, citadas en
el § 1 de este capítulo, correspondientes a Eth. Nic., 1140 b 20-25.
Si ahora volvemos a considerar la función propia de las virtudes morales en la
determinación de la materia del imperativo prudencial, convendrá tomar la precaución de
distinguir entre las virtudes morales sensu strictissimo (las que tienen su sede en las
facultades apetitivas), por un lado, y, por otro lado, la prudencia como virtud moral sensu
lato. De lo contrario pueden resultarnos oscuras unas explicaciones, en sí mismas tan
claras, como las afirmadas por santo Tomás al sostener que sin la prudencia no puede
darse la virtud moral[431], y que sin la virtud moral no puede darse la prudencia[432].
Si a la prudencia la incluimos, sin ningún género de salvedad o restricción, entre las
virtudes morales (por la connotación moral que, a diferencia de la mera técnica, posee),
nuestra lectura de las dos tesis en cuestión no podrá dejar de presentarnos, como una
parte de lo mantenido en ambas, la verdad, tan indudable como inútil, de que sin la
prudencia es imposible que la prudencia se dé. Con todo, aunque distingamos entre las
virtudes morales sensu strictissimo y la prudencia como virtud moral sensu lato, queda
todavía por resolver otra dificultad, que es la que surge de la apariencia de hallarnos ante
un auténtico círculo vicioso: para ser prudente habría que tener primero las otras virtudes
morales, las que lo son propiamente o sensu strictissimo, pero para tener esas otras
virtudes sería necesario antes ser prudente.
En realidad, no hay tal círculo vicioso. No cabe duda de que verdaderamente lo habría
si no se hiciese una inequívoca distinción (y santo Tomás la hace) entre el plano del fin y
el de los medios. En esa distinción están basadas las siguientes observaciones, que deben
a santo Tomás su inspiración: «Por tanto, lo que hay entre la prudencia y las demás
virtudes morales no es, en suma, otra cosa que un mutuo complementarse en orden a la
práctica del bien. Las funciones, no obstante, son distintas (…). La prudencia supone las
382
restantes virtudes morales en lo que atañe a la intención del fin. Para obrar rectamente en
sentido moral es preciso, ante todo, que se quiera el bien, esto es, que la voluntad esté
inclinada a él. Y ése es el momento de la virtud moral distinta de la prudencia. Por
consiguiente, es preciso decir que la prudencia alcanza de las otras virtudes morales el fin
en que se funda y a cuyo servicio ella misma se pone. Pero a cambio de esto la
prudencia confiere a esas otras virtudes la posibilidad de conseguir rectamente el mismo
fin, verificando ella, por su parte, la debida elección de los medios»[433].
383
el más estricto sentido) y porque éstas, entendidas al modo aristotélico, suministran unas
inclinaciones que, sin confundirse con las que de un modo natural convienen a todos los
seres humanos, también se distinguen de las que son naturales sólo individualmente, i. e.,
integrantes de cada naturaleza humana individual en cuanto individual. Mas justamente
por todo ello es tanto más de notar la coincidencia que con el concepto más clásico de la
virtud tiene el que de ella se hace Kant al negarse a entenderla como determinante de un
comportamiento mecánico (equivalente al de los «mecanismos que proceden de la razón
técnicamente práctica»). Semejante mecanicismo es incompatible, a todas luces, con el
concepto aristotélico del hábito electivo (ἕξις πρoαιρετική), pues la elección implica el
ejercicio del libre albedrío humano. Así, pues, no es tan sólo que las virtudes morales
sean, digámoslo así, «libres in causa», dado que tienen su génesis en actos libres
moralmente rectos, sino también que el libre albedrío humano es necesario para cada uno
de los actos que ellas hacen posible.
Por lo demás, los actos mecánicamente ejecutados son los que tienen lugar sin la
conciencia de ellos, y los semejantes a ellos son los acontecidos con una conciencia
sumamente débil de su realización. En cambio, los actos que las virtudes morales hacen
posible se realizan con la conciencia clara de que los estamos ejerciendo y de que usamos
en ellos nuestro libre albedrío. Y aunque es cierto que las virtudes morales facilitan y
hacen grato el cumplimiento de nuestros deberes, ello no quiere decir que «mecanicen»
ese cumplimiento. Hacer algo con facilidad y deleite no es lo mismo que hacerlo sin
libertad.
¿No habría de decirse, sin embargo, que esa facilidad y ese deleite con que tienen
lugar los actos a los que las virtudes morales inclinan, se extinguen cuando el agente
moral está en la situación que suele designarse con la fórmula «conflicto de deberes»?
«Es (…) tesis corriente —observa G. Abbà—, tanto entre los abogados del deber
cuanto en los de la virtud, que un conflicto no puede ser resuelto sin asumir la
responsabilidad de violar un deber, una norma o una virtud. En este punto es abismal la
distancia entre la ética tomista, para la cual las virtudes están todas conexas entre sí,
pudiendo resolverse los conflictos sin violar ninguna de ellas, y las actuales éticas tanto
del deber como de la virtud, para las cuales puede ocurrir que haya de violarse un deber
para cumplir otro, y para las cuales ni las virtudes están todas interconexas, ni la virtud
produce sólo actos buenos»[435].
En verdad no son pocos entre los defensores de la ética del deber los que admiten la
necesidad de que un deber sea incumplido para que otro se cumpla, y asimismo es bien
cierto que esa misma forma de pensar se da también entre no pocos de los partidarios
actuales de la ética de la virtud[436].
Especial atención merece el pensamiento de Kant acerca del «conflicto de deberes».
La enseñanza de Kant en este punto —como en tantos otros— no enlaza con la tradición
ética aristotélica y tomista, que sin duda Kant conocía mal, pero coincide —salvando las
innegables diferencias contextuales y terminológicas— con lo que en esa misma tradición
384
se mantiene en lo tocante a la imposibilidad del conflicto en cuestión («obligationes non
colliduntur»), tesis que Kant sustenta sin ambigüedad de ningún género. Así lo prueban
sus observaciones referidas al llamado «conflicto de deberes»:
«Un conflicto de deberes (collisio officiorum s. obligationum) sería la relación entre
ellos por la cual uno anulase (total o parcialmente) al otro. Ahora bien, el deber y la
obligatoriedad son conceptos expresivos de la necesidad práctica objetiva de ciertas
acciones, y dos reglas opuestas entre sí no pueden ser necesarias a la vez, sino que si el
actuar en conformidad con una de ellas es un deber, entonces el actuar en conformidad
con la otra no solamente no es deber alguno, sino incluso contrario al deber, y de esta
suerte no es posible, en absoluto, una colisión de deberes ni de obligaciones
(obligationes non colliduntur). Sin embargo, es perfectamente posible que dos razones
de obligar (rationes obligandi), una de las cuales, o la otra, no basta para obligar
(rationes obligandi non obligantes), estén unidas en el mismo sujeto y en la regla que él
se prescribe, dado que entonces una de ellas no es un deber. Si dos razones de ese tipo
se oponen entre sí, la filosofía práctica no dice que prevalece la obligación más fuerte
(fortior obligatio vincit), sino que prevalece la razón de obligar que tiene más fuerza
(fortior obligandi ratio vincit)»[437].
En Aristóteles y en santo Tomás la imposibilidad de que un deber sea realmente
incompatible con otro está implícitamente contenida en la tesis de la conexión de las
virtudes morales entre sí, cosa que a su vez se infiere conjuntamente de la imposibilidad
de la prudencia sin las otras virtudes morales y de la imposibilidad de las otras virtudes
morales sin la prudencia. Por su parte, santo Tomás, aunque se basa esencialmente en
Aristóteles[438], introduce una aclaración que permite resolver las dificultades suscitadas
por incorrectas interpretaciones de la tesis de la interconexión de las virtudes morales. La
aclaración consiste en que la mutua exigencia de las virtudes morales —la cual lleva
consigo que no sea posible el tener una de ellas sin poseer al mismo tiempo las demás—
conviene efectivamente a esas virtudes en su estado perfecto, no cuando sólo están
dadas como meras disposiciones, que, en cuanto tales, no confieren al agente moral la
capacidad de resistir fácilmente a cuanto sea un obstáculo para la rectitud moral del
comportamiento[439].
La idea de lo que, relativamente a nosotros los hombres (πρός ἡμᾶς), tiene la índole de
algo medio entre extremos, idea que es un elemento de la definición aristotélica de la
virtud moral, constituye evidentemente un esencial factor de relatividad que, sin
embargo, no establece ningún relativismo en la acepción subjetivista de este término,
sino que es una muestra de realismo, porque en ella se tiene en cuenta la realidad de la
naturaleza individual de cada hombre y la variedad, asimismo real, de los estados en que
un mismo individuo humano puede hallarse en el curso de su existencia.
Algunos ejemplos sumamente gráficos y varios, breves desarrollos de la idea general
de que la virtud establece algo medianero entre extremos pueden verse, con anterioridad
a la definición aristotélica de la ἀρετή, en Eth. Nic., 1106 a 33-b 28. Todo ello es
385
atendido y comentado por santo Tomás[440], pero la aportación más relevante de éste se
encuentra en la diferencia que señala entre el caso de la virtud de la justicia y el de la
fortaleza y la templanza. En lo concerniente a la cuestión del «término medio», esa
diferencia, esquemáticamente formulada, consiste en que cuando se trata de la justicia el
término medio, además de ser relativo al agente moral (como sucede en el caso de las
otras dos virtudes morales sensu strictissimo), es también, y ante todo, relativo a otro
hombre, a saber, aquel a quien los actos justos se dirigen[441].
Kant, escasamente enterado de la ética de Aristóteles y todavía menos informado de la
de santo Tomás, excluye de una manera rotunda la idea de lo virtuoso como algo
intermedio entre dos viciosos extremos. Esta idea establece, según Kant, una pura y
simple diferencia de grado, no una diferencia cualitativa, entre la virtud y el vicio. «La
diferencia entre la virtud y el vicio no puede buscarse nunca en los grados de obediencia
a ciertas máximas, sino únicamente en la cualidad específica de ellas (en la relación a la
ley); dicho con otras palabras: el encomiado principio (de Aristóteles), según el cual se ha
de poner la virtud en el término medio entre dos vicios, es falso. Si se supone, por
ejemplo, que la buena economía está dada por el término medio entre los dos vicios que
son la prodigalidad y la avaricia, entonces no cabe representarse a aquélla, en cuanto
virtud, como surgiendo por obra de la gradual disminución del vicio mencionado en
primer lugar (o sea, merced al ahorro), ni gracias al aumento de los gastos del propenso
al segundo, como si los dos vicios, siguiendo direcciones contrapuestas, vinieran a
encontrarse en la buena economía; en vez de lo cual la verdad es, por el contrario, que
cada uno de ellos tiene su propia máxima que contradice necesariamente a la del
otro»[442].
Ante tales acusaciones sólo cabe pensar que Kant empieza por entender el término
medio aristotélico de una manera literalmente topográfica, a la cual vendría a quedar
asimilada la diferencia entre grados de intensidad. Todo ello, indudablemente, es abusivo,
por cuanto implica una continuidad entre la virtud y los dos vicios que se le contraponen.
Semejante continuidad no es compatible con el genuino sentido del término medio
aristotélico, el cual no puede ser pensado de tal forma que la virtud hubiera de consistir
en un cierto vicio aminorado por haberse reducido la distancia (ya lineal, ya intensiva)
que le separaba de otro vicio.
En resolución, el término medio al que la virtud moral inclina no es otra cosa que la
efectiva adecuación o el concreto ajuste —inexistentes en los extremos viciosos— a las
exigencias absolutas que nuestra específica naturaleza impone objetivamente, mediante el
uso de la razón práctica, al comportamiento humano en cuanto humano. Y, en definitiva,
el cometido propio de las virtudes morales en la determinación de la materia del
imperativo prudencial consiste en suministrar a los agentes morales una habitual
inclinación a percibir y cumplir —moderando las respectivas predisposiciones
individuales de cada uno de ellos— los mandatos y las prohibiciones en que se aplican de
una manera concreta las normas universales de la ley natural (y las que de éstas derivan
con carácter también universal). La ética kantiana, aunque sin duda se ocupa de las
virtudes morales y acierta, indudablemente, en el examen de algunos de sus aspectos, no
386
tiene necesidad de concederles una especial atención en lo tocante a su vital significado
para determinar in concreto nuestros deberes. Pero el realismo que es propio de la ética
de la libre afirmación de nuestro ser no puede pasar por alto la decisiva importancia de
las virtudes morales para los imperativos éticos concretos que hacen recta nuestra
conducta en su más humana dimensión.
Abbà, G.
Agustín de Hipona (San)
Alcalá, M.
Anscombe, G. E. M.
Aristipo
Aristóteles
Auer, A.
Ayer, A. J.
Benedict, R.
Böckle, F.
Bradley, F. H.
Brandt, R. B.
Brentano, F.
Camus, A.
Carnap, R.
Cayetano
Cicerón
Cleantes
Composta, D.
Concilio Vaticano II
Crisipo
Descartes, R.
Descoqs, P.
Diógenes Laercio
Durkheim, E.
Epicuro
Escandell, J. J.
Escrivá de Balaguer, J.
Ferrater Mora, J.
Finance, J. de
Gehlen, A.
Guardini, R.
387
Gutiérrez, G.
Hare, R. M.
Hartmann, N.
Hauerwas, S.
Heidegger, M.
Hengstenberg, H.-E.
Hildebrandt, D. von
Hume, D.
Husserl, E.
Hutcheson, F.
Jaspers, K.
Juan de Santo Tomás
Kant, I.
Kluckholm, C.
Kutschera, F. von
Leclercq, J.
Lévy-Bruhl, L.
Linton, R.
Maritain, J.
Marx, K.
McIntyre, A.
Merks, K.-W.
Millán-Puelles, A.
Moliner, M.
Moore, A.
Moore, G. E.
Müller, M.
Nowell-Smith, P. H.
Palacios, J. M.
Palacios, L. E.
Pascal, B.
Patzig, G.
Pieper, J.
Platón
Protágoras
388
Ramírez, S. M.
Rhonheimer, M.
Ricken, F.
Ross, D.
Saint-Exupéry, A.
Scheler, M.
Schopenhauer, A.
Séneca
Shaftesbury, A. C.
Sófocles
Steinbüchel, T.
Stevenson, C. L.
Stuart Mill, J.
Thomas, M.
Tomás de Aquino (Santo)
Toulmin, S. E.
Überweg, F.
Vanni-Rovighi, S.
Westermarck, E. A.
[383] Véase, por ejemplo, en Aristóteles: «ὥστ᾽ ἀνάγκη τὴν φρόνησιν ἕξιν εἶναι μετὰ λόγου ἀληθῆ περὶ τὰ
ἀνθρώπινα ἀγαθὰ πρακτικήν. ἀλλὰ μὴν τέχνης μὲν ἔστιν ἀρετή, φρονήσεως δ᾽ οὐκ ἔστιν· καὶ ἐν μὲν τέχνῃ ὁ
ἑκὼν ἁμαρτάνων αἱρετώτερος, περὶ δὲ φρόνησιν ἧττον, ὥσπερ καὶ περὶ τὰς ἀρετάς». Eth. Nic., VI, 5, 1140 b
20-25. O bien en santo Tomás: «Manifestum est enim quod si aliquis peccat in arte ex propria voluntate, reputatur
melior artifex quam si hoc non faciat sponte, quia tunc videretur ex imperitia artis procedere: sicut patet de his qui
loquuntur incongrue propria sponte. Sed circa prudentia minus laudatur qui volens peccat quam qui nolens, sicut
et circa virtutes morales. Et hoc ideo quia ad prudentiam requiritur rectitudo appetitus circa fines, ad hoc, quod
sint ei salva sua principia. Ex quo patet quod prudentia (…) est virtus ad modum moralium virtutum requirens
rectitudinem appetitus», In Ethicor, n. 1173. Igualmente: «In humanis autem actibus se habent fines sicut
principia in speculativis (…). Et ideo ad prudentiam requiritur moralis virtus, per quam fit appetitus rectus (…).
Et ideo est quod magis laudatur artifex qui volens peccat, quam qui peccat nolens; magis autem contra
prudentiam est quod aliquis peccet volens, quam nolens, quia rectitudo voluntatis est de ratione prudentiae, non
autem de ratione artis», Sum. Theol., I-II, q. 57, a. 4.
[384] «Nun kann man die Geschicklichkeit in der Wahl der Mittel zu seinem eigenen grössten Wohlsein Klugheit
im engsten Verstande nennen», Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Ak IV, p. 416.
[385] «Der hypothetische Imperativ sagt also nur, dass die Handlung zu irgend einer möglichen oder wirklichen
Absicht gut sei. Im ersten Falle ist er ein problematisch-, im zweiten assertorisch-praktisches Prinzip», Op. cit.,
Ak IV, pp. 414-415.- Para la cuestión que nos ocupa ha de completarse este texto con otro muy próximo a él:
«Der hypothetische Imperativ, der die praktische Nothwendigkeit der Handlung als Mittel zur Beförderung der
Glückseligkeit vorstellt, ist assertorisch. Man darf ihn nicht bloss als nothwendig zu einer ungewissen, bloss
möglichen Absicht vortragen, sondern zu einer Absicht, die man sicher und a priori bei jedem Menschen
389
vorausgesetzen kann, weil sie zu seinen Wesen gehört», Op. cit., Ak IV, pp. 415-416.
[386] Para la identificación kantiana del imperativo categórico con el principio práctico apodíctico es suficiente
este testimonio: «Der kategorische Imperativ, der die Handlung ohne Beziehung auf irgend einen Absicht, d. i.
auch ohne irgend einen Zweck, für sich als objektiv nothwendig erklärt, gilt als ein apodiktisch-praktisches
Prinzip», Op. cit., Ak IV, p. 415 al comienzo.
[387] Dentro de las consideraciones preliminares de la Tercera Parte.
[388] Además de los textos últimamente citados, véase también especialmente Sum. Theol., I-II, q. 58, a. 5.
[389] «(…) si virtus causatur ex actibus nostris, aut ex actibus virtuosis, aut ex actibus vitiosis. Non ex vitiosis
quia illi magis destruunt virtutem; et similiter nec ex virtuosis quia illi praesupponunt virtutem. Ergo nullo modo
causatur ex actibus nostris virtus in nobis», De virtutibus in communi, q. única, a. 9, videtur quod non, 13.
[390] «(…) virtus generatur ex actibus quodammodo virtuosis et quodammodo non virtuosis. Actus enim
praecedentes virtutem sunt quidem virtuosi quantum ad id quod agitur, in quantum scilicet homo agit fortia et
justa; non autem quantum ad modum agendi: quia ante habitum virtutis acquisitum non agit homo opera virtutis
eo modo quo virtuosus agit, scilicet prompte absque dubitatione, et delectabiliter sine difficultate», en el ad
decimumtertium del mismo artículo últimamente citado.
[391] Teoría del objeto puro (Rialp, Madrid, 1990), pp. 829-830.
[392] La prudencia política (4ª ed., Gredos, Madrid, 1978), p. 10.
[393] Op. cit., p. 22.
[394] «Respondeo (…) quod (…) ad prudentiam pertinet non solum consideratio rationis, sed etiam applicatio ad
opus, quae est finis practicae rationis. Nullus autem potest convenienter alteri aliquid applicare, nisi utrumque
cognoscat, scilicet et id quod applicandum est, et id ad quod applicandum est. Operationes autem sunt in
singularibus; et ideo necesse est quod prudens et cognoscat universalia principia rationis, et cognoscat singularia,
circa quae sunt operationes», Sum. Theol., II-II, q. 47, a. 3.
[395] «(…) et quaedam sunt in ratione practica, ut conclusiones; et hujus modi sunt ea quae sunt ad finem, in
quae pervenimus ex ipsis finibus; et horum est prudentia, applicans universalia principia ad particulares
conclusiones operabilium», Sum. Theol., II-II, q. 47, a. 6.
[396] «(…) prudentia includit cognitionem, et universalium et singularium operabilium, ad quae prudens
universalia principia applicet», Sum. Theol., II-II, q. 47, a. 15.
[397] «(…) ad prudentiam maxime requiritur quod sit homo bene ratiocinativus, ut possit bene applicare
universalia ad particularia, quae sunt varia et incerta», Sum. Theol., II-II, q. 49, a. 5, ad 2.
[398] La prudencia (2ª ed., Palabra, Madrid, 1982), p. 46.
[399] Op. cit., en la misma página. Al pie de ésta hay una nota que dice: «Por ser la prudencia razón activa, es
necesario que el prudente posea ambos conocimientos, esto es, tanto el universal como el particular; y de tener
sólo uno, debe tener más bien éste, es decir, el conocimiento de lo particular, que es más próximo a la acción»
(Santo Tomás, In VI Ethicorum, lect. 6, n. 1194).
[400] El texto original de santo Tomás es: «Quia (…) prudentia est ratio activa, oportet quod prudens habeat
utramque notitiam, vel si alteram contingat ipsum habere, magis debet habere hanc, scilicet, notitiam
particularium, quae sunt propinquiora operationi». En este pasaje santo Tomás se limita a exponer una tesis
sustentada por Aristóteles: «οὐδ᾽ ἐστὶν ἡ φρόνησις τῶν καθόλου μόνον, ἀλλὰ δεῖ καὶ τὰ καθ᾽ ἕκαστα γνωρίζειν·
πρακτικὴ γάρ, ἡ δὲ πρᾶξις περὶ τὰ καθ᾽ ἕκαστα», Eth. Nic., VI, 7, 1141 b 14-16.
[401] Al igual que en las consideraciones precedentes, tampoco en ésta se habla de lo universal meramente
significativo (universale in significando), ni de lo universal simplemente representativo (universale in
repraesentando), así como tampoco de lo universal causal (universale in causando, que es realmente algo singular
dotado de la capacidad de producir una pluralidad de efectos y cuyo caso más eminente lo constituye, por su
omnipotencia, Dios).
[402] Muy propia y estrictamente hablando, ningún imperativo puede calificarse de prudente, aunque algunos
merezcan ser denominados prudenciales. Ellos mismos no pueden ser prudentes, porque al no ser agentes
morales ni potencias activas carecen de toda capacidad de determinarse a sí mismos y, por tanto, también de la
capacidad de autodeterminarse en consonancia con las normas éticas y con las exigencias de cada caso concreto.
[403] «Valor moralis se praebet ut universalis. Et quidem duplici sensu: 1. Quod valet pro me, valeret pro
390
omnibus, in iisdem adiunctis. Sic, concipio mendacium non solum ut mihi abhorrendum, sed omnibus. Hoc non
impedit vocationes omnino singulares, sed hae etiam subsumuntur valori prorsus universali: nempe fidelitati erga
proprium ideale (…). Ad minus dicendum est nos sponte valorem moralem concipere, praecisis eius
determinationibus, tanquam pro omnibus valentem. 2. Quod video valere pro me, video etiam ab omnibus
approbandum esse etiam si, propter diversa adiuncta, pro illis actu non valeat», Ethica generalis, ed. cit., p. 45.
[404] «(…) handle nur nach der jenigen Maxime, durch die zugleich wollen kannst, dass sie ein allgemeines
Gesetz werde», Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Ak IV, p. 421.
[405] «Maxime ist das subjektive Princip zu handeln und muss vom objectiven Princip, nämlich dem
praktischen Gesetze, unterscheiden werden. Jene enthält die praktische Regel, die die Vernunft den Bedingungen
des Subjects gemäss (öfters der Unwissenheit oder auch den Neigungen desselben) bestimmt, und ist also der
Grundsatz, nach welchem das Subject handelt; das Gesetz aber ist das objective Princip, (…) und der Grunsatz,
nach dem es handeln soll, d. i. ein Imperativ», Op. cit., Ak IV, pp. 420-421, en nota a pie de página.
[406] En un amplio sentido, la filosofía moral realista es también una ética situacionista, sin dejar de ser a la vez
una auténtica ética de imperativos universales, cuyas efectivas aplicaciones configuran imperativos enteramente
concretos. En ese amplio sentido, esencialmente irreprochable, puede tomarse como una ética de situación la
expuesta en la conocida y discutida obra de Theodor Steinbüchel Die philosophische Grundlegung der
katholischen Sittenlehre (Patmos-Verlag, Düsseldorf, 1951), cuyo interés para la cuestión de la que ahora se trata
está especialmente centrado en las tesis mantenidas en las últimas consideraciones del Cap. V de la Sección
Segunda. Para un equilibrado enjuiciamiento del situacionismo ético de Th. Steinbüchel es sumamente útil la
consulta del libro de M. Alcalá, S. I., La Ética de Situación y Th. Steinbüchel (C.S.I.C., Instituto Luis Vives de
Filosofía, Barcelona, 1963).
[407] A. Millán-Puelles: La formación de la personalidad humana (7ª ed., Rialp, Madrid, 1989).
[408] «οἱ γὰρ περὶ τῶν ἐν τοῖς πάθεσι καὶ ταῖς πράξεσι λόγοι ἧττόν εἰσι πιστοὶ τῶν ἔργων· ὅταν οὖν διαφωνῶσι
τοῖς κατὰ τὴν αἴσθησιν, καταφρονούμενοι καὶ τἀληθὲς προσαναιροῦσιν (…) ἐοίκασιν οὖν οἱ ἀληθεῖς τῶν λόγων
οὐ μόνον πρὸς τὸ εἰδέναι χρησιμώτατοι εἶναι, ἀλλὰ καὶ πρὸς τὸν βίον· συνῳδοὶ γὰρ ὄντες τοῖς ἔργοις
πιστεύονται, διὸ προτρέπονται τοὺς συνιέντας ζῆν κατ᾽ αὐτούς», Eth. Nic., X, 1, 1172 a 34-b 7.
[409] «(…) circa actiones et passiones humanae minus creditur sermonibus quam operibus. Si enim aliquis
operetur quod dicit esse malum, plus provocat exemplo, quam deterreat verbo. (…) Sic ergo sermones veri non
solum videntur esse utiles ad scientiam, sed etiam ad bonam vitam. Creditur enim eis inquantum concordant cum
operibus. Et inde tales sermones provocant eos, qui intelligunt veritatem ipsorum, ad secundum eos vivere», In
Ethic., nn. 1960-1962.
[410] «ἴσως οὖν οὐ χεῖρον διορίσαι αὐτά, τίνα καὶ πόσα ἐστί, τίς τε δὴ καὶ τί καὶ περὶ τί ἢ ἐν τίνι πράττει,
ἐνίοτε δὲ καὶ τίνι, οἷον ὀργάνῳ, καὶ ἕνεκα τίνος, οἷον σωτηρίας, καὶ πῶς, οἷον ἠρέμα ἢ σφόδρα», Eth. Nic., III,
1, 1111 a 2-6.
[411] «Enumerans (…) dicit (Philosophus), quis, quod pertinet ad personam principalis agentis. Et quid, scilicet
agat, quod pertinet ad genus actus. Et circa quid, (…). Apponit autem et circa hoc, id quod pertinet ad mensuram
actus, ut agentis, idest locum vel tempus, cum dicit, vel in quo operatur», In Ethic., n. 415.
[412] De invent., lib. 1, Cap. XXVI, 38. Realmente, Cicerón enumera sólo cinco: locus, tempus, occasio, modus,
facultas.
[413] «Et ratio huius ennumerationis sic accipi potest: nam circumstantia dicitur quasi extra substantiam actus
exsistens, ita tamen quod aliquo modo attingit ipsum. Contingit autem hoc fieri tripliciter: uno modo, inquantum
attingit ipsum actum; alio modo, inquantum attingit causam actus; tertio modo, inquantum attingit effectum.
Ipsum autem actum attingit vel per modum mensurae, sicut tempus et locus, vel per modum qualitatis actus,
sicut modus agendi. Ex parte autem effectus, ut cum consideratur quod aliquis fecerit. Ex parte vero causae
actus, quantum ad causam finalem, accipitur propter quid; ex parte autem causae materialis, sive obiecti,
accipitur circa quid; ex parte vero causae agentis principalis accipitur quis egerit; ex parte vero causae agentis
instrumentalis accipitur quibus auxiliis», Sum. Theol., I-II, q. 7, a. 3.
[414] «Inter omnes autem eminet circumstantia cur, quae est finis (operantis). Habet enim cum ipso voluntatis
actu, in quo formaliter valor moralis invenitur, sui generis relationem. Nam, dum aliae circumstantiae pleraque se
tenet ex parte obiecti voliti quod modificant, ita ut possint considerari simul cum illo ut quoddam obiectum
complexum (…), quod totam suam structuram possidet a voluntate actus, ordinatio ad finem (operantis) e contra
non nisi ex ipso interno voluntatis actu procedit», J. de Finance, Ethica generalis, ed. cit., pp. 225-226.
[415] «In most situations that occur in life, there are a variety of claims upon me that I can by my action either
391
satisfy or fail to satisfy. There are, or at least there may be, cases in which any one of two or more acts would
completely satisfy these claims, or would satisfy them to an equal extent and to the greatest extent possible. Let
these be two such acts A and B. (…) I cannot be obliged to do act A if act B would equally well satisfy the
claims upon me, nor can I be obliged to do act B if act A would equally well satisfy the claims upon me. My
obligation in this case is not to do act A nor to do act B, but to do either act A or act B», Foundations of Ethics,
ed. cit., p. 41.
[416] «La novità dell'attenzione che nel recente dibattito si dà al concetto di virtù consiste nel fatto che essa
muove da una critica più o meno radicale all'etica moderna, e rifacendosi alla teoria aristotelica delle virtù, si pone
come alternativa alle teorie etiche moderna. Il termino etica moderna non viene qui usato in senso storico, quasi a
coprire tutte le teorie etiche a partire dal sec. XVII, bensi in senso dottrinale: esso sta a significare uno schema di
pensiero soggiacente a gran parte delle riflessioni etiche prodotte nei secoli moderni e designa qualsiasi teoria
etica, d'ispirazione kantiana o utilitarista, che intende il problema etico come problema della determinazione
dell'azione giusta o corretta e delle sue regole, e come problema della giustificazione del dovere o dell'obbligo di
compiere azione giuste o di seguire le regole», Felicità, vita buona e virtù, ed. cit., p. 77.
[417] «The sphere of virtues has (…) been fully ignored by Kant, and most of the ethiciens since Kant have
stepped into the same path. In contradistinction to this consideration of virtues, the ethics of antiquity, as well as
the ethics of St. Augustin and St. Thomas have attributed to virtues a great moral significance», Ethics, ed. cit.,
pp. 345-346.
[418] «Die Tugend (…) enthält für die Menschen auch ein bejahendes Gebot, nämlich alle seine Vermögen und
Neigungen unter seine (der Vernunft) Gewalt zu bringen», Die Metaphysik der Sitten, Ak VI, p. 408.
[419] Ya antes de Kant, sin embargo, cabe encontrar también alguna muestra de esa relativa infravaloración de la
virtud: por ejemplo, en Descartes, cuando éste asegura que «la virtud no es sino la resolución y el vigor con que
uno se entrega a hacer las cosas que cree buenas» («la vertu ne consiste qu'en la resolution et la vigueur avec
laquelle on se porte à faire les choses qu'on croît être bonnes», Lettre à Christine de Suède, 20 nov. 1647, ed.
Adam-Tannery, t. V, p. 83). Aquí la virtud está caracterizada de tal forma que, en vez de contribuir a determinar
in concreto las cosas (moralmente) buenas, las presupone ya concretamente determinadas como tales. Lo cual
lleva consigo para la virtud un mayor detrimento que el que puede observarse en el pensamiento ético de Kant,
dado que en éste, según hemos visto en el pasaje, poco antes citado, de La Metafísica de las costumbres, la virtud
encierra un mandato y, en consecuencia, no se limita a consistir en la resolución o el vigor con que se hace lo
tenido por bueno (i. e., lo considerado moralmente debido).
[420] «È una frattura che introduce nel significato dei principali termini etici un'insanabile equivocità, per cuí è
tanto difficile al moralista moderno intrare nell'universo dell'etica aristotelica e tomista, quanto resterebbero
disorientati Aristotele e l'Aquinate di fronte al discorso del moralista moderno. (…) Il discriminante è dato da uno
spostamento del punto di vista principale secundo cuí viene elaborata l'etica: lo designeremo come sostituzione
dell'antico punto di vista della prima persona o del sogetto agente con il moderno punto di vista della terza
persona o dell'osservatore, del giudice, del legislatore», Felicità, vita buona e virtù, ed. cit., p. 97.
[421] «Il passaggio del punto di vista della prima persona a quello della terza persona non costituisce solo il tratto
discriminante tra etica antica ed etica moderna, ma segna anche una decadenza nella storia dell'etica: poichè l'etica
non solo non può fare a meno del punto di vista del soggetto agente, ma deve tenerla come punto di vista
principale», Op. cit., p. 100.
[422] «The second is that the concepts of obligation and duty —moral obligation and moral duty, that is to say
— and of what is morally right and wrong, and of the moral sense of “ought”, ought to be jettisoned if this is
psychological possible; because they are survivals, or derivatives from survivals, from an earlier conception of
ethics which no longer generally survives, and are only harmful without it», The Collected Philosophical Papers
of G. E. M. Anscombe, vol. 3, Ethics, Religion and Politics, ed. cit., p. 26. El trabajo Modern Moral Philosophy
apareció inicialmente en Philosophy 33, 1958, pp. 1-19.
[423] After Virtue: A Study on Moral Theory (2ª ed., Univ. of Notre Dame Press, 1984).
[424] Acerca de ello no son necesarias más aclaraciones que las ya consignadas, a lo largo de la Segunda Parte
de este libro, a propósito de la diferencia entre el fundamento fenomenológico del deber y el fundamento último, o
metafísico, de éste.
[425] Al afirmar como principal o dominante en la ética el punto de vista del sujeto agente, G. Abbà inicia, dentro
del tratamiento polémico de este asunto, una actitud de equilibrio y moderación que él mismo perfecciona con
entero rigor al asegurar que «si comparativamente al concepto de virtud es principal el concepto de deber, cuando
se trata de la determinación concreta de los deberes tiene razón Hauerwas en sostener que solamente la virtud
puede discernir qué cosa debemos hacer e inclinarnos a hacerlo. Pero tal virtud, formada y completa, no es
392
natural, ha de ser adquirida; supone los principios generales de la moralidad, pero produce las normas
circunstanciadas y, sobre todo, el último juicio práctico; y no es decisión monolítica, sino organismo integrado
por diversas partes. Todas estas cosas escapan, sin embargo, a Hauerwas (…)» («Se (…) dunque rispetto al
concetto generale di virtù è principale il concetto di dovere, quando si tratta della determinazione concreta dei
doveri ha ragione Hauerwas nel sostenere che solo la virtù può discernere che cosa dobbiamo fare e inclinarci a
farlo. Ma tale virtù, formata e compiuta, non è naturale, è da acquirire; suppone i principi generali della moralità,
ma produce le norme circonstanziate e sopratutto l'ultimo giudizio pratico; non è decisione monolitica, ma
organismo integrato da parti diverse. Queste cose però sfuggone ad Hauerwas (…)», Felicità, vita buona e virtù,
ed. cit., p. 122). Las referencias a Hauerwas están basadas en las ideas que éste expone en Obligation and Virtue
Once More, en The Journal of Religious Ethics 3 (1975), pp. 27-44.
[426] «ὁποῖός ποθ᾽ ἕκαστός ἐστι, τοιοῦτο καὶ τὸ τέλος φαίνεται αὐτῷ», Eth. Nic., 1114 a 32-33.
[427] La prudencia, ed. cit., p. 161.
[428] «ἔστιν ἄρα ἡ ἀρετὴ ἕξις προαιρετική, ἐν μεσότητι οὖσα τῇ πρὸς ἡμᾶς, ὡρισμένῃ λόγῳ καὶ ᾧ ἂν ὁ
φρόνιμος ὁρίσειεν», Eth. Nic., 1106 b 36-1107 a 1.
[429] «Secundum est actus virtutis moralis. Oportet enim habitum definiri per actum. Et hoc tangit cum dicit
“electivus”, idest secundum electionem operans. Principale enim virtutis est electio», In Ethic. n. 322.
[430] Acerca de la vinculación de la virtud moral a la actividad electiva, son en Aristóteles un dato inequívoco las
afirmaciones contenidas en Eth. Nic., 1139 a 22-25.
[431] Sum. Theol., I-II, q. 58, a. 4.
[432] Sum. Theol., I-II, q. 58, a. 5.
[433] A. Millán-Puelles: La formación de la personalidad humana, ed. cit., p. 84.
[434] «Tugend ist aber auch nicht blos als Fertigkeit und (…) für eine, durch Übung erworbene Gewohnheit
moralisch-guter Handlungen zu erklären und zu würdigen. Denn wenn diese nicht eine Wirkung überlegter, fester
und immer mehr geläuterter Grundsätze ist, so ist sie wie ein jeder andere Mechanism aus technisch-praktischen
Vernunft weder auf alle Fälle gerüstet, noch vor der Veränderung, die neue Anlockungen bewirken können,
hinreichend gesichert», Die Metaphysik der Sitten, Ak VI, pp. 383-384.
[435] «È (…) tesi corrente sia presso gli avvocati del dovere, sia presso quelli della virtù, che un conflitto non
possa esser risolto senza assumersi la responsabilità di violare un dovere, una norma o una virtù. Su questo punto
è abissale la distanza tra l'etica tomista, per la quale le vertù sono tutte connesse ed i conflitti possono essere
risolti senza violare alcuna, e le odierne etiche, sia del dovere, sia della virtù, per le quali può accadere che si
debba violare un dovere per adempierne un altro e per le quali nè le virtù sono connesse, ne la virtù produce solo
atti buoni», Felicità, vita buona e virtù, ed. cit., p. 127.
[436] Tal vez el ejemplo más llamativo lo constituye, dentro de esta segunda corriente, el caso en el que se
encuentra A. McIntyre, según puede comprobarse especialmente en los capítulos 12 y 13 de su After Virtue. A
Study on Moral Theory, ed. cit. Realmente las aportaciones de McIntyre a la ética son, en su mayoría, más
históricas y sociológicas que propiamente doctrinales.
[437] «Ein Widerstreit der Pflichten (collisio officiorum s. obligationum), würde das Verhältnis derselben sein,
durch welches eine derselben die andere (ganz oder zum Theil) aufhöbe. Da aber Pflicht und Verbindlichkeit
überhaupt Begriffe sind, welche die objective praktische Nothwendigkeit gewisser Handlungen ausdrücken, und
zwei einander entgegengesetzte Regel nicht zugleich nothwendig sein können, sondern wenn nach einer derselben
zu handeln es Pflicht ist, so ist nach der entgegengesetzten zu handeln nicht allein keine Pflicht, sondern sogar
pflichtwidrig: so ist eine Collision von Pflichten und Verbindlichkeiten gar nicht denkbar (obligationes non
colliduntur). Es können aber gar wohl zwei Gründe der Verbindlichkeit (rationes obligandi), deren einer aber
oder der andere zur Verpflichtung nicht zureichend ist (rationes obligandi non obligantes), in einem Subject und
der Regel, die er sich vorschreibt, verbunden sein, da dann der eine nicht Pflicht ist. Wenn zwei solcher Gründe
einander widerstreiten, so sagt die praktische Philosophie nicht: dass die stärkere Verbindlichkeit die Oberhand
behalte (fortior obligatio vincit), sondern der stärkere Verpflichtungsgrund behält den Platz (fortior obligandi
ratio vincit)», Die Metaphysik der Sitten, Ak VI, p. 224.
[438] Eth. Nic., lib. VI, cap. 13.
[439] La exposición más pormenorizada y completa de este asunto la hace santo Tomás en De virtutibus
cardinalibus, q. única, a. 2.
[440] In Ehic., nn. 310-317.
393
[441] Véanse especialmente Sum. Theol., I-II, q. 64, a. 2, II-II, q. 57, a. 1 y De virtutibus in communi, q. única,
a. 13 ad 7.
[442] «Der Unterschied der Tugend vom Laster kann nie in Graden der Befolgung gewiser Maximen, sondern
muss allein in der specifischen Qualität derselben (dem Verhältnis zum Gesetz) gesucht werden; mit anderen
Worten, der Belobte Grundsatz (des Aristoteles), die Tugend in den Mittleren zwischen zwei Lastern zu setzen, ist
falsch. Es sei z. B. gute Wirthschaft, als das Mittlere zwei Lastern, Verschwendung und Geiz, gegeben: so kann
sie als Tugend nicht durch die allmählige Verminderung des ersten beiden genannten Laster (Ersparung), noch
durch die Vermehrung der Ausgaben des dem letzteren Ergebenen als entspringend vorgestellt werden: indem sie
sich gleichsam nach entgegengesetzten Richtungen in der guten Wirthschaft begegneten; sondern eine jede
derselben hat ihre eigene Maxime, die der andern nothwendig widerspricht», Die Metaphysik der Sitten, Ak VI, p.
404.
394
Ética y realismo
(1996)
395
Introducción
Bajo el título Ética y realismo recojo en este volumen un breve ciclo de tres
conferencias dictadas por el autor en 1995. El objeto de estas reuniones fue presentar
de forma sencilla y didáctica las principales ideas de su libro La libre afirmación de
nuestro ser. Una fundamentación de la ética realista (Rialp, 1994), al que remito para un
mayor abundamiento. A mi juicio, pese al evidente adelgazamiento, la factura del
discurso queda sustancialmente intacta y, a cambio del aparato crítico y los múltiples
matices —necesarios en un trabajo de fundamentación de la Ética— éste, aun sin
ocultar el trabajo netamente filosófico de la exposición original, ofrece una frescura y
sencillez que en aquél falta.
El realismo ético estriba en que las normas que propone son practicables. Y ello
sólo es posible cuando se toma en cuenta la naturaleza humana. En diversas ocasiones
ha señalado Antonio Millán-Puelles que la naturaleza humana, también como
instancia moral de apelación, no es un principio de comportamientos fijos, sino un
principio fijo de comportamientos, por cierto, muy diversos entre sí. Los deberes que de
tal naturaleza pueden derivarse, en tanto que deberes serán absolutos (es decir, en
cuanto a su forma), mientras que por ser tales deberes —en cuanto a su materia—
serán relativos, ya al ser específico del hombre, ya a su ser individual y
circunstanciado. Nada más lejos de la ética realista que pretender uniformar la
conducta humana. (E imposible calificar de realista semejante pretensión). Millán-
Puelles demuestra, en contra de lo que pensaba Nietzsche, que la ética realista no sólo
no aliena al hombre de su propia realidad, sino que le invita a reafirmarse en lo que
es.
Los capítulos de este libro se corresponden con las tres partes en que se divide el
anterior. Al final del texto añado la transcripción de los diálogos con el público
asistente a las tres sesiones. De mi mano, nada más que estas breves líneas de
presentación. Me he limitado a suprimir las lógicas repeticiones y a transformar el
estilo del coloquio oral de manera que se entienda bien por escrito. El texto ha sido
revisado en su totalidad por el autor, y pienso que está en condiciones de contribuir a
la reflexión y al debate éticos con una aportación de claridad y de profundidad que
viene siendo cada día más necesaria.
396
JOSÉ MARÍA BARRIO MAESTRE
Madrid, abril de 1996
397
I. El realismo práctico
La Filosofía toda está en todo, y toda en cada una de sus partes, como dice Aristóteles
del alma. En la Metafísica está la Ética y en la Ética la Metafísica. Martin Rhonheimer
afirma que no se puede hacer una Antropología sin hacer referencias a la Ética. Una
Antropología en donde no se recoja el hecho de que el hombre tiene una dimensión ética
o moral, es una Antropología manca. Y a la inversa, una Ética en donde no se tuviese en
cuenta la naturaleza humana, el ser mismo del hombre, sería una ética utópica,
superetérea, vaporosa, sin raíces en la realidad. Este libro mío pretende ser un ensayo de
fundamentación de una ética realista. ¿Por qué se llama «La libre afirmación de nuestro
ser»? Ya desde hace bastante tiempo, yo había prometido escribir sobre eso largamente.
Lo anticipé entonces, con el título «La libre aceptación de nuestro ser», en una
conferencia que se publicó en diversas revistas. Luego, cuando ya me puse a hacer el
libro, pensé que eso de «libre aceptación» era una redundancia, porque la aceptación
sólo tiene sentido si es libre.
Entiendo que el hombre es capaz de un comportamiento moralmente calificable, de
una conducta éticamente recta o éticamente torcida, en la medida en que es capaz con
sus hechos —no de un modo teórico sólo: practice— de afirmar su ser o negarlo. Uno
puede renegar de su ser. Y ambas cosas libremente. Más aún, merced a la libertad —de
tal manera que sin ella no sería posible lo que sigue— el hombre puede actuar en
conformidad con su ser o en disconformidad con él. Ésta es la idea a la cual responde el
título «La libre afirmación de nuestro ser». Yo entiendo que el comportamiento
éticamente recto es una libre afirmación de nuestro ser, no teórica, sino práctica. Yo
puedo hacer una afirmación teórica del tipo: soy un animal racional; en efecto,
pertenezco a ese género, «animal», y me corresponde también la diferencia «racional»
(la prueba es que estoy hablando, y que afirmo ser español, andaluz, de ojos semiverdes;
una serie de determinaciones que en mí se dan y de las cuales poseo una conciencia
intelectiva). Mi comportamiento calificable de un modo ético o moral es un
comportamiento tal que, o con él libremente soy coherente con mi propio ser de hombre
o, por el contrario, me comporto de una manera inhumana, incoherente con las
398
exigencias de mi propio ser de hombre.
Estando en esta idea cayó en mis manos una preciosa obra de Albert Camus titulada
L'homme révolté[443], el hombre rebelado, sublevado. Ya me interesó mucho el hecho
de que defiende que el hombre tiene naturaleza, aunque eso no esté de moda. (Es muy
meritorio que Camus dijera esto porque él era muy amigo de Sartre, Merleau-Ponty, de
los existencialistas de su época). Y porque el hombre tiene una naturaleza, es posible
decir de él que se comporta humana o inhumanamente, según actúe —en el ejercicio de
su libertad— de un modo coherente con su ser de hombre, o de un modo incoherente
con él. Al comienzo del libro lo digo: «la doble posibilidad de que, en el uso de su libertad
de opción, el hombre actúe en consonancia con su propio ser específico o, por el
contrario, en oposición a él, abre el camino para una interpretación del obrar éticamente
recto como la forma práctica de asumir libremente nuestra propia naturaleza»[444].
Tenemos una naturaleza, y en el uso de nuestra libertad podemos actuar en conformidad
o en disconformidad con ella. Pues bien, lo que me llamaba la atención de Camus fue
más que nada lo que se lee en la frase que pongo de lema en el prólogo: «el hombre es la
única criatura que se niega a ser lo que es». ¿Cómo es eso posible? Primero, porque
tiene un determinado ser. Para negarse a ser lo que es, es menester que sea algo, frente a
lo que dicen el existencialismo y el historicismo, según los cuales el hombre no tiene ser;
se lo va dando a golpes de su libertad; es lo que él mismo va decidiendo ser. Y no es que
ello sea una absoluta falsedad; lo malo es que es una medio-verdad, y por tanto más
peligrosa que la absoluta falsedad, que de suyo hace evidente que es falso. De alguna
manera yo me hago a mí mismo. Sí, pero me hago a mí mismo sobre la base de que ya
soy. Yo no me he implantado a mí mismo radicalmente en el ser. Una vez que existo,
haciendo uso de mi libertad, evidentemente me voy configurando, pero me voy
configurando desde mi realidad de ser humano, de ser que tiene la naturaleza humana,
una de cuyas dimensiones fundamentales es tener libertad, en el sentido del libre arbitrio.
El hombre es la única criatura, dice Camus, que se niega a ser lo que es. Quizá si hubiese
tenido en cuenta la verdad teológica de los ángeles caídos, no hubiera dicho «la única
criatura», porque, también en uso de su libertad, actuaron los ángeles contra su propio
ser, contra las exigencias de su propia naturaleza, exigencias, se entiende, que no son
enteramente constrictivas, ya que si lo fueran no se podría actuar contra ellas. Las
exigencias de la naturaleza humana al hombre —o de la angélica al ángel— no dejan de
ser exigencias, pero no son enteramente constrictivas, ya que cabe volverse contra ellas.
Para que quede más claro el sentido de «la libre afirmación de nuestro ser», podemos
plantearnos lo siguiente: ¿Puede el hombre negar su ser? Porque si hablo de libre
afirmación de nuestro ser, parece que tenga sentido el preguntarse si el hombre puede
negar su ser, se entiende, con hechos, en la práctica. (No se trata ahora de la posibilidad
399
de negar diciendo «yo no soy»; ésa es una negación teórica, disparatada, sí, pero
teórica). El ejemplo más espectacular, aunque no el más profundo, es el suicidio. Hablo
del suicidio cometido deliberadamente, no en un rapto de locura. Ahí tenemos un caso de
comportamiento en el que el hombre actúa negando su ser, proponiéndose aniquilarlo (la
anihilatio es evidentemente un tipo de negatio). Hay también otra muestra de que el
hombre puede negar su ser (puede desmentir su propia índole humana) con hechos. La
encontramos en la expresión «actuar contra naturam». Esa expresión, dice santo Tomás,
tiene dos sentidos: un sentido muy estricto, que se refiere al tipo de falta o de pecados
gravísimos en el ejercicio de la homosexualidad. Ése es el sentido más estrecho de la
expresión «contra naturam». Pero en realidad todo pecado —no sólo los que se cometen
de ese modo— es un actuar contra naturam, un actuar contra la propia naturaleza
humana, ya en uno mismo, ya en otro hombre. En el lenguaje vulgar esto es muy claro.
Si consideramos «inhumano» el libre actuar de un hombre que maltrata a otro hombre
—decimos que es una conducta inhumana, por ejemplo, el torturar a otra persona—
entendemos por «inhumano» la negación práctica de lo humano: el hombre niega su
propio ser desentendiéndose de la identidad específica que ese otro hombre tiene con él.
Y la niega no en el sentido de que la niegue teóricamente en el otro. No: considera que el
otro es hombre también (si considerara que es una piedra no cometería ningún pecado,
ninguna falta moral). Considera que es hombre también, y sin embargo, lo maltrata. Justo
en ese mal trato hay un comportarse inhumanamente, un atentar contra la naturaleza
humana que le es común, que es compartida, que es un koinón —como Platón diría—
entre un hombre y otro.
También, por ejemplo, si yo, en uso de los medios necesarios —o simplemente
convenientes, según los casos— para satisfacer mis necesidades materiales, me comporto
groseramente; si en mi modo de comer o de beber, yo actúo con grosería, actúo
bestialmente. Pero, entonces, como decía Boecio, así el hombre es peor que la bestia,
porque la bestia no se degrada. En el fondo, toda conducta inmoral —quiero decir, toda
conducta moralmente incorrecta— es una degradación. Y, por el contrario, toda conducta
moralmente correcta es una libre, una libérrima afirmación de nuestro ser de hombres,
una afirmación práctica, con hechos. Yo corroboro mi propio ser de hombre cuando me
comporto humanamente, en mi comer, en mi beber, en mi uso de los medios de tipo
material, en mis relaciones con el prójimo —y hablo sólo como filósofo— por lo que
hace a la virtud de la justicia.
Siempre que actuamos con corrección moral afirmamos libremente nuestro propio ser
de hombres, nuestra condición de seres que, no obstante pertenecer al género animal,
tienen razón, la cual posee también una dimensión práctica. La razón no sólo es una
facultad especulativa. En este sentido, hay que reconocer que últimamente se han hecho
400
esfuerzos muy meritorios, como por ejemplo el de Riedel en su libro Rehabilitierung der
praktischen Philosophie[445]. Una buena parte de la filosofía analítica —la de corte
positivista o neopositivista— había reducido la ética a la lingüística de la moralidad, y el
papel de la razón, en lo que se refiere al análisis de la conducta moral, lo habían reducido
a un análisis del lenguaje ético. Es decir, la ética no sería, según estos analistas, una
disciplina normativa, ni una reflexión sobre la validez o invalidez de lo que llamamos
comportamiento moralmente correcto, sino simplemente un estudio del lenguaje ético, un
estudio de las palabras «recto», «incorrecto», «moral», «inmoral», «derecho», «deber»,
«obligación»; es decir, un análisis del lenguaje, pero sin tomar partido. Frente a eso, hoy
ya vuelve a hablarse de ética en un sentido comprometido, no en la acepción,
meramente, de un análisis del lenguaje. Y en eso hay que reconocer que Habermas ha
contribuido decisivamente, discurriendo acerca de cómo se puede hablar también de
«verdad» en el ámbito de la praxis, entendiendo por praxis, o por práctica, no solamente
la realización de actos técnicamente útiles, sino la realización de actos moralmente
calificables. Es un evidente acierto reconocer que la razón tiene derechos en la
configuración de la vida del hombre, no sólo para hacer un estudio de la física o de la
química o de la biología. También tiene que ser orientadora del comportamiento. El
inconveniente de Habermas, a mi juicio, es que propone que, en definitiva, las normas
que la razón ha de dar tienen que estar consensuadas[446]. De todas formas, hay que
reconocerle a Habermas el mérito de haber intentado devolverle a la razón —aunque sea
una razón consensuante y meramente dialogante, que carece de valores absolutos— el
derecho a decir algo en el terreno práctico, en el ámbito de la orientación de la conducta
humana. La razón tiene algo que decir, no sólo en física, en biología, en matemáticas, en
general dentro de las disciplinas que en la terminología analítica se denominan
descriptivas, sino también en las prescriptivas: en las que dan normas o preceptos.
Eso de suprimir las prescripciones, por cierto, es imposible, porque incluso en la propia
metodología científico-positiva ya hay prescripciones. En toda la filosofía positivista hay
una serie de prescripciones metodológicas: hay que hacer esto y no hay que hacer lo
otro; los científicos hacen juicios de valor; por ejemplo, consideran que una cosa que no
ha sido objeto de una inducción suficiente no tiene valor científico. «No haga usted
juicios de valor»: eso ya es una prescripción. Bueno, pero se trataba de algo más que
eso. Se trataba de, no ya en el campo de la metodología científica, sino en el campo del
comportamiento, del vivir humano, en tanto que humano, no en tanto que estudioso de la
física o de la «estructura bioquímica» del comportamiento animal. En el comportamiento
del hombre qua homo, la razón tiene algo que decir, pinta algo. Ése es el mérito de
Habermas: restaurar una cosa muy antigua, pero que había quedado evidentemente muy
burlada en un sector considerable de la filosofía analítica.
La ética filosófica no es ya —no lo ha sido nunca en realidad, pero, en fin, se ha
pretendido que lo fuera— un análisis del lenguaje moral, y nada más. Por fortuna, la
ética filosófica es una ética que tiene un valor prescriptivo, cuando menos el de
considerar que existen hechos de prescripción (mandatos, órdenes, deberes, exigencias)
que se le hacen al hombre, y que éste acepta, o rechaza, en uso de su libertad. Tales
401
hechos de prescripción presuponen valoraciones, en las cuales descansan, en definitiva,
las correspondientes exigencias. Hoy se readmiten los juicios de valor, hoy ya no está tan
de moda decir: «no hagamos juicios de valor». Si lo que se quiere decir con eso, es: «no
juzgue usted a nadie», eso es otra cosa. Pero un juicio de valor sobre si algo es bueno o
malo, es inevitable. Es más, lo otro era como ponerle una mordaza al ser humano; pensar
que no podemos hacer más que una descripción del lenguaje moral es antinatural. Si a
uno le hacen una faena, dirá que le han hecho una faena. Y si a uno le roban, dirá que
han cometido una injusticia contra su propiedad. Y todos los que dicen que el hombre no
es libre, luego ponen el grito en el cielo cuando les hacen la menor faena. No hay
coherencia. El filósofo debe ser coherente. La ética filosófica debe ser coherente con el
hecho de que todo hombre, lo quiera o no, pone el grito en el cielo cuando le hacen una
faena, por decirlo con términos populares. O cuando se la hacen a otro, como dice muy
bien Camus. No es por egoísmo simplemente, porque yo puedo, como aparece en su
obra, sufrir cuando a un enemigo mío, por ejemplo en una guerra, le cogen prisionero y
le someten a tortura: me pongo de parte de esa persona, que a lo mejor me hubiera
podido matar. Hay algo que se llama humanidad, naturaleza humana, que en mí se
subleva contra el maltrato a ese hombre. Eso no lo puede la filosofía poner entre
paréntesis. Y actualmente ya no lo pone, por fortuna, en una abundante serie de
pensadores.
La ética filosófica es, por tanto, una reflexión que tiene ciertamente un carácter
teórico, pero no solamente teórico, sino también un carácter práctico. La ética tiene un
valor normativo, sobre una base, eso sí, que ella no construye, sino simplemente acepta,
que es la experiencia moral. La experiencia moral se da en todo hombre. No es un
invento de los filósofos, ni algo que sólo los filósofos tengan. La experiencia moral la
tiene todo ser humano, más o menos corrompida, más o menos obnubilada, más o
menos cuidada, perfeccionada. Pero en un grado o en otro, de mejor o de peor manera,
la hay en todo hombre, y la hay porque hay eso que se llama la ley natural.
La ética filosófica se distingue de la ley natural y de la teología moral.
Se distingue de la ley natural porque la presupone. Hay una ley natural por virtud de la
cual consideramos que el hombre que maltrata a otro hombre merece ser reprobado. Al
menos merece reprobación, en principio, el hecho de maltratar a otro. El hecho de
torturar a otro, si se realiza con libertad, es algo censurable, desde un punto de vista que
el físico no es capaz de explicar, ni tampoco el metafísico, ni el lógico; el ético, el filósofo
moral, sí. Pero lo hace basándose en algo que el filósofo no construye; es un dato con el
que ya se encuentra, a saber, la ley natural. Cuando el hombre no está apasionado,
admite todos los preceptos de la ley natural. La actual etnología y antropología cultural,
contra lo que ocurría a mediados del siglo pasado —a finales hubo una reacción—
admite que incluso también los maoríes, por poner un ejemplo, admiten la ley natural:
402
eso está en todo hombre. Luego la ética filosófica no es la ley natural, sino una
elaboración, una reflexión que hace la razón humana contando con ella, contando con el
hecho de que toda injusticia nos irrita, al menos si estamos en una situación psicológica
en la cual la pasión no quita el conocimiento, en la que tenemos una capacidad de
arrepentirnos de cosas que hemos hecho. Y esto se da en todas las culturas, hasta en las
más primitivas.
Esta ley natural, el filósofo la considera, no la hace. El legislador de esa ley natural es
Dios. Si queremos prescindir ahora de la cuestión de quién es el autor, en todo caso no es
el filósofo: el filósofo se la encuentra hecha. En eso tiene razón Jacques Maritain: el
filósofo no es un legislador moral. ¿Puede sacarse de ahí la conclusión de que la ética es
una disciplina meramente teórica, que estudia teóricamente el hecho moral sin ningún
valor prescriptivo, normativo? No, porque los preceptos de la ley natural, los que están
en todo hombre, son susceptibles de una mediación racional que los concrete en el
tiempo y en el espacio, concreción que de suyo necesitan pues son genéricos. En el
Decálogo no se habla de la propiedad privada de los bienes de producción. Sin embargo,
la ética puede afirmar que es una exigencia de la buena organización de la sociedad que
haya propiedad privada de los bienes de producción. Pero eso lo hace el filósofo
razonando sobre los datos que da la ley natural —donde sí se contiene que no hay que
quitarle al prójimo sus bienes— y sobre la experiencia del funcionamiento económico de
la sociedad. Es labor del filósofo obtener conclusiones, que llaman remotas, de los
preceptos primeros y segundos —que son los más evidentes, los más sencillos de
conocer— de la ley natural, los que están en principio al alcance de cualquier fortuna
intelectual, por modesta que ella fuere. Está al alcance del caletre de cualquier hombre
normal, por ejemplo, que insultar a la madre es una burrada. Pues bien, las conclusiones
remotas que de ahí se sacan son elaboraciones racionales a las que hay que pedir un rigor
lógico. Si están rigurosamente extraídas esas conclusiones de los preceptos de la ley
natural, entonces tienen un valor prescriptivo. Como lo tiene, por ejemplo, por estar bien
razonada, la conclusión que saca santo Tomás acerca del derecho a la propiedad privada
de los bienes de producción, porque es parte del principio clarísimo de que todo el orden
social debe tender al bien común, y éste se logra mejor cuando existe propiedad privada
de los bienes de producción que cuando no la hay. En definitiva, se podría resumir en
términos muy vulgares el argumento de santo Tomás, en su vertiente más empírica —en
atención a los hechos— en aquella famosa frase: «el uno por el otro, y la casa por
barrer». Cuando todo es de todos, cada cual confía en que lo que hay que hacer lo haga
el otro. Y así se explica la escasa diligencia en la realización, en la práctica de lo que debe
hacerse, ya como conveniente, ya como necesario. La experiencia del derrumbamiento
de la economía marxista parece clara.
Alguien contaba hace mucho, antes de caer el muro, que aquella situación no se podía
sostener. Los mineros rusos no tenían jabón para lavarse. No es que no lo hubiera, es
que estaba en Moscú, porque el Estado era concentrativo y en exceso burocrático. Ellos
mismos habían decidido fabricar unos jabones malísimos, pero que al cabo eran algo así
como jabón y de alguna forma servían para lavarse. Eso tenía que acabar. El Estado es
403
una máquina demasiado pesada y lenta, elefantiásica; carece de la agilidad que la
iniciativa privada tiene. Pues bien, eso es un dato empírico. Y los datos, por muy
empíricos que sean, hay que contar con ellos. Lo contrario es hacer una ética puramente
racionalista. Cuando digo que la ética elabora racionalmente conclusiones sacándolas de
los principios más generales de la ley natural, no estoy diciendo que las saque como la
araña saca la tela de sí misma. Saca conclusiones basándose en esos principios, que son
prescripciones de la ley natural, y de datos empíricos. Un médico que no tuviera en
cuenta los datos empíricos concernientes al mejor tratamiento de una enfermedad se
comportaría ciertamente mal, no sólo médicamente, no sólo técnicamente mal como
médico, sino también éticamente, porque tiene obligación, como médico, de conocer los
datos empíricos que hay; naturalmente, no los que no se han descubierto; pero los que
hay, sí. Como aquello que dice santo Tomás: ¿Se puede ser buen pintor y mal hombre?
Sí. ¿Se puede ser buen hombre y mal pintor? No. Si se es pintor, hay que ser, cuando
menos, un pintor aceptable. No es obligatorio ser Tiziano, ni ser el Greco, etc. Pero si
una persona no sabe pintar aceptablemente, su obligación es hacer otra cosa, dedicarse a
otro oficio. Un médico malo, un «matasanos», no es sólo un médico técnicamente malo,
lo es también moralmente. Que se dedique a otra cosa. Lo que no puede es hacer daño a
la sociedad. Digo esto por aquello que dicen las madres: —Mi hijo es mal estudiante,
pero en el fondo es buenísimo. —Mire, usted está muy equivocada: es malísimo. Si es
estudiante, tiene la obligación de estudiar, y si no estudia es mala persona, una mala
persona que puede rectificar y convertirse en una buenísima persona. —¿Y eso en qué
consiste? —Pues en seguir unas normas técnicas. —¿Y qué tiene que ver la moral con la
técnica? —Mucho: tiene que usar los datos técnicos. Si existe una técnica para estudiar
bien, tiene obligación de aprenderla y de seguirla.
La ética no es una elaboración de la razón en el vacío, sino una elaboración de la
razón con todos los datos tecnológicos y empiriológicos, que no se pueden despreciar.
De realismo se puede hablar en sentido teórico y en sentido práctico. Una ética realista
lo puede ser en sentido teórico, en la medida en que admite los dos postulados
fundamentales del realismo teórico. El realismo teórico es la doble tesis según la cual
1º hay cosas independientes de nuestro pensar y de nuestro querer;
2º conocemos algo de esas cosas. No todo. (Quien lo conoce todo es Dios).
No basta con decir que hay cosas independientes de nuestro pensar y querer. Eso
también lo admite Kant, que no es realista. Pero Kant dice que esas cosas son
incognoscibles. El realismo teórico dice: hay cosas independientes de nuestro conocer y
querer, y algunas de ellas las podemos conocer y querer, u odiar, según los casos. Esto
yo lo doy por presupuesto. Cuando hablo de una ética realista la estoy tomando en
sentido práctico. ¿Qué quiero decir con ello? Quiero decir que es una ética practicable,
404
que las normas que en ella se proponen —recogiendo las de la ley natural y añadiendo las
que por el sistema que dije antes llevan a conclusiones a partir de aquéllas— son normas
practicables, no utópicas. Por ejemplo, Epicuro da una grandísima prueba de realismo
ético cuando dice que no está de acuerdo con que haya que evitar todo dolor, aunque
Epicuro sea el preconizador del placer (epicureísmo). Cuando se le lee más despacio, se
ve que Epicuro hace bastantes excepciones. En primer lugar, excluye los placeres que
luego traen malas consecuencias. Luego ya no hay que procurar todo placer, sino por de
pronto sólo los que no traen malas consecuencias.
«Busca el placer y evita el dolor», es la fórmula con que a veces se hace el esquema
estereotipado del epicureísmo, como si fuese ésa la traducción del fac bonum, vita
malum. (Aquí: haz todo lo placentero y evita todo lo doloroso). Pues, en primer lugar: no
todo lo placentero, sino sólo aquello que no tenga consecuencias dolorosas. Pero no sólo
eso. Es imposible evitar todo dolor: hay dolores que se nos vienen encima sin que los
busquemos, aunque hay otros que se nos vienen encima porque tenemos nosotros la
culpa. Además, tampoco sería digno del hombre evitar todo dolor. El dolor por la muerte
de un ser querido no se debe evitar, es una monstruosidad el tratar de evitarlo.
Igualmente la indignación ante una injusticia. —¿Acaso en la indignación no se padece un
cierto dolor, un cierto displacer, una desazón anímica? —Sí, pero la persona que no se
indigna en ningún sentido, que permanece absolutamente fría ante una injusticia, no es
una persona digna. Si no se indigna no es digna. Si no se indigna, es indigna. No
indignarse es señal propia, entonces, de una efectiva indignidad. Eso lo ve Epicuro. Y es
una muestra clarísima de que él no propone normas éticas no practicables. No es
practicable, ni merece ser practicada, una norma que diga: evita todo dolor. Y hay
algunos pensadores ingleses que han salido un poco del cascarón del análisis del lenguaje
ético, del neopositivismo ético, que hablan de la famosa «máquina de la felicidad». Es un
experimento puramente mental. Un tubo lleno de líquido donde la gente se mete y ya no
experimenta más que sensaciones placenteras. Entonces pregúntesele a una persona si le
gustaría estar en esa máquina, de forma que no se alterase por nada, ni aunque le
notificaran la muerte de un ser querido o cualquier otra desgracia. Antes que estos
ingleses, ya san Agustín sugirió algo parecido en las Confesiones, cuando relata que
cierto día, encontrándose con un borracho por la calle, aparentemente todo feliz, sintió
cierta envidia: —Parece que es muy feliz, pensaba. Y luego cayó en la cuenta de que es
indigno ser feliz así. Es el concepto latino de la vera felicitas.
La verdadera felicidad no es sentir placer por cualquier cosa. También el que lleva a
cabo un acto de venganza siente un placer, pero un placer que es indigno. Ahí entran los
conceptos de dignidad e indignidad, de nobleza o innobleza, de limpieza y de grosería…
Estos conceptos se están hoy recuperando, afortunadamente, en el campo filosófico.
405
Una ética realista en sentido práctico es una ética que admite, que reconoce normas
practicables. Y quiero advertir que aunque lo fácil sería decir: si es realista, las normas
que propugna son realizables, no se trata de eso, puesto que las normas no se realizan.
Lo que se realiza son los actos de cumplimiento de las normas. Las normas son
irrealizables todas. Las normas son cumplibles o incumplibles. Las normas utópicas, las
que no tienen en cuenta la naturaleza del hombre, no es que sean normas irrealizables;
como normas ya están realizadas; lo que son es incumplibles, impracticables. Entonces,
una ética realista es aquella que propone normas que se pueden cumplir, que no son
utópicas. Y en este sentido es en el que yo defiendo —quizá con escándalo para algunas
personas que no lo vean bien— tres cosas que considero condiciones de toda ética
realista: el amor de sí mismo, la búsqueda de la felicidad y el placer.
En el fondo, aunque no lo digo explícitamente en el libro, se trata de una reacción
contra Nietzsche. Nietzsche acusa al cristianismo —y al aristotelismo— de ser antivital,
de que quiere que el hombre se desprecie a sí mismo, de que quita esa tendencia natural
y vital de ir a la felicidad y buscar el placer. Evidentemente, una ética que en el sentido
más estricto y literal propusiera que uno no se amara a sí mismo, que uno no quisiera la
felicidad, una ética que efectivamente rehuya el placer, sería titánica.
Pues bien, el amor de sí mismo es una cosa natural e inevitable, de manera que toda
norma ética que vaya contra eso es una norma que no se puede cumplir. Amor de sí
mismo y egoísmo no son lo mismo. El egoísmo es el amor de sí mismo que excluye el
amor a los demás. Egoísta no es el que busca algo bueno para sí mismo, eso lo busca
todo el mundo. La madre que está dispuesta a dar la vida por un hijo suyo se ama a sí
misma también: ama un bien para ella. En efecto, para ella es un bien que su hijo viva,
incluso a costa de la vida de ella. Si para ella fuera un mal, no daría su vida. Es un mal,
sin duda, pero no en un sentido absoluto. Evidentemente no le apetece mucho a la madre
el que la maten para que sobreviva el hijo. No se trata de eso. De lo que se trata es de
que, en último término, se ama a sí misma en tanto que se despreciaría a sí misma si no
fuera capaz de hacer eso. El hombre no puede despreciarse a sí mismo, en el sentido
más literal de la palabra, aunque en la literatura más o menos ascética o mística se usa
esta expresión con un cierto sentido, que no es el estrictamente literal. ¿Cómo voy yo a
despreciarme a mí mismo, si yo sé que Dios no me desprecia? Yo sé que Dios me ama,
muchísimo más que yo a mí mismo, infinitamente más, con la capacidad de amor
infinita, propia de un ser que no tiene limitación en su capacidad de amar. ¿Es que yo
voy a ser más teísta que Dios, de manera que Dios me quiera y yo me odio? —No. Esto
es importante, porque todo un sector de ataques nietzscheanos a la moral cristiana —y
Nietzsche está muy de moda en la juventud universitaria actual— se centran en pensarla
como algo antivital. Y resulta que nada menos que santo Tomás de Aquino ha dicho
expresamente que es imposible prescindir del amor de sí mismo, porque es algo natural
que Dios ha puesto. Cuando se dice, por ejemplo, que hay que pensar primero en los
demás y luego en uno mismo, no hay que olvidar que, a la vez, si yo no busco mi propio
perfeccionamiento, no puedo buscar eficazmente el perfeccionamiento de los demás.
406
Nadie da lo que no tiene. Hay un amor de sí mismo que no es egoísta. El egoísmo es el
amor de sí mismo de quien sólo a sí mismo se ama, y que por tanto no está dispuesto a
hacer ningún sacrificio en favor de otro, ni a colaborar con otros. Si quiere el bien
común, el egoísta lo quiere para su provecho privado. Comprende (porque quizá es
inteligente) que si hay algo que atenta al bien común, a la larga va a ser también
perjudicial para él. Pero si sólo actúa así, es egoísta. Además, no hay que confundir el
ordenado amor de sí mismo con el amor desordenado de sí mismo. Por otra parte, si el
amor ordenado de sí mismo, en el más radical sentido, fuese malo, ¿cómo se podría
prescribir amar al prójimo como uno a sí mismo se ama? «Como a uno mismo» no
quiere decir con la misma intensidad, dice santo Tomás. Quiere decir «del mismo
modo». —¿Cómo me quiero yo a mí mismo? ¿Como medio o como fin? —Yo no me
quiero a mí mismo como medio, sino como fin… —Pues trata así a los demás. Ve en los
demás no simples medios para ti, sino seres que tienen una finalidad en sí. Es lo que dice
Kant: Trata siempre a los demás de tal manera que nunca los trates únicamente como
medios. Los puedes tratar como medios. No es malo que yo sea útil para otras personas,
pero lo que no pueden es tratarme únicamente como medio. Yo tengo una dignitas en mi
ser, que Dios ha puesto en mí, no me la he dado yo. Y yo mismo la tengo que respetar
en mí, quererla. Yo no me puedo despreciar. Yo tengo un radical aprecio de mí mismo,
aunque tenga un radical desprecio de muchísimas faltas que yo tengo (y quizá debería
tener muchísimo más desprecio de ellas). Esto, frente a Nietzsche. En ningún momento
ha sostenido la moral clásica que hayamos de tener un radical desprecio de nosotros
mismos. Si lo dijera, no se podría oponer a lo que sostienen los nietzscheanos. Pero no lo
dice porque es falso radicalmente, no por otra razón.
Por otro lado, es inevitable la búsqueda de la felicidad. —Entonces, el cumplimiento
de los valores morales —del deber por el deber, como dice Kant— ¿no es algo que en
definitiva excluye la felicidad? —En absoluto. El deber es un bien. El deber moral —el
deber en el sentido estricto— es un bien. Y, por tanto, como tal, es amable, aunque sea
duro. Duro lo es en muchas ocasiones el cumplimiento del deber. Cuando se habla de «la
satisfacción del deber cumplido», no es sólo porque ya se haya cumplido. Hay un tipo de
placer mucho más profundo, que es anterior a que yo haya cumplido el deber, y que me
hace amarlo cuando verdaderamente sintonizo con él. Hay en el deber una belleza
peculiar, sui generis. Eso es lo que significa el término honestum, en su más primaria
significación. Platón lo llamaba «bello y bueno» por tener su bondad una peculiar
belleza. Lo honesto no es sólo lo que en materia de sexo se llama honesto. Lo honesto es
lo que es valioso en sí mismo, lo que tiene una peculiar nobleza, muy superior al valor
del placer sensorial y al valor de lo meramente útil. El cumplimiento del deber es un
cierto fin en sí. Pero no es la felicidad completa. Y el hombre tiene una aspiración natural
a ser feliz: quiere estar sano, y quiere no tener que andar con preocupaciones. El ideal de
la felicidad es perfectamente encajable con la búsqueda del deber. Más aún: para una
persona que tenga un sentido deontológico bien cultivado se da el hecho de que es infeliz
si no cumple con el deber; siente remordimientos por no haberlo cumplido. No porque
«deber» sea igual a «felicidad», sino porque es una parte —en este pícaro mundo— de
407
la tendencia a la felicidad. La tendencia a la felicidad es incluyente del cumplimiento del
deber. Quien no cumple el deber y tiene efectivamente una sensibilidad deontológica
clara —para lograr la cual no se requieren especiales esfuerzos— sufre precisamente al
no cumplirlo. Por tanto, de ninguna manera se ha dicho en la ética de Aristóteles y en la
ética cristiana que no haya que buscar la felicidad. En absoluto. ¡Claro que hay que
buscarla! El hombre está hecho de tal manera que tiende a ella necesariamente. Esa
acusación nietzscheana es absolutamente insostenible por quien tenga una razonable
información de la ética clásica.
c) El placer
La palabra «placer» se puede usar en dos acepciones: el placer de los sentidos o el del
espíritu. Generalmente se toma en la acepción puramente sensorial. Pues bien, los
placeres sensoriales, en principio, tampoco son ilícitos. Lo que es ilícito es convertir la
búsqueda de ellos en la orientación de nuestra conducta, no porque sean placeres, sino
porque son meros placeres sensoriales, y el hombre no es un gato ni un perro, sino un ser
dotado de espíritu. Por tanto, orientar nuestra vida sólo hacia los placeres sensoriales es
gatearnos, perrificarnos: es bestializarnos. Es lo que decía Boecio; es peor aún, porque
un perro no se perrifica (no se degrada). El hombre sí que se degrada cuando pone como
norma orientadora de su conducta la sola búsqueda de placeres sensoriales. Pero insisto
en que no se trata de que los placeres sensoriales, en principio, sean necesariamente
malos. Lo que es esencialmente malo es orientar la totalidad de nuestra conducta a la
búsqueda de los placeres sensoriales, no porque sean placeres, sino por ser
exclusivamente sensoriales. Porque, en tanto que sensoriales, sólo responden a la parte
animal de nuestro ser, que no es la más noble, la más alta, aquella a la que Aristóteles
llama hegemonikón, la rectora de nuestra conducta, la que ha de tener la hegemonía.
Dice Aristóteles en la Ética a Nicómaco[447]: «No es noble quien no se goza en las
acciones honestas». Toda la sobrecarga retórica del puro deber, del deber por el deber,
etc., es un poco de literatura, dicho sea entre comillas. No porque no sea verdad que el
deber, en ocasiones, es difícil de cumplir, sino porque, en definitiva, no es noble quien no
se goza con el cumplimiento del deber, con las acciones honestas. Quien las cumple a
regañadientes, digamos sin gozarse en ellas, carece de nobleza. Esto lo dice un pagano:
Aristóteles. No lo dice san Hilario ni santo Tomás. Y es un auténtico acierto del
pensamiento humano. (Por «acciones honestas» se entiende las acciones moralmente
correctas, no sólo honestas en el sentido más estricto del término, referido a la vida
limpia, casta; honestas, aquí, son aquellas acciones que no son ni simplemente útiles ni
meramente deleitables[448]). El bien honesto es el bien en sí y por sí: lo que es bueno
independientemente de sus consecuencias, lo que en sí merece ser deseado o, si se trata
de algo referido a la práctica, cumplido. Aquí estamos hablando de las acciones honestas
en el sentido del bien honesto, del que tiene valor y entidad de fin. ¿Dónde está la
408
oposición de Aristóteles, o del cristianismo, al gozo? El reproche nietzscheano de
antivitalismo, dirigido contra la ética clásica, es falso. Todo lo contrario: dicha ética
amplía el campo del gozo enormemente, porque, en primer lugar, respeta el gozo
sensorial cuando éste no se opone al gozo espiritual, cuando no embrutece al hombre,
cuando no le hace decaer de su propia naturaleza; cuando hace que se mantenga en la
libre afirmación práctica de su ser. Pero además añade un tipo de gozo que quien busca
sólo los gozos materiales-sensoriales no tiene: los gozos más altos del espíritu, los de
quien se goza en la nobleza que hay en el ejercicio del comportamiento éticamente recto.
La ética filosófica difiere, por un lado, de la ley natural, a la cual presupone, y por otro
lado, de la teología moral. Ésta parte de unos datos revelados de los cuales el filósofo —
en tanto que filósofo, no en tanto que hombre cristiano— no parte, y no porque los
niegue sino porque eso no es filosofía, sensu stricto. La teología moral parte de esos
datos, pero usa también las conclusiones de la filosofía, incluso de la metafísica. De ahí
la famosa frase de Suárez —que tiene mucha razón en esto— en el comienzo de las
Disputationes Metaphysicae: «es absolutamente imposible que alguien sea un buen
teólogo si no pone bien los fundamentos firmes de una metafísica». El teólogo usa la
metafísica, pero la usa ancilarmente, es decir, auxiliarmente. O sea: la fuente más
primaria y radical del teólogo son los datos revelados y lo que el Magisterio esclarece y
enseña respecto de ellos. Pero aplica también la filosofía. De ahí que los intentos que se
han hecho por parte de algunos teólogos al comienzo de este siglo —y también
anteriormente— de atenerse exclusivamente al dato revelado y prescindir de toda la ética
filosófica, no tienen nada que ver con la tradición de la teología cristiana, y
concretamente de la teología moral católica. La defensa del valor natural de la razón
corresponde precisamente al catolicismo frente al protestantismo. Lutero ha sido quien ha
despreciado la luz natural de la razón; pero el catolicismo jamás la ha despreciado. Y
quien dice la razón, dice también la filosofía, en tanto que elaboración racional. Lutero
dice que la razón es la gran ramera, que se alía con todos, que está siempre al servicio de
la pasión, siempre busca subterfugios para justificar lo que uno desea hacer, etc. Como si
no tuviéramos ninguna capacidad de sobreponernos a eso. Frente a ello, la Iglesia
Católica siempre ha enseñado que la razón tiene un valor natural y que aunque la
naturaleza humana está dañada, no está absolutamente corrompida. De manera que
todos los irracionalismos, el del propio Kant y el de las corrientes posteriores a él, vienen
de esa raíz luterana. Al cabo, eso es poner en descrédito a la razón, o limitarla y reducirla
a campos como son la física, la química, etc., para luego quitarle la posibilidad de tener
un valor prescriptivo o normativo para configurar éticamente nuestra propia existencia.
409
[444] Cfr. p. 13.
[445] Freiburg, Verlag Rombach, 1974.
[446] Una crítica a la posición de Habermas en este punto (el del consenso) se puede encontrar muy bien en dos
lugares: ambos son de Robert Spaemann. Uno es la Crítica de las utopías políticas (Pamplona, Eunsa, 1980),
donde hay un intercambio epistolar entre Habermas y Spaemann (pp. 223-247), con gran finura por parte de
ambos, aunque a mi modo de ver es más penetrante aún el trabajo de Spaemann. El otro está en su libro
Felicidad y benevolencia (Madrid, Rialp, 1991), si bien la crítica ahí no va dirigida contra las posiciones de
Habermas sino de Rawls.
[447] Cfr. 1099 a 17-18.
[448] Existe el bien útil, que es el valor propio de un medio para un fin; según esto, algo será bueno si el fin es
bueno y el medio está acomodado limpiamente a ese fin. Malo, en caso contrario. Y, por último, existe el bien
deleitable, que es el placer sensorial.
410
II. ¿Qué significa «deber»?
Formulo la tesis de que el deber es absoluto por su forma y relativo por su materia. El
deber en tanto que deber —el deber moral, se entiende— es una exigencia absoluta, no
relativa: incondicionada, categórica. En cambio, por su materia, es relativo. No es lo
mismo el deber, por ejemplo, de un médico que el de un farmacéutico, aunque puedan
estar próximos. Ya hay ahí una relatividad por la materia, por el contenido del deber.
Llamo materia del deber a su contenido. El contenido del deber se determina en
relación al sujeto que ha de practicarlo, por supuesto siempre sobre la base de que hay
unos principios universales, generales, que valen lo mismo para el médíco que para el
boticario, el astronauta, el político, el pedagogo, etc. Pero la concreción máxima de esos
principios morales generales es relativa a las circunstancias. Y por eso existe una virtud
que se llama prudencia —phrónesis—, la función de la cual consiste en aplicar unos
principios morales absolutos, inmutables, incondicionados a circunstancias variables; al
variar las circunstancias, la forma de la aplicación varía también. Pero de esto me
ocuparé al hablar de la relatividad del deber por su materia o contenido, en el Capítulo
III.
Por su forma, el deber es una exigencia absoluta. Esto creo que alguien lo ha
expresado de una manera espléndida, y ese alguien se llama Kant, con quien estoy
disconforme en tantas cosas, de filosofía teórica y de filosofía práctica, lo cual no me he
recatado en decirlo en todas las ocasiones. Pero creo que, en cambio, es
extraordinariamente limpia, pura, nítida, la forma en que Kant ha visto la categoricidad
del deber, la exigencia absoluta del deber, precisamente como deber. Estamos hablando
aquí del deber moral, no de lo que se debe hacer si lo que se quiere es lograr otra cosa:
eso ya no es el deber moral, es un deber hipotético. Por ejemplo, si yo conozco que la
obtención de y exige poner x, de manera que si no pongo x no obtengo y, entonces, si
quiero obtener y, «debo» poner x. Pues bien, ése no es el deber moral; es un deber
hipotético, que supone que yo quiero y; pero que si no quiero y, no tengo por qué poner
x. Mientras que lo que el deber moral impone no tiene nada que ver con los fines
subjetivos que yo tenga. Ni siquiera vale la fórmula empleada por algún escolástico
411
tratando de conciliar a Kant con Aristóteles y con santo Tomás: —Si quieres
verdaderamente ser feliz, debes comportarte éticamente bien. —No. El «deber de
comportarte éticamente bien» no tiene nada que ver con que yo quiera o no quiera ser
feliz (aparte de que ser feliz es una cosa que, aunque no me lo proponga, la quiero
necesariamente). ¡Claro que quiero ser feliz! Pero no es porque yo quiera ser feliz por lo
que tengo que cumplir mi deber. Ciertamente que si no lo cumplo no seré feliz. Mas la
razón de cumplirlo no es evitar la infelicidad: la razón de cumplirlo es evitar la
inmoralidad y, en último término, como eso es algo tautológico —porque lo que quiere
decir es que la razón de cumplirlo es que él mismo es una exigencia absoluta, no una
exigencia condicionada— el deber moral es categórico. No es lo mismo que decir: —Si
quieres ganar un partido de fútbol procura avanzar por la banda y no por el centro: debes
jugar por la banda… —Eso es un imperativo hipotético.
Ahora, hablemos del carácter absoluto del deber en tanto que deber, del deber moral,
por su misma forma, por lo que le hace ser deber. Forma es lo que hace que algo sea lo
que es, como dicen los aristotélicos: quod dat esse rei, lo que le da a la cosa su ser, lo
que hace que algo sea ese algo que concretamente es y no otra cosa; es lo que en griego
se llama morphé, y se traduce por forma en terminología escolástica, bien distinto de la
forma en el sentido de figura (rectangular, cuadrangular). Esto último no tiene nada que
ver con la metafísica: tendrá que ver con la geometría, o con la topología. La forma en
sentido ontológico es lo que hace que algo sea lo que es. Esa forma puede ser sustancial
o accidental, pero siempre hace que algo sea lo que es: lo que es sustancialmente, si se
trata de la forma sustancial, o lo que es accidentalmente, si se trata de la forma
accidental.
Entonces, lo que hace que el deber sea deber —el deber moral— es precisamente su
carácter de exigencia absoluta, lo que llama Kant el ser un imperativo categórico. Un
imperativo puede ser categórico o hipotético. Es hipotético cuando vale solamente en el
supuesto de que se quiera obtener un fin, para lograr el cual hace falta un medio. En tal
caso, el imperativo manda que se ponga ese medio, en el supuesto de que se está
queriendo un fin para el cual es idóneo. Pues bien, los imperativos morales no son
imperativos de este tipo —hipotéticos— sino categóricos, absolutos. Ése es el sentido,
perfectamente admisible, de la noción kantiana del deber[449].
Frente a esto, hay que salir al paso de lo que más circula, hoy por hoy, contra ese
carácter absoluto del deber como deber: el relativismo ético. Es curioso que el relativismo
epistemológico o gnoseológico —que es mucho más general que el relativismo ético—
estuvo de moda a finales del siglo pasado, y parece que por lo visto se renueva en cada
época final de siglo, porque estamos otra vez ahí. A fines del siglo pasado, parecía que si
no se era relativista no se era inteligente, ni filósofo, ni casi nada. Reaccionando contra
eso, llega a decir, con razón, algún filósofo alemán que todo buen principiante en filosofía
412
es relativista, pero que todo relativista no es más que un buen principiante: no ha pasado
del comienzo. El relativismo, el subjetivismo, todo eso es uno y lo mismo. Entonces,
ante el relativismo ético —específicamente ético, no referido a otra cosa que a los valores
morales, que considera relativos, igual que los deberes— la verdad es que algunos de los
argumentos en los que suele intentar justificarse son los propios del relativismo general,
de tipo epistemológico, esto es, el que no se limita a la ética. Primero lo voy a expresar
según un modo popular de hablar, y luego lo haré con las fórmulas técnicas que se han
usado en filosofía.
La forma popular es muy breve: «todo es relativo». Vamos a analizar esto. Esa
afirmación es totalmente irreflexiva. Quiero decir que no resiste la prueba de reflexionar
(flexionar, volver la mente) sobre ella misma, porque quien dice eso, si lo dice en serio y
reflexiona, tendrá que llegar a la conclusión de que, puesto que todo («todo» no significa
sólo alguna cosa) es relativo, también ha de ser relativo que «todo es relativo»; también
tendrá que ser relativa la afirmación de que todo es relativo. Pero si al reflexionar
descubro que la afirmación «todo es relativo» es también relativa, doy un segundo golpe
de reflexión y me encuentro con que tengo que decir que «es relativo que sea relativo
que todo es relativo». Pero esto no para ahí. Como dice Franz Brentano en su libro
Sobre la existencia de Dios[450], «todo es relativo» es una afirmación que nunca puede
terminar de hacerse, porque para decirla hay que decir inmediatamente: «Y también es
relativo que todo es relativo», y también que «es relativo que sea relativo que todo es
relativo»… Es decir, una afirmación que no se puede terminar de hacer. Pero eso no es
ninguna afirmación; es un proceso ad infinitum, irrealizable por un ser finito como es el
hombre. Y aquí podríamos aplicar lo que dice Wittgenstein: aquello de lo que no cabe
hablar es mejor callar. Pues si no se puede hablar, en el sentido de formular
expresamente, con todo su contenido, la tesis de que todo es relativo —que supone una
serie de reduplicaciones sobre sí misma, inagotables— entonces lo mejor es no decir
semejante estolidez. Porque eso es, desde el punto de vista lógico: una estulticia, una
irracionalidad.
¿Quiere siempre el buen burgués, cuando dice «todo es relativo», decir ese disparate
tan grueso, que tiene por asíntota el no decir nada? (Como observa Brentano: la asíntota
de «todo es relativo» es cero, porque no deja de perder valor; primero se dice que todo
es relativo, pero luego resulta que eso no es verdad del todo; a su vez, sólo es verdad
relativamente… Empezamos a relativizar y a quitarle fuerza a la afirmación, y al final la
asíntota es cero. Brentano, como es sabido, fue un gran impulsor del cálculo de
probabilidades; asíntota es donde va a parar ese cálculo; como Leibniz, fue filósofo y
matemático a la vez). Sin embargo, cuando tiene un sentido razonable o admisible, lo que
hay que hacer es suprimir el «todo»: hay bastantes cosas que son relativas. Es verdad.
413
Lo que ocurre es que si no dice uno «todo es relativo», parece que no ha dicho una
machada filosófica. Habría que decir «todo», para que resulte contundente y rotundo.
Bueno, pues si se modera, la afirmación es verdadera: hay cosas que son relativas. —
¿Una torre es grande? —Pues es una afirmación relativa, porque es grande comparada
con una torrecita enana, pero comparada con el Everest, la enana es ella. Admitir que
hay muchas cosas que son relativas no es ningún relativismo, sobre todo si uno le da un
valor absoluto a esa afirmación —hay muchas cosas que son relativas— porque si le da
un valor relativo viene a parar en no decir nada, por esa interminable catarata de
relatividades sucesivas. Pero si yo le doy un valor absoluto a afirmaciones tales como
que «hay muchas cosas que son relativas», esas afirmaciones son perfectamente
admisibles.
El espacio y el tiempo de la física, en la teoría de la relatividad, son relativos. Pero eso
no es ningún relativismo. La teoría de la relatividad tiene un valor absoluto; no está
formulada de manera que, a su vez, se le pueda aplicar el test: ¿Pues entonces, es
relativo que el espacio sea relativo? —No. Es absoluto es relativo que el espacio es
relativo. También es verdad absoluta, apodíctica, que el tiempo es relativo: esa
afirmación no es relativa a su vez. —¿A qué es relativo el espacio? —Pues a los cuerpos
que lo ocupan. El espacio absoluto vacío de Newton no lo admite la teoría de la
relatividad. —¿Y el tiempo vacío, sin acontecimientos, sin suceso ninguno que lo pueble,
lo anime o vivifique? —Eso no tiene nada que ver con la física. —¿Y el espacio
absoluto, vacío, inmenso? —No. La física se ocupa de cosas mensurables, por tanto no
puede hablar de un espacio inmenso. Un espacio inmenso no tiene mensura, y la física
no habla nada más que de lo mensurable[451]. Cuando el físico habla de medida, como
en el caso de Einstein, lo que dice es: el espacio no puede ser inmenso; eso es una
imaginación más o menos poética con la cual los físicos no trabajamos. Nosotros
trabajamos midiendo. No hay una sola afirmación de la física que no se pueda expresar
en forma de medida. Y si no puede expresarse así, entonces no es una afirmación física;
pertenecerá a otros lenguajes, o a otras lucubraciones. Y además, el espacio es siempre
relativo al cuerpo que lo ocupa, de manera que si el cuerpo en un momento dado tiene
una estructura topológica x, el espacio ahí tiene esa misma estructura topológica. —¿Y si
reducimos el cuerpo a su mínima dimensión, de forma que propiamente ya no es cuerpo,
sino una línea? —Pues el espacio ahí es una línea. El espacio es relativo a aquello que lo
ocupa. Pero la afirmación «el espacio es relativo al cuerpo —o parte de cuerpo, en cada
caso— que lo ocupa» no es una afirmación relativa, en el sentido de relativista, sino una
afirmación categórica. Esto es muy importante porque a veces se trata de justificar el
relativismo apelando a la teoría de la relatividad, como si ya la física hubiese renunciado
a los valores absolutos. —Pues no: eso no pertenece a la física más avanzada del siglo
XX: Heisenberg, Einstein, los grandes creadores de la física contemporánea. Con el
tiempo pasa lo mismo: es relativo a los sucesos o acontecimientos que lo pueblan, tiene la
estructura de esos sucesos o acontecimientos, y se mide siempre en función de ellos. Lo
demás son lucubraciones.
En resumen,
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1) «Todo es relativo», como tal, es un dislate, y en él consiste la fórmula más
popularizada.
2) Otra forma «popularizada», pero también deficiente, es la interpretación relativista
de la teoría de la relatividad. También es falsa, no porque la teoría de la relatividad sea
falsa: sucede precisamente lo contrario, y ello es debido a que la teoría de la relatividad
está formulada en términos absolutos, no en términos relativos.
3) Hay muchas cosas que son relativas, muchísimas. Pero no todo es relativo.
Además, como diría Aristóteles, si todo es relativo, nada es relativo. Por una razón:
porque relativo quiere decir relativo-a. «Ser-relativo» es un término sincategoremático:
un término que por sí solo no tiene un sentido completo. Ser relativo es ser relativo a
esto o a lo otro. Entonces tendría que haber algo respecto a lo cual todo fuese relativo.
Pero si digo «todo es relativo», no puede haber un algo que quede fuera del todo, porque
un todo del que queda excluido algo no es un todo completo y, por tanto no es «todo».
Si digo «todo es relativo» no puedo dejar nada fuera. Pero tendría que dejar algo fuera
para que se dé el término ad quem de la relatividad. ¿Relativo a qué?, es lo que hay que
preguntar.
Cabría, eso sí, decir: hay un todo —que no es el todo absoluto—, a saber, la totalidad
de las criaturas, que son relativas. Pero entonces yo tengo derecho a decir «todo es
relativo» siempre y cuando yo pueda responder a la pregunta «¿a qué?» —Relativo al
Ser Absoluto, a Dios. Todas las criaturas son relativas a Dios, y dependen de Él. Esa
afirmación no es relativista, es una afirmación categórica. Y no consiste en decir «todo es
relativo», sino «todo ente creado, todo ente finito es relativo al ser increado, absoluto».
415
dependerá del color… Y volvemos a la misma historia —que vimos al principio— de la
cadena o catarata innumerable, de un processus in infinitum que ningún hombre puede
realizar porque todo hombre es un ser finito. (Y porque los procesos infinitos no sirven
para demostrar nada, según dicen los matemáticos, no sólo los lógicos).
Y ya que he citado a un poeta, citaré a otro: Antonio Machado. Se conoce que este
poeta leyó las Investigaciones Lógicas, de Edmund Husserl, u oyó comentarios en la
tertulia de la Revista de Occidente, que frecuentaba. Como tenía una gran facilidad para
rimar, compuso estos versos que son el anti-campoamorismo: «¿Tu verdad? / —No: La
verdad. / Y ven conmigo a buscarla; / la tuya, guárdatela». No cabe más anti-relativismo:
la verdad tiene un valor objetivo. Eso es lo que niega el relativismo epistemológico: que
haya verdades objetivas. No habría más que verdades subjetivas: —Esto es verdad para
mí, y no es verdad para ti. —Respuesta de Husserl: la noción de verdad para mí y no
para ti es un dislate. Eso se llama opinión, pero no verdad. El hecho de que usted ignore
una verdad —o que esté equivocado y crea sinceramente que es verdad tal cosa— no
significa que lo sea. Yo reconozco que usted o yo podemos estar en un determinado
error, y entonces estamos tomando por verdad lo que no lo es, pero no porque yo lo
tome por verdad es verdad, de tal manera que la verdad sea, para cada cual, lo que él
toma por verdad. No: verdad es lo que es adecuado a la realidad, aunque yo no lo sepa;
de manera que era verdad, desde mucho antes de que Newton la descubriera, la ley de la
caída de los graves. No creo que esta ley empezara a ser verdad cuando un buen día la
descubrió Newton. Ni tampoco va a ser verdad que todo número par es igual a la suma
de dos números primos cuando se demuestre, cosa que no está demostrada, aunque se
podría demostrar. Entonces, hasta que se demuestre, ¿eso no es verdad? ¿Y será verdad
sólo para quien lo demuestre, sólo a partir de que lo demuestre? —No. Es verdad que
cualquier número par que se señale es igual a la suma de dos números primos. Y también
es verdad que no hay una demostración matemática de ello, sino simplemente lo que se
llama una enumeración por muestreo. Pero en matemáticas no se demuestra de esa
manera, como es sabido.
El que algo sea verdad o no lo sea no depende, entonces, de que yo lo tome o lo deje
de tomar como tal. La verdad es un valor objetivo. Es cierto, como acontecimiento
subjetivo, que yo, cuando yerro, tomo como verdadero lo que es falso. Pero la
posibilidad de un acontecimiento subjetivo tal que, al incurrir en él, yo tome por
verdadero lo que es falso o por falso lo que es verdadero, no hace el menor daño a la
validez objetiva de la verdad, ni a la cualidad objetiva de la falsedad. La falsedad es
objetivamente falsedad, aunque yo la tome por verdad. El yo pinta ahí muy poco; más
bien no pinta nada. Pinta en el hecho de «tomar por», eso sí: tomo por verdad, aunque
sea falso… Pero no en la estructura misma de la verdad. El yo en eso es absolutamente
incompetente. Lo demuestra Husserl claramente. No confundamos, viene a decir: donde
hay que tener en cuenta la subjetividad es en la opinión[452].
Yo recomiendo la lectura del Capítulo VII de las Investigaciones Lógicas de Husserl,
que no se ha superado. Hay dos cuestiones que me parecen fundamentales en ese texto:
la crítica del relativismo y la defensa de los universales, es decir, de la irreductibilidad del
416
conocimiento intelectual al conocimiento sensorial[453]. Como buen conocedor de las
matemáticas, es natural que Husserl pensara así. Ningún matemático ha visto todos ni la
mayor parte de los triángulos euclidianos —¿cuál es la mayor parte de los triángulos
euclidianos?— y sin embargo cualquier matemático dice que todo triángulo euclidiano
tiene una suma angular de 180 grados, equivalente a dos rectos. —¿Pero es que ha visto
todos los triángulos euclidianos? —No. —Podría entonces salir un empirista diciendo: ¿Y
si pasado mañana descubrimos un nuevo triángulo euclidiano, lo medimos y no vale eso?
No podría usted hacer ese juicio universal. —Pero el conocimiento intelectivo no
funciona como dicen los empiristas. El rigor de la matemática no se consigue por medio
de inducciones empíricas[454]. Hay muchas cosas en que no hay más remedio que
actuar por la empirie; la mayoría de las ciencias opera sobre una base empiriológica, y
está muy bien. Pero no todo se resuelve así. Desde luego, no la matemática ni la
metafísica, que no desprecian la empirie, pero tampoco la toman como el único y
fundamental basamento.
a) La clasificación de Brandt
417
persona. Por tanto, quien dice «el asesinato es malo» está informando de que él
experimenta una emoción de repugnancia ante el asesinato; no está diciendo
propiamente, de ninguna manera, que el asesinato en verdad sea malo, sino simplemente
quiere decir que le molesta mucho, que le irrita. Como dice Patzig —y el propio Brandt
también, porque el hecho de consignar esta postura no significa que la comparta— ésa no
es la reflexión que una persona normal hace sobre lo que son los juicios éticos. Cuando
una persona dice que una injusticia es una canallada no está queriendo simplemente decir
que le irrita —como podría decir que le irrita gravemente un mosquito que se le ha
metido en un ojo—, o que le «cae gordo» el asesinato, o que las injusticias le son
completamente antipáticas. No es cuestión de que le sean antipáticas o no. Hasta le
pueden ser simpáticas. Este relativismo metaético pretende desracionalizar los juicios de
valor ético y reducirlo todo a un informe sobre emociones. Pues bien, aún desde el punto
de vista de la conciencia psicológica común es falso, porque cuando yo digo que tal cosa
es una canallada no pretendo simplemente informar al prójimo. ¿A quién informo yo
cuando en mi fuero interno, sin que nadie me oiga, pienso que es una canallada tal
injusticia? No estoy informando a nadie. Yo ya lo sé; no necesito informarme de eso. No
tiene un valor de informe ni nada similar. —¿Implica una reacción subjetiva? —
Naturalmente. Quien no se indigna ante una injusticia no es noble, podríamos decir,
completando aquello de Aristóteles de que quien no se alegra en el cumplimiento de la
acción virtuosa, honesta, no es noble. Pues yo diría: no es noble —es innoble— quien no
se indigna ante la injusticia… pero la maldad o no maldad ética de la injusticia no
consiste en que yo me indigne o deje de indignarme ante ella. A lo mejor yo no me
indigno porque soy el que comete la injusticia, y encima me alegro. Y, sin embargo, sigue
siendo moralmente mala. Esa indignación puede sentirse, o a lo peor no sentirse. La
conciencia puede estar embotada, lo cual no quiere decir que el acto juzgado carezca del
valor —o contravalor— correspondiente.
También menciona Brandt el llamado relativismo normativo. Es un relativismo
extraordinariamente cínico, pero que se ha popularizado en cierto modo. Los códigos
morales dependerían de las etnias. Un nazi pensará que tiene derecho a torturar a un
judío. Y no solamente eso, sino que tiene también el deber ético de hacerlo. La norma es
relativa, en este caso, a su condición de nazi. En tanto que es nazi, tiene como norma
ética la de torturar a un judío en la primera ocasión que se le presente.
b) La clasificación de Patzig
418
En relación a este último, a finales del siglo pasado y comienzos del XX, la tesis
relativista de que no hay valores absolutos de carácter ético, ni deberes —como tales, si
son deberes, han de tener carácter absoluto— se atribuía especialmente a los etnólogos y
sociólogos, en referencia a la misma cultura que registraban como hecho. Ya no se
trataba simplemente de decir: hay el hecho de distintos códigos morales, sino que incluso
se pretendía sacar la consecuencia de que en realidad los valores morales y los deberes
no eran de suyo absolutos, no eran objetivos, independientemente de lo que aconteciera
o dejara de acontecer. Pues bien, la decoración ha cambiado. Hay un número entero de
una revista de Antropología, preparado, entre otros, por C. Klukhohn, en el que tanto los
psicólogos, los antropólogos culturales, los etnólogos, sociólogos, etc., muestran haber
cambiado de parecer casi por completo en los últimos tiempos. Llegan a la conclusión de
que realmente no son distintos los códigos morales; son los mismos en todas las culturas,
si por códigos morales se entiende la colección de los principios, no el conjunto formado
por los principios morales y las aplicaciones de esos principios morales[457]. Un código
moral, propiamente dicho, no es un código de las aplicaciones, sino un código de los
principios. Dicho de otra manera: lo que hoy se mantiene, incluso como resultado no ya
de una investigación filosófica sino sociológica, antropológica —es decir, científico-
positiva de la sociedad humana— es esto, a saber, que los principios morales son
fundamentalmente los mismos en todas las culturas, que lo que varían son las
aplicaciones.
Veamos algunos ejemplos. El que quizá impresione más es el de los salvajes que antes
mencioné: llegados los padres a cierta edad en que comienzan a declinar, se los engullen.
Dirán ustedes: —¡Pues vaya un principio moral! ¡Vaya una manera bestial de honrar
padre y madre! —Manera bestial, pero manera de honrar a los padres. Lo que han
descubierto los antropólogos en cuestión es que lo que estos señores creen —pero eso ya
no es un error moral, sino un error teórico— es que comiéndose a sus padres evitan que
se mueran, porque al ser introducidos en ellos participan de la vida que ellos tienen y no
mueren del todo. A esos padres, si no los matan, se los comerán en su día las cucarachas
y los ratones. Así, se los comen sus hijos, que no son cucarachas ni ratones. Pero aparte
de eso, es que al comérselos, lo que hacen es revivificarlos, porque entran en el torrente
circulatorio de su propia sangre, es decir, continúan viviendo; es una especie de
transmigración del padre al hijo, y así honran a los padres, y el que no lo hace les parece
que es un impío. El principio moral es el mismo, lo que pasa es que efectivamente es un
modo «bestial» de honrar padre y madre: yo no quiero que mis hijos me honren así.
Pero la estricta verdad es que la bestialidad no viene por el lado moral. Se trata de una
aberración teórica, la cual consiste en creer que comiéndose a un ser humano, ese ser
humano continúa viviendo en uno, y de ese modo, cada ser humano sería una especie de
colonia superpoblada de antepasados. Ése es el disparate, ésa es la barbaridad. Pero no
es una barbaridad moral sensu stricto, la que se refiere a los principios morales: es
barbaridad moral en un sentido amplio.
Todo razonamiento moral, dice Aristóteles, tiene dos premisas[458]: una premisa
prescriptiva —lo diré en la terminología en que lo expresa la filosofía analítica actual, los
419
mejores analíticos, los que han logrado superar la fase positivista— y otra descriptiva.
Con un ejemplo muy elemental. Premisa prescriptiva: debo honrar padre y madre.
Premisa descriptiva: esta mujer es mi madre. Conclusión: debo honrar a esta mujer. Todo
comportamiento ético implica, en el juego de la mente humana —aunque no se dé en la
mente formalmente así— la combinación de dos premisas: un principio normativo y una
proposición descriptiva, en este caso la descripción «esta señora es mi madre». Yo puedo
equivocarme, si doy a otra señora el regalo correspondiente al del cumpleaños de mi
madre. Yo he cometido un error, pero no es un error moral, sino de otro tipo, a saber, el
de pensar que esa señora es mi madre, siendo así que realmente no lo es. Es un ejemplo
muy elemental, pero se pueden poner otros todo lo complejos que se desee. Max
Scheler, refiriéndose a los sacrificios que en bastantes pueblos se han hecho de gente
joven a los dioses, dice que en ellos no hay ninguna falta moral, ninguna falta a los
principios morales, que es de lo que se trata en el relativismo, no de las aplicaciones. Por
ejemplo, cuando los españoles llegan a Méjico se encuentran con este espectáculo: los
indígenas escogen gente joven para sacarles el corazón y ofrecérselo al dios solar; gente
joven, digamos, excepcional física y moralmente: auténticos ejemplares de la raza azteca
—ejemplares no sólo en el sentido físico-racial, sino en el sentido moral— y se les hace
con ello el honor (que les va a llevar a una vida superior a la que tienen) de que su
corazón sirva para alimentar al dios del sol, dios de todas las abundancias, de todas las
bendiciones. ¿Es eso una aberración moral? —No, dice Scheler: eso no es un asesinato.
Lo que se pretende en el asesinato es quitar la vida, suprimir, aniquilar al asesinado. En el
sacrificio en cuestión no se pretende eso; se pretende honrar al dios y al joven. Quien no
entiende esto no entiende lo que es un sacrificio, ni en la Antigüedad ni ahora.
Naturalmente que eso es una aberración, pero no una aberración en los principios
morales. Honrar a Dios y querer una vida más alta para unos jóvenes no es ninguna
aberración moral. La aberración está en pensar que eso se logre de tan bestial manera,
pareja a la de los salvajes que se comen a sus progenitores. Las aberraciones vienen por
el lado descriptivo, son errores teóricos. De manera que, frente a la costumbre de creer
que la moral era una cosa muy frágil, muy versátil, mientras que la teoría no, resulta que
es al revés: que los valores teóricos son los más versátiles, en lo que se refiere a las
costumbres, etc., en la medida que intervienen en premisas menores de silogismos
morales. Y, en cambio, los principios morales fundamentales, los primeros principios de
la ley natural, como dice santo Tomás —aunque los antropólogos que escriben en esa
revista no conocen seguramente quién fue santo Tomás, si bien están diciendo lo mismo
de otra manera— esos son válidos, permanentes y se respetan. Distingamos, pues, entre
principios morales y aplicaciones, y echemos la culpa de las aberraciones a la aplicación,
no a la premisa mayor, sino a la premisa menor, no a los principios morales sino a las
interpretaciones teóricas de cómo se vive mejor o peor, de cómo se mantiene la vida de
los padres o se la deja de mantener, etc.
Merecía la pena este detenimiento, porque hay mucha confusión en este asunto. Ha
estado mucho tiempo de moda decir que los principios morales son culturales, relativos.
Los ladrones, entre ellos, procuran guardar la justicia, conmutativa y distributiva. Las
420
bandas de ladrones no se pueden organizar de manera que ellos se roben entre sí: tienen
que respetar unos comportamientos de equidad. Hay casos verdaderamente curiosos,
como el de Rinconete y Cortadillo que cuenta Cervantes hablando del famoso patio del
Monipodio, donde hasta rezan el Rosario, incluso pidiendo a la Virgen Santísima que les
dé ocasión de robar en la plaza del Salvador… Está muy bien rezar a la Virgen María; la
aberración estriba en que lo apliquen a que la Virgen les dé ocasión de quedarse con la
bolsa ajena. Entre ellos, los ladrones se respetan… Los valores morales, hasta en ese
ambiente tienen que ser estimados. Puede haber —dice santo Tomás— un
oscurecimiento de los segundos principios de la ley natural. Pero los principios más
generales de la ley natural, los primarios, los más básicos, son incorruptibles. Cuando
Ortega afirma: «Lady Hamilton tiene menos sindéresis que una corza», dice una frase de
gran belleza literaria, la cual supone, no obstante, un desliz filosófico, porque la sindéresis
es inextinguible; no cabe tenerla en mayor o en menor medida. La tiene igual Salomón
que Perico el de los palotes; y lady Hamilton tiene igual sindéresis que Hamilton y que
lord Byron.
En la segunda parte del libro hay un capítulo dedicado a la Persona absoluta, Dios,
como fundamento último del deber moral. El imperativo moral tiene un carácter
absoluto, pero no hay imperativo si no hay un imperante. ¿Quién es el imperante de un
imperativo con valor absoluto, como el que es propio de todo valor moral? —Sólo puede
ser una persona absoluta. Una persona relativa no es quién para dar imperativos
absolutos. Y en ese sentido la gente joven —aunque a veces desbarre— tiene razón
cuando dice: ¿Quién es un hombre para imponerme a mí algo? —Efectivamente, ningún
hombre puede dar imperativos absolutos. Pero justamente el hecho —que cada uno
reconocerá en ciertos casos, aunque en la discusión lo oculte o no lo quiera ver— de su
valoración de algo como un imperativo absoluto, por ejemplo, el de no hacer una faena a
un amigo, el de no cometer injusticias, etc., pone de manifiesto un origen distinto de
nuestras mismas personas. Todo eso constituye un fondo insobornable y le sale a cada
hombre de su propia conciencia moral. (Eso sí, hay que saber provocarlo: es la labor del
pedagogo, y del apóstol, etc.). —Pero ese fondo insobornable, ¿no lo pone el hombre
mismo? —El hombre tiende a lo contrario, a inventarse cuentos relativistas, a disculparse
para edulcorar ante sus propios ojos su fea conducta (o acaso no tan fea, pero no del
todo limpia). —Entonces, ese valor absoluto que en el fondo de nuestra alma —si somos
sinceros— reconocemos a los primeros principios morales, ¿de dónde puede venir? —Si
el imperante ha de ser una persona dotada de voluntad —porque el imperio es un acto de
la voluntad— el último fundamento de lo imperado —en este caso, los deberes morales
— es la voluntad de Dios. Pero voluntad amorosa, no un capricho. Eso que se levanta en
nosotros cuando tenemos la conciencia de que hemos de cumplir un deber, como algo
efectivamente absoluto, no se debe a que Dios tenga ese capricho (que sería, más o
421
menos, la tesis de Ockham). Es producto de un amor. Dios sabe lo que nos conviene,
pero lo pone de tal forma que aquello tenga una dignidad, que no sea simplemente: «Yo
hago esto porque me conviene hacerlo». No le da un sentido utilitario al deber; le da el
sentido que Kant le reconoce, el de algo absoluto. El mismo Kant llega a decir en alguna
ocasión que, realmente, sin pensar en un ser que es divino, no se entendería el
fundamento último del deber moral. Yo no estoy de acuerdo con eso; creo que se puede
cumplir el deber moral sin pensar en Dios, pero que no se puede hacer un análisis
filosófico riguroso del deber sin desembocar en Dios. Son dos cosas distintas. Yo puedo
cumplir un deber de justicia sin estar pensando en Dios en ese momento. Personas que
no creen en Dios pueden realizar actos de justicia y otros actos virtuosos. Yo no sostengo
que ni siquiera un cristiano, para comportarse rectamente, tenga que estar pensando en
todo momento: «hago esto porque Dios me lo manda». —No. Y no sólo no es necesario,
sino que es imposible. Un cirujano que está con los cinco sentidos puestos en hacer una
operación quirúrgica no va a estar pensando continuamente que Dios le manda cumplir
con su deber. En todo caso, habrá una intención habitual, pero no una intención actual
siempre. Un cristiano puede decir: hoy, desde el primer momento de la mañana, voy a
ofrecerle a Dios todo lo que hago, y ya quedan contagiadas por ese ofrecimiento todas
sus actividades; y entonces todo lo que yo hago es cumplir la voluntad de Dios, atenerme
a ella. Ahora bien, eso lo hago con intención actual en un momento dado; intención que
me conviene renovar frecuentemente, por supuesto. Quiero decir que hay que distinguir
entre que sea preciso el pensar en Dios en cada acto de cumplir un deber y que sea
preciso, en un análisis filosófico enteramente coherente con las condiciones de la
posibilidad y del origen del deber, concluir que su último fundamento está en Dios. Lo
segundo es lo que yo admito, y es a lo que dedico el capítulo sobre el fundamento del
deber en la Persona absoluta. Pero ello no quiere decir —insisto— que sea
absolutamente indispensable estar pensando en la Persona absoluta en todo momento en
que uno cumple un deber.
[449] Es muy recomendable la lectura de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, escrita, por
cierto, en un lenguaje popular, con una enorme cantidad de ejemplos: una cosa muy distinta de lo que suele hacer
Kant en el resto de sus obras.
[450] Traducción y estudio preliminar de A. Millán-Puelles, Madrid, Rialp, 1979.
[451] En un sentido muy amplio, también cabe hablar de mensura, como hace la Biblia: «Deus omnia disposuit in
numero, pondere et mensura». Pero ahí número, peso y medida no tienen el sentido categorial con que lo usa la
física, sino un sentido trascendental, según el cual puede aplicarse un número, el tres, nada menos que a Dios —
Trinidad—, o se puede aplicar el cuatro a realidades inmateriales como las virtudes —las cuatro virtudes
cardinales—, etc. Ahí el concepto de cantidad ya no tiene el sentido de la física, sino un sentido que se llama
trascendental, porque trasciende la limitación a lo cuantitativo material y puede aplicarse a realidades espirituales:
tres ángeles, tres personas divinas, cuatro virtudes cardinales, diez mandamientos de la ley de Dios… Pero eso es
otro sentido.
[452] Hay muchas cosas que son opinables. Pero también hay que tener en cuenta aquí algo que solía repetir don
Salvador de Madariaga: no sólo hay que atender a la distinción entre verdad y opinión. La gente ha olvidado,
además, la diferencia existente entre opinión autorizada y no autorizada. Incluso en cosas que son opinables que
no están demostradas apodícticamente hay una diferencia entre la opinión autorizada y la no autorizada. Por
ejemplo: las opiniones que usted y yo tengamos sobre el origen del cáncer son opiniones. Igual que las de los
422
investigadores del cáncer; no son verdades inconcusas, porque no está todavía bien descubierto cuál es el origen
del cáncer. Pero evidentemente las opiniones de usted y mías sobre el particular no son opiniones autorizadas,
mientras que las de un oncólogo merecen, en este asunto, más crédito que la de usted y la mía. Es decir, que en
el terreno de lo opinable, es jerárquicamente superior la opinión autorizada; autorizada por el hecho de que sea la
de un experto que, por otra parte, puede estar equivocado.
[453] Viene bien recordarlo frente a algunos filósofos empiristas ingleses que, aún en nuestros días, no hacen
más que incurrir, en definitiva, en un puro sensualismo. Yo no desprecio el testimonio de los sentidos, ni mucho
menos: no sería aristotélico eso. Pero eso es una cosa, y muy otra reducir el conocimiento al puro testimonio
sensorial.
[454] Como decía muy bien Nicolai Hartmann, la matemática salva a veces a la metafísica. Por eso dijo Platón:
no entre aquí —en su Academia ateniense— quien no sepa geometría.
[455] Vid. el artículo de este autor sobre el relativismo ético en Encyclopedia of Philosophy, London-New York,
MacMillan, 1967, vol. I.
[456] Ethik ohne Metaphysik, Göttingen, Vandenhoeck & Ruprecht, 1971.
[457] Vid. C. Kluckhohn, «Ethical Relativity: sic et non», en The Journal of Philosophy, LII: 23, November,
1955.
[458] El del incontinente tiene tres (siendo cuatro en total, las proposiciones, si a las premisas se añade la
conclusión), porque el incontinente es el que sabe que hace mal y sin embargo lo hace.
423
III. ¿Cuáles son «nuestros deberes»?
424
médico no sólo en tanto que hombre, sino en tanto que médico, hablo del hombre-que-
es-médico). Los deberes del arquitecto, no en tanto que hombre en general, sino del
hombre que es arquitecto, difieren de los del médico precisamente por el hecho de que
uno es arquitecto y el otro médico: no son los mismos sus respectivos deberes. El médico
no tiene el deber de edificar; no falta a ningún deber si no edifica (ciertamente faltaría a
su deber si se pusiera a edificar en vez de a curar). Y, a su vez, el arquitecto faltaría a su
deber si, llegada la hora de cumplir un contrato de edificación, comenzara a recomendar
aspirinas. El contenido del deber del médico, entonces, es relativo a su condición de
médico, y en virtud de esa dependencia que la deontología médica tiene respecto del
carácter médico de su sujeto, difiere la deontología médica de la deontología de la
arquitectura, o de la deontología de la abogacía. ¿Son los mismos, por ejemplo, los
deberes de un jefe de Estado, incluso por lo que toca a la prudencia, respecto de las
fotografías de su vida privada que le puedan hacer, que los correspondientes deberes de
un ciudadano cualquiera? —No; son más graves los del primero, porque son relativos a
su condición, de tal modo que obligan a un tipo peculiar de ejemplaridad.
¿Es cosa buena honrar padre y madre? —Sí. Es un deber. Entonces, a la hora de
estudiar, ¿tengo que ponerme a hacerle zalamerías a la madre o cucamonas al padre? —
No. La mejor manera que tengo de honrarles es ponerme a estudiar a la hora en que
debo hacerlo. —Y el profesor, ¿qué tiene que hacer? —Enseñar en la medida de su
saber. —¿Es que es malo que haga otra cosa? —No, cuando es la hora de enseñar no es
otra cosa lo que debe hacer.
En este punto la doctrina general consiste precisamente en que en materia moral lo
general sirve de muy poco. Es otra afirmación «escandalosa» de Aristóteles y santo
Tomás. Y, por si fuera poco, nada menos que el filósofo y teólogo español Santiago
María Ramírez, que fue Rector de la Universidad Internacional de Friburgo, también
insiste en esto: en caso de fallar alguno de los dos extremos, a saber, la doctrina general o
los preceptos particulares concretos, preferible es que falle lo primero —lo preferible en
absoluto es que no falle ninguna de las dos cosas— porque las elecciones humanas son
concretas y singulares, y entonces lo que las determina son preceptos singulares —
máximas de acción—, en definitiva, los preceptos de la prudencia.
La prudencia no consiste en que el contenido dependa exclusivamente de la
circunstancia. El contenido del deber, la materia de lo que se debe hacer, claro que
depende de las circunstancias, pero también de la sustancia. Los actos morales —dice
santo Tomás— se especifican por su sustancia y por su circunstancia, por lo que en sí
mismos son y por las circunstancias respectivas. Y entre las circunstancias figura la
intención del agente moral. Digo esto porque ahora está muy de moda —desde Kant y
otros autores— todo lo relativo a la intención. Cuando una cosa es objetivamente mala,
ya se puede echar toda la buena intención que se quiera… El fin no justifica los medios:
es otra manera de decirlo.
425
Después de haber hecho estas aclaraciones acerca del posible escándalo que suscitaría
la expresión «relatividad de la materia moral», demos un paso más. En primer lugar, el
contenido —en general, todo contenido de todo deber— es relativo al hombre, al ser
específico del hombre en tanto que hombre. Hablo en general; ya no se trata del deber
del médico, del arquitecto, del abogado o del rey. El deber del hombre en tanto que
hombre es relativo a la índole del hombre en tanto que hombre, al carácter humano de
ese ser que llamamos hombre, o sea, al hecho de ser éste un animal racional. (Ambas
cosas, la animalidad y la racionalidad, han de ser tenidas en cuenta). La moralidad se
refiere al comportamiento libre de un ser que es un animal racional y no al de Dios ni al
de los ángeles, ni por supuesto al de los animales irracionales. La moralidad —el genus
moris— es algo que atañe exclusivamente al ser humano en sus actuaciones libres, no en
su comportamiento meramente instintivo. Hay comportamientos cuasi-instintivos, en los
que la voluntariedad es debilísima. Si alguien insulta a la madre de otro y éste agrede al
primero, se diría que es casi instintivo ese comportamiento. (De alguna forma cabría
decir que lo inmoral sería no reaccionar de ese modo).
Por el carácter específico del hombre es por lo que cabe hablar de moralidad o
inmoralidad. Esto no concierne a Dios. Dios no tiene deberes, aunque sí derechos. —¿Y
los ángeles? ¿Tienen deberes? —Sí, pero esos no son los que se estudian en la moral, en
ninguna de las morales, ni siquiera en la teología moral fundamentada en la revelación
cristiana. Se puede hablar de ellos. (La filosofía no habla de los ángeles no porque niegue
su existencia; debe afirmar la posibilidad de los ángeles, pues no hay ninguna
contradicción en que un ser sea espíritu puro sin ser Dios: cabe que sea incorpóreo, pero
que sea también limitado). Ahora bien, de esos seres no se habla cuando se habla de la
calificación moral de la conducta. De los animales irracionales tampoco; no se dice que
sean justos o injustos, o que deban tener templanza, fortaleza, etc. —¿Y del hombre? —
Pues tampoco, en cuanto que se comporte de una manera meramente instintiva o animal,
si bien la existencia de instintos en el hombre está muy discutida desde la
Antropobiología. Un gran biólogo contemporáneo —no poco filósofo a veces—, Arnold
Gehlen, autor del libro Der Mensch. Seine Natur und seine Stellung in der Welt[459],
afirma que en el hombre los instintos están empobrecidos; no hay instintos puros como
en el animal irracional. Desde un punto de vista biológico, el hombre es un ser débil; sus
instintos no son tan fuertes como los del animal irracional. Incluso, no sé si exagerando la
nota, Gehlen llega a decir que en el hombre hay una carencia de instintos
(Instinktlosigkeit); luego también dice que, en virtud de ello, siendo —como es— un
animal, es un ser monstruoso (monströses Wesen). Todo eso dice, a veces exagerando.
Pero parece que tiene bastante razón. Comparado con la potencia de los instintos, no ya
de las fieras, sino de cualquier animal irracional, el hombre es muy poco instintivo.
Incluso los médicos y los fisiólogos hablan más de pulsiones que de instintos, y siempre
con una cierta relatividad, en el sentido corriente del término.
De todas maneras, los moralistas —tanto los filósofos moralistas como los teólogos
que cultivan la teología moral— hablan de movimientos «primariamente primeros» —por
426
traducir la conocida fórmula primo primi— de los cuales no se es responsable, y por
consiguiente no se califican moralmente, ni de buenos ni de malos. ¿Es moralmente malo
sentir hambre? —No, a menos que se trate de un acto voluntario in causa, como dicen
los teólogos, que apuran mucho. (Donde la psicología apura más es en cuestiones
morales, es curioso. Donde más se afina sobre lo que es la voluntad humana, es
precisamente cuando se habla de moral, porque en ella hay que afinar. Ahí se decide
mucho; se decide si se condena o se aplaude una determinada acción humana. Entonces,
es evidente la importancia de andar cuidando bien la pulcritud en la determinación de las
relatividades de los comportamientos, o su carácter verdaderamente libre). Distinto es el
caso si se trata de acciones que son deliberadas, como dice santo Tomás, quae ex
voluntate deliberata procedunt. Cuando hay deliberación —cuando hay premeditación,
dirían otros— el acto subsecuente es moralmente responsable, bueno o malo; habrá que
especificarlo en virtud de su sustancia y de sus circunstancias.
Hay también actos con mayor o menor voluntariedad. El ejemplo clásico lo pone
Aristóteles, y los teólogos morales lo han tenido muy en cuenta: el capitán de barco que
en una tormenta en alta mar arroja parte de la preciosa mercancía que se había
comprometido a llevar a puerto. Pero hay ahí unos pasajeros —y él mismo, que también
ha de velar por su salud y su vida—, y entonces, siendo así que una carga excesiva en
una tormenta —no excesiva en tiempo de bonanza— puede hacer que se hunda el barco,
tira el capitán una parte de esa carga, o la tira toda. Es más importante salvar la vida de la
tripulación y de él mismo. ¿Ese acto es voluntario o involuntario? —Aristóteles dice que
es voluntario. —Es una mezcla —dice santo Tomás, que matiza muchísimo— de
voluntario e involuntario. —A mí me parece perfecto, no porque sea una solución de
compromiso, sino porque es muy matizada. Es voluntario porque aquello no es un acto
realizado por un robot; es algo que el capitán delibera: aquí hay el riesgo —pensará— de
que nos hundamos todos si continuamos con la carga, porque el barco con esta
tempestad y esta carga se va a pique. —Razona, delibera, y toma una determinación. Esa
determinación no la toma por él un ordenador o un cerebro electrónico. Entonces, es
voluntaria. Ahora bien, evidentemente no la tomaría si no hubiera tempestad. Ahí está la
mezcla de lo voluntario y lo involuntario. Con todo, santo Tomás —que nunca es un
puro ecléctico, pero le gusta matizar y tener en cuenta todas las razones de una parte y
de la otra— dice que es mezcla de voluntario e involuntario, pero es más voluntario que
involuntario. He aquí una forma enteramente gallarda de asumir responsabilidades.
Muchos intelectuales y literatos de nuestro tiempo empezarían enseguida a decir: ¿qué
iba a hacer? No tendría más remedio, estaría forzado… —No. Forzado, no. Ahí ha
intervenido una deliberación y una voluntad, y una responsabilidad para el bien. Pero la
tendencia contemporánea es a decir: ni bueno ni malo, sino todo lo contrario. Borrar las
diferencias entre lo bueno y lo malo moralmente parece ser uno de los empeños típicos
de cierta modernidad.
427
Relatividad al ser específico del hombre; por tanto, a su índole de persona y a la
dignidad correspondiente. Una acción por su contenido es moralmente mala cuando
atenta contra la dignidad de la persona, porque el deber, en su contenido o materia, es
relativo al sujeto. Esto es lo que llamo el principio de la congruencia del deber con el ser
del sujeto respectivo. Principio con el cual salgo al paso de la famosa «falacia
naturalista». Martin Rhonheimer dice que el principio de la falacia naturalista está
siempre formulado de manera muy vaga. Hay en el fondo una cierta intuición admisible,
que señala Rhonheimer en su libro Natur als Grundlage der Moral[460], pero no la tesis
de Hume, de la cual en definitiva viene a salir lo que dice Moore sobre la falacia: que del
ser no se puede derivar ningún deber, o sea, que no habría, por tanto, ninguna relatividad
del deber al ser, que el ser y el deber son dos cosas entre las cuales hay un tajo. —
Lógicamente, eso ocurre cuando del ser se tiene la idea que tiene Hume. Yo estoy
conforme con Rhonheimer, y con Moore, en que del ser, pura y simplemente, sin más —
no del ser-bueno o ser-malo— no se saca ningún deber. El ser reducido a pura facticidad
no justifica el juicio moral. Pero el imperativo moral se basa en un deber, y el deber es lo
que es bueno hacer. Eso es lo debido, lo que es bueno hacer. «Bueno» no sería nada sin
el «ser» que le antecede. Aquí se trata de ser efectivamente bueno, no de parecerlo sólo.
Hay una inflexión axiológica del ser; el ser no es meramente lo que pasa, o lo que hay,
como dice Quine. También es eso, pero el ser es, además, el ser bueno o malo, el ser
justo o injusto. Es eso, no simplemente lo parece, no «quizá sea», «tal vez fuere»… —
No: es. Ese «es» es el que da la objetividad a la ética. En último término, el deber es
relativo al ser. Y como el deber atañe al hombre, entonces es relativo al ser del hombre, a
la naturaleza humana. Si quitamos de en medio esa relatividad, toda la ética se nos
convierte en una fantasmagoría, un discurso sobre valores etéreos, como pasa con la
pura axiología: valores que están en el aire y que no tienen nada que ver con el ser del
hombre. Se dice que los valores son algo necesario. —Pero ¿no hemos quedado en que
el deber, por su forma, por su propio carácter de deber, es absoluto, es decir, que expresa
una exigencia necesaria, no relativa? Pues si es necesario para el hombre, el deber —en
cada caso el deber de que se trate— ¿cómo puede serlo sin tener nada que ver con el ser
del hombre? ¿Cómo puede ser necesario para un ser algo que con ese ser no tiene nada
que ver? Es un dislate. Lo que es bueno o malo para un ser depende de lo que ese ser es,
no «parece», o «quiero yo que sea»… —No: es, radical y objetivamente, absolutamente
hablando, tal como Dios lo ha hecho ser. Y eso, como denominador común en el caso de
todos los hombres, es el carácter de hombre, y la dignidad de persona, si se quiere hablar
en términos axiológicos. Pero la «dignidad de la persona» es una expresión axiológica que
responde a una fórmula ontológica: «es hombre», es animal racional, sustancia individual
de naturaleza racional, como dice Boecio.
¿Hay un nexo entre el deber y el ser, y por tanto, una relatividad del contenido del
deber al contenido del ser, a lo que es el sujeto portador de deberes? —Sí. Esto es lo que
ante todo quiero decir cuando hablo de la relatividad de la materia del deber.
428
4. LA PRUDENCIA
Esa relatividad no se agota en su referencia al ser específico del hombre. Dicho de otra
manera: la relatividad del contenido del deber, de lo que en cada caso es deber
(relatividad que no se opone al carácter absoluto del deber por su forma, según ya se ha
aclarado) se refiere no sólo al contenido del deber, no depende sólo de lo que el hombre
es precisamente por ser hombre, sino también de lo que cada hombre es precisamente
por ser ese hombre y no otro. Más aún, depende tanto de lo que ese hombre es,
intransferible y personalísimamente, como de lo que él en cada circunstancia está siendo.
Además de ser específicamente un hombre, y de ser ese determinado hombre individual,
unas veces está en unas circunstancias y otras veces está en otras. Yo estoy en la
circunstancia de tener que dar una clase, y no debo abandonarla para ir a dar el pésame a
la viuda de tal señor. Lo que tengo que hacer es ir a eso antes o después. La moral de la
situación, en principio, no es errónea. Lo que ocurre es que la han echado a perder
olvidando que los actos morales se especifican por su sustancia y por su circunstancia, no
sólo por ésta. Y en la circunstancia están las situaciones. ¡Claro que es válida una moral
de situación! Pero no una moral de la situación exclusivamente, o excluyente de la
sustancia. Y aquí entra el famoso tema de la prudencia.
¿Qué es la prudencia? La phrónesis de que habla Aristóteles, o la prudentia de que
habla santo Tomás, o la Klugheit de que habla Pieper, no es lo que Kant o el buen
burgués —el hombre aburguesado— llama prudencia, una virtud encogida y timorata,
siendo así que, para Aristóteles y para santo Tomás, uno de los aspectos o facetas —lo
que llaman partes integrantes— de la prudencia puede estar en la osadía, la audacia (no
la temeridad). Para Aristóteles no es prudente el acobardado o acoquinado. El cobarde es
un imprudente. La audacia, en el mejor sentido de este término, es parte integrante de la
prudencia. Pero entonces, ¿qué es la prudencia? Para Kant, como ocurre a partir del
siglo XVIII, es una virtud puramente individual. Prueba de ello es que Kant no habla
nunca de la prudencia política, de la prudencia del gobernante o del ciudadano en
general, ésa que tiene por objeto el bien común. La prudencia no tendría por objeto más
que el bien individual, privado, singularísimo de la persona. Una persona prudente sería
más o menos el joven que hace lo que le diría su madre: tú no te metas en líos, déjate de
locuras, procura escurrir el bulto… —Cosa que las madres, en principio, tienen cierta
obligación de decir… Y, uno, cierta obligación de desoír. Evidentemente, hay en toda
motivación moral de la conducta un amor de sí —ya me referí a él— que Dios ha puesto
en mí, y eso no es malo. Si Dios me quiere, ¿cómo no voy a quererme yo? Lo que
ocurre es que es un amor ordenado, no desordenado, de sí mismo; y eso es lo que se
desecha cuando se habla del odio a sí mismo. Lo que se está tratando de decir es que el
amor sui —que es natural y está puesto por Dios en el hombre— tiene que ser un amor
ordenado, que no degenere en egoísmo. Bueno, pues la prudencia, tal como Kant la
entiende, sería la virtud del egoísta en tanto que egoísta, es la listeza o «listura», la
habilidad para buscar el bien privado. Kant, por tanto, no habla jamás de una prudencia
429
respecto del bien común, pues al egoísta no le importa para nada el bien común… Puede
quizá importarle, pero no en tanto que bien común, sino en la medida en que repercute
en su provecho privado, o en que si no cultiva el bien común a lo mejor se enteran y le
dan un leñazo, y entonces viene el mal privado. O, incluso, al egoísta no le importaría
que estén bien los demás; más aún, quiere que estén bien, porque así no se meten con él
y le dejan tranquilo. En esa línea es en la que Kant se mueve al hablar de la prudencia,
no porque la elogie, pero entendiendo por ella esa especie de listeza, astucia, sagacidad
para el bien privado exclusivamente. (Es bien conocida la distinción que Kant establece
entre imperativos categóricos —morales—, preceptos de la utilidad y consejos de la
sagacidad. Estos últimos son los que produce la prudencia).
Eso no es lo que se llama prudencia en los tratados de ética clásicos, de Aristóteles o
del mismo Platón. La phrónesis es la virtud de aplicar bien los principios morales
universales a los casos concretos. El principio más universal de todos es fac bonum, vita
malum. Todos los principios de la ley natural son abstractos, universales. Pero como las
acciones de los hombres son singulares y concretas —nadie hace una acción abstracta—
la aplicación de los principios abstractos y universales a los casos concretos requiere algo
que ya no es la ley natural; ésta se limita a formular los principios abstractos: honrar
padre y madre, por ejemplo, pero no me dice ni cómo ni cuándo honrarlos: eso queda
encomendado a la prudencia. Entonces, prudencia, en su sentido clásico, es la virtud de
aplicar bien los principios generales a los casos concretos, individuales, circunstanciados,
situacionados. Dicho de otra manera: el prudencialismo es la única moral de la situación
admisible. Mucho antes de que en nuestro siglo surgiera la llamada «moral de situación»
había ya una moral de situación mucho más sólida y profunda, que es el prudencialismo:
la afirmación de la necesidad de la virtud de la prudencia, saber —que se aprende,
también la virtud se aprende, porque implica ya un uso de la inteligencia— aplicar la
norma general al caso individual o concreto. Entonces, también hay que tener en cuenta
la experiencia de la vida, que enseña. Esto es consolador, porque la perfectibilidad moral
del hombre es, en principio, indefinida, lo cual quiere decir que nunca hemos agotado la
posibilidad de perfeccionamos. Pero eso, a su vez, requiere una rectificación constante
de la conducta.
El profesor Inciarte dice que lo que llaman ratio recta es razón «correcta», pero en el
sentido de corregida: son las sucesivas correcciones que nos vamos haciendo, o que nos
van haciendo —o ambas cosas— las que van depurando nuestra figura moral. El habitual
buen comportamiento ético de la persona no es algo que se logra en un momento; es algo
que se va adquiriendo. Y eso es consolador: el pensar que, puesto que uno se equivoca
muchas veces, gracias a una ratio correcta —en la medida en que es corregible— se
puede ir prosperando en la propia estatura moral, y configurarla cada vez más depurada
y cada vez más acendrada, más limpia y conforme con la dignidad nuclear, ontológica,
esencial que como persona humana tiene cada uno. Es consolador. Y además es una
prueba de realismo. El realismo ético no puede admitir el perfeccionamiento moral de
una persona de la noche a la mañana, por virtud de una simple decisión. Ratio recta,
ratio correcta. Sin duda, pretende Inciarte algo más que un juego de palabras, y eso está
430
bien porque señala una razón que se corrige: autocorrige o heterocorrige, por sí misma o
por iniciativa ajena, pero siempre en definitiva porque quiere dejarse corregir.
Es, pues, nuestra vida moral concreta relativa al grado de virtud que poseamos. Y el
progreso en la virtud, en este mundo, es indefinido. Y si eso es así, es porque nunca
estamos enteramente en la posesión cabal de la virtud; somos perfectibles. No somos
imperfectibles ni en el sentido de que no podamos progresar de puro malos que seamos,
ni en el sentido de que no podamos progresar de puro buenísimos que ya nos creemos.
Somos perfectibles. En ese sentido hablo de una verdad consoladora, que implica una
relatividad del comportamiento al grado de virtud que se posea. ¿Entonces el deber es
exactamente aquello que decía Kant al hablar del imperativo categórico: obra de forma
que la máxima de tu voluntad pueda servir de norma de legislación universal?
Abstractamente hablando, sí; en concreto, no. No se puede exigir lo mismo a una
persona, por ejemplo, que no ha recibido una buena educación. Hay que ser
comprensivos, e ir tratando, poco a poco, de sacarle del error; y no hay que
escandalizarse de que recaiga en vicios, etc. Ésta es la pedagogía del amor, la que no se
escandaliza de los errores del prójimo. (Naturalmente, no considera que sean virtudes: los
errores son errores y los vicios son vicios. No se trata de esa otra blandenguería
roussoniana). Pero sí se trata de decir: somos perfectibles, y todo no se logra de un
golpe. Hay que tener la humildad suficiente consigo mismo para reconocerse capaz de
mejora, y con los demás, para no pretender que por muchas buenas lecciones que hayan
recibido, ya van a ser tan obedientes que hagan siempre caso de ellas.
Por último, la cuestión de si la virtud está en el «término medio». Hay que entender
bien esto. La famosa mesotés de la virtud, el término medio, es lo que otros consideran
como absolutamente inescindible, indisociable de la prudencia —la prudencia está en el
término medio, la prudencia es genitrix virtutum; pues si las virtudes están en el término
medio, mucho más la prudencia…—. —¡Cuidado! En primer lugar, en las virtudes
sobrenaturales no hay extremos ni término medio; eso no está dicho de las virtudes
teologales: la fe, la esperanza y la caridad carecen de término medio, pues en ellas no hay
manera de excederse. Nunca creeremos demasiado, ni tendremos excesiva caridad, ni
esperanza abusiva. Lo que cabe es que seamos unos presuntuosos, pero eso no entra en
la esperanza. No constituye un grado de la esperanza el ser un presumido increíble que
se va a salvar porque sí. Como muy bien aclara Ramírez, basándose en santo Tomás y
en san Agustín, el término medio virtuoso, como suele decirse, no se refiere a las
virtudes sobrenaturales. —Entonces, la famosa mesura (mesotés), de la que habla
Aristóteles, ¿se refiere a todas las virtudes naturales y sólo a ellas? —Tampoco.
Aristóteles lo niega rotundamente; enumera una serie de cosas en las cuales no vale el
término medio. Por ejemplo, el adulterio: —¿Cuál sería el término medio? —Podría
decirse: entre no adulterar nada y adulterar constantemente…. pues adulterar cuatro o
cinco veces al año: un término medio… —¡Ha adulterado y encima es virtuoso! ¡Ni
hablar! —¿Y un asesinato? —Pues entre no asesinar a nadie, que es el irenismo de la
mariposa, y matar como un energúmeno, habría un término medio: matar a uno o unos
cuantos… —¡Sería asesino y virtuoso! Por poner otro ejemplo concreto que explica bien
431
el pensamiento de Aristóteles, un ladrón que entra en una casa sin nadie podría optar por
uno de estos dos extremos, «igualmente viciosos»: o robar todo, o no robar nada. Pero
en este último caso, podría preguntarse: ¿Para qué he venido yo aquí? ¡Vaya una manera
de cumplir mi profesional deber de ladrón! ¡Vaya relatividad a mi índole de ladrón! Entre
no robar nada y robarlo todo, pues robo la mitad: in medio virtus. —¡De ninguna
manera! In medio virtus, pero cuando no se trate de adulterio, murmuración, calumnia,
robo, asesinato y mentira en general (que incluye la calumnia). Ahí no tiene nada que ver
el término medio. Aunque se ha hablado de la prudencia y ésta aplica las normas
generales a los casos concretos, y por tanto es relativa a las circunstancias —individuales,
históricas, etc.— de cada persona, la prudencia no consiste siempre en el término medio.
En primer lugar, no lo es en materia sobrenatural. Segundo, tampoco lo es en materia
natural en todos los casos mencionados; en los demás, sí.
Pero además, ese término medio no consiste —como entiende Kant criticando a
Aristóteles sin haberlo leído— en una especie de punto medio de una línea recta,
obtenido aproximando parejamente un extremo al otro de manera que se encuentren, el
uno avanzando y el otro retrocediendo; punto medio que vendría a ser como la
conjunción del vicio y la virtud, o como un vicio que se une con otro vicio, pero que es
como el hemivicio o semivicio, el vicio intermedio entre dos vicios extremos… —No:
ningún vicio puede ser virtud, por muy intermedio que se diese cuantitativamente
hablando entre dos extremos. Aquí habló Aristóteles muy claramente, por lo que asumo
que Kant no llegó a leerlo en este punto.
En cambio, sí que ha comprendido Kant muy bien —y justo es decirlo— que la virtud
nunca es rutina. Él se pone a sí mismo la objeción que hacen algunos: si la virtud es un
hábito, y los hábitos hacen que las cosas se hagan mecánicamente, entonces la virtud
tiende a mecanizar la vida moral, pero la vida moral es justamente libertad, y por
consiguiente no cabría vivirla por modo de hábitos porque eso sería mecanizarla.
Responde Kant: de ninguna manera; la virtud moral requiere siempre una conciencia
cada vez más pulcra de las razones de por qué se debe actuar. Esto es precioso, y es
justo reconocerle el mérito a Kant. Habla de una consideración constante y renovada del
bien moral, y esa consideración es tanto como la doctrina. La única manera —diría yo,
saltando de Kant al siglo XX— de no incurrir en ese mecanicismo es la doctrina. Y es la
consideración, la oración, la contemplación de la verdad: de ellas se nutre nuestra acción
moral. Obrar mecánicamente no puede ser moralmente bueno —aunque tampoco fuera
moralmente malo— pues lo meramente mecánico es neutro, es adiáforo. Por eso no
puede ser valorado moralmente. Pero para mantener la llama de la bondad moral bien
encendida, se requiere que la razón humana considere, contemple. Hay que evitar el
activismo. Santo Tomás aclara el asunto magníficamente, refiriéndose a la famosa
dicotomía entre la vida activa y la vida contemplativa, y a la escena evangélica de Marta
y María, en la que Jesús dice que ésta última eligió la mejor parte. Según santo Tomás, la
mejor parte es siempre inferior al todo. Es decir, puestos a elegir entre dos partes, es
mejor elegir la de María, pero la mejor elección es la del todo, que es lo que hace Cristo,
que contempla y actúa, ambas cosas. Sí se puede decir, como dice el Evangelio, que
432
María eligió la mejor parte, siempre que por «parte» entendamos parte, que parece lo
lógico. Pero elegir el todo es superior a elegir la parte. Además, el hombre —como muy
bien ha explicado Juan Bautista Torelló— no puede vivir en la abstracción de una vida
meramente activa o meramente contemplativa. No: el hombre nunca es meramente
activo ni meramente contemplativo. Con mejor o peor razonamiento, cada uno piensa un
poco lo que va a hacer; a veces piensa atropelladamente, lo cual no es bueno. Y el
hombre más meditativo o filosófico, tampoco puede por menos de atender a
perentoriedades de la vida suya o del prójimo. De manera que hablar de vida meramente
activa o meramente contemplativa es una abstracción absurda, algo que no se da en la
realidad. Evidentemente lo mejor es el todo, es decir, la contemplación y la acción.
Porque si no, estaríamos en aquello de ser bueno de palabra pero no de obra. Habría
ortodoxia, pero no ortopraxia, como quien dice. Ahora bien, hay una jerarquía: la
prioridad la tiene la contemplación sobre la acción.
5. EL CRISTIANISMO NO ES UN MORALISMO
Para terminar quiero hacer una reflexión hablando como cristiano, no como profesor
de filosofía, aunque sin dejar de ser profesor de filosofía. En nuestra época, no podemos
limitarnos los cristianos, ni en nosotros mismos ni en el trato con los demás, a una ética
meramente natural. En ninguna época, pero en la nuestra es oportuno decirlo, porque
como hay mucha gente que niega la ética natural, nos vemos en la tesitura de tener que
dialogar con ellos con meras razones de tipo natural. Es decir, por ejemplo, justificamos
la condenación del aborto con razones científicas, ético-naturales, etc.; lo mismo en todo
lo referente a la indisolubilidad del matrimonio, y tantas otras cosas más. Como tenemos
que dialogar con personas que no creen, echamos mano sólo de argumentos de filosofía
o de ciencia positiva, digamos, de razón natural. Los primitivos cristianos no actuaron
únicamente así. Daban testimonio de su fe. Parece que ahora estamos como
avergonzados: —Mire usted —decimos muchas veces—, prescindiendo de que seamos
cristianos, resulta que el embrión es un ser humano, porque los cromosomas, etc… —
Eso es real, y está muy bien que lo digamos, pero… ¿como cristianos cumplimos nuestra
obligación quedándonos ahí, por aquello de que el señor que nos oye no lo es? A lo
mejor el señor que nos oye estaba esperando que le dijéramos algo como cristianos, y no
sólo como conocedores de la biología contemporánea y del derecho natural, que quizá
podría compartir con nosotros. Quizá esperaba ese otro testimonio. O, aunque no lo
esperara, a lo mejor le vendría muy bien. A este propósito, afirma Karl Adam en su libro
Jesucristo, refiriéndose a la esencia del mensaje de Cristo: «Se puede afirmar que,
incluso históricamente, la esencia de su mensaje consiste precisamente en la buena nueva
de la proximidad del Reino de Dios, que llega en su Persona. No se debe buscar dicha
esencia primariamente en su doctrina moral. Efectivamente, en muchos puntos de su
mensaje de una justicia mejor, pueden encontrarse analogías en el Antiguo Testamento, o
en la filosofía judía —y también en la filosofía griega de la época—. Sin duda Jesús
433
desbrozó esta preciosa herencia de sus numerosos aditamentos humanos, y mediante una
revolución y una concentración anárquica, la dejó pura y refulgente —incluso desde el
punto de vista humano—, pero su contenido principal estaba ya previamente implicado,
y propiamente hablando no es aquí donde debe verse la verdadera novedad que quiso
traer, y que de hecho trajo al mundo»[461].
La novedad de Cristo no es su doctrina moral: es su anuncio del Reino de Dios. ¡Claro
que incluye, por supuesto, una doctrina moral! En cuestiones de justicia hay que ser tan
exigente —o más— que el que más, pero con la condición —si es que queremos actuar
como cristianos— de dejar claro que hay otra cosa que está por encima y se llama
caridad. «Está por encima» no quiere decir que se oponga a la justicia. Exigiendo la
justicia tanto o más que el que más, yo tengo que hablar de caridad, de amor al prójimo
por amor a Dios. Entonces estoy hablando como un cristiano. ¿Qué quiere decir esto?
¿Que como soy cristiano debo hablar sólo de la caridad, y no de lo otro? —No; de
ninguna manera, porque Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre, y en Él lo
sobrenatural y lo natural están unidos. Pero si están unidos en Él, también deben estarlo
en mi conducta y en mi actuación.
Digo esto porque veo cierta propensión a que en nuestros escritos y en nuestro hablar
con los demás casi parece como que ocultamos que somos cristianos. Hablamos de
valores humanos, de los cuales hay que hablar, evidentemente: si no lo hacemos estamos
edificando en vano. Sí, pero si queremos edificar no nos podemos contentar con los
cimientos: hay que poner algo más. Y si no lo ponemos, esos cimientos ¿de qué son
cimientos, cristianamente hablando, se entiende?
Contemplata aliis tradere, dice santo Tomás: hay que transmitir lo visto por la gracia
a quienes no han recibido el mensaje (quizá lo desconocen sin culpa, pero lo pueden
conocer).
Yo temo que pueda haber un cierto pudor malentendido en los cristianos de hoy, de
manera que, bajo un pretexto —propiamente no es que sea pretexto, pues casi llegamos a
creérnoslo— de que como hay que dialogar con los no creyentes, no se debe meter para
nada ninguna alusión a la revelación. —Y yo diría: de ninguna manera hay que dejar de
dar todos los argumentos científicos, filosóficos, humanos, naturales, etc., que hay que
dar (y, por consiguiente, hay que conocerlos, porque eso es doctrina también, y más para
un cristiano). Un cristiano no es un señor que admite sólo lo sobrenatural; admite
también lo natural. El sí más grande que se le ha dado a la humanidad se llama Cristo,
que es también un sí a Dios; pero un sí consistente en que es las dos cosas a la vez.
Entonces, además de todas esas razones naturales, yo diría que, en medio de un
razonamiento de esos, o al final, donde sea, hay que meter hábilmente —si se me
permite la expresión: no quiero decir con ello hipócritamente— una referencia a la verdad
sobrenatural. De lo contrario, no estaremos hablando como cristianos. No es que
estemos hablando como anticristianos, pero tampoco como cristianos. No voy a
convencer a un señor hablándole de un Evangelio en el cual no cree, ciertamente. Pero
he de hablarle también cristianamente, con algo de habilidad, y no cuidando tan
habilidosamente la forma y manera de decírselo que terminemos por callarnos.
434
[459] Bonn, 1950, 4ª ed. Hay traducción castellana en Sígueme, Salamanca, 1980.
[460] Innsbruck-Wien, Tyrolia Verlag, 1987.
[461] Barcelona, Herder, 1961, p. 163.
435
Coloquios
—Mucha gente piensa que sobre la felicidad no se puede decir nada en general, que
cada uno se lo tiene que decir a sí mismo; que cada uno es el que tiene un acceso
privilegiado a su propia intimidad; que cualquier forma de decirle a alguien lo que
tiene que hacer para ser feliz es paternalismo que hay que evitar, pues nadie tiene
derecho a hacerme feliz «a su manera». ¿Qué piensa de esto?
—Este planteamiento es incoherente porque para las demás cosas sí se admite la
posibilidad de los valores objetivos. Yo no decido sobre cuánto vale la suma angular de
los ángulos de un triángulo, ni llamo paternalista al geómetra que demuestra que si el
triángulo es euclidiano vale necesariamente dos rectos, aunque yo no haya sido capaz de
encontrarlo. Tampoco considero paternalismo que el médico me diga: si le duele mucho
la cabeza tómese una aspirina. Aparte de eso, ¿es que todo paternalismo es malo? La
paternidad es cosa buena. El paternalismo es el abuso. —Bueno, si el médico, además de
decirme que me tome una aspirina, me dice: —Vaya usted a un guardia urbano y péguele
una patada y que le metan en la cárcel, y ya verá cómo se le quita el dolor de cabeza. —
Mire, de todo eso hago caso únicamente a lo primero… —Pero lo que está claro es que
cuando voy al médico, admito que mi juicio sobre cómo yo debo curarme es de muy
escaso valor, salvo que yo sea médico. Y aún si soy médico, procuro ir a otro para
confirmar. ¿Por qué razón habría de ser la felicidad lo único en lo que no se podría
escuchar un juicio objetivo, lo único en donde todo ha de ser pura interpretación
subjetiva? ¿A qué se debe esa excepción? Porque en todas las demás cosas no se tiene
inconveniente en recurrir a la posibilidad de criterios objetivos. Por de pronto, incluso
subjetivos; pero viniendo de otras personas, hay que tenerlos en cuenta, aunque acaso
ellas también introduzcan alguna dosis de subjetividad; ya se cuenta con esto, se
ponderan dichos criterios subjetivos con otros y con la propia experiencia, y se obra en
consecuencia.
Efectivamente, esto que sugiere la pregunta se da con mucha frecuencia, igual que lo
del «no me apetece»: yo no hago tal cosa porque no me apetece hacerla. Eso ya lo critica
Kierkegaard cuando habla de los azotes que Sancho Panza nunca se dió en el lomo.
Porque a Sancho le dice Don Quijote que ha manifestado el oráculo que Dulcinea se
desencantará si Sancho se autoflagela con no sé cuántos azotes. Y Sancho dice: —Sí,
436
pero tiene que ser cuando yo diga, cuando a mí me apetezca. —Y, claro, no se los daba
nunca. El «me apetece o no» es reducir al hombre al nivel sensorial. Con apetito
sensorial apetecemos muy pocas cosas que requieran algún esfuerzo. Llevados por esa
única regla habría que concluir aquello que dice la gente en mi pueblo: «Si el trabajo es
salud, ¡viva la tuberculosis!». Tengo dicho —y mantengo— que quien no disfruta como
un enano trabajando como un negro es un desgraciado. Pero eso requiere un esfuerzo.
—¿Eso apetece sensorialmente? —A nadie. A mí lo que me apetece sensorialmente es
comer una buena comida, tomar una buena bebida, etc. A mí, a santo Tomás y a san
Pancracio. Pero es que el hombre no se reduce al apetito sensorial. Hay otra cosa que se
llama apetito racional, la voluntad. Y eso es lo más específico del hombre.
En cuanto a la fijación, a la apreciación concreta de la felicidad, sí hay un coeficiente
muy personal, que es la propia vocación. Pero no es eso a lo que se suele aludir cuando
se dice que uno mismo es el que debe fijar lo que la felicidad consista para él. Hay una
respuesta personalísima a la vocación, en todos los sentidos de la palabra vocación: en el
sentido profesional, en el sentido sobrenatural, etc. En Alemania se llama Beruf a la
vocación en el sentido superior y más noble de la palabra, como a la profesión. En
ambos sentidos hay un coeficiente personal en el que nadie me puede sustituir, y mi
propia aceptación o rechazo, incluso de la vocación más alta —la llamada sobrenatural—
es mía, propiísima. Y ahí no me puede sustituir nadie: me pueden ayudar, pero tengo que
ser yo, porque sólo así realmente me comprometo; si no, el que se ha comprometido es
otro por mí. Aquello puede tener un valor de compromiso en la medida en que yo me
comprometa. Hay un coeficiente personalísimo e irreductible. Eso es lo único válido en el
planteamiento mencionado; lo otro es pretender reducir el ideal de la felicidad —que es
en lo que suele parar eso— a los placeres sensoriales. —¿Cuáles? —Los que a mí me
gusten. —A usted le gusta el whisky y a mí no. —Muy bien, también hay coeficientes
personales lícitos en esto. Pero reducir la cuestión de la felicidad al ámbito de los placeres
sensoriales, la cuestión de lo que es lícito o no lo es al ámbito de las meras preferencias
sensibles, es dejar reducido al hombre a la condición de gato o de perro, porque, en
definitiva, a lo que viene a parar ese oponerse a una concepción objetiva de la felicidad
es a reducir ésta al mayor acopio posible de placeres sensoriales, y precisamente a los
que «a mí me gusten».
—Es bueno que el hombre afirme su ser. Para ello necesita cumplir determinados
requisitos. Por tanto, es imperativo poner esos medios. Pero la primera premisa, la
que nos obliga a ser y a ser felices, ¿dónde se fundamenta? ¿Y si uno no quiere ser
feliz?
—No. Es que no hay tal no querer ser feliz. Santo Tomás dice que el suicida busca ser
feliz, y pone ese ejemplo —que puede parecer el más contrario— porque el suicida
entiende que el cese, por medio de la muerte, del dolor o penalidad que siente, es un
bien, es mejor que su contrario. Siempre se busca un bien. Naturalmente, nunca se busca
un bien mayor si no se concibe de algún modo. Lo que se «subquiere» en todo querer es
la felicidad, el bien infinito. Nos resignamos a los bienes finitos. Por ejemplo, yo puedo
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resignarme a aguantar un determinado régimen político porque peor es la pura anarquía.
Pero lo que yo quisiera es otra cosa. —¿Cuál es el último fundamento que nos obliga a
ser felices? —No es que obligue moralmente. La tendencia natural a la felicidad no es
objeto de obligación moral: es un hecho natural, podríamos decir casi biológico, «físico»,
en el sentido griego de la palabra. El hombre busca, sub-busca en todo lo que está
buscando, ser feliz. Eso no es que deba hacerlo. Kant, que en un principio se opone a
esto, luego se contradice al afirmar que puede haber una cierta obligación de ser feliz —
entendiendo por eso el disponer de las condiciones materiales que aquietan el ánimo—
porque de lo contrario, si no se tiene un mínimo de bienestar, se faltará fácilmente a los
propios deberes: se robará, se envidiará, si se anda totalmente escaso de bienes. No estoy
completamente de acuerdo con esto, aunque creo que puede ocurrir; pero eso depende
del temperamento de cada cual. Creo que cuando se habla de las «enormes» diferencias
económicas, irritantes, no se aprecia con frecuencia algo: pienso que cuando son tan
grandes llega un momento en que ya no irritan. Esto pasa con la estatura de los
muchachos. Cuando yo era muchacho, me irritaba profundamente que había uno de mi
misma edad que medía un centímetro más que yo. En cambio, había un chico
norteamericano que nos llevaba a todos desde la cintura hasta la cabeza, y eso lo
considerábamos un hecho cósmico, inevitable, pero no nos irritaba. Ahora que la gente
roba, o estafa, o gana diez o treinta mil millones, puedo decir que a mí, lo que realmente
me molesta es que a un señor que tiene la misma profesión que yo, que se ha jubilado a
la vez, le den 500 pesetas más. —¿Cómo se explica esto? —De modo que lo de las
grandes diferencias irritantes…, vamos a dejarlo. Algunas son tan grandes que ya uno ni
se irrita: las considera hechos cósmicos, como el tamaño del Himalaya. En cambio irritan
esas pequeñeces, que son casi diferencias micrográficas. Pero vamos a suponer —
prescindiendo de esa reacción, que depende un poco del temperamento de cada cual, y
volviendo al nervio de la cuestión— que es cierto que una persona que está en muy mala
situación económica, que no dispone de un mínimo de bienestar, es muy fácilmente
propensa a no cumplir sus deberes. Entonces, dice Kant, el buscar la felicidad —
entendiendo por ella el conjunto de condiciones materiales que hacen falta para llevar una
vida humanamente digna— sí puede ser un deber para ella, porque de lo contrario puede
no cumplir sus deberes. Es un deber que ha de cumplir para a su vez poder cumplir los
demás deberes. Entonces la búsqueda de la felicidad se convierte en una obligación, es
decir: yo debo evitar arruinarme —sería un modo negativo de cumplir esa obligación—
porque si me arruino me pongo en situación de no bienestar material, y, en consecuencia,
de robar, envidiar, etc. Cada cual según los casos.
Ahora bien, la primera aclaración que hay que hacer a esto es que cuando se habla de
la búsqueda de la felicidad como una de las condiciones para el ejercicio del
comportamiento, bueno o malo —aquí se trata de lo que se llama la moralidad in genere,
prescindiendo de que sea moralmente bueno o moralmente malo— se está hablando de
una cosa que no tiene nada que ver con eso. La tendencia del hombre a la felicidad,
previa al uso mismo de la libertad, es una tendencia natural, inevitable, no un deber.
Cuando se habla ya —no en ese sentido— de que debemos procurar ser felices, de lo
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que se trata es del deber de procurar estar en paz y alegres. Porque quien no está así,
quien se deja llevar de la tristeza, de la melancolía, etc., puede acabar odiando al prójimo
y a sí mismo, es decir, puede terminar incumpliendo el deber —por de pronto con
relación al prójimo, pero también en relación a sí mismo— del amor electivo, que no
tiene nada que ver con el amor meramente natural. Pues bien, el amor electivo de la
felicidad, que es lo que estaba en cuestión —no el amor meramente natural de ella, que
se da hasta en el suicida— es el que ya efectivamente puede hacerse objeto de mandato
y constituir un deber. Pero no confundamos eso con la tendencia natural a la felicidad,
que se da previamente tanto al comportamiento bueno como al malo, y que no es objeto
de prescripción, pues no se puede prescribir aquello a lo que ya naturalmente se tiende,
como dice Kant con razón. Lo que pasa es que Kant varía y se contradice de vez en
cuando, si bien hay bastantes cosas en él que muy bien se pueden aprovechar. Procurar
ser feliz —no entendiendo por ello una tendencia meramente natural, sino esa otra del
amor electivo— sí que puede ser una obligación o un deber, en la medida misma en que
yo tengo un deber genérico —digamos «universal», un deber que engloba todos los
deberes— de secundar las tendencias naturales más profundas de mi ser. Yo tengo el
deber de secundar en el campo de la libertad la tendencia radical a la felicidad, que hay
en mí, independientemente de todo uso de mi libre albedrío.
El orden de los preceptos de la ley natural —dice santo Tomás— sigue el orden de las
tendencias naturales. Y la primera de ellas es la tendencia a permanecer en el ser, que se
da en toda sustancia. Después, la tendencia a la generación de hijos, que se da en los
seres vivientes (bien que siendo una tendencia que tiene un valor específico, no
individual, no obliga concretamente a cada individuo). Otra tendencia natural es la
dirigida a buscar la verdad y la convivencia. El hombre es un ser naturalmente
conviviente, decía Aristóteles, un zóon politikón, un «animal civil». Pero puede no
secundar esa tendencia natural; eso también lo admite Aristóteles. Por eso también, la
misma tendencia a la felicidad, que entra en la de la conservación del propio ser, puedo
yo secundarla o no, puesto que tengo libertad. Ahora bien, hay el principio general de
que afirmar el propio ser es también afirmar —secundar en la práctica— las
correspondientes tendencias naturales. Una de ellas es la tendencia a la felicidad: la
tendencia a ser, pero no a ser de cualquier manera sino a bien-ser; también incluso en el
orden material —¿por qué no?—, aunque no subordinando a ello lo que son valores
superiores.
¿Por qué debo buscar la felicidad? Pues porque debo secundar mis tendencias
naturales, en la medida en que efectivamente sean naturales. No se trata de que todo
hombre tenga la obligación de ser científico, cuando se habla de la búsqueda de la verdad
como tendencia natural; no se trata de que todo ciudadano tenga la obligación de ser
matemático, físico, metafísico, etc.; no se trata de que tenga que saber todo de todo,
pues ad impossibilia nemo tenetur. —¿Es que un señor que está muy triste en un
momento dado porque ha perdido a un amigo está cometiendo un pecado? —No. Es
imposible, en una persona noble, no sentir ese dolor por la pérdida de un ser querido,
como observaba Epicuro. En la medida de lo posible, yo debo secundar esa tendencia
439
que yo no he elegido.
Cabe también otro tipo de justificación. La fuente de todo bien es el Bien supremo,
Dios mismo. Dios ha puesto en mí una tendencia natural a la felicidad. Por consiguiente,
en uso de mi libertad y responsabilidad, yo debo —con amor electivo, porque el amor
natural a la felicidad me lo ha dado Dios— hacer lo posible para ser feliz, porque así
secundo la voluntad de Dios.
La pregunta obliga a reconsiderar que la libre afirmación de mi ser consiste en
corroborar la propia naturaleza con hechos prácticos libremente ejecutados. Y en mi
propia naturaleza entran las tendencias naturales. Lo que se llama naturaleza —la del
hombre o la de lo que sea— no es algo meramente estático, es algo tensional, tendencial.
Aristóteles, por ejemplo, en la Física, describe la naturaleza (physis), en general, como
un «primer principio radical de actividad», en contra de lo que dice el historicismo y el
existencialismo, según los cuales la naturaleza es una cosa estática, como un peso de
plomo en las alas. Todo lo contrario: la naturaleza es un concepto dinámico, un principio
tendencial. La naturaleza humana es el haz sistemático, el conjunto radicalmente unitario
de tendencias activas que nos vienen dadas de una manera innata; el haz unitario de
todas las apeticiones radicales de mi propio ser. En el propio Spinoza hay un eco de este
concepto cuando dice, en su famosa Ética: «Omne ens qua ens in suo esse perseverare
conatur» (todo ente, en tanto que es ente, tiende a perseverar en su ser). Y luego aclara:
pero no de cualquier modo, sino perfeccionándolo, si puede. Evidentemente, la máxima
perfección estaría en la posesión de la felicidad.
La pregunta sirve para profundizar en el concepto de afirmación libre de nuestra
naturaleza, porque en el caso de la felicidad se trata de secundar en el plano del amor
electivo (el que yo puedo vivir, o no, libremente), de corroborar con hechos la tendencia,
que ya me viene dada por mi propia naturaleza, hacia la felicidad.
440
lo creo así; con toda tranquilidad de conciencia, si me pasa eso digo que no lo sé, o les
digo lo contrario. Pero eso no es mentir: es lo que llaman «prudente ocultación de la
verdad», según dicen san Agustín y santo Tomás. (Aunque a veces la prudente
ocultación de la verdad puede obligar a decir un falsiloquio como un castillo). Es un
punto que hay que ver bien, porque, si no, salen hipocresías o cursilerías o cosas
blandas. Creo que, en definitiva, es un problema de justicia. Yo no tengo por qué
informar a un señor ante una pregunta impertinente que me hace, porque no tiene
derecho a saber eso; no tiene por qué meterse en mi intimidad en un asunto en que yo no
le deje. Por tanto, obrando así, no cometo injusticia alguna. Esto es reductible al caso,
por ejemplo, de los depósitos, que hay que devolver: deposita sunt reddenda. Si me
dejan en depósito algo, he de devolverlo. —Sí, pero resulta que, como dice santo Tomás,
si me viene un sujeto que me pide las armas que me dejó en depósito, y sé que las va a
usar para luchar contra su patria o para matar a su mujer, no se las doy. Entonces,
deposita sunt reddenda a quien tenga el derecho; y ese señor ha perdido el derecho. El
señor que lo que quiere con esas armas que me dejó en depósito es recobrarlas para
cometer una injusticia, ya no tiene derecho a esas armas, y si se las devuelvo, yo estaría
colaborando a la injusticia. Esto es lo que los teóricos de la ética y de la teología moral
llaman la mutatio materiae: ahí se ha producido un cambio de materia. Tenemos
entonces, en este caso, un precepto negativo: no devuelvas el depósito al sujeto que va a
hacer un mal uso de él. Eso no quiere decir: quédate con él. Lo que manda podría ser:
entrégalo al Estado, a una autoridad que lo vigile, pero no a ese señor que se ha vuelto
loco, o es un malvado, etc. Pero, en definitiva, la fundamentación es positiva, porque es
un acto de caridad con la patria, o con la mujer de ese señor, y hasta con ese mismo
señor, evitándole que cometa un pecado. En último término, lo negativo sólo tiene
sentido en función de lo positivo. Es una tesis de santo Tomás poco traída a cuento, pero
que a mí me parece muy interesante y que ha sido subrayada por algunos teóricos
alemanes de la ética, entre ellos por Bernhard Lakebrink.
En la encíclica Veritatis Splendor, de Juan Pablo II, se habla de cómo sobre todo los
preceptos negativos tienen carácter absoluto. Ese «sobre todo» no quiere decir que sean
ellos —los preceptos que se formulan negativamente— los únicos que tienen valor
absoluto; ni siquiera tienen valor absoluto per se, sino en la medida en que se
fundamentan en preceptos positivos con valor absoluto. Que yo no deba robar es un
precepto negativo, pero cuyo fundamento positivo es, por un lado, la justicia y, por otro,
la caridad, ya que son preceptos morales encaminados no a que yo no haga el mal al
prójimo, sino a que le haga el bien. Quien se limitare a cumplir preceptos negativos
verdaderamente no haría poco, pero en cierto sentido haría muy poco. Puede suceder
que yo me limite a decir: yo no hago daño a nadie… —No se trata sólo de no hacer daño
a nadie; se trata de hacerle el bien. Y a usted mismo, incluso. No se trata de no hacerse
daño a sí mismo, sino de hacerse a sí mismo el bien; pero usted no se hace el bien si no
se lo hace también a los demás.
En último término, los preceptos negativos no son los únicos que tienen valor absoluto,
y el valor absoluto que tienen lo tienen en tanto que fundamentado en el valor absoluto
441
de los preceptos positivos correspondientes.
—¿En qué sentido cabe hablar de absolutos morales, si cualquier juicio moral
depende de las circunstancias? De absolutos morales entonces sólo cabe hablar si la
acción prescrita incorpora las circunstancias. ¿Cómo resolver la tensión entre lo
general y lo particular, a la luz de la relatividad de la materia moral?
—Un ejemplo. El principio honrar padre y madre es universal, tiene un valor absoluto.
Pero como es un principio universal y las acciones son singulares y concretas y se hacen
en tal o cual momento, entonces en nombre de la verdad de que es absolutamente
obligatorio honrar padre y madre, ¿he de dejar de estudiar cuando me toca estudiar?
¿Cabe que yo honre padre y madre por otro sistema que no sea estudiar precisamente en
ese momento? —Hay otras maneras de honrar padre y madre. Aunque sea ya darle
muchas vueltas al asunto, casi ya escaparme por la mismísima tangente: cuando se habla
de honrar padre y madre no se habla, ni afirmativa ni negativamente, de estudiar o de
cumplir cada uno sus obligaciones profesionales. El carácter absoluto de ese mandato se
traduce así: nunca podemos deshonrar padre y madre. Se entiende bien que en la
encíclica Veritatis splendor se haga ver mejor el carácter universal y absoluto en los
preceptos negativos que en los positivos. Pero en el fondo todo precepto negativo tiene
su razón de ser en un precepto positivo, como hemos visto. Hay que evitar el mal
precisamente porque hay que hacer el bien. Pero, en fin, psicológicamente resulta más
clara —eso sí es verdad— la universalidad de los preceptos negativos: no robar, o no
levantar falso testimonio ni mentir… Eso vale siempre, eso no depende de las
circunstancias, tiene un carácter absoluto. Amar a Dios sobre todas las cosas también
tiene carácter absoluto: nunca es lícito amar a alguna cosa o a uno mismo más que a
Dios, o idolatrar a un prójimo, como se lee en las novelas románticas. (Es curioso ver lo
aberrante y grandioso que puede ser el ser humano: hasta puede ser un blasfemo y un
cursi al mismo tiempo).
Estos son ejemplos en los cuales el carácter absoluto del deber por su forma no
significa que lo positivo en el deber tenga que ser cumplido en todo instante, de tal
manera que uno esté obligado, por ejemplo, a estar rezando todo el día y en todas las
circunstancias de su vida. No se puede, y Dios no pide eso. El amar a Dios sobre todas
las cosas es un precepto absoluto porque nunca es lícito odiarle o posponerle en amor a
otra criatura. Ahora bien, es claro que cuando llega la hora de dormir hay que dormir: no
se puede estar todo el santo día rezando y no dormir nunca. Con eso no se contraviene el
carácter absoluto del precepto en cuestión. Por tanto, el contenido o materia del deber,
en su comisión positiva, es relativo a la persona y a la circunstancia, sin que por ello la
forma misma del deber deje de ser absoluta.
Yo recomiendo siempre considerar los preceptos de tipo negativo, porque ahí no hay
confusión alguna. Una acción intrínsecamente mala lo es absolutamente; una acción cuyo
valor negativo —contravalor— es absoluto, no depende de las circunstancias. Pero hay
otras en las que puede haber mutatio materiae. Es el caso, mencionado ya, del depósito.
Comentando el aforismo deposita sunt reddenda, santo Tomás dice que eso se entiende
442
como la obligación de devolver el depósito a su legítimo dueño. Pero ha dejado de ser
legítimo dueño de unas armas el señor que quiere usar de ellas para cometer un pecado;
en ese caso, depositum non est reddendum. —¿Pero es que no es su legítimo dueño? —
No. Es dueño, pero no dueño legítimo, y por tanto yo a quien he de devolverlas es a su
legítimo dueño. Las tendré que dar al príncipe, al Estado, o a la familia del sujeto, etc. —
¿Se rompe la universalidad del precepto? —No. Lo que pasa es que comprendemos
mejor que deposita sunt reddenda está conteniendo implícitamente esto otro: legitimis
dominis; hay que devolverlos a sus dueños legítimos. Aquel dueño ha dejado de ser
dueño legítimo porque quiere hacer un uso moralmente malo —ilegítimo— y por tanto
no debo devolvérselo. Sigue siendo universal el precepto. La prudencia actúa
modificando, en este caso mucho: se pasa de devolver a no devolver, pues ahí ha habido
una mutatio materiae. ¿Qué es la materia ahí? —El conjunto, el plexo determinante de
las relaciones. Y un factor ha cambiado decisivamente, a saber, la intención del sujeto
que quiere usar las armas no para algo justo sino para matar a su mujer o atentar contra
su patria.
Pero lo que es en cada momento deber, lo es de un modo absoluto.
443
qué moderar su temor a la muerte porque no muere, ya que para morir hay que tener
cuerpo. —¿Y la justicia? —Ahí también encontramos una relatividad al ser específico del
hombre, porque hay una posibilidad de moderación por parte de la razón que evita que la
justicia se convierta en venganza, por ejemplo. Es fácil que se produzca esa
metamorfosis cuando uno está superlativamente indignado. La venganza sobrepasa las
exigencias de la razón humana, y en realidad es una transgresión de la razón, no ya
divina, sino incluso humana, y por tanto va contra el ser específico del hombre, en la
medida en que es coeficiente específico del hombre la racionalidad. El hombre no es un
mero animal. Un animal irracional ve que le dañan y devora, si puede, al atacante; no se
limita a contenerle. Hay una relatividad al ser específico del hombre, entonces, no ya
sólo en virtudes que implican el carácter corpóreo del ser humano, sino también en
algunas que no lo implican; o, mejor dicho, en cierto modo lo implican, porque la
venganza es ya una forma de inmoderación en donde se está sobreponiendo una especie
de apetito sensible de ira, pero de ira animal, bestial. Por tanto, relatividad al ser
específico del hombre es relatividad a un ser que consta de cuerpo y alma, que es animal
pero también es racional, que es como la bisectriz de las dos cosas. Sólo en un ser así se
da la moralidad en forma positiva o negativa (la virtud o el vicio).
También vimos en su momento que Dios no es un ser moral, pues no tiene deberes,
está por encima de todo deber. El propio Kant lo reconoce: el cabeza del reino de los
fines no está sujeto a deberes, dice en la Fundamentación de la metafísica de las
costumbres. También lo reconoce Aristóteles. Sería como blasfemo decir que Dios tiene
deberes, y desde luego es blasfemo suponer que Dios puede incurrir en vicios. El nivel
divino es «extramoral», como dice muy bien Kierkegaard, que por cierto es otro de los
que insiste en que no se puede reducir el cristianismo a un moralismo; es mucho más que
eso.
En el caso de las acciones intrínsecamente perversas no hay relatividad a la
circunstancia, pero sí hay relatividad al ser específico del hombre. Esas acciones son
intrínsecamente malas porque intrínsecamente perjudican al hombre: dañan su dignidad
de persona humana, la envilecen. La prohibición de esas acciones implica siempre una
relatividad al ser específico del hombre. La prueba de ello es que no se hacen esas
prohibiciones a los animales irracionales, sino sólo a los seres humanos. Lo que no hay es
relatividad a la circunstancia, puesto que cualquiera que sea la circunstancia, eso no debe
hacerse.
En resumen, la relatividad a la circunstancia no vale para las acciones intrínsecamente
malas, pero sí —aún en esas acciones— la relatividad a la sustancia de la acción y al ser
específico del hombre, porque esas normas negativas no tienen sentido para un elefante o
para una cucaracha, ni para un ángel ni para Dios.
444
más que eficaces. Lo que hay que hacer es todo lo imaginable por quitar los obstáculos
que nuestra voluntad humana pone y que impiden la correspondencia a la gracia. La
filosofía existencial, a mi modo de ver, ha tenido aciertos bastante serios en relación a las
situaciones-límite, especialmente Kierkegaard en su análisis de la angustia. Es un análisis
fenomenológico-existencial de primera magnitud. Evidentemente, ese análisis puede
haber convertido a muchos. Él era un protestante que tenía un 80% de católico, como
observa alguno de sus biógrafos; era más católico que protestante. O, como dice Jaspers,
tenía un 50% de protestante y otro 50% de católico, pero este último porcentaje le
pesaba más. Pues bien, los análisis que hace Jaspers de las situaciones-límite —que no
sólo es la angustia sino también, por ejemplo, el «vértigo de la libertad», etc.— pienso
que sí pueden ayudar a quitar los obstáculos que la soberbia humana pone. Entiendo que
es principalmente la soberbia la que pone los obstáculos, pues aceptar la revelación es
aceptar una verdad no descubierta por el hombre, ni por el hombre que es uno mismo ni
por ningún otro hombre, mero hombre. La soberbia se resiste a eso. Está bien ser
racional y que a uno le convenzan los argumentos racionales, pero en principio cerrarse a
que haya una razón por encima de la razón humana es soberbia. En ese sentido, la fe,
dice san Pablo, es un obsequium rationabile: es razonable ese obsequio, si bien no deja
de ser obsequio, una correspondencia libre; y, en tanto que libre, es obsequiosa. Pero sí,
yo creo que hay puntos álgidos, estratégicos, como son las situaciones-límite, donde
evidentemente el análisis fenomenológico-existencial puede ayudar. La soberbia humana
siempre puede obturar el camino. Indudablemente, hay personas que cuando llega la hora
de la muerte de un ser querido, o de la suya propia, quizá no es que se echen a temblar,
pero sí que se toman en serio las cosas. Creo que eso puede ser ocasión para decir las
verdades cristianas, con toda sencillez y humildad, sin tratar, como quien dice, de
imponer nada. Toca una fibra sensibilísima del corazón humano, porque gracia de Dios
hay suficiente para que todos se conviertan.
—Antes ha mencionado que Dios tiene derechos pero no tiene obligaciones. Quizá
es una noción difícil, pues habitualmente se tiende a ver los derechos y los deberes
como algo correlativo.
—Es erróneo. Sólo admito entre derecho y deber una «intracorrelación». Si yo tengo
un deber, yo mismo tengo que tener derecho a cumplir ese deber. Santo Tomás en
ningún momento ha defendido expressis verbis el derecho de los padres a educar a los
hijos, pero sí implícitamente, porque habla del respectivo deber. Porque quien tiene el
deber de educar, ¿cómo no va a tener el derecho? No se puede tener deber respecto de
algo a lo cual no se tiene el derecho correspondiente. Pero eso es una intrarrelación. Ad
impossibilia nemo tenetur (aquí se trata de un impossibile morale, no físico). Si no
tengo derecho, ¿cómo voy a tener deber?
También se puede hablar de una correspondencia en el sentido de que si yo tengo el
deber de hacer tal cosa entonces otra persona tiene el deber de respetarme que lo haga. A
ese deber corresponde un deber. A mi deber de educar a mis hijos corresponde el deber
por parte del gobernante de no estorbarme en el cumplimiento de esa obligación (y
445
también de no quitarme o maltratarme ese derecho).
Pero, ¿puede haber deberes respecto de seres que no tienen derechos? Jacques
Maritain, autor del que discrepo en algunas cosas —y en muchas otras coincido— ha
visto muy bien esta cuestión en sus Nueve lecciones sobre las nociones primeras de la
filosofía moral[462]. Cabe tener deberes respecto de seres que no tienen derechos. Y ahí
entra el problema del deber de tratar a los animales sin crueldad innecesaria. No tengo
derecho a darle una patada a un perro por las buenas, porque me apetezca verle gemir y
ladrar; o aplastar una hormiga, sin más. —¿Es que tienen derechos las hormigas o los
perros? —No, para tener derecho hay que ser persona. Pero se puede tener deberes
respecto de seres que no son personas. No se puede hablar de los «derechos de los
animales». Más valdría que alguna sociedad protectora de animales se ocupara un poco
de proteger a los animales humanos contra otros animales humanos que parecen ser
menos humanos que animales, pues también los animales humanos tenemos derecho a
ser protegidos por la sociedad protectora de animales. No todo deber implica un derecho
en el término ad quem de ese deber. Término ad quem de mi deber de respetar al perro o
a la hormiga es el perro o la hormiga. —¿Es que tienen derecho? —No, para tener
derecho hay que ser —insisto— persona; el derecho es un atributo del ser personal.
—¿Implica todo derecho un deber? —Sí. Todo derecho en una persona implica en
otra el deber de respetar ese derecho. O sea, que esta cuestión hay que subdividirla; no
se resuelve de un plumazo: hay que ir distinguiendo lo que es intra, lo que es ab intra ad
extra, y luego, si todo deber implica un derecho en su término ad quem —en su punto de
referencia—. Y hemos visto que no, que puede haber deberes respecto de seres que no
tienen derechos (aunque en último término, pero sólo en último término, habría que decir
que son deberes respecto de un ser que tiene derechos, que es Dios, que ha creado esos
seres no precisamente para que uno se dé el gustazo de maltratarlos cruelmente y de
modo innecesario). Dios tiene derecho, por ejemplo, a ser querido por encima de todas
las cosas. Y correlativo a ese derecho es mi deber —de todo hombre— de quererle por
encima de todas las cosas. ¿Resulta que hay derechos sin deberes? —Pues en este caso
el derecho es de Dios y el deber es mío. Lo que no hay es el derecho en Dios y además
deber en Dios. ¿Qué deber tendría Dios? ¿El de crearme? —No, la creación es libérrima.
Me ha creado porque le ha dado la gana, y me ama porque le da la gana. No tuvo
ninguna obligación de amarme. Es completamente gratuito todo eso. La gracia empieza
ya en la creación; y ahí hay ya una abertura para pasar de lo natural a lo sobrenatural. La
creación es un acto de gracia. ¿O es que uno tiene el derecho de exigirle a Dios que le
cree?
Es cierto que todo derecho en una persona implica en las demás el deber de respetarlo.
Pero eso no significa que sea inconsecuente que Dios tenga derechos y no tenga deberes.
Para eso habría que demostrar que es inconsecuente que haya derechos sin que haya
deberes, o que haya deberes sin los correspondientes derechos, y eso no siempre es
verdad.
446
[462] Paris, Téqui, s.a.
447
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Millán-Puelles Vol. XI Obras Completas
Millán-Puelles, Antonio
9788432148248
720 Páginas
Este undécimo volumen comprende los títulos La lógica de los conceptos metafísicos.
Tomo I: La lógica de los conceptos trascendentales (2002), La lógica de los conceptos
metafísicos. Tomo II: La articulación de los conceptos extracategoriales (2003) y La
inmortalidad del alma humana (2008).Con un permanente horizonte metafísico, Millán-
Puelles ha desarrollado una ontología del espíritu que investiga la articulación de las
facultades superiores en la estructura trascendental del sujeto. Razón y libertad son temas
de los que siempre parte y a los que continuamente retorna. La amplitud de su
planteamiento filosófico le permite abrir su indagación hacia cuestiones específicas del
ámbito económico, social o cultural, con lo que sus hallazgos antropológicos quedan
contrastados en campos aparentemente ajenos a su ontología del ser humano. Su amplia
bibliografía es clara muestra de la universalidad de sus intereses intelectuales, que cubrían
la práctica totalidad del saber filosófico.
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451
Si tú me dices 'ven'
Seminckx, Stéphane
9788432149276
128 Páginas
Si tú me dices "ven", lo dejo todo. Eso dice la canción, y eso sigue repitiendo el corazón
humano, cada vez que se enamora: promete dejarlo todo, para siempre, y ser fiel en la
salud y en la enfermedad... "hasta que la muerte nos separe". Pero hoy, ¿sigue siendo
válido este mensaje? Muchos ven el ideal de formar una familia y mantenerse fiel hasta
la muerte como un sueño ingenuo.Hace ahora 50 años, Pablo VI escribió un documento
profético sobre el amor conyugal, la encíclica Humanae vitae que, junto a lo escrito por
los últimos Papas, ofrece el mejor mapa para que ese sueño se convierta en realidad.
Seminckx lo analiza con detalle, de modo breve y directo.
452
453
En la tierra como en el cielo
Sánchez León, Álvaro
9788432149511
392 Páginas
El 12 de diciembre de 2016 murió en Roma Javier Echevarría. Esa noche fue trending
topic. Era el tercer hombre al frente del Opus Dei. A los 84 años, el obispo español
dejaba la tierra después de sembrar a su alrededor una sensación como de cosas de cielo.
Menos de 365 días después de su fallecimiento, 45 de las personas que más convivieron
con él, hablan en directo de su alma, su corazón y su vida. Sin trampa ni cartón.Este
libro no es una biografía, ni una semblanza, ni un perfil, ni un estudio histórico. No es,
sobre todo, una hagiografía… Es un collage periodístico que ilustra, en visión
panorámica, las claves de una buena persona, que se implicó en mejorar nuestro mundo
contemporáneo.
454
455
La Trinidad explicada hoy
Maspero, Giulio
9788432148873
118 Páginas
456
457
Naturaleza creativa
Novo, Javier
9788432149177
196 Páginas
458
Índice
Comité editorial 2
Portadilla 3
Índice 6
Antonio Millán-Puelles. Obras Completas 8
La libre afirmación de nuestro ser (1994) 10
Prólogo 11
Introducción 13
I. La auto-referencia práctica del yo humano 14
II. El realismo en la ética 31
Primera parte. Las condiciones de la posibilidad de la moral realista 52
III. Experiencia moral y ética filosófica 55
IV. Naturaleza y libertad del ser humano 122
V. Adecuación a las condiciones necesarias de nuestra libre conducta 159
Segunda parte. El deber como exigencia absoluta por su forma 195
VI. Análisis descriptivo del deber 198
VII. El relativismo ético 244
VIII. El fundamento último del imperativo moral 270
Tercera parte. La relatividad de la materia del imperativo moral 304
IX. Teoría general de la materia del imperativo moral 309
X. La determinación de la materia de la ley natural 335
XI. La constitución de la materia de los imperativos prudenciales 360
Ética y realismo (1996) 395
Introducción 396
I. El realismo práctico 398
II. ¿Qué significa «deber»? 411
III. ¿Cuáles son «nuestros deberes»? 424
Coloquios 436
Créditos 448
459