La Fe Explicada J A Sayes Antropologia
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CAPÍTULO I
LA EXISTENCIA DE DIOS
1. La pregunta por el sentido de la vida
El problema de Dios se plantea desde la misma experiencia del hombre, pues la pregunta sobre Dios no es
nunca un interrogante exterior y distinto, sino que arranca de la pregunta sobre sí mismo y sobre el sentido de la vida
humana. Si el hombre se plantea el problema de Dios es porque se plantea el problema de su propia vida, el sentido de
su propia existencia.
Hay en el hombre, en efecto, una serie de interrogantes que hacen que la cuestión de Dios sea en él una
cuestión permanente e ineludible. La pregunta sobre Dios es una pregunta que el hombre llevará siempre en el fondo de
su propio corazón y de la que no podrá prescindir sino al precio de drogar su conciencia, para no enfrentarse con ella.
En primer lugar, en el hombre existe la tendencia a una felicidad infinita: la persona tiene en su vida
programas, planes y proyectos que le dan ilusión y le permiten trabajar con interés, pensando que, de lograrlos, va a
encontrar su felicidad. Trabaja por ellos y se esfuerza por conseguir aquello que es la meta de su vida. Pero experimenta
que, una vez alcanzadas esas metas, tiene que volver a comenzar siempre de nuevo.
Justamente en el momento en el que alcanza su propósito, tiene la experiencia de que esa meta no le llena del
todo; ha logrado mucho, sí, pero tiene que comenzar de nuevo. Experimenta así la finitud de todo lo que consigue y
sufre por ello una perenne insatisfacción que hace de su vida una continua tensión, sin poder lograr nunca un descanso
definitivo, algo o alguien que sea su todo. El hombre siente por ello una sed imperiosa de más, inapagable, una sed de
infinito: es más feliz por lo que desea que por lo que posee; sus sueños son sueños de infinito, pero sus logros son
siempre finitos.
Esto hace que el ser humano se plantee el problema de su felicidad en términos de infinito, en términos de
trascendencia. Al animal no le ocurre esto: es feliz en la medida en que estén cubiertas sus necesidades, ahí termina toda
su vida. Pero en la persona no es así: satisfechas sus necesidades de alimento y bienestar, al menos en el mundo
occidental, se le plantea el problema de su felicidad en tonos aún más trágicos: justo cuando ha conseguido un mundo
de bienestar material, surge en él la sensación de vacío y sin sentido de la vida con mayor ardor que en el hombre
primitivo. ¿Es feliz el hombre de hoy?
Aparte de esta sed de infinito, hay en el hombre otra tendencia de la que no puede prescindir. Cuando es joven,
sueña con entregarse y hacer felices a los demás. Se dice a sí mismo una y mil veces que su vida va a merecer la pena,
que no va a ser del montón, que va a cambiar el mundo. Sueña con hacer felices a los demás y piensa en tener un trabajo
que sea un servicio a los hombres, en establecer un matrimonio que sea fuente de felicidad y amor o, incluso, en
entregar toda su vida a la causa del evangelio en términos de absoluta dedicación y abnegación.
Pero ocurre en la vida que, nada más se entra en ella, va experimentando uno la cruz: la cruz de un amigo que
defrauda, la cruz amarga de comprobar que todo el mundo va a lo suyo. Y entonces puede surgir la decepción por la
vida y puede ocurrir que, renunciando a los ideales, uno se vuelva, lleno de escepticismo, sobre sí mismo y se diga:
«Bueno, dado que la vida es así, lo único que se puede hacer es vivirla tratando de sacarle el mayor jugo posible,
tratando de comprar la felicidad». Y así se dedica a comprar la felicidad con los recursos que el mundo moderno le da:
viajes, placer, comodidad, etc.
Por ese camino, comprueba que a la larga no es feliz: lo tiene todo desde el punto de vista material, pero al
precio de haber enterrado los ideales nobles de su juventud. Y la felicidad no se compra. Obsesionado por sus
ambiciones y lleno de estrés, comprueba que fracasa muchas veces en el amor; en el fondo se dice que ha renunciado a
lo mejor de sí mismo, a sus ideales de juventud y confiesa que su vida está vacía.
Y, ¿qué hace cuando sospecha de su enorme vacío interior? No tiene otro recurso que no pensar, para no
enfrentarse con él. Ese es el hombre moderno: lo tiene todo desde el punto de vista material, pero con un vacío interior
que raya en la angustia y la depresión, por lo que trata de no pensar y vivir en la experiencia del momento.
Nadie como V. E. Frankl ha dado con la clave del hombre moderno. Relacionado con Freud, de la misma
ciudad que él (Viena) y judío como él, ha descubierto que la dimensión más profunda del hombre no es el sexo, como
pretendía Freud. El sexo es una dimensión importante del hombre -qué duda cabe-, pero la dimensión más profunda
del hombre desde el punto de vista psicológico es la trascendente: el hombre necesita una razón para vivir, para sufrir,
para dar lo mejor de sí mismo, para morir. Y cuando carece de esta razón, enferma; y enferma de la enfermedad típica
de nuestro tiempo, la angustia.
En todas las épocas ha sufrido el hombre: ha sufrido de peste, guerras, hambre o frío. Estas enfermedades han
sido ya superadas en gran parte, pero la enfermedad de hoy es la angustia, el inmenso vacío que el hombre actual lleva
en el fondo de su corazón.
«La felicidad--decía V. E. Frankl--no se puede buscar nunca directamente; sólo puede venir como
consecuencia de haber entregado lo mejor de nosotros mismos por una causa noble». El hombre está equivocado
respecto de la felicidad: la quiere comprar, y resulta que es consecuencia de dar lo mejor de sí mismo por un ideal
noble. Como carece de ideales para dar lo mejor de sí, se cierra por ello a la posibilidad de la felicidad. Oía decir a un
matrimonio cristiano: «El problema de la familia hoy en día es el problema del sentido de la vida. No se puede entregar
la vida cuando no se sabe lo que es: sólo cuando sabemos que venimos del amor y que volvemos a él, venciendo el
sufrimiento y la muerte, es cuando podemos dar lo mejor de nosotros mismos con desinterés y alegría».
Esta experiencia es tan vieja como la misma humanidad. Contemos la historia de san Agustín. Tenía una mujer
de su tierra, con la que no estaba casado. Él mismo confiesa que buscaba no tener hijos. A los treinta y un años llegó al
culmen de su carrera cuando fue encargado de hacer el panegírico del emperador. Sus amigos le envidiaban, pero él
mismo cuenta una anécdota llena de significado en las Confesiones: cuando iba al palacio del emperador, halagado por
sus compañeros en Milán, vio salir de una callejuela a un borracho que cantaba alegre y despreocupado. Agustín se paró
y preguntó a sus amigos: «¿,Veis a ese borracho? ¿Queréis que os diga una cosa? Tengo que deciros que a ese borracho
le tengo envidia porque él tiene una alegría que yo no he conseguido jamás». Sus amigos se quedaron de piedra. Era la
confesión de un hombre sincero, que tenía que admitir que, teniéndolo todo, no podía soportar su vacío interior.
Pero las cruces y los interrogantes de la vida son aún más. El mal no sólo lo encuentra uno en la decepción que
recibe de los demás. Lo encuentra también uno mismo en la impotencia de ser constante en el bien, en la incapacidad
para cumplir todas las exigencias que manan de la vida, en la experiencia del propio pecado y el propio fracaso personal
.
Añadamos a esto la existencia del mal y el sufrimiento injustos que se dan en el mundo, el cúmulo de
injusticias que a veces pesan sobre el hombre, aquellos momentos de la vida en los que llegamos a pensar que en el
mundo frecuentemente triunfa el mal sobre el bien...
Hay, finalmente, una certeza de la que no podemos liberarnos: la certeza de la propia muerte, la certeza de un
fin que acabará con todas nuestras ilusiones. Quizás no se ha dado en nuestra historia reciente un espíritu tan
lúcidamente torturado por el problema de la muerte como el de Unamuno. El profesor de Salamanca dejó escritas estas
patéticas palabras: «Hagamos que la nada, si es que nos está reservada, sea una injusticia; peleemos contra el destino
aun sin esperanza de victoria; peleemos contra él quijotescamente». Ciertamente, el hombre no puede resignarse al
hecho de la muerte, porque esta es algo que aplasta y entierra su sed permanente de felicidad.
A. Camus, el literato influido por el pensamiento existencialista, reflejó perfectamente el hecho de que el
hombre que no tiene esperanza trascendente está obligado a realizar en su vida un esfuerzo enorme e inútil que no
conduce a ninguna parte. En su obra El mito de Sísifo presenta al hombre como alguien que realiza inútilmente un
esfuerzo sobrehumano al conducir hasta la cumbre de una montaña una piedra que representa sus quehaceres y sus
ilusiones y al comprobar que, una vez colocada en la cima, se le cae de nuevo hasta abajo. Vuelve a comenzar el
esfuerzo, y de nuevo la piedra se le cae. Esta es la existencia humana: un repetir actos y esfuerzos sin sentido alguno.
Por ello manifestó: «Sólo hay un problema filosófico verdaderamente importante, el suicidio. Juzgar si la vida vale o no
vale la pena de ser vivida es responder a la cuestión fundamental de la filosofía».
Estos son los interrogantes que lleva el hombre en su interior y que no puede soslayar. Por ello no puede pasar
de Dios; sólo puede pasar de Dios apagando, desoyendo la voz de su conciencia, aturdiéndose por el consumismo y la
satisfacción inmediata, drogando la voz de su interior que le pide un sentido pleno para su vida.
Estos interrogantes que lleva en su interior se amplían en la pregunta sobre el mismo mundo que le rodea: ¿de
dónde proviene el orden y la belleza de este mundo?, ¿tiene una causa que explique su origen y su existencia o se basta
a sí mismo?, ¿cuál es su origen y su meta? Son preguntas insoslayables. Por eso decía Pascal que sólo hay dos clases de
personas coherentes: los que gozan de Dios porque creen en él y los que sufren porque no le poseen.
Es cierto que estos interrogantes, en sí mismos, no son una prueba de la existencia de Dios. Si de la búsqueda
de sentido por parte del hombre concluyéramos que Dios existe, llegaríamos a él como postulado. Por lo tanto, es
preciso dar certezas racionales de que Dios existe; no nos basta el deseo de Dios. Sin embargo, este deseo de sentido
último, este interrogante sobre la vida y la muerte que eleva en sí mismo el hombre de todos los tiempos, es el
planteamiento adecuado al problema de Dios: el problema de Dios tiene sentido para el hombre, pero no podremos
demostrar con ello la existencia objetiva de Dios. De un deseo no nace la certeza de la existencia de la realidad deseada.
Ese deseo en el fondo no es una prueba de que el infinito existe, sino de que el hombre tiende al infinito.
2. Del ateísmo al agnosticismo moderno
El fenómeno del ateísmo en nuestro tiempo es, sin duda, mucho más preocupante que en tiempos pasados, en
los que se daba sólo de forma esporádica y a modo de excepción. Pero algo ha cambiado en estos últimos años.
Ha dejado de existir el llamado ateísmo combativo, el de Feuerbach, Freud, Marx, Nietzsche y Sartre: el
ateísmo que se inspiraba en la modernidad y pretendía explicarlo todo con la razón empírica. Tenía una visión optimista
de la racionalidad y del método científico, se levantaba contra la irracionalidad y el oscurantismo, creía en la utopía y en
el progreso y se presentaba como liberador y humanista. Se trataba de un ateísmo total y radical.
Aquel ateísmo combativo ha pasado ya a la historia. Han caído las ideologías y el hombre posmoderno no tiene
ya aliento ni para negar a Dios. En pocos años hemos pasado del ateísmo al agnosticismo. Es verdad que este ateísmo
combativo era, ante todo, un ateísmo postulatorio, fundado más que nada en el deseo de que Dios no exista. Era
teofobia más que ateísmo. Pero hoy ni siquiera existe ya la teofobia.
Nos encontramos ante el apagamiento de la posmodernidad, el agotamiento de la razón empírica, el triunfo de
lo irracional, la pérdida de la utopía, el cansancio intelectual. Incluso se ha perdido la subjetividad del hombre, que
aparece como un mero elemento de la estructura. Nunca como hoy se ha tenido conciencia tan aguda de fin de época.
Un ateo como L. Kolakowsky ha confesado que ciertamente no faltan en el campo de la filosofía hombres eruditos, pero
se vive en un estado de inseguridad y falta de verdaderos maestros de humanidad.
Quisiera señalar algunas causas de este agnosticismo moderno que, de una forma u otra, nos implica a todos.
Hay, en primer lugar, un materialismo de vida y cultura por el que el hombre moderno busca en todo la
satisfacción y el placer inmediatos, rehuyendo el pensar, para no encontrarse con el vacío que lleva dentro de sí mismo:
es el hombre que pretende comprar la felicidad, el hombre light que supedita los valores morales y religiosos al triunfo
profesional, a sus prisas y ambiciones. Resulta, sin embargo, un hombre insatisfecho, inseguro y triste, producto de
nuestra empobrecida cultura.
Por otro lado, nuestra filosofía actual está ya agotada y no conduce a ninguna parte. El escepticismo es cada
vez mayor. La analítica del lenguaje, por ejemplo, no nos da, no puede darnos, ninguna certeza de tipo trascendente ni
sobre Dios ni sobre el hombre mismo.
Paradójicamente, este agnosticismo no tiene a veces otra respuesta por parte de los creyentes que el fideísmo,
es decir, el creer sin razones, simplemente por la fuerza del sentimiento o la tradición. Se trata así de curar una
enfermedad con otra enfermedad, con una fe empobrecida de razón y vigor filosófico.
No es ajeno al agnosticismo actual el fenómeno de la secularización, que pretende vivir como si Dios no
existiese.
Este fenómeno ha entrado dentro de algunos ambientes teológicos y religiosos presentando un Dios falso, que
no funda los valores morales, no interviene en la historia y del que se puede prescindir. Pero un Dios del que se puede
prescindir es un Dios que termina siendo ignorado, porque se trata de un Dios inútil.
Nuestra tarea, por lo tanto, consiste en responder al desafío del agnosticismo moderno, dando razón de nuestra
fe, como lo pedía Pedro a los cristianos de su tiempo (cf lPe 3,15).
Estamos de acuerdo con L. Feuerbach en que la fe en Dios no se puede fundar en el simple deseo de que exista,
pero de su crítica a la fe fundada sólo en el deseo no se deduce tampoco que Dios no exista. Su ateísmo, al igual que el
de Marx, Freud, Nietzsche y Sartre, se basa simplemente en el deseo de que Dios no exista y es, por ello, un ateísmo
postulatorio: «Yo revelo todo mi corazón--decía Nietzsche--. Si hubiese Dios, ¿cómo soportaría el no serlo?».
La fe en Dios tiene, pues, que tener un apoyo claro en la razón. Ahora bien, la razón humana no se puede
reducir a la pura razón empírica, diciendo que sólo tiene sentido lo que es empíricamente verificable, pues esta
afirmación curiosamente no es empíricamente verificable, sino una afirmación filosófica y metafísica. Existe, en
cambio, una forma de llegar a Dios por medio de la filosofía, que expondremos a continuación.
La Iglesia católica, que, por su lado, sostiene que la fe es más que la pura razón filosófica, admite claramente
que por la razón humana se puede llegar a un conocimiento cierto de la existencia de Dios. Dice así el Vaticano I: «La
santa Iglesia, nuestra madre, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con
certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas» (DS 3004). El Catecismo de la Iglesia
católica se ha extendido en este punto (CEC 31-38), afirmando también con clara coherencia que sin esa capacidad el
hombre no podría acoger la revelación de Dios (CEC 36).
3. Pruebas de la existencia de Dios
Las pruebas de la existencia de Dios se basan en la aplicación del principio de causalidad y vienen a fundarse
no en un deseo, sino en una exigencia de la realidad misma que somos y que nos rodea.
3.1. Prueba del orden del universo
Corresponde a la quinta vía de santo Tomás. Es la más accesible al sentido común y, también, la que más
abundantemente ha sido utilizada en la historia del pensamiento humano. Sócrates, Cicerón y Séneca la emplearon.
¿Cómo podemos admitir que el orden increíble que existe en nuestro mundo, en los planetas, las galaxias, los
animales, el hombre, pueda ser producto del azar? M. Planck decía a propósito del orden de este mundo: «Lo que
nosotros tenemos que mirar como mayor maravilla es el hecho de que la conveniente formulación de esta ley produce
en todo hombre imparcial la impresión de que la naturaleza estuviera regida por una voluntad inteligente»#.
A pesar de lo concluyente de esta prueba, no faltan quienes cuestionan su validez apelando para ello a
cuestiones como el cálculo de probabilidades y usando un concepto equívoco de casualidad. El concepto de casualidad
puede hacer referencia al orden, y este orden puede ser convencional u objetivo.
Orden convencional es el que nosotros hemos convenido llamar orden. Podríamos haber hecho la colocación
de otra forma. ¿Cabe que un orden así se explique por azar? ¿Es posible que, echando al aire las veintiocho letras del
alfabeto, recortadas en cartón, caigan ordenadas? Existe sin duda la posibilidad teórica de que salgan ordenadas, aunque
prácticamente es muy difícil. En este tipo de orden, por lo tanto, cabe hacer un cálculo de probabilidades.
En el orden objetivo, por el contrario, no es posible dicho cálculo, es aquel que tenemos cuando elementos de
suyos dispares y que no dicen relación intrínseca entre sí, están sin embargo unidos de forma estable y permanente para
realizar una función compleja como puede ser la visión en el ojo.
Ahora bien, en este orden encontramos una función, un proyecto, una idea: la visión. Y allí donde hay una
función, un proyecto, una idea, necesariamente tiene que haber una inteligencia que lo haya pensado.
Se podría recurrir a la teoría de la evolución diciendo que los proyectos que encontramos en la vida vegetal y
animal son fruto de la misma, consecuencia de un largo proceso que ha culminado en ellos. Ciertamente no hay
inconveniente para un católico en aceptar la teoría de la evolución por lo que respecta al cuerpo humano. Pero una cosa
es afirmar el hecho de la evolución, que muchos científicos aceptan, y otra que se haya logrado encontrar los factores
últimos que la expliquen.
Nadie recurre ya hoy en día a la teoría de Darwin que explicaba la evolución de las especies por la adaptación
selectiva de los animales al medio ambiente. Se conoce la existencia del código genético (algo que Darwin desconocía)
y se sabe que se mantiene inalterable, de modo que por selección natural sólo se podrían explicar factores secundarios
de las especies.
Hacia finales de 1930 se formula, por ello, el neodarwinismo, también conocido como «teoría sintética», la
cual combina las mutaciones genéticas al azar con la selección natural. Es la teoría mayormente seguida hoy en día: en
el proceso de reduplicación de los genes, hay mutaciones genéticas que surgen al azar y de las que, una vez logradas, la
selección conserva las útiles y elimina las demás.
Pero tampoco esta teoría convence gran cosa. De hecho, las mutaciones que se conocen y las que se han
provocado en ensayos (como en la mosca del mosto) son siempre secundarias y casi siempre regresivas. No se conocen
mutaciones que cambien de especie. H. J. Heuts dice: «Una pequeña y simple especie nueva, por divergencia genética,
nos bastaría. Se han acumulado, aislado, seleccionado estas mutaciones, se les ha dado una zona ecológica y virgen:
nuestras botellas de cultivo. En una palabra, han sido sometidas a todas las condiciones de evolución a las que se
atribuye importancia. El resultado es implacablemente negativo: de tales experimentos siempre sale la misma mosca del
mosto».
El problema e que la teoría sintética se apoya simplemente en el azar'(se trata de mutaciones surgidas al azar),
y se le pide al azar organizaciones cada vez más complejas. Por ello, P. Grassé, con una mayor lógica, ha venido a decir
que la evolución se ha realizado por medio de leyes complejísimas que hoy en día desconocemos, pues parece que ya no
existen. Y si existen tales leyes, continúa el pensador, es claro que «la naturaleza es incomprensible sin la existencia de
una voluntad creadora y de un principio ordenador. Y este principio tiene un nombre: Dios. El es la necesidad misma, la
única porque es absoluta. Negarlo es resignarse a comprender sólo parcialmente el mundo material y remitirse al azar,
que es un sustituto de Dios, un dios rebajado, un dios que conviene al filósofo materialista, pero no a la materia, que
está ligada a un conjunto de leyes. La hipótesis materialista, atea, está cargada de postulados: el universo sin Dios, sin
finalidad, sin razón de ser, es absurdo en su conjunto como en sus partes».
La mayoría de los científicos admite el big bang, la explosión inicial de la que deriva el mundo actual, todavía
en expansión a partir de un núcleo en el que no existían ni células ni átomos, que tuvo lugar en una fracción de segundo.
Una célula viva supone un proyecto tan perfecto que F. Crick, el descubridor del ADN, tiene la impresión de que se
debe a un milagro.
En el proceso de la evolución han surgido toda una serie de proyectos increíblemente perfectos, como puede
ser el proyecto hombre, encerrado en el código genético humano. Ahora bien, la materia no puede tender por sí misma a
tales proyectos porque, para tender a ellos, es preciso conocerlos. Por ello, la teoría de la evolución postula la mano
directora de una inteligencia que haya pensado semejantes proyectos. Esta teoría que, en su día, fue utilizada por no
pocos en contra de la fe, sólo se explica en sus factores últimos si creemos en Dios.
A veces, hablando sobre estos temas, me he encontrado con personas que sostienen que la evolución es posible
desde un punto de vista puramente inmanente, dado que los átomos tienen determinadas leyes, por las que pueden
producir estructuras organizadísimas y complejas. Son leyes inmanentes que les llevan a organizarse de forma cada vez
más compleja.
Ciertamente, el finalismo está en esas leyes intrínsecas de los átomos que permiten su organización. Pero la
pregunta sigue estando en pie: ¿por qué existen esas leyes capaces de organizar estructuras y sistemas cada vez más
complejos? Conocemos las leyes que llevan a los átomos a integrarse entre sí. Más difícil es conocer las leyes que
presiden el nacimiento de una célula, de un órgano, de un cuerpo. Sigue siendo un misterio para nosotros cómo se ha
llegado a estructurar el cuerpo humano. Leyes increíbles; pero, ¿por qué tales leyes? ¿Por qué no surgió el caos cuando,
desde el punto de vista estadístico, tenía infinitamente más posibilidades de surgir?
Damos por supuesto que la materia tiene que ser organizada; pero justamente ese es el problema: decir materia
no es lo mismo que decir organización. Cabría una materia caótica incapaz de conducir a ninguna parte. De un montón
de piedras nunca esperaré que surja una persona humana, ni contando con millones de años. Pero, de hecho, la
evolución ha conocido el orden; la organización de leyes y leyes cada vez más perfectas. ¿Por qué el orden en lugar del
caos? No olvidemos que este tiene infinitamente más posibilidades que el orden. Han surgido, sin embargo, leyes que
conducen a un fin; y eso son proyectos (ciertamente inmanentes), pero que la materia por sí sola no puede explicar.
3.2. Prueba de la contingencia
Hasta ahora hemos concluido la necesidad de una inteligencia ordenadora; ahora, con la prueba de la
contingencia, llegamos a saber que esa inteligencia es creadora, pues esta prueba parte del hecho de que los entes de
este mundo, en cuanto entes, no tienen en sí mismos la explicación de su ser.
Esta prueba es más metafísica que la anterior, pues mientras aquella partía de un orden que es experimentable,
esta parte de la consideración de que los entes de este mundo, en cuanto tales, no tienen en sí mismos la explicación
última de su existencia, y necesitan de una causa que se la haya dado.
Antes de entrar en el núcleo de la prueba, aclaremos los términos que vamos a utilizar: un ser contingente es el
que no tiene en sí mismo la razón de su existencia, es decir, que existe de hecho, pero no por derecho propio. Existe,
pero podía no haber existido. Existe porque ha recibido de otro la existencia .
Ser necesario es aquel que existe porque tiene en sí mismo la razón de su existencia, existe sin haber recibido
de otro la existencia y, en consecuencia, existe siempre, sin principio ni fin, sin depender nunca de nada ni de nadie. El
ser necesario no puede recibir de otro la existencia pues, si la recibiera, ya no existiría necesariamente.
Es claro que el ser contingente, por definición, necesita de un ser necesario para existir; sin el apoyo, sin la
nodriza de este ser necesario, no podría mantenerse en la existencia. El ser necesario, por el contrario, como no depende
de nadie y tiene en sí mismo la razón de su existencia, puede existir sin seres contingentes. Estos deben su existencia al
ser necesario, causa de ellos; el ser necesario, en cambio, no debe su existencia a nadie.
Un ser contingente no se puede explicar por otro contingente ni por una cadena de contingentes, pues toda la
cadena quedaría en último término sin explicación; y la explicación última de un ser contingente, o de una cadena de
contingentes, es el ser necesario. Evidentemente, de existir este ser necesario, sería Dios, creador de todos los
contingentes.
Evidentemente, todo lo que comienza a existir es contingente, pues recibe de otro la existencia. Todo lo que
termina es también contingente, pues si tuviera en sí la razón de su existencia, no dejaría de existir. Son, pues,
contingentes los hombres y los animales.
Para probar la contingencia de este mundo, partimos de su finitud, demostrando que ser finito es igual a ser
contingente. Todos los científicos aceptan la finitud de este mundo cada vez más mensurable, pero además es un hecho
evidente dado que, al estar compuesto de partes materiales, da una suma también finita, pues la suma es siempre finita.
Asimismo, este mundo, al estar compuesto de partes materiales, da un resultado también parcial. Donde hay partes, el
resultado nunca será infinito.
El ser infinito coincide con el ser necesario porque, si tuviera en otro la razón de su ser, tendría una
dependencia, y toda dependencia es una limitación imposible en un ser infinito. A su vez, el ser necesario coincide con
el infinito, pues, al tener en sí mismo la razón de su ser y de su obrar, no puede tener limitación alguna. No puede obrar
para recibir perfecciones de las que carezca, porque si así lo hiciese, obraría necesitado de algo, obraría por necesidad, y
ello no es posible en quien tiene en sí la razón de SU ser y de su obrar. Si el ser necesario obrase para recibir algo, sería
dependiente, dependería de algo extrínseco a él, y esto no es posible en quien tiene en sí la razón de su ser y de su obrar.
El se; necesario, porque existe necesariamente, existe sin necesidad de nada, y no obra para recibir algo. No
hay nada, pues, de lo que el ser necesario carezca, es infinito. Infinitud, por supuesto, no significa una dimensión
espacial, sino plenitud de ser, es una condición metafísica.
Así pues, el ser infinito coincide con el necesario y el necesario con el infinito. Pero si esto es así, el ser finito
coincide con el contingente y el contingente con el finito.
En esta prueba, de gran valor filosófico, no nos ayuda la imaginación como en la primera. Es fácil hablar de
contingencia en el hombre, en los animales y en las plantas, porque vemos que tienen una existencia precaria y frágil,
comienzan a existir porque vemos que reciben de otros la existencia. Pero para probar la contingencia de este mundo,
tenemos que recurrir a la finitud del mismo y hacer una prueba de tipo filosófico, mostrando que finitud es igual a
contingencia y que este mundo, por finito y contingente, necesita que Dios le dé el ser que tiene. Dios trasciende tanto
la finitud como la contingencia; en él no caben ni lo uno ni lo otro, porque es el ser infinito que tiene en sí mismo la
razón de su ser y de todos los seres creados que existen .
3.3. Prueba del hombre
Tradicionalmente se ha partido del hombre para llegar a Dios hay en el hombre una búsqueda de la verdad, una
tendencia al infinito, un sentido moral, que le lleva a preguntarse por la existencia de Dios.
Sin embargo, creemos que la tendencia del hombre a la verdad o la búsqueda del sentido último por parte del
hombre no son suficientes para demostrar la existencia de Dios. Deducir de ello que Dios existe sería más bien llegar a
Dios por la vía del postulado. Cabe, pues, otro procedimiento: la constatación en el hombre de su búsqueda de la
verdad, de su tendencia al infinito, de su conciencia moral, nos hacen descubrir que en el hombre existe un principio
espiritual, el alma, la cual, siendo irreductible a la materia, sólo en Dios puede tener su origen inmediato.
Sólo demostramos la existencia de Dios en este campo cuando hemos constatado que existe en el hombre un
principio espiritual que no puede provenir de la materia. El alma espiritual humana, siendo espiritual, no puede provenir
de la materia, porque una materia más evolucionada es siempre materia, es decir, algo compuesto de partes extensas en
el espacio. El alma sólo puede explicarse por una creación directa de Dios. Veamos algunas de las operaciones
espirituales que hay en el ser humano que nos hace postular la existencia del alma.
El hombre tiene un conocimiento por el que percibe las manifestaciones sensibles de las cosas; pero al mismo
tiempo trasciende dicho conocimiento, puesto que percibe con su inteligencia la realidad en cuanto tal y dice: ahí hay
una realidad. Este tipo de conocimiento va más allá de lo sensible y lo trasciende.
Cuando el hombre afirma que percibe una realidad, lo hace con una intuición intelectual que prescinde en ese
momento de toda nota sensible que configure dicha realidad. Es un conocimiento abstracto (abstrae de la materia) o
espiritual, base de todo conocimiento intelectual. A partir de la captación de lo real en cuanto real es como el hombre
forma los demás conceptos abstractos. Conceptos como ser, verdad, bondad, belleza, persona y vida, no tienen nada de
materiales.
Debe haber, por lo tanto, en el hombre un principio que sea capaz de formar tales conceptos. Son conceptos
que no tienen nada de extensión, de mensurable. En ellos no se puede distinguir una parte derecha y otra izquierda,
prescinden de cualquier medida y están más allá del tiempo y del espacio. La bondad como virtud no es de ayer ni de
hoy, ni de aquí ni de allá.
Los animales no llegan al aprendizaje como tal, pues es un hecho espiritual que se realiza mediante la
abstracción. Por ello todo lo que el hombre aprende no lo transmite a sus hijos por la generación. En cambio, todo lo
que el animal conoce por instinto se comunica en los genes; no así lo que ha aprendido por adiestramiento, que se basa
sólo en asociación de imágenes y sensaciones, y no lo podrá transmitir consciente y voluntariamente a sus
descendientes. Ha sido un aprendizaje pasivo, un adiestramiento (por asociación de imágenes y sensaciones), no
aprendizaje por el camino de una inteligencia, de la que carece.
El ser humano utiliza el símbolo de una palabra con el fin de designar con ella una realidad concreta. En este
lenguaje la palabra es símbolo de la cosa significada. La palabra es material, pero su significado es espiritual.
El lenguaje simbólico nace del hecho de que el hombre conoce las cosas en su realidad y busca un símbolo
(nombre) que las represente. Si el hombre no tuviera la experiencia de las realidades en cuanto tales, no buscaría esa
palabra denominativa y sólo poseería un lenguaje que, como en el caso de los animales, sería un lenguaje emotivo:
resultado instintivo de la emoción o la angustia, del hambre o el frío.
El hecho de la libertad es algo espiritual en el hombre. En efecto, libertad significa autodeterminación;
ausencia de determinación tanto interna como externa. Soy yo el que determina hacer esto o aquello. Hay en mí, por lo
tanto, algo radicalmente irrepetible y singular, algo que no proviene de mis padres y donde radica el santuario sagrado
de toda persona humana: hay en mí un yo irrepetible e inédito, con una libertad por estrenar, frente a los animales, que
son copias de sus padres.
Tampoco me determina el influjo que recibo de fuera. Estoy determinado en lo que se refiere al conocimiento
sensible, pero el hombre no sólo tiene una relación mecánica con lo sensible, no sólo experimenta el influjo de lo
sensible y lo material por los sentidos, pues tiene también un conocimiento intelectual de las cosas por el que las
distingue de sí, se suelta y distancia de ellas, de modo que puede elegirlas para sus fines. El animal no se distancia de
las cosas materiales en cuanto cosas y, así, no puede elegirlas. Sus movimientos son siempre los mismos. Su historia no
es historia, sino vida vegetativa o animal.
El progreso es otra de las manifestaciones espirituales del ser humano. El animal no ha progresado en absoluto
a lo largo de la historia. ¿Por qué progresa el hombre? Porque es capaz de abstraer los modos particulares de las cosas y
llegar, mediante un proceso mental, a la naturaleza de las mismas, conociendo por inducción el principio general o ley
que las rige.
El animal no hace nada más allá de lo que sea útil para su vida. Jamás llegará a la contemplación, al disfrute
desinteresado de la belleza, a la contemplación de algo que no se traduzca en utilidad inmediata, al arte.
La ética supone la existencia de la conciencia, es decir, el convencimiento de que debe actuar de acuerdo con el
bien moral. Ahora bien, esto significa captar el bien en cuanto bien, y ello es un acto de espiritualidad. La conciencia
supone que capto la verdad, es un instrumento de la verdad.
El fenómeno de la religión es un hecho radicalmente espiritual. Supone en el hombre una tendencia al infinito
que sólo surge tras la constatación de que las cosas de este mundo no le satisfacen plenamente. Esta tendencia al infinito
es un hecho espiritual que no se encontrará nunca en los animales, dado que ellos quedan saturados por la satisfacción
de sus necesidades materiales.
No es ajena a la religión la conciencia que el hombre tiene de que la muerte contradice sus sentimientos y su
deseo de vivir. Es el único animal que sabe que va a morir sin haberlo constatado aún empíricamente en sí mismo. Lo
sabe por la inducción de una ley universal. Surge también en el hombre un deseo de inmortalidad que nunca vemos
aparecer en el animal.
4. Conclusión
Hay, por lo tanto, en el ser humano actividades que son espirituales e irreductibles a la materia. La realidad
espiritual del alma no la vemos, no la podemos ver; sólo deducimos que existe, porque hay en el hombre actividades
espirituales en las que no coopera el cuerpo como causa. Espiritual e inmaterial en sentido estricto es aquello que
trasciende intrínsecamente la materia en el ser o en el obrar. La materia puede concurrir como condición (el
conocimiento intelectual está condicionado por el conocimiento sensible), no como causa.
Por ello, si el alma no puede provenir de la materia, sólo se puede entender en su existencia como creada
inmediatamente por Dios. Con esto hemos llegado a algo tremendamente importante: la grandeza del hombre se explica
por la intervención creadora de Dios del alma humana.
En todo ser humano hay un núcleo personal que no es ya el propio de los padres, ni parte de los padres; algo
inédito, irrepetible, sagrado, que viene de Dios mismo. Suprimamos a Dios y habremos suprimido la dignidad de la
persona humana, pues ya no podría explicarse la existencia en el hombre de un principio espiritual y, por ello, habría
quedado reducido a pura materia.
El hombre es el único animal que puede ser interpelado por Dios, porque Dios mismo ha colocado en él una
capacidad de ser interpelado. El diálogo entre el hombre y Dios, entre Dios y el hombre, es por esto posible. Dios, en
cambio, nunca podrá interpelar a un puro animal.
No deja de ser iluminador el hecho de que un hombre de la talla de Eccles, premio Nobel de medicina, haya
llegado a creer en el alma, y desde ella en Dios: «Puesto que las soluciones materiales fallan cuando intentan dar cuenta
de nuestra unicidad experimentada, me veo obligado a atribuir la unicidad de la psique o alma a una creación espiritual
sobrenatural. Para dar la explicación en términos teológicos: cada alma es una nueva creación divina. Es la certeza del
foco interno de individualidad única lo que exige la creación divina.
Me permito decir que ninguna otra explicación es sostenible; ni la unicidad genética con su fantásticamente
imposible lotería, ni las diferencias ambientales que no determinan la unicidad de cada uno, sino que meramente la
modifican.
Esta conclusión tiene un significado teológico inestimable. Refuerza fuertemente nuestra creencia en el alma
humana y en su origen prodigioso por creación divina. Se reconoce no sólo el Dios trascendente, el Creador del cosmos,
el Dios en el que creía Einstein, sino también el Dios amoroso al que debemos nuestro ser».
El deseo de inmortalidad que hay en el hombre no es por sí solo una prueba de la inmortalidad del alma. Es un
signo, pero no una prueba (un deseo no es una prueba); a no ser que el razonamiento lo llevemos hasta el final, es decir,
hasta demostrar que tal deseo surge de un alma espiritual, pues entonces fundamos el deseo en la ontología del alma.
private Preguntas para el trabajo en equipo
1) ¿Crees que el ser humano puede llegar a no sentir inquietud alguna por el problema de la existencia de Dios?
2) ¿Cuáles son los motivos que conducen hoy al agnosticismo?
3) ¿Hay argumentos convincentes de la existencia de Dios?
4) ¿Podemos tener certeza de la existencia del alma?
5) ¿Puede entenderse la dignidad espiritual del hombre sin la existencia de Dios?
Bibliografía
ARTlGAS M., Las fronteras del evolucionismo, Madrid 1991.
GRASSÉ P., La evolución de lo viviente, Madrid 1984.
SAYÉS J.A., Ciencia, ateísmo y fe en Dios, Pamplona 1994.
TRESMONTANT C., ¿Cómo se plantea hoy el problema de la existencia de Dios?, Barcelona 1969.
PARA HACERLO VIDA
Hemos visto que en el hombre hay una serie de interrogantes que le plantean el problema de la existencia de
Dios: la experiencia de que los logros de este mundo no le llenan plenamente, el problema de la muerte, el origen del
mundo donde vive, etc. Todo esto le hace preguntarse por el sentido pleno de la vida humana, por Dios, en definitiva.
«El hombre supera infinitamente al hombre», decía Pascal.
Mientras el hombre experimente el límite y la finitud, seguirá hablando de Dios, aunque no crea en él. Por eso,
el concepto de Dios es el más inevitable de la filosofía y del pensamiento humanos.
Hay ciertamente una forma de creer que es un tanto falaz, como cuando se dice: «Algo o alguien tiene que
existir», pero se trata de un alguien que queda allí lejos, en la trascendencia de su nube, un Dios que no funda los
valores morales ni interviene en la historia. Es un Dios cómodo que permite al hombre plena autonomía para decidir el
bien y el mal, un Dios inútil del que se termina prescindiendo en la vida. Este Dios, casi siempre aceptado en la
nebulosa de la duda, es un Dios que no influye para nada en la vida y que termina siendo ignorado. Creer así en Dios es
encontrarse en las puertas del agnosticismo, pues un Dios que resulta inútil es un Dios que puede ser ignorado.
Sólo cuando se comienza a comprender que únicamente con Dios se salva la dignidad auténtica de la persona
humana, creada a su imagen y semejanza, de modo que si Dios no existiera el hombre quedaría reducido a un puro
animal (haciéndose así imposible la fundamentación de la moral) es cuando uno comienza a tomar a Dios en serio en su
vida. Sin Dios no hay creencia auténtica en el hombre. Por eso, no es que el hombre se aliene cuando cree en Dios, sino
que se deshumaniza totalmente cuando lo abandona.
Hemos visto que el hombre, mediante la razón, puede llegar a la certeza de la existencia de Dios. La razón le
permite concluir la certeza de que Dios existe. Por ello, la fe no es una opinión, ni una apuesta, ni un riesgo; la fe
implica un saber sobre Dios. El creyente sabe que Dios existe y lo sabe con certeza. Lo sabe hasta el punto de reconocer
que lo más íntimo de su vida, su espíritu, su alma, no provienen de la evolución material, sino que es objeto de una
creación individualizada y personal de Dios. Lo más íntimo de su persona radica, pues, en una intervención personal de
Dios creador. El hombre no se encuentra en este mundo por la fuerza de un destino ciego, sino por el amor creador y
personal de Dios. El hombre se sabe amado, por lo tanto, por Dio.s en la medida en que existe como persona
diferenciada e individual. Lo más íntimo de su ser es fruto de un acto de amor.
Pero la fe no se puede reducir a un saber de la razón, porque el problema de Dios no es como un problema de
matemáticas que no afecta para nada a la existencia humana. El problema de Dios es, por antonomasia, el problema del
hombre, porque toda su existencia y el sentido de su vida queda afectado por Él. El hombre tiene que cambiar, si es
verdad que Dios existe.
Pero ocurre que ese saber sobre Dios que implica la fe no es un ver a Dios; el hombre por la razón alcanza un
saber mediato, analógico e imperfecto que en ningún caso suprime el misterio de Dios, por lo que la certeza racional
que el hombre tiene de su existencia no elimina para nada la libertad en el creer. El hombre no pierde su libertad ante la
certeza racional de la existencia de Dios. Tiene luz suficiente para creer, pero no la experiencia de la visión que
facilitaría extremadamente las cosas. Dios quiere así que el hombre, humildemente, se le entregue, que no llegue a él
forzado por la luz de la visión, sino por la entrega de un corazón que sabe lo suficiente para amarle, pero que tiene que
decidir personalmente si amarle o no. Decía H. J. Newman que la fe tiene que ser lo suficientemente oscura para ser
meritoria y lo suficientemente razonable para no ser arbitraria.
Pero el corazón del hombre está manchado por el pecado, por el pecado de autosuficiencia y de comodidad, y
no dará el paso de la fe mientras no venza la tendencia de su egoísmo radical.
Es preciso recordar que es en medio de esa lucha que se da en el corazón del hombre donde interviene la gracia
de Dios, que se acerca personalmente a él con la invitación de su gracia. Dios mismo le tiende la mano al hombre desde
la otra orilla, facilitándole el paso y el encuentro, iluminando su razón y tocando su corazón. Esta es la fe: un don de
Dios a la que el hombre llega en la medida en que se deja amar por él.
La gracia se encarga de que el hombre tenga esa experiencia personal e íntima de Dios, hasta el punto de que el
hombre experimenta que Dios le hace una llamada personal e íntima. Uno se siente amado y elegido por Dios e invitado
a cambiar de vida, a arrinconar la autosuficiencia y el pecado. Este es el don de la gracia. Uno experimenta la mano de
Dios, su proximidad personal, su llamada individual. Y este momento del encuentro es inefable, porque es irrepetible,
porque ni la persona se repite nunca (siempre hay un yo único y original, fruto de un acto creador de Dios), ni se repite
nunca la gracia. La gracia no se repite nunca. Dios no ama nunca de una forma general, sino de una forma personalizada
e individual.
Este encuentro es, de todos modos, imposible, si el hombre no se deja llevar por la sencillez y la humildad.
Dios tiene un gusto muy extraño: solamente le gustan los sencillos, los soberbios no dan nunca con él. Sólo hay una
manera de creer, la del niño: «Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mc 10,15). En efecto,
creer en hebreo viene de la raíz 'mn, que significa apoyarse, apoyar la existencia en Dios, como la apoya un niño en el
seno de su madre. No hay otra forma de creer.
CAPíTULO 2
REVELACIÓN: DIOS SE COMUNICA
El hombre puede conocer la existencia de Dios por medio de su razón, pero sigue preguntándose: «Si Dios
existe, ¿,por qué no se comunica'? ¿Por qué no nos dice cuál es el sentido de la vida, del mal, del dolor? ¿,Por qué no
nos habla del más allá'?». i Son tantos los puntos que el hombre no puede aclarar por sí mismo! Y, al abrir los ojos, ve
un panorama de religiones diversas que pretenden tener la verdad. ¿,Qué garantía tenemos de que haya una religión que
responda a la intervención misma de Dios? Todo cambiaría si, en medio de las tinieblas, tuviésemos la misma luz de
Dios.
1. Las grandes religiones
1.1. Hinduismo
No es nada fácil definir el hinduismo, pues es más un conjunto de religiones que una religión propiamente
definida. Carece además de una ortodoxia que nos pueda permitir definirlo perfectamente. Además, ha ido acumulando
experiencias e influjos de otras religiones a lo largo de la historia. Dentro de él existen corrientes filosófico-religiosas
como la samkya, mimamsa y vedanta y existen también en él corrientes teísticas populares como son el visnuismo, el
sivaísmo y el saktismo.
Hablando de hinduismo en general, podríamos decir que nació cuando los arios llegaron a la India en el
segundo milenio antes de Cristo, acercándose a la cuenca del Ganges, donde se instalaron definitivamente.
En este primer período se elaboró toda una literatura en sánscrito conocida con el nombre de veda (saber), que es lo que
constituye propiamente el vedismo. Nacen aquí las grandes intuiciones religiosas y místicas que unifican la vida. Una
experiencia fundamental de esta corriente es que la realidad terrena, la vida y el movimiento, son apariencia engañosa y
fuente de dolor, de los que sólo se puede escapar por la renuncia y el recogimiento. Hay un principio espiritual que es el
Brahma y otro individual que es el Atman (el yo, el alma), y la salvación consiste en que el Atman se fusiona con el
Brahma consiguiendo la perfecta unidad con el todo y negando así las vicisitudes de la existencia.
El que no ha conseguido esta purificación, tiene que reencarnarse según la ley del karma (de las acciones de la
vida); reencarnación que será más o menos digna según haya sido la propia vida, hasta completar la purificación y
conseguir la identificación total con el Brahma.
Posteriormente, en los medios menos influidos por el brahmanismo, se dio una reacción popular en busca de un
Dios más personal: Visnú y Siva. Visnú es la dignidad suprema del que provienen, por emanación, divinidades
inferiores femeninas. Actúa en el mundo con su sakti (energía). Siva es también el ser supremo y señor del mundo.
El saktismo es una tercera corriente que hace del sakti un principio absoluto, una energía creativa. Otros
influjos filosóficos y de otras religiones harán del hinduismo, con el tiempo, un fenómeno todavía más complicado.
En el hinduismo cabe de hecho el politeísmo y tanto en el visnuismo como el sivaísmo la salvación del yo
consiste en la identificación con la divinidad. En el vocabulario indio tradicional existe el concepto de dharma que
designa el orden global y obligatorio de las cosa.s, poniendo la supremacía del todo sobre la parte.
La eternidad no es un encuentro con el amor, expansión de la persona, sino una disolución de la personalidad,
que desaparece en el todo. Se experimenta la vida como dolor y se busca la salvación mediante la contemplación y el
ascetismo que permiten al hombre huir de la experiencia de la vida.
1 .2. Budismo
Nace también en la India, hacia el año 500 a.C. Su fundador es Sidharta Gautama (Buda: «iluminado»), el cual
protagonizó una reacción contra el ritualismo y el misticismo de los brahmanes. No le interesaban las doctrinas
especulativas sobre Dios y su doctrina se centra en el modo de salvar al hombre.
En realidad, el budismo no comienza a existir como teología sino como antropología, y no busca, como el
hinduismo, la negación de sí, sino el equilibrio entre el arte de vivir y la renuncia de sí mismo. Se trata de una liberación
del hombre, por las propias fuerzas, del karma o las acciones de la vida. La meta consiste en escapar del dolor. Ante un
hombre herido por una flecha envenenada, dice Buda, hay que buscar un remedio práctico y no elaborar un sistema
abstracto sobre el sufrimiento.
En una palabra, el budismo nace del intento de superar el dolor de la vida misma. El dolor nace, según Buda,
de la búsqueda de experiencias sensoriales. En consecuencia, la clave de la salvación radica en apagar el deseo,
llegando así al nirvana, la existencia impersonal. Coincide con el hinduismo en la transmigración de las almas y en
concebir la salvación como el paso a una forma de no existencia (nirvana).
La primera vía de salvación consiste precisamente en el conocimiento de esta necesidad de purificación del
deseo. Se trata de conducir el karma, las fuerzas vitales, por la práctica del bien, por el camino sabio y fundado en la
experiencia. En el budismo no existe un término para designar a Dios, aunque no se niega explícitamente su existencia.
Existe un término genérico que es deva y que designa ciertas divinidades, pero sometidas también ellas a un proceso de
reencarnación. No se habla de Dios como un ser distinto del hombre y con el que mantener relaciones personales. Ello
se debe, fundamentalmente, al hecho de que carece del concepto de creación.
Buda prescindió de lo divino; por ello se califica al budismo de religión agnóstica en cuanto que margina a
Dios. Propiamente, carece de oración de petición, de oración que le relacione con un ser divino diferente.
El budismo niega la existencia real de la persona: no admite la existencia del alma humana (ib).
Al carecer de una noción personal de Dios, carece también del concepto de pecado como violación del amor.
Es, más bien, una doctrina de la liberación humana, realizada por las propias fuerzas. La salvación se busca
prácticamente en la pura interioridad, de modo que el mal del mundo sigue fatalmente presente en el exterior. Se
concibe la eternidad no como expansión de la persona, sino como una absorción en el todo.
A Buda nunca le consideraron Dios sus seguidores. Él proponía un camino de perfección que cada uno podía
seguir con sus propias fuerzas e independientemente de él. Pero en la historia del budismo posterior se dio una
evolución, particularmente en el llamado Mahayana o gran vehículo, en el cual a Buda se le considera un ser cósmico,
más o menos divinizado. La salvación se logra aquí con la ayuda de otros nuevos Budas o seres iluminados. Entre estos
adquiere un relieve especial Amida. Se trata de un Buda a quien se implora con verdadera devoción (ib).
1.3. Islam
En el hinduismo y budismo, junto con un fuerte sentido de la espiritualidad, se da una concepción
insuficientemente personal de Dios, hasta el punto de que también en este último se desvanece el concepto de persona.
Con el islam nos encontramos con el concepto de un Dios único, trascendente y personal, y ello se debe, sin
duda alguna, al hecho de que Mahoma conoció el concepto de creación, por el cual Dios creador se distingue de la
criatura. Bien es verdad que el islam debe su concepción de Dios a influencias judías y cristianas. Mahoma se sirvió
como fuente de conocimiento para el Antiguo Testamento de la Haggadá introducida en Arabia por tribus judías', y el
cristianismo lo conoció por medio de sectas arrianas y docetas refugiadas en Arabia.
El islam nace en Arabia a principios del s. VII de nuestra era, cuando Mahoma, sintiendo la llamada a predicar
el monoteísmo entre los suyos, comienza en La Meca su propaganda. Islam, significa «obediencia», «sumisión» (a
Dios: Alá).
Mahoma había nacido en un ambiente politeísta y defendió el más absoluto de los monoteísmos. Apelaba a las
visiones que había recibido del mismo Dios, al tiempo que por ellas pretendía ser el culmen de las revelaciones que
Dios había hecho desde Abrahán hasta Jesús. El gran tema de la predicación de Mahoma en La Meca es la conversión a
Alá, Dios único, creador y remunerador. Admite también la fe en la resurrección, el juicio final, el paraíso y el infierno.
Él es el profeta de Alá. Admite que Dios ha hablado por medio de Abrahán, los profetas y el mismo Jesús, pero según él
los judíos y cristianos han corrompido la verdadera religión, que él viene a restaurar definitivamente (Corán 2,130-141).
La novedad del islam respecto del cristianismo consiste, más bien, en la negación de algunos misterios. De
Jesús, a quien el Corán considera un profeta extraordinario, nacido de la Virgen María (3,47), niega que haya muerto
realmente en la cruz (4,157 y 171) y que sea realmente Dios, afirmando que Jesús profetizó la venida de Mahoma
(61,6). Lo que se ha conservado de la predicación de Mahoma se halla en el Corán, que es la compilación de fragmentos
conservados por escrito o de memoria por sus primeros compañeros.
Los deberes religiosos del islam son reconocer a Alá, recitar cinco veces al día una oración en dirección a La
Meca, limosna, ayuno en el mes del ramadán y peregrinación a La Meca, al menos una vez en la vida. Los musulmanes
tienen los viernes una reunión religiosa en la mezquita. La música y las imágenes quedan prohibidas en el culto. La
poligamia es permitida.
Lo que impresiona del islam es la idea del Dios único, dotado de un poder absoluto. Sin embargo, este poder
absoluto de Dios significa que todo depende de él, hasta el punto de que no se reconoce a la criatura una justa
autonomía. Propiamente se niega la acción de las causas segundas. Hasta los actos del hombre están determinados por
Alá. Hay por lo tanto un cierto determinismo. Es el destino el que manda y no hay providencia. No hay tampoco lugar
para una moral personalista que nazca del libre albedrío, de modo que no existe una noción clara de gracia y pecado. Lo
que hay que hacer es cumplir fielmente ciertos deberes perfectamente definidos.
Se da también un cierto fatalismo, en el sentido de que todo está escrito y el hombre sólo puede entregarse a su
propio destino. Existe también el deber de la guerra santa (yihad), que incumbe a la comunidad, junto con la creencia de
que quien muere en ella va al paraíso.
A quienes le piden a Mahoma signos (milagros) que justifiquen su revelación recibida de Dios, les responde
siempre con evasivas . Ante los judíos, por ejemplo, que piden a Mahoma, para poder ser aceptado como enviado de
Dios, que haga bajar el fuego que consuma la oblación (en clara relación a 1Re 18,24ss: Yavé hace bajar fuego sobre la
ofrenda preparada por Elías frente a los profetas de Baal), Mahoma responde con la clásica evasiva: «Si los profetas os
dieron pruebas, ¿por qué entonces los rechazasteis?» (3,183).
2. Dios rompe el silencio: el Dios de Israel
Dios, efectivamente, ha hablado. De hecho, ha roto el silencio y las tinieblas con la luz de su palabra. Vio los
caminos tortuosos que seguía el hombre para encontrar la verdad y se decidió a hablar, tendiéndonos su mano
providente.
2.1. Vocación de Abrahán
Todo comenzó con la llamada de Dios a un pastor de Ur de Caldea, allá por el año dos mil antes de Cristo.
Dios comenzó el diálogo con la humanidad cuando intervino en la vida de este hombre de alma grande.
Abrahán llevaba una vida normal, cumplía con su religión (politeísta en su tiempo) y su existencia se colmaba
con el ir y venir de sus rebaños por los pastos de la antigua Mesopotamia. Un día, Dios le sale al encuentro, se pone en
su camino y le dice: «Sal de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre, y vete al país que yo te indicaré. Yo haré de ti
un gran pueblo; te bendeciré y engrandeceré tu nombre. Tú serás una bendición. Y yo bendeciré a los que te bendigan y
maldeciré a los que te maldigan. Por ti serán bendecidas todas las comunidades de la tierra» (Gén 12,1-3).
Dios le llama a salir a una tierra nueva, a ponerse en camino dejando la seguridad de unos pastos y de una
tierra en los que Abrahán había echado raíces. Abrahán deposita la confianza en Dios, obedeciendo la llamada que le
convierte en peregrino de una tierra desconocida, fiándose de la palabra que Dios le da: «Por la fe, Abrahán, al ser
llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Heb
11,8).
Esta es la fe: la mirada que va más allá de lo inmediato, porque se ha sentido la llamada de un Dios que se
insinúa como amigo y salvador. La vocación de Abrahán fue una llamada al nomadismo («sal de tu tierra»), a una
esperanza que habría de ser el alimento de todo un pueblo, el pueblo de Israel, el cual pasará a la historia precisamente
como el «pueblo de la esperanza».
Dios promete a Abrahán que un nacido de sus entrañas y del vientre estéril de su mujer le dará una
descendencia superior al número de las estrellas del cielo. Dios le da un signo (milagro) que, desde el punto de vista
humano, le ofrece la garantía de que es Dios mismo el que le habla (cf Gén 17,16). No son imaginaciones de Abrahán:
cuando conciba su mujer estéril a su hijo tendrá la certeza de que era Dios el que le hablaba.
Abrahán «creyó en Yavé, el cual se lo reputó por justicia» (Gén 15,6). Esta es la maravilla, y Dios considera su fe como
un acto de justicia, es decir, como un acto de santidad, por lo cual Abrahán pasará a la historia como el único hombre
del que el Antiguo Testamento dice que era «amigo de Dios» (Is 41,8).
A Abrahán y a su descendencia promete Dios la tierra, pero le promete, al mismo tiempo, algo más importante:
ser su Dios y el Dios de los suyos (cf Gén 17,2-8). El rito de la circuncisión será la señal de esta alianza con Dios (cf
Gén 17,11-14), de esta pertenencia de Israel a Dios, que ha comprometido su fidelidad con los descendientes de
Abrahán.
Sin embargo, llega para Abrahán la segunda prueba: Dios le pide sacrificar a Isaac, al hijo de la promesa que
ha nacido milagrosamente de Sara estéril. ¿Se viene todo abajo? ¿Se aparta Dios de su fidelidad? Abrahán obedece, cree
y responde de nuevo a la llamada de Dios (cf Gén 22,1-14), confirmándose como padre de todos aquellos que confían
en Dios hasta el fin y a pesar del curso adverso de los acontecimientos, nuestro «modelo en la fe» (Heb 11,17-19).
2.2. Paso del mar Rojo
A la llamada de Dios a Abrahán sigue una nueva intervención de Dios: va a consolidar su descendencia como
pueblo elegido por medio de una alianza que, esta vez, será hecha con todo el pueblo.
Los descendientes de Abrahán, por diversas vicisitudes, habían tenido que emigrar a Egipto. Por la historia
sabemos que tribus empujadas por el hambre y la sequía emigraban a la fértil tierra del Nilo. Los israelitas vivían en
Egipto, pero el sello de su vocación les impedía asimilar las costumbres de los egipcios. Eran sometidos a trabajos
forzados y comenzó por primera vez en la historia el dolor de este pueblo. Eran empleados como esclavos en la
construcción de las ciudades de Pitón y Ramsés, como relata el Éxodo (cf Éx 1,11). Nos encontramos en el reinado de
Ramsés II (1290-1223 a.C.). Y el clamor de los israelitas llegaba hasta Dios.
Dios interviene de nuevo llamando a Moisés para salvar a su pueblo. Moisés vivía en una situación
privilegiada en la corte, pero, en una ocasión, por amor a su pueblo, se ve obligado a matar a un capataz que está
maltratando a sus hermanos de sangre y tiene que huir al desierto. Allí le espera Dios que se le presenta como «el Dios
de sus padres» (Éx 3,4-6) y le revela su nombre.
En la mentalidad hebrea, revelar el nombre a otra persona es abrirle su intimidad. Dios entrega a Israel el
secreto de su personalidad: «Yo soy Yavé» («El que es») (Éx 3,14). Según la Biblia de Jerusalén, la fórmula quiere
decir que Dios es el verdaderamente existente. Es trascendente y sigue siendo un misterio para el hombre, pero también
actúa en la historia de su pueblo y en la historia humana.
Dice Yavé a Moisés: «El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí y he visto además la opresión con que los
egipcios los oprimen. Ahora, pues, ve; yo te envío al faraón para que saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto» (Éx
3,9-10).
Moisés se resiste. «Yo estaré contigo», le dice Yavé (Éx 3,12). Esta es la fórmula con la que Dios promete su
ayuda al profeta, la fórmula con la que garantiza al enviado la superación de las dificultades.
Y comienza el gran éxodo del pueblo de lsrael. Moisés se enfrenta al faraón y, ayudado por la providente mano
de Dios que utiliza la naturaleza para sus fines, libera a su pueblo de la esclavitud.
La historia de las diez plagas sirven para que Moisés se acredite ante el faraón y su pueblo como enviado de
Dios. Indudablemente, estos signos con los que Dios salva a su pueblo han sido relatados en la sucesiva tradición
israelita con amplificaciones y reinterpretaciones posteriores, pero hemos de admitir un sustrato histórico en los signos
que realizó Yavé en favor de su pueblo.
Es cierto que muchas de esas plagas constituyen fenómenos naturales de las orillas del Nilo. Sin embargo, es
preciso admitir una manifestación milagrosa de Dios ante su pueblo en la utilización de esos fenómenos en cuanto a la
época, duración e intensidad de los mismos, pues de otro modo no se entiende que tales fenómenos pudieran
impresionar al faraón y a los suyos, así como a los mismos israelitas que aceptan a Moisés como el representante de
Yavé. El pueblo judío cree «en Yavé y en Moisés su servidor a causa de los prodigios que ha visto» (Éx 14,31).
El paso del mar Rojo debió de tener lugar en una lengua de mar, en un momento en el que las aguas se
retiraban por efecto de una marea baja acentuada por un viento solano, provocado por Dios.
Este acontecimiento, comenta A. Richardson, es el acontecimiento decisivo del AT, como lo es la resurrección
de Cristo en el NT: «Sin el milagro del mar Rojo no habría existido una religión yavista, ni un Israel, ni un Antiguo
Testamento»s.
La fe de Israel nace de estas intervenciones poderosas de Dios en su historia: «¿Algún dios intentó jamás venir
a buscarse una nación de en medio de otra nación por medio de pruebas, señales, prodigios y guerra, con mano fuerte y
tenso brazo, por grandes terrores, como todo lo que Yavé vuestro Dios hizo con vosotros, a vuestros mismos ojos, en
Egipto'?» (Dt 4,34).
A veces se suele decir, infundadamente, que el pueblo judío no tiene una concepción del milagro como signo
que supera la capacidad natural del hombre o la criatura. Pero los hebreos usan, para hablar del milagro, el término
nifla'ôt («signo imposible para el hombre»).
En el AT los judíos piden pruebas a los profetas que se presentan como enviados de Dios. Moisés, por ejemplo,
pide y obtiene de Yavé el signo que le probará a él mismo que Dios «está con él» y que su misión «viene de él» (Éx
3,12). Los prodigios hechos por Moisés le acreditan entre los suyos, prueban la aparición de Yavé y, en consecuencia,
que es preciso «creerle y escucharle» como enviado de Dios (cf Éx 4, 1).
A través de toda la historia del profetismo, el milagro es constantemente invocado para distinguir a los
verdaderos de los falsos profetas. Así Elías, que resucita al hijo de la viuda de Sarepta y hace descender el fuego del
cielo sobre el monte Carmelo, da a conoce que Yavé es el verdadero Dios (cf I Re 18,37-39), que él es su servidor (cf
1Re 18,36). Dios hablaba a su pueblo por medio de los profetas y con sus signos confirmaba sus palabras como palabra
suya.
La fe monoteísta del pueblo elegido se apoyaba en signos con los que Yavé se revelaba como único Dios
verdadero, «Señor de la naturaleza y de la historia».
El primer credo de Israel es sencillamente una confesión de las maravillas que Dios ha hecho en su historia, es
la narración de las intervenciones poderosas de Dios en su historia (cf Dt 26,5-9).
2.3. Pascua
Antes de salir de Egipto, Dios va a matar a los primogénitos de esta nación. Los israelitas se libran de este
azote pintando las jambas de las puertas de sus casas con la sangre del cordero que cada familia israelita ha inmolado y
comido al celebrar la fiesta de pascua dentro de un rico simbolismo, que perpetuamente recordará a Israel las
circunstancias de esta liberación (cf Éx 12,1-14).
Los judíos siguen celebrando la pascua: sentada la familia alrededor de la mesa, el niño pequeño va
preguntando al padre el porqué de cada alimento que se toma y el padre va explicando cada uno de los detalles del rito.
El padre de familia iniciaba la celebración con la alabanza a Yavé por la fiesta de pascua y por el vino que se tomaba a
modo de aperitivo en una primera copa. Explicaba al niño el significado de esa noche, distinta de las demás, porque
recuerda el día en que pasó por las casas de los hebreos en Egipto: se comía pan ázimo, porque los israelitas, en su
huida, no tuvieron tiempo de hacer pan fermentado (cf Dt 16,3), las lechugas amargas les recordaban la amargura que
los hebreos tuvieron que pasar en Egipto (cf Dt 26,6-8).
A continuación, el padre alababa y daba gracias a Dios por la liberación de Egipto, al tiempo que se pedía la
salvación para el futuro.
Se cantaba, después, la primera parte del Hallel, es decir, los Salmos 112-113,8, y se bebía la segunda copa.
Entonces el padre tomaba el pan y alababa a Dios diciendo: «Bendito seas tú, Yavé, nuestro Dios, rey del mundo, que
haces producir el pan a la tierra». Rompía el pan en pedazos y lo daba a los comensales que lo consumían con las
lechugas amargas y el haroset (una salsa o mermelada de frutas).
Posteriormente se hacía la comida del cordero, que no debía durar más allá de medianoche, y después se
llegaba a la acción de gracias que pronunciaba el padre y a la tercera copa, llamada «copa de bendición». A
continuación se cantaba la segunda parte del Hallel (Salmos 113,8-117).
Al celebrar la pascua, tomaban conciencia de que la liberación de Egipto obrada por Dios era una liberación
que continuaba y se hacía presente. Esto es lo que significa «memorial» (zikkaron) para los judíos: actualización en el
rito de la salvación realizada por Dios, que se había comprometido a seguir salvando a su pueblo.
2.4. Alianza
Aquí comienza la vocación de Israel como pueblo. El pueblo de Abrahán se forma como pueblo cuando sale de
Egipto y camina, atravesando el mar Rojo, por el desierto hacia la tierra prometida.
Este pueblo, que en Egipto llevaba una vida de esclavitud, se forma en el desierto como pueblo de Dios,
convirtiéndose en el pueblo de su elección. Así relata Ezequiel la alianza de Dios con su pueblo: Dios adopta a su
pueblo, lo crea como tal, interviniendo en su historia. Lucha con él y por él, lo cuida, lo va conduciendo por el desierto,
venciendo su permanente tentación de volverse atrás, pues siente a veces la nostalgia de los alimentos y la vida
sedentaria en Egipto (cf Ez 16,4-8). Igual que Abrahán, el pueblo de Israel tiene que abandonarse en las manos de Dios
dejando atrás las seguridades humanas.
El momento culmen de la peregrinación lo encontramos en el establecimiento de la alianza de Dios con su
pueblo; alianza que proviene de la iniciativa de Dios y cuya finalidad es hacer de su pueblo un pueblo elegido y santo.
La alianza se resume en esto: «Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo»; «Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y
guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis
para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Éx 19,5-6).
En el contexto de esta promesa de la alianza, tiene lugar la manifestación de Dios en el monte Sinaí a Moisés,
que recibe de él la promulgación del decálogo (cf Éx 20) como carta magna de la alianza que Dios va a sellar con su
pueblo.
El rito por el que se constituye la alianza es verdaderamente rico en simbolismo (cf Éx 24,4-8). El altar
representa a Yavé; las doce estelas, a las doce tribus de lsrael que se han comprometido a observar las cláusulas de la
alianza. El rito de la sangre (principio de vida para los hebreos) significa la íntima comunión de vida que va a existir
entre Dios y su pueblo. Dios ha dado, por tanto, un nuevo y trascendental paso en su revelación al pueblo de Israel.
Por medio de la alianza, Dios ha dado la existencia a Israel como pueblo de su elección. Le da, al mismo
tiempo, una norma de vida que no tiene sentido alguno si se la separa de la alianza. En la religión de Israel no es lo
primero el cumplimiento del decálogo. Este no se entiende sino como respuesta a un Dios que, por iniciativa propia, ha
salvado a Israel confiriéndole una vocación que ha dado sentido a su existencia. La intervención de Dios precede a la
ley y esta sólo se entiende en el contexto de la alianza.
Para Israel, el decálogo es esencialmente el signo de un pacto sellado con Dios. Es la alianza el estimulo que ha
de llevar al cumplimiento de la ley y esta ha de ser vivida en agradecimiento a un Dios que ha comprometido su
fidelidad con Israel. El sentimiento de haber sido elegido es anterior al afán de cumplimiento. Es el amor que nace de la
alianza el que ha de inspirar la observancia de la ley.
Por otra parte, la alianza sin ley resulta imperfecta. Un pueblo que ha sido llamado a la santidad ha de aceptar
un estilo de vida conforme al de Dios. La ley explica cómo debe vivir un pueblo consagrado a Dios.
2.5. Mesianismo
Mesianismo real. El mesianismo es la espina dorsal de la Biblia; nace en el ambiente de la alianza y como consecuencia
de la misma. Dios ejercerá sus promesas de salvación hacia su pueblo por medio del mesías.
Todo nació en el día en el que el profeta Natán se acercó a David y le dijo en nombre de Yavé: «Te edificaré
una casa. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que
saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de tu realeza» (2Sam 7, 11-12).
A partir de esta promesa, serán los salmos realesl'' y los oráculos de los profetasll los que profundizarán y
mantendrán viva la esperanza mesiánica de Israel.
Ya en pleno exilio, Ezequiel alude al vástago que se convertirá en cedro magnífico (cf Ez 17,22-24), un
descendiente de David que será el pastor único (cf Ez 34,23-24), rey para todos (cf Ez 37,24-25).
A la vuelta del exilio, en el tiempo de la reconstrucción de Jerusalén, exclama Zacarías: «Exulta sin freno, hija
de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén. He aquí que viene a ti un rey: justo él y victorioso, humilde y sentado en un
asno, en un pollino, cría de asna» (Zac 9,9-10).
El profeta Miqueas señala la ciudad de Belén, la ciudad de David, como el lugar de donde saldrá el que ha de
dominar en Israel (cf Miq 5,1).
Siervo de Yavé. Junto a esta perspectiva real del mesías, aparece también en Israel otra perspectiva: la profética. En el
segundo libro de Isaías se habla de un misterioso siervo de Yavé que dará su vida en expiación de los pecados de Israel
(cf Is 40-45): son los cuatro cánticos del siervo de Yavé.
Es, sobre todo, el último cántico el que describe con todo detalle el sufrimiento del siervo (cf Is 53,2-9).
¿Quién es este personaje misterioso? La escuela de Wellhausen quiso identificarlo con el Israel histórico, pero en el
mismo Isaías el siervo de Israel aparece como culpable, pecador y rebelde. El siervo Israel está cautivo (Is 42,24)
mientras que el siervo de Yavé es libertador de los cautivos. El siervo Israel sufre por sus propios pecados, mientras que
el siervo de Yavé lleva los dolores de su pueblo y el peso de sus iniquidades. Por otro lado, no se ve que ese siervo de
Yavé coincida con un personaje histórico concreto: Moisés o Jeremías, por eJemplo.
Los cantos del siervo de Yavé son un auténtico enigma que queda sin interpretación posible al margen de la
pasión de Cristo. No en vano rabinos tan famosos como Zolli en Roma, en tiempos de Pío XII, o escritores como Rafael
Stern, que vive en la actualidad, se han convertido al cristianismo tras cotejar la pasión de Cristo con los cánticos del
siervo.
Hijo del hombre. La literatura apocalíptica de Israel nace a partir del s. II a.C. Es una literatura de consolación
que surge en tiempos de crisis, angustia y sufrimiento, con el objeto de inyectar en el pueblo, bajo la dominación
extranjera, la esperanza en la victoria de Dios y de las fuerzas del bien. Se expresa a través de visiones, apariciones o
raptos y con un lenguaje críptico e incomprensible para las fuerzas extranjeras, hablando así del mesías que ha de venir
en un futuro próximo.
En el libro de Daniel se presenta un misterioso hijo del hombre que proviene del cielo (cf Dan 7,9-14), sobre la
nube (lugar de la manifestación de Dios en el AT) y acercándose al anciano de días (Dios). Es, por tanto, un personaje
celestial y preexistente que, teniendo figura de hombre, cumple la misión mesiánica de liberar a Israel.
Este misterioso hijo del hombre no puede ser el pueblo de Israel, pues en la mentalidad judía no cabe situar al
pueblo en la nube, en el lugar de Dios. Tiene una clara coloración mesiánica, puesto que se alude a un nuevo reino que
se instaura. Esta figura, que en la visión de Daniel recibe el reino y a quien sirven todos los pueblos, en la mentalidad
judía no puede ser otra que el mesías que instaurará la nueva era anunciada por los profetas. Las cuatro bestias que
aparecen en la visión antes de la llegada del hijo del hombre son reyes que representan a su vez a cuatro reinos, el hijo
del hombre es el heredero triunfante del reino de los hijos del Altísimo, del reino mesiánico.
Esta figura mesiánica del hijo del hombre aparece también en la literatura apocalíptica apócrifa del AT, en
concreto en los libros primero de Henoc y cuarto de Esdras.
En la época previa a la llegada de Cristo, la perspectiva predominante en Israel respecto del mesías no era la
del siervo sufriente. Fundamentalmente se esperaba un mesías de tipo nacional y político en la línea del mesías rey. La
revuelta de los macabeos había exacerbado el espíritu nacionalista de Israel de modo que, en tiempos de Jesús, se tenía
la conciencia de que la llegada del mesías era inminente.
2.6. El Dios de Israel
En la experiencia de Israel se va fraguando, mientras tanto, una alta idea de Dios. Este pueblo, mediante la
revelación profética, llegó a alcanzar la idea más pura y trascendente de Dios en la antiguedad. En un principio, Israel
aceptaba y veneraba a Yavé, el Dios de la alianza, al tiempo que aceptaba y admitía la existencia de otros dioses que
protegían a otros pueblos.
Pero Israel hizo una experiencia única. Su drama radicaba en que, siendo una pequeña porción de terreno,
insegura desde el punto de vista económico y militar, buscaba en las potencias extranjeras (Asiria o Egipto) una
protección y seguridad humanas que le protegieran. Pero, al hacer alianza con estas potencias, aceptaba también sus
dioses, siendo así infiel al Dios de su juventud, al Dios de la alianza.
Llega así el destierro, que Dios permite para purificar a su pueblo de su infidelidad. Y, en el destierro, Israel
vuelve otra vez a clamar a su Dios, y Dios escucha su voz: «Sión decía: "Yavé me ha abandonado, el Señor se ha
olvidado de mí". ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues
aunque ella se olvidara, yo no me olvidaría» (Is 49,14-15).
Y cuando Dios libera a Israel del exilio, por medio de Ciro, y descubre que su Dios domina a todos los
pueblos, al cosmos y a la historia, llega a la conclusión de que su Dios es único y creador de todo. Si domina a todos los
pueblos, es porque todo proviene de él. ¡Yavé es el único Dios! ¡Yavé es creador de todo! Yavé es un Dios soberano,
porque todo lo ha hecho él: «Yo hice la tierra y creé al hombre en ella. Yo extendí los cielos con mis manos y doy
órdenes a todo su ejército» (Is 45,12). «Pues así dice Yavé, creador de los cielos, él, que es Dios, plasmador de la tierra
y su hacedor, él, que la ha fundamentado y no la creó caótica, sino que para ser habitada la plasmó. Yo soy Yavé, no
existe ningún otro» (Is 45,18).
Israel llega desde el Dios de la alianza al Dios de la creación, al Dios único. Ningún pueblo en la antiguedad ha
desarrollado un concepto de creación como Israel, un con-
cepto de Dios absolutamente trascendente y santo, al tiempo que ha visto en el mundo y en el hombre criaturas de Dios,
distintas de él y dotadas de autonomía, pues cuanto más puro es el concepto de Dios, más profunda es la concepción de
la persona humana.
Israel no debe a Grecia ni el concepto de creación, que la filosofía griega ignoraba, ni el de historia, ni el de
persona. Para los griegos la historia lineal no existe, todo se basa en el eterno retorno de las cosas. Para Israel la historia
está proyectada por la promesa mesiánica hacia el futuro. La persona está tanto más dignificada, cuanto que está
llamada a una intimidad dialogal con el Dios de la alianza. Una persona que es creada para la intimidad personal con
Dios tendrá por siempre una dignidad sagrada y absoluta. No es ya simple naturaleza (physis), sino un sujeto llamado a
la comunión con Dios. El Deuteronomio es consciente de esta proximidad de Yavé: «En efecto, ¿hay alguna nación tan
grande que tenga dioses tan cerca como lo está Yavé nuestro Dios siempre que lo invocamos?» (Dt 4,7).
Es un dato incuestionable que la concepción de Dios por parte de Israel rompe los esquemas de la sociología
religiosa. La sociología enseña que, cuando un pueblo nómada se hace sedentario, pasando a cultivar la agricultura y la
ganadería, cambia su religión, aceptando los dioses del campo y la fertilidad. Israel, en cambio, conservó su idea de
Dios.
La sociología dice que, cuando un pueblo como Israel acepta la monarquía, su Dios termina por convertirse en
un Dios estatal, una personificación del poder del Estado. Pero Yavé siguió siendo el Dios único que juzgó a la
monarquía y mantuvo pura su revelación.
Con la descomposición del Estado en el exilio de Babilonia, tenía que haber desaparecido la fe en Yavé, pero
no fue así. La voz de los profetas mantuvo un resto de fieles, el resto de Yavé, los anawin, los pobres de Yavé, que
mantuvieron su fidelidad al Dios de la alianza en medio de las dificultades. Sobre este resto vendrían las promesas de
los profetas.
Y no se puede decir que esta idea tan elevada de Dios fuera fruto de un pueblo fiel y dotado intelectualmente:
Israel fue un pueblo pecador que se olvidó del Dios de su juventud en más de una ocasión. Pero incluso, desde este
pecado y la miseria, sacarán los profetas una buena lección sobre Dios, viniendo a decir que su Dios, el Dios de la
alianza, es un Dios que sufre cuando su pueblo peca y se aparta de él.
Hay un término hebreo, zanah, que frecuentemente usan los profetas cuando hablan del pecado de Israel.
Significa «infidelidad conyugal», «adulterio». Y los profetas, particularmente Oseas, que sufrió por la infidelidad de su
mujer, vienen a decir que Yavé sufre por la infidelidad de su pueblo (cf Ez 16,1-15).
Y, sin embargo, ese Dios mantiene su fidelidad (cf Jer 31, 31-34).
3. Dios habla por medio de su Hijo
Toda la revelación de Dios en el AT no era, con todo, más que una palabra provisional, dirigida al momento cumbre en
el que Dios mismo nos hablará, no ya por los profetas, sino por medio de su propio Hijo: «Muchas veces y de muchos
modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado
por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo» (Heb 1, 1).
En el AT Dios se dirigía al pueblo de Israel (a nuestros padres); ahora se dirige a toda la humanidad por medio
de su Hijo encarnado; en el AT los mediadores de la revelación eran los profetas, ahora el mediador es el Hijo.
El evangelio de Juan ofrece una profunda reflexión sobre la revelación divina en su prólogo. El AT conocía el
tema de la palabra de Dios y el de la Sabiduría, que existía en Dios antes del mundol'i por la cual todo fue creado. Fue
enviada a la tierra para revelarnos los secretos de la voluntad divina y, terminada su misión, vuelve a Dios. Pero en el
AT no se podía sospechar que esa palabra y esa sabiduría de Dios fueran también una persona divina. A Juan le toca
ahora desvelar el misterio de la Palabra hecha carne.
Efectivamente, Juan distingue el Padre (o Theos, con artículo es el Padre: Jn 1,1) de la Palabra que también es
Dios (Theos, sin artículo). Ella, la Palabra, estaba al principio con Dios y todo se hizo por ella. En el mundo estaba,
pues el mundo fue hecho por ella. Esta era la primera manifestación de la Palabra, la creación; pero el mundo no la
conoció (cf Jn 1, 10).
Llega la segunda etapa de la revelación: Dios se comunica a los suyos, al pueblo de Israel, pero los suyos no le
recibieron (cf Jn 1,11).
Por fin, llega la revelación definitiva de Dios, la encarnación: «Y la palabra se hizo carne, y habitó entre
nosotros y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn
1,14).
Aquí tenemos, pues, toda la historia de la revelación en sus tres etapas. En la etapa final es el mismo Hijo en
persona el que entra en la historia («se hizo carne») para hablarnos del Padre: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo
único, el que está en el seno del Padre, ese lo ha revelado» (Jn 1,18).
¿Qué supone esto? Sencillamente que ahora, en Cristo, no tenemos ya la palabra de un profeta que habla de
Dios, sino que es Dios en persona, el Hijo, el que habla y da testimonio de lo que ve. Para Juan, Cristo no enseña, sino
que, más bien, da testimonio de lo que ve. San Juan de la Cruz lo ha expresado así:
«Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto
y en una vez en esta sola Palabra; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en él,
dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiera preguntar a Dios, o querer alguna visión o
revelación, no sólo haría una necedad, sino que haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin
querer alguna otra cosa o novedad».
Tenemos, pues, la palabra personal de Dios entre nosotros, y por ello mismo ya no hay que esperar otra
revelación pública de Dios. En Cristo, tiene el hombre, todo hombre, la mayor, más plena y definitiva luz sobre Dios y
el sentido de la vida. Juan Bautista, profeta de Cristo, no era él la luz (cf Jn 1,8), «Cristo es la luz verdadera que ilumina
a todo el que viene a este mundo» (Jn 1,9). La ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado
por medio de Jesucristo (cf Jn 1,17). La revelación definitiva ha llegado con Cristo y termina propiamente cuando
muere el último apóstol, testigo de Cristo.
Pero alguien podría preguntar con toda lógica: ¿qué garantía tenemos de que Cristo sea Dios? ¿Quién nos
asegura que la revelación cristiana es un hecho histórico? Son preguntas absolutamente legítimas, e incluso
imprescindibles. El cristianismo no es una filosofía o una gnosis, sino la intervención histórica de Dios por medio de su
Hijo para salvar a la humanidad, y es lógico que nós interesemos por el hecho histórico de Cristo. De momento vamos a
ver las dimensiones de la revelación cristiana y la naturaleza de la fe.
4. Dimensiones de la revelación cristiana
Podríamos reducir a tres las dimensiones de la revelación cristiana y, en consecuencia, de la fe:
•mensaje: es lógico que, si Dios habla, le comunique al hombre algo sobre sí mismo y sobre su designio de
salvaclón;
•signos: este mensaje de Dios está acreditado por los signos (milagros) que lo autentifican como tal;
•Luz interior: ¿nterior: mensaje y signos son el elemento exterior de la revelación, aquello que todo hombre
puede ver y escuchar; pero la revelación cristiana tiene también un elemento interior, la gracia, con la cual Dios mismo
toca el corazón del hombre atrayéndolo a su persona ".
Dios sale, pues, al encuentro del hombre con un elemento externo (el mensaje y los signos) y con una gracia
interna que toca su corazón de cara a la conversión.
La fe cuenta asimismo con estos tres elementos: aceptación de un mensaje de Dios que se ha dado en Cristo y
que ha sido atestiguado por los milagros. Este es el elemento humano de la fe: uno no puede creer si no sabe lo que cree
y por qué lo cree. No cabe una fe fideísta, una te que se deja llevar simplemente por el sentimiento o la tradición. Uno
tiene que indagar si su fe está suficientemente garantizada, si Cristo ha e istido y es verdad que dio pruebas de su
divinidad. Cuando la fe se basa en el puro sentimiento y no está suficientemente informada, tiene el peligro de perderse
con el correr del tiempo, el cambio de ambientes o el trato con personas no creyentes.
Algunos piensan que creer equivale a suponer, opinar, apostar..., correr, por lo tanto, el riesgo de que sea falso
lo que se cree. No, la fe cristiana implica un saber, y un saber cierto, aunque nunca llegamos a la evidencia, pues nunca
vemos a Dios aquí.
Pero la fe es mucho más que saber, aceptar el mensaje que nos llega acreditado por los signos: la fe es un
encuentro personal con Dios. Uno no busca la verdad de Cristo como busca resolver un problema de matemáticas,
porque el hecho de que Dios haya hablado no es un problema más, es el problema por antonomasia. Si Dios sale a mi
encuentro, y resulta que esto es cierto, mi vida tiene que cambiar. El encuentro con Dios en la fe es un encuentro que
compromete mi vida. Sin embargo, el corazón humano, herido por el pecado, se resiste a dejar su autosuficiencia y su
comodidad.
Aunque sepamos con certeza que Dios ha hablado en Cristo, no le vemos, y el misterio sigue por lo tanto
delante de nosotros. Por ello es Dios mismo el que, desde la otra orilla, toca con su gracia el corazón humano,
ayudándonos a dar el paso. Por eso decimos que la fe es un don de Dios, un don sobrenatural. Dios mismo sale al
encuentro del hombre con su gracia interior, ayudando al hombre a adherirse a él.
La fe, en definitiva, nace cuando, habiendo conocido el mensaje de Cristo y habiendo comprobado que está
acreditado, uno se deja tocar por la gracia divina, abandonando la autosuficiencia de quien pretende fundar la vida en sí
mismo, para fundar la vida en Dios.
En el mensaje de Dios hay cosas que no entendemos del todo, puesto que Dios es un misterio que, en esta vida,
no podremos abarcar plenamente, sin embargo aceptamos el mensaje porque sabemos que Dios no puede equivocarse ni
menos engañarnos. Comienza, pues, la confianza: la fe es por ello el inicio de una amistad con Dios que se desvelará
plenamente en la visión beatífica.
5. Transmisión de la revelación
Indudablemente, Cristo no mandó escribir su mensaje, sino que quiso predicarlo por toda la tierra, haciendo
discípulos suyos (cf Mt 28,19-20). En un principio la Iglesia no pensó en ponerlo por escrito. Es hacia el año cincuenta
cuando Pablo escribe sus primeras cartas, y los evangelios sinópticos no serán escritos hasta el año setenta, siendo el
evangelio de Juan el más tardío, hacia el año cien.
Por ello es preciso caer en la cuenta de que la tradición (entendida no sólo como transmisión oral, sino como la
vida toda de la Iglesia en su predicación, misión, liturgia, organización, etc.) es anterior a la Sagrada Escritura. Es más,
se podría decir que el Nuevo Testamento ha nacido del seno mismo de la tradición y que no se puede por ello
desvincular de la misma.
Además, Cristo dejó a los apóstoles y a sus sucesores el encargo de enseñar su palabra con autoridad y la
garantía del Espíritu Santo prometido. Por tanto, Sagrada Escritura, tradición y magisterio son tres realidades que no se
pueden separar (cf Dei Verbum 10). La interpretación auténtica de la palabra de Dios (que se nos ha transmitido por la
Sagrada Escritura y la tradición) corresponde al magisterio, y toda interpretación individual de la misma habrá de
hacerse en el seno de la Iglesia y bajo la guía de la autoridad del magisterio.
Alguien podría pensar, sin embargo, que esta mediación de la tradición y, sobre todo, del magisterio, podría
entorpecer la experiencia directa y viva de la palabra de Dios. J. J. Rousseau, el pensador de la Ilustración, solía decir: «
Cuántos mediadores entre Dios y yo!». Es el problema permanente de la mediación de Dios y el hombre.
Esta objeción que parece haber descubierto el hombre moderno resulta tan vieja como el cristianismo. Fue algo
que se fraguó con particular intensidad con la Reforma de Lutero y que tuvo consecuencias enormes. Lutero,
atormentado por su experiencia personal de angustia ante el temor de su condenación, entendió que el hombre está
totalmente corrompido por el pecado original y que por ello no es capaz de guardar los mandamientos. El hombre se
salva sólo por la fe en Dios. Así, Dios, con su misericordia, disimula sus pecados y le cubre con ella, aunque no lo
transforma interiormente.
Pero, a partir de este principio, entendió Lutero que la razón humana, como todo lo humano, está también
corrompida y que toda mediación humana es por ello mismo fuente de corrupción. Por ello buscó interpretar la Sagrada
Escritura sin mediación alguna (libre examen), defendiendo una interpretación individual.
¿Qué sucedió? Que la palabra de Dios quedó sometida, en adelante, al subjetivismo individual, siendo así
inalcanzable en su verdad objetiva y universal.
El magisterio de la Iglesia, instituido por Cristo y dotado de la asistencia del Espíritu Santo, es la garantía de la
auténtica interpretación de la Escritura. El cardenal Newman, convertido al catolicismo, calificaba de «institución
providencial» el magisterio de la Iglesia que había recibido de Cristo la misión de mantener la verdad en todo tiempo.
6. Inspiración de la Biblia
Es esa misma autoridad de la Iglesia la que enseña que una serie de libros del AT y NT están inspirados por
Dios, es decir, que fueron escritos por autores que conocían los hechos, pero Dios se sirvió de sus talentos y facultades,
de modo que «obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios
quería» (DV ll), así que tienen a Dios como autor principal. La inspiración no consiste en que libros de suyo puramente
humanos hayan sido después aprobados por la Iglesia, ni que contengan la revelación sin error (inerrancia), sino en que
«escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales han sido entregados a la Iglesia»
(DS 3006).
Es claro que la inspiración de los libros sagrados no es algo que nosotros podamos detectar por experiencia
directa, sino porque la tradición así nos lo enseña. Ahora bien, es fácil que alguien se pregunte: ¿no cometemos así un
círculo vicioso? Yo creo en la Iglesia por lo que me enseña la Escritura y, ahora, me dicen que creo en la Escritura,
porque la Iglesia me la propone como inspirada.
La objeción es absolutamente legítima, pero tiene también una respuesta clara: antes de creer en la inspiración
de la Sagrada Escritura (de la que me habla la Iglesia) es preciso saber si lo que narra esa misma Escritura es,
históricamente hablando, cierto o no. Antes de creer en la inspiración, es preciso tener claro desde el punto de vista
histórico que Jesús existió y que era el hijo de Dios. En esta aproximación histórica podemos usar la Sagrada Escritura
pero sin dar por supuesto que esté inspirada, sino simplemente como fuente de información histórica que debemos
analizar con criterios históricos.
Para fundamentar la fe, se puede hacer un estudio de lo que dicen los evangelios sobre Cristo y la Iglesia
desde un punto de vista histórico-crítico y, una vez que tenga claro la existencia de Cristo, su divinidad y la fundación
de la Iglesia, asumir ya la inspiración de la Escritura de la que habla la Iglesia.
private Preguntas para el trabajo en equipo
Bibliografía
GELIN A., Las ideas fundametales del Antiguo Testamento, Pamplona 1963.
LATOURELLE R., Teología de la revelación, Salamanca 1977.
LÓPEZ GAY J., La mística del budismo, Madrid 1974.
PAREJA F.M., La religiosidad musulmana, Madrid 1975.
VAN IMSCHOOT P., Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969.
PARA HACERLO VIDA
Ocurre en la vida que cuando uno se hace mayor y sale del ambiente propio de la infancia, ve la multiplicidad
de religiones que existen en el mundo y se pregunta si, en el fondo, no serán todas iguales, es decir, si no responderán
todas al mero hecho de que el hombre es religioso por naturaleza. Nacen así dudas y sospechas: ¿qué garantías tenemos
de estar en la verdad? Este interrogante ha llevado a muchos al escepticismo y al relativismo religioso. Y, sin embargo,
es un interrogante que hemos de hacernos todos.
Justamente en el tema de la religión y, más que nada, en él, es preciso darse cuenta de que existe la Verdad;
una Verdad que es preciso estudiar y descubrir. Que haya eleme tos positivos en todas las religiones, es indudable.
Pensemos en el recogimiento del budismo, en la idea del Dios único del islam, etc. Pero no basta con percatarse de ello.
Es preciso también que indaguemos si alguna de estas religiones proviene de Dios mismo, en el sentido de que sea la
respuesta al Dios vivo que se ha manifestado a la humanidad.
En este sentido, es preciso hacer dos tipos de reflexión: una sobre la misma idea de Dios que presentan las
diversas religiones y otra sobre las garantías que dan de ser religiones verdaderas, es decir, debidas a la revelación de
Dios mismo.
Indudablemente, una religión que no presente un concepto de Dios personal nos hace preguntarnos si es una
religión o, más bien, una difusa espiritualidad. Una religión que satisface la necesidad de creer pero que difumina la
idea de un Dios personal, fuente de amor; una religión que diluye la misma personalidad del hombre en una salvación
impersonal, deja insatisfecha en el fondo la exigencia de la salvación como amor interpersonal entre Dios y el hombre,
entre todos los hombres, incluso.
Ni en el hinduismo ni en el budismo existe el concepto de un Dios personal. La salvación consiste en ellos en
el desprecio e indiferencia ante el mundo que consideran negativo. Muy diferente es la concepción positiva que el
cristiano tiene del mundo como creación de Dios. El Dios del islam, por su parte, es el Dios fuerte y omnipotente, pero
no es el Dios de la misericordia y del amor, el Dios que comparte el mal con el hombre en el mundo y lo salva por su
Hijo.
Si ese Dios personal se ha manifestado en la historia, es preciso que se haya dado a conocer como tal. Si
alguien pretende tener una revelación de Dios, ha de darnos garantía de esa revelación. Si Dios entra en la historia, es
preciso que se presente como tal ante los hombres.
Y, en este sentido, en el AT, junto con la idea más pura y trascendente de Dios, encontramos los signos de la
intervención divina, pero todos estos signos tienen además una clara dirección, en cuanto que todo el AT es una clara
profecía sobre Cristo. El judío Rafael Stern era uno de los poetas judíos más conocidos de Israel. Superviviente del
campo de concentración de Auschwitz, había dado toda su vida a la causa de su país y dirigía un hotel. Tuvo dudas
sobre su propia religión, la judía, y se tomó unas vacaciones en las orillas del lago de Tiberíades, para leer a fondo los
profetas. La providencia hizo que se llevara también unos evangelios. Cuando terminó de leerlos, sabía que era
cristiano. Todo lo que él conocía del AT desembocaba en Cristo con la misma naturalidad que desemboca un río en el
mar. No hay otra salida para el AT. Sin Cristo queda truncado, porque no es otra cosa que la pedagogía de Dios que
conduce a la revelación en su Hijo.
Habrá que pedir, por tanto, a Cristo que nos dé las credenciales de su misión, el signo que le acredita como hijo
de Dios en persona. De momento, nos encontramos en medio de una tradición, la cristiana, que nos ha engendrado en la
fe. No podía ser de otro modo, puesto que si la revelación viene de Dios y no surge simplemente del corazón individual,
la cuestión de la religión es, antes que mi opción personal, una transmisión de la palabra y la salvación que vienen de
Dios mismo. Lo que hace falta ahora es personalizar esa fe, conociendo a fondo los fundamentos de la misma.
CAPÍTULO 3
CREACIÓN
«En el Principio Dios creó el cielo y la tierra» (Gén 1,1). Así comienza la Biblia. Es verdad que la razón
humana puede llegar al conocimiento de Dios creador por medio de la luz natural de la razón humana. Pero, ¡qué
distinto es que Dios mismo nos hable de la creación! No sólo porque de esa forma se evitan errores que frecuentemente
han surgido en medio de los pueblos, sino porque la creación de Dios es infinitamente más rica de lo que el hombre
pudiera pensar.
Muchos pueblos y personas han caído, por ejemplo, en el error del panteísmo, pensando que todo es Dios.
Otros han detendido que el mundo es una emanación necesaria de Dios, y hay quienes han afirmado la existencia de dos
principios eternos y de igual poder, el principio del bien y el principio del mal. Muchos pensaron en la antiguedad que
la materia no proviene de Dios y que era intrínsecamente mala (maniqueísmo). Ya en el s. XVIII no pocos filósofos
cayeron en el deísmo, concepción según la cual Dios ha creado todo pero lo ha abandonado a sí mismo. Muchos,
finalmente, no aceptan el origen trascendente del mundo, cayendo así en el materialismo.
Nosotros sabemos que todo lo que existe, por ser criatura de Dios, es bueno, incluida la materia. Y que todo es
bello, por la misma razon.
1. Creados en Cristo
El Dios que ha creado todo es un Dios que quiere comunicar al hombre su intimidad. La creación se presenta
en la Escritura como el primer paso hacia la alianza y el misterio de un Dios que se nos quiere comunicar en Cristo.
Como dice el Catecismo de la Iglesia catol¿ca, «desde el principio Dios preveía la gloria de la nueva creación en Cristo
(cf Rom 8,18-23)» (CEC 280).
El Padre nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo y nos predestinó a la adopción de hijos', de modo
que Cristo es el primogénito de toda criatura, puesto que en él «fueron creadas todas las cosas» (Col I,15): «El Padre
eterno creó el mundo universo por un libérrimo y misterioso designio de su sabiduría y de su bondad, decretó elevar a
los hombres a la participación de su vida divina» (Lumen gentium 2).
Esto no significa que Dios no hubiera podido crear al hombre sin elevarle a su amistad, sino que, por su amor
infinito, ha querido crear al hombre haciéndole partícipe de la filiación de Cristo que un día habría de venir al mundo.
Dios no ha tenido dos planes para la humanidad: uno sin Cristo y otro, tras la caída en el pecado, con Cristo. Dios ha
tenido desde el principio un plan único: crear a los hombres para elevarlos a la dignidad de hijos suyos en Cristo.
Así es como entendemos que Dios nos ha creado para su gloria . Nosotros damos gloria a Dios justamente
cuando participamos de su bondad. San Ireneo lo dice de manera gráfica: «La gloria de Dios es el hombre que vive, y su
vida consiste en la visión de Dios»- .
2. Las criaturas
En virtud de la creación, toda realidad tiene una consistencia propia por la cual se diferencia de Dios. al tiempo
que sigue recibiendo de él su ser. La criatura en tanto existe en cuanto que en todo momento est¿í ligada ¿I Dios creador
por el cordón umbilical de la existencia que de él recibe. Pero toda criatura tiene una consistencia propia y unas leyes
que el hombre debe conocer y respetar (cf GS 36). Justamente porque el cristianismo tiene muy clara la idea de
creación, tiene también clara la consistencia propia de las cosas.
Dios ha creado el cielo y la tierra con todo lo que contienen. Ha hecho también «criaturas puramente
espirituales que tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales» (CEC 330). Las conocemos con el nombre de
«ángeles». Son mensajeros divinos al servicio del designio de salvación de Dios. La vida de Cristo está rodeada de la
adoración y el servicio de los ángeles (cf CEC 333).
En su liturgia la Iglesia se une a los ángeles para adorar a Dios, al tiempo que la vida humana está rodeada de
su custodia e intervención: «Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida» (CEC
336).
La Iglesia, siguiendo la palabra de Dios, enseña también que hay ángeles que rechazaron radical e
irrevocablemente a Dios por un pecado (cf 2Pe 2,4) y que, posteriormente, han seducido al hombre a desobedecer a
Dios (cf CEC 391-394). Consiguientemente, el poder de Satán no es infinito, pues aunque actúe en el mundo por odio a
Dios y su criatura, es sólo una criatura.
Todo el mundo visible es criatura de Dios, pero de un modo particular lo es el hombre. El hombre ocupa un
lugar único en la creación, porque está hecho a imagen y semejanza de Dios. Como dice el Vaticano II, el hombre «es la
única criatura en la tierra a la que Dios ha querido por sí misma» (GS 24). Sólo él e.stá llamado a participar. por el
conocimiento y el amor, en la vida de Dios (cf CEC 356).
Hecho a imagen de Dios, el hombre tiene la dignidad de persona. No es algo, sino alguien capaz de conocer y
de amar y de entregarse libremente (cf CEC 357). Todo ha sido creado para el hombre, y el hombre ha sido creado para
amar y servir a Dios (cf CEC 358).
El hombre es a la vez un ser corporal y espiritual (aliento de vida que Dios insufló al barro: Gén 2,7). El cuerpo
del hombre participa de la dignidad de ser imagen de Dios, pero el hombre es imagen, sobre todo, por el alma espiritual
e inmortal que, no pudiendo provenir de los padres por generación, es directamente creada por Dios (cf CEC 366). El
cuerpo y el alma forman una única persona. El hombre es, al mismo tiempo, unidad personal y dualidad de cuerpo y
alma. No cabe hablar de dualismo, pero sí de dualidad de cuerpo y alma en una unidad personal. Este misterio del
hombre se ilumina a la luz del misterio de Cristo.
A veces, se suele decir que en el lenguaje bíblico no existe la dualidad de cuerpo y alma (no dualismo, el cual
es propiamente el desprecio del cuerpo, que queda eliminado de la salvación y considerado como principio de
esclavitud), pues el termino de basar (carne) significa todo el hombre en cuanto que es débil, y el termino de nefes
(vida) es todo el hombre en cuanto viviente. No cabe duda de que esto es cierto, pero lo es también el hecho de que,
aparte de esta terminología, existe la creencia en Tsrael de que en el hombre hay un doble elemento: a la hora de la
muerte, creían que el núcleo personal (refaim) iba al sheol, mientras que el cadáver (nebeletam) quedaba en el sepulcro.
Pues bien, los judíos entendían la resurrección como vuelta de los refaim y recuperación del cadáver: he ahí la
dualidad . Además, el término de nefes va evolucionando en los salmos místicos, coincidiendo con lo que nosotros
entendemos por alma (el principio espiritual del hombre), y así aparece en el libro de la Sabiduría, de modo que Cristo
nos dirá más tarde que debemos temer no al que mata al cuerpo, sino al que puede echar en el infierno el cuerpo y el
alma (cf Mt 10,28).
De todo ello es consciente el Catecismo de la Iglesia católica cuando afirma: «A menudo, el término alma
designa en la Sagrada Escritura la vida humana (cf Mt 16,25-26 Jn 15,13) o toda la persona humana (cf He 2,41). Pero
designa también lo que hay de más íntimo en el hombre (cf Mt 26,38; Jn 12,27) y de más valor en él (cf Mt 10,28;
2Mac 6,30), aquello por lo que es particularmente imagen de Dios: "alma" significa el principio espiritual del hombre»
(CEC 363).
El hombre, tal como ha sido creado por Dios, ha sido querido en su diferencia sexual de hombre y mujer.
Ninguno de los animales era una ayuda adecuada para el hombre (cf Gén 2,19-20), hasta que encuentra a la mujer,
«hueso de sus huesos y carne de su carne» (Gén 2,23). Así los creó para que, en el matrimonio, sean una sola carne y
puedan multiplicarse .
3. La creación y la ciencia
El libro del Génesis, que encierra toda esta maravilla de la creación, tiene sin embargo un lenguaje que puede
chocar al que está acostumbrado al lenguaje científico de hoy. ¿Cómo se puede decir que el hombre ha sido hecho del
barro o afirmar que la mujer ha sido configurada a partir de una costilla del hombre?
Lo que el autor sagrado pretende en estos relatos del Génesis no es presentar una enseñanza científica sobre el
mundo, sino enseñar una verdad salvífica bajo un lenguaje popular, comprensible a la gente de entonces. Debemos
distinguir las verdades del texto con la forma o ropaje literario con las que las enseña, adecuadas para las personas de su
tiempo, pero no para nosotros. Estas son las verdades fundamentales:
-Todo ha sido creado por Dios: el lenguaje de la creación en seis días es un género literario para enseñar que, al
igual que Dios, que trabajó seis días y descansó el séptimo, el hombre debe hacer lo mismo. Este género tiene una
intención claramente cúltica.
-El ser humano es el culmen de la creación terrena, dado que posee un alma que proviene del soplo de Dios
(Gén 2,7). El relato bíblico, que en ningún momento pretende dar información de tipo científico, no niega la posibilidad
de la evolución del hombre en cuanto al cuerpo. Así Pío XII, en Humani generis, dice sobre dicha teoría: «El magisterio
de la Iglesia no se opone a que el tema del evolucionismo, en el presente desarrollo de las ciencias humanas y de la
teología, sea objeto de investigaciones y discusiones de perltos en uno y otro campo. Siempre, desde luego, que se
investigue sobre el origen del cuerpo humano a partir de una materia ya existente y viva, porque la fe católica nos
obliga a mantener la inmediata creación de las almas por Dios» (DS 3896).
-La mujer es de la misma dignidad que el hombre: esto es lo que significa el género literario de la costilla
sacada del costado de Adán. La mujer no es un ser inferior, como se podía pensar en aquellas culturas.
-La persona fue creada de hecho en amistad con Dios es decir, en gracia, con una armonía interior perfecta y
exento de la muerte (cf CEC 374-378). De la afirmación de que la creación ha tenido lugar en Cristo se desprende que
el primer ser humano fue creado de hecho en gracia. Esto es lo que significa la imagen del paraíso. El paraíso no es un
jardín concreto que se pueda encontrar en Oriente.
La Biblia no pretende, pues, hacer afirmaciones de tipo científico (a eso no conduce la revelación de Dios),
aunque sí nos enseña verdades sobre Dios y el hombre válidas para todos los tiempos y en medio de un ropaje literario
(género literario) que ya no es el nuestro.
La ciencia experimental tiene, pues, una autonomía sin más límites que la defensa propia del hombre y de la
moral, siempre al servicio del hombre y controlada por los principios morales.
4. La providencia de Dios
El Dios cristiano es un Dios personal y creador de todo, que respeta la libertad del hombre. En consecuencia,
en el cristianismo se hablará siempre de providencia y nunca de destino (fatum), como en otras religiones.
La teología cristiana no es una teología deísta: un Dios que crea el mundo, pero lo abandona a una autonomía total, sin
intervenir en él. No se puede reducir la acción de Dios en el mundo al concurso natural que Dios, como creador del ser,
tiene en toda acción humana, o a la mera afirmación de que Dios actúa así en el interior de nosotros mismos. No se
puede decir que nuestro Dios es un Dios inútil que exige que todo lo haga el hombre, de modo que tenemos que actuar y
vivir «como si Dios no existiese» (D. Bonhoffer).
Nuestro Dios es, a un tiempo, creador y Padre. Como creador, ciertamente, está en el trasfondo de nuestras
acciones, manteniendo su autonomía justa. Dios quiere que participemos en el desarrollo de la creación, no es un Dios
milagrero que venga a suplir la pereza o la incompetencia del hombre. El que se imagine la providencia divina como la
de un Dios del que se puede disponer a capricho está equivocado: Dios crea al hombre coma ser inteligente y libre para
completar la creación (cf CEC 310).
Pero Dios es también Padre, un Padre que pide el abandono en su providencia (cf Mt 6,31-33), que dejemos en
sus manos nuestras preocupaciones y le pidamos por nuestros problemas, al tiempo que, como personas responsables,
hemos de poner los medios humanos para solucionarlos. Siendo Padre, se le puede pedir por todas nuestras necesidades
espirituales y materiales (cf Mt 6,25-34). Él mismo quiere que se lo pidamos, ininterrumpidamente (cf Lc 11,5-13).
Puede ocurrir que no obtengamos lo que pedimos. No conocemos los caminos de Dios. Sabemos, con todo, que
Dios puede sacar bienes de lo que consideramos males y que, al final, cuando veamos a Dios cara a cara,
comprenderemos los caminos de Dios. De momento sabemos que «todo coopera al bien de los que aman a Dios» (Rom
8,28). Santo Tomás Moro, antes de su martirio, consolaba a su hija: «Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo
lo que él quiere, por malo que nos parezca, es en realidad lo mejor» (cf CEC 313).
private Preguntas para el trabajo en equipo
Bibliografía
ARTIGAS M., El hombre a la luz de la cienc¿a, Madrid 1992
FABRO C., Introducción al problema del hombre. (La realidad del alma), Madrid 1982.
FLICK M.-ALSZEGHY Z., Los comienzos de la salvación, Salamanca 1965.
GUELLY R., La creacion, Barcelona, 1979.
VERNEAUX R., Filosofía del hombre, Barcelona 1977.
PARA HACERLO VIDA
El cristianismo tendrá siempre una concepción positiva del mundo y del hombre, porque sabe que son criaturas
de Dios. Pero tiene un concepto particularmente elevado del hombre, de la persona humana, «única criatura a la que
Dios ha amado por sí misma» (GS 24), porque es la única criatura hecha a imagen y semejanza de Dios. Hay algo en el
hombre que no puede provenir de la evolución y que es fruto de una intervención creadora de Dios: su alma. Esto hace
que el hombre venga al mundo como un acto del amor de Dios mismo .
Es cierto que las realidades de este mundo tienen una autonomía en cuanto que poseen unas leyes propias que
el hombre debe conocer y respetar, pero es una autonomía relativa, en cuanto que estas mismas leyes tienen en Dios su
origen último. El hombre, que existe por una especial intervención de Dios en cuanto a su alma, es mucho más criatura
de Dios. Si hay una criatura que pierde su consistencia si se la separa de Dios, esa es el hombre.
El cristianismo salva la dignidad de la persona humana y el valor de la libertad del hombre mucho más que
otras religiones: predestinación y destino son términos que no pertenecen a la tradición católica. Nosotros hablamos de
providencia porque creemos en Dios Padre, el cual, respetando la libertad del hombre, lo va conduciendo hacia la
salvacion.
Pero hay más. El cristianismo nos dice que el hombre ha sido creado en Cristo, es decir, que Dios trino le ha
dado su propia intimidad, haciéndole partícipe de la filiación de Cristo por medio del Espíritu Santo. El hombre ha sido
llamado
desde un principio a la comunión con Dios, a la intimidad divina. Dios ha querido ser su Padre desde el principio.
Todo esto supone que el hombre debe vivir en una confianza filial en Dios, que debe contar siempre con su
providencia, que debe dejar en sus manos sus preocupaciones. El hombre no puede sentirse solo jamás, porque siempre
hay alguien que le ama. No ha habido un momento en la historia en el que el hombre no haya sido amado por Dios en
cuanto Padre. El hombre nunca está solo.
Cuando se deja a Dios en la trascend-ncia inaccesible de su nube, es el hombre el que queda destruido, porque
queda enfermo de una soledad que no puede curar nunca por sí mismo .
CAPÍTULO 4
PECADO ORIGINAL
1. La experiencia del mal y del pecado
Todas las criaturas son buenas en cuanto que han salido de las manos de Dios. En lo que Dios hizo no había
semilla de mal alguno. Sin embargo, el hombre tiene la experiencia del mal en el mundo. Padece incontables males y
sufrimientos diarios que en ocasiones le hacen preguntarse cómo son compatibles con la existencia de un Dios Padre
providente.
Es cierto que muchos de estos males provienen del hombre mismo, como son las guerras, el hambre, el frío, y
determinadas enfermedades, hoy en día curables como la tuberculosis, que siguen sin embargo azotando a parte de la
humanidad por nuestra desidia y egoísmo. De todos estos males, ciertamente, no se le puede culpar a Dios. Pero hay
otros males que hacen clamar al cielo.
Hay una escena en La peste. de A. Camus, que enmarca bien el problema al que nos referimos. La ciudad de
Orán es invadida por la peste y queda totalmente aislada con el fin de evitar el contagio. La peste se va cebando en sus
habitantes, que van cayendo uno tras otro. En este contexto se entrecruzan dos personajes: el médico ateo Rieux (en el
que podemos ver la figura de Camus) que, sin creer en Dios, se dedica a hacer el mayor bien posible, y el jesuita
Peneloux, que desde el púlpito de la catedral defiende la tesis de que el mal que padece la ciudad es justo castigo de
Dios por los pecados de los hombres.
Hay un momento en que el médico y el religioso jesuita se juntan ambos a cada lado de la cama de un niño
afectado por la peste, en trance de morir acosado por dolores insufribles. En este momento el médico pregunta al padre
jesuita: «¿También este niño sufre como precio de sus pecados'?», y es el momento en el que el protagonista (no
olvidemos que representa a Camus) dice: «Estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los
niños son torturados».
El hombre tiene, además, una capacidad de hacer el mal que, en ocasiones, nos sorprende y espanta incluso.
Cuando Speer, lugarteniente de Hitler, salió de la cárcel de Spandau, le preguntaron los periodistas si, a su juicio, Hitler
era un loco. Respondió que él estaba convencido de que no lo era. «Lo que ocurre -dijo- es que cuando un hombre llega
a tales extremos lo atribuimos a la locura, pero en realidad es que no sabemos hasta dónde llega en el hombre el ansia
de poder».
Después de haber hecho el mal, muchos hombres se han preguntado a sí mismos: «¿Cómo he sido capaz de
hacerlo?». El odio tiene a veces tal fuerza que parece superar a la del amor. El hombre, de hecho, perpetra pecados de
tal calibre que, a la hora de enjuiciarlos, le conducen a la tentación de decir que no es libre quien los comete. Nos asusta
el extremo al que puede llegar el mal y nos da miedo nuestra propia libertad.
Hay ocasiones en la vida en las que el hombre llega a pensar incluso que el mal y el pecado prevalecen sobre el
bien. Cada suicidio humano es el resultado de un fracaso, de una desesperación, de una incapacidad para vencer el mal
y, a veces, el mismo pecado.
En ocasiones experimentamos el mal y el pecado como una fuerza que nos trasciende. Parece imposible que el
hombre haya sido capaz de construir los campos de concentración alemanes porque parece imposible que el hombre sea
capaz de semejante crueldad.
Meditando en todo esto, E. Ionesco, profundo conocedor del corazón humano, decía: «Me siento inclinado a
creer como Juan Pablo II, que se lucha un enorme combate cósmico entre las fuerzas de las tinieblas y las del bien.
Espero la victoria final de las fuerzas del bien... Creo en Dios a pesar de todo, porque creo en el mal. Si hay mal, hay
también Dios».
Decía también otro sabio, el cardenal Newman: «Si hay un Dios -y, en efecto, lo hay-- el género humano está
envuelto, desde su origen, en una terrible calamidad. Está en desacuerdo con los designios del Creador. Esto es un
hecho, y un hecho tan cierto como el de su propia existencia. De ahí que la doctrina que se llama teológicamente el
pecado original, resulte para mí casi tan cierta como el que el mundo existe o como la misma existencia de Dios».
El Catec¿.smo de la Iglesicl eatólie en consonancia con la Sagrada Escritura y los concilios XVI de Cartago, II
de Orange y Trento, dice: «La realidad del pecado, y más particularmente del pecado de los orígenes, sólo se esclarece a
la luz de la revelación divina» (CEC 387). Para el cardenal Daniélou, todos los corazones profundos de la historia del
cristianismo, desde san Pablo a san Agustín, desde Lutero a san J. M de Vianney, desde Ch. Péguy a F. Bernanos, han
sentido que la doctrina del pecado original era expresión misma de la profundidad del cristianismo y han desechado
doctrinas que, como la de Pelagio, lo reducían a una realidad puramente moral .
En el fondo, la Iglesia cree en el pecado original a la luz del misterio de Cristo y por las implicaciones de su
redención. Sin conocer a Cristo, tampoco la Iglesia habría conocido el pecado original. Es más, Adán había sido creado
en Cristo, y su rechazo fue la comunión con Dios en Cristo, aunque no lo supiese.
2. ¿Qué dice la Sagrada Escritura?
Génesis (Gén 3). El relato del Génesis sobre el pecado original responde a una época tardía, la que en Israel se
conoce como literatura sapiencial, a la que preocupaban temas como la felicidad del hombre y el sentido de la vida. Lo
que el autor se pregunta es cómo se explica todo el mal que existe en el mundo y que hace clamar al cielo, porque sabe
que no puede venir de Dios.
El autor, bajo la inspiración de Dios, deduce que el mal ha venido al mundo como consecuencia de un pecado
cometido en los orígenes que tuvo una importancia decisiva. El relato del Génesis pertenece al género etiológico (que
busca la causa). No es que el autor bíblico haya conocido directamente lo que ocurrió o que le llegara por transmisión
oral, sino que hace una reflexión, sin duda inspirada por Dios.
El pecado de Adán no consistió en coger una manzana. En el Génesis no se habla de manzana (que surgió en la
teología del s. XII). El pecado del primer hombre consistió en un acto de orgullo y rebelión contra Dios, en cuanto
pretendió determinar, por sí solo y al margen de Dios, el bien y el mal, pues esto es lo que significa la prohibición de
comer del árbol de la ciencia del bien y del mal.
Se podría preguntar si no se trataría aquí, como en los otros géneros literarios, de una representación simbólica
de lo que es todo pecado humano. Sin embargo la intención del autor sagrado es narrar una eausa histórica que explique
lo que ocurre a la humanidad.
Es cierto que el nombre de Adán viene de adamah («tierra> , «ser sacado de la tierra») y significa el ser
humano (es un singular colectivo). Pero, como comenta L. Ligier, Adán por sí solo era todo el género humano y no
necesitaba otro nombre para distinguirlo personalmente. Tiene, por tanto, el valor de nombre propio, como aparece en el
libro de Job que le llam¿l < el primero de los hombres» (Job 15,7). Ya en Gén 5,2-3 aparece Adán como nombre
propio: «Le dio el nombre de hombre (Adán) el día que lo creó, y Ad in vivió ciento treinta años».
Pablo. La Sagrada F,scritura hay que leerla como una unidad y, en concreto, la doctrina del pecado original hay
que leerla atentamente en Pablo (cf Rom 5,12-21). Pues bien, Pablo llega incluso a lo que no llegaba el relato del
Génesis: a la afirmación de que Adán, el primer hombre, nos ha constituido a todos en pecadores. Esto lo afirma
meditando en el alcance de la redención de Cristo y sin ningún tipo de influjo de la apocalíptica judía, en la cual en
vano se buscará la afirmación de que Adán nos haya constituido en pecadores.
En el mundo judío, incluido el Génesis, a Adán se atribuye el origen del mal y de la muerte, e incluso de una
tendencia al mal en el corazón del hombre, pero no el que nos haya constituido en pecadores. He aquí lo que enseña
Pablo: «Por esto, como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, por cuanto todos
pecaron... Pues como por la desobediencia de un solo hombre fueron constituidos pecadores los que eran muchos, así
también por la obediencia de uno solo serán constituidos justos los que son muchos» (Rom 5,12-19). Kathístemi
(«constituir») es el verbo que emplea para expresar que fuimos hechos pecadores en Adán, si bien añadiendo que
«donde reinó el pecado, sobreabundó la gracia».
La doctrina del pecado original es el reverso de la buena nueva de que Jesús es el salvador de todos los
hombres: «Es preciso conocer a Cristo como tuente de la gracia, para conocer a Adán como fuente del pecado» (CEC
388). Por ello se podría decir que la doctrina del pecado original es propia del cristianismo y no del mundo judío. Como
bien ha dicho W. Kasper, «la doctrina del pecado original es una de las mayores contribuciones a la historia del
espíritu».
3. ¿Qué enseña la Iglesia sobre el pecado original?
Podríamos resumir la doctrina de la Iglesia en los siguientes puntos:
1) Ha habido un pecado histórico, cometido por el primer hombre que llegó a la historia (cf CEC 397).
2) Por este pecado perdió la gracia y los dones que Dios de hecho le había dado: la exención de la muerte, del
mal y del desiquilibrio interior, El hombre poseyó de hecho esta elevación.
3) En virtud de este primer pecado (pecado original originante), todo hombre nace en estado de pecado, muerte
del alma y alienado de Dios (pecado original originado), al tiempo que desprovisto de los dones que tuvo el primer
hombre.
Esto no quiere decir que todo dolor que experimente el hombre en este mundo sea consecuencia del pecado de
Adán. Hay un dolor lógico que no hace clamar al cielo y que el autor del Génesis no se podría plantear. Es el
sufrimiento que hace clamar al cielo lo que no entraba en los planes de Dios. Como tampoco entraba en los planes de
Dios la muerte, pues la muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sab 2,23-24).
El Vaticano II ha recogido toda la tradición de la Iglesia al enseñar que «la muerte corporal entró en la historia
a consecuencia del pecado» (GS 18).
4) En este pecado original se incurre por generación, en el sentido de que todo hombre incurre en él por el
hecho de pertenecer al género humano. El monogenismo no está, sin embargo, necesariamente implicado en la fe de la
Iglesia. Ya en Trento se entendía «por propagación» (por generación) como condición y no como causa, de modo que
está de acuerdo con la fe de la Iglesia aquel que admite que, por el hecho de ser engendrado, el hombre cae bajo el
pecado original, prescindiendo de cómo sea el modo como llegué a él.
5) Este pecado se borra con la cruz de Cristo, cuyos méritos se nos aplican en el bautismo, necesario también
para los niños en orden a borrar en ellos el pecado contraído. Pero queda en el hombre la concupiscencia (desequilibrio
interior que afecta a facultades tanto físicas como espirituales).
Se trata por lo tanto de un pecado en el que el hombre nace y que no ha cometido personalmente. Es por ello
un pecado en sentido análogo. Pero es una alienación de Dios, una esclavitud, una ruptura de la comunión con Dios, una
incapacidad de amarle sobre todas las cosas, una muerte del alma.
Aunque el primer hombre tuviera los dones que recibió de Dios, ello no dejaría huellas en la historia. La Iglesia
nunca ha dicho que el primer hombre tuviera una ciencia infusa (algo defendido por la escolástica), ni que tuviera
conocimientos técnicos sobrehumanos. La exención de la muerte y del sufrimiento, así como de la concupiscencia,
poseídos en un corto período de tiempo, no pudieron dejar nunca huella en la historia: el primer hombre fue creado en
Cristo, pero el desarrollo de la creación estaba por hacer. El hombre necesita a Cristo para recuperar la amistad con
Dios y la victoria sobre el pecado y la muerte. Sin Cristo el hombre termina incluso cometiendo pecados personales,
pues por la concupiscencia interior no puede cumplir todas exigencias de la ley natural sin la gracia.
4. Un misterio de fe
La razón humana quiere comprender un misterio como el del pecado original. Se ha apelado así a las
mediaciones de pecado que constituyen las estructuras perversas de este mundo y que afectan al hombre, pero como
senala el CEC, esas mediaciones de pecado son, más bien, consecuencia del pecado original y de los pecados
personales: siguen existiendo y afectando al bautizado, por lo que no constituyen la esencia misma del pecado original,
aunque sean consecuencia del mismo.
El magisterio se limita, por lo tanto, a describir el pecado original más que a explicarlo: muerte del alma,
alienación de Dios, esclavitud del diablo, etc. Así lo ha hecho siempre. El mismo Catecismo de la Iglesia católica es
consciente de que se trata de un misterio que no podremos comprender plenamente (cf CEC 404).
Lo que se transmite no es el pecado personal de Adán (parábasis: «transgresión»), sino la hamartía, «pecado»
que ya existía y que llega a dominar a todos los hombres «a través» (dia) del pecado de Adán.
¿Cuál es esa fuerza de pecado que Pablo casi personaliza? ¿Qué tiene que ver con el dominio que Satanás tiene
sobre todo hombre desde el pecado de Adán y que se borra con el bautismo?
El CEC, recogiendo la tradición de la Iglesia, dice: «Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un
cierto dominio sobre el hombre, aunque este permanezca libre. El pecado original entraña "la servidumbre bajo el poder
del que poseía el imperio de la muerte, es decir, el diablo" (concilio de Trento: DS 1511; cf Heb 2,14)» (CEC 407).
Este dominio de Satanás queda borrado en el bautismo (cf CEC 1237)
private Preguntas para el trabajo en equipo
Bibliografía
DUBARLE A. M., El pecado original en la Escritura, Madrid 1971.
SAYÉS J. A., Antropología del hombre caído. El pecado original, Madrid 1991.
PARA HACERLO VIDA
El hombre tiene la experiencia del mal y del pecado en el mundo, pero encuentra males que no provienen de sí
mismo y que le hacen clamar al cielo. Se asombra de su propia maldad, como si el pecado habitase en él
trascendiéndole. Ahí están los campos de concentración y la historia inaudita de los males del mundo. Como
consecuencia del pecado original y de los pecados personales se crean en el mundo estructuras de pecado que no sólo
inducen al hombre a pecar, sino que le esclavizan impidiendo su desarrollo.
La Iglesia ha confesado desde la Sagrada Escritura que un drama de pecado, introducido por el primer hombre,
agita a la humanidad, hasta el punto de que, sin la gracia redentora de Cristo, el hombre no puede acceder a la salvación
y ni siquiera puede cumplir los imperativos todos de la ley natural.
La Iglesia sigue hablando del pecado original por exigencias de la misma redención de Cristo. No se puede
entender su redención sin entender el drama de pecado y muerte en que quedó sumido el hombre por el pecado de los
orígenes. Es cierto que Cristo se ha encarnado para divinizarnos, pero lo es también que lo ha hecho para librarnos de
un drama del que no podíamos salir por nuestras propias fuerzas.
El pecado original nos hace nacer en una condición que nos aparta de Dios y que conduce al hombre al fracaso
de su misma vida, no sólo porque sin la gracia de Cristo el hombre no podría realizar la comunión íntima con Dios, sino
porque no podría ser hombre en toda su integridad.
No podemos olvidar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal. Ignorarlo--dice Juan Pablo Il
en la Centesimus annus 15- da lugar a errores en el dominio de la educación, la política, la acción social y las
costumbres. Por eso tenemos que ser conscientes de que, sin la gracia de Cristo, ni siquiera podemos cumplir todos los
imperativos propios de la naturaleza humana.
El pecado original seguirá siendo un misterio para nosotros, un misterio que trasciende la genética, porque se
sitúa a un nivel más profundo. Todos los espíritus profundos del cristianismo han entendido que ahí se encuentra una
clave para entender al hombre necesitado de Cristo.
«Exaltad, encumbrad al hombre --repetía Pablo VI--, así pondréis más de relieve su increíble indigencia y su
congénita debilidad. El hombre, tal como de hecho se encuentra, no responde ya al plan de Dios. Cristo se encarnó no
sólo para librar al hombre de sus pecados personales, sino para llegar a la raíz de esa esclavitud congénita: "Para
establecer la paz y la comunicación del hombre con él y armonizar la sociedad fraterna entre los hombres pecadores
decretó Dios entrar en la historia de los hombres de un modo nuevo y definitivo, enviando a su Hijo en nuestra carne,
para arrancar por su medio a los hombres del poder de las tinieblas y de Satanás y reconciliar al mundo consigo en él (cf
2Cor 5,19)"» (Ad gentes 3).
CAPÍTULO 5
JESUCRISTO
Hablar de Jesucristo es hablar de la esencia misma del cristianismo. El cristianismo implica principios
filosóficos pero no es una filosofía; contiene principios éticos, pero no es una étlca; posee principios sociales, pero no es
un movimiento social. El cristianismo es Cristo, todo lo demás es consecuencia, necesaria, pero consecuencia.
Si elimináramos la encarnación del Hijo hecho historia ara salvarnos, habríamos eliminado la misma esencia
del ristianismo, como dice el evangelio de Juan con admiraión y temblor: «Lo que existía desde un principio, lo que
emos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que ontemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la palara de
vida (pues la vida se manifestó) y nosotros la hemos dsto y damos testimonio» (lJn 1,1-2).
1. ¿Qué sabemos históricamente de Cristo?
De Cristo tenemos sobre todo el testimonio de los evangelios, pero tenemos también alguna noticia suya en
fuente.s no cristianas.
Fuentes no cristianas. Encontramos fuentes no cristianas que hablan. a principios del s. 11, de los llamados
«cristianos» como aquellos que profesan la fe en Cristo, considerado como Dios. Entre ellas podríamos citar la carta de
Plinio el Joven que, en el año 112, escribe al emperador Trajano.
Pero de más importancia en cuanto a las coordenadas históricas de Cristo es el testimonio del famoso
historiador romano Tácito, que escribe sus Anales hacia el año 115-117 y que habla a propósito del gran incendio de
Roma del 64 atribuido por Nerón a los cristianos. Nerón quiso echar la culpa del mismo a los cristianos, pues la voz
popular le atribuía a él el incendio. Tácito dice lo siguiente: «Para hacer cesar esta voz, presentó como reos y atormentó
con penas refinadas a aquellos que, despreciados por sus abominaciones, eran conocidos por el vulgo con el nombre de
cristianos. Este nombre les venía de Cristo, el cual, bajo el reino de Tiberio, fue condenado a muerte por el procurador
Poncio Pilato. Esta condena suprimió, en sus principios, la pernlciosa superstición, pero luego surgió de nuevo no sólo
en Judea, donde el mal había tenido su origen, sino también en Roma, a donde confluye todo lo abominable y
deshonroso y donde encuentra secuaces»l.
Esta referencia histórica tiene una imporíancia enorme ya que refleja el estilo propio de Tácito. El contexto, ei
estilo y el tono la hacen totalmente creíble a juicio de los críticos. En ella se da el dato incuestionable del
ajusticiamiento de Cristo por parte de Pilato en tiempos de Tiberio.
Veamos ahora la concordancia de este dato, aportado por Tácito, con los datos escuetos de otro historiador, en
este caso cristiano, el evangelista Lucas: «En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato
procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y Traconítide; y Lisanias,
tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el
desierto» (Lc 3, 1-2).
Por otro lado, el historiador judío Flavio Josefo alude a Cristo en dos ocasiones en sus Antiguelales judía,
escritas hacia el año 93-94. En primer lugar menciona a Santiago, como «hermano de Jesús a quien llaman el Cristo»'.
Este es un testimonio fidedigno, que no presenta caracteres sospechosos. Se trata de una afirmación sobre Santiago, jefe
de la Iglesia de Jerusalén, netamente neutral.
El pasaje que más directamente alude a Cristo y que, a pesar de algunas dificultades resaltadas por la crítica, no
deja de tener un cierto valor histórico, es el llamado testimonio flaviano, dice así: «En este tiempo comenzó su vida
pública Jesús, un hombre sabio si es que puede llamársele un hombre. Realizaba obras asombrosas y enseñaba a los
hombres, los cuales recibían gozosamente la verdad. Se ganó a muchos judíos y también a muchos del mundo helenista.
Él era el Cristo. Por indicación de nuestros príncipes, Pilato le condenó a muerte en la cruz. No obstante, sus seguidores
no lo abandonaron, pues se les apareció otra vez vivo a los tres días, según habían predicho de él esto y otras muchas
cosas los profetas enviados por Dios. Y hasta ahora no se ha extinguido la facción de los cristianos, así llamados por el
nombre de su fundador».
La crítica moderna ve dificultades en algunos elementos de este íexto. Hoy en día, la mayoría de los críticos
opinan que, sobre un texto original, una mano cristiana pudo haber interpolado ciertos datos, pues no se comprende que
un judío confiese que Jesús es el Cristo y que haya resucitado. Pero no cabe duda de que el texto hace clara referencia a
la actividad didáctica y taumatúrgica de Jesús, al paso que menciona la intervención de Pilato en su muerte.
Evangelios. Con todo, la fuente principal que tenemos sobre la vida de Cristo la constituyen los evangelios.
Ahora bien, los evangelios no son una biografía en el sentido moderno de la palabra. Son, en realidad, una recopilación
del mensaje y los hechos fundamentales de Cristo que fueron escritos con el fin de comunicar la fe en él. Estos hechos y
estas palabras de Cristo, antes de ser puestas por escrito a principios de los años setenta por los sinópticos y el año cien
por Juan, la comunidad primitiva cristiana los había transmitido en su liturgia y en su predicación.
Los evangelios son, en realidad, catequesis y testimonio de fe de personas que creen en Cristo y que quieren
comumcar la fe que tienen. Fueron escritos a la luz de Pascua, lo que ha permitido a los redactores ver los hechos de
Jesús con una nueva luz.
Los redactores de los evangelios se sirvieron de documentos escritos anteriores, en una primera recopilación, e
investigaciones personales, al tiempo que daban a sus escritos una propia intencionalidad teológica. Uno de estos
documentos anteriores es la llamada Quelle («fuente», en alemán), que recogía discursos y logia (frases cortas
memorizables) de Cristo, existente ya en los años cuarenta, que fue utilizada por Lucas y Mateo. Otra fuente escrita es
la conocida con el nombre de «triple tradición», que recoge los hechos de la vida de Cristo, de la que han dispuesto los
tres sinópticos.
Lucas comienza su evangelio diciendo: «Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que
se han verificado entre nosotros, tal como las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares y
servidores de la Palabra, he decidido yo también, después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes
escribírtelo por su orden, ilustre Teófilo, para que conozcamos la solidez de las enseñanzas que hemos recibido» (Lc 1,
I -4).
El que los evangelios sean un testimonio de fe no significa que no encierren un verdadero contenido histórico.
Poco a poco se ha ido decantando una criteriología científica que examina los evangelios como documentos de la
historia y permite llegar a una certeza de los hechos y dichos fundamentales de Jesús desde un punto de vista histórico.
Estos criterios han sido elaborados por estudiosos como N. A. Dahl, F. Mussner, B. Rigaux, H. Schurmann, H
Conzelmann, W. Trilling, X. Léon-Dufour, C. Martini, H. K McArthur, N. Perrin, I. de la Potterie, J. Caba, N. J.
McEleny F. Lambiassi, F. Lentzen-Deis y R. Latourelle. Se han elaborado así los llamados «criterios de historicidad»,
cada día más empleados en el estudio de la historicidad de los evangelios.
Estos criterios han echado por tierra el viejo mito, sostenido por la escuela de Bultmann, de que la comunidad
primitiva inventó el núcleo de los evangelios, presentando a Jesús de forma totalmente distinta de lo que históricamente
fue.
En síntesis, «la exégesis católica no admite que la comunidad primitiva haya ejercido en el acontecimiento
Jesús (vida y mensaje) una acción creadora y deformante hasta el punto de constituir una especie de pantalla opaca que
impida todo acceso a la realidad de Jesús. Opina, por el contrario, que disponemos de criterios válidos, críticamente
elaborados, que nos permiten escuchar, si no las "mismas palabras de Jesús" (obsesión del siglo pasado), al menos el
mensaje auténtico f de Jesús y alcanzar unos hechos "sucedidos de verdad" que pertenecen a Jesús de Nazaret».
2. Orígenes de Jesús
¿Cuándo nac¿ó Cr¿sto? Fue Dionisio el Exiguo (s. VI) quien tuvo la feliz idea de datar los años a partir del
nacimiento de Cristo. Para ello restó los veintinueve años cumplidos que tenía Jesús (tomando al pie de la letra lo que
dice Lc 3,23 «unos treinta años», al inicio de su misión) del año 782 de la fundación de Roma, que corresponde al año
quince del imperio de Tiberio (Lc 3,1), lo que da la cifra de 753, de modo que el 754 sería el primero de la era cristiana.
Pero Dionisio cometió un error, ya que Cristo nació unos dos años antes de la muerte de Herodes (4 a.C.),
viniendo a nacer probablemente seis años antes de nuestra era, según admiten la mayoría de los exegetas.
La fecha del veinticinco de diciembre es una fecha convencional que comenzó a celebrarse en Roma como
fecha del nacimiento de Cristo a finales del s. IV, por ser la fecha en que se celebraba la fiesta pagana del sol. Para los
cristianos Cristo es el verdadero sol de Oriente que vino a iluminar al mundo.
Hay una dificultad respecto a la noticia de Lucas sobre el censo mandado hacer por Cirino, en virtud del cual
José y María tuvieron que ir a Belén (cf l.c 2,2), y es el hecho de que el historiador judío Flavio Josefo sitúa dicho censo
en el año 6 d.C.6, el censo del que habla He 5,37.
Augusto realizó varios censos: el Index gestarum del Monumentum ancyrorum contiene la lista de tres censos
suyos realizados los años 726, 746 y 764. El censo del que habla Lucas fue probablemente el del 746, realizado en
Judea dos años más tarde, el 748, año probable del nacimiento de Cristo.
Probablemente, Cirino tuvo una doble delegación en Siria. Habría desempeñado una delegación anterior a los
años 6-7 d.C. La mayoría señalan los años 4-1 a.C., de modo que el censo habría comenzado en tiempos de Herodes y
terminado en esta primera delegación de Cirino.
De todos modos, el testimonio de que Cristo nació en Belén no es un dato que Lucas se habría inventado con el
empadronamiento de Cirino, a fin de hacer ver que Jesús nació en Belén como cumplimiento a la profecía de Miqueas.
El nacimiento de Jesús en Belén es un dato inequívocamente dado también por Mateo (Mt 2, 1), el cual lo da al margen
del empadronamiento y supone una fuente independiente de la de Lucas.
Es probable, pues, que Cristo tuviera treinta y seis años al comienzo de su vida públical", a lo que hay que
añadir los años de esta: Juan habla de tres pascuas hebreas en relación con la vida pública de Jesús; los sinópticos sólo
hablan de un viaje de Jesús a Jerusalén, pero presuponen una presencia y una actividad suyas ya conocidas en la capital
de Judea.
Concepción virginal. Mateo y Lucas son los únicos que nos hablan de la infancia de Jesús, y coinciden en los
datos fundamentales: la maternidad virginal de María, la figura de José, su esposo y padre legal de Jesús, su nacimiento
en Belén, narrado por los dos evangelistas en conexión con el mesianismo de Jesús descendiente de Belén, que era la
aldea de Davidll.
Hoy en día, hay quienes sienten una especial dificultad en admitir que Jesucristo fuera concebido
virginalmente: ¿por qué no nació de una forma normal, siendo así que el matrimonio es santo y creado por Dios?
¿Significa esto una desvalorización del matrimonio y del sexo? ¿No tendrá este relato alguna influencia de los mitos
paganos? ¿Se debe quizás al intento de recalcar la significación del nacimiento de Jesús, como algunos personajes
importantes del AT son engendrados de madres estériles: Isaac, Jacob, Samuel, Sansón? ¿Cuál es el género literario del
texto de Lc 1,26-38?
Mucho se ha hablado del género literario midrás, lectura de textos de la Biblia tratando de aplicarlos al tiempo
presente. Pero la verdad es que el midrás empleado por los evangelios es distinto: parte de los hechos históricos de Jesús
para encontrar en el AT textos que lo preparen y prefiguren. Los cristianos estaban convencidos de que todo lo que
ocurría con Jesús, de un modo u otro, estaba ya vaticinado en la Escritura; el problema para él no consistía en demostrar
la historia de Jesús, suficientemente conocida, sino en mostrar la significación que tenía ya en el AT, por eso J.
McHugh habla de midrás cristiano.
Así dice J. Daniélou: «Para los primeros cristianos la dificultad no estaba en redactar las notas biográficas de la
vida de Jesús, puesto que todos las conocían. El peligro estaba en hacerlas contar de manera aislada, pues el problema
consistía en demostrar que los acontecimientos de la vida de Jesús eran continuación de la vida sagrada, es decir, que
tenían un contenido divino. Esta es la razón por la que los autores de los evangelios pusieron en relación dichos
acontecimientos de la vida de Cristo con los grandes temas del AT».
No es solamente Lucas el que habla de la concepción virginal. Lo hace también Mateo, que la da por supuesta.
Para Mateo el problema radica, más bien, en mostrar que, no viniendo Jesús de José, pertenece sin embargo a la estirpe
de David. Y lo muestra del modo siguiente: a pesar de que afirma que Jesús nació de María y no de José--rompiendo el
modelo de toda la genealogía, según el cual tendría que haber dicho: «José engendró a Jesús», dice en cambio: «Jacob
engendró a José, el esposo de María de la que nació Jesús» (Mt 1,16)--, José tomó a su cargo a Jesús, lo llevó a su casa
y le puso nombre. Es decir, ejerció con él la paternidad legal. Y esto es precisamente lo que intenta dejar claro Mateo,
para mostrar así que Jesús es de la estirpe de David, pues la concepción virginal, la da por supuesta.
La exégesis moderna lee también Jn 1,13 así: «La cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de
hombre, sino que nació de Dios». «La cual» se refiere a la palabra, pues el versículo siguiente dice: «Y la palabra se
hizo carne». De modo que esta «y» sólo tiene sentido si va en conexión con una frase anterior, también en singular.
El testimonio de los evangelios es, por tanto, unánime (criterio de fuente múltiple); y no vale el argumento de
la influencia de mitos paganos (según los cuales los dioses concebían de mujeres humanas), pues para un israelita no
cabe imaginar siquiera que el Dios trascendente, Yavé, tenga una relación semejante. Por otro lado, no es posible apelar
al AT como aplicación de un género literario que invente la concepción virginal. En todo el AT no se da un solo caso de
concepción virginal y, en la cultura hebrea (a excepción de Qumrán, monjes aislados de la vida social y religiosa de
Israel) se despreciaba la virginidad, por lo que no cabe que se acuda a ella para resaltar el nacimiento del mesías
(criterio de discontinuidad).
¿Cuál es, entonces, el sentido de la concepción virginal? El sentido es el de ser un signo por el que María, y la
comunidad primitiva con ella, tenía la garantía de que Jesús venía de Dios. La encarnación es un puro don de Dios, algo
que no proviene «ni del deseo de la carne ni del deseo del hombre». Por otro lado, el hecho de que Jesús no tenga padre
terreno manifiesta su única procedencia del Padre. Dios Padre, centro de su vida filial, se reserva toda paternidad sobre
Cristo.
La Iglesia primitiva ha visto por ello en la concepción virginal de Jesús el signo de que Jesús no es un puro
hombre, incapaz de traer la salvación. San Ireneo, por ejemplo, dice aludiendo a Is 7,14: «Fue Dios, pues, el que se hizo
hombre y el Señor en persona nos salvó, el que nos dio el signo de la Virgen... Por eso no es verdadera la interpretación
de algunos que dicen que Cristo fue engendrado por José, destruyendo cuanto está en la economía de Dios y haciendo
vano el testimonio de los profetas».
Este signo de la virginidad es un signo perpetuo en María, para ella y para la comunidad a través de ella. Por
eso ha llamado a María la «siempre Virgen» (CEC 499).
3. El mensaje de Cristo: la llegada del Reino
El Reino ha llegado. Después de una vida oculta en Nazaret, Jesús aparece en público en el bautismo del
Jordán. Los evangelistas nos narran la escena (cf Mc l,lss), tras de lo cual Jesús comienza su predicación.
Todos los exegetas están de acuerdo en que el centro de la predicación de Jesús es la llegada del reino de Dios.
Marcos resume así su predicación: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca, convertíos y creed en la
buena nueva» (Mc 1,15).
El tema del Reino, indudablemente, respondía perfectamente a la expectación judía: esperaban la llegada del
reino mesiánico. Pero la expresión, en boca de Jesús, contradice la expectación judía: es un reino que llega sin
manifestaciones clamorosas (cf Lc 7,20-21) ni acontecimientos grandiosos. El reino ha llegado y, sin embargo, las
legiones romanas siguen en Palestina. Es un reino que viene de lo alto y cuya llegada, desde luego, no se debe al
esfuerzo humano.
Pero, ¿en qué consiste el Reino? Se trata de la salvación de Dios que llega definitivamente en Cristo para la
humanidad; una salvación que supone la liberación del pecado y de la muerte así como la participación en la vida divina
por Cristo; una nueva idea de Dios que ama a los hombres por encima de sus méritos (en contra de la concepción
farisaica), una idea de Dios que escandaliza porque ama también inmerecidamente a los publicanos y mujeres de mala
vida, sin pedir a cambio otra cosa que la conversión del pecado y la sencillez de corazón (cf Lc 15,11-31).
Jesús escandaliza con este mensaje, con su comunión de mesa con los pecadores, que no tenía otra intención
que hacerles partícipes del amor misericordioso de su Padrel, de modo que por su arrepentimiento precederán a los
fariseos en el Reino (cf Mt 21,31).
Esta es la primera dimensión del Reino que Jesús predica: el amor inmerecido del Padre. Pertenecer al Reino es
dejarse amar por un amor insospechado, escandaloso, sea cual fuere nuestra situación de miseria, pecado, enfermedad o
abandono aparente de Dios. Así, el primer mandamiento del amor de Dios no debiéramos formularlo: «Amar a Dios
sobre todas las cosas», sino: «Dejarse amar por él sobre todas las cosas». En efecto, Cristo dijo: «No me habéis elegido
vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15,16). Y el teólogo del amor, Juan, dice así: «En esto consiste
el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero» (IJn 4,10).
La vida personal de Jesús es precisamente este abandono en las manos del Padre, en su providencia paternal.
Por eso nos pide que no andemos preocupados por el día de mañana, por la comida o el vestido, que tras todo eso andan
preocupados los paganos: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia y todas esas cosas se os darán por añadidura»
(Mt 6,33)
El Reino tiene, pues, esta primera dimensión de la paternidad de Dios en Cristo. Pero, por otro lado, significa
la liberación del pecado, del sufrimiento y de la muerte, es decir, de las grandes servidumbres que pesan sobre la
humanidad desde el pecado de Adán y de las que el hombre no se puede liberar por sus propias fuerzas.
Pero Cristo no se limita a anunciar el Reino que llega, sino que él mismo se identifica con él. Hay una
equivalencia constante entre entregarlo todo por Cristo o por causa del Reino, seguir a Cristo y aceptar el Reino'X. Con
su llegada, predicación y milagros ha llegado definitivamente el Reino: «Decid a Juan: los ciegos ven, los cojos andan,
los leprosos son curados, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados» (Lc 7,22-23; Mt 11,5).
Una idea de Orígenes expresa esto con exactitud: Cristo es la «autobasileia», es decir, él mismo es el Reino en
persona. Quien le acoge, quien se convierte a él, ha recibido el Reino. Dice P. Faynel: «Este es uno de los datos
fundamentales de toda la predicación de Cristo. Acceder al Reino es sencillamente seguir a Cristo y arriesgar la vida por
él. Y, a la inversa, negarse a seguir a Cristo e.s perder la vida y excluirse uno mismo del Reino»".
Los milagros de Cristo, signo y realización del Reino, vienen así a efectuar en el mundo la liberación de la
servidumbre del maligno y de la muerte que comenzó con el pecado de Adán y que ahora encuentra una oposición
fundamental en la victoria de Cristo. Cristo tiene conciencia de ello, pues se presenta frente al maligno como «el más
fuerte», que encadena «al fuerte» y lo despoja de su poder. Jesús tiene conciencia de vivir un combate personal con el
maligno.
El Reino sufre todavía una tensión. Ya ha llegado de hecho y a él pertenece todo el que se convierte a Cristo,
pero no ha sido todavía consumado, pues lo será cuando sea vencido definitivamente el mal con la segunda venida de
Cristo (cf Rom 8,18ss): Cristo ha roto el tiempo y ha abierto el cielo.
El Reino implica también la lucha contra la injusticia social, dado que es pecado y fruto de pecado. El cristiano
deberá aceptar que desde la gracia, es decir, desde la condición de hijo de Dios y desde la liberación del pecado que
hemos recibido como don, deberá luchar contra la injusticia como una implicación del Reino. Otra cosa será aceptar que
todo logro humano en lo social sea por sí mismo reino de Dios, pues cabe una cierta realización de la justicia social en
medlo el pecado y al margen de Dios.
Con el Reino ha llegado para el hombre la única y definitiva oportunidad para la salvación. De aceptar a Cristo
en este tiempo y convertirse a él depende su salvación. Por eso Cristo habla con un sentido de urgencia escatológica.
Los pobres y el Reino. El estilo del Reino lo cifra Cristo en el estilo de las bienaventuranzas. Nos limitamos
sólo a la primera: «Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3), por ser la clave de las
demás.
El concepto de potre presenta una clara evolución en el AT. En los primeros libros hay una exaltación de los
bienes materiales como don de Dios; la pobreza y la carencia son un mal. Pero con la retribución del más allá se va
viendo poco a poco su valor relativo y se va comprendiendo que los bienes de este mundo, buenos en sí mismos, pueden
llevar al pecado por la triple vía de la confianza en ellos, la autosuficiencia y el consiguiente olvido de Dios. Los
profetas señalan que es difícil la fidelidad a Dios en la abundancia, pero tampoco proponen como ideal la miseria. El
libro de los Proverbios dice en este sentido: «No me des ni pobreza ni riqueza, haz que tome la porción que necesito,
para que, harto, no te niegue y diga: "¿Quién es Yavé?", o, empobrecido, robe o profane el nombre de mi Dios» (Prov
30,8-9).
Pero el concepto de pobre llega a tener un sentido religioso: son los anawin, los «pobres de Yavé». En el
destierro, sin la tierra y sin el templo, en medio de las dificultades, se va formando un resto que se salvará de la ruina y
formará el nuevo Israel. Son los anawin, «pobres de Yavé», aquellos que en su indigencia han puesto su confianza en
Dios.
El término anaw tiene el matiz de dulzura, de piedad. Pobre es el que por amor a la humildad, a la
mansedumbre, a la justicia, prefiere soportar la injusticia antes que cometerla. Este término llega a tener un significado
religioso como sinónimo de «piadoso y humilde» ante Dios. En este sentido son significativos algunos textos del
profeta Isaías puestos en boca de Dios: «Aquel en quien fijo yo mis ojos es el humilde y contrito de corazón, que
tiembla ante mi palabra» (Is 66,2).
Cuando el evangelio habla de pobres, no excluye a nadie del Reino, si bien subraya que la riqueza es un peligro
serio para entrar en él. El evangelio no enseña que los pobres sean necesariamente amigos de Dios y los ricos
necesariamente sus enemigos. Lucas no dice pobres «de espíritu» como Mateo, sino «pobres». Según los exegetas, la
versión de Lucas parece la más cercana a las palabras de Cristo. Sin embargo, no hay contradicción entre ambos.
¿Por qué llama Jesucristo bienaventurados a los pobres? ¿Porque les ha traído un programa político-social para
aliviar su miseria? Evidentemente que no, aunque, por supuesto, el evangelio debe conducir a superar las diferencias
sociales entre los hombres. Jesucristo, que clama contra los ricos que defraudan a los pobres o simplemente viven con
luJo al lado de la miseria de los otros (cf Lc 6,24-26), llama bienaventurados a los pobres porque están en la condición
ideal para recibir la gracia, el amor y la predilección divina. El rlco se apega fácilmente al dinero y cae con lacilidad en
la autosuficiencia, por lo que está lejos de comprender que el amor de Dios sea el valor supremo de la vida para él Este
es el peligro de las riquezas, que tanto señala Lucas.
Frecuentemente la riqueza es el gran obstáculo para el Reino: «Ningún criado puede servir a dos señores:
odiará a uno y amará a otro; o se aficionará a uno y despreciará a otro. No podemos servir a Dios y a las riquezas» (Lc
16,13). En Lucas la advertencia a los ricos es más fuerte y expresiva: «Ay de vosotros los ricos, que ahora estáis
repletos, que ahora reís» (Lc 6,24). El pobre, en cambio, está en una situación ideal para dejarse amar por Dios y ver en
ello el valor supremo.
Lucas sabe también, como Mateo, que lo importante es la pobreza espiritual, lo que se ve, por ejemplo, en el
magníficat (Lc 1,48-52) y en pasajes como Lc 14,11 y 18,14.
Así pues, no hay diferencia esencial entre Mateo y Lucas, Si bien señalan matices diferentes. Mateo subraya,
más bien el aspecto de la disponibilidad para Dios. «Pobre de espíritu» es el humilde, el que está abierto a Dios, el que
se deja amar por él. Es la infancia espiritual para entrar en el Reino (cf Mt 18,1ss), la condición de los «pequeños» (cf
Mt 19,30). «Rico» es el que descansa totalmente en sí mismo, en una seguridad proporcionada tanto por bienes
materiales como por la estima que tiene de sí mismo. El rico es el que está lleno de sí mismo, el que está ocupado «en lo
suyo», el que «lo sabe todo», el «mayor de edad», el que tiene puesta toda su confianza en sus dotes, en sus
posibilidades, en sus criterios. Rico es el que se salva a sí mismo, el que no se deja salvar, el que no se deja amar por
Dios.
Pobre de espíritu, en cambio, es el que tiene un espacio libre para recibir al Señor. Es el oprimido, el
despreciado, el recortado en sus posibilidades, el calumniado, en la medida en que todo ello le lleva a abrirse a Dios y a
dejarse amar por él. El pobre es el marginado, el olvidado, aquel que no se puede salvar a sí mismo y se deja salvar y
amar por Dios. Pablo llega a decir que Dios elige lo pobre para confundlr a lo rico, lo débil para confundir a lo fuerte (cf
ICor 1,26-28).
Estamos, pues, en un concepto de pobreza verdaderamente nuevo, que enlaza con el concepto de los anawin
(pobres) en el AT. Jesús, en su vida, ha visto a los pobres en los despreciados, publicanos y prostitutas arrepentidos,
frente al orgullo del fariseo que, porque cumple la ley a la perfección, se siente con derechos delante de Dios y
desprecia al humilde. Dios en su salvación viene a recoger al humilde, al pecador, al despreciado, siempre y cuando
tenga hambre de ser amado por Dios, hambre y sed de arrepentimiento. De una forma gráfica podríamos decir que el
evangelio divide a los hombres en dos grupos: sencillos y autosuficientes. Puede ser uno muy pecador, pero si tiene
capacidad de arrepentimiento sincero, el Reino es de él, como vemos en la parábola del fariseo y del publicano (cf Lc
18,9-14) y recalca la del hijo pródigo (cf Lc lS,11-21).
La pobreza evangélica va más allá que la pobreza material; es una pobreza con sentido religioso, aun cuando
tiene claras implicaciones sociales. No es sólo la pobreza del dinero, sino la falta de salud, la situación de quien se
siente marginado, recortado en sus posibilidades, solo, sumergido en el pecado y en la miseria moral, con tal de que
desde esa situación se abra a la misericordia inaudita e inmerecida de Dios.
Pobre de espíritu en el fondo es ser rico en espíritu, pues es el que ha comprendido que hay algo por encima de
todo: el amor de Dios que no nos merecemos y que nos llega incluso escandalosamente en nuestra situación de pecado.
Jesucristo escandaliza en su trato con los pecadores. Por eso el pobre que ha encontrado este amor inaudito y
sorprendente, a este Dios que llega incluso al ridículo de la cruz por mostrarnos su amor, le sobra todo: el confort, la
comodidad, el dinero, la fama, el prestigio. Son cosas que para él no cuentan.
Ahora bien, esta pobreza, que tiene fundamentalmente una dimensión religiosa, posee también claras implicaciones
sociales. Uno que tiene el corazón lleno de Dios no puede vivir en el lujo, el capricho, en lo superfluo, cuando hay gente
que no tiene lo necesario. La austeridad de vida es el mejor signo de que Dios nos llena y de que amamos a los
hombres. Lo social en el cristiano es siempre fruto del amor a Dios y a los hombres. Dios quiere que vivamos con
dignidad pero, después de satisfechas nuestras necesidades básicas, lo demás no nos pertenece, pertenece a los que
carecen de lo necesario.
Las implicaciones sociales del evangelio son patentes en parábolas como las del rico epulón (cf Lc 16,19-31),
en la que Cristo condena las riquezas acumuladas al lado de la pobreza, y la del juicio final (Mt 25,40ss). Pero de aquí
no se puede deducir, sin embargo, que Cristo hubiese llevado adelante una misión política.
Jesús no tuvo una relación particular con los zelotes. Presentó su Reino en una perspectiva religiosa y siempre
rechazó la violencia como actitud. La oposición de Jesús a los poderes no es sistemática ni persigue un objetivo político.
Jesús se acerca a los publicanos, se hace amigo de ellos en contra de la actitud de los fariseos. Las controversias con
estos y con los saduceos son ante todo de tipo religioso.
Jesús rechaza como una tentación la propuesta del demonio de poseer el mundo como reino (cf Mt 4,8). La
tentación se presenta de nuevo en la multiplicación de los panes, cuando se le quiere hacer rey y Jesucristo se aparta
completamente desilusionado (cf Jn 6,15): muestra el sentido eucarístico de la multiplicación, y el eco que recibe es
nulo, todos se marchan .
Esta actitud de Jesús se manifiesta también ante Pedro, que pretende un reino temporal (cf Mt 16,23). Rechaza
asimismo la tentación política que se le tiende a propósito del pago de los tributos, con el fin de que tomara una opción
de tipo político. Jesús responde: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21). Rechaza toda
lucha armada para realizar el Reino, como se ve en la escena del arresto (cf Mt 26,51-53), y defraudó las esperanzas
políticas de su pueblo. Los adversarios del Reino no son las autoridades políticas, sino Satanás, que se ha enseñoreado
del mundo sujetando a los hombres a la esclavitud del pecado. La señal de que ha comenzado la implantación del Reino
no es la retirada de las legiones romanas, sino la conversión y la expulsión de los demonios.
H. Kung ha escrito a este propósito: «Todos los investigadores serios de nuestros días están de acuerdo en ello:
en ningún lugar aparece Jesús como cabeza de una conspiración política; no habla al estilo zelote del mesías rey que ha
de aniquilar a los enemigos de Israel, o del dominio universal del pueblo israelita. A lo largo de los evangelios aparece
más bien como un inerme predicador itinerante, como un médico carismático que cura más que abre heridas. Que alivia
la miseria sin perseguir fines políticos. Que a todos y para todos proclama no la lucha armada, sino la gracia y la
misericordia de Dios. Hasta su propia crítica social, evocadora de los profetas veterotestamentarios, no surge en razón
de un programa político social, sino como clara consecuencia de una concepción de Dios y del hombre».
4. Signos del Reino
Significación de los milagros de Cristo. La actividad de Cristo la resumen los evangelistas con la doble
dimensión de la predicación y los milagros: «Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas, proclamando la
buena nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia del pueblo» (Mt 4,23).
En efecto, no podemos separar el mensaje de los signos de Cristo. El mensaje radica en la predicación del Reino, y los
milagros y exorcismos son los signos que confirman su llegada: «Pero si por el Espíritu de Dios expulso los demonios,
es que el reino de Dios ha llegado» (Mt 12,28).
Jesús realiza siempre sus milagros en el contexto del Reino, buscando la conversión. Por eso reprende a las
ciudades de Cafarnaún, Corazaín y Betsaida, porque, habiendo visto los milagros que han visto, no se han convertido
(cf Mt 11,20-24).
Es paradigmática la curación que Jesús hace del paralítico: le perdona los pecados y, ante la indignación de los
fariseos por su pretensión divina, les dice: «Para que veáis que el hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados
toma tu camilla, vete y anda» (Mc 2,9). Realiza los milagros como signos de que ha llegado el Reino. Fuera de este
contexto no obra milagro alguno. Cuando le piden un número de circo, como en el caso de Herodes o en su propio
pueblo, se niega en redondo (cf Mc 6,5).
Jesús obra los milagros en nombre propio. No los hace en nombre de Yavé como los profetas en el AT. Sus
palabras son: «Yo te lo digo, yo te lo ordeno».
Al mismo tiempo, lo dominante en la actitud de Jesús es una nota de total sencillez. Nada de formas mágicas,
ni intervención quirúrgica, nada de procesos hipnóticos o sugestión. Realiza los milagros conmovido en su corazón y
siempre en un contexto religioso. La máxima discreción circunda su actividad taumatúrgica. Nunca se busca a sí
mismo, nunca obra un milagro para deslumbrar. A los curados recomienda silencio. Cuando el pueblo le exalta, Jesús se
marcha.
Después de la multiplicación de los panes obliga a los discípulos a escaparse para huir de la fiebre mesiánica
que ha hecho presa en la gente (cf Jn 6,15). En el momento de obrar la resurrección de la hija de Jairo dice: «Duerme»
(Mc 5,39), y lo mismo dice de Lázaro (cf Jn 11,6).
Nunca obró prodigios punitivos para deslumbrar o explotar el miedo del pueblo supersticioso, como vemos en
los apócrifos. El único caso que se podría aducir es el de la higuera maldita (cf Mt 21,18-22); pero en la mentalidad
judía este episodio es totalmente comprensible: es una profecía en acción (recurso ampliamente usado en el AT), una
manera de plasmar simbólicamente una enseñanza o un hecho que ocurrirá en el futuro. Como la higuera, el pueblo
judío será rechazado por su incredulidad.
Los milagros que Jesús realiza en sábado llevan el sello característico de su actitud antirrabínica.
Los milagros de Cristo tienen también una dimensión apologética, es decir, los realiza como signos de que el
Padre le ha enviado. Nicodemo reconoce que Jesús viene «de parte de Dios» porque nadie puede hacer los milagros que
él hace (Jn 3,2). El ciego de nacimiento dice: «Si este hombre no viniera de Dios, no podría hacer nada» (Jn 9,33). Los
judíos se preguntan: «¿,Acaso cuando venga el mesías hará tantos milagros como hace este hombre?» (Jn 7,31).
Jesucristo en persona reprocha a los judíos: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque a
mí no me creáis, creed por las obras y así sabréis y reconoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10,37-38).
Y observa Jesús: «Si no hubiera hecho yo entre ellos obras como ningún otro hizo, no tendrían pecado» (Jn 15,24). Sus
obras prueban, por tanto, su origen divino (cf Jn 5,36).
Curaciones y exorcismos. Con su predicación, Jesús pretende destruir el dominio de Satanás, que subyuga al
hombre por medio del pecado, la enfermedad y la muerte. Por eso, mediante la conversión, las curaciones y los
exorcismos, Jesús destruye efectivamente el dominio de Satanás.
Hay textos evangélicos en los que se habla de enfermedades sin más, sin atribuirlas a ningún poder fuera de lo
natural. Son casos en los que se habla en términos puramente médicos: fiebre de la suegra de Pedro, el paralítico de
Cafarnaún, el hombre de la mano seca, el hidrópico, el leproso, el ciego de Jericó, etc.
Hay también casos de enfermos en los que, al tiempo que se habla de «posesión», se termina diciendo
simplemente que «fueron curados» por Cristo, sin más. Son, por tanto, casos en los que no se puede concluir sin más
que se trate de posesión diabólica (cf Lc 13,11-12). En estos casos podríamos hablar de mentalidad popular.
Sin embargo, hay un tercer grupo de casos en los que podemos hablar de posesión, ya que en ellos tenemos un
enfrentamiento personal de Jesús con el demonio. Ya en las tentaciones del desierto (cf Mc 1,12-13) aparece el demonio
con la función personal y activa de tentador, y Cristo se encara con él en una confrontación personal: «No tentarás al
Señor, tu Dios» (Mt 4,7). El demonio, por su parte, exige ser adorado. Pero, todavía más, Jesús tiene conciencia de
destruir el reino de Satanás y establecer el reino de Dios hasta el punto de que, frente al demonio, se presenta Jesús
como «el más fuerte» que encadena al «fuerte» y lo despoja de sus bienes (Mc 3,27). Jesús tiene la conciencia de vivir
un combate personal con el demonio.
En su polémica con los fariseos Jesús distingue la paternidad respecto de Dios y la filiación respecto del diablo,
y presenta al diablo como alguien que tiene deseos (cf Jn 8,42-44). A Simón advierte Jesús que Satanás quiere cribarlos
como trigo (cf Lc 22,31).
Pero hay un pasaje, el mencionado logion de Belzebú, en el que se acusa a Jesús de endemoniado y no contesta
desmintiendo la existencia del demonio, sino dándola por supuesta (cf Mt 12,29).
Jesús habla del demonio en momentos cruciales y con palabras solemnes. A los suyos les pone en guardia
contra el demonio incluso en el sermón de la montaña. En el padrenuestro Jesús pide al Padre que nos «libre del
maligno» (Mt 6,13), como leen muchos exegetas. En sus parábolas y en sus recomendaciones habla del demonio. En el
momento de dejar el cenáculo, Cristo declara como inminente la derrota del «príncipe de este mundo» (Jn 14,30), y con
su muerte Jesús viene a decir que «el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado» (Jn 16,11).
Se podría objetar a todo esto que Jesús se adapta a la mentalidad judía que pensaba que el demonio era un ser
personal, pero esto no fue así. No todos los judíos creían en la existencia del demonio (los saduceos no creen: cf He
23,8), y son muchos los casos en los que Jesús corrige la mentalidad equivocada de su época. Por ejemplo, corrige la
idea de que la enfermedad es consecuencia de los pecados personales-, se opone a la mentalidad nacionalista que el
pueblo tiene del mesías. Ante la objeción que los saduceos le ponen sobre la resurrección, Jesús se reafirma en ella (cf
Lc 20,27-40). Otro tanto ocurre con el problema del divorcio (cf Mt l9,1-9). En su actitud frente a la mujer, los
publicanos y samaritanos, Jesús muestra siempre una independencia absoluta de criterio.
Hay, pues, una confrontación por el Reino, un enfrentamiento personal de Jesús con el demonio por causa del
Reino. Por ello ha escrito L. Monden que «no se puede eliminar de la Escritura la existencia del demonio como ser
personal sin alterar el mensaje cristiano en su misma esencia».
¿Pueden ser conocidos los milagros? Hoy día ha caído ya la vieja objeción de que Dios no puede variar las
leyes naturales que él mismo ha creado. Se entiende que si Dios obra por encima del curso de las leyes naturales no lo
hace por capricho, sino por un motivo claro, como es el de dar a conocer su intervención en nuestra historia. Es preciso
que si Dios interviene en nuestro mundo se haga reconocible como tal.
La objeción contra el milagro proviene en la actualidad de pensar que, en el fondo, no sabemos hasta dónde
puede llegar la fuerza de la naturaleza humana: ciertas curaciones de Jesús atribuidas quizá apresuradamente a una
fuerza sobrenatural podrían ser explicadas en la actualidad desde una fuerza humana. No llamemos milagro a lo que
quizá en el futuro pueda explicarse por la misma fuerza de la naturaleza o la sugestión.
Ciertamente, no sabemos hasta dónde puede llegar la sugestión o la fuerza misma de la naturaleza, pero
sabemos hasta dónde no puede llegar: el agua no se convierte en vino por sugestión, los panes no se multiplican por una
palabra de mando y una oración. Para determinar si un fenómeno en concreto es milagro o no, basta con utilizar un
criterio como el que el padre Dhanis aduce con buen juicio:
-que se trate de un hecho que supere el curso de la naturaleza, observada en muchas y variadas ocasiones;
-que tal fenómeno no tenga paralelos en el mundo profano;
-que se excluya la intervención de posibles factores humanos que pudieran explicarlo.
Los milaros de Jesús v la h¿storia. Hay quien admite sin problemas la historicidad del mensaje de Cristo, pero
no la de sus milagros, lo cual no deja de ser una opción arbitraria por las siguientes razones.
Los relatos de los milagros en los evangelios no son un apéndice del que se pudiera prescindir. En concreto, en
el evangelio de Marcos, si prescindimos del relato de la pasión, los milagros de Cristo suponen el 47% de su evangelio.
Como dice W. Trilling, «los relatos de milagros ocupan tan extenso lugar en los evangelios que sería imposible que
todos ellos hubieran sido inventados posteriormente y atribuidos a Jesús».
Además, los milagros aparecen estrechamente unidos al mensaje de Jesús. Ambos, predicación y milagros,
aparecen como signos de la llegada del Reino: tienen la misma intención y responden a la misma lógica.
Otro dato importante es que muchos milagros de Jesús tuvieron un carácter público. No se trata de rumores,
sino de milagros hechos delante de todo Israel, como la multiplicación de los panes o la resurrección de Lázaro, que fue
comprobada por los judíos de Jerusalén (cf Jn 12,18).
Además, los evangelios fueron escritos cuando todavía vivían los contemporáneos de Jesús, que podrían haber
negado sus milagros, de haber sido falsos. De hecho nadie, ni siquiera los enemigos de Jesús, negaron que Jesús
realizara prodigios. Los fariseos no los pueden negar y usan el recurso de atribuirlos al poder del diablo (cf Mt 12,26-
27). Es curioso que una tradición judía que aparece en el Talmud babilónico-l hable también de los milagros de Cristo
atribuyéndolos a la magia.
Pero la historicidad de los milagros de Cristo queda garantizada no sólo por el hecho de que aparecen en todas
las fuentes que componen los evangelios, sino porque, si se les compara con los relatos helénicos de milagros, aparece
una evidente diferencia con ellos (argumento de discontinuidad).
Fue R. Bultmann el que defendió la tesis de que los relatos evangélicos estaban influenciados por los relatos
helénicos: llegó a decir que los milagros de naturaleza (los que no son curaciones, como la multiplicación de los panes)
son un calco de los helénicos.
Sin embargo, en la Vida de Apolonio de Tiana (contemporáneo de Cristo, pero cuya vida fue escrita por
Filostrato en el 217, en un ambiente polémico contra el cristianismo), los milagros que aparecen son fantasías, a veces
tan pueriles como la de una mujer que había tenido siete partos difíciles. En un nuevo embarazo, pide Apolonio al
marido que se introduzca en la habitación de su mujer, portando una liebre viva atada a su cintura, y que dé vueltas en
torno a su cama con ella. En un momento determinado, la soltará y así nacerá el niño con toda facilidad
Solamente encontramos en ella el caso de un milagro serio: Apolonio resucita en las afueras de Roma a una
muchacha que l]evaban en el féretro al cementerio Pero el propio Filostrato se pregunta si se trataba de una muerte
apareníe, dado que Apolonio no había percibido que todavía salía vapor de la cara de la muchacha, quizás «por la fina
lluvia que caía».
En cuanto a los milagros realizados en los santuarios del dios de la medicina, Esculapio (Epidauro, Cos,
Atenas, etc.), se conoce hoy en día que en ellos operaban grupos de médicos, porque en muchos exvotos han aparecido
prescripciones médicas y utensilios apropiados. La imaginación popular ha desatado también su imaginación, como en
el caso Cleo, una muchacha que llevaba cinco años embarazada y no podía dar a luz. Va al santuario, le pide dar a luz al
dios y el niño nace y va corriendo él solo a la fuente para lavarse.
Bastaría comparar los relatos evangélicos con los apócrifos para comprobar que estos últimos se dejan llevar
por un estilo que no es el de Jesús. En el Evangelio de Tomás, por ejemplo, aparece Cristo haciendo pajaritos de arcilla
y dándoles vida con un soplo. Sin embargo, los milagros de Jesús tienen un sello característico como signos del Reino,
enmarcados, además, en un clima religioso y relatados con tal sobriedad que son totalmente diferentes de los supuestos
milagros helénicos.
Dice L. Monden: «La notable sobriedad, la ausencia de exageraciones y la sencillez de un lado contrastan con
el exhibicionismo y las voces de mercado de otro lado; la dignidad, la seriedad, el olvido de sí deJesús y el contexto de
oración en sus milagros contrastan con los trances, las fantasmagorías y el espíritu de lucha de los taumaturgos. En los
evangelios ningún milagro es inútil, carente de importancia. dudoso en sus intenciones, como sucede frecuentemente en
los nnilagros mitológicos. Tampoco hay en ellos ningún milagro punitivo ni sed desenfrenada de lo maravilloso. No se
produce ningún milagro durante la infancia ni durante la pasión».
Los argumentos contra la historicidad de los milagros de Cristo son muy débiles cuando se apela al recurso de
que están relatados con la misma estructura que los helénicos (exposición de la enfermedad, petición de curación,
curación y acción de gracias). Ante este argumento de R. Bultmann, se pregunta A. Richardson: ¿cabe otra forma de
exponer una curación milagrosa sin hacerla ininteligible?.
Pobre argumento es también recurrir a diferencias de detalles entre las diversas narraciones de un milagro en
los evangelios, pues este dato es, más bien, signo de que se usan diferentes fuentes que coinciden en lo fundamental, lo
que avala la historicidad. A veces las diferencias provienen del estilo mismo de los evangelistas, y nadie se ha
preocupado en hacer que cuadren, lo cual es signo de historicidad. Por el contrario, una uniformidad total podría ser,
más bien, signo de arreglo y amaño.
En realidad no se ha dado todavía un auténtico argumento contra la historicidad de los milagros de Cristo. Se
hacen afirmaciones sobre ellos que no rebasan el nivel del tópico. Uno se pregunta también si el rechazo de los mismos
no se deberá a prejuicios y opciones teológicas tomadas a priori.
El milagro es rechazado, en muchos casos, porque interpela a la conciencia. Lo explica muy bien Juan en el
milagro del ciego de nacimiento (cf Jn 9). Los fariseos no aceptan el milagro por soberbia («no aceptamos a ese»); los
padres, por comodidad (porque les echan de la sinagoga). Pero el ciego tiene el corazón limpio y razona así: «Hay una
cosa clara: yo antes no veía y ahora veo. Y jamás se ha oído decir que nadie haya dado la vista a un ciego de
nacimiento. Por lo tanto el que me ha curado viene de Dios» (cf Jn 9,31-33). Y le echaron de la sinagoga.
No cabe decir que los milagros de Cristo son ambiguos y que sólo la fe los puede discernir: no son ambiguas
las obras de Dios sino el corazón del hombre. Cristo lo dice claramente: «Si no me creéis por lo que os digo, creedme al
menos por las obras» (Jn 10,38).
5. ¿Quién es Jesucristo?
Jesús conmocionó a todo Israel por su palabra y sus milagros. De su forma de enseñar decían: «Este sí que
enseña con autoridad, y no como los escribas» (Mc 1,22). Jamás usaba ]a fórmula de los profetas: «Así dice Yavé», sino
esta otra: «En verdad os digo»; fórmula única que, estilísticamente hablando, es una invención de Jesús, ya que nadie
usaba el amen («en verdad») por delante de la frase, sino al final, para ratificar algo con lo que se estaba de acuerdo.
Lo mismo ocurría con sus milagros. Un milagro como la multiplicación de los panes suscitó la fiebre
mesiánica de Israel (los judíos esperaban que el mesías habría de repetir los milagros del Éxodo, en concreto el del
maná). Por ello dicen: «Este es verdaderamente el proteta que debía venir al mundo» (Jn 6,14).
Pero, ¿qué es lo que pretende Jesús? ¿Qué es lo que busca en el fondo? ¿De dónde proviene esa autoridad?
Uno que se encuentra con Cristo tiene enseguida la sensación de qu
lo pide todo. Y lo más sorprendente es que parece pedirlo todo a cambio solamente de una mirada, como
ocurrió en el caso del joven rico (cf Mc 10,17-22), como sucedía cada vez que le pedía a alguien que le siguiera. Pero,
¿quién es Cristo? ¿Por qué mira así?
La pregunta la hace Jesús. Fue en Cesarea de Filipo, al norte de Galilea, donde se encuentra una de las fuentes
del río Jordán, muy cerca del monte Hermón. Después de la predicación de Galilea, Jesús se retira a ese lugar fresco y
agradable con los suyos y les pregunta: «"¿Quién dice la gente que soy yo? . Ellos responden: "Unos, que Juan el
Bautista, otros Elías, otros Jeremías o uno de los profetas". Y Jesús les dijo: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?".
Simón toma la palabra y contesta: "Tú eres el Cristo, el hijo de Dios vivo". Y Jesús le responde: "Bienaventurado eres
Simón, hijo de Jonás, porque no te lo ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos"» (Mt
16,16-17).
Enseñanza implíc¿a de su d¿vin¿dad. Jesús había enseñado frecuentemente de forma implícita su condición
divina. Hay algo en él que es único en la historia de las religiones. Mahoma no es el centro del Islam, tampoco Moisés
es el centro del judaísmo, sino el profeta de Yavé. Buda no se colocó como centro de la religión, sino que marcó un
camino de ascesis y recogimiento que cada uno puede seguir con sus propias fuerzas e independientemente de él.
Jesús, por el contrario, se coloca como centro de la religión, como clave de la salvación: «El que busque su
vida, la perderá; el que la pierda por mí la encontrará» (Mt 10,39); «no penséis que he venido a poner paz en la tierra;
no vine a poner paz sino espada. Porque vine a separar al hombre de su padre y a la hija de su madre, y a la nuera de su
suegra; y los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de
mí» (Mt 10,34-37)
Jesús, puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel (cf Lc 2,34), pone en crisis todo lo humano. Todo
se decide por el sí o el no a su persona, hasta el punto de que exige perder la vida por él: «Bienaventurados seréis
cuando os insulten y persigan y con mentira digan contra vosotros todo género de mal por mí» (Mt 5,11); «seréis
aborrecidos de todos por causa de mi nombre; el que perseverare hasta el final, será salvo» (Mt 10,22).
Comenta R. Guardini a este propósito: «El momento decisivo en orden a la salvación es Cristo mismo. No su
doctrina, ni su ejemplo, ni la potencia divina que opera a través de él, sino simple y escuetamente su persona. Este
hecho despierta afirmación apasionada, fe y asentimiento, pero también, y en la misma medida, protesta contra tal
"blasfemia".
La raíz de la protesta se encuentra precisamente en la circunstancia de que una persona histórica pretende para
sí una justificación decisia para la salvación».
Jesús no se limita a mostrar el camino, a enseñar la verdad, a ser el ejemplo de los hombres, sino que llega a
identificarse personalmente con el camino, la verdad y la vida (cfJn 14,6).
Lo mismo ocurre cuando Jesús pide creer en su nombre y hacer todo en su nombre. Un judío debía hacer todo
en nombre de Yavé; ahora Cristo pide para su propio nombre la misma fe que Yavé pedía en el AT. Todo ha de hacerse
en su nombre: «En verdad os digo que si dos de vosotros conviniereis sobre la tierra para pedir algo, os lo dará mi Padre
que está en los cielos Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt
18,19-20). Un judío entiende inmediatamente que Jesús con estas palabras, se arroga la misma gloria del nombre de
Yavé.
Lo inaudito es que Jesucristo no se limita a anunciar la llegada del Reino, sino que se identifica personalmente
con él. Por eso se atreve a perdoar los pecados y a legislar, dos poderes exclusivamente divinos.
En efecto, Jesucristo se coloca por encima de la ley, lo cual no podía hacer ningún profeta: «Hasta ahora se os
ha dicho..., pero yo os digo» (Mt 5,27). Recuerda J. Jeremias que en el judaísmo contemporáneo de Jesús se decía: «El
que escucha la palabras de la Torá (la ley) y hace buenas obras, está edificando sobre un sólido fundamento». Ahora
dice Jesús: «Todo el que oiga mis palabras y las pone en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa
sobre roca» (Mt 7,24).
Lo mismo ocurre con el sábado. Jesús suele hacer milagros en sábado para mostrar que es dueño del sábado (cf
Mc 2,27-28), colocándose por encima de una institución divina que nadie podía quebrantar. Otro tanto ocurre cuando
Jesucristo se identifica con el templo. Para los judíos, el templo era la shekiná Yawe, la «morada de Dios» entre los
hombres. Pues bien, cuando anuncia que el templo será destruido y que, tras su resurrección, será su cuerpo la morada
de Dios entre los hombres (cf Jn 2,19), Jesús está diciendo que él mismo es el templo. Llegó incluso a aplicarse
personalmente el nombre de Yavé («Yo soy»).
Todos estos testimonios que Cristo da de su identidad, los da, más bien, de una forma implícita. Por su
condición de confesión implícita de su divinidad, difícilmente han podido ser manipuladas por la comunidad primitiva,
más preocupada por confesar explícitamente a Jesús como Señor, mesías e hijo de Dios.
Títulos explícitos. Jesús no usó explícitamente el título de mesías. Si le preguntaban si lo era, respondía
afirmativamente, pero matizando su contenido con un pero: «¿Eres tú el rey de los judíos?», le pregunta Pilato. «Sí,
pero mi reino no es de este mundo», responde Jesús (Jn 18,36). Evita sistemáticamente el título de mesías por el
contenido político y nacional que tema.
Prefiere designarse con el título de hijo del hombre, en clara referencia al texto de Daniel (cf Dan 7,9-14). Con
ello viene a indicar que su mesianismo es divino. En efecto, el hijo del hombre es preexistente, proviene del cielo y
aparece junto al anciano sobre la nube, lugar de las manifestaciones de Dios. Así, cuando Caifás pregunta a Jesús si es
el mesías, responde diciendo: «Tú lo has dicho, y veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del poder y venir sobre
las nubes del cielo» (Mt 26,64). Caifás se rasga las vestiduras en señal de haber oído una blasfemia.
Pero, al usar Jesús el título de hijo del hombre, lo hace también en conexión con la función del siervo de Yavé,
en cuanto que su mesianismo de origen divino y trascendente se realiza con la misión de redimir a la humanidad: «El
hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar la vida en rescate de muchos» (Mt 20,28).
Mientras Jesucristo no usa el título de mesías, emplea ochenta y dos veces el de hijo del hombre; sin embargo,
la comunidad primitiva no usó nunca este título en sus confesiones de fe y usó, en cambio, el de mesías. ¿Cómo se
puede decir que lo ha inventado la comunidad primitiva para ponerlo en boca de Jesús y para ponerlo en todas las
fuentes que componen los evangelios, si ella no lo usó ni lo entendió en muchos casos? Lo lógico es que hubiese puesto
en boca de Jesús el título de mesías y, sin embargo, tampoco lo hizo.
Por último, Jesucristo expresa su condición filial respecto del Padre, llamándole con el término de Abba (cf Mc
14,36), caso único en la historia del mundo judío. Se presenta como el Hijo único del Padre en textos como el himno de
exultación (cf Mt 11,25-30), el texto sobre la parusía (cf Mc 13,32) o la parábola de los viñadores (cf Mc 12,1-12), que
pronunció poco antes de su pasión y en la que vino a mostrar a los judíos la magnitud del crimen que iban a cometer,
pues mientras sus padres mataron a los profetas («los siervos»), ahora ellos matarán al hijo único. «Colmad la medida
de vuestros padres» (Mt 23,32), les dice Jesucristo.
El evangelio de Juan será el que más testimonie esta condición divina de Cristo como Hijo único del Padre.
Hay una semejanza perfecta entre la acción del Padre y la del Hijo, una mutua y total pertenencia entre ambos (cf Jn
17,10), una reciprocidad de conciencia (cf Jn 10,15), inmanencia (cf Jn 10,38) y amor, una unidad completa: «Yo y el
Padre somos una misma cosa» (Jn 10,30).
La fe de la Iglesia. Juan, para designar la condición divina de Jesús, prefiere el título de h¿jo de Dio* porque
precisa la relación de Jesús dentro de la divinidad. Pablo abordará el problema confesando que Jesús es el Señor y
reservando el nombre de Dios para el Padre (ICor 8,6). Pablo quiere afirmar así la divinidad de Cristo sin dañar el
monoteísmo.
En efecto, la Iglesia primitiva tenía delante de sí el tremendo problema de confesar la divinidad del Padre, de
Cristo y del Espíritu, sin destruir el monoteísmo. Por lo que respecta a Jesús, jamás dudó de que era Dios y hombre
perfecto. Su punto de partida era la confesión de que se trataba de un único sujeto, de doble condición: divina y
humana. La Iglesia no tenía un vocabulario preciso para dar razón de este misterio, carecía de filosofía propia y
presentaba una idea de Dios que chocaba con el neoplatonismo y las otras filosofías de su tiempo. Se podría casi decir
que las herejías eran inevitables en cierto modo, y fueron ellas las que obligaron a la Iglesia a depurar unos conceptos
que en un principio no existían.
Frente a la herejía de Arrio, que negaba la divinidad de Cristo, definió el concilio de Nicea (325) que Jesucristo
es consustancial al Padre. Contra el apolinarismo, que negaba que Jesús tuviera un alma humana, la Iglesia defendió su
existencia en el sínodo de Alejandría (362). Tuvo que oponerse decididamente contra Nestorio en el concilio de Efeso
(431), pues defendía en Cristo la existencia de dos personas, divina y humana, de modo que María sería madre del
hombre Cristo y no de Dios.
Finalmente, contra la herejía de Eutiques, que negaba que hubiese en Cristo después de la unión una naturaleza
humana (monofisismo), el concilio de Calcedonia definió que en Cristo hay dos naturalezas íntegras, divina y humana,
unidas en una única persona (unión hipostática). ¿Cómo entender la enseñanza de Calcedonia?
La persona es el yo como sujeto que radica ontológicamente en la naturaleza, en la que encuentra su propia
subsistencia. La naturaleza es, además, el instrumento con el que actúa el yo. Cristo es, pues, hombre y Dios
verdaderos; una única persona, un único sujeto al que se atribuyen lo divino y lo humano.
Cuando Calcedonia dice que Cristo posee una naturaleza divina y otra humana, está pensando en dos
naturalezas concretas. No olvida la salvación («se hizo hombre por nosotros y por nuestra salvación»), sino que se
concentra en el problema de saber quién es el que actúa.
Calcedonia no define metafísicamente el concepto de persona, sino que lo describe a un nivel básico como
sujeto gestor de na naturaleza. Queda, pues, abierta la investigacion, siempre y cuando no se niegue la condición divina
o humana de Cristo, se defienda que en él hay dos sujetos y se niegue que este sujeto sea la persona del Verbo (DS
555).
Los romanos usaban ciertamente el término persona, pero como término jurídico: para ellos el esclavo no era
persona. Los estoicos conocían un concepto de persona como naturaleza determinada por propiedades individuantes, era
el «individuo» como realización autónoma de la naturaleza humana universal. Pero el concepto de persona como sujeto
gestor de una naturaleza que, en el caso del hombre, es corpóreo-espiritual, dotada por ello de una dignidad sagrada y
fuente de derechos, es algo que nace del cristianismo a la luz misma de la encarnación.
Se podría entender por ello la persona humana no como la suma de cuerpo y alma, eso es naturaleza. La
persona es el yo que, radicando ontológicamente en el cuerpo y en el alma (en ellos el yo tiene su subsistencia), los
gestiona como instrumento de sus operaciones. Ni el alma es el cuerpo, ni el cuerpo es alma, sino que ambos están
unidos en un único yo, en un único sujeto que los gestiona. De ese yo tenemos una experiencia inmediata (cuando
decimos: «Yo») y su esencia es la naturaleza (cuerpo-alma) en la que radica y a la que gestiona.
Psicología de Cristo. A partir de la encarnación, tendremos que decir que el corazón humano de Cristo es el
corazón de la persona divina, del Verbo, que la persona del Verbo es la que sufre a través de su humanidad. Los santos
padres solían decir: «Uno de la santísima Trinidad ha sufrido». Cristo tiene dos voluntades y dos operaciones naturales,
divina y humana (concilio de Constantinopla III, año 681). Tiene, pues, una voluntad y un conocimiento totalmente
humanos. Aquí radica la teología del corazón de Jesús:.nos ha amado a todos en un corazón humano (cf CEC 478).
Cristo ha tenido una psicología humana igual que la nuestra, igual en todo «excepto en el pecado» (Heb 4,15).
Ha conocido como hombre la alegría, el sufrimiento, la soledad... Ha tenido una ciencia adquirida, en cuanto que tuvo
que aprender al modo humano. Ha tenido también, en cuanto hombre, una ciencia infusa, con conocimientos de tipo
sobrenatural que no se pueden explicar por el aprendizaje (resurrección, parusía, etc.), pero son conocimientos que,
como en los profetas, estaban limitados al ejercicio de su misión. Si se le pregunta la fecha del fin del mundo, responde
que no la sabe (cf Mc 13,32). No ha querido aprovecharse de su condición divina para deslumbrar, limitándose a saber
como hombre lo que era necesario para el cumplimiento de su misión.
Finalmente, Jesucristo tiene una conciencia humana de su identidad divina, la adquiere en el momento en que
un niño llega a tomar conciencia de su identidad. Por eso, en el templo, explicaría ya que tiene que dedicarse a las cosas
de su padre (cf Lc 2,49).
6. ¿Qué sabía Cristo de su muerte?
Jesús fue condenado a muerte por el parlamento de su pueblo, el sanedrín. Fue condenado por blasfemo, por
decir que era el hijo del hombre que vendría sobre la nube (cf Mt 26,64). Caifás se desgarra las vestiduras: «Ahora todo
está claro, este hombre había subvertido nuestra sociedad, pero está claro que no viene de Dios, pues no puede venir de
él un blasfemo».
La acusación ante Pilato es clara: «Nosotros tenemos una ley y según esta ley debe morir, porque se tiene por
hijo de Dios» (Jn 19,7). A Pilato le importa muy poco una motivación de tipo religioso y por ello los judíos, que
conocen su psicología, como un hombre que está en Palestina por imperativos del escalafón y sus ambiciones, ponen en
juego su carrera al decirle: «Si sueltas a ese, no eres amigo del César, todo el que se hace rey se enfrenta al César» (Jn
19,12).
Pilato no entendía que aquel hombre, con la apariencia que tenía, pudiera ser un subversivo. Por ello le
pregunta: «¿Eres el rey de los judíos?» (Jn 18,33). Pero Pilato lo condenó..., se jugaba su carrera ante el César. No creía
en nada no sabía qué era la verdad, pero sabía una cosa: se jugaba su carrera. Es el personaje más abyecto de toda la
pasión. Al menos los judíos condenaron a Jesús porque creían en algo. Quizá sea Pilato el personaje de la pasión del
Señor que mejor cuadra con el hombre de hoy, que condenaría a Cristo no porque crea en algo, sino porque pone en
juego su bienestar y su comodidad.
Pero, ¿qué sabía Cristo de su muerte? ¿Pudo darle un sentido redentor? Es frecuente oír hoy en día que Cristo
fue condenado porque su programa político-social chocó con las autoridades de su pueblo, se dice que no sabía que iba
a morir y que, por tanto, no podría dar un sentido redentor a su muerte. Se hace una caricatura del concepto de
satisfacción de Cristo al Padre: se presenta a un Padre que pide venganza y quiere satisfacer su justicia vindicativa
condenando a su Hijo al castigo. ¿Qué padre es ese?
La verdad es que el magisterio de la Iglesia no ha hablado de castigo para entender la satisfacción de Cristo al
Padre. Fue Lutero el que abundó en ese concepto. El Catecismo de la Iglesia católica usa los términos «satisfacción»,
«reparación» y «expiación», pero no desde la perspectiva del castigo, sino desde la perspectiva del amor (cf CEC 614-
6l6).
Subida a Jerusalén. Jesucristo fue voluntariamente a la cruz. Se encontraba en Cesarea de Filipo, antes de tener
enfrentamientos serios con los judíos, cuando tomó la decisión de ir a la cruz. Después de la confesión de Pedro, dice el
evangelio: «Y comenzó a enseñarles que el hijo del hombre tenía que sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los
sumos sacerdotes y lo escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8,31). Jesucristo le responde: «Apártate de
mí, Satanás, por Pedro se enfrenta con Cristo porque ve fracasar sus esperanzas, y se interpone en su camino: «Tú no
vas a Jerusalén». que tú tienes pensamientos de hombre y no de Dios» (Mc 8,33).
Es imposible imaginar que la comunidad primitiva se inventase una escena así. El propio Marcos anota que
Jesús bajaba a Jerusalén «delante de ellos» (Mc 10,32), que estaban sorprendidos y le seguían con miedo. Jesucristo fue
voluntariamente a la cruz. Lo diría él mismo: «Nadie me quita la vida, sino que la doy voluntariamente» (Jn l0,18).
Cristo pudo prever su muerte, como ha mostrado H. Schurmann: su postura ante el sábado, su actitud ante la
ley y, sobre todo, su acción purificadora del templo (cf Mc 11,15ss), eran motivos más que suficientes para su
prendimiento. La misma suerte que había corrido el Bautista, frecuentemente relacionado con él, le habría hecho pensar
en ella. No en vano, cuando el Bautista fue apresado, se acercaron á él para pedirle que se marchara, pues Herodes
quería acabar con él (cf Lc 13,31).
Jesús alude a su pasión en muchas ocasiones de forma velada, como cuando dice que llegará el día en que sus
discípulos se vean privados de la presencia del novio (cf Mc 2,19-20), o en otros casos, en los que simplemente dice que
se va, «como está escrito de él» (Mc 14,21). Utiliza imágenes para hablar de su pasión, como la del pastor herido con
las ovejas dispersas (cf Mc 14,27-28) o la del bautismo y el cálizSl. Son textos que, por no ser un anuncio explícito de
la pasión, no han podido ser manipulados por la comunidad.
Incluso en las predicciones solemnes de su pasión, en las que, efectivamente, puede haber algún detalle debido
al conocimlento posterior de la pasión, nunca se dice que sería crucificado, excepto en Mt 20,19, que es un texto
secundario respecto de Mc 10,32-34. ¿Cómo olvidar, pues, en un total de ocho predicciones solemnes, la realidad de la
crucifixión? ¿Cómo explicar que la comunidad haya unido por sí misma la figura gloriosa del hijo del hombre con la del
siervo sufriente?
Cristo podía haber interpretado su muerte desde la perspectiva del martirio del profeta: «Sólo en su tierra, entre
sus parientes y en su casa desprecian al profeta» (Mc 6,4). Pero fue en la institución de la eucaristía donde expre.só el
sentido redentor de su muerte: «Tomad, comed, este es mi cuerpo... Esta es mi sangre de la alianza que va a ser
derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26,26-28). Jesús se sirve aquí de la profecía del siervo de
Yavé para dar a entender que su vida se entrega en expiación de los pecados de la humanidad. El texto de Mateo y
Marcos es el más primitlvo, y su colorido arameo («por los muchos» : «por todos») es eco vivo de las palabras sobre el
siervo (cf Is53,11-12).
Hacia el año cuarenta estaba escrito en dos recensiones diferentes, la jerosolimitana (Mt-Mc) y la antioquena
(LucasPablo)ss. No es explicable que una comunidad como la judía invente el precepto de beber la sangre, cuando esto
era una abominación para los judíos, prohibida taxativamente por el Levítico (Lev 17,10). Habría que explicar, por
último, cómo la eucaristía sustituyó desde el principio y en todas las comunidades cristianas a la pascua judía, núcleo de
su vida litúrgica y comunitaria (argumento de razón necesaria). Si no es por el mandato de Cristo, no se puede entender.
Hay, además, un texto, el logion de rescate, que suena todavía en arameo y en el que Cristo da a entender su
misión expiatoria: «El hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar la vida en rescate de muchos» (Mt
20,28).
En reparación de los pecados. Esta ofrenda al Padre de Cristo en la cruz es un misterio de amor: «Jesús, al
aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, "los amó hasta el extremo" (Jn 13,1), porque "nadie
tiene mayor amor que el que da la vida por los amigos" (Jn 15,13)... Aceptó libremente su pasión y su muerte por amor
al Padre y a los hombres que el Padre quería salvar» (CEC 609).
El sacrificio de Cristo es, ante todo, un don del Padre que entrega al Hijo para reconciliarnos con él. Pero, al
mismo tiempo, es una ofrenda del hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor, ofrece su obediencia al Padre
para reparar nuestra desobediencia (cf CEC 614).
Es el amor hasta el extremo el que confiere valor de redención y reparación, de satisfacción y expiación al
sacrificio de Cristo (cf CEC 616).
Para entender el misterio de la reparación de Cristo al Padre por el pecado es preciso entender que el pecado es
algo que le afecta personalmente.
En la Biblia el pecado aparece como una realidad misteriosa que ofende a Dios en sí mismo. El mismo término
que se usa para designar la infidelidad conyugal (zanah) se emplea también para describir la infidelidad a Yavé. La
experiencia vivida por Oseas de la infidelidad de su esposa la va a emplear Yavé para expresar, por medio del profeta,
el dolor que le produce la infidelidad de su pueblo. Es la misma idea que vemos en Ezequiel.
En el AT se da una doble imagen para expresar el pecado como ofensa a Dios: el adulterio y la imagen del hijo
que abandona al padre (cf Os 11,3-4).
En el NT, en la parábola del hijo pródigo (cf Lc 15,11-32), se describe el pecado como otensa de un hijo a su
padre. La alegría del padre en el momento del retorno del hiJo nos ayuda a comprender la profundidad de su tristeza en
su marcha de casa. Jesús con esta parábola ha querido descubrir los sentimientos de su Padre respecto del pecador.
Dios ha quendo tener con nosotros una relación gratuita de amor paternal, mostrarse como Padre, salir de sí
mismo y crear con el hombre una nueva relación, por encima de todo derecho de este como criatura.
Lo que hace el hombre con el pecado es impedir a Dios que consume su amor como Padre. El pecado rechaza a
Dios como Padre, no le deja ser Padre. Esto, naturalmente, no causa nmgún daño efectivo en la naturaleza divina, pero
le Implde darse como Padre o, mejor, consumar su comunicación como Padre. El único que resulta efectivamente
dañado por el pecado es el propio hombre, que con él se esclaviza y destruye, pero también es verdad que por el pecado
Dios no ha podldo consumar su amor paternal. En este sentido hay en el hombre un poder sobre Dios: su libertad
pecadora y se podría llegar a decir que, en alguna manera, Dios se ha puesto a merced del hombre.
La ofensa efectiva de Dios no cabe pero, sin embargo, el pecado le afecta, porque le llega a su corazón la
negativa del hombre y le impide llevar a cabo su plan, no le deja consumar su amor. Hay, por tanto, en el pecado una
dimensión teológica que nos impide reducirlo a una falta ética o moral.
Desde aquí podemos entender lo que Cristo hace en la cruz: corresponder al amor no correspondido del Padre,
por propia iniciativa suya. Cristo, que conoce a fondo la hondura del amor despreciado del Padre, ha venido a la tierra
para decirle sí, para corresponder a su amor y pedirle que no retire su amor a los hombres. El Padre no quería ya m
sacrificios ni oblaciones de animales, entonces Cristo dice: «Heme aquí, vengo a hacer tu voluntad» (cf Heb 10,6-7). Y
el Padre, complacido con ello, se ha volcado sobre su Hijo y nos ha amado en él. Así puede decir Pablo que en Cristo
tenemos ya la garantía del amor del Padre: «Quien no perdonó a su propio Hijo, sino que por nosotros lo entregó,
¿cómo no nos dará todas las cosas, juntamente con él'?» (Rom 8,32); «la prueba de que Dios nos ama es que Cristo,
siendo todavía pecadores, murió por nosotros» (Rom 5,6-7). «En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el
tiempo señalado, Cristo murió por los impíos» (Rom 5,6-7).
«Murió por los impíos». Ese es Cristo en la cruz, fracasado, «despreciado, desecho de la humanidad, hombre
de dolores, avezado al sufrimiento, como uno ante el cual se oculta el rostro, era despreciado y desestimado» (Is 53,3-
4).
Este Cristo de la cruz será escándalo para los judíos y necedad para los gentiles (cf ICor 2,2). Sin embargo, este
Cristo fracasado no deja en paz a ningún hombre. Hay en él demasiada paz en medio de tanto suplicio, demasiada
ternura en medio de tanta agonía, demasiado silencio en el que es la verdad. Todo había terminado en un fracaso, en el
más espantoso de los fracasos.
Así muere Jesús. Todo ha terminado en un espantoso fracaso. Al pie de la cruz sólo hay unas mujeres, su
madre entre ellas. Los demás han huido. ¿Cómo quedarse en la cruz? Sus discípulos no podían esperar una cosa así.
Aunque le habían oído hablar de su muerte, no lo podían creer. Esperaban que al final ocurriera algo. El que había
hecho tantos milagros, no podría terminar en la cruz. Pero Jesús había muerto, condenado por la ley, por la sentencia del
Altísimo. ¿A qué había conducido todo? A un espantoso fracaso. Un mesías que no quiere vencer es el fin de la fe en el
mesías. Mahoma cabalgaría victorioso con sus ejércitos. Buda, a pesar de ser un asceta, había muerto rodeado de gloria
humana. Hay que decirlo: Jesús no se había mostrado al final como debía. Había defraudado las esperanzas de todos.
Todo había fracasado, no sólo ante el pueblo al que había llenado de esperanza, sino ante los suyos.
Habían vencido sus enemigos. El semblante de Jesús en la cruz era el semblante mismo del fracaso. Y sin
embargo..., en esta muerte espantosa, increíble, cruel, hay algo que habla. El centurión que le vio morir, estremecido por
lo que había visto, exclama: «Verdaderamente, este hombre era el hijo de Dios» (Mc 15,39). Un hombre como J. J.
Rousseau diría algo parecido: «¡Qué obcecación, qué prejuicios hacen falta para comparar al hijo de Sofronisca
(Sócrates) con el hijo de María! ¡Qué distancia del uno al otro! Sócrates, muriendo sin dolor, sin ignominia, sostuvo
fácilmente hasta el fin su personaje y, si esta fácil muerte no hubiera honrado su vida, podríamos dudar de si Sócrates,
con todo, fue otra cosa que un sofista... La muerte de Sócrates filosofando tranquilamente con sus amigos es la más
dulce que se puede desear; la muerte de Jesús expirando entre tormentos, escarnecido, mal visto por todo el pueblo, es
la más horrible que se puede tener.. Si la vida y la muerte de Sócrates son las de un sabio, la vida y la muerte de Jesús
son las de un Dios».
¿Es, entonces, este rostro sangrante el rostro mismo de Dios? Pero, ¿cómo puede serlo? Si Jesús es el mesías y
el hijo de Dios, ¿por qué ha buscado este final tan increíble? Por otro lado, es como si este rostro deshecho hablara
todavía: nadie ha muerto así. No se entiende que una persona humana pueda morir de esta manera y morir en silencio,
sin una queja... En la muerte de Cristo hay un silencio que habla, un silencio que cree y espera, pero, ¿en qué? Todo ha
terminado, y trágicamente.
7. Resurrección de Cristo
Ocurrió «el primer día de la semana» (Jn 20,1), el día que los seguidores de Cristo llamarían «el día del Señor»
(Ap 1,10), el domingo. María Magdalena, la pecadora que había seguido a Jesús, vino corriendo, sin aliento, en busca
de Pedro y Juan. Fue ella la que dio el aviso a los seguidores de Jesús, sobresaltándolos, pues, decepcionados como
estaban, iban a emprender el camino de regreso a Galilea. Nadie esperaba nada. Todo había terminado en el más
espantoso de los fracasos, pero las palabras de estas mujeres les habían sobresaltado.
7.1. Jesús ha resucitado
Lo primero que comprobaron las mujeres que de mañana iban al sepulcro a embalsamar el cuerpo de Jesús fue
que el sepulcro estaba vacío (cf Mc 16,6ss). Esto las llenó de consternación. Un ángel les explicó que Jesús había
resucitado y les mandó que avisaran a Pedro y los discípulos que fueran a Galilea. Ellas, sin embargo, salieron del
sepulcro, temblando y espantadas por el miedo y la impresión que les causó.
El hallazgo del sepulcro vacío había producido en ellas una reacción de miedo y perplejidad, pues planteaba
una duda que sólo el encuentro personal con Cristo podría disipar. Fue precisamente este encuentro con Jesús resucitado
lo que las apaciguó y llenó de alegría.
Los discípulos se sobresaltaron con el anuncio de las mujeres. Su reacción no podía ser sino la de incredulidad.
Encontraron, efectivamente, el sepulcro vacío, pero, por sí solo, era algo que no podía disipar sus dudas (cf Lc 24,12-
24) si exceptuamos el caso de Juan (cf Jn 20,8). Sólo el encuentro vivo con Cristo disiparía su incertidumbre. Así fue:
Cristo se apareció a Pedro, a los dos discípulos que iban camino de Emaús y a los once, la aparición de la que más
testimonios tenemos.
Por sí solo, el sepulcro vacío no podía darles la seguridad de que Cristo había resucitado. Fueron sobre todo las
apariciones las que se la dieron. Pero, ¿no serían estas apariciones más bien visiones o imaginaciones interiores de los
dlscípulos?
Si analizamos los relatos, vemos inmediatamente que el verbo que se emplea para hablar de las apariciones es
opthe («se dejó ver»), porque en la traducción griega de los LXX era el verbo consagrado para hablar de las apariciones
de Yavé. Quiere decir esto que no se trata de una visión como experiencia subjetiva, sino de una iniciativa de Dios que
viene a los suyos: el Resucitado es visto porque se aparece. no se aparece porque es visto.
El NT tiene otro término, horama, para hablar de visiones interiores. Este término no lo emplean nunca para
hablar de las apariciones de Jesús. El mismo Pablo, que ha tenido visiones y éxtasis, habla de ellas como excusándose
(cf 2Cor 12,11), mientras que del encuentro con Cristo en el camino de Damasco habla sin excusa alguna. Sólo por este
encuentro explica Pablo que ha sido constituido apóstol y sólo por él se presenta como testigo de la resurrección de
Cristo (cf lCor 15,8).
Asimismo, el termino de martys (testigo) tiene el sentido de ser garante de algo que se ha visto u oído
externamente. «Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído» responde Pedro al sanedrín (He 4,20). Los
apóstoles tienen conciencia de que, con su testimonio, invalidan la sentencia injusta del sanedrín sobre Cristo. Su
testimonio tiene por ello un sentido judicial, de prueba en contra.
7.2. Resurrección trascendente e histórica
La resurrección de Cristo no es como la de Lázaro. Lázaro resucita y torna a la vida normal. La resurrección de
Cristo, en cambio, es una resurrección final, definitiva, gloriosa, escatológica: su cuerpo es un cuerpo glorioso que ha
vencido definitivamente a la muerte.
De suyo es una resurrección trascendente. Nadie ha visto a Cristo resucitar. Sin embargo, es una resurrección
que no escapa a la historia, pues ha dejado huellas en ella: el sepulcro vacío y las apariciones. Es por medio de estas
huellas como los apóstoles han conocido el hecho mismo de la resurrección. Si no hubiera sido por que vieron a Cristo
resucitado, no habrían creído jamás en su resurrección. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia católia (cf CEC 643),
los apóstoles no estaban para visiones de tipo místico, toda vez que la condenación de Cristo había sido la condenación
de un maldito según la ley, de modo que su fe estaba por los suelos, a punto de partir para Galilea para reemprender su
vida habitual, como nos recuerdan las palabras de los de Emaús (cf Lc 24,21).
Es más, una resurrección como la de Cristo no la podían ni imaginar, pues los judíos creían en la resurrección
gloriosa de los hombres al final de la historia, pero no podían pensar en una resurrección definitiva (aunque fuese la del
mesías) dentro de la historia, de modo que el día siguiente fuese un día normal. De ahí que cuando ven a Cristo
resucitado, dudan en un primer momento. Es lógico que mostrasen sorpresa e incredulidad: era algo que no podían ni
imaginar, además, estaban ante un cuerpo glorioso. Sin embargo, tras una primera vacilación, llegan a reconocer el
cuerpo de Jesus sin duda alguna: un cuerpo glorioso, de suyo invisible, pero que se hace visible a los que él quiere,
como él quiere y cuando él quiere, pues de otro modo sus discípulos no habrían creído en la resurrección.
Así lo dice el CEC, cuando expresa que la resurrección de Cristo es trascendente (cf CEC 646), pero al mismo
tiempo es un acontecimiento histórico demostrable por el sepulcro vacío y las apariciones (cf CEC 647).
7.3. Historicidad de los relato
Pero, ¿son históricos los relatos del hallazgo del sepulcro vacío y las apariciones? Veamos su consistencia
histórica, aplicándoles los criterios de historicidad.
En primer lugar, el testimonio de la resurrección de Cristo (sepulcro y apariciones) aparece en todas las fuentes
de los evangelios y NT: no hay testimonio más unánime. En segundo lugar, la resurrección de Cristo es algo
inimaginable para la mentalidad judía: «El evento que aquí se afirma tenía para ellos todas las trazas de ser improbable
y hasta imposible. La resurrección escatológica, y esta es la que se afirma de Jesús, no una mera revivificación, estaba
reservada para el final de los tiempos. Así lo sugerían los pocos pasajes del AT en los que de ella se hablaba, y así
pensaban los fariseos en oposición a los saduceos (cf Mc 12,18-27). Era, pues, improbable una resurrección
escatológica prematura de un individuo, aunque este fuese el mesías, porque ella hubiera señalado el fin de los tiempos
y, sin embargo, el mundo continuaba existiendo como ayer y antes de ayer».
Ni siquiera respecto del mesías era previsible una resurrección. Habría sido necesario que en el AT hubiese
profecías claras de una resurrección tal como la confiesan los apóstoles y que, además, fuesen así entendidas por los
doctores de la ley y los judíos piadosos de aquel tiempo. Distinto es que, una vez conocido el hecho de la resurrección
de Jesús, se iluminen ciertos pasajes del AT, como el salmo 16, que Pedro utiliza en su discurso (cf He 2). Por sí solo, el
AT no proporcionaba mucha luz en torno a una resurrección del mesías que previamente hubiese conocido, además, una
muerte de cruz. Las mismas predicciones de Jesús no habían sido entendidas por sus discípulos.
Ocurre, además, que los primeros testigos de la resurrección son mujeres, cuando en la sociedad judía el
testimomo de una mujer no tenía valor alguno. ¿Cómo podían inventar un detalle así? En los mismos relatos los
apóstoles aparecen como hombres sin esperanza alguna, abatidos y deprimidos. Jesús mismo los trata de «insensatos y
lerdos» (Lc 24,25), gente que no esperaba nada. ¿Podía la comunidad primitiva inventar esto de sus propios jefes?
A pesar del atractivo mítico que podía tener un suceso así, nadie en los evangelios ha cedido a la tentación de
describir el hecho mismo de la resurrección, como ocurre, por el contrario, en el Evangelio de Pedro, apócrifo. Los
relatos no pueden ser más sobrios: «Le hemos visto», «se ha aparecido»... No dicen más. No saben explicarlo, pero no
pueden sino confesarlo.
W. Pannenberg reprocha a R. Bultmann cuando este dice que la comunidad primitiva ha inventado los relatos
de la resurrección: para un judío es absolutamente imposible confesar como mesías a un maldito, a un crucificado,
porque Cristo fue condenado como un maldito según la ley". ¿Cómo puede aceptar esto una comunidad judía para la
cual el mesías es el hombre que triunfa con la espada? Sin la resurrección no se entiende que uno de los grandes
pensadores de aquel tiempo, Saulo de Tarso, pasara de ser el más acérrimo perseguidor del cristianismo, a convertirse
en su defensor inquebrantable. ¿Qué ha pasado? Lo explica Pablo claramente: se encontró a Jesús en el camino de
Damasco, eso fue todo.
No se entiende tampoco que hombres tan defensores del monoteísmo como los judíos defiendan ahora sin duda
alguna que el Padre es Dios, y que Cristo es Dios. Con ello comenzaba uno de los problemas ideológicos mayores de la
historia humana: un problema que perduró durante siete siglos, debates, concilios, herejías... Faltaba incluso la
terminología adecuada, que hubo de ser inventada para el caso. Era una nueva idea de Dios, absolutamente
incompatible con la filosofía del tiempo; un Dios que, sin dejar de ser único, era misteriosamente múltiple; un Dios que
se había encarnado y había sufrido, algo inaceptable para toda idea platónica.
Aquella Iglesia naciente no tenía posibilidad alguna de salir adelante, pero era una Iglesia dispuesta al martirio:
«Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y hemos oído» (He 4,20).
7.4. Dimensión salvifica de la resurrección
La resurrección no es solamente el hecho histórico que justifica el cristianismo: «Si Cristo no ha resucitado,
vana es nuestra fe, vana también nuestra predicación» (ICor 15,14). Es también un hecho salvífico de primer rango, en
cuanto que el mismo Pablo afirma que, si Cristo no ha resucitado, estamos todavía en nuestros pecados ( I Cor 15,16).
En efecto, la resurrección de Cristo es, antes que nada, la aceptación del sacrificio por parte del Padre. El Padre
acepta el sacrificio de Cristo resucitándolo.
Ahora en Cristo tenemos garantizado el amor del Padre, que nos ama en su Hijo, por su Hijo y con su Hijo. El
Padre nos ha amado definitivamente en Cristo. Ya no retira su amor, dejándonos en el destino del pecado y de la
muerte. Se ha sellado ya la alianza definitiva. Sólo se condenará aquel que voluntaria y libremente se ría de este Dios
que por nosotros ha hecho el ridículo en la cruz y nos ha entregado lo más querido, a su Hijo. A este Dios- no se le
puede pedir que ame más, lo ha dado todo en su Hijo.
Por el amor del Padre hemos quedado también liberados de la esclavitud del maligno (cf CEC 2853), del
sufrimiento y de la muerte: las servidumbres que el primer pecado del hombre había introducido en la humanidad
quedan ahora vencidas. La vida tiene sentido porque Cristo ha resucitado: «No tenemos otro nombre en el que podamos
ser salvos» (He 4,12).
Es cierto que el maligno, ya vencido, puede seguir tentándonos; es cierto que el sufrimiento y la muerte siguen
siendo una realidad para nosotros. Lo que cambia ahora es que el pecado, el sufrimiento y la muerte no tienen ya la
última palabra, y un día incluso superaremos la muerte con la resurrección.
Cristo, que se había humillado en la carne, ha sido ahora constituido en gloria y poder (cf Rom 1,3-4). El
descenso de Cristo a los infiernos significa que experimentó realmente la muerte y que hizo partícipes de su triunfo a
todos los justos del AT (cf CEC 631-635).
Los cristianos, con esta moral de victoria, se atreven ahora a desafiar al mundo corrompido de la antiguedad:
sufrirán el martirio, no les importa. Así describe un autor del s.II, Diogneto, la envergadura de estos cristianos: «Los
cristianos no se distinguen de los demás hombres porque vivan en una región diferente, tampoco por su idioma o sus
vestidos. No habitan en ciudades propias, ni emplean un lenguaje insólito, ni llevan una vida singular. Su doctrina no ha
sido descubierta por ellos a fuerza de reflexión o búsqueda del ingenio humano, ni se hacen, como tantos otros, los
defensores de una doctrina humana. Viven en ciudades griegas o bárbaras, según donde a cada uno le ha caído en
suerte; siguen las costumbres locales en su modo de vestir, alimentarse y comportarse, manifestando al mismo tiempo
las leyes extraordinarias y verdaderamente paradójicas de su república espiritual. Son ciudadanos de sus respectivas
patrias, pero sólo como extranjeros domiciliados. Cumplen con todos los deberes de ciudadanos y soportan todas las
cargas como extranjeros: cualquier región extranjera es para ellos su patria, y cualquier patria se les vuelve extranjera.
Se casan con todos, y tienen hijos; pero no abandonan a los recién nacidos. Participan todos de la misma mesa, pero no
del mismo lecho. Viven "en la carne", pero no "según la carne". Habitan en la tierra, pero son ciudadanos del cielo. Se
atienen a las leyes establecidas, y con su estilo de vida superan las leyes. Aman a todos, y todos les persiguen. Se les
ignora y se les condena; se les mata, pero son vivificados. Son mendigos y enriquecen a muchos; carecen de todo y todo
les sobra. Se les deshonra y se sienten glorificados en medio de las deshonras; se les calumnia y son justificados. Se les
insulta y bendicen; les hacen ultrajes y responden honrando a los demás. Hacen el bien y los castigan como a
criminales; y, mientras padecen el castigo, se alegran como si nacieran a la vida. Los judíos les hacen la guerra como si
fueran extranjeros y los griegos los persiguen; pero quienes les odian no son capaces de decir la causa de su enemistad».
Bibliografía
GALOT J., ¡Cristo!, ¿tú quién eres?, Madrid 1982; Jesús liberador, Madrid 1982.
SAYÉS J. A., Cristología fundamental, Madrid 1985; Jesucristo, nuestro Señor, Madrid 1985.
PARA HACERLO VIDA
En el evangelio de Juan hay páginas entrañables para entrar en el corazón mismo de Cristo. Los diálogos de
Cristo con la samaritana (Jn 4), Nicodemo (Jn 3), el ciego de nacimiento (Jn 9). En cada una de estas páginas nos
permite Juan conocer a fondo los sentimientos de Cristo y acercarnos a su misterio profundo.
En el capítulo noveno describe la curación del ciego de nacimiento, un ciego al que encuentra Jesús y al que
manda lavarse en la piscina de Siloé. Jesús escupe en tierra, hace barro con la saliva y unta con él los ojos del ciego,
mandándole lavarse en la piscina de Siloé: «El fue, se lavó y volvió
ya viendo».
Frente a este milagro destaca Juan las tres actitudes que se dieron: la de los fariseos, la de los padres del ciego
y la del mismo ciego.
Los fariseos investigan si ha tenido lugar la curación, preguntan al ciego (dos veces) y a sus padres, pero no
aceptan el milagro porque «no pueden creer en ese». es el orgullo que impide la fe.
Los padres tampoco creen a pesar de tener como nadie constancia del milagro, pues han conocido a su hijo
ciego desde el nacimiento. No creen porque les pueden echar de la smagoga.
Por fin encontramos el razonamiento de un corazón limpio, el del propio ciego: «Sabemos que Dios no escucha
a los pecadores; mas si uno es religioso y cumple su voluntad a ese le escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya
abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si este no vinie-
ra de Dios, no podría hacer nada» (Jn 9,31-33). Al ciego lo echaron de la sinagoga.
Sigue narrando Juan: «Jesús se enteró de que le habían echado fuera y, encontrándose con él, dijo: "¿Tú crees
en el hijo del hombre?". Él respondió: "¿Y quién es, Señor, para que crea en él?". Jesús le dijo: "Le has visto, el que está
hablando contigo, ese es". Él entonces dijo: "Creo, Señor". Y se postró ante él» (Jn 9,35-38).
El milagro ha sido comprobado por todos; sin embargo sólo el que tenía el corazón limpio de orgullo y
comodidad lo puede aceptar. Sin la limpieza de corazón, ni la misma razón funciona bien. La lógica del ciego es sólo
explicable por la limpieza de su corazón.
Pero la fe en Cristo le ha costado al ciego la expulsión dc la sinagoga, lo más duro para un judío. ¿Qué
significa eto.' Que al que cree en Cristo se le persigue. En este momento se hacen verdad las palabras de Cristo:
«Bienaventurados seréis cuando digan contra vosotros toda suerte de males por mi causa» (Mt 5,11-12); «seréis odiados
por causa de mi nombre» (Mt 10,22).
Creer en Cristo no es algo indiferente, un saber o un dato más de la cultura humana; es un compromiso, una
decisión que complica la vida, una aceptación de su cruz, un cambio radical de horizonte; es algo que lo cambia todo,
que rompe la lógica de una vida, implica persecución. Pero, ,por qué'? Porque aceptar a Cristo supone renunciar a tener
otro amor más fuerte que él, y el que ama así a Cristo resulta incómodo, tanto para aquellos que se instalan en el orgullo
como para los que fundan su vida en la comodidad.
Cuando el hombre sueña y busca entregar lo mejor de sí mismo, encuentra a veces en la vida la decepción y la
cruz. Tiene entonces la tentación de replegarse sobre sí mismo y tratar de comprar la felicidad con la comodidad y la
rutina.
Pues bien, la clave de la vida está en caer en la cuenta de que, al otro lado de esta cruz, está Cristo que te dice:
«Salta por encima de esa cruz, y da lo mejor de ti mismo, da a los demás el amor que no se merecen, porque, si los
demás no te recompensan, yo seré tu recompensa. Vence el mal con el bien, porque yo he vencido con mi cruz el mal y
el fracaso».
Este es el momento en el que uno se encuentra a sí mismo porque ve que en Cristo puede dar lo mejor de sí.
Decía V. E. Frankl que la felicidad no se puede buscar directamente, sino que es consecuencia de dar lo mejor
de sí mismo por una causa noble. Ahora en Cristo esto es posible: «El que busque su vida la perderá; el que la pierda
por mí la encontrará» (Mt 10,39).
CAPÍTULO 6
EL DON DEL ESPÍRITU
1. La ascensión
Desde la resurrección, el cuerpo de Cristo ya estaba glorificado, pero antes de la ascensión Cristo habría de tener
diversas apariciones a los suyos que les confirmaran en la fe. Permanece con ellos, con una presencia a la vez gloriosa y
visible, instruyéndoles en las cosas del reino (cf He 1,3). Esta presencia visible termina con la última aparición de Jesús,
que entra definitivamente en la gloria divina simolizada por la «nube» (He 1,9), desde donde nos envía al píritu.
; La ascensión no es simplemente una celebración litúrgica strospectiva de la gloria alcanzada en la
resurrección, pues la liturgia celebra acontecimientos salvíficos. El CEC dice de la ascensión que es un acontecimiento
histórico y trascendente (cf CEC 660), la transición de la manifestación gloriosa, pero visible, de Cristo a un tipo nuevo
de presencia suya en la Iglesia que será invisible, pero más eficaz bajo la fuerza del Espíritu. Cristo está desde entonces
sentado a la derecha del Padre, es decir, estaba glorificado desde la resurrección, pero no ejerce su poder glorioso sino
con el envío del Espíritu Santo, después de haber dejado a los suyos definitivamente. La ascensión es el paso de una
presencia visible a otra invisible para ejercer su poder universal y salvador en el Espíritu.
Mediante la ascensión la humanidad de Cristo recibe el efectivo dominio sobre todo lo creado, participando de
un modo inefable del mismo poder de Dios, omo señor y juez universal: «Aquel a quien el Padre ha resucitado de la
muerte, ha exaltado y colocado a su diestra, constituyéndole juez de vivos y muertos» (GS 45). Por eso la ascensión se
entiende desde el «sentado a la derecha del Padre», en cuanto participación de Cristo en la soberanía del Padre que le ha
entregado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18).
Es precisamente en el ejercicio de este poder universal de Cristo como la salvación llega a ser efectiva para
no.sotros. Cristo, que poseía el poder de Dios y lo manifiesta en sus milagros y, sobre todo, en su resurrección, lo ejerce
plenamente ahora en virtud de la ascensión y el envío del Espíritu Santo. Cristo, cabeza de la Iglesia, nos precede ahora
en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con él
eternamente en el cielo (cf CEC 666). Y por ello, desde el cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que
nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo.
2. El don del Espíritu
¿Qué hace el Espíritu? ¿Cuál es su función? Mientras los fieles entienden perfectamente las analogías de Padre
e Hijo, se les hace difícil la relación personal con el Espíritu, porque no tienen de él una analogía fácil. Parece incluso
como si el Espíritu Santo fuera algo de lo que se puede prescindir en nuestra relación con Cristo y el Padre.
Pues bien, justamente es todo lo contrario. Entre los diversos símbolos que la Iglesia usa para hablar del
Espíritu, está el del agua. Y así como el agua, en su función de hacer fructificar a los campos, pasa desapercibida, así
ocurre también con el Espíritu. Dice san Ireneo que por eso mandó el Señor al Defensor, pues «del mismo modo que el
trigo seco no puede convertirse en una masa compacta y en un solo pan, si antes no es humedecido, así también
nosotros, que somos muchos, no podíamos convertirnos en una sola cosa en Cristo Jesús, sin esa agua que baja del
cielo»'.
La función y la razón de ser del Espíritu es sencillamente la de entroncarnos en Cristo, introduciéndonos en su
palabra y en su vida, hacernos en Cristo hijos del Padre. El Espíritu Santo no nos aparta de Cristo ni aporta una nueva
revelación: su misión y su pasión es Cristo y, al introducirnos en él, nos hace partícipes de su filiación divina. Quien
dice «Jesús», lo dice por la fuerza del Espíritu (cf ICor 12,3).
3. La promesa del Espíritu
Ya en el AT aparecen una serie de profecías relativas al Espíritu de Yavé que será derramado sobre Israel,
como la del profeta Joel, que cita Pedro en su primer discurso en Jerusalén: Jl 3,1-4.
El profeta Ezequiel tiene una visión de un campo de huesos secos que concluye con la promesa del Espíritu (cf
Ez 37,1-14). Es el mismo Ezequiel el que habla de la promesa del Espíritu con la imagen de las aguas puras (cf Ez
36,25-27)
Si la roca, a lo largo de la travesía del desierto, había sido la fuente de la alimentación del pueblo, Zacarías
había visto manar desde el templo el manantial de vida. Ve correr desde Jerusalén a oriente y a occidente un río cuyas
aguas nunca se estancan en aquel día sin noche de una eterna primavera. Es el día en el que Yavé reinará sobre toda la
tierra (cf Zac 13).
4. El don de Cristo
Cristo inaugura el anuncio de la buena nueva, haciendo suyo el mensaje de Isaías: Lc 4,18-19 (cf Is 61,1-2). En
medio de la fiesta de los Tabernáculos, cuando el agua era transportada en procesión desde la piscina de Siloé al templo
en recuerdo de aquel agua que les había salvado en el desierto, hace la gran promesa del Espíritu que brota de él como
agua viva: Jn 7,37-39.
Jesús en esta ocasión lanza un pregón, como los profetas hablan gritando los oráculos de Yavé. La promesa del
Espíritu simbolizado por el agua no era en sí ninguna novedad, la habían anunciado ya los antiguos profetas. Pero lo
inaudito y misterioso era que Jesús se declarase a sí mismo como la verdadera roca de cuyo seno había de manar el
Espíritu Santo: la «hora» del envío coincidirá con la «hora» del mismo Jesús.
El segundo momento en que Cristo promete el Espíritu Santo es la última cena: Jn 14,16-17. Pero para que el
Padre envíe al otro paráclito, es menester que Jesús se aparte de sus discípulos. Aunque sea dolorosa de momento, la
partida es beneficiosa: «Os digo la verdad: os conviene que me vaya; porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a
vosotros; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7). Este Espíritu no vendrá, pues, hasta que Jesús haya sido glorificado.
La efusión del Espíritu depende de la exaltación de Jesús, de su muerteresurrección.
El Espíritu Santo, que en la vida intratrinitaria es el amor entre el Padre y el Hijo. brota para nosotros en el
instante en que Cristo entrega su vida al Padre, porque ama al Padre (cf Jn 14,31), y el Padre, que ama al Hijo lo
glorifica porque le ama (cf Jn 17,24).
El Hijo se ofrece en la cruz, el Padre acepta su ofrecimiento, y de esta mutua entrega mana el Espíritu Santo
como don para la Tglesia. Así a Pascua sigue Pentecostés, como un complemento lógico. San Hipólito tiene una bonita
imagen para expres¿lrlo: así como de un vaso de perfume que se rompe iurge un olor que se difunde, así de Cristo roto
en la cruz mana el Espíritu.
Pero la glorificación de Cristo es también obra del Espíritu. El Pa(lre resucita por medio de él a Cristo de la
muerte (cf Ef 1.20) transformándolo en «espíritu vivificante» (lCor 15,45). El Espíritu Santo glorificó a aquel Jesús que
había nacido de mujer y estaba sujeto al sufrimiento y la muerte. Es así como Jesús, glorificado por el Espíritu, lo
derrama sobre los hombres. El don que él mismo recibe en su exaltación gloriosa (cf He 2,33), lo recibe también para
nosotros. El Espíritu es, pues, don del Padre y de Cristo glorificado.
5. Misión del Espíritu
Juan señala que durante la vida de Cristo no había todavía Espíritu, pues Jesús todavía no había sido
glorificado (cf Jn 7,39). El Espíritu Santo está en Cristo desde el principio, pero desde Pentecostés viene el Espíritu
como una presencia permanente, comunitaria y plena para la Iglesia: He 2,1-4. Esta es la efusión del Espíritu prometido
en el NT como fruto de la muerte, resurrección y glorificación de Cristo.
Pentecostés es precisamente el momento en el que nace la Iglesia. En su seno se opera, gracias al Espíritu, una
presencia nueva de Cristo glorificado mucho más eficaz que la que tuvo en Palestina.
5.1. Nueva presencia de Cristo
Ahora, Cristo resucitado es el que se hace presente en la Iglesia con la fuerza del Espíritu. Pentecostés, dice P.
Faynel, es la fiesta de la fecundidad del sacrificio de Cristo. Desde Pentecostés, la presencia de Cristo en la Iglesia, y
particularmente en la eucaristía, es más eficaz que la que tuvo en Palestina, porque, glorificado, nos envía el don del
Espíritu Santo en virtud de su intercesión continua ante el Padre. Es el Espíritu el que nos trae ahora a Cristo al seno de
la Iglesia; y es Cristo el que, desde su intercesión ante el Padre, nos gana continuamente el don de su Espíritu.
Esta acción recíproca de Cristo y del Espíritu la podemos ver en la eucaristía sobre todo. En ella pedimos que
el Espíritu transforme las ofrendas del pan y del vino (epíclesis) en el cuerpo y la sangre de Cristo; pero este Cristo, ya
presente entre nosotros, será el que nos da abundantemente el Espíritu como don. En los demás sacramentos hay
también una invocación al Espíritu, para que dé al signo sagrado su eficacia.
5.2. Filiación divina
El Espíritu, en la medida en que nos hace presente a Cristo y nos une a él, nos abre en Cristo el acceso al Padre.
Es el artífice de nuestra vida filial (cf Rom 8,14ss): nos entronca en Cristo haciéndonos participar de su filiación divina,
de modo que en Cristo el Padre nos ama ya como hijos en el Hijo. Esto es la vida de la gracia: ser hijos en el Hijo. Por
ello podemos clamar Abba, en un mismo Espíritu.
El EspíritU Santo es el último en la revelación de las personas de la Trinidad, pero es el primero que nos
despierta a la vida nueva (cf CEC 684). Su misión consiste en entroncarnos en Cristo, y una vez en él, con él y por él,
recibimos el mismo amor con el que el Padre ama a su Hijo.
5.3. Unidad de la Iglesia
Justamente así nace la unidad de la Iglesia: en el Espíritu, mediante la participación en el cuerpo de Cristo,
todos nosotros nos hacemos uno en Cristo, participando de su vida filial y construYéndonos como piedras vivas en
torno a la piedra angular que es Cristo. He ahí el nuevo templo, la nueva Iglesia, el nuevo pueblo de Dios, al que se
pertenece por los sacramentos.
Entre las recomendaciolles del Resucitado estaba la de bautizar a todas las gentes: «En nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Así, por el rito del bautismo, se forma la comunidad de los que creen en Cristo y,
por la eucaristía. se consuma esa misma comunidad en un mismo Espíritu.
El Espíritu es la clave de la unidad de aquellos que creen en Cristo: Ef 4,3-5. Habita en los fieles y en la Iglesia
como en un templo.
Este Espíritu unifica a la Iglesia en la comunión y en el ministerio, la instruye y dirige con los demás dones
jerárquicos y carismáticos y la enriquece continuamenteS. El Espíritu Santo viene a congregar con su fuerza a la
comunidad mesiánica que Cristo había formado y a la cual había dotado de una estructura fundamental.
El Espíritu no viene a sustituir la predicación de Cristo ni su palabra; al contrario, como el mismo Cristo había
anunciado, el Espíritu viene a conducirnos a la plenitud de la verdad, a la verdad total (cf Jn 16,13). Él nos hace
profundizar y entender cada vez mejor su palabra sin deformarla de modo alguno. Es así como el Espíritu nos conduce a
la verdad de Cristo.
El Espíritu consolida la jerarquía instituida por Cristo y la penetra de su fuerza para el ejercicio específico de la
misión recibida de Cristo (cf Ef 4,11-12). Pero el Espíritu reparte sus dones a todo el pueblo de Dios, de modo que los
dones jerárquicos y carismáticos se unan en beneficio de la única Iglesia (cf I Cor 12,4-11).
Los carismas son gracias especiales con las que el Espíritu Santo enriquece y rejuvenece a la Iglesia, como
puede ser el don de santidad, un apostolado eficaz, una misión especial dentro de la Iglesia... El discernimiento de los
mismos pertenece a la jerarquía «a quien compete no apagar el Espíritu sino probarlo todo y quedarse con lo bueno»
(LG 12).
Es así como el Espíritu, alma de la Iglesia, la renueva constantemente en la continua fidelidad a Cristo: «De la
Iglesia recibimos la predicación de la fe que conservamos, bajo la acción del Espíritu, como un licor precioso en un
vaso de buena calidad, un licor que rejuvenece y hace también rejuvenecer el vaso que lo contiene».
Pentecostés constituye sin duda el último acto de fundación de la Iglesia. Del mismo modo que Dios modeló el
cuerpo del hombre y luego le insufló el espíritu, Cristo formó el cuerpo de su Iglesia con la estructura apostólica, y
luego le infundió en Pentecostés el Espíritu Santo en persona. La efusión del Espíritu Santo es el signo de la
inauguración de la era mesiánica. ¿Dónde comenzó la Iglesia de Cristo?, se preguntaba san Agustín. Y él mismo se
responde:
«Allí donde el Espíritu Santo bajó del cielo y llenó a ciento veinte residentes en un solo lugar».
Esta Iglesia que nació del designio salvador del Padre, que Cristo inició en la tierra con su predicación y que
consumó en su muerte y resurrección, es constituida por el Espíritu en permanente fidelidad a Cristo y a la espera de su
venida gloriosa. El Espíritu no nos toma en sus manos para separarnos de Cristo sino, justamente al revés, para
incorporarnos a Cristo, a su palabra, a su ejemplo y a su vida. Es la garantía de que permanecemos fundamentados
siempre en la verdad de Cristo (cf Jn 16,13-15).
6. Dones del Espíritu
La vida del cristiano, aparte de la gracia santificante y las virtudes infusas, está también sostenida por los dones
del Espíritu: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
Estos dones son también--dice santo Tomás--como las virtudes, «hábitos» sobrenaturales infundidos por Dios
en las potencias del alma, para que la persona pueda seguir con prontitud y facilidad las iluminaciones y mociones del
Espíritu Santo.
No son gracias transitorias como las gracias actuales, son conformación del alma, pero no disponen tanto para
obrar como las virtudes, cuanto para obedecer connaturalmente a las mociones espirituales con las que el Espíritu Santo
mueve el alma. Los dones se ejercitan bajo la acción inmediata del Espíritu y le dan al hombre facilidad y prontitud para
obrar «por inspiración divina».
Los dones son importantes porque, para alcanzar la salvación. No basta la razón, ni siquiera iluminada por la
fe, sino que se requiere el instinto del Espíritu Santo, sobre todo en las cosas que presentan especiales dificultades.
Santo Tomás señala siete dones del Espíritu, partiendo de la enumeración de Is 11,2-3.
Por las virtudes, el hombre, participa de la vida sobrenatural en Cristo, obra «al modo humano», es decir, obra
con un principio sobrenatural, desde luego, pero su actividad no logra aún el perfecto ejercicio de la vida sobrenatural al
ser infundidas en la estructura psicológica natural y estar condicionados aún por esta. Los dones del Espíritu Santo
connaturalizan de tal modo con la vida del Espíritu, que hacen obrar por inspiración divina bajo la acción inmediata del
Espíritu. Por eso cantamos en la secuencia de pentecostés:
Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas; fuente de mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos.
Por tu bondad y tu gracia dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.
7. Espíritu divino
El Espíritu Santo no es una mera fuerza de Dios. Es la tercera persona de la santísima Trinidad. Su carácter
divino aparece en su condición de Espíritu creador (cf Gén 1,2-3). El hecho de que proceda del Padre y del Hijo prueba
que procede de ambos dentro de la misma Trinidad. Por ello la Iglesia bautiza desde el principio en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu.
Cuando el obispo Macedonio de Calcedonia trató de rebajar la condición divina del Espíritu Santo, el concilio I
de Constantinopla (381) definió la divinidad del Espíritu: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que
procede del Padre. A quien adoramos y glorificamos juntamente con el Padre y el Hijo. El habló a través de los
profetas» (DS 150).
Uno de los argumentos de los santos padres para defender la divinidad del Espíritu Santo era recordar que tiene
que ser Dios aquel que nos diviniza. Fueron sobre todo los padres capadocios los que defendieron la divinidad del
Espíritu Santo contra los macedonios. San Basilio deduce la divinidad del Espíritu de su acción sobrenatural en
nosotros", y con él Gregorio Nacianceno: «Si el Espíritu Santo no debe ser adorado, ¿cómo puede divinizarme en el
bautismo?»l°, y también: «Si el Espíritu Santo no es más que un ser creado, en vano somos bautizados»ll.
8. El Espíritu Santo y María
Era lógico que la obra del Espíritu Santo comenzase por María: la Virgen concibe y da a luz por medio del
Espíritu. El Espíritu Santo preparó a María con su gracia. Convenía que fuese llena de gracia la madre de aquel en quien
reside la plenitud de la gracia. La Iglesia tomó conciencia de que María, «llena de gracia» por Dios (Lc 1,28), fue
preservada del pecado original desde el primer instante de su concepción en atención a los méritos de Cristo.
Por eso fue proclamada Inmaculada en 1854 por Pío IX: dogma proclamado por el Papa solemnemente, pero
estaba ya en la conciencia de toda la Iglesia. En Irlanda era fiesta desde el s. Xl.
¿Cuál es la gracia que corresponde a María como madre de Dios? María tuvo que estar exenta de todo pecado,
pues, si en ella hubiese habido un momento de pecado, habría estado alejada de la amistad de Dios y, como decía san
Agustín, por respeto al Señor, no podemos suponer pecado alguno en María. Pero había una dificultad: si fue creada sin
pecado original no fue redimida por Cristo. La dificultad se aclaró cuando se cayó en la cuenta de que ella fue
preservada del pecado original precisamente por los méritos de Cristo, con una redención más perfecta que la que
nosotros tenemos.
María y el Espíritu ejercen así dentro de la Iglesia una función complementaria: María nos conduce a Cristo
con su ejemplo e intercesión, y el Espíritu nos engendra en Cristo por la gracia, que nos vivifica constantemente con sus
dones.
Preguntas para el trabajo en equipoprivate 1) ¿Cuál es la función primordial del Espíritu?
2) ¿Rezas y te diriges personalmente al Espíritu Santo?
3) ¿Cómo sabemos que el Espíritu Santo es también una persona divina?
4) ¿Por qué y para qué santificó a María desde el principio'?
5) ¿Cómo conduce el Espíritu Santo a la Iglesia?
Bibliografía
AA.VV., El Espíritu Santo ayer y hoy, Salamanca 1975.
CONGAR Y., El Espíritu Santo, Barcelona 1983.
CHEVALIER M. A., Aliento de Dios. El Espíritu Santo en el Nuevo Testamento, Salamanca 1975.
DURRWELL F. X., El Espíritu en la Iglesia, Salamanca 1986.
MUHLEN H., El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1974.
PARA HACERLO VIDA
Uno de los símbolos que usa la Iglesia para designar al Espíritu Santo es el agua. El agua fructifica los
campos, pero pasa desapercibida. Algo así ocurre con el Espíritu Santo: fructifica nuestra vida cristiana desde el silencio
y la suave acción en el alma.
La pasión del Espíritu Santo es Cristo: no nos aleja de él, sino que nos compenetra con él, nos introduce en él,
en su palabra y en su vida. Podríamos decir que es el perfume de Cristo, pues nos hace adivinar su presencia y nos
conduce a él.
Pentecostés es la fiesta de la fecundidad del sacrificio de Cristo, su don más precioso. Justamente, por tener
entre nosotros al Espíritu es por lo que el sacrificio de Cristo sigue siempre presente y fecundo entre nosotros. ÉI mismo
lo hace presente y eficaz en la eucaristía (epíclesis). El Espíritu es el fruto de la cruz de Cristo y, al mismo tiempo, la
hace siempre fecunda entre nosotros. Hace presente a Cristo con una eficacia mayor que la que tuvo en Palestina.
", Al Espíritu Santo se debe que hoy, después de tantos problemas y dificultades en el seno de la Iglesia, a
través de s siglos, tengamos la misma fe que la Iglesia primitiva, Inás desarrollada, mejor conocida, pero la misma.
Al Espíritu se debe toda el ansia de santidad que nace incesantemente en la Iglesia. La santidad nace de él
porque es el desarrollo de la vida filial hecha posible por la gracia del Espíritu y potenciada por sus dones. En la Iglesia
siempre habrá santos, almas que dejando toda ansia y ambición se centran en una vida de amor sin rebajas, de oración
pura, de servicio absolutamente desinteresado, en una búsqueda de la verdad sin componendas. Son el motor mismo de
la Iglesia. Sin ellas la Iglesia perdería su rumbo.
El Espíritu nos da los dones con vistas a la santidad misma: nos introduce en el santo temor de Dios que es el
sentimiento reverencial hacia él. No es un temor servil, sino un temor filial que nace del deseo de complacerle en todo.
Él
nos da la fortaleza, la que tuvieron los mártires en la defensa de su fe, la que necesitamos hoy para vivir en
medio de un mundo que no quiere la verdad. Nos regala el don de la piedad o afecto filial a Dios; el de consejo, por el
que el fiel
intuye rectamente los caminos de Dios, el de ciencia y entendimiento, que nos permite entrar intuitivamente en
las cosas reveladas, y el de sabiduría (sapere), que nos permite saborear las cosas de Dios.
El Espíritu Santo renueva y rejuvenece continuamente a su Iglesia: la conduce a una renovación continua en la
verdad y la santidad. Para ello dota a los fieles y pastores de los carisma.s necesarios, de modo que no le falte nunca a la
Iglesia el aliento de la verdad, el coraje contra el pecado y la fuerza del amor. La Iglesia continuará siempre viva, en
medio del mundo, y fiel a Cristo, discerniendo los signos de los tiempos desde la luz del evangelio, porque en ella late y
vive el Espíritu de Cristo.
Hay que dirigirse personalmente al Espíritu en la oración, pidiéndole el don de la fe, la esperanza y la caridad.
A veces necesitamos una especial fortaleza para vivir la fe y las exigencias del amor, la iluminación de Dios para poder
saborear sus dones. Necesitamos el Espíritu filial y el de las bienaventuranzas, buscar en todo la santidad de vida. Todo
esto es don del Espíritu.
Hemos de pedir al Espíritu por la Iglesia en medio de la.s dificultades, por todos los que la dirigen y la forman,
en particular el papa y los obispos. El Espíritu Santo suscitará en cada momento el hombre providencial que tire de la
Iglesia hacia adelante.
CAPÍTULO 7
LA TRINIDAD Y LA GRACIA
Hemos hablado ya del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, tal como se han manifestado en la historia de la
salvación (Trinidad económica, de oikonomía, «designio de salvación»), pero ahora nos toca hablar de la Trinidad en sí
misma (Trinidad inmanente).
En la historia de la salvación todo parte de la Trinidad, presente en la creación, y todo culmina en la Trinidad,
cuando la humanidad salvada se encuentre cara a cara con las personas divinas. Una obra de un autor francés se llama
precisamente así: De la Trinidad a la Trinidad'. En la misma eucaristía comenzamos diciendo: «La gracia de nuestro
Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espritu Santo», para terminar con la bendición de la Trinidad. El
misterio de la santsima Trinidad es el misterio central de nuestra fe y de la vida cristiana: «Toda la historia de la
salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y
Espritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une a ellos» (CEC 234).
1. El misterio de la santa Trinidad
Confesar que el Padre, el Hijo y el Espritu Santo son, los tres, Dios, ¿ significa que hay tres dioses?
Evidentemente no. Ya el bautismo se nos confiere «en el nombre», y no «en los nombres» de las tres personas divinas,
pues no hay más que un Dlos.
Lo cierto es que la Iglesia, en un principio, comenzó a confesar la divinidad de los tres dentro del monoteísmo
judío que haba heredado del AT, sin romperlo jamás. Lo tuvo difícil al principio. Cuando uno observa aquella Iglesia
primitiva sin otra Escritura que la del AT, sin una filosofa propia y en un mundo dominado por la rigidez del Dios único
del platonismo, se podría pensar que no tenía posibilidad alguna de salir adelante. Sin embargo, aquella Iglesia
fortalecida por la experiencia de Cristo resucitado y el impulso del Espíritu, salió adelante y cambió la misma noción de
Dios.
Sin embargo, a pesar de que no deja de ser un enorme misterio la existencia de un Dios único en tres personas,
este misterio no ha dejado nunca de fascinar a la humanidad. Un hombre como Unamuno decía así: «El rgido Dios del
deísmo, el monoteísmo aristotélico, el ens summus, es un ser en quien la individualidad, o más bien la simplicidad
ahoga a la personalidad. La definición la mata, porque definir es poner fines, limitar, y no cabe definir lo absolutamente
indefinible. Carece ese Dios de riqueza interior; no es sociedad en sí mismo. Y a eso obvió la revelación vital con la
creencia en la Trinidad que hace de Dios una sociedad, y hasta una familia en sí, y no ya un puro individuo. El Dios de
la fe es personal; es persona porque incluye tres personas, puesto que la personalidad no se siente aislada. Una persona
aislada deja de serlo. ¿A quién, en efecto, amaría? Y si no ama, no es persona. Ni cabe amarse a s mismo siendo simple
y sin desdoblarse por amor».
Nuestro Dios es un solo Dios, pero no un Dios solitario. Será sin duda un misterio, pero es un misterio que nos
trasciende por la hondura de su riqueza.
La Iglesia, para dar cuenta de este misterio, ha distinguido el concepto de persona del de naturaleza. No
confiesa tres dioses, sino un solo Dios en tres personas-. Las tres coinciden en una misma naturaleza que comparten, de
modo que cada persona es la esencia o naturaleza divina.
La persona es el yo, el sujeto que radica en una naturaleza y la gestiona. La naturaleza es la esencia de una
determinada persona, que esta gestiona como instrumento de sus operaciones. La naturaleza en Dios es única,
evidentemente, pero compartida por tres sujetos que, radicando ontológicamente en ella, se relacionan mutuamente a
través de ella por el conocimiento y el amor. Las personas divinas son tres sujetos que se relacionan a través de una
misma naturaleza en la que radican ontológicamente sin multiplicarla. Son tres sujetos que subsisten en un solo ser, tres
sujetos que gestionan un solo serS, que se relacionan y que tienen propiedades personales: la paternidad, la filiación, la
espiración.
Las personas no son meras modalidades de ese único ser divino, sino que son realmente distintas entre sí por
sus relaciones de origen: «El Padre es el que engendra, el Hijo es el engendrado, y el Espíritu Santo es el que procede».
Las personas divinas se distinguen relacionándose entre sí. Si miramos a la naturaleza que comparten, son un solo ser.
Pero se trata de tres sujetos distintos que, radicando en la misma naturaleza, se distinguen por las distintas relaciones
que mantienen entre sí a través de ella: el Padre lo es en cuanto que entrega su ser y su amor al Hijo; el Hijo lo
es, en cuanto que los recibe del Padre. Fruto de esta mutua entrega es el Espritu Santo que, al hacer suyo el ser y el
amor de ambos, al mismo tiempo los realiza y consolida.
El Padre no tiene origen; el Hijo es engendrado por el Padre de la sustancia divina y el Espíritu proviene de
ambos por espiración, como de un mismo principio. San Agustín lo explicó diciendo que el Padre engendra al Hijo por
el conocimiento y que, fruto del amor de ambos, proviene el Espíritu. Quizás se podría decir que el Padre conoce y ama
a su Hijo y, fruto de este conocimiento y amor, es el Espíritu, fruto del amor del Padre y del Hijo, pero, al mismo
tiempo, principio clave de dicho amor. Eso es la Trinidad, la realización plena, eterna e infinita, de un amor personal y
compartido. Es un misterio, sin duda alguna, pero, ¿quién puede prohibir a Dios ser un misterio de amor?
Nosotros hemos sido creados para participar de ese amor divino: la persona humana no proviene del azar, ni
del destino, sino de un misterio de amor personal; y ahí está la clave de la vida: sólo cuando sabemos que provenimos
del amor y que volvemos al amor superando el sufrimiento y la muerte es cuando podemos dar lo mejor de nosotros
mismos con desinterés y alegría.
Efectivamente, el Hijo y el Espíritu Santo han sido enviados en la encarnación y pentecostés para hacernos
partícipes de la vida divina. Actúan las tres personas conjuntamente, pero cada una según su propiedad personal (cf
CEC 258): es el Padre el que enva al Hijo, pero sólo el Hijo se encarna; es el Espritu el que se derrama en pentecostés,
pero su obra consiste en insertarnos en Cristo para hacernos partícipes en su filiación. Obran conjuntamente las tres
personas divinas, pero cada una según su propiedad personal. No se puede estar con una persona de la Trinidad sin que
ella nos relacione con las demás.
Por eso tenemos que habituarnos a dirigirnos personalmente a las personas divinas. No se puede orar a un
Dios indiferenciado, sino que uno dialoga siempre con las personas. Cuando vemos un paisaje que nos sobrecoge de
emoción, cuando nos sentimos preocupados por el futuro, cuando nos vemos indefensos, nos dirigimos al Padre.
Cuando estamos ante un sagrario, el templo de Dios entre nosotros, nos dirigimos al Hijo encarnado, a Cristo. Cuando
necesitamos sabiduría, fortaleza, fe, gozo, alegra, pureza, nos dirigimos al Espritu. Y no estaremos con uno de ellos sin
estar al mismo tiempo con los otros.
2. La gracia
La vida cristiana no es otra cosa que compartir la vida divina en Cristo y compartirla con los hombres en
cuanto hermanos en Cristo. La gracia no es algo que Dios da (una especie de cosa), sino Dios mismo que se nos da en
su intimidad intratrinitaria para librarnos del pecado y de la muerte y hacernos hijos en Cristo. Nuestra participación en
la vida intratrinitaria es posible gracias a la misión del Hijo y del Espritu. Por ella mantenemos relaciones personales y
diferenciadas con las tres divinas personas.
Es el Espritu Santo el que nos inserta en Cristo y nos asimila a él y, una vez en él, participamos de su filiación
divina, de modo que, en él y por él, el Padre nos ama en el mismo amor con el que ama a su hijo Cristo.
Eso es lo grandioso de la gracia: no es otra cosa que nuestra participación en la filiación de Cristo. El hombre
no es un animal ni sólo un ser corpóreo-espiritual; el hombre es introducido en la mismísima vida de Dios, participando
en las relaciones divinas. Yo puedo ser poca cosa, pero a m me ama el Padre en Criso, en el mismo amor con que le
ama a él. La gracia no es que Dios cree un amor diverso para amarme a m, sino que el Padre me introduce en la
corriente de amor con la que ama a su Hijo. Esto es la gracia: ser hijos en el Hijo.
En Cristo entramos en la santsima Trinidad como hijos, ri no como padres o como espíritus santos. Entramos
en la ,, Trinidad enraizados en Cristo, pues entramos en él, con él y por él. Por ello la clave de nuestra integración en
Dios trino es Cristo, clave de nuestra vida cristiana: «Mi vivir es Crisy to», decía San Pablo (Gál 2,20).
Leyendo a Aristóteles, cuando habla de la amistad que el hombre puede tener con otros hombres, me llamó la
atención que se planteara el problema de si el hombre puede tener amistad con Dios. Algunos piensan que sí, dice el
filósofo, pero es claro que esto es imposible, puesto que, para que haya amistad verdadera es preciso que haya una cierta
igualdad, y el abismo entre Dios y el hombre es tal que resulta imposible. En el comentario que de este texto hace santo
Tomás añade que eso es lo que hace la gracia, divinizarnos en cuanto que nos introduce en una auténtica amistad con
Dios que supone un amor mutuo.
Como decía A. Frossard, judío converso, en una conferencia que dio para el Congreso sobre ateísmo en Roma,
en 1980, dirigiéndose a los sacerdotes: «Ustedes tienen la culpa de que los fieles no hayan conocido aún la maravilla del
amor de Dios. Hablan y predican de los derechos humanos y esto está bien, pero no son capaces de hablar de la
maravilla del amor de Dios, que ni viven ni entienden... Desde mi conversión todavía no me he acostumbrado a la
maravilla de ese amor de Dios».
Tenemos el peligro de pensar que ser cristiano es creer que Dios existe, que hay unos mandamientos para
cumplir, etc. Pero eso lo hacen también otras gentes. Ser cristiano es mucho más: es vivir sorprendido de que Dios me
ame así y haya enviado a su Hijo a la cruz por mí: «Me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20); vivir sorprendido y en
acción continua de gracias.
Cumplir los mandamientos es implicación de nuestro encuentro con Cristo, la clave, pues sólo desde su gracia
se pueden cumplir los mandamientos y, en este sentido, lo primero es quedar sorprendido de que Cristo nos haya amado
así.
Cuando santo Tomás habla de la maravilla de la gracia diciendo que es una vida mutua, un amor mutuo entre
Dios y nosotros, dice que sólo por la fe se puede aceptar eso. Nadie puede tener esa amistad con Dios si no cree que
Dios le ama así.
2.1. Dimensiones de la gracia
En teología se suele hablar de diferentes clases de gracia, pero en realidad se trata de aspectos o dimensiones
diversas de la misma y única gracia. Así la gracia, toda gracia, tiene una doble dimensión: sanante y elevante. La gracia,
en la medida en que nos introduce en la vida divina y consigue anclarnos en Dios, amándole sobre todas las cosas, tiene
una dimensión elevante. Pero, al mismo tiempo y precisamente por ello, en la medida en que consigue que todo nuestro
ser se libere del pecado, la llamamos sanante.
El hombre tiene un desequilibrio procedente del pecado original (concupiscencia) que hace que no pueda
cumplir todas las exigencias de la ley natural, y necesita por ello la gracia, la fuerza misma de Dios. Esto lo defendió la
Iglesia contra la herejía de Pelagio (s. V), el cual negaba la existencia del pecado original y la necesidad de la gracia,
reduciendo a Cristo a un mero ejemplo de un comportamiento humano.
Esta donación de Dios al hombre que es la gracia no suele comenzar de golpe: Dios se va insinuando poco a
poco en su corazón, atrayendo su voluntad e iluminando su mente. Es lo que llamamos gracia actual, con la cual Dios
va preparando el encuentro pleno con el hombre o fortificando la amistad ya conseguida. La gracia actual es una
donación de Dios, pero transitoria. Esta moción o iluminación es el inicio de nuestra amistad con él. Por ella el hombre
es introducido ya en la vida divina, pero de forma parcial y no plena. Es el inicio de la amistad con Dios o su
reforzamiento. En nuestra relación con Dios el primer paso de acercamiento a él es fruto de esta gracia actual. Así lo
defendió la Iglesia contra el semipelagianismo.
A partir de este primer momento en el que Dios llama a la conciencia de uno, Dios continúa enviando auxilios
con los que el hombre va recapacitando y se va acercando más a él. Puede ser un amor inicial a Dios, un temor filial, un
sentimiento de esperanza, el barrunto de que, si damos el paso, a pesar de que nos cueste, vamos a encontrar una paz y
una alegría indecibles. El concilio de Trento habla de todas estas llamadas continuas de Dios en el decreto mismo de
justificación (cf DS 1526).
En todo este proceso, por el que Dios se va insinuando en el corazón del hombre, Dios nunca elimina la
libertad. Es una llamada insinuante y a veces continua, pero respetuosa y discreta. Dios atrae sólo con la fuerza de la
verdad y del amor, no obliga nunca, nunca destruye la libertad del hombre. El pecador va experimentando poco a poco
la fuerza de una atracción que no le deja, la insinuación de un amor que le llama sin imponerse. El hombre comienza a
experimentar que, de dar el paso, que le cuesta quizá, sentirá una paz y una alegría que embriagarán su corazón. Este es
Dios que llama.
La gracia actual, que prepara la justificación, es meramente suficiente cuando queda en el umbral de la vida
humana y no consigue la respuesta del hombre. Es, en cambio, eficaz, cuando consigue y logra la respuesta de este. No
existe la predestinación. Lutero cayó en ella y Calvino la defendió porque partían de la convicción de que el hombre
está totalmente corrompido por el pecado original y, asimismo, la libertad humana.
A una concepción similar condujo la doctrina de Bayo y del jansenismo. Para Jansenio, tras el pecado original,
en el hombre no qleda un sustrato bueno con el que pueda hacer obras buenas. No queda tampoco en él la libertad. Para
cualquier acción buena, necesita el hombre una gracia eficaz que reciben sólo los predestinados.
La Iglesia no aceptó estas doctrinas. El hombre, tras el pecado de Adán, mantiene su libertad, aunque dañada,
pero puede cooperar activamente con la gracia. No existe la predestinación.
2.2. Justifiación
¿Cuándo tiene lugar la justificación? Cuando uno deja entrar en su corazón el amor impetuoso de Dios,
cuando se deja amar por él hasta tal punto que saca y confiesa toda la historia de pecado que lleva dentro y se deja
invadir por el amor inaudito y sorprendente de Dios, haciendo la resolución de amarle sobre todas las cosas y de
guardar, por ello, todos sus mandamientos.
La justificaciónl° tiene lugar cuando el hombre, solicitado por Dios, se rinde a él. Es aquel momento inefable
en el que el hombre devuelve a Dios el amor con el que inmerecidamente se siente amado por él, resolviéndose a
guardar sus mandamientos y aborrecer el pecado. Es la fe que se hace coherente, al decidir dejarse amar por Dios y
amarle sobre todo, guardando sus mandamientos. La caridad (la gracia) aparece así como el mismo desarrollo de la fe.
Con la justificación se llega a la gracia habitual o santificante, por la cual el hombre queda totalmente
integrado en Dios: en amistad plena con Dios. Por ella queda el hombre convertido en hijo suyo, libre de pecado
(mortal) y heredero del cielo.
Cuando el hombre está anclado en Dios, amándole sobre todas las cosas y evitando el pecado en consecuencia,
Dios trino habita en él (grac¿a increada), de modo que viene a ser una criatura nueva (gracia creacla). La transformación
interior que experimenta el hombre en el que Dios habita plenamente estriba no sólo en el hecho de que queda libre del
pecado, sino en que queda divinizado, vive al modo divino. Tiene ya con Dios unas relaciones personales e íntimas que
superan lo que le corresponde como hombre, es decir, el conocimiento mediato y analógico que tiene con Dios y el
amor que le tiene desde fuera, como es el propio de una criatura que ama a su Creador sin entrar en su intimidad. Ama y
conoce como Dios ama y conoce.
Cuando el hombre vive en gracia, es hijo en el Hijo, compartiendo el amor directo e íntimo que va del Padre al
Hijo por el Espíritu. La gracia nos permite entrar en la intimidad divina intratrinitaria. participando del conocimiento y
del amor que Dios tiene de sí mismo, superando así lo que nos corresponde como criaturas: el conocimiento externo y
mediato de Dios a través de las criaturas.
Esta participación en el conocimiento y amor divinos, radicalmente sobrenatural, es aún oscura, y se revelará
definitivamente en el cielo. Con la gracia ya iniciamos en esta vida la comunión íntima con Dios que, un día, cuando se
suprima toda mediación y todo signo, se convertirá en la visión de Dios. Como decía el cardenal Newman: Grace is
glori ¿n exile, glor!i ¿s grace at home («la gracia es la gloria en el destierro, la gloria es la gloria en casa»).
3. Virtudes teologales
Son el dinamismo operativo de la gracia y constituyen por ello las actitudes fundamentales del hombre en la
nueva vida que se le ha otorgado en Cristo. Si el hombre ha cambiado en su ser, cambia lógicamente en su obrar. Esta
nueva capacidad de obrar a lo divino es lo que constituye la urdimbre de las virtudes teologales que Dios infunde en el
hombre.
3.1. Fe
La fe es entrega y confianza en Dios, el reconocimiento de que sólo en Cristo podemos ser justificados y, por
ello mismo, es la renuncia al intento de salvarnos por nosotros mismos. Significa aceptar la existencia y la salvación
como don y, de este modo, confiar totalmente en Dios como el que nos ama y salva.
Es la virtud fundamental, el inicio de la justificación, dado que la fe no es sólo la aceptación de un mensaje,
sino el comienzo de la amistad gratuita que Dios nos da. Por ello el hombre confía en Dios y acepta el mensaje, no por
su intrínseca inteligibilidad, sino apoyado en Dios mismo que interiormente atrae al hombre para que se apoye en él
como garantía y desde él acepte el mensaje de salvación. La fe es al mismo tiempo confesión y confianza, inicio del
amor de Dios y de la amistad divina.
Esta confianza en Dios es la clave de la vida cristiana, como decía Ch. Péguy: «Yo sé que se puede pedir al
hombre mucho corazón, mucha caridad y mucho sacrificio y que tiene gran fe y gran caridad. Pero lo que no hay
manera de lograr es un poco de esperanza, un poco de confianza, de reposo, de calma, un poco de abandono en mis
manos, de renuncia. Todo el tiempo está en tensión... Porque yo no he negado nunca el pan de cada día al que se
abandona en mis manos como el bastón en la mano del caminante. Me gusta el que se abandona en mis manos como el
bebé que se ríe y que no se ocupa de nada y ve el mundo a través de los ojos de su madre... Hablo de los que trabajan y
luego no duermen, de los que tienen la virtud de trabajar y no tienen la virtud de descansar. Gobiernan muy bien durante
el día los asuntos del día y luego no se atreven a confiármelos a mí durante la noche, como si yo no fuera capaz de
asegurar su gobierno durante la noche. El que no duerme de preocupaciones es infiel a la esperanza, y esta es la peor
infidelidad» " .
3.2. Esperanza
La fe, en cuanto orientada a las promesas de la salvación, se convierte en esperanza. No se puede separar
fácilmente la fe de la esperanza. La fe implica un apoyarse en Dios superando la propia autosuficiencia, y esto no se
puede lograr sin la confianza en que el Señor cumplirá sus promesas. La Carta a los hebreos nos permite ver la íntima
unión de la fe y la esperanza cuando define la fe como la garantía de lo que esperamos, la seguridad de lo que no se ve
(cf Heb 11,6): por la esperanza el justo tiende a Dios confiando poder llegar hasta él con su ayuda.
Decía Ch. Péguy: «Pero la esperanza, dice Dios, esto sí que me extraña, me extraña hasta a mí mi.smo, esto sí
que es algo verdaderamente extraño. Que estos pobres hijos vean cómo marchan hoy las cosas y que crean que mañana
irá todo mejor, esto sí que es asombroso y es, con mucho, la mayor maravilla de nuestra gracia. Yo mismo estoy
asombrado de ello. Es preciso que mi gracia sea efectivamente de una fuerza increíble y que brote de una fuente
inagotable desde que comenzó a brotar por primera vez como un río de sangre del costado abierto de mi Hijo».
3.3. Caridad
La fe-esperanza, que suponen ya una entrega inicial a Dios, se han de hacer coherentes por el amor total a él.
El amor es la respuesta decisiva al amor divino que se nos revela en Cristo. Cuando la fe, que es inicio de la entrega a
Dios, llega a su madurez tenemos la caridad.
La caridad es la fe madura y coherente que ha permitido entrar a Dios en el alma en forma total y absoluta. La
fe es el fundamento de nuestra actitud receptiva frente al amor de Dios, pero el amor es el culmen al que tiende esa fe.
La caridad es la respuesta al amor de Dios «que nos amó primero» ( I Jn 4,19).
Nuestro amor a Dios es sólo una respuesta a su amor inaudito, inmerecido, sorprendente. Bastaría recordar la
parábola del hijo pródigo en la que vemos que el Padre escandaliza porque da al hijo pródigo un amor al que no tiene
derecho. Justamente ahí radica el amor al prójimo.
La caridad cristiana tiene de específico no el dar a otro lo que le corresponde, que eso es justicia, sino el darle
el amor que no le corresponde, porque Dios mismo nos ha amado con un amor que no nos corresponde. Lo específico
del amor cristiano es justamente el «como yo» os he amado. Es un mismo amor el amor con el que amamos a Dios y al
prójimo, un amor que viene de Dios como don y que lo llevamos al prójimo.
El amor cristiano debe incluso llegar a amar a los enemigos, a aquellos que nos han injuriado y hecho daño, lo
cual no es nada fácil: amar así es humillarse amando a los demás, porque Dios también se ha humillado al amarnos a
nosotros. De ahí que sólo aman auténticamente los humildes (humildad viene de humus, la tierra fértil de donde nace el
amor), aquellos que no llevan en cuenta el mal que se les hace, capaces incluso de olvidar. Tenemos que desconfiar de
los que hablan de solidaridad, justicia, amor, etc., si no tienen una profunda humildad. Sólo aman los humildes.
El amor lo cura todo. Si queremos decir a alguien una verdad, si queremos que cambie, no cambiará porque le
digamos sus defectos, sino porque se los decimos con un inmenso cariño. Las personas sólo cambiamos cuando nos
sentimos amadas.
Decía san Pablo de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es
jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita, no toma a cuenta el mal; no se alegra de la
injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (ICor 13,4-7).
Preguntas para el trabajo en equipoprivate 1) ¿Qué significa que nuestro Dios es un solo Dios, pero no un Dios
solitario?
2) ¿Por la gracia tenemos relaciones personales con las personas divinas? ¿Cómo entramos en el seno de la
santísima Trinidad?
3) Trata de definir lo que es la gracia.
4) ¿Cuándo y cómo llega el hombre a vivir en gracia?
5) ¿Qué perspectiva dan la fe, la esperanza y la caridad a la vida humana?
Bibligrafía
COUTH F., El misterio de Dios Trinidad, Valencia 1993.
FLICK M.-ALSZEGHY Z., El evangelio de la gracia, Salamanca 1993.
RONDET H., La gracia de Cristo, Barcelona 1966.
SAYÉS J. A., La gracia de Cristo, Madrid 1993.
SCHMAUS M., Teología dogmática I: La Trinidad de Dios, Madrid 1960.
PARA HACERLO VIDA
«Ya no vivo yo, es Cristo el que vive en mí» (Gál 2,20). Así explica Pablo lo que es la gracia. «Para mí la vida
es Cristo», volverá a repetir (Flp 1,21). Y piensa por ello que todo es una pura pérdida ante la magnitud del
conocimiento de Cristo, mi Señor, «por quien perdí todas las cosas» (Flp 3,8). Comprendió que la vida cristiana es
Cristo y todo lo demás es consecuencia: los mandamientos, la ley, todo es consecuencia, sólo se pueden cumplir en
Cristo y desde Cristo.
El cristiano sabe que el hombre tiene una dignidad divina, porque se sabe amado por Dios por un amor que no
le corresponde como criatura: «Me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Ser cristiano es ser amado por el Padre en el
mismo amor con el que ama a su Hijo, participando de su filiación divina por medio del Espíritu. Pero Dios ama al
hombre de tal modo que ha querido ser amado a su vez por él. He ahí la gran dignidad del hombre: que Dios quiere ser
amado por él hasta el punto de que le afecta personalmente su falta de correspondencia.
La primera consecuencia que de aquí se deduce es que reducir el cristianismo a un movimiento social, cultural,
ético o político es falsificarlo. El cristiano no podrá olvidar nunca las exigencias de justicia que emanan del evangelio,
no podrá ser indiferente ante la injusticia, dado que la injusticia es pecado y plasmación del pecado. La caridad
sobrenatural debe llevar y conducir a la realización de la justicia, porque lo sobrenatural implica también la asunción de
las tareas naturales.
Es falsa, por lo tanto, toda pretensión de vivir en gracia despreocupándonos de las injusticias que se dan en el
mundo. Pero puede darse una cierta rea]ización de la justicia sin que por ello se dé la gracia o el reino de Dios. Por otro
lado, es clara la prioridad de la vida de la gracia en todo intento de evangelización, puesto que sin ella el hombre no
podrá cumplir las exigencias de la ley natural y la justicia.
Cristo es el único absoluto que el hombre puede encontrar en este mundo. El hombre es un absoluto relativo;
un absoluto relativo a Dios creador (puesto que de él emana su dignidad) y relativo a Cristo, puesto que sólo en él se
puede encontrar a sí mismo. Sólo en Cristo podrá el hombre alcanzarse a sí mismo y crear un mundo nuevo.
No puede existir un humanismo neutro que quisiera, en la vida social ética o política, prescindir de Cristo,
porque no se puede dejar a Cristo entre paréntesis. Sin Cristo el hombre no puede cumplir todas las exigencias del orden
moral o social.
Pero es más, Cristo es la plenitud del hombre en la medida en que sólo en él puede apagar la sed de infinito que
lleva en su corazón y encontrar así una plenitud a la que tiende constantemente según el dicho de san Agustín: «Nos has
hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». El hombre sin Cristo no encontrará la
clave de su existencia e irá buscando el infinito entre ralidades creadas que no lo son.
El hombre está hecho para el infinito y, en este mundo, el infinito es Cristo encarnado. Por ello dice el
Vaticano II: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el
primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma
reflexión del misterio del Padre y de su amor. manifiesta plenamente el hombre al mismo hombre y le devuelve la
sublimidad de su corazón» (GS 22).
CAPÍTULO 8
LA IGLESIA DE CRISTO
La Iglesia ha sido el marco en el que he encontrado la fe. Sin ella no habría sido engendrado en la gracia de
Cristo, pero me surge una pregunta inevitable: ¿por qué tengo que creer en la Iglesia? ¿Por qué aceptar su mediación y
no relacionarme directamente con Cristo? ¿Qué garantías tengo de que Cristo fundó la Iglesia y de que esta no responde
simplemente a una iniciativa humana?
1. Objeciones contra la Iglesia
Frecuentemente se oye decir: «Yo creo en Dios, pero no en la Iglesia», haciendo gala incluso de nobleza, como
quien, siendo sincero con Dios, no puede aceptar lo que le desfigura y falsea. Cuando se pregunta por el motivo de esta
falta de fe en la Iglesia, se suele recurrir al tópico de sus riquezas, tópico endeble para quien conoce a la Iglesia por
dentro.
Por ello creo sinceramente que la frase: «Creo en Dios, pero no en la Iglesia», viene a significar: «Creo en mi
Dios, en el Dios que me conviene, no en el Dios que la Iglesia me predica y en sus exigencias. Creo en el Dios que me
permite a mí mismo decidir el bien y el mal».
En el fondo, el escándalo ante la Iglesia nace de que, siendo una institución particular, históricamente
condicionada, marcada por deficiencias humanas, pueda presentarse y se presente como lugar obligado del encuentro
con Cristo. El hombre prefiere quedarse con su religiosidad natural; una religiosidad que a nada le compromete y que,
en último término, elimina el escándalo de la razón ante el dogma y la moral concreta.
Pero este escándalo no es otro que el escándalo ante la misma encarnación de Cristo, cuya redención la Iglesia
no hace sino prolongar en el tiempo: ¿no será, en el fondo, que el hombre, desde su soberbia y autosuficiencia, prefiere
que Dios quede lejos, allí, en la trascendencia de su nube, donde no estorbe?
Sin embargo, Dios sigue salvando al hombre a través del escándalo de la mediación humana. Y es
precisamente esa mediación establecida por Cristo y fortalecida por el Espíritu la que nos da la garantía del encuentro
con él. Sin esta mediación fundada por el mismo Cristo, no tendríamos otra garantía de salvación que nuestra buena
voluntad y nuestra impotencia.
En el rechazo de la Iglesia opera también sin duda el individualismo y el subjetivismo propios de nuestra
época: «Cada uno deseaba ser feliz a su manera. Creíamos que esto era la cumbre de la dignidad humana, la mayor
felicidad en la tierra, la personalidad... Ahora la hemos conseguido. Cada uno de nosotros es indudablemente una
personalidad, cada uno crece para sí en un mundo cerrado; pero ya no hay pueblo ni una comunidad de Dios. Con el
culto a la personalidad crece sin límites el egoísmo»l.
2. La Iglesia de la Trinidad
Nada más acorde con la naturaleza social del hombre que la intención misma de Dios con la Iglesia: la Iglesia
responde a su plan, no es el resultado de una iniciativa humana para rezar juntos, sino la comunión de los que Dios
mismo ha convocado para comunicarse a ellos y hacer la familia de Dios en la tierra. La Iglesia es algo que estaba
proyectado desde toda la eternidad, algo que existe por iniciativa del Padre, que ha sido realizado en el tiempo por el
Hijo y consumado por el Espíritu.
Lo dice así el Vaticano II: «A todos los elegidos desde toda la eternidad el Padre "los conoció de antemano y
los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que este sea el primogénito entre muchos hermanos"
(Rom 8,29). Determinó convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia, que fue prefigurada desde el origen del
mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en el Antiguo Testamento, constituida en los
últimos tiempos, manifestada por la efusión del Espíritu Santo, y se perfeccionará gloriosamente al fin de los tiempos»
(LG 2).
3. La Iglesia y la intención de Cristo
Nos interesa, sobre todo, ver si la Iglesia responde a la intención de Cristo, recordando la frase de A. Loisy:
«Jesús predicó el reino de Dios, y fue la Iglesia la que vino»2. ¿Es cierto que Cristo fundó simplemente un movimiento
espiritual sin darle una estructura? ¿Cuál era su intención?
Jesús, junto con la predicación del Reino, busca al mismo tiempo la formación de una comunidad. Tuvo
conciencia de ser el mesías, y no se concibe el mesías al margen de la comunidad mesiánica. Sin embargo, cuando Jesús
piensa en la Iglesia, no parte de cero. El Reino llega para el viejo Israel que era el pueblo de Dios y, ante el rechazo que
hace de él, nace el nuevo Israel que lo acoge en la fe. Por ello Jesucristo se dirige en primer lugar a las «ovejas perdidas
de la casa de Israel» (Mt 10,6), al pueblo que estaba «en las tinieblas» (Mt 4,16), de modo que la Iglesia en el NT no es
otra cosa que la comunidad que el Reino se crea ante el rechazo de Israel.
Cristo ha querido reunir a todo Israel como «la gallina a sus polluelos» (Lc 13,34), pero no han querido, y por
ello dice en la parábola de los viñadores homicidas: «Se os quitará el reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda
sus frutos» (Mt 21,43). Los primeros invitados a la boda no han querido entrar, por eso Jesús convoca a todos los que se
encuentran por los caminos (cf Mt 22,1-6).
Jesús construye así la Iglesia sobre el resto de Israel y en continuidad histórica con el antiguo pueblo. Pero he
aquí la gran novedad: el nuevo pueblo nacerá por la adhesión a su persona, se funda por la fe en él, y no por la sangre.
Jesús ha hablado siempre, mediante imágenes diversas, de la congregación del pueblo de Dios. De hecho habla de la
Iglesia con Imágenes como la del rebaño o la de la plantación de Dios (cf Mt 1 3,24.ss).
Jesús concibe la realización del Reino en una comunidad unida a su persona: a esta comunidad se la llama
Iglesia. El nuevo pueblo surge por la aceptación del Reino que llega con la persona de Jesús. Por ello no hay oposición
entre el Reino que Cristo buscó y la Iglesia que convocó. La Iglesia y el Reino nacen juntos, crecen juntos y coincidirán
plenamente en el cielo.
Aquí no coinciden plenamente porque puede haber miembros de la Iglesia que no vivan en gracia y pueden
darse también hombres fuera de ella que vivan el amor de Dios. Mientras tanto, la Iglesia viene a ser el germen y
principio del Reino, la presencia y la comunidad que el Reino se crea, nace como resultado de la llegada del Reino y la
razón de sí misma está en función del Reino.
4. Jesús funda la Iglesia
Jesús predica el reino de Dios en orden a convocar a los elegidos y a fundar el nuevo Israel. Así, a lo largo de
su vida fue poniendo las bases de una Iglesia que nacería propiamente el día de pentecostés.
4.1. Institución de los doce
Un hecho del que históricamente no se puede dudar y que revela la voluntad indudable de Cristo de reunir en
torno a sí al nuevo pueblo mesiánico es la institución de los doce.
Dice el evangelio de Marcos: «Subió Jesús al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó
doce y puso a Simón el nombre de Pedro» (Mc 3,16). El verbo que se usa(epoiesen, «hizo») revela que Jesús está
pensando en el nuevo pueblo de Dios, del mismo modo que el antiguo estaba constituido por doce tribus. Con la
elección de los doce, Jesús quiere fundar el nuevo Israel. De hecho, a este número de doce se le da tanta importancia en
la Iglesia primitiva que a los apóstoles se les designa simplemente con el nombre de «los doce». Mateo suele hablar de
los «doce discípulos».
En las cuatro listas que tenemos de ellos se puede observar que cada una de ellas está distribuida en tres grupos
de cuatro, comenzando estos por los mismos nombres (Pedro, Felipe, Santiago Alfeo) y variando ligeramente a partir de
ellos, como fruto de una técnica de memorización existente en la Iglesia primitiva. Se trata sin duda de un esquema
mnemotécnico, lo cual prueba que la relación de los nombres de los apóstoles formaba parte de la primitiva tradición
oral.
El grupo de los doce se encuentra en todo el entramado del evangelio. Es el grupo con el que Jesús convive
personalmente («para que estuvieran con él»: Mc 3,14) y al que instruye de forma particular. Pero, al contrario de lo que
ocurría con los discípulos de los rabinos, es Jesús el que les elige a ellos. El centro de la enseñanza no es ya la Torá (la
ley), sino el Reino, que se identifica con la persona de Jesús. El discípulo, cuanto más sabe, no se independiza (como
ocurría entre los rabinos), sino que más se identifica con la persona de Jesús, el enviado del Padre para realizar la obra
salvífica, que les envía al mundo como representantes suyos.
Son enviados por Cristo para continuar su misión: «Como tú me has enviado al mundo así los he enviado yo al
mundo» (Jn 17,18); «como el Padre me ha enviado, así os envío a vosotros» (Jn 20,21). Los apóstoles participan de la
misma misión de Cristo y reciben la tarea de continuar la misma misión en la tierra, por encargo de Cristo: si Jesús ha
dicho que el que a él le ve, ve al Padre (cf Jn 14,9), ahora dice que el que escucha a los apóstoles a él le escucha, y el
que desprecia a los apóstoles a él le desprecia (cf Lc 10,16).
El mismo poder que Cristo posee es el que transmite a los apóstoles. Es el poder (exousía) que el Padre le ha
dado en el cielo y en la tierra (cf Mt 28,16-20).
Los apóstoles participan en su ministerio profético de predicación y reciben su misma autoridad para dirigir la
Iglesia en su nombre. Es así como dice a los suyos: «Yo os aseguro: todo lo que atéis sobre la tierra quedará atado en el
cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 18,18). Esta fórmula (atar-desatar), que luego
encontraremos también aplicada al ministerio de Pedro, tiene en el mundo rabínico varios significados:
-Según el uso que se hace de ella en el Talmud significa en primer lugar «declarar lícito» (desatar) o «ilícito»
(atar), con la particularidad de que lo que hacen los apóstoles en la Iglesia no son meras interpretaciones de la ley, sino
que ellos mismos hacen ley, ya que es refrendada en el cielo.
-Significa también «excomulgar» o «levantar la excomunión». De este modo, los apóstoles tienen también un
poder judicial: poder de separar de la comunidad o de admitir a ella.
-Por fin. una última interpretación: dicha fórmula implica también la entrega de un poder amplio expresado por
la unidad de contrarios. Significa la entrega de una autoridad última dentro de la comunidad que han de regir los
apóstoles.
Los apóstoles participan también de la misión sacerdotal de Cristo. La acción santificadora continúa en la
Iglesia por medio de los sacramentos, particularmente de la eucaristía.
Al instituir la eucaristía, que perpetúa entre nosotros el sacrificio de la cruz, Cristo instituía en los apóstoles un
nuevo sacerdocio que tendrá el encargo de hacer presente su misma oblación en la cruz, por la que se santifica la Iglesia
(cf I Cor I 1,23 -26) .
También confiere Cristo a los suyos el poder de perdonar los pecados: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes
perdonéis los pecados les serán perdonados. A quienes se los retengáis, les son retenidos» (Jn 20,23). El perdón de los
pecados o su retención es real, tiene valor delante de Dios.
Se trata, por otro lado, de una misión que ha de durar hasta el final de los tiempos (cf Mt 28,20), pues la misión
de Cristo es la misión definitiva y perpetua de salvación para toda la humanidad.
4.2. Ministerio de Pedro
Cristo eligió a los apóstoles para que le representen. Y entre ellos elige a Pedro para que ejerza la función de
cabeza del cuerpo apostólico. El nombre de Pedro aparece siempre el primero en la lista de los apóstoles, en el catálogo
de los doce; incluso en Mt 10,2 se dice de él que es el primero.
Tiene también indudable relieve el hecho de que Pablo vaya a Jerusalén a ver a Pedro (cf Gál 1,18) pasando
quince días en su compañía. Catorce años más tarde Pablo vuelve de nuevo a la ciudad santa para confrontar su
evangelio con las columnas de la Iglesia, Pedro, Santiago y Juan (cf Gál 2,9)
Los otros discípulos aparecen asociados a él: «Simón y los que estaban con él» (Mc 1,36), «Pedro y los que
estaban con él» (Lc 9,32). Es también significativo que Jesús tenga con él una relación especial: paga el tributo por
Cristo (cf Mt 17,24ss), Jesús toma la casa de Pedro como propia (cf Mt 8,14) y predica desde su barca (cf Lc 5,1-12).
Pedro, en su relación con los doce, aparece muchas veces como portavoz de los mismos. Es el portavoz
principal de los doce en el día de Pentecostés. También es el que acoge en la Iglesia al primer no judío, al centurión
romano Cornelio (cf He 10,1ss). Es, junto con Santiago, la figura dirigente de la Iglesia de Jerusalén.
Jesús cambió el nombre de Simón por el de Pedro Es testimonio unánime de los cuatro evangelios. Jesús le
había dicho a Simón: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para zarandearos como al trigo; pero yo he
rogado por ti, a fin de que tu fe no desfallezca. Y tú, luego que te hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22,31).
Esta es la función de Pedro: sostener la fe de los hermanos. Ante los peligros y ataques que amenazan, Jesús ruega por
sus discípulos y lo hace orando por Pedro a fin de que su fe no desfallezca.
Pedro, sostenido por la fe en Jesús ha de ser la roca y la fortaleza de los apóstoles. Así fue en la Iglesia
primitiva, en la que Pedro aparece como guía de la comunidad de Jerusalén, testigo ante el sanedrín, primer ministro
entre los gentiles, la instancia suprema en la asamblea de los apóstoles y mártir".
a)La promesa del primado. Escena que nos narra Mateo, es el momento en que Jesús, después de su
predicación en Galilea, se retira al norte, a Cesarea de Filipo, y pregunta a los suyos quién dice la gente que es él. Simón
contesta diciendo: «Tú eres el mesías, el hijo de Dios», a lo que responde Jesús: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de
Jonás porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi ve te digo
que tú eres Pedro(kefas), y sobre esta piedra(kefas) edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra
ella. A ti te daré las llaves del reino de los cielos y lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desates en la
tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16,17-19)
Se trata de un texto literariamente genuino, que responde a la concepción y al estilo del evangelio de Mateo,
con un sabor indudablemente semítico: «Barjona», «carne y sangre», «poder del infierno», «llaves del reino de los
cielos», «atar y desatar» son expresiones y términos semíticos. Si leyéramos el texto en arameo, veríamos que Jesús
emplea el término kefas tanto para designar a Pedro como para decir que sobre esa piedra edificará la Iglesia. En
arameo es masculino y vale tanto para designar a la persona como a la piedra.
Pedro, que ha sido el primero en confesar a Jesús, será la roca que sustente a la Iglesia. Todos los embates del
infierno no podrán contra ella. Las puertas significan el poder, ya que las puertas de una ciudad eran la parte más
fortificada de la misma. El Hades, sede de los muertos, sobre todo de los malvados, viene a significar el imperio de
Satanás.
«Llaves del reino» (la expresión «cielos» en Mateo es sustitutoria de «Dios») es una expresión semítica que
significa la investidura del jefe de palacio, el que administraba la corte en nombre del rey. El texto da a entender que la
intención de Cristo es dejar a Pedro como vicario suyo en la tierra" .
El «poder de atar y desatar», antes concedido a los apóstoles, ahora Cristo lo confiere aquí a Pedro solo,
elegido para ser la roca de la Iglesia, sobre la cual se edificará el cimiento de los apóstoles. Si aquí dice Cristo que el
poder del infierno no podrá contra la roca, en Lc 22,31 Cristo ruega para que la fe de Pedro no desfallezca ante los
embates de Satanás y pueda confirmar a sus hermanos en la fe. Entre ambos textos hay un claro paralelismo.
Es significativo que un teólogo protestante como G. Bornkamm haya escrito: «En la interpretación de las
palabras sobre Pedro y la Iglesia, la teología romanocatólica y la protestante se han aproximado entre sí desde hace
tiempo. La "roca" no es ni Cristo, como ya pensaba Agustín, y tras él Lutero, ni la fe de Pedro, ni el oficio de la
predicación, como lo entendieron los reformadores, sino el mismo Pedro como director de la Iglesia».
b) ¿Es histórico este texto? El texto tiene un claro color arameo. Hoy en día, nadie mantiene que se deba a una
interpolación posterior, pues se encuentra en todos los códices y en todas las versiones que conocemos. No es
argumento en contra el hecho de que sólo se encuentre en Mateo, pues hoy en día conocemos que Mateo no fue la
fuente de Marcos sino justamente al revés, y bien pudo introducir aquí Mateo un texto de su propia fuente.
Se suele apelar a que el término Iglesia aparece sólo aquí y en Mt 18,18, pero esta objeción sería correcta -en
opinión de H. Fries- si la realidad de la Iglesia no apareciera en otros lugares, lo cual no es el caso. Cristo habla de
rebaño, de viña, etc., y entronca la fundación de la Iglesia en el pueblo de Dios.
Por el contrario, en favor de la historicidad del texto como proveniente de Jesús está el hecho del cambio de
nombre de Simón, que aparece en los cuatro evangelistas, el hecho de que el nombre de Kefas no se empleaba para
designar a personas, y que la posición rectora en la comunidad primitiva no se puede entender si el propio Jesús no le
nombró jefe de la Iglesia. J. von Allmen reconocía a este respecto que para el NT es incontestable que Pedro es el
primero del grupo antes y después de la pasión. Nada hace suponer que el cambio de nombre de Pedro le sea dado por
su carácter. Debe haber otro motivo.
¿De dónde surge entonces la primacía de Pedro aceptada por todos y en todas partes, incluso por un Pablo que
no tiene inconveniente, sin embargo, en echar en cara a Pedro su incoherencia cuando es preciso? ¿Cómo un renegado
pudo ser puesto al frente de la comunidad por la misma comunidad?
Sobre la roca que dominaba la ciudad de Cesarea había edificado Herodes el Grande un templo de mármol a
Augusto, por lo que es probable que Jesús hubiera utilizado aquella vista de la roca-templo para expresar la nueva roca
sobre la que sustenta la Iglesia. Formaba parte de su estilo pedagógico.
Un protestante de la talla de O. Cullmann admite la historicidad del texto de Mateo, si bien sostiene que Cristo
se refiere con él a Pedro en particular, y no a sus sucesores. Pero el ministerio apostólico ha de continuarse porque la
función que Cristo encomienda a los apóstoles ha de durar hasta el fin del tiempo (cf Mt 28,20). Otro tanto habrá que
decir de aquel que, dentro del colegio de los apóstoles, tiene la función de ser la roca que fortalezca y sustente su fe: es
una función que tiene que permanecer mientras dure la Ecclesía.
4.3. De la eucaristía a pentecostés
Cada vez más se reconoce en la eucaristía un momento clave en la serie de actos con los que Cristo fue
colocando las bases de su Iglesia. Si Cristo ha venido a constituir el nuevo pueblo de Dios que prolongue en la historia
al pueblo de Israel, lo hace sobre todo en el momento en el que instituye la eucaristía como sacramento de la nueva y
definitiva alianza.
El antiguo pueblo de Israel se constituyó sobre la alianza que Dios estableció con él, simbolizada en el rito que
Moisés realizó al asperjar la sangre de los animales sobre doce piedras que representaban a las doce tribus de Israel y
sobre otra central que representaba a Dios, diciendo: «Esta es la sangre de la alianza» (Éx 24,8).
Ahora Cristo establece el nuevo pueblo de Dios sobre la base de la nueva y definitiva alianza que se sella con
su sangre: «Esta es mi sangre de la alianza que será derramada por todos para el perdón de los pecados» (Mt 26,28 y Mc
14,24). Lucas y Pablo hablan de la «nueva alianza» (Lc 22,20 y 1Cor 11,25) en conexión con la profecía de Jeremías
sobre la nueva alianza que Dios busca sellar con su pueblo (cf Jer 31,31-34).
La Iglesia ha visto también en la cena pascual de Cristo la institución del nuevo sacerdocio; sacerdocio que no
es una delegación de la comunidad, sino participación en el mismo y único sacerdocio de Cristo. Hay sólo un sacrificio
y un solo sacerdocio: el de Cristo (cf Heb 9,11). La eucaristía no podrá ser sino el nuevo sacrificio de Cristo que se hace
presente en el hoy de la Iglesia, y el sacerdocio de los que ofrecen este sacrificio no podrá ser sino participación en el
único sacerdocio de Cristo.
Si la eucaristía ha de durar hasta el final: «Haced esto en memoria mía», «cada vez que coméis este pan y
bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga» (lCor 11,26), ha de durar hasta el final el pueblo de
esta nueva alianza así como el sacerdocio que renueva todos los días el sacrificio del altar, para hacer presente entre
nosotros el sacrificio redentor de Cristo.
Fue en su muerte donde Cristo entregó su Espíritu, para que naciera la Iglesia. La mayor parte de los exegetas
han visto, con el evangelio de Juan, en la sangre y en el agua que manan del costado de Cristo, un símbolo de la
eucaristía y del bautismo. Los mismos santos padres ven ahí el tema de la Iglesia que nace del costado abierto de Jesús.
Cristo ya lo había dicho: «Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré todo hacia mí» (Jn 12,32),
Pero es en Pentecostés cuando nace la Iglesia (cf He 2,14). Gracias al Espíritu se opera una nueva presencia de
Cristo y una nueva pertenencia de los hombres a él. En el Espíritu y mediante la participación en el cuerpo de Cristo,
todos nosotros nos hacemos uno en él, participando de su vida filial, siendo así piedras vivas edificadas sobre la piedra
angular que es Cristo mismo. He ahí el nuevo templo, la nueva Iglesia, el nuevo pueblo de Dios. A este pueblo
pertenecemos por los sacramentos.
5. ¿Cuál es la Iglesia verdadera?
El problema tiene, además, otra dimensión: discernir cuál de las Iglesias actuales es la que corresponde a la que
Cristo fundó. Supongamos que uno decide realmente insertarse en la Iglesia, convencido de que a solas no puede vivir
la fe. Hay Iglesias, e incluso sectas, en las que podría vivir la dimensión comunitaria de la fe y sentir el atractivo
espiritual de una fe compartida. Pero, ¿basta con eso? ¿Quién garantiza que una Iglesia determinada sea la Iglesia que
Cristo fundó? Es necesario, por tanto, un discernimiento.
¿Cuáles son los criterios para discernir la Iglesia fundada por Cristo? Estos son las llamadas «notas» de la
Iglesia. Ya el símbolo niceno-constantinopolitano confesó a la Iglesia «una, santa, católica y apostólica» (DS 86), pero
sólo con ocasión de la reforma protestante comienza una sistematización de las mismas.
El Vaticano II habla de la «única Iglesia de Cristo que en el símbolo confesamos una, santa, católica y
apostólica» (LG 8). Esta Iglesia, afirma el concilio, «subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y
por los obispos en comunión con él» (ib).
Es sabido que el concilio quiso emplear el verbo «subsiste», y no «es», con el fin de evitar la idea de una
igualdad absoluta y excluyente entre la Iglesia católica y la fundada por Cristo, en el sentido de que fuera de la católica
no existieran en otras Iglesias algunos elementos de la Iglesia fundada por Cristo. Es cierto, dice el concilio, que fuera
de la Iglesia católica se encuentran elementos de santificación que, como dones propios de la misma Iglesia de Cristo,
empujan a la unidad católica (cf LG 8). En la Iglesia católica se encuentra por ello la plenitud de los medios de
salvación con los que Cristo enriqueció a su Iglesia.
Habría que evitar pensar que la verdad se encuentra en la Iglesia católica de tal modo que en las otras Iglesias
no exista ningún elemento de verdad o que las notas de la unidad o la santidad, por ejemplo, se encuentren en ella de
modo tan perfecto que no necesiten un continuo perfeccionamiento.
5.1. La Iglesia es una
Nadie puede afirmar coherentemente que Cristo fundó varias Iglesias. Cristo murió para reunir en uno a los
hijos de Dios que estaban dispersos (cf Jn 11,52). Jesús ya había expresado este deseo con anterioridad: «También
tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a esas tengo que llevarlas y escucharán mi voz y habrá un solo
rebaño, un solo pastor» (Jn 10,16).
Pero es sobre todo en la oración sacerdotal donde vemos a Cristo pedir al Padre por la unidad de su Iglesia:
«Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17,21). Para ello ha
dado a los suyos la gloria, es decir, el resplandor y el poder de su amor eterno: «Yo les he dado la gloria que tú me diste,
para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno» (Jn 17,22-23).
Pero la unidad tiene, además, una función de signo ante el mundo: «Que todos sean uno..., y el mundo conozca que tú
me has enviado y que yo les he amado a ellos como tú me has amado a mí» (Jn 17,21-23). La unidad de la Iglesia
aparece así ante el mundo como un signo para la fe.
La realización de esta unidad tiene como fuente principal al Espíritu Santo. Al servicio de la misma está la
palabra de Dios, los sacramentos (particularmente la eucaristía) y la autoridad pastoral, particularmente la del sucesor
de Pedro, puesto al frente de la Iglesia como principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de la fe y la
comunión. Finalmente, la unidad de la Iglesia ha de tener el vínculo interno de la caridad.
Esta unidad de la Iglesia no excluye en ella una legítima diferencia. Pensemos, por ejemplo, en la variedad de
ritos en la liturgia y en las tradiciones propias de tantas Iglesias particulares. Sin embargo, no se puede ocultar la
existencia de cismas que han apartado a naciones enteras de la fe católica: ¿se puede por tanto seguir afirmando que la
Iglesia es una?
La respuesta es sí, porque subsiste el medio para poder encontrar la unidad de la Iglesia: la fe predicada por los
obispos en comunión con el papa. Si uno quiere encontrar la unidad de fe, puede encontrarla ahí. Se puede demostrar
que ha habido gentes que han abandonado esa unidad; se puede demostrar que tal sacerdote, tal teólogo, tal obispo, no
comulga con la fe de todo el pueblo de Dios interpretada auténticamente por el magisterio de los obispos unidos al
papa; pero no se puede demostrar que se haya roto la unidad de la Iglesia.
Por eso el Vaticano II ha tenido la valentía de afirmar que la unidad que «Cristo concedió desde el principio a
su Iglesia, sabemos que subsiste indefectible en la Iglesia católica y esperamos que crezca cada día hasta la
consumación de los siglos» (UR 4). La única Iglesia de Cristo subsiste allí donde Pedro y los apóstoles conservan
visiblemente la continuidad con los orígenes.
Sin embargo, aunque la unidad de la Iglesia se mantiene sustancialmente, dicha unidad es también una tarea, el
ecumenismo, hasta lograr la unidad perfecta con aquellos que confiesan a Cristo.
5.2. La Iglesia es santa
Nada escandaliza hoy en día más que afirmar que la Iglesia es santa. Sin embargo, es el calificativo que más se
aplicó a la Iglesia primitiva. San Ignacio de Antioquía en su Carta a los tralianas, designa así a la Iglesia; y muy pronto
este calificativo pasó a los símbolos de la Iglesia.
El concilio Vaticano II ha afirmado que la Iglesia es indefectiblemente santa (cf LG 39). Pero, ¿cómo hacer
semejante afirmación cuando todos conocemos los defectos de la Iglesia y de sus miembros? ¿Es posible mantener hoy
en día que la Iglesia es santa? Todo depende de que nos situemos en la perspectiva adecuada.
En efecto, si el concilio se atreve a hacer tal afirmación es porque sabe que Cristo se entregó por su Iglesia, que
la santifica perpetuamente por el don del Espíritu. La Iglesia es santa porque posee los medios de la santificación y al
autor de la misma, que es el Espíritu Santo, por lo cual no puede menos de producir frutos de santidad en su seno. Es
santa por la palabra de Dios que ha conservado viva en su seno por la fuerza del Espíritu. Es santa por los sacramento.s
de la te y los ministerios jerárquicos. Por ello es la Iglesia de los santos, la Iglesia que no deja de producir santos en su
seno y no deja de luchar contra el pecado y en favor de la regeneración de las costumbres.
«La Iglesia católica ha puesto un dique al embrutecimiento de las costumbres, a la ruina de la familia, a la
anarquía religiosa y política. En muchos aspectos es el único freno que se opone a la inmoralidad moderna. Defiende la
santidad y la indisolubilidad del matrimonio y la inviolabilidad de la vida; ha creado la ética del amor, del sufrimiento
aceptado voluntariamente, del servicio desinteresado, de la castidad matrimonial y virginal, a la que se ha asegurado un
extraordinario número de seguidores»20.
Pero, ¿no es también una Iglesia de pecadores? ¿No pertenecen también a la Iglesia cantidad de pecadores que
se encuentran en su seno?
Desde el principio, existió en la Iglesia la tentación del elitismo (montanismo, donatismo, etc.), pero ya san
Agustín se enfrentó a este último movimiento que pretendía que la Iglesia la conformaban sólo los santos, recordando
que la Iglesia se encuentra actualmente en fase de crecimiento.
Ahora bien, si la Iglesia acoge en su seno a los pecadores, no pacta con el pecado, sino que lucha contra él y
hace penitencia con los pecadores: «La Iglesia es santa, aun albergando en su seno a los pecadores, porque no tiene otra
vida que la de la gracia: es viviendo esa vida como sus miembros se santifican; y es sustrayéndose a esa misma vida
como caen en el pecado y en los desórdenes que obstaculizan la irradiación de su santidad. Y es por esto por lo que la
Iglesia sufre y hace penitencia por tales faltas, que ella tiene poder de curar en sus hijos en virtud de la sangre de Cristo
y el don del Espíritu Santo».
5.3. La Iglesia es católica
El adjetivo «católico» viene de kath'holon, que significa: «Según el conjunto» o «en general». El primero en
aplicarlo a la Iglesia fue san Ignacio de Antioquía (s. II): «Donde aparezca el obispo, ahí está la comunidad; así como
donde está Cristo, allí está la Iglesia católica».
Desde un principio el adjetivo de católico tuvo dos sentidos: el sentido de universal, que se aplica a la Iglesia
extendida por todo el mundo, y el sentido de verdadera.
Desde el principio, comenta Y. Congar, los católicos, que a menudo no formaban más que pequeños grupos
dispersos, tuvieron el convencimiento de pertenecer a un cuerpo único de extensión universal. San Ireneo escribía en
este sentido: «Esta predicación, esta fe (de los apóstoles) es la que la Iglesia ha recibido; y, aunque la Iglesia esté
extendida por todo el mundo, la conserva cuidadosamente como si habitase en una sola casa, y en ella crece
unánimemente como si no hubiese más que una sola alma y un solo corazón, como las lenguas son ciertamente
diferentes en todas las partes del mundo, pero la fuerza de la tradición es una e idéntica. Las Iglesias fundadas en la
Germania no tienen otra fe ni otra tradición, ni las Iglesias establecidas entre los íberos o entre los celtas, o en Oriente, o
en Egipto, en Libia o en el resto del mundo»24. A pesar, por lo tanto, de pertenecer a pueblos tan diversos, la Iglesia
tenía conciencia desde el principio de ser una única y misma familia.
Cirilo de Jerusalén decía: «Cuando te acerques a las ciudades, no preguntes por la casa del Señor, ya que las
sectas de los impíos tienen incluso el atrevimiento de dar a sus tabernas el nombre de "casa del Señor"; tampoco
preguntes por la Iglesia simplemente, sino por la Iglesia católica, ya que ese es el nombre propio de la santa Iglesia,
madre de todos nosotros»25 .
La catolicidad de la Iglesia responde fundamentalmente al hecho de que el designio salvador de Dios es
universal. Este designio se ha hecho presente en Cristo. Por ello la Iglesia es católica, porque es Cristo el que se hace
presente en ella y ha recibido de él la plenitud de los medios de salvación .
La Iglesia tiene en consecuencia la misión de reunir en Cristo a todos los hombres. De ahí nace su catolicidad,
que no es cuestión de cifras, ya que la Iglesia era católica el mismo día de pentecostés, y lo sería siempre, aunque no
contara más que con unos pocos fieles. La Iglesia tiene conciencia de que todos son llamados a ser uno en Cristo.
La Iglesia de Dios es una y católica, pero se realiza y está verdaderamente presente en cada una de las Iglesias
particulares que mantiene la plenitud de los medios de salvación, con los que Cristo dotó a su Iglesia y, particularmente,
la conexión viva con la Iglesia de Pedro. En cada Iglesia particular, en cada Iglesia presidida por un obispo, se hace
presente la Iglesia universal, que no es una especie de federación de Iglesias particulares, como si fuese la suma de
todas ellas. La Iglesia universal no es una suma ni tampoco una superiglesia que se realice por encima de las Iglesias
particulares, sino que se da en ellas y en cada una de ellas en la medida en que poseen la totalidad de los medios de
salvación, entre los que tiene particular relieve la conexión con la Iglesia de Roma. Las Iglesias particulares y las
locales hacen manifiesta y visible la catolicidad de la Iglesia.
Ahora bien, las Iglesias locales que se han separado de Roma o han perdido alguno de los medios de salvación
no son ya células que realicen la Iglesia universal. Han perdido la catolicidad, como es el caso de la Iglesia protestante,
anglicana u ortodoxa. En ellas no se realiza el misterio total de la Iglesia, aunque conserven algunos elementos positivos
de salvación (palabra de Dios o algunos sacramentos válidos). Por esto afirma Y. Congar: «Es un hecho que, fuera de la
Iglesia católica, no se reconoce una estructura eclesiológica propia de la Iglesia universal».
5.4. Apostolicidad
La apostolicidad significa ante todo que la Iglesia está allí donde los sucesores de los apóstoles y el sucesor de
Pedro están en comunión con los orígenes: «Es la propiedad merced a la cual conserva la Iglesia a través de los tiempos
la identidad de sus principios de unidad tal como la recibió de Cristo en la persona de los apóstoles»27.
La Iglesia no es sólo una unidad de pensamiento, sino una sociedad organizada que trae sus orígenes del
mismo Cristo, el cual constituyó su Iglesia sobre el fundamento de los apóstoles y por este fundamento apostólico sigue
rigiendo la Iglesia.
La misión de los apóstoles es continuación de la de Cristo, y esta no tiene nada de circunstancial, sino que ha
de perpetuarse en el mundo mientras haya un solo hombre capaz de acoger el mensaje de salvación.
En esta sucesión ningún obispo concreto sucede a un apóstol concreto, sino que es el colegio episcopal el que
sucede al colegio apostólico; sólo el obispo de Roma sucede personalmente a Pedro. Y en esta sucesión, que es
fundamentalmente una sucesión colegial, un obispo en tanto realiza su función episcopal en cuanto que la ejerce en
comunión con las otras Iglesias particulares presididas por Pedro.
La sucesión apostólica opera por la consagración e imposición de las manos, que confiere el don del Espíritu
Santo para la triple tarea de enseñar, regir y santificar que se confiere al obispo.
a)El modo de .sucesión. Hemos de distinguir entre el hecho y el modo de sucesión. La misión confiada por
Cristo a los apóstoles es una misión que ha de durar toda la vida. Es una misión que implica, por ello mismo, el hecho
de la sucesión. Pero, ¿cómo se ha realizado de hecho esta sucesión?
En un principio, los apóstoles se limitaron a elegir colaboradores a los que imponían las manos, si bien estos
colaboradores no presentan a primera vista un estatuto perfectamente definido. Se encuentran en todas partes: en
Jerusalén, en las Iglesias fundadas por Pablo y en la diáspora. Se les designa con nombres diferentes:
«Colaboradores»(synergoi: Col 4,11) o, más frecuentemente, «ancianos o «notables»(presbiteroi: He 11,30). Los
mismos presbíteros son llamados de manera habitual episcopoi, es decir, «vigilantes»; término que encontramos
también en el encabezamiento de la Carta a los filipenses.
Estos presbíteros o vigilantes eran colaboradores de los apóstoles más que sucesores: «Entre otros motivos
-constata J. Collantes-, porque los mismos apóstoles pudieron en un principio creer que el fin del mundo estaba
próximo. A medida que la vida se les acercaba a su término, la idea de la sucesión era más clara».
En efecto, en un primer momento los apóstoles podían creer inminente la vuelta del Señor: ellos presidían las
Iglesias y apenas existía la preocupación de organizar el futuro de las mismas, pero llega un segundo momento en el que
vislumbran su muerte próxima, así como la amenaza de divisiones y cismas en el seno de la Iglesia, de modo que
comienzan a preocuparse de su sucesión. Este es el hecho que se va imponiendo y que, en el fondo, no supone trauma
alguno para la Iglesia, pues los apóstoles saben que su misión ha de llenar el tiempo intermedio entre las dos venidas del
Señor.
Es una realidad que se va llevando a cabo, aunque no haya sido recogida totalmente en los textos de la Sagrada
Escritura. En este sentido la tradición nos dice más sobre la sucesión apostólica que la Escritura. De hecho, se realiza
una transición total de los ministerios que estructuran las Iglesias más allá de lo que los textos mismos pueden
indicarnos sobre el tema. Es una transición que se ha realizado de modo real y que, como dice Y. Congar, pertenece más
a la tradición que a la Escritura.
Esta transición es precisamente lo que tiene lugar en las llamadas cartas pastorales, las dirigidas a Tito y
Timoteo, que vienen a ser como el anillo entre la situación de los colaboradores elegidos por los apóstoles y los obispos
como sucesores de estos últimos. El autor de estas cartas transmite a Tito y Timoteo estos mismos poderes, incluido el
poder de ordenar a presbíteros. A ellos incumbe también la responsabilidad de defender el evangelio de la herejía (cf I
Tim 4,6- 10).
b) El testimonio de la tradición. Es la tradición la que nos instruye más sobre el tema de la sucesión, dado que
se trata de una realidad que se lleva a cabo en la práctica y que nadie ha tenido la pretensión de consignar por escrito de
manera exhaustiva.
El primer testimonio que tenemos es el del papa Clemente--sucesor de Pedro en la sede de Roma a finales del
s. I--en un mensaje que dirige a los corintios (años 96-98). Estos habían depuesto a los presbíteros que habían sido
colocados al frente de su Iglesia, Clemente sostiene que están legítimamente constituidos y que, por lo tanto, no pueden
ser depuestos. Jesucristo fue enviado de parte de Dios, dice, y los apóstoles provienen de Cristo, y fueron ellos los que,
por las ciudades por las que pasaban, iban colocando a los que eran «las primicias» con instrucciones precisas de que
fueran sustituidos en caso de muerte.
Fue en medio de la crisis gnóstica (s. II) cuando se plantea formalmente la cuestión de la sucesión apostólica.
Los gnósticos, a la hora de sostener sus doctrinas, apelaban a una tradición secreta, transmitida por medio de maestros
que entroncaban directamente con los apóstoles. No hubo más remedio que recurrir a la tradición apostólica auténtica,
mantenida por la sucesión de obispos en cada Iglesia. Hegesipo fue el primero en utilizar esta argumentación.
Tertuliano e Ireneo, hicieron lo propio. Dice Tertuliano: «Que ellos (los herejes) comiencen presentando la genealogía
de sus Iglesias; que presenten las listas de los obispos para probar que, con una sucesión ininterrumpida desde el
principio, su primer obispo tiene como predecesor y fundador a alguno de los apóstoles o de los varones apostólicos.
Porque es precisamente así como las Iglesias apostólicas presentan sus credenciales; es así como la Iglesia de Esmirna
nos hace ver a Policarpo instalado por Juan; es así como los romanos apelan a la ordenación de Clemente por parte de
Pedro; y es así como, a su vez, las demás Iglesias nos muestran a aquellos que fueron establecidos en el episcopado por
otros apóstoles y mantienen por ello sarmientos de la semilla apostólica».
Es así como se estructuran las listas de la sucesión apostólica. Se trata de una sucesión de hombres que
entronca con los apóstoles y que habían recibido de ellos la facultad apostólica de regir las Iglesias y de ser maestros de
las mismas. Estos son los obispos locales que aparecen como maestros ordenados.
San Ireneo insiste de modo particular sobre el carácter sacramental recibido de la ordenación, que constituye la
garantía de la enseñanza auténtica. Elabora listas citando, por ejemplo, los casos de las Iglesias de Esmirna y Roma. Y
concluye: «Nosotros nos apoyamos en esta tradición que viene de los apóstoles y que se conserva en las Iglesias
mediante la sucesión de los obispos».
Otro tanto podríamos decir del reconocimiento práctico
de la primacía de la Iglesia de Roma. Esta Iglesia, por medio de Clemente, sucesor de Pedro, interviene en la crisis de
Corinto, hecho que muestra una primacía excepcional de
Roma en relación con las otras Iglesias. Lo mismo se debe
afirmar del tono extraordinariamente ponderativo que emplea Ignacio de Antioquía a propósito de la Iglesia de Roma (s.
II): «Que preside en la caridad y está condecorada con el nombre del Padre».
San Ireneo nos ofrece un dato de suma importancia. Según el obispo de Lyon, para tener garantía de que una
doctrina es verdaderamente apostólica, habría que hacer una investigación de la doctrina conservada en las Iglesias de
origen apostólico. Pero ese sería un método arduo y difícil. Hay otro más sencillo y eficaz que es recurrir a la doctrina
de la Iglesia romana: «Con esta Iglesia, en virtud de su autoridad superior, es preciso que concuerde toda la Iglesia, es
decir, todos los fieles del mundo, pues en ella se ha conservado la tradición que viene de los apóstoles por los fieles de
todas partes».
La recogida de los libros del NT es obra de la tradición. El mismo A. Harnack reconoció cómo, a finales del s.
II, se impuso en Roma un canon de los libros del NT, siguiendo el criterio de la apostolicidad y la catolicidad; criterio
que poco a poco fue seguido por otras Iglesias «a causa de su valor inmanente y la fuerza de la autoridad de la Iglesia
romana».
Esta es, pues, la apostolicidad de la Iglesia: el mantenimiento, en comunión con las Iglesias presididas por
Pedro, de la tradición recibida de los apóstoles. Esta tradición, esta vida, esta verdad, subsisten en la Iglesia católica.
Estos son, pues, los criterios que tenemos a la hora de discernir cuál es la Iglesia que Cristo ha fundado. Son
criterios antiguos, pues ya san Agustín decía: «Muchas cosas me retienen con toda justicia en el seno de la Iglesia
católica. Me retiene el consentimiento de pueblos y naciones; me retiene su autoridad indiscutible, iniciada con
milagros, sustentada con la esperanza, fortalecida con el amor, establecida de antiguo; me retiene la sucesión de
pastores desde la misma sede del apóstol Pedro, a quien el Señor después de la resurrección dio el encargo de apacentar
las ovejas, hasta el episcopado actual. Me retiene por fin el mismo nombre de católica que no sin motivos en medio de
tantas herejías ha conservado. Y aunque todos los herejes quieren llamarse católicos, sin embargo cuando un forastero
pregunta dónde está la Iglesia de los católicos, ningún hereje se atreve a indicar su templo o su casa. Estos son en
número de importancia los lazos que retienen al cristiano dentro de la Iglesia».
El hecho de que la Iglesia católica se mantenga a través de los siglos con la misma fe es algo que no se explica
humanamente. Han sido tantas las crisis que tenía que haber desaparecido ya. Dice R. Latourelle: la unidad de la Iglesia
«es menesterosa, pero también infatigable. De hecho la Iglesia no se cansa nunca, no se desespera nunca, no cae nunca
en el escepticismo, no obstante el continuo empezar de nuevo impuesto por la guerra, por la persecución, la pereza o la
traición de los hombres. La Iglesia no renuncia nunca. Se sitúa a mitad de camino entre la utopía y la desesperación.
Tiende a recapitular a todos los pueblos, reemprendiendo cada siglo su tarea. Mil veces ha tenido ocasión de desesperar
o de abandonarlo todo. Pensemos en los esfuerzos de la Iglesia para implantarse en China, para verse enseguida
rechazada. Contradicha, rechazada, refutada, escarnecida, despachada, la Iglesia vuelve siempre a comenzar y se dedica,
a través de los mismos caminos del amor, con paciente obstinación, a la edificación del cuerpo de Cristo».
Por ello quizás esté ahí el secreto último del ataque continuo a la Iglesia. Es la fuerza del maligno, que lucha
contra ella, es el ataque a la verdad, porque la verdad y la limpieza hacen daño a los espíritus innobles: «Los enemigos
de la Iglesia y del cristianismo reconocen precisamente esta verdad al dirigir siempre su odio con todo furor
precisamente contra la Iglesia católica. El odio actúa con la infalibilidad del instinto. Hombres que, por otra parte, son
razonables, se vuelven fanáticos cuando se enfrentan con la Iglesia. Aunque estuviesen en lucha entre sí, se unen
cuando se trata de ir contra Roma. La Iglesia se asemeja aquí al maestro; en ella se cumplen sus palabras: "Si fuerais del
mundo, el mundo amaría lo suyo. Pero como no sois del mundo, sino que yo os he elegido del mundo, por eso os odia el
mundo" (Jn 15,19). "El siervo no es mayor que su señor. Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros"
(Jn 15,20). El odio de los sin Dios es estéril, pero es clarividente, y sabe contra quién debe dirigirse. De esta manera, se
convierte en un testimonio, involuntario pero, por lo mismo, verdadero y expresivo».
6. ¿Qué es la Iglesia?
No resulta fácil definirla, porque es imposible encerrar en una definición toda su riqueza, por eso es frecuente
recurrir a imágenes y símbolos, aunque ninguno de ellos pueda ser plenamente apropiado.
6.1. La Iglesia como cuerpo de Cristo
Ya Pablo, en 1Cor 12,1 2ss nos habla de la Iglesia como cuerpo de Cristo. Esta imagen expresa, en primer
lugar, la idea de diversidad de funciones y de cometidos que se dan en la Iglesia en orden al fin de la salvación.
La Iglesia, en efecto, no es un cuerpo moral como puede ser el cuerpo de policía. La Iglesia es cuerpo de
Cristo, porque nos hace partícipes de su misma vida y de su mismo Espíritu: «Todos hemos sido bautizados en un solo
Espíritu, para formar un cuerpo y todos hemos bebido del mismo Espíritu» (1Cor 12,13). Somos cuerpo de Cristo
porque tenemos a Cristo como cabeza, de modo que toda su vida desciende sobre los miembros.
Es por medio de los sacramentos como participamos de esta vida de Cristo. Por el bautismo nos incorporamos
a Cristo. Pero es sobre todo la eucaristía el sacramento de la plena incorporación a Cristo.
La eucaristía, centro y corazón de la Iglesia, simboliza la estructuración de la misma según los diversos dones
y funciones que cada uno tiene en ella. No todos tienen la misma función en la eucaristía, porque no todos tienen la
misma función en la Iglesia. Unos son miembros del cuerpo de Cristo y, como tales, aportan su ofrenda a la eucaristía y
ofrecen también su ofrenda junto con Cristo sacerdote y víctima. Otros, en cambio, representan la persona de Cristo en
cuanto cabeza del cuerpo místico, para hacer presente el sacrificio de Cristo sobre el altar. Son los apóstoles y sus
sucesores, así como los sacerdotes, elegidos por ellos como colaboradores.
Reunida la comunidad bajo el ministerio sagrado del obispo, se manifiesta el símbolo de aquella caridad y
unidad del cuerpo místico de Cristo, sin el cual no puede haber salvación. En estas comunidades está presente Cristo, el
cual, con su poder, da unidad a la Iglesia (cf LG 26).
Que Cristo sea cabeza del cuerpo quiere decir dos cosas: que de Cristo desciende todo el influjo vital a los
miembros y también que es lo principal, lo más elevado.
6.2.La Iglesia, pueblo de Dios
La imagen preferida del Vaticano II para hablar de la Iglesia ha sido la de pueblo de Dios. El Concilio presentó
a la Iglesia como pueblo de Dios antes de hablar de la jerarquía a fin de mostrar que la jerarquía es un servicio,
establecido por Cristo y necesario en la Iglesia, pero que sólo tiene sentido dentro del pueblo de Dios en su conjunto y
como servicio al mismo. Antes y más importante que ser obispo o papa es ser cristiano y pertenecer por el bautismo al
pueblo de Dios y al cuerpo místico de Cristo.
Esta idea del pueblo de Dios no es una concesión al sentido democrático de la sociedad actual, ni responde al
intento de ganarse la benevolencia de la mentalidad moderna. Es una imagen que se ha recuperado de las fuentes
mismas de la revelación cristiana y que responde fundamentalmente a un concepto religioso. No significa en ningún
caso que la autoridad en la Iglesia sea una delegación de la comunidad, pues es ante todo una representación de Cristo
como cabeza del cuerpo místico.
La imagen del pueblo de Dios ha sido recuperada porque tiene la ventaja de presentar la dignidad de todos los
miembros bautizados y porque permite afianzar la naturaleza comunitaria e histórica de la Iglesia.
Es un pueblo al que entran los gentiles y en el que Pedro ve realizadas las características del pueblo que Dios
se había elegido en Israel: «Pero vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para
anunciar las alabanzas de aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable; vosotros que en un tiempo no
erais pueblo y ahora sois pueblo de Dios» (1Pe 2,9-10).
Este es el pueblo de Dios, un pueblo que, como Israel, tiene su origen en la vocación de Dios; un pueblo que
Cristo se ha adquirido con su sangre (cf 1Pe I ,1 9) y ha de ser santo, como corresponde a un pueblo que es propiedad de
Dios; un pueblo que tiene una misión en el mundo: «Anunciar las alabanzas de aquel que nos ha llamado». Es, pues, un
pueblo que no nace de la decisión de sus miembros, sino de la vocación de Dios.
Este pueblo de Dios lo forman todos los fieles, tanto seglares como religiosos o pastores. La Iglesia no es el
clero ni es del clero, la constituyen todos los fieles de Cristo. Se ha dado a veces la tendencia a identificar a la Iglesia
con la jerarquía, cuando la Iglesia la componemos todos los bautizados por el hecho mismo de ser bautizados. Es cierto
que dentro del pueblo de Dios hay diferencias esenciales en las funciones que se ejercen, pero todas ellas se ejercen en
el pueblo de Dios y para el pueblo de Dios, de modo que todo el pueblo posee una responsabilidad inalienable en la
Iglesia: evangelizar y santificarse en la Iglesia.
Todos los fieles han sido incorporados a Cristo en el mismo Espíritu por el bautismo, de modo que por él se
hacen partícipes del sacerdocio del Señor en la triple función de sacerdotes, profetas y reyes.
Los fieles son sacerdotes en cuanto que los miembros del pueblo de Dios, sellados por el carácter bautismal,
son nación santa y consagrada que ha de ofrecerse a Dios como «hostia viva y aceptable» (Rom 12,1). Es sobre todo en
la eucaristía, culmen de la vida cristiana, donde ejercitan este sacerdocio, llamado sacerdocio universal o bautismal, al
ofrecerse como víctimas junto con Cristo al Padre. Toda su vida es sacerdotal, de santidad, y tiene que culminar en la
eucaristía.
El Vaticano II lo ha expresado así: «Cristo Señor, pontífice tomado de entre los hombres, a su nuevo pueblo lo
hizo reino de sacerdotes para Dios y su Padre. Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo
en la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano
ofrezcan sacrificios y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable. Por ello todos los
discípulos de Cristo, perseverando en la oración y en la alabanza a Dios, han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva,
santa y grata a Dios; han de ser testimonio de Cristo en todo lugar y, a quien se lo pidiese, han de dar también razón de
la esperanza que tienen en la vida eterna» (LG 10).
En ser testigos de Cristo es donde radica su misión profética. Profeta es el que habla en lugar de Dios(profemi).
El bautizado es profeta en cuanto testigo de Cristo que anuncia y da razón de su salvación y denuncia aquellas
realidades que no se ordenan según Cristo. La misión real consiste precisamente en instaurar todas las cosas en Cristo y
en ordenarlas según el designio creador y redentor de Dios.
Cuando hablamos del pueblo de Dios hay que recordar que no se puede identificar con el laicado, en cuanto
distinto de los pastores. El pueblo de Dios sólo existe como comunión de fieles y pastores. Todos tienen la base común
del bautismo que los incorpora a Cristo. Este pueblo está conformado según la estructura que Cristo mismo le dio.
Dentro de la Iglesia hay una forma de vida que es la vida consagrada, que pertenece a la vida y la existencia de
la Iglesia. Todo cristiano está llamado a vivir la santidad de vida por la vocación bautismal; pero los consagrados llevan
esta vocación bautismal a una forma radical de seguimiento y configuración con Cristo por medio de los consejos
evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. Así han crecido en la Iglesia distintas formas de vida comunitaria o
solitaria para bien de todo el cuerpo místico de Cristo.
6.3. La Iglesia como comunión
J. Hamer ha presentado la siguiente definición de la Iglesia: «La Iglesia es una comunión a la vez interior y
exterior, la vida de unión con Cristo significada y suscitada por el régimen de mediación de Cristo»40.
Es una vida de comunión interior, de fe, esperanza y caridad, significada por la comunión exterior de fe,
disciplina y vida sacramental. Esta comunión de la Iglesia tiene su origen en la Trinidad y su artífice genuino es el
Espíritu Santo. Es una comunión de Iglesias y una comunión jerárquica.
No cabe pretender una eclesiología de comunión que interprete la catolicidad como una comunión de
comuniones, una federación de Iglesias sin la integración de la conexión especial con Roma, que preside la
universalidad. Mantener la primera sin esta conexión e integración con Roma es para la eclesiología una regresión'.
Lo decía así la Congregación de la doctrina de la fe: «Los fieles católicos deben confesar que, por el don de la
divina misericordia, pertenecen a aquella Iglesia que Cristo fundó y que es dirigida por los sucesores de Pedro y de los
demás apóstoles, bajo cuya potestad permanecen íntegras la institución y la doctrina primigenias de la comunidad
apostólica así como el patrimonio perenne de la verdad y de la santidad de la misma Iglesia»42.
Por ello no cabe pensar que la Iglesia de Cristo no sea otra cosa que una especie de suma (dividida ciertamente,
pero una en cierto sentido) de las Iglesias y comunidades eclesiales, ni se puede mantener lealmente que la Iglesia de
Cristo no subsista hoy en parte alguna, de modo que sólo pudiera ser entendida como un fin que deben buscar todas las
Iglesias y comunidades.
7. Estructura jerárquica de la Iglesia
La Iglesia, en cuanto cuerpo de Cristo y pueblo de Dios, está estructurada según una variedad de funciones.
Unos son miembros del cuerpo de Cristo. Otros, en cambio, obran¿n persona Christi, es decir, representan a Cristo
como cabeza del mismo cuerpo.
Cristo, muerto y resucitado, continúa obrando el misterio de la redención a través de los que le representan
como cabeza de su cuerpo por medio de los sacramentos y la palabra. La Iglesia, como pueblo que es, es un pueblo que
nace de Dios y que está estructurado según la misma voluntad de Cristo y tiene a su frente diversos ministerios que
Cristo mismo instituyó para el bien de todo el pueblo. Así se entiende la jerarquía de la Iglesia: como un servicio en
nombre de Cristo a todo el pueblo de Dios; un servicio que se ejerce siempre en nombre de Cristo y participando de su
poder.
Cristo eligió a los apóstoles y al frente de ellos colocó a Pedro con el fin de que los confirmase en la fe. Los
apóstoles eligieron colaboradores suyos y les impusieron las manos a fin de que la misión a ellos confiada continuase
después de su muerte. Y confiaron a sus cooperadores inmediatos el encargo de acabar y consolidar la obra por ellos
encomendada, de modo que el ministerio se perpetuase.
Dice el Vaticano II: «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se ordenan el
uno al otro, aunque cada cual participa de forma peculiar del mismo sacerdocio de Cristo. Su diferencia es esencial, no
sólo gradual. Porque el sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad de que goza, modela y dirige al pueblo
sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo; los fieles, en cambio, en
virtud de su sacerdocio real, asisten a la oblación de la eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la
oración y acción de gracias, con el testimonio de su vida santa, con la abnegación y caridad operante» (LG 10).
La estructura jerárquica es un poder sagrado (eso significa el término «jerarquía»), un poder que viene
directamente de Cristo sobre aquellos que, representando a su persona como cabeza del cuerpo místico, son puestos al
frente de la comunidad para servirla en la función de la palabra, en la vida de los sacramentos y en la dirección y
ordenación de sus vidas, la triple función de enseñar, santificar y regir que Cristo concede a sus apóstoles.
Este poder está ordenado por Cristo y es conferido a determinadas personas: los apóstoles y sus sucesores. No
es, por lo tanto, una delegación de la comunidad. La comunidad no puede aumentarlo o disminuirlo a su antojo, como
sucede en las sociedades democráticas. Los apóstoles y sus sucesores han recibido de Cristo, para servicio de la
comunidad, unas facultades que derivan de él a través del sacramento del orden.
Esta constitución jerárquica de la Iglesia en nada se opone a la común responsabilidad de todos los. bautizados
en ella: todos son responsables en la Iglesia, si bien esta responsabilidad varía según la función que tiene cada uno en el
seno de la misma. La responsabilidad suprema en el seno de la Iglesia la ejercen dos sujetos inadecuadamente distintos:
el papa y el colegio episcopal, presidido también por el sumo pontífice.
7.1. El papa y los obispos
Esta suprema responsabilidad de la Iglesia fue dada por una parte a Pedro, al que Cristo eligió al frente de su
Iglesia como roca que la sustentara, dándole las «llaves del reino de los cielos» (Mt 16,18-19) y constituyéndole en
pastor de toda la Iglesia (cf Jn 21,15-16). Pero, por otro lado, Cristo mismo dio este poder de atar y desatar a todo el
colegio de los apóstoles unido a su cabeza. Nunca el colegio aparece funcionando sin el papa, sino unido a él, pues es el
encargado de robustecer la fe de su.s hermanos (cf Lc 22,32).
Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles se perpetúa en la Iglesia por el primado de jurisdicción
del papa y por el gobierno pastoral. de los obispos.
Los obispos, unidos al papa, forman el colegio episcopal. Este colegio no puede existir sin el papa, cabeza del
mismo (cf LG 22). Cada obispo está puesto al frente de una Iglesia particular, a la cual rige con autoridad propia
recibida de los apóstoles (el obispo no es un mero representante del papa o gobernador), pero no la puede ejercer sino
en comunión con todas las Iglesias, particularmente con la de Roma (cf LG 23), participando en la solicitud por todas
las Iglesias.
El papa puede--y, cuando hace falta, debe--intervenir con autoridad que nadie puede poner en discusión, en
todas partes y con su suprema autoridad. Este es el sentido de la fórmula del Vaticano I, cuando afirma que la autoridad
universal del papa es episcopal, ordinaria e inmediata. No quiere decir que el papa sea un obispo de los obispos, sino
que posee la misma autoridad que todos ellos cuando interviene en un asunto. Que su autoridad sea inmediata quiere
decir que puede intervenir cada vez que su responsabilidad lo requiera, ya se trate de un simple fiel, ya de los mismos
obispos, sin que a esta acción suya pueda interponerse intermediario alguno y ante cuyo poder el papa se viera obligado
a retroceder. Que esta autoridad sea ordinaria no quiere decir que deba ejercerse en cada instante, en todas partes y de
cualquier manera, sino que puede ejercerla siempre que le parezca necesario.
Pero la autoridad del papa no anula sino que confirma la autoridad de los obispos (cf LG 27), corroborando o
corrigiendo, cuando la necesidad lo requiera.
La autoridad del colegio episcopal es también suprema y universal. No es una autoridad en competencia con el
papa, pues el colegio no existe como tal si no incluye al papa como miembro preeminente y director del mismo.
Esta suprema potestad la ejerce el Concilio ecuménico de forma solemne, necesitando el concilio por su parte
ser corroborado por el papa; pero «esta misma potestad colegial puede ser ejercitada por los obispos dispersos por el
mundo a una con el papa con tal que la cabeza del colegio los llame a una acción colegial, o por lo menos apruebe la
acción unido a ellos o la acepte libremente para que sea un verdadero acto colegial» (LG 22).
7.2. Los tres oficios
La misión confiada por Cristo a los apóstoles y a sus sucesores para que todos los hombres lleguen a la
salvación por medio de la fe, el bautismo y el cumplimiento de los mandamientos, está garantizada por la promesa del
Espíritu Santo que Cristo envió a los suyos el día de Pentecostés. Esta misión contiene la triple función de enseñar,
santificar y regir.
El oficio de santificar pertenece al obispo, pues es administrador de la gracia del supremo sacerdocio (cf LG
24), particularmente en la eucaristía, que es el centro de la Iglesia particular que él preside.
El obispo tiene también el oficio de regir. Rigen los obispos como «legados de Cristo, las Iglesias particulares
que se les han encomendado, con sus consejos, sus exhortaciones y ejemplos, pero también con su autoridad y potestad
sagrada... Esta potestad es propia, ordinaria e inmediata, aunque el ejercicio último de la misma esté regulado por la
autoridad suprema» (LG 27). En virtud de esta potestad los obispos tienen el derecho y, ante Dios, el deber de legislar
sobre sus súbditos en lo referente al culto y al apostolado.
Por último, los obispos y el papa tienen el oficio de enseñar. El magisterio de los obispos y el papa, asistidos
por el Espíritu, constituye la garantía que Cristo ha dado a su Iglesia para que se mantenga siempre fiel a su palabra.
El magisterio de un obispo en su diócesis o el del papa cuando habla a su diócesis o a todo el mundo en una
encíclica, por ejemplo, no es infalible. Sin embargo, es magisterio auténtico, es decir, un magisterio ejercido con la
autoridad de Cristo, de modo que los fieles tienen obligación de aceptar y adherirse a su doctrina: «Los obispos, cuando
enseñan en comunión con el romano pontífice, deben ser respetados por todos como los testigos de la verdad divina y
católica; los fieles, por su parte, tienen obligación de aceptar y adherirse con religiosa sumisión de espíritu al parecer de
un obispo en materia de fe y de costumbres cuando él las expone en nombre de Cristo. Esta religiosa sumisión de la
voluntad y del entendimiento de modo particular se debe al magisterio auténtico del romano pontífice, aun cuando no
hable ex cathedra» (LG 25).
La forma más común del magisterio ordinario del papa suele ser la encíclica, la cual, de suyo, no es infalible, a
no ser que contenga doctrina infalible, recogida de documentos anteriores. Se olvida con frecuencia que la encíclica
encierra a menudo doctrina irreformable de suyo, aun cuando no sea definida. Todo cristiano debe al magisterio
ordinario del papa «una religiosa sumisión de voluntad y de entendimiento», de tal modo que debe reconocerse con
reverencia su magisterio supremo y adherirse con sinceridad al parecer expresado por el papa, según el deseo que haya
manifestado él mismo, como puede descubrirse, ya por la índole del documento, ya por la insistencia con la que repite
una misma doctrina, ya sea también por las fórmulas empleadas.
La infalibilidad es prerrogativa del papa cuando habla ex cathedra, y de los obispos reunidos en concilio
cuando tienen intención de definir, o de los obispos dispersos por el mundo (magisterio ordinario y universal) en
determinadas condiciones .
El papa habla ex cathedra cuando, «en razón de su oficio
× proclama como definitiva la doctrina de la fe o de conducta en calidad de supremo pastor y maestro de todos
los fieles, a quienes ha de confirmarlos en la fe» (LG 25). Estas definiciones del romano pontífice son irreformables por
sí y no por el consentimiento de la Iglesia.
Compete también la infalibilidad al otro sujeto de suprema potestad en la Iglesia, que es el colegio de los
obispos reunidos en concilio. Esto puede ocurrir cuando tienen intención de definir dentro de un concilio ecuménico o
cuando estando dispersos por el mundo, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro,
convienen en un mismo parecer como maestros auténticos que exponen como definitiva una doctrina en los casos de fe
y costumbres (cf LG 25). Es el magisterio ordinario y universal de los obispos.
¿Cómo aceptar la infalibilidad del papa y de los obispos? ¿Cómo unos hombres pueden pretender ser infalibles
en un mundo donde no hay una instancia que se presente como tal?
«En medio de un mundo donde, en el fondo, el escepticismo ha contagiado también a los creyentes, es un
verdadero escándalo la convicción de la Iglesia de que hay una Verdad con mayúscula, que esta Verdad es reconocible,
expresable y, dentro de ciertos límites, definible también con precisión; es un escándalo que comparten también
católicos que han perdido de vista la esencia de la Iglesia, que no es una organización únicamente humana, y debe
defender un depósito que no es suyo, cuya proclamación y transmisión tiene que garantizar a través de un magisterio
que lo vuelva a proponer de modo adecuado a los hombres de todas las épocas».
La única forma posible de comprender el problema es a través de la palabra de Dios que tenemos entre
nosotros. En filosofía lo primero es la idea humana que articula, después, la palabra que la explica. En teología, lo
primero es la palabra de Dios que se nos ha revelado y, luego, la idea que trata de explicarla. El magisterio no es sino la
garantía que Dios mismo nos ha dado para que la palabra de Dios nos llegue limpia e íntegra.
Decía el cardenal Newman: «Supongamos que sea voluntad del creador hacer de modo que el mundo tenga de
él un conocimiento suficientemente definido y claro. Si así fuese, habría introducido en el mundo un medio al que
habría investido de infalibilidad en materia religiosa. Al darme cuenta de que esta es precisamente la prerrogativa que
reivindica la Iglesia católica, no solamente no experimento dificultad alguna en admitir la idea, sino que considero que
la misma corresponde tan bien a lo que precisaba, que mi espíritu la asimila. Me siento inclinado a hablar de la
infalibilidad de la Iglesia como de una institución providencial adaptada a su fin por la misericordia del Creador; ella
está destinada a conservar la religión en el mundo y a contener la libertad del pensamiento, que, evidentemente, en sí
misma es uno de los mayores dones naturales que poseemos, pero que es preciso salvaguardar del suicidio al que
podrían precipitarle sus propios excesos».
Lo que el cardenal Newman ha querido decir es que, en medio del mundo, sería imposible para la Iglesia
mantener la verdad recibida de Dios si no estuviese dotada de la prerrogativa de la infalibilidad. Si no fuera por ello, la
verdad habría ya desaparecido de entre nosotros.
La Iglesia tuvo esta conciencia desde el principio, cuando en el concilio de Jerusalén afirmaba: «Nos ha
parecido al Espíritu Santo y a nosotros» (He 15,28). De hecho, la Iglesia ha vivido el dogma de la infalibilidad mucho
antes de formularlo y reivindicarlo expresamente. Desde los mismos inicios, ha hablado y actuado con una autoridad
segura de sí misma. Sin esta conciencia--confusa quizás, pero fundada--de su infalibilidad, el ministerio pastoral y
doctrinal de la Iglesia durante los primeros siglos, y su lucha con las herejías nacientes en particular, no tendrían ningún
sentido.
Es cierto que sólo la palabra de Cristo es infalible: «El
. cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt
24,5), pero si la Iglesia goza de esa prerrogativa en virtud
de la promesa del Espíritu Santo, es sólo porque tiene la
misión de conservar la palabra de Cristo para todos los tiempos y situaciones.
La infalibilidad no surge de la Iglesia, no emana de ella como producto o prerrogativa suya; en el fondo no es
otra cosa que Cristo en la Iglesia, su palabra conservada fielmente en la Iglesia. Un servicio, necesario, con el que
Cristo ha provisto a su Iglesia para que no se desvíe de la verdad.
Esta infalibilidad es prerrogativa de la Iglesia entera a la hora de creer, porque la Iglesia toda, asistida por el
Espíritu Santo. no puede equivocarse ni fallar en su fe (cf LG 22).
Es preciso, además, eliminar una serie de prejuicios cuando se habla de la infalibilidad del papa. Esta no
significa que el papa pueda sacarse los dogmas del bolsillo; sólo puede definir aquello que ya pertenece a la fe de la
Iglesia y se encuentra en la Sagrada Escritura o en la tradición. Se olvida frecuentemente que lo que pertenece a la fe es
mucho más extenso que lo que es definido.
La infalibilidad del papa no significa impecabilidad personal o que carezca de defectos. Como persona privada,
es un hombre sujeto a errores y miserias humanas.
Al magisterio no le compete pronunciarse sobre temas que no pertenecen a la fe o a la moral; sobre ellos no
tiene asistencia alguna del Espíritu Santo.
La infalibilidad garantiza la verdad de la formulación, pero no implica que esta sea la más perfecta o
exhaustiva posible. Siempre cabe una profundización y esclarecimiento mayores de la misma, con tal de que no se
tergiverse el sentido de la verdad proclamada.
La teología católica es, por tanto, aquella que tiene como criterio de verdad la fe de todo el pueblo de Dios
interpretada auténticamente por el magisterio.
8. La Iglesia, sacramento universal de salvación
8.1. La Iglesia prolonga el misterio de Cristo
La objeción principal que .se lanza contra la Iglesia proviene del escándalo de que una institución humana y
particular pretenda ser instrumento de la salvación universal y tenga por ello mismo pretensiones e universalidad.
Pues bien, esta condición de la Iglesia no es otra que la de ser prolongación del misterio mismo de la
encarnación: si Cristo es Dios entre nosotros, la Iglesia es Cristo entre nosotros; si Cristo es el sacramento del Padre, la
Iglesia es el sacramento que revela y hace presente a Cristo; si la Iglesia tiene pretensiones de universalidad, es
simplemente porque prolonga en la tierra la sacramentalidad misma de Cristo. Y, en el fondo, la gran objeción que los
fariseos levantaron contra Cristo no fue que en él no hubiese pecado, sino su pretensión de ser el salvador: «No te
apedreamos por ninguna de tus palabras, sino porque te haces Dios» (Jn 10,33).
Este es el misterio de la Iglesia: ser prolongación del misterio de Cristo y de su encarnación. Dice el Vaticano
II que la Iglesia es en Cristo «como un sacramento o señal o instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de
todo el género humano» (LG 1). Así como la naturaleza humana fue asumida por el Verbo como instrumento de
salvación unido a él indisolublemente, así de modo semejante el organismo social de la Iglesia sirve a Cristo como
instrumento de salvación.
La Iglesia es «como» un sacramento: no quiso que se entendiera como un octavo sacramento. Es sacramento
en sentido análogo a los siete sacramentos. Participa en Cristo de la estructura sacramental, es decir, es signo visible y
eficaz de la salvación que nos ha llegado en Cristo. Cristo, revelación del Padre, es el sacramento primordial; la Iglesia
prolonga y participa en la tierra de esa sacramentalidad de Cristo, de modo que en ella se hace presente y visible la
salvación misma de Cristo, por lo cual es signo e instrumento de la íntima comunión con Dios o sacramento universal
de salvación, como lo es Cristo.
Los sacramentos, según una comparación hecha por O. Semmelroth, son como los dedos de la mano, que no se
suman a ella sin que la prolongan y hacen eficaz. La Iglesia es la matriz de los sacramentos: sin sacramentos no habría
Iglesia, pero tampoco podría haber sacramentos sin Iglesia. Allí donde se realiza un sacramento, allí se está ejerciendo
la sacramentalidad de la Iglesia.
Es, por lo tanto, imposible separar la Iglesia institucional de la Iglesia espiritual. Es vana la pretensión de hacer
dos Iglesias en una especie de nestorianismo eclesiológico. Lo pretendieron así los gnósticos del s. 11, que se
consideraban a sí mismos como la Iglesia pura y espiritual frente a la Iglesia de los eclesiásticos, la Iglesia de los pobres
ignorantes. Contra ellos escribió san Ireneo su Adversus haereses, haciendo una refutación, punto por punto, de toda su
doctrina.
8.2. Sacramento universal de salvación
Si la Iglesia es sacramento universal de salvación, lo es porque sólo ella realiza la salvación de Cristo en el
mundo. De la misma manera que Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres (cf 1Tim 2,4-5) y no tenemos
otro nombre en el que podamos ser salvados (cf He 4,12), la Iglesia es el sacramento, la prolongación sacramental de
esa salvación de Cristo. Es el único sacramento capaz de darnos la filiación divina y la liberación del pecado.
Cristo es la única fuente de la salvación, y Cristo y la.
Iglesia forman una sola cosa: lo que podemos decir de Cristo como mediador único de la salvación es aplicable también
a la Iglesia, cuerpo en el que se prolonga y consuma e misterio de su cabeza. Por eso ha enseñado el Vaticano II que «la
Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. En efecto, sólo Cristo es mediador y camino de salvación, y se hace
presente a todos nosotros en su cuerpo, que es la Iglesia» (LG 14).
Esto es lo que significa la formula extra ecclesiam nulla salus («fuera de la Iglesia no hay salvación»): no hay
otro medio objetivo de salvación, puesto por Cristo, que la Iglesia. No se niega que fuera de la Iglesia haya personas de
buena voluntad que puedan salvarse. De hecho, cuando el jansenismo trató de entender la fórmula de manera rigurosa
--«fuera de la Iglesia no hay gracia»--, fue condenado por el magisterio (DS 2429).
Ya había dicho san Agustín: «Aquel que defiende su opinión, aunque sea errónea y perversa, sin animosidad
pertinaz, sobre todo cuando dicha opinión no es fruto de su audaz presunción, sino herencia de unos progenitores
seducidos y arrastrados por el error; si busca la verdad escrupulosamente, pronto a abrazarla en cuanto la conozca, no
debe ser clasificado entre los herejes». Y el Vaticano II complementa: «Los que inculpablemente desconocen el
evangelio de Jesucristo y su Iglesia y buscan con sinceridad a Dios y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir
con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. La divina
providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que, sin culpa de su parte, no llegan todavía a un
conocimiento claro de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida justa. La
Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero que entre ellos se da como preparación evangélica y otorgado por el que
ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida» (LG 16).
Juan Pablo II, en la encíclica Redemptoris missio, viene a recalcar la misma doctrina. No hay otro camino de
salvación establecido por Dios que el de Cristo y el de la Iglesia que lo perpetúa: «Los hombres no pueden entrar en
comunión con Dios sino por medio de Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo»53. Fuera de los límites visibles de la
Iglesia actúa también el Espíritu en los hombres de buena voluntad, pero la gracia que un no cristiano puede recibir nace
de la Iglesia, y a ella tiende por su propio dinamismo.
No podemos olvidar que, aun admitido esto, un no cristiano vive en una situación de precariedad y penuria
respecto a los medios de salvación: carece de la palabra de Dios y de los sacramentos, así como del carácter sacramental
por el que el bautizado queda configurado con Cristo. Por esto la Iglesia no puede olvidar la experiencia de san Pablo:
«¡Ay de mí si no evangelizare!» (1Cor 9,16).
9. La comunión de los santos
La Iglesia es la familia de los hijos de Dios, la comunión de los santos (cf CEC 947). Es decir, comunión en las
cosas santas (fe, sacramentos) y comunión entre las personas santas por la caridad, de modo que entre ellas hay un
influjo beneficioso.
La Iglesia está formada por los que están en el cielo e interceden por nosotros, por los que todavía están en el
purgatorio y en cuyo beneficio podemos interceder nosotros, y por los que todavía peregrinamos en la Iglesia terrestre.
Esta es la comunión que fortalecemos con nuestra santidad y a la que ofendemos con nuestros pecados. María, que es
madre de la Iglesia, por ser madre de Cristo y de todos los miembros que forman su cuerpo, tiene un puesto especial en
esta comunión como intercesora.
Preguntas para el trabajo en equipoprivate 1) ¿Eres consciente de que sin la Iglesia no tendrías fe ni vida
cristiana?
2) ¿Ha nacido la Iglesia de la iniciativa humana o de la iniciativa de Dios?
3) ¿Cómo fundó Cristo la Iglesia?
4) ¿Qué garantía tenemos de estar en la Iglesia que Cristo fundó?
5) ¿Cómo sabemos que la Iglesia nos da la palabra de Cristo?
6) ¿Puede llegar la gracia de Cristo a hombres que no pertenecen a la Iglesia? ¿Con la misma facilidad y
garantía que a nosotros?
Bibliografía
COLLANTES J.,La Iglesia de la palabra II, Madrid 1972.
CONGAR Y.,La santa Iglesia, Barcelona 1968; Ensayos sobre el misterio de la Iglesia, Barcelona 1961.
DE LUBAC H.,Meditación sobre la Iglesia, Pamplona 1959.
FAYNEL P.,La Iglesia I y II, Barcelona 1982.
SAYÉS J. A.,Razones para creer, Madrid 1992.
PARA HACERLO VIDA
Decía san Cipriano (s. III) que no puede tener a Dios como Padre el que no tiene a la Iglesia como madre. En
efecto, si creemos en Dios y le amamos como Padre, es porque la Iglesia nos ha engendrado en la fe. Sin la Iglesia no
habríamos tenido acceso a la fe.
La vida de fe, esperanza y caridad, es decir, la vida cristiana, no se puede vivir si no es dentro de una
comunidad. La fe se alimenta de la confesión y el testimonio vivo de los hermanos. Con la fuerza de su esperanza
alimentamos nuestra fragilidad y, en la caridad mutua, robustecemos nuestro amor. No se puede vivir la fe a solas, pues
sería una apuesta inútil y condenada al fracaso. Cuando vivimos en un mundo cerrado e individualista, la fe, la
esperanza y la caridad se tienen que alimentar más que nunca en una vida compartida.
Sería un peligro pensar que la Iglesia no es más que eso: la iniciativa de los que quieren alimentar en común su
fe y su amor. ¿Es eso la Iglesia? Evidentemente no. La Iglesia es de Dios, pues ha sido convocada por él en Cristo. Es
de la Trinidad antes que nuestra. Con raíces en el AT, ha sido convocada por Cristo en el Espíritu como garantía de su
presencia continua entre nosotros. De modo que yo no permanecería en la Iglesia si no fuera porque me da a Cristo,
porque me garantiza su presencia en su palabra y en su vida. En la Iglesia vive la palabra de Cristo y en ella nace la
gracia. Por eso entiendo que la Iglesia es mi madre.
Y, ¿cómo me alimenta la Iglesia? Hay un texto de la Iglesia primitiva que lo explica bien. Dicen los Hechos:
«Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (He
2,42).
-Es en la Iglesia donde yo recibo la fe, la palabra de Dios, la enseñanza. Cuando niño en la catequesis; más
tarde, la Iglesia alimenta mi fe con una enseñanza continua, con el catecumenado de adultos, con la teología incluso: el
cristiano no puede hoy en día mantener la fe e el mundo actual sin una continua profundización teológica. Formación
que debe garantizar la Iglesia a sus miembros, según sus necesidades y posibilidades, robusteciendo la fe en la que
somos engendrados por el bautismo.
-«Acudían a la comunión»(koinonía). La Iglesia es una comunión resultante de la unión de los espíritus y la
solicitud en favor de los pobres que llega hasta poner los bienes en común. Haciendo que todo problema de un hermano
sea un problema nuestro.
-«Acudían a la fracción del pan». Así se llamaba a la eucaristía al principio. Y de aquí mismo, la eucaristía,
nace la Iglesia, pues si todos nos alimentamos de un mismo pan, formamos una misma familia (cf 1Cor 10,17). Somos
Iglesia, porque nos alimentamos con el cuerpo y la sangre de Cristo, porque tenemos la misma fe y la misma mesa.
-«Acudían a la oración». Dijo Cristo que cuando dos están reunidos en su nombre, el está en medio de ellos (cf
Mt 18,20). Cuando nos reunimos a rezar juntos en nombre de Cristo, allí está él.entre nosotros, fortaleciendo nuestra fe
y nuestro amor.
CAPÍTULO 9
EL PROBLEMA DEL MAL
La existencia del mal en el mundo ha aparecido a lo largo de los siglos como un obstáculo para creer en Dios:
¿cómo se puede conciliar la existencia de un Dios creador, todopoderoso y bueno, con el hecho de la existencia del mal
en el mundo?
N. Berdiaev, converso a la fe cristiana, no veía personalmente en la existencia del mal un obstáculo para llegar
a la fe en Dios, pero no dejaba de advertir el gran escándalo que era para muchos: «La conciencia racionalista del
hombre contemporáneo juzga que la existencia del mal y del sufrimiento es el principal obstáculo para la fe en Dios y el
argumento más importante en favor del ateísmo. Parece difícil conciliar la existencia de Dios, del dispensador
clementísimo y omnipotente, con la existencia del mal, tan temible y poderoso en nuestro mundo. Este argumento, el
único serio, se ha hecho clásico. Los hombres pierden la fe en Dios y en el sentido divino del mundo, porque observan
que el mal triunfa, porque experimentan sufrimientos carentes de sentido, engendrados por dicho mal».
1. ¿Qué es el mal?
Al tratar el problema del mal en confrontación con la existencia de Dios, es preciso definir antes, con la mayor
objetividad y desapasionamiento, qué es el mal.
Los clásicos definían el mal como privación de un bien debido a un sujeto. Así lo definía santo Tomás y, antes
de él, algunos de los grandes padres de la Iglesia. Decía san Agustín: «Alejándome de la verdad, yo pensaba que iba a
su encuentro: porque no pensaba que el mal es la privación de un bien»3; «el mal no es una sustancia, porque si fuera
una sustancia sería bueno»l; «el mal no es otra cosa que la privación de un bien»5. Siendo una privación, el mal no tiene
una entidad autónoma, sino que, como tal privación, es una carencia que padece algo que de suyo es bueno.
Por lo tanto, no se da un mal absoluto, un mal por esencia y causa de todo mal. Por consiguiente, no cabe
establecer dos principios absolutos, el principio absoluto del bien y el principio absoluto del mal, como pretendía el
dualismo maniqueo. Esta concepción dualista, originaria de Persia, prende en el maniqueísmo y en sectas medievales
como los cátaros y albigenses, y es incompatible con la creencia en un Dios creador.
Si las cosas de este mundo son creadas por Dios, en cuanto tales criaturas son buenas, y el mal no podrá ser
otra cosa que las carencias que padecen cosas que de suyo son buenas. Como dice Ch. Journet, la definición del mal
como privación se ha elaborado bajo un cielo cristiano, bajo la fe en un Dios creador.
2. El mal que escandaliza
Muchos males que el hombre padece provienen del mismo hombre: el hambre, la guerra, el frío y muchas
enfermedades hoy en día curables, son responsabilidad humana, de modo que sería una hipocresía apelar a ellas para
clamar al cielo.
Sin embargo, existen males que afectan al hombre y que este no causa de modo alguno. ¿Es esto compatible
con la existencia de un Dios omnipotente y bueno? Y el dilema es tan claro como clásico: o Dios puede evitar este mal
y no lo hace (en ese caso no es un Dios bueno), o no puede evitarlo (y ello es signo de que no es omnipotente).
3. La respuesta de la razón
La razón no puede explicar plenamente el misterio del mal, pero sabe al menos una cosa: que la existencia del
mal no elimina la necesidad de la existencia de Dios. En efecto, el mal es la privación de un mal debido y se da en un
ser que de suyo es bueno.
Por mucho mal que haya en el mundo, seguirá existiendo el bien y, por mucho desorden que exista, seguirá
existiendo el orden. El mal hará que el bien y el orden de este mundo sean menores de lo que nosotros hubiéramos
deseado; pero no podrá hacer desaparecer del todo el bien, el orden y la belleza, los cuales seguirán reclamando un Dios
creador que explique y dé razón de su existencia.
A este respecto decía J. Balmes: «El mal existe, es cierto; pero la providencia existe también, no es menos
cierto; en apariencia son dos cosas que no pueden existir juntas, pero puesto que tú sabes ciertamente que existen, esta
apariencia de contradicción no te basta para negar esa existencia. Lo que debes hacer, pues, es buscar el modo con que
pueda desaparecer esa contradicción y, en caso de que no te sea posible, considerar que esta imposibilidad nace de la
debilidad de tus alcances».
Lo que debe hacer una persona razonable es preguntar si Dios en alguna parte ha hablado y nos ha explicado el
porqué y el para qué de la existencia del mal.
4. La respuesta de la revelación
La revelación cristiana nos dice que Dios no quiso el mal y que lo hizo todo bien, librando al hombre del
estigma del dolor y de la muerte. Fue el primer hombre el que, con su pecado, introdujo el mal en el mundo. Aunque no
todo dolor actual sea consecuencia del pecado original, sin embargo la enorme miseria que aflige al hombre y que
culmina en la muerte es consecuencia del mismo. La revelación de la cruz y la resurrección de Cristo son la respuesta al
mismo.
4.1.El mal injusto no tiene la última palabra
La cruz de Cristo es la respuesta más grande que se haya dado jamás al problema del mal. Dios mismo en
persona viene en la cruz a llenar con su presencia el dolor humano. La cruz de Cristo nos enseña en primer lugar que
Dios nos ama incluso cuando nos encontramos en una situación dolorosa e insoportable.
Ante el Dios de la cruz no se puede dudar, porque nos muestra un Dios que no es ajeno al dolor. Todo dolor
humano, cuando se vive desde la fe en Cristo, tiene así el contrapunto de su presencia amorosa. Lo trágico del dolor, lo
verdaderamente angustioso, es sufrirlo a solas, y lo trágico del dolor queda suprimido cuando se sufre con Cristo y en
Cristo .
Pero hay más, la cruz de Cristo es la victoria sobre el dolor. Por la resurrección de Cristo, de la que un día
participaremos también nosotros, sabemos que no hay dolor injusto que sea definitivo. La resurrección de Cristo
proclama la victoria definitiva sobre el dolor y la muerte. Proclama y anuncia a todo el mundo que el mal está
definitivamente vencido, que no tiene la última palabra, puesto que la etapa definitiva de nuestra salvación desconocerá
el azote del mal y del dolor, ya que nos espera definitivamente el triunfo y el gozo sin límites.
En múltiples ocasiones se utiliza la existencia del mal en el mundo como arma contra el cristianismo cuando,
según la doctrina cristiana, la finalidad última del hombre no es otra que el gozo eterno en el cielo, y no la instalación
perfecta en este mundo. La finalidad del cristianismo, fundamental y primordialmente, es de tipo sobrenatural y
trascendente, de tal modo que, si lo despojamos de esta vocación última, lo hacemos ininteligible.
El cristianismo no ha pretendido jamás que la finalidad última del hombre sea, en expresión de C.
Tresmontant, instalarse lo más cómodamente posible en este planeta para pasar felizmente el resto de nuestros días en
una casita con jardín. Aunque el amor por los demás nos debe llevar a suprimir en la medida de lo posible el mal que el
hombre padece, como hizo Cristo con sus curaciones, y así debemos hacer nosotros creando un mundo más justo y
habitable.
Sería una objeción válida contra el cristianismo la existencia de un mal injusto que fuese definitivo; no la
existencia de un mal que no es definitivo y que incluso Dios permite para conseguir bienes mayores.
4.2.Dios tolera el mal para sacar bienes superiores
El mal no puede ser motivo de escándalo si Dios se sirve de él para sacar bienes superiores. Una vez que el mal
apareció en el mundo, Dios podía haberlo suprimido, pero prefirió aprovecharlo para sacar de él bienes mayores:
aprovecha el mal para sus planes de bendición y misericordia. Decía san Agustín que ni el mal ni el pecado los habría
tolerado Dios si no fuera tan grande su omnipotencia y su bondad que aun del mal pudiera sacar el bien: «Dios ha
juzgado que sacar el bien del mal es mejor que no permitir la existencia de algún mal».
Desde la perspectiva del cielo, vemos cómo ciertos acontecimientos, que juzgamos como males, han servido
para nuestra salvación. Dios tiene una lógica que a nosotros, hombres de poca fe, nos parece a veces inaceptable.
4.3. El verdadero mal es el pecado
El verdadero mal para el cristiano es el pecado (mal moral), el oponerse libremente a la amistad paternal de
Dios, rechazándola hasta el fin. Pero el pecado es el precio de la libertad. Si Dios se expuso al riesgo del pecado, es
porque ha querido darnos el don magnífico de la libertad, porque sólo el amor que nace de la libertad es auténtico amor.
Dios quiere que el ser humano se realice en el amor, y el amor responsable y consciente implica
necesariamente el ejercicio de nuestra libertad. Donde no hay libertad, no hay amor verdadero.
Preguntas para el trabajo en equipoprivate 1) ¿,Hay en esta vida males que hacen clamar al cielo?
2) ¿El mal es una prueba de que Dios no existe?
3) ¿Cuál es el origen primero del mal?
4) ¿,Por qué Dios permite el mal?
5) ¿Tiene el mal la última palabra?
Bibliografía
GUERRERO J. M.,El misterio del mal, Madrid 1981.
JOURNET CH.,El mal, Madrid 1965.
SAYS J. A.,Ciencia, ateísmo y te en Dios, Pamplona 1994, 363-382.
PARA HACERLO VIDA
El problema del mal ha sido, a lo largo de la historia, una prueba y un escándalo para la fe en Dios. Desde la
literatura sapiencial del AT, el hombre se pregunta de dónde viene el mal en el mundo, puesto que Dios lo creó todo
bueno. Y el creyente sabe que no viene de Dios, sino de un drama de pecado que, al inicio de la historia, provocó la
entrada en el mundo de la servidumbre del pecado y de la muerte.
El cristiano sabe que el mal es siempre relativo, porque no existirá nunca un mal absoluto, igualable a la
bondad de Dios y ajeno a su providencia. Sabe que el mal se da dentro de una historia, que sigue en las manos de Dios
Creador y Padre y que no anulará nunca la providencia divina.
Podemos reducir a tres las posibles posturas frente al mal. Una primera sería tratar de ignorarlo. Es la filosofía
propia del budismo o de otras corrientes afines, para las cuales el mal nace del deseo y la salvación consiste en matar el
deseo e ignorar el mal. Pero el mal sigue estando ahí y sigue destilando su veneno mortal, de modo que el hombre no
puede ignorarlo metiendo la cabeza en las plumas de una ascesis despersonalizante .
La otra postura sería la de rebelarse contra él. Evitar el mal a veces por medio del progreso y la ciencia. Pero
hay ocasiones en las que choca contra su impotencia y su limitación. Entonces el hombre puede caer en la tentación de
la rebelión. El que no cree en Dios, no puede rebelarse contra él y explicará el mal simplemente como consecuencia de
la finitud humana y las leyes del mundo. Pero el que cree en Dios se pregunta cómo es posible que permita la existencia
del mal.
La tercera postura es la del creyente que lucha contra el mal con todos los medios disponibles, pero sabe
también que la existencia del mal no anula la providencia de Dios; una providencia que permite el mal pero que lo
acompaña siempre con su presencia. El cristiano sabe esto por la respuesta que Dios dio a la muerte de su Hijo. A partir
de ese momento el mal ya no tiene la última palabra, porque la tiene la resurrección de Cristo y nuestra resurrección con
él. Ningún mal será definitivo para los que creen en Dios. Si Dios sigue permitiendo el mal en el mundo es porque
«sabemos que en todas estas cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rom 8,28).
Cabe, pues, una tercera postura ante el mal: ofrecerlo. Ni ignorarlo ni rebelarse contra él conduce a ninguna
parte. Por el contrario, ofrecerlo a Dios desde la fe significa completar la pasión de Cristo, interceder por los hombres,
colaborar por ellos, redimir al mundo.
Hay una escena en el libro de Job que debiéramos volver a leer con ojos cristianos. Job se ve al final de su vida
aquejado de muchos males y dolores que, en la interpretación de su tiempo, sólo podrían deberse al castigo por sus
pecados. Sus amigos, Elifaz, Bildad y Sofar, sostienen, en efecto, dicha tesis. Pero Job sabe muy bien que no ha pecado
y desmiente la conclusión de sus amigos. Por ello no le queda otra alternativa que apelar a los caminos inescrutables de
Dios y seguir confiando en él. Dios recompensa la fe de Job devolviéndole la hacienda y los bienes.
Un cristiano sabe que los caminos de Dios son inescrutables, pero sabe algo más de él: es un Dios que ha
vivido por nosotros la cruz de su Hijo.
CAPÍTULO 10
EL FIN DEL CAMINO
Si hay algo de lo que el ser humano está seguro es de que un día va a morir. Todos los animales mueren, pero
no lo saben. La tragedia del hombre radica en que sabe que va a morir. Esto constituye para él una certeza inamovible,
de modo que, en muchos casos, lo que pretende hacer es no pensar en ello y tratar de adormecer, en la medida de lo
posible, un interrogante que no cesa nunca. La muerte es extraña y enemiga del hombre; lo primero que suprimiría de
tener poder para ello. Es el fracaso del hombre.
Pero la muerte no es un mero hecho para el futuro del hombre. En cierto modo, es algo que se anticipa en la
enfermedad, en la soledad, en el fracaso que tiene que experimentar en muchas ocasiones. Tanto es así que, muchas
veces el hombre se pregunta si esta vida tiene sentido.
El hombre moderno tiende a desdramatizar la muerte con agencias que le faciliten el enterramiento y
cementerios que parecen parques. La muerte es, hoy en día, el gran tabú del que no se habla a los niños, como antaño
era tabú la cuestión del sexo. Si se nos acerca a nuestras vidas, tratamos de olvidarla lo antes posible, para que no
trastorne el ritmo de nuestras ocupaciones y bienestar.
Es vano decir que muere el individuo, pero lo que importa es que subsiste la especie humana. A nadie puede
consolar semejante argumentación, pues el problema con la muerte es que muere el yo, mi yo personal. La tendencia del
ser humano a la felicidad choca y se trunca ante el pensamiento de su desaparición. La persona no quiere saber de
límites y de muerte, de modo que la sentirá siempre como un absurdo y un sin sentido, el absurdo que hace absurda la
vida misma, pues si no hay esperanza de salvación, la misma vida del hombre pierde su sentido.
Siguen siendo actuales las palabras de M. de Unamuno: «Si después de esta vida nos espera la nada, hagamos
que esta vida sea una injusticia»l. Él vivía atormentado por la certeza de la muerte. Quería vivir, lo deseaba con el
corazón, pero la razón no le prestaba certezas de vida: «No quiero morirme, no, no quiero, ni quiero quererlo; quiero
vivir siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por ello me tortura el
problema de la curación de mi alma, de la mía propia»2.
1. La certeza del más allá
«La fe es garantía de lo que se espera; prueba de las realidades que no se ven» (Heb ll,l). La fe no es apostar,
arriesgar, opinar; la fe implica saber. En efecto, la Iglesia sabe del más allá lo suficiente para nuestra salvación, y así lo
expresa en su liturgia: «Brilla la esperanza de una feliz resurrección; y así, aunque la certeza de morir nos entristece,
nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se
transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo» (prefacio I de
difuntos).
1.1. Inmortalidad del alma y la escatología intermedia
La te de la Iglesia ha confesado siempre que en la muerte, separación del alma y del cuerpo, el alma va
inmediatamente al encuentro con Dios, quedando en espera de reunirse con su cuerpo resucitado al final de la historia
(cf CEC 997). Es lo que se conoce con el nombre de escatología intermedia de las almas.
La afirmación de la escatología del alma separada no aparece en la historia del dogma como un influjo de la
filosofía helénica, sino en conexión con el dogma de la resurrección final de los cuerpos. Nunca la Biblia o la Iglesia
han pensado que se resucite con una corporalidad distinta de la que va al sepulcro y que tenga lugar en el momento de la
muerte. La fe de la Iglesia habla, más bien, de la resurrección de los cuerpos, los que ahora tenemos, al final de la
historia. Mientras tanto, tiene lugar la escatología de las almas.
Esto implica por tanto la confesión de una escatología intermedia de un elemento espiritual y no corporal. Ya
en el AT se da una antropología dual: los refaim (núcleo personal) van al sheol y los cadáveres (nebeletam) a los
sepulcros. No se concibe una resurrección de los muertos que no implique ambos elementos, el elemento personal y el
cadáver El libro de la Sabiduría habla de la inmortalidad del alma (cf Sab 3, 1), mientras afirma que el cuerpo es
corruptible.
Jesucristo dirá que no debemos temer a los que matan el cuerpo, sino al que puede echar al infierno cuerpo y
alma (cf Mt 10,28). Habla de un elemento corporal que es mortal y de un alma inmortal.
Pablo afirma que los que vivimos ahora seremos arrebatados a] cielo con la parusía del Señor, los muertos
serán los primeros que resucitarán con Cristo, indicando así que perviven mientras tanto (cf 1Tes 4,16-18). Él preferiría
que la muerte le encontrara con vida (de modo que sea revestido) y no muerto y en estado de desnudez corporal (cf
2Cor 5,1-1()). Mientras el cuerpo resucita al final de la historia, morir ahora es quedar sin cuerpo, en estado de
desnudez.
La Iglesia mantiene la inmortalidad del alma no por influjo de la filosofía griega, pues poco se podía apoyar en
ella, ya que en Aristóteles el alma muere juntamente con el cuerpo y en Platón se da la preexistencia y transmigración
de las almas. La Iglesia enseña la inmortalidad del alma apoyada en las afirmaciones bíblicas. Y así lo sigue haciendo
ahora en consonancia con toda la historia del dogma: «La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente
creada por Dios (cf Pío XII,Humani generis 195: DS 3896; Pablo VI, SPF 8)--no es "producida" por los padres--, y es
inmortal (cf concilio de Letrán V [1513]: DS 1440): no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de
nuevo al cuerpo en la resurrección final» (CEC 366).
La razón humana puede llegar a conocer la existencia del alma inmortal. Al demostrar que el alma es espiritual
se demuestra que es inmortal: lo que no tiene partes extensas en el espacio no se puede descomponer. Es esta
simplicidad y espiritualidad que posee el alma lo que garantiza su inmortalidad. No puede descomponerse lo que carece
de partes. La muerte puede afectar y afecta al elemento material del hombre, pero no al alma, la cual no puede
desintegrarse en partes de las que carece.
De esta naturaleza inmortal nace el deseo del más allá que posee el hombre; deseo que es signo claro de la
paradoja que vive: mientras experimenta que su cuerpo envejece, se descompone y muere, hay en él un principio
espiritual e inmortal que pregona su sed de inmortalidad como una prerrogativa que emana de su propia esencia. La
inmortalidad es una propiedad esencial del alma humana. La fe en el más allá se sustenta, pues, en la pervivencia de un
núcleo personal más allá de la muerte.
«La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina
manifestada en Cristo (cf 2Tim 1,9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del
encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución
inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro
(cf Lc 16,22) y la palabra de Cristo en la cruz al buen ladrón (cf Lc 23,43), así como otros textos del Nuevo Testamento
(cf 2Cor 5,8; Flp 1,23; Heb 9,27; 12,23) hablan de un último destino del alma (cf Mt 16,26) que puede ser diferente para
unos y para otros» (CEC 1021).
«Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que
refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (cf concilio de Lyon: DS 857-858; concilio de Florencia: DS
130413()6; concilio de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf Benedicto
XII: DS 1000-1001; Juan XXII: DS 990), bien para condenarse inmediatamente para siempre (cf Benedicto Xll: DS
1002)» (CEC 1022). Esto implica un juicio particular de cada hombre que no hemos de presentar como realizado en un
tribunal sino que, ante la presencia de Dios, el pecador se ve como tal.
El Credo del pueblo de Dio enseña sobre la escatología del alma: «Creemos que las almas de todos aquellos
que mueren en la gracia de Cristo (tanto las que todavía tienen que ser purificadas con el fuego del purgatorio como las
que son recibidas por Jesús en el paraíso enseguida que se separan del cuerpo, como el buen ladrón, constituyen el
pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida totalmente el día de la resurrección, en el que estas almas se
unirán con sus cuerpos» (n. 28).
1.2. Resurrección le los cuerpos
La Iglesia, al hacer una afirmación de la resurrección de los cuerpos, se apoya fundamentalmente en la
resurrección de Cristo, vencedor de la muerte, como pudo comprobarlo en sus apariciones, como dirá Pablo. Jesús
mismo tuvo que defender la doctrina de la resurrección ante los saduceos (cf Mt 22,23-33).
La resurrección de los muertos tendrá lugar al final de la historia, con la venida del Señor en la parusía. Así lo
ha confesado la Iglesia en toda su historia desde el símbolo Quiumque hasta el Credo del pueblo de Dios y el Catecismo
de la Iglesia católica: «En el último día», en el acontecimiento de la parusía del Señor (CEC 1001).
Según la fe de la Iglesia, resucitaremos con los mismos cuerpos que ahora tenemos, pero transfigurados en
gloria: «Cristo resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis mano.s y mis pies; soy yo mismo" (Lc 24,39); pero él no
volvió a una vida terrena. Del mismo modo, en él, "todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora" (concilio
de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será "transfigurado en cuerpo de gloria" (Flp 3,21), en "cuerpo espiritual"
(1Cor 15,44)» (CEC 999).
Este realismo de la fe cristiana es el que hacía decir a san Ireneo: «Que nos digan los que afirman lo contrario,
es decir, los que contradicen a su salvación: ¿en qué cuerpo resucitaron la hija muerta del gran sacerdote y el hijo de la
viuda al que llevaban muerto cerca de la puerta de la ciudad y Lázaro que había estado ya en la tumba cuatro días?
Evidentemente, en aquellos mismos cuerpos en que habían muerto; porque si no hubiera sido en aquellos mismos, no
habrían sido ya estos muertos los mismos que resucitaron».
Y esta es también la Fides Damasi: «Creemos que el último día hemos de ser resucitados por él en esa misma
carne en que ahora vivimos» (DS 70) y la confesión de León IX: «Creo también en la verdadera resurrección de la
misma carne que ahora llevo» (DS 684). Y la profesión de fe prescrita a los valdenses: «Creemos en la resurrección de
esta carne que llevamos y no de otra» (DS 797).
Solía decir san Agustín que, en la polémica contra el cristianismo, nada era más rechazado por los paganos que
la doctrina de la resurrección de los cuerpos, a lo que respondían los padres de la Iglesia:
-Dios, que creó al hombre de la nada, tiene poder para resucitarlo: él sabe cómo y de dónde resucitarlo;
-Dios puede resucitar nuestros cuerpos corrompidos, como es capaz de hacer milagros por encima de las leyes
de la naturaleza;
-recurren a imágenes, como la de la semilla, expuesta por Pablo, siempre resulta esclarecedora. Esta imagen
sirve para explicar la continuidad y la transformación que supone la resurrección de nuestros cuerpos.
2. Vida eterna
2.1. Cielo
«Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre
con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven "tal cual es" (1Jn 3,2), cara a cara (cf 1Cor 13,12; Ap
22,4)» (CEC 1023).
Fue la resurrección y la ascensión de Cristo las que abrieron el cielo. Cristo rompió el tiempo y abrió el cielo,
asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad (cf CEC 1026).
«Esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María,
los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo"» (CEC 1024). Vivir en el cielo, dice Pablo, es estar con
Cristo (Flp 1,23).
El magisterio ha hablado frecuentemente del cielo'. Para Benedicto XII los que van al cielo «ven la esencia
divina con una visión intuitiva y cara a cara, y por esta visión gozan de la esencia divina..., son verdaderamente
bienaventuradas las almas de los que salieron de este mundo y tienen visión y descanso eterno» (DS 1000).
Hoy en día se habla poco del cielo. Entregados a las tareas y disfrutes del mundo, al oír hablar del cielo, se
pone cara de resignación y de pena. Hemos sido creados para el cielo y ponemos cara de resignación ante lo único que
puede llenar al hombre en sus aspiraciones más profundas.
Cuando veamos a Dios, el hombre tendrá ante sí la Verdad, la Bondad y la Belleza infinitas, de modo que sólo
entonces conseguirá el descanso definitivo para su búsqueda de felicidad. Ante el disfrute de Dios, en la visión
beatífica, no necesitará ni deseará jamás otra cosa. Por fin, habrá colmado su anhelo definitivamente. Y no será posible
el aburrimiento, dado que este sólo se da cuando el objeto de nuestro disfrute es limitado, porque llega un momento en
que ya no hay secretos ni sorpresas. Con Dios, verdad y belleza infinitas, el hombre tendrá la sensación de una plenitud
infinita, pero siempre nueva, pues no podrá acabar nunca con su disfrute por lo ilimitado de Dios.
Hay en Navarra una leyenda en torno al monasterio de Leyre que narra las dudas sobre el cielo de un viejo
abad llamado Virila. Pensaba que el cielo era aburrido. Y ocurrió que, oyendo a un pájaro cantar en una fuente, se
detuvo allí un rato, embelesado por la belleza de la escena. Al cabo de poco tiempo, volvió al monasterio y no lo pudo
reconocer: todo había cambiado. Habían pasado trescientos años. A él tampoco le reconocieron. Entonces comprendió
lo que es el cielo.
En el cielo estaremos acompañados de la presencia de todos los bienaventurados, compartiendo con ellos el
gozo de nuestra salvación. Ahora están los santos, la Iglesia triunfante que intercede continuamente por nosotros. La
Escritura emplea, sobre todo, la imagen del banquete de bodas para expresar la alegría del cielo: «Lo que ni el ojo vio,
ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» ( I Cor 2,9).
Aunque en el cielo no habrá generación humana ni la exclusividad del amor que tiene aquí el matrimonio,
llegaremos a conocer a los nuestros y a gozar de su amistad, tan perfecta y dilatada en Cristo que no tendrá sombra
alguna de exclusividad y parcialidad. El amor será profundo e íntimo, universal y completo. La visión de Dios impedirá
que nuestro gozo quede empañado por la condenación de algún ser querido. En la contemplación del Infinito no es
posible resquicio alguno de tristeza.
2.2.Purgatorio
La Iglesia ha mantenido y definido la existencia del purgatorio. Según Benedicto XII gozarán de Dios los que hayan
purificado lo que tenían que purificar en el purgatorio. Pablo VI lo enseña en el Credo del pueblo de Dios. Y se habla
también de él en el Catecismo de la Iglesia católica: «Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero
imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una
purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo» (CEC 1030).
«La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo
de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al purgatorio sobre todo en los concilios de
Florencia (cf DS 1304) y Trento (cf DS 1820; 1580)» (CEC 1031).
Decía el cardenal Ratzinger que, si no existiera.el purgatorio habría que inventarlo, «porque hay pocas cosas
tan espontáneas, tan humanas, tan universalmente extendidas (en todo tiempo y en toda cultura) como la oración por los
propios allegados difuntos».
Pero el purgatorio tiene una clara razón de ser: el pecado deja una serie de huellas que es preciso curar. Esto es
justamente, el purgatorio: la oportunidad de reconvertir toda nuestra persona antes del encuentro con Dios. No podemos
entender el purgatorio como un infierno en pequeño o un castigo de Dios; es la necesidad misma de purificación de
aquellas heridas que el pecado deja en nosotros, a no ser que hayamos muerto ya santos y purificados. Aun arrepentidos
de nuestros pecados, necesitamos esta purificación e intercedemos con Cristo por nuestros difuntos.
2.3.Infierno
«Jesús habla con frecuencia de la "gehenna" y del "fuego que nunca se apaga" reservado a los que, hasta el fin
de su vida, rehúsan creer y convertirse y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf Mt 10,28). Jesús anuncia
en términos graves que "enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad..., y los arrojarán al horno
ardiendo" (Mt 13,41-42), y que pronunciará la condenación: "Alejaos de mí, malditos al fuego eterno!" (Mt 25,41)»
(CEC 1034)
Partiendo de los textos evangélicos, el magisterio confiesa la existencia del infierno en el símbolo Quicumque
(DS 76), definida por el concilio de Letrán IV, (DS 801) y la bula Benedictus Deus (DS 1000), la enseña el Vaticano II
(LG 48). Dice el Credo del pueblo de Dios: «Los que respondieron al amor y piedad de Dios irán a la vida eterna, pero
los que lo rechazaron hasta el final, serán destinados al fuego que nunca cesará» (12).
«La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en
estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del
infierno, "el fuego eterno". La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente
puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira» (CEC 1()35).
«Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios significa permanecer
separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión
con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra"infierno"» (CEC 1033).
El infierno sólo se puede entender como la situación de aquellos que se autoexcluyen del perdón de Dios,
aquellos que, en su soberbia, no quieren arrepentirse de sus pecados y no se dejan perdonar por Dios. Dios hace
milagros con una persona que se arrepiente, pero no puede salvar al que no quiere arrepentirse. Este es el gran misterio:
el modo como Dios respeta la libertad de la persona. Uno no se condena por el mero hecho de tener unos pecados
mortales cuanto por la decisión de no querer arrepentirse de ellos. Es su soberbia la que condena al hombre.
Es fácil para el hombre moderno creer en un Dios abuelo que todo lo perdona, porque el hombre no conoce la
hondura y la seriedad del pecado, y termina haciéndose un Dios a su medida, al que se atreve a llevar a su tribunal.
Es frecuente decir que el infierno es sólo una posibilidad, que no hay condenados de hecho y que no pertenece
a la potestad del magisterio de la Iglesia enseñar sino lo que está en la línea de la salvación. Si fuéramos lógicos,
comenta C. pozo, habría que concluir que la Iglesia no habría podido definir nada sobre el infierno. De hecho, cuando
en el Vaticano 11, un obispo pidió que se dijera que hay condenados de hecho, la comisión contestó diciendo que
bastaba con repetir las palabras de Cristo («irán», «se condenarán»), dando a entender que hay condenados.
No se puede dudar de ese Dios que se entregó por nosotros en la cruz, pero tampoco se puede abusar. El que se
ríe de ese Dios y del perdón que nace de la cruz, se cierra la única puerta que hay de salvación.
Si la Iglesia habla del infierno es porque Cristo habló de él. Los santos han sido los que, al conocer
profundamente la hondura del amor de Dios, han creído más en el infierno, porque nadie como ellos ha conocido la
seriedad del pecado como ofensa personal a él. Teresa del Niño Jesús, que sufría al pensar en los condenados, se
consolaba pensando que en el infierno no estaría nadie que no debiera estar.
Frecuentemente se hacen caricaturas del infierno como si alguien pudiera condenarse simplemente por
descuido o por ignorancia. No hemos de entender el fuego en un sentido material, pero junto al sufrimiento por la
pérdida de Dios (pena de daño), se añadirá la frustración de haber perdido la finalidad de nuestra existencia (pena de
sentido), distinción dogmática: en el infierno no sólo se dará una separación de Dios, sino que no se podrá realizar la
finalidad natural por la que el hombre, de forma siempre perfectible y continua, puede construir la verdad, el bien y la
belleza, al no poder realizarlas, vivirá la frustración total de su existencia.
2.4. Juicio final
«La resurrección de todos los muertos, "de los justos y de los pecadores" (He 24,15), precederá al juicio final.
Esta será "la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para
la vida y los que hayan hecho el mal, para la condenación" (Jn 5,28-29). Entonces, Cristo vendrá "en su gloria
acompañado de todos sus ángeles... Serán congregadas delante de él todas las naciones y él separará a los unos de los
otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda... E irán
estos a un castigo eterno y los justos a una vida eterna" (Mt 25,31-32.46)» (CEC 1038).
«El juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá
lugar; sólo él decidirá su advenimiento. Entonces, él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva
sobre toda la historia» (CEC 1040).
2.5. Cielos nuevos y tierra nueva
«Al fin de los tiempos el reino de Dios llegará a su plenitud. Después del juicio final, los justos reinarán para
siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado» (CEC 1042).
La Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a esta renovación misteriosa que transformará a los hombres
y al mundo en la parusía final del Señor. La persona recuperará su cuerpo, el mismo que ha tenido aquí, pero en el que
no habrá ya huella de sufrimiento o muerte. Y gozará de una felicidad, una paz y una comunión perfecta no sólo con los
demás salvados (también los condenados resucitarán al final), sino con el mismo cosmos que, también él, tiene la
esperanza de ser liberado de la servidumbre de la corrupción y de ser transformado en la gloria de Cristo (cf Rom 8,19-
23): este mundo no va a ser aniquilado, sino que participará también de la gloria de Cristo.
El cielo no será por tanto una realidad física, sino un estado de felicidad para nuestro cuerpo, ahora glorificado,
y nuestro espíritu. Allí encontraremos también los frutos buenos de nuestra diligencia, transformados, limpios de toda
mancha y purificados, cuando Dios sea todo en todos (cf CEC I 050).
El cielo no es un sitio, es Dios encontrado por el hombre: «Dios es "la realidad última" de la criatura. Como
alcanzado es cielo; como perdido, infierno; como examinante, juicio; como purificante, purgatorio. Es aquel donde lo
finito muere y por lo que para él y en él resucita».
Será, pues, la consumación de la historia, la victoria definitiva sobre el sufrimiento y la muerte. Ignoramos el
momento en que esto sucederá. Sabemos que tendrá lugar con la segunda venida del Señor y que el mundo participará
entonces de la gloria de su resurrección: «Y vi un cielo y una tierra nueva» (Ap 21,1). María Santísima, asunta ya en
cuerpo y alma a los cielos, es una anticipación de la transformación gloriosa que tendremos también nosotros. Mientras
tanto, la Iglesia sigue luchando en el mundo por esa patria feliz y continúa todavía la lucha contra el maligno, aunque lo
podamos ya vencer en Cristo.
«Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de
numerosos creyentes (cf Lc IX,8; Mt 24,12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf Lc 2
1,1 2; Jn 1 5, 1 920) desvelará el "Misterio de iniquidad" bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a
los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura
religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudomesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo
colocándose en el lugar de Dios y de su mesías venido en la carne"» (CEC 675).
«Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la
esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio
escatológico» (CEC 676).
«El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf Ap 13,X) en forma de un
proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf Ap 20,7-10)» (CEC
677).
3. ¿Existe la reencarnación?
Llama la atención el modo como se ha extendido la creencia en la reencarnación que el budismo comparte con
el hinduismo. Por reencarnación se entiende la doctrina según la cual el espíritu muerto retorna a la carne según la ley
del karma, por la cual se paga en una reencarnación las faltas cometidas hasta que, suficientemente purificado, uno
queda liberado ya de la carne.
La idea de la reencarnación es incompatible con el cristianismo, pues este enseña que el destino del hombre es
morir una sola vez (cf Heb 9,27) y la doctrina de la resurrección consiste, precisamente, en la salvación de todo el
hombre, incluido el cuerpo con el que hemos vivido.
Si existiera la reencarnación, cada uno de nosotros recordaría algo de su vida anterior, lo cual va contra la
experiencia común. Entonces, ¿,en qué se basa la creencia en la reencarnación y el entusiasmo por las religiones del
oriente? Personalmente creo que se deben al deseo de seguir creyendo en el más allá, pero evitando el encuentro con un
Dios personal que nos pueda juzgar. Es una forma de creer sin comprometerse, porque son religiones que carecen
propiamente de moral y de un Dios personal.
«Habrás de ordenarte en toda cosa como si luego hubieres de morir. Si tuvieres buena conciencia, no temerías
mucho la muerte. Mejor sería morir de nuestros pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás
mañana?» (1,23,1).
El cristiano sueña con el cielo, porque sabe que es la felicidad auténtica para la que hemos sido hechos. Piensa
y medita en él deseándolo profundamente, preparándose para él día a día, luchando contra el pecado y viviendo en
gracia: «Por lo que conocemos aquí nos es fácil imaginar el grado de esplendor de allá arriba. Un rostro, un cuerpo
perfecto de mujer, una melodía que electriza las fibras de nuestro ser, un caballo de raza, la embriaguez del esquí, el
esplendor de las noches o de los días de sol, la impresión de plenitud física del mar o del desierto, la satisfacción del
esfuerzo o de una obra cumplida, una página, un cuadro, una estatua que despierta en nosotros resonancias secretas, un
alma de muchacha o de monje, todo lo que constituye la belleza del mundo, nuestra alegría o exaltación, todo lo que
podemos amar a través del más minúsculo reflejo de Dios, todo eso no es más que podredumbre frente a la belleza que
será nuestra y para la que estamos hechos».
SEGUNDA PARTE
Sacramentos
CAPÍTULO 11
SACRAMENTOS
1. La redención de Cristo continúa
Si la salvación realizada por Cristo es la salvación que tiene que llegar a todos los hombres, es lógico que
Cristo pensase en el medio que lo hiciera posible. Así es como nace la Iglesia, como sacramento universal de salvación,
garantía de la continuidad de la redención de Cristo entre los hombres. Pues bien, la Iglesia, sacramento de Cristo, se
realiza en los sacramentos de la salvación.
Hemos de huir de los sacramentos concebidos de una forma cosificante: «Un sacramento es un acto personal
del mismo Cristo que nos abraza en el plano de la visibilidad terrestre de la Iglesia»'. Cristo abandonó su presencia
visible entre nosotros por una presencia nueva en el seno de la Iglesia por la fuerza del Espíritu; una presencia invisible,
pero más eficaz que la que tuvo en Palestina.
2. Cristo, sacramento original de Dios
Dios Padre nos ha bendecido desde el principio con todas las intervenciones salvíficas que ha realizado en la
historia y que culminan en la muerte y resurrección de Cristo. Cristo, Verbo encarnado, es el sacramento del Padre en
cuanto que, en la visibilidad de su carne, hace presente la salvación de Dios. Es el sacramento por excelencia.
El encuentro con Cristo es el encuentro salvífico con Dios mismo, porque personalmente es el hijo de Dios.
Encontramos en el misterio de Cristo un doble movimiento: sus actos humanos son signo del amor misericordioso y
santificador de Dios mismo (dimensión descendente), pero al tiempo son actos de culto y adoración a Dios Padre en un
corazón humano. En la persona de Cristo se realiza, por tanto, el acto de salvación de la humanidad y el acto perpetuo
de adoración a Dios por la humanidad, ambos realizados por la persona del Verbo hecho carne.
Ahora bien, Cristo en la tierra se encontraba en estado de humillación okénosis; todavía no había Espíritu (cf
Jn 7,39), pues aún no había sido glorificado. Jesús no es constituido en Señor (en gloria) y donador del Espíritu hasta
que el Padre lo glorifica. Cristo en la cruz se entrega al Padre por nuestros pecados y el Padre acepta su sacrificio
resucitándolo, de modo que de la mutua entrega de ambos nace para la Iglesia el don del Espíritu. A Pascua la sigue
Pentecostés como un fruto maduro.
Cristo glorificado, fuente del Espíritu Santo, es la clave para entender su presencia en los sacramentos:
«Sentado a la derecha del Padre y derramando el Espíritu Santo sobre su cuerpo, que es la Iglesia, Cristo actúa ahora
por medio de los sacramentos, instituidos por él para comunicar su gracia» (CEC 1084). Toda la actividad celeste de
Cristo es una intercesión ante el Padre y un culto al Padre, y por ello, es también una emisión constante del Espíritu
sobre su Iglesia. El misterio pascual de Cristo se perpetúa eternamente en el cielo: «El acontecimiento de la cruz y de la
resurrección permanece y atrae todo hacia la vida» (CEC 1085).
Cristo puede estar ya entre nosotros con esa presencia suya glorificada y fuente perenne del Espíritu. Hay así
una gama de presencias suyas en el seno de la Iglesia: «Para llevar a cabo una obra tan grande--la dispensación o
comunicación de su obra de salvación--, Cristo está siempre presente en su Iglesia, principalmente en los actos
litúrgicos. Está presente en el sacrificio de la misa, no sólo en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio
de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz, sino también, sobre todo, bajo las especies eucarísticas.
Está presente con su virtud en los sacramentos de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está
presente en su palabra, pues es él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura. Está presente,
finalmente, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: "Donde están dos o tres congregados en
mi nombre, allí, estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20) (SC 7)» (CEC 1088).
Pero la acción de Cristo y del Espíritu en los sacramentos es recíproca: si la presencia de Cristo glorificado en
los sacramentos nos da el Espíritu, es el Espíritu precisamente el que hace posible esta presencia de Cristo entre
nosotros. El Espíritu, por medio de la palabra, «recuerda» a la Iglesia todo lo que Cristo ha hecho por nosotros. Es lo
que llamamos anámnesis. Pero la liturgia no sólo recuerda, sino que hace presentes los acontecimientos de salvación.
Ello lo hace invocando(epíclesis) al Espíritu para que, por ejemplo, transforme el agua y el vino en el cuerpo y la sangre
de Cristo. Así, el Espíritu interviene en la liturgia para hacer presente entre nosotros el acontecimiento mismo de la
pascua.
De este modo, la liturgia hace presente el designio salvífico de Dios, realizado en el misterio pascual de Cristo,
para que los fieles vivan de él y lo testimonien en el mundo. Ahora entendemos lo que son los sacramentos: encuentros
con Cristo glorificado, el cual, estando presente en la acción simbólica de la Iglesia, nos da el don de su Espíritu. Cristo,
por su humanidad glorificada, puede seguir entre nosotros mostrándose, no en su propia corporalidad, sino haciéndose
presente por medio de símbolos que él instituye, la Iglesia pone y son garantía de nuestro encuentro salvífico con él.
Cristo glorificado asume unas realidades corporales, puestas por la Iglesia, para salir a nuestro encuentro.
Cristo es alguien que ha muerto y se ha ausentado de nosotros, pero justamente por estar glorificado es por lo
que puede utilizar en el tiempo y en el espacio ciertos símbolos humanos como mediación de su amor salvador. Cristo
glorificado no sólo no está sometido a limitación alguna, sino que domina la historia y el cosmos para hacer de ellos la
mediación de sus encuentros con nosotros. Esos son los sacramentos.
Comprendemos así lo que es la liturgia, «el ejercicio del sacerdocio de Cristo. En ella, los signos sensibles
significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el cuerpo místico de Jesucristo, es decir,
la cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (SC 7). En la liturgia Cristo eternamente sacerdote ejercita su
sacerdocio unido a su pueblo sacerdotal que es la Iglesia: «Realmente, en esta obra tan grande, por la que Dios es
perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa, la Iglesia»
(SC 7). Así en la liturgia terrena tomamos parte de la liturgia celestial hacia la que nos dirigimos como peregrinos y en
la que Cristo esta sentado a la diestra de Dios como ministro del
santuario verdadero (cf SC 8).
3. Signos de Cristo y de la Iglesia
3.1. Signos de Cristo
Los sacramentos son signos de Cristo por un doble motivo: porque son signos que él ha instituido como
medios de nuestro encuentro con él y porque a través de ellos es él mismo quien obra en persona.
Cristo ha instituido los sacramentos. En el bautismo, la eucaristía, el perdón de los pecados y el ministerio del
orden, tenemos por parte de Cristo la voluntad explícita de instituir unas acciones suyas como mediadoras de su gracia.
Pero cabe suponer también la voluntad de Cristo respecto de otras acciones, al menos de una forma implícita.
Si tenemos en cuenta, por ejemplo, la costumbre apostólica de ungir a los enfermos (cf Sant 5,14-15) y
recordamos la voluntad de Cristo de que las curaciones mesiánicas se transmitieran a la Iglesia, cabe suponer una
voluntad implícita en este sentido.
Otro tanto podríamos decir cuando, ante la realidad resquebrajada del matrimonio en su tiempo, Cristo explica
que ahora, con la llegada del reino, se puede realizar la vocación profunda del matrimonio y sus exigencias (cf Mt 19,3-
9). Se ve clara la voluntad de Cristo de que el Reino y su gracia impregnen esta realidad. Durante su vida, Cristo
prometió el Espíritu a los apóstoles, de modo que la Iglesia toma conciencia de que tiene el deber de transmitir ese
Espíritu.
Es a la Iglesia a la que toca discernir, entre las celebraciones litúrgicas, aquellas que en sentido propio son
sacramentos instituidos por Cristo (cf CEC 111 7). En varios sacramentos ha sido la Iglesia la que ha determinado el
signo, pero en todo caso ha sido Cristo el que ha dado la orientación sacramental y la significación primordial de cada
sacramento.
Los sacramentos son también signos de Cristo porque son acciones suyas. Esto es lo que significa la expresión
de que obran ex opere operato, es decir, que los sacramentos realizan lo que significan, confieren la gracia
independientemente de la santidad del ministro que confiere el sacramento. Se trata sencillamente de que los
sacramentos son acciones de Cristo glorificado, cuya eficacia está por ello garantizada.
San Agustín tuvo que afrontar el problema de los donatistas, los cuales no aceptaban la validez de un
sacramento conferido por un sacerdote indigno, a lo que responde: «Cuando Pedro bautiza, es Cristo el que bautiza».
Siempre que un sacramento es celebrado conforme a la intención de la Iglesia, el poder y la eficacia de Cristo están
garantizados.
Lo que la Iglesia quiere expresar con esta fórmula es que el sacramento es un medio objetivo de gracia y
santificación. Es cierto que el sacramento no puede ejercer su fruto si no encuentra en el sujeto receptor una disposición
de fe, pero la eficacia intrínseca del sacramento no depende finalmente de tal disposición. Dicho de otra forma, el
sacramento no actúa su efecto sin la disposición de fe, pero no debe su eficacia a esta disposición.
En el caso del bautismo de un niño, es claro que no es : capaz de tener una disposición de fe, pero es la Iglesia
la que presta su fe. La existencia de un niño está sostenida por los mayores, y su fe está también sostenida por la fe de
los mayores: «Esto significa que en el sacramento conferido por la Iglesia al niño, toda la comunión de los santos, en el
cielo y en la tierra, en unión con Cristo, se agrupa en torno a él para pedir en su favor a Dios la gracia mediante la
oración cultual del sacramento, de modo que ese sacramento confiera por decirlo así en segunda instancia al niño la
gracia implorada».
La gracia sacramental es la gracia del Espíritu Santo dada por Cristo en virtud de cada sacramento. Es la gracia
de Cristo, la única que existe, pero garantizada por el signo de Cristo y conferida precisamente para aquellas situaciones
de la vida (nacimiento, mayoría de edad, matrimonio, muerte etc.) en las que el hombre necesita una mayor ayuda de
Dios. Dios no nos deja sin su gracia, ni siquiera en la situación de pecado (penitencia). Dios configura así nuestra vida a
la suya por medio de los sacramentos.
3.2. Signos de la Iglesia
Los sacramentos son también signos de la Iglesia. Existen por ella, porque ella los pone. Y para ella, porque
existe gracias a ellos. Los sacramentos constituyen y manifiestan a la Iglesia como sacramento de Cristo.
En el signo que la Iglesia pone hay fundamentalmente dos elementos: la palabra y el gesto, siendo ambos
imprescindibles y necesarios. Un gesto sin más, sin la palabra que explique su significado y la fe de la Iglesia, sería un
gesto sin sentido. Es en la fe de la Iglesia, expresada a veces de forma deprecativa (epíclesis) a Dios, como el acto de la
redención se hace presente en un gesto determinado: «Viene la palabra sobre el elemento, y se hace el sacramento».
Los sacramentos, cuando los realiza la Iglesia, poseen la doble dimensión eternamente sacerdotal de Cristo
glorificado. Por un lado, la acción sacramental es una acción de culto que la Iglesia presenta al Padre por Cristo, al
tiempo que, al recibir la gracia, es un acto de santificación para toda la comunidad eclesial. Los sacramentos son
acciones de todo el cuerpo místico en el sentido de que son acciones de Cristo en y por su Iglesia: Cristo, con su Iglesia,
implora al Padre la gracia para aquel que recibe el sacramento, y al mismo tiempo santifican a la Iglesia.
La dimensión eclesial del sacramento se esclarece también por lo que se llama el carácter sacramental, porque
confiere una configuración con Cristo sacerdote en virtud del cual nacen las diversas funciones de los fieles en el seno
de la Iglesia: «Los tres sacramentos del bautismo, de la confirmación y del orden sacerdotal confieren además de la
gracia un carácter sacramental o "sello", por el cual el cristiano participa del sacerdocio de Cristo y forma parte de la
Iglesia según estados y funciones diversos. Esta configuración con Cristo y con la Iglesia realizada por el Espíritu es
indeleble (concilio de Trento: DS 1609); permanece para siempre en el cristiano como disposición positiva para la
gracia, como promesa y garantía de la protección divina y como vocación al culto divino y al servicio de la Iglesia. Por
tanto estos sacramentos no pueden ser reiterados» (CEC 1 121).
El "carácter", en la cultura antigua, era un signo, un sello de reconocimiento que indicaba pertenencia y
propiedad. Era marcado el soldado que pertenecía al emperador o el esclavo de un señor. Esto implicaba una adhesión a
una comunidad determinada, y el propietario se comprometía a la defensa de su protegido.
Con el tiempo, se fue comprobando que había sacramentos que nunca se renovaban (bautismo, confirmación,
sacerdocio) y así se comprendió que producían un efecto más profundo, una particular participación en el sacerdocio de
Cristo, en cuanto cabeza del cuerpo místico (sacerdocio ministerial) o en cuanto miembro del mismo (sacerdocio
bautismal). No se trata, por tanto, de una mera designación jurídica.
El sacerdote ministerial, configurado con Cristo en cuanto cabeza del cuerpo místico, puede obrar in persona
Christi, es decir, que representa a Cristo mismo en cuanto cabeza del cuerpo místico. De esta forma, está al servicio del
sacerdocio bautismal. Por el carácter bautismal el seglar pertenece a Cristo, quedando incorporado a su cuerpo místico
como miembro. Y es sacerdote en el sentido de que tiene que consagrar toda su vida a Cristo y ejercer de mediador
entre Cristo y el mundo.
4. Sacramentos de la vida eterna
En los sacramentos la Iglesia recibe ya la prenda de la gloria futura, participa ya en la vida eterna aguardando
la venida del Señor y pidiendo que vuelva (cf CEC 1130): «Ven, Señor Jesús» era una de las exclamaciones de la
Iglesia antigua en sus celebraciones (1Cor 16,22).
CAPÍTULO 12
SACRAMENTOS DE LA INICIACIÓN CRISTIANA
Los sacramentos del bautismo, la confirmación y la eucaristía constituyen los sacramentos de la iniciación
cristiana, en analogía con el origen, crecimiento y sustento de la vida natural. En la antigüedad se hacía una catequesis
de adultos que suponía una larga preparación e instrucción en la fe y que culminaba en la celebración de los
sacramentos de la iniciación cristiana. Hoy en día, el bautismo es fundamentalmente bautismo de niños, por lo que el
catecumenado es posbautismal.
1. Bautismo
«¿Ignoráis que cuando fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con
él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por
medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6,3-4).
El simbolismo de estar sumergidos en la muerte de Cristo era más claro en la liturgia antigua, que celebraba el
bautismo en el baptisterio. Hoy en día también en oriente se sigue haciendo el bautismo por inmersión (no olvidemos
que baptizein significa «sumergir»). Los catecúmenos eran sumergidos tres veces en el agua, mientras el ministro decía:
«Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Previamente, el catecúmeno se había despojado de sus vestidos (el hombre viejo), de modo que era bautizado
desnudo, y al salir, recibía la vestidura blanca que simbolizaba la nueva vida que había recibido en Cristo. Se expresa
así todo el simbolismo del hombre viejo que muere con la muerte de Cristo y resucita con él a la vida nueva (cf Ef 4,21-
24). El cristiano renunciaba así a la vida de pecado, al afán de poder o dinero, para seguir la vida nueva en Cristo.
1.1. Simbolismo del agua
El agua, en el mundo judío, posee el doble simbolismo de ser a la vez instrumento de salvación y de
destrucción. El agua, como criatura de Dios, es fuente de vida y fecundidad pero significa también diluvio y
destrucción. Si el agua de manantial simboliza la vida, el agua del mar es también símbolo de muerte.
Los santos padres veían en el paso del mar Rojo la liberación de la esclavitud de Egipto, signo de la liberación
obrada por el bautismo. Dice el Ritual romano en la bendición del agua bautismal que tiene lugar en la Vigilia pascual:
«Oh Dios, que hiciste pasar a pie enjuto por el mar Rojo a los hijos de Abrahán, para que el pueblo liberado de la
esclavitud del faraón fuera imagen de la familia de los bautizados».
Pero todo este simbolismo del agua culmina en la obra de Cristo, el cual termina su vida pública, haciéndose
bautizar en las aguas del Jordán. Emprende así el camino del siervo de Yavé que carga con los pecados de la
humanidad. Y el Espíritu que se cernía sobre las aguas de la primera creación, desciende ahora sobre Cristo, que inicia
la nueva creación, al tiempo que el Padre manifiesta a Jesús como «el Hijo amado» (Mt 3,16-17).
Cristo se había referido a su pasión como bautizo con el que tenía que ser bautizado (cf Mc 10,38). Y Juan ve
en el agua y la sangre que brotan del costado de Cristo crucificado la figura del bautismo y la eucaristía'. Cristo, que
había explicado a Nicodemo la necesidad de nacer de nuevo, mediante el agua y el Espíritu (cf Jn 3,3-6), confiere esa
misión a los apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20).
Este agua con la que la Iglesia bautiza es consagrada con una oración de epíclesis (invocación al Espíritu) para
que descienda sobre ella el poder del Espíritu Santo y el bautizado nazca del agua y del Espíritu.
1.2. Gracia bautismal
La gracia que se confiere en el bautismo tiene la doble dimensión de librarnos de la esclavitud del pecado original y los
pecados personales (dimensión sanante) y hacernos hijos en Cristo y miembros de la Iglesia (dimensión elevante).
a) Liberación del pecado: «Por el bautismo,todos los pecados son perdonados, el pecado original y todos los
pecados personales, así como todas las penas del pecado (cf DS 1316). En efecto, en los que han sido regenerados no
permanece nada que les impida entrar en el reino de Dios, ni el pecado de Adán, ni el pecado personal, ni las
consecuencias del pecado, la más grave de las cuales es la separación de Dios» (CEC 1263).
La Iglesia ha mantenido siempre que el bautismo implica la liberación del pecado y de su instigador el diablo
(cf CEC 1237), por lo que pronuncia sobre él varios exorcismos. Ungido con el óleo de los catecúmenos o bajo la
imposición de la mano del ministro, el candidato renuncia explícitamente a Satanás, para pasar así a confesar la fe de la
Iglesia.
b) Adopción filial: pero la gracia bautismal, al tiempo que libera al hombre del pecado original y de los
pecados personales, nos hace hijos adoptivos de Dios en Cristo mediante el Espíritu Santo. Nos introduce así en el seno
mismo de la santísima Trinidad, confiriéndonos, junto con la gracia santificante, las virtudes infusas de la fe, la
esperanza y la caridad, así como los dones del Espíritu Santo.
Aquí comienza la vida filial del cristiano. Es la nueva vida en Cristo que confiere el don del Espíritu y que
tiene en el rito un gesto especial mediante la unción con el santo crisma, óleo perfumado y consagrado por el Espíritu,
que significa el don del Espíritu. El bautizado, en efecto, es un ungido del Espíritu.
c) Incorporación a la Iglesia. El bautizado queda incorporado a la Iglesia en cuanto que, por el bautismo,
participa del sacerdocio de Cristo y se hace por ello mismo «linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo
adquirido, para anunciar las alabanzas de aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,9).
El bautismo imprime así en el cristiano un sello indeleble (carácter) de su pertenencia a Cristo, en cuanto que
le configura como miembro de su cuerpo místico, le consagra para el culto cristiano y le capacita para dar testimonio de
una vida santa. Con este sello queda marcado para la vida eterna. Este sello no lo borra ningún pecado posterior, aunque
el pecado impida dar al bautizado frutos de salvación.
Este carácter le confiere al bautizado una serie de derechos en la Iglesia: recibir los sacramentos, ser
alimentado con la palabra de Dios y sostenido por los otros auxilios espirituales (CEC 1269); pero implica también la
responsabilidad de confesar a Cristo entre los hombres y de participar en la vida apostólica de la Iglesia.
Este carácter no lo posee un pagano no bautizado, aunque a él pueda llegar la gracia de Cristo por caminos que
Dios conoce. Así el no bautizado se encuentra en inferioridad de condiciones, en cuanto que no sólo carece de la
palabra y de los sacramentos, sino que no tiene la incorporación visible a Cristo por la que adquiere como una promesa
de protección divina (cf CEC 11 2 1 ).
1.3. Necesidad del bautismo
El bautismo es necesario para la salvación: «La Iglesia no conoce otro medio que el bautismo para asegurar la
entrada en la bienaventuranza eterna; por eso está obligada a no descuidar la misión que ha recibido del Señor de hacer
"renacer del agua y del Espíritu" a todos los que pueden ser bautizados. Dios ha vinculado la salvación al sacramento
del bautismo, pero su intervención salvífica no queda reducida a los sacramentos» (CEC 1257).
Se puede salvar uno también por el bautismo de sangre: por haber sufrido el martirio en virtud de la fe. O por
el bautismo de deseo, o bien por que se tenía el deseo explícito de recibir el bautismo, o bien porque, ignorando el
evangelio, pero llevando una vida digna (con la gracia), cumple la voluntad de Dios según él la conoce: «Se puede
presumir que semejantes personas habrían deseado explícitamente el bautismo si hubiesen conocido su necesidad»
(CEC 1260).
La Iglesia confía los niños muertos sin bautismo a la misericordia de Dios, pues su deseo de que todos los
hombres se salven y el cariño de Cristo por los niños nos permiten pensar que haya un camino de salvación para los
niños que mueren sin bautismo (cf CEC 1261).
La necesidad del bautismo es tal, que una persona no bautizada puede bautizar válidamente si tiene la intención
de hacer lo que la Iglesia hace y emplea la fórmula bautismal (cf CEC 1256).
1.4.Bautismo de los niños
La práctica de bautizar a los niños está atestiguada explícitamente desde el s. II. San Agustín llama a dicha
práctica: «Costumbre de nuestra madre la Iglesia». La razón fue la conciencia que la Iglesia había adquirido de que los
niños, si bien no tienen pecados personales, nacen con el pecado original. Por otro lado, influía la conciencia de que
reciben la gracia Inestimable de ser hijos de Dios y miembros del cuerpo místico de Cristo.
Es cierto que el niño todavía no tiene fe. Surge así una objeción frecuente: «¿No sería mejor dejar al niño sin
bautizar hasta que, de mayor, pudiera hacer una opción personal?».
Sin embargo, al niño que se deja sin bautizar no se le deja en una situación neutral, pues permanece en
situación de pecado original y alienación de Dios.
Se le priva, además, del carácter sacramental que le confiere un sello de pertenencia a Cristo y una garantía de
su protección y su gracia.
Es cierto que de mayor todo bautizado tiene la responsabilidad de hacer suya la gracia recibida, pero el no
bautizado está ya de hecho condicionado hacia una opción negativa.
Los padres que dan a sus hijos lo mejor en el plano material, no pueden olvidar lo que es indispensable en la
vida interior y deben comprometerse con ello a una educación posterior.
La fe no es algo individual y solitario: se cree en la Iglesia y con la Iglesia, y es la Iglesia la que toma la tarea
de educar a ese niño en la fe por medio de los padrinos. El niño vive la fe como vive todo lo demás: en dependencia de
los adultos, por eso su existencia tiene que estar sostenida, en todo momento, por la fe de los mayores.
Se suele apelar al respeto de la libertad del niño. Pero la libertad no queda dañada cuando se la pone en
condiciones para su mejor ejercicio, de la misma manera que la libertad no queda lastimada porque se le den a una
persona todas las medicinas que necesita. El niño podrá, y deberá elegir, el día de mañana, su camino y su libertad
deberá ser respetada. Pero si elige el camino contrario a la fe (algo que habrá que respetar), dicha elección no dejará de
ser un mal objetivo. La salvación es algo que libremente se elige, pero que no se crea cuando se elige, porque es un
hecho conferido gratuitamente por Dios (cf He 4,12).
2. Confirmación
La confirmación es también un sacramento de la iniciación cristiana que lleva a su plenitud la gracia bautismal:
a los bautizados «el sacramento de la confirmación les une más íntimamente a la Iglesia y les enriquece con una
fortaleza especial del Espíritu Santo. De esta forma se comprometen mucho más, como auténticos testigos de Cristo, a
extender y defender la fe con sus palabras y obras» (LG 11).
2.1. El Espíritu prometido
El Espíritu Santo había sido prometido para los tiempos mesiánicos (cf Is 11,2), pero esta efusión del Espíritu
no estaba destinada sólo al mesías, sino a todo el pueblo mesiánico (cf Ez 36,25-27). Cristo prometió la efusión del
Espíritu, y fue en Pascua cuando, de la entrega de Cristo al Padre y su aceptación en el amor, nació para la Iglesia el don
del Espíritu.
Desde el principio la Iglesia confería el don del Espíritu mediante la imposición de las manos (He 8,15-17)1.
2.2. La unción
A la imposición de las manos la Iglesia primitiva añadió muy pronto la unción con óleo perfumado (crisma), de
modo que en la Iglesia de Oriente se llama a este sacramento «crismación», mientras que el nombre de confirmación, en
la Iglesia latina, sugiere la función de completar al bautismo (cf CEC 1289).
La unción tiene un rico simbolismo, pues el aceite es símbolo de abundancia, alegría y agilidad (unción de los
atletas y luchadores) y es también signo de curación. En el AT eran ungidos sobre todo los profetas y reyes, pero el
ungido por antonomasia sería el mesías (que justamente significa ungido:Christos significa «ungido» en griego). Cristo
es el ungido, de Dios con el Espíritu Santo, y el cristiano es un ungido de Cristo. Llamarse cristiano es llamarse ungido.
En el rito romano, el obispo extiende la mano sobre el confirmando como signo del don del Espíritu y hace la
unción del santo crisma en la frente, diciendo: «Recibe por esta señal el Espíritu».
El bautismo y la confirmación formaban juntos en la Iglesia primitiva el rito de la cristianización, la iniciación
en el misterio de la Iglesia y la incorporación al misterio de Cristo. En oriente siguen siendo dados juntos los dos
sacramentos. de modo que la confirmación la confiere el mismo sacerdote que bautiza. En occidente se separaron por el
deseo de reservar al obispo el acto de conferir la plenitud del bautismo (cf CEC 129()). En oriente se destaca más la
unidad de la iniciación cristiana, mientras que en occidente se resalta la conexión del cristiano con el obispo (cf CEC
1292).
Perpetúa la gracia de pentecostés por la relación que guarda con este misterio: mientras el bautismo se
relaciona directamente con la muerte y resurrección de Cristo, la confirmación tiene su unión con el misterio de
pentecostés.
Cristo por su muerte y resurrección, ha sido ya constituido en poder y glorificado por el Espíritu, también el
bautismo, que nos configura con la muerte y resurrección de Cristo, nos confiere el Espíritu Santo: si somos hechos
hijos de Dios, lo somos en virtud del Espíritu que se nos confiere.
Igual que pentecostés tiene por parte de Cristo una significación histórica, en cuanto que es en pentecostés
cuando ejerce para la Iglesia su poder soberano de enviar al Espíritu, así la confirmación significa para el cristiano la
participación plena del Espíritu: «En la confirmación somos realmente constituidos en poder" como miembros de la
Iglesia, y en nuestra calidad de hijos de Dios, participamos en la Iglesia visible de la plenitud del Espíritu y de la misión
del Espíritu propia de ella, y participamos de este modo en el misterio de pentecostés del mismo Cristo».
2.3. La gracia de la confirmación
La confirmación lleva a su plenitud la gracia del bautismo como Pentecostés es la fiesta de la fecundidad de
Pascua. Esto significa una mayor abundancia del Espíritu en nosotros, que nos une más firmemente a Cristo
introduciéndonos más a fondo en la filiación divina.
Este sacramento supone además un mayor perfeccionamiento del carácter bautismal, en cuanto que nos
configura más a fondo con el sacerdocio de Cristo. Somos constituidos como miembros de la Iglesia «en poder»,
recibiendo una fuerza especial del Espíritu «para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como
verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y para no sentir jamás vergüenza de la
cruz» (CEC 1303).
Este sacramento, que en el rito latino lo confiere el obispo o un delegado suyo a los jóvenes «en la edad del uso
de la razón», exige para su recepción, además del estado de gracia, una adecuada preparación.
3. Eucaristía
Hablar de la eucaristía es hablar del centro mismo de la vida cristiana, de la clave de nuestra fe y de nuestra
vida en Cristo.
A finales del s. IV, en una ciudad del norte de África llamada Abitene, un grupo de cristianos, que vivían la
eucaristía en casa de un tal Emérito, fue sorprendido y llevado a los jueces. Estos le preguntan a Emérito si ignora las
penas que están reservadas a los que dejan celebrar la eucaristía en sus casas. Respondió: «Sí, lo sé, pero quisiera decir
una cosa: "Nos podéis quitar el ganado, las casas, el dinero, pero la eucaristía no, porque sin la eucaristía no podemos
seguir"».
Lo que aquel hombre sencillo sabía o intuía de este misterio, ha quedado expresado en el Vaticano II del
siguiente modo: «En la santa eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona,
nuestra pascua y pan vivo, que, en su carne vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da vida a los hombres que de
esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas, juntamente con
él» (PO 5).
En la eucaristía uno no se encuentra sólo con Cristo en persona, sino con su mismo sacrificio redentor, para
hacerlo suyo y ofrecerlo al Padre en su nombre, y ganar así para el mundo toda la gracia que necesita: «Nuestro
Salvador, en la última cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre,
para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su esposa amada, la Iglesia, el
memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el
que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura» (SC 47).
3.1. Institución de la Eucaristía
Jesús celebró la pascua según el ritual judío. De hecho, aun cuando Juan dice que la cena de Jesús con sus
discípulos tuvo lugar antes de la fiesta de pascua, lo cierto es que la cena de Jesús está dentro de la celebración del
pueblo judío y se halla ritualmente influida por ella.
Los tres sinópticos hablan de la preparación cuidadosa de la cena: los discípulos preguntan a Jesús dónde
quiere que preparen la cena de pascua, Jesús envía a Pedro y a Juan a preguntar al dueño de la casa dónde la celebrarían.
Esta celebración tuvo lugar «cuando se hizo tarde»", «cuando llegó la hora» (Lc 22,14). El mismo Señor menciona la
pascua: «He deseado vivamente comer esta pascua con vosotros antes de mi pasión» (Lc 22,15). Jesús hace alusión a
diferentes ritos de la pascua judía: primera copa (cf Lc 22,17), la copa después de cenar, que era la tercera copa y se
llamaba «copa de bendición», porque se unía a la solemne bendición y alabanza a Yavé y al rezo de los Salmos''. Jesús
aprovecha el rito de bendición del pan. Por último, las palabras de Jesús: «Haced esto en conmemoración mía» tienen
un trasfondo en el memorial judío.
a) Las palabras de Jesús en la última cena. Las traen los tres sinópticos. Sin embargo, el relato escrito más
antiguo es el que Pablo nos trae en su primera Carta a los corintios. Escrita entre los años 54-57, en ella Pablo hace
referencia a la predicación que transmitió a los corintios en torno a los años 50-51. Transmite la doctrina sobre la
eucaristía con el procedimiento rabínico de la parádosis (transmisión), refiriéndose a una tradición que se remonta al
Señor y que, junto con el relato que nos aportan Mateo y Marcos, constituían tradiciones antiquísimas (cf 1Cor 11,23-
25).
Los relatos sobre la institución de la eucaristía provienen de dos tradiciones: la de Mateo-Marcos y la de Pablo-
Lucas. A pesar de sus diferencias, coinciden sin embargo en lo esencial. Tienen un colorido totalmente semita (romper
el pan, entregado por vosotros, la alianza, el memorial, etc.) y están exentos de toda añadidura superflua. Reflejan sin
duda, por su concisión y sencillez, el uso litúrgico que de ellas se hacía.
Lo que Jesús ha hecho en la última cena es tomar el rito de la bendición del pan y pronunciar sobre él unas
palabras sorprendentes y nuevas: «Este es mi cuerpo que se da por vosotros». Igualmente, Jesús ha aprovechado la
tercera copa y sobre ella ha dicho de nuevo: «Este cáliz es la nueva alianza de mi sangre». Y, en ambos casos, Jesús ha
añadido: «Haced esto en memoria mía».
b) Significado de los gestos y palabras de Jesús. Jesús realiza esta cena el día anterior a su muerte en la cruz;
muerte que va a consumar de forma definitiva la alianza de Dios con los hombres. Moisés había tomado la sangre de
unos toros para sellar la antigua alianza, diciendo: «Esta es la sangre de la alianza que Yavé ha hecho con vosotros» (Éx
24,8). Ahora Cristo dice sobre la copa de bendición: «Este es el cáliz de la nueva alianza en mi sangre» (1Cor 11,25).
He aquí la nueva alianza anunciada por Jeremías, la alianza definitiva, sellada esta vez no con la sangre de toros, sino
con la sangre del mismo Cristo. Lo que las palabras de Cristo dan a entender es que él es el cordero inmolado con cuya
sangre se celebra la nueva y definitiva alianza.
En efecto, los sinópticos hablan de la sangre que va a ser derramada. La versión de Mateo y Marcos viene a
decir que va a ser derramada «por los muchos» (hebraísmo que significa «por todos»), aludiendo con ello a la función
del siervo de Yavé que, siendo inocente, había de cargar con los pecados de Israel. El siervo se entrega también por los
muchos (cf Is 53,11-12) .
Con la sangre de Cristo tendrá lugar el sacrificio u oblación pura que sería el sacrificio perfecto de la era
mesiánica (cf Mal 1,10 ss). Es el sacrificio que se ofrecerá a Yavé «en todo lugar», el sacrificio del hijo de Dios, hecho
hombre.
Este es, pues, el contexto de los gestos y palabras de Jesús en la última cena. Pero queda todavía una pregunta
fundamental para hacernos sobre el significado profundo de las mismas: ,las palabras de Cristo tienen un valor
puramente simbólico, de modo que lo que Jesús hizo en la última cena sería una mera referencia al sacrificio que va a
consumar en la cruz o, por el contrario, tienen un contenido real? ¿Cuál es el alcance de lo que Cristo hizo en la cena?
Ciertamente, en las palabras de Cristo hay algo de especial, único y misterioso, porque mientras en frases
como: «Yo soy la vid», «yo soy el camino», etc., el sentido simbólico queda claro inmediatamente, en las palabras de
institución de la eucaristía no se puede decir lo mismo. En las frases de sentido simbólico, lo que se comunica es una
enseñanza. Pero si Jesús en la cena se hubiese limitado a dar una enseñanza, una interpretación de su muerte, no tendría
sentido el mandato de reiteración: «Haced esto en memoria mía».
Entramos así en el concepto de memorial. El memorial judío (zikkaron) no se limitaba a evocar los hechos
salvíficos de Dios, sino que los hará presentes en la nueva circunstancia. La pascua judía, como memorial, mientras
recuerda el pasado y suscita el agradecimiento efectivo del pueblo hacia Dios, que lo ha liberado de la esclavitud de
Egipto, compromete a Dios mismo a «recordar», a hacer revivir para su pueblo, de modo eficaz, los prodigios que llevó
a cabo en el pasado. Se trata de una acción que actualiza la salvación de Dios.
Este memorial recibe en el NT un sentido nuevo, porque en la eucaristía ya no se hace simplemente presente la
liberación de Dios, sino el sacrificio mismo redentor de Cristo en la cruz (cf 1364).
Cristo instituye la eucaristía como memorial de su sacrificio en la cruz. Se sitúa en el marco de la cena pascual
momentos antes de morir en la cruz. En la cena pascual se consumía el cordero que se había inmolado en el templo y,
de esta forma, se participaba en la pascua. Ahora, Cristo toma el pan y el vino de la antigua pascua y lo pone en relación
directa con su cuerpo y sangre que se van a inmolar por nosotros en la cruz, dándolos a comer a los suyos y diciendo:
«Esto es mi cuerpo, esto es mi sangre». Si les diera un mero símbolo, no les haría realmente partícipes de la nueva
pascua sellada en su sangre. Los judíos nunca participaban en la pascua mediante un mero símbolo, sino mediante la
consumición de la víctima (el cordero) que se había inmolado en el templo.
Por eso la Iglesia ha entendido siempre de forma real las palabras de Cristo: «Esto es mi cuerpo, esto es mi
sangre», porque sin la presencia real de Cristo como víctima que se da a comer no habría participación real en el
sacrificio de la nueva y definitiva alianza.
La última cena viene a ser una anticipación sacramental de lo que va a ocurrir en la cruz. Cristo, bajo el
simbolismo del pan y del vino, ofrece ya su cuerpo y sangre al Padre y, bajo ese mismo simbolismo, los da a comer a
los suyos, de modo que por esta comida se hagan partícipes de su entrega sacrificial, entrega que se va a consumar de
forma cruenta en la cruz.
c) Aportación de Pablo y Juan. Esta participación realista en el sacrificio de Cristo por medio de la eucaristía es la que
defiende Pablo en su primera Carta a los corintios. Trata aquí de si un cristiano puede comer la carne inmolada a los
ídolos. De suyo, dice, se puede comer, porque los ídolos no existen. Sólo en caso de verdadero escándalo para otros
habría un verdadero motivo para abstenerse (cf 1Cor 10,283).
No se puede, sin embargo, tomar parte en los banquetes oficiales paganos que tienen lugar inmediatamente
después del sacrificio, pues esto constituiría un acto de verdadera idolatría, no porque se entre en comunión con los
dioses, que no existen, sino porque se entra en comunión con el demonio (cf 1Cor 10,21). No puede entrar en comunión
con el demonio el que por la eucaristía está en comunión con la sangre de Cristo: «El cáliz de bendición que
bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es acaso comunión con el cuerpo
de Cristo?» (1Cor 10,16). Así, pues, el pan y el cáliz son participación en el cuerpo y la sangre de Cristo. Y justamente
por esta participación nace la unidad de los cristianos como un solo cuerpo (cf 1Cor 10,17).
Siguiendo esta interpretación, Pablo afirma que quien come el pan y bebe el cáliz indignamente se hace reo no
sólo del cuerpo, sino de la sangre del Señor (cf 1Cor 11,27). Por ello exhorta a los fieles a discernir «el cuerpo del
Señor», a recibirlo dignamente so pena de incurrir en condenación (cf 1Cor 11,28-29).
Este sentido queda corroborado por las palabras de Jesús que leemos en Juan (cf Jn 6,51-68), que entiende
estas palabras en sentido eucarístico. De otro modo, habría seguido hablando del «pan del cielo» y no habría empleado
la fórmula «carne-sangre», que recuerda la fórmula eucarística de los sinópticos. De hecho, son muchos los que se
marchan escandalizados por las palabras de Jesús (cf Jn 6,67).
La Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, ha entendido en sentido realista las palabras de Cristo sobre el pan y el
vino: «Esto es mi cuerpo, esto es mi sangre», y ha comprendido claramente que lo que Cristo pretendió con la
celebración de la última cena era dejarnos el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, para perpetuar por los siglos el
sacrificio de la cruz.
3.2. Eucaristía como sacrificio
La eucaristía es el mismo sacrificio de Cristo en la cruz que ha dejado a la Iglesia para que esta lo haga suyo y
se ofrezca con Cristo al Padre, ganando así para la Iglesia y el mundo todas las gracias que necesita. Es la fuente de la
gracia, como lo es el sacrificio redentor de Cristo.
a) La fe de la Iglesia. La Iglesia primitiva entendió desde un principio que el sacrificio eucarístico era el
sacrificio perfecto de la era mesiánica que se ofrecería a Yavé en todo lugar (cf Mal 1,10 ss): «Y el domingo, al
reuniros, romped el pan y decid la eucaristía después de haber confesado vuestros delitos, a fin de que sea puro vuestro
sacrificio. Todo aquel que tuviere contienda con su amigo no se reúna con nosotros hasta que estén reconciliados, para
que no se manche vuestro sacrificio. Porque esto es lo que dijo el Señor: "En todo lugar y tiempo ofrézcase a mi
sacrificio limpio, porque soy gran Rey, dice el Señor, y mi nombre es admirable entre los gentiles».
Los santos padres recurren con frecuencia a este tema. Ven en el sacrificio eucarístico el cumplimiento de
todas las profecías y figuras sacrificiales del AT. Resaltan el carácter sacrificial de la eucaristía por su unidad con el de
la cruz.
Quizás el texto más famoso sobre la unidad del sacrificio de la eucaristía con el de la cruz es un texto de san
Juan Crisóstomo, atribuido a san Ambrosio en la Edad media, decisivo para comprender el carácter sacrificial de la
misa: «Pues, ¿qué? ¿Acaso no presentamos oblaciones todos los días? Ciertamente, pero al hacerlo hacemos
conmemoración de su muerte, y esta oblación es una, no muchas. ¿Cómo puede ser una y no muchas? Porque fue
ofrecida una sola vez... Siempre ofrecemos el mismo cordero, no hoy uno y mañana otro, sino siempre el mismo. Y por
esta razón el sacrificio es siempre uno; de lo contrario, ya que se ofrece en muchas partes, tendría también que haber
muchos Cristos.
Pero de ningún modo, sino que en todas partes es uno el Cristo, que está entero aquí, y entero allí, un solo
cuerpo. Como Cristo, que se ofrece en muchas partes de la tierra es un solo cuerpo y no muchos cuerpos, así también es
uno el sacrificio. Nuestro pontífice es aquel que ofreció la hostia que nos purifica. Y ahora ofrecemos también aquella
misma hostia que entonces fue ofrecida y que jamás se consumirá; esto se hace en memoria de lo que entonces sucedió:
"Haced esto en memoria mía". No hacemos otro sacrificio, como lo hacía entonces el pontífice, sino que siempre
ofrecemos el mismo, o mejor, hacemos conmemoración del sacrificio».
El concilio de Trento, cuando quiso salir al paso de la doctrina protestante que negaba que la eucaristía fuese
sacrificio, respondió diciendo que en la eucaristía se hace presente(repraesentatur) el sacrificio de Cristo en la cruz (cf
DS 1 740).
Es cierto que, después, la teología perdió esta perspectiva y, con el afán de explicar contra los protestantes que
la eucaristía es sacrificio, acudió a una noción general de sacrificio para mostrar que así se realiza en la eucaristía. De
este modo se entendía que la eucaristía es sacrificio, un sacrificio distinto, aunque relativo al de la cruz. Fue un
desenfoque de la eucaristía que hoy ya ha sido superado.
El magisterio último de los papas, el Vaticano 11 y el Catecismo de la Iglesia católica confiesan sin ambages
que el sacrificio de la misa es el mismo de la cruz: la eucaristía es un sacrificio «porque representa (hace presente) el
sacrificio de la cruz» (CEC 1366), de modo que el «sacrificio de Cristo y el sacrificio de la eucaristía son un único
sacrificio» (CEC 1367).
b) Explicación teológica. La Carta a los hebreos dice que el sacrificio de Cristo en la cruz es único y definitivo
sacrificio de expiación por los pecados. Por lo tanto, si la misa es sacrificio de expiación, tiene que ser el mismo de la
cruz pues, de ser distinto, el de la cruz no habría sido único y definitivo.
El problema es mostrar cómo un sacrificio que tuvo lugar hace dos mil años se hace presente aquí. La
respuesta la tenemos en la propia carta: en ella vemos que el sacrificio de Cristo es un sacrificio histórico y de
expiación, perfecto y definitivo, único, irrepetible y eterno. Cristo se entregó de una vez por todas en la cruz; pero esa
entrega fue aceptada por el Padre en virtud de la resurrección, de modo que de una forma gloriosa perdura eternamente
en el cielo.
Como el sacerdote de la antigua ley entraba una vez al año en el santuario del templo para presentar la sangre
inmolada, Cristo. por su propia sangre, ha entrado en el santuario celeste (cf Heb 9,24), y en él perdura la única
oblación de su cuerpo por la que todos hemos sido salvados (cf Heb 7,23-25).
Es el mismo sacrificio de Cristo en la cruz el que, aceptado por el Padre en la glorificación de su Hijo, perdura
de forma gloriosa en el cielo y es esta misma víctima gloriosa y esta eterna acción sacerdotal de Cristo las que se hacen
presentes en la eucaristía.
Lo que ocurre sobre el altar es que el sacrificio de Cristo, que se perpetúa en el cielo, se hace presente en él, en
la medida en que se hace presente la misma víctima (bajo las especies eucarísticas) y el mismo sacerdote (Cristo), pues
su acción eternamente sacrificial pasa ahora por la mediación del sacerdote oferente: la misma víctima, el mismo
sacerdote y la misma acción sacrificial. Sólo cambia la forma externa. Así pues, porque el sacrificio de Cristo se
perpetúa en el cielo, es por lo que se puede hacer presente en el altar.
Nunca se repite el único sacrificio de Cristo sino que lo hacemos presente repetidas veces para participar de él.
Una vez hecho presente el sacrificio de Cristo sobre el altar, la Iglesia lo hace suyo para ofrecerlo al Padre y ofrecerse a
sí misma como víctima junto con Cristo (cf CEC 1368). De esta forma, la Iglesia puede hacer suyo el sacrificio de
Cristo y, al ofrecerlo al Padre, puede ganar para sí misma y para el mundo las gracias que necesita.
Aquí nace la gracia, por eso el Vaticano II dice que la liturgia (particularmente la eucaristía) es la fuente y el
culmen de la vida cristiana. Es el culmen porque en ella tiene que culminar toda nuestra vida, ofrecida como hostia con
Cristo al Padre. Y es también la fuente, porque de ahí nace la gracia que necesitamos para la vida cristiana. Es así como
la Iglesia, al igual que María al pie de la cruz, participa en el sacrificio de Cristo para redimir al mundo.
A la eucaristía vamos a redimir al mundo. A ella llevamos nuestro propio sacrificio (representado en el pan)
para ofrecerlo con Cristo al Padre. A ella debemos llevar toda nuestra vida, sacrificios, trabajos, y de esta forma
redimimos al mundo. Si a la eucaristía no llevo mi propio sacrificio, se convierte entonces en un aburrido espectáculo.
Sólo cuando vamos a misa para redimir al mundo con Cristo víctima es cuando la podemos entender y vivir.
3.3. La presencia eucarística
Toda la tradición de la Iglesia entendió el verbo es de las palabras de Cristo en la eucaristía («esto es mi
cuerpo, esto es mi sangre») con la misma fuerza con la que entendió que Jesús de Nazaret es Dios.
Ya desde el principio, Ignacio de Antioquía explicaba que los docetas se apartan de la eucaristía porque no
confiesan que «la eucaristía es la carne de nuestro salvador Jesucristo, la que padeció por nuestros pecados, la que por
su fragilidad resucitó el Padre».
La razón de esto habría que buscarla en una doble dirección:
•sin la presencia real de Cristo como víctima, no se puede entender que eucaristía sea el mismo sacrificio de la
cruz;
•la eucaristía no hace sino prolongar entre nosotros la encarnación.
Juan nos da a entender que el pan vivo bajado del cielo (encarnación) es el que se da a comer en la eucaristía:
usa el mismo término para la eucaristía(sarx: sangre) que para la encarnación: «El Verbo se hizo carne(sarx)» (Jn 1,14).
La eucaristía es, por tanto, la prolongación sacramental de la encarnación.
a) Presencia real, pero no física. En este sacramento tenemos una presencia especial de Cristo, pues Cristo no
está presente en él simplemente por su acción, como en los otros sacramentos, sino con todo su ser, puesto que es la
prolongación sacramental de la encarnación. Ningún problema habría si la presencia de Cristo en este sacramento fuese
una presencia por su acción. Pero la Iglesia confiesa, de acuerdo con las palabras de Cristo, que este sacramento es el
cuerpo del Señor. ¿,Cómo entender esto'?
Los santos padres solían ya advertir a los fieles que no confiaran en las apariencias del pan y del vino, sino en
las palabras de Cristo, las cuales tienen tal fuerza que cambian, transforman, «transelementan» el pan y el vino en el
cuerpo y ]¿I sangre de Cristo, porque la virtud que realiza esto es la misma virtud de Dios omnipotente que al principio
del tiempo creó el universo de la nada.
Son muchos los testimonios que podríamos aportar. Baste citar uno. de san Ambrosio, obispo de Milán:
«Convenzámonos de que esto (el pan consagrado) no es lo que la naturaleza formó, sino lo que la bendición consagró, y
que la fuerza de la bendición es mayor que la de la naturaleza, porque con la bendición aun la misma naturaleza se
cambia. Por lo tanto, la palabra de Cristo que ha podido hacer de la nada lo que no existía, (,no puede acaso cambiar las
cosas que ya existen en lo que no eran? Pues no es menos dar a las cosas su propia naturaleza que cambiársela».
Fausto de Riez (s. VI), con su homilía Magnitudo, que habla ya de conversión substancial, tuvo un influjo
decisivo en la Edad media. Concilios como los dos Romanos (1059 y 1079), Lateranense IV (1215), Constanza (1415),
Florencia ( 1439) y Trento recalcaron la doctrina de la presencia real y la transubstanciación.
¿Cómo entender esta conversión? Con los sentidos captamos las cosas de este mundo en sus propiedades
sensibles (olor, color, etc). Es la percepción que también tienen los animales. Pero nosotros, los hombres, captamos algo
más. Por nuestra inteligencia captamos que son una realidad, es decir, que tienen una subsistencia propia, que existen
independientemente de nosotros. Este es el ser que las cosas han recibido de Dios por creación. Pues bien, esto es lo que
cambia en la transubstanciación: las especies eucarísticas (lo que experimentamos del pan y del vino) han perdido su
propia autonomía ontológica para no ser sino signo mediador de una nueva realidad, la del cuerpo y sangre de Cristo.
Ha cambiado el sustento ontológico, mientras siguen las mismas apariencias o fenómenos.
Cuando hablamos de conversión sustancial de ningún modo queremos suprimir el misterio, sino precisamente
situarlo en sus implicaciones: no podemos creer sin un contenido y sin saber lo que creemos. Ante lo que perciben
nuestros sentidos por un lado y lo que la fe nos dice por otro no podemos reprimir en nuestro interior la pregunta
espontánea: ¿qué son en realidad los elementos eucarísticos consagrados? Si afirmamos en serio que lo que aparece
como pan y vino es en realidad el cuerpo y la sangre de Cristo, llegamos a la conversión sustancial.
Cristo entero, es decir, su cuerpo, sangre, alma y divinidad, están presentes bajo cualquiera de las especies de
pan y vino puesto que Cristo no está ahora muerto sino glorificado, y todo su ser corporal se halla unido a su divinidad.
Asimismo, Cristo entero está en cada una de las partes en que se pueda dividir el pan y el vino. Lo que se multiplican
son las especies eucarísticas, no el cuerpo de Cristo, único y común denominador de todas ellas en virtud de la
consagración.
Nuestro problema con la presencia eucarística de Cristo nace del hecho de que imaginamos la presencia de este
cuerpo y, al hacerlo, nos la representamos de forma física (también nos imaginamos a Dios Padre con un rostro de
anciano). Sin embargo, el cuerpo de Cristo presente en este sacramento es su cuerpo resucitado y, como tal, no tiene
dimensiones físicas ni ocupa lugar. Se trata de un cuerpo espiritualizado (cf 1Cor 15,40ss).
Hay también otra limitación de nuestra imaginación:
imaginamos la causalidad de Dios como la nuestra, que es una causalidad configurativa de las cosas (cambiamos su
forma). No, la causalidad de Dios es creadora. Dios obra a otro nivel, y sólo de él depende que las cosas existan y dejen
de existir: sólo él da la subsistencia a todo lo que existe y sólo él puede cambiarla (transubstanciación).
b) Presencia permanente. Más allá de los límites de la celebración eucarística. Esta convicción ha nacido, sin
duda alguna, de la confesión de que la eucaristía es la carne del Señor; afirmación que desde un principio corrió en boca
de los cristianos como un eco perenne y vivo de las palabras de Cristo .
En clara correspondencia, la Iglesia primitiva exhortaba solícitamente a los fieles a conservar con suma
diligencia la eucaristía que llevaban a los enfermos. Existía también la costumbre de llevarse a casa la eucaristía para
comulgar en los días en los que no se podía asistir a la celebración eucarística. Los fieles creían que pecaban si algún
fragmento caía por negligencia, y Novaciano reprueba al que «saliendo de la celebración dominical y llevando consigo,
como se suele, la eucaristía, lleva el cuerpo santo del Señor de aquí para allá», corriendo a los espectáculos y no a casa.
Esta costumbre de llevarse a casa la eucaristía estaba más justificada en tiempo de persecución o en caso de vida
monástica. Los residuos que quedaban de la eucaristía para el día siguiente eran considerados como fuente de salvación.
Cirilo de Alejandría sostiene que en este caso «ni se altera Cristo..., ni se muda su sagrado cuerpo, sino que persevera en
él la fuerza. la potencia y la gracia vivificante».
Hoy en día existe la práctica en la Iglesia de llevar la comunión a los enfermos. Aun cuando los fieles deben
procurar comulgar en la misma celebración eucarística, los sacerdotes deben dar la comunión incluso fuera de la misa a
los fieles que la piden con causa justa.
La Iglesia fue tomando conciencia de esta presencia, de modo que en el s. XIII, Urbano IV, con la bula
Transsiturus (11-10-1264) proclamaría la fiesta del Corpus Christi. Y es por esta época cuando se compuso el himno,
atribuido a santo Tomás, Adoro te devote, lleno de piedad y profundidad:
Te adoro devotamente, oculta deidad, que bajo estas sagradas especies te ocultas verdaderamente: a ti
mi corazón totalmente se somete, pues al contemplarte, se siente desfallecer por completo.
La vista, el tacto, el gusto, son aquí falaces, sólo con el oído se llega a tener fe segura. Creo todo lo
que ha dicho el hijo de Dios: nada más verdadero que esta palabra de Verdad.
Pablo VI dice en el Credo del pueblo de Dios: «Durante el día, los fieles no omitan el hacer la visita al
santísimo sacramento, que debe estar reservado en un sitio dignísimo con el máximo honor en las iglesias, conforme a
las leyes litúrgicas, puesto que la visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo nuestro Señor
allí presente, pues (Cristo) día y noche está en medio de nosotros, habita con nosotros, lleno de gracia y de verdad (cf Jn
1,14); ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles, incita a su imitación
a todos los que se acercan a él, a fin de que con su ejemplo aprendan a ser mansos y humildes de corazón, y a buscar no
las cosas propias, sino las de Dios. Cualquiera, pues, que se dirige al augusto sacramento eucarístico con particular
devoción y se esfuerza en amar a su vez con prontitud y generosidad a Cristo, que nos ama infinitamente, experimenta y
comprende a fondo, no sin grande gozo y aprovechamiento de espíritu, cuán preciosa sea la vida escondida con Cristo
en Dios (cf Col 3,3) y cuánto valga entablar conversaciones con Cristo: no hay cosa más suave que esta, nada más
eficaz para recorrer el camino de la santidad (...). Estamos obligados por obligación ciertamente suavísima a honrar y
adorar a la hostia santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que estos no pueden ver y que sin embargo se
ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos».
Este culto, recuerda Juan Pablo II, debe manifestarse en todo encuentro nuestro con el Santísimo Sacramento,
tanto cuando visitamos las iglesias, como cuando las sagradas especies son llevadas o administradas a los enfermos. Son
muy diversas las formas como la Iglesia expresa este culto a Cristo sacramentado: plegarias personales ante el
santísimo, horas de adoración, exposiciones breves o prolongadas, bendiciones eucarísticas, congresos, la procesión del
Corpus, de tanta raigambre en nuestra patria.
En este sentido, «la animación y robustecimiento del culto eucarístico son una prueba de esa auténtica
renovación que el Concilio se ha propuesto y de la que es el punto central... La Iglesia y el mundo tienen una gran
necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a
encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No
cese nunca nuestra adoración» (ib).
3.4. Banquete eucarístico
Para Pablo, los que participamos de un mismo pan formamos una misma familia (cf 1Cor 10,17), y según santo
Tomás el efecto de este sacramento es la unidad de la Iglesia. H. de Lubac, solía repetir que, si es cierto que la Iglesia
hace la eucaristía, lo es todavía más que la eucaristía hace a la Iglesia. En este sacramento, dice la Didaché, el pan es
fruto del trigo recogido de los campos como símbolo de la Iglesia que es recogida de todas las extremidades de la tierra
La eucaristía no sólo simboliza la unidad de la Iglesia, sino que la crea, porque, al incorporarnos a Cristo por la
comunión, nos incorporamos plenamente a su cuerpo místico. No deja de ser significativo que el mismo término
«cuerpo místico», que en un principio designaba al cuerpo misterioso de Cristo presente en este sacramento (en la Edad
media), pasara a designar al cuerpo de la Iglesia.
Todavía tiene un efecto más la comunión del cuerpo de Cristo: el cuerpo de Cristo que comulgamos es su cuerpo
glorificado en la resurrección y convertido en instrumento de la misión vivificante del Espíritu. Por ello llamamos a la
eucaristía prenda de la gloria futura y anticipación de la vida eterna: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida
eterna, y yo le resucitaré en el último día» (Jn 6,55).
Ignacio de Antioquía llamaba a la eucaristía «medicina de inmortalidad, alimento contra la muerte, alimento de
vida eterna en Jesucristo»30, pero fue sobre todo san Ireneo de Lyon el que desarrolló este aspecto de la eucaristía. Los
gnósticos, en el s. 11, negaban la resurrección de nuestra carne, e Ireneo de Lyon les argumentaba del siguiente modo:
«¿Cómo decís que nuestra carne no ha de resucitar, siendo así que en la eucaristía nos alimentamos de la carne
resucitada de Cristo? Si nuestra carne no resucitara, tampoco la eucaristía sería participación del cuerpo y de la sangre
de Cristo; pero, si nosotros nos alimentamos de esta carne, también un día nuestros cuerpos resucitarán».
La eucaristía es para nosotros una garantía de la resurrección de nuestros cuerpos y, por consiguiente, es el
alimento de nuestra esperanza. La garantía de la segunda venida de Cristo, su venida gloriosa, está precisamente en que
todos los días viene a nuestro altar. Cuando esta venida ya real, de invisible y misteriosa se haga visible y evidente,
comprenderemos que ha llegado el momento de la resurrección de nuestra carne.
Preguntas para el trabajo en equipoprivate 1) ¿Cuáles son los efectos principales del bautismo?
2) ¿Por qué hay que bautizar a los niños y dejar que elijan de mayores?
3) ¿Estás convencido de que, como cristiano bautizado y confirmado, tienes la obligación de confesar defender
y propagar tu fe?
4) ¿Cómo puede ser la eucaristía sacrificio si no hay otro que el de Cristo en la cruz?
5) ¿Cuál es la diferencia de la presencia de Cristo en la eucaristía y en los otros sacramentos?
6) ¿Hemos de entender de forma física la presencia de Cristo en la eucaristía?
Bibliografía
CAMELOT T., Bautismo y confirmación en la teología contemporánea, Barcelona 1961.
GRASSO D., ¿Hay que seguir bautizando a los niños?, Salamanca 1978.
JEREMÍAS J., La última cena. Palabras de Jesús, Madrid 1980.
SAYÉS J.A., La presencia de Cristo en la eucaristía, Madrid 1976; El misterio eucarístico, Madrid 1986.
SEBASTIÁN F., Bautizar en la fe de la Iglesia, Madrid 1976.
PARA HACERLO VIDA
La vida cristiana comienza en el bautismo y se consuma en la eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana.
El cristiano nace el día en que la comunidad cristiana le recibe en su seno con el agua de la regeneración en Cristo. Ese
es un día de fiesta para el bautizado y para toda la Iglesia.
La Iglesia presta su fe al niño que se bautiza, lo bautiza en su fe y lo recibe en su seno para educarlo en la fe.
Sólo así es posible el bautismo, porque no se trata de nada mágico, de un rito que se celebre simplemente por
imperativo social o por costumbre. Ese niño es engendrado en la fe de Cristo y es la Iglesia, por medio de los padrinos,
la que se encarga de que esa semilla vaya creciendo y madurando.
Por ello, los padres han de ser conscientes del compromiso que adquieren al bautizar a su hijo. Bautizarle y no
hablarle después de Cristo, bautizarle y no enseñarle a rezar, bautizarle y no transmitirle la vida cristiana, es traicionar
el compromiso bautismal. El niño bautizado tiene derecho a descubrir a Cristo en el seno de la Iglesia y de su familia.
Es su principal derecho como bautizado.
Pero fácilmente los padres cristianos se desentienden de sus obligaciones, porque ellos mismos no viven en
familia su vida cristiana. Van cumpliendo con las fechas y los ritos, pero se inhiben a la hora de transmitir la te. Dejan
que el muchacho haga la opción de fe sin la preparación conveniente. Descuidan la formación religiosa y dedican todos
sus afanes a la preparación humana y profesional, para la que no reparan en sacrificios, mientras que dejan a su hijo
desamparado de lo que más necesita para su vida: la fe.
La catequesis de la confirmación debiera ser la gran oportunidad para fortalecer la fe del joven que ha de entrar
en la vida adulta con la certeza y la seguridad que ella sólo proporciona. El cristiano confirmado tendría que sentir como
orgullo propio el deber de transmitir la fe en todos los ambientes. Esto no es sólo tarea de los sacerdotes, sino de todo
seglar bautizado. El confirmado es un militante de Cristo. Sin embargo, a veces ocurre que la confirmación es, más
bien, el sacramento de la despedida de la Iglesia. ¿A qué se debe que tras largo tiempo de preparación, sólo unos pocos
se mantengan en una fe que a veces, incluso, esta llena de dudas y vacilación?
Vivir la eucaristía es vivir el centro mismo de la vida cristiana. Se ha dedicado mucho esfuerzo en hacerla
atrayente con signos externos y reclamos atractivos, exteriorizando la dimensión de fraternidad, pero algunas veces se
ha olvidado de introducir a los fieles en el misterio del sacrificio de Cristo, aquí presente, y el misterio adorable de su
presencia.
CAPÍTULO 13
SACRAMENTOS DE LA CURACIÓN
Entendemos por sacramentos de la curación los sacramentos de la penitencia y la unción de los
enfermos. El sacramento de la penitencia nos devuelve la gracia recibida en el bautismo y perdida por el pecado, y el
sacramento de la unción nos conforta con la gracia de Cristo en el momento de la enfermedad.
1. Sacramento de la penitencia y de la reconciliación
Una objeción frecuente ante al sacramento de la penitencia es: «¿Por qué no me puedo confesar directamente
con Dios y obtener su misericordia sin confesar los pecados a un sacerdote? ¿No basta la sinceridad y la confesión
interior?».
El espíritu intimista de nuestra época, la alergia a la institución y el subjetivismo que todo ello implica se ven
reflejados en esta pregunta. Pero el hombre sabe que el pecado es una ofensa a Dios que nos ha dado a Cristo como
perdón de nuestros pecados, y se pregunta dónde encontrar ese perdón.
T. Gorischeva, comunista y profesora de la Universidad de Leningrado, divorciada y liberal, había perdido el
sentido de la vida y se refugió en una academia de yoga con el fin de encontrar el relax y el equilibrio perdidos. Allí
daban unas oraciones escritas como mero ejercicio de concentración mental, y a ella le tocó el padrenuestro. Leyendo
que Dios es Padre y perdón, desfiló delante de sí toda su vida de pecado y buscó el rostro paterno de Dios sin que nadie
le hubiera hablado aún del sacramento de la penitencia. Sentía la necesidad imperiosa de confesar sus pecados y
encontrar a alguien que le diera la garantía del perdón de Dios. Terminó confesándose en un monasterio de Ucrania
después de una larga búsqueda.
Uno se puede convertir interiormente de sus pecados (con la ayuda de la gracia), pero dicho arrepentimiento no
nos puede dar la garantía del perdón de Dios. Sólo Dios puede dar esa garantía, porque sólo Dios perdona el pecado.
Pero el pecado Dios lo perdona gratuitamente en la forma establecida por él. El ser humano propiamente no tiene
derecho a ese perdón, aun cuando su arrepentimiento interior sea necesario para el perdón de Dios. No podemos
pretender que Dios tenga que perdonarlo todo. No está obligado a darnos su perdón y, si lo confiere, lo hace del modo
como él ha querido, es decir, por medio de su Hijo, Cristo.
Cristo, como Dios, tenía el poder de perdonar los pecados, y de hecho los perdonó con su autoridad divina:
«Tus pecados están perdonados» (Mc 2,5). Dejó a los apóstoles el poder de perdonar en su nombre (cf Jn 20,21-23), de
modo que el encuentro con el sacerdote que perdona en su nombre es la garantía misma del perdón de. Cristo. Eso es el
sacramento de la penitencia: la garantía de que Cristo mismo perdona nuestros pecados. Ningún hombre tiene poder
para hacerlo, de modo que cuando un sacerdote perdona, es Cristo el que perdona a través de él.
1.1. Conciencia de pecado
La raíz última del olvido del sacramento de la penitencia es la pérdida de la conciencia de pecado, algo que ya
había dicho en 1946 Pío XII como una característica de nuestra época .
Todos los hombres de todas las épocas han pecado. Pero, en el mundo de hoy, la conciencia de pecado es cada
vez menor. El concepto de pecado, como el de sufrimiento o de muerte, son rechazados como conceptos que limitan
nuestra libertad y nuestra ansia de bienestar. El hombre de hoy pretende una libertad absoluta, que le lleve a determinar
por sí mismo, y al margen de Dios, el bien y el mal. Si cree en Dios («algo o alguien tiene que existir»), se trata en
muchos casos del Dios que permanece en la lejanía de su trascendencia, el Dios que no interviene en la historia; un Dios
al que no ofende el pecado y que está obligado a perdonarlo todo. Es el Dios «abuelo» de nuestra cultura moderna, un
Dios que transige con todo.
Pero el pecado es una realidad en nosotros. Dice Juan que el que afirma que no peca, miente (cf 1Jn 1,8). El
pecado es toda falta contra el amor que debemos a Dios o al prójimo. Lo que ocurre es que el pecado es una realidad
sutil, o mejor dicho, las personas somos lo suficientemente sutiles como para enmascararlo. Fácilmente tenemos la
tentación de explicar el pecado como un defecto de crecimiento, una debilidad psicológica, un error, algo debido a la
estructura social (cf CEC 387). Se nos escapa su presencia, porque su verdadera realidad sólo se descubre ante el rostro
del Dios verdadero (cf CEC 386-387). Entonces se revela el pecado como rechazo y ofensa a Dios (cf CEC 386).
a)Esclavitud personal. El pecado es, en primer lugar, una esclavitud de la misma persona, pero no solemos
profundizar en él. Si profundizamos intentando llegar a la raíz de nuestros actos, el porqué último, llegamos a los
llamados pecados capitales (soberbia, envidia, lujuria, ira, pereza, gula, avaricia), que son las raíces de donde surgen
nuestros actos pecaminosos.
b)Dimensión social. Todo pecado, por íntimo que sea, tiene también una dimensión social en cuanto que, al
disminuir en nosotros la fuerza del amor, dañamos a la sociedad y a la Iglesia, que es la comunión de los santos,
contribuyendo así a la creación de situaciones de pecado que oscurecen los valores morales e inducen a pecar. Se ejerce
así una influencia negativa sobre la humanidad (cf CEC 408).
c) Ofensa personal a Dios. Pero el pecado constituye también una ofensa personal a Dios: «El pecado es una
ofensa a Dios: "Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí" (Sal 51,6). El pecado se levanta contra el
amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión
contra Dios por el deseo de hacerse como dioses pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gén 3,5). El
pecado es así "amor de sí hasta el desprecio de Dios" (SAN Agustín,De civ. Dei 1,14,28). Por esta exaltación orgullosa
de sí el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2,6-9)» (CEC 1850).
El pecado toca la intimidad de Dios. Él es el que nos descubre la auténtica profundidad del mismo; una
profundidad que se nos escapa fácilmente por la idea de un Dios lejano. Sin embargo, si ahondamos en nuestra vida,
descubriremos en ella hipocresía, envidia, pereza, mediocridad, ateísmo práctico, autojustificación, miedo, afán de
dominio, superficialidad, inconstancia, un dejarnos llevar por la opinión de los demás, seguir la ley del menor
esfuerzo...
1.2. Sólo Dios perdona el pecado
«Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5,20). En efecto, Dios no es nunca más grande que
perdonando. El atributo que más se repite de Dios en el AT es el de su misericordia. El salmo 135 es toda una letanía de
la misericordia de Dios. «Hay más alegría en el cielo», dice Jesús, «por un pecador arrepentido que por noventa y nueve
justos» que no necesitan perdón (Lc 15,7). La parábola del hijo pródigo debería llamarse parábola del padre bondadoso,
porque el protagonista no es el hijo pródigo, que vuelve a casa por interés («cuántos jornaleros están mejor que yo»),
sino el padre que le da al hijo un amor que no merece y escandaliza con ello al hermano mayor (que representa la
actitud del fariseo).
Dios, cuando perdona, no sólo perdona, sino que olvida, y no solo olvida, sino que recrea, porque nos devuelve
la condición anterior. Devuelve al pecador la amistad y los méritos que tenía en sus buenos tiempos.
Dios perdona así. Y el perdón de Dios se llama Cristo (cf He 4,12). Por ello el que rechaza a Cristo, rechaza la
única posibilidad que tiene de perdón; el que rechaza a la Iglesia, rechaza el perdón de Cristo.
Este es el gran misterio de este sacramento: cuando nos perdona un sacerdote, es Cristo el que nos perdona a
través de él. Este es el escándalo de la encarnación, el escándalo de que la salvación tenga la mediación de la Iglesia.
Pero ahí está Cristo, en la mediación humana. Decía el cardenal Ratzinger: «Hay que recuperar plenamente el sentido
del escándalo, el que un hombre pueda decirle a otro: "Yo te absuelvo de tus pecados". En este momento el sacerdote no
recibe su autoridad de la concesión de los hombres, sino directamente de Cristo. El yo que dice: "Te absuelvo", no es el
de una criatura, sino que es directamente el yo del Señor».
En efecto, Cristo dijo a Pedro y a los apóstoles que lo que ataran en la tierra quedaría atado en el cielo y lo que
desataran quedaría desatado en el cielo. La fórmula «atar-desatar» no es sólo declarar algo ilícito (atar) o lícito (desatar)
de acuerdo con la ley, sino excomulgar o levantar la excomunión. En concreto, parece que la fórmula «atar-desatar»
equivalía, según la mentalidad judía, a ejercer una autoridad en virtud de la cual el pecador quedaba «atado» por los
lazos de Satanás o, por el contrario, se rompían tales lazos. De ahí la significación salvífica que tiene esta potestad:
levantar los pecados mediante el perdón eclesial o, si el pecador no está dispuesto, dejarle atado, en una situación
similar a la del gentil y publicano (cf Mt 18,17)4.
Jesús resucitado cumple la promesa de transmitir su Espíritu cuando dice a los apóstoles: «Si perdonáis los
pecados de alguno, le quedan perdonados; si le retenéis los pecados, le quedan retenidos» (Jn 20,23). El concilio de
Trento ha visto aquí la institución del sacramento de la penitencia: «El Señor instituyó el sacramento de la penitencia
principalmente cuando, resucitado de entre los muertos, sopló sobre sus discípulos diciendo: "Recibid el Espíritu Santo.
Si perdonáis los pecados de alguno, le quedan perdonados; si retenéis los de alguno, le quedan retenidos". El
consentimiento de todos los Padres entendió siempre que, mediante este hecho tan importante y esas palabras tan claras,
fue comunicada a los apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de remitir y retener los pecados, para reconciliar
a los fieles que hubieran caído después del bautismo» (DS 1670).
Hay una mediación de la Iglesia en el perdón de los pecados, la mediación que prolonga la misma mediación
de Cristo, de modo que el sacramento de la penitencia conferido por la Iglesia es el único medio instituido por Cristo
para el perdón de los pecados posbautismales.
La reconciliación con Dios pasa, pues, por la reconciliación con la Iglesia. En la penitencia primitiva que tenía
lugar en la Iglesia de los primeros siglos, el pecador era excomulgado en cierto modo de la Iglesia para, después de
hacer penitencia pública, ser admitido de nuevo en su seno. Así se veía con claridad que la reconciliación con la Iglesia
es inseparable de la reconciliación con Dios. Al pecar, ofendemos a Dios y a la Iglesia, la santa esposa de Cristo, por
ello la reconciliación con Dios es, al mismo tiempo, reconciliación con la Iglesia. A los pecadores que eran perdonados
se les volvía a integrar en la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado les había alejado.
Esta es la garantía del perdón de Dios. Cuando el hombre arrepentido encuentra en el seno de la Iglesia el
perdón de Cristo, posee la garantía del perdón de Dios. Lo que ocurre es que el ser humano es lo suficientemente
orgulloso como para no confesar sus pecados delante de una persona, el sacerdote, que, como él, también es pecador.
Estaría dispuesto a hacer algo difícil para conseguir con su esfuerzo el perdón de los pecados. Pero para él es más duro
confesarse delante de un representante de Dios. En el fondo, se repite la historia de Naamán, el general sirio aquejado
de lepra (cf 2Re 5).
1.3. Actos del penitente
El sacramento de la penitencia tiene dos elementos fundamentales: los actos del penitente y la absolución.
Ambos son imprescindibles para que haya auténtico perdón.
a)Contrición. Es el dolor de los pecados motivado por el amor a Dios. Nace de una conversión sincera de los
pecados. En el NT, el término que se usa para hablar de conversión es metanoia: «cambio de pensar». Supone una
mentalidad nueva, una conversión interior: «La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un
retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal con
repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo comprende el deseo y la resolución de
cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia» (CEC 1431).
Es preciso que Dios mismo dé al hombre un corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). Por eso le pedimos al Señor:
«Conviértenos, Señor, y nos convertiremos».
Cuando esta conversión implica un dolor de los pecados nacido de un amor a Dios por encima de todas las
cosas, es lo que llamamos propiamente contrición. Esta contrición «obtiene el perdón de los pecados mortales si
comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental» (CEC 1452). Pero no se
puede comulgar en conciencia de pecado mortal, por muy arrepentido que uno esté, a no ser que concurra un motivo
grave y no haya posibilidad de confesarse (cf CEC 1457).
La contrición llamada imperfecta o atrición nace de la consideración de la fealdad del pecado o el temor de la
condenación eterna. Por sí misma, la atrición no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el
sacramento de la penitencia (cf CEC 1453).
b)Confesión. «La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de
la penitencia: "En la confesión los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras
haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los
dos últimos mandamientos del decálogo (cf Éx 20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el
alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos" (concilio de Trento: DS 1680)» (CEC
1456).
La confesión es una parte esencial del sacramento de la penitencia, y así lo ha entendido siempre la Iglesia. El
oficio de atar o desatar los pecados, de perdonarlos o retenerlos, implica, efectivamente, que el ministro sepa cuándo ha
de absolver o cuándo no. Así el concilio de Trento enseña que la confesión de los pecados es de derecho divino, por
cuanto va implícita en la institución del sacramento de la penitencia a modo de juicioS.
Dice «a modo de juicio», pues, aunque la celebración del sacramento de la penitencia no sea exactamente igual
a la celebración de un juicio, el sacerdote necesita conocer la situación y las disposiciones del penitente, porque tiene
que constarle si se cumplen las condiciones para el perdón de los pecados.
Magistralmente lo ha expresado Juan Pablo II: «Desde los primeros tiempos cristianos, siguiendo a los
apóstoles y a Cristo, la Iglesia ha incluido en el signo sacramental de la penitencia la acusación de los pecados. Esta
aparece tan importante que, desde hace siglos, el nombre usual del sacramento ha sido y es todavía el de confesión.
Acusar los pecados propios es exigido ante todo por la necesidad de que el pecado sea conocido por aquel que en el
sacramento ejerce el papel de juez (el cual debe valorar tanto la gravedad de los pecados, como el arrepentimiento del
penitente) y a la vez, hace el papel de médico, que debe conocer el estado del enfermo para ayudarle y curarlo. Pero la
confesión individual tiene también el valor de signo: signo del encuentro del pecador con la mediación eclesial en la
persona del ministro; signo del propio reconocerse ante Dios y ante la Iglesia como pecador, del comprenderse a sí
mismo bajo la mirada de Dios».
c) Satisfacción. Un elemento del sacramento es la satisfacción de los pecados. Muchos pecados incluyen un
daño al prójimo que hay que reparar, pero además dejan en el hombre heridas y desequilibrios interiores que es preciso
recomponer todavía (cf CEC 1459). Por ello el confesor ha de poner una penitencia adecuada a la situación del
penitente y la gravedad de los pecados cometidos (oración, ofrendas, obras de misericordia, limosnas, etc).
1.4. Celebración del sacramento
El ministro de este sacramento es únicamente el obispo o sacerdote. Está atado por el llamado secreto
sacramental, es decir, la obligación absoluta de guardar secreto de los pecados escuchados bajo penas muy severas (cf
CEC 1467).
En los siglos III y IV se celebraba la penitencia de forma pública, la cual se inspiraba, según parece, en la
práctica que vemos en el Pastor de Hermas (s. II). Por pecados particularmente graves, el pecador debía hacer una
penitencia pública, ingresando en el orden de los penitentes, vistiendo de una forma peculiar y sin poder participar en la
comunión eucarística, tras de lo cual recibían la reconciliación. Era el obispo el que determinaba quién había de hacer
penitencia y durante cuánto tiempo, lo cual implicaba la confesión de los pecados. Esta forma de perdón se confería una
sola vez en la vida, de modo que así se resaltaba la trascendencia del pecado y la seriedad de la conversión. Pero llevaba
consigo el peligro de que muchos no se bautizaran, para tener con el bautismo, ya de adultos, una forma más de perdón.
Por otro lado, eran pocos los que ingresaban en el orden de los penitentes y solían ser personas de edad avanzada.
Por ello cambió la disciplina de la Iglesia, debido al influjo de monjes de las Islas británicas, que evangelizaron
el centro de Europa en el s. VIII. A partir de su influjo, se fue imponiendo la práctica que ahora tenemos.
Sin embargo, a pesar de los cambios, la estructura del sacramento ha mantenido los elementos esenciales: la
contrición, la confesión y la satisfacción (cf CEC 1448).
En la actualidad hay tres formas de recibir el sacramento:
- Confesión individual, que continúa siendo el único modo ordinario para la reconciliación con Dios (cf CEC
1484). Los sacerdotes tienen la obligación de mostrarse disponibles a celebrar este sacramento, siempre que los fieles lo
pidan razonablemente (cf CEC 1464). Se trata de un derecho del seglar bautizado, al que corresponde una obligación
por parte del sacerdote.
- Celebración comunitaria del sacramento, con una preparación comunitaria (homilía, lecturas, examen
comunitario, etc.), con confesión individual y absolución individual (cf CEC 1484). Esta fórmula acentúa más el
aspecto comunitario de la penitencia, aunque tiene el peligro de no atender suficientemente al penitente en sus
necesidades espirituales.
-Celebración comunitaria con absolución general: «En casos de necesidad grave se puede recurrir a la
celebración comunitaria de la reconciliación con confesión general y absolución general. Semejante necesidad grave
puede presentarse cuando hay un peligro inminente de muerte sin que el sacerdote o los sacerdotes tengan tiempo
suficiente para oír la confesión de cada penitente. La necesidad grave puede existir también cuando, teniendo en cuenta
el número de penitentes, no hay bastantes confesores para oír debidamente las confesiones individuales en un tiempo
razonable, de manera que los penitentes, sin culpa suya, se verían privados durante largo tiempo de la gracia
sacramental o de la sagrada comunión. En este caso, los fieles deben tener, para la validez de la absolución, el propósito
de confesar individualmente sus pecados en su debido tiempo (cf CIC 962.1). Al obispo diocesano corresponde juzgar
si existen las condiciones requeridas para la absolución general (cf CIC can. 961,2). Una gran concurrencia de fieles con
ocasión de grandes fiestas o de peregrinaciones no constituyen por su naturaleza ocasión de la referida necesidad grave»
(cf CEC 1483).
La confesión ha de ser una práctica frecuente para el cristiano. La Iglesia sólo manda confesar los pecados
graves una sola vez al año en virtud de la obligación de comulgar una sola vez (cf CEC 1457), pero es claro que el
cristiano no puede vivir con la conciencia de pecado mortal y que, incluso, es conveniente confesar frecuentemente los
pecados veniales (cf CEC 1458).
1.5. Indulgencia
Se refieren al perdón que la Iglesia concede, en virtud de los méritos de Cristo, de la pena de los pecados. En
efecto, a parte de su carácter de culpa como ofensa a Dios, el pecado deja en el hombre una herida, un desorden, un
apego desordenado a las criaturas que es preciso aún restañar.
Esta restauración total de la persona la concede la Iglesia mediante el poder que tiene recibido de Cristo y de la
comunión de los santos. No tiene que ver nada con la magia, pues no se ganan de hecho si no se tiene una verdadera
detestación de los pecados (cf CEC 1472-1479).
1.6. Virtud de la penitencia
Hoy en día, la virtud de la penitencia ha perdido fuerza en la vida cristiana. Vivimos dentro de una cultura que
tiende a suprimir el dolor y el sufrimiento hasta límites obsesivos. Hay quien piensa, además, que puesto que la creación
de Dios es buena, la vida cristiana ha de gozar de todas las realidades creadas, de modo que no tiene sentido la renuncia.
Se sostiene así que el sentido penitencial de la Iglesia se basa en una concepción negativa del mundo y que el único
sufrimiento legítimo es el que nace del amor a los demás o de la lucha por su liberación.
Pablo VI decía al respecto: «No se quiere sufrir. Y cuando llegan las contrariedades, el interior las rechaza
considerándolas un insulto a la providencia y a nuestro destino. Aun hoy, después del concilio, con frecuencia se
presenta la tentación de considerar fácil el cristianismo, de aceptarlo en sus aspectos cómodos, pero sin ningún
sacrificio. tratando de hacerlo conformista con todos los aspectos habituales de la vida humana. No es así. No debe ser
así. Si es verdad que la nueva disciplina de la Iglesia trata de hacer viable la vida cristiana y mostrar sus valores
positivos, estemos atentos: el cristianismo no puede quedar desembarazado de la cruz; la vida cristiana ni siquiera se
puede imaginar sin el peso fuerte y grande del deber, ni siquiera se puede tener como tal sin el padecimiento, sin el
misterio pascual del sacrificio. El que trate de quitar esta realidad de la vida se engaña a sí mismo y desnaturaliza el
cristianismo; hace de él una interpretación muelle y cómoda de la vida, mientras nuestro Señor dijo a todos que es
preciso llevar la cruz, con sus asperezas, sus dolores, su exigencia absoluta y, si es necesario, también trágica»8.
La creación es buena, pero el pecado habita en nuestro corazón, el cual se apega a las cosas del mundo
haciendo ídolos. Es por razón del pecado por lo que la penitencia tiene sentido. Y en ella vemos tres dimensiones
fundamentales.
En primer lugar, la penitencia o sacrificio voluntario tiene sentido pedagógico porque nos prepara para luchar
con las malas tendencias del corazón. Pablo hace ver las privaciones de los atletas que buscan una corona humana (cf l
Cor 9,24). ¿Cuánto más nosotros tendremos que imponernos sacrificios para ganar la vida eterna? Además, con
determinados sacrificios, podemos dar limosnas y ayudar al prójimo.
En segundo lugar, la penitencia tiene un sentido satisfactorio, respecto de Dios en primer lugar, a quien nuestro
pecado ha ofendido. Por ello tiene un sentido reparador en cuanto que quiere corresponder al amor de Dios ofendido por
nuestros pecados. Pero también la penitencia viene a restañar las heridas producidas por nuestros pecados en nosotros
mismos, a superar el desequilibrio y el apego a las cosas del mundo que todo pecado deja en nosotros. No basta la
conversión: «No es bastante apartarse de las malas obras y venir a las buenas si, de todo lo malo que se hizo, se olvida
satisfacer a Dios por el dolor de la penitencia, el gemido de la humildad, el sacrificio del corazón contrito y las
limosnas».
Finalmente, el sacrificio voluntario tiene un sentido corredentor. En la actual situación de pecado y de gracia,
en virtud de la comunión de los santos, el cristiano puede ofrecerse a sí mismo, por sus ayunos y penitencias, para
cooperar por otros y ganar para ellos las gracias que necesitan. De la misma forma que el pecado de uno ofende a toda
la comunidad de los santos, la santidad y penitencia de uno ayuda a otros. Decía Pío XII: «Es un misterio tremendo y
que jamás se meditará bastante, el que la salvación de muchos dependa de las oraciones y de las voluntarias
mortificaciones de los miembros del cuerpo místico de Jesucristo». Es muy poca la penitencia canónica que tenemos
asignada (abstinencia los viernes no convertible en los viernes de cuaresma, y un par de ayunos), pero es claro que el
cristiano no puede limitarse a ello.
2. Unción de los enfermos
El reino de Dios que Cristo trajo tiene la doble dimensión de conferirnos la paternidad divina en Cristo y
librarnos del pecado y de la muerte. Cristo lucha contra la enfermedad y la muerte, introducidos por el pecado original
contrario a su plan salvífico. La providencia divina no ha querido suprimir el dolor, pero nos ha dado la gracia para
luchar contra él. Esto es el sacramento de los enfermos, la unción.
Cristo vino a salvar al hombre entero, cuerpo y alma, y las curaciones que hacía de enfermos eran signo del
Reino que había llegado ya; un Reino que en su consumación anulará toda dolencia y toda huella de muerte. Cristo,
pues, inauguró las curaciones mesiánicas, dando así la significación sacramental y la orientación básica de este
sacramento del Reino: «Estas son la señales que acompañarán a los que crean en él: (...) impondrán las manos sobre los
enfermos y sanarán» (Mc 16,17-19). Son los signos que realiza la Iglesia primitiva invocando el nombre de Jesús'°. Así
encontramos en la Iglesia apostólica un rito propio en favor de los enfermos: «¿Está enfermo alguno de vosotros?
Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe
salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante y, si hubiera cometido pecados, le serán perdonados» (Sant 5,14-lS).
2.1. Sacramento de los enfermos
Tanto en Oriente como en Occidente se poseen desde la antigüedad testimonios de curaciones de enfermos
practicados con aceite bendito, aunque con el tiempo se fue reservando exclusivamente a los que estaban en peligro de
muerte (cf CEC 1512), por lo que se llamó extremaunción.
El concilio de Trento reconoció la unción de los enfermos como un sacramento del Nuevo Testamento
instituido por Cristo (cf DS 1695), al menos en su significación general, aunque la Iglesia haya determinado el signo
concreto.
Este rito, impartido por los sacerdotes, tiene en la actualidad tres elementos: la imposición de las manos sobre
el enfermo, la oración, la unción del óleo sobre la frente y las manos.
Ha de practicarse a todo fiel que se encuentra en medio de la enfermedad o de la vejez que le aproximen en
cierto modo a la muerte. Es reiterable incluso dentro de la misma enfermedad, si esta se agrava. Puede celebrarse en
familia, en el hospital o en la Iglesia, y es conveniente que se celebre dentro de la eucaristía y, aún mejor, precedida del
sacramento de la penitencia (cf CEC 1517).
2.2. La gracia de este sacramento
«Con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, toda la Iglesia entera encomienda a
los enfermos al Señor sufriente y glorificado para que los alivie y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la
pasión y muerte de Cristo; y contribuir así al bien del pueblo de Dios» (LG 11).
La gracia de este sacramento consiste fundamentalmente en que el enfermo recibe la fuerza de Dios para luchar
contra la enfermedad. La enfermedad supone muchas veces la angustia, el repliegue sobre sí mismo, y expone incluso a
la rebelión contra Dios. En los últimos momentos es un combate auténtico. El sacramento confiere una gracia especial
al enfermo que le ayude a superar su situación con fe y confianza en el Señor.
La unción puede incluso ayudar al enfermo a sanar, si Dios lo desea así (cf CEC 1520). La Iglesia ora por el
enfermo, pero este, ofreciendo su dolor en Cristo, contribuye a su propia santificación. Confiere también el perdón de
los pecados si el enfermo no ha podido obtenerlo por el sacramento de la penitencia. Se puede realizar también con el
que acaba de morir, suponiendo que todavía quede algo de vida en él.
La gracia de este sacramento viene a ser una auténtica preparación para el paso a la vida eterna. Al enfermo,
junto con la unción, se le da la eucaristía, como viático, es decir, para el viaje decisivo que en ese momento emprende.
Preguntas para el trabajo en equipoprivate 1) ¿A qué se debe la actual pérdida de conciencia del pecados?
2) ¿Por qué tengo que confesar los pecados a un sacerdote y no basta el arrepentimiento delante de Dios?
3) ¿Valoras suficientemente el regalo que Cristo nos hace en el sacramento del perdón?
4) ¿Se abusa hoy en día de la absolución general de los pecados?
5) ¿Has asistido en alguna ocasión al sacramento de la unción?
Bibliografía
ADNES P., La penitencia, Madrid 1981.
FLÓREZ G., Penitencia y unción de los enfermos, Madrid 1993.
JUAN PABLO II, Reconciliación y penitencia, Madrid 1984.
LÓPEZ MARTíNEZ N., El sacramento de la penitencia y la unción de los enfermos, Burgos 1989; La penitencia,
Madrid 1991.
NICOLAU M.,La reconciliación con Dios y con la Iglesia, Madrid 1977.
PARA HACERLO VIDA
Vivimos en un mundo que ha perdido la conciencia de pecado; un mundo que no quiere oír pronunciar esta
palabra. Es el gran tabú de nuestro tiempo, porque se piensa que limita el ansia de libertad que tiene el hombre y
porque, aunque se cree en Dios, el hombre se forja una idea de él como lejano y ausente, que deja al hombre la libertad
de determinar por sí mismo el bien y el mal.
Y, sin embargo, todo hombre sabe cuándo obra rectamente o no. Todo el mundo sabe, en su conciencia íntima,
que robar, defraudar, aprovecharse de un cargo para enriquecerse, está mal. ¿Por qué, si no, hablamos de corrupción?
Todo el mundo sabe que matar a un niño en el seno de su madre es un daño grave e irreparable. Todo el mundo se
avergüenza cuando descubren que ha mentido, que no ha dicho la verdad, que ha manipulado a los demás. Todos los
hombres sienten remordimientos por hacer sufrir a los padres, por haberles gritado o no tratado con respeto. Todos
sentimos ganas de pedir perdón después de habernos dejado llevar por la ira. Y, en los momentos más íntimos, todo el
mundo reconoce que hay soberbia en su vida, envidia, lujuria...
Sí, el pecado existe. Lo que ocurre es que hace falta una buena dosis de humildad para reconocerlo. Por eso el
hombre se aparta de Dios, porque sin Dios se encubre mejor el pecado. En el fondo, la pérdida de Dios va asociada en
muchos casos a una conducta inconfesable, porque hay cosas que no se hacen nunca delante de un padre.
Se piensa incluso que Dios limita la libertad. Pero Dios no es así, Dios sólo llama pecado a lo que me esclaviza
y llena de egoísmo, a lo que constituye una falta al amor que le debemos a él o al prójimo, a lo que destruye las
exigencias del auténtico amor, porque el amor, el auténtico amor, tiene sus exigencias concretas e ineludibles, desde el
amor que debemos a nuestros padres hasta el amor conyugal o el amor social. Lo que ocurre es que el hombre es débil y
egoísta, y prefiere sacar partido de los aspectos agradables y placenteros de la vida sin responder del compromiso y la
seriedad que encierran.
Dios no hace otra cosa que decirnos la verdad. Y lo primero que tiene que reconocer el hombre delante de ese
Dios es que es pecador (cf 1Jn 1,8). Lo bueno de la fe cristiana es que ante un Dios que perdona cuando le confesamos
los pecados, podemos decirnos a nosotros mismos la verdad, porque la última palabra ya no la tienen nuestros pecados,
sino la misericordia de Dios. Y uno se siente nuevo cuando se siente perdonado por Dios.
Una muchacha que se sabía perdonada escribía: «Ha cambiado tanto mi vida que puedo ir por la calle con la
cabeza bien alta, con un orgullo sano, porque Dios me ha llenado de él y no tengo derecho a esconder los valores que
me ha dado. Soy grande porque me ha hecho grande y, aunque haya sufrimiento, se puede ser feliz porque él da su
paz».
La paz la da él, pero no cuando nos encerramos en nosotros mismos con el autoengaño de que basta un
arrepentimiento interior. Sólo él da la paz y el perdón, pero es ahí donde está Cristo, en el sacramento de la penitencia.
CAPíTULO 14
SACRAMENTOS DEL SERVICIO A LA COMUNIDAD
1. Sacramento del matrimonio
En una ocasión, acuden los discípulos a preguntarle a Cristo: «Maestro, ¿vale cualquier motivo para que el
hombre repudie a la mujer?». En tiempos de Jesús, existía la posibilidad, introducida por Moisés, de que el hombre
repudiase a la mujer. Pero, como ocurre casi siempre, se daban entre los rabinos dos interpretaciones posibles: el rabino
Shammai sostenía que el repudio de la mujer por parte del hombre debía hacerse sólo por motivos graves como el
adulterio de la mujer y otros casos así, mientras que el rabino Hillel toleraba motivos fútiles como el que a la mujer se le
quemase la comida.
La pregunta de los discípulos a Jesús va en este contexto: «Maestro, tú, ¿qué piensas? ¿Basta cualquier motivo
para que el hombre repudie a la mujer?», es decir: «¿Estás con Shammai o con Hillel?». La respuesta de Cristo es
tajante: «Al principio no fue así» (cf Mt 19,4ss). El plan de Dios no tolera excepciones salvo en caso de concubinato.
Cristo viene a restaurar el orden primitivo. La llegada del Reino y de su gracia hacen posible superar la
influencia del pecado y nos permiten restaurar el plan de Dios. Hay una fuerza que renueva al hombre desde su interior
y que le permite restaurar el plan de Dios. Con el Reino el matrimonio puede llegar al esplendor de la creación. La
sexualidad humana, como criatura de Dios, es buena en sí; pero trastornada por el pecado, o mejor, trastornado el
corazón del hombre, encuentra su plena posibilidad en la redención de Cristo.
1.1. Hombre y mujer los creó
La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la
mano del Creador: «Dios, que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e
innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (cf Gén 1,27) que es Amor (cf
1Jn 4,8.16). Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor
absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre» (CEC 1604).
El relato más antiguo de la creación (Gén 2) presenta la íntima unión querida por Dios en la pareja. La mujer
ya no pertenece al rango de los animales. Con el recurso literario de la costilla se hace comprender de manera plástica
que la mujer es de la misma dignidad que el hombre, nacida de su entraña. Así Adán exclama, al verla, que lo que tiene
delante es «hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gén 2,23), la ayuda semejante que no encuentra en los animales
y que es la cura de su soledad y pobreza antropológicas. Los dos formarán una sola carne (cf Gén 2,24) en el sentido de
la fusión más profunda de su cuerpo y de su espíritu, que supone la pertenencia total y recíproca y el abandono de los
propios padres.
El otro relato de la creación (cf Gén 1) es más escueto en su descripción, pero no menos profundo, cuando dice
que Dios creó al ser humano a su semejanza, «a imagen de Dios los creó, macho y hembra los creó» (Gén 1,27). La
imagen no es privilegio del hombre o de la mujer, sino del ser humano que comprende lo masculino y lo femenino
como dos modos de ser. La diferencia sexual forma parte de esta imagen, de modo que no puede ser considerada como
un aspecto físico y accidental. Esto no quiere decir que en Dios haya sexo; se es imagen de Dios porque la sexualidad es
una dimensión humana que le capacita al hombre para salir de sí mismo en una relación interpersonal. He aquí la razón
profunda de la sexualidad. La sexualidad animal, realizada sólo a nivel genital, no es imagen de Dios.
El relato se completa con el mandato de Dios: «Sed fecundos y multiplicaos» (Gén 1,28), explicando de esa
forma la otra dimensión profunda del sexo humano.
1.2. Dimensiones del amor conyugal
a)Dimensión personal. El amor conyugal tiene, lógicamente, una dimensión física que, por ello mismo, no deja
de ser profundamente personal. En efecto, la sexualidad humana, dada la estrecha unidad del cuerpo y el alma,
configura lo más íntimo de la persona humana y confiere una forma de sentir, pensar, querer, reaccionar e imaginar
distinta en el caso del hombre y de la mujer.
La sexualidad de la mujer está determinada por su vocación a la maternidad. Al conferirle Dios esta dignidad
de la maternidad, todo su ser está configurado por una especial sensibilidad. La mujer tiene una gran capacidad para el
amor, la generosidad y el sacrificio, superior a la del hombre según los psicólogos. De la sensibilidad de la mujer
depende, en gran medida, el calor del hogar y la educación de los hijos.
Es comprensible, por tanto, que la mujer llegue al sexo fundamentalmente a través del cariño. Es difícil que
una mujer busque el sexo por el sexo. Esto no quiere decir que el mundo masculino sea ajeno a la necesidad de cariño,
ni mucho menos. Tanto en el hombre como en la mujer el sexo por el sexo crea soledad, pero la necesidad de cariño es
en la mujer una condición más imperiosa.
El eros, que originariamente significaba amor de complementariedad (sólo de forma derivada ha adquirido un
sentido peyorativo), supone complementariedad afectiva de la masculinidad y la feminidad. El lenguaje del sexo no
llena al hombre ni a la mujer si no como vehículo de amor. En el sexo bien entendido encuentra el hombre la «ayuda
semejante» que no podía encontrar en los animales y que descubre en la mujer creada por Dios, «hueso de sus huesos y
carne de su carne» (Gén 2,23).
Por ello, el amor sexual tiene que estar integrado en una dimensión de comunión y complementariedad entre el
hombre y la mujer, por la que el hombre encuentra en la mujer la ternura, la belleza y la fina sensibilidad con que Dios
la ha dotado. En la mujer, por su parte, predomina la necesidad de cariño, protección y el sentimiento de ser amada.
El amor conyugal, más aún que la atracción física, es la búsqueda de una plenitud que implica la
complementariedad de la masculinidad y la feminidad.
b)Instrumento de amor. El sexo, para que pueda llenar al ser humano, tiene que ser un instrumento de amor,
con unas características claras e innegables.
En primer lugar, el amor conyugal es un amor de totalidad. Es un lenguaje de entrega total y sin reservas, un
amor por el que se entrega la totalidad del cuerpo y la mayor intimidad de la persona sin reserva alguna. Puesto que es
entrega total del cuerpo, es también e indisolublemente entrega de la totalidad de la persona. Sólo así tiene sentido el
amor conyugal, puesto que tiene en sí mismo un dinamismo de totalidad en virtud del cual uno ama al otro sin reserva
alguna ni corporal ni sentimental: «Es un amor total, esto es, una forma singular de amistad, con lo cual los esposos
comparten generosamente todo, sin reservas indebidas o cálculos egoístas».
Siendo un amor total, tiene que ser un amor definitivo. Un amor que tiene reservas en el tiempo no puede ser
un amor total. Decía Juan Pablo II que el que no es capaz de amar al otro cónyuge de por vida no es capaz de amarle de
verdad ni un solo día. La donación de la totalidad del cuerpo y de la persona sólo tiene sentido cuando se trata de una
donación única y perpetua. La totalidad del amor es indivisible y no puede programarse como amor cuando incluye la
temporalidad.
Si esto es así, se entiende que el amor conyugal, por su propia esencia,sea fiel y exclusivo. Un amor total no
puede ser compartido con varias personas. El amor conyugal «es un amor fiel y exclusivo hasta la muerte. Así lo
conciben el esposo y la esposa el día que asumen libremente y con plena conciencia el compromiso del amor
matrimonial. Fidelidad que a veces puede resultar difícil, pero que siempre es posible, noble y meritoria, nadie puede
negarlo».
El amor conyugal tiene también una dimensión pública, social. Esto es algo que a muchos jóvenes les cuesta
comprender, puesto que sienten su amor como algo muy íntimo y personal y se resisten a aceptar que la Iglesia o la
sociedad tengan algo que ver con él. Sin embargo, cuando dos personas se aman total y definitivamente por el amor
conyugal, cambian socialmente: por pertenecerse el uno al otro en exclusividad, ya no están ante terceros en la misma
situación de disponibilidad que antes. Este vínculo, que les hace pertenecerse en exclusividad, establece entre ellos por
un lado, y entre ellos y la sociedad por otro, una serie de derechos y deberes que deben ser tutelados.
Además, el nacimiento de los hijos que nacen de este amor tiene una consecuencia social, surge respecto a
ellos también una serie de derechos y deberes que la sociedad tutela. La sociedad, por tanto, no se entromete en la
intimidad conyugal, sino que vela por ella y defiende su realidad.
c) Dimensión procreativa. El amor conyugal conduce por sí a la procreación, es un amor fecundo: «No se agota
en la comunión de los esposos, sino que está destinado a prolongarse suscitando nuevas vidas. El matrimonio y el amor
conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el
don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres» (ib).
Este fenómeno de la procreación tiene una dimensión que va más allá de la pura biología. En la procreación de
los animales no hay otro fenómeno que la división de los cromosomas que así se propagan y transfieren a sus
descendientes. Es un fenómeno puramente biológico: división de cromosomas, eso es la procreación. Pero en el hombre
no sólo tenemos esa dimensión biológica. Hay en toda persona generada algo que no proviene de sus propios padres: el
alma espiritual, directamente infundida por Dios en la vida humana.
1.3. Propiedades del matrimonio
El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad del hombre y de la mujer que concurren a él
con igual dignidad. La poligamia es por ello contraria a la dignidad de un amor que tiene que ser único y exclusivo (cf
CEC 1645). Por ello el matrimonio es el «único lugar que hace posible esta donación total, es decir, el pacto de amor
conyugal o elección consciente y libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor,
querida por Dios mismo, que sólo bajo esta luz manifiesta su verdadero significado. La institución matrimonial no es
una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, ni la imposición intrínseca de una forma, sino la exigencia
interior del pacto de amor conyugal que se confirma públicamente como único y exclusivo, para que sea vivida así la
plena fidelidad al designio de Dios creador».
El amor conyugal por sí mismo exige también la indisolubilidad: «Esta donación íntima, en cuanto donación
mutua de las personas, lo mismo que el bien de los hijos, exige la plena fidelidad de los cónyuges y reclama su
indisoluble unidad» (GS 48). El auténtico amor tiende a ser por sí mismo definitivo, de modo que la mera existencia de
la posibilidad de divorciarse hace que los esposos, contando con ella, socaven en el subconsciente la exigencia de un
amor que sólo tiene sentido cuando es total y definitivo.
Finalmente, la apertura a la fecundidad es otra de las propiedades del matrimonio. Indudablemente ha sido
querido por Dios para la procreación y educación de la prole: «sin embargo, los esposos a los que Dios no ha concedido
tener hijos, pueden llevar una vida conyugal plena de sentido humana y cristianamente» (CEC 1654).
1.4. Casados en Cristo
El sacramento cristiano añade a la institución natural del matrimonio una dimensión nueva e insospechada. Los
esposos cristianos se casan en Cristo, es decir, se convierten, en su amor mutuo, en signo y realización del amor de
Cristo a su Iglesia (cf Ef 5,21ss). La alianza entre los esposos está ahora integrada en la alianza de Cristo con su Iglesia
(cf CEC 1639). No se dice que el amor de Cristo a su Iglesia sea como el de un esposo a su esposa, sino justamente al
revés: el matrimonio cristiano es como la unidad de amor de Cristo y su Iglesia.
A partir del sacramento la alianza entre el esposo y la esposa está garantizada por la misma fidelidad de Cristo.
No se trata ya de que dos personas se den un sí, sino que ese sí de amor mutuo está ahora integrado y fortalecido por el
sí de Cristo. Es Cristo mismo el que se compromete con su gracia a llevar adelante ese proyecto de vida tan importante
que es el matrimonio, haciendo a los esposos capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor, delicadeza y ayuda que
se dan mutuamente los esposos, es ahora fuente de gracia, presencia de Cristo y de su Espíritu.
Decía Tertuliano del amor cristiano: «¿Como llegar a exponer la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia
favorece, que la ofrenda eucarística refuerza, que la bendición sella, que los ángeles anuncian y que el Padre ratifica?
¡Qué yugo el de los dos fieles unidos en una sola esperanza, en un solo propósito, en una sola observancia, en una sola
servidumbre! Ambos son hermanos y los dos sirven juntos; no hay división ni en la carne ni en el espíritu. Al contrario,
son verdaderamente dos en una sola carne y donde la carne es única, único es el espíritu».
Cristo, pues, permanece con los esposos, les da fuerza para levantarse después de las caídas, perdonarse
mutuamente y llevar uno las debilidades del otro. Cristo hace así posible la indisolubilidad y la fidelidad conyugales
porque da a los esposos un corazón nuevo capaz de amarse en la dificultad y la cruz. Puede parecer difícil amarse para
toda la vida, pero Dios nos ama con un amor definitivo e irrevocable, del cual participan los esposos (cf CEC 1648). Así
la comunión humana queda confirmada, purificada y perfeccionada por el amor de Cristo, de modo que la
indisolubilidad natural del matrimonio adquiere un sentido nuevo y más profundo en cuanto que ahora es signo y
realización del amor de Cristo a su Iglesia.
Es posible por ello la absoluta indisolubilidad del matrimonio, porque la gracia de Cristo da ahora la capacidad
de amar incluso en la cruz. Cristo no abandona a la humanidad clavado en la cruz, tampoco el cónyuge cristiano
abandona a su compañero en la dificultad. De este modo, el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados, no
puede ser disuelto jamás, pues se trata de una alianza garantizada por la fidelidad de Cristo (cf CEC 1640).
En la Iglesia latina se considera habitualmente que son los esposos quienes, como ministros de la gracia de
Cristo, se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio. E' sacerdote (o el diácono) que asiste a la celebración
del matrimonio recibe el consentimiento de los esposos en nombre de la Iglesia y confiere la bendición de la misma. El
matrimonio cristiano tiene lugar mediante el consentimiento mutuo de los esposos, expresado delante del ministro de la
Iglesia. Tiene lugar ordinariamente dentro de la misa y conviene que los esposos se dispongan a la celebración
recibiendo el sacramento de la penitencia y después de una adecuada preparación para el matrimonio.
1.5. Iglesia doméstica
Los primeros cristianos, al convertirse, pasaban a la Iglesia frecuentemente «con toda su casa» (He 18,8). Estas
familias cristianas eran islotes de vida cristiana en medio de un mundo no creyente (cf CEC 1655). Frecuentemente se
celebraba (incluso clandestinamente) la eucaristía en sus casas.
Ahí ha nacido el concepto de la familia cristiana como «Iglesia doméstica» (LG 11), pues de esta unión
conyugal procede la familia, en la que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana, que por la gracia del
Espíritu Santo quedan constituidos por el bautismo en hijos de Dios para perpetuar el pueblo de Dios con el paso del
tiempo. En esta Iglesia doméstica los padres han de ser con sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su
palabra como con su ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno, y con mimo especial la vocación
sagrada» (LG 11).
La Iglesia no podría existir sin la familia cristiana. La experiencia enseña, además, que cuando se pierde la
familia cristiana, la descristianización está ya consumada. Por sí misma, la familia es la célula básica de la sociedad, es
en la familia donde despierta el niño como hombre y se percata de que está con los otros, comenzando por el padre y la
madre.
La familia es el único lugar donde el hombre es amado por sí mismo, la única institución que crea futuro. Sin
familia no hay futuro para la humanidad, porque es la más fundamental comunidad de vida y amor y es en ella donde se
estructura la persona humana: «El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su
vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace
propio, si no participa en él vivamente»6.
Los miembros de la familia aprenden a vivir compartiendo los bienes, las alegrías y los sufrimientos. Es la gran
escuela de la vida, porque el nombre llega a su plenitud mediante el don sincero de sí mismo.
Por otro lado, la familia cristiana es el lugar privilegiado de la evangelización, porque en ella hace el niño la
primera experiencia de Dios como Padre y de la Iglesia como madre. Regenerado por el bautismo, con la educación en
la fe, el niño es introducido también en la familia de Dios que es la Iglesia. De ahí la importancia de rezar en familia.
1.6. Matrimonio y mundo de hoy
La secularización (el intento de vivir como si Dios no existiese) ha llegado también por desgracia al
matrimonio, que se entiende cada vez menos como una vocación y cada vez más como una apuesta de amor del cual el
futuro dirá si es sólido o no.
El emparejamiento entre homosexuales no puede equipararse al matrimonio válido entre un hombre y una
mujer no sólo porque se revela incapaz de conducir a la procreación, sino porque, no pudiendo integrar la
complementariedad de lo masculino y lo femenino, resulta una apuesta frágil e inestable.
La convivencia de una pareja, hombre y mujer, no casados, es también contraria a la esencia misma del amor
conyugal, ya que este tiene una dimensión social y pública en cuanto implica la necesaria protección de los derechos de
ambos y de los niños que puedan nacer. El amor conyugal, por su propia profundidad, rebasa los límites de la esfera de
lo meramente privado, es algo que interesa a toda la sociedad y con claras repercusiones en la misma.
La Iglesia considera el matrimonio civil de los bautizados como matrimonio no válido porque es algo que
contradice su vocación cristiana. Sin embargo, este caso no puede equipararse al de los que conviven sin vínculo
alguno, «ya que en ellos hay al menos un cierto compromiso a un estado de vida concreto y quizás estable, aunque a
veces no es extraña a esta situación la perspectiva de un eventual divorcio... A pesar de todo, tampoco esta situación es
aceptable para la Iglesia. La acción pastoral tratará de hacer comprender la necesidad de coherencia entre la elección de
la vida y la fe que se profesa, e intentará hacer lo posible para convencer a estas personas a regular su propia situación a
la luz de los principios cristianos».
Cuando se hace imposible la convivencia entre los esposos, la Iglesia admite la separación física sin que los
cónyuges queden libres para una nueva unión. La Iglesia y la comunidad parroquial ayudarán en estos casos a una
posible reconciliación. Caso distinto es el de los divorciados cristianos que acceden a un nuevo matrimonio civil que la
Iglesia no puede reconocer como válido. Por ello no pueden acceder a la comunión eucarística (cf CEC 1650).
Estos divorciados casados podrían acceder a la comunión sólo en caso de no tener relaciones sexuales pues, si
bien pueden tener una amistad no cabe una amistad conyugal (matrimonio), ya que sigue siendo válido el matrimonio
anterior. Pero la Iglesia tampoco los abandona: «Respecto a los cristianos que viven en esta situación, y que con
frecuencia conservan la fe y desean educar cristianamente a sus hijos, los sacerdotes y toda la comunidad deben dar
prueba de una auténtica solicitud, a fin de que aquellos no se consideren como separados de la Iglesia, de cuya vida
deben y pueden participar en cuanto bautizados» (CEC 1651).
Diferente es la situación de un matrimonio anulado por la Iglesia. En este caso la Iglesia no destruye el vínculo,
sino que anuncia que ahí no había un auténtico matrimonio, que era por lo tanto nulo por un determinado impedimento
(existencia de un matrimonio anterior válido de uno de los cónyuges, edad prematura, coacción y falta de libertad,
consanguineidad, impotencia, etc).
De la situación actual se deduce la necesidad de formar convenientemente a los esposos en las exigencias de la
vida matrimonial y cristiana, ayudándoles a comprender que es una vocación en Cristo, una vocación a la santidad.
1.7. Virginidad por el Reino
Si Cristo, a propósito de las exigencias del matrimonio, y hablando de la virginidad, escandalizó a los suyos (cf
Mt 19,10-12), también hoy en día esta propuesta de virginidad por el Reino, presente en la Iglesia, puede chocar y
resultar incomprendida. Es el gran contraste que presenta el cristianismo con la cultura actualmente dominante. Pero la
misma posibilidad de la virginidad por el Reino hace ver que las exigencias del matrimonio cristiano, insoportables para
algunos, son también posibles. El matrimonio y la vida de virginidad son así dos polos que se necesitan mutuamente en
el seno de la Iglesia.
La vida de virginidad es algo que no se practicaba en el AT (a excepción de los monjes de Qumrán, que
llevaban una vida fuera de la sociedad). Los rabinos solían decir que «el célibe reduce la imagen de Dios». Un rabino,
Simón Ben Azaj (110 d.C.) fue acusado por no haberse casado. El matrimonio era una obligación moral.
Pero desde que el reino de Dios ha irrumpido en Cristo, ha aparecido una nueva forma de vida. Frente al Reino
y frente a Cristo (que con él se identifica) todos los bienes de este mundo son relativos y «pasa la figura de este
mundo»: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37).
El sentido de la virginidad es ser signo y medio de una generosidad total y de una total entrega a Cristo,
respuesta de amor al amor que Cristo nos ha mostrado de una manera sublime. Es la posibilidad de entregar a Cristo un
amor total, exclusivo, estable, perenne, estímulo irresistible para todos los heroísmos, señal de un amor sin reservas.
La virginidad no es una renuncia por renuncia, sino signo de un amor a Cristo. La virginidad no nos prohíbe
amar, sino que nos llama a amar más, a entregar todo nuestro amor a Cristo sin reservarse siquiera el derecho de volver
atrás.
Cristo ha abierto un camino nuevo en el que la criatura humana, sintiéndose adherida total y directamente al
Señor y preocupándose solamente de él y de sus cosas (cf 1Cor 7,33-35), manifiesta del modo más claro y concreto 1
realidad profundamente innovadora del evangelio. Se trata de una unión inmediata con Cristo sin mediación alguna,
como ocurre en el matrimonio. Por eso la virginidad no es sacramento. El matrimonio es sacramento porque se sitúa en
el plano del signo del amor de Cristo a la Iglesia. La virginidad, en cambio, se sitúa en el plano de la misma realidad
significada: es comunión con Cristo esposo sin mediación, sin estructura sacramental. Cuando en el cielo cesen los
sacramentos, cesará el matrimonio (cf Mt 22,30), no así la virginidad que permanece inalterada. Por ello la virginidad
tiene ese significado escatológico.
La virginidad es un polo necesario dentro de la Iglesia, ayuda a los cónyuges a mirar a lo definitivo, al tiempo
que el matrimonio instaura a la Iglesia en la unidad familiar (Iglesia doméstica); ayuda a los casados a no apegar el
corazón a ninguna realidad humana, al tiempo que el matrimonio asume una realidad tan humana como el amor entre
las personas. No habría célibes si no hubieran sido engendrados del matrimonio, pero no habría matrimonio cristiano
auténtico si no apreciara como un don inestimable la vida de aquellos que han elegido la mejor parte porque se han
quedado con Cristo (cf Lc 10,42).
2. Sacramento del orden
2.1. No hay más que un sacerdote
Lo primero que tiene que confesar un cristiano al hablar del sacerdocio es que no hay más que un sacerdote:
Cristo. El autor de la Carta a los hebreos hace una comparación entre el sacrifico de Cristo, sacrificio de la nueva y
definitiva alianza, y los sacrificios de la antigua, diciendo que el sacrificio de Cristo es único, definitivo y eterno": «El
sacrificio redentor de Cristo es único rea]izado una vez por todas. Y por esto se hace presente en el sacrificio eucarístico
de la Iglesia. Lo mismo acontece con el único sacerdocio de Cristo: se hace presente por el sacerdocio ministerial sin
que con ello se quebrante la unicidad del sacerdocio de Cristo: "Y por eso sólo Cristo es el verdadero sacerdote; los
demás son ministros suyos, SANTO TOMÁS DE AQUINO, Hebr. 7,4)» (CEC 1545).
Hay que olvidar por tanto la idea de que el sacerdocio cristiano sea como el de las otras religiones: una
delegación de la comunidad para cumplir determinadas funciones de culto o intercesión. Si el NT no usa el término
iereus, «sacerdote» (a excepción de la Carta a los hebreos), lo hace precisamente para que se comprenda que el
sacerdote cristiano no es como el de la vieja ley o el de otras religiones. El sacerdocio cristiano es eminentemente
representativo del de Cristo, es participación en el sacerdocio único de Cristo, muerto y resucitado, sacerdote eterno.
Por eso el sacerdote cristiano es alter Christus, o mejor, el mismo Cristo actuando aquí en la tierra.
Decía el santo cura de Ars: «El sacerdote continúa la obra de redención en la tierra. Si se comprendiese bien al
sacerdote en la tierra, se moriría no de pavor sino de amor. El sacerdote es el amor del corazón de Jesús»l°.
El sacerdote realiza, por tanto, las mismas acciones salvíficas que Cristo cabeza realiza respecto de su propio
cuerpo. Nada tiene de funcional; si realiza las funciones de salvación es porque se trata de un sacerdocio eminentemente
personal, en cuanto que el sacerdote no hace sino prestar sus manos y su palabra a Cristo sacerdote que actúa a través de
él.
En El poder y la gloria, de G. Green, el protagonista es un sacerdote que cae en el alcoholismo y que, en un
desliz con una mujer, tiene una hija. La novela narra las vicisitudes de este hombre que busca escapar de los soldados y
que, cuando tiene la salvación ya al alcance de la mano, recibe el aviso de que un moribundo necesita sus auxilios
espirituales. Él sabe que, de acudir a él, será hecho prisionero y fusilado. Pero no lo duda, se siente indigno, abyecto y
hundido, pero sabe que le llaman porque hay un hombre que necesita a Cristo. Acude en su auxilio y le fusilan.
2.2. Cristo confirió su sacerdocio
Fue el propio Cristo quien hizo sacerdotes a sus apóstoles el mismo día en que les confirió la potestad de
ofrecer su propio sacrificio en el marco de la última cena (cf DS 1740), aunque este sacerdocio no entrara en ejercicio
sino después de pentecostés, como toda la vida sacramental.
Más adelante, los apóstoles eligieron colaboradores suyos, a los cuales dejaban al frente de comunidades
cristianas recién fundadas. Después los sucesores de los apóstoles, los obispos en el sentido actual, harían lo propio a lo
largo del mundo que se iba abriendo al evangelio.
Al frente de cada comunidad había sacerdotes que, en comunión con el obispo y en estrecha dependencia de él,
habían sido hechos partícipes de la misión de los apóstoles o sus sucesores en orden a construir, santificar y enseñar al
cuerpo de Cristo: «Los presbíteros, aunque no tengan la plenitud del sacerdocio y dependan de los obispos en el
ejercicio de sus poderes, sin embargo están unidos a estos en el honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del
orden, quedan consagrados como verdaderos sacerdotes de la nueva alianza, a imagen de Cristo, sumo y eterno
sacerdote, para anunciar el evangelio a los fieles, para dirigirlos y para celebrar el culto divino» (LG 28).
2.3. Sacerdotes en nombre de Cristo
Hay una doble participación en el sacerdocio de Cristo: los fieles son sacerdotes en cuanto participan del
sacerdocio de Cristo, sacerdote, profeta y rey, como miembros de su cuerpo místico; el sacerdote ministerial actúa como
representante de Cristo en cuanto cabeza de su cuerpo, en la triple función de sacerdote, profeta y rey (cf CEC 1581).
Esto es justamente lo que hace el carácter sacerdotal: configurar al sacerdote con Cristo en cuanto cabeza de su
cuerpo místico, como pastor del rebaño, sumo sacerdote del sacrificio redentor, maestro de la verdad, de modo que el
sacerdote actúa in persona Christi capitis (cf CEC 1548), es decir, representando a Cristo, en todo momento, en su
condición de pastor supremo de su cuerpo: «Por el ministerio ordenado, especialmente por el de los obispos y los
presbíteros, la presencia de Cristo como cabeza de la Iglesia se hace visible en medio de la comunidad de los creyentes»
(CEC I 549).
No todos los actos del ministro están garantizados de la misma manera por la fuerza del Espíritu, pero en los
sacramentos esta garantía es dada de tal modo que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia
(cf CEC 1550).
De esta forma, los dos sacerdocios, el de los fieles y el de los ministros, aunque se diferencian esencialmente y
no sólo de grado, participando cada uno a su modo del único sacrificio de Cristo, están hechos el uno para el otro.
Mientras el sacerdocio común de los fieles se desarrolla desde la gracia y el carácter bautismal, el sacerdocio ministerial
está al servicio de los fieles, en orden al desarrollo de esa gracia bautismal (cf CEC 1547). Es por lo tanto un verdadero
servicio: dependiendo totalmente de Cristo, ha sido instituido en favor de los fieles y de la comunidad de la Iglesia.
En este sentido, el sacerdote obra también «en nombre de toda la Iglesia», pero no porque sea una especie de
delegado de toda la comunidad, sino porque, representando a Cristo como cabeza de la Iglesia, representa también a
esta, que es el cuerpo místico de Cristo: «El sacerdocio de Cristo puede representar a la Iglesia, porque representa a
Cristo» (CEC 1553).
El sacerdote tiene, por el carácter recibido, esa especial configuración con Cristo. Y en virtud del mismo,
recibe una gracia permanente en el ejercicio de sus funciones en orden a presentar adecuadamente la palabra de Dios, a
guiar a sus fieles por el camino del bien y a santificarlos por medio del ministerio, especialmente por medio de la
eucaristía y la penitencia.
2.4. Los tres grados del sacramento del orden
El sacerdocio ministerial es una participación en el sacerdocio de Cristo en cuanto cabeza de la Iglesia.
Propiamente de este sacerdocio participan los presbíteros y los obispos. El diaconado está más bien destinado a servirles
y ayudarles, pero los tres son conferidos por medio de la ordenación.
El episcopado posee la plenitud del sacramento del orden que, de manera eminente y visible, hace las veces de
Cristo, maestro, pastor y sacerdote. Por la consagración episcopal y la comunión jerárquica con la cabeza de la Iglesia
que es el Papa y los miembros del colegio episcopal (cf LG 22). Aunque tienen la tarea pastoral de la Iglesia particular
que les ha sido confiada, en unión con los demás hermanos en el episcopado, viven la solicitud por todas las Iglesias.
Esta misma función ministerial de los obispos ha sido encomendada, en grado subordinado, a los presbíteros,
para ser los colaboradores del orden episcopal, de modo que, dependiendo de los obispos, participan de la autoridad con
la que el propio Cristo construye, santifica y gobierna a su pueblo, así como de la universalidad de la misión confiada
por Cristo a los apóstoles. Los sacerdote.s forman, junto con el obispo, un único presbiterio y, ejerciendo su ministerio
en dependencia del obispo y en comunión con él, le hacen presente en las comunidades locales de fieles (cf CEC 1567).
Los diáconos reciben también la ordenación mediante la imposición de manos «para realizar un servicio y no
para ejercer el sacerdocio» (L( 29), quedando así configurados mediante el carácter con Cristo, que se hizo servidor de
todos .
2.5. ¿Puede la mujer ser sacerdote?
Últimamente se ha planteado en la Iglesia el tema del sacerdocio de la mujer, particularmente con ocasión de la
ordenación de mujeres en la Iglesia anglicana, y no son pocos los que reclaman este sacerdocio en el seno de la Iglesia
católica.
Por lo que respecta a la Iglesia anglicana, dicho sacerdocio de la mujer ha sido favorecido por la llamada Low
Church, con influencias evangélicas, que considera el sacerdocio en la línea de la delegación del pueblo. En este
sentido, un delegado puede ser perfectamente hombre o mujer. La ligh Church, más próxima a la visión católica,
considera al sacerdote como representante de Cristo, cabeza y esposo de la Iglesia, y en términos generales se ha
opuesto a la ordenación de la mujer.
La razón última por la que la Iglesia católica (junto con la ortodoxa) no admite la ordenación sacerdotal de la
mujer es por el hecho de que se trata de una tradición que se remonta al mismo Cristo. Para admitir tal posibilidad, la
Iglesia tendría que estar segura de que las razones que movieron a Cristo eran de tipo cultural y social. Pero llegar a
semejante certeza es muy improbable, toda vez que Cristo se destacó de la actitud de su pueblo hacia la mujer en
múltiples ocasiones, mostrando una libertad inédita en este sentido. Por ello es muy verosímil que eligiera varones por
motivos de representación sacramental de su persona.
No es cierto que la Iglesia no quiera conceder a la mujer el sacerdocio, sino que no se siente con poder para
hacerlo: «La Iglesia se siente vinculada por la decisión del Señor» (cf CEC 1577).
Presentar el sacerdocio de la mujer en el marco de las reivindicaciones feministas (legítimas) de nuestro
tiempo, es desenfocar totalmente el problema, pues nadie tiene derecho a recibir el sacramento del orden, porque no es
una delegación de la comunidad, sino un don de Cristo. al que nadie tiene derecho, ni siquiera el hombre.
Por otro lado, el sacerdocio no es el centro de la Iglesia, pues el carisma superior que todos debemos
ambicionar no es otro que el del amor (cf 1Cor 12,31). Lo más importante en la Iglesia es la santidad. Y no carece de
significación que la persona más venerada en la Iglesia después de Cristo, sea una mujer, la Virgen María, que, por
cierto, no fue sacerdote.
Juan Pablo II, en una carta del 30 de mayo de 1994, vuelve a recordar que la Iglesia no tiene poder para
ordenar a mujeres y que «esta sentencia debe ser mantenida de forma definitiva por todos los fieles de la Iglesia». Cabe
promocionar a la mujer dentro de la Iglesia en otros terrenos legítimos .
2.6. Celibato sacerdotal
En la Iglesia latina existe para los sacerdotes la ley del celibato, que comenzó en el concilio de Elvira (España,
a principios del s. IV) y se consolidó definitivamente en el concilio de Trento. Es una ley eclesiástica que, en principio,
podría ser cambiada. El mismo Pablo, que recomienda a sus seguidores apostólicos el celibato, confiesa que sobre ello
«no tiene precepto del Señor» (1Cor 7,25).
Cristo invitó a los suyos a dejarlo todo el día que los llamó. Y de hecho lo dejaron todo, barcas, mujer y
negocios (cf Mc 10,28). Pablo recomienda y prefiere lo mismo. Es cierto que la recomendación de Pablo está
enmarcada en la espera de una parusía próxima, pero esa situación de interinidad vale para la nuestra, pues desde que el
Reino ha irrumpido en el tiempo, todo ha quedado relativizado en favor del valor absoluto del Reino.
El celibato de los sacerdotes tiene aquí una razón de ser. Si su sacerdocio no es una delegación de la
comunidad, sino una configuración personal con Cristo, ¿cómo no identificarse con él en el estilo de vida que llevó y
eligió? Si la virginidad es la alianza esponsal con Cristo sin mediación alguna, ¿cómo no la ha de vivir el sacerdote que
se identifica justamente con Cristo en su sacerdocio? ¿Cómo no ha de entregarse a la Iglesia como él, sin
condicionamiento alguno? El sacerdote no ama a nadie en particular porque ama demasiado a todos los hombres.
El celibato se entiende sólo desde un amor apasionado por Cristo que se lanza en la fe, con la confianza de que
él mismo nos sostendrá: «No se pueden probar las distintas posibilidades opuestas, para luego vivir lo que mejor le
cuadra a uno. No se experimenta nada de veras y plenamente hasta que no se deja realmente lo contrario... Sólo se
puede experimentar que el celibato es una manera santa de vivir la fe en la plenitud de la existencia que es Dios cuando
se ha vivido de hecho. Por eso hay que creer de antemano en el evangelio y vivir valientemente lo que el evangelio
sabe».
Se desenfoca el problema cuando se habla de imposición del celibato: la Iglesia no lo impone, sencillamente
selecciona sus sacerdotes de entre aquellos que han elegido ya la virginidad como estilo de vida. Supone un carisma ya
recibido y vivido.
Se dice también que con la supresión del celibato habría más vocaciones, pero el joven necesita más un ideal
claro que cualquier otra cosa. Si el ideal se vive a fondo, el joven da su generosidad. Se habla mucho también de la
soledad sacerdotal. Cristo decía: «Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Jn 16,32). Si se vive de Cristo, esta
relación llena un corazón y mil corazones que tuviéramos. Si se está dispuesto a vivir una entrega total, defendiendo la
fe, la verdad y la justicia, si se tiene con Cristo un trato diario de oración, no hay soledad. Además, al sacerdote
auténtico le da Dios amistades buenas, de seglares y sacerdotes, que le aprecian y le estimulan en todo momento. No
faltan esos regalos de Dios al que es fiel. Y entonces el sacerdote siente que no está sólo, simplemente va delante,
delante de toda una Iglesia en marcha.
Pero el celibato no se puede vivir simplemente con las propias fuerzas: «Yo abrazo confiado en el evangelio,
una forma de vida sin vuelta de hoja; no sé por qué derroteros y crisis llevaré ese camino; puede ser que me encuentre
con una mujer que me parezca la única y definitiva felicidad para mi vida. Pero he elegido y me mantendré firme en mi
compromiso, porque tengo fe y quiero ser fiel y porque la "quimera" de la vida eterna y del amor de Dios y de la
aceptación del amor de Cristo han de seguir actuando en mí... Se puede y se debe tomar en la vida una decisión para
siempre. Sin fe, sin la aceptación de la necedad de la cruz, sin esperanza contra toda esperanza, sin una obediencia ciega
como la de Abrahán y sin oración, eso no es posible» (ib).
Preguntas para el trabajo en equipoprivate 1) ¿Qué función tiene la fe en el seno de una familia de bautizados?
2) ¿Cuáles son las dimensiones del amor conyugal?
3) ¿En qué consiste el sacerdocio ministerial?
4) ¿Cuál es el valor del celibato sacerdotal?
Bibliografía
ADNES P., El matrimonio, Barcelona 1969.
GALOT J., Sacerdote en nombre de Cristo, Toledo 1990.
IRABURU J. M., El matrimonio cristiano, Pamplona 1990.
JUAN PABLO II, Familiaris consortio, Madrid 1981.
LARRABE J. L.,El matrimonio cristiano y la familia, Madrid 1986.
PARA HACERLO VIDA
La Iglesia tiene un par de raíces sin las que no podría vivir: la familia cristiana y el sacerdocio ministerial. Sin
la familia, no habría miembros que engendrar en la gracia; sin el sacerdote, no habría quien la confiriese.
La Iglesia está enraizada en la tierra por el matrimonio y mira al cielo por la vida consagrada de aquellos que
han renunciado al matrimonio por amor a Cristo y su Reino. Cristo es para consagrados y casados el valor definitivo y
fundamental. Unos lo siguen de forma radical, para que los otros, los casados, recuerden también que sin Cristo el
matrimonio se les viene abajo y se les destruye. Sin Cristo, al matrimonio le falta la plenitud de sentido y la fuerza para
superar las dificultades. Con Cristo el matrimonio se hace una realidad posible, gozosa y plena.
No cabe, por ello, concebir una familia cristiana que no tenga como fundamento la idea de compartir una vida
en Cristo. A Cristo no se le puede poner entre paréntesis en la vida familiar porque los valores humanos, buenos por ser
creados, sólo en él encuentran su sustento y su plenitud. No se concibe una familia cristiana que no rece junta, que no
trasmita la fe, que no eduque en la fe, que no abra a los hijos a la experiencia de Dios como Padre y la Iglesia como
madre, que no rece para que alguno de sus hijos pueda servir al Señor en la vida consagrada o en el sacerdocio.
Hoy en día, los padres se preocupan más que nunca de la formación humana y profesional de sus hijos.
Conciben para ellos planes de futuro y no ahorran sacrificio alguno por ello. Sin embargo, reciben a veces como un
contratiempo y un sin sentido el que uno de sus hijos quiera seguir el camino de la consagración a Cristo.
Pero Dios sigue llamando a crear familias cristianas, auténticas, que rompan la monotonía de un mundo sin
sentido, que se ocupen ante todo de transmitir la fe a sus hijos. Muchas parejas jóvenes viven ese ideal y viven una
alegría
L innegable en medio de un mundo triste y materialista. Son auténticas Iglesias domésticas, como las de los
primeros cristianos que abrían sus puertas a la fe. Allí donde se predica a Cristo y se vive de Cristo, surge la vocación a
servirle de forma especial. La vocación comienza cuando uno, sintiendo la atracción por el matrimonio, por una
profesión determinada y por la vida civil, comienza a sentir también de modo inexplicable que, de dejarlo todo por
Cristo, va a tener una paz y una alegría increíbles.
Esta llamada necesita para su discernimiento una vida de profunda oración. Sólo desde la oración se puede ver
con claridad. Necesita también del acompañamiento de un sacerdote o una persona experimentada que vaya
interpretando y orientando, sin interferir los planes de Dios. Y al final será la Iglesia la que discierna si hay auténtica
vocación, al aceptar al candidato en su seno por medio de sus pastores o congregaciones concretas.
TERCERA PARTE
Moral
CAPÍTULO 15
FUNDAMENTOS DE LA MORAL
Los Cristianos que profesan la fe en Cristo y la reciben y celebran en los sacramentos están llamados a
reconocer en esa fe su nueva dignidad, viviendo su condición de hombres llamados en Cristo en todos los ámbitos de la
vida.
La vida en Cristo del bautizado tiene un doble fundamento moral: por una parte están las exigencias que surgen
de su condición de persona, las que proceden de una ética natural que el cristianismo asume y ennoblece; por otro lado,
están las exigencias específicas de la vida cristiana que manan de su vocación en Cristo. que se vive en la fe, la
esperanza y la caridad, y que un día culminará en la visión de Dios, colmando así el deseo de felicidad infinita que el
hombre lleva dentro de su corazón.
1. Dignidad de la persona humana
1.1. ¿La conciencia es autónoma?
¿La ética se funda en la propia conciencia? ¿Es la conciencia la fuente de la moral? ¿No podemos, por lo tanto,
apelar a una moral objetiva, es decir, a unos preceptos de ética natural, válidos para todos los hombres?
Kant habló de la autonomía de la conciencia moral. No aceptaba que la moral se fundara en el premio a recibir
ni en la objetividad (moral material); buscaba una moral que fuera absolutamente autónoma, fundada en el imperativo
categórico. Este imperativo tiene dos normas de expresión, una de las cuales dice: «Trata siempre a la persona como fin
y nunca como medio».
Aun estando de acuerdo con este principio, podríamos preguntarnos: ,por qué tengo que tratar como fin al
hombre y al animal lo puedo tratar como medio en el sentido de que puedo servirme de un animal, por ejemplo, para
calmar mi hambre? ,Dónde radica la diferencia? La diferencia radica en el hecho de que la persona humana tiene una
dignidad espiritual y sagrada que, en último término, se fundamenta en Dios, en cuanto que crea el alma espiritual de
cada persona. Si el hombre no fuera más que materia, podría ser reducido a medio de nuestros fines. Hay, pues, un
fundamento objetivo para la moral: la dignidad sagrada de la persona humana.
La conciencia no obliga por sí misma, sino porque refleja la verdad moral, porque es un instrumento de la
verdad. Es la verdad la que obliga a través de la conciencia. Es la verdad la que se hace presente en la conciencia y la
que obliga a través de ella. La conciencia, como norma inmediata y subjetiva del obrar moral, depende de la norma
objetiva (la verdad). La fuente de la obligación no radica en la conciencia sino en la verdad a la que se subordina.
De ahí que, si es verdad que cuando uno obra con conciencia recta (pensando que obra bien) no peca, es
también verdad que tiene obligación de hacer verdadera su conciencia, adaptándola a la verdad. Toda conciencia que
soslaye sistemáticamente la norma moral objetiva es una conciencia culpable: «La conciencia, por tanto, no es una
fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un
principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los
preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento bueno».
La conciencia es un juicio práctico que aplica a una situación concreta una ley o norma determinada. Formula
así la obligación moral a la luz de la ley natural. Es un juicio de absolución o de condena según que los actos sean o no
conformes con la ley de Dios. Es por ello mismo la norma próxima de la moralidad.
Todo hombre tiene que actuar siempre obedeciendo el juicio cierto de su conciencia, que será verdadera
cuando obre de acuerdo con la verdad objetiva, y errónea cuando obre en desacuerdo de ella. Al que obra con
conciencia inculpablemente errónea, no se le puede imputar el acto. Se le imputa, en cambio, al que tiene una
conciencia culpablemente errónea, pues tenemos siempre la obligación de adecuar nuestros actos a la verdad objetiva.
1.2. Sentido de la libertad
El otro dogma en el que se refugia el hombre moderno es el de la libertad: «Nadie me puede obligar sino en
aquellas normas consensuadas civilmente para convivir con los demás». Tiene un concepto de libertad absoluta, de una
libertad que viene a ser fin de sí misma, no de una libertad que es instrumento de la verdad, el bien y la belleza. ,De
dónde proviene esta noción de libertad? Sin duda alguna del liberalismo positivista que ha nacido con la ilustración.
Este liberalismo, que tuvo como bueno la Declaración universal de los derechos humanos, presentaba un lado
negativo: una ausencia de metafísica y una incapacidad de fundamentar objetivamente los derechos que predicaba y, por
supuesto, una ausencia de proyecto trascendente para la persona humana. He aquí los principios en los que se sustentaba
dicho movimiento:
-No acepta otro principio de conocimiento que el empírico. Se suprimen la metafísica y la fe como ámbitos del
conocimiento humano.
-Niega la existencia del pecado original y, en consecuencia, la tendencia al mal que se da en el corazón
humano.
-Tiene como fin el establecimiento de un paraíso aquí en la tierra.
-No niega la existencia de Dios; pero se trata de un dios que no interviene en la vida humana y tampoco funda
los valores morales (deísmo).
-La moral es absolutamente autónoma (cf I. KANT, Crítica de la razón práctica).
-No hay ley natural ni concepción objetiva del derecho natural. En la vida ética no hay más límites que los
positivamente establecidos en relación a la libertad de los demás.
El concepto que se propone es el de una libertad fin de sí misma, una «libertad de», una libertad que no tiene
otro fin que el máximo disfrute de la vida humana; una libertad que tendrá que ser corregida perpetuamente, porque es
la libertad del narcisismo, la libertad del hedonismo, no la libertad capaz de pedir al hombre lo mejor de sí mismo por el
bien y la verdad objetivas.
Ahí está la razón del fracaso de nuestro concepto moderno de libertad: la libertad no libera, libera la verdad. La
libertad es un instrumento necesario e imprescindible en toda acción humana, pero lo es sólo como instrumento en
orden a seguir las exigencias auténticas de la verdad. Si no es con la verdad, la libertad pierde su propio rumbo y
sentido.
La libertad tiene por tanto relación directa con la ley moral. En efecto, el hombre no goza de una autonomía
total en el campo de la moral, como si pudiera decidir por sí mismo el bien y el mal. El hombre, creado a imagen y
semejanza de Dios, tiene siempre una referencia al Creador y debe a él y a la ley natural por él creada, obediencia y
respeto. Esta ley natural es participación de la ley divina por la que Dios dirige y gobierna el universo, la lleva escrita en
su corazón y, obedeciéndola, cumple el plan mismo de Dios y tiende así a su fin último.
1.3. Fundamentación de la ley natural
La originalidad de la Veritatis .splendor, así como de la moral del Catecismo de la Iglesia católica, estriba en
que el fundamento de la moral se pone en la dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios: «La
ley moral natural evidencia y percibe las finalidades, los derechos y los deberes, fundamentados en la naturaleza
corporal y espiritual de la persona humana».
Los mandamientos no son otra cosa que el despliegue de las exigencias fundamentales que manan de la
dignidad de la persona humana: «La refracción del único mandamiento que se refiere al bien de la persona, como
compendio de los múltiples bienes que connotan su identidad de ser espiritual y corpóreo, en relación con Dios, con el
prójimo y con el mundo material»4. «Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto, indirectamente, los derechos
fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana» (CEC 2070). Son la condición básica del amor al
prójimo, y al mismo tiempo, su verificación.
Contra la objeción de que la ley natural sería simplemente el sometimiento a leyes puramente biológicas y
contra la pretensión de que el hombre puede disponer de su cuerpo arbitrariamente por ser moralmente neutro, se
proclama la dignidad sagrada del cuerpo humano, en cuanto que está informado por un alma espiritual e inmortal. La
persona humana, compuesta de cuerpo y alma, posee así una dignidad sagrada y un valor trascendente, por lo que no
puede ser reducida a medio, como lo puramente material. Ahí radica la ley natural, en las exigencias fundamentales que
manan de la persona en su dignidad trascendente. Y tienen por ello un valor universal.
«La ley "divina y natural" (GS 89), muestra al hombre el camino que debe seguir para practicar el bien y
alcanzar su fin. La ley natural contiene los preceptos primeros y esenciales que rigen la vida moral. Tiene por raíz la
aspiración y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, así como el sentido del prójimo como igual a sí mismo. Está
expuesta, en sus principales preceptos, en el decálogo. Esta ley se llama natural no por referencia a la naturaleza de los
seres irracionales, sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente a la naturaleza humana» (CEC 1955).
La ley natural es universal en sus preceptos e inmutable. Está recogida fundamentalmente en el decálogo, de
modo que otros preceptos, como los propios de la cultura judía quedaron abolidos en el cristianismo. Jesús pregunta, en
cambio, al joven rico si ha guardado estos mandamientos. La ley natural, por lo tanto, no es una ley exterior al hombre.
Es una ley que surge de la propia naturaleza concreta e igual en todos los hombres.
En este contexto no tiene sentido contraponer una moral personal a una moral de naturaleza. No podemos
desligar a la persona de la naturaleza. Hay quienes pretenden una concepción de la persona que se construye a sí misma,
que construye los valores por sí misma en el momento en que elige, según el sentido existencialista de la persona.
Según estos, la persona se hace, no está hecha por la naturaleza que Dios le ha dado en la creación.
La persona es el sujeto que radica y gestiona una naturaleza concreta compuesta de cuerpo y alma y, tiene por
ello, una.s exigencias fundamentales que tienen que ser respetadas. No es otra la ley natural, sino la ley que enmarca las
exigencias fundamentales de la persona humana. Es falso pues, el dilema persona-naturaleza.
«Dotada de un "alma espiritual e inmortal (GS 14), la persona humana es la única criatura en la tierra a la que
Dios ha amado por sí misma" (GS 24). Desde su concepción, está destinada a la bienaventuranza eterna» (CEC 1703).
Dios confiere directamente al hombre un alma espiritual (cf CEC 366), sin la cual no poseería ese valor trascendental.
Así aparece Dios como fundamento último de la moral: en cuanto que el hombre está creado a su imagen y
semejanza. Sin Dios no se explicaría la existencia del alma humana y el hombre quedaría reducido a pura materia,
perdiendo así su valor trascendente, y no se podría fundamentar ni la moral ni el derecho natural: la ley natural es
participación de la ley divina (designio por el que Dios dirige al mundo).
La autonomía de la moral es relativa, relativa a Dios creador de la dignidad de la persona humana. No puede
hablarse de una independencia o autonomía absoluta de la moral. La moral se funda próximamente en la dignidad de la
persona humana, la cual tiene su fundamento último en Dios mismo.
Consecuentemente, podremos decir que existe lo intrínsecamente malo: lo que perjudica la dignidad de la
persona. Existen por ello preceptos negativos que no admiten excepción: homicidios, genocidios, eutanasia, suicidio,
etc.
Decir, respecto de la gravedad de los actos, que todo depende de consideraciones histórico-culturales, nos
llevaría a concluir que no existe la ley natural o el derecho natural. Ahora bien, si la naturaleza humana tiene unas
exigencias permanentes y graves en todos los hombres, debemos admitir la posibilidad de un código de derecho natural.
En el fondo, el decálogo no es otra cosa que la ratificación de las exigencias fundamentales de la ley natural. No es
necesario un análisis científico para determinar la gravedad o no de un objeto, en la mayoría de los casos basta el
sentido común.
1.4. Ética de los valores
En los últimos anos se ha hablado mucho de una ética de los valores y muchos han postulado que se
fundamente en ellos la ética y la moral.
El hombre considera valor (o bien) «algo que en algún aspecto tiene significación positiva para él (le
favorece)»7. Experimenta algo como valor en cuanto que lo necesita para vivir en los diversos ámbitos de la vida. El
problema fundamental radica, sin embargo, en dónde fundamentar los valores.
La filosofía de los valores, que comienza con H. Lotze, concedía a los valores un campo propio, de modo que
no serían aprehendidos por la razón sino por el sentimiento o la sensibilidad emotiva. La experiencia del valor
conmueve al hombre entero con sencilla inmediatez, y en ella predomina lo emocional.
Una fundamentación así daría lugar a un amplio subjetivismo. Por ello se ha postulado una fundamentación
objetiva de los valores en el ser. Pero, ,de qué ser se trata? «El valor tiene que basarse en el ser, pero no en el ser en
cuanto ser. En otras palabras: el poder servir de fundamento al valor no es propio de cualquier ser. Efectivamente, el
valor fundamental es aquel que es digno de ser buscado por sí mismo. Pues bien, solamente un ser que es para sí mismo
fin, puede ser amado por los demás como fin»8. Indudablemente, este valor fundamental de la ética es la persona.
La persona radica en una naturaleza corpóreo-espiritual de la que emanan exigencias fundamentales. Lo que la
satisface constituye un auténtico valor para ella. Es, en este sentido, un valor objetivo. Valor es el bien, lo que completa
y realiza las exigencias de la naturaleza humana. Podemos hablar, por tanto, de valores, si los entendemos en este
sentido objetivo, como aquello que conviene y es un bien para nuestra naturaleza humana. De otro modo, los
pretendidos valores son algo meramente subjetivo.
Habrá valores universales, válidos para todos, en este sentido. Y habrá también valores particulares de una
cultura debidos más bien a la sensibilidad propia de cada pueblo o persona. A la hora de fundamentar la ética en los
valores, estos han de ser aquellos que corresponden a las exigencias fundamentales de la persona humana.
1.5. Pecado
Pecado es toda falta al amor que debemos a Dios o al prójimo según las exigencias de los mandamientos. Los
mandamientos son las implicaciones necesarias de nuestro amor al prójimo o a Dios. Peca el que trata de lograr algo
contra el amor a Dios o al prójimo. Quebranta de un modo u otro el orden del amor porque, aunque no quiera ofender
explícitamente a Dios o al prójimo, no quiere tener en cuenta las exigencias que ese amor implica de hecho.
Para que exista un pecado mortal se requieren tres condiciones: que la acción se haga con plena conciencia,
con plena deliberación y se refiera a una materia grave (cf CEC 1853). Si la acción se refiere a una materia leve, o se
refiere a una materia grave pero fallan las condiciones de la plena conciencia y la plena deliberación, tenemos un
pecado venial.
La moralidad no depende sólo de que la intención o la finalidad para nuestra acción sea buena, sino de que la
misma acción que se pone sea intrínsecamente buena por su objeto. Para que una acción sea buena, se requiere en
consecuencia que la intención (finalidad) y el objeto sean buenos. Si falta uno de los dos, la acción es mala. Las
circunstancias pueden agravar o disminuir la bondad o malicia moral de los actos humanos, atenuar o aumentar la
responsabilidad del que obra, pero no modifican de suyo la calidad moral de los actos, ni pueden hacer buena o justa
una acción que de suyo es mala (cf CEC 1750-1754).
La vida moral no debe fijarse sólo en la moralidad de los actos, sino en el fomento de las virtudes: «La virtud
es una disposición habitual y firme de hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo
mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo
elige a través de acciones concretas» (CEC 1803).
Hay cuatro virtudes humanas que desempeñan un papel fundamental y que son la prudencia, la justicia, la
fortaleza y la templanza (cf CEC 18()5-1809) que en la vida cristiana quedan elevadas por la gracia divina y las virtudes
infusas de la fe, la esperanza y la caridad.
A veces nos encontramos en situaciones en las que no sabemos qué hacer (principio de doble efecto): tenemos
que tomar una decisión que tiene un efecto bueno y otro malo. ,Qué hacemos? ,Podemos obrar en tal caso? La moral
exige en este caso que la acción que se pone sea de suyo buena, se busque sólo el efecto bueno, se tolere el malo y haya
una clara proporción en favor del efecto bueno.
1.6. Vida social
La vida moral tiene que tener evidentemente en cuenta la condición social del hombre no sólo porque el amor
al prójimo es inseparable del amor a Dios, sino porque la persona humana es social por naturaleza. La vida social es una
necesidad humana y, de la misma manera que puede favorecer su desarrollo, puede impedirlo: «El principio, el sujeto y
el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana» (GS 25).
El hombre tiene una tendencia social que le impulsa a asociarse con los demás para alcanzar objetivos que le
exceden en su capacidad individual. De aquí nace la familia, el Estado y todo tipo de instituciones.
Toda sociedad necesita una autoridad, la cual tiene su fundamento en la misma naturaleza humana y por ello
responde al orden fijado por Dios. Su función consiste en asegurar el bien común. En su ejercicio se tendrá en cuenta el
principio de subsidiariedad, es decir, no privar de sus competencias a las instancias inferiores, sino subvenir a sus
necesidades en caso de necesidad e incapacidad.
«La diversidad de los regímenes políticos es moralmente admisible con tal que promuevan el bien legítimo de
la comunidad que los adopta. Los regímenes cuya naturaleza es contraria a la ley natural, al orden público y a los
derechos fundamentales de las personas, no pueden realizar el bien común de las naciones en las que se han impuesto»
(CEC 1901 ).
Por bien común se entiende «el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y
a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección» (GS 26). Comprende el respeto a la
persona humana (derechos fundamentales de la persona), exige el bienestar social y el desarrollo, facilitando a cada uno
lo que necesite para una vida verdaderamente humana. Implica, finalmente, la paz, la estabilidad y la seguridad de un
orden justo. Esto exige una participación de todos y el ejercicio de la responsabilidad de cada uno.
2. Perspectiva sobrenatural
Lo que hasta aquí hemos dicho lo aceptaría todo hombre que tuviera una concepción clara de la dignidad
trascendente de la persona humana. Pero el hombre se encuentra de hecho en medio de una situación de pecado, por un
lado, y en un orden de gracia que, al tiempo que le cura del pecado, le eleva a una situación sobrenatural.
2.1. Ley en Pablo
Es frecuente hoy en día que se exalten las motivaciones cristianas y evangélicas en contra de la ley. Se recurre
así a una pretendida «moral paulina», arbitrariamente entendida como libertad de los hijos de Dios en oposición a la
esclavitud de la ley, en la que engloban también la ley natural. Se trataría de una «moral de la alianza», de la unión
afectiva con Dios que despreciaría la ética y la ley natural como algo superado por la ley nueva del evangelio: la ley que
ata y el espíritu que libera. Sería el amor incondicionado que no tiene otra norma que él mismo.
Para entender a Pablo es preciso caer en la cuenta de que toda su doctrina se dirige contra la actitud farisaica
(el hombre se justifica a sí mismo por sus propios méritos e independientemente de la gracia de Dios): el hombre tiene
una capacidad absoluta para cumplir la ley. Pablo, en la Carta a los romanos, pinta el panorama de pecado que reina
tanto en el mundo judío como en el pagano. En un caso, los judíos han tenido la ley mosaica; en el otro, los paganos, la
ley de la conciencia; pero todos han terminado en el pecado (cf Rom 3,9).
El hombre, con sus propias fuerzas, no puede cumplir todas las exigencias de la ley, incluso la ley natural, y
quitar siempre el pecado. Pablo habla de la ley mosaica, pero lo hace en cuanto que realiza el concepto de ley, no en
cuanto mosaica. Se refiere a la obligación moral; tampoco los paganos que tienen la ley de la conciencia han cumplido
sus exigencias.
Esta es la tragedia del hombre sin Cristo: la ley le marca el camino a seguir, pero no le da la fuerza para
seguirlo. El hombre, sólo con la ley, termina en la impotencia y la exasperación, pues existe en el corazón del hombre
una fuerza de pecado (hamartía) que lo esclaviza y lo conduce a cometer pecados personales.
En este contexto, la ley, que es buena de suyo (cf Rom 7,12), ha contribuido a empeorar la situación, en cuanto
que ha sido una aliada del pecado, pues no sólo no procura la fuerza para evitarlo, sino que lo convierte en una
transgresión formal.
La ley sirvió de pedagogo hasta que vino Cristo, porque marcaba el camino de conducta; pero era también
pedagogo de Cristo en el sentido de que, al hacerlo consciente de su impotencia, le hacía sentir más su necesidad.
El hombre sólo puede alcanzar la justificación por el don de Cristo. No es que esté totalmente corrompido por
el pecado original, pues tiene capacidad para hacer acciones buenas, pero no la fuerza y la capacidad de dominar
totalmente el pecado. Por eso, si la salvación viene de Cristo, la actitud del cristiano es la de la fe en que nos da la
gracia para cumplir todas las exigencias morales (justificación por la fe). No vale la mera confianza en las obras
humanas que, para Pablo. no son otra cosa que un intento de autojustificación. Se trata, en todo caso, de una fe activa
que coopera con la gracia divina que debe estar guiada por la caridad (Gál 5-6).
Pero, de hecho, Pablo sigue manteniendo la ley como guía y criterio de conducta y como condición para la
salvación: «Ni los impíos, ni los idólatras, ni los ladrones, ni los avaros. ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los
ladrones heredarán el reino de Dios» (1Cor 6,9-10).
Hay otros códigos en Pablo (cf Gál 5,]9-20): lo de menos es que tengan alguna influencia estoica; lo decisivo
es que hay preceptos que deciden sobre la salvación del hombre. La Iglesia ha ido aceptando el código del decálogo que
por otro lado es una ratificación de la ley natural.
La antítesis que Pablo establece entre la ley y Cristo es: la ley es guía de conducta, pero no me da la fuerza
para seguirla, es Cristo el que me da tal fuerza y el que me salva. En este sentido la ley es inútil. Pero, en su sentido
didáctico de orientar la acción y de criterio objetivo de comportamiento, no pierde su vigor. En este sentido, Pablo no
suprime la ley, sino que más bien la afianza: «Entonces, por la fe",privamos a la ley de su valor? ¡De ningún modo!
Más bien la afianzamos» (Rom 3,31).
2.2. Vida sobrenatural
La vida sobrenatural que Cristo nos da, no sólo tiene la dimensión sanante para que podamos cumplir las
exigencias todas de los mandamientos, sino la dimensión elevante por la que vivimos la misma vida de Dios.
El hombre tiene una sed de infinito, una sed de felicidad infinita por la que tiende a la visión beatífica de Dios
(cf CEC 1718-1719), pero esta bienaventuranza que, por el don gratuito de Dios, alcanzaremos en el cielo, comienza ya
aquí por el reino de Dios que ha llegado y que vivimos cuando estamos en gracia.
Es clásico considerar como principio moral el llamado «fin último», que en la vida cristiana no es otro que la
visión de Dios. Pero una acción concreta conduce de verdad al fin último si de hecho está- conforme con el auténtico
bien moral del hombre''. Lo que contradice el bien de la persona no es ordenable a Dios; en cambio, lo que lo favorece,
informado por la gracia, nos conduce ya de hecho al fin sobrenatural. En este contexto, las bienaventuranzas son la carta
magna del Reino que ya ha comenzado, el estilo de la nueva vida en Cristo (cf Mt 5,1-10).
El cristiano esta así llamado a vivir la santidad: «Sed perfectos, como mi Padre es perfecto» (Mt 5,48). Y esto
lo consigue el cristiano por la ley nueva que es la gracia del Espíritu: «La ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dado
a los fieles mediante la fe en Cristo. Actúa por la caridad, utiliza el sermón del Señor para enseñarnos lo que hay que
hacer, y los sacramentos para comunicarnos la gracia de realizarlo» (CEC 1966).
Esta ley engloba la ley natural, pero la purifica y supera, porque obra ya por la fe, la esperanza y la caridad. La
exigencia del amor a los enemigo.s es un estilo nuevo de vida que el hombre no puede cumplir con sus propias fuerzas.
Es la ley del amor que nos impulsa a amar a los demás con el mismo amor con el que Dios nos ama (Jn 15,12). En
muchas ocasiones, la fe y la esperanza implican para nosotros exigencias nuevas y desconocidas para el hombre que
carece de ellas.
El cristiano mantiene su esperanza y sigue amando allí donde el hombre sin Cristo sucumbe ante la impotencia.
El cristiano lo vive todo ya desde la fe, porque cuenta con Dios y con su providencia para todo. Le da no sólo la energía
para seguir, sino un horizonte nuevo de compromiso y amor: «La ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar
por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia
para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad (cf Sant 1,25; 2,12), porque nos libera de las observancias
rituales y jurídicas de la ley antigua, nos inclina a obra
espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo "que ignora lo que
hace su señor", a la de amigo de Cristo, "porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15,15), o
también a la condición de hijo heredero» (CEC 1972).
2.3. Santidad cristiana
Con la ayuda de la gracia el hombre puede llevar una vida de santidad (cf Mt 5,48). En muchos casos, los
cristianos hemos renunciado a la vida de santidad. Hacemos un examen de nuestras fuerzas y concluimos que es
imposible. Repasamos la vida de los santos y nos convencemos de que no podremos llevar la vida que ellos llevaron.
Habría que empezar distinguiendo lo que es un carisma de un santo de lo que propiamente es la santidad. Es
indudable que no tenemos el carisma misionero de san Francisco Javier, el carisma fundacional de santa Teresa, la
capacidad intelectual de santo Tomás. Pero esto no es propiamente la santidad, sino el carisma que estos hombres han
recibido de Dios para bien de la Iglesia.
Se puede ser santo sin tener carismas especiales ni hacer nada extraordinario. Lo que de verdad interesa es el
deseo de ser santo, la convicción de que esa es nuestra principal tarea como cristianos, pedirlo a Dios. Pensamos que en
la vida hay cosas más importantes, como tener un trabajo, un buen puesto social, una influencia beneficiosa, un
programa pastoral, etc., y dejamos descansar la santidad. Sin embargo, es lo único que Dios espera de nosotros. La
clave está en que en todo demos la prioridad a Cristo: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia (santidad) y todo
lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,3S).
¿Cómo ser santos, entonces? Identificándose con Cristo de tal modo que nuestra gloria sea la suya; nuestro
amor, el suyo; nuestro interés, el suyo. No luchar la batalla del amor propio, sino saber perder por él; quedarse a solas
muchas veces por él; por la fidelidad a él ser mansos, humildes, misericordiosos..., vivir según el espíritu de las
bienaventuranzas.
Dios llama a todos a la santidad. El Espíritu Santo, que es su artífice, nos llama cuando percibimos que si
hacemos algo que nos cuesta, vamos a tener una paz y una alegría interiores indecibles. La santidad es un don de Dios,
y Dios se insinúa día a día en nuestra vida. Nace del espíritu de filiación que deja en manos de Dios el agobio y las
preocupaciones para dedicarse a la tarea del día con el espíritu de un niño que se sabe amado por Dios. La santidad se
logra cuando se relativiza todo menos a Cristo, dejando los falsos ídolos del triunfo personal, el prestigio, la fama, la
aceptación de los demás. Dios nos ha hecho capaces con su gracia; basta desearlo de veras y pedirlo día a día.
CAPÍTULO 16
DEBERES CON DIOS
1. Los mandamientos
Al (joven) rico que le pregunta a Cristo qué ha de hacer para ganar la vida eterna, Jesús le responde: «No
matarás, no cometerás adulterio, no...» (Mt 19,16-19), le pone como referencia los mandamientos del decálogo. La
Iglesia filtró las prescripciones propias de los judíos hasta quedarse con el decálogo, que «contiene una expresión
privilegiada de la ley natural» (CEC 2070).
Es lógico que la Iglesia mantenga los mandamientos. Si existe lo intrínsecamente malo, que daña gravemente a
la persona humana, esto tiene que quedar reflejado en una norma. Las actitudes son necesarias en la vida, pero no bastan
para concretar el contenido bueno o malo de las acciones, no son suficientes como criterio objetivo de comportamiento.
Por otro lado, los mandamientos no son más que las condiciones mínimas del amor que debemos a Dios y al
prójimo; son condiciones indispensables si queremos que el amor no sea una pura utopía o ilusión. Por eso la ley se
resume en el amor a Dios y al prójimo (cf Mt 22,37-40).
Los mandamientos contienen, resumida, toda la conciencia moral de la humanidad. Son valores vitales porque
recogen las exigencias fundamentales del amor. Cristo no ha venido a suprimir la ley, sino a «perfeccionarla» (Mt 5,17).
La hace posible con su gracia, la amplía en su universalismo, la perfecciona en sus intenciones y, sobre todo, exige al
hombre obrar como consecuencia de su filiación divina.
Ya en el AT el decálogo se recibe y cumple en el contexto de la alianza, expresa las implicaciones de la
pertenencia a Dios. Ahora, con Cristo, es posible llevar a cabo esa vocación de santidad que anidaba en el decálogo, el
amor de Cristo hace posible su cumplimiento.
2. Deberes con Dios
Los tres primeros mandamientos del decálogo nos hablan de nuestros deberes con Dios.
2.1. Primer mandamiento
El primer mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón,
con toda tu alma y toda tu mente» (Mt 22,37). Este mandamiento lo entenderíamos mejor como «dejarse amar por
Dios», pues el amor no está en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que «él nos amó primero» (1Jn 4,10). Dios
ama de tal modo al hombre que incluso quiere ser correspondido por él, y le afecta personalmente la falta de amor.
Esto supone que el hombre ha de confiar en Dios de tal modo por la fe que ha de poner todas sus
preocupaciones en sus manos, dejándose llevar por su providencia paternal. A Dios le solemos dar todo menos nuestras
preocupaciones, que nos guardamos para nosotros, porque sabemos que no son pecado, pero sobre todo porque no
confiamos en Dios.
A veces Dios permite situaciones límite en nuestra vida que nos ponen al borde mismo de la desesperación.
Son situaciones en las que uno tiene que elegir entre la desesperación o el abandono en las manos de Dios. Es así como
se profundiza nuestra fe y se afianza nuestra confianza en Dios.
Amar a Dios sobre todo significa confiar en él por la fe, dejar nuestro futuro en sus manos por la esperanza y
amarle como un niño. Todo lo que vaya contra la fe, la esperanza y la caridad que le debemos a Dios como las dudas
voluntarias de fe, la desesperación, la indiferencia, la ingratitud, la tibieza, ofenden a Dios porque ofenden al amor que
él nos tiene.
Pero el amor a Dios tiene que ser tan profundo que, sin dejar de ser filial, ha de ser también de adoración: «La
adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del
mundo» (CEC 2097).
a) No tendrás otros dioses. Esto significa que no podemos tener ídolos en nuestro corazón, no sólo los ídolos de
los falsos dioses, sino los ídolos de nuestro prestigio, fama, comodidad, placer etc. Idolatría que consiste «en divinizar
lo que no es Dios. Trátese de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de raza, de los
antepasados, del estado, del dinero, etc.» (CEC 2 11 3). El mandamiento de adorar al único Señor da unidad al hombre
y lo salva de una dispersión infinita (cf CEC 2114).
Contra la adoración y confianza que debemos a Dios va la superstición, que consiste en concebir de forma
mágica ciertas prácticas o signos religiosos esperando de ellos un efecto automático al margen de la disposición interior
y la confianza que debemos a Dios. Creer en el horóscopo (no la mera lectura por curiosidad) y conformar la vida con él
va también contra la confianza que debemos a Dios. Contraria también a la religión es la magia, por la que se pretende
domesticar potencias ocultas para ponerlas a nuestro servicio u obtener un poder sobrenatural sobre el prójimo.
Particular atención merece el espiritismo, que en una medida u otra afecta a no pocos jóvenes de hoy en día
que se dejan llevar por la curiosidad al menos. Este pretende poner a los hombres en comunicación con los espíritus del
otro mundo. Hoy en día es un fenómeno muy complejo que incluye magnetismo, telepatía, reencarnación, etc. Ciertos
hechos pueden explicarse por magnetismo, vibraciones musculares o telepatía, y para aquellos fenómenos que no
encuentran alguna explicación natural, no es de descartar una posible intervención diabólica. En todo caso sabemos por
la fe que cabe una intervención de los santos en nuestra vida por su intercesión ante Dios por nosotros. Los muertos por
sí mismos no intervienen (cf Lc 16,19ss).
b) La irreligión el ateísmo. Hay ciertas formas de irreligión como tentar a Dios con palabras o con obras
(poniendo a prueba, de palabra u obra, su bondad u omnipotencia), el sacrilegio (profanando los sacramentos o cosas,
personas o lugares sagrados) o la simonía (compraventa de bienes espirituales) .
El ateísmo y el agnosticismo son pecado cuando el hombre busca instalarse en ellos, desoyendo la voz de la
conciencia y dejando de buscar, para poder llevar así una vida más cómoda y sin complicaciones. No se puede negar,
sin embargo, que hay personas que buscan sinceramente a Dios y no lo encuentran, tratando de llevar una vida digna.
Dios conoce la responsabilidad concreta de cada persona.
2.2. Segundo mandamiento
El segundo mandamiento prohíbe tomar en vano el nombre del Señor (Éx 20,7). Dios en el AT había revelado
ya su nombre a Israel, dándole así su propia intimidad: «El nombre del Señor es santo». Por eso el hombre no puede
usar mal de él: «Lo debe guardar en la memoria, en un silencio de adoración amorosa» (CEC 2143).
El fiel cristiano tiene que dar testimonio del Señor confesando su fe sin ceder al temor (cf Mt 10,32-33). No
puede usar el nombre del Señor haciendo un uso inconveniente del mismo. Ha de evitar la blasfemia, injuriando a Dios
o faltándole al respeto en sí mismo o en las cosas sagradas.
En virtud de este sentido de consagración a Dios que tiene el cristiano por el bautismo, comienza su jornada y
sus trabajos con la señal de la cruz.
Hasta el propio nombre del cristiano no puede ser ajeno a su vocación y a su fe. Puede ser el nombre de un
santo, es decir, de un discípulo que vivió una vida de fidelidad ejemplar a su Señor. Al ser puesto bajo el patrocinio de
un santo, se ofrece al cristiano un modelo de caridad y se le asegura su intercesión: «El nombre del bautismo puede
expresar también un misterio cristiano o una virtud cristiana» (CEC 2156).
Hacer juramento es tomar a Dios como testigo de lo que se afirma. Es invocar la veracidad divina como
garantía de la propia, comprometiendo el nombre del Señor. La tradición de la Iglesia no se opone al juramento cuando
este se hace por una causa grave y justa, pero no se puede recurrir a él por motivos fútiles (cf CEC 2155).
Por el falso juramento invocamos a Dios como testigo de una mentira. El perjuro que hace bajo juramento una
promesa que no tiene intención de cumplir o que de hecho no mantiene después, comete una grave falta de respeto hacia
el Señor que es dueño de toda palabra (cf CEC 2152).
2.3. Tercer mandamiento
El tercer mandamiento es el de santificar las fiestas. Todo creyente lleva inscrita en su corazón la necesidad de
dar culto a Dios. El mundo judío celebra el sábado en atención a que Dios descansó el séptimo día de la obra de la
creación, de modo que Israel descansa y celebra el sábado como memorial de su liberación, signo de alianza y de culto
al Dios único y verdadero.
Para los cristianos, el día primero por antonomasia es el día del Señor, el día de su resurrección. Significa la
nueva creación inaugurada con la resurrección de Cristo, por eso reemplaza al sábado y lo lleva a su plenitud.
Este día los cristianos, por una tradición que se remonta a los tiempos apostólicos, se reunían para celebrar la
eucaristía (cf He 20,7). Hacia el ano 111-113, Plinio el Joven envía un informe al emperador Trajano sobre el
comportamiento de los cristianos, donde dice: «Tienen la costumbre de reunirse un día fijo, antes de la aurora»l.
La Iglesia ha mantenido siempre esta tradición. El concilio Vaticano II dice que los fieles deben reunirse a fin
de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la eucaristía, recuerden la pasión, la resurrección y la gloria del
Señor Jesús y den gracias a Dios que les hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo (cf SC 1 06).
Los cristianos tenemos la obligación grave de celebrar con la eucaristía el domingo y fiestas de precepto, a no
ser que estemos excusados por una razón seria (cf CEC 2181). El domingo celebra la Iglesia el día de la resurrección de
nuestro Señor, pero a esto se añade el motivo de que la fe no es nunca un asunto meramente privado. La fe es
eminentemente personal, pero también comunitaria. No podemos olvidar que somos Iglesia, cuerpo místico de Cristo, y
que como tal, ha de reunirse para celebrar visiblemente el día del Señor.
La función del domingo es también la de ser un día de descanso, consagrado a la alegría propia del día del
Señor y a la práctica de las obras de misericordia. Es el día para dedicar a la propia familia el tiempo que no le podemos
dar durante la semana: «El domingo es tiempo de la reflexión, de silencio, de cultura, de meditación, que favorecen el
crecimiento de la vida interior y cristiana» (CEC 2186). Es también el día de hacer deporte y convivir con los amigos.
Preguntas para el trabajo en equipoprivate 1) ¿Qué significa confiar en Dios como Padre?
2) ¿Tiene confianza en Dios aquel que configura su vida de acuerdo con el horóscopo?
3) ¿Puede ser pecado el ateísmo o el agnosticismo? ¿Cuándo?
4) ¿Por qué es pecado jurar en falso?
5) ¿Por qué tenemos obligación de oír misa los domingos?
Bibliografía
COTTIER G. M., Panorama actual del ateísmo, Madrid 1973.
IRABURU J. M., Síntesis de espiritualidad católica, Pamplona 1989.
LÓPEZ MARTíN L., El domingo, fiesta de los cristianos, Madrid 1992.
POUPARD P., Fe y ateísmo en el mundo, Madrid 1990.
PARA HACERLO VIDA
La virtud de la piedad es la que regula nuestra relación con Dios. Es el afecto filial hacia Dios y el abandono en
sus manos como Padre. Implica también por ello mismo un sentimiento de fraternidad con todos los hombres.
La piedad nace del reconocimiento de la dependencia que tenemos de Dios y del hecho de que somos deudores
de todos los dones que su providencia paternal nos confiere. Se expresa en nuestros deberes con Dios y con el prójimo,
hermano en Dios mismo. Su expresión fundamental la tiene en el rezo del padrenuestro que el mismo Cristo nos enseñó
(cf Mt 6,9-13).
Lamentablemente hay un concepto peyorativo de piedad que la hace igual a beatería. Decía Ch. Péguy:
«Tampoco me gustan los beatos. Los que, como no tienen la fuerza de ser de la naturaleza, creen que son de la gracia.
Los que creen que están en lo eterno, porque no tienen el coraje de lo temporal. Los que, como no están con el hombre,
creen que están con Dios. Los que creen que aman a Dios, porque no aman a nadie». Esta es la falsa piedad, la auténtica
es la que nos hace hombres con todas las consecuencias y, después de ello, nos permite rezar como niños delante de
Dios abandonándolo todo en sus manos.
Es preciso caer en la cuenta de la providencia paternal de Dios en nuestra vida, y contar con él para todo.
Difícilmente se puede lograr esto si no rezamos, si día a día no mantenemos una relación íntima con Dios. En la
actualidad, el hombre siente una particular dificultad para la oración: el ritmo de vida que lleva le quita la disposición
para el recogimiento interior. Es preciso organizarse y encontrar tiempo para hacer oración. La oración es indispensable
para mantener la fe, la fidelidad y la alegría.
En la vida cristiana tiene particular importancia la misa dominical, que nunca podemos dejar. Una fe que no
practica, aparte de ser una fe incoherente, es una fe que tarde o temprano se pierde. Es muy difícil que sin la eucaristía,
fuente de la gracia, podamos mantenernos en pie. Necesitamos compartir la fe con todo el cuerpo místico de Cristo,
porque la fe, aun siendo un don de Dios, entra siempre por los ojos.
La Iglesia celebra la eucaristía con particular interés y obligación el domingo, día del Señor, día de su
resurrección, día de la nueva creación, y la mantiene como obligación grave, porque sabe muy bien que sin ella no
podemos vivir la existencia cristiana.
El domingo ha de ser para nosotros el día de fiesta, alegría y alabanza a Dios; el día que gozamos por
anticipado del triunfo final del Señor, cuando venga en su parusía. Tenemos obligación de dejar los trabajos ordinarios
para dedicarnos al descanso, a la familia, al deporte, y acabar alabando y dando gracias a Dios.
CAPÍTULO 17
DEBERES CON LOS PADRES
«Honra a tu padre y a tu madre» (Éx 20,12) es el cuarto mandamiento. Decía santo Tomás que el hombre es, en
primer lugar, deudor de Dios por todos los beneficios que ha recibido de él. En segundo lugar, el hombre es deudor de
sus padres y de su patria, por lo que pertenece a la piedad darles culto y honrarles. Así comenzamos los deberes con el
prójimo o segunda tabla de la ley.
1. Familia y sociedad
Hablando del sacramento del matrimonio, hablamos de la familia como célula básica y fundamental de la
sociedad y como Iglesia doméstica. Son muchos los valores que la sociedad se juega en la familia: la estabilidad y el
equilibrio de las personas, los valores morales, el sentido de la comunidad en el amor.
Es la gran escuela de la vida: «La familia es la "célula original de la vida social". Es la sociedad natural en que
el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad la estabilidad y la vida de
relación en el seno de la familia, constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno
de la sociedad. La familia es la comunidad en la que, desde la infancia, se pueden aprender los valores morales, se
comienza a honrar a Dios y a usar bien de la libertad. La vida de familia es iniciación a la vida en sociedad» (CEC
2207).
La familia, en sus derechos y obligaciones, es una instancia anterior al Estado, es "la célula original de la vida
social". El Estado o la sociedad intervienen para cumplir las actividades que la familia no puede cumplir como son la
educación, el trabajo, la seguridad social, etc., según el principio de subsidiariedad.
«La importancia de la familia para la vida y el bienestar de la sociedad (cf GS 47) entraña una responsabilidad
particular de esta en el apoyo y fortalecimiento del matrimonio y de la familia. La autoridad civil ha de considerar como
deber grave "el reconocimiento de la auténtica naturaleza del matrimonio y de la familia, protegerla y fomentarla,
asegurar la moralidad pública y favorecer la prosperidad doméstica" (GS 52)» (CEC 2210).
«La comunidad política tiene el deber de honrar a la familia, asistirla y asegurarle especialmente:
-la libertad de fundar un hogar, de tener hijos y de educarlos de acuerdo con sus propias convicciones morales
y religiosas;
-la protección de la estabilidad del vínculo conyugal y de la institución familiar;
-la libertad de profesar su fe, transmitirla, educar a sus hijos en ella, con los medios y las instituciones
necesarios;
-el derecho a la propiedad privada, la libertad de iniciativa, de tener un trabajo, una vivienda, el derecho a
emigrar;
-conforme a las instituciones del país, el derecho a la atención médica, a la asistencia de las personas de edad, a
los subsidios familiares;
-la protección de la seguridad y la higiene, especialmente por lo que se refiere a peligros como la droga, la
pornografía, el alcoholismo, etc.;
-la libertad para formar asociaciones con otras familias y de estar así representadas ante las autoridades civiles
(cf FC 46)» (CEC 2211).
2. Deberes de los hijos
Es Dios mismo y la piedad filial la que piden al hijo una actitud de gratitud hacia los padres, de obediencia,
respeto y cuidado solícito cuando sean mayores.
El niño pequeño que vive todavía en el domicilio de los padres está obligado a obedecerles así como a sus
educadores (a no ser que le manden algo que en conciencia no puede cumplir). De mayores, los hijos deben seguir
respetando a sus padres: «La obediencia a los padres cesa con la emancipación de los hijos, pero no el respeto que les es
debido, el cual permanece para siempre. Este, en efecto, tiene su raíz en el temor de Dios, uno de los dones del Espíritu
Santo» (CEC 2217).
Los hijos mayores tienen para con sus padres una particular responsabilidad: «El cuarto mandamiento recuerda
a los hijos mayores de edad sus responsabilidades para con los padres. En la medida en que ellos pueden, deben
prestarles ayuda material y moral en los anos de vejez y durante sus enfermedades y en momentos de soledad o de
abatimiento. Jesús recuerda este deber de gratitud (cf Mc 7,1012)» (CEC 2218).
Los deberes de los hijos hacia los padres no nacen sólo del hecho de que son deudores de los dones recibidos
de ellos, comenzando por la existencia, sino también del hecho de que la paternidad humana deriva de la misma
paternidad de Dios (Ef 3,14). La piedad filial se refiere a Dios Padre y a los padres humanos que participan de su
paternidad.
3. Deberes de los padres
También los padres tienen deberes con los hijos. Tratándoles siempre como hijos de Dios antes que suyos, han
de respetarlos y educarlos siempre con dedicación y amor, «educar a sus hijos en el cumplimiento del amor de Dios,
mostrándose ellos mismos obedientes a la voluntad del Padre de los cielos» (CEC 2222).
Siendo responsables primeros de la educación de sus hijos, los padres tienen el derecho de elegir para ellos la
escuela que corresponda a sus propias convicciones y que mejor les ayude en su tarea de educadores cristianos (cf CEC
2229). Han de educar, sobre todo, a sus hijos en las virtudes, dándoles buenos ejemplos. La educación en la fe debe
comenzar desde su más tierna infancia, enseñando a sus hijos a orar y descubrir su vocación de hijos de Dios. Han de
iniciarles también en la solidaridad y responsabilidad humanas y proveer siempre a sus necesidades físicas y
espirituales.
Los padres deben orientar y respetar el derecho de los hijos a elegir una profesión y un estado de vida, acoger y
respetar con alegría la vocación de uno de sus hijos a la vida consagrada o al ministerio sacerdotal.
4. Deberes de los ciudadanos
El cuarto mandamiento obliga también a honrar a los que han recibido de Dios una autoridad en la sociedad, la
cual han de ejercer como servicio, sin que puedan imponer nada que sea contrario a la dignidad de las personas o a la
ley natural .
Las autoridades deben ejercer la justicia distributiva con sabiduría, teniendo en cuenta las necesidades de cada
uno: «El poder político está obligado a respetar los derechos fundamentales de la persona humana. Y a administrar
humanamente justicia en el respeto al derecho de cada uno, especialmente el de las familias y de los desheredados»
(CEC 2237).
A su vez los ciudadanos tienen el deber de cooperar «con la autoridad civil al bien de la sociedad en espíritu de
verdad, justicia, solidaridad y libertad. El amor y el servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del orden
de la caridad. La sumisión a las autoridades legítimas y el servicio del bien común exigen de los ciudadanos que
cumplan con su responsabilidad en la vida de la comunidad política» (CEC 2239).
«La sumisión a la autoridad y la corresponsabilidad en el bien común exigen moralmente el pago de los
impuestos, el ejercicio del derecho al voto, la defensa del país» (CEC 2240).
Existe también, por parte de las naciones más prósperas, el deber de acoger, en cuanto sea posible, al
extranjero que busca los medios de vida imprescindibles (cf CEC 2241).
El ciudadano tiene la obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de la autoridad civil cuando sus
preceptos sean contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de la persona o a las
enseñanzas del evangelio. Cabe incluso la resistencia armada a la presión de los que gobiernan cuando se trate de
violaciones ciertas, graves y persistentes de los derechos fundamentales, se hayan agotado los medios pacíficos de
conseguirlo, haya proporción con los males que puedan derivar de ello y se dé fundada esperanza de éxito (cf CEC
2243).
La Iglesia, que respeta la autonomía de la comunidad política en su orden, puede y debe intervenir mediante un
juicio moral cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, aplicando
exclusivamente medios evangélicos y mirando al bien de todos (cf CEC 2246).
CAPÍTULO 18
LA VIDA
El quinto mandamiento prohíbe matar (cf Mt 5,21). Más específicamente, prohíbe quitar la vida al inocente y
al justo (cf Éx 23,7). Al hombre le es lícito matar animales para su servicio, alimentación y vestido. La vida del hombre,
por el contrario, es algo sagrado: «La vida humana es sagrada porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de
Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su
comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un
ser humano inocente» (CEC 2258).
1. Homicidio voluntario
Lo que condena el quinto mandamiento es el homicidio directo y voluntario. El que mata o el que voluntariamente
coopera con él comete un crimen gravísimo. También es culpable el que hace algo con intención de provocar
indirectamente la muerte de una persona.
1.1. Aborto
Dentro de la prohibición del homicidio voluntario, queda particularmente prohibido el aborto, buscado como
fin o como medio. La ciencia nos dice que existe un nuevo código genético (una vida humana por tanto) desde el
momento de la concepción, la unión del óvulo con el espermatozoide.
Por ello no queda justificado en ningún momento ni en ningún modo el asesinato de una vida inocente.
El aborto no queda justificado ni en el caso de violación de la mujer, ni en el caso eugenésico (para evitar un
ser humano con malformaciones físicas) ni por razones terapéuticas (para evitar la muerte de la madre). En cualquiera
de los tres casos se busca la muerte de un inocente, aunque sea con fines buenos.
La cooperación formal en un aborto constituye una falta que la Iglesia sanciona con pena canónica de
excomunión, de modo que este pecado queda reservado para su absolución al obispo, penitenciario o sacerdotes
autorizados. Con ello la Iglesia no restringe el perdón, sino que quiere mostrar pedagógicamente la gravedad del crimen
cometido.
El embrión es considerado persona desde su concepción, por lo que tiene que ser defendido en su integridad.
Cabe hacer en él intervenciones terapéuticas por motivos serios y proporcionados, pero no se pueden producir
embriones humanos destinados a ser explotados o hacer en ellos intervenciones no propiamente terapéuticas, sino
tendentes a seleccionar a los seres humanos en cuanto al sexo u otras cualidades prefijadas (cf CEC 2275).
1.2. Eutanasia
Propiamente es la muerte directa y provocada de un enfermo o anciano con el fin de privarle del dolor físico o
psíquico, bien por la decisión de otra persona o del propio enfermo. Esto siempre es un asesinato y es, por tanto, un
pecado grave .
Otra cosa es la aplicación de medios terapéuticos encaminados a paliar el dolor de los pacientes en fase
terminal, aunque esas medidas puedan acortar algo la vida de dichos pacientes, lo cual es admitido en todos los códigos
deontológicos y en la moral cristiana (cf CEC 2279).
La interrupción de tratamientos con medios onerosos o desproporcionados, cuando se trata simplemente de
prolongar una vida, por ejemplo, meramente vegetativa o sin esperanza de recuperación, es algo legítimo porque no es
propiamente eutanasia, ya que no se provoca la muerte, sino que no se está obligado a mantener la vida (cf CEC 2278).
1.3. Suicidio
Es también un pecado grave, pues somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha dado.
Ahora bien, «trastornos psíquicos graves, la angustia o el temor grave de la prueba, del sufrimiento o de la tortura,
pueden disminuir la responsabilidad del suicida» (CEC 2282), por lo que «no se puede desesperar de la salvación eterna
de aquellas personas que se han dado muerte» (CEC 2283). Dios conoce la situación y responsabilidad de cada uno, y la
Iglesia ora por el suicida.
2. Respeto de la vida y la salud física
La vida y la salud física son bienes preciosos confiados por Dios que debemos cuidar racionalmente, sin caer
con ello en el extremo contrario del culto al cuerpo y la idolatría de la perfección física. Esto exige evitar toda clase de
excesos en la comida, el alcohol o el tabaco. Queda gravemente prohibido el consumo de drogas (cf CEC 2291).
La ciencia puede contribuir positivamente a la curación de los enfermos y al progreso de la salud física. La
ciencia y la técnica están ordenadas al bien del hombre y tienen en los valores morales el sentido de su finalidad y la
conciencia de sus límites.
Aun contando con el consentimiento de los sujetos, la experimentación en el ser humano no es moralmente
legítima si hace correr riesgos desproporcionados o evitables a la vida o a la integridad física o psíquica del sujeto (cf
CEC 2295)
El trasplante de órganos es moral si cuenta con el consentimiento del donante y si los peligros que corre el
donante son proporcionados al bien que se busca en el destinatario (cf CEC 2296). «Exceptuados los casos de
prescripciones médicas de orden estrictamente terapéutico, las amputaciones, mutilaciones, o esterilización
directamente voluntarias de personas inocentes son contrarias a la ley moral» (CEC 2297).
Ayudar a los moribundos en los últimos momentos física y espiritualmente es un deber humano. Los cuerpos
de los difuntos han de ser tratados con respeto y es una obra de misericordia enterrar a los muertos. La Iglesia permite la
incineración cuando con ella no se cuestiona la fe en la resurrección de los cuerpos (cf CEC 2301).
Los secuestros, la tortura y el terrorismo son contrarios al respeto a la persona y a su dignidad.
3. Legítima defensa
«El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es por tanto legítimo hacer respetar
el propio derecho a la vida. El que defiende su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a
asestar a su agresor un golpe mortal» (CEC 2264). Ya no es el caso de la muerte de un inocente, sino de la muerte de un
agresor injusto. Se trata de la colisión de dos derechos y prevalece el derecho del inocente atacado.
3.1. Pena de muerte
El Catecismo de la Iglesia católica contempla la pena de muerte diciendo que puede ser legítima, en casos de
extrema gravedad y por razón de la legítima defensa (cfr CEC 2266-2267). Ahora bien, lo que se desea y propone es
que se vaya eliminando progresivamente la pena de muerte, sustituyéndola por medios incruentos, por ser estos más
acordes con la dignidad de la persona y las exigencias del bien común.
Pueden darse casos en los que la pena de muerte sea el único medio disponible de autodefensa en una
circunstancia concreta, urgente, dramática. No en vano, la mayoría de las constituciones europeas, incluida la española
(art.15) admiten la posibilidad de la pena de muerte para casos de guerra.
En el plano privado, una persona podría dejarse matar renunciando a la legítima defensa, pero el problema es el
de un gobernante que tiene el deber de defender la vida de la nación, lo cual no va contra la caridad cristiana, porque
esta no va contra la justicia.
3.2. Guerra
La guerra, llevada a cabo por legítima defensa, es también legítima en determinadas condiciones: «Se han de
considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar. La gravedad de
semejante decisión somete a esta a condiciones rigurosas de legitimidad moral. Es preciso a la vez:
-que el daño causado por el agresor a la nación o a la
comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto;
-que todos los demás medios para poner fin a la agresión
hayan resultado impracticables o ineficaces;
-que se reúnan las condiciones serias de éxito;
-que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El
poder de los medios modernos de destrucción obliga a
una prudencia extrema en la apreciación de esta conclusión.
La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo
del bien común» (CEC 2309).
Las autoridades tienen el derecho de imponer a los ciudadanos las obligaciones necesarias para la defensa
nacional (cf CEC 2310), y los ciudadanos la obligación de contribuir a la defensa del país (cf CEC 2240). Cabe la
objeción de conciencia por motivos estrictamente morales o de conciencia, pero con la obligación de servir de otra
forma a la comunidad nacional (cf CEC 2311).
Las acciones de guerra han de ajustarse, en todo caso, al derecho de gentes y a las convenciones
internacionales. El genocidio reviste una particular gravedad, así la carrera de armamentos que, más allá de la justa
medida de defensa, contribuye a aumentar el riesgo. La producción y el comercio de armas debe ser regulado
internacionalmente, por encima de intereses privados o colectivos.
Preguntas para el trabajo en equipoprivate 1) ¿Por qué el aborto es un crimen abominable? ¿Caben
excepciones?
2) ¿Está justificada la eutanasia en algún caso?
3) ¿En qué condiciones se permite el trasplante de órganos?
4) ¿Por qué el hombre puede matar en legítima defensa?
5) ¿En qué condiciones es justa la guerra?
Bibliografía
AA.VV., La eutanasia el derecho a morir con dignidad.
Madrid 1984; Bioética. Consideraciones filosóficas y teológicas sobre un tema actual, Madrid 1992.
BLÁZQUEZ N., El aborto. No matarás, Madrid 1977; Pena de muerte, Madrid 1994.
PARA HACERLO VIDA
El cristiano tiene una concepción sagrada de la persona humana que dimana en el fondo de su fe en Dios,
creador de la misma a su imagen y semejanza. Dios le infunde un alma espiritual e inmortal que hace que el hombre,
como valor trascendente a la pura materia, no pueda ser utilizado nunca como medio de nuestros propios fines. La
persona humana transciende la pura materia y por ello no puede ser instrumentalizada.
En este campo nos podemos dejar llevar por el sentimiento y justificar la muerte de un enfermo terminal que
sufre lo increíble; el aborto en una situación de embarazo no deseado; el suicidio en una situación límite. Somos muy
sensibles a la finalidad que damos a nuestros actos y terminamos justificando fácilmente con ella lo que no se puede
aceptar. Es fácil apelar a la compasión en estos casos límite, pero no podemos olvidar que la persona humana no es
nunca nuestra.
Si el fin justifica los medios en alguna ocasión, la justificaría siempre, y caería la moral, porque la moral cae
cuando cae un principio fundamental.
En la medida en que el hombre pierde la fe en Dios, pierde también la conciencia del carácter sagrado de la
persona humana. Cuando se elimina a Dios como autor del valor trascendente de la persona, es muy fácil negar el
derecho natural. Y suprimido el derecho natural como anterior al derecho positivo del Estado, abrimos la puerta al
totalitarismo.
Es la fe en Dios la que nos mantiene despiertos ante el valor trascendente de la persona humana. La tragedia
comienza precisamente el día en que se deja a Dios fuera de la moral, como fundamento último de la dignidad de la
persona, dando entrada así a un positivismo moral que decide los valores en el consenso del parlamento. Sin embargo,
hay valores que son anteriores al parlamento, porque radican en la dignidad primera de la persona humana.
Nos estamos jugando el futuro de nuestra democracia. No cabe el fundamentalismo de quien niega el derecho
político y social a quien no piensa como él. No cabe tampoco el positivismo liberal que no admite que, antes de toda
legislación positiva, hay valores que radican en la persona humana y que toda democracia debe reconocer. Habrá que
conseguir la unidad de todos aquellos que comparten la fe en esta dignidad de la persona y quieren eliminar toda ley
injusta que la destruya.
CAPÍTULO 19
AMOR Y SEXUALIDAD
Hay una concepción del sexo, propia de nuestro ambiente erotizado, que responde sencillamente a una filosofía
del placer sin riesgo, del placer buscado como objetivo, evitando el riesgo del embarazo prematuro o del sida. Se
predica un amor sin más barreras que las de evitar los peligros. El ser humano tiene en el sexo una fuente de placer
continuo y la puede utilizar siempre que quiera, evitando riesgos mayores. Sin duda es una banalización del sexo, del
amor y de la persona, pues toda concepción del sexo supone una concepción del ser humano. Pero no se puede esperar
otra cosa de una sociedad que quiere entender al hombre sólo materialmente .
Existe otra concepción del sexo tal como Dios lo ha creado y que supone una triple dimensión: personal,
relacional y procreativa.
a) En primer lugar, el sexo no es algo periférico a la persona: no es algo que se tiene, sino algo que se es. El
sexo nos hace ser hombre o mujer. De esta forma, configura nuestros sentimientos más hondos, distintos en el caso del
hombre y de la mujer. Implica la donación de lo más profundo de la personalidad. Con el sexo se entrega la totalidad de
la persona, en la unión estrecha del cuerpo y del alma. Al dar la totalidad del cuerpo, el hombre debe dar también la
totalidad del alma y de sus sentimientos.
b) El sexo solamente tiene sentido cuando es un instrumento de amor. El sexo por el sexo crea soledad. El
amor sexual solamente puede satisfacer al ser humano cuando es la donación de un amor total, fiel y exclusivo,
definitivo, y público. No se puede banalizar el sexo, pues en él la persona se entrega de una forma total, por lo que jugar
con el sexo es jugar con el ser humano, trivializar a la persona misma.
c) Por último, el sexo tiene una dimensión procreativa, en cuanto que por él los padre.s se convierten en
colaboradores con Dios para el nacimiento de la persona humana. Hay algo que proviene de los padres (los
cromosomas): pero, al mismo tiempo, el alma humana sólo puede provenir por creación directa e inmediata de Dios.
El sexo humano tiene así una dimensión trascendente de la que carece el sexo animal: la sexualidad de la
persona, por las exigencias mismas que manan de su esencia, tendrá que integrar estas tres dimensiones que Dios le ha
conferido.
Es evidente, por ejemplo, que la prostitución va contra la dignidad misma de la persona que se prostituye, que
la unión sexual entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio es gravemente contraria a la dignidad del amor que
tiene que ser fiel, exclusivo y definitivo; la violación va contra la justicia más elemental; el adulterio es también un
pecado grave contra la justicia, al igual que el incesto (relación carnal entre parientes).
1. Sexualidad extraconyugal
1.1. Masturbación
Hoy en día se trata de legitimar la masturbación como algo necesario, particularmente dentro de una
determinada edad como es la pubertad. Sería una descarga necesaria en vistas al equilibrio y la serenidad misma del
joven.
A la masturbación le falta todo este rico significado del gesto sexual como lenguaje de comunión y
procreación, ya que no es otra cosa que un acto totalmente egocéntrico. Constituye un grave desorden moral, es un acto
intrínseca y gravemente desordenado que contradice la finalidad esencial del amor sexual. Es un acto de autoerotismo y
egoísmo personal totalmente centrado sobre sí mismo. Por ello es pecado grave.
Por otro lado no podemos olvidar que la masturbación no contribuye a la superación del problema sexual o la
tensión de un momento dado. Conduce por sí misma, a la larga, a una erotización mayor y a una obsesión creciente, de
modo que el problema no se soluciona. La masturbación no contribuye a la larga a eliminar la obsesión; todo lo
contrario, la afianza con nueva fuerza.
El sexo está sobre todo en la cabeza. Tiene una capacidad obsesionante tal que sólo soluciona el problema
cuando la persona consigue entregar su pensamiento a tareas que le ilusionen.
Por último, la culpabilidad del muchacho en algún caso puede que no exista en la medida en que no exista la
libertad: «La psicología moderna ofrece diversos datos válidos y útiles en el tema de la masturbación para formar un
juicio equitativo sobre la responsabilidad moral y orientar la acción pastoral. Ayuda a ver cómo la inmadurez del
adolescente, que a veces puede prolongarse más allá de esa edad, el desequilibrio psíquico o el hábito contraído puede
influir sobre la conducta, atenuando el carácter deliberado del acto, y hacer que no haya siempre falta subjetivamente
grave. Sin embargo, no se puede presumir como regla general la ausencia de responsabilidad grave. Esto sería
desconocer la ley de las personas» (ib).
El Catecismo de la Iglesia católica recalca la gravedad de la masturbación y recuerda también que desde el
punto de vista de la responsabilidad personal y en atención a la práctica pastoral, hay que tener en cuenta la influencia
de los hábitos contraídos o de los influjos psíquicos o sociales que pueden disminuir o anular la responsabilidad (cf
CEC 2352).
1.2. Homosexualidad
La homosexualidad es un fenómeno enormemente complejo que responde a diferentes causas. Antiguamente
se pensaba que respondía a un fenómeno biológico y hormonal. La ciencia actual se inclina por ver en ella el resultado
de causas de tipo psicológico o ambiental, «aunque no pueda excluirse al menos parcial y matizadamente, una etiología
homosexual, nunca se presenta con claridad y, en todo caso, como muy inadecuada. Más bien parecen conducir los
indicios a que se reconozca la raíz desencadenante en factores psicológicos más que biológicos».
Puede provenir de la dificultad del niño para identificarse con el progenitor del mismo sexo por dificultades
familiares, a una fijación de conducta, a una interrupción de la evolución de la sexualidad debida a una inadaptación
familiar y social. Sobre todo cuando es temporal puede provenir de determinados condicionamientos ambientales que
han podido obstaculizar la heterosexualidad.
De todos modos, la ciencia descarta hoy en día más que nunca que la sexualidad sea en sí un impulso neutro
con dos posibles caminos ulteriores de diferenciación: la homosexualidad y la heterosexualidad. La explicación
antropológico-social de la homosexualidad tiene escasos defensores y más bien sólo en la línea de hipótesis de trabajo.
No se es homosexual; la homosexualidad sólo se padece, pero de forma curable.
Existen también los casos de bisexualidad cuando se experimenta la atracción por los dos sexos, debido
particularmente a una hipersexualización de la persona.
Sobre la condición homosexual hay que decir que de suyo es algo antinatural, algo que contradice el
significado del sexo tal como Dios lo ha creado. Teniendo en cuenta el significado total de la sexualidad, es claro que la
finalidad de la procreación es imposible en el homosexual y se hace difícil también la misma estabilidad del amor, dado
que es dificultoso encontrar por ese camino la necesaria complementariedad afectiva entre la masculinidad y la
feminidad: «Después de una reconsiderada sedimentación demuestra la experiencia que el ejercicio de la
homosexualidad sólo es gratificante en forma aislada y temporal, que no contrarresta los efectos negativos secundarios
que conlleva, salvo en contadas excepciones confirmativas de la regla».
Sólo en el matrimonio cabe el ejercicio de la sexualidad, por lo que la homosexualidad contradice los fines
mismos que el Creador ha inscrito en la realidad sexual: «La actividad homosexual no expresa una actividad
complementaria, capaz de transmitir la vida y, por tanto, contradice la vocación a la existencia vivida con esa forma de
autodonación que, según el evangelio, es la esencia misma de la vida cristiana» (ib).
A la hora de juzgar la condición homosexual desde el punto de vista moral, cuando es algo constitutivo y no un
claro vicio, se ha de tener en cuenta que poseer la condición homosexual no es lo mismo que ser culpable de ella.
El homosexual no puede, por el hecho de serlo, ser echado de la Iglesia. Ha de sentirse amado por ella. Otra
cosa es que la Iglesia no pueda legitimar la pareja de homosexuales, debido a que carece de la imprescindible
complementariedad física y psicológica y está incapacitada para la procreación. La obtención de un hijo en estos casos,
bien por adopción o inseminación artificial, privaría al mismo del influjo paterno-materno, necesario para el desarrollo
psicológico. Iría a la larga en detrimento de la institución familiar.
Sin embargo, ningún homosexual ha de sentirse marginado dentro de la Iglesia tanto desde el punto de vista
espiritual como desde la ayuda psicológica y humana. En todo caso, la comprensión hacia el que posee esta condición
no nos puede hacer olvidar que dicha condición, aun cuando no sea pecado, constituye de suyo una tendencia hacia un
comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral.
Es en el terreno de los actos, que no en el de la condición, donde recae la responsabilidad moral, dado que «los
actos homosexuales son intrínsecamente desordenados», privados como están de su finalidad esencial.
La libertad de los actos homosexuales debe ser juzgada con prudencia, pero la ausencia de libertad no puede
ser generalizable y se debe evitar la presunción infundada y humillante de que el comportamiento homosexual esté
siempre y totalmente sujeto a coacción y sea por ello no libre: «En realidad también en las personas con tendencia
homosexual se debe reconocer aquella libertad fundamental que caracteriza a la persona humana y le confiere su
particular dignidad».
¿Qué hacer entonces con una persona homosexual que posee dicha condición en contra de su propia voluntad?
El homosexual debe vivir una vida digna y casta como la que vive un soltero. La gracia de Dios podrá permitirle evitar
la actividad homosexual: «Sustancialmente, estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida,
uniendo al sacrificio del Señor todo su sufrimiento y dificultad que puedan experimentar a causa de su condición».
Como los demás cristianos están llamados a vivir la castidad.
Hay que acoger a esas personas en el seno maternal de la Iglesia y de los sacramentos, acudiendo al
sacramento de la penitencia cada vez que lo necesiten. Deben ser tratados como criaturas de Dios con la misma
dignidad fundamental que los demás, comprendidos y acompañados, y ha de hacerse todo lo posible por buscar su
curación.
1.3. Noviazgo y relaciones prematrimoniales
Las relaciones prematrimoniales son justificadas a veces por hacerse dentro de un contexto de amor y sin
excluir el compromiso de un futuro matrimonio, al menos en el caso de la pareja de novios que se aman profunda y
sinceramente y no ven razones suficientes para retrasar el gesto completo del amor, esperando a una simple ceremonia,
como si ella legitimase lo que de suyo era ilegítimo un momento antes.
Según otros, las relaciones prematrimoniales serían necesarias como paso a una experiencia sexual que
fortalecería el matrimonio futuro. Es la llamada a la liberación de los tabúes. Hemos de liberarnos de los tabúes, pero no
de los valores, por lo que debemos reflexionar sobre el significado profundo del amor conyugal. El amor sexual tiene
por sí mismo un significado de totalidad, donación y entrega en virtud de la cual sólo tiene sentido cuando es definitivo.
En el caso de las relaciones prematrimoniales, los novios pueden volverse atrás. Se comprende que digan que
se aman profundamente, es innegable, y seguramente son sinceros cuando lo dicen; pero no caen en la cuenta de que
están hablando desde un amor subjetivo, porque desde un punto de vista objetivo cualquiera de ellos está en el perfecto
derecho de cortar la relación. No están, por tanto, en condiciones de entregarse en un gesto que sólo tiene sentido
cuando puede ser signo de un amor total y definitivo (cf CEC 2391).
Se da también entre los jóvenes la tendencia a olvidar que el amor conyugal tiene también unas consecuencias
públicas y no es sólo competencia de la esfera privada, por muy íntimos que sean sus sentimientos. Una de las
consecuencias inmediatas de su amor es la procreación, que en sus relaciones tratan sistemáticamente de evitar,
reduciendo el gesto de amor en su significado de totalidad y apertura a la vida.
El amor conyugal, en cuanto que une a los cónyuges con un amor de exclusiva pertenencia, hace surgir de sí
mismo una serie de derechos y responsabilidades que la sociedad tutela. La ceremonia no es la fórmula mágica que hace
lícito lo que un momento antes era ilícito, es el compromiso de un amor definitivo con la asunción de todas las cargas
que inevitablemente surgen de él, exonerando de ellas a la familia propia y a la sociedad. No se puede dejar a la
espontaneidad de los sentimientos algo que tiene una hondura moral y social de primera magnitud. El amor conyugal es
algo que rebasa la esfera privada.
Hasta el concilio de Trento la celebración social no era indispensable para la validez del matrimonio, de modo
que los matrimonios «clandestinos» suponían un tremendo abuso para la parte más débil: la mujer y los hijos, dado que
el marido podía tener acceso a otras mujeres, y surgían así hijos de terceros, con olvido de las propias responsabilidades
y el deterioro continuo del verdadero amor.
Por todo ello, los jóvenes no casados no están aún en las condiciones objetivas de donarse totalmente
asumiendo todas las consecuencias de tipo personal y comunitario. Y esto es así desde el momento en que se ven
obligados a excluir las responsabilidades sociales de su amor, eliminando sistemáticamente la prole.
Con respecto a ver las relaciones prematrimoniales como necesarias de cara a adquirir experiencias para el
futuro matrimonio, tales relaciones por sí solas no garantizan la estabilidad futura: esta estabilidad depende mucho más
de los factores psicológicos y del auténtico amor. Al sexo no se le puede pedir que garantice por sí mismo lo que
depende- de todo un conjunto más amplio de valores. Es más, es mayor garantía de amor y de fidelidad el respeto
mutuo durante el noviazgo.
El ejercicio sexual durante el noviazgo lleva de suyo a una inseguridad. El sexo, privado de su significación de
totalidad, es incierto y ambiguo, y sólo pierde esta condición cuando es capaz de integrar el sacrificio, abriendo así la
garantía de la existencia de valores superiores como el cariño y el respeto. Lo fácil no educa ni da certeza sobre los
auténticos sentimientos.
El noviazgo es el tiempo del conocimiento psicológico a fondo, del diálogo continuo sobre la concepción de la
vida, del estudio del carácter del otro y del aprendizaje del verdadero amor. Eso es lo que garantiza el éxito futuro. El
sexo por sí mismo no garantiza todo esto. Es más, cuando se le priva de su significado total es por sí mismo ambiguo y
fuente de inseguridad, y sólo pierde esta condición cuando se hace expresión de una comunión total, definitiva, fiel y
exclusiva, abierta también a la vida.
Los novios, dado que no pueden expresar todavía la totalidad de su amor, se encuentran en una situación que
en realidad no difiere de la de los no casados en general, por lo que han de reservar para el tiempo del matrimonio «las
manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal» (CEC 2350).
2. Sexualidad conyugal
Hoy en día, el lenguaje de la Iglesia sobre el matrimonio ya no distingue entre un fin primordial (la
procreación) y uno secundario (ayuda mutua de los esposos). Prefiere hablar de dos dimensiones fundamentales del
matrimonio.
El concepto de paternidad responsable es esencial en esta cuestión: los esposos hacen un juicio delante de
Dios, sin egoísmo alguno, sobre el número de hijos que podrán tener y educar convenientemente, habida cuenta de su
situación económica, social y de salud.
«Con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su obligación con dócil reverencia hacia Dios; de común
acuerdo y propósito se formarán un juicio recto, atendiendo tanto al bien propio como al bien de los hijos, ya nacidos o
todavía por venir, discerniendo las circunstancias del momento y del estado de vida, tanto materiales como espirituales
y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de su propia familia, de la sociedad y de la Iglesia» (GS 50).
Este juicio han de hacerlo confiados en la divina providencia. Dignas de mención especial son aquellas parejas
que, de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole numerosa.
La encíclica Humanae vitae entiende la paternidad responsable también respecto del conocimiento de las leyes
biológicas que forman parte de la vida humana, y el dominio necesario de sí mismo en relación al instinto y a la pasión.
La Iglesia en ningún caso quiere abandonar a sus fieles en los problemas matrimoniales y comprende la
situación de no pocas parejas que, habiendo tenido el número de hijos que humana y espiritualmente les es posible, no
pueden de hecho tener más. Ella no les puede decir nunca cuántos hijos han de tener, son ellos los que han de decidirlo
ante Dios y su propia conciencia; pero quiere ayudarles a superar su situación.
Una vez que se ha tenido el número de hijos que es posible, o en el caso de que se quiera distanciarlos
convenientemente en su nacimiento, ,pueden los esposos tener relaciones íntimas sin que ello implique una nueva
concepción? La respuesta es sí, el problema es cómo. En este sentido se hace una distinción de capital importancia entre
métodos artificiales y métodos naturales de control de nacimientos.
Métodos artificiales son mecanismos y preparados hormonales que impiden la fecundidad de un acto que de
suyo podría ser fecundo. Es en este sentido como hay que interpretar la Humanae vitae cuando dice: «Cualquier acto
matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» y cuando habla de «inseparable conexión de los dos
significados» (procreativo y unitivo) del acto conyugal, pues de sobra sabe la encíclica que no todos los actos que se
realizan dentro del ciclo de la mujer son de suyo fecundos y abiertos a la vida. La apertura a la vida de todo acto ha de
entenderse como no obstrucción de un acto que de suyo la produciría. Algunos de los métodos artificiales son abortivos.
La planificación natural familiar se refiere, por el contrario, a las técnicas para conseguir o evitar los
embarazos gracias a la observación de signos y síntomas que ocurren naturalmente en las fases fértiles e infértiles del
ciclo menstrual.
La encíclica rechaza los métodos artificiales y acepta los naturales dentro del ejercicio de la paternidad
responsable. ¿Cuál es la razón que permite esta diferencia moral?
Entramos así en el punto más importante y delicado de la encíclica. La Humanae vitae advierte de la
inseparable conexión de los dos significados (procreativo y unitivo) que tiene de suyo el acto fecundo; inseparable
conexión que proviene de Dios creador y que el hombre debe respetar, pues no es él el árbitro de las fuentes de la vida,
sino el administrador de las mismas, dado que la vida humana desde el comienzo compromete la acción creadora de
Dios.
En esa misma línea abunda la Familiaris consortio, que advierte que el recurso a los métodos naturales es
legítimo, mientras que los artificiales contradicen la misma creación de Dios, «rompiendo la unidad personal de alma y
cuerpo».
En efecto, la gran diferencia entre métodos naturales y artificiales está en que estos últimos, cuando truncan
artificialmente la procreación, no se limitan a cortar un proceso biológico, sino que impiden con ello la creación del
alma por parte de Dios que, en ese momento infunde sobre las células preparadas y conjuntadas.
El moralista C. Caffarra lo ha expresado así: «Cada persona humana singular ha sido creada inmediata y
directamente por Dios, ninguno de` nosotros nace por casualidad o es concebido por la necesidad. Cada uno de nosotros
es concebido sobre todo en el corazón de Dios y es querido directamente por Dios, y si existe es porque Dios lo ha
querido. Para cada persona singular es así: cada persona singular es creada por Dios. Pero debemos hacer la pregunta:
,cuál es exactamente el momento en el que Dios actúa su decisión de darnos el ser? Es sencillo: en el momento en el
que cada uno de nosotros ha sido concebido. En ese momento Dios le ha creado.
A partir de esto comprendemos que el acto procreativo de los esposos, en su verdad más profunda, es una co-
creación con la actividad creadora de Dios. Es la persona la que se genera mediante la generación del cuerpo. Es la
persona la que es creada mediante la creación del alma... Desde el momento en el que y por el hecho de que los esposos
deciden realizar un acto conyugal procreador (en los períodos fecundos), por eso mismo, Dios como creador, puede
entrar en acción en y por el mismo acto conyugal. De otra parte, con la anticoncepción, en el mismo momento, los
esposos impiden a Dios que sea creador. Y con eso ellos en el fondo no reconocen la verdad de Dios ni la verdad de sí
mismos. Actúan irresponsablemente».
En este mismo sentido enseñaba Juan Pablo II que «en el origen de toda persona humana hay un acto creador
de Dios; ningún hombre viene a la existencia por azar; es siempre el término del amor creador de Dios. De esta
fundamental verdad de fe y de razón resulta que la capacidad procreadora inscrita en la sexualidad humana (en su
verdad profunda) es cooperación con la potencia creadora de Dios... Por ello la contraconcepción es tan profundamente
ilícita que jamás puede justificarse por razón ninguna».
El Papa ha vuelto últimamente sobre este argumento con ocasión del vigésimo aniversario de la Humanae
vitae, advirtiendo que la lógica anticonceptiva responde en el fondo a una lógica anti-vida, que tiene su última raíz en
«la rebelión contra Dios creador, único Señor de la vida y de la muerte de las personas humanas: es el no
reconocimiento de Dios como Dios; es la tentativa, intrínsecamente absurda, de construir un mundo respecto del cual
Dios sea completamente extraño».
El recurso a los métodos naturales de control de nacimientos es algo cualitativamente diferente, ya que
haciendo el acto en el período infecundo de la mujer, en realidad se está haciendo algo que Dios, en su infinita
sabiduría, había previsto. No es un acto de rebelión contra Dios, ni un impedimento de su acción creadora, es seguir el
camino que Él mismo ha establecido y con el que ha dado a la mujer espacio suficientemente infecundo para que se
pueda realizar el significado unitivo del amor conyugal cuando el procreativo ya no es posible por las circunstancias de
la vida. La significación moral, por tanto, de los dos métodos es completamente diferente.
Los obispos españoles en un documento a los veinticinco anos de la Humanae vitae han escrito lo siguiente:
«La unión sexual de los esposos, en los períodos fecundos de su vida matrimonial, no es más que el preludio de la parte
más importante de la procreación: el acto creador de Dios mismo; o sea, la intervención trascendente y puntual de Dios
que, conjuntamente con el encuentro íntimo de los cónyuges, llama a la vida a un nuevo ser. Por eso, si los esposos
eligen libremente interceptar artificialmente la fecundidad de los procesos biológicos, no sólo se niegan al dinamismo
de esos procesos, sino que dan un no a Dios, fuente primera del amor y de la vida... Recurriendo a los días agenésicos
de los ritmos de la fecundidad, los esposos no se erigen en dueños y señores del don de la vida, sino que actúan como
cooperadores de Dios».
Se ha objetado a la doctrina de la Iglesia que, en realidad, supedita el amor humano a unas leyes puramente
biológicas, pero la realidad es que la biología humana no es pura biología como la de los animales, sino que tiene una
dimensión trascendente, en cuanto que en los períodos fértiles de la mujer implica una colaboración con Dios, que
interviene mediante la creación del alma humana.
Es cierto que la intención, con unos métodos u otros, es la misma, pero la moralidad afecta no sólo a la
intención, sino a los medios empleados. Tampoco vale recurrir al mal menor que se supone sería la contracepción para
salvar otros valores de la familia o del amor, porque el mal menor, que puede ser tolerado dentro del principio de doble
efecto, no puede ser legitimado cuando se hace de algo, intrínsecamente malo, objeto de un acto positivo de la voluntad.
El principio de doble efecto, en cambio, permite el uso de la píldora reguladora del ciclo, porque se toma como
medicina para esa función, aunque de ello se siga un efecto no deseado como es la contracepción.
Objetivamente nunca se puede hacer directamente el mal ni puede haber un conflicto real en el que uno se vea
obligado a hacer un mal para evitar otro mayor. Puede haber una situación de perplejidad subjetiva, pero es preciso salir
de ella mediante la información y la consulta. Además, Dios ha dado salida a una situación de conflicto mediante la
aplicación de métodos naturales, seguros y fáciles.
Juan Pablo II ha recordado que no puede haber contradicción real entre la ley divina que mira a la procreación
y el amor humano. Hablar de conflictos o de bienes, y la consiguiente necesidad de realizar una especie de equilibrio
entre los mismos, eligiendo uno y rechazando otro, no es moralmente correcto, y sólo engendra confusión en la
conciencia de los esposos.
La gracia de Cristo da a los cónyuges la capacidad real de cumplir la entera verdad de su amor conyugal.
Quienes se sitúan contra la ley de Dios en este campo llevan a los esposos por un camino equivocado: «Cuanto ha sido
enseñado por la Iglesia sobre la contraconcepción no pertenece a la materia libremente disputable entre los teólogos.
Enseñar lo contrario equivale a inducir a error a la conciencia moral de los esposos» (ib). Dios no manda imposibles
pues cada mandamiento comporta el don de la gracia que ayuda a cumplirlo. La doctrina de la Humanae vitae
«pertenece al patrimonio de la doctrina moral de la Iglesia» que esta ha propuesto con «ininterrumpida continuidad»,
tratándose de una verdad que no puede ser discutida.
En la vida conyugal no todo se resume en el acto sexual. Hay toda una gama de caricias y de demostración del
amor, de actos..., que tienen su sentido porque a la larga encuentran su significación plena en el acto conyugal. La
experiencia conyugal ha hecho conscientes a muchos de que es posible tal delectación en el marco del amor, aunque
ello requiera el dominio de sí y del instinto sexual. No hay duda, por tanto, de que a mayor dominio, hay mayor
posibilidad de manifestarse el amor.
El uso de métodos naturales impone una abstención temporal, pero esa continencia periódica, vista desde el
punto de vista de la fe como acto de obediencia a Dios creador, y asumiendo desde la misma fe la cruz que pueda
conllevar, conduce a los esposos a una comunicación más profunda y enraizada.
La comunión de los esposos debe saber integrar también el sacrificio y hacer del amor algo profundamente
espiritual. De otro modo, se tiene el peligro de dejarse llevar por una vida puramente erótica en la que el placer es, en
último término, el primero de los valores. Hay una castidad para los esposos como la hay para los jóvenes o célibes,
aunque distinta y diferente. Este sacrificio, asumido desde la fe, fortalece sin duda la comunión de los esposos, purifica
sus intenciones, eleva siempre el corazón a valores de tipo espiritual y, en último término, contribuye a la larga a que la
búsqueda del placer sea profundamente humana.
Cuando esta continencia periódica se hace por medio de métodos naturales seguros, se tiene la ventaja de que
la abstención han de hacerla los esposos en común, lo cual contribuye enormemente a su unión. Caso contrario es por
ejemplo el de la píldora, por la cual la mujer lleva todo el peso del control.
De todos modos, la Iglesia nunca se desentenderá de la situación de las parejas que por un motivo razonable no
pueden tener más hijos y les insta a conocer y aplicar métodos naturales de regulación que son seguros y de fácil
aplicación. Hoy en día, el problema es más de desinformación y pereza que de medios y recursos.
Se suele objetar también que la Humanae vitae no tiene en cuenta las necesidades demográficas de nuestro
tiempo que exigen una regulación de nacimientos ante los problemas de superpoblación. Sin embargo, a esos problemas
se puede atender con métodos naturales y seguros. De todos modos, el problema demográfico se desenfoca a veces,
pues el problema de crecimiento no suele ser de los países ricos que son los superpoblados, sino de los pobres, los
cuales tienen derecho a un crecimiento. A veces tienen recursos no explotados todavía y lo que necesitan es ayuda para
su explotación. Imponerles por ello desde los países ricos una tasa de nacimientos, cortando sus posibilidades de
crecimiento y desarrollo, no deja de ser una nueva forma de neocolonialismo. Más que píldoras, necesitan recursos para
su desarrollo que no suelen recibir. Más injustificable aún es pretender la limitación de nacimientos mediante el aborto.
Esto responde al deseo de salvar la civilización del bienestar mediante la cultura de la muerte.
3. Limpieza interior
La virtud de la castidad comienza en el corazón de la persona, que ha de tener limpio el corazón, hasta tal
punto de que el noveno mandamiento prohíbe desear la mujer del próJimo.
El pudor es no sólo necesario, sino conveniente. Responde a un instinto de autodefensa que juega un papel de
protección, como lo juega el miedo con respecto al instinto de supervivencia y, en este sentido, el pudor es positivo,
aunque puede naturalmente ser exacerbado o reprimido con una mala educación: «Es como la conciencia vigilante en
defensa de la dignidad del hombre y del amor auténtico. Tiende a reaccionar ante ciertas actitudes y a frenar
comportamientos que ensombrecen la dignidad de la persona. Es un medio necesario y eficaz para dominar los instintos,
hacer florecer el amor verdadero e integrar la vida afectivo-sexual en el marco armónico de la persona». «El pudor
advierte el peligro inminente, impide el exponerse a él e impone la fuga de aquellas ocasiones a las que se hallan
expuestos los menos prudentes».
El pudor es, por tanto, una realidad humana y bella que no significa en modo alguno falta de madurez o
formación, es el lenguaje bello del respeto, de la admiración mutua, signo e instrumento de valores superiores. No
significa falta de hombría o de feminidad; todo lo contrario, es el aprendizaje del difícil arte de la convivencia, de la
superación y de la admiración mutua, sin dejarse llevar por el peso y la esclavitud del instinto. Es preciso volver a creer
en un mundo donde unos seamos para otros fuente de mutuo enriquecimiento. Esto exige el pudor, el respeto y la
admiración.
Puede que alguien considere cómico que todavía se hable de los malos pensamientos, pero Cristo ha hablado
de la inmoralidad del que desea a otra mujer en su corazón (cf Mt 5,28), y sexólogos de fama nos hacen conscientes de
que el problema del sexo está en el cerebro. Todo comienza ahí, aun cuando no termine ahí. Normalmente el que tiene
hambre de ser limpio, se preocupa también por la pureza de sus pensamientos, mientras que aquellos que se han dejado
llevar por la mala conciencia, tratan de olvidarlo.
Los malos pensamientos llegan mecánicamente al cerebro, es algo que tiene sus propias leyes y, como tal, no
nos debe preocupar. Personas delicadas o nerviosas pueden creer que, por el hecho de sentir una atracción y
experimentar el primer impacto, han cometido ya un pecado, cuando este sólo se da en un segundo momento, en un
momento en que, libre y conscientemente, uno se recrea en el pensamiento y consiente llegar a una excitación sexual y
gozar de ella. Es el momento de la libertad; uno cede movido sólo por su libertad y no por los nervios, el ansia o la
preocupación. Este es el pecado.
Normalmente, el que consiente habitualmente en malos pensamientos no puede terminar ahí. Por otro lado,
cuando se ha consentido de verdad, uno no suele tener duda de ello. Las dudas, sobre todo en personas de conciencia
delicada, son signo de que no se ha consentido.
La mejor forma de combatir los malos pensamientos no es hacerlo de frente, sino indirectamente, es decir,
ocupando la cabeza con cosas que ilusionen. La preocupación por ellos suele ser perjudicial, ya que lleva a la obsesión.
Los malos pensamientos, a pesar de su persistencia, no son nunca pecado, hasta que no se busca en ellos una
delectación sexual libre y consentida.
4. lndisolubilidad del matrimonio y don del hijo
4.1. El divorcio y sus consecuencias
Cristo mantuvo la intención original del Creador sobre la indisolubilidad del matrimonio. Es algo que lo pide la
misma esencia del amor conyugal que es un amor de totalidad y definitivo. Cabe la separación del matrimonio por
serios motivos, pero el divorcio no deja de ser un mal grave a causa del desorden que introduce en la célula familiar y
en la sociedad.
«El divorcio es una ofensa grave a la ley natural. Pretende romper el contrato, aceptado libremente por los
esposos, de vivir juntos hasta la muerte. El divorcio atenta contra la alianza de salvación de la cual el matrimonio
sacramental es un signo. El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad
de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente» (CEC
2384).
«El divorcio adquiere también su carácter inmoral a causa del desorden que introduce en la célula familiar y en
la sociedad. Este desorden entraña daños graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los hijos, traumatizados
por la separación de los padres y, a menudo, viviendo en tensión a causa de sus padres; por su efecto contagioso, que
hace de él una verdadera plaga social» (CEC 2385).
El cónyuge que es víctima inocente de un divorcio dictado en conformidad por la ley civil y se ve injustamente
abandonado, no es culpable del mismo.
4.2. Fertilización «in vitro»
Otro problema es el de aquellos matrimonios que, siendo felices en su unión, no pueden tener hijos. ,Cabe en
estos casos la fertilización in vitro, posibilidad ofrecida hoy en día por la ciencia?
La fecundación artificial puede ser homóloga (con esperma del propio marido) o heteróloga (con esperma de
otro hombre). En el segundo caso, la misma sensibilidad humana nos indica que se trata de algo reprobable: ,quién
desearía haber sido engendrado artificialmente con el semen de un hombre desconocido? «Estas técnicas lesionan el
derecho del niño a nacer de un padre y de una madre conocidos de él y ligados entre sí por el matrimonio» (CEC 2376).
Otro es el caso de la fertilización homóloga. ¿Es moralmente aceptable? La Iglesia enseña que tampoco lo es,
porque la persona humana tiene una dignidad tal que no puede ser nunca reducida a objeto, ni siquiera en el momento
de ser engendrada. La única forma humana de ser engendrado es la que procede de un acto de amor. Para una persona
no hay otra forma digna. Se fabrican las cosas, pero no las personas (cf CEC 2377).
Además, si aceptáramos lo más (la fertilización artificial), aceptaríamos lo menos, como es aprovechar la
oportunidad para mejorar la raza (color de los ojos, capacidad craneal, etc.), entrando así en una lógica de producción
que es propia de los animales, pero no de las personas.
No cabe duda de que la intención de los padres es buena (tener un hijo) y, frecuentemente, nos dejamos llevar
sólo de la intención para juzgar el caso. Pero la moral no es sólo de las intenciones, sino de los medios. No se puede
aducir que los padres tienen derecho a un hijo, pues este es un don de Dios. El hijo no puede ser considerado como un
objeto de propiedad y ha de ser considerado como persona desde el momento de su concepción. Cabe la posibilidad de
la adopción. Y no se ha de olvidar que un matrimonio cristiano está siempre abierto a la hospitalidad de los otros y a dar
un testimonio de fe y de vida cristiana a jóvenes parejas que lo necesitan. Su vida no termina en el hogar.
Preguntas para el trabajo en equipoprivate 1) ¿Cuáles son las dimensiones fundamentales del sexo que
configuran su sentido?
2) ¿Por qué la masturbación es pecado?
3) ¿Son moralmente legítimas las relaciones prematrimoniales?
4) ¿Cuál es la diferencia moral de los métodos naturales y artificiales de control de nacimientos?
5) ¿Por qué el divorcio es un desorden y un mal moral?
6) ¿Es moralmente legítima la fertilización in vitro?
Bibliografía
CAFFARRA C., Sexualidad a la luz de la antropología y la Biblia, Madrid 1991.
ELIZARI F. J., Bioética, Madrid 1991.
LÓPEZ AZPITARTE E., Ética de la sexualidad y del matrimonio, Madrid 1992.
SAYÉS J. A., Moral de la sexualidad, Madrid 1994.
WOJTYLA K., Amor y responsabilidad, Madrid 1978.
PARA HACERLO VIDA
Lo que hemos visto hasta ahora pertenece sin duda al dominio de la castidad, virtud que consiste en que cada
uno viva en su propio estado (casado, soltero, virgen, etc.) las exigencias que implica el orden establecido por Dios en
el campo de la sexualidad. Ahora bien, la castidad no es sólo una virtud que se limita a evitar las faltas, sino algo que
tiene un sentido eminentemente positivo, sobre todo para el cristiano
La castidad no puede limitarse al cumplimiento de unas normas, sino que tiene como fin fundamental hacer
puro el corazón de la persona, de manera que pueda madurar y purificar su amor, dando lo mejor de sí misma. La
castidad sólo tiene sentido en aras de un amor verdaderamente generoso y desinteresado. En cualquier nivel que se viva
(casado o soltero) sólo tiene sentido en el amor y para el amor. Purifica las intenciones del corazón y eleva los
sentimientos con el fin de hacer del amor el don desinteresado y altruista de sí. Esto es verdad para todo ser humano,
pero para el cristiano hay algo que, en la castidad, eleva todavía más el sentido y la finalidad de su esfuerzo.
La castidad entre cristianos se convierte en signo de amor y amistad con Cristo: «,No sabéis que vuestro cuerpo
es templo del Espíritu Santo que está en vosotros y que habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?
Habéis sido comprados a precio, glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo» (1Cor 6,15-18-20).
La castidad es la noble virtud que nos permite amarlo todo con un corazón limpio. Y ese es justamente el
secreto de la alegría. La castidad nos permite tener los ojos limpios, capaces de admirar la belleza con un amor
desinteresado, de captar los valores que normalmente no se captan cuando se tiene el corazón obnubilado por el vicio.
La castidad es también el auténtico instrumento de la fidelidad. Allí donde hay una persona casta, hay una
persona fiel a Dios y fiel a la verdad: «Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). En
María juega un papel tan destacado la pureza porque en ella fue signo e instrumento de una total entrega a Dios.
La castidad da una libertad interior insospechada, un amor limpio a la verdad, capacita para la fidelidad a la
verdad y a los planes de Dios. Purifica los sentimientos de tal modo que hace al hombre capaz de un auténtico
heroísmo. El casto es un héroe, por eso la Iglesia ha destacado siempre a los mártires y a las personas que viven la
virginidad, como oblación de fidelidad, porque en ella inmolamos a Cristo nuestra propia vida y nuestro propio cuerpo.
La profunda raíz psicológica de la mediocridad y tibieza de muchas personas está sin duda en la falta de
autenticidad al vivir la castidad: una castidad mal encajada es siempre fuente de traumas y de falta de alegría. Una serie
interminable de dificultades se presentan al que no hace de la castidad el signo y el medio de una generosidad heroica.
La impureza esclaviza, agota la sensibilidad, genera la tristeza y el tedio, y humilla tanto que, si va unida a la soberbia,
puede conducir a la pérdida de la fe o al alejamiento de la misma. Nadie odia más la pureza que el que se sabe derrotado
y no tiene la humildad de pedir a Dios su gracia.
D'Annunzio, un hombre que hizo de la carne un ídolo, que nada perdonó para conseguir el placer y que se
entregó al vicio como un auténtico pagano, cuya radical tristeza no pudieron disipar los honores humanos, confesaba:
«La tristeza está en el fondo del placer, como el agua amarga en la desembocadura de los ríos».
El secreto de la alegría está precisamente en saber amarlo todo con un corazón limpio: «Hay que amarlo todo:
una orquídea bruscamente abierta en la jungla, un caballo hermoso, un gesto de niño, un chiste, una sonrisa de mujer.
Hace falta admirar toda la belleza, descubrirla aunque sea en el lodo y elevarla hacia Dios. Pero no atarse a ella, porque
sólo es un rayo de luz y nosotros estamos hechos para el sol».
Amarlo todo con un corazón limpio. La castidad da siempre frutos de vida y de alegría. Pablo nos habla de los
frutos de muerte y alegría que nacen respectivamente del pecado y de la vida en gracia: «Cuando erais esclavos del
pecado, os considerabais libres respecto a la justicia. ,Qué frutos dabais entonces? Los que ahora consideráis un fracaso,
porque acaban en la muerte. Ahora en cambio, emancipados del pecado y hechos esclavos de Dios, producís frutos que
llevan a la santidad y acaban en vida eterna. Porque el pecado paga con muerte, mientras Dios regala vida eterna por
medio de Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 6,20-23).
La castidad es posible con la gracia de Cristo. No se ha de basar nunca en un balance de nuestras propias
fuerzas, sino en el abandono a la gracia divina y en la prudencia natural que evita la ocasión próxima de pecado y
recurre convenientemente a la oración y los sacramentos. Hay que partir de la conciencia de nuestra propia debilidad,
pues la gracia la llevamos en vasos de barro (cf 2Cor 4,7).
No se puede presumir de fuerzas o pensar que el problema está ya superado en un momento determinado. La
pureza es un don, una teología de rodillas y en oración, una apreciación continua de los valores superiores del Espíritu,
una capacidad para admirar la belleza con los ojos limpios. La pureza es un raro arte de oración ante Cristo y de fina
sensibilidad humana, un arte superior, una artesanía de la delicadeza, algo que le da a la persona una dignidad infinita y
la capacita para la percepción y la sensibilidad de los altos valores.
Es imprescindible la oración. El que ha hecho de Cristo y del trato con él la razón profunda de su existencia,
podrá mantenerse sin caer en pecado. Es imprescindible la eucaristía y el sacramento de la penitencia que afirma la
sensibilidad de conciencia y nos da la gracia sacramental para la victoria. Esa gracia victoriosa nos la concede como
ningún otro medio el sacramento de-la eucaristía, donde está presente Cristo resucitado en su victoria: «Sin mí no
podéis hacer nada».
Ahí está Cristo, que quiso acompañarnos como único pan de vida que puede saciar nuestro corazón humano.
Todo este espíritu que caracteriza a la pureza, hecho de humildad y de fidelidad, encuentra en María, nuestra madre, no
sólo un modelo sino la continua intercesión por nuestra pureza.
Siendo el sexo algo fuertemente obsesionante, no hay mejor terapia que tener la cabeza llena de ilusión,
entregándose con toda el alma al estudio, al trabajo, al deporte, a la auténtica amistad. Tener un concepto positivo del
otro sexo y haber aprendido el arte bello y delicado de saber mirar limpiamente a los ojos del otro. Uno experimenta así
que hay valores infinitamente superiores al sexo.
CAPÍTULO 20
JUSTICIA
1. La virtud de la justicia
La caridad cristiana supone amar al prójimo con el mismo amor con que Dios nos ama, llevando incluso la
exigencia de amar a los enemigos y dándoles así un amor que no les corresponde, porque Dios nos ha amado a nosotros
con un amor que no nos corresponde. La caridad cristiana es, por tanto, un amor radicalmente sobrenatural, que va más
allá de las exigencias de la justicia social.
Pero la caridad cristiana, que transciende la justicia social, no puede prescindir de ella, sino que, más bien, la
asume y conduce a un nivel superior y más perfecto. Toda persona, por el hecho de haber sido creada a imagen y
semejanza de Dios, tiene en sí mismo una dignidad sagrada y trascendente, en virtud de la cual no puede ser utilizada
nunca como medio. Todo ser humano, por el hecho de serlo, representa para los demás una exigencia absoluta de
respeto y amor, un valor absoluto, que debe ser valorado en sí mismo y por sí mismo. de modo que no puede ser
instrumentalizado o manipulado en nuestras acciones ni siquiera por motivos religioso.
«Toda convivencia humana que haya de estar bien ordenada y ser fecunda, debe tener por base el principio de
que todo ser humano es, por su naturaleza, persona. Tiene una naturaleza dotada de razón, libre albedrío, y tiene por
tanto derechos y deberes que brotan inmediata y simultáneamente de su naturaleza. Como son universalmente válidos e
inviolables, no pueden enajenarse en manera alguna».
Derecho es el título que tiene el hombre a hacer, tener o exigir algo que le es necesario para realizarse
esencialmente a sí mismo. Tratándose de derechos naturales, estos radican en la misma naturaleza común a todos los
seres humanos.
La justicia garantiza aquello a lo que el prójimo tiene derecho, porque lo necesita fundamentalmente para su
propia realización. La justicia nos da la medida mínima indispensable para el amor al prójimo. Es, por lo tanto, una
exigencia natural que ha sido reconocida también fuera de la revelación cristiana. Por la violación de la justicia se puede
pecar gravemente, de modo que implica por eso mismo el deber de restitución.
A veces se ha podido pensar que amar al prójimo por amor a Dios nos permitiría servirnos de él para realizar
nuestros actos de virtud, sin que nos importara en sí misma la persona socorrida. No. Hay caridades que ofenden. La
propia dignidad humana exige un respeto y una consideración tales que será siempre pecado pasarla por alto. Si la
persona humana tiene su propia dignidad conferida por Dios, exige ser amada en sí misma, en sus valores y en sus
debilidades.
El hombre, al que hay que amar en sí mismo en virtud de su dignidad personal, es al mismo tiempo un ser
social; un ser que vive en estrecha relación con los demás. En muchos casos es esta relación la que de tal modo
obstaculiza el desarrollo de la persona, que vulnera gravemente su propia dignidad. El cristiano, que defiende a ultranza
que el hombre ha de ser «el autor, centro y fin de toda la vida económico social» (GS 63), no podrá admitir que la
realización de un derecho humano, como es el derecho de propiedad privada de los medios de producción. sea algo
absoluto y sin límites, llegando a lesionar gravemente la igualdad esencial de todos los hombres. El cristiano no puede
limitar su amor a una relación puramente individual, olvidando que la persona sufre a veces por una serie de
circunstancias sociales que no le dejan promocionarse. No puede dar en limosna lo que debe por justicia. Las exigencias
que el AT formula en relación a la justicia son claras. Los profetas fustigaron el formalismo religioso, llegando a decir
que el culto es falso, si olvida al prójimo. Recordemos las amenazas de Santiago a los que defraudan el salario justo (cf
Sant 5,1-6).
Esto exige una solidaridad entre los hombres, un esfuerzo por un orden social más justo y un trabajo continuo
para que los bienes de este mundo sean participados por todos.
Hay entre los hombres una igualdad esencial en cuanto criaturas de Dios que debe ser siempre objeto de la
justicia, si bien se dan también ciertas desigualdades que se deben a diferentes dotes humanas o circunstancias sociales.
Estas diferencias son legítimas, siempre que no rebasen los límites razonables exigidos por la justicia y comporten
asimismo una mayor responsabilidad de cara a los demás. Las desigualdades escandalosas son las que en ningún modo
pueden ser aceptadas.
1.1. Clases de justicia
La justicia presenta diversos nombres según los ámbitos a los que se refiera. Una es la justicia conmutativa,
que regula los intercambios de las personas en el respeto exacto de sus derechos. Es la que normalmente se ejerce en
tratos y contratos. Sujeto de derecho es aquí la comunidad o la persona que se contrapone a otro individuo o comunidad
particular.
La justicia legal es la que regula lo que el ciudadano debe a la comunidad, el cual debe dar a la sociedad lo que
le es debido para el bien común. Aquí el sujeto de derecho es la sociedad o comunidad y a ello están obligados tanto los
dirigentes como los miembros de la sociedad.
La justicia distributiva es la que regula lo que la comunidad y, particularmente, el Estado, debe a los
ciudadanos en atención a sus necesidades y contribuciones. En este caso el sujeto de derecho es cada ciudadano o
comunidad particular que tiene derecho a recibir la parte que le corresponde de los bienes comunes.
Por justicia social se entiende la justicia en general, en cuanto que se preocupa de realizar las condiciones que
permitan a las asociaciones y a cada uno en particular conseguir lo que le es debido según su naturaleza y vocación.
1.2. Doctrina social de la Iglesia
Apoyándose en la dignidad de la persona humana y en su condición social, el magisterio de la Iglesia ha
desarrollado un cuerpo de doctrina, particularmente en las encíclicas de contenido social que, partiendo del s. XIX hasta
nuestros tiempos, supone un auténtico desarrollo de los derechos humanos, al tiempo que una explicitación de las
exigencias del bien común.
En este cuerpo de doctrina la Iglesia ha abordado temas como la dignidad del trabajo y sus condiciones
sociales, la distribución de la riqueza, el salario justo, la huelga; en una palabra, todos los temas que afectan a la vida
social y económica.
Las encíclicas principales de contenido social son: Rerum novarum (León XIII: 1891); Quadragesimo anno
(Pío XI: 1931); Mater et magistra (Juan XXIII: 1961); Pacem in terris (Juan XXIII: 1963); Populorum progressio (Pablo
VI: 1967); Octogesima adveniens (Pablo VI: 1971); Laborem exercens (Juan Pablo II: 1981); Sollicitudo rei socialis
(Juan Pablo II: 1987); Centesimus annus (Juan Pablo II: 1991).
Al defender la Iglesia que es la persona humana el sujeto de derechos inalienables y portador de
responsabilidades y obligaciones fundamentales, defiende al mismo tiempo que el ser humano es principio y fin de la
sociedad a la que, en aras del bien común, entrega, no su propia dignidad personal que es intransferible, sino parte de su
actividad y de sus bienes.
Aquellos sistemas sociales que, inspirándose en una concepción materialista de la persona humana, defienden
una organización colectiva de la producción, negando los derechos fundamentales de la persona en el campo social y
económico, están en contra de la postura de la doctrina social de la Iglesia. Lo están también aquellos que tienen una
concepción de la vida económico-social basada fundamentalmente en la búsqueda del lucro y hacen de la ley del
mercado una ley absoluta, rechazando la intervención del Estado en favor de la justicia y de los menos favorecidos.
La Iglesia defiende en la práctica un sistema social y económico que, aceptando la propiedad privada de los
medios de producción y los beneficios legítimos que de ella puedan provenir, sostiene también el derecho sindical de
los trabajadores a defender sus legítimos intereses y propugna la intervención del Estado en la regulación de la
economía.
El espíritu cristiano nos debe hacer sentir una urgencia clara: mientras haya en la humanidad personas con
grave necesidad, el cristiano, que puede llevar una vida digna en lo económico y lo social, deberá siempre renunciar al
capricho y al lujo. Son cosas que no le pertenecen.
La Iglesia valora positivamente la iniciativa empresarial que es fuente de trabajo y de bienestar para la
humanidad, siempre y cuando no haga del lucro y de la ganancia la clave de la actividad económica. Es deseable
incluso hacer a los obreros partícipes, en la medida de lo posible, de los beneficios de la empresa.
1.3. El amor preferencial a los pobres
Aunque el término de pobre en el evangelio tiene un sentido más amplio que el económico-social (los
«pequeños», los «humildes»), hay también en él textos en los que Cristo habla de la necesidad y urgencia de ayudar a
los pobres en sus necesidades materiales (cf Mt 25,31-36). Bastaría recordar la parábola del rico epulón y el pobre
Lázaro, donde Cristo condena las riquezas acumuladas junto a la miseria (cf Lc 16,19ss). Recordemos la carta de
Santiago y sus invectivas contra los que no pagan el salario justo (Sant 2,15-16).
La Iglesia ha estado, en consecuencia, junto a los pobres, los leprosos, los marginados. Siempre han encontrado
un cobijo en ella, como lo encuentran hoy los afectados del sida o los drogadictos. Los oprimidos por la miseria son
objeto de su amor preferencial (cf CEC 2448): «El que es rico tiene, como primera desgracia, a menos que sea un santo
o un genio, la de no conocer nunca la pobreza, que es la parte más vasta y más válida de la vida humana».
2. Respeto a los bienes ajenos
La Iglesia defiende que los bienes de la creación están destinados a todo el género humano y admite también el
derecho a la propiedad privada: «La apropiación de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las
personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las necesidades de los que están a su
cargo» (CEC 2402). Este derecho no es, sin embargo, un derecho ilimitado, pues el destino universal de los bienes
continúa siendo primordial (cf CEC 2403), de modo que «la autoridad pública tiene el derecho y el deber de regular en
función del bien común el ejercicio legítimo del derecho a la propiedad» (CEC 2406).
El séptimo mandamiento prohíbe el robo, es decir «la usurpación del bien ajeno en contra de la voluntad
razonable de su dueño». Otra cosa es el caso en el que, por necesidad urgente, uno se apropie de lo necesario para matar
el hambre. En este caso no se trata de un robo, porque los bienes de este mundo tienen un primordial destino universal .
Hay muchas formas de robo: «Toda forma de tomar o retener injustamente el bien ajeno, aunque no contradiga
las disposiciones de la ley civil, es contraria al séptimo mandamiento. Así, retener deliberadamente bienes prestados u
objetos perdidos, defraudar en el ejercicio del comercio (cf Dt 25,13-16), pagar salarios injustos, elevar los precios
especulando con la ignorancia o la necesidad ajenas (cf Am 8,46). Son también moralmente ilícitos: la especulación
mediante la cual se pretende hacer variar artificialmente la valoración de los bienes con el fin de obtener un beneficio en
detrimento ajeno; la corrupción mediante la cual se vicia el juicio de los que deben tomar decisiones conforme a
derecho; la apropiación y el uso privados de los bienes sociales de una empresa; los trabajos mal hechos, el fraude
fiscal, la falsificación de cheques y facturas, los gastos excesivos, el despilfarro. Infligir voluntariamente un daño a las
propiedades privadas o públicas es contrario a la ley moral y exige reparación» (CEC 2409).
Este mandamiento obliga también a mantener los contratos en la medida del compromiso adquirido. Y exige la
restitución de lo robado o la reparación de la injusticia cometida.
Con mayor razón está prohibida la esclavitud de las personas humanas.
Los juegos de azar o las apuestas no son pecado, aunque lo pueden ser en la medida en que pongan en peligro
el patrimonio familiar con el que hay que atender a las necesidades de los demás. Es también contrario a la dignidad
humana el dejarse llevar por la pasión del juego, la cual puede conducir también a dañar a los otros.
Los animales, las plantas y los bienes de este mundo están destinados al bien común de la humanidad, por lo
que su uso no puede ser absoluto o ilimitado, sino que tiene que ser regulado por el bien de la humanidad presente y
futura (cf CEC 2415). Aunque el hombre puede servirse de los animales para el alimento y el vestido y, en los límites
razonables, para los experimentos científicos y técnicos, es contrario a la dignidad humana hacerles sufrir inútilmente
(cf CEC 2418).
El décimo mandamiento prohíbe también el deseo desordenado, nacido de la pasión inmoderada, de las
riquezas y el poder. Fruto de este deseo suele ser la envidia, uno de los pecados capitales.
3. Actividad económica y social
La actividad económica y social debe estar orientada y organizada en servicio de las personas y de la
comunidad humana. La vida económica está afectada por intereses diversos.
La Iglesia defiende el derecho a la iniciativa económica, así como a reconocer los frutos del propio esfuerzo (cf
CEC 2429), pero reconoce al mismo tiempo los derechos de todos los que intervienen en la producción, derechos que
debe garantizar el Estado: «"La actividad económica, en particular la economía de mercado, no puede desenvolverse en
medio de un vacío institucional, jurídico y político. Por el contrario supone una seguridad que garantiza la libertad
individual y la propiedad, además de un sistema monetario estable y servicios públicos eficientes. La primera
incumbencia del Estado es, pues, la de garantizar esa seguridad, de manera que quien trabaja y produce pueda gozar de
los frutos de su trabajo y, por tanto, se sienta estimulado a realizarlo eficiente y honestamente... Otra incumbencia del
Estado es la de vigilar y encauzar el ejercicio de los derechos humanos en el sector económico; pero en este campo la
primera responsabilidad no es del Estado, sino de cada persona y de los diversos grupos y asociaciones en que se
articula la sociedad" (CA 48)» (CEC 2431).
Por parte del trabajador asalariado es preciso recordar la responsabilidad que le incumbe de cara al
cumplimiento exacto de sus ocupaciones como trabajador. Tanto peca el empresario que no cumple con la obligación de
dar un salario justo como el trabajador que se inhibe de sus responsabilidades en el trabajo.
Respecto al salario justo dice la doctrina de la Iglesia: salario justo es el fruto legítimo del trabajo, negarlo o
retenerlo puede constituir una grave injusticia. Para determinar la justa remuneración se han de tener en cuenta a la vez
las necesidades y las contribuciones de cada uno: «"El trabajo debe ser remunerado de tal modo que se den al hombre
posibilidades de que él y los suyos vivan dignamente SU vida material, social, cultural y espiritual, teniendo en cuenta
la tarea y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común" (GS 67). El acuerdo
de las partes no basta para justificar moralmente la cuantía del salario» (CEC 2434).
La Iglesia ha reconocido siempre el derecho legítimo a la huelga, cuando resulta un recurso inevitable:
«Resulta moralmente inaceptable cuando va acompañada de violencias o también cuando se lleva a cabo en función de
objetivos no directamente vinculados con las condiciones de trabajo o contrarios al bien común» (CEC 2435).
«Es injusto no pagar a los organismos de seguridad social las cotizaciones necesarias establecidas por las
autoridades legítimas» (CEC 2436).
4. Solidaridad entre las naciones
La exigencia de justicia debe hacer conscientes a las naciones ricas de sus obligaciones respecto de las pobres.
A veces se crean mecanismos perversos que obstaculizan el desarrollo de los países menos favorecidos o se dan
sistemas financieros abusivos que impiden su desarrollo: «Las naciones ricas tienen una responsabilidad moral grave
respecto a las que no pueden por sí mismas asegurar los medios de su desarrollo, o han sido impedidas de realizarlo por
trágicos acontecimientos históricos» (CEC 2439).
Es preciso ayudar a los países pobres, por ejemplo, mediante la donación de una parte de la renta nacional, la
reforma de las instituciones económico-financieras internacionales, así como sostener el esfuerzo de los países pobres
que trabajan por su crecimiento y liberación (cf CEC 2440)
Preguntas para el trabajo en equipoprivate 1) ¿Cabe el amor al prójimo sin preocuparse por sus condiciones
sociales?
2) ¿Has leído alguna encíclica social de la Iglesia?
3) ¿Se puede considerar robo el pagar salarios injustos, el fraude fiscal o la corrupción de quien se enriquece
con los bienes del Estado?
4) ¿Qué condiciones ha de tener el salario justo?
5) ¿Admite la Iglesia la propiedad privada? ¿Sin limitación alguna?
Bibliografía
BLÁZQUEZ N., Los derechos del hombre, Madrid 1980.
CAMACHO I., Doctrina social de la Iglesia. Una aproximación histórica, Madrid 1991.
HÖFFNER J., Manual de la doctrina social de la Iglesia, Madrid 1974.
PARA HACERLO VIDA
«¡Si los católicos supieran! Sólo ellos están en condiciones de responder a las necesidades del mundo, ellos
podrían ponerse a la cabeza de la historia temporal, y nada resistiría ante ellos, pero son demasiado necios para
hacerlo»".
Esto decía un cristiano que sentía en sus venas las necesidades sociales y religiosas de su tiempo, un hombre
que buscaba que la Iglesia acogiese en su seno todas las exigencias sociales y justas de un socialismo que había
heredado de familia, pero que tampoco le llenaba por su laicismo. Vivió por ello una lucha interior que se definió al
final hacia la recuperación de la fe que había perdido.
Hemos vivido acomplejados ante un comunismo que después de setenta anos, ha dejado al descubierto sus
miserias. Hemos sentido complejo ante un mundo laico, cuando los leprosos, los enfermos de sida, los drogadictos, los
más desheredados, han estado y están en manos de religiosas y hombres de Iglesia. Hemos sentido complejo, cuando
tenemos una doctrina social de la que se sentía orgulloso J. F. Kennedy.
Pero quizás hay algo de verdad en el .subconsciente de ese complejo. Porque a veces hemos reducido la
justicia a la caridad de la limosna, el compromiso social a bellas palabras de predicación, y hemos mirado a no perder
nuestra seguridad, nuestro bienestar. Hemos estado ausentes en muchas luchas, hemos hablado de religión sin hablar de
justicia; hemos hablado por fin de justicia, avergonzándonos de Cristo.
Si supiéramos ser católicos, estaríamos presentes en toda batalla legítima por la justicia y los derechos
humanos. Es el egoísmo, la cobardía y la comodidad lo que nos impide estar en primera línea en la defensa de la justicia
Todo cambiaría si eligiéramos un estilo austero de vida que se desprendiese del lujo, el capricho y lo superfluo, que no
nos corresponden cuando hay todavía hombres que pasan hambre.
CAPÍTULO 21
SERVICIO A LA VERDAD
1. Servir a la verdad
El octavo mandamiento nos manda servir a la verdad. Y servir a la verdad significa buscarla, amarla, decirla y
hacerla.
Lo primero que tiene que hacer el hombre, es buscar la verdad. El ser humano sabe por experiencia que está
inquieto hasta que la encuentra. Sólo en ella encuentra el reposo, porque, en el fondo, está hecho para la visión de Dios,
que es la verdad. Sólo en la visión de Dios encontrará el descanso definitivo para su búsqueda de la verdad; pero,
mientras tanto, cada hallazgo de verdad supone un anticipo de lo que busca. Y no hay nada más grande para el hombre
que el encontrar la verdad trascendente que necesita para su vida y su salvación.
La mayor pasión de la persona es la pasión por la verdad, porque está hecha para la verdad, el bien y la belleza;
de ahí que experimente tanto gozo cuando encuentra la verdad que oriente su vida.
Pero el hombre tiene que amar la verdad. Jugar con la verdad, particularmente la verdad de salvación,
frivolizar con ella, disimularla, o esconderla, es jugar con el hombre mismo y con su salvación.
Por ello el ser humano, y particularmente el cristiano, sufrirá por la verdad, sufrirá cuando se la distorsiona, se
la rebaja o envilece. El cristiano entiende que es más fácil comprender el pecado hecho por debilidad que el traicionar la
verdad de salvación, porque cuando la persona no vive para la verdad, no es propiamente un ser humano, puesto que ha
vendido lo mejor de sí mismo.
Decir la verdad es otra de las exigencias de la veracidad.
A veces ocurrirá que no tenemos obligación de decir toda la verdad, cuando el que nos pregunta puede hacer
mal uso de ella o no tiene derecho a ella, pero no se podrá mentir, porque la mentira es la falta más directa contra la
verdad, ya que siembra la desconfianza y la división, hace imposible la convivencia, conduce al escepticismo y ofende a
Dios mismo, que es la verdad.
Por último, hay que hacer la verdad y vivirla con todas sus exigencias. Si se cree en la verdad, pero no se
cumplen sus exigencias, se pierde la capacidad de decirla y testimoniarla. Uno termina engañándose a sí mismo, lo peor
con mucho. Es fácil incluso que se termine olvidando la verdad y traicionándola, porque es difícil vivir en una
permanente contradicción. Se rebaja entonces la verdad, se elige el color gris de la ambigüedad y de la mediocridad.
2. Pecados contra la verdad
El octavo mandamiento prohíbe dar testimonio en falso (cf Ex 20,16), falsear la verdad en las relaciones con el
prójimo.
La mentira es la ofensa más directa contra la verdad y consiste en decir falsedad con intención de engañar (cf
CEC 2482). Es una violencia que se hace al prójimo y viene a ser el germen de la división de los espíritus: «La
gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones
del que la comete y los daños padecidos por los que resultan perjudicados. Si la mentira en .sí sólo constituye un pecado
venial, sin embargo llega a ser mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad» (CEC 2484).
En determinados casos, la mentira, cuando va contra la justicia o la verdad, exige el deber de reparación.
Falso testimonio y perjurio: «Una afirmación contraria a la verdad posee una gravedad particular cuando se
hace públicamente. Ante un tribunal, es un falso testimonio (cf Prov 1,9); pronunciada bajo juramento se trata de
perjurio. Estas maneras de obrar contribuyen a condenar a un inocente, disculpar a un culpable o aumentar la sanción en
que ha incurrido el acusado (cf Prov 18,5); comprometen gravemente el ejercicio de la justicia y la equidad de la
sentencia pronunciada por los jueces» (CEC 2476).
La maledicencia y la calumnia. Todo hombre tiene derecho al propio honor y a la propia reputación, por lo que
el juicio temerario y, sobre todo, la maledicencia y la calumnia constituyen una falta, a veces grave, contra la justicia y
la caridad, que exige también una adecuada reparación.
Respeto a la verdad: «La caridad y el respeto de la verdad deben dictar la respuesta a toda petición de
información o de comunicación. El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien común, son
razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, o para usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el
escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene
derecho a conocerla» (CEC 2489).
El secreto de confesión por el que el confesor está obligado a guardar en secreto los pecados del penitente es
absoluto. Y en ocasiones- obligan también gravemente secretos profesionales (médicos, militares, etc.), «salvo los casos
excepcionales en los que no revelarlos podría causar al que los ha confiado, al que los ha recibido o a un tercero, daños
muy graves y evitables únicamente mediante la divulgación de la verdad» (CEC 2491).
Los medios de comunicación social, con tanto influjo en la actualidad, tienen que estar lógicamente al servicio
de la verdad, la libertad y la justicia, pero también tienen unos límites imprescindibles, salvando la justicia y la caridad,
en todo momento y respetando escrupulosamente las leyes morales, los derechos legítimos y la dignidad del hombre (cf
CEC 2494): «Se debe guardar la justa reserva respecto a la vida privada de la gente» (CEC 2492).
El cristiano tiene que dar testimonio de su fe y de los valores del evangelio. Testimonio en griego se dice
martirio, por lo que debe el cristiano estar dispuesto, en algunas ocasiones límite de la vida a ser mártir del evangelio.
CUARTA PARTE
Oración
CAPÍTULO 22
ORACIÓN
1. El hombre de hoy y la oración
El hombre de hoy en día siente una particular dificultad para la práctica de la oración. El ritmo de vida que
lleva, particularmente en medio de la ciudad, y la absorción en los medios de comunicación, hace que tenga menos
tiempo, y lo que es peor, que pierda la disposición interior para recogerse en oración. Demasiado ruido para poder
escuchar la voz interior de Dios.
Apenas hay tiempo para Dios; el tiempo se lo lleva el trabajo diario, el desplazamiento y la televisión. La
persona queda así prisionera de su actividad, esperando que llegue el fin de semana para huir del estrés y del cansancio,
para refugiarse en la intimidad y estar con los suyos, para relajarse. Pero tampoco en el fin de semana se reza. Es fácil
que se encuentre tiempo para la afición preferida, la excursión, la convivencia..., y Dios quede de nuevo relegado, en
todo caso, a la misa dominical y, a veces, ni a eso.
No se puede decir que no hay tiempo para rezar. Sacamos tiempo para lo que queremos. No, las causas
profundas de la falta de oración hay que buscarlas fundamentalmente, no en la falta de tiempo, sino en otras
motivaciones. A veces la causa se encuentra en raíces de tipo teológico, por sublimar de tal modo las realidades
temporales que se termina excluyendo a Dios de la esfera del mundo y de la historia. A un Dios lejano, a un Dios que en
muchos casos no es otra cosa que un símbolo de la justicia, del progreso o de lo puramente humano, no se le puede
rezar. Dios ha quedado de este modo en una trascendencia cerrada e inaccesible. Se trata de un Dios al que no se le ama
filialmente y por cuyo amor nadie se siente atraído.
Influye también la llamada tendencia a reducir la vida espiritual al servicio a los pobres, a su liberación,
considerando la oración como algo alienante, porque no se traduce en términos de eficacia humana e inmediata y
porque aparta del compromiso esencial.
Insensiblemente se van acumulando ideas, prejuicios, influjos provenientes de tantas partes, que llegan por
tantos canales, y se termina por aceptar tácitamente, al menos en la práctica, que la oración, en la nueva concepción del
mundo y de la teología, no es tan importante como se pretendía antaño. Y, por consiguiente, se la siente como un peso,
para librarse del cual se encuentran mil excusas al alcance de la mano.
Sin embargo, las causas más frecuentes de la falta de oración se encuentran, casi siempre, en la propia persona:
falta de formación o práctica, incapacidad para concentrarse, disminución de la fe, obscurecimiento del ideal religioso,
pobreza de contenidos...
2. Necesidad de la oración
Un cristiano no puede prescindir de la oración no porque se trate de un hecho obligatorio, sino porque es algo
tan necesario como la misma respiración para el cuerpo. La vida cristiana es una perspectiva de fe que continuamente
está amenazada por la presión de unos valores humanos que se ajustan a una jerarquía totalmente diferente. De mil
partes nos llega el implacable bombardeo de los programas, las imágenes de los medios de comunicación, gritándonos
de mil formas que estamos superados.
La vida cristiana no es un hecho jurídico, sino un hecho espiritual, íntimo, una elección de vida que brota del
amor entusiasta por Cristo y que nos debe llevar a vivir en amistad con él. Por ello la falta de oración, más que una falta
en sentido moral, es un venir a menos en el sentido de la vida, un desfallecimiento, una agonía, un debilitamiento que
lleva a la muerte. Sólo la oración reaviva la fe, disipa las tinieblas de la mente y nos asegura que «hemos elegido la
mejor parte».
Decía Pablo VI con su fina sensibilidad: «Sin una propia, íntima y continua vida interior de oración, no se
puede participar útil y sabiamente en el floreciente renacer litúrgico, no se puede dar testimonio eficaz de esa
autenticidad cristiana de la que tanto se habla, no se puede pensar, respirar, obrar, sufrir, esperar plenamente con la
Iglesia peregrina: es necesario orar. El conocimiento de las cosas y de los acontecimientos, así como la misteriosa pero
indispensable ayuda de la gracia, si disminuyen en nosotros y tal vez llegan a faltarnos, es por falta de oración»'.
La fe es algo que se pierde sin vida de oración, porque no se puede vivir de rentas en algo que es un amor
personal. Fe, oración y fidelidad son una misma cosa. Los cristianos lo somos, porque hemos sido llamados a ser hijos
de Dios, familiares de Dios, amigos de Cristo. Y no puede haber vida familiar y amistosa sin un trato íntimo y
frecuente: «Por eso la familia, la escuela, la parroquia, el movimiento, etc., que no suscitan la oración en sus miembros,
no están dando propiamente una formación cristiana, no están capacitando para el apostolado».
3. ¿Qué es orar?
Juan Pablo I, que tenía la costumbre de predicar contando anécdotas, hablando de la oración, contaba que un
fin de semana encontró en la estación de Milán, llena de ruido y movimiento, a un empleado de la misma que dormía en
un rincón, como diciendo: «Haced todo el ruido que queráis, que yo tengo necesidad de dormir». Y aplicando esto a la
vida de oración, observaba el Papa que lo que muchas veces nos impide entrar en Dios es el ruido interior que llevamos,
las preocupaciones que repasamos en su presencia.
Vamos a la oración, repasamos nuestros problemas ante Dios y, una vez hecho esto, se nos cae la Iglesia
encima. Nos aburrimos en la oración porque en el fondo no hemos salido de nuestros problemas, de nosotros mismos.
No hemos salido del monólogo. Pero, para entrar en Dios, es preciso dejar nuestras preocupaciones en sus manos y
buscarle a él en el silencio.
La oración es escuchar a Dios: sí, la oración es escuchar a Dios. Seguimos todavía con una oración de niños,
con nuestro monólogo, sin entrar en Dios, en su presencia amorosa. Dejemos que Cristo nos hable de la oración (cf Mt
6,5-6). La oración es recogerse en lo secreto, en la intimidad del Padre, de Cristo; escuchar a Dios. Pero, ,cómo? ,,Es
que Dios habla? Sí. El que hace bien la oración sabe por experiencia que escucha a Dios, que no ha hecho un monólogo,
que Dios le ha hablado.
Si haciendo oración sentimos que, haciendo algo que nos cuesta, vamos a tener una paz y una alegría grandes,
ese es Dios que habla; si en medio de los problemas y de la zozobra sentimos una paz incomprensible, ese es Dios que
habla; si tenemos problemas y salimos tranquilos de la oración porque los hemos dejado en manos de Dios, ese es Dios
que estaba en nosotros.
La oración bien hecha es un don de Dios, un misterio de gracia; un don que hay que pedir y buscar, pues Dios
quiere darlo. En la oración se busca a Dios no tanto por lo que da, sino por lo que es, aunque la oración de petición sea
absolutamente legítima y necesaria. Pero se pide sin nervios, sin condiciones, sin plazos, sin prisas, sin pruebas; se pide
amando, dejando nuestras preocupaciones en manos de Dios, sabiendo que él en persona es el mayor don que podemos
tener. Santa Teresa decía que orar es «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que
nos ama». El cura de Ars cuenta que le llamaba la atención ver en oración prolongada y recogida a un campesino. Le
preguntó qué hacía y le contestó: «Yo le miro, y él me mira».
La oración va pasando así, en la medida en que progresa, de formas activas-discursivas, en las que el sujeto
tiene una parte activa en forma de conceptos, palabras, etc., a una oración más pasiva, en la que predomina el profundo
sentimiento de la presencia amorosa de Dios y el orante no hace más que recibir: es la oración de simplicidad, la
oración de quietud. Es oración de recogimiento, porque «recoge el alma todas sus potencias y se encuentra dentro de sí
con su Dios».
Esta oración de simplicidad, que los místicos viven hasta llegar a la unión transformante, está al alcance de
todo fiel cristiano, siempre que la pida y vaya a buscar a Dios mismo en persona por encima de intereses y
preocupaciones. Dios la concede, aunque supone una purificación interior y una purificación del sentido.
La oración bien hecha es ante todo una purificación del alma. Escuchar a Dios, saber estar con él, es ante todo
confrontar nuestros criterios mundanos con el criterio sobrenatural de fe. Hacer oración es ver las cosas desde Dios, con
los ojos de Dios. Es descubrir las secretas intenciones de nuestros actos, purificar nuestra vida de pecado ante la mirada
de Dios a quien no se le oculta nada. Dejarse mirar por Dios es purificar el alma.
La humildad es la base de la oración. El hombre goza de Dios cuando se hace un mendigo ante él. Cualquier
autosuficiencia o autocomplacencia vana, o muere en la oración, o se niega a morir. Y entonces la oración se hace
imposible y muere. Si la humildad es necesaria en toda la vida cristiana, en la oración es mucho más, porque en la
oración pronto se comprende que nada se puede sin el auxilio del Espíritu».
La oración puede ser también un forcejeo con Dios, una queja, siempre en actitud de confianza. Tratamos de
afirmarnos en nuestras ideas hasta que Dios nos hace comprender el raquitismo de nuestros juicios, de modo que él
termina venciendo y convenciéndonos, con su paz y alegría, de la verdad.
La oración es fidelidad. A veces juzgamos la oración por el sentimiento que nos produce, con el peligro de
reducir a Dios a un medio de nuestros fines, buscando una utilidad traducible inmediatamente en sentimientos,
pensamientos o formulaciones. Pero Dios quiere que se le busque por lo que es y no por lo que da. Por eso prueba
nuestra fidelidad.
Así puede darse en la oración una sequedad que Dios mismo permite como medio de purificación. En la
oración sólo hay que buscar a Dios, de modo que los gustos sensibles, si vienen, sólo interesan si Dios nos los da. Pero
cuando no se siente nada, es el momento en el que la fe es más pura, el momento de demostrarle a Dios nuestra
fidelidad. Lo importante en el momento de la sequedad es perseverar y echar mano de algún remedio de oración vocal o
meditación para evitar la distracción. Es el momento de hacer la oración agradable.
4. Dimensiones de la oración
La oración puede ser de bendición y adoración. La oración es la actitud del hombre que se reconoce criatura
ante Dios y le bendice por sus dones.
La oración puede ser de petición. Pedir a Dios es abrirle con humildad nuestros corazones y nuestras
necesidades, pequeñas y humildes, espirituales y materiales: «El soberbio se limita en su precaria autosuficiencia, no
pide, a no ser como último recurso, cuando todo intento ha fracasado y la necesidad apremia, y entonces pide mal, con
exigencia, marcando plazos y modos. En cambio el humilde pide, pide siempre, pide todo, en todo intento lleva en
vanguardia la oración de súplica. Y es que se hace como niño para entrar en el Reino, y los niños, cuando algo necesitan
lo primero que hacen es pedirlo».
Hay que pedirle a Dios todo género de bienes, espirituales o materiales: el pan de cada día, la lluvia, la salud, el
perdón de los pecados. Cuanto pidamos al Padre hemos de hacerlo en nombre de Jesús, en la misma actitud filial de
Jesús, con sencillez y humildad.
La oración ha de ser también acción de gracias y alabanza. La acción de gracias parte de todo corazón
agradecido ante los dones de Dios: «En todo dad gracias, pues esto es lo que, en Cristo Jesús, quiere de vosotros» (1Tes
5,18). Ante tanto olvido de Dios, ante tanto desagradecimiento, tanta autosuficiencia, el cristiano tiene que hacer de su
vida una perenne acción de gracias que ha de culminar en la eucaristía, la cual es justamente eso: acción de gracias.
5. Formas de oración
La oración vocal es la que se hace con palabras, con la recitación de fórmulas ya compuestas como pueden ser
el padrenuestro, el avemaría, etc. La oración vocal no es cosa de niños, somos espíritu y cuerpo y sentiremos siempre la
necesidad de traducir exteriormente nuestros sentimientos.
La oración vocal es quizás la más humilde, la más fácil de enseñar y de aprender. Santa Teresa decía: «No
penséis que se saca poca ganancia de rezar vocalmente con perfección. Os digo que es muy posible que, estando
rezando el paternoster, os ponga el Señor en contemplación perfecta, o rezando otra oración vocal».
Una oración de ofrecimiento del día por la mañana o de despedida y acción de gracias por la noche pueden
ayudar decisivamente a la vida cristiana. Particularmente la oración de la Iglesia, la liturgia de las horas, bien por la
mañana con el rezo de los laudes o bien por la tarde con el de las vísperas. Compuesta fundamentalmente de salmos,
lecciones cortas de la Sagrada Escritura, oración de los fieles y oración conclusiva, tiene la estructura ideal para que,
unidos a la Iglesia, recemos con ella y con Cristo, su cabeza, la oración oficial del cuerpo místico.
La liturgia de las horas es la oración de Cristo con su cuerpo al Padre (cf SC 84). Consagra el curso del tiempo,
extiende la eucaristía a todo el día y glorifica a Dios mientras santifica a los hombres. En esta oración el cristiano no
piensa en sí, sino que sale de sí mismo para alabar a Dios y hace suyas las necesidades de toda la Iglesia. Los seglares
son también invitados a este tipo de oración.
No podemos olvidar el rezo del rosario. Algunos piensan que es monótono, reiterativo, pero no es preciso
pensar en todas las palabras que pronunciamos, sino sumergirnos con su ritmo en los misterios de Cristo en compañía
de María. Poniendo una intención precisa a cada misterio, concentramos mejor nuestra atención. Es la biblia de los
sencillos, un modo de oración al alcance de todos, con la ventaja de que se puede rezar en el autobús o de paseo, en el
coche o en familia.
La meditación es la forma de oración activa y discursiva que trata de asimilar personalmente los misterios de
nuestra fe. La reflexión discursiva e intelectual juega en ella un papel importante. Con ayuda de algún libro, de la
Escritura sobre todo, pero también acompañado de libros de santos o de reflexión, el cristiano trata de asimilar el
misterio de Cristo. Particularmente la Escritura y los salmos son una cantera inagotable de meditación. Hay salmos
apropiados a cada situación humana: de gozo, de tentación, de desesperación. . .
Hay personas a las que ayuda tener un cuaderno personal en el que van anotando sus propias percepciones de
Dios o párrafos leídos, de modo que constituye después un modo de concentración fácil y agradable, sobre todo en
momentos de sequedad.
La contemplación es la tercera forma de oración: «Es la expresión más sencilla del misterio de la oración. Es
un don, una gracia; no puede ser acogida más que en la humildad y en la pobreza. La oración contemplativa es una
relación de alianza establecida por Dios en el fondo de nuestro ser (cf Jer 31,33). Es comunión: en ella, la santísima
Trinidad conforta al hombre, imagen de Dios» (CEC 2713). Es sin duda un privilegio, pero un privilegio que Dios da a
todo fiel, si lo pide y desea.
6. Vida de oración
No se puede tener una vida de oración si no damos unos tiempos determinados para ella. Sin una atención
explícita y amorosa a Dios es imposible tener su presencia durante el día. Al contrario, es el tiempo especial dedicado a
Dios en la oración la clave para poder encontrarle en los acontecimientos del día.
La oración es un trato personal de amor y tiene que expresarse como tal. Sin ese tiempo explícito se pierde el
sentido de la presencia de Dios. No puede durar el amor sin expresarse. Mantengamos el trato con Dios, pues de lo
contrario perdemos el sentido de su presencia y terminamos con las manos vacías.
Cuando no se tiene tiempo para la oración, es señal de que no se tiene espíritu de oración. La oración no se
hace cuando se tiene tiempo, sino que se toma el tiempo de estar con el Señor con firme decisión de no dejarlo. Es
entonces cuando toda la vida puede ser oración.
Cuando existe esa comunicación con Dios que es la oración, toda la vida adquiere un nuevo significado y,
entonces, hasta en la calle se puede tener el sentido de la presencia de Dios: «Me he acostumbrado tanto a la presencia
de Dios en mí -decía G. de Larigaudie-, que siempre y desde el fondo de mi corazón, me sube una oración a flor de
labios. Esta oración, apenas consciente, ni siquiera cesa en la somnolencia que acompasa la marcha del tren o el
ronroneo de una hélice, no me abandona ni en la exaltación del cuerpo o el alma, ni en la agitación de la ciudad o en la
tensión del espíritu durante una ocupación absorbente. Es, en mi interior, como un lago infinitamente manso y
transparente, que no pueden alcanzar los remolinos de la superficie»".
Decía Ch. Péguy que cuando uno reza se hace nuevo cada mañana y es como si recreara todo el mundo y todo
el cristianismo. Para muchos la oración de la mañana es la mejor, porque nuestro espíritu no está todavía aturdido por
las prisas o el agobio del día. Buena hora también para hacer la oración es la de la noche, pero cada cual ha de buscar
para sí aquella hora que le sea particularmente propicia.
También es importante encontrar un lugar adecuado como una Iglesia, un sagrario, un rincón de oración (la
propia habitación, si es adecuada), a fin de estar en lo secreto ante nuestro Padre. También paseando se puede sentir con
todo el corazón el misterio de Dios. A lo largo del día pueden surgir del corazón pequeñas manifestaciones
(jaculatorias), como cuando en lo secreto le decimos a Dios: «Ayúdame», «dame paciencia», o «gracias».
«Descabezando zanahorias, masticando una brizna de hierba, afeitándose por la mañana, se le puede decir a Dios sin
cansarse, sencillamente, que se le quiere. Y esto vale tanto como los torrentes de lágrimas que no pudieron arrancarnos
los libros de piedad».
Con la oración no sólo tenemos el sentimiento de la presencia de Dios, sino que en ella sacamos fuerza para
una entrega callada al trabajo, para la disponibilidad total, para saber sufrir el desprecio, defender valientemente la
verdad y la justicia o luchar contra el amor propio. Si se ora como se vive, es porque se vive como se ora (cf CEC
2725).
Pero debemos ser vigilantes: el tentador «hace todo lo posible por separar al hombre de la oración, de la unión
con Dios» (CEC 2725). El maligno sabe que sin oración no tenemos más fuerza que la debilidad de nuestras pobres
manos y que nos queda cuerda para poco rato.
Otra dificultad nos viene de la misma mentalidad del mundo que busca en el sensualismo, en el confort y en la
utilidad la clave de la vida. El ambiente pesa sobre nosotros mucho más de lo que suponemos. No es posible ser
cristiano sin apartarnos, sin romper con el mundo en tiempos de oración y soledad con Dios. No todos estamos llamados
a vivir una vida monástica, pero sí a hacer de algunos momentos del día un desierto de oración. Sin oración, Dios no se
nos entrega ni disfrutamos de él.
A veces puede también llegarnos la tentación en forma de desaliento, de fracaso en la oración, de acedía, que
es «una forma de aspereza o de desabrimiento debidos a la pereza, al alejamiento de la ascesis, al descuido de la
vigilancia, a la negligencia del corazón» (CEC 2733). Es el momento de poner toda la confianza en Dios y de cuidar
también de los medios para hacernos agradable la oración. Puede ser que el hastío por las cosas de Dios se deba a una
conducta con la que no queremos romper.
Cuando surjan las distracciones, lo mejor no es salir a la caza de las mismas, pues eso produce mayor obsesión,
sino centrarse en una forma de hacer oración que nos concentre y resulte agradable.
La vida de oración es para el cristiano un combate que coincide con el combate de la vida nueva que, como
cristianos, hemos de llevar. El cristiano sólo sabe que tiene que orar incesantemente y pedirle a Jesús: «Señor, enséñame
a orar».
CAPÍTULO 23
MARÍA, NUESTRA MADRE
La devoción a la Virgen se mueve a veces entre un sentimentalismo superfluo y estéril que lleva la sensibilidad
al primer plano o un racionalismo seco y raquítico que encuentra poco lugar para María en el seno de la fe.
Por el mero sentimiento se llega fácilmente a la exageración infundada; por el racionalismo se piensa que
María es un apéndice del que se puede prescindir y que distorsiona la única mediación de Cristo. Si para unos la fe es
un puro sentimiento, para otros es una pura abstracción que olvida el puesto singular que tiene María en la salvación.
Nos interesa, pues, ante todo, ver cuál es el lugar que ocupa María en el plan de Dios.
María no es el centro, sino Cristo, pero su función consiste en habernos traído a Cristo y conducirnos a él
mediante su ejemplo e intercesión. Por su concepción virginal nos trajo y dio a Cristo, de modo que es madre de Dios
(theotokos, definición del concilio de Éfeso). A lo largo de la historia de la Iglesia nos ha seguido trayendo a Cristo.
Cuando en el concilio de Éfeso se debatía la constitución ontológica de Cristo, fue la fe en María la que ejerció
de clave para discernimiento a la hora de confesar que en Cristo sólo hay una persona, la del Verbo, de modo que lo que
nace de María es una persona divina. Ella es madre de la única persona, la Palabra, concebida en su seno a través de la
naturaleza humana que ella le ha dado.
Pero María nos conduce a Cristo con su ejemplo e intercesión. No tiene otra razón de ser que Cristo: no quiere
a sus hijos para sí, sino para llevarlos a Cristo. Todo lo que ella hace nos conduce a él. Por eso la fe en María no
distorsiona el centro de nuestra vida cristiana, sino que lo facilita. Es la providencia especial que Dios ha puesto en
nuestro camino para que demos con Cristo.
1. María, nuestra madre
Llamar a María «nuestra madre», ,es una metáfora o una realidad? La Iglesia ha visto en las palabras de Cristo
en la cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26), la proclamación de la maternidad espiritual de María, nueva Eva,
con respecto a los creyentes representados en el discípulo amado.
María es nuestra madre por ser madre de Cristo, cabeza de su cuerpo místico. Siendo madre de Cristo, es
madre de sus miembros, de los que están incorporados a él por la gracia: «Como la maternidad divina es el fundamento
de la especial relación de María con Cristo y de su presencia en el plan de salvación obrado por Jesucristo, así también
constituye el fundamento principal de las relaciones de María con la Iglesia, por ser la madre de aquel que estuvo desde
el primer instante de la encarnación en su seno virginal y unió así como Cabeza a su cuerpo místico, que es la Iglesia.
María, pues, por ser la madre de Cristo, es también madre de todos los fieles y los pastores, es decir, la Iglesia»l.
El concilio Vaticano II, siguiendo a san Agustín, dice que María es claramente madre no sólo de la Cabeza,
sino también de los miembros del cuerpo místico de Cristo: «Porque cooperó con su caridad a que los fieles naciesen en
su Iglesia» (LG 53). Cooperó en la encarnación y cooperó también en la cruz, en el momento en el que del corazón
traspasado de Cristo nacía la familia de los redimidos: «No sin designio divino, estuvo de pie, se condolió
vehementemente con su Unigénito y se asoció maternalmente a su sacrificio, consintiendo amorosamente a la
inmolación de la víctima que ella había engendrado» (LG 58).
«Esta actitud no fue la de una madre que se duele ante la muerte de su hijo; fue la actitud de una madre que se
asocia, se une positivamente al sacrificio no sólo porque la víctima inmolada era su propio Hijo, sino porque el amor le
lleva a volver a dar su sí para la inmolación de este Hijo, como lo dio el día de la encarnación».
María es nuestra madre porque ha cooperado decisivamente para nuestro nacimiento a la gracia (de la
encarnación viene la gracia), pero sobre todo porque, en la medida en que el Espíritu Santo nos inserta en Cristo,
hermanándonos con él, María nos ama en Cristo como miembros que somos de su cuerpo. María no puede dejar de
amar con amor maternal a los que están hermanados con su Hijo por la gracia.
Si Cristo tenía dos sentimientos filiales: respecto de su Padre celestial y respecto de su madre terrena, nosotros
debemos tener los mismos sentimientos de Cristo: respecto de Dios Padre y respecto de María, que ha hecho posible la
paternidad de Dios en nosotros.
Así pues, la maternidad de María no viene a oscurecer en nada la paternidad de Dios, sino que, más bien, llega
a confirmarla, en la medida en que suscita en nosotros una confianza filial, clave para ser engendrados por Dios. Ella,
con su delicadeza y su providencia maternal, prepara el camino de la mejor manera posible. La maternidad de María es
así para nosotros un puro regalo de Dios. Preocupación del concilio fue resaltar que la mediación de María en este
sentido no oscurece en nada el carácter central de Cristo en nuestra salvación, de cuya mediación única e irrepetible
participa María, para extenderla a los fieles (cf LG 60).
2. María, nuestro modelo
Lo primero que capta uno cuando se adentra en el misterio de María es que es una clave para entender el
evangelio. Cuenta el cardenal Ratzinger que en sus anos de joven teólogo consideraba excesivas algunas
manifestaciones de devoción a la Virgen, pero ahora confiesa que «María debe ser cada vez más la pedagoga del
evangelio para los hombres de hoy» .
María nos ayuda a comprender el evangelio, en primer lugar porque encierra el espíritu de los anawin, de
aquellos hombres y mujeres del AT que, en circunstancias difíciles para su pueblo, ponían toda su esperanza y todo su
futuro en manos de Dios. Eran los mendigos de Yavé. No eran ni los más inteligentes, ni los más cultos, ni los más
ricos; sencillamente eran los humildes, los que, confesando su impotencia, se confiaban totalmente a Dios.
Pero llegó el momento de la mayor crisis de Israel, cuando llegó Cristo. Y fue el momento de la gran defección
de Israel, que no aceptaba que su mesías muriera en la cruz y no le trajese el triunfo político. De todo Israel sólo quedó
en pie esta mujer. María, esa pobre mujer de Nazaret: «La que es infinitamente reina, porque es la más humilde de las
criaturas, porque era una pobre mujer, una miserable mujer, una pobre judía».
Toda la fe de Israel está ahora pendiente de esa mujer, de esa pobre mujer, de esa nazarena que no sabía ni
escribir ni leer pero que mantenía su fidelidad allí donde su pueblo la había perdido, que se mantuvo a solas con su
fidelidad, con su pequeñez, con su insignificancia. Su prima Isabel le diría: «Dichosa tú, porque has creído» (Lc 1,45),
porque el pueblo no creyó.
María estaba dispuesta a vivir su fidelidad, su soledad con la incomprensión de José (cf Mt 1,1-8ss). Pero
María sabía una cosa: que Dios se alía no con los poderosos y los fuertes, sino con los pequeños (cf Lc 1,52); con
aquellos que, desconfiando de las posibilidades humanas de salvación, lo esperan todo de Dios. Esta es la sabiduría del
pobre, la sabiduría de quien deja a Dios el juicio de salvación; la sabiduría de quien se siente pequeño, pero salvado y
elegido por la fuerza de Dios.
Pero la fe de María no fue fácil. ¡Qué bien lo ha entendido el concilio al decir de ella que «peregrinó en la fe»!
(LG 58). María no tuvo el conocimiento de los planes de Dios que tuvo Cristo, Dios y hombre. María no tenía otra cosa
que fe, y por ello supo de oscuridades y perplejidad. Perpleja y triste se quedó cuando el viejo Simeón le dijo que su
hijo sería signo de contradicción para Israel y que una espada atravesaría su corazón (cf Lc 2,34-35).
Tuvo que ir descubriendo, poco a poco, que el mesianismo de su hijo pasaba por la cruz y culminaba en la
cruz. Y esto le dolió a María como le duele a cualquier madre el dolor de su hijo. Y se puso a prueba su fe y su
fidelidad. Pero María sólo sabía una cosa: que se había consagrado como esclava del Señor a la persona y a la obra de
su Hijo (cf LG 56). Y no dudó, no vaciló, ni siquiera cuando creía que todo se había derrumbado al tener en su regazo el
cadáver yerto de su hijo. Por eso María es madre de los creyentes, mucho más que Abrahán, porque la fe de Abrahán
fue el comienzo de la fe de Israel; la de María su consumación.
Pero la fe de María no es sólo un ejemplo que imitar. Ya desde Éfeso, los cristianos la hemos llamado
«enemiga de todas las herejías». Su fidelidad continúa manteniendo desde el cielo la fe de la Iglesia. Ella es la
guardiana de la fe.
Incluso la misma fe eucarística tiene en María una analogía adecuada, ella fue el primer sagrario de Cristo en
este mundo. Hay así una especial vinculación entre la fe en María y la fe en la eucaristía: la encarnación que tomó
cuerpo en María sigue en la eucaristía.
3. María intercede y ora
La vida de María fue aquí en la tierra vida de oración. El cuadro La Anunciacion de Fra Angelico nos ha
marcado desde niños con la imagen de una María recogida y humilde ante el anuncio del ángel. La oración de María se
hace canto de glorificación en el magníficat, petición confiada en las bodas de Caná y espera perseverante con la Iglesia
en el cenáculo.
Desde entonces hasta nuestros días es en todo tiempo intercesora para todos los miembros del cuerpo místico
de Cristo: «No dejó en el cielo su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos, por su continua intercesión, los
dones de la eterna salvación. Por su amor maternal cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre
peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso la bienaventurada Virgen
en la Iglesia es invocada con los títulos de abogada auxiliadora, socorro, mediadora» (LG 62).
María en el cielo sigue siendo nuestra madre e intercede maternalmente por nosotros. La intercesión de María
«es una intervención maternal llena de delicadeza, de finura, de paciencia, de solicitud, de tacto de madre, que con su
intervención múltiple va implorando las gracias indispensables... Como madre de Dios, su intercesión es poderosa;
como madre nuestra, su intercesión es segura».
Decía Ch. Péguy: «Yo no puedo decir con sinceridad: "Hágase tu voluntad"... Las oraciones a la Virgen son
oraciones de reserva... No hay una sola de ellas en toda la liturgia, ni una sola, repito, que no pueda ser usada por el más
lamentable de los pecadores. En la economía de la salvación el avemaría es el último recurso. Con él nunca se está
perdido del todo»ó.
4. María, modelo de la Iglesia
María es la vanguardia de la Iglesia. Hubo un día, el sábado santo, en el que los discípulos de Cristo se habían marchado
todos, escandalizados de la cruz. Sólo María mantuvo el tipo, lo había mantenido junto a la cruz, el viernes, y lo
mantuvo después esperando. Esperando más que Abrahán que esperaba incluso cuando Dios le pidió el hijo de la
promesa. Por eso la Iglesia celebra el sábado como el día de María, porque ese día, entre el viernes santo y el domingo
de la resurrección, no había en ]a Iglesia más fe que la de María. En ese momento María era toda la Iglesia que había.
Y María sigue también en medio de la Iglesia el día de Pentecostés (cf He 1,14), sosteniendo en su fe a la
Iglesia naciente. Por eso María y la Iglesia caminan juntos: «Ven con nosotros al caminar», cantamos.
La Iglesia camina con María porque ve en ella su mejor modelo, modelo de virginidad y fidelidad a Dios.
Cuando la Iglesia siente la tentación de ceder a la moda y a los deseos del mundo, tiene en María la fuerza y el ejemplo
para su fidelidad y para amar entrañablemente a los hombres.
5. Devoción a María
La devoción a María tiene que tener algunas actitudes clave. En primer lugar, la de veneración. A María no le
debemos un culto de latría porque no es Dios, pero tiene una dignidad única: la de ser madre de Dios y cooperadora de
Cristo en la obra de la redención. San Agustín la saluda así: « ¡Oh bienaventurada María, verdaderamente dignísima de
toda alabanza! ¡Oh Virgen gloriosa, madre de Dios! ¡Oh madre sublime, en cuyo vientre estuvo el autor del cielo y de la
tierra!». María, cuando llevaba en su seno al hijo de Dios, era el templo de Yavé, que vaciaba de sentido al viejo templo
de Israel.
Debemos a María un amor filial: «La madre de mi Dios es mi madre», decía san Ambrosio. No debemos
avergonzarnos de ser niños con María: «Si no os hacéis como niños...» (Mc 10,15). La clave de nuestro crecimiento
espiritual es que cada día seamos más niños, confiar cada día más en Dios.
Nuestra devoción a la Virgen tiene que tener el sentimiento de imitarla en sus virtudes: «La santidad ejemplar
de la Virgen mueve a los fieles a levantar los ojos a María, que brilla como modelo de virtud ante toda la comunidad de
los elegidos. Se trata de virtudes sólidas y evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la palabra de Dios, la obediencia
magnánima, la sincera humildad, la caridad solícita, la sabiduría reflexiva, la piedad con Dios que impulsa a cumplir
alegremente los oficios de la religión, piedad que lleva a tener un ánimo agradecido por los beneficios recibidos, a
ofrecer dones en el templo y a orar en la comunidad de los apóstoles; la fortaleza de alma en el destierro y en el dolor, la
pobreza llena de dignidad y de confianza puesta en Dios, el vigilante cuidado de su Hijo desde la bajeza de la cuna hasta
la ignominia de la cruz, la providente delicadeza, la pureza virginal, el amor conyugal fuerte y casto. De estas virtudes
de la Madre se adornarán sin duda los hijos, que con firme empeño contemplan sus ejemplos para reproducirlos en su
propia vida».
Otra actitud que debemos a María es la de la invocación: la invocamos porque es madre de Dios y madre
nuestra. Tiene ante Cristo una intercesión cualificada, superior a la de todos los santos:
Bajo tu amparo nos acogemos, santa madre de Dios. No desoigas la oración de tu hijos necesitados.
Líbranos de todo peligro, Virgen gloriosa y bendita.
Es la oración más antigua que tenemos de la Virgen, procede del s. III. Es la oración de la Iglesia misma que se
acoge al amparo de María.
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