Diker Gabriela Qué Hay de Nuevo en Las Nuevas Infancias
Diker Gabriela Qué Hay de Nuevo en Las Nuevas Infancias
Diker Gabriela Qué Hay de Nuevo en Las Nuevas Infancias
infancias? Dra. Gabriela Diker
Clase VIII: ¿Qué hay de nuevo en las nuevas infancias? Dra. Gabriela Diker
Sitio: FLACSO Virtual
Curso: Diploma Superior Infancia, educación y pedagogía Cohorte 6
Clase: Clase VIII: ¿Qué hay de nuevo en las nuevas infancias? Dra. Gabriela Diker
Impreso por: Silvina Mónica Lofeudo
Día: sábado, 2 de julio de 2016, 17:04
Tabla de contenidos
¿Qué hay de nuevo en las nuevas infancias?
Lo nuevo de los nuevos y las hipótesis del fin de la infancia (moderna)
Niños sujetos de derecho
Niños consumidores
Los nuevos adultos
Bibliografía
Documentos, informes, notas periodísticas:
¿Qué hay de nuevo en las nuevas infancias?
Dra. Gabriela Diker*
El discurso sobre lo nuevo de la infancia no es nuevo. Después de todo, los niños siempre han sido, en
el orden de las generaciones, “los nuevos” y “lo nuevo” de este mundo. En tanto tales, siempre nos
han sorprendido, siempre han representado un límite a nuestro saber y a nuestra capacidad de
anticipación. Sin embargo, en los últimos años, el modo en que pensamos y experimentamos la
novedad de la infancia parece haber cambiado. Esta se nos presenta con una radicalidad tal que hace
estallar las categorías disponibles para pensarla y desborda la capacidad de las instituciones
(familiares, educativas, judiciales, etc.), para procesarla. Así, en lugar de la vieja sorpresa frente a “los
nuevos” aparece el desconcierto y en el lugar del reconocimiento crece la sensación de extrañamiento.
Frente a esto, los discursos actuales se han ido poblando de nuevos nombres destinados a reconocer
“lo que hay de nuevo en la infancia”: infancias (en plural), nuevas infancias, infancia hiperrealizada e
infancia desrrealizada, cyberniños, niñosadultos, niños vulnerables, niños en riesgo, niños
consumidores, son sólo algunos de ellos. También se han generado diversas hipótesis acerca de “lo
que queda de infancia en lo nuevo”, llegándose a postular incluso que estamos asistiendo al fin de la
infancia.
En esta clase abordaremos algunos de los procesos que, en el curso de las últimas décadas, han
introducido cambios significativos en las condiciones sociales de la experiencia infantil y han incidido
en la reorganización de los discursos y de las prácticas institucionales sobre la infancia:
a) la emergencia misma de la idea de que hay “algo nuevo en los nuevos”, que deriva, en un
extremo, en las hipótesis sobre el fin de la infancia;
b) el reconocimiento de los niños como sujetos de derecho;
c) la diversificación y expansión de un mercado de consumo cada vez más meticulosamente
orientado a los niños;
d) la reconfiguración de las posiciones adultas y de las relaciones de autoridad.
Antes de iniciar este recorrido, conviene realizar tres advertencias: en primer lugar, el panorama que
propondremos aquí no se pretende exhaustivo: ni en sus temas, ni en sus enfoques. Más que construir
un inventario de novedades, la intención es analizar algunas de las interrogaciones que aquellos
procesos abren, las condiciones de enunciación bajo las cuales las preguntas que hoy nos hacemos
sobre la infancia aparecen, y los efectos que su misma formulación produce. En segundo lugar,
teniendo en cuenta la multiplicación e incluso fragmentación de las maneras de transitar la infancia y
sus condiciones sociales de realización, no se pueden postular ya afirmaciones acerca de la infancia
pronunciada en singular. Por lo tanto toda generalización tiene los límites que la diversidad de modos
de transitar la experiencia infantil impone. Finalmente conviene advertir que intentaremos aquí
analizar qué hay de nuevo en la infancia, absteniéndonos de producir una definición de “infancia”.
Porque es justamente en ese terreno, en el de la definición de lo que la infancia es y debe ser, que las
novedades se registran. La edad, la definición jurídica, la incorporación al sistema escolar, son todos
criterios que, si alguna vez fueron considerados más o menos objetivos, hoy están en discusión. En
efecto, “¿qué es un niño?” es una pregunta que hoy no admite respuestas unívocas. ¿Sólo se trata de
una cuestión de edad? ¿Es suficiente la definición jurídica de menor para delimitar el universo de la
infancia? ¿qué tienen en común un alumno de cuarto grado de primaria, de clase media urbana y un
niño de la misma edad que participa en una banda delictiva? ¿qué tienen en común una niña de 12
años que ya es madre y una que no? ¿y los niños que trabajan o cuidan a sus familias con otros que
utilizan su tiempo libre en instituciones de recreación o de complementación de su educación escolar?
Frente a estas cuestiones, podríamos decir “todos son niños”, pero debemos reconocer que no todos
transitan la misma infancia. Es justamente sobre el plural de las infancias y también sobre las
dificultades y los riesgos de cerrar una definición de niño que se pronuncie, una vez más, en singular,
que nos proponemos reflexionar aquí.
En la clásica novela para chicos Charlie y la fábrica
de chocolates (1964), del británico Roald Dhal, uno
de los niños que gana el billete para conocer los
secretos del inventor de golosinas más famoso del
mundo, es Mike Teve, un niño obsesionado con la
televisión y los videojuegos. Junto a él se
encuentran también una niña competitiva y adicta
al chicle, un obeso goloso, y una niña malcriada y
pedigüeña, todos ejemplos paródicos del
consumismo desenfrenado de nuestros tiempos.
Hay algo de lección moralizante y de crítica social
en el modo en que cada uno de ellos es castigado
por sus excesos al final de la historia.
Ahora bien, la extensión de los medios, la tecnología y el mercado no son los únicos fenómenos que
estarían poniendo en cuestión la concepción moderna de infancia. De hecho, la brutal fragmentación
social que en la Argentina de las últimas décadas ha afectado de manera particular a los más chicos ha
contribuido también a configurar otros ámbitos en los que la infancia se realiza a través de otras
interpelaciones, otros discursos y otras experiencias. En este marco, Corea destaca las figuras de la
“infancia abusada” y la “infancia abandonada” que se constituyen también en los medios, pero ligadas
a condiciones de extrema marginalidad. Estas infancias muestran también un distanciamiento respecto
de la concepción moderna, en la medida en que el discurso mediático les carga a la manera de lo que
la autora define como un exceso, un abuso de representación el atributo de responsabilidad en un
caso y de autonomía en el otro. Por su parte, Sandra Carli (aunque sin suscribir la hipótesis del fin de
la infancia) refiere a las figuras del “niño peligroso” y del “niño víctima” que, también visibilizadas
mediáticamente, se instalan como representaciones sociales en las que la asimetría se diluye y la
responsabilidad del adulto se desdibuja. Narodowski encuentra en la calle y en el trabajo infantil el
ámbito de producción de una infancia que se presenta autónoma, independiente, que no suscita los
sentimientos adultos de protección ni de ternura, que se “desrealiza” como infancia en la medida en
que transita un mundo sin adultos y sin Estado protector.
Finalmente, también la definición del niño como sujeto de derecho (cuestión que abordaremos en el
punto siguiente) está introduciendo modificaciones significativas en la concepción moderna de
infancia. Así, cuestiones como la ciudadanía infantil, la responsabilidad, el derecho a elegir, a ser
escuchado, etc., tensionan los atributos asignados por la modernidad a la infancia y conmueven el
lugar de los adultos, de las políticas de protección de la infancia y de las instituciones que, muchas
veces en nombre del respeto a los derechos del niño, instituyen simetrías, dejan lugares vacíos e
invierten la distribución de responsabilidades que la concepción moderna de infancia había fijado.
Estos son sólo algunos ejemplos de los análisis que postulan en la actualidad el fin de la infancia. Otra
infancia, es decir, otros modos de concebir e intervenir sobre el cuerpo infantil, está dando lugar, en
estas perspectivas, a la emergencia de otros niños, mientras que el niño inocente, incompleto,
maleable, heterónomo, necesitado de protección y cuidado, que debe ser formado para ingresar al
mundo adulto, estaría en declive. Como contracara de este proceso, se señala también que está
conmovido el lugar que la modernidad había reservado a los adultos: el de la protección, la
responsabilidad, la ternura, la orientación y la educación de los niños. La cara y la contracara de este
declive se expresarían en la pérdida de la asimetría, la reducción de las distancias o el debilitamiento
de la división entre el mundo del niño y el mundo del adulto, cuestión ésta en la que muchos estudios
también coinciden y que nuestra experiencia cotidiana no hace sino confirmar.
En Running Wild [Furia Feroz] (1988) del maestro de la ciencia
ficción J.G. Ballard, el crimen de todos los adultos y la desaparición
sin rastros de los niños residentes de un barrio cerrado de Inglaterra
mantiene en vilo a los medios y a los investigadores. El asombro es
aún mayor cuando queda claro que fueron los niños desaparecidos
los que planificaron y llevaron a cabo la matanza de sus propios
padres a sangre fría y sin aparente remordimiento. Muy lejos están
estos niños de cualquier idea de infancia entendida ésta como la
edad de la inocencia, la incompletud o la desprotección. De hecho
el motivo del crimen no es la falta de protección de los mayores
hacia los más pequeños, sino curiosamente la sobreportección. Los
niños eran “demasiado” queridos por sus padres, lo que a sus ojos,
equivalía a demasiado control. El crimen, se lee en la novela, no fue
pasional: los pequeños asesinos necesitaban eliminar a los padres,
pues ellos eran el único obstáculo en la búsqueda de la codiciada
libertad.
Así, en estas perspectivas la pregunta no sería tanto qué hay de nuevo en la infancia, sino más bien,
qué queda de infancia (moderna) en lo nuevo.
En este punto cabe realizar dos advertencias. Una, que no podemos pensar estos procesos en términos
de reemplazo de una concepción de infancia por otra. Al respecto, Valerie Walkerdine advierte que el
niño de la psicología evolutiva todavía existe como objeto discursivo junto a muchas otras diferentes
clases de infancia y que, entonces, de lo que se trata no es sólo de capturar lo nuevo, sino también y
principalmente de analizar cómo en el actual régimen global de producción de la infancia tiene lugar
la reorganización discursiva que produce, en distintos lugares del mundo, bajo de distintas
condiciones sociales y en diferentes universos culturales, una multiplicidad de infancias. En esta
misma línea, Carli ha mostrado que la diversidad de figuras de infancia que se multiplican en la
actualidad incluye retazos y figuras típicamente modernas (por ejemplo, la del escolar) que conviven
y se superponen con figuras nuevas.
La segunda advertencia es que estos procesos no pueden postularse homogéneos. En primer lugar,
porque no atraviesan del mismo modo a todos los niños ni producen siempre los mismos efectos. En
segundo lugar, porque no podemos anticipar los efectos que, en cada niño singular, producirán las
múltiples interpelaciones que se dirigen a la infancia: ni cuáles serán ni cómo se combinarán.
Tampoco podemos postular que estos efectos definan lo que el niño es en toda situación, frente a
cualquier circunstancia. De modo que el mismo niño podrá mostrarse autónomo en una situación y
necesitado de protección, orientación, cuidado, en otra; podrá ocupar en algunos casos el lugar del
saber, y en otros requerir de la iniciativa adulta para aprender; podrá mostrarse responsable (en el
sentido de responder por sí) en algunos terrenos y requerir en otros que los adultos respondamos por
él.
Desde nuestra perspectiva, el agotamiento de la concepción moderna de infancia no es otra cosa que
el agotamiento de los universales que, operando sobre el concepto de naturaleza infantil, describen lo
que la infancia es y debe ser. Y no se trata tanto del contenido de esa concepción, sino de la operación
a través de la cual se instala una definición homogénea y unívoca de lo que es ser niño, que al mismo
tiempo que funciona como un universal (toda vez que describe algo del orden de lo “natural”), se
pronuncia en singular: establece un modelo de niño y un modelo de intervención sobre los niños
válido para todos.
No se trata entonces de reemplazar una descripción universal por otra; no se trata de encontrar los
rasgos que, al fin, permitan caracterizar de una vez a los “nuevos niños”, que permitan establecer –
una vez más quiénes tienen infancia y quiénes no. Se trata más bien de reconocer que cuestionado el
funcionamiento normativo de los universales lo que se abre es el reconocimiento del plural, no sólo de
los niños, sino también de las infancias.
En cualquier caso, más allá de sus matices, más allá incluso de los acuerdos y desacuerdos que las
hipótesis que postulan el fin de la infancia concitan, interesa destacar que, en sí mismas, han
producido y producen efectos en los modos en que pensamos la infancia y nuestra responsabilidad
sobre ella. Porque inquietan lo que sabemos, lo que podemos e incluso lo que sentimos sobre los
niños, y también porque obligan a deponer nuestros parámetros acerca de lo que los niños deben ser
para confrontar, sin moralismo ni nostalgia, lo que los niños (y los adultos, claro) hoy son.
Niños sujetos de derecho
Uno de los cambios más espectaculares registrados en el terreno de la infancia en los últimos años es,
sin dudas, la definición del niño como sujeto de derecho que se instala a partir de la Convención
Internacional de los Derechos del Niño aprobada en el año 1989. Esta definición modifica algo más
que el estatuto jurídico de la infancia: altera sustantivamente el modo en que el niño se hace presente
en el territorio público y, por lo tanto, el lugar que el Estado debe ocupar para asegurar su protección.
En este sentido, la Convención abre una serie de discusiones teóricas y políticas acerca de la infancia
que conmueven los modos tradicionales de responder a la pregunta “qué es un niño”. De hecho, desde
hace algún tiempo, la Convención misma está siendo objeto de debates que muestran el carácter
contradictorio de algunos de sus principios en la medida en que se sustentan en la convivencia de
concepciones de infancia diferentes.
Nos interesa aquí reseñar dos de los asuntos que están en discusión y que comprometen de manera
directa el lugar que la Convención le reserva a los adultos: la definición del niño como ciudadano y el
problema de la efectivización simultánea del derecho a la educación y de todos los derechos que
ponen el acento en la autonomía y las libertades del niño.
En relación con la ciudadanía, algunas posiciones sostienen que mientras no se aseguren mecanismos
que permitan participar a los más chicos en la definición y orientación de la “cosa pública”, la
democracia seguirá teniendo una deuda pendiente con ellos. Al respecto Emilio García Méndez señala
que “si el derecho de menores cumplió un papel (regresivo) fundamental, entre otras cosas por
legitimar las excepciones a las garantías que el derecho constitucional ofrece a todos los seres
humanos, un nuevo tipo de derecho constitucional inspirado en la Convención abre las puertas para
una nueva reformulación del pacto social, con todos los niños y adolescentes como sujetos activos del
nuevo pacto”. Esto significa que tienen derecho a participar en la definición de sus derechos y, en
general, en las decisiones públicas, como todos los ciudadanos. Que actualmente no formen parte
contratante del pacto es, según Alessandro Baratta, resultado de la persistencia de la diferenciación
entre seres racionales e irracionales, “que constituye un fundamento ontológico y ético de las teorías
del derecho natural y del contractualismo en la modernidad”.
En contraposición, Alain Renaut afirma que, en la medida en que son los adultos los que instauran el
contrato, el desafío consiste en inscribir al niño en una relación cuasi contractual, en virtud de la cual
aparece como ciudadano, aunque aún no lo sea plenamente. Para este autor, la dimensión
contractualista de la relación democrática con la infancia “encuentra sus propios límites allí donde se
hace necesario renunciar al espíritu del contrato para hacer reaparecer la autoridad”, y este es
justamente el punto en el que chocan los derechos a la educación y los derechos a la libertad
reconocidos a los niños en el texto de la CIDN. Detengámonos un momento en este asunto.
Según Philippe Merieu, la Convención juega permanentemente con dos registros: por un lado,
sostiene la necesidad de proteger y educar al niño, quien “por su falta de madurez física e intelectual,
necesita protección y cuidados especiales” (Preámbulo). Para asegurarlos, establece que es un deber
de los adultos velar por el desarrollo del niño y asegurar su derecho a la educación, la cual debe estar
orientada a “inculcar al niño el respeto de sus padres, de su identidad, de su lengua y de sus valores
culturales, así como el respeto de los valores nacionales del país en el que vive, del país de que sea
originario y de las civilizaciones distintas a la suya”. Asimismo, la Convención dispone que esta
educación debe “preparar al niño para asumir las responsabilidades de la vida en una sociedad libre,
con un espíritu de comprensión, paz, tolerancia, igualdad entre los sexos y amistad entre todos los
pueblos y grupos étnicos nacionales y religiosos y personas de origen autóctono” (CIDN, Art. 28 y
29).
Por otro lado, la Convención acuerda a los niños los derechos a la libertad de expresión, de
pensamiento, de consciencia, de religión, de asociación, de manifestación, así como el derecho a dar
su opinión libremente en todos los asuntos que lo afecten, aunque este último queda restringido “al
niño que esté en condiciones de formarse un juicio propio”, el cual deberá ser tenido en cuenta “en
función de la edad y madurez” (CIDN, Art. 12, 13, 14).
Los problemas que abren estos dos conjuntos de derechos son muchos y muy complejos. Sólo
mencionaremos aquí que, a primera vista, los derechos vinculados con la educación parecen remitir a
la concepción moderna de infancia, que define al niño como un ser aún incompleto, indefenso, que
necesita para su crecimiento protección y orientación adulta, mientras que los referidos a las
libertades parecen poner en escena una concepción según la cual el niño sería un ser responsable,
autónomo, ya capaz de pensar por sí mismo, y por lo tanto capaz de ejercer su libertad de elegir,
manifestarse, etc.
No obstante, Baratta advierte que las limitaciones a las libertades que coloca la Convención no son
menores en la medida en que limitan la posibilidad de ingreso pleno de los niños en el terreno de la
ciudadanía y la democracia. Al respecto, el autor señala que la Convención establece “contrapesos y
límites” externos e internos al derecho del niño a formarse un juicio propio, a expresar su propia
opinión y a ser escuchado: entre los externos, destaca el derecho que la Convención acuerda a los
adultos de interpretar cuál es el interés superior del niño o lo que asegurará su bienestar social,
espiritual, moral, su salud física o mental (CIDN, Art.3). Entre los internos, señala entre otros
límites que para la convención, si bien el niño tiene derecho a formarse un juicio propio sobre
cualquier asunto, sólo tiene derecho a manifestar su opinión en relación con los asuntos que lo afectan
(CIDN, Art.12); además, esta opinión sólo deberá ser tenida en cuenta “en función de la edad y la
madurez del niño” (ibidem). “Sin una interpretación garantista y global de la Convención –señala
Baratta estaríamos en presencia del viejo y fatal error del paternalismo: dejemos que el niño forme su
propia imagen del mundo dicen los adultos pero nosotros no tenemos nada que aprender de ella
cuando se refiere a nosotros mismos. Escuchémosle cuando decidimos por él, pero no tomemos
mucho en cuenta lo que él dice, si este resulta todavía muy pequeño o muy poco maduro”.
En cualquier caso, los puntos de discusión que se abren aquí son varios: si el niño es por definición
jurídica un ciudadano de pleno de derecho, ¿no es necesario prepararlo para el ejercicio de la
ciudadanía? Si se acepta que es necesario hacerlo, ¿cuáles son los límites a sus libertades que son
inevitables sostener? ¿Cómo, en ejercicio de su derecho a opinar sobre todos los asuntos que lo
afecten, ese sujeto en formación participa de las decisiones acerca de su propia formación? La
restricción a manifestar la opinión que se incluye en el artículo 12, en función de criterios tan
ambiguos como el “juicio propio”, la “madurez” o la “edad”, está muy lejos de resolver estas
contradicciones. Antes bien, parece una solución de compromiso que no hace sino confirmar la
complejidad del asunto.
Las salidas a esta contradicción que aparecen en el debate son diversas: Renaut va a sostener que los
derechos del niño son, en sentido estricto “cuasiderechos y cuasilibertades” y que en todo caso el
problema para la educación (escolar y familiar) es cómo contribuir a formar para el ingreso pleno al
contrato, tratando a los individuos como ciudadanos (con una intencionalidad casi exclusivamente
didáctica) aunque sepamos que no lo son todavía. También sostiene que no se puede pensar la relación
educativa de los adultos con los niños sólo como una relación jurídica o cuasicontractual, en la
medida en que es también una relación ética en virtud de la cual los adultos tienen el deber de velar
por los niños, aún cuando, en algunos casos, esto suponga un avance sobre sus derechos de libertad.
Por su parte, Pierre Tavoillot, sostiene que en la democracia los contratantes son iguales pero pueden
concebir, por contrato, una posición desigual. En el caso de la relación educativa entre adultos y niños
se puede, dice este autor, establecer por contrato “que, temporariamente, uno será superior al otro”. La
paradoja, nos advierte, es que educar para formar parte del contrato como ciudadano pleno exige el
respeto de un contrato anterior, el contrato educativo.
Finalmente, Merieu dirá que lo que está en cuestión no es la necesidad de preparación para el ejercicio
de la ciudadanía, dado que en ningún caso estamos hablando de derechos que se sustentarían en
capacidades existentes y equitativamente distribuidas entre las personas, con independencia de la
formación que reciban. En este sentido, para él está fuera de discusión que todos los niños tienen
derecho a ser formados en el ejercicio de sus derechos (lo que convierte a la formación en una
responsabilidad de los adultos). Por lo tanto, la discusión se restringiría al tipo de relación educativa
que se sostenga: una educación más directiva, que impone unos principios que se consideran
formativos para el ejercicio futuro de la libertad, o una educación que prepara para la libertad a través
del ejercicio de la libertad.
Como es sabido, los debates acerca de cómo formar sujetos libres e iguales forman parte del proceso
mismo de configuración de las sociedades modernas y han atravesado todas las polémicas político
educativas del siglo XIX y principios del XX acerca de la escolarización masiva. Lo que constituye
una novedad es la puesta en discusión del lugar de los adultos en esta formación, la tensión que esto
introduce en el sostenimiento de la asimetría necesaria en toda relación educativa, e incluso cierto
abstencionismo en la función de cuidado y protección de la infancia que a veces se registra en nombre
del respeto a los derechos de los niños. Desde ya, no pretendemos aquí resolver estos problemas. Lo
que sí nos interesa es destacar que, más allá del modo en que sus principios se han ido materializando
en políticas de protección integral, la misma definición del niño como sujeto de derecho, y la
extensión de los discursos que le están asociados, no sólo conmueve los modos tradicionales de
concebir la infancia sino también lo que los adultos somos y hacemos en relación con los niños. Como
ha señalado Mario Waserman, “hay una cierta guerra en el ámbito educativo entre los adultos y los
niños. El niño, como sujeto de derechos es el que más pone en cuestión la permanencia de la infancia
como institución social. ¿Qué derecho sobre él tiene efectivamente el adulto? Siempre estaremos
atrasados en esa respuesta”.
Niños consumidores
"Este año, la empresa Walt Disney Co. comenzará a vender una computadora personal con
pantalla plana especialmente diseñada para niños. La computadora incluye juegos, un lapicero
digital y un canal para tocar CDs y DVDs; se conecta a un televisor, un reloj, un teléfono
inalámbrico y otros productos que la empresa ha introducido en los últimos dos años. La
máquina se venderá por 599 dólares y la pantalla por 299. Disney anunció que sacará a la
venta una cámara digital y una cámara de video a fines de este año. La computadora, que ha
sido bautizada con el nombre de Disney Dream Desk PC será fabricada por la empresa
alemana Medion AG”.
Encontrar una noticia como esta en los diarios ya no nos sorprende. Habla de la ampliación y
diversificación de una oferta de bienes de consumo para niños que hoy incluye tanto productos
específicamente producidos para ellos, como objetos que tradicionalmente formaban parte del mundo
adulto (o a lo sumo, del patrimonio familiar), procesados ahora bajo los códigos de una estética
infantil que el mismo mercado instaló. Así, tanto los viejos “electrodomésticos” como la tecnología de
última generación pueden convertirse en la actualidad, por obra y arte de Disney, en productos para
niños. ¿Qué nuevas infancias pone en escena el mercado? ¿Qué novedades en la experiencia infantil
introduce la participación de los niños en el mercado y la interpelación que el mercado dirige hacia
los niños? Para abordar estas preguntas enumeraremos aquí algunas características del consumo
infantil actual.
1) El mercado ha ampliado su alcance sobre la vida cotidiana de los chicos, adquiriendo una
presencia y penetración especialmente a través de la TV que es hoy prácticamente ininterrumpida.
2) Este alcance está directamente vinculado con la ampliación de la rentabilidad del mundo del
consumo infantil. Esta rentabilidad, que se verifica en rubros clásicamente infantiles, como es el del
juguete (que en Argentina aumentó su facturación en un 30% sólo en el último año), también alcanza
a otros que no hacen de los más pequeños su razón de ser (por ejemplo, en el mayor grupo de cadenas
de librerías del país, la venta de productos para niños representa nada menos que el 15% de su
facturación total). En vinculación con este fenómeno, los espacios en los que se ofrecen esos bienes y
servicios, también se amplían y diversifican: restaurantes y bares con sector de juegos o con menú
para bebés, shoppings con guardería, librerías que reservan un área especial para niños, etc., forman
parte de un proceso creciente de “infantilización” de los ámbitos de consumo.
3) La oferta tiende a segmentarse cada vez con mayor detalle. La literatura, la ropa, el cine, las
obras teatrales, los juegos, los juguetes, los software (de entretenimiento o “educativos”), los
alimentos, los productos de higiene, etc., se orientan a sectores cada vez más específicos de la
población infantil, siendo la edad y el género los principales criterios de segmentación. Más allá de
sus ventajas comerciales (cuestión que no nos corresponde a nosotros analizar), nos interesa destacar
aquí la operación que esta estrategia pone en juego sobre el territorio infantil: visibiliza un segmento
de la población hasta entonces diluido bajo la categoría “infancia”, le atribuye deseos, necesidades y
preferencias homogéneas (por ejemplo a los varones de 12 a 14 años), y luego lo restituye al mercado
como grupo consumidor. Aunque en esta operación el mercado dialoga y muchas veces compite con
otros discursos (psicológico, médico, pedagógico, moral, etc.) por establecer cuáles son los rasgos
específicos de ese segmento, sus efectos identitarios son muy potentes y directos: lo que los niños y/o
niñas de un grupo consumidor tienen en común (y, a la vez, los diferencia del resto), no es otra cosa
que lo que consumen, desean, o “necesitan” consumir.
4) Aunque obviamente, el acceso a este mercado (cada vez más amplio y, al mismo tiempo, cada
vez más meticulosamente segmentado) es sumamente heterogéneo, en la medida en que su oferta
inunda las calles y las pantallas de los televisores, el mercado pone en circulación no sólo productos
sino también modelos identitarios que producen efectos sobre los deseos, las preferencias y las
representaciones estéticas que los niños y las niñas construyen sobre sí mismos, más allá del consumo
concreto de tal o cual producto.
5) Lo que se consume es la novedad misma: los bienes y servicios para niños aparecen y
desaparecen con una velocidad vertiginosa. Como ha señalado Juan Carlos Volnovich “hoy en día
asistimos a una aceleración que supone la destrucción a toda prisa, el consumo a toda velocidad, el
descarte de productos y de mercancías. Lo que importa es la cantidad de mercancías que se consumen,
sí, pero mucho más la velocidad en que se descartan, que es cada vez mayor”. Consumir y descartar
es la regla de estos tiempos, y el mercado infantil no escapa a esta lógica. Para el “estilo consumista”
dice Zigmunt Bauman el único valor de los objetos es ofrecer satisfacción inmediata, la cual cesa en
cuanto aparece otro objeto posible de satisfacción que no hemos probado; en ese punto, los “viejos”
objetos deben ser descartados.
6) Como contracara, el mercado, para seguir ampliándose, requiere también de la renovación
permanente de su oferta, aunque, advierte Vasen, “la producción que el mercado privilegia no es la de
las cosas nuevas. Lo que éstas hacen es generar las otras, las más importantes, las viejas y
descartables”. Según Loizeau, presidente de License Stores, la empresa que maneja en Buenos Aires
el hasta ahora único Barbie Store en el mundo, "el consumo infantil viene evolucionando en
sofisticación porque los chicos tienen muchos más estímulos e información y un nivel de exigencia
mucho mayor. Eso los lleva a querer ya cosas que desechan en muy corto tiempo, especialmente en
juguetes y gadgets electrónicos". Complementariamente, desde la Cámara del Juguete explican que
"al descender el índice de natalidad y bajar la edad tope del usuario del juguete (antes 14 años, ahora
10) se achican las posibilidades y para destacarse hay que imponer novedades, nuevos diseños y
apuntar a los juguetes más tecnológicos".
7) La tecnología parece condensar mejor que ningún otro rubro la lógica del acortamiento de los
tiempos de consumo al menos por dos razones: en primer lugar, porque la tecnología misma cambia
de manera permanente; en segundo lugar, porque los que se denominan “nativos digitales”, es decir,
los niños de los sectores sociales que han crecido en ambientes tecnologizados, necesitan muy poco
tiempo para aprender a utilizarlos. Tres asuntos que parecen caracterizar la relación adultosniños
frente al consumo de productos tecnológicos: en primer lugar, muestra la familiaridad con tecnología
muy compleja y novedosa como si fuera un atributo natural de los más chicos; en segundo lugar,
refuerza la idea de que en este terreno hay un abismo entre adultos y niños; en tercer lugar, expone
dramáticamente la inversión en la distribución tradicional de posiciones de saber y no saber y, con
ella, la inversión de las asimetrías.
8) Crece la participación directa de los niños en el consumo y también su incidencia en las
decisiones de compra de los adultos (los chicos participan crecientemente en la elección de productos
para el hogar en distintos rubros, especialmente alimentos para su propio consumo, alimentos para la
familia, productos de higiene y limpieza). Según el estudio Kiddo´s, el 84% de los niños
pertenecientes a sectores medios acompaña a sus padres a hacer las compras para el hogar siempre o a
veces y eligen las marcas de casi el 50% de los productos que éstos compran (este porcentaje se
reduce en las clases más altas). En el mundo del marketing este fenómeno se conoce como “power
kids indirecto” y es un factor que orienta las estrategias comunicacionales de las empresas que cada
vez más presentan un doble registro (a los niños y a los adultos), con independencia del producto de
que se trate.
La caracterización sintéticamente expuesta aquí permite advertir que, más allá de los modos
particulares en que se combinen las interpelaciones del mercado sobre los niños, éstas conmueven la
concepción tradicional de infancia, contribuyendo a la emergencia de nuevas formas de la experiencia
infantil que se realizan en y a través del consumo.
Así, la lógica de la gratificación inmediata y de lo que Volnovich denomina la hipervelocidad del
consumo, contradice la tradición moderna que concibe a la infancia como tiempo de espera. En su
lugar, “la actual infancia hiperrealizada –nos dice Narodowski conforma una demanda de inmediatez,
contenida en una cultura mediática de la satisfacción inmediata: no sé qué es lo que quiero pero lo
quiero ya”. El punto es que, tal como advierte Mario Waserman, “el niño mismo se va transformando
en un objeto de desecho cuando sus objetos de consumo pasan de moda y él no accede a los nuevos”.
Clifford Warne, un productor de televisión de los años
setenta acuñó en esa década el término “Kidult” para
referirse a una serie de programas que aparentemente
se dirigían a los chicos pero atraían igualmente una
audiencia adulta. Películas de animación como Shrek
o las nuevas adaptaciones de cuentos de hadas
tradicionales producidas por Disney o Pixar son
buenos ejemplos de relatos kidult en la actualidad.
Este tipo de productos –que se ha convertido en toda
una cultura – dice mucho de los puntos de encuentro
entre niños y adultos.
En segundo lugar, se registran cambios muy significativos en las configuraciones familiares,
especialmente a través de la extensión de las familias monoparentales, homoparentales, ensambladas,
y de la diversificación de las formas de concepción, en cuyo marco se modifican sustantivamente las
condiciones bajo las cuales los adultos se relacionan con los niños. Si, como han mostrado los
historiadores de la familia, el pasaje de la llamada familia de linaje a la familia nuclear cerrada que se
registró en occidente entre los siglos XVI y XVII, ha dado lugar a un nuevo modo de relación adultos
niños y con él, a la configuración de las concepciones y prácticas modernas sobre la infancia, habrá
que analizar con cuidado qué nuevas infancias y qué nuevos adultos emergen en el seno de lo que
Edward Shorter denomina la familia “postmoderna”. Así por ejemplo, en el caso de las familias
ensambladas, la multiplicación de las figuras parentales (los propios padres más las nuevas parejas,
que frecuentemente ya son padres o madres de otros hijos, que pueden además volver a convertirse en
padres en la nueva unión) y la ruptura en la correspondencia familiahogar o, lo que es lo mismo, la
diversificación de las familias a las que se puede pertenecer y de los hogares que se pueden habitar,
son cuestiones que obligan a repensar cuáles son hoy las fronteras y el territorio de la familia y,
principalmente, cuáles son los ámbitos y las condiciones actuales de ejercicio de la autoridad sobre los
hijos cuando las normas, los ámbitos en los que se aplican y los adultos de referencia, se diversifican.
En tercer lugar, contradiciendo la metáfora arendtiana que definía a los adultos como nativos y a los
niños como “recién llegados” y, por tanto, extranjeros del mundo al que arribaban, los adultos
experimentamos hoy, muchas veces, la sensación de ser más extranjeros de este mundo que los
propios niños. Como ya hemos señalado, esto se verifica sobre todo (aunque no exclusivamente) en el
terreno del consumo y utilización de los objetos tecnológicos, donde, como dice Volnovich, “los
adultos jugamos de visitantes y de locales los niños”. Esa sensación de extranjeridad se relaciona no
sólo con el mayor dominio técnico de los productos tecnológicos que muestran los más chicos, sino
también con ciertas competencias comunicacionales y sociales asociadas a su uso, que a buena parte
de los adultos nos resultan completamente extrañas; por ejemplo, la habilidad para la lectura de
relatos no lineales (como los de muchos videojuegos y dibujos animados), el desarrollo de un lenguaje
apto para sostener intercambios breves, frecuentemente con muchas personas al mismo tiempo o la
disposición a “entrar y salir” de una red de relaciones sociales precarias y deslocalizadas, que permite
participar, como dice Julio Moreno, “en una conversación que no ha visto empezar, que no verá
acabar y en la que no tiene por qué contactarse ni conocer la presencia de nadie, ni nadie conocerlo a
él”. Desde ya, la utilización misma de objetos tecnológicos, el desarrollo de estas competencias
comunicacionales y los efectos subjetivos que producen sobre los chicos es heterogénea y,
repitámoslo una vez más, varía según los sectores sociales, así como también según el género, el
ámbito urbanorural, etc. No obstante, dan cuenta de la emergencia de unas formas de sociabilidad
que, más allá de los soportes tecnológicos, parecen extenderse en un mundo en el que las relaciones
afectivas, laborales y sociales, las instituciones, las normas, etc., se han vuelto más precarias,
diversificadas e inestables.
Para finalizar digamos que el conjunto de las transformaciones apuntadas, abre toda una serie de
nuevos problemas vinculados con las formas que adopta la transmisión intergeneracional de la
cultura, la autoridad y el modo de ejercer la responsabilidad adulta de, como decía Arendt, “presentar
el mundo a los recién llegados”. Si con la modernidad, esta función adoptó las formas institucionales
de la familia nuclear y la escuela, hoy los niños son socializados en un espacio más amplio, amorfo y
diversificado que incluye el mercado, la tele, Internet, los videojuegos, la calle, el mundo del trabajo
informal, etc., ámbitos que conviven, aunque no sin conflicto, con las instituciones tradicionales. Por
supuesto, en todos estos ámbitos hay adultos (enseñando en las escuelas, diseñando estrategias de
marketing, haciendo televisión, sosteniendo actividades de explotación infantil, prescribiendo
medicación psiquiátrica a los niños, escuchando su palabra en un juzgado o vendiéndoles paco), el
punto es que su posición ya no puede postularse homogénea, en la medida en que los discursos sobre
la infancia, las formas de interpelación a los niños y las prácticas sobre ellos se diversifican.
Lo que quizás está más claro es que la novedad de estos tiempos no es la emergencia de una nueva
definición de lo que es ser adulto y ser niño, sino la movilidad y variabilidad de los atributos que
corresponden a una y otra posición. En efecto, saber y no saber, autonomía y heteronomía, debilidad y
cuidado, son rasgos que ya no definen dicotómicamente la adultez y la niñez, sino que pueden
desplazarse y combinarse de maneras diferentes en distintas situaciones y condiciones. En
consecuencia, el carácter de las relaciones entre adultos y niños tampoco puede ser fijado: podrán ser
a veces asimétricas a favor del adulto, a veces asimétricas a favor del niño, otras veces podrán ser
relaciones de “igual a igual” y otras, de simple indiferencia.
A lo que, sin embargo, los adultos no podemos renunciar, ni individualmente ni como generación, es a
la responsabilidad de asegurar la protección de los más chicos, en un mundo en el que, a la par que se
multiplican los discursos acerca de los derechos de la infancia, se multiplican también las situaciones
de injusticia y de hostilidad hacia los “nuevos”. Que las estrategias modernas de protección y
orientación de la infancia basadas en la separación del mundo adulto y en el “encierro” infantil en la
familia y la escuela estén siendo conmovidas, sólo significa que debemos encontrar otras formas de
protección, más capaces de albergar la pluralidad de las infancias y de dar respuesta a la complejidad
y variabilidad de los atributos y necesidades que definen lo que es ser un niño hoy.
A lo que tampoco podemos renunciar es a la responsabilidad de asegurar la filiación de los nuevos, la
inscripción de los que llegan en una cadena generacional. Y esto supone pronunciar palabras de
autoridad, que no son palabras que obligan, controlan o disciplinan, sino palabras que aseguran la
transmisión, es decir, el pasaje de un mensaje transgeneracional que inscribe a los sujetos en una
genealogía, los sitúa en una historia que es a la vez individual, familiar y social y los habilita a
trasformarla. En definitiva, lo que está en juego es la transmisión misma de la autoridad, el
reconocimiento de que las nuevas generaciones podrán, a su vez, ejercer la autoridad en el futuro. En
este sentido, como ha dicho Charlotte Herfray, las palabras de autoridad no son palabras que “saben”
sino palabras que “cuentan”, es decir, no son palabras de saber ni de poder, sino palabras de
reconocimiento de aquel al que se dirigen: es uno de los nuestros y hará del mundo otra cosa.
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