Tema 01 Revelacion Natural de Dios
Tema 01 Revelacion Natural de Dios
Tema 01 Revelacion Natural de Dios
1. EL PROBLEMA DE DIOS1
Es propio del hombre ser un buscador Absoluto. Esa bú squeda constituye precisamente
una característica inequívoca de una vida verdaderamente humana. El hombre no se colma sin
buscar y preguntarse por los afanes de su vida, del sentido y la finalidad de su vida y de su
inserció n en el mundo, de su ser. “Mas ¿por qué pregunta el hombre? ¿Por qué tiene que buscar y
preguntar, por qué no está ya contento con lo que dicen y ofrecen las cosas de su contorno
inmediato?
Evidentemente, porque percibe y sabe que las cosas no son portadoras de sí mismas, que
no son ya su sentido por sí mismas, sino que señ alan mas allá de sí mismas… El hombre vive la
relatividad interna, dependencia, limitació n y cará cter transitorio de todas las cosas y de la propia
vida, y pregunta, a través de ellas, por una razó n absoluta, independiente, ilimitada e imperecedera
de su ser y sentido, razó n que soporta y hace posible todo”.
Queriendo o sin querer, el hombre siempre busca el absoluto; lo expresó grá ficamente
Jaspers: “Si suprimo algo que es absoluto para mi, automá ticamente otro absoluto ocupa su puesto”.
Se trata de un signo de la vida intelectual, que Kant consideraba como característica inevitable:
Dios es el concepto má s difícilmente alcanzable, pero al mismo tiempo el má s inevitable de la razó n
especulativa humana. Y Hegel llegó a señ alar que decir que no deba realizarse el recorrido del
mundo a Dios, de lo finito al Infinito, es decir que no se debe pensar. Tomá s de Aquino señ alaba
que conocer la verdad es lo que anima nuestra vida intelectual, ya que nos impulsa a conocer la
causa final de nuestros conocimientos: “El fin ú ltimo del hombre y de toda sustancia intelectual se
llama felicidad o bienaventuranza; pues esto es lo que desea como fin ú ltimo toda sustancia
intelectual, y lo desea de por sí. En consecuencia, la bienaventuranza y felicidad ultima de cualquier
sustancia intelectual es conocer a Dios”.
Ello es así porque el sentido y valor de toda verdad tiene su ú ltimo fundamento en
la verdad primera en la que el Absoluto consiste, y el espíritu humano no se tranquiliza hasta
reposar en esa verdad suma que es Dios. Esa bú squeda de Dios ú nicamente se aquietará con su
encuentro y posesió n, a tenor de las conocidas palabra de San Agustín: “Nos hiciste, Señ or, para Ti,
y nuestro corazó n está inquieto hasta que descanse en Ti”.
El anterior espigueo de textos muestra la centralidad del problema de Dios para el hombre;
hasta tal punto es así que ha sido señ alado con justeza que afrontar la cuestió n de la existencia de
Dios es “el problema de los problemas”, o mejor, “el esencial del hombre esencial, por el cual
cualquier otro problema de la existencia adquiere la ultima claridad (la ética, el derecho, la
economía)”. En la solució n de ese problema el hombre compromete su vida entera, en una
determinada orientació n, y fundamenta su conducta.
De hecho, histó ricamente, todos los filó sofos han afrontado el problema de Dios, de un
modo o de otro, no ha existido ni un solo filosofo que no haya escrito sobre Dios, incluso los que con
sus principios filosó ficos pretenden no dejar lugar a Dios, desplazarlo, negarlo, decir que ha
muerto, borrar su mismo nombre, etc. “Es una característica comú n a todas las doctrinas m
etafísicas, por muy divergentes que puedan ser, es estar de acuerdo en la necesidad de hallar la
causa primera de lo que es. Llá mesele materia con Demó crito, Dios, con Plató n, Pensamiento de su
Pensamiento con Aristó teles, Uno con Plotino, Ser con todos los filó sofos cristianos, Ley Moral con
Kant, Voluntad con Schopenhauer, o bien sea la idea absoluta de Hegel, la duració n Creadora de
Bergson u otra cualquiera de las que podría citarse, siempre el metafísico es un hombre que anda a
la bú squeda, detrá s y allende toda experiencia, de un fundamento ultimo para toda experiencia
real y posible. Aun si restringimos nuestro campo de observació n a la historia de la civilizació n
occidental, es un hecho objetivo que los hombres han ambicionado tal conocimiento por má s de
veinticinco siglos y
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Las secciones uno y tres se encuentra en: GONZÁLEZ, A., Teología Natural, Pamplona: Eunsa,
1
pp 15-19.
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que, después de haber demostrado que no se debería buscarlo y de haberse comprometido a no
buscarlo más, se han encontrado a sí mismos procurá ndolo de nuevo”.
En ocasiones, sin embargo, se alude a que el problema del Absoluto tiene interés solamente
histó rico o cultural; nuestra época estaría constituida, a diferencia de épocas pasadas, por una
falta o ausencia de Dios, por una natural experiencia de estar sin Dios, o por una irrelevancia o
despreocupació n del problema del Absoluto. Sin embargo, aunque ese aná lisis de la situació n
espiritual de nuestra época fuese cierto, o incluso ese ambiente tienda a expandirse má s y más, el
problema de Dios subsiste, por cuanto la pregunta por el ú ltimo fundamento de la cosas, por el
Absoluto, jamá s tendrá termino mientras el hombre sea hombre. Zubiri ha señ alado, con palabras
plenas de fuerza expresiva, que a nadie se le oculta la gravedad suprema del problema de Dios. “La
posició n del hombre en el universo, el sentido de su vida, de sus afanes y de su historia, se hallan
internamente afectados por la actitud del hombre ante este problema. Ante él pueden tomarse
actitudes no solamente positivas, sino también negativas; pero en cualquier caso el hombre viene
íntimamente afectado por ellas, un saber sin el cual la vida tomada en su íntegra totalidad
aparecería carente de sentido.
En medio de la agitació n de nuestro tiempo, puede afirmarse, sin miedo a errar, que por
afirmaciones o por negaciones o por positivas abstenciones, nuestra época, queriéndolo o sin
quererlo, o hasta queriendo todo lo contrario, es quizá una de las épocas que má s sustancialmente
viven del problema de Dios”. Dios no es nunca un tema superado; es preciso afrontarlo. Decir lo
contrario, o evitarlo, dejá ndolo discretamente de lado, es, sencillamente, sofístico.
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EL PRIMER ARGUMENTO RACIONAL
Só crates fue condenado a muerte «porque no creía en los dioses de la ciudad», sino en un Dios
superior, y «corrompía a los jó venes» enseñ ándoles esta doctrina. ¿Qué pensaba Só crates sobre Dios?
En primer lugar no entendía có mo los dioses griegos podían tener los mismos vicios que los hombres.
Pensaba, por el contrario, en un Dios parecido al de Anaxá goras: suprema inteligencia ordenadora.
Jenofonte nos ha transmitido el razonamiento de Só crates en este punto: se trata de una
argumentació n que constituye la primera prueba racional de la existencia de Dios llegada hasta
nosotros, fundamento de todas las posteriores. Consta de varios pasos:
1. Lo que no es fruto de azar, lo que ha sido constituido con un objetivo determinado, exige una
inteligencia que lo haya producido con esa finalidad. Si observamos al hombre, vemos que sus
ó rganos está n coordinados con vistas al funcionamiento del conjunto: no pueden ser fruto de
la casualidad sino obra de una inteligencia.
2. Contra este argumento se podría objetar que conocemos a los artífices de obras humanas,
pero no vemos al creador del hombre por ningú n sitio. Sin embargo, responde Só crates, esta
objeció n carece de fundamento porque tampoco nuestra inteligencia se ve, y nadie se
atreverá a afirmar por ello que no tenemos inteligencia y que hacemos todo por azar.
3. La conclusió n socrá tica dice que el mundo y el hombre está n constituidos de tal modo que
exigen una causa inteligente para dar razó n de ellos. Con su habitual ironía, Só crates hacía
notar que en el cuerpo del hombre está n presentes pequeñ as cantidades de todos los ele-
mentos naturales que componen el Universo. Siendo así, ¿có mo podríamos pretender los
hombres habernos quedado con toda la inteligencia del mundo, negando que pueda existir
ninguna otra fuera de nosotros?
El Dios de Só crates, como después sería la Idea de Bien en Plató n, es inteligencia suprema que conoce
todo, es causa ordenadora del Universo, y también es un Dios que ejerce su providencia de forma
mucho má s personal que el de los estoicos.
En primer lugar, por las solas fuerzas de la razó n: a) de modo precientífico o espontá neo, y
b) de modo científico o filosó fico. Por medio de una deducció n espontá nea, todos los hombres
pueden llegar al conocimiento de Dios. Este primer grado de conocimiento, imperfecto, es
suficiente en su orden: la humanidad, a lo largo de los siglos, siempre ha tenido una cierta noció n
de Dios. El segundo modo natural de conocer a Dios es el constituido por las elaboraciones
científico- filosó ficas, que no todos los hombres llegan a realizar. Se trata de un conocimiento,
ciertamente vá lido, que llega a conocer a Dios como causa primera de los entes y lo que eso
lleva consigo, es decir, una serie de perfecciones y atributos. ES claro que no se trata de un
conocimiento exhaustivo, pues no se llega a conocer lo que es Dios en sí mismo. A partir de las
criaturas, efectos suyos, accedemos a Dios, llegamos a conocer que Dios es y un poco de lo que es.
Ciertamente, con este conocimiento se conoce del Absoluto má s lo que no es que lo que es, pues
Dios excede infinitamente a los efectos de los que partimos para conocerle.
De los cuatro modos señ alados como vías de acceso al Absoluto, se trata aquí del
segundo de ellos, es decir, la vía de acceso a Dios a través de la filosofía, y má s
concretamente de la metafísica. Este camino, ha dicho Zubiri, parece el má s inocuo e inocente,
aunque quizá sea el má s enojoso de todos, porque está llamado a no satisfacer completamente a
nadie, pues los agnó sticos o no creyentes considerará n que es una pretensió n excesiva, y los
creyentes considerará n, y con razó n, que lo alcanzado es trivial en comparació n con las certezas
que sobre Dios proporcionan la fe y la teología sobrenatural.
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Ciertamente, la vía filosó fica o metafísica hacia Dios es el má ximo conocimiento natural o
racional que del Absoluto puede alcanzar el hombre; y en eso consiste su grandeza; su
miseria radica en que como Dios excede completamente a todo lo que nuestro entendimiento
puede comprender, lo que podemos conocer de Dios es muy escaso. Santo Tomá s señ alaba a
este propó sito lo siguiente: “Si el entendimiento humano comprende la sustancia de alguna cosa,
por ejemplo de una piedra, o del triá ngulo, nada inteligible habrá en esa cosas que exceda a la
razó n humana. Pero esto no ocurre en relació n a Dios. Porque el entendimiento humano no puede
llegar naturalmente hasta su sustancia, ya que el conocimiento en esta vida tiene su origen en los
sentidos y , por tanto, lo que no cae bajo el poder de los sentidos no puede ser aprehendido por el
entendimiento humano sino en cuanto es deducido de lo sensible. Pero los entes sensibles no
pueden llevar a nuestro entendimiento a ver en ellos lo que es la sustancia divina, pues son efectos
inadecuados al poder de la causa. Nuestro entendimiento, a partir de lo sensible, puede ser
conducido al conocimiento de que Dios es, y a otras verdades semejantes propias del primer
principio” (C.G., 1,3). Pero aunque el hombre no puede conocer por su razó n la esencia de Dios,
porque excede su capacidad, debe aplicarse al conocimiento de las cosas inmortales y divinas tanto
como pueda, puesto que el conocimiento imperfecto de Dios confiere al hombre una gran
perfecció n, ya que su razó n se perfecciona má s conociendo las ú ltimas causas, en lo que consiste la
sabiduría. La metafísica, sabiduría en el orden racional, es, como decía Aristó teles, la ciencia de la
verdad, y no solo de cualquier verdad, sino sobre todo - como dice Tomá s de Aquino – de aquella
verdad que es origen de toda verdad y que pertenece al primer principio del ser de todas las cosas.
Debe rechazarse desde el inicio un equívoco que frecuentemente comparece a la hora del
estudio del conocimiento de Dios en metafísica. Ese estudio no lleva como resultado un
pensamiento cristalizado, esclerotizado o desvitalizado. Y no lo es por cuanto el pensar, la teoría en
sentido estricto, es la actividad má s alta, la forma má s sublime de vida, la praxis suprema, segú n
Aristó teles. “Pensar a Dios – ha escrito Polo – es pensar por todo lo grande, y esto conlleva a una
experiencia profunda, espléndida de nuestro pensar. Si el pensar queda reducido a un apéndice
sucedá neo, puramente pragmá tico, a una especie de instrumento desvitalizado, se compromete el
acceso a Dios…; el tema de Dios, desde el punto de vista del conocimiento, es solidario del cará cter
vital del conocimiento. Dios es Dios de vivos; si nuestro pensamiento piensa a Dios, es porque está
vivo para Dios: si no, no lo piensa… en la medida en que nuestro pensamiento es viviente – y
solamente en esa medida -, nuestro itinerario mental in Deum será un camino gallardamente
recorrido”. El conocimiento metafísico de Dios recibe el nombre de teología natural o
teodicea, saber má ximo que el hombre puede alcanzar mediante su razó n.3
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REVELACIÓN NATURAL
A lo largo de la historia, la filosofía ha sabido preguntarse por la causa primera de todo l
o que existe atribuyendo este causalidad a Dios como el ser trascendente y principio de todo
cuanto existe. Las reflexiones filosó ficas sobre Dios describen precisamente las mú ltiples
variaciones del concepto de “Dios” dadas en el tiempo y en las distintas culturas que existieron. No
obstante esto, la realidad objetiva de Dios como principio y causa es una verdad que
sobrepasa estas condiciones haciéndola una verdad que brota de todo hombre. Es la preocupació n
incesante del ser humano por el má s allá de la realidad histó rica la que ha llevado al conocimiento
de esta verdad.
Precisamente a esta verdad presente de algú n modo en la realidad de todo lo que existe, se
le conoce como revelació n natural. Es decir, lo creado nos trasmite la presencia de un ser que
no solo es causa primera de todo sino que aparece también como fin ú ltimo del ser humano,
del mundo y de la historia misma.
La bú squeda de Dios es una “cuestión” que se identifica con la bú squeda del
fundamento de todo ser contingente y, en especial, con la bú squeda de la razó n de la propia
existencia. Por esta razó n, el hombre, que espontá neamente tiende a la verdad y al bien, tarde o
temprano siente el impulso de plantearse la cuestió n de Dios y de buscar los argumentos en
que apoyar en forma refleja y consciente su convicció n o su “presentimiento” de que Dios existe. Y
puesto que el hombre só lo conoce a partir de los seres materiales, só lo en ellos encontrará el punto
de partida para la bú squeda racional de Dios.
En cualquier caso es necesario tener presente que las “pruebas” de la existencia de
Dios son só lo una invitació n razonada a la fe, que constituyen una llamada racional y razonable a la
libertad humana, y una prueba de la honestidad intelectual de la fe. Se les llama “pruebas” de la
existencia de Dios en el sentido de argumentos convergentes y convincentes que permiten llegar a
verdaderas certezas. SE trata de verdaderas certezas de tipo moral, no de evidencias de tipo físico.
La conclusió n de esta verdad natural demuestra justamente que el todo hombre con
la razó n puede reconocer la necesidad como la realidad objetiva de Dios, si bien la evidencia no es
inmediata como lo sostenía San Agustín.
Precisamente por el deseo de evidenciar de modo inmediato la existencia de Dios o por las
dificultades que se suscitan debido a la incomprensió n que pone en tela de juicio o duda algunos de
sus atributos como su justicia, el mal en el mundo, etc. surgen también quienes niegan la existencia
de Dios o niegan que se pueda llegar a esta verdad. Este aspecto referido a la revelació n natural se
aborda a continuació n de este tema.
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causa de todo lo caliente, segú n dice Aristó teles. Existe, por consiguiente, algo que es para todas las
cosas causa de su ser, de su bondad y de todas sus perfecciones, y a esto llamamos Dios.
La quinta vía se toma del gobierno del mundo. Vemos, en efecto, que cosas que
carecen de conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin, como se comprueba
observ ando que siempre, o casi siempre, obran de la misma manera para conseguir lo que má s les
conviene; por
donde se comprende que no van a su fin obrando al acaso, sino intencionadamente. Ahora bien, lo
que carece de conocimiento no tiende a un fin si no lo dirige alguien que entienda y conozca, a la
manera como el arquero dirige la flecha. Luego existe un ser inteligente que dirige todas las cosas
materiales a su fin, y a éste llamamos Dios (Cf. Suma de teología, Primera parte, cuestió n 2, a. 3.).
Antiguo Testamento describe las maravillas realizadas por Dios en la naturaleza (cf. Sal
19,8; 1-7; 104, Jb 38; Is 40,25-31) no tanto para probar la existencia de Dios, como para
alabarle (Sal 8; 19,8-10; 104) y para exhortar a la confianza en su poder (cf. Is 40,27-31). Sb
13,1-9, al recoger este convencimiento y contemplar desde él la idolatría, ofrece un pasaje explícito
y decisivo sobre la posibilidad del conocimiento natural de Dios. El texto califica de vanos a
aquellos hombres que no reconocieron al verdadero Dios, sino que llamaron dioses a las fuerzas
de la naturaleza. No se está quejando, pues, de que esos hombres no hayan llegado a conocer la
existencia de Dios, sino de que, al hacerlo, no hayan sabido utilizar la v{ia de la eminencia: el
creador trasciende infinitamente su creació n.
El autor de Sabiduría, que aplica intencionadamente a Dios el título de arquitecto
del universo, quiere afirmar que el Dios al que llegan los filó sofos, es el mismo que el Dios de la
Biblia. Si él critica a los filó sofos no es por su caminar intelectual, sino porque este caminar
debiera haberles llevado a descubrir a un Dios superior al mundo. Este pasaje presenta el camino
analó gico como una vía de acceso, segura y universal. Este convencimiento es el marco en que se
sitú an las afirmaciones paulinas en torno al conocimiento natural de Dios, en especial, el comienzo
de la carta a los Romanos (Rm 1,18-23) y el discurso en el Areó pago (Hch 17,22-29).
Dejando aparte estos dos casos, las mayores y casi ú nicas objeciones a la existencia de Dios han sido
presentadas como razones científicas por el materialismo moderno. Tres son las versiones de este
materialismo:
Mecanicismo: la naturaleza só lo debe ser explicada en términos de acciones mecá nicas y de fuerzas
materiales.
Positivismo: Só lo puede haber ciencia de lo empírico, es decir, de lo que es sensible y cuantificable.
Evolucionismo radical: La vida y el hombre han surgido de la materia por azar.
Frente a este reduccionismo que decapita la verdad se han alzado innumerables voces. Husserl y
Max Scheler manifestaron abiertamente que si só lo podemos conocer lo sensible, renunciamos a las
realidades má s profundamente humanas: el amor, la libertad, la virtud, la alegría, la esperanza....
Dios. Ambos enseñ an en Gotinga a principios de siglo, y logran un ambiente extraordinario en el que
«se habla de Filosofía noche y día, en la mesa y en la calle, en todas partes». La má s brillante de sus
alumnas era una chica atea que escribe lo que sigue: «Con razó n se nos inculcaba continuamente
que debíamos mirar todas las cosas sin prejuicios, y arrojar toda clase de anteojeras. Las barreras de
los prejuicios racionalistas, en las que me había criado, sin darme cuenta cayeron, y el mundo de la
fe se presentó sú bitamente ante mis ojos. En ese mundo vivían personas con las que yo trataba a
diario y a las que admiraba. Tenían que ser, por lo menos, dignas de ser consideradas en serio.»
Sin ser un profesional de la Filosofía, Dostoievski advirtió también la insuficiencia de los
planteamientos materialistas, pues él mismo sostuvo esas ideas en su juventud: «Tienen la ciencia,
pero en la ciencia no hay má s que lo que depende de los sentidos. El mundo espiritual, la mitad
superior del ser humano, queda excluida por completo, eliminada con cierto entusiasmo, hasta con
odio.»
Positivismo y Mecanicismo se ven reforzados por la aparició n de la hipó tesis evolucionista. No es
que Darwin lo pretendiera, pero al sostener que «las especies no fueron creadas aisladamente» dio
pie a la formació n de un virulento grupo anticreacionista, que vio con evidente miopía contradicció n
entre la noció n de creació n y la «alternativa» evolucionista.
Se trata en los tres casos de rancios prejuicios decimonó nicos que los grandes científicos han sabido
evitar. Von Braun, el hombre que puso al hombre en la luna, nos dice que «cuanto má s
comprendemos la complejidad de la estructura ató mica, la naturaleza de la vida, o el camino de las
galaxias, tanto má s encontramos nuevas razones para asombrarnos ante los esplendores de la
creació n divina».
Esa complejidad del Universo le parecía a Einstein milagro y eterno misterio, pues «a priori debería
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esperarse un mundo caó tico, que no pudiera en modo alguno ser comprendido por el pensamiento».
Y añ ade, como certero diagnó stico, que «aquí se encuentra el punto débil de los positivistas y de los
ateos profesionales».
No son declaraciones aisladas. Heisemberg, a su paso por Madrid en 1969, declaró a la prensa:
«Creo que Dios existe y que de É l viene todo. El orden y la armonía de las partículas ató micas tienen
que haber sido impuestos por alguien.» Y Max Planck será má s explícito aú n: «En todas partes, y por
lejos que dirijamos nuestra mirada, no solamente no encontramos ninguna contradicció n entre
religió n y ciencia, sino precisamente pleno acuerdo en puntos decisivos.»
La revista Time, al comenzar la década de los ochenta, comentaba con asombro la multiplicació n de
este tipo de testimonios cualificados: «a través de una callada revolució n que se está desarrollando
en el pensamiento y en la argumentació n una revolució n impensable hace veinte añ os , Dios está
preparando su regreso».
Sin embargo, es claro que en el reconocimiento de la existencia de Dios no só lo pesan razones
intelectuales. De hecho, la voluntad puede resistirse a la verdad demostrada o probable. Sancho
Panza, reflexionando sobre la quijotesca idealizació n de Dulcinea, observa agudamente que el amor
es capaz de convertir las legañ as en perlas. Y el refranero castellano afirma que no hay peor sordo
que el que no quiere oír. La inteligencia, en efecto, encuentra la verdad, pero el hombre es libre para
aceptarla. Y, a la hora de escoger, la voluntad puede tener sus propias razones de conveniencia: «
Cuando bebía, oía poco. Después dejé de beber y oía bien. Pero oír bien no me gustaba tanto como el
whisky.»
Lo dicho explica que cuando el ateísmo aparece en un gran científico, su causa no suele ser
científica: má s bien se presenta como una posició n voluntaria con dudoso funda¬mento intelectual.
Jean Rostand, toda una personalidad en el campo de la Biología, con una inteligencia muy fuera de lo
comú n, declaraba en 1973 que todos los días se planteaba el tema de la fe. «He dicho que no. He
dicho no a Dios por decirlo brutalmente , pero en cada momento la cuestió n vuelve a presentarse.
Por ejemplo, cuando se habla del azar.
Yo me digo: no puede ser el azar el que combina los á tomos. Entonces, ¿qué? (...). Estoy obsesionado;
digamos que obsesionado si no por Dios, al menos por el no Dios. No es un ateísmo sereno, ni
jubiloso, ni contento. No. Ni me satisface ni me llena. Es algo vivo, siempre al rojo vivo: una llaga que
se abre sin cesar.»
Unas palabras sobre Sartre. El padre del existencialismo ateo experimenta pesadamente la
contingencia propia y de lo que le rodea. «La existencia es, por definició n, lo no necesa¬rio. Existir
significa simplemente "estar ahí". Lo que existe es algo con lo que uno se encuentra, pero que no se
deja nunca deducir.» Hasta aquí, la constatació n que hace Sartre tiene muchos siglos de vigencia. Sin
embargo, su conclusió n va a ser sorprendente: la contingencia le lleva a decir que «todo es absurdo:
el parque, la ciudad, yo mismo. Si te percatas de ello, se te revuelve el estó mago y todo empieza a
flotar: ahí está la ná usea». J. Pieper responde a Sartre que nadie en el mundo podría llevar una vida
consecuente con la idea del absurdo absoluto. Si todo es absurdo, ¿có mo puede hablar Sartre de
libertad, justicia y responsabilidad? Ademá s, si el mundo fuera absurdo no habría motivo para nada,
ni posibilidad de argumentar nada: ni siquiera la no existencia de Dios.
Afortunadamente, Sartre no pudo mantener el absurdo hasta el final. Poco antes de su muerte, Le
Nouvel Observateur recogió estas palabras suyas: «No me percibo a mi mismo como producto del
azar, como una mota de polvo en el Universo, sino como alguien que ha sido esperado, preparado,
prefigurado. En resumen, como un ser que só lo un Creador ha podido colocar aquí; y esta idea de
una mano creadora hace referencia a Dios.»
Breve conclusió n: la existencia de Dios es la má s grande de las cuestiones filosó ficas. No por su
complejidad, sino por presentarse ante el hombre con un cará cter radicalmente comprometedor.
Dios, aunque puede ser considerado como una idea, no es en absoluto un producto del pensamiento
humano. Dios es el dueñ o y señ or de todo lo que existe. Cuando C. S. Lewis, ateo, pensaba en la
existencia de Dios como si se tratara de un inofensivo problema intelectual, llegó un momento
confiesa en que «el teorema filosó fico aceptado cerebralmente, empezó a agitarse y a levantarse; se
quitó el sudario, se puso en pie y se convirtió en una presencia viva. No se me volvería a permitir
jugar con la Filosofía».
El ateismo Moderno:
La negació n de Dios sigue a la afirmació n del puesto central del hombre y de su libertad. La libertad
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de Dios y la libertad del hombre se excluyen mutuamente. Al parecer, Dios se cruza en el camino de
la aspiració n del hombre a realizarse a sí mismo.
Algunos representantes clá sicos del humanismo ateo moderno se considera comú nmente a
Feuerbach, Marx, Bloch, Sartre y Fromm, posteriormente Nietzsche.
a) Ludwig Feuerbach (18041872). La visió n que Feuerbach tenía de la crítica de la religió n puede
compendiarse en la afirmació n de que no fue Dios el que creó al hombre, sino al revés, el hombre el
que creó a Dios a su imagen. Por eso Feuerbach quiere mostrar en su obra principal sobre La
esencia del cristianismo la verdadera esencia de la religió n (cristiana), que consiste en la
antropología (cf Sü mtliche Werke, edit. por W. Bolin y F. Jodl, Banal VI, Stuttgart 1960). La religió n
estriba en la diferencia entre el hombre y el animal. Mientras que el animal está dotado de instinto,
el hombre tiene conciencia. Esta conciencia se caracteriza porque puede hacer objeto suyo a lo otro,
pero sobre todo a la propia esencia. La esencia ilimitada del hombre se expresa en las funciones
humanas bá sicas de la razó n, la voluntad y, el amor.
La religió n es la actitud del hombre frente a su propia esencia; es "conciencia de lo infinito". En eso
consiste la verdad de la religió n. Su falsedad se deduce de que la teología separa el ser del hombre
del hombre, lo sitú a fuera de él mismo y hasta, con ayuda del concepto de Dios, hace de él un ser
opuesto a sí mismo. Dios es todo lo que el hombre no es, y viceversa. Dios es la esencia del hombre
instalada fuera del hombre; en él la contempla el hombre como ajena a sí mismo. La verdadera
trascendencia no es Dios, sino la especie, que rebasa al individuo. A ella se refieren los clá sicos
predicados teístas de Dios.
El concepto de Dios, igual que los contenidos de la religió n, los entiende Feuerbach como
proyecció n. Feuerbach considera como tarea crítica suya referir la esencia extramundana,
sobrenatural y suprahumana de Dios a los elementos bá sicos del ser humano. El hombre es el centro
de la religió n, y no Dios. El ateísmo así afirmado só lo en apariencia es negativo: niega a Dios para
afirmar al hombre" y liberarlo.
b) Karl Marx (1818-1883), Aunque Marx se aparta pronto de Feuerbach sin embargo toma de él el
principio fundamental de la critica de la religió n y el humanismo. Y así, en su escrito Sobre la critica
de la filosofía del derecho de Hegel, afirma desde el principio que para Alemania la crítica de la
religió n ha terminado esencialmente. Con ello se hace referencia a la crítica de la religió n de la
llamada "izquierda hegeliana" ,pero sobre todo a Feuerbach. Marx adjudica a la religió n una doble
funció n: es expresió n de la miseria (del "mundo invertido' y consuelo ilusorio ("opio del pueblo',
que ha de hacer olvidar la miseria. La crítica de la religió n desemboca en la exigencia de una
felicidad real. "La crítica de la religió n es, pues, en germen, la crítica del valle de lá grimas, cuya
aureola es la religió n"
Los manuscritos de Pans de 1844 está n orientados en el estilo y el léxico segú n el tono humanista de
Feuerbach. Marx se ocupa en ellos por primera vez teó ricamente de las teorías y problemas
econó micos, e intenta establecer una síntesis' entre economía nacional y filosofía. El tema
fundamentales la humanizació n del hombre. El concepto central es la "alienació n" (concepto
proveniente de la filosofía del derecho de Hegel). Marx ve la contradicció n bá sica en la propiedad
privada, que se funda en el trabajo alienado. Segú n Marx, el trabajador está alienado de sí mismo
porque tiende a venderse a los poseedores del capital; se ha convertido en mercancía, que produce a
su vez mercancías. Hasta tal punto se ha alienado de si mismo, que ya no se reconoce en su propio
producto, al que se enfrenta como a un ser extrañ o, como a un poder extrañ o. El trabajo se ha
convertido en violencia, en opresió n. Marx lucha no só lo por la eliminació n de la miseria y de la
opresió n, por el logro del bienestar social, sino por el hombre mismo.
La meta es el comunismo, en el que nadie depende de nadie, nadie puede convertirse en mercancía
de otro y donde el desarrollo del individuo es la condició n que posibilita el desarrollo de todos. "El
comunismo como supresió n positiva de la propiedad privada, como autoenajenació n humana, y por
tanto como apropiació n real de la esencia del hombre por y para el hombre; por tanto, como vuelta
completa, consciente y verificada, dentro de la riqueza total de la evolució n existente, a sí mismo
como hombre social, es decir humano. Este comunismo es la verdadera solució n de la disputa entre
existencia y esencia, entre objetivació n y autoafirmació n, entre libertad y necesidad, entre individuo
y especie. Es la solució n del enigma de la historia y se conoce a sí mismo como tal solució n" (MEGA,
vol. 2, I/2, Berlín, 263). “La religió n es una forma de alienació n porque es una invenció n humana que
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consuela al hombre de los sufrimientos en este mundo, disminuye la capacidad revolucionaria para
transformar la auténtica causa del sufrimiento (que hay que situar en la explotació n econó mica de
una clase social por otra), y legitima dicha opresió n”. Su punto de vista es claramente ateo: no
existe Dios ni una dimensió n humana hacia lo trascendente (por ejemplo, algo así como un alma).
Con la excepció n de su tesis doctoral “Diferencias entre la filosofía de la naturaleza de Epicuro y la
de Demó crito”, en donde expresamente se ocupa de los argumentos tradicionales para la
demostració n de la existencia de Dios, no encontramos en su filosofía argumentos explícitos que
muestren la verdad del ateísmo frente a la verdad del creyente.
c) Ernst Bloch (1885-1977). La filosofía de Bloch está ciertamente marcada de manera constante
por Marx y Hegel y en ellos se inspira, pero sin que se la pueda catalogar claramente. Después de
muchos añ os de trabajo de dimensiones enciclopédicas, desarrolla él su monumental obra El
principio esperanza como una filosofía al servicio de la praxis (cf Das Prinzip Hoffnung, en Obras
completas, vol. V, Frankfurt a. M. 1968). Nadie como él se ha ocupado de la esperanza. El hombre es
por naturaleza el ser de la esperanzar está orientado al futuro; en eso se distingue del animal. Por
ello está también vuelto hacia adelante, y no hacia atrá s. Con ello el hombre espera no un má s allá
religioso, pero ilusorio, sino un má s acá feliz, en el que desaparezca la alienació n y se superen la
pobreza y la opresió n. Por tanto, la aspiració n y el deseo del hombre no van hacia arriba, sino hacia
adelante. La funció n de la esperanza es el sueñ o de lo cotidiano.
Ateísmo y cristianismo no se excluyen, sino que se abrazan. La crítica de la religió n de Bloch intenta
descubrir los elementos revolucionarios de la religió n y liberarlos de los aspectos deformes.
e) FRIEDRICH NIETZSCHE (1844-1900): Este filó sofo afirma que: “Dios a muerto yo lo mate”
El dogmatismo moral implica también la idea de pecado y culpa y la de la libertad. La idea de pecado
es una de las ideas má s enfermizas inventadas por la cultura occidental: con ella el sujeto sufre y se
aniquila a partir de algo ficticio; no existe ningú n Dios al que rendir cuentas por nuestra conducta,
sin embargo el cristiano se siente culpable ante los ojos de Dios, se siente observado, valorado por
un Dios inexistente, del que incluso espera un castigo. El cristianismo (y todo el moralismo
occidental) tiene necesidad de la noció n de libertad pues para poder hacer culpables a las personas
es necesario antes hacerlas responsables de sus acciones. El cristianismo considera a las personas
libres para poder castigarlas. Los valores tradicionales son los de la moral de esclavos y frente a
ellos Nietzsche propone la moral de los señ ores, los valores del superhombre y de afirmació n de la
vida.
El cristianismo lleva hasta el final el desprecio por la vida iniciado por la filosofía plató nica y su
superació n radical es necesaria para la aparició n del hombre nuevo, del superhombre. Nietzsche
parte del ateísmo: la religió n no es una experiencia verdadera pues Dios no existe; y explicó có mo se
ha podido vivir durante tanto tiempo en esta ilusió n con el argumento que ya vimos en su crítica a la
metafísica: el estado de á nimo que promueve el éxito de las creencias religiosas, de la invenció n de
un mundo religioso, es el de resentimiento, el de no sentirse có modo en la vida, el afá n de ocultar la
dimensió n trá gica de la existencia.
el cristianismo fomenta los valores propios de la “moral de esclavos” (humildad, sometimiento,
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pobreza, debilidad, mediocridad), y, añ ade Nietzsche, los valores mezquinos (obediencia, sacrificio,
compasió n, sentimientos propios del rebañ o); es la moral vulgar, la del esclavo, de resentimiento
contra lo elevado, noble, singular y sobresaliente; es la destrucció n de los valores del mundo
antiguo.
Para él los valores morales son consecuencia de culpa, lo sustituye por la "voluntad de poder" o
"voluntad de vida"; rechaza también el mecanicismo como absurdo, dejando al hombre en su
evolució n a merced de la sociedad, lo cual contribuye a que aquél se repliegue sobre si mismo,
apareciendo la "interioridad" humana y el "hombre contra el hombre mismo". Los dioses tienen su
origen en el sentimiento de culpa, de deuda, para terminar en el ateísmo, que se encuentra libre de
deudas, ya que la mala conciencia está unida al concepto de Dios. Después de un exabrupto contra el
cristianismo, vuelve a justificar su posició n dionisíaca de la vida creando el "salvador" de la
humanidad o superhombre. Este hombre de raza superior y transformador de valores, es el
superhombre que se encuentra creado por Nietzsche en el Zaratustra. Rasgos del superhombre:
terreno, materialista. Trae el "sentido de la tierra", la afirmació n de la vida corporal y terrestre, que
ama el cuerpo con sus instintos y desprecia el alma con sus ilusiones ultraterrestres (Así habló
Zaratustra, 3). El superhombre es el creador de valores y el que los destruye; El superhombre, ese
hombre superior del futuro, está "má s allá del bien y del mal". Por fin, el superhombre es
identificado con Dionisos, "el dios epicú reo", que es el tipo de hombre divinizado, encarnació n de la
vida, que da rienda suelta a sus instintos de placer y de lucha dominadora de la "bestia humana" (Así
habló Zaratustra, anotaciones inéditas, 77, 81). Y ese Dionisos, como dirá tantas veces, es Nietzsche
mismo, el inmoralista, el Anticristo, que se refleja y oculta tras sus personajes.
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