Legarralde, M Pedagogías Positivistas Latinoamericanas. Ficha de Cátedra

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Ficha de Teóricos 5
PEDAGOGÍAS POSITIVISTAS LATINOAMERICANAS

Temas de la Ficha
¿Qué es el Positivismo? Los sistemas filosóficos de Augusto Comte y Herbert Spencer.

Positivismo pedagógico latinoamericano. Los casos de Brasil, México, Uruguay y Argentina.

El Positivismo en la Argentina. El papel de la inmigración. Positivismo y educación en la


Argentina. Algunas notas sobre el Positivismo en la escuela.

Apuntes sobre el imaginario de la República en el Brasil.

¿Qué es el Positivismo?
La denominación “positivismo” ha sido empleada para nombrar distintas corrientes
filosóficas, y a un conjunto de principios ideológicos que tuvieron fuerte influencia en
América Latina desde las últimas décadas del siglo XIX y hasta la década de 1920. Más allá de
los múltiples usos de la denominación, y para ordenar la caracterización de este cuerpo
ideológico, es posible identificar dos grandes sistemas filosófico – ideológicos que fueron
llamados “positivismo”: el primero se identifica con la obra de Augusto Comte y el segundo
con la de Herbert Spencer.
Augusto Comte (1798 – 1857) fue un filósofo francés, que desarrolló un sistema de
pensamiento cuya característica fundamental era valorar el factor del orden como palanca
del progreso humano. Su filosofía se denominó “positivista” por oposición a las
consecuencias de las filosofías “negativas” promovidas por la Revolución Francesa, es decir,
por aquellos sistemas de pensamiento centrados en la destrucción del viejo orden.
En términos generales, este “primer positivismo” se presentó como el momento de
restablecer el orden una vez abatido el Antiguo Régimen en el que primaban el gobierno
monárquico y la ideología religiosa. De acuerdo con Comte, el momento histórico de la
revolución era necesario, porque liberaba a la humanidad de las trabas puestas por el orden
monárquico. Sin embargo, su vigencia no podía ser permanente sino que debía ser superada
por un momento en que se restableciese el orden.
Comte sostuvo una concepción según la cual el progreso de la humanidad atravesaba tres
estados: un estado teológico, un estado metafísico y un estado científico. Sin dudas, el motor
del progreso de un estado al siguiente era el reconocimiento paulatino del valor de la razón
en la producción del saber, como sustento del poder y como ordenador social.
Concibió la historia como una teleología (es decir que construyó un relato sobre la historia
de la humanidad que se ordenaba como si esa historia hubiera ocurrido siguiendo un
propósito o finalidad preestablecida) y eso era común a su época. La herencia intelectual que

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Comte recibió del romanticismo alemán (Fichte, Herder, en alguna medida el propio Hegel)
consistía en valorar la historia de los pueblos como una marcha hacia un presente (que
siempre era mejor que el pasado), como el estadio más glorioso y más logrado de la
humanidad. Sin dudas, estas ideologías también eran tributarias de la confianza burguesa de
fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX en sus propios logros y su triunfo histórico.
Comte promovió, además, la traducción de su filosofía en principios concretos de
organización de la sociedad. Derivó su pensamiento hacia la construcción de una religión
laica, apoyada en la idea del valor absoluto de los principios racionales (una racionalidad
también burguesa). Esa religión valoraba una serie de iconos del racionalismo, proponía una
nueva organización del tiempo y del poder político y espiritual y se apoyaba en un empleo
intensivo de los símbolos como “inspiradores” del comportamiento de los individuos. Esos
símbolos eran una traducción esquemática del valor de la razón.
La filosofía de Comte suponía valorar el conocimiento científico como el momento más
logrado del pensamiento. Sin embargo, la noción de “ciencia” de Comte aún era anterior al
estallido de las ciencias característico del siglo XIX.
José Murilo de Carvalho, historiador brasileño, indica la existencia de dos corrientes de
positivistas inspirados en las ideas de Augusto Comte: los “ortodoxos”, liderados por Lafitte,
quienes se inclinan por una interpretación estricta de las ideas de Comte sobre el gobierno y
proponen la conformación de una dictadura republicana; y por otro lado, los “oportunistas”
(denominación que se debe a que consideraban que debía esperarse la oportunidad histórica
para realizar el gobierno positivista), liderados por Littre, que se inclinaban por la
participación en un gobierno parlamentario.

“De cualquier modo, todos, ortodoxos y heterodoxos [se refiere el autor a dos corrientes de
positivistas comtianos], se inspiraban políticamente en el Appel aux conservateurs
[Llamado a los conservadores] que Comte publicó en 1855. En ese texto el concepto de
conservador proviene de su visión particular de la Revolución, que intenta escapar, por un
lado, del jacobinismo robespierrista, rousseauniano, llamado metafísico, y, por el otro lado, del
reaccionario restauracionismo clerical. Es conservador, según la visión de Comte, aquel que
consigue conciliar el progreso traído por la Revolución con el orden necesario para activar la
transición hacia la sociedad normal, o sea, hacia la sociedad positivista basada en la Religión
de la Humanidad.”
(MURILO DE CARVALHO, 1997)

Una segunda acepción del positivismo es la que motorizó Herbert Spencer (1820 – 1903). El
punto común entre Spencer y Comte era la valoración extremadamente positiva de la
ciencia como forma del pensamiento. Sin embargo, la ciencia para Spencer significaba algo
distinto que para Comte. En el caso de Spencer, el modelo de ciencia no era solo una forma
de pensamiento empírico – racional como para Comte, sino que se asociaba a los hallazgos
recientes de la biología, fundamentalmente, al pensamiento de Charles Darwin.
Spencer fue el responsable de acuñar la noción de “darwinismo social”, es decir, de concebir
que los principios del darwinisimo eran aplicables a los grupos humanos. Así, para Spencer,
la división de las sociedades modernas en clases sociales era una expresión de la supremacía
de los miembros más aptos dentro de la especie. Asimismo, Spencer relacionaba estas
diferencias de clase con factores psico-biológicos y raciales que terminaban “justificando” la
situación de explotación y subordinación de determinados sectores de la sociedad.
Esta noción de “darwinisimo social” fue, a su vez, la base para un traslado más general de los
principios de la biología a la comprensión de los fenómenos sociales. Así, si bien no formaba

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parte de la obra del propio Spencer, en base a sus ideas se desarrollaron enfoques
experimentales de la naciente sociología, de la psicología y de otras disciplinas asociadas al
“descubrimiento” del hombre1.
Más allá de sus afinidades y sus diferencias en términos de los principios filosóficos, ambas
corrientes constituyeron sistemas de pensamiento fuertemente conservadores. Tanto Comte
como Spencer desarrollaron conclusiones tendientes a justificar y fundamentar la
desigualdad y la estratificación de sus sociedades, así como la necesidad de su perdurabilidad
en el tiempo. Eso explica que las élites políticas latinoamericanas las adoptaran como formas
de pensamiento en las que podían apoyarse para justificar su dominación.

Positivismo pedagógico latinoamericano


El impacto del positivismo de Comte en América Latina se concentró en algunos casos
particulares como el de Brasil.
Cuando se produjeron las guerras napoleónicas (1799 - 1815), el rey de Portugal se se trasladó
a sus colonias americanas en Brasil. Esto marcó una diferencia en la situación política de las
colonias españolas y portuguesas. El rey de España fue apresado por Napoleón, en cambio el
rey de Portugal siguió conduciendo la política de su reino desde Brasil.
Desde este traslado, en 1808, las colonias portuguesas se transformaron en el Reino de
Brasil. En 1821, cuando las guerras napoleónicas habían finalizado y se restablecía la
monarquía en gran parte de Europa, el rey de Portugal fue forzado a regresar a Europa.
Previendo que se produjera un movimiento de independencia como en el caso de las
colonias españolas, el rey Juan IV de Portugal dejó a cargo del reino de Brasil a su hijo, Pedro
I. En 1822, el propio Pedro I proclamó la independencia de Brasil que pasó a denominarse
Imperio del Brasil.
Esto significó que, en el caso de Brasil la independencia fuera mucho más compleja que en
el caso del resto de América Latina. En Brasil la independencia se produjo como “herencia”
de la corona y no por oposición a ésta. Recién en 1888 cuando Pedro II (hijo de Pedro I)
abolió la esclavitud en Brasil, los grandes propietarios de esclavos produjeron un golpe
militar y en 1889 declararon el inicio de la República.
La República fue, entonces, un movimiento encabezado por los grandes esclavistas y sus
aliados, miembros de los grupos económicamente dominantes. Para que la República
sobreviviera, estos grupos debían generar adhesión popular. En aquel momento, no podían
contar con propagar las ideas republicanas mediante la prensa u otros medios escritos
porque la mayoría de la población era analfabeta. El medio principal para difundir las
bondades del gobierno republicano fue el uso de la propaganda mediante símbolos, rituales,
actos populares, música, etc. En este aspecto, la idea de Comte sobre la implantación de una
“religión positiva” resultó muy útil para los republicanos brasileños.
En las décadas de 1890 y 1900 se produjo, entonces, una fuerte circulación de las obras de
Comte entre los miembros de la élite brasileña, y algunos grupos se identificaron con el
positivismo comtiano como un modo de difundir los ideales de la república.
En este sentido, el positivismo brasileño fue fundamentalmente un positivismo comtiano,

1 El filósofo francés Michel Foucault analizó el nacimiento de un conjunto de disciplinas científicas,


entre los siglos XVIII y XIX, centradas en la idea de “hombre”. Las ciencias humanas y sociales
fueron el producto del “descubrimiento” o invención de la humanidad como objeto de conocimiento.

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que contribuyó a difundir los símbolos republicanos, y que cumplió, de alguna manera,
con una función de “reemplazo” de las tareas que en otros países desempeñó el sistema
escolar. Hubo en Brasil una pedagogía positivista en el espacio social, más que en la
escuela.

La obra de Comte también tuvo una repercusión pedagógica en México. En la década de


1860 México había sido invadido por Francia y como resultado de esta invasión le fue
impuesto un miembro de la familia real francesa como emperador: Maximiliano I.
Maximiliano fue combatido, derrotado y fusilado por los liberales mexicanos en 1867. El
triunfo liberal fue liderado por Benito Juárez quien retornó a la presidencia hasta 1872.
Juárez designó como Ministro de Educación a Gabino Barreda (1818 - 1881), un filósofo
positivista que estudió con Comte y que sostenía que el liberalismo era la etapa “metafísica”
de la historia de México, que permitía superar el viejo orden colonial y religioso, y pasar a la
etapa “positiva” que debía seguir más tarde. Barreda impulsó la introducción en la educación
elemental mexicana de los estudios científicos y el método científico.
Sin embargo, más allá de este caso, las repercusiones de la obra de Comte en América Latina
no pasaron de referencias menores en los escritos de ensayistas y políticos del siglo XIX.
A diferencia de la obra de Comte, la obra de Spencer dio lugar a una gran cantidad de
lectores y discípulos en distintas regiones de América Latina. En general, el positivismo
spenceriano tuvo una fuerte difusión en las regiones de América Latina que habían recibido
a grandes contingentes inmigratorios: el Río de la Plata, el sur de Brasil, la costa caribe de
México. Pero además, el pensamiento postivista dio lugar a producciones originales también
en las regiones donde la heterogeneidad cultural constituía un problema para los grupos
dominantes dada la presencia de una diversidad de poblaciones indígenas y campesinas.
Además, a partir de las recepciones y reinterpretaciones de la obra de Spencer, en América
Latina se produjo un tipo de positivismo propio, original, que ya no era sólo el resultado de
la aplicación del darwinismo, sino que hizo uso de otros conceptos de la biología y la
psicología experimental para explicar los males sociales. La base de estos conceptos ya se
hallaba en la cultura política e intelectual americana, ya que a lo largo del siglo XIX muchos
ensayistas sociales habían forjado una ideología del racismo para explicar las dificultades en
la conformación de las nuevas sociedades nacionales.
Ese racismo dio lugar a ideas de fuerte segregación, como las que plantearon los positivistas
argentinos siguiendo las ideas de Sarmiento, o bien a una exaltación idealizada del
mestizaje, como en el caso de Justo Sierra (1848 - 1912), positivista mexicano y fundador de la
Universidad Autónoma de México (UNAM), que consideraba que si bien el “indio” estaba
más próximo del animal que del humano, y el criollo está preocupado por conservar su
situación de privilegio, el mestizo era un modo de rescatar racialmente al indio y
aproximarlo al sujeto de la civilización ya que combinaba su ambición de progreso con la
capacidad dada por el componente blanco en la mezcla de razas.
En general, los ensayos escritos por los positivistas a inicios del siglo XX comienzan por
analizar el “mal” que caracteriza a la situación que han heredado. El “mal” comienza con la
colonización española, que no permite asimilar a los pueblos criollos al movimiento de la
civilización que la propia Europa había llevado a cabo desde el siglo XVI. Para lograr la
senda del progreso, los positivistas proponen que los Estados deben actuar sobre las
sociedades para acelerar su adaptación, su especialización.
En el caso de México, los positivistas spencerianos como Justo Sierra, apoyarán la dictadura
de Porfirio Díaz, en la década de 1900, considerando que un gobierno autoritario, si es
honrado y modernizador, está justificado, y que la democracia es contraproducente si la

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ejerce una sociedad atrasada. En este sentido, los positivistas comtianos como Gabino
Barreda, que habían acompañado a los liberales como Benito Juárez, eran desplazados por
los positivistas spencerianos como Sierra, que consideraban al liberalismo como una etapa
superada y acompañaban la dictadura de Porfirio Díaz.
Para los positivistas, la adaptación del organismo social era el progreso. Para que ese
progreso se produjera era necesario garantizar un “orden” que permitiera superar la
anarquía.
En la Argentina, el positivismo se confundió y desprendió del normalismo. Los primeros
positivistas se formaron en gran parte en el seno de las Escuelas Normales. Alfredo Ferreira
(1863 – 1935), un pedagogo egresado de la Escuela Normal de Paraná será uno de los
notables intelectuales positivistas de comienzos del siglo XX. Ferreira expresó una
interpretación liberal del positivismo, que se oponía a la uniformización de la enseñanza y
proponía educar en la libertad, a partir de la discusión del conocimiento. En otro sentido se
expresó la obra de otros positivistas como José María Ramos Mejía (1842 – 1914), médico que
se desempeñó en el ámbito de la política y fue presidente del Consejo Nacional de
Educación. Ramos Mejía escribió obras como “Las multitudes argentinas” y “La locura en la
historia” en las que exponía la tesis de que la historia y el comportamiento social se podía
interpretar sobre la base de las patologías mentales. Ramos Mejía impulsó el uso del
concepto de “normalidad” y “anormalidad” como criterio clasificatorio aplicado a la
educación.
Las distintas corrientes del positivismo se propusieron actuar sobre las sociedades a través
de la educación. Esto dio lugar a la producción de pedagogías positivistas a lo largo de
América Latina. Estas pedagogías abarcaban desde grandes reflexiones sobre el papel de la
educación y de los sistemas educativos en la mejora y superación de los males sociales
debidos a la raza y a la anarquía, hasta formulaciones de una “táctica escolar” que se
preocupaba por regular el tiempo, el espacio, los cuerpos y las interacciones en el aula y en
la escuela.
En este último plano, la pedagogía positivista detalló formas de organización del tiempo
escolar, que pretendían fundarse en bases científicas. Por ejemplo, distintos artículos en
revistas especializadas especulaban sobre la duración del tiempo medio de atención de los
niños, los grados de fatiga, la normalidad y la anormalidad en el ritmo de aprendizaje, y
desde allí prescribían cómo debía ser la duración de una clase, de los recreos y de la jornada
escolar.
Esta táctica escolar positivista también regulaba el espacio: se desarrolló toda una
arquitectura escolar, que establecía los mejores modos de regular la circulación de los niños,
controlar su comportamiento, poner bajo la mirada de las autoridades las actividades de los
maestros, separar los sexos y las edades.
Un tercer plano de control fue la regulación de los cuerpos. La pedagogía positivista, sobre la
base del discurso médico-biológico, impuso un estricto control del cuerpo en las escuelas.
Este control iba desde la determinación de las posturas correctas y el diseño del mobiliario
que permitiera esas posturas (e impidiera otras) hasta especulaciones sobre el tipo de
comportamiento que debía prohibirse en las escuelas para evitar la propagación de
enfermedades.
Un desprendimiento de la pedagogía positivista fue el higienismo, que constituyó una
forma de regulación del comportamiento y de los cuerpos, sobre la base de argumentos
médico-biológicos pero que conectaban con sentidos morales. Así, por ejemplo, se
publicaban en las revistas de educación artículos que discutían sobre si las maestras debían
saludar con un beso a sus alumnos, y señalaban que se trataba de una conducta nociva

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porque podía transmitir enfermedades y porque podía despertar sentimientos equivocados.


La moralización del discurso médico-biológico fue una de las consecuencias importantes de
la pedagogía positivista.
En términos generales, el positivismo en sus distintas variantes constituyó una ideología
funcional a la conservación del poder político en manos de las élites y los grupos
dominantes. Por eso, el tema principal del positivismo fue la fundamentación de la
necesidad de controlar, regenerar, reorientar las tendencias propias de los grupos
subalternos. Estos grupos dominados, explotados y subordinados podían ser, según las
regiones, los inmigrantes, los indígenas, las mujeres, los pobres, los trabajadores rurales o los
obreros fabriles, y en general los niños.

El Positivismo en la Argentina
Como en otros países latinoamericanos, también en la Argentina la ideología positivista
desempeñó un considerable papel hegemónico, tanto por su capacidad para plantear una
interpretación creíble de estas realidades nacionales cuanto por articularse con instituciones
que – como las educativas, jurídicas, sanitarias o militares – tramaron un sólido tejido de
prácticas sociales en el momento de la consolidación del Estado y de la nación a fines del
siglo XIX y comienzos del XX. De hecho, la incorporación más plena al mercado mundial y
las tareas de homogeneizar las estructuras sociales para tornar gobernables a países
provenientes del período de enfrentamientos civiles posindependentistas coincidieron con
una etapa de centralización estatal y con la penetración y difusión de la filosofía positivista.
Si bien el positivismo configuró la matriz mental dominante durante el período 1880 – 1910
en la Argentina y en gran parte de América latina, en ese mismo período se asistió a una
formidable superposición de ideologías en cuyo seno convivían tendencias tan variadas
como el vitalismo, el decadentismo o el espiritualismo modernista.
El ensayo positivista2 construyó su intervención discursiva más exitosa en la doble
pretensión de explicar, por una parte, los efectos no deseados del proceso de modernización
en curso o también de comprender los consistentes obstáculos para que dicho proyecto
pudiera desplegarse con eficacia y, por la otra, hacerse cargo reflexivamente del problema de
la invención de una nación. Existe así toda una gama de teorías, proyectos y propuestas
positivistas destinadas a diagramar un modelo de país donde las instituciones trazaran el
límite en cuyo interior se asimilarían los sectores integrables a la modernidad, en tanto que
la coerción (la represión, la criminalización, la expulsión, el disciplinamiento) operaría
también institucionalizadamente expulsando de él las fracciones pre o extracapitalistas,
renuentes a incorporarse a la estructura nacional.
En este marco, la temática positivista se concentró en la identificación de los “males
latinoamericanos”. Al cruzarse este diagnóstico con las variables sociodarwinianas que
penetraban fuertemente las concepciones no sólo positivistas del período, la mirada de los
discípulos nativos de Spencer quedó muchas veces fascinada por los factores raciales que
presuntamente explicarían el retraso o las frustraciones modernizantes especialmente de

2 Denominamos “ensayo positivista” a un tipo de escritura que caracterizó a los intelectuales


pertenecientes a esta corriente. Se trataba de extensas reflexiones sobre problemáticas sociales en las
que se aplicaban analogías provenientes del campo de las ciencias naturales y específicamente, de la
biología darwinista.

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aquellos países que – como México, Bolivia o Perú – conservaban un denso fondo indígena.
Estas lecturas en clave racial animaron la producción de muchos de los textos típicos del
ensayo positivista latinoamericano.
Por otra parte, el positivismo en su aspecto filosófico era proclive a sostener la creencia en
“lo dado” como un destino, pero también a no subestimar las resistencias de la realidad para
plegarse mansamente a la voluntad de los miembros reformistas de las élites políticas e
intelectuales. De allí que al ocuparse de la problemática de la construcción de la nación, el
positivismo registró, según las circunstancias de cada país, la necesidad de contar con esas
materialidades para dominarlas mejor. La filosofía positivista formaba parte del movimiento
dirigido a poner término a la época crítico – revolucionaria abierta en 1789 (con la
Revolución Francesa) y reemplazarla por un período estable en la cual la “estática” del orden
y la “dinámica” del progreso pudieran convivir armónicamente. En Latinoamérica eso
implicó nuevamente la legitimación de un Estado fuertemente centralizado, justificando
gobiernos fuertes como los de Porfirio Díaz en México (de 1876 a 1880 y de 1884 a 1911), el
militarismo en Uruguay (una sucesión de presidentes apoyados por su pertenencia al
ejército, entre 1875 y 1890) y Julio Argentino Roca en Argentina (de 1880 a 1886 y de 1898 a
1904).
Por otra parte, cuando el evolucionismo de Spencer se convirtió en la oferta positivista más
recurrida, fueron muchos los intelectuales que hallaron en los temas del darwinismo social
nuevos estímulos para interpretar – dentro de los parámetros de la lucha por la vida y la
supervivencia – el agitado mundo social que la modernización había lanzado a la vida
urbana, de manera especial en aquellos países en los cuales la política inmigratoria había
promovido activamente la irrupción de una población inmigrante a raíz de la cual se temió
a veces por la gobernabilidad de estas naciones. La edad positivista percibió así en la
diagramación de las sociedades latinoamericanas una serie de desfasajes y desafíos en torno
a la relación Estado – masas, generando de esa manera un claro replanteo de la cuestión de
la nación.
Junto con las propuestas para promover la modernización, explicar los males
latinoamericanos y normalizar los vínculos entre el aparato estatal y la sociedad, el
positivismo fue también utilizado en América latina como una instancia interpretativa del
pasado nacional. No obstante, tampoco aquí habría que exagerar la homogeneidad de las
respuestas. De allí la necesidad de observar específicamente el despliegue de la ideología
positivista en cada circunstancia local, respecto de la articulación entre esta concepción y los
problemas nacionales que concitaban la atención de los contemporáneos en la Argentina de
fin de siglo XIX y principios del XX.
En el caso argentino, es evidente que el primer ensayo positivista planteó una respuesta a los
problemas o efectos inesperados de la implementación del proyecto de 1880. Es verdad que
esta intervención teórica circuló dentro del clima en principio optimista, avalado por la
confianza en un progreso nacional indefinido y que se conectaba por primera vez
fundadamente con el mito originario del “argentinocentrismo”. Esta contrastación entre un
progreso material tan innegable como disolvente de viejas virtudes republicanas estalló con
motivo de la crisis de 1890. La corrupción administrativa, la fiebre especulativa y por fin el
crac financiero serían leídos con lentes moralistas no sólo por los católicos que así podían
resarcirse simbólicamente de su derrota por la promulgación de las leyes laicas del primer
lustro de la década de 1880, sino que también una análoga interpretación fue compartida
por radicales e inclusive por socialistas y anarquistas. A pesar de su final aplastamiento, la
llamada Revolución del ‘90 venía en este terreno a desnudar una crisis de legitimidad de la
élite gobernante que en el registro cultural se verá prontamente fusionada con el clima

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espiritualista de fin de siglo.


En el seno de este movimiento político – cultural el ensayo positivista se abocó en principio
a recortar una zona donde creyó detectar una clave de la historia nacional: la presencia de las
multitudes. Obviamente, tematizar este objeto implicaba en la Argentina de entonces
desembocar rápidamente en la consideración de los problemas generados por la
inmigración masiva, dado que si en el decenio de 1880 sumaba un millón el número de
extranjeros ingresados en el país sobre un total de tres millones y medio de habitantes, y si
en 1914 el 30% de la población llegó a ser extranjera, la figura del inmigrante debía resultar
una evidencia imposible de soslayar en la vida cotidiana de los argentinos. Pero además esta
presencia planteaba de hecho el problema de la “nacionalización” de esas masas y conectaba
esta preocupación con la entonces llamada “cuestión social” que, en el plano del movimiento
obrero, circulaba dentro de las propuestas socialista y anarquista. Si a esto se le suma la
presión cívico – militar ejercida por la Unión Cívica Radical en su puja por la ampliación del
espacio político, se tendrán algunas coordenadas centrales en cuyo interior se producirá el
ensayo positivista hasta el Centenario.

El papel de la inmigración
El positivismo tuvo una importante aceptación como ideología oficial de los sectores
conservadores en el momento de consolidación de los Estados nacionales latinoamericanos.
En este aspecto fue relativamente independiente de las condiciones locales de
estructuración de la desigualdad social. Si en unos países, el positivismo permitía
argumentar sobre la necesaria subordinación del campesinado y de las masas rurales, en
otros permitía afirmar que las poblaciones indígenas eran biológicamente menos aptas para
el autogobierno y la modernización, y en otros casos, además, permitía identificar como
fuente de los males una mezcla incontrolada de las razas.
En el caso argentino, el auge del positivismo corrió parejo con el estallido de la estructura
social tradicional por efecto de la incorporación acelerada de la Argentina al mercado
mundial y por un importante flujo inmigratorio.
Para las generaciones de intelectuales que diseñaron el complejo institucional e ideológico
del nuevo Estado nacional argentino, la inmigración era una herramienta clave para la
modernización del sujeto social de ese nuevo sistema político. Para Sarmiento y Alberdi, la
inmigración debía comunicar hábitos de industriosidad, democratización, orden,
modernidad y civilización.
En el caso de Sarmiento, además, la política inmigratoria tenía una serie de características
específicas. Sarmiento imaginaba que los contingentes inmigratorios transformarían no solo
los hábitos y tradiciones, sino también los flujos comerciales, las prácticas políticas y los
consumos culturales. Para ello, los inmigrantes debían contar con el acompañamiento de
políticas estatales específicas. Sarmiento tuvo oportunidad de promover esas medidas
cuando ejerció la presidencia entre 1868 y 1874. En esa etapa, el poder ejecutivo nacional
argentino desarrolló una campaña activa de promoción de la inmigración, bajo la forma de
colonias, que se instalarían en los bordes de la región pampeana, ocupada por grandes
latifundios.
Para Sarmiento, un cinturón de colonias debía funcionar a la vez como un límite a la
expansión del latifundio (cuyas reminiscencias feudales asociaba a la barbarie), y como un
modo de afincar a los inmigrantes. Esta política colonizadora (comparable, según esperaba
Sarmiento, con la desarrollada por los Estados Unidos para ocupar la región centro – oeste y

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desplazar a la población aborigen), sufrió el enfrentamiento de los grandes latifundistas y sus


representantes en el poder político.
Durante la presidencia de Nicolás Avellaneda (1874 – 1880), y más decididamente durante la
de Julio Argentino Roca (1880 – 1886) la inmigración se volvió un movimiento demográfico
masivo. Más allá de las políticas activas de promoción de la inmigración, las crisis
económicas europeas, las hambrunas, las pérdidas de cosechas en España e Italia, entre otros
factores, convirtieron a Europa (y sobre todo a las regiones pobres del continente) en francas
expulsoras de población.
Por otra parte, los Estados Unidos y la Argentina (también Brasil y otros países) se volvieron
fuertes receptores. Sin embargo, en la Argentina esa inmigración masiva no se asoció a
enclaves de una revolución industrial local, como sí sucedió en Estados Unidos. Tampoco se
dio continuidad a la política sarmientina de promoción de la pequeña propiedad en
colonias. Esa doble traba derivó en un dique de la población inmigrante que se concentró en
las grandes ciudades, aunque sin mecanismos de política pública o de mercado para ser
absorbida por la estructura social preexistente. Eso produjo un fuerte dislocamiento de la
estructura social de las ciudades (particularmente de la ciudad de Buenos Aires). En las
décadas de 1880, 1890 y 1900, la ciudad de Buenos Aires experimentó un estallido
demográfico que desbordó todas sus estructuras urbanas, sanitarias, institucionales y
culturales.
Los escasos enclaves industriales fueron ocupados por población inmigrante (en algunos
casos en los que se requería expertiz técnica, se trataba de trabajadores con antecedentes
industriales, en otros, se trataba de fuerza de trabajo que provenía del medio rural).
Si bien la revolución de 1890 no fue promovida por este cambio en la estructura social, y se
trató más bien de un problema de legitimación provocado dentro del propio seno de las
élites políticas, la clase dirigente asoció esas convulsiones con los nuevos actores sociales que
marcaban su presencia en la escena pública.
Al calor de la inmigración y de la conformación de un primer proletariado urbano, se
crearon sindicatos, muchos de inspiración anarquista, con un perfil fuertemente
contestatario y combativo. También nació para la misma época el Partido Socialista (1896),
con intenciones de participar activamente del sistema político, pero desarrollando una
intensa labor de formación y organización del proletariado.
En ese contexto, además del estallido de la estructura social urbana, se produjo el
nacimiento de la “cuestión obrera” y la “cuestión social”. Estas dos “cuestiones” (fuertemente
relacionadas entre sí) eran los modos de nombrar los conflictos que experimentaba la clase
gobernante frente a la expansión de las relaciones asalariadas y a la impugnación que estos
nuevos actores sociales dirigían no solo al sistema político, sino al propio sistema capitalista.

Positivismo y educación en la Argentina


Las generaciones de intelectuales y políticos posteriores a 1880 se dedicaron a establecer
técnicas para la definición y disciplinamiento de estos sujetos sociales. De acuerdo con Pablo
Pineau, se produjo un pasaje de un “imaginario civilizatorio”, que habría caracterizado las
primeras décadas de la formación del sistema educativo, hacia un “imaginario
normalizador”, centrado en las preocupaciones del control social y el disciplinamiento.
En parte, este pasaje se debió a las transformaciones de la estructura social derivadas de la
inserción acelerada de la Argentina en los circuitos comerciales internacionales, como país

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productor de materias primas y como receptor de contingentes inmigratorios. Pero en


parte, también, coincidió con el momento en que finalizó el proceso de formación del
sistema educativo y se inició su expansión abarcando nuevas regiones geográficas del país,
nuevos sujetos sociales y nuevos temas y problemas.
Pablo Pineau analizó el cambio en las funciones de los inspectores provinciales de
educación en la provincia de Buenos Aires como un síntoma de este cambio de
“imaginarios”. Otra comprobación adicional puede encontrarse en la dinámica de las
primeras escuelas normales. Era frecuente encontrar que los directores y directoras de las
primeras escuelas confrontaran con las directivas emanadas del Consejo Nacional de
Educación3, en función de sus criterios personales, su idiosincrasia y el conocimiento que
tenían del funcionamiento cotidiano de las escuelas. Esta relativa independencia que
ejercían, coincidía con el proceso de formación del sistema cuando aún los circuitos
burocráticos no estaban regularizados, pero además, cuando el sistema aún no había
alcanzado dimensiones que hicieran compleja su administración y gobierno.
Hacia la década de 1890 comenzó un cambio en el vínculo entre las autoridades
institucionales de las escuelas normales (los directores) y las autoridades nacionales (los
miembros del Consejo Nacional de Educación). A partir de allí fueron menos frecuentes las
confrontaciones y más recurrentes las situaciones de obediencia, los pedidos de precisiones
sobre cómo ejecutar las directivas recibidas, etc. En este caso se observa una victoria del
nivel central de conducción del sistema en su intención de ordenar y controlar. El sistema
era más complejo y más difícil su administración y gobierno.
Adriana Puiggrós caracterizó algunas de las estrategias para este uso disciplinador del
sistema educativo desde comienzos del siglo XX. La técnica más empleada fue la de la
“clausura”. La discusión central fue la definición del sujeto que debía ser “clausurado”: se lo
identificó con la barbarie sarmientina. Dentro del sujeto bárbaro era necesario establecer
clasificaciones más finas: inmigrantes, adultos analfabetos, mujeres.
Es posible analizar estas estrategias sobre la base de las categorías que utilizó Michel
Foucault para caracterizar las “sociedades disciplinarias”. De acuerdo con su perspectiva, en
el proceso de formación de los Estados nacionales se produjo una cristalización de ciertas
técnicas de control social centradas en la construcción de dispositivos institucionales. Estos
“dispositivos” son una reunión de instituciones, prácticas y discursos, tendientes a encuadrar,
disciplinar, controlar y ordenar a determinados sujetos, o producir sujetos a partir de su
intervención en el cuerpo social.
Las cárceles y el sistema penal serían el paradigma o modelo de tales dispositivos. Allí se
conjugaron técnicas de regulación del tiempo, el espacio y los cuerpos, con edificios,
recursos materiales, y con discursos de las nacientes ciencias sociales, que intentaban
explicar las raíces de la actividad delictiva, la relación de distintos grupos sociales con la ley,
los motivos psicológicos y biológicos de la transgresión, etc. Esas mismas disciplinas
permitían, además, ajustar la cuadrícula institucional a distintos tipos de individuos,
estableciendo desvíos diferentes respecto de “lo normal”.
En el mismo sentido fue direccionada la escuela. El discurso científico tuvo por función
naturalizar la ubicación de los sujetos sociales en el lugar de la barbarie. Distintos

3 El Consejo Nacional de Educación era un organismo de gobierno del sistema educativo argentino,
que había sido establecido por la Ley 1420 en 1884. El CNE tenía por función gobernar el nivel de
educación primaria y las Escuelas Normales, establecer contenidos, inspeccionar las escuelas y llevar
una estadística que permitiera describir el avance de la escolarización. A diferencia del Ministerio de
Instrucción Pública, no dependía directamente del Poder Ejecutivo Nacional sino que tenía un
presidente y vocales, con autonomía en sus decisiones respecto de la Presidencia de la Nación.

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argumentos, producidos en el marco del positivismo, permitían explicar por qué aquellos
grupos subalternos a los que se buscaba disciplinar, se apartaban de la norma.
En esta perspectiva era frecuente que las explicaciones se apoyaran en un determinismo
biológico (es decir, la explicación de que los inmigrantes se volcaran al anarquismo, tenido a
su vez por una ideología criminal, radicaba en su herencia biológica). La continuidad entre
prácticas legales de criminalización - explicación psicológica – explicación biológica –
moralización – institucionalización, fue un formato típico de los dispositivos positivistas.
En el caso del sistema educativo argentino, Adriana Puiggrós identifica como uno de los
síntomas más fuertes de la construcción de estos dispositivos, la aparición de un discurso
médico que atravesaba la experiencia escolar. La medicina y el discurso médico
desempeñaron un papel central en las argumentaciones para la clasificación de los sujetos
sociales en todos los campos, y particularmente en la educación.
Se conformó a comienzos del siglo XX, por indicación del Consejo Nacional de Educación,
un Cuerpo Médico Escolar que dependía de dicho Consejo. El Cuerpo Médico Escolar tomó
bajo su intervención el control sanitario y el control del comportamiento ético y moral de
los actores del sistema educativo (alumnos, maestros, directores, padres). El argumento
central era que resultaba necesario que la escuela mejorase la salud física y moral de la
población, y que, por lo tanto, interviniera promoviendo prácticas, hábitos y valores.
Algunos de los temas de control fueron el alcoholismo, el tabaquismo y la sexualidad. El
alcoholismo, asociado con posiciones moralizantes y calificado como un vicio era
adjudicado a los sectores obreros. El discurso forjado por el Cuerpo Médico Escolar
establecía que el alcoholismo era una enfermedad típica de la clase obrera, y que a la vez era
evidencia de su “debilidad moral”. El alcohólico era a la vez una persona física y moralmente
enferma.
En cuanto a la sexualidad, debía ser reprimida e interpretada como nociva para las
actividades intelectuales. Sobre la base de este discurso el higienismo entró en las escuelas
argentinas. El higienismo es una disciplina que se desarrolló durante aquél período,
centrada en la promoción de prácticas de higiene, pero también se apoyó en una fuerte
moralización de la higiene y la salud física. El argumento de la higiene como base de la salud
se desplazaba continuamente hacia otro, que suponía que el cuerpo higiénico era
moralmente bueno. La limpieza de la vestimenta y la limpieza del cuerpo eran tenidos
como sinónimos de “pureza” y elevados valores morales.
Desde un discurso médico que confundía la prevención con catalogaciones morales de las
personas afectadas, se perseguía la sexualidad y todas sus posibles manifestaciones.
Adicionalmente, las prácticas consideradas desviadas, antihigiénicas, etc., eran atribuidas
centralmente a los sujetos sociales dominados, y la explicación de estas prácticas, conductas
y desvíos se relaciona con sus características biológicas.
En el mismo sentido, otras disciplinas como la arquitectura escolar, la frenología (detección
de comportamientos delictivos a partir del aspecto físico del cuerpo y del rostro), la
eugenesia (empleo de los principios de la herencia biológica para moldear las poblaciones,
promoviendo el desarrollo de determinados caracteres e inhibiendo otros), la criminología,
etc. compusieron el complejo dispositivo escolar positivista.
J. M. Ramos Mejía (quien fue presidente del Consejo Nacional de Educación entre 1908 y
1912) definía el sujeto “multitudes” y las formas de controlarlo. Ubicaba a los inmigrantes en
la línea de la barbarie, a partir de su origen predominantemente rural. De allí surgía su
interés y su preocupación por la “nacionalización” del inmigrante. La construcción de la
nación y el nacionalismo debían ser herramientas complementarias del dispositivo escolar
para el disciplinamiento de este sujeto “multitud”, de origen inmigrante. El disciplinamiento

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implícito en la educación nacional impidió a los sectores dominantes desarrollar estrategias


de reproducción ampliada de la cultura local ya que la asimilación de los inmigrantes era
excluyente de sus culturas de origen.
Más allá de la atribución en última instancia a razones biológicas, el determinismo de los
positivistas no fue contradictorio con prácticas de reeducación y regeneración. En el fondo,
confiaban en que las instituciones en el largo plazo cumplirían el papel de forzar los
procesos de selección natural para producir sujetos sociales disciplinados.
Las clasificaciones de los sujetos de la educación servían para definir las tecnologías sociales
aplicables a cada clasificación. Los positivistas proponían opciones de regeneración y
reeducación frente a posiciones más reaccionarias que apuntaban a dejas fuera de la escuela
a los extremos más disminuidos de las clasificaciones (como los enfermos y los criminales).
Los positivistas entonces, desarrollaron clasificaciones internas de la “barbarie”, de manera
de definir la terapéutica más adecuada para su regeneración. Esto quiere decir que,
siguiendo la herencia conceptual de Sarmiento, continuaban caracterizando como barbarie
a un sector importante de la sociedad, pero en contra de lo que proponían algunos sectores
extremos, buscaron refinar las clasificaciones internas dentro de esa barbarie para posibilitar
su asimilación.
Otros prominentes pedagogos positivistas argentinos fueron Rodolfo Senet y Víctor
Mercante. En el caso de Rodolfo Senet, la preocupación no se centraba en las “multitudes”
sino en el “individuo”. Víctor Mercante, a su vez, consideraba que el sujeto de la educación
debía ser la “masa”. Para Senet, la escuela era un factor ambiental que influye en la
adaptación social de los individuos. Todas estas clasificaciones se elaboraban en torno a una
concepción particular de “normalidad”, de manera que el Estado debía desarrollar un papel
“ortopédico” y corrector en relación con las tendencias anormales.
Eran consideradas “normales” las pautas culturales de los sectores dominantes argentinos, de
manera que los inmigrantes, por ejemplo, o los trabajadores asalariados, tendían a quedar
fuera por diversas razones como el uso deficiente de la lengua, las dificultades para el
consumo de la alta cultura, el padecimiento de las consecuencias de las desigualdades
sociales, etc.
Las bases teóricas desarrolladas por Víctor Mercante para apoyar las clasificaciones eran de
naturaleza psicobiológicas, basadas en los principios de la psicología experimental. La
psicología experimental debería demostrar cuáles serían las variables que había que
controlar para ejercer la debida influencia sobre los alumnos. En este sentido, el positivismo
fue un productor de disciplinas4. La mayoría de las reflexiones de los ensayos positivistas
estaban acompañadas de una búsqueda de principios de ciencia positiva que apoyaran sus
afirmaciones. Estos principios, a su vez, promovían el desarrollo de las disciplinas, muchas
de las cuales sobrevivieron al final del positivismo, experimentando luego transformaciones
(como en el caso de la sociología en la Argentina).
Berta Pérelstein sostuvo que el positivismo y el antipositivismo que lo sucedió (a partir de la
década de 1920), fueron ideologías de la burguesía para justificar su situación de privilegio.
Sin embargo, si bien el positivismo fue una ideología sostenida y promovida desde el poder

4 Nos referimos aquí a “disciplinas” como cuerpos de saber organizados. Las actuales ciencias sociales
son en gran parte, el resultado de un conjunto de disciplinas en las que los positivistas tuvieron gran
protagonismo. Pero también formularon disciplinas que cayeron en desuso o que demostraron la
arbitrariedad de sus fundamentos a lo largo de la experiencia histórica del siglo XX. Tal el caso de la
frenología, una disciplina que decía poder anticipar o predecir el comportamiento de las personas a
partir de sus rasgos físicos (por ejemplo, cierta disposición de los ojos o una forma específica de la
nariz se asociaba a las tendencias criminales).

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político, es difícil sostener que se haya tratado de una ideología “de” la burguesía. En rigor, el
proceso de consolidación y expansión del Estado nacional posterior a 1880 estuvo
atravesado por una combinación de liberalismo y conservadurismo que, si en algunos
puntos tenía coincidencia con el positivismo, distaba de él en otros aspectos.
Es quizás en el campo del reformismo social en donde es posible encontrar las más fuertes
coincidencias entre el liberalismo dominante y el positivismo operativo. El historiador
Eduardo Zimmermann identificó a comienzos del siglo XX la formación de una corriente
con mucho predicamento en los niveles intermedios de funcionamiento del Estado, que él
denominó los “liberales reformistas”. Estos liberales fueron herederos de los principios
políticos de la generación del ’80, pero fueron conscientes también de las limitaciones de la
legitimidad del sistema político vigente. Su acción en las distintas áreas del Estado se acercó
mucho a la de los positivistas porque ellos también confiaban en que la puesta en marcha de
distintos dispositivos configurase sujetos sociales disciplinados, y que, por esa vía, se pudiera
devolver (o ampliar) la legitimidad del sistema político.
El máximo exponente de esta corriente sería Joaquín V. González, quien, sin identificarse
con el positivismo, promovió la producción de instituciones estatales que alojaron el
desarrollo del discurso positivista (la Universidad Nacional de La Plata es el modelo más
acabado de esta intervención).

Algunas notas sobre el positivismo en las escuelas


El discurso positivista llegó a materializarse plenamente en la escuela en la Argentina. A
través del higienismo, el discurso médico escolar y la traducción aplicada de las disciplinas
sociales, el positivismo promovió una serie de prácticas y condiciones que convirtieron a la
escuela en un dispositivo disciplinador.
Es posible observar en este período una profusión de normas y reglamentos tendientes a
regular el funcionamiento del cotidiano escolar, constituyendo una cuadrícula que permitía
tener control, a la vez, sobre todos y sobre cada uno de los individuos.
Tres fueron las dimensiones centrales de la regulación escolar: el tiempo, el espacio y los
cuerpos. En cuanto a la regulación del tiempo, el discurso positivista analizó la jornada
escolar típica para tratar de eliminar los tiempos muertos, es decir, aquellos momentos de la
jornada escolar en los que no se desarrollaba ninguna actividad. Se debatió además, sobre la
duración más adecuada de las clases, en función de las características psicobiológicas de los
niños (¿durante cuánto tiempo pueden mantener la atención?). Otro tema de debate y
regulación fue la puntualidad. Se “moralizaban” estas regulaciones, poniendo el acento en el
carácter positivo de los hábitos de disciplina. Esto es particularmente interesante porque
abona la hipótesis de Michel Foucault acerca de las características estructuralmente
semejantes y complementarias de los distintos dispositivos. En este punto, el dispositivo
escolar sería preparatorio de la fábrica (otro dispositivo), en la que la regulación de los
tiempos era esencial para mantener el ritmo del proceso de producción.
Otro aspecto para hacer notar, es que la moralización de la disciplina también tenía otra
fuente, que era la relectura e interpretación de las obras de Sarmiento. Como se recordará,
para Sarmiento uno de los aspectos valiosos que debía aportar la inmigración eran sus
hábitos de trabajo, su industriosidad. Estos hábitos no eran en sí mismos un valor (es decir,
Sarmiento no esperaba que aportaran al desarrollo de la gran industria, o una enorme
producción de riqueza, por ejemplo) sino que eran un símbolo del apego a la disciplina, que

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era el valor apreciado.


Los positivistas operaron una lectura de Sarmiento no tanto en términos de su programa
sino en términos de sus valoraciones sobre la producción de un sujeto social disciplinado.
En esa línea invirtieron la dicotomía sarmientina, ubicando en el extremo de la barbarie al
inmigrante y en la civilización a la aristocracia criolla. Tal como lo señaló Maristella Svampa,
la oposición “civilización / barbarie” fue una herramienta conceptual que sirvió en distintas
épocas para que el discurso de los sectores dominantes clasificara a los sectores dominados.
Mientras en la época de Sarmiento la barbarie designaba a las masas rurales y a los pueblos
indígenas, para los positivistas la barbarie designaba a los trabajadores urbanos de origen
inmigrante.
En cuanto a la regulación del espacio, una disciplina auxiliar que tuvo mucha incidencia fue
el desarrollo de la arquitectura escolar. Informes de los inspectores del período indicaban el
mal estado de los edificios escolares. Este mal estado era el resultado de la fase de formación
del sistema, en la que se creaban escuelas en edificios poco adaptados a la función. Esto dio
lugar a la formulación de modelos de edificios escolares fundados en distintos principios.
Uno de ellos fue la “arquitectura panóptica” que permitía tener un control directo sobre
todos los individuos de la institución desde un punto de mira central 5. Otro aspecto a
considerar fue la disponibilidad de amplios espacios que permitiera la separación de los
cuerpos. Un debate recurrente de la época (no solo en la Argentina, y debe recordarse que las
grandes ciudades occidentales habían atravesado un siglo marcado por las pestes y
enfermedades epidémicas) era el volumen de aire disponible para cada individuo en un
espacio cerrado.
Otros espacios de la escuela fueron tematizados particularmente. Uno de ellos fue el baño.
Leopoldo Lugones llegó a proponer la construcción de baños con duchas en las escuelas,
que permitieran un control exhaustivo de la higiene. Estas duchas tendrían en su centro una
tarima para el docente, y en disposición radial, los regadores, de manera que el maestro
pudiera controlar el baño de los alumnos.
Por su parte, la regulación de los cuerpos estaba fuertemente asociada a la sexualidad y a una
moralización general del cuerpo. Como puede verse, el higienismo constituía una fuerte
regulación sobre el cuerpo de los alumnos. Pero adicionalmente los debates sobre la
coeducación (es decir, la educación en una misma clase de alumnos de ambos sexos)
revelaban la preocupación sobre el disciplinamiento de la sexualidad. La coeducación era
tolerada hasta el 3º grado de escolaridad. Luego, se exigía separar a los alumnos en clases
para varones y clases para mujeres. En la práctica, esta exigencia no parece haberse
cumplido en todos los casos ya que la infraestructura y la dotación de docentes no lo
permitía. Una vez más fue Víctor Mercante quien difundió la preocupación por la regulación
(y represión) de la sexualidad infantil. De una manera paradójica, Mercante discutió la idea
comúnmente asumida sobre la “inexistencia” de una sexualidad infantil. Hasta ese
momento, se consideraba que los niños carecían de impulsos sexuales, y cualquier
manifestación de la sexualidad en la infancia era considerada como un signo de precocidad
anormal. Mercante, en cambio, sostuvo que la sexualidad infantil existía (se apoyaba para

5 El “panóptico” fue un modelo de edificio desarrollado a fines del siglo XVIII para hacer posible el
control de las poblaciones carcelarias con poco personal de vigilancia. Se organizaban con pabellones
en forma de estrella en cuyo centro se ubicaba el puesto del vigilante. Cuando se habla de
arquitectura panóptica se hace referencia a la construcción de edificios con el criterio de hacer posible
el control y la vigilancia de los individuos que lo habitan. Las escuelas de principios del siglo XX se
construían siguiendo el criterio de que los directores y maestros pudieran vigilar a los alumnos en
todo momento.

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ello en una lectura particular de la teoría de Sigmund Freud) y que debía ser controlada y
reprimida.
También el contacto entre adultos y niños debía ser vigilado. El debate sobre el beso de la
maestra al saludar a los alumnos era una indicación sumamente gráfica de estas
preocupaciones. En distintos artículos publicados en El Monitor de la Educación Común se
debatió sobre si debía permitirse o no el saludo con un beso. Los argumentos en contra se
apoyaban inicialmente en la consideración de que el beso era una vía para la transmisión de
enfermedades. Pero más adelante esos argumentos se fueron desplazando hacia una
consideración de las posibles consecuencias morales del beso, que podría despertar
sentimientos indeseables en los alumnos, por lo cual había que mantener las distancias
físicas.
Otra preocupación recurrente de los positivistas en la regulación de los cuerpos fue la
regulación de las posturas. Circularon durante el período gran cantidad de diseños de
mobiliario escolar, sillas, bancos, mesas y pupitres, destinados a adaptarse a distintas
prescripciones sobre las posturas más adecuadas para el desarrollo del cuerpo de los niños.
Esto llevó a Adriana Puiggrós a indicar la aparición de una verdadera “pedagogía ortopédica”,
preocupada por evitar las desviaciones (del cuerpo, pero también del comportamiento del
cuerpo).

Apuntes sobre el imaginario de la República en el Brasil


La independencia del Brasil produjo como resultado la conformación de un imperio, una
monarquía constitucional proclamada en 1822. En 1888 la monarquía abolió la esclavitud lo
que provocó la reacción de los grandes hacendados cuya riqueza se apoyaba en la
explotación de fuerza de trabajo esclava. En 1889 una revolución contra la monarquía
produjo la confluencia de las fuerzas oligárquicas de distintas regiones del país y proclamó la
república.
En esos primeros años de la república se produjo una disputa entre tres corrientes
ideológicas que trataban de darle forma al régimen político y por esa vía, proponían un
modelo de sociedad diferente. Estas corrientes fueron la liberal, inspirada en los Estados
Unidos; la jacobina, inspirada en el modelo de la Revolución Francesa, y el positivismo.
Estas corrientes ideológicas tenían importante difusión entre los miembros de las élites
políticas pero no constituían un imaginario social amplio que pudiera aportar legitimidad al
modelo de república entre las amplias masas sociales. A diferencia del caso argentino, en que
esta difusión y producción de un imaginario se produjo a través de la escuela, en Brasil, los
intentos de producción de un imaginario social se apoyaron en la circulación de imágenes,
alegorías, símbolos y mitos.
La herencia del Imperio del Brasil había sentado las bases de una institucionalización
moderna del poder político. Por ello, la gran cuestión de la república fue la construcción de
legitimidad y no ya la construcción de instituciones, partidos o mecanismos de
representación política.
La opción política sostenida por los grandes propietarios de San Pablo y Rio Grande do Sul
fue la del liberalismo a la americana. Los últimos años del Imperio se habían caracterizado
por una fuerte centralización y una presión sobre el comercio de café y ganados. La
adopción de la República, para estos sectores, debía estar acompañada de las garantías del
libre comercio y el federalismo.

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Los sectores medios urbanos de Rio de Janeiro (profesionales, pequeños propietarios,


periodistas) se sentían perjudicados por la lentitud y rigidez de la estructura burocrática del
Imperio. Su intención era replicar simbólica y materialmente, la experiencia de la primera
República Francesa. Por ello Murilo de Carvalho indica que se trata de una tendencia
jacobina.
Finalmente, los sectores militares, postergados durante el Imperio, adoptaron el
pensamiento positivista pensando en la conformación de una dictadura republicana. Esto
quería decir que veían con agrado la centralización del poder que suponía la monarquía,
pero consideraban necesario dar un paso adelante en las fases históricas, haciendo posible
una integración ordenada de la sociedad, como resultado de políticas sociales, educativas,
etc.
Ante la inexistencia de un aparato para la producción de identidad y pertenencia a una
comunidad nacional, basado en el dispositivo escolar, la formación del Estado en el Brasil
republicano se orientó hacia la difusión y el uso de símbolos, mitos y alegorías. En la
producción de estos elementos, el positivismo tuvo un papel fundamental. A diferencia de
las otras corrientes, el positivismo estaba preparado para traducir la ideología en símbolos y
relatos.
La bandera del Brasil, con su insignia de “Ordem e Progresso” era expresión acabada del
poder simbólico producido por el positivismo para generar comunidad.
La comparación entre los casos argentino y brasileño nos habilita a formular como hipótesis
que el positivismo en sus dos vertientes (comtiano y spenceriano) se articuló con dos
procesos diferentes de formación y consolidación del Estado nacional. En el caso argentino,
el positivismo (predominantemente de corte spenceriano) fundamentó el desarrollo de
dispositivos institucionales y un conjunto amplio de aparatos de control social (leyes,
disciplinas sociales, escuelas, instituciones de encierro). Estos aparatos buscaban disciplinar a
las comunidades inmigrantes.
En Brasil, en cambio, el positivismo (de tipo comtiano) pujó con otras corrientes por la
hegemonía ideológica en los primeros años de la república. Ganó protagonismo en el plano
de la producción de un aparato cultural fundado en símbolos (la bandera, el himno, pero
también el símbolo femenino de la república, etc.), mitos (el mito del origen de la república,
el mito de los héroes nacionales, como Tiradentes). La función de esos símbolos y mitos era
producir comunidad, producir identidad y pertenencia en una sociedad fuertemente
fragmentada. El éxito en esta empresa fue relativo: las iniciativas simbólicas de la república
tuvieron capacidad para cohesionar a los distintos sectores de la élite, en tanto las distancias
sociales con los sectores subalternos (el proletariado, los sectores populares rurales, los
esclavos emancipados, etc.) se mantuvieron.

Bibliografía
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PINEAU, Pablo (1997) La escolarización de la provincia de Buenos Aires (1875 – 1930).
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ZIMMERMANN, Eduardo (1995) Los liberales reformistas. La cuestión social en la Argentina
1890 – 1916. Editorial Sudamericana – Universidad de San Andrés.

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