El Concepto y La Tragedia de La Cultura SIMMEL
El Concepto y La Tragedia de La Cultura SIMMEL
El Concepto y La Tragedia de La Cultura SIMMEL
La cultura surge en tanto que se reúnen los dos elementos, ninguno de los cuales la contiene por sí, el alma subjetiva
y el producto espiritual objetivo. Esta es la significación metafísica de esta figura histórica.
Un gran número de las acciones esenciales humanas decisivas construyen puentes entre el sujeto y el objeto en
general: el conocer, sobre todo el trabajo, en algunas de sus significaciones también el arte y la religión.
En la formación de los conceptos sujeto-objeto como correlatos, cada uno de los cuales sólo encuentra su sentido en
el otro, ya reside el anhelo y la anticipación de una superación de ese dualismo rígido, último. El dualismo con el que
el sujeto, consignado a sus propias fronteras se opone al objeto que es por si experimenta una modelación
incomparable cuando ambas partes son espíritu. El espíritu subjetivo tiene que abandonar su subjetividad, más no su
espiritualidad, para experimentar la relación con el objeto a través de la cual se consuma su cultivo. Esta es la única
manera por la que la forma de existencia dualista, puesta inmediatamente con la existencia del sujeto, se organiza
hacia una referencialidad internamente unitaria. Aquí acontece un tornarse-objetivo del sujeto y un tornarse-
subjetivo de algo objetivo, acontecimiento que constituye lo específico del proceso cultural y en el que, por encima
de sus contenidos particulares, se muestra su forma metafísica.
A la vida vibrante, incesante, que no conoce fronteras, del alma, alma en algún sentido creadora, se le opone su
producto fijo, idealmente definitivo, y esto con el inquietante efecto retroactivo de inmovilizar aquella vivacidad,; a
menudo es como si la movilidad productora del alma muriera en su propio producto.
A que reside una forma fundamental de nuestro padecer el el propio pasado, en las fantasías propias, en el propio
dogma. Esta discrepancia que existe entre el estado físico de la vida interna y el de sus contenidos es racionalizada
en cierta forma, dado que el hombre se enfrenta y divisa aquellos productos o contenidos anímicos como un cosmos
del espíritu objetivado o autónomo.
La riqueza humana reside en que los productos de la vida objetiva pertenecen al mismo tiempo a un orden de
valores objetivo, que no fluye, a un orden lógico o moral, a uno religioso o artístico, a uno técnico o jurídico. Es decir
quedan exonerados del rígido aislamiento con el que se distancian del carácter rítmico del proceso vital.
Sobre la objetualización del espíritu recae un acento axiológico, que tiene su origen en la conciencia subjetiva que
menta algo que reside más allá de ella. Sentimos toda la vivacidad de nuestro pensar en la firmeza de las normas
lógicas, toda la espontaneidad de nuestro actuar ligada a normas morales y todo nuestro transcurso de la conciencia
está lleno de conocimientos, cosas que nos han sido transmitidas, impresiones de un entorno conformado de algún
modo por el espíritu. La fijeza de todo esto muestra un problemático dualismo frente al ritmo sin descanso del
proceso anímico subjetivo en el que, sin embargo, se genera como representación, como contenido anímico
subjetivo. Pero en la medida en que pertenece a un mundo ideal por encima de la conciencia ideal, esta oposición
queda justificada y fundamentada.
Para el sentido cultural del objeto, siendo lo que nos interesa, lo decisivo es que en él están reunidos voluntad e
inteligencia, individualidad e índole anímica, fuerzas y estado de ánimo de las almas particulares. En la felicidad del
creador por su obra junto a la descarga de las tensiones internas, junto a la satisfacción por la exigencia satisfecha,
continua existiendo, una satisfacción objetiva por el hecho de que el cosmos de las cosas de algún modo valiosas es
más rico gracias a este trozo. Probablemente no haya ningún disfrute personal más sublime de la propia obra que
cuando la sentimos en su impersonalidad y separación de todo lo nuestro subjetivo.
Junto a todo disfrute subjetivo con el que la obra de arte pasa a formar parte de nosotros, reconocemos como un
valor de tipo específico el hecho de que está ahí, el hecho de que el espíritu se ha creado este recipiente. En lo
objetivo de la naturaleza, esto, el mar, las flores, el cielo, etc, posee su valor solo en su reflejo en las almas
subjetivas.
Para la conciencia que se esfuerza por la objetividad, no existe más dicha en la naturaleza que la que provoca en
nosotros. Mientras que el producto de las fuerzas por completo objetivas solo puede ser valioso subjetivamente, el
producto de las fuerzas subjetivas, por el contrario, es valioso objetivamente para nosotros. Aunque el valor, la
significación y el sentido se produzcan exclusivamente en el alma humana, esto se acredita frente a la naturaleza
dada y no estorba el valor objetivo de aquellas figuras, en las que las figuras y fuerzas creadoras ya están investidos.
Simmel, Georg (2008), De la Esencia de la Cultura, Prometeo, Bs As
Las valoraciones del espíritu subjetivo y del objetivo están respectivamente la una enfrente de la otra, la cultura lleva
adelante su unidad a través de ambas: pues la cultura significa aquel tipo de perfección individual que sólo puede
consumarse por medio de la incorporación o utilización de una figura suprapersonal, ubicada más allá del sujeto.
El valor específico de estar cultivado se logra cuando lo alcanza por el camino que discurre sobre realidades
espirituales objetivas, estas son valores culturales, en la medida en que conducen a través de si aquel camino del
alma desde si misma hasta sí misma, desde su estado natural hasta su estado cultural.
La estructura del concepto cultura se refiere a que no hay ningún valor cultural que solo sea valor cultural, para
alcanzar esta significación tiene que ser también valor en una serie objetiva. Allí donde un valor presenta este
sentido y algún interés o una capacidad de nuestro ser experimenta a través de él un estímulo, significa un valor
cultural sólo cuando este desarrollo parcial eleva al mimo tiempo nuestro Yo-global a un escalón más próximo a su
unidad y perfección. Así se tornan comprensibles dos fenómenos de la historia del espíritu negativos y que se
corresponden entre sí, es decir hombres que poseen el interés por la cultura muestren una notable indiferencia,
rechazo ante los contenidos objetivos particulares de la cultura.
El desarrollo individual puede extraer de las normas sociales tan sólo la conducta socialmente buena, de las artes tan
sólo el disfrute improductivo, de los progresos técnicos tan sólo lo negativo de la facilidad y la lisura de transcurso
cotidiano; surge una especie de cultura subjetivo-formal.
Así pues, por una parte, hay una acentuación de la cultura tan apasionadamente centralizada que el contenido
objetivo de sus factores objetivos le resulta excesivo y excesivamente desviante puesto que este como tal no cabe
exactamente; ni -puede caber, en su función cultural; y, por otra parte, una debilidad y vacío de la cultura tal que
esta no se encuentra en modo alguno en condiciones de englobar en sí los factores objetivos según su contenido
objetivo.
Que en la cultura se unifiquen de este modo los factores vitales últimos y decisivos, se manifiesta precisamente en el
hecho de que el desarrollo de cada uno de éstos puede acontecer con una autonomía que no sólo puede prescindir
de la motivación mediante el ideal cultural, sino que lo rechaza directamente.
La cultura objetiva, como se mostraba, es siempre síntesis. Pero la síntesis no es ni la única ni la más inmediata
forma unitaria, puesto que siempre presupone la separación de los elementos como lo que le precede o como su
correlato.
El-genio creador posee aquella unidad originaria de le1 subjetivo y de lo objetivo que debe primero separarse para,
en cierto modo, resucitar de nuevo en el proceso de cultivo de los individuos de una forma completamente
diferente, una forma sintética. Así pues, por ello el interés en la cultura se encuentra relacionado con estas · dos
cosas: con el puro autodesarrollo del espíritu objetivo y con el puro emerger en la cosa.
Tanto en los hombres que sólo están orientados hacia el sujeto, cuanto en aquellos que sólo están orientados hacia
el objeto, encontremos a menudo una aparentemente notable indiferencia, más aún, una aversión, frente a la
cultura.
Entonces, en cuanto a la relación del hombre con la cultura señala la existencia de dos individualidades extremas: el
estilista, hombre encerrado en sí mismo que busca la auto- perfección en su vida, indiferente al mundo exterior y el
especialista, que acumula conocimientos dentro de un área particular, de forma localizada, sin que estos
conocimientos perfeccionen su propia personalidad. En el primer caso el acento está puesto en la cultura subjetiva y
en el segundo en la cultura objetiva. La cultura significa siempre sólo la síntesis de un desarrollo subjetivo y un valor
espiritual objetivo, y la sustentación de uno de estos elementos al extremo de su exclusividad ha de impugnar el
entretejimiento de ambos.
Tal dependencia del valor cultural respecto de la cooperación de un segundo factor que está más allá de la serie
valorativa-propia del objeto hace comprensible que precisamente éste alcance a menudo en la escala de los valores
culturales una graduación por entero diferente a la que alcanza en la de las meras significaciones objetivas.
Simmel, Georg (2008), De la Esencia de la Cultura, Prometeo, Bs As
Las figuras del espíritu objetivo así caracterizadas están quizá más determinadas que otras a portar la evolución
desde la mera posibilidad hasta la más elevada realidad, y a darle la dirección. Pero algunos imperativos éticos
contienen un ideal de una perfección tan rígida que a partir de ellos, por así decir, no cabe actualizar ninguna·
energía que; pudiéramos recoger en nuestra evolución.
Muchos contenidos del espíritu objetivo nos hacen más listos o mejores, más felices o más hábiles, pero con ello no
nos desarrollan realmente, sino que, por decirlo de algún modo, desarrollan un aspecto o cualidad.
El dualismo de sujeto y objeto, el cual presupone su síntesis, no es sólo, por así decirlo, un dualismo substancial, que
concierne al ser de ambos, sino que la lógica interna según la cual desarrolla cada uno de ellos no coincide de
ninguna manera de una forma autoevidente con la del otro.
Cuando han sido creados ciertos primeros motivos del derecho, del arte; de la moral entonces ya no tenemos a la
mano hacia qué figuras particulares se desarrollarán tales motivos.
En la medida en que la lógica de las figuras y conexiones impersonales esté cargada con una dinámica, en esta
medida surgen entre éstas ·Y los impulsos y normas internas de la personalidad duras fricciones, que en la forma de
la cultura como tal experimentan una concentración única.
El hombre no sólo se encuentra en el punto de intersección de dos círculos de fuerzas y valores objetivos, cada uno
de los cuales querrá arrastrarlo consigo. Se siente a sí mismo como centro que ordena en torno a si armónicaménte
y conforme a la lógica de la personalidad la totalidad de sus contenidos vitales y se siente al mismo tiempo solidario
con cada uno de estos contenidos periféricos que, sin embargo, también pertenecen a otro circulo y que aquí son
reclamados por otra ley del movimiento- de modo que nuestro ser conforma el punto de intersección entre sí mismo
y un circulo de exigencias extraño.
La fórmula de la cultura era que las energías anímico-subjetivas alcanzan una forma objetiva, en lo sucesivo
independiente del proceso vital creador, y ésta, por su parte, es incluida de nuevo en el proceso vital subjetivo de
una manera que lleva a sus portadores a la perfección redondeada de su ser central. Pero esta corriente de sujetos a
sujetos a través de objetos, en la que una relación metafísica entre sujeto y objeto adquiere realidad histórica,
puede perder su continuidad.
El desarrollo cultural pone a los sujetos fuera de sí mismos de forma aún más positiva mediante la ausencia de forma
y de fronteras que llega al espíritu objetivo en virtud del carácter numérico ilimitado de sus productores. Cada uno
de los contribuyentes puede contribuir a la provisión de los contenidos culturales objetivados sin ningún tipo de
consideración a los otros contribuyentes. Esta provisión tiene en las distintas épocas culturales una coloración
determinada, esto es, una frontera cualitativa trazada desde el interior; pero no tiene de igual modo una frontera
cuantitativa, no tiene absolutamente ningún motivo para no propagarse hasta lo infinito.
Pero con esta capacidad de acumulación, por as! decir, inorgánica, convierte a la forma de la vida personal en
inconmensurable en lo más profundo. Pues su capacidad de ser recogida no se encuentra sólo limitada según la
fuerza y la duración de la vida, sino mediante una cierta unidad y relativa cerrazón de su forma, y, por ello, realiza
una elección entre los contenidos que se le ofrecen como medios de su desarrollo individual.
Entonces, el creador no acostumbra pensar en el valor cultural, sino sólo en la significación objetiva de la obra,
significación que se halla circunscrita por su propia idea, esto se desliza con las imperceptibles modulaciones de una
lógica evolutiva puramente objetiva hasta lo caricaturesco: hasta una especialización separada de la vida, hasta la
autocomplacencia de una técnica que ya no encuentra el camino de regreso a los sujetos.
Los contenidos culturales siguen por último una lógica independiente de su fin cultural que los conduce cada vez más
lejos de ésta. Puesto que este camino se encuentra condicionado por el tornarse autónomos y objetivos de los
contenidos anímicos, surge la trágica situación de que la cultura ya esconde realmente en sí, en su primer momento
existencial, aquella forma de sus contenidos que esa determinada a hacer sin gula y de manera discrepante, a
desviar, a gravar, su ser interno (a saber, el camino del alma desde si misma, en tanto que imperfecta, hasta sí
misma, en tanto que perfecta) como en virtud de una inevitabilidad inmanente.