Fuga de Proteo 100 D 22 Muestra

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FUGA DE PROTEO cubierta 4a ed.

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de Editorial Casals, S. A.

© 2006, Milagros Oya


© 2006, Editorial Casals, S.A.
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www.editorialbambu.com

Diseño de la colección: Miquel Puig


Ilustración de la cubierta: Luis Bustos

Cuarta edición: noviembre de 2011


ISBN-13: 978-84-8343-003-3
Depósito legal: M-43.537-2011
Printed in Spain
Impreso en Anzos, S.L., Fuenlabrada (Madrid)

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ÍNDICE

I 7
II 14
III 28
IV 40
V 49
VI 55
VII 60
VIII 67
IX 76
X 84
XI 92
XII 101
XIII 105
XIV 114
XV 121
XVI 126
XVII 137
XVIII 147
XIX 156
XX 161
XI 168
XII 182
XXIII 191
XXIV 201
XXV 206
XXVI 216
XXVII 230
XXVIII 240
XXIX 248
XXX 261
I

C arso abandonó la sala Azul con evidentes mues-


tras de rabia. No le importó que todas las miradas de los
que ocupaban asientos cercanos se clavaran en él manifes-
tando su desaprobación. Nartis lo seguía de cerca en abso-
luto silencio.
–¡Maldita sea! Ni siquiera me han concedido los dos
minutos reglamentarios. ¡Me han obligado a callar inme-
diatamente! Debería elevar una queja al presidente del
Central.
El joven Carso sabía que presentar una protesta oficial
ante el jefe del órgano supremo de Proteo 100-D-22 no tenía
el más mínimo sentido. Si en la reunión anual que se cele-
braba en la sala Azul habían utilizado todas las artimañas
para impedirle que expusiera su proyecto, estaba claro que
el zenit desestimaría sin más problema la petición de am- 7
paro. Nadie en toda la ciudad sentía el más remoto interés
por las ideas de Carso y su grupo. ¿Para qué iban a escuchar
propuestas revolucionarias y molestas? ¿Por qué trastocar
sus perfectas vidas? Las conciencias de los habitantes de
la base submarina Proteo 100-D-22 permanecían dormidas
desde hacía siglos. Poco después de que el cataclismo abrie-
ra una nueva etapa en la civilización humana.
Por supuesto, Carso sólo conocía por las clases de histo-
ria lo acontecido en tiempos tan remotos. En aquellos años
de disturbios y miserias en tierra, un proyecto de Nacio-
nes Unidas había dado lugar a la famosa base submarina
del Atlántico norte: Proteo 100-D-22. Un nutrido número
de los más prominentes científicos había descendido hasta
las más remotas profundidades del océano para poner en
práctica el sueño de fundar una ciudad submarina.
Los primeros años habían sido duros: trabajo sin cesar,
experimentos constantes, miles de problemas que debían
solventarse... Pero el éxito había acompañado a la misión:
la base submarina consiguió ser autónoma muy pronto,
tanto en gestión de medios como en energía.
Ello había salvado a los integrantes de la expedición
científica del cataclismo: los polos se derritieron, el nivel
de las aguas creció y, cuando las revueltas, las guerras, el
hambre y la miseria se habían apoderado de la Tierra, apa-
reció en el cielo la sombra del terrible meteorito que porta-
ba una carga mortal del llamado virus ET. Los intentos por
controlar la devastación del desconocido organismo aliení-
gena con una vacuna experimental acabaron en tragedia,
8 pues la amenaza se incrementó y, en pocos meses, el dimi-
nuto organismo había conseguido aniquilar a una civiliza-
ción milenaria. La vida humana y animal desapareció de
la faz de la tierra. Sólo Proteo 100-D-22 había permanecido
intacto debido a su aislamiento.
En la ciudad de las cúpulas habían trabajado con el fin
de encontrar la vacuna que impidiera la catástrofe. Cuan-
do las investigaciones dieron sus frutos, era ya demasiado
tarde. No había nadie en el exterior con quien comunicar-
se. Ni uno solo de los habitantes de la ciudad submarina
se atrevió a emerger y pasear sobre un cementerio de ca-
dáveres sin sepultar. A partir de entonces, el camino de los
confinados bajo las aguas se alejó de la vida terrestre. Una
nueva sociedad, cuyo medio natural era el océano, miraba
hacia un futuro esperanzador.
–¿Es que no les importa el espíritu pionero que fundó
nuestra civilización? ¿Es que no existe ninguna propues-
ta que les obligue a levantar sus culos apoltronados en las
sillas azules?
Carso elevaba la voz en exceso. Los agentes de seguri-
dad que custodiaban la sala Azul lo contemplaron con pre-
ocupación.
Conocían perfectamente al joven. Era uno de ellos.
Coordinaba la seguridad del ala 29 de Proteo, donde se
hallaban las unidades alimenticias. Sin embargo, no po-
dían permitir que alborotara a las puertas de la reunión
del Central, que acogía a todos los representantes de la ur-
be bajo la presidencia del zenit.
–Será mejor que bajes la voz –le sugirió discretamen-
te Nartis percatándose de las miradas nerviosas de los 9
vigilantes.
–¿Cómo voy a bajar la voz? ¿No te das cuenta de que
esto significa que hasta el año siguiente no podremos pre-
sentar de nuevo el proyecto?
–¿Qué es un año? –dijo Nartis.
Carso contempló atentamente el rostro del acompa-
ñante. Como tantas otras veces había dado en el clavo. Jus-
tamente ése era el problema de la sociedad de Proteo: el
tiempo.
Habían conseguido controlarlo. Gracias a los avances
tecnológicos y a las casi milagrosas sustancias que les pro-
porcionaban las algas y los martenes, unos pequeños pe-
ces abisales descubiertos tras el cataclismo, las vidas de los
habitantes de la ciudad se habían alargado desmesurada-
mente. No padecían enfermedades y los científicos podían
recomponer cualquier órgano dañado por medio de próte-
sis biológicas y devolverlo, así, a la vida sin apenas dificul-
tad. Presentaban siempre un aspecto rejuvenecido; única-
mente los que ya habían cumplido sobradamente el siglo
de edad terminaban por permitir que su rostro fuese sur-
cado por pequeñas arrugas, quizá movidos por algún ago-
tamiento psicológico, de reciente investigación. ¿Qué era,
entonces, un año para un proteico? Lo mismo que nada.
–Nos hacemos viejos –murmuró Carso.
–Tú aún eres muy joven, amigo mío –le repuso Nartis–.
Ni siquiera has cumplido los cincuenta años. Hasta que al-
cances, por lo menos, los dos siglos nadie podrá conside-
rarte viejo.
10 Carso calló. Se alejó de la mirada inquieta de sus co-
legas vigilantes para acercarse al mirador acristalado que
presidía la estancia de entrada a la sala Azul. El joven con-
templó la ciudad sumergida y experimentó en su interior
un sinfín de sensaciones contradictorias.
La belleza de Proteo 100-D-22 no era comparable con
nada visto anteriormente, y eso que en la biblioteca del
área Nexus había observado construcciones impresionan-
tes de la tierra emergida, anteriores al cataclismo: pirámi-
des, poblados, castillos, templos, torres... Sin embargo, el
esplendor de Proteo las convertía en sencillas construccio-
nes mediocres.
La ciudad reunía a medio millón de almas perfecta-
mente ordenadas en áreas residenciales. Medio millón era
el número mágico que permitía a la sociedad submarina
mantenerse en su opulento modo de vida. El número de
niños que debían nacer era directamente proporcional a
los que abandonaban la vida por agotamiento.
–¿Qué será de nosotros cuando consigamos vivir eter-
namente? –preguntó Carso al acompañante.
–No dispongo de datos para contestarte.
Carso sonrió. En muy contadas ocasiones Nartis dejaba
ver que no era ni más ni menos que un organismo biorro-
bótico, clase T, generación 23. Lo que vulgarmente se lla-
maba un acompañante. Un ser sintético diseñado para lle-
var a cabo la labor de secretario y ayudante, y, en algunos
indeseables casos, de amigo. La totalidad de los proteicos
disponían de estos biorrobots asignados por el Central y
los utilizaban con normalidad, aunque siempre había al-
gún ciudadano que prefería evitar en lo posible la compa- 11
ñía artificial.
Las luces de Proteo parpadeaban bajo las cúpulas trans-
parentes. La oscuridad marina estaba mitigada por poten-
tes focos exteriores que alumbraban el asombroso paisaje
del fondo oceánico. Al abrigo de las luces, nuevas formas
de vida, algas, peces y otros animales, se habían desarro-
llado en la anteriormente negra sima abisal. El paisaje era
alegre y luminoso. La vida pasaba entre cúpulas y mirado-
res que amenizaban a los que todavía se dejaban sorpren-
der por la naturaleza que los rodeaba.
Las áreas de la ciudad se comunicaban por extensos co-
rredores, por los que transitaba gran cantidad de vehícu-
los. Los que optaban por caminar podían utilizar las cintas
transportadoras y los ascensores.
Los ojos de Carso se detuvieron en un hombre ataviado
con el traje de exterior, que limpiaba el panel transparente
del vestíbulo de la sala Azul.
–¡Es Notorius! –exclamó el acompañante.
El joven de mantenimiento de exteriores sonrió a tra-
vés del cristal. Se encogió de hombros como interrogando
a Carso. Éste negó con la cabeza. Notorius borró la sonrisa
del rostro.
–Lo siento, amigo mío. Nadie nos apoya.
El joven Carso se volvió hacia Nartis.
–No esperaremos a que termine la reunión. No tengo
ningún interés en escuchar los reproches del resto de los
representantes sociales.
El acompañante asintió en silencio.
12 –Volvemos al ala 29. Comunícate con Laita y el resto del
grupo. Convócalos a una reunión urgente en el almacén.
Nartis procesó todos los datos e inmediatamente envió,
con sólo concentrarse, los mensajes a sus destinatarios. Su
unidad central había percibido cierta variación nerviosa en
el tono de su huésped. Estaba seguro de que había tomado
una decisión peligrosa, inquietante; quizá suicida, pero no
acertaba a profundizar en su naturaleza. Le hubiese gusta-
do preguntar. Mantenía muy buena relación con Carso. Se
encontraba muy satisfecho de su huésped; con todo, pensó
que no sería correcto interrogarlo. Ya le comunicaría el mo-
tivo de su inquietud llegado el momento.
Aunque Nartis era un organismo sintético, pertenecía
a la generación 23, clase T, la más sensible y sofisticada de
cuantas se habían creado. En su unidad central crecía por
momentos una sensación parecida al desasosiego. Las emi-
siones sensibles enviadas por su huésped le proporciona-
ban una sensación parecida al miedo.
El acompañante hizo un esfuerzo malabar por equili-
brar sus funciones y controlar la tensión de los circuitos.
Sin que Carso se percatara del más mínimo cambio en los
rasgos humanos de su acompañante, éste lo siguió en si-
lencio a la zona de transporte rápido.
El joven tenía prisa, mucha prisa. Quizá demasiada.

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