S04.s4 Justicia y Felicidad (Material Alumnos) PDF
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Es convicción bien extendida en el ámbito filosófico, distinguir dos lados en el amplio conjunto del
fenómeno moral, que sin duda en las conciencias de las personas de carne y hueso están unidos de
forma inseparable, pero que pueden y deben analizarse por separado sencillamente porque un
análisis de este tipo resulta sumamente fecundo para construir y fortalecer una sociedad pluralista. Se
trata de la célebre distinción entre “lo justo” y “lo bueno” o, dicho de otro modo, entre las exigencias
de la justicia y las invitaciones a la felicidad.
Obviamente, resulta imposible diseñar un modelo y unas normas de justicia sin tener como trasfondo
la idea de qué es lo que los hombres tenemos por bueno, en qué nos parece que puede consistir la
felicidad. Si decimos, por ejemplo, que tenemos por injusta la actual distribución de la riqueza y que
es urgente emprender la tarea de establecer un nuevo orden económico nacional e internacional, será
porque estamos convencidos de que poseer una cierta cantidad de riqueza es bueno para cualquier
ser humano, ya que así puede desarrollar con libertad algunos de sus planes de vida, y además
porque creemos que es bueno que exista equidad en la distribución de los bienes sociales; no nos
parece, por tanto, que el ideal de vida buena de una sociedad pueda realizarse sin atender a unos
mínimos de justicia.
Esto es totalmente cierto, y por eso tienen razón quienes dicen que no puede separarse de una forma
tajante entre lo justo y lo bueno, ni, por tanto, pensar en qué cosas pueden ser exigibles a toda
persona sin tener cierta idea de qué es lo que hace felices a las personas. Sin embargo, también es
verdad que, quienes tenemos por necesario distinguir entre lo justo y lo bueno no estamos pensando
en ninguna separación tajante, porque sabemos que en la vida cotidiana nos planteamos las
exigencias de justicia como aquellos bienes básicos, mínimos, de los que creemos que toda persona
debería disponer para realizar sus aspiraciones a la felicidad.
Imaginémonos que pasamos una de las mil encuestas que en este país se pasan diariamente,
preguntando a los encuestados qué tienen por buenos, qué les hace felices, y unos contestan que
cifran su felicidad en adquirir profundamente conocimientos, otros en disfrutar del cariño de personas
amigas, otros, en tratar de conseguir el bienestar de los menos afortunados. Y, supongamos que a
continuación pasamos otra encuesta preguntando esta vez en que razones se apoya para tener esos
ideales por buenos, por felicitantes. Las respuestas podrían ser asimismo de lo más variado: desde
apelar a la propia experiencia de lo gratificante que les ha resultado en ocasiones disfrutar de esos
bienes, hasta recurrir a la autoridad de algunas ciencias, o también de personas que les merecen
crédito, o creencias religiosas.
Para continuar, el experimento, imaginémonos ahora que nosotros mismos tenemos una concepción
diferente de qué tipo de vida proporciona felicidad, como también una forma de fundamento diferente,
¿nos asistirá algún derecho para recriminar a cualquiera de las personas encuestadas por su forma
de entender la felicidad y por su modo de fundaméntala? ¿Podríamos esgrimir razones exigibles que
cambiaran de ideal de felicidad, o bien tendríamos que conformarnos con hablarles del nuestro y
comentarles cómo desde nuestra propia experiencia o desde nuestra propia convicción nos ha
resultado gratificante?
Cambiando ahora de tercio, pero intentando completar nuestro experimento, supongamos que
pasamos otra encuesta a las mismas personas, preguntándoles si creen, por ejemplo, que todo ser
humano tiene derecho a la vida y a los medios para poder vivirla dignamente, y que de nuevo nos
encontramos ante respuestas diversas: unos entienden que seres humanos de determinadas razas
no tienen tales derechos, o que no los tienen algunos minusválidos, mientras que otros responden,
por el contrario, que toda persona tiene derecho a la vida y a los medios necesarios para desarrollarla
dignamente.
Es evidente que en este caso estamos experimentando con las convicciones que el público pueda
tener acerca de la felicidad, acerca de cómo organizar el conjunto de bienes que puede perseguirse
para llevar una vida en plenitud. Estamos preguntándonos, cómo jugar cerca de cuestiones de
justicia, y tendremos que hacer grandes esfuerzos por recordar que solo oficiamos los sociólogos,
para no entablar una agria discusión con aquellos de los que discrepamos. Porque ¿es verdad que
quien defienda el derecho de toda persona a vivir y a los medios necesarios para hacerlo dignamente,
puede contemplar con respetuosa tolerancia a quien niega tales derechos a algunas personas? ¿No
hemos de reconocer más bien que en cuestiones de justicia no cabe solo narrar experiencias
personales, sino que “nace de dentro” exigir que tales exigencias se satisfagan?
La verdad es que no hacen falta grandes experimentos mentales, sino que, con solo escuchar y leer
las noticias diariamente, sobra material para percatarse de que en cuestiones de justicia un
ciudadano adulto intransigente, mientras que, en lo que se refiera a los proyectos de felicidad, un
adulto es tolerante, aunque puede estar convencido del profundo valor del suyo.
De experimentos como estos, ampliables casi al infinito, venimos a concluir que, aunque en la vida
cotidiana justicia y felicidad sean dos caras de una misma moneda, las cuestiones de justicia se nos
presentan como exigencias a las que debemos das satisfacción, si no queremos quedar por debajo
de los mínimos morales, mientras que los ideales de felicidad nos atraen, nos invitan, pero no son
exigibles.
Y aquí radica otra de las diferencias entre felicidad y justicia: que mientras en una sociedad pluralista
los ideales de felicidad pueden ser distintos, y resultaría irracional la conducta de quienes se
empeñaran en exigir a todos sus conciudadanos que se atengan al que ellos tienen por adecuado, no
sucede lo mismo con las convicciones de justicia. Cuando tenemos algo por justo, nos sentimos
impelidos a intersubjetivarlo, a exigir que los demás también lo tengan por justo, porque ciertamente
existe una gran diferencia entre los juicios “esto es justo” y “esto me conviene”, pero también entre los
juicios “esto es justo” y “esto da la felicidad”.
Si digo “esto me conviene” estoy expresando simplemente mi preferencia individual por algo, y si
digo “esto nos conviene” amplío la preferencia a un grupo; mientras cuando afirmo “esto es justo”
estoy confiriéndome un peso de objetividad que queda más allá de preferencias personales y
grupales: estoy apelando a modelos intersubjetivos, que sobrepasan con mucho el subjetivismo
individual o grupal.
Decir que “esto hace feliz” es, por el contrario, bastante más arriesgado, porque ¿quién se atreverá a
decir que esto es lo que hace felices a todos los seres humanos, aunque parte de ellos se niegue a
aceptarlo?
Y esta doble faceta de la moral es la que provoca grandes confusiones en una sociedad que ha
pasado de tener un código moral único a proclamar el pluralismo.
En nuestro país este período ya ha pasado y ha llegado el momento de aclarar que la fórmula del
pluralismo no es “todo vale”, sino, en lo que respecta a proyectos de felicidad, cada quien puede
perseguir los suyos e invitar a otros a seguirlos, con tal de que respete unos mínimos de justicia,
entre los que cuenta respetar los proyectos de los demás; en lo que se refiere a los mínimos de
justicia, debe respetarlos la sociedad en su conjunto y no cabe decir que aquí vale cualquier opinión,
porque las que no respetan esos mínimos tampoco merecen el respeto de las personas.
Como conclusión, podemos decir que el fenómeno moral tiene sobre todo dos facetas, que son la
justicia y la felicidad.
En el terreno de la felicidad tiene sentido dar consejos, asesorar, sugerir a otra persona, cómo podría
alcanzarla, bien desde la propia experiencia, bien desde la confianza que otros nos merecen y que
indican que ese es un buen camino. Decíamos que son éticas de máximos las que aconsejan qué
caminos seguir para alcanzar la felicidad, cómo organizar las distintas metas que una persona se
puede proponer, los distintos bienes que puede perseguir para lograr ser feliz. Aquí no tiene sentido
exigir lo que se debe hacer: aquí no tiene sentido culpar a alguien de que no experimente la felicidad
como yo la experimento.
En el terreno de la justicia, en cambio, es en el que tiene pleno sentido exigir a alguien que se atenga
a los mínimos que ella pide, y considerarle inmoral si no los alcanza. Por eso éste no es el ámbito de
los consejos, sino de las normas; no es el campo de la prudencia, sino de una razón práctica que
exige intersubjetivamente atenerse a esas normas