Escuchar A Mozart - Mario Benedetti

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Mario Benedetti

(Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó,

Uruguay, 14 de septiembre del 1920 — Montevideo, 17 de mayo de 2009)

Escuchar a Mozart

(Con y sin nostalgia, 1977)

Pensar, capitán Montes, que hubieras podido seguir durmiendo tu siesta. En


realidad, estás cansado. Hay que reconocer que la faena de anoche fue dura, con
esos doce presos que llegaron juntos, ya bastante maltrechos, y ustedes tuvieron
que arruinarlos un poquito más. Eso siempre te deja un malestar, sobre todo
cuando no se consigue que suelten nada, ni siquiera el número de zapatos o el
talle de la camisa. Las pocas veces en que alguien habla, pensando [pobre
ingenuo] que eso quizá signifique el final del infierno, entonces el trabajo sucio te
deja por lo menos una satisfacción mínima. Después de todo, te enseñaron que el
fin justifica los medios, pero vos ya no te acordás mucho de cuál es el fin. Tu
especialidad siempre fueron los medios, y éstos deben ser contundentes,
implacables, eficaces. Te metieron en el marote que estos muchachitos tan
frescos, tan sanos, tan decididos [vos agregarías: y tan fanáticos], eran tus
enemigos, pero a esta altura ya ni siquiera estás demasiado seguro de quiénes
son tus amigos. Por lo menos sabés a ciencia cierta que el coronel Ochoa no es tu
amigo. El coronel, que jamás se mancha el meñique con ningún trabajo que
apeste, te considera un débil, y te lo ha dicho delante del teniente Vélez y del
mayor Falero. Vos no siempre alcanzás a comprender cómo Falero y Vélez
pueden efectuar tan calmosamente un interrogatorio tras otro, sin perder nada de
su compostura, sin que se les afloje un botón ni se les desacomode el peinado,
negro y engominado en Falero, ondeado y pelirrojo en Vélez. La siesta te deja
siempre de malhumor. Pero hoy estás especialmente malhumorado. Quizá porque
Amanda te sugirió anoche, tímidamente, después de haber hecho el amor con una
tensión inevitable y frustránea, si no sería mejor que, y vos estallaste, casi rugiste
de indignación y despecho, acaso porque también pensabas lo mismo, pero a
quién se le ocurría ahora pedir el retiro, algo que siempre despierta fastidiosas
sospechas y aprensiones. Y además, en «época de guerra interna», el pretexto
tendría que ser tremendo, nunca menos que cáncer, desprendimiento de retina o
cirrosis. Pero lo lamentable es que Amanda lo haya pensado, simplemente
pensado. «Pienso en Jorgito y me da pánico». ¿Y qué se cree? ¿Que vos
vislumbrás un porvenir espléndido? Y eso que ella no sabe los pormenores de
cada jornada. No sabe cómo te sentiste cuando a la muchacha que cayó en La
Teja hubo que irle sacando los dientes, uno por uno, con paciencia y con celo. O
cuando tuviste conciencia de que, al cabo de una sola sesión de trabajo, aquel
obrerito mofletudo había quedado listo para que le amputaran el testículo. Ella no
sabe nada. Incluso a veces te comenta si será cierto lo que dicen las malas y
peores lenguas: que en el cuartel tal y en el regimiento cual, arrancan confesiones
mediante espantosos procedimientos. Y es increíble que te diga: «Ojalá nunca te
ordenen hacer algo así. Porque, claro, tendrías que negarte, y vaya a saber qué
sucedería». Y vos tranquilizándola como de costumbre, sin poderle confesar que
cuando te lo ordenaron la primera vez ni siquiera esbozaste una tímida negativa,
porque no le podías dar al coronel Ochoa ese pretexto en bandeja. Fue en esa
amarga jornada cuando te jugaste tu carrera y decidiste no perder, y aunque de
noche estuviste vomitando durante horas, y Amanda, al despertarse con el fragor
de tus arcadas, te preguntó qué te pasaba y vos inventaste lo del lechón que te
había caído mal, la cosa no terminó ahí y durante muchas noches soñaste con
aquel muchacho que, cada vez que recomenzaba el castigo, abría la boca sin
emitir sonido alguno y apretaba los ojos y ponía el pescuezo duro como una viga.
Ahora pensás, claro, a qué darle más vueltas. Una vez que te decidiste, chau. De
todas maneras, vos creés que tenés motivos morales para hacer lo que hacés.
Pero el problema es que ya casi no te acordás del motivo moral, sino pura y
exclusivamente de una boca que sangra o un cuerpo que se dobla. De modo que
aparentemente es bastante lógico que conectes el tocadiscos y coloques en el
plato una cualquiera de las sinfonías de Mozart. Hasta hace poco la música te
limpiaba, te equilibraba, te depuraba, te ajustaba. Ahora mismo, en esta ascensión
espiritual, en este brío juguetón, te alejás de las imágenes sombrías, del patio del
cuartel, de los gritos desgarradores, de tu propia vergüenza. Los violines trabajan
como galeotes, las violas acompañan como hembras fidelísimas, el corno
interroga sin demasiada convicción. Pero no importa. Vos también a veces
interrogás sin convicción, y si aplicás la picana es precisamente por eso, porque
no tenés confianza en tus argumentos, porque sabés que nadie va a convertirse
de pronto en traidor nada más que porque vos evoques la patria o lo putees.
Mozart te gusta desde que ibas con Amanda a los conciertos del Sodre, cuando
todavía no había Jorgito ni subversión, y la faena más irregular de los cuarteles
era tomar mate, y por cierto qué bien lo cebaba el soldado Martínez. Mozart te
gusta, no desde siempre sino desde que Amanda te enseñó a gustarlo. Y fijate
qué curioso, ahora Amanda no tiene ganas de escuchar música, ninguna música,
ni Mozart ni un carajo, sencillamente porque tiene miedo y teme atentados y vela
por Jorgito, y claro a Mozart no se lo puede escuchar con miedo sino con el
espíritu libre y la conciencia tranquila. O sea que mejor apagá el tocadiscos. Así
está bien. De todas maneras, los violines ¿viste? quedan sonando como un
prodigio que lentamente se deteriorara, tal como a veces quedan sonando en el
cuartel los alaridos de dolor cuando ya nadie los profiere. Estás solo en la casa.
Linda casa. Amanda fue a ver a su madre, vieja podrida y meterete, apuntás. Y
Jorgito no volvió aún del Neptuno. Hijito lindo, apuntás. Estás solo, y por el
ventanal del living entra la soleada imagen del jardín. Ochoa estará ahora con
Vélez y Falero. El coronel les da confianza nada más que para conseguir aliados
contra vos. Porque te odia, claro. Nadie lo pone en duda. Puede ser que vos odies
a los presos, nada más que porque ellos son el pretexto del odio de Ochoa.
Rebuscado, ¿no? Hacés méritos y sin embargo comprendés que es inútil. Por
fuerte o desalmado que seas, o parezcas, demasiado sabés que Ochoa nunca te
perdonará. Porque fuiste vos el que una noche, entre interrogatorio e
interrogatorio, le preguntó si era cierto que su hija «había pasado a la
clandestinidad». Se lo preguntaste con cautela, y también con un amago de
solidaridad, ya que, pese a tus encontronazos con el tipo, después de todo tenés
bien arraigado el «espíritu de cuerpo». Nunca vas a olvidarte de la mirada
resentida que te dedicó, porque claro, era cierto, aquella esplendorosa piba,
Aurora Ochoa, alias Zulema, había pasado a la clandestinidad y era requerida en
los comunicados de las ocho, y el coronel había encontrado una frase exorcista a
la que se aferraba con unción: «No me mencionen a esa degenerada; ya no es mi
hija.» Sin embargo a vos no te la dijo, y eso fue acaso lo más grave. Simplemente
te taladró con la mirada, y ordenó: «Capitán Montes, retírese.» Y vos, después del
saludo ritual, te retiraste. No se lo habías preguntado con mala leche, sobre todo
porque te hacías cargo de lo que representaba para Ochoa el hecho [escalofriante
para cualquier oficial] de que la subversión se hubiera colado en su propio hogar.
Pero te borraste, y a partir de esa reculada comprendiste que mientras Ochoa
estuviera al frente de la unidad, estabas liquidado. Ahora te servís whisky, por más
que no te gusta empezar tan temprano. Pero no te tortures, torturador; no es
posible que de una sola vez te quedes sin Mozart y sin whisky. Por lo menos el
whisky tiene menos exigencias que Mozart. Al menos, para disfrutar cada trago,
no es imprescindible que tengas la conciencia tranquila. Más aún, mala conciencia
con dos cubitos de hielo, es una bella combinazione, como bien dice el capitán
Cardarelli, de tu derecha, cuando se concede una tregua a medianoche, después
de administrar una compleja sesión de picana en paladar, submarino seco y
trompadas en los riñones. ¿Alguna vez pensaste qué habría sido de vos si te
hubieras negado? Claro que lo pensaste. Y tenés datos muy cercanos y
esclarecedores: la brutal sanción al teniente Ramos y la humillante degradación
del capitán Silva, de tu izquierda. Ellos no se animaron a hacerse cargo del trabajo
mugriento, no se autorizaron a sí mismos aunque con esa decisión mandaran su
carrera a la mierda. O quizá fueron simplemente decentes, andá a saber.
Decentes e indisciplinados. Una pregunta por el millón: ¿Hasta dónde te llevará tu
sentido de disciplina, capitán Montes? ¿Te llevará a cometer más crímenes en
nombre de otros? ¿A rehuir tu imagen en los espejos? ¿Hasta dónde te llevará tu
sentido de disciplina, capitancito Montes? ¿A ir cancelando tu capacidad de amor?
¿A convertir tus odios en rutina? ¿O a permitir que tu rutina agreda, hiera, perfore,
fracture, viole, ampute, asfixie, inmole? ¿A lograr que cada inmolación te deje más
reseco, más frío, más podrido, más inerte? ¿Hasta dónde te llevará tu sentido de
disciplina, capitán, capitancito? ¿Pensaste alguna vez que el sancionado Ramos y
el degradado Silva acaso puedan escuchar a Mozart, o a Troilo [o a quien se les
dé en los forros], aunque sea en la memoria? Ahora que por fin ha vuelto Jorgito y
se acerca a besarte, no estaría mal que pensaras en él. ¿Crees que con el tiempo
tu hijo te perdonará lo que ahora ignora? A lo mejor lo querés. A tu manera, claro.
Pero tu manera también ha cambiado. Antes eras franco con él. La rígida
disciplina no sólo te había inculcado el rigor, sino algo que vos llamabas, sin
precisión alguna, la verdad. Antes, en el cuartel empuñabas tus armas sólo para
ejercicios, simulacros. Y en tu casa empuñabas la verdad, también para ejercicios,
simulacros. Cuando sorprendías a Jorgito en una insignificante mentira,
descargabas en él tu cólera sagrada. Tu santísima trinidad estaba integrada por
Dios, el Comandante en Jefe, y la Verdad. Muchas veces le pegaste a Jorgito
porque se le había quedado a Amanda con un mísero vuelto, o porque decía
saber la tabla del siete y no era cierto. Hace tanto, y en realidad tan poco, de esos
arranques. La subversión era todavía atendida en la órbita meramente policial, y
ustedes seguían tomando mate en los cuarteles. Pero esas veces en que el botija
recibió sin una lágrima las primeras trompadas de su vida, fueron ¿te acordás?
inevitablemente seguidas por las primeras y frustráneas noches en que no fuiste
capaz de seguir escuchando a Mozart. En una ocasión hasta perdiste la calma, y,
ante el estupor de Amanda, hiciste añicos el concierto para flauta y orquesta, y
como consecuencia de la rabieta hubo que reparar el Garrard. Pero hace mucho
que te borraste de la verdad. La santísima trinidad se redujo a una dualidad
todavía infalible: Dios y el Comandante en Jefe. Y no es demasiado aventurado
pronosticar desde ya la unidad final: el Comandante en Jefe a secas. Ahora no le
exigís perentoriamente a Jorgito que te cuente la verdad estricta, inmaculada,
despojada de adornos y disimulos, quizá porque jamás te atreverías a decirle la
verdad, la escandalosamente sucia verdad de tu trabajo. Pensar, capitán Montes,
capitancito, que podías haber seguido durmiendo la siesta, y en ese caso aún no
habrías enfrentado [quizás tendrías que enfrentarla mañana, aunque nunca se
sabe cómo funcionan en los chicos las claves del olvido] la pregunta que en este
instante te formula tu hijo, sentado frente a vos en la silla negra: «Pa, ¿es cierto
que vos torturás?» Y tampoco te habrías visto obligado, como ahora, después de
tragar fuerte, a responder con otra pregunta: «¿Y de dónde sacaste eso?», aun
sabiendo de antemano que la respuesta de Jorgito va a ser: «Me lo dijeron en la
escuela.» Y claro, decís, masticando cada sílaba: «No es cierto. No es cierto como
te lo dijeron. Pero, hijito, tenés que comprender que estamos luchando con gente
muy pero muy peligrosa que quiere matar a tu papá, a tu mamá, y a muchas otras
personas que vos querés. Y a veces no hay más remedio que asustarlos un poco,
para que confiesen las barbaridades que preparan.» Pero él insiste: «Está bien,
pero vos... ¿torturás?» Y de pronto te sentís cercado, bloqueado, acalambrado.
Sólo atinás a seguir preguntando: «¿Pero a qué le llamás tortura?» Jorgito está
bien informado para sus ocho años: «¿Cómo a qué? Al submarino, pa. Y a la
picana, y al teléfono.» Por primera vez esas palabras te taladran, te joden. Sentís
que te ponés rojo, y no tenés modo de evitarlo. Rojo de rabia, rojo de vergüenza.
Intentás recomponer de apuro cierta imagen de serenidad, pero sólo te sale un
balbuceo: «¿Se puede saber cuál de tus compañeritos te mete esas porquerías en
la cabeza?» Pero ya lo ves, Jorgito está implacable: «¿Para qué querés saberlo?
¿Para hacer que lo torturen?» Eso es demasiado para vos. De pronto advertís no
sabés exactamente si horrorizado o estupefacto que te has vaciado de amor.
Depositás sobre la alfombrita marrón el vaso con el resto de whisky, y empezás a
caminar, a pasos lentos y marcados. Jorgito sigue en la silla negra, con sus verdes
ojos cada vez más inocentes y despiadados. Das un largo rodeo para situarte
detrás del respaldo, acariciás con ambas manos aquel pescuezo desvalido,
exculpado, con pelusa y lunares, y empezás a decirle: «No hay que hacer caso,
hijito, la gente a veces es muy mala, muy mala. ¿Entiende, hijito?» Y no bien el
pibe dice con cierto esfuerzo: «Pero pa», vos seguís acariciando esa nuca,
oprimiendo suavemente esa garganta, y luego, renunciando [ahora sí] para
siempre a Mozart, apretás, apretás inexorablemente, mientras en la casa linda y
desolada sólo se escucha tu voz sin temblores: «¿Entendiste, hijito de puta?»

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