Giovanni Sartori, Presidencialismo, Libro Ingenieria Constitucional Comparada PDF

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 19

V.

PRESIDENCIALISMO

V.1. DEFINICIÓN DE “SISTEMA PRESIDENCIAL”

ASÍ COMO se divide a los sistemas electorales en mayoritarios y


proporcionales, a los sistemas políticos democráticos se les di-
vide en presidenciales y parlamentarios. Sin embargo, es más
difícil hacer esta última distinción que la primera. Es cierto
que se puede definir a los sistemas presidenciales y a los parla-
mentarios por exclusión mutua y que un sistema presidencial
no es parlamentario y uno parlamentario no es presidencial.
Pero la distribución de los casos reales en estas dos clases lle-
va a situaciones inaceptables. La razón es, por una parte, que
en su mayoría los sistemas presidenciales no son definidos
adecuadamente y, por otra, que los sistemas parlamentarios
difieren tanto entre ellos que hacen que su nombre común sea
engañoso. Más adelante nos ocuparemos de este problema.
Primero debemos definir los sistemas presidenciales y asegu-
rarnos de que no se les confunda con formas que aparentan
ser presidenciales ni se les considere erróneamente como mez-
clas, casi como un presidencialismo parlamentario.
El primer criterio (o criterio 1) definitorio de un sistema pre-
sidencial es la elección popular directa o casi directa del jefe
de Estado por un tiempo determinado (que puede variar de
cuatro a ocho años). Sin duda, este criterio es una condición
definitoria necesaria, pero de ninguna manera es suficiente.
Austria, Islandia e Irlanda utilizan la elección popular directa
de sus presidentes y sólo se trata, cuando mucho, de un presi-
dencialismo de fachada. Sin importar lo que diga la Constitu-
ción acerca de sus prerrogativas de poder,1 esos presidentes
1 El presidente irlandés en realidad tiene muy poco poder, en tanto que el de
Austria y especialmente el de Islandia sí tienen importantes prerrogativas
de poder que son, sin embargo, letra muerta. Daré las razones de esto más ade-
lante, en la sección VII.2. Aquí sólo sostengo que aunque una elección popu-
lar directa sin duda establece una legitimidad independiente, este factor cons-
titutivo no es, per se, de consecuencia.

97
98 PRESIDENCIALISMO Y PARLAMENTARISMO

son poco más que adornos y Austria, Islandia e Irlanda funcio-


nan en todo sentido como sistemas parlamentarios. Por tanto,
a estos países no se les puede clasificar como presidencialis-
tas, a pesar de la popularidad de sus presidentes electos.2
Un segundo criterio (criterio 2) definitorio es que en los sis-
temas presidenciales el gobierno, o el Ejecutivo, no es desig-
nado o desbancado mediante el voto parlamentario. Los go-
biernos son una prerrogativa presidencial: es el presidente el
que a su discreción nombra o sustituye a los miembros del ga-
binete. Es cierto que cualquier presidente puede elegir a sus
ministros de una forma que agrade al Parlamento; aun así, los
miembros del gabinete deben su designación al presidente.
Obsérvese inmediatamente que este criterio no es violado si
se da al Parlamento el poder de censurar a ministros indivi-
duales del gabinete, incluso en las raras situaciones en que la
censura parlamentaria implica que un ministro debe renun-
ciar a su cargo.3 No se viola el criterio porque en ambos casos
sigue siendo el presidente el que retiene unilateralmente el
poder de nominación y llena los puestos del gabinete como
mejor le parece.
¿Bastan el criterio 1 y el criterio 2 para identificar a un sis-
tema presidencial? Diría que casi, pero no del todo. Porque
debe quedar muy claro que un sistema presidencial puro no
permite ninguna clase de “autoridad dual” que se interponga
entre él y su gabinete. A este respecto, Lijphart propone el cri-
terio de “un Ejecutivo de una persona”. Pero ésta es quizás
una precisión muy limitante: implica que el jefe de Estado
debe ser también el jefe del gobierno. Es verdad que general-
mente éste es el caso. Aun así, prefiero una formulación más
flexible, como la siguiente: que la línea de autoridad es clara

2 Duverger los clasifica como semipresidenciales. La suya es, sin embargo,


una categorización puramente legalista, como él mismo lo admite: “el con-
cepto de una forma semipresidencial de gobierno […] es definido sólo por el
contenido de la Constitución” (1980, p. 166). A su debido momento argumen-
taré que incluso esta clasificación desorienta y es inaceptable (véase, infra,
secciones VII.2 y VII.3).
3 Por tanto, decir con base en lo anterior que Chile (entre 1891-1925) y Perú
fueron sistemas parecidos al parlamentario es una equivocación que puede
llevar a ideas erróneas. Algo semejante se dice ahora de Uruguay, pero tam-
bién sin bases sólidas (tal como lo sostengo más adelante en la nota 11).
PRESIDENCIALISMO 99

del presidente hacia abajo. En resumen, el tercer criterio es


que el presidente dirige el Ejecutivo.
De manera que un sistema político es presidencial si, y sólo
si, el jefe de Estado (el presidente) a) es electo popularmente;
b) no puede ser despedido del cargo por una votación del Parla-
mento o Congreso durante su periodo pre-establecido, y c) en-
cabeza o dirige de alguna forma el gobierno que designa. Cuan-
do se cumplen estas tres condiciones conjuntamente, tenemos
sin duda un sistema presidencial puro, según mi definición.4
Aún queda un punto por tratar. El primer criterio establece,
absolutamente, que el presidente sale de una elección directa
o casi directa. ¿Qué tan directo es esto? Los Estados Unidos,
Argentina, y antiguamente Chile (hasta Allende), tuvieron o
tienen elecciones casi directas, en las que el presidente es ele-
gido por el Parlamento cuando ningún candidato recibe la ma-
yoría absoluta del voto popular. Como la práctica establecida
en esos casos es elegir al candidato que ha obtenido la mayo-
ría relativa popular, esta clase de elección indirecta puede iden-
tificarse con una directa. En cambio, Bolivia practica la elec-
ción parlamentaria entre los tres candidatos que obtienen el
mayor número de votos (tanto en 1985 como 1989 se eligió
al que obtuvo el segundo lugar) y por consiguiente, es discuti-
ble que se trate de una elección directa. Por otra parte, hasta
1988 es claro que Finlandia no elegía a su presidente en forma
directa: el Colegio Electoral Presidencial Elegido era quien en
realidad designaba al presidente, pues su libertad de elección
no tenía límites. La marca divisoria estriba, así, en que el orga-
nismo intermediario (ya sea el Colegio Electoral, el Congreso,
o bien el Parlamento) pueda tomar o no sus propias decisio-
nes. Si sólo aprueba, entonces la diferencia entre una elección
popular directa y una indirecta carece de importancia; si pue-
de decidir, entonces en cierta medida no se cumple el criterio
(pero véase, infra, sección VII.3).
4 Para otras definiciones y una discusión, véase Shugart y Carey, 1992,
pp. 18-22. Mi definición omite el cuarto criterio, es decir, “que al presidente
se le ha concedido constitucionalmente autoridad para legislar”. En mi opi-
nión, esto es demasiado vago para constituir un criterio y ya está implícito en
mis criterios. Si un presidente encabeza o nombra al Ejecutivo, esto indica que
debe tener alguna autoridad legislativa. Pero no perjudica si, ad abundan-
tiam, se añade este criterio a los tres que propongo.
100 PRESIDENCIALISMO Y PARLAMENTARISMO

El punto general es éste: que los sistemas presidenciales (al


igual que los sistemas parlamentarios) lo son por una lógica
sistémica, conforme a la cual se les puede agrupar. De esta ma-
nera, antes de reasignar algún presidencialismo a otra clase
—ya sea semipresidencialismo, casi-parlamentarismo, o simi-
lares— debemos comprobar si una determinada variación
viola o no esa lógica. ¿Qué pasa si se le permite a un presiden-
te disolver un Parlamento? ¿Qué pasa si se le permite al Parla-
mento destituir a los miembros del gabinete? ¿Qué, si se puede
hacer renunciar a un presidente mediante una consulta popu-
lar? ¿Producen éstas y otras anomalías un mecanismo distin-
to que sigue una lógica distinta? Si la respuesta es afirmativa,
veamos entonces qué clase de nuevos mecanismos tenemos y
reclasifiquemos un sistema presidencial de acuerdo con los
resultados. Pero no nos apresuremos a descubrir o inventar
“nuevos sistemas” cada vez que un país toma prestado algún
instrumento de otro sistema.
Con esta condición, confío en que ahora tenemos una de-
finición que separa claramente lo que el “presidencialismo”
incluye y lo que excluye. Sobre esta base tenemos, en la actua-
lidad, unos 20 países, concentrados en su mayoría en la Amé-
rica Latina.5 La razón por la que Europa no tiene sistemas
presidenciales puros, mientras que los encontramos desde Ca-
nadá hasta el Cabo de Hornos, pasando por las dos Américas,
es histórica y no se trata de una decisión deliberada. Cuando los
Estados europeos empezaron a practicar el gobierno constitu-
cional, todos (excepto Francia, que se convirtió en República
en 1870) eran monarquías; y las monarquías ya tenían un jefe
de Estado hereditario. Pero mientras que Europa no daba ca-
bida a los presidentes electos (al menos hasta 1919), en el nue-
vo mundo casi todos los nuevos países conquistaron su inde-
pendencia como repúblicas (las excepciones temporales fueron
Brasil y, en cierto modo, México), y por tanto debieron elegir
5 Se presenta una lista de esos países en mi cuadro del capítulo XI. Mi lista
omite a los países muy pequeños y a los “organismos políticos” que todavía
no se consolidan (por las razones que expliqué en Sartori, 1976, cap. 8).
Además, es demasiado pronto para incluir en el análisis a los países de la
Europa oriental y a los antiguos integrantes de la Unión Soviética que están
saliendo del comunismo. También dejo aparte a México, un caso único del
que me ocupo más adelante (caps. IX y XI).
PRESIDENCIALISMO 101

a sus jefes de Estado, es decir, a sus presidentes. La división


entre los sistemas presidenciales y los parlamentarios no re-
sultó, pues, de alguna teoría que debatió si una forma era su-
perior a la otra. Pero ya es tiempo de que ocurra ese debate y
en consecuencia, de que se haga una evaluación comparativa
de la forma en que funcionan ambos sistemas.
El presidencialismo, por mucho, ha funcionado mal. Con la
única excepción de los Estados Unidos, todos los demás siste-
mas presidenciales han sido frágiles —han sucumbido regu-
larmente ante los golpes de Estado y otras calamidades—.6
Sin embargo, la excepción, los Estados Unidos, aunque aislada,
es importante. Además, los Estados Unidos proporcionan el ori-
ginal del que se derivaron todos los demás sistemas presiden-
ciales. Así que aquí empezamos.

V.2 EL PROTOTIPO ESTADUNIDENSE

El modelo de Washington está caracterizado, más que por cual-


quier otro rasgo individual, por la división y separación de po-
deres entre el presidente y el Congreso. Esta separación no es
fácil de describir. Para Neustadt (1960, p. 33) los Padres Fun-
dadores no crearon un gobierno de poderes separados sino,
en cambio, “un gobierno de instituciones separadas que com-
parten el poder”. Pero Jones (1990, p. 3) lo corrige: “Tenemos
un gobierno de instituciones separadas que compiten por el
poder compartido”; en última instancia considera al sistema
político estadunidense como un “sistema truncado”. A pesar
de este y otros importantes detalles, lo esencial es que la divi-
sión consiste en “separar” al Ejecutivo del apoyo parlamen-
tario, mientras que compartir el poder significa que el Ejecu-

6 Según la cuenta de Mainwaring (1993, pp. 204-207), desde por lo menos


1967 el mundo ha tenido 31 democracias continuas; de éstas, sólo cuatro (Co-
lombia, Costa Rica, los Estados Unidos y Venezuela) tienen sistemas presi-
denciales. Según la cuenta de Riggs (1993, pp. 219-220), “entre 76 sistemas
políticos abiertos, 33 eran presidenciales […] su tasa de fracasos fue mucho
mayor que la de los sistemas parlamentarios: 91% (30 casos) para los pri-
meros, en comparación con 31% (13 casos) para los segundos”. Ciertamente,
estas estadísticas no pueden demostrar mucho sin ser apoyadas por un razo-
namiento.
102 PRESIDENCIALISMO Y PARLAMENTARISMO

tivo se mantiene con el apoyo del Parlamento, o cae cuando le


falta éste.7 Con este criterio lo que los Estados Unidos tienen
es realmente separación de poderes.
Por tanto, con la separación de poderes, el Parlamento no
puede interferir en los asuntos internos, en el interna corporis,
del campo que corresponde al Ejecutivo, y especialmente, no
puede destituir a un presidente. Si seguimos la misma lógica,
o el mismo principio, la separación de poderes implica que un
presidente no puede disolver un Parlamento. Éste es de hecho
el caso en los Estados Unidos y en la mayoría de los sistemas
presidenciales. Pero, ¿qué pasa si se le otorga tal poder al pre-
sidente? ¿Constituye esto una violación del principio de se-
paración? Sí, aunque yo me inclino a considerar el poder de
disolución del Parlamento como una anomalía que no trans-
forma —si se aplican mis tres criterios definitorios— a un sis-
tema presidencial en otro diferente. Es cierto que el poder de
disolver el Parlamento aumenta los poderes presidenciales,
pero generalmente se sobrestima la eficacia de este disuasi-
vo y, en cualquier caso, no veo argumentos suficientes para
reclasificar sólo sobre esta base a una estructura presidencial.
Los más de los autores también caracterizan al sistema esta-
dunidense como un sistema de balances y contrapesos. Co-
rrecto, pero ésta difícilmente es una cualidad clasificatoria, por-
que todos los verdaderos sistemas constitucionales son sistemas
de balances y contrapesos. Lo que importa es que pueden tener
balances y contrapesos sin que exista la separación de poderes,
y que la singularidad del presidencialismo del tipo estaduni-
dense es precisamente que limita y equilibra el poder dividién-
dolo. De aquí que (insisto) la característica definitoria y central
del modelo de Washington es un poder Ejecutivo que subsiste
separado, por derecho propio, como un organismo autónomo.
Esto no significa que al presidente de los Estados Unidos le
sea indiferente tener o no el apoyo del Congreso. En realidad,
cuanto más dividida está la estructura del poder, tanto más se
necesita —parece— un “gobierno unido”, es decir, que la mis-
ma mayoría controle el Ejecutivo y el Congreso. Ésta ha sido,
durante siglo y medio, la teoría y la práctica del gobierno de
7 Esto es más preciso que “independencia mutua”, porque la presidencia y
el Congreso no son recíprocamente independientes en todos los aspectos.
PRESIDENCIALISMO 103

los Estados Unidos. Sin embargo, ahora el patrón prevale-


ciente se ha convertido en el del “gobierno dividido”. Eisenho-
wer fue, en 1954 y luego en 1957, el primer presidente después
de 72 años que se vio ante un Congreso controlado por el par-
tido opositor. Desde entonces, “de 1955 hasta 1992, el gobierno
estuvo dividido durante 26 de 38 años”; y “de 1969 a 1992, el
gobierno dividido prevaleció en 20 de 24 años” (Sundquist,
1992, p. 93). Ciertamente, la presidencia de Clinton restable-
ció un gobierno con una mayoría no dividida pero que sólo
duró dos años (1993-1994). No obstante, la tendencia durante
los últimos 40 años ha sido, indudablemente, elegir presi-
dentes cuyo partido no tiene la mayoría en las cámaras del
Congreso. Mientras los republicanos ocuparon la Casa Blanca
todo el periodo de 1968 a 1992 (excepto los cuatro de Carter),
los demócratas controlaron constantemente una de las cá-
maras y (excepto por seis años) ambas desde 1955.
Para la mayoría de los observadores esto parece un cambio
importante que enfrenta al sistema estadunidense con el estan-
camiento y la contienda continua. No obstante, según David
Mayhew, no hay razón para preocuparse, porque descubrió
que “el control unificado o el control dividido no han influido
de manera significativa en […] la aprobación de la legislación
importante común […] se han aprobado leyes importantes
con una rapidez que no está relacionada con el control parti-
dista” (1991, p. 4). Pero creo que Mayhew está muy equivo-
cado. La diferencia entre gobierno unificado y gobierno dividi-
do no puede ignorarse, y la razón por la que esta diferencia no
aparece en sus estudios hace que el caso estadunidense luz-
ca más problemático que nunca.8 Me ocuparé de esto den-
tro de poco. Primero quiero enunciar todo el caso tal como yo
lo veo.

8 Dejo aparte el problema de qué tan válidos son los descubrimientos de


Mayhew. No es de sorprender lo difícil que resulta evaluar cualitativamente
una producción legislativa; además, Mayhew no puede captar las omisiones,
esto es, el número de proyectos que nunca se pondrán en la agenda porque se
sabe de antemano que no tienen la menor oportunidad. Más aún, es probable
que en un gobierno dividido las negociaciones se hagan de manera diferente
a la utilizada en un gobierno unido. En todos estos aspectos y en otros, en-
cuentro dudosa y poco convincente la evidencia de Mayhew. Pero si él tiene
razón, entonces se reforzaría mi posición.
104 PRESIDENCIALISMO Y PARLAMENTARISMO

El supuesto básico acerca de los sistemas presidenciales es


que conducen a un gobierno fuerte y efectivo —por sí mismos
y en comparación con los sistemas parlamentarios—. Pero este
supuesto tiene poco fundamento. El hecho de que el sistema
estadunidense durante mucho tiempo ha logrado resolver sus
problemas no puede ocultar que una estructura de poder divi-
dida genera parálisis y estancamientos más que cualquier
otra. Y ¿realmente sigue operando el sistema estadunidense?
Si vemos los años pasados, se observa que la división de pode-
res ha sido compensada no sólo por mayorías consonantes, es
decir, porque el partido que obtuvo más votos para la presi-
dencia también obtuvo la mayoría en el Congreso, sino
además por la costumbre de prácticas consocietales, en espe-
cial el acuerdo bipartidista en la política exterior.
A pesar de lo anterior, y si no se presenta un improbable re-
greso de los ciclos de gobierno no dividido, la pauta que ha
surgido desde los años cincuenta en adelante nos enfrenta a un
organismo político dividido antagónicamente, cuyos dos prin-
cipales elementos componentes consideran que sus intereses
electorales respectivos radican, por lo general, en el fracaso
de la otra institución. Para un Congreso controlado por los de-
mócratas apoyar a un presidente republicano es ayudar a que
se tenga otra presidencia republicana. A la inversa, un presi-
dente con una minoría en el Congreso que procura restable-
cer el gobierno no dividido se enfrentará probablemente a un
Congreso que estará jugando el juego de ¿quién es el culpable?
Irónicamente, por lo anterior, la opinión de que los siste-
mas presidenciales son sistemas fuertes se apoya en el peor de
los acuerdos estructurales —un poder dividido sin defensa ante
el gobierno dividido— y no comprende que el sistema estadu-
nidense funciona, o ha funcionado, a pesar de su Constitución,
y difícilmente gracias a su Constitución. En la medida en que
puede seguir funcionando requiere, para destrabarse, de tres
factores: falta de principios ideológicos, partidos débiles e in-
disciplinados y una política centrada en los asuntos locales.
Con estos elementos un presidente puede obtener en el Con-
greso los votos que necesita negociando (horse trading) favo-
res para los distritos electorales. Quedamos finalmente con la
institucionalización de la política de las componendas, lo que
PRESIDENCIALISMO 105

no es nada admirable. Lo que tenemos estructuralmente, de


hecho, es un Estado débil.
Regresemos pues a los descubrimientos de Mayhew de que
el control partidista dividido de la presidencia y del Congreso
no parece afectar y empeorar de ninguna manera importante
la producción legislativa del Congreso. Supongamos, para fa-
cilitar la argumentación, que este descubrimiento es impor-
tante. Sin embargo, aunque lo sea, no lo es en el sentido que
quisiera Mayhew, sino que señala la creciente atomización de
los partidos estadunidenses. Es decir, que el factor o variable
de que estamos hablando es el de cruzar la línea y elegir al
otro partido en las votaciones legislativas. El que un presidente
tenga o no “su mayoría” en el Congreso es importante y hace
la diferencia si aceptamos el supuesto de que el concepto de
mayoría es significativo, en el sentido de que hay algo que está
unido y actúa cohesivamente. Sin embargo, si la mayoría exis-
te sólo en el papel, si tiene que obtenerse en cada caso, en-
tonces es razonable decir que la diferencia entre el gobierno
unido y el dividido puede ser muy pequeña. De este modo, el
problema es que incluso cuando la mayoría no está dividida
en el papel, la realidad es que, en la actualidad, un presidente
de los Estados Unidos nunca tiene una mayoría verdadera y
confiable en el Congreso.
Es cierto que el interés de un Congreso demócrata es el de
tener un presidente demócrata que tenga éxito. También es
claro que debe haber, para el consumo de la opinión pública,
alguna muestra de que el gobierno unido da “unidad” de apo-
yo, esto es, un mayor apoyo que en otros casos. No obstante,
ahora lo que más importa, para cada miembro del Congreso,
es qué tan bien luce su “registro” de votación, voto por voto,
en su distrito electoral. Se admite ampliamente que los par-
tidos estadunidenses son poco más que partidos electorales y
lo son sólo en el débil sentido de que proporcionan un símbolo
para que dos candidatos se enfrenten entre sí en distritos elec-
torales que eligen a un solo representante. Pero, ¿son algo más
que eso como partidos parlamentarios? Diría que la creciente
disolución de los partidos electorales debe reflejarse de alguna
manera en el Congreso.9 Por tanto somos testigos de una frag-
9 Aquí la diferencia consiste en que un presidente tenga que negociar con
106 PRESIDENCIALISMO Y PARLAMENTARISMO

mentación cada vez mayor y cada vez más localista orientada


a los distritos electorales, de los partidos estadunidenses en el
Congreso (aunque es menor, por razones obvias, en el Sena-
do). Y un Parlamento en que la política se convierte en una
política al menudeo (véase, supra, sección IV.1), en que más y
más miembros se desempeñan como cabilderos de sus distri-
tos, como mensajeros de sus electores, en un Parlamento en
que las mayorías fácilmente se convierten en algo vaporoso y
voluble. Veamos lo que dice un observador perspicaz, Nelson
Polsby (1993, p. 33), quien escribe:

En la política práctica de hoy día, el acto de legislar requiere fre-


cuentemente una clase complicada de acuerdo: debe formarse una
coalición que […] pase los límites de los partidos. Esta coalición es
el resultado de una serie de negociaciones no sólo acerca del con-
tenido de las varias medidas sino también de la distribución del
crédito por los beneficios que puedan generar esas medidas o de la
culpa por los inconvenientes que puedan causar […]. Aprobar le-
gislaciones que causarán perjuicios es en consecuencia algo riesgo-
so para los funcionarios electos [...]. Sorprendentemente, a veces lo
hacen, si se puede concertar un acuerdo para compartir la culpa.

Polsby conoce a sus personajes y los retrata bien. Pero, ¿pue-


de considerarse que el proceso que describe es una forma-
ción de coaliciones? Me doy cuenta de que el término coalición
es usado en forma poco precisa en el campo de la política
estadunidense, como una cobertura para casi cualquier cosa.
A pesar de ese sentido tan vasto, en este caso está mal emplea-
do. En el pasado, las coaliciones propiamente dichas existie-
ron en el Congreso porque los demócratas del sur se com-
portaban como una coalición o bloque. Quizá actualmente
todavía existen las coaliciones verdaderas. Pero lo que des-
cribe Polsby definitivamente no es una coalición. Las coali-
ciones son acuerdos, pero no acuerdos sobre un solo tema o a
los que se llega diariamente. Para que sea significativo, el con-
cepto de coalición supone un mínimo de constancia, es decir,
alguna clase de entendimiento duradero que abarca una ga-
los líderes de un partido en el Congreso, los que podrán entregar sus votos
posteriormente, o tenga que negociar con los miembros del Congreso uno por
uno.
PRESIDENCIALISMO 107

ma congruente de temas. Las coaliciones que se forman la


noche anterior a la votación no son coaliciones, y los tratos
que describe Polsby no corresponden a ellas; se trata más
bien de parches. Reitero, por tanto, que con acuerdos par-
ciales diarios no formamos mayorías reales. Una de las prin-
cipales propuestas del “gobierno reunificado” del presidente
Clinton fue el paquete de medidas económicas y para reducir
el déficit que sometió al Congreso en agosto de 1993, el que
fue aprobado (después de muchas consultas y tratos) por una
mayoría de dos votos en la Cámara de Diputados, y por el
margen de un solo voto (el del vicepresidente que lo preside)
en el Senado. ¿Comprueba esto que el presidente está apoya-
do por una mayoría legislativa? Yo diría que no.
Lo que aún es cierto, como lo expresa V. O. Key, es que el
control partidista común del Ejecutivo y el Legislativo no ase-
gura un gobierno fuerte, en tanto que la división del control
partidista lo impide” (1965, p. 688). Sin embargo, hemos aña-
dido otra característica básica: que el control partidista común
de ninguna manera asegura una mayoría partidista común. En-
tonces, sin importar que el gobierno estadunidense esté o no
dividido, en ambos casos gran parte de su toma de decisiones
requiere pagos laterales localistas a cambio de mosaicos mal
unidos, en vez de compromisos sólidos. El sistema estaduni-
dense funciona (a su manera) porque los estadunidenses es-
tán decididos a hacerlo funcionar. Es tan sencillo como eso, y
por lo mismo, tan difícil. Porque los estadunidenses tienen
una maquinaria constitucional diseñada para la parálisis gu-
bernamental, defecto que surge con toda su fuerza cuando se
exporta su presidencialismo.

V.3. LA EXPERIENCIA LATINOAMERICANA

Al dejar los Estados Unidos, naturalmente nos encontramos


con la América Latina. En ella se encuentra la mayoría de los
sistemas presidenciales. Y también es aquí donde éstos tienen
un impresionante historial de fragilidad e inestabilidad.
En términos de longevidad, hasta la fecha Costa Rica es la
que mejor se ha desempeñado, porque no se “ha roto el orden
108 PRESIDENCIALISMO Y PARLAMENTARISMO

constitucional” desde 1949; le sigue Venezuela, pues hay con-


tinuidad desde 1958, Colombia (desde 1949), y Perú (que re-
gresó al gobierno civil en 1979).10 Los más de los países de la
región (en particular Argentina, Uruguay, Brasil y Chile) han
restablecido su democracia presidencial sólo en los años ochen-
ta.11 Si bien el último bastión sudamericano de las dictaduras
tradicionales —Paraguay— cayó en 1989, muchos países toda-
vía son considerados como democracias inciertas y como sis-
temas políticos “muy vulnerables al colapso o al golpe de Es-
tado” (Diamond et al., 1989, p. XVIII): por ejemplo, Ecuador,
Bolivia, Honduras, Guatemala y la República Dominicana;12 y
no olvidemos a Nicaragua, que volvió a la democracia bajo la
vigilancia sandinista. En otras regiones, Filipinas es nuevamen-
te, desde 1986, una democracia presidencialista, pero le falta
demostrar si puede funcionar, y de qué manera lo hará.13 Por
todo, entonces, el historial de los países gobernados por un pre-
sidente varía —con una sola excepción— de malo a desalenta-
10 Sin embargo, en 1992 y 1993 Venezuela (que se destaca como una de las
democracias latinoamericanas más “sólidas” no sólo por su duración sino
también en términos de su riqueza económica) sufrió dos intentos de golpe
militar, para desaliento de todo el mundo. Y el Perú ha caído en unos 18 me-
ses de gobierno no constitucional. El presidente Fujimori dio un autogolpe en
abril de 1992, y gobernó con poderes de emergencia y apoyo militar hasta que
a duras penas ganó, el 31 de octubre de 1993, un referéndum para una nueva
Constitución (que le permite, entre otras cosas, reelegirse) redactada por un
Congreso Constituyente electo en forma dudosa en noviembre de 1992.
11 Uruguay ha mostrado oscilaciones constitucionales poco características
entre el “cuasi-presidencialismo” (1830, 1934, 1942, 1966) y formas que no lo
son (1918, 1952), pero definitivamente consideraría a su sistema actual presi-
dencialista (después del golpe de Estado de 1973 y la interrupción de 1973 a
1984). El que la legislatura pueda censurar a los ministros y que el presidente
tenga el poder de disolver a la legislatura representa una desviación del mo-
delo estadunidense, pero no contradice mi criterio definitorio del presiden-
cialismo (véase, supra, sección V.1) y apenas afecta la esencia del mismo.
12 El Ecuador está en una crisis casi permanente; Bolivia ha sufrido entre
1952 y 1982, unas 17 intervenciones militares; Honduras y Guatemala funcio-
nan mal y en gran medida bajo el control militar de facto y la República
Dominicana es más que nada una dictablanda.
13 La señora Aquino subió al poder en 1986 sólo porque el “poder del pue-
blo” en las calles de Manila (ayudado por la persuasión de los Estados Uni-
dos) obligó a Marcos a huir. Así, la elección del presidente Ramos en 1992 fue
la primera transmisión del mando regular y libre en 26 años. Y aunque la se-
ñora Aquino era en cierto sentido un presidente simbólico por aclamación,
Ramos (que era general) viene de fuera del sistema y tiene poco e inadecuado
apoyo parlamentario.
PRESIDENCIALISMO 109

dor y nos lleva a preguntarnos si su problema político no se


debe al propio presidencialismo.
Siempre se especula cuando se separa la política de su sus-
trato económico, social y cultural. En el caso latinoamericano
debe reconocerse en especial que las dificultades del gobierno
presidencial están relacionadas y son poderosamente intensi-
ficadas, por el estancamiento económico, las flagrantes des-
igualdades y las herencias socioculturales. Sin embargo, el
único instrumento que tenemos para enfrentar y resolver los
problemas es la política. Cierto que la política puede empeo-
rar las cosas, y a veces así sucede, pero es de la “buena políti-
ca” que esperamos las cosas buenas que deseamos.
¿Qué es lo que está mal en el presidencialismo latinoameri-
cano? El análisis previo del modelo, prototipo, de los Estados
Unidos facilita la respuesta. Nunca ha sido cierto para ese país
que los sistemas presidenciales sean sistemas fuertes de go-
biernos enérgicos, y está claro que éste es un espejismo que
lleva al engaño en los países que buscan inspiración en el mo-
delo estadunidense. Por supuesto, un problema es que mu-
chos presidencialismos latinoamericanos se fundamentan en
sistemas partidistas “equivocados”.14 Pero el principal argu-
mento, el que debemos estudiar primero, es que los presiden-
tes latinoamericanos de ninguna manera son todopoderosos,
aunque puedan parecerlo. Por el contrario, “la mayoría de los
presidentes latinoamericanos enfrentan fuertes problemas para
cumplir sus programas de campaña. Han tenido todo el poder
para iniciar las acciones políticas, pero les ha sido muy difícil
obtener apoyo para ejecutarlas” (Mainwaring, 1990, p. 162).
Sin embargo, si esto es así, ¿por qué no remediarlo refor-
zando el poder de los presidentes? De hecho se ha seguido
este camino, porque la mayoría de los presidentes latinoameri-
canos tienen más poder que un presidente estadunidense. En
muchos casos se les da el poder de vetar secciones de leyes, lo
que repetidas veces se le ha negado a la Casa Blanca; se les
permite gobernar en gran medida por decretos, aunque en di-
ferente grado, y a menudo se les conceden amplios poderes de
14 Este asunto será analizado y discutido más adelante en la sección XI.2
porque aún debo establecer cómo se relaciona el presidencialismo con el
multipartidismo y/o con la fragmentación de los partidos.
110 PRESIDENCIALISMO Y PARLAMENTARISMO

emergencia.15 Además, se siguen tomando medidas para refor-


zar el poder presidencial.16 No obstante, lo que prevalece ac-
tualmente es la tendencia a recortar las “alas”17 de la presiden-
cia, porque se considera, equivocadamente, que las pasadas
tomas dictatoriales del gobierno son resultado de su poderío.
Sea como fuere, en última instancia el problema reside en el
principio de la separación de poderes, el que mantiene a los
presidencialismos de la América Latina en una perenne e ines-
table oscilación entre el abuso del poder y la falta del mismo.
Aparentemente tenemos aquí un nudo gordiano, para el que
Juan Linz y, después de él, varios estudiosos latinoamericanos
no ven ninguna otra solución excepto la proverbial de cortarlo
de un tajo. Linz y otros han llegado a la conclusión de que el
remedio no es —en América Latina— mejorar el presidencia-
lismo sino eliminarlo del todo, y adoptar en su lugar una forma
parlamentaria de gobierno. El argumento de Linz se formuló en
1985 y su punto capital era, y sigue siendo, que el presidencia-
lismo probablemente es menos capaz que el parlamentarismo
de sostener regímenes democráticos estables (véase Linz, 1990
y 1994). Pero su argumento central no es que cierta estructura
presidencialista propenda más al estancamiento estructural si-
no, en cambio y más generalmente, que los sistemas presiden-
ciales son rígidos mientras que los parlamentarios son flexibles,
y que debe preferirse esta flexibilidad a la rigidez, en particular
porque la flexibilidad reduce al mínimo los riesgos. De este mo-
do, la opinión de Linz se basa, esencialmente, en el argumento
de que un ente político parlamentario está menos expuesto al
riesgo —a causa de sus propios mecanismos autocorrectores—
que uno rígido. Como lo resumió apropiadamente Valenzue-
la, “las crisis de los sistemas parlamentarios son crisis de go-
bierno, no de régimen” (1987, p. 34). Sin duda, esta afirmación

15 Todos estos puntos son tratados con detalle más adelante en el capítulo X.
16 Por ejemplo, la Constitución de Chile de 1989 le da poderes al presidente
para disolver la Cámara de Diputados (Art. 32, Sección 5). Como ya he trata-
do de la forma (véase, supra, sección V.2) en que esta anomalía afecta la divi-
sión del poder, aquí sólo quiero expresar que la acción de reforzar el poder
presidencial es motivo para preocuparse.
17 Este estado anímico se ve, por ejemplo, en la propuesta que se ha presen-
tado en Venezuela para someter al presidente a un posible despido por vota-
ción popular.
PRESIDENCIALISMO 111

es aceptable. Los sistemas presidenciales no pueden manejar


las crisis importantes.18 No obstante, en mi opinión la discusión
no puede terminar aquí. En primer lugar, una de las alternati-
vas posibles del presidencialismo es el semipresidencialismo,
y argumentaré que éste resuelve en gran medida el problema
de la rigidez, que proporciona la flexibilidad de que carece el
presidencialismo (véase, infra, capítulo VII). En segundo lugar,
y ante todo, la propuesta de Linz no explica de manera con-
vincente por qué y de qué manera el cambio al parlamentaris-
mo resolvería los problemas de gobernabilidad que el presi-
dencialismo genera o no puede resolver.19

V.4. ¿ES EL PARLAMENTARISMO UN REMEDIO?

El que los sistemas parlamentarios sean superiores a los pre-


sidenciales es una cuestión que debe aguardar a que se haga
el análisis del parlamentarismo (véase el capítulo siguiente).
Por el momento sólo puedo ocuparme de la transición de un
sistema de estilo estadunidense a otro semejante a los euro-
peos tomando como base esta sencilla advertencia: que la de-
mocracia parlamentaria no puede funcionar —en cualquiera
de sus muchas variedades— a menos que existan partidos
adaptados al parlamentarismo, es decir, partidos que han sido
socializados (por los fracasos, una larga existencia e incen-
tivos apropiados) para ser organismos cohesivos y/o disci-
plinados. Téngase en cuenta que lo anterior no siempre es
18 En este respecto, el caso chileno con Allende es un símbolo. Como lo re-
sume Mainwaring (1993, p. 208): “En 1973, en Chile los oponentes del go-
bierno de Unidad Popular temían que si le permitían a Allende terminar su
sexenio (1970-1976), abrirían la puerta al socialismo autoritario. Allende
había perdido el apoyo de la mayoría del Congreso y en un sistema parla-
mentario habría tenido que renunciar. En un sistema presidencial, empero,
no había forma de remplazarlo, excepto con un golpe de Estado.” La gene-
ralización que se deriva de lo anterior es que “en muchos casos, un golpe de
Estado parece ser el único medio de librarse de un presidente incompetente
o impopular”.
19 Linz está de acuerdo con la crítica de Lijphart de que el presidencialismo
está manchado por un rasgo autoritario. Pero esto es dudoso, y yo ciertamen-
te no estoy de acuerdo con la obsesión antimayoritaria de Lijphart (véase, su-
pra, sección IV.4). En mi opinión, la política proporcional puede ser tan per-
judicial, por lo menos, como la política mayoritaria.
112 PRESIDENCIALISMO Y PARLAMENTARISMO

cierto para los sistemas presidenciales, para los que el argu-


mento es —sabemos— que en condiciones de un gobierno
dividido el estancamiento se evita precisamente mediante la
indisciplina partidista. En cambio, los partidos disciplinados
son verdaderamente una condición necesaria para el “fun-
cionamiento” de los sistemas parlamentarios. Dicho de otra
manera, con partidos indisciplinados, los sistemas parlamen-
tarios se convierten en sistemas de asambleas no funcionales.
Entonces lo que importa es saber si, en caso de que los paí-
ses latinoamericanos adoptaran sistemas parlamentarios, el
funcionamiento de éstos sería mejor que el de las asambleas de
gran parte de la Europa continental hasta las décadas de 1920
y 1930. Lo dudo mucho, porque claramente sabemos que la
América Latina no tiene partidos adecuados al parlamentaris-
mo y está lejos de tenerlos. Brasil es un caso pertinente, y ya
que llegó a someter a referéndum en 1993 la adopción de un
sistema parlamentario, lo trataré con algún detalle.
Probablemente en la actualidad en ningún país haya tanta
oposición a los partidos, en la teoría y en la práctica, como en
Brasil. Los políticos se relacionan con sus partidos como par-
tido de aluguel, el partido que alquilan. Con frecuencia cam-
bian de partido, votan contra lo dispuesto por éste, y rechazan
cualquier tipo de disciplina partidista sobre la base de que su
libertad para representar a sus electores no debe ser limitada
(véase Mainwaring, 1991). Así los partidos son, en realidad, en-
tes muy volátiles y por tanto se deja al presidente brasileño flo-
tando en un vacío, sobre un Parlamento ingobernable y fuer-
temente fraccionado. ¿Puede esperarse en estas condiciones
que el cambio a un sistema parlamentario traerá la consolida-
ción de los partidos porque a los partidos del nuevo sistema se
les pedirá que sostengan un gobierno derivado del Parlamento?
Éste fue el argumento de los defensores del referéndum (que
fue derrotado). Pero no hay ninguna evidencia histórica o com-
parativa que apoye esta expectativa.
En comparación con los partidos brasileños, los alemanes
durante la República de Weimar fueron “partidos modelo”;
no obstante, nunca pudo superarse su fragmentación y su
desempeño parlamentario entre 1919 y 1933 jamás mejoró ni
propició la gobernabilidad. Nada cambió la conducta o natu-
PRESIDENCIALISMO 113

raleza de los partidos durante la Tercera y la Cuarta Repúbli-


cas francesas. La duración media de los gobiernos durante el
periodo de 40 años de la Tercera República (1875-1914) fue
de 9 meses. Lo mismo puede decirse de la Italia prefascista.
Lo que trato de probar es que la cohesión y disciplina parti-
dista (en las votaciones parlamentarias) nunca han sido una
consecuencia de los gobiernos parlamentarios. Si un sistema
se basa en las asambleas fragmentadas, ingobernables, y emo-
cionales, por su propia inercia seguirá tal cual es. No puedo
pensar en ningún sistema partidista que haya evolucionado
hacia un “sistema” aceptable constituido por partidos de ma-
sas, fuertes y bien organizados, con base en la experiencia in-
terna parlamentaria. La metamorfosis de un sistema de par-
tidos no estructurado a uno estructurado siempre ha sido
iniciada por un asalto exógeno y por el “contagio”. Los anti-
guos partidos de notables y de opinión desaparecieron o cam-
biaron su forma de ser en respuesta al desafío de partidos de
masas creados externamente (y en su mayoría opuestos al sis-
tema), caracterizados por fuertes nexos y fervor ideológico.
Ahora bien, todos los elementos mencionados brillan por su
ausencia en Brasil. Por si fuera poco, las opiniones y la retóri-
ca contrarias a los partidos (además de una legislación elec-
toral antipartidista), que predominan en ese país, hacen que
el surgimiento de partidos parlamentarios aceptables sea no
sólo improbable, sino del todo inconcebible. El argumento,
por tanto, es que la actual tradición y cultura políticas brasile-
ñas propician que haya partidos parlamentarios inadecuados.
Está en contra de todas las probabilidades suponer que bajo
esas circunstancias un sistema parlamentario sacaría al Bra-
sil del caos y lo conduciría a alguna clase de gobierno parla-
mentario eficiente.
Por otra parte, en América Latina hay tres países importan-
tes que pueden concebiblemente permitirse un cambio —en
términos de su sistema de partidos— al parlamentarismo; és-
tos son Chile, y los bipartidistas Argentina y Venezuela. Chile
tiene el acuerdo multipartidista que, en el continente, más se
acerca a los europeos. Sin embargo, también tiene un pasado
de “pluralismo polarizado”, una fuerte polarización aunada a
una fuerte fragmentación partidista. ¿Sería conveniente, so-
114 PRESIDENCIALISMO Y PARLAMENTARISMO

bre estas bases, que Chile adoptara un sistema parlamenta-


rio? No lo creo. Si los chilenos decidieran abandonar su siste-
ma presidencial, les convendría, en mi opinión, buscar una
solución semipresidencialista, y no una parlamentaria.
En cambio, Argentina es un sistema bipartidista que en la
actualidad casi disfruta de mayorías no divididas.20 Como
una pregunta puramente hipotética: ¿Se beneficiaría Argenti-
na de una transformación parlamentaria? Tampoco lo creo.
Los partidos argentinos no son partidos “sólidos”. Lo que los
mantiene unidos y actualmente produce esa unión, es el sis-
tema presidencial, esto es, la abrumadora importancia de
ganar un premio indivisible: la presidencia.21 Lo que preveo
es que un sistema diferente produciría una fragmentación
partidista que la Argentina no necesita. Por todo lo anterior,
parece que Venezuela es el único país sudamericano que
puede —sobre la base de dos partidos fuertes y disciplina-
dos— enfrentar el riesgo de un experimento parlamentario.
Pero por el momento la solidez del bipartidismo venezolano
está en ruinas.22 De aquí que me vea motivado a concluir que
la variedad de parlamentarismo que muy probablemente sur-
giría en la mayoría de la América Latina sería la variedad
asambleísta de la peor clase.23

20 El presidente Alfonsín tuvo una pequeña mayoría, en 1983-1987, en la Cá-


mara de Diputados, pero no en el Senado; y el presidente Menem tuvo, desde
1989 y durante su periodo, una mayoría en el Senado, pero no (sin ayuda) en
la Cámara Baja. Entonces ésta no es una clara situación de mayoría indivisa.
Históricamente, y aparte de los periodos presidenciales de Perón, sólo el pre-
sidente Frondizi (1958-1962) tuvo mayoría en ambas cámaras del Congreso.
21 Los partidos radical y peronista tienen tendencias “centralistas”; aun así,
a medida que el partido peronista pierde y de hecho hace a un lado la doctrina
de su fundador, yo diría que el factor presidencial adquiere más ponderación
al reducirse las diferencias ideológicas entre ambos partidos. Pero no sosten-
go, con esto, que el premio presidencial es una condición suficiente —en Ar-
gentina o en otras partes— para el bipartidismo.
22 Se hace referencia a la elección presidencial de diciembre de 1993 que ganó
Caldera como independiente con el apoyo de 17 grupos políticos, y en contra
de los dos partidos —la socialdemócrata Acción Democrática y el socialcristia-
no COPEI— que han tenido el control desde 1958. Aquí hacemos la observación
de que Caldera es, sobre la base de los resultados electorales, un presidente
minoritario, y de que su desempeño en el cargo ha sido de dudosa legalidad.
23 Para una evaluación de los distintos niveles de “institucionalización (cuan-
do la hay) de los partidos en toda América Latina, véase Mainwaring y Scully
(comps.), especialmente el capítulo 1.
PRESIDENCIALISMO 115

Es cierto, como lo afirma Linz (1990, p. 52), que los siste-


mas presidenciales funcionan mal en países muy divididos y
con sistemas partidistas fragmentados. Pero, ¿podrían estos
países funcionar mejor —si las circunstancias siguen igual—
bajo formas parlamentarias? Ceteris paribus, no lo creo.

También podría gustarte