Lectura 17 Hobbes, Thomas, Leviatán, o La Materia, Forma y Poder de Una República Eclesiástica y Civil, Capítulos XIII, XVII y XVIII
Lectura 17 Hobbes, Thomas, Leviatán, o La Materia, Forma y Poder de Una República Eclesiástica y Civil, Capítulos XIII, XVII y XVIII
Lectura 17 Hobbes, Thomas, Leviatán, o La Materia, Forma y Poder de Una República Eclesiástica y Civil, Capítulos XIII, XVII y XVIII
LEVIATÁN
O la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil 1
[…]
Capítulo XIII
De la condición natural del género humano, en lo concerniente a su felicidad y miseria
La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades corporales y mentales que, aunque a veces
pueda encontrarse a un hombre manifiestamente más fuerte de cuerpo, o más sagaz de entendimiento que otro,
aun así, cuando se considera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan considerable como para
que uno de ellos pueda reclamar para si beneficio alguno que no pueda el otro pretender. Porque en lo
relacionado con la fuerza corporal, aun el más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte, ya sea
mediante maquinaciones secretas o confederándose con otros que se encuentren en el mismo peligro en el que él
se encuentra.
En cuanto a las facultades mentales (dejando a un lado las artes fundadas sobre las palabras y, en particular,
la destreza de actuar según reglas generales e infalibles, lo que se llama ciencia, arte que pocos tienen, y para
muy pocas cosas, ya que no se trata de una facultad natural, o nacida con nosotros, ni adquirida, como la
prudencia, cuando perseguimos alguna otra cosa) encuentro aún mayor igualdad entre los hombres que en lo
referente a la fuerza. Pues la prudencia no es sino experiencia, cosa que todos los hombres alcanzan por igual, en
tiempos iguales, y en aquellas cosas a las cuales por igual se consagran. Lo que acaso puede hacer increíble tal
igualdad, no es sino una vanidosa fe en la propia sabiduría, que la mayoría de los hombres piensan poseer en
mayor grado que el común de la gente, esto es, que todo hombre salvo él mismo y, unos pocos otros, a quienes
por causa de la fama o por estar de acuerdo con ellos reconocen su mérito. Tal es, en efecto, la naturaleza de los
hombres que si bien reconocen que otros son más sagaces, más elocuentes o más instruidos, difícilmente creerán
sin embargo, que haya muchos tan sabios como ellos mismos, ya que cada uno ve su propio talento a la mano y
el de los demás hombres a distancia. Pero esto prueba que los hombres son en este punto más bien iguales que
desiguales. Pues generalmente no hay un signo más claro de la igual distribución de alguna cosa que el hecho de
que cada hombre esté satisfecho con lo que le ha correspondido.
De esta igualdad de capacidades surge la igualdad de esperanza de alcanzar nuestros fines. Y, por lo tanto, si
dos hombres desean la misma cosa, que sin embargo no pueden ambos gozar, se vuelven enemigos y en el
camino hacia su fin (que es, principalmente, su propia conservación y a veces solo su placer) se esfuerzan
mutuamente en destruirse o subyugarse. De aquí que un agresor no teme otra cosa que el poder singular de otro
hombre; si alguien planta, siembra, construye o posee un lugar adecuado, puede esperarse que, probablemente,
vengan otros con sus fuerzas unidas, para desposeerle y privarle, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de
su vida o de su libertad. Y el invasor, a su vez, se encuentra en el mismo peligro con respecto a otros.
Dada esta situación de inseguridad mutua, no hay para el hombre una forma más razonable para protegerse a
si mismo, que la anticipación, es decir, dominar por medio de la fuerza o de la astucia a tantos hombres como se
pueda, durante el tiempo preciso, hasta el punto de no ver otro poder lo bastante grande como para amenazarle.
Esto no es otra cosa sino lo que requiere su propia conservación, y es generalmente admitido. Como algunos se
complacen en contemplar su propio poder en los actos de conquista, llevándolos más lejos de lo que su propia
seguridad requeriría, otros, que en diferentes circunstancias serán felices manteniéndose dentro de límites
modestos, si no incrementasen su poder por medio de la invasión, no podrán subsistir durante mucho tiempo,
1
La traducción de los siguientes fragmentos del Leviatán –cuya primera edición data de 1651– ha sido realizada por Nelson
Camilo Sánchez y Andrés Abel Rodríguez a partir del texto en inglés que aparece en el tomo tercero de las obras completas
editadas por Molesworth (Thomas Hobbes, The English works of Thomas Hobbes of Malmesbury [ed. de Sir William
Molesworth], London: J. Bohn, 1839-1845).
permaneciendo sólo a la defensiva. En consecuencia, siendo necesario para la conservación de un hombre el
incremento de su dominio sobre sus semejantes, debe asimismo serle permitido.
Por lo demás, los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado)
agrupándose cuando no existe un poder capaz de imponerse sobre todos ellos. Pues cada hombre considera que
su compañero debe valorarlo del mismo modo que él se valora a sí mismo. Y ante cualquier señal de desprecio o
subestimación es natural que se esfuerce hasta donde se atreva (lo cual es suficiente, entre quienes no tienen un
poder común que los sujete, para hacerlos que se destruyan mutuamente) en obtener de sus rivales, infligiéndoles
algún daño, una valoración más alta, obteniéndola de los demás mediante el ejemplo.
Así pues, hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. La primera, la
competencia; la segunda, la desconfianza; la tercera, la gloria.
La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para obtener
seguridad; y la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para hacerse dueño de las
personas, esposas, hijos y ganados de otros hombres; la segunda para defenderlos; la tercera recurre a la fuerza
por motivos insignificantes como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, y cualquier otro signo de
subestimación, ya sea directamente de su persona o de modo indirecto en su descendencia, sus amigos, su
nación, su profesión o su apellido.
Es por ello manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice
a todos, están en aquella condición o estado que se llama guerra. Una guerra de todos contra todos. Pues la
guerra no consiste solamente en batallas, o en el acto de luchar, sino que se da durante el tiempo en que la
voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Y, por ende, la noción de tiempo debe considerarse respecto
a la naturaleza de la guerra, de la misma forma que lo está respecto a la naturaleza del clima. Pues así como la
naturaleza del mal tiempo no radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión a la lluvia durante varios días,
así la naturaleza de la guerra consiste no en el hecho de la lucha, sino en la disposición manifiesta a ella durante
todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz.
Por consiguiente, todo aquello que es consustancial al tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es
enemigo de los demás, es también natural al tiempo en que los hombres viven sin más seguridad que la que
proporciona su propia fuerza y su propia inventiva. En tal condición no hay lugar para la industria, ya que su
fruto es inseguro; por consiguiente tampoco hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los bienes que
pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover los
objetos que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni
letras, ni sociedad; y, lo que es peor de todo, existe miedo continuo y peligro de muerte violenta; y para el
hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta.
Quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la naturaleza disocie de tal manera a los hombres y
les haga capaces de invadirse y destruirse mutuamente. Y puede ocurrir que no confiando en esta inducción
derivada de las pasiones, desee confirmarla con la experiencia. Entonces, haced que se considere a si mismo en
aquellos casos en que se procura armas y trata de ir bien acompañado cuando viaja; que tranca sus puertas
cuando se va a dormir; que guarda cerrojo a sus arcones incluso en su propia casa; y todo esto aun sabiendo que
existen leyes y funcionarios públicos armados para vengar todos los daños que le hagan. ¿Qué opinión tiene de
sus prójimos cuando cabalga armado; de sus vecinos cuando cierra sus puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando
cierra sus arcas? ¿No acusa así a la humanidad con sus actos, como yo lo hago con mis palabras? Pero ninguno
de nosotros acusa con ello a la naturaleza humana. Los deseos y otras pasiones del hombre no son en si mismos
pecado. No lo son tampoco los actos que proceden de esas pasiones, hasta que conste que una ley las prohibe.
Los hombres no pueden conocer las leyes antes de que sean hechas, ni puede hacerse ley alguna hasta que los
hombres acuerden la persona que debe promulgarla.
Quizás pueda pensarse que jamás existió tal tiempo o situación en que se diera una guerra semejante. En
efecto, yo creo que nunca ocurrió generalmente así, en todo el mundo. Pero hay varios lugares en donde se vive
ahora de ese modo. Los pueblos salvajes en varios territorios de América, con la excepción de pequeñas familias
cuya concordia depende de la lujuria natural, carecen de gobierno alguno y viven actualmente de la brutal
manera a la que me he referido. De cualquier forma, puede preverse cuál será el género de vida cuando no exista
un poder común que temer, pues el modo de vida de los hombres que antes vivían bajo un gobierno pacífico
suele degenerar en una guerra civil.
Pero aunque nunca hubiere existido un tiempo en el que los hombres particulares estuvieran en una situación
de guerra de uno contra otro, en todas las épocas los reyes y personas revestidas con autoridad soberana, celosos
de su independencia, se encuentran en estado de enemistad continua, apostados como gladiadores, con las armas
apuntando y los ojos fijos en los demás. Es decir, con sus fuertes guarniciones y cañones en guardia en las
fronteras de sus reinos, con espías entre sus vecinos, lo cual implica una actitud de guerra. Pero como también
defienden la industria de sus súbditos, no se sigue de ello aquella miseria que acompaña a la libertad de los
hombres particulares.
De esta guerra de todos contra todos es consecuencia que nada puede ser injusto. Las nociones de bien y mal,
justicia e injusticia no tienen allí lugar. Donde no hay poder común, no existe la ley. Donde no hay ley, no hay
justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales. Justicia e injusticia no son facultades
ni del cuerpo ni de la mente. Si lo fueran, podrían estar en un hombre que estuviera solo en el mundo, como sus
sentidos y pasiones. Aquellas son cualidades relativas al hombre en sociedad, no en estado so1itario. Es natural
también que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni distinción entre lo mío y lo tuyo; sólo
pertenece a cada uno lo que puede tomar, y por tanto tiempo como pueda conservarlo. Hasta aquí lo que se
refiere a la miserable condición en que el hombre se encuentra por obra de la simple naturaleza; aunque con la
posibilidad de salir de ese estado, en parte por sus pasiones, en parte por su razón.
Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son el temor a la muerte, el deseo de las cosas que son
necesarias para una vida confortable y la esperanza de obtenerlas a través de su trabajo. La razón sugiere
adecuadas normas de paz, a las cuales pueden llegar los hombres por mutuo consenso. Estas normas son las que
en otro sentido se denominan leyes de la natura1eza. A ellas voy a referirme, más concretamente, en los dos
capítulos siguientes.
[...]
La causa final, fin o designio de los hombres (quienes por naturaleza aman la libertad y el dominio sobre los
demás) al introducir esta restricción sobre si mismos, en la que los vemos vivir formando Repúblicas, es el
cuidado de su propia conservación y, por añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, su deseo de
abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como lo hemos demostrado, es consecuencia necesaria de
las pasiones naturales de los hombres, siempre que no exista poder visible que los tenga a raya y los sujete por
temor al castigo, al cumplimiento de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza expuestas en los
capítulos XIV y XV.
Las leyes de naturaleza, como las de justicia, equidad, modestia, gracia y, en suma, la de haz a otros lo que
quieras que otros hagan por ti, son por si mismas, cuando no existe el temor a un determinado poder que motive
su observancia, contrarias a nuestras pasiones naturales, que nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la
venganza y a cosas semejantes. Los pactos que no están respaldados con la espada no son más que palabras, sin
ninguna fuerza en absoluto para proteger al hombre. En consecuencia, a pesar de las leyes de naturaleza (que
cada uno cumple cuando tiene la voluntad de cumplirlas, cuando con seguridad y sin riesgo puede hacerlo), si no
se ha instituido un poder o no es suficientemente grande para nuestra seguridad, cada hombre confiará
únicamente, y podrá hacerlo legítimamente, en su propia fuerza y destreza para protegerse de los demás
hombres. En todos aquellos lugares en donde los hombres han vivido en pequeñas familias, robarse y despojarse
unos a otros ha sido un comercio, y lejos de considerarse contra la ley de la naturaleza, cuanto mayor era el botín
obtenido, tanto mayor era el honor. Entonces los hombres no observaban otras leyes que las leyes del honor,
consistentes en abstenerse de la crueldad, respetando a los hombres sus vidas e instrumentos de labranza. Y así
como entonces lo hacían las pequeñas familias, así ahora las ciudades y reinos, que no son sino familias más
grandes, para su propia seguridad amplían sus dominios y, bajo el pretexto de peligro y temor de invasión, o bajo
el de la asistencia que puede prestarse a los invasores, precisamente se esfuerzan cuanto está a su alcance para
someter o debilitar a sus vecinos, mediante la fuerza abierta o las artes secretas, a falta de otra garantía; y en
tiempos posteriores estos hechos son recordados con honor.
Tampoco les proporciona esta seguridad agruparse en un pequeño número, porque en reducidos números,
adiciones pequeñas de una parte o de otra hacen tan grande la ventaja de la fuerza que son suficientes para
conducir a la victoria, y esto alienta la invasión. La multitud suficiente para confiarle los efectos de nuestra
seguridad no está determinada por un número preciso, sino por la comparación con el enemigo a quien tememos;
por eso, es suficiente cuando la superioridad del enemigo no es tan visible y manifiesta como para intentar el
acontecimiento de la guerra.
Y aunque haya una gran multitud, si sus acuerdos están dirigidos según sus particulares juicios y particulares
apetitos, de ella no puede esperarse defensa ni protección contra un enemigo común ni contra las mutuas
ofensas. Porque al discrepar en las opiniones relativas al mejor uso y aplicación de su fuerza, los individuos que
componen esa multitud no se ayudan unos a otros sino que se obstaculizan, y por esa mutua oposición reducen
su fuerza a la nada. Como consecuencia, son fácilmente sometidos por unos pocos que se encuentran en perfecto
acuerdo. Esto sin contar que cuando no existe un enemigo común, se hacen la guerra unos a otros motivados por
intereses particulares. Si pudiéramos suponer una gran multitud de individuos, conformes con la observancia de
la justicia y de otras leyes de naturaleza, pero sin un poder común para mantenerlos limitados, podríamos
igualmente suponer que toda la humanidad hiciera lo mismo, y entonces no existiría, ni sería preciso que
existiera, ningún gobierno civil o República en absoluto, porque la paz existiría sin ningún sometimiento.
Tampoco es suficiente para la seguridad perpetua deseada por los hombres, que estén gobernados y dirigidos
por un solo criterio durante un tiempo limitado, como sucede en una batalla o en una guerra. En efecto, aunque
obtengan una victoria por su unánime esfuerzo contra un enemigo extranjero, más tarde, cuando ya no tengan un
enemigo común, o cuando para unos sea considerado un enemigo pero para otros un amigo, necesariamente se
disuelven por la diferencia de sus intereses, y nuevamente acaban en situación de guerra.
Es cierto que determinadas criaturas vivientes, como las abejas y las hormigas, viven en forma sociable entre
sí (por cuya razón Aristóteles las enumera entre las criaturas políticas), aunque no tengan dirección alguna
distinta de sus particulares juicios y apetitos, ni posean la facultad del discurso mediante la cual una puede
significar a otra lo que considera adecuado para el beneficio común. Por ello, algunos se preguntan por qué la
humanidad no puede hacer lo mismo. A lo cual contesto:
Primero, que los hombres están en continua competencia de honores y dignidad y aquellas criaturas no. A
ello se debe que entre los hombres surja, por esta causa, la envidia y el odio, y finalmente la guerra, mientras que
entre aquellas criaturas esto no sucede.
En segundo lugar, que entre esas criaturas el bien común no difiere del individual, y aunque por naturaleza
propenden a su beneficio privado, se procuran con esto el beneficio común. Pero el hombre, cuyo goce consiste
en compararse a sí mismo con los demás hombres, no puede disfrutar otra cosa sino lo que es eminente.
En tercer lugar, que al no tener estas criaturas, a diferencia del hombre, uso de razón, no ven, ni piensan que
ven ninguna falta en la administración de su negocio común. En cambio, entre los hombres hay muchos que se
creen más sabios y capaces para gobernar la cosa pública que el resto, y se esfuerzan por reformar e innovar,
unos de cierta manera, otros de otra diferente, causándose perturbación y guerra civil.
En cuarto lugar, que si bien en cierto modo estas criaturas tienen voz para darse a entender unas a otras sus
sentimientos, carecen del arte de la palabra por medio del cual los hombres pueden manifestar a otros lo que es
Dios, en comparación con el demonio, y lo que es el demonio en comparación con Dios, y aumentar o disminuir
la grandeza aparente de la bondad y de la maldad, sembrando el descontento entre los hombres y turbando su
tranquilidad a su antojo.
En quinto lugar, las criaturas irracionales no pueden distinguir entre injuria y daño; por consiguiente,
mientras están a gusto no son ofendidas por sus semejantes. En cambio, el hombre se encuentra más trastornado
cuanto más complacido está, porque es entonces cuando le encanta mostrar su sabiduría y controlar las acciones
de quien gobierna la República.
Por último, el acuerdo de esas criaturas es natural, mientras que el de los hombres lo es únicamente por pacto,
es decir, de modo artificial. Por consiguiente, no debe asombrar que además del pacto, se requiera algo más que
haga al convenio constante y obligatorio. Ese algo es un poder común que los mantenga en el temor y dirija sus
acciones hacia el beneficio común.
El único medio de erigir semejante poder común capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y
contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia industria y por los frutos de la tierra
puedan alimentarse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fuerza a un hombre o a una
asamblea de hombres, que por pluralidad de votos pueda reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a
elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad, y que cada uno considere como
propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquier cosa que haga o promueva aquel que representa su
persona, en aquellas materias que se relacionan con la paz y la seguridad común, y que además sometan las vo-
luntades de cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o
concordia: es una verdadera unidad de todo ello en una y la misma persona, instituida mediante el pacto de cada
hombre con los demás, de tal forma como si cada uno dijera a los demás: autorizo y transfiero a este hombre o
asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mi mismo, con la condición de que vosotros transfiráis a él
vuestro derecho, y autoricéis todos sus actos de manera semejante. Hecho esto, la multitud así reunida en una
persona se denomina REPÚBLICA [commonwealth], en latín CIVITAS. Esta es la generación de aquel gran
LEVIATAN, o más bien –hablando con más reverencia– de aquel dios mortal, a quien debemos, bajo el Dios
inmortal, nuestra paz y defensa. Porque en virtud de esta autoridad, conferida por cada individuo particular en la
República, posee y utiliza tanto poder y fuerza que por el terror que inspira es capaz de hacer convenir las volun-
tades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos en el extranjero.
En esto consiste la esencia de la República, la cual podemos definir así: una persona de cuyos actos una gran
multitud, por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada individuo como autor, con el fin de
que pueda utilizar, como lo juzgue oportuno, la fuerza y medios de todos para asegurar la paz y defensa común.
El titular de esta persona se denomina soberano [sovereign] y se dice que tiene poder soberano; cualquier otro
es súbdito suyo.
Este poder soberano se alcanza por dos caminos. Uno por la fuerza natural, como cuando un hombre hace que
sus hijos y los hijos de éstos se sometan a su gobierno, siendo capaz de destruirlos si se rehúsan; o cuando por
actos de guerra alguien somete sus enemigos a su voluntad, concediéndoles la vida a cambio de esa sumisión. El
otro es cuando los hombres se ponen de acuerdo entre sí, voluntariamente, para someterse a algún hombre o
asamblea de hombres, confiando ser protegidos por él o ella contra todos los demás. En este último caso puede
hablarse de República política [political Commonwealth], o República por Institución [Commonwealth by
Institution], y en el primero de República por adquisición [Commonwealth by acquisition]. En primer término
voy a referirme a la República por institución.
Capítulo XVIII
De los derechos de los soberanos por institución
Se dice que una República ha sido instituida cuando una multitud de hombres convienen y pactan, cada uno
con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de hombres se le concederá, por mayoría, el derecho a
representar la persona de todos (es decir, el derecho de ser su representante). Todos ellos, tanto quienes votaron
en pro como quienes votaron en contra, autorizan todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de
hombres, igual que si fueran suyos propios, a fin de vivir pacíficamente entre sí y estar protegidos frente a otros
hombres.
De esta institución de una República se derivan todos los derechos y facultades de aquel o de aquellos a
quienes se confiere el poder soberano por el consentimiento del pueblo reunido.
En primer lugar, dado que pactan, debe entenderse que no están obligados por un pacto anterior a ninguna
cosa que contradiga lo presente. En consecuencia, quienes acaban de instituir una República quedan, en virtud de
ello, obligados por el pacto a considerar como propias las acciones y juicios de uno, y no pueden legalmente
hacer un nuevo convenio entre sí para obedecer a cualquier otro, sin su permiso, sin importar la materia de que
se trate. Y por lo mismo, quienes son súbditos de un monarca no pueden sin su consentimiento repudiar la
monarquía y volver a la confusión de una multitud disgregada, ni transferir su representación de quien la
gobierna a otro hombre o a otra asamblea de hombres. Porque están obligados cada uno respecto de cada uno, a
considerar como propio y ser reputados como autores de todo aquello que pueda hacer y considere adecuado
llevar a cabo quien es, a la postre, su soberano. Si cualquier hombre singular disintiera, todo el resto rompería su
pacto con aquel hombre, lo cual es injusticia. Y, además, cada hombre ha dado la soberanía a quien representa su
persona, y, por consiguiente, si lo expulsan toman de él aquello que es suyo y de nuevo es injusticia. Si alguien
trata de derrocar a su soberano y resulta muerto o es castigado por causa de tal tentativa, puede considerársele
como autor de su propio castigo, puesto que es por institución, autor de todo lo que realice su soberano. Y por
cuanto es injusticia para un hombre hacer algo por lo que pueda ser castigado por su propia autoridad, es también
injusto a este título. Y aunque algunos hombres, desobedientes a su soberano, han pretendido realizar un nuevo
pacto no hecho con hombres sino con Dios, esto también es injusto, porque no existe pacto con Dios sino por
mediación de algún cuerpo que represente a la persona de Dios; esto no lo hace sino el representante de Dios que
bajo él tiene la soberanía. Pero esta pretensión de pacto con Dios es una falacia tan evidente, incluso en la propia
conciencia de quien la sustenta, que no solamente es un acto de disposición injusta, sino vil e inhumana.
En segundo lugar, puesto que el derecho de representar la persona de todos se confiere a quien ha sido
constituido como soberano por todos, solamente por pacto de uno a otro y no del soberano con cada uno de ellos,
no puede el soberano transgredir el pacto por su parte, y en consecuencia ninguno de sus súbditos, fundándose en
una infracción, puede ser liberado de su sumisión. Es manifiesto que quien es erigido como soberano no efectúa
pacto alguno con sus súbditos por anticipado. Pues o bien debiera hacerlo con la multitud entera, como si ella
fuera parte del pacto, o debería hacer un pacto singular con cada hombre. Es imposible hacerlo el conjunto como
si fuera una parte, porque hasta entonces no es una persona; y si efectúa tantos pactos particulares como hombres
hay, estos pactos quedan anulados en cuanto adquiere la soberanía, porque cualquier acto que pueda ser
presentado por uno de ellos como infracción del pacto, es un acto propio y de todos los demás, dado que está
hecho en la persona y por el derecho de cada uno de ellos en particular. Además, si alguno o varios de ellos
pretendieran quebrantar el pacto hecho por el soberano en su institución, y cualquier otro de sus súbditos, o él
mismo solamente, pretendiese que no hubo tal ruptura, no existe, en este caso, juez que pueda decidir la
controversia. Por eso se vuelve de nuevo a la espada, y cada hombre recobra el derecho de protegerse a sí mismo
por su propia fuerza, contrario al designio que les induce al efectuar la institución. Es por ello inoportuno
garantizar la soberanía por medio de un pacto precedente. La opinión de que todo monarca recibe su poder del
pacto, esto es, condicionalmente, procede por no comprender esta verdad obvia, según la cual al no ser los pactos
más que palabras y aliento, no tienen fuerza para obligar, contener, constreñir o proteger a ningún hombre, sino
partiendo de la espada pública; es decir, de la liberalidad de acción de aquel hombre o asamblea de hombres que
ejercen la soberanía, cuyas acciones son obedecidas por todos y ejecutadas por la fuerza de cuantos en ella están
unidos. Pero cuando una asamblea de hombres es hecha soberana ningún hombre imagina que un pacto
semejante haya pasado a la institución, porque ningún hombre es tan necio para decir, por ejemplo, que el pueblo
de Roma hizo un pacto con los romanos para asumir la soberanía con base en tales o cuales condiciones, que de
cumplirse permitirían a los romanos deponer legítimamente al pueblo romano. Que los hombres no advierten la
razón de que ocurra lo mismo en una monarquía y en un gobierno popular, procede de la ambición de algunos,
que prefieren el gobierno de una asamblea en la cual tienen esperanzas de participar en el gobierno, que el de
una monarquía, de cuyo disfrute desesperan.
En tercer lugar, si la mayoría ha proclamado un soberano unánimemente mediante sus votos, quien disiente
debe ahora asentir con el resto, esto es, estar satisfecho con reconocer todas las acciones que realice, o bien
exponerse a ser legítimamente destruido por el resto. Pues si voluntariamente ingresó a la congregación de
quienes constituían la asamblea, declaró con ello suficientemente su voluntad y, por tanto, pactó tácitamente
estar obligado a lo que pudiera ordenar la mayoría. Por consiguiente, si se rehusa ha someterse, o protesta contra
algo de lo decretado, obra de modo contrario al pacto, y en esa medida, injustamente. Y tanto si es o no de la
congregación, y si consiente o no en ser consultado, debe o bien someterse a los decretos o bien ser abandonado
en la condición de guerra en que antes se encontraba, caso en el cual cualquier otro podría destruirlo sin
injusticia.
En cuarto lugar, en cuanto cada súbdito es, en virtud de esa institución, autor de todas las acciones y juicios
del soberano instituido, nada de lo que el soberano haga puede constituir injuria para ninguno de sus súbditos, ni
debe ser acusado de injusticia por ninguno de ellos. Pues quien hace una cosa por autorización de otro, no
comete injuria contra quien por cuya autorización actúa. Pero, en virtud de la institución de una República, todo
hombre particular es autor de todo cuanto su soberano hace y, en consecuencia, quien se queje de injuria de su
soberano, protesta contra algo que él mismo ha hecho, y en tal medida, no debe acusar a nadie salvo a sí mismo;
ni a sí mismo tampoco, porque resulta imposible injuriarse. Es cierto que quienes tienen poder soberano pueden
cometer iniquidad, pero no injusticia o injuria en sentido propio.
En quinto lugar, y derivado de lo antes dicho, ningún hombre que tenga poder soberano puede ser muerto o
castigado de otro modo por sus súbditos. Pues, considerando que cada súbdito es autor de las acciones de su
soberano, castigaría a otro por las acciones que él mismo cometió.
Puesto que el fin de esta institución es la paz y la defensa de todos, y como quien tiene derecho al fin tiene
también derecho a los medios, por derecho corresponde al hombre o asamblea que tiene la soberanía, ser juez
tanto de los medios de paz y de defensa, como también juzgar lo relativo a los obstáculos e impedimentos que se
oponen a los mismos, así como hacer todo cuanto considere necesario, bien sea por anticipado, para conservar la
paz y la seguridad, evitando la discordia en el propio país y la hostilidad del extranjero; o una vez perdidas la
paz y la seguridad, para la recuperación de la misma. En consecuencia:
En sexto lugar, es inherente a la soberanía el ser juez acerca de qué opiniones y doctrinas son adversas y
cuáles conducen a la paz; y por consiguiente, en qué ocasiones, hasta dónde y sobre qué puede confiarse en los
hombres cuando hablan a las multitudes, y quién debe examinar las doctrinas de todos los libros antes de ser
publicados. Porque los actos de los hombres proceden de sus opiniones, y en un buen gobierno de las opiniones
consiste un buen gobierno de las acciones humanas, respecto a su paz y concordia. Y aunque en materia de
doctrina nada debe considerarse sino la verdad, ello no es incompatible con una regulación de la misma mediante
la paz. Porque la doctrina que está en contradicción con la paz no puede ser verdadera, tal como la paz y la
concordia no pueden oponerse a ley de la naturaleza. Es cierto que en una República donde generalmente
circulan falsas doctrinas, gracias a la negligencia o la impericia de los gobernantes y maestros, las verdades
contrarias pueden ser generalmente ofensivas. Pero ni la más repentina y brusca introducción de una nueva
verdad que pueda imaginarse, puede nunca quebrantar la paz sino que solo en algunas ocasiones suscita la
guerra. En efecto, quienes se hallan tan descuidadamente gobernados, que se atreven a alzarse en armas para
defender o introducir una opinión, están aún en guerra, y su estado no es la paz, sino solo un cese de hostilidades
por temor recíproco; y viven como si estuviesen continuamente en la preparación de la batalla. En consecuencia,
corresponde a quien tiene poder soberano ser juez o nombrar a todos los jueces sobre opiniones y doctrinas como
elemento necesario para la paz, previniendo así la discordia y la guerra civil.
En séptimo lugar, es inherente a la soberanía todo el poder de prescribir las leyes en virtud de las cuales
cualquier hombre puede saber qué bienes puede disfrutar y qué acciones puede hacer sin ser molestado por
ninguno de los demás súbditos. Esto es lo que los hombres llaman propiedad. De hecho, antes de constituirse en
poder soberano, como ya hemos expuesto anteriormente, todos los hombres tenían derecho a todas las cosas, lo
cual causa necesariamente la guerra; y, en consecuencia, siendo esta propiedad necesaria para la paz y
dependiendo del poder soberano, el acto de este poder está dirigido a asegurar la paz pública. Las normas de
propiedad (o meum y tuum) y de lo bueno y lo malo, lo legítimo y lo ilegítimo en las acciones de los súbditos son
las leyes civiles, es decir, leyes de cada república en particular, aunque el nombre de ley civil se restringe ahora a
las antiguas leyes civiles de la ciudad de Roma, pues siendo cabeza de una gran parte del mundo, sus leyes en
aquella época fueron, en dichos territorios, la ley civil.
En octavo lugar, corresponde a la soberanía el derecho de enjuiciamiento, es decir, de escuchar y decidir
todas las controversias que puedan surgir respecto a la ley, tanto civiles como naturales, o concernientes a
cuestiones de hecho. Pues sin decisión de las controversias no existe protección para un súbdito frente a las
injurias de otro, las leyes concernientes a lo meum y tuum son vanas y en cada hombre permanece, por el apetito
natural necesario de su propia conservación, el derecho de protegerse a si mismo con su fuerza privada, que es
condición de la guerra, situación contraria al fin para el cual se constituye toda República.
En noveno lugar, es inherente a la soberanía el derecho de hacer la guerra y la paz con otras naciones y
repúblicas, esto es, de juzgar cuándo es para el bien público y qué cantidad de fuerzas deben ser reunidas,
armadas y pagadas para tal fin, y cuánto dinero ha de recaudarse de los súbditos para sufragar los costos de tal
empresa. Porque el poder mediante el cual las personas han de ser defendidas consiste en sus ejércitos, y la
fortaleza de un ejército radica en la unión de sus fuerzas bajo un mando, mando que compete al soberano
instituido, porque el mando de las milicias sin otra institución convierte en soberano a quien lo detenta. Y, en
consecuencia, sea quien fuere designado general de un ejército, quien tiene el poder soberano es siempre
generalísimo.
En décimo lugar, corresponde a la soberanía la capacidad de elegir todos los consejeros, ministros,
magistrados y funcionarios, tanto en tiempos de paz como de guerra. Dado que si el soberano está encargado de
realizar el fin que es la paz y defensa común, se supone que tiene el poder para usar tales medios en la forma que
considere más oportuno para su propósito.
En undécimo lugar, se asigna al soberano el poder de recompensar con riquezas y honor, y el de castigar con
pena corporal o pecuniaria, o con la ignominia, a cualquier súbdito, de acuerdo con la ley previamente
establecida por él, o si no existiere ley, de acuerdo con lo que considere más conveniente para estimular el
servicio de los hombres a la República, o para disuadirles de servir mal a la misma.
Por último, considerando qué valores acostumbran los hombres a asignarse a sí mismos, qué respeto exigen
de los demás, y cuán poco valoran otros hombres, todo lo cual es constante motivo de emulación, querellas,
facciones y, por último, de guerras entre ellos hasta destruirse unos a otros o disminuir su fuerza frente a un
enemigo común, es necesario que existan leyes de honor y una escala pública de la capacidad de los hombres
que han servido o son aptos para servir bien a la República, y que haya fuerza en manos de alguien capaz de
hacer ejecutivas esas leyes. Pero siempre se ha evidenciado que es inherente a la soberanía no solamente la
milicia entera, o las fuerzas de la República, sino también el enjuiciamiento de todas las controversias.
Consecuentemente, corresponde al soberano otorgar títulos de honor y señalar qué orden y dignidad debe
corresponder a cada hombre, y qué signos de respeto en reuniones públicas o privadas se darán unos a otros.
Estos son los derechos que constituyen la esencia de la soberanía, y son los signos mediante los cuales puede
un hombre discernir en qué hombre o asamblea de hombres está situado y reside el poder soberano. Son estos
derechos intransmisibles e inseparables. El poder de acuñar moneda, de disponer del patrimonio y de las
personas de los infantes herederos, de tener opción de compra en los mercados y todas las demás prerrogativas
estatales pueden transferirse por el soberano, y retener, no obstante, el poder de proteger a sus súbditos. Pero si
el soberano transfiere la milicia, retiene en vano la capacidad de juzgar, porque no podrá ejecutar sus leyes; o si
se desprende del poder de acuñar moneda, la milicia es inútil; y si abandona el gobierno de las doctrinas, los
hombres serán empujados a la rebelión por el temor a los espíritus. Así, si consideramos cualquiera de los
mencionados derechos, veremos al instante que la conservación de los demás no producirá efecto en la
conservación de la paz y de la justicia, bien para el cual se instituyen todas las repúblicas. A esta división se
alude cuando se dice que un reino dividido en sí mismo no puede subsistir. Pues si esta división no precede,
nunca podría sobrevenir la división en ejércitos contrapuestos. Si no hubiese existido primero una opinión
admitida por la mayor parte de Inglaterra de que estos poderes estaban divididos entre el rey, los Lores y la
Cámara de los Comunes, el pueblo nunca hubiera estado dividido, y nunca hubiera sobrevenido esta guerra civil,
primero entre los que estaban en desacuerdo en política y, después, entre quienes disentían acerca de la libertad
religión; y ello ha instruido a los hombres de tal modo en este punto de derecho soberano, que hay pocos en
Inglaterra que no advierten cómo estos derechos son inseparables y cómo tales serán reconocidos generalmente
cuando muy pronto retorne la paz. Y así continuarán hasta que sus miserias sean olvidadas, y solo el vulgo
considerará mejor que así haya ocurrido.
Y puesto que son derechos esenciales e inseparables, se sigue necesariamente que cualquiera que sea la forma
en que alguno de ellos haya sido cedido, la cesión es nula si el mismo poder soberano no los ha otorgado en
términos directos, y el nombre del soberano no ha sido manifestado por los cedentes al cesionario. Porque
aunque el soberano haya cedido todo lo posible, si mantiene la soberanía, todo queda restaurado e
inseparablemente unido a ella.
Siendo indivisible y estando inseparablemente vinculada esta gran autoridad a la soberanía, poco lugar queda
para la opinión de quienes dicen que si bien los reyes soberanos son singulis majores, o sea de mayor poder que
cualquiera de sus súbditos, son universis minores, es decir, de menor poder que todos ellos juntos. Pues si todos
juntos no significa el cuerpo colectivo como una persona, entonces todos juntos y cada uno significan lo mismo,
y la expresión es absurda. Pero si por todos juntos comprenden una persona (cuya representación es asumida por
el soberano), entonces el poder de todos ellos juntos es idéntico al poder del soberano y, una vez más, la
expresión es absurda. Este absurdo es visto con suficiente claridad cuando la soberanía radica en una asamblea
del pueblo, pero no lo advierten en un monarca, y, a pesar de todo, el poder de la soberanía es el mismo, esté
donde esté.
Como sucede con el poder, también el honor del soberano debe ser mayor que el de cualquiera o el de todos
sus súbditos. Porque en la soberanía está la fuente del honor. Las dignidades de lord, conde, duque y príncipe
son sus creaciones. Y como en presencia del dueño todos los sirvientes son iguales y sin honor alguno, así son
también los súbditos en presencia del soberano. Y aunque cuando no están en su presencia, parecen unos más y
otros menos, delante de él no son sino como las estrellas en presencia del sol.
Puede objetarse aquí que la condición de los súbditos es muy miserable, al estar sometidos a los caprichos y
otras irregulares pasiones de aquel o aquellos en cuyas manos reside tan ilimitado poder. Comúnmente quienes
viven sometidos a un monarca piensan que esto es un defecto de la monarquía, y los que viven bajo un gobierno
democrático o de otra asamblea soberana atribuyen todos los inconvenientes a esa forma de gobierno. En
realidad, el poder es mismo en todas sus formas, con tal que éstas sean lo bastante perfectas para protegerlos.
Olvidan entonces que la condición del hombre nunca puede verse libre de una u otra incomodidad, y que lo más
grande que puede sucederle al pueblo en general, en cualquier forma de gobierno, es apenas perceptible si se le
compara con las miserias y horribles calamidades que acompañan a una guerra civil, o con esa disoluta
condición de los hombres sin señor, sin sujeción a leyes y sin un poder coercitivo capaz de atar sus manos,
apartándoles de la rapiña y de la venganza. No se considera que la mayor presión de los gobernantes soberanos
no procede del deleite o del derecho que pueden esperar dañando o debilitando a sus súbditos, en cuyo vigor
consiste su propia fuerza y gloria, sino de su misma obstinación, que contribuyendo involuntariamente a la
propia defensa hace necesario para los gobernantes obtener de sus súbditos cuanto les es posible en tiempo de
paz, para que puedan tener medios, en cualquier emergencia o en necesidades repentinas, para resistir o
aprovecharse de sus enemigos. Porque todos los hombres están dotados por naturaleza con lentes de aumento (a
saber, sus pasiones y su egoísmo), a través de los cuales cualquier pequeña contribución aparece como un gran
agravio. Por el contrario, están desprovistos de aquellos otros lentes prospectivos (a saber, la moral y la ciencia
civil) para ver las miserias que penden sobre ellos y que no pueden ser evitadas sin tales aportes.