El Hombre Vacio - Dan Simmons PDF
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Dan Simmons
El hombre vacío
ePub r1.0
Titivillus 09.07.15
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Título original: The Hollow Man
Dan Simmons, 1992
Traducción: Rafael Marín Trechera
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Presentación
Dan Simmons es actualmente un escritor famoso y popular. Los hoy llamados
CANTOS DE HYPERION (cuatro títulos entre 1990 y 1997) reconstruían la estructura de
LOS CUENTOS DE CANTERBURY de Chaucer en clave de ciencia ficción en un claro
homenaje al poeta inglés John Keats y a toda la literatura. Más recientemente, el
brillante díptico ILIÓN/OLYMPO (2003 y 2005) viene a ser la recreación de LA ILÍADA
de Homero en clave de ciencia ficción. Pero eso siempre sólo en una primera
aproximación: cualquier obra de Simmons incluye demasiados elementos para
reducirla a un solo rasgo.
Profesional brillante y polifacético como pocos, Simmons se ha dedicado
también, y siempre con gran éxito, a la novela de terror con la que se iniciaron sus
primeros éxitos con LA CANCIÓN DE KALI (1985) o LOS VAMPIROS DE LA MENTE
(1989) y, más recientemente, incluso a la novela de suspense y espionaje con THE
CROOK FACTORY (1999) y EL BISTURÍ DE DARWIN (2000).
De entre sus muchas otras obras, sólo EL HOMBRE VACÍO (1992 —NOVA número
2002), con disquisiciones casi existenciales en torno a la telepatía y la soledad,
podía, en cierta forma, emparentarse con la ciencia ficción como ocurría con los
CANTOS DE HYPERION y con el díptico ILIÓN/OLYMPO.
Pero EL HOMBRE VACÍO tiene una historia editorial en España un poco curiosa…
Una historia que hoy me atreveré a contarles…
En la primera mitad de los años noventa, Ediciones B contrató a un nuevo
«editor» (más adelante se justificarán las comillas…) que debía lanzar a la editorial
por el camino de los grandes superventas, o best-sellers. A la vista del éxito de los
libros de Simmons (en concreto y sobre todo HYPERION, LOS VAMPIROS DE LA MENTE
y LA CANCIÓN DE KALI) ese «editor» decidió adquirir los derechos de varias novelas
de Simmons todavía inéditas en España (me temo que sin ni siquiera leerlas…). No
se detuvo ante nada y acabó pagando casi diez o veinte veces más de lo habitual por
los derechos de traducción al español de un autor como Simmons. Luego, y aunque
parezca mentira, la mayoría de esos libros, aun con los derechos pagados, ni
siquiera llegaron a publicarse. Quedaron a disposición de la editorial durante unos
años aunque, por esos misterios de la vida que nunca seré capaz de comprender, tal
vez por la dificultad de rentabilizar los altísimos derechos pagados,
desgraciadamente nunca se publicaron. Ni que decir tiene que, al final, ese «editor»
tuvo que buscar trabajo en otro sitio tras los muchos costes de su gestión y sus
fracasos reales como editor.
Uno de esos títulos era EL HOMBRE VACÍO, que yo había querido publicar —sin
éxito— en NOVA: Simmons había caído en las garras (nunca mejor dicho…) de ese
presunto editor y, como iba a ser un superventas, no podía aparecer en una colección
digamos algo sesgada como NOVA (ya se sabe que eso de la ciencia ficción y la
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fantasía no siempre es correctamente apreciado por todos…). Me conformé con
ENDYMION (1996, NOVA ciencia ficción, número 98) y EL ASCENSO DE ENDYMION
(1997, NOVA número 120), y aquí paz y después gloria. Tras lo que se había pagado
por sus derechos, evidentemente EL HOMBRE VACÍO quedaba al margen de NOVA y
sus tiradas siempre más reducidas.
Ahora, pasados ya los años y caducados esos derechos (y, debo confesarlo, tras
el éxito de nuevo espectacular del díptico ILIÓN/OLYMPO), me decidía recuperar
para NOVA una novela que me había gustado mucho, sobre todo por el tratamiento
moderno del tema de la telepatía, vista casi como un castigo bíblico.
Afortunadamente el «editor» citado (ya saben: se dice el pecado pero no el
pecador…) ya no está en Ediciones B para recordarme que «un título y un autor tan
buenos no merecen estar en NOVA». En cualquier caso, les diré que para adquirir de
nuevo los derechos (los anteriores habían caducado ya) esta vez la editorial ha
pagado casi diez veces menos de lo que pagó en 1993…
O sea que, con muchos más años de retraso de lo que me habría gustado, aquí
tienen, ¡por fin!, EL HOMBRE VACÍO de Dan Simmons.
Y, por favor, disculpen esa peculiar excursión explicativa de ciertas peripecias y
comportamientos editoriales, pero les aseguro que el hecho de publicar una novela
que me gusta tras casi quince años de espera significa una verdadera satisfacción.
Suele decirse que nunca es tarde si la dicha es buena. Y en este caso lo es. Y mucho.
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muerte de Gail, Jeremy es de nuevo vulnerable al caótico fluir de pensamientos
ajenos que amenazan con destrozar su cordura.
Jeremy huye e intenta escapar de su mente, de su pasado, de sí mismo. Desea
vivir aislado, pero acaba siendo testigo de un brutal acto de violencia que le lanza a
un fatal viaje a través de lo más peligroso del país como un testigo excepcional de
nuestra manera de vivir.
Al mismo tiempo que narra la trágica historia de un testigo privilegiado de
nuestra sociedad, en una novela que podría proporcionar la base para una
sorprendente e inspirada ROAD MOVIE existencial, Simmons lleva a cabo un examen
de la telepatía y sus posibles explicaciones. Un protagonista como Jeremy,
especializado en el análisis con series de Fourier acabará usando su saber
matemático para el estudio de las posibles ondas mentales en que pudiera basarse la
telepatía.
Pero no es ése el tema que queda en el recuerdo del lector, sino el largo paseo (ya
les digo, casi como una ROAD MOVIE) por algunos de los más turbios aspectos de
nuestra sociedad. Y eso, en las manos de un brillante narrador como Simmons,
acaba siendo una estimulante experiencia.
Y, para finalizar, déjenme hablarles del título de nuestra edición.
En inglés la novela de Dan Simmons lleva por título THE HOLLOW MAN, que
podría traducirse como «El hombre hueco» o «El hombre vacío», aunque también
como «El hombre vano». Y, en realidad, este último significado es el que eligió el
traductor del poema de T. S. Eliot que da pie a la novela de Simmons y proporciona,
además, el texto para denominar muchos de los capítulos de la novela de Simmons.
Nuestra correctora, Paula Vicens, me ha recomendado que usara como
traducción española de THE HOLLOW MAN ese «El hombre vano» que parece surgir
de la consideración del poema de T. S. Eliot tan presente en la novela de Simmons.
Aunque me temo que Paula Vicens tiene toda la razón, al final he optado por usar
como título «El hombre vacío».
Mi explicación es sencilla: entre los muchos significados de «vano» en español,
el DRAE (Diccionario de la Real Academia Española, yo uso la vigésima primera
edición) cita, en su quinta acepción, la idea de que vano es también «arrogante,
presuntuoso, envanecido», y no quisiera que esa significación asomara ni siquiera
por un momento. La misma Paula nos recordaba que los versos de Eliot eran «una
crítica social al hombre moderno, que lleva una vida vacía y sin sentido» y eso
mismo viene a ser la novela de Dan Simmons (y por ello esa continua referencia al
poema de Eliot en muchos de los títulos de sus capítulos). Así que, para evitar esa
posible asociación con la arrogancia y la presunción, he optado por «vacío» en
lugar de «vano» y asumo con ello la responsabilidad del posible error. De paso les
haré notar que el último verso «no con un estallido, sino con un sollozo» (NOT WITH A
BANG BUT A WHIMPER) también inspiró a Damon Knight para el título de un breve
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relato, hoy un clásico, NOT WITH A BANG, de 1950.
Y nada más. Posiblemente casi doce o trece años más tarde de lo que yo habría
querido, aquí tienen una interesante y emotiva historia que parece hablar de un
sufrido telépata, pero que, en realidad, habla de todos nosotros y de nuestra forma de
vida.
Que ustedes la disfruten.
MIQUEL BARCELÓ
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Agradecimientos
Al autor le gustaría dar las gracias a las siguientes personas por convertir una
tarea imposible en una tarea solamente difícil:
A Sue Bolton y Edward Bryant por leer el libro que estaba escrito en vez del que
otros esperaban. A Tabitha y Steve King por el largo maratón de lectura por todo el
país… y por las amables palabras que siguieron. A Niki Gernold por demostrar la
mecánica de la telepatía. A Betsy Mitchell por demostrar el valor de las convicciones
que compartimos. A Ellen Datlow por gustarle (y comprar) la historia que dio
comienzo a todo, hace ya diez largos años. A Richard Curtís por evitar la ofuscación
con su proverbial profesionalidad. Al matemático Ian Stewart por provocar la
apasionada respuesta de un profano en matemáticas. A Karen y Jane Simmons por su
amor, apoyo y tolerancia mientras yo intentaba perversamente convertir una tarea
solamente difícil en otra imposible.
Además de a estas maravillosas personas, debo dar las gracias a otras que ya no
están con nosotros: A Dante Alighieri, John Ciardi, T. S. Eliot, Joseph Conrad y
Tomás de Aquino.
Todos ellos han explorado, mucho más elocuentemente de lo que mis capacidades
me permitirán jamás, el obsesivo tema de
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Probarás lo salado que sabe el pan de otro,
y qué difícil camino es subir y bajar las escaleras de otro.
DANTE,
Paraíso XVII
T. S. ELIOT,
Los hombres vanos
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Sombra al atardecer
Bremen dejó el hospital y a su esposa moribunda y se dirigió al este, hacia el mar.
Las carreteras estaban repletas de ciudadanos de Filadelfia que huían de la ciudad
para disfrutar del fin de semana de Pascua, inusitadamente cálido, así que Bremen
tuvo que concentrarse en el tráfico, dejando sólo el más tenue de los contactos con la
mente de su esposa.
Gail dormía. Sus sueños eran inquietos, inducidos por la medicación. Buscaba a
su madre a través de habitaciones infinitamente enlazadas y llenas de muebles
Victorianos. Imágenes de esos sueños se deslizaban entre las sombras del atardecer de
la realidad mientras Bremen cruzaba Pine Barrens. Ella despertó justo cuando
Bremen salía del desvío del parque, y durante los pocos segundos en que el dolor no
la acompañó, Bremen pudo compartir la claridad de la luz del ocaso que caía sobre la
manta azul que había al pie de su cama; luego compartió el rápido vértigo de
confusión mientras ella pensaba (sólo un segundo) que era por la mañana en la
granja.
Sus pensamientos lo buscaron justo cuando el dolor regresaba, apuñalándola tras
el ojo izquierdo como una aguja fina pero infinitamente penetrante. Bremen hizo una
mueca y dejó caer la moneda que tendía al encargado de la cabina de peaje.
—¿Le pasa algo, amigo?
Bremen negó con la cabeza, sacó un dólar y se lo lanzó a ciegas al hombre. Tras
guardar el cambio en la abarrotada guantera del Triumph, se concentró en la
conducción del pequeño automóvil mientras se protegía de lo peor del dolor de Gail.
Lentamente la agonía remitió, pero la confusión de ella lo cubrió como una oleada de
náuseas.
Gail recuperó rápidamente el control a pesar de los cambiantes telones de miedo
que se agitaban en los bordes de su conciencia. Subvocalizó, concentrándose en
estrechar el espectro de lo que compartía a un simulacro de su voz.
Hola, Jerry.
Hola, nena, qué tal. Envió este pensamiento mientras giraba hacia la salida de
Long Beach Island. Bremen compartió lo que veía: el sorprendente verde de la hierba
y los pinares festoneados de dorado a la luz de abril; la sombra del coche deportivo
saltando en la curva del embarcadero mientras seguía la rotonda. De repente le llegó
el inconfundible olor a sal y algas podridas del Atlántico, y compartió también con
ella todo esto.
Bonito. Los pensamientos de Gail se difuminaron con la estática de demasiado
dolor y medicación. Se aferraba a las imágenes que él veía con una concentración de
voluntad casi febril.
La entrada a la comunidad costera era decepcionante: marisquerías venidas a
menos, moteles carísimos, interminables paseos marítimos. Pero su familiaridad les
resultaba tranquilizadora a ambos, y Bremen se concentró en verlo todo. Gail empezó
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a relajarse un poco mientras los terribles pinchazos del dolor remitían, y durante un
segundo su presencia fue tan real que Bremen casi estuvo a punto de volverse hacia el
asiento de pasajeros para hablarle. Envió el retortijón de pesar y vergüenza antes de
que pudiera reprimirlo.
Los caminos de acceso de las casas de la playa estaban llenos de familias que
descargaban sus todoterrenos y llevaban la cena a la playa. Las sombras del atardecer
traían el anuncio de la primavera, pero Bremen se concentró en el aire fresco y el
calor de las franjas de luz mientras conducía hacia el faro de Barnegat, al norte. Miró
a la derecha y vio a media docena de pescadores de pie en la orilla, sus sombras
cruzándose con las blancas líneas de los rompientes.
Monet, pensó Gail, y Bremen asintió, aunque en realidad estaba pensando en
Euclides.
Siempre matemático. La voz de Gail se desvaneció cuando el dolor regresó.
Frases a medio formar se esparcieron como la espuma que se alzaba en las blancas
olas.
Bremen dejó el Triumph aparcado cerca del faro y se acercó a la playa caminando
entre las bajas dunas. Colocó la ajada manta que habían traído tantas veces a ese
mismo punto. Unos niños pasaron corriendo y gritaron cuando se acercaron a la
orilla. A pesar de que el agua estaba fría y de que estaba refrescando, iban en traje de
baño. Una niña de unos nueve años, todo piernas blancas y con un bañador un año
demasiado pequeño, bailó en la arena mojada en una intrincada e inconsciente
coreografía con el mar.
La luz se difuminaba entre las persianas. Una enfermera que olía a cigarrillos y
polvo de talco rancio entró a cambiar el gotero y tomarle el pulso. La megafonía del
pasillo continuó emitiendo imperativos anuncios a todo volumen, pero era difícil
comprenderlos a través de la creciente bruma de dolor. El doctor Singh llegó a eso de
las seis y le habló en voz baja, pero la atención de Gail estaba clavada en la puerta,
por donde llegaría la enfermera con la bendita aguja. El roce del algodón contra su
brazo fue un delicioso preliminar del prometido cese del dolor. Gail conocía al
segundo cuántos minutos faltaban para que la morfina empezara a actuar. El doctor
estaba diciendo algo.
—… su marido? Creía que iba a quedarse esta noche.
—Está aquí mismo, doctor —dijo Gail. Dio una palmadita a la manta y la arena.
Bremen se cerró el chubasquero de nailon para protegerse del frío de la noche
inminente. Las estrellas quedaban ocultas por una capa alta de nubes que permitía ver
apenas una rendija de cielo. Mar adentro, un petrolero improbablemente largo se
movía en el horizonte. Las ventanas de las casas de la playa proyectaban rectángulos
amarillos sobre las dunas.
El aroma a filetes a la brasa le llegó con la brisa. Bremen trató de recordar si
había comido ese día o no. El estómago se le retorció en una leve sombra del dolor
que todavía inundaba a Gail incluso cuando la medicación estaba surtiendo efecto.
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Bremen pensó en volver al supermercado que había junto al faro y comprar un
sandwich, pero recordó la barra de chocolate que había comprado en la máquina
expendedora del pasillo del hospital la semana anterior, cuando se había quedado a
hacerle compañía. Todavía la tenía en el bolsillo. Bremen se contentó con morder la
cobertura de avellanas, dura como una piedra, mientras contemplaba la puesta de sol.
Unas pisadas resonaron en el pasillo. Parecía como si hubiera ejércitos enteros en
marcha. La prisa de las pisadas, el modo en que resonaban las bandejas y la vaga
charla de los celadores que traían la cena a los otros pacientes recordaron a Gail
cuando estaba acostada en la cama de niña y escuchaba el ruido de alguna de las
fiestas que sus padres daban en la planta de abajo.
¿Recuerdas la fiesta en la que nos conocimos?, envió Bremen.
Hummm. Gail apenas prestaba atención. Los negros dedos del pánico ya
acechaban al borde de su conciencia a medida que el dolor iba imponiéndose al
analgésico. La fina aguja tras su ojo empezó a calentarse.
Bremen trató de enviar imágenes del recuerdo de la fiesta de Chuck Gilpen una
década antes, de su primer encuentro, de aquel primer segundo en que sus mentes se
abrieron la una a la otra y se dieron cuenta de que no estoy solo. Y luego el remate,
no soy una rareza. Allí, en la abarrotada casa de Chuck, entre la tensa charla y la
neurocháchara aún más tensa de profesores y alumnos graduados, sus vidas habían
cambiado para siempre.
Bremen acababa de entrar por la puerta (alguien le había puesto una bebida en la
mano) cuando de repente sintió otro escudo mental cerca. Efectuó un sondeo
superficial y, de inmediato, los pensamientos de Gail lo barrieron como un reflector
en una habitación oscura.
Ambos se quedaron sorprendidos. Su primera reacción fue aumentar la fuerza de
sus escudos mentales, enroscarse como armadillos asustados. Pronto descubrieron
que era inútil contra las sondas inconscientes y casi involuntarias del otro. Nunca
habían encontrado otro telépata que no tuviera más que habilidades primitivas y sin
controlar. Ambos habían asumido que eran cada cual una rareza, un ser único e
inabordable. Pero allí estaban, desnudos frente a frente en un espacio vacío. Un
segundo más tarde, casi sin querer, inundaron la mente del otro con un torrente de
imágenes, autoimágenes, recuerdos parciales, secretos, sensaciones, preferencias,
percepciones, vergüenzas ocultas, ansias a medio formar y miedos completamente
formados. No contuvieron nada. Cada pequeña crueldad cometida, cada experimento
sexual llevado a cabo y cada prejuicio acumulado se vertieron junto con recuerdos de
fiestas de cumpleaños pasadas, antiguos amantes, padres y un interminable caudal de
cosas triviales. Rara vez se conocen tan bien dos personas al cabo de cincuenta años
de matrimonio.
Un minuto después se conocieron por primera vez.
La luz del faro de Barnegat pasaba sobre la cabeza de Bremen cada veinte
minutos. Ya había más luces encendidas en el mar que en la oscura línea de la playa.
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Se había levantado viento después de medianoche y Bremen se arrebujó en la manta.
Gail había rechazado la aguja cuando la enfermera hacía la última de sus rondas, pero
su contacto mental estaba todavía nublado. Bremen lo forzó por pura fuerza de
voluntad.
Gail siempre había tenido miedo de la oscuridad. Muchas habían sido las veces
durante sus nueve años de matrimonio en que él había tenido que extender en la
noche su mente o su brazo para tranquilizarla. En aquel momento era de nuevo una
niñita asustada a quien habían dejado sola en el piso de arriba de la gran casa de la
avenida Burlingame. Había cosas en la oscuridad, bajo su cama.
Bremen buscó a través del dolor y la confusión para compartir con ella el sonido
del mar. Le contó historias sobre las últimas hazañas de Gernisavien, su gata. Se
tumbó en la arena para que su cuerpo se emparejara con el suyo en la cama del
hospital. Lentamente ella empezó a relajarse, a rendir sus pensamientos a los suyos.
Incluso consiguió dormirse unas cuantas veces sin la morfina, y sus sueños eran los
movimientos de las estrellas entre las nubes y el fuerte perfume del Atlántico.
Bremen describió la semana de trabajo en la granja (el poco trabajo que había
hecho entre sus visitas al hospital), y compartió la sutil belleza de la ecuación de
Fourier en la pizarra de su estudio y la satisfacción de plantar un melocotonero junto
al camino de acceso. Compartió recuerdos de la excursión a las pistas de esquí de
Aspen el año anterior y la súbita irrupción de un reflector que iluminó la playa desde
un barco invisible en el mar. Compartió la poca poesía que había memorizado, cuyas
palabras sin embargo seguían convirtiéndose en imágenes puras y sentimientos aún
más puros.
La noche prosiguió y Bremen compartió su fría claridad con su esposa, añadiendo
a cada imagen el cálido trazo de su amor. Compartió detalles tontos y esperanzas de
futuro. A cien kilómetros de distancia le tocó la mano. Cuando se quedó adormilado
unos minutos, le envió sus sueños.
Gail murió justo antes de que la primera luz falsa del amanecer tocara el cielo.
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Una bandera en la niebla
Dos días después del funeral, Frank Lowell, el jefe del departamento de
matemáticas de Haverford, visitó a Bremen para asegurarle que conservaría su
trabajo decidiera lo que decidiese hacer en los meses siguientes.
—En serio, Jerry —dijo Frank—, no tienes nada de lo que preocuparte en ese
asunto. Haz lo que tengas que hacer para reorganizar las cosas. Cuando quieras
volver, el puesto es tuyo.
Frank ofreció su mejor sonrisa de niño pequeño y se ajustó las gafas de montura
al aire. La espesa barba le cubría las mejillas y la barbilla regordetas de un chico de
trece años. Sus ojos azules eran francos e inocentes.
Satisfacción. Un rival eliminado. Nunca le había gustado realmente Bremen…
demasiado listo. La investigación de Goldmann lo había convertido en una amenaza
demasiado grande.
Imágenes de la joven rubia del MIT a la que Frank había entrevistado el verano
anterior y con la que se había estado acostando durante todo el largo invierno.
Perfecto. Ya no hará falta mentirle a Nell o inventar conferencias para los fines
de semana largos. Sheri puede quedarse en la ciudad, cerca del campus, y el puesto
será suyo la próxima Navidad si Bremen está fuera demasiado tiempo. Perfecto.
—En serio, Jer —dijo Frank, y se inclinó hacia delante para darle una palmadita a
Bremen en la rodilla—, tómate el tiempo que necesites. Lo consideraremos un retiro
sabático y te guardaremos el puesto.
Bremen alzó la cabeza y asintió. Tres días más tarde envió por correo su carta de
dimisión a la facultad.
Dorothy Parks, del departamento de psicología, fue a su casa tres días después del
funeral, insistió en prepararle la cena y se quedó hasta después de anochecer
explicándole los mecanismos de la pena. Estuvieron sentados en el porche hasta que
la oscuridad y el frío los obligaron a entrar. Parecía que fuera invierno otra vez.
—Tienes que comprender, Jeremy, que alejarse del entorno habitual es un error
común que comete la gente que acaba de sufrir una pérdida grave. Estar demasiado
tiempo fuera del trabajo, cambiar de casa demasiado rápidamente… parece que es
algo que puede ayudar, pero es otra forma de posponer la confrontación inevitable
con la pena.
Bremen asintió y escuchó con atención.
—Ahora mismo estás en la fase de negación —dijo Dorothy—. Igual que Gail
tuvo que pasar por esa fase con su cáncer, ahora tú tienes que pasarla con la pena…
pasarla y superarla. ¿Comprendes lo que te digo, Jeremy?
Bremen se llevó los nudillos al labio superior y asintió lentamente. Dorothy Parks
tenía cuarenta y tantos años, pero se vestía como si fuera mucho más joven. Esa
noche llevaba una camisa de hombre, muy desabrochada y metida por dentro de una
falda larga de gaucho, con unas botas de por lo menos treinta centímetros de caña.
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Los brazaletes entrechocaban en sus muñecas cuando gesticulaba. El pelo corto,
teñido de rojo con mechas púrpuras, lo llevaba peinado en una cresta.
—Gail hubiese querido que te enfrentaras a esta negación lo más rápidamente
posible y que continuaras con tu vida, Jeremy. Lo sabes, ¿verdad?
Está escuchando. Me mira. Tal vez no debería haberme soltado ese cuarto
botón… ser sólo la terapeuta esta noche… haberme puesto el jersey gris. Bueno, a la
mierda con eso. Lo he visto mirarme en el recibidor. Es más bajo que Darren… no
tan fuerte… pero eso no es importante. Me pregunto cómo será en la cama.
Imágenes de un hombre de pelo rubio… Darren… deslizando la mejilla sobre su
vientre.
No importa, podrá aprender lo que me gusta. ¿Dónde estará el dormitorio? En la
primera planta, en alguna parte. No, mi casa… no, mejor un sitio neutral para la
primera vez. El reloj corre. El reloj biológico. Mierda, al tipo que se le ocurrió esa
frase tendrían que haberle cortado las pelotas.
—… importante que compartas tus sentimientos con tus amigos, con alguien
cercano —estaba diciendo ella—. La negación sólo puede durar un tiempo antes de
que vuelva el dolor. ¿Me prometes que llamarás? ¿Para charlar?
Bremen alzó la cabeza y asintió. Y en ese segundo decidió más allá de ninguna
duda que la granja no podía venderse.
Al cuarto día tras el funeral de Gail, Bob y Barbara Sutton, vecinos y amigos,
volvieron para darle el pésame en privado. Barbara lloraba con facilidad. Bob se
agitaba incómodo en su asiento. Era un hombre grande con el pelo rubio cortado al
cepillo, la cara redonda y permanentemente colorada, y unos dedos tan cortos y
suaves como los de un niño. Estaba pensando en llegar a casa a tiempo para ver el
partido de los Celtics.
—Sabes que Dios no nos da nada que no podamos soportar, Jerry —dijo Barbara
entre sollozos.
Bremen lo consideró. Barbara tenía una veta prematura de canas en el pelo oscuro
y Bremen siguió la sinuosa línea que dibujaba desde su frente hasta que se perdía de
vista en la curva de su cráneo, bajo el coletero. La neurocháchara que surgía de ella
era como la vaharada de aire caliente de un horno abierto.
Testigo. No le parecería maravilloso al pastor Miller si llevara al Señor a este
profesor universitario. Si cito las Escrituras, podré perderle… ¡Oh, a Darlene le
daría un ataque si apareciera en los servicios del miércoles por la noche con este
agnóstico… ateo… lo que sea, dispuesto a acudir a Cristo!
—Él nos da la fuerza que necesitamos cuando la necesitamos —estaba diciendo
Barbara—. Aunque no podamos comprender esas cosas, hay un motivo. Un motivo
para todo. Gail fue llamada a casa por algún motivo que el buen Dios revelará cuando
llegue nuestra hora.
Bremen asintió, distraído, y se puso en pie. Algo sorprendidos, Bob y Barbara se
levantaron también. Los acompañó hasta la puerta.
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—Si hay algo que podamos hacer… —empezó a decir Bob.
—La verdad es que sí —dijo Bremen—. Me preguntaba si podríais cuidar de
Gernisavien mientras paso fuera una temporada.
Barbara sonrió y frunció el ceño al mismo tiempo.
—¿La gata? Quiero decir, claro… Gerny se lleva bien con mis dos siameses…
nos encantará… pero ¿cuánto tiempo piensas…?
Bremen intentó sonreír.
—Una temporada, hasta que resuelva las cosas. Me sentiría mejor si Gernisavien
estuviera con vosotros en vez de con el veterinario o en el hogar de acogida para
gatos de Conestoga. Podría dejárosla por la mañana, si os parece bien.
—Sí —dijo Bob, estrechando de nuevo la mano de Bremen. Cinco minutos para
el partido.
Bremen saludó con la mano mientras ellos daban la vuelta en su Honda y
desaparecían por el camino de gravilla. Luego entró en la casa y fue pasando
lentamente de una habitación a otra.
Gernisavien dormía en la manta azul que había al pie de la cama. Volvió la cabeza
manchada cuando Bremen entró en la habitación y los ojos amarillos lo miraron
acusadores por haberla despertado. Bremen le acarició el cuello y se acercó al
armario. Descolgó una de las blusas de Gail y se la llevó a la mejilla un segundo,
luego se cubrió la cara con ella e inhaló profundamente. Salió de la habitación y
volvió a su estudio, pasillo abajo. Los trabajos de los alumnos permanecían
amontonados donde los había dejado un mes antes. Sus ecuaciones de Fourier estaban
esparcidas allí donde las había garabateado en estallidos de inspiración, a las dos de
la madrugada, la semana antes del diagnóstico de Gail. Montones de manuscritos y
revistas sin leer cubrían cada superficie.
Bremen se quedó de pie un minuto en el centro de la habitación, frotándose las
sienes. Incluso allí, a setecientos metros del vecino más cercano y a doce kilómetros
de la ciudad y la autopista, la cabeza le zumbaba y le chisporroteaba de
neurocháchara. Era como si toda su vida hubiera escuchado bajito una radio
encendida en otra habitación y de repente, de algún modo, alguien le hubiera
instalado un altavoz en la cabeza y hubiera puesto el volumen al máximo. Desde la
mañana en que había muerto Gail.
Y la cháchara no era sólo más fuerte, sino más siniestra. Bremen sabía que
procedía de una fuente más malévola y profunda que el roce al azar de pensamientos
y emociones al que había tenido acceso desde los trece años. Era como si su relación
casi simbiótica con Gail hubiera sido un escudo, una muralla entre su mente y las
afiladas acometidas de un millón de pensamientos sin estructura. Antes del viernes
habría tenido que concentrarse para captar la mezcla de imágenes, sentimientos y
frases a medio formar que constituían los pensamientos de Frank, o de Dorothy, o de
Bob y Barbara. Pero ya no se protegía del asedio. Lo que Gail y él habían
considerado escudos mentales (simples barreras para enmudecer el ruido de fondo y
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el chisporroteo de la neurocháchara) simplemente ya no estaba allí.
Bremen tocó la pizarra como si fuera a borrar la ecuación escrita, pero luego soltó
el borrador y bajó las escaleras. Al cabo de un rato Gernisavien se reunió con él en la
cocina y se frotó contra sus piernas. Bremen advirtió que había oscurecido mientras
permanecía sentado a la mesa, pero no encendió la luz cuando abrió una lata nueva de
comida para gatos y la sirvió. Gernisavien lo miró como si desaprobara que no
comiera ni encendiera la luz.
Más tarde, cuando se tumbó en el sofá del salón para esperar la mañana, la gata se
acostó sobre su pecho y ronroneó.
Bremen descubrió que cerrar los ojos traía consigo el mareo y la inminente
sensación de terror… el conocimiento seguro de que Gail estaba en alguna parte, ahí,
en la habitación de al lado, fuera en el jardín, y que lo llamaba. Su voz era casi
audible. Bremen sabía que, si se quedaba dormido, se perdería el instante en que su
voz alcanzara el umbral de su audición. Así que permaneció despierto y esperó
mientras la noche pasaba y la casa crujía y gemía en su propia inquietud, y su sexta
noche sin dormir se convirtió en el frío gris de su séptima mañana sin ella.
Bremen se levantó a las siete, dio de comer de nuevo a la gata, encendió la radio
de la cocina, se afeitó, se duchó y se tomó tres tazas de café. Llamó a una compañía
de taxis y pidió que lo recogiera un coche en el taller Import Repair de Costenoga
Road al cabo de cuarenta y cinco minutos. Luego metió a Gernisavien en su
transportín (agitó la cola porque sólo habían usado el transportín para llevarla al
veterinario en los dos años transcurridos desde aquel vuelo desastroso a California
para visitar a la hermana de Gail) y lo puso en el asiento trasero del Triumph.
Había comprado ocho garrafas de queroseno el lunes, antes de vestirse para el
funeral. Llevó cuatro al porche trasero y les quitó la tapa. Los ásperos vapores
inundaron el frío aire de la mañana. El cielo sugería que iba a llover antes de la
noche.
Bremen empezó por el primer piso a rociar la cama, el cobertor, los armarios y
sus contenidos, la cómoda de cedro y luego otra vez la cama. Vio cómo los papeles
blancos de su estudio se arrugaban y oscurecían cuando vació el líquido de la
segunda garrafa. Dejó después un reguero por las escaleras, empapando los oscuros
pasamanos que Gail y él tan concienzudamente habían pulido cinco años antes.
Usó otras dos latas en la planta baja, sin pasar nada por alto (ni siquiera el abrigo
que Gail se ponía para entrar en el granero, que colgaba de un gancho de la puerta), y
luego salió de la casa con la quinta lata y empapó los porches delantero y trasero, las
sillas de atrás, los marcos de las ventanas y las pantallas de las puertas. Empleó las
tres últimas latas en los edificios anejos. El Volvo de Gail seguía en el granero que
usaban de garaje.
Aparcó el Triumph a cincuenta metros del camino de acceso y regresó caminando
hasta la casa. Había olvidado las cerillas, así que tuvo que volver a entrar en la cocina
y rebuscar en el cajón. El vapor del queroseno le arrancó lágrimas que le corrieron
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por las mejillas y le dieron la sensación de que el aire ondulaba, como si la encimera
de fórmica y la tabla de cortar y el alto y viejo frigorífico fueran tan insustanciales
como un espejismo.
Entonces, mientras sacaba las dos cajas de cerillas del desordenado cajón,
Bremen estuvo súbita y benditamente seguro de lo que debía hacer.
Quédate aquí. Enciéndelas. Túmbate en el sofá.
Había sacado ya dos cerillas y estaba a punto de encenderlas cuando lo golpeó el
vértigo. No fue la voz de Gail lo que le impidió hacerlo, pero fue Gail. Como dedos
arañando desesperadamente una superficie de plexiglás que los separara. Como dedos
en la tapa de caoba de un ataúd.
No estás dentro de un ataúd, nena. Te incineraron… como pediste cuando
bebimos demasiado en Año Nuevo de hace tres años y nos dio por lamentarnos sobre
la mortalidad.
Bremen avanzó tambaleándose hacia la mesa y cerró la caja de cerillas, dispuesto
a encender las dos que había sacado. El vértigo empeoró.
Incinerarse. Qué agradable pensamiento. Cenizas para ambos. Yo esparcí las
tuyas por el huerto, detrás del granero… tal vez el viento lleve hasta allí algunas de
las mías.
Bremen se disponía a prender las cerillas, pero el roce se intensificó, se amplió
hasta que rugió en su cráneo como una migraña fugitiva, quebrando su visión en un
millar de puntos de luz y oscuridad, llenando sus oídos con el roce de las patitas de
las ratas sobre el linóleo.
Cuando Bremen abrió los ojos, estaba en el exterior y las llamas devoraban ya la
cocina y un segundo foco era visible en las ventanas delanteras. Se quedó un
momento allí de pie. La cabeza le dolía con cada latido. Pensó en volver a la casa,
pero, cuando las llamas se hicieron visibles en las ventanas del primer piso y el humo
se arremolinaba en las pantallas del porche trasero, se dio media vuelta y caminó
rápidamente hacia los edificios anejos. El garaje estalló con una explosión sorda que
le chamuscó las cejas y lo lanzó más allá de la púa de la granja.
Una fila de cuervos salió volando del huerto, graznando y reprendiéndole.
Bremen saltó al Triumph, tocó el transportín como para calmar a la agitada gata y se
marchó rápidamente.
Barbara Sutton tenía los ojos enrojecidos cuando le dejó a la gata. Una hilera de
árboles bloqueaba la visión del humo que se elevaba en el valle que él había dejado
atrás. Gernisavien se acurrucó en la jaula, mirando temblorosa y recelosa a Bremen,
con los ojos como rendijas. Él interrumpió el conato de charla de Barbara, dijo que
tenía una cita, condujo rápidamente hasta el taller de la carretera de Conestoga,
vendió el Triumph a su antiguo mecánico por el precio que ya habían estipulado y
luego fue en taxi hasta el aeropuerto. Cinco coches de bomberos pasaron en dirección
contraria mientras se dirigían a la autovía de Filadelfia. Sólo llevaba cinco minutos de
retraso.
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Una vez en el aeropuerto, Bremen se dirigió al mostrador de United y compró un
billete para el siguiente vuelo.
El Boeing 727 había despegado y Bremen, con el asiento reclinado, comenzaba a
relajarse y empezaba a sentir que el sueño sería posible, cuando lo sucedido lo golpeó
con toda su fuerza.
Y entonces empezó de veras la pesadilla.
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Ojos
En el principio no fue la Palabra.
No para mí, al menos.
Por difícil que resulte de creer, y aún más de comprender, hay universos de
experiencia que no dependen de la Palabra. Como el mío. El hecho de que yo fuera
Dios allí… o al menos un dios… no es todavía relevante.
No soy Jeremy, ni Gail, aunque algún día compartiera todo lo que ellos supieron y
fueron y desearon ser. Pero eso no me convierte en ellos, al igual que ver un
programa de televisión no te convierte en ese flujo de pulsos electromagnéticos que
es el programa. Tampoco soy Dios, ni ningún dios, aunque fuera ambas cosas hasta
esa imprevista intersección de acontecimientos y personalidades, ese encuentro de
líneas paralelas que no pueden encontrarse.
Estoy empezando a pensar en términos matemáticos, como Jeremy. Lo cierto es
que en el principio tampoco fue el Número. No para mí. No existía semejante
concepto… no existía el contar ni el sumar ni el restar, ni ninguna de las
adivinaciones sobrenaturales que constituyen las matemáticas… ¿pues qué es un
número sino un fantasma de la mente?
Dejaré de lado la timidez antes de que empiece a parecer una inteligencia
alienígena e incorpórea del espacio exterior (lo cierto es que eso no estaría demasiado
lejos de la verdad, aunque el concepto de espacio exterior no existía para mí
entonces… e incluso ahora parece un pensamiento absurdo. Y en lo que se refiere a
inteligencias extrañas no hay que buscarlas en el espacio exterior, como puedo
asegurar y Jeremy Bremen pronto va a descubrir. Hay bastantes inteligencias extrañas
entre ustedes en la tierra, ignoradas o incomprendidas).
Pero en esta mañana de abril de la muerte de Gail, nada de todo esto significa
nada para mí. El concepto de muerte en sí mismo no significa nada para mí, mucho
menos sus múltiples sutilezas y variaciones.
Pero ahora sé esto: que por muy inocentes y trasparentes que parezcan el alma y
las emociones de Jeremy en esta mañana de abril, la oscuridad ya acecha. Una
oscuridad nacida del engaño y de una profunda (aunque involuntaria) crueldad.
Jeremy no es un hombre cruel (la crueldad es tan ajena a su naturaleza como a la
mía), pero que haya tenido un secreto para Gail durante tantos años cuando no podían
ocultarse nada de lo que pensaban, sumado al hecho de que su secreto es esencial
para la negación de sus anhelos y deseos compartidos durante tantos años, constituye
en sí mismo una crueldad. Es algo que hiere a Gail incluso cuando no sabe que le
hace daño.
El escudo mental que Jeremy cree haber perdido mientras sube a bordo de su
avión hacia un destino elegido al azar no se ha perdido exactamente (todavía tiene la
misma habilidad de siempre para proteger su mente de los aleatorios arrebatos
telepáticos de los demás), pero ese escudo mental ya no es capaz de protegerlo de
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esas «longitudes de onda oscuras» que ahora debe soportar. No era el «escudo mental
compartido» sino la vida compartida con Gail lo que le protegía de este oscuro
reverso de las cosas.
Y mientras Jeremy comienza su descenso al infierno lleva consigo otro secreto…
éste desconocido incluso para sí mismo. Y es este segundo secreto, un embarazo
oculto dentro de él tan opuesto a una anterior esterilidad oculta allí, lo que significará
tanto para mí más tarde.
Así vamos los tres.
Pero primero dejadme que os hable de alguien más. La mañana que Jeremy sube a
su avión con destino a ninguna parte, la furgoneta de la Escuela Diurna para Ciegos
de San Luis recoge a Robby Bustamante a la hora de costumbre. Robby es más que
ciego: es ciego, sordo y retrasado desde el día que nació. Si hubiera sido un niño más
normal físicamente, el diagnóstico habría incluido el término «autista», pero con los
ciegos, sordos y retrasados la palabra «autismo» es una redundancia.
Robby tiene trece años, pero ya pesa ochenta kilos. Sus ojos, si se los puede
llamar así, son las oscuras cavernas hundidas de los irreparablemente ciegos. Las
pupilas, que apenas se distinguen bajo los párpados caídos y disparejos, se mueven
por separado, como al azar. Los labios del niño son fofos y húmedos, tiene los dientes
cariados y separados. A los trece años, una oscura sombra de bozo le cubre el labio
superior. Su pelo negro se encrespa en mechones indomables, las cejas se le juntan
sobre el puente de su ancha nariz.
El obeso cuerpo de Robby se balancea precariamente sobre unas piernas lechosas
y demacradas. Aprendió a andar a los once años, pero todavía no es capaz de caminar
más que unos pocos pasos sin tropezarse. Cuando se mueve, lo hace dando saltitos
como un palomo, con los brazos regordetes apretujados contra el cuerpo como dos
alas rotas, las muñecas dobladas en un ángulo improbable, los dedos abiertos y
extendidos. Como sucede con tantos ciegos retrasados, su movimiento favorito es
mecerse sin descanso con una mano sobre los ojos hundidos, como para dar sombra a
los pozos de oscuridad que son.
No habla. Los únicos sonidos que Robby emite son gruñidos animales, risitas
ocasionales sin sentido y un raro chillido de protesta que más bien parece un falsete.
Como mencioné antes, Robby es ciego, sordo y retrasado de nacimiento. La
drogadicción de su madre durante el embarazo y un problema adicional con la
placenta desconectaron los sentidos de Robby con la misma eficacia que un barco que
se hunde condena compartimento tras compartimento al mar cerrando
automáticamente sus compuertas estancas.
El niño asiste a la Escuela Diurna para Ciegos de San Luis desde hace seis años.
Casi no se sabe nada de su vida anterior. Las autoridades advirtieron la drogadicción
de la madre de Robby en el hospital y ordenaron que los servicios sociales
supervisaran el hogar familiar, pero por algún error burocrático nada se hizo hasta
años después del nacimiento del niño. Al final, la trabajadora social que por fin visitó
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la casa no lo hizo para atender al niño, sino en relación a un programa de tratamiento
con metadona que un juez ordenó para la madre. Lo cierto es que los tribunales, las
autoridades, el hospital… todos se habían olvidado de que Robby existía.
La puerta del apartamento se había quedado abierta y la trabajadora social oyó
ruidos. Más tarde, la mujer dijo que no habría entrado, pero que le pareció que algún
animalito estaba en apuros. En sentido literal, eso era exactamente lo que pasaba.
Robby estaba encerrado en el cuarto de baño, con la puerta atrancada por una
cuña de madera. A los siete años tenía los bracitos y las piernecitas tan atrofiados que
no podía caminar y apenas gatear. Había papeles mojados en el suelo, pero Robby
estaba desnudo y manchado con sus propios excrementos. Era obvio que el niño
llevaba allí encerrado varios días, quizá más. Habían dejado un grifo abierto y medio
palmo de agua inundaba el cuarto de baño. Robby rodaba en medio de aquel caos,
emitiendo sonidos que parecían maullidos y tratando de mantener la cabeza a flote.
Robby permaneció cuatro meses hospitalizado, pasó cinco semanas en un hogar
de acogida del condado y, luego, fue devuelto a la custodia de su madre. En
cumplimiento del veredicto, lo llevaban en autobús a la Escuela Diurna para Ciegos
para recibir cinco horas de tratamiento, seis días por semana.
Cuando Jeremy sube a bordo del avión en esta mañana de abril, tiene treinta y
cinco años y su futuro es tan predecible como las matemáticas elegantes y elípticas de
la trayectoria de un yo-yo. Esta misma mañana, a más de mil kilómetros de distancia,
cuando recogen a Robby Bustamante para llevarlo a la Escuela Diurna para Ciegos,
su futuro es tan plano y monótono como una línea que se prolonga hacia ninguna
parte, sin ninguna esperanza de intersección con nada ni con nadie.
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Fuera de la tierra de los muertos
El capitán había apagado la señal de mantener abrochado el cinturón de seguridad
y anunció que ya podían moverse con tranquilidad por la cabina… aunque les
aconsejó no desabrochárselo mientras estuvieran sentados, sólo por precaución.
Entonces la verdadera pesadilla empezó para Bremen.
Durante un instante estuvo seguro de que el avión había explotado, que había
estallado alguna bomba terrorista, tan brillante fue el destello de luz blanca, tan fuerte
fue el súbito grito de ciento ochenta y siete voces en su mente. La repentina sensación
de caída aumentó su convicción de que el avión se había roto en diez mil pedazos y
que él era uno de ellos e iba dando vueltas por la estratosfera con el resto de los
pasajeros que gritaban. Bremen cerró los ojos y se preparó para morir.
No estaba cayendo. Parte de su conciencia percibía el asiento bajo su cuerpo, el
suelo bajo sus pies, la luz del sol que entraba por la ventanilla a su izquierda. Pero los
gritos continuaban. Y se hacían más fuertes. Bremen se dio cuenta de que estaba a
punto de unirse al coro de gritos, así que se metió los nudillos en la boca y mordió
con fuerza.
Ciento ochenta y siete mentes recordaron súbitamente su propia mortalidad por
el simple hecho de que un avión estaba en el aire. Algunos la asumieron aterrados,
algunos la negaron rotundamente tras sus periódicos y bebidas, algunos se
regodearon en la rutina de todo aquello mientras un centro más profundo de sus
cerebros se ahogaba en el miedo de estar encerrados en este largo ataúd presurizado
y suspendido a kilómetros sobre el suelo.
Bremen se rebulló y se agitó en el aislamiento de su fila vacía mientras ciento
ochenta y siete mentes lo pisoteaban con cascos de hierro.
Jesús, tendría que haber llamado a Sarah antes de despegar…
El hijo de puta sabía lo que decía el contrato. O tendría que haberlo sabido. No
es culpa mía si…
Papi… papi… lo siento… papi…
Si Barry no quería que me acostara con él, tendría que haber llamado…
Ella estaba en la bañera. El agua estaba roja. Tenía las muñecas tan blancas y
abiertas como un tubo cortado…
¡A la mierda Frederickson! ¡A la mierda Frederickson! ¡A la mierda
Frederickson y Myers y Honeywell también! ¡A la mierda Frederickson!
Y si el avión se cae, oh, mierda, Jesús, maldición, y si se cae y encuentran lo que
hay en la maleta, oh, mierda, Jesús, cenizas y acero quemado y trozos míos, y si
encuentran el dinero y la Uzi y los dientes en la bolsa de terciopelo y las bolsas como
si fueran salchichas dentro de mi culo y mis tripas, oh, por favor, Jesús… y si el avión
se cae y…
Y éstos eran los fáciles, los fragmentos de lenguaje que se clavaban en Bremen
como si fueran esquirlas de acero templado. Eran imágenes que laceraban y cortaban.
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Las imágenes eran los escalpelos. Bremen abrió los ojos y vio que la cabina estaba
normal, a su izquierda la luz del sol se filtraba por la ventanilla, dos azafatas de
mediana edad empezaban a repartir desayunos veinte filas por delante, la gente
mataba el tiempo y leía y dormitaba… pero las imágenes de pánico seguían llegando,
el vértigo de todo aquello era demasiado grande, así que Bremen se soltó el cinturón,
plegó el brazo del asiento y se enroscó en el sitio vacío de su izquierda, todavía
asaltado por los sonidos y texturas y colores discordantes de un millar de
pensamientos sin invitación.
Dientes arrastrándose por una pizarra. El ozono quemado y el olor del torno de
un dentista dejado demasiado tiempo sobre un diente podrido. ¡Sheilaaa! Cristo,
Sheila… yo no pretendía… Dientes arrastrándose lentamente por una pizarra.
Un puño aplastando un tomate, la pulpa rezumando entre dedos manchados. Sólo
que no es un tomate, sino un corazón.
Fricción y lubricación, el lento y rítmico empuje del sexo en la oscuridad.
Derek… Derek, te lo advertí… Pintadas en los lavabos de penes y vulvas, en
tecnicolor, húmedas y tridimensionales. Lento primer plano de una vagina abierta
como una caverna entre portales húmedos. Derek… ¡te advertí que ella te
consumiría!
Gritos de violencia. La violencia de los caballos. Violencia sin límite ni pausa.
Una cara golpeada como una figura de barro que se vuelve a aplastar, sólo que la
cara no es de barro… el hueso y el cartílago se agrietan y se abren, la carne se
hincha y se rompe… el puño no cesa.
—¿Se encuentra bien, señor?
Bremen consiguió incorporarse, apoyar la mano derecha en el reposabrazos y
sonreírle a la azafata.
—Sí, bien.
La mujer de mediana edad era toda arrugas y carne cansada bajo el maquillaje y
el bronceado. Le tendió una bandeja con el desayuno.
—Puedo comprobar si hay un médico a bordo si no se encuentra usted bien,
señor.
Maldición. Justo lo que nos hacía falta esta mañana… un tío con epilepsia o algo
peor. Nunca terminaremos de dar de comer a toda esta gente si tengo que tener a este
tipo sujeto de la mano mientras se retuerce y suda todo el camino hasta Miami.
—Con mucho gusto haré que el capitán compruebe si hay un médico a bordo si
está usted enfermo, señor.
—No, no. —Bremen sonrió y aceptó el desayuno que le ofrecía, desplegó la
bandeja del asiento delantero—. Me encuentro bien, en serio.
Maldición, hijo de puta, si el puñetero avión se cae y encuentran las salchichas
en mi culo, el cabrón de Gallego le cortará a Doris las tetas y se las dará de comer a
Sanctus en el desayuno.
Bremen cortó un trozo de tortilla, alzó el tenedor, tragó. La azafata asintió y pasó
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de largo.
Bremen se aseguró de que nadie estuviera mirando y escupió la suave masa de
tortilla en una servilleta de papel que dejó junto a la bandeja de comida. Las manos le
temblaban cuando volvió a apoyar la cabeza en el asiento y cerró los ojos.
Papi… oh, papi… lo siento mucho, papi…
Golpeando la cara hasta convertirla en una masa informe, golpeando la masa
hasta que las marcas de los nudillos en la carne tumefacta fueron los únicos rasgos,
golpeando la masa aplastada para darle de nuevo la burda forma de una cara para
volver a golpearla…
Veintiocho mil de Pierce, diecisiete mil de Lords, cuarenta y dos mil de Unimart-
Selex… la muñeca blanca como una tubería cortada en la bañera… quince mil
setecientos de Marx, nueve mil del avalista de Pierce…
Bremen bajó el reposabrazos izquierdo y lo agarró con fuerza. Ambos brazos le
dolían por la tensión. Era como colgar de una pared vertical… como si su fila de
asientos estuviera atornillada a la cara de un precipicio y sólo la fuerza de sus
antebrazos le impidiera caer. Podía colgar durante un minuto más… quizá dos
minutos más… aguantar tres minutos más antes de que la ola de imágenes y
obscenidades y el tsunami de odios y temores lo barriera. Quizá cinco minutos. Allí
dentro del largo tubo sellado, a kilómetros por encima de la nada, sin escapatoria ni
sitio adonde ir.
—Les habla el capitán. Sólo quería hacerles saber que hemos alcanzado nuestra
altura de crucero de treinta y cinco mil pies y que el tiempo estará despejado hasta
que lleguemos a la costa. Nuestra hora de llegada a Miami será… ah… a las tres y
quince minutos. Por favor, comuníquennos cualquier cosa que podamos hacer para
que su vuelo sea más agradable… y gracias por volar con United.
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En la playa triste
Bremen no tenía ningún recuerdo del resto del vuelo, ningún recuerdo del
aeropuerto de Miami, ningún recuerdo de haber alquilado el coche ni de haberse
dirigido a los Everglades desde la ciudad.
Pero debía haberlo hecho. Estaba aquí… dondequiera que fuese aquí.
El Beretta de alquiler estaba aparcado bajo unos árboles de corto tamaño a un
lado de un camino de grava. Altas palmeras y un manto de follaje tropical formaban
una pared verde por delante y a ambos lados del coche. Detrás, la carretera estaba
vacía de tráfico. Bremen se encontraba sentado con la frente apoyada en el volante y
las manos a cada lado de la cabeza. El sudor goteaba sobre sus rodillas y el plástico
del volante. Estaba temblando.
Bremen sacó las llaves del contacto, abrió la puerta y salió tambaleándose del
coche. Tropezó en el follaje y cayó de rodillas un segundo antes de que los calambres
y las náuseas se apoderaran de él. Vomitó en los matorrales, se arrastró de espaldas,
sintió nuevas arcadas, cayó sobre los codos y continuó vomitando hasta que sólo salió
ruido. Al cabo de un rato se tumbó de lado, se apartó de la suciedad, se limpió la
barbilla con una mano temblorosa y se quedó tendido boca arriba, contemplando el
cielo entre las hojas de las palmeras. Era de un gris metálico.
Bremen oía el roce de imágenes y pensamientos lejanos resonando todavía en su
cráneo. Recordó una cita que había mencionado Gail del periodista deportivo Jimmy
Cannon una vez que Bremen y ella habían discutido acerca de si el boxeo era o no un
deporte. «El boxeo es un negocio sucio —había escrito Cannon—, y si te quedas en
él el tiempo suficiente, tu mente se convertirá en una sala de conciertos donde suena
constantemente música china».
Bueno, reflexionó Bremen, sombrío, apenas capaz de diferenciar sus propios
pensamientos de la lejana neurocháchara, desde luego mi mente es una sala de
conciertos. Ojalá sólo sonara música china.
Se puso de rodillas, vio un destello de agua verde pendiente abajo, entre los
matorrales, se incorporó y avanzó dando tumbos. Un río o un cenagal se extendía
bajo la tenue luz. De los cipreses y robles de la orilla pendía hiedra, y más cipreses
crecían en las aguas salobres. Bremen se arrodilló, apartó la capa de espuma verde
del agua y se lavó las mejillas y la barbilla. Se enjuagó la boca y escupió en aquella
sopa de algas.
Había una casa (poco más que una choza, en realidad) a unos cincuenta metros a
la derecha de Bremen, bajo unos árboles. Su Beretta de alquiler estaba aparcado al
principio de un sendero que serpenteaba entre el follaje hasta la desvencijada
estructura. Los ajados tablones de pino de la choza se confundían con las sombras,
pero Bremen distinguió los carteles de la pared que daba al camino: CEBO VIVO y
SERVICIO DE GUÍA y SE ALQUILAN CABAÑAS y VISITEN NUESTRO ALMACÉN DE SERPIENTES.
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Bremen se dirigió hacia allí caminando por la orilla del río, arroyo, pantano… lo que
fuera aquella extensión de agua verde y marrón.
La cabaña se sostenía sobre bloques de cemento; de debajo emanaba el olor a
tierra mojada. Había un viejo Chevy aparcado al otro lado del edificio, y desde donde
se encontraba Bremen vio un camino más ancho que bajaba. Se detuvo ante la puerta
mosquitera. Dentro estaba oscuro y, a pesar de los carteles, el lugar parecía más la
choza de un campesino que una tienda. Bremen se encogió de hombros y abrió la
puerta con un chirrido.
—¿Qué tal? —dijo uno de los dos hombres que observaban desde la oscuridad. El
que habló estaba de pie tras un mostrador; el otro estaba sentado en la penumbra,
junto a una puerta que daba a otra habitación.
—Hola.
Bremen se detuvo, sintió la acometida de la neurocháchara de los dos hombres
como si fuera el aliento caliente de una criatura gigantesca, y estaba a punto de salir
tambaleándose cuando vio la gran nevera eléctrica. Le pareció que hacía días que no
bebía nada. Era una de esas neveras de tapa deslizante, con botellas de refresco frías
enterradas en hielo medio derretido. Bremen sacó la primera botella que encontró,
una RC Cola, y se acercó al mostrador para pagarla.
—Cincuenta centavos —dijo el hombre que estaba de pie. Bremen pudo verlo
mejor entonces: pantalones marrones arrugados, una camiseta en otro tiempo azul
pero tan gastada que era casi gris, la cara basta y colorada, y unos ojos azules que no
habían perdido su color y lo miraban por debajo de una gorra de nailon con la parte
trasera de redecilla.
Bremen rebuscó en el bolsillo y no encontró ninguna moneda suelta. Su cartera
estaba vacía. Por un momento creyó que no llevaba dinero encima, pero luego buscó
en el bolsillo de su chaqueta gris y sacó un fajo de billetes, todos de veinte y
cincuenta por lo que veía. Entonces recordó que había ido al banco el día anterior
para sacar los 3865,71 dólares que quedaban en la cuenta conjunta una vez pagados
los gastos de hipoteca y hospital.
Mierda. Otro maldito traficante de drogas. Probablemente de Miami.
Bremen pudo oír los pensamientos del hombre con tanta claridad como si los
hubiera dicho en voz alta, así que respondió con palabras mientras sacaba un billete
de veinte dólares y lo depositaba sobre el mostrador.
—Qué va —susurró—. No soy un traficante de drogas.
El hombre que estaba de pie parpadeó, posó una mano colorada sobre el billete de
veinte dólares y volvió a parpadear. Se aclaró la garganta.
—No he dicho que lo fuera, señor.
Ahora le tocó a Bremen el turno de parpadear. La ira del hombre latía ante él
como una luz roja y caliente. A través de la estática de la neurocháchara, distinguió
unas cuantas imágenes.
Los jodios drogatas mataron a Norm Júnior igual que si le hubieran apuntado
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con una pistola en la cabeza. El chico nunca tuvo disciplina, ni un ápice de sentido
común. Si su madre hubiera vivido, habría sido diferente…
Imágenes de un chiquillo en un columpio hecho con un neumático, el niño de
siete años riendo, le faltaba un diente. Imágenes del niño de unos veintitantos años,
los ojos hundidos, la piel pálida cubierta de sudor. Por favor, papá… Le juro que te lo
devolveré. Es sólo un préstamo hasta que pueda rehacerme.
Querrás decir hasta que puedas meterte otra dosis de coca, o de crack, o de
como lo llamen ahora. La voz de Norm Senior. Cuando Norm Senior fue al condado
de Dade a ver al chico. Norm Junior temblando, enfermo, cargado de deudas,
dispuesto a cargarse infinitamente de más deudas para continuar con su adicción. Por
encima de mi cadáver recibirás más dinero para esa mierda. Si quieres volver a casa,
trabaja en la tienda… eso está bien. Te llevaremos al hospital del condado…
Imágenes del chico, del hombre ahora, retirando platos y tazas de café de los
manteles y saliendo de la cafetería. El recuerdo de Norm Senior llorando por primera
vez en casi cincuenta años.
Bremen parpadeó mientras Norm Senior le entregaba su cambio.
—Yo… —empezó a decir Bremen, y entonces advirtió que no podía decir que lo
sentía—. No soy traficante de drogas —repitió—. Sé lo que debe parecer. El cajero
del banco me dio el dinero en billetes de cincuenta y de veinte… Nuestros ahorros.
—Bremen abrió la RC Cola y dio un largo sorbo—. Acabo de llegar de Filadelfia —
dijo, limpiándose la barbilla con el dorso de la mano—. Mi… mi esposa murió el
sábado pasado.
Era la primera vez que Bremen decía esas palabras y le parecieron superficiales y
falsas. Dio otro sorbo y bajó la cabeza, confuso.
Los pensamientos de Norm Senior eran convulsos, pero la ira roja había
desaparecido. Tal vez. Qué demonios… el tipo puede estar fatal por la muerte de su
mujer o por las drogas. Recelas de todo el mundo hoy en día. Tiene el aspecto que yo
tenía cuando Alma Jean murió… un aspecto horroroso.
—¿Está pensando en ir de pesca? —preguntó Norm Senior.
—De pesca… —Bremen terminó la bebida y contempló los estantes repletos de
cebo, pequeñas cajas de cartón con carretes y bobinas. Vio cañas de madera y fibra de
vidrio amontonadas contra la pared del fondo—. Sssí —dijo lentamente,
sorprendiéndose a sí mismo con la respuesta—. Me gustaría pescar un poco.
Norm Senior asintió.
—¿Necesita aparejos? ¿Cebo? ¿Una licencia? ¿O ya lo tiene todo?
Bremen se lamió los labios, sintiendo que algo regresaba al interior de su cráneo.
Su magullado y dolorido cráneo.
—Lo necesito todo —dijo, casi en un susurro. Norm Senior sonrió.
—Bueno, señor, tiene el dinero para comprarlo.
Empezó a moverse por la tienda, ofreciendo a Bremen opciones de aparejos, cebo
y cañas de alquiler. Bremen no quiso decidir: aceptó lo primero de todo lo que Norm
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Senior le ofrecía. El montón fue creciendo en el mostrador.
Bremen volvió a la nevera y sacó una segunda botella, sintiéndose de algún modo
liberado con la idea de que eso también aumentaba la cuenta.
—¿Necesita un sitio donde alojarse? Si va a pescar en el lago, quedarse en una de
las islas le facilitará las cosas.
¿Era un lago el pantano que había confundido con los Everglades?
—¿Un lugar donde alojarme? —repitió Bremen, viendo en el espejo de los lentos
pensamientos de Norm Senior que el hombre estaba seguro de que la pena lo aturdía
—. Sí, me gustaría quedarme unos cuantos días.
Norm Senior se volvió hacia el silencioso hombre que permanecía sentado.
Bremen abrió sus pensamientos a la oscura figura que había allí, pero no le llegó
apenas ninguna palabra. Los pensamientos del hombre giraban como una lavadora
extremadamente lenta, eran unos cuantos bultos y harapos de imágenes, pero sin
palabras apenas. A Bremen la sorpresa lo dejó casi sin respiración.
—Verge, ¿no se fue ya de la isla Copely Dos ese tipo de Chicago?
Verge asintió y, gracias a un repentino cambio de la luz que entraba por la única
ventana, Bremen vio que era un anciano, sin dientes; las manchas de la edad
destacaban bajo la errante caricia de la luz solar.
Norm Senior se volvió.
—Verge no habla bien desde que tuvo su última embolia… afasia lo llamó Doc
Myers… pero su mente está bien. Tenemos un sitio libre en una de las cabañas de las
islas. Cuarenta y dos dólares al día, más el alquiler de uno de los botes y el
fueraborda. O Verge podría acompañarle sin cobrarle nada. Hay buenos sitios para
pescar en la isla.
Bremen asintió. Sí. Sí a todo.
Norm Senior le devolvió el gesto.
—De acuerdo, la estancia mínima es de tres noches, así que el depósito será de
ciento diez dólares. ¿Va a quedarse tres noches? Bremen asintió. Sí.
Norm Senior se volvió hacia una caja registradora sorprendentemente moderna y
empezó a hacer la cuenta. Bremen sacó varios billetes de cincuenta de su fajo y se
guardó el resto en el bolsillo.
—Oh… —dijo Norm Senior, frotándose la barbilla. Bremen notó su reticencia a
hacerle una pregunta personal—. Imagino que tiene ropa para pescar, pero si… ah…
si necesita algo más que ponerse. O comestibles…
—Espere un momento —dijo Bremen, y salió de la tienda. Recorrió el estrecho
sendero hasta más allá de donde había vomitado, de vuelta al Beretta de alquiler.
Había una sola maleta en el asiento trasero: su antigua bolsa de gimnasia. Bremen no
recordaba haberla facturado, pero tenía la etiqueta del vuelo. La sopesó y sintió el
incómodo vacío. Contenía un único bulto de peso; descorrió la cremallera.
Dentro, envuelto en un pañuelo rojo que Gail le había regalado el verano anterior,
había un revólver Smith & Wesson del calibre 38. Era un regalo que les había hecho
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el hermano policía de Gail cuando vivían en Germantown porque aquel año había
habido varios robos con escalo en la manzana. Ni Bremen ni Gail lo habían disparado
jamás. Él siempre había querido tirar la pistola y la caja de municiones que Cari les
había regalado también, pero al final las había dejado guardadas bajo llave en el cajón
derecho de su escritorio.
Bremen no recordaba en absoluto haberla empaquetado. Sostuvo la pistola y
deslió el pañuelo, convencido de que no la habría cargado.
Estaba cargada. Las puntas de cinco balas eran parcialmente visibles en los
huecos redondos de sus recámaras, grises y preñadas de muerte. Bremen envolvió la
pistola, la metió en la bolsa y cerró la cremallera. La llevó a la tienda.
Norm Senior alzó las cejas.
—Me parece que he traído ropa inadecuada para ir de pesca —dijo Bremen,
forzando una sonrisa—. Buscaré en los estantes.
Tras el mostrador, el hombre asintió.
—Y algunos comestibles —dijo Bremen—. Necesitaré comida para tres días,
supongo.
Norm Senior se acercó a los estantes situados en la parte delantera de la tienda y
empezó a sacar latas.
—La cabaña tiene una vieja cocina —dijo—. Pero la gente prefiere usar la
plancha. Sopa y judías y esas cosas, ¿de acuerdo?
Parecía darse cuenta de que Bremen no estaba para tomar decisiones por su
cuenta.
—Sí —dijo Bremen. Encontró un par de pantalones de faena y una camisa caqui
casi de su talla. Los llevó al mostrador y se miró los pies. Frunció el ceño al ver sus
zapatos lustrosos. Una ojeada le bastó para saber que en aquella tienda milagrosa no
vendían botas ni zapatillas.
Norm Senior volvió a hacer la cuenta y Bremen sacó unos cuantos billetes de
veinte, pensando que había pasado mucho desde la última vez que había hecho una
compra tan a gusto. Norm Senior lo guardó todo en una caja de cartón, colocando las
latas de cebo vivo junto al pan y la carnaza envuelta en papel blanco, y le tendió a
Bremen la caña de fibra de vidrio que había elegido para él.
—Verge ha puesto a calentar la barcaza. Es decir, si está dispuesto a salir va…
—Estoy dispuesto —dijo Bremen.
—¿Quiere retirar el coche del camino y aparcarlo detrás de la tienda?
Bremen hizo algo que le sorprendió incluso a él mismo. Le tendió las llaves a
Norm Senior, sabiendo más allá de la certeza que el coche estaría a salvo con el
hombre.
—¿Le importa…? —Bremen no podía ocultar su ansiedad por ponerse en
marcha.
Norm Senior alzó las cejas un segundo, luego sonrió.
—No hay problema. Lo haré ahora mismo. Las llaves estarán aquí cuando esté
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usted listo para marcharse.
Bremen lo siguió por la puerta trasera hasta un pequeño embarcadero invisible
desde la parte delantera de la tienda. El viejo estaba sentado en la popa de un bote
pequeño, sonriendo sin dientes.
Bremen sintió una especie de melancolía desplegarse en su pecho, como un
pájaro tropical que extiende las alas después de dormir, revelando su brillante
plumaje. Durante un terrible segundo temió que iba a echarse a llorar.
Norm Senior le tendió la caja con los artículos a Verge y esperó a que Bremen
ocupara torpemente el centro del bote y colocara con cuidado la caña de fibra de
vidrio a lo largo de los asientos.
Norm Senior se llevó la mano a la gorra de nailon.
—Que lo pasen bien, ¿eh?
—Sí —susurró Bremen, sentándose en el burdo asiento y oliendo el lago y el tufo
del aceite de motor e incluso el rastro de queroseno en su ropa—. Sí. Sí.
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Ojos
Probablemente nadie comprende mejor que Jeremy cómo funciona la mente.
Además de haber tenido acceso a otras mentes desde los trece años, Jeremy se ha
volcado en investigaciones que demuestran el mecanismo del pensamiento. O al
menos una metáfora muy buena del mismo.
Cinco años antes de la muerte de Gail: Jeremy por fin ha terminado su tesis sobre
el análisis de los frentes de ondas cuando llega a su despacho de Haverford un ensayo
de Jacob Goldmann con una nota de Chuck Gilpen, su antiguo compañero de
habitación: «Me ha parecido que te gustaría ver cómo aborda otro este tema».
Jeremy llega a casa tan entusiasmado que apenas puede hablar. Gail lo mira y sale
corriendo de la habitación. Gail le sirve un refresco y se sienta con él a la mesa de la
cocina.
—Más despacio —dice—. Háblame más despacio.
—Muy bien —jadea Jeremy, casi atragantándose con el té helado—. ¿Conoces mi
tesis? ¿Lo del frente de ondas?
Gail pone los ojos en blanco. ¿Cómo puede no conocer su tesis? Lleva llenando
sus vidas y robándoles su tiempo libre cuatro años.
—Sí —dice pacientemente.
—Bueno, pues está obsoleta —dice Jeremy con una sonrisa incongruente—.
Chuck Gilpen me ha mandado hoy un trabajo de un tipo llamado Goldmann, de
Cambridge. Todo mi análisis está obsoleto.
—Oh, Jerry… —Empieza a decir Gail, con auténtico pesar.
—No, no… ¡es magnífico! —Jeremy casi grita—. Es estupendo, Gail. La
investigación de Goldmann llena todos los huecos. Yo estaba haciendo el trabajo
adecuado, pero centrándome en el problema equivocado.
Gail sacude la cabeza. No comprende nada.
El se inclina hacia delante con el rostro iluminado. El té helado se derrama en la
mesa. Ella le tiende un puñado de papeles.
—No, mira, nena, todo está aquí. ¿Te acuerdas de qué trata mi trabajo?
—Análisis del frente de ondas de la función memorística —recita Gail
automáticamente.
—Sí. Pero he sido un estúpido al restringirlo al campo de la memoria. Goldmann
y su equipo han estado investigando los parámetros holísticos de frentes de ondas
para análogos generales de la conciencia humana. Empezó con análisis desarrollados
en los años treinta por un matemático ruso, los relacionó con un trabajo sobre las
anomalías de rehabilitación tras los efectos de los colapsos y los ha enlazado con mi
análisis de Fourier de la función memorística…
Sin querer Jeremy abandona el lenguaje y trata de comunicarse directamente con
Gail. Su contacto mental interfiere con las palabras, imágenes que caen en cascada
como hojas impresas de un terminal saturado. Interminables curvas de Schrödinger,
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sus argumentos hablando en un lenguaje infinitamente más puro que el habla. El
colapso de las curvas de probabilidad en la progresión binómica.
—No, no —jadea Gail, sacudiendo la cabeza—. Habla. Cuéntamelo con palabras.
Jeremy lo intenta, aunque sabe que las matemáticas que son para ella estática
borrosa contarían la historia con más claridad.
—Hologramas —dice—. El trabajo de Goldmann se basa en la investigación
holográfica.
—Como tus análisis de memoria —dice Gail, frunciendo levemente el ceño como
hace siempre que discuten acerca de su trabajo.
—Sí… bien… sólo que el trabajo de Goldmann lo ha llevado más allá del análisis
sináptico de la función memorística hasta una analogía del pensamiento humano…
demonios, de toda la gama del pensamiento humano.
Gail toma aire y Jeremy puede ver que la comprensión empieza a florecer en su
mente. Le gustaría llegar a ella y sustituir la matemática pura por las complicadas
construcciones lingüísticas que Gail usa para abrirse paso hacia la comprensión, pero
resiste el impulso y trata de encontrar el mejor modo de decirlo.
—Y esto… —Dice Gail, y hace una pausa—. ¿Y el trabajo de ese Goldmann
explica nuestra… habilidad?
—¿La telepatía? —Jeremy sonríe—. Sí, Gail… sí. Demonios, explica casi todo lo
que estaba buscando a tientas como un ciego. —Toma aliento, apura los restos de su
té frío y continúa—: El equipo de Goldmann está haciendo complicados estudios de
EEG y escáneres, de toda clase. Está obteniendo un montón de datos en bruto, pero
esta mañana he hecho un análisis de Fourier sobre su trabajo y luego lo he
relacionado con varias modificaciones de la ecuación de ondas de Schrödinger para
ver si funcionaba como una onda firme.
—Jerry, no comprendo… —dijo Gail. Él capta los pensamientos de ella
intentando sortear la maraña matemática de sus propios pensamientos.
—Maldita sea, nena, funciona. El estudio longitudinal IRM de Goldmann sobre
las pautas del pensamiento humano puede describirse como un frente de ondas firme.
No sólo la función memorística, como yo buscaba, sino toda la conciencia humana.
La parte de nosotros que es nosotros puede ser expresada casi a la perfección con un
holograma… o, tal vez más exactamente, con una especie de superholograma que
contiene unos pocos millones de hologramas más pequeños.
Gail se inclina hacia delante, los ojos empiezan a brillarle.
—Creo que lo comprendo… pero ¿dónde deja eso a la mente, Jerry? ¿Al cerebro
en sí?
Jeremy sonríe, trata de dar otro sorbo, pero sólo quedan cubitos de hielo que
chocan contra sus dientes. Suelta el vaso de golpe.
—Supongo que la mejor respuesta es que los griegos y los fanáticos religiosos
tenían razón al separar ambas cosas. El cerebro podría ser visto como… bueno, como
una especie de generador de ondas electroquímico y un interferómetro a la vez. Pero
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la mente… ah, la mente… eso es algo mucho más hermoso que el bulto de materia
gris que llamamos cerebro.
Involuntariamente, Jeremy se pone de nuevo a pensar en términos de ecuaciones:
ondas sinuosas que bailan la elegante música de Schrödinger. Ondas sinuosas eternas
pero mutables.
Gail vuelve a fruncir el ceño.
—Entonces, ¿hay un alma… una parte de nosotros que puede sobrevivir a la
muerte?
Los padres de Gail, sobre todo su madre, eran fundamentalistas, y ahora su voz
adquiere ese tono levemente quejumbroso que siempre aparece cuando discute ideas
religiosas. La idea de un regordete querubín con alas dirigiéndose hacia el éxtasis
eterno en el cielo le resulta atractiva.
Ahora es Jeremy quien frunce el ceño.
—¿Sobrevivir a la muerte? Bueno, no… —Le irrita tener que pensar con palabras
una vez más—. Si el trabajo de Goldmann y mi análisis no están equivocados y la
personalidad es un frente de ondas complejo, una serie de hologramas de baja energía
que interpretan la realidad, entonces la personalidad desde luego no podría sobrevivir
a la muerte cerebral. El patrón se destruiría con el generador de hologramas. Ese
intrincado frente de ondas que somos nosotros… y por intrincado, Gail, bueno, mi
análisis demuestra más variaciones de partículas-ondas que átomos hay en el
universo… ese frente de ondas holográfico necesita energía para mantenerse, como
todo lo demás. Con la muerte cerebral, el frente de ondas se colapsaría como un
globo aerostático sin aire caliente. Se colapsaría, se fragmentaría, encogería y
desaparecería.
Gail sonríe con tristeza.
—Agradable imagen —dice en voz baja.
Jeremy no escucha. Sus ojos han adquirido esa expresión levemente enigmática
que adoptan cuando un pensamiento se apodera de él.
—Pero lo que le sucede al frente de ondas cuando el cerebro muere da igual —
dice en un tono que sugiere que su esposa es una de sus estudiantes—. Lo importante
es cómo este logro… y por Dios, es un logro, se aplica a lo que llamas nuestra
habilidad. A la telepatía.
—¿Y cómo se aplica, Jerry? —Dice Gail con un hilo de voz.
—Es bastante sencillo cuando visualizas el pensamiento humano como una serie
de frentes de ondas firmes que crean pautas de interferencia que pueden ser
almacenadas y propagadas en análogos holográficos.
—Ya.
—No, es sencillo. ¿Te acuerdas de cuando compartimos impresiones acerca de
esta habilidad justo después de conocernos? Los dos decidimos que sería imposible
explicar el contacto mental a nadie que no lo hubiera experimentado. Sería como
describir…
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—Como describir los colores a una persona ciega de nacimiento —dice Gail.
—Eso es. Sí. Y sabes que el contacto mental no tiene nada que ver con lo que
describen en esas tontas historias de sci-fi que lees.
Gail sonríe. Leer ciencia ficción es su vicio secreto, como unas vacaciones de las
«lecturas serias», pero le gusta lo suficiente el género para meterse con Jeremy
cuando lo llama sci-fi.
—Suelen decir que es como captar emisiones de radio o televisión —dice—.
Como si la mente fuera un receptor o algo así.
Jeremy asiente.
—Nosotros sabemos que no es así. Es más bien…
De nuevo las palabras le fallan e intenta compartir con ella las matemáticas:
ondas sinuosas desfasadas convergen lentamente mientras las amplitudes cambian en
un espacio probabilístico.
—Es como tener un deja vu con los recuerdos de otra persona —dice Gail,
negándose a abandonar la frágil almadía del lenguaje.
—Cierto —contesta Jeremy, pero frunce el ceño, considerándolo—. Cierto —
repite—. La cuestión que nunca se le ha ocurrido a nadie preguntar… al menos hasta
que lo han hecho Goldmann y su equipo, es cómo lee la gente su propia mente. Los
neurólogos que investigan siempre intentan hallar la respuesta en los
neurotransmisores o en otras funciones químicas, o pensando en términos de
dendritas y sinapsis… Eso es como si alguien tratara de comprender cómo funciona
una radio haciendo pedazos los chips uno a uno o mirando el interior de un transistor,
sin ensamblar las piezas.
Gail va al frigorífico y vuelve con una jarra para servirle más té frío.
—¿Y tú has ensamblado la radio?
—Lo ha hecho Goldmann. —Jeremy sonríe—. Y yo la he encendido para él.
—¿Cómo leemos nuestra propia mente? —Pregunta Gail en voz baja.
Jeremy moldea el aire con las manos. Sus dedos se agitan como los elusivos
frentes de ondas que describe.
—El cerebro genera estos superhologramas que contienen el paquete completo:
memoria, personalidad, incluso paquetes de procesado de frentes de ondas para que
podamos interpretar la realidad… y mientras genera estos frentes, el cerebro actúa
también como interferómetro, desmontando frentes de ondas en los componentes que
necesitamos. «Leyendo» nuestra propia mente.
Gail abre y cierra las manos mientras resiste el impulso de morderse las uñas por
el entusiasmo.
—Creo que lo comprendo…
Jeremy le agarra las manos.
—Lo comprendes. Esto explica tantas cosas, Gail… Porqué las víctimas de una
embolia pueden recuperar capacidades perdidas usando otra parte del cerebro, los
terribles efectos del Alzheimer, incluso por qué los bebés necesitan soñar tanto y los
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ancianos no. Verás, el frente de ondas de la personalidad de un bebé tiene una
necesidad mucho mayor de interpretar la realidad en ese simulador holográfico…
Jeremy se detiene. Ha visto el atisbo de dolor asomar en el rostro de Gail al
mencionar la palabra «bebé». Le aprieta las manos.
—Ya ves cómo explica la habilidad que tenemos —dice.
Ella alza la cabeza, lo mira a los ojos.
—Creo que lo entiendo, Jerry. Pero…
Él apura su té.
—Es posible que seamos el fruto de una mutación genética, nena, tal como
discutimos en el pasado. Pero, si es así, somos mutantes cuyos cerebros hacen lo
mismo que todos los cerebros: reducir los superhologramas a pautas comprensibles.
Sólo que nuestros cerebros pueden interpretar las pautas de los frentes de ondas de
otra gente además de los nuestros propios.
Gail asiente rápidamente ahora, comprendiéndolo.
—Por eso tenemos esta estática continua de pensamientos de la gente… lo que
llamas neurocháchara, ¿verdad, Jerry? Reducimos constantemente las ondas de
pensamiento de los demás. ¿Cómo llamaste al aparato que hacía eso?
—Interferómetro.
Gail vuelve a sonreír.
—Entonces nacimos con un interferómetro defectuoso.
Jeremy se lleva sus manos a los labios y le besa los dedos.
—O supereficaz.
Gail se acerca a la ventana y mira hacia el granero, tratando de asimilar todo esto.
Jeremy la deja con sus pensamientos, alzando su escudo mental para no inmiscuirse.
Al cabo de un momento, dice:
—Hay una cosa más, nena.
Ella se vuelve, cruzándose de brazos.
—Para empezar, el motivo por el que Chuck Gilpen llevó a cabo esa
investigación. ¿Te acuerdas de que Chuck estaba trabajando con el Grupo de Física
Fundamental en los laboratorios Lawrence Berkeley?
Gail asiente.
—¿Y?
—Durante todos estos años han buscado partículas más y más pequeñas cada vez
y estudiado las propiedades que las gobiernan para comprender lo que es real. Lo que
es realmente real. Y cuando dejan atrás los gluones y los quarks y el encanto y el
color, y echan un vistazo a la realidad en su nivel más básico, ¿sabes qué encuentran?
Gail niega con la cabeza y se abraza con más fuerza, viendo su respuesta incluso
antes de que él la verbalice.
—Encuentran una serie de ecuaciones de probabilidad que muestran frentes de
ondas firmes —dice él en voz baja, con la carne de gallina—. Encuentran los mismos
elementos que Goldmann cuando busca más allá del cerebro y encuentra la mente.
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La voz de Gail es un susurro.
—¿Qué significa eso, Jerry?
Jeremy abandona su té con los cubitos medio derretidos y saca una cerveza del
frigorífico. La abre y bebe con ganas, deteniéndose para eructar una vez. Más allá de
Gail, el crepúsculo tiñe los cerezos de detrás del granero. Ahí fuera, comparte con
Gail. Y en nuestras mentes. Diferente… y lo mismo. El universo como un frente de
ondas firme, tan frágil e improbable como los sueños de un bebé.
Vuelve a eructar y dice en voz alta:
—No tengo ni idea, nena.
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Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate
Al tercer día, Bremen se levantó al amanecer. Había un pequeño embarcadero
detrás de la cabaña, dos tablones sobre pilares en realidad, y era allí donde Bremen se
plantaba y parpadeaba a la salida del sol mientras los pájaros montaban un escándalo
en el pantano, a su espalda, y los peces se despertaban para alimentarse en el río que
tenía delante.
El primer día se había contentado con dejar que Verge lo llevara por el río y le
enseñara su cabaña. Los pensamientos del viejo fueron un cambio a mejor para la
agotada mente de Bremen: pensamientos sin palabras, imágenes sin palabras,
emociones lentas sin palabras, pensamientos tan rítmicos y tranquilizadores como el
tartamudeo del viejo motor fueraborda que los impulsaba por el lento río.
La cabaña era más de lo que Bremen esperaba por cuarenta y dos dólares al día;
más allá del embarcadero la pequeña estructura tenía un porche, un salón diminuto
con mosquiteras en las ventanas, un sofá, una mecedora, una cocinita con un
frigorífico pequeño (¡había electricidad!), el enorme horno y la prometida plancha y,
por último, una mesa estrecha con un mantel ajado. Había también un dormitorio, no
mucho más grande que la cama empotrada, cuya única ventana daba a un retrete
exterior. La ducha y el fregadero, un añadido, estaban fuera, en la parte trasera. Pero
las mantas y las sábanas plegadas estaban limpias, las tres luces eléctricas de la
cabaña funcionaban y Bremen se desplomó en el sofá con una emoción muy cercana
al júbilo por haber encontrado aquel lugar… Si es que puede sentirse júbilo mientras
se experimenta una tristeza tan profunda que bordea el vértigo.
Verge había entrado a sentarse en la mecedora. Por educación, Bremen rebuscó en
la compra, encontró el pack de seis cervezas que Norm Senior había metido en el lote
y le ofreció una a Verge. El viejo no la rechazó, y Bremen se regodeó en la calidez de
los pensamientos sin palabras del anciano mientras permanecían sentados en el
templado crepúsculo y tomaban cerveza igualmente templada.
Más tarde, después de que su guía se marchara, Bremen se sentó a pescar en el
embarcadero. Sin preocuparse de qué cebo o qué sedal o de qué tipo de pez buscaba,
dejó las piernas colgando de las burdas planchas, escuchó el pantano y el río llenarse
de ranas con la luz del crepúsculo y pescó más peces de los que había soñado.
Bremen sabía que algunos eran bagres por los bigotes, que otros eran más largos, más
delgados y luchadores más duros, y que uno parecía una trucha arco iris, aunque lo
consideró improbable… Pero los volvió a arrojar a todos al agua. Ya tenía comida
suficiente para tres días y no necesitaba ningún pescado. Era el proceso de pescar lo
que resultaba terapéutico; era pescar lo que daba a su mente un vestigio de paz
después de la locura de los días y semanas anteriores.
Más tarde, la noche de aquel primer día, poco después de oscurecer (Bremen no
consultó el reloj), entró en la cabaña, preparó un sandwich de bacon, lechuga y
tomate para la cena, lo regó con otra cerveza, lavó los platos y luego se duchó y se
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fue a la cama, a dormir por primera vez en cuatro días, y a dormir, sin soñar, por
primera vez en muchas semanas.
El segundo día Bremen durmió hasta tarde y pescó en el embarcadero toda la
mañana. No tuvo suerte, pero quedó casi tan satisfecho como la noche anterior.
Después de almorzar, temprano, paseó por la orilla hasta un lugar donde el río
desembocaba en el pantano, o viceversa, no hubiese sabido decirlo, y pescó unas
cuantas horas desde la orilla. De nuevo, volvió a echar al agua todo lo que capturó,
pero vio una serpiente nadando perezosamente entre los cipreses semisumergidos y,
por primera vez en su vida, no tuvo miedo de la serpiente.
La tarde del segundo día Verge navegó río arriba, atracó en el muelle e hizo saber
a Bremen, por signos sencillos, que estaba allí para llevarlo a pescar al pantano.
Bremen vaciló un momento (no sabía si estaba preparado para el pantano), pero luego
le tendió la caña y el sedal al viejo y saltó con cuidado a la parte delantera del bote.
El pantano estaba oscuro y cubierto de hiedra, y Bremen pasó menos tiempo
prestando atención a la pesca que contemplando las enormes aves que aleteaban
perezosamente camino de sus nidos, o escuchando las llamadas nocturnas de un
millar de variedades de ranas. Incluso llegó a ver dos caimanes moviéndose despacio
en las aguas oscuras. Los pensamientos de Verge iban casi al mismo ritmo que el bote
y el pantano, y a Bremen le pareció infinitamente tranquilizador rendir el remolino de
su propia conciencia a la dañada claridad del cerebro lesionado de aquel compañero
de pesca. No sabía bien cómo, Bremen había comprendido que Verge, aunque poco
docto y lejos de ser un hombre educado, había sido una especie de poeta en sus
mejores tiempos. Desde la embolia, la poesía era una suave cadencia de recuerdos sin
palabras y una disposición a entregar la memoria misma a la cadencia más exigente
del ahora.
Ninguno de los dos pescó nada que mereciera la pena, así que pasaron del
pantano a un sitio donde había más claridad (la luna llena se alzaba sobre los
cipreses, al este) y atracaron la barca en el embarcadero de la cabaña de Bremen. La
brisa mantuvo alejados los mosquitos mientras permanecían sentados en agradable
silencio en el porche y terminaban las últimas cervezas.
A la tercera mañana, Bremen se levantó al amanecer, parpadeó a la salida del sol
y quiso pescar un poco antes de desayunar. Saltó del embarcadero y caminó un
centenar de metros por la orilla hasta un prado que había encontrado la tarde anterior.
La bruma se alzaba en el río y las aves llenaban el cielo con gritos urgentes. Bremen
caminó con cuidado, atento a las serpientes o los caimanes que pudiera haber entre
los juncos a lo largo de la orilla, sintiendo el aire calentarse rápidamente a medida
que el sol se liberaba de los árboles. Había algo muy parecido a la felicidad girando
lentamente en su pecho.
El gran río de dos corazones, le llegó el pensamiento de Gail.
Bremen se detuvo y estuvo a punto de tropezar. Se incorporó, jadeando
levemente, y cerró los ojos para concentrarse. Había sido Gail, pero no había sido
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Gail: un eco fantasmagórico, tan gélido como si su voz real le hubiera susurrado. El
mareo empeoró un instante y Bremen tuvo que sentarse rápidamente en la hierba.
Apoyó la cabeza en las rodillas y trató de respirar despacio. Al cabo de un rato el
tamborileo en sus oídos remitió, el martilleo en su pecho se moderó y la oleada de
deja vu que bordeaba la náusea pasó.
Bremen alzó el rostro hacia el sol, trató de sonreír y recogió la caña y el sedal.
No tenía caña ni sedal. Esa mañana llevaba la pistola del calibre 38.
Bremen se sentó en la cálida orilla y estudió el arma. El acero azul parecía casi
negro a la brillante luz. Encontró el seguro que liberaba el tambor y contempló los
seis círculos de latón. Cerró el tambor y alzó más el arma, casi llevándosela a la cara.
El percutor encajó con sorprendente facilidad en su sitio. Bremen se colocó el cañón
contra la sien y cerró los ojos, sintiendo la cálida luz del sol en la cara mientras
escuchaba el zumbido de los insectos.
Bremen no fantaseó con la idea de que la bala entraría en su cráneo y lo
liberaría… lo enviaría a algún otro plano de existencia. Ni Gail ni él habían creído en
otra vida más que en ésta. Pero se dio cuenta de que la pistola, la bala, eran
instrumentos de liberación. Su dedo había encontrado el gatillo y Bremen supo con
absoluta certeza que la más leve presión adicional pondría fin al abismo sin fondo de
pena que yacía incluso debajo de aquel breve destello de felicidad. La más leve
presión adicional pondría fin para siempre al incesante acoso de los pensamientos de
los demás que incluso entonces zumbaban en la periferia de su conciencia como un
millón de moscas azules alrededor de carne podrida.
Bremen empezó a aplicar lentamente esa presión adicional, sintiendo el perfecto
arco de metal bajo su dedo y, a pesar de sí mismo, convirtió esa sensación táctil en
una construcción matemática. Visualizó la energía cinética latente de la pólvora, la
súbita conversión de esa energía en movimiento y el colapso posterior de una
estructura mucho más intrincada cuando la compleja danza de ondas sinuosas y
frentes de ondas firmes de su cráneo muriera con el cerebro que las generaba.
Fue la idea de destruir esa hermosa construcción matemática, de aplastar para
siempre las ecuaciones de frentes de ondas, que Bremen encontraba mucho más
hermosas que la defectuosa y herida psique humana que representaban, lo que le hizo
bajar la pistola, soltar el percutor y arrojar el arma lejos de sí, por encima de los altos
juncos, al río.
Bremen se levantó y contempló las ondas que se ensanchaban. No sintió júbilo ni
tristeza, ni satisfacción ni alivio. No sintió nada en absoluto.
Captó los pensamientos del hombre sólo segundos antes de darse la vuelta y
verlo.
El individuo estaba de pie en un viejo esquife, a poco más de siete metros de
Bremen, y usaba un palo como pértiga para impulsar la barca de quilla plana por los
bajíos, donde el río desembocaba en el pantano (o viceversa). Iba vestido de manera
aún menos apropiada para el río que Bremen tres días antes: llevaba un traje de
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chaqueta blanco con camisa negra de cuello grande cuyas puntas se montaban sobre
las anchas solapas de la chaqueta como alas de cuervo; varias cadenas de oro le
bajaban hasta donde el negro vello del pecho se unía con el negro satén de la camisa;
llevaba zapatos caros, también negros y de cuero suave, diseñados para una superficie
no más hostil que una alfombra mullida; un pañuelo de seda rosa asomaba del
bolsillo del traje; se sujetaba los pantalones con un cinturón blanco de hebilla dorada
y un Rolex de oro brillaba en su muñeca izquierda.
Bremen abrió la boca para darle los buenos días cuando lo vio todo a la vez.
Se llama Vanni Fucci. Salió de Miami poco después de las tres de la madrugada.
El muerto del maletero tenía el improbable nombre de Chico Tartugian. Vanni Fucci
ha arrojado el cadáver a menos de veinte pasos de donde flota ahora el esquife, justo
entre los apreses, allí donde el pantano es negro y relativamente profundo.
Bremen parpadeó y vio las ondas que todavía brotaban del oscuro lugar donde
Chico Tartugian había sido empujado por la borda con veinte kilos de cadenas de
hierro alrededor.
—¡Eh! —exclamó Vanni Fucci, y a punto estuvo de hacer volcar el esquife
cuando soltó una mano del remo para rebuscar bajo la chaqueta blanca.
Bremen dio un paso atrás y se detuvo. Por un instante creyó que el revólver del
calibre 38 que Vanni tenía en la mano era su pistola, la pistola que le había regalado
su cuñado, la pistola que acababa de arrojar al río. Las ondas todavía surgían del
lugar donde había caído, aunque morían al encontrarse con la corriente del río y las
pequeñas olas producidas por el bamboleante esquife de Vanni Fucci.
—¡Eh! —gritó Vanni Fucci por segunda vez, y amartilló la pistola. Audiblemente.
Bremen trató de levantar las manos, pero descubrió que se las había colocado
delante del pecho en un gesto que no sugería tanto súplica u oración como
contemplación.
—¿Qué coño estás haciendo aquí? —gritó Vanni Fucci. El esquife se agitaba
tanto que la negra boca de la pistola se movía y pasaba de apuntar la cara de Bremen
a un sitio cerca de sus pies.
Bremen se dijo que, si iba a echar a correr, ése era el momento de hacerlo. No
corrió.
—¡He preguntado qué coño haces aquí, maldito cabrón! —gritó el hombre del
traje blanco y la camisa negra. Tenía el pelo tan negro y brillante como la camisa,
muy rizado. El bronceado ocultaba la palidez de su rostro de boca carnosa, como de
Cupido, retorcido en una mueca. Bremen vio brillar un diamante en el lóbulo de la
oreja izquierda de Vanni Fucci.
Momentáneamente incapaz de hablar, debido más a un extraño júbilo que al
miedo, Bremen sacudió la cabeza. Seguía con las manos sobre el pecho, las yemas de
los dedos casi tocándose.
—Ven aquí, cabrón —gritó Vanni Fucci, tratando de mantener la pistola firme
mientras se colocaba el remo bajo el brazo derecho y se impulsaba hacia la orilla,
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usando el antebrazo izquierdo para apoyarse contra el remo. El esquife volvió a
mecerse, pero se acercó a la orilla; la boca de la pistola creció de tamaño.
Bremen se apartó los insectos de los ojos y vio cómo se acercaba el esquife. El 38
estaba ya a menos de dos metros de distancia y se balanceaba mucho menos.
—¿Qué has visto, cabrón? ¿Qué es lo que has visto?
Vanni Fucci recalcó la segunda pregunta acercando el revólver, como si
pretendiera restregárselo a Bremen por la cara.
Bremen no dijo nada. Una parte de él estaba muy tranquila. Pensó en Gail durante
sus últimos días, rodeada de máquinas en la unidad de cuidados intensivos, su cuerpo
invadido por catéteres, tubos de oxígeno y sondas intravenosas. Toda idea del
elegante baile de las ondas sinuosas había desaparecido con los gritos del gánster.
—Sube al puñetero bote, hijo de puta —susurró Vanni Fucci.
Bremen volvió a parpadear, sin comprender. Los pensamientos de Fucci estaban
al rojo vivo, eran un torrente de obscenidades calientes y arrebatos de temor. Pasó un
buen rato hasta que Bremen se dio cuenta de que Vanni Fucci había hablado en voz
alta.
—¡He dicho que subas al puñetero bote, cabrón! —gritó Vanni Fucci, y disparó
un tiro al aire.
Bremen suspiró, bajó las manos y subió con cuidado al esquife. Vanni Fucci le
señaló la proa de la barca, le indicó que se sentara y luego empezó a impulsar
torpemente la pértiga con una mano mientras sujetaba con la otra la pistola.
En silencio, aparte del griterío de las aves espantadas por el disparo, se dirigieron
a la orilla opuesta.
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Ojos
Me interesa la muerte. Es un nuevo concepto para mí. La idea de que uno puede
simplemente dejar de ser es quizá lo más fascinante y sorprendente que me ha traído
Jeremy.
Estoy bastante seguro de que la primera toma de conciencia de Jeremy sobre la
mortalidad es particularmente brutal: la muerte de su madre a los cuatro años. Su
habilidad telepática es rara e indisciplinada en esa época, poco más que la intrusión
de ciertos pensamientos y pesadillas que más tarde advertirá que no son los propios,
pero su talento adquiere un enfoque raro y desagradable la noche en que muere su
madre.
Se llama Elizabeth Susskind Bremen y tiene veintinueve años la noche de su
muerte. Vuelve a casa tras la salida con las chicas que ellas han bautizado como
noche de póquer. El grupo de entre seis y diez mujeres lleva años reuniéndose una
vez al mes, desde que eran solteras, y esta noche han ido a Filadelfia, a una
inauguración en el museo de arte y a escuchar jazz después. Tienen la precaución de
nombrar a una conductora, y Carrie, la amiga de toda la vida de Elizabeth, no ha
probado ni una gota de alcohol en toda la noche. Cuatro amigas viven a media hora
de distancia unas de otras, cerca de casa de los Bremen, en el condado de Bucks, y
viajan todas en la furgoneta Chevy de Carrie la noche que el borracho se salta la
mediana en la autovía de Schuylkill.
El tráfico es denso, la furgoneta va por el carril de la izquierda, y no hay ni dos
segundos para reaccionar cuando el borracho se salta la mediana en una zona donde
están reparando el quitamiedos. El choque es frontal. La madre de Jeremy, su amiga
Carrie y otra mujer llamada Margie Sheerson mueren en el acto. La cuarta mujer, una
nueva amiga de Carrie que asiste a la noche del póquer por primera vez ese día, sale
proyectada del coche y sobrevive, aunque se queda paralítica. El borracho (un
hombre cuyo nombre Jeremy no consigue recordar no importa cuántas veces lo vea
escrito en los años venideros) sobrevive con heridas leves.
Jeremy se despierta de golpe y se pone a gritar. Su padre sube corriendo las
escaleras. El niño todavía está gritando cuando la patrulla de carreteras llega a la
casa, veinticinco minutos más tarde.
Jeremy recuerda cada detalle de las siguientes horas: ir al hospital con su padre,
donde nadie parece saber adónde han enviado el cadáver de Elizabeth Bremen;
esperar junto a su padre mientras le dicen a John Bremen que contemple un cadáver
de mujer tras otro en el depósito del hospital para identificar a la «desaparecida»; al
final les dicen que no han traído el cuerpo con los de las otras víctimas, sino que lo
han trasladado directamente a un depósito de un condado cercano. Jeremy recuerda el
largo trayecto bajo la lluvia en plena noche, el rostro de su padre reflejado en el
espejo e iluminado por los instrumentos del salpicadero, la canción en la radio (Pat
Boone cantando April Love) y luego la confusión de intentar encontrar el depósito en
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lo que parece una zona industrial abandonada de Filadelfia.
Finalmente, Jeremy recuerda haber visto la cara y el cuerpo de su madre. No hay
ninguna sábana que levantar, como en las películas que verá Jeremy en años futuros,
sólo una bolsa de plástico transparente, más parecida a una cortina de ducha, a través
de la cual brillan con un tono bastante lechoso la cara masacrada y el cuerpo roto de
Elizabeth Susskind Bremen. El adormilado encargado descorre la cremallera con un
movimiento brusco hasta que los pechos muertos de la madre de Jeremy quedan
expuestos. Todavía están cubiertos de sangre no del todo seca. John Bremen sube el
plástico con un movimiento que le resulta familiar a Jeremy tras cientos de noches de
arroparlo y no dice nada, sólo asiente para identificarla. Los ojos de su madre están
levemente abiertos, como si les estuviera mirando, jugando a alguna especie de juego
del escondite.
Naturalmente, su padre no se ha quedado con él esta noche. Jeremy se ha quedado
con un vecino, acostado en el sofá cama de una habitación para invitados que huele a
limpiador de alfombras, y ha compartido cada segundo de la pesadilla de su padre,
tendido entre sábanas limpias y contemplando con los ojos muy abiertos las franjas
de luz de los coches que pasan y resbalan en el asfalto mojado moviéndose en el
techo de la habitación de invitados. Jeremy se da cuenta de esto veinte años después,
tras casarse con Gail. De hecho es Gail quien se da cuenta, quien interrumpe el
amargo relato de los hechos de esa noche, quien tiene acceso a zonas de la memoria
de Jeremy que ni siquiera él puede alcanzar.
Jeremy no lloró cuando tenía cuatro años, pero lo hace esta noche, veintiún años
más tarde: llora en el hombro de Gail durante casi una hora. Llora por su madre y por
su padre, a quien ya ha perdido, quien ha muerto de cáncer sin el perdón de su hijo.
Jeremy llora por sí mismo.
No estoy tan seguro del primer encuentro telepático de Gail con la muerte. Hay
recuerdos de haber enterrado a su gato Leo cuando tenía cinco años, pero el contacto
mental durante las últimas horas del animal tras el atropello podrían ser más un llanto
por su ausencia que el resultado de un verdadero contacto con la conciencia del gato.
Los padres de Gail son fundamentalistas cristianos, cada vez más
fundamentalistas a medida que Gail se va haciendo mayor, y rara vez oye hablar de la
muerte en otros términos que no sean marcharse al reino de Cristo. Cuando tiene
ocho años y muere su abuela (ha sido una vieja dama estirada, formal y de olor
extraño a quien rara vez visitaba), levantan en brazos a Gail para que vea el cuerpo en
el tanatorio mientras su padre le susurra al oído:
—Ésa no es realmente la abuelita. La abuelita está en el cielo.
Gail ha decidido pronto, incluso antes del fallecimiento de la abuela, que el cielo
es casi con toda certeza un montón de basura. Son palabras de su tío abuelo Buddy:
—Todas estas ideas santurronas, Beanie, son un montón de basura. Eso del cielo
y el coro de ángeles… todo es un montón de basura. Nos morimos y fertilizamos el
suelo, como está haciendo Leo, el gato, en el jardín trasero ahora mismo. Lo único
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que sabemos que pasa después de morirnos es que ayudamos a que crezcan la hierba
y las flores, todo lo demás es un montón de basura.
Gail nunca ha estado segura de por qué el tío abuelo Buddy la llamaba Beanie,
pero cree que tiene que ver con una hermana suya que murió cuando eran niños.
La muerte, decide pronto, es sencilla. Uno se muere y hace que la hierba y las
flores crezcan. Todo lo demás es un montón de basura.
La madre de Gail la oye compartir su filosofía con una amiguita (están enterrando
a un hámster que se ha muerto), y envía a su amiguita a casa y le suelta una filípica a
Gail durante una hora sobre lo que dice la Biblia, que es la Palabra de Dios en la
tierra, y lo estúpido que es pensar que una persona simplemente deja de existir. Gail,
tozuda, la mira y escucha, pero se niega a claudicar. Su madre dice que el tío abuelo
Buddy es un alcohólico.
Y tú también, piensa la Gail de nueve años, pero no lo dice en voz alta. No lo sabe
gracias a su habilidad para el contacto mental (eso quedará bajo su control cuatro
años después, cuando entre en la pubertad), pero lo ha deducido después de encontrar
el abridor bajo las toallas del cuarto de baño, oyendo la dicción normalmente precisa
de su madre volverse pastosa por la noche y escuchando las voces que suben por las
escaleras en las fiestas que sus padres celebran para sus amigos cristianos renacidos.
Irónicamente, el primer familiar de Gail que muere después de que ella entre en el
verdadero nacimiento de su habilidad telepática es su tío abuelo Buddy. Gail ha
tomado el autobús a Chicago para visitar al tío Buddy en el hospital donde se está
muriendo. Él es incapaz de hablar. Tiene la garganta llena de tubos para respirar que
permiten que el aire fluya por la garganta comida por el cáncer hasta los pulmones
comidos por el cáncer, pero a sus quince años Gail se queda allí durante seis horas,
mucho después del horario de visitas, sujetándole la mano y tratando de proyectar sus
propios pensamientos a través de los velos oscilantes del dolor y los tranquilizantes.
No es posible que él escuche sus mensajes mentales, aunque ella se siente bastante
abrumada por el complejo tapiz de sus recuerdos. A través de todos ellos hay una
sensación de tristeza y pérdida, gran parte centrada en la hermana, Beanie, que era la
única amiga del tío Buddy en un mundo hostil.
Tío Buddy, envió Gail una y otra vez, si todo no es un montón de basura… cielo y
todo… envíame una señal. Envíame un pensamiento. El experimento la entusiasma y
la aterra. Yace despierta durante tres noches deseando no haber enviado el
pensamiento a su tío moribundo, casi esperando que su fantasma la despierte cada
noche, pero cuatro noches después de la muerte de Buddy, no hay nada, ningún
susurro de su voz ronca ni de sus cálidos pensamientos, ninguna sensación de su
presencia «en otra parte»: sólo silencio y vacío.
Silencio y vacío. Ésa sigue siendo la convicción de Gail sobre el reino de la
muerte durante el resto de su vida, incluyendo estas últimas semanas en que no puede
ocultarle a Jeremy lo sombrío de sus pensamientos. Él no intenta disuadirla de esa
visión, a pesar de compartir con ella la luz y la esperanza, aunque ve poco de lo
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primero y no siente nada de lo segundo.
Silencio y vacío. Así se plantea Gail la muerte.
Así se la plantea Jeremy.
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Donde los muertos dejaron sus huesos
Vanni Fucci llevó a Bremen del esquife a la orilla, de la orilla a través de los
árboles y, de éstos, a la carretera donde tenía aparcado un Cadillac blanco. El hombre
mantuvo el revólver apartado pero visible mientras abría la puerta del coche y hacía
entrar a Bremen, que no protestó ni dijo nada. Por entre los cipreses vio la tiendecita
donde Norm Senior se tomaba su segunda taza de té y Verge estaba sentado fumando
su pipa.
Fucci ocupó el asiento del conductor, arrancó el Caddy con un rugido y salió al
asfalto, dejando una nube de polvo y una lluvia de gravilla sobre la hojarasca, tras
ellos. No había tráfico. La baja luz de la mañana tocaba las copas de los árboles y los
postes telefónicos y se reflejaba en el agua, a su derecha. El gánster dejó la pistola
cerca de su pierna izquierda, en el asiento de cuero.
—Di una puñetera palabra y te vuelo la puñetera cabeza aquí mismo —dijo en un
susurro amenazador.
Bremen no sentía necesidad alguna de decir nada. Mientras continuaban en el
Cadillac hacia el oeste, a unos ochenta kilómetros por hora, se acomodó en el asiento
y contempló el paisaje que pasaba a su derecha. Dejaron atrás el pantano y el bosque
y entraron en una zona despejada de hierba y pinos. Había granjas de mala muerte al
fondo y, más cerca del arcén, los ocasionales puestos de carretera, vacíos de
productos y gente. Vanni Fucci murmuró algo y conectó la radio, pulsando botones
hasta que encontró una emisora con la mezcla adecuada de rock and roll.
El problema de Bremen era que detestaba los melodramas. No le convencían. Era
a Gail a quien gustaban los libros y la televisión y el cine; Bremen siempre
encontraba las situaciones absurdamente improbables, la acción y las reacciones de
los personajes increíbles, el argumento banal en extremo. De vez en cuando
argumentaba que la vida de los seres humanos consistía en sacar la basura, poner la
mesa o ver la tele… no en persecuciones en coche y en amenazar a la gente con
pistolas. Gail asentía, sonreía y decía por enésima vez:
—Jerry, tienes tanta imaginación como el pomo de una puerta.
Bremen tenía imaginación, pero no le gustaban los melodramas y no creía en las
falsas palabras que dependían de él. No creía gran cosa en Vanni Fucci, aunque los
pensamientos del gánster eran bastante claros. Desestructurados y frenéticos, pero
claros.
Era una vergüenza, pensó Bremen, que la mente de las personas no fuera como
los ordenadores y no se pudiera recuperar información a voluntad. «Leer la mente de
las personas» era más parecido a leer garabatos apresurados en trozos de papel
dispersos por un mar agitado que a recuperar líneas claras de información en una
pantalla. La gente no iba por ahí pensando en sí misma con ordenados flash backs
para beneficio de algún telépata que pudiera encontrarse con sus pensamientos: al
menos la gente que conocía Bremen no era así.
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Ni tampoco Vanni Fucci, aunque Bremen había captado el nombre del hombre
con bastante facilidad. Fucci pensaba en sí mismo en tercera persona, completamente
absorto pero con un extraño distanciamiento, como si la vida del insignificante
gánster fuera una película que sólo él estuviese viendo. Bien, Vanni Fucci se deshizo
de ese miserable cabrón había sido la esencia del primer pensamiento que Bremen
encontró en la isla. La ropa y el pelo de Chico Tartugian todavía enviaban burbujas
de aire atrapado hacia la superficie.
Bremen cerró los ojos y se concentró mientras avanzaban hacia el oeste, luego al
norte y después de nuevo hacia el oeste. Parecía importante concentrarse, aunque
Bremen no ponía en ello el corazón. Le fastidiaban los melodramas.
Los pensamientos de Vanni Fucci saltaban como un insecto en una parrilla
caliente, en una especie de tumulto, aunque no estaba afectado emocionalmente por
haber arrojado al agua el cuerpo de Chico ni por la probabilidad de tener que matar
también a aquel desconocido. Pero él, Vanni Fucci, no quería tener que matarlo
personalmente.
Fucci era un ladrón. Bremen captó suficientes imágenes y fragmentos de
imágenes para distinguir la diferencia. En lo que parecía ser una larga carrera como
ladrón (Bremen captó una imagen de Fucci en un espejo con largas patillas y el traje
de poliéster típico de los años setenta). Vanni Fucci nunca le había disparado a nadie
excepto la vez que Donni Capaletto, su supuesto colega, había intentado timarlo
después del trabajito en la joyería de Glendale y Fucci le había quitado la automática
del 45 al chorizo y le había disparado en la rodilla. Con su propia pistola. Pero Fucci
estaba furioso. No había sido un trabajo profesional. Y Vanni Fucci se enorgullecía de
ser un profesional.
Bremen parpadeó, combatió las náuseas y trató de leer aquellos fluctuantes
fragmentos en el mar de los turbulentos pensamientos de Fucci. Volvió a cerrar los
ojos.
Bremen aprendió más de lo que quería saber de cómo era dedicarse al oficio de
gánster en esa última década del siglo. Atisbo el profundo y ardiente deseo de Vanni
Fucci de hacerse a sí mismo, vio lo que era «hacerse a sí mismo» para un gánster
italiano de poca monta y sacudió la cabeza por la bajeza de todo aquello. Los años de
adolescencia transmitiendo mensajes para Hesso y vendiendo cigarrillos de
contrabando de los camiones robados de Big Ernie; el primer trabajo (la licorería en
la zona sur de Newark) y la admisión, poco a poco, en el círculo de hombres duros,
astutos pero poco instruidos. Bremen captó atisbos de la profunda satisfacción de
Fucci por ser aceptado por esos hombres, esos hombres estúpidos, malvados,
violentos, egoístas y arrogantes. Bremen captó atisbos más profundos de la lealtad
final de Vanni Fucci hacia sí mismo. En el fondo, Bremen vio que Fucci sólo era leal
a su propia persona. Todos los demás (Hesso, Carpezzi, Tutti, Schwarz, Don Leoni,
Sal, incluso Cheryl, la novia de Fucci) eran sacrificables. Tan sacrificables en la
mente de Fucci como Chico Tartugian, dueño de un club nocturno de Miami y ladrón
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de poca monta, a quien Fucci había visto sólo una vez, en el restaurante de Don
Leoni, en Brooklyn. Por hacerle un favor a Don Leoni estaba Fucci en el Sur: odiaba
Miami y odiaba volar.
No había sido Fucci quien había apretado el gatillo, sino el yerno de Don Leoni,
Bert Cappi, un chorizo de veintiséis años que se creía la reencarnación de Frank
Sinatra. Tartugian había contratado a Cappi como cantante por deferencia a Don
Leoni y, aunque los clientes lo abucheaban e incluso los camareros se quejaban,
Tartugian mantenía al chico en el puesto. Aunque sabía que Cappi era un espía,
continuaba alterando las cuentas porque confiaba en que Bert antepusiera su carrera
musical a la lealtad a su tío.
Cappi no había hecho tal cosa. Bremen captó un atisbo de Vanni Fucci esperando
en el callejón mientras Cappi iba a charlar con Chico Tartugian después del último
pase. Los tres disparos del 22 habían sido cortos y sordos. Fucci encendió un
cigarrillo y esperó otro minuto antes de entrar con la cortina de ducha y las cadenas.
El chico había obligado a Tartugian a arrodillarse en la ducha de su cuarto de baño
privado, como había ordenado Don Leoni. No había demasiado estropicio. Treinta
segundos de agua corriente y estaría todo limpio.
—¿Qué carajo estabas haciendo allí, eh? ¿Qué carajo estabas haciendo en ese
puñetero pantano al puñetero amanecer, eh? —preguntó Fucci.
Bremen lo miró.
—Pescando —dijo… o pensó que decía.
Vanni Fucci sacudió disgustado la cabeza y subió el volumen de la música.
—Maldito pardillo.
Estaban atravesando una población un poco más grande que los escasos pueblos
de las Everglades por los que habían pasado. El asalto de la neurocháchara obligó a
Bremen a cerrar los ojos. Lo peor era pasar ante los aparcamientos para camiones de
gran tonelaje, las caravanas, las urbanizaciones de jubilados. Allí, el runrún de los
pensamientos de los viejos golpeaba la lastimada conciencia de Bremen con
desagradable fuerza. Era como escuchar al anciano vecino de al lado toser la flema de
cada mañana.
Ninguna carta, ninguna llamada telefónica. Shawnee no va a llamar hasta que
esté muerto…
Sólo un bultito, dijo Marge. Lo dijo justo el mes pasado. Sólo un bultito. Ahora
está muerta. Sólo un bultito, dijo. ¿Y ahora con quién voy a jugar al Mahjong?
Jueves. Es jueves. El jueves es la noche del pinnacle en el club social.
No siempre con palabras, frecuentemente no con palabras, las ansiedades y
tristezas y amarguras de la vejez y la fragilidad y el abandono golpearon a Bremen
mientras el Cadillac avanzaba lentamente por la carretera, más ancha en aquel tramo.
El jueves, descubrió, era la noche del pinacle en la mayoría de los aparcamientos para
caravanas y las urbanizaciones de aquella ciudad y la siguiente que atravesaron. Pero
horas de sol y dolor y pesado calor de Florida esperaban a mucha de aquella gente
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antes del húmedo frescor de la tarde y la seguridad del club social. Las televisiones se
encendieron en un millar de hogares móviles y apartamentos, los acondicionadores de
aire zumbaron mientras los jubilados daban descanso a sus huesos y esperaban a que
se acabara el calor del día con la esperanza de otra velada en un círculo de amigos
cada vez más reducido.
Bremen vio en un súbito destello fuera de contexto entre los pensamientos
entrecortados de Vanni Fucci que el ladrón estaba furioso con Dios. Terriblemente
furioso con Dios.
El puñetero día que Nicco…
Bremen vio a su hermano menor, con el mismo pelo oscuro y los ojos negros,
pero más guapo a su modo.
El puñetero día que Nicco toma los votos, me cuelo en la puñetera iglesia y robo
el puñetero cáliz. El mismo puñetero cáliz que solía tenderle al padre Damiano
cuando era un puñetero monaguillo. El mismo puñetero cáliz. Nadie quiso el
puñetero trasto. Puñetero loco… Nicco tomando sus puñeteros votos y yo
deambulando por la puñetera Atlantic City con ese puñetero cáliz en la bolsa del
gimnasio. Nadie quiso el puñetero trasto.
Imágenes de un sollozante Vanni Fucci enterrando el cáliz de plata en un saladar
al norte de la zona de los casinos. Imágenes de los brazos de Fucci alzados hacia el
cielo, con los puños cerrados, el pulgar entre el dedo índice y el medio en ambas
manos. Bremen comprendió. Vanni Fucci le hacía a Dios el gesto más obsceno que el
joven ladrón conocía en ese momento.
Que te den, Dios. Que te den por el culo, viejo.
Bremen parpadeó y sacudió la cabeza para escapar de la neurocháchara del
aparcamiento de caravanas junto al que pasaban. No creía que Vanni Fucci fuera a
matarlo. Todavía no. Fucci no quería tomarse esa molestia, ya estaba deseando haber
dejado a aquel cabrón atontado en la isla. O haber estado con Roachclip. Roachclip
habría tirado a aquel loco cabrón del esquife y no habría mirado atrás.
Bremen planeó estrategias. Sirviéndose de lo que había atisbado podía empezar a
hablarle a Vanni Fucci, decirle que a él también lo había enviado Don Leoni, que
sabía que Bert Cappi se había cargado a Chico Tartugian y (¡eh!), a él le daba lo
mismo. Don Leoni sólo quería una confirmación, eso era todo. Bremen se imaginó a
sí mismo respondiendo preguntas. ¿Roachclip? Sí, claro que conocía al loco
cabroncete portorriqueño. Se acordaba de la noche que Roachclip se había cargado a
los dos hermanos Armansi, al grandote que llevaba una pierna ortopédica desde la
Segunda Guerra Mundial y al flacucho con su traje oscuro. Roachclip no había
empleado una pistola ni una navaja, sino aquel puñetero tubo que llevaba en el
maletero. Había golpeado por detrás a los hermanos Armansi después de llevarlos al
punto de reunión en el Bronx y les había aplastado el cráneo allí mismo, en la calle,
justo delante de aquella babushka polaca de la cara blanca y gorda y el pañuelo
negro; de la bolsa de plástico que llevaba cayeron las naranjas a la acera
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ensangrentada…
Bremen sacudió la cabeza. No haría eso.
Habían dejado atrás los lagos y entrado en la zona de ranchos, donde las garcetas
seguían al ganado atentos a los insectos agitados por los cascos bovinos, cuando de
repente Vanni Fucci aparcó junto a una cabina de la carretera, alzó la pistola hasta
dejar el cañón a pocos centímetros de los ojos de Bremen y dijo en voz baja:
—Sal del puñetero coche y te juro por Cristo que te mato aquí mismo.
¿Entiendes?
Bremen asintió.
La conversación telefónica, aunque no era audible, fue fácil de seguir. La gente
tendía a concentrarse en el lenguaje mientras hablaba por teléfono.
Mira, no voy a cargarme al miserable cabrón aquí mismo. No es asunto mío
que…
Sí, sé que me ha visto, pero no es mi problema. Es el puñetero problema de Cappi
y Leoni, y no voy a dejar que un cabrón que sale a pescar me la busque…
Sí… no… no, no es ningún puñetero problema. Maldito pirado. Creo que es
retrasado o algo así. Lleva unos puñeteros pantalones que le están demasiado cortos
y una puñetera camisa de safari y unos puñeteros zapatos Florsheim, parece un
retrasado vestido por otro retrasado.
Bremen parpadeó y se miró la ropa. Llevaba los pantalones de faena y la camisa
caqui que había comprado hacía tres días en la tienda de Norm Senior. Los pantalones
le quedaban cortos realmente y tenía los zapatos de vestir cubiertos de polvo y lodo.
De repente Bremen se palpó los bolsillos. El fajo de billetes (la mayor parte de los
3865 dólares que había sacado de la cuenta de ahorros) seguía en el bolsillo del traje
colgado de la silla en el diminuto dormitorio de la cabaña de pesca. Bremen recordó
haber pasado unos cuantos billetes de veinte y tal vez uno o dos de cincuenta a la
cartera cuando compraba las provisiones, pero no lo comprobó. Sentía el bulto de la
cartera contra el trasero y con eso era suficiente de momento.
Sí, llegaré a tiempo, pero me llevaré al puñetero retrasado. Mientras que… eh, no
me interrumpas, maldición… mientras que Sal sepa que este cabrón es su puñetera
responsabilidad. ¿Entendido?… No, espera, he dicho que si lo has entendido. Vale.
Vale. Te veré dentro de una o dos horas. Sí.
Vanni Fucci colgó de golpe y se acercó al borde de la carretera, mandando
gravilla a la hierba a puntapiés y cerrando los puños. El traje blanco se le estaba
ensuciando. Fucci se dio media vuelta y miró a Bremen a través del parabrisas, el sol
resplandeció en la seda negra de su camisa y la brillantina de su pelo negro.
Cárgatelo ahora. Ahora. No hay puñetero tráfico. Ninguna puñetera casa.
Cárgatelo aquí y al carajo.
Bremen miró el contacto; sabía sin verlo que Fucci se había llevado las llaves.
Podía abrir la puerta y echar a correr por el campo, con la esperanza de escapar de
Fucci y del alcance del 38… esperar a que otro coche pasara y Fucci renunciara a la
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caza. Fucci era fumador y Bremen no. Bremen colocó la mano en la puerta del coche
y tomó aire.
Al carajo, al carajo, al carajo. Vanni Fucci se había decidido. Subió al coche,
colocó la mano en la culata de la pistola que llevaba en la cintura y miró a Bremen.
—Si haces alguna gracia, si le dices a alguien adónde vamos, te juro que te mato
delante de todos. ¿Entendido?
Bremen se quedó mirándolo. Soltó la manivela de la puerta.
Vanni Fucci puso en marcha el Cadillac y salió a la carretera. Un camión pasó
haciendo sonar el claxon. Fucci le enseñó al conductor el dedo medio de la mano
izquierda.
Continuaron hacia el norte otros quince kilómetros por la autovía Veintisiete y
luego pasaron a la interestatal Cuatro, en dirección al noreste.
Bremen captó un atisbo de su destino en el remolino de los pensamientos de
Vanni Fucci y sonrió a su pesar.
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Ojos
Jeremy y Gail celebran su luna de miel haciendo una excursión en canoa con
mochilas.
Ninguno ha viajado en canoa ni ha hecho este tipo de viajes mochileros antes,
pero no tienen suficiente dinero para costearse su primera elección, Maui. Ni para su
segunda elección, París. Ni siquiera para su octava elección, un motel en Boston. Así,
un espléndido día de agosto, horas después de su boda en el jardín de su albergue
favorito, Jeremy y Gail se despiden de sus amigos y se marchan en coche a las
Adirondacks.
Hay lugares de acampada más cercanos: tienen que atravesar las Montañas
Azules hasta las Adirondacks y dejar atrás una docena de parques y bosques estatales
por el camino, pero Jeremy ha leído un artículo sobre las Adirondacks y quiere ir allí.
El Volkswagen tiene problemas de motor… siempre tiene problemas de motor.
Cuando consiguen arreglar el coche en Binghamton, Nueva York, tienen ochenta y
cinco dólares menos y llevan cuatro horas de retraso. Pasan esa noche en el parque
estatal del lago Gilbert, a medio camino entre Binghamton y Utica.
Llueve. El camping es pequeño y está abarrotado; el único sitio que queda está
junto al retrete. Jeremy monta la tienda de nailon de veinticuatro dólares bajo la lluvia
y luego se acerca a la parrilla para ver cómo le va a Gail con la cena. Ella está
empleando su poncho como lona para impedir que la lluvia empape los escasos palos
que ha encontrado para hacer leña, pero el «fuego» es poco más que humo de madera
mojada, como quemar periódicos.
—Tendríamos que haber comido en Oneonta —dice Jeremy, entornando los ojos
bajo la lluvia. Todavía no son las ocho, pero las nubes grises tapan la luz del día. La
lluvia no parece desanimar a los mosquitos, que zumban bajo el toldo. Jeremy aviva
el fuego mientras Gail espanta los insectos.
Se dan un festín con los perritos calientes a medio calentar con pan mojado,
arrodillados a la entrada de la tienda en vez de admitir la derrota y refugiarse en el
lujo comparativo del coche.
—No tenía hambre, de todas formas —miente Gail. Bremen ve por contacto
mental que está mintiendo, y Gail sabe que lo ve.
También ve que ella quiere hacer el amor.
A las nueve están dentro de sus sacos de dormir, aunque la lluvia decide parar en
ese momento y los excursionistas salen de sus Winnebagos y Silverstreams y ponen
las radios a todo volumen mientras cocinan la cena. El olor de la carne a la brasa les
llega a Jeremy y Gail mientras juguetean, y los dos se ríen al sentir la distracción del
otro. Jeremy coloca la mejilla sobre el estómago de Gail y susurra:
—¿Crees que nos invitarán si les decimos que somos recién casados?
Recién casados hambrientos. Gail le pasa los dedos por el pelo.
Jeremy besa la suave curva de su bajo vientre. Ah, bueno… un poco de hambre
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nunca ha matado a nadie.
Gail se ríe, luego deja de reír e inspira profundamente. Empieza a llover otra vez,
de manera suave pero insistente, sobre el nailon del techo, espantando los insectos, el
ruido y los olores de la cocina. Durante un rato no hay nada más en el universo que el
cuerpo de Gail, el cuerpo de Jeremy… y luego un solo cuerpo que ninguno posee
totalmente.
Han hecho el amor otras veces: hicieron el amor aquella primera noche después
de la fiesta de Chuck Gilpen. Pero nunca es menos maravilloso o extraño, y esta
noche, en la tienda, bajo la lluvia, Jeremy se pierde verdaderamente, y Gail se pierde,
y su flujo de pensamientos se une y se entrelaza tanto como sus cuerpos. Al cabo de
un rato, después de eones de estar perdidos el uno en la otra, Jeremy siente el
orgasmo envolvente de Gail y lo celebra como propio, mientras Gail se eleva en la
ola creciente de su clímax inminente, tan diferente de la intensidad sísmica interior
propia, pero también suya ahora. Se corren juntos. Gail siente por un momento la
sensación de su cuerpo acunándose en el cuerpo de él mientras él se relaja en su
mente al tiempo que lo sujeta con los brazos y las piernas.
Cuando se separan en los sacos de dormir, el aire en la tienda de nailon está
cargado de la humedad de su aliento. Ya ha oscurecido del todo cuando Gail descorre
las puertas de la tienda y se asoman a la suave llovizna, sintiendo el agua en la cara y
el pecho, y respiran el aire fresco y abren la boca para beber del cielo.
Ya no leen ni visitan la mente del otro. Cada uno es el otro, inmediatamente
consciente de cada pensamiento y sensación del otro. No, eso no es exacto: no hay él
ni ella por un momento. La conciencia de género sólo vuelve gradualmente, como
una bajamar que retrocede lentamente por la mañana para dejar restos en una playa
recién lavada.
Enfriados y refrescados por la lluvia, vuelven a entrar, se secan con gruesas
toallas y se enroscan entre capas de algodón. La mano de Jeremy encuentra un sitio
donde posarse en la leve curva de la espalda de Gail mientras ella reposa la cabeza
sobre su hombro. Es como si su mano hubiera conocido siempre este lugar.
Encajan a la perfección.
Al día siguiente almuerzan en Utica y se dirigen de nuevo al norte, hacia las
montañas. En Old Forge alquilan una canoa y reman por la cadena de lagos acerca de
la que ha leído Jeremy. Los lagos están más edificados de lo que había imaginado, el
susurro y el chisporroteo de la neurocháchara son audibles desde las casas situadas en
las orillas; pero encuentran islas apartadas y bancos de arena para acampar durante
los tres días de excursión en canoa, hasta que una tormenta de dos días y un acarreo
de cinco kilómetros los expulsa de Long Lake al quinto día.
Gail y Jeremy encuentran una cabina telefónica y regresan a Old Forge con un
joven barbudo de la tienda de alquiler de canoas. De vuelta al traqueteante
Volkswagen, se internan más profundamente en las montañas, dando un rodeo de
ciento cincuenta kilómetros por el lago Saranac hasta el pueblo de Keene Valley. Allí
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Jeremy compra una guía de senderismo. Se echan a la espalda las mochilas por
primera vez y se encaminan hacia la Gran Pendiente.
La guía insiste en que son sólo ocho kilómetros de camino por un sendero de
moderada dificultad llamado los Hermanos, pero la palabra «moderada» se queda
corta, ya que el sendero los lleva entre rocas, cascadas, riscos y picos. Jeremy pronto
maldice y protesta: los «ocho kilómetros» los midieron obviamente desde un avión,
no a pie. También reconoce que puede que haya cargado demasiado la mochila. Gail
sugiere sacar la bolsa de carbón o el segundo pack de cervezas, pero Jeremy elimina
varias bolsas de gorp[1] e insiste en quedarse con lo esencial para un viaje civilizado.
A los cinco kilómetros atraviesan un precioso bosquecillo de álamos blancos y
llegan a la cima del Tercer Hermano, un pico bajo que consigue asomar su morro
rocoso por encima del ondulante océano de hojas. Desde allí atisban su destino, la
Gran Pendiente, y entre jadeos, Jeremy y Gail se sonríen mutuamente.
La Gran Pendiente es una montaña más pequeña y mucho más misteriosa que El
Capitán de Yosemite. Mientras que una se eleva en un suave arco boscoso, la pared
de roca de la otra cae a pico y culmina en un amasijo de peñascos del tamaño de
casas.
—¿Ése es nuestro destino? —Jadea Gail.
Jeremy asiente, demasiado agotado para hablar.
—¿No podemos sacar una foto y decir que hemos estado allí?
Jeremy sacude la cabeza y levanta la mochila con un gruñido. Siguen un
kilómetro por una trocha. El camino serpentea suavemente y con frecuencia atraviesa
formaciones rocosas o pendientes empinadas. Justo debajo de la cumbre de la Gran
Pendiente llegan a la última sección del sendero. Los últimos centenares de metros
parecen rectos.
Jeremy se da cuenta de que han alcanzado la cima sólo cuando su mirada gacha
no ve ninguna roca delante, sólo aire. Cae de espaldas y se tumba sobre la mochila
con los brazos y las piernas abiertos. Gail tiene la delicadeza de quitarse la mochila
antes de tumbarse boca abajo.
Permanecen tendidos casi quince minutos, haciendo comentarios sobre las
formaciones de nubes y algún halcón ocasional, mientras recuperan el aliento lo
suficiente para poder susurrar. Luego el frescor de la brisa hace que Gail se siente, y
mientras Jeremy ve cómo el viento le agita el pelo corto, piensa siempre voy a
recordar esto, y Gail se vuelve para sonreírle, viendo su reflejo en sus pensamientos.
Emplazan la tienda lejos de la cara sur, entre los árboles castigados por el clima
de un saliente rocoso, pero colocan las esterillas y los sacos de dormir en el borde del
mismo precipicio. Preparan el carbón en un hueco natural entre las rocas: la parrilla
encaja a la perfección. Gail saca los filetes de la pequeña nevera portátil y Jeremy una
de las tres cervezas frías y la abre. Gail ya ha colocado las mazorcas de maíz
envueltas en papel de plata sobre las ascuas, y ahora Jeremy supervisa la cocción
mientras Gail va colocando rábanos rojos, ensalada y patatas fritas en dos platos. De
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una bolsa envuelta en toallas y rellena de papel saca con cuidado dos vasos de vino y
una botella de cabernet sauvignon. Pone la botella a enfriar con el resto de las
cervezas.
Comen mientras la tarde de verano va muriendo, encaramados en el saliente, con
las botas colgando en el vacío. Hay suficientes nubes para que el cielo se encienda en
una llamarada de rosas y púrpuras oscuros.
El saliente recorre la cara sur de la montaña, hacia donde se vuelven mientras el
crepúsculo se hunde en la noche. Hay mucha carne y la comen despacio, llenando los
vasos de vino con frecuencia. Gail ha traído dos grandes porciones de tarta de
chocolate para el postre.
Se levanta un viento nocturno mientras limpian la zona y guardan los platos de
papel en sus bolsas para la basura. Jeremy no quiere que el fuego prenda y dispersa
los carbones apagados entre las grietas de la roca, dejando el menor rastro posible de
que han cocinado. Llevan puesta la chaqueta de vellón mientras se limpian los dientes
y hacen sus necesidades entre los árboles de la cara norte, pero cuando las estrellas
salen ya se han metido en los sacos de dormir en la cara sur.
Esto está bien, es la imagen, y por un momento ninguno sabe quién lo ha pensado
primero. Al sur sólo hay bosque y montañas y cielo oscuro hasta donde alcanza la
vista. Ninguna carretera, ningún faro estropea la extensión púrpura del valle, aunque
ahora hay unas cuantas hogueras visibles. Diez minutos más tarde el cielo es más
claro que el valle mientras las estrellas empiezan a llenar la cúpula sobre sus cabezas.
El brillo de las estrellas no compite con las luces de la ciudad.
Han unido los dos sacos por sus cremalleras, pero les queda un poco de espacio
para quitarse la ropa. Jeremy y Gail se lo ordenan todo al pie de los sacos para que la
ropa interior no salga volando si la brisa aumenta por la noche, y luego se cubren la
cabeza y se acurrucan juntos, todo piel suave y cálido aliento, desafiando el frío que
hace fuera de los sacos. Esta noche hacen el amor, despacio al principio, muy
suavemente. Promete un éxtasis más violento de lo que han conocido antes.
Siempre. Jeremy nota que ha sido Gail quien ha enviado el pensamiento esta vez.
Siempre, susurra, o no susurra.
Se acurrucan, entrelazados, cálidos, a resguardo del viento, mientras en el cielo
las estrellas parecen arder con la intensidad de la afirmación del universo.
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En el reino sombrío
Aparcaron en una fila llamada GRUÑÓN y tomaron la lanzadera hasta la puerta
del parque. Vanni Fucci se había quitado la chaqueta blanca y llevaba el revólver del
calibre 38 cubierto con ella.
—Si haces alguna estupidez —le dijo en voz baja a Bremen mientras esperaban la
lanzadera—, te mato aquí mismo. Te juro por el puñetero Jesucristo que lo haré.
Bremen miró al ladrón, sintió la resolución de luchar con la irritación.
Vanni Fucci confundió la mirada con incredulidad.
—¡Si no me crees, te mataré aquí mismo en el puñetero aparcamiento y estaré en
la puñetera Georgia antes de que nadie se dé cuenta de que te han pegado un puñetero
tiro!
—Te creo —dijo Bremen, sintiendo los arrebatos de la excitación del hombre.
Había algo en el hecho de matar en público, sobre todo allí, que atraía a Vanni Fucci,
aunque el ladronzuelo prefería que ese loco de Bert Cappi o su colega igualmente
loco, Ernie Sanza, se encargaran de hacerlo. Fuera como fuese, él o Bert o Ernie,
sería una historia cojonuda… cargarse a ese paisano allí.
La lanzadera llegó. Bremen y Vanni Fucci subieron. El cañón del 38 apretaba el
costado de Bremen a través de la chaqueta. Durante el corto trayecto hasta la puerta,
Bremen captó más detalles del plan de Fucci.
La reunión obedecía a otros motivos; más concretamente, la habían preparado la
mano derecha de Don Leoni allí, Sal Empori, con ayuda de Bert y Ernie, y uno de
esos puñeteros colombianos locos (así era como Vanni Fucci pensaba siempre en
ellos, esos puñeteros colombianos locos), para intercambiar un maletín de dinero de
Don Leoni por un maletín de la mejor heroína de los puñeteros colombianos locos
para vendérsela a los negros del norte del territorio de Vanni Fucci. Llevaban ya
varios años haciendo el cambio en Disneylandia.
Sal se encargará de este puñetero pirado. Sin alboroto, sin crear ningún puñetero
jaleo, sin dejar un puñetero rastro.
—Paga tu puñetera entrada —susurró Vanni Fucci mientras compraba la suya y le
clavaba a Bremen la pistola en las costillas.
Bremen rebuscó en sus bolsillos. Sí que había guardado algunos billetes de
cincuenta allí tres días antes. Seis de cincuenta, para ser exactos. Deslizó uno por el
mostrador, especificó que sólo quería una entrada para el día y esperó su cambio, que
era menos de lo que hubiese cabido esperar.
El ladrón lo obligó a moverse entre la multitud, con una mano en el brazo de
Bremen y la otra fuera de la vista bajo la chaqueta. A Bremen aquello le parecía muy
sospechoso, pero a nadie pareció llamarle la atención.
Apenas alzó la mirada mientras Vanni Fucci lo conducía a un monorraíl que los
llevó alrededor de varias lagunas hacia un lejano conglomerado de torres, estructuras
y como mínimo una montaña artificial. El monorraíl se detuvo, el ladrón hizo que
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Bremen se levantase y saliese, y los dos hombres se internaron en la multitud. La
neurocháchara en torno a Bremen había pasado de ser un susurro a ser un grito, de un
grito a un rugido incesante, tan alejado del runrún de la neurocháchara normal como
el estrépito de las cataratas del Niágara debía estarlo del sonido de una cascadita. Y la
cualidad peculiar era la tristeza frenética y ampliamente compartida, tan penetrante y
poderosa como el olor de la carne podrida.
Bremen se tambaleó, se llevó las manos a las sienes y se cubrió los oídos en un
intento inútil de bloquear las ondas de no-sonido, no-habla. Vanni Fucci lo empujó
hacia delante.
No es como esperaba… llevo treinta y cinco años esperando esto… no es como
esperaba que fuera…
¡Más sitios que ver! ¡Más atracciones! ¡No hay tiempo suficiente! ¡Nunca hay
tiempo suficiente! Deprisa… deprisa. ¡Sarah, deprisa!
Bueno, es por los niños. Por los niños. Pero los puñeteros niños parecen
histéricos la mitad del tiempo, aturdidos como malditos zombis la otra mitad…
¡Deprisa! Tom, date prisa, vamos a perder el turno…
Bremen cerró los ojos y dejó que Vanni Fucci lo dirigiera a través de la multitud
mientras oleada tras oleada de desesperación lo envolvían como una marea salvaje.
Era como si toda la urgencia del parque de atracciones (divertirse, ¡por Dios,
divertirse!), le golpeara como las olas rompen en una playa estrecha.
—Abre los ojos, cabrón —le susurró Vanni Fucci al oído. La boca de la pistola se
clavó con más fuerza en el costado de Bremen.
Abrió los ojos, pero continuó casi ciego por el dolor de la neurocháchara: el
urgente frenesí, sin centro, la prisa, maldición-vamos-a-perder-el-turno del hay que
divertirse contra viento y marea. Bremen jadeó en busca de aire y trató de no vomitar.
Vanni Fucci lo hizo avanzar. Sal y Bert y Ernie tendrían que haber contactado ya
con los puñeteros colombianos locos, y Vanni Fucci se suponía que tenía que
entregarles al pirado en la Montaña Espacial. Excepto que Vanni Fucci no estaba
seguro al ciento por ciento de dónde estaba la puñetera Montaña Espacial; el
intercambio solía llevarse a cabo en la puñetera atracción de la Jungla, así que
siempre había ido derechito al País de las Aventuras durante sus otras visitas. Recogía
el maletín de Sal y se largaba en el monorraíl. No sabía por qué Sal había tenido que
cambiar el puñetero punto de reunión a la puñetera Montaña Espacial, pero sabía que
la montaña estaba en la puñetera Tierra del Mañana.
Vanni Fucci trató de orientarse. Vale, estamos en la puñetera calle principal
sacada de la infancia de nuestro querido y difunto Walt. Un puñetero sueño húmedo.
Ninguna calle principal ha tenido jamás este puñetero aspecto. La calle principal
donde yo crecí estaba llena de puñeteras fábricas y puñeteras franquicias y
puñeteros Mercedes del 57 sobre puñeteros ladrillos porque los puñeteros negros les
habían mangado los puñeteros neumáticos.
Vale, estoy en la puñetera calle mayor. El puñetero castillo está al norte. El
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puñetero cartel dice que el puñetero País de la Fantasía está detrás del puñetero
castillo. ¿Por qué camino se va del País de la Fantasía a la puñetera Tierra del
Mañana, eh? Tendrían que dar un puñetero mapa de carreteras o algo por el estilo.
Vanni Fucci rodeó el gran castillo de fibra de vidrio, vio una nave espacial y
algunas chorradas futuristas a la derecha y empujó a Bremen hacia allí. Cinco
minutos más y le entregaría aquel pirado a Sal y los muchachos.
Bremen se detuvo. Estaban en la Tierra del Mañana, casi a la sombra de la
estructura vagamente anticuada que albergaba la montaña rusa de la Montaña
Espacial, y Bremen se detuvo en seco.
—Muévete, hijo de puta —susurró Vanni Fucci entre dientes. Apretó el 38 contra
las costillas de Bremen.
Bremen parpadeó, pero no se movió. No pretendía desafiar a Vanni Fucci;
simplemente no podía concentrarse ya en el hombre. El ataque de migraña provocado
por la neurocháchara lo había sacado de sí mismo en un alud de distanciamiento, en
la cresta de una ola de alienación.
—¡Muévete!
La saliva de Vanni Fucci alcanzó a Bremen en la oreja. Oyó el percutor del
revólver al amartillarse. Su último pensamiento claro fue: No estoy destinado a morir
aquí. El camino continúa hacia abajo.
Bremen se vio a sí mismo a través de los ojos de una mujer de mediana edad
cuando se apartaba de Vanni Fucci.
El ladrón maldijo y cubrió de nuevo la pistola con su chaqueta.
Bremen continuó retrocediendo.
—¡Lo digo en serio, carajo! —gritó Vanni Fucci, alzando ambas manos bajo la
chaqueta.
Una familia de Hubbard, Ohio, se detuvo a mirar asombrada la extraña procesión:
Bremen retrocediendo despacio, el hombrecito siguiéndolo con ambos brazos
levantados y un bulto bajo la chaqueta apuntando al pecho de Bremen… y Bremen
miró sin ninguna curiosidad a través de sus ojos curiosos. La hija más pequeña
mordió un trozo de algodón de azúcar y continuó mirando a los dos hombres. Un
jirón rosado se le pegó en la mejilla.
Bremen continuó retrocediendo.
Vanni Fucci quiso saltar hacia delante, quedó bloqueado un momento por tres
monjas risueñas que pasaban y echó a correr cuando vio que Bremen retrocedía
cruzando un jardín hacia el muro de un edificio. El ladrón destapó el cañón del arma.
Una mierda iba a estropear una chaqueta perfectamente buena con ese puñetero
pirado.
Bremen se vio a sí mismo reflejado como desde una docena de espejos deformes
de la casa de la risa. Thomas Geer, de diecinueve años, vio la pistola y se detuvo muy
sorprendido, sacando la mano del bolsillo trasero de Terri.
La señora Frieda Hackstein y su nieto Benjamín tropezaron con Thomas Geer y el
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globo de Mickey Mouse de Bennie escapó flotando hacia el cielo. El niño se puso a
llorar.
A través de sus ojos, Bremen se vio a sí mismo acorralado contra una pared. Vio a
Vanni Fucci alzar la pistola. Bremen no pensó nada, no sintió nada.
A través de los ojos del pequeño Bennie, Bremen vio que había un cartel a su
espalda, en la puerta, que rezaba: SÓLO PERSONAL AUTORIZADO. Y, debajo: EMPLEADOS
CON TARJETA DE ACCESO DE SEGURIDAD. Había una ranura en una caja metálica, en la
pared, presumiblemente para las tarjetas de seguridad, pero un palito mantenía la
puerta ligeramente abierta.
La señora Hackstein dio un paso adelante y empezó a gritarle a Thomas Geer
porque por su culpa habían perdido el globo de Benjamín. Durante un segundo
bloqueó la visión de Vanni Fucci.
Bremen cruzó la puerta, dio una patada al palo y la cerró tras él. Unas luces
tenues iluminaban una escalera de hormigón. Bremen bajó sus veinticinco peldaños,
giró a la derecha y descendió otra docena de peldaños. La escalera daba a un pasillo
ancho. A lo lejos se oían sonidos mecánicos.
Morlocks, pensó Gail.
Bremen jadeó como si lo hubieran golpeado en el estómago, se sentó en el tercer
escalón y se frotó los ojos. Gail no. No. Había leído sobre el dolor fantasma que se
sufre en los miembros amputados. Aquello era peor. Mucho peor. Se incorporó y
siguió por el pasillo, tratando de actuar como si conociera el lugar. La marea de
neurocháchara lo dejó aún más vacío que un momento antes.
El pasillo se entrecruzaba con otros pasillos, dejaba atrás otras escaleras.
Crípticos carteles en las paredes señalaban con flechas hacia AUDIANIMALABO 6 - 10 o
TRANSRECOLET 44 - 66 o PERSONALVESTIB 2 - 5. Bremen pensó que esto último parecía
menos amenazador y tomó ese pasillo. De repente un fuerte chirrido surgió de una
intersección y Bremen tuvo que retroceder una docena de pasos y encaramarse a una
escalera vacía mientras un coche eléctrico pasaba de largo. Ni el hombre ni el robot
parcialmente desmontado del cochecito miraron a Bremen.
Bajó por el pasillo y avanzó despacio, prestando atención al sonido de otro coche
eléctrico. De repente unas risas sonaron en la siguiente curva y Bremen dio cinco
pasos y se encontró en lo que esperaba que fuese otra escalera, pero era otro pasillo
mucho más estrecho.
Recorrió ese pasillo con las manos en los bolsillos, resistiendo las ganas de silbar.
Tras él, la risa y la conversación aumentaron de volumen cuando alguien enfiló el
pasillo que acababa de dejar. Se dio cuenta de su destino y de su error al mismo
tiempo.
El pasillo terminaba en dos grandes puertas sobre las cuales un cartel advertía:
ASEGÚRENSE DE QUITARSE LA CABEZA ANTES DE ENTRAR. En las puertas ponía VESTÍBULO
DE PERSONAJES 4 y había un cartel de no fumadores debajo. Bremen oyó más
conversaciones al otro lado de las puertas. Tenía unos tres segundos antes de que las
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voces de detrás llegaran.
A su izquierda había una puerta gris con una sola palabra: HOMBRES. Bremen la
cruzó justo en el momento en que tres hombres y una mujer llegaban al largo pasillo
que acababa de recorrer.
El cuarto de baño estaba vacío, aunque una alta figura en la pared del fondo le
hizo dar un respingo. Bremen parpadeó. Era un disfraz de Goofy, de al menos metro
ochenta de altura, colgado de un gancho junto a los lavabos.
Oyó unas voces en la puerta y se metió en uno de los reservados. Echó el pestillo
con un suspiro de alivio. Nadie le exigiría allí dentro una placa de identificación.
Unas puertas se abrieron y las voces se perdieron en el vestíbulo de personajes.
Bremen se llevó las manos a la cabeza y trató de concentrarse.
¿Qué demonios estoy haciendo? La voz de su mente era apenas audible por
encima del rugido constante de la neurocháchara de las docenas de miles de almas en
busca de diversión del exterior.
Correr, se respondió a sí mismo. Esconderme.
¿Por qué?
La neurocháchara susurraba y latía.
¿Por qué? ¿Por qué no decir a las autoridades lo que pasa? Llevar a la policía
de vuelta al lago. Hablarles de Vanni Fucci.
Deprisa, deprisa, deprisa, divirtámonos, maldición, estos tres días me están
costando una fortuna…
Bremen se apretó las sienes.
Ajá. Díselo a las autoridades. Deja que los polis confirmen tu identidad y
averigüen que eres el tipo que acaba de pegarle fuego a su casa y ha desaparecido…
y luego está a mano cuando un gánster se deshace de un cadáver. ¿Y cómo es, señor,
que conoce usted los nombres del gánster y el cadáver?
¿Por qué quemé la casa?
No, más tarde. Más tarde. Piensa en eso más tarde.
Nada de polis. Nada de explicaciones. Si piensas que este lugares un infierno,
prueba una noche o dos en una celda. Me pregunto cómo serán los pequeños cráneos
de tus compañeros de jergón… ¿quieres una noche o dos de eso, Jeremy, muchacho?
Bremen abrió la puerta, se acercó al urinario y trató de orinar pero no pudo. Se
subió la cremallera y se acercó al lavabo. El agua fría le vino bien. Se sorprendió al
ver el rostro pálido y demacrado que le devolvía el espejo.
Al infierno con los polis. Al infierno con Vanni Fucci y sus amigos. Lárgate de
aquí sin más. Lárgate.
Había más voces en el pasillo. Bremen se dio media vuelta, pero, aunque la puerta
del servicio de señoras de al lado se abrió, en el de hombres no entró nadie. Todavía
no.
Bremen se quedó allí un segundo, echándose agua en la cara. Lo difícil, advirtió,
no era salir de aquel laberinto sin que lo detuvieran, sino salir del parque de
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atracciones. Vanni Fucci ya se habría reunido con los otros matones (Sal, Bert y
Ernie, recordó Bremen) y estarían vigilando las salidas.
Bremen se secó la cara con una toalla de papel. De repente se quedó inmóvil y
bajó la toalla. Había dos rostros en el espejo, y uno de ellos le sonreía.
Casi había recorrido la artificial calle principal camino de la salida cuando los
niños empezaron a congregarse.
Al principio continuó andando, ignorándolos, pero sus gritos y su temor a ser
descubierto por los adultos le hicieron detenerse y sentarse en un banco un momento,
para dejar que lo rodearan.
—¡Eh, Goofy, hola! —Gritaron, acercándose. Bremen se comportó como se
suponía que debían hacer los personajes: se hizo el sorprendido, guardó silencio y se
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llevó las gruesas manos de cuatro dedos a la nariz saltona como si se sintiera
cohibido. A los niños les encantó. Se acercaron más, tratando de sentarse en su
regazo, abrazándolo.
Bremen les devolvió el abrazo y actuó como Goofy. Los padres le hicieron fotos y
lo grabaron en vídeo. Bremen les sopló besos, abrazó a unos cuantos niños más, se
puso en pie como pudo y se encaminó a la salida, saludando y dando besos al aire
mientras avanzaba.
El grupo de niños y padres se marchó, riendo y saludando. Bremen se volvió y se
encontró con un grupo muy distinto de niños.
Eran al menos una docena. Los más jóvenes debían de tener unos seis años, los
mayores no más de quince. Pocos tenían pelo, aunque la mayoría llevaba gorra o
pañuelo, y una niña (Melody) llevaba una peluca cara. Sus caras eran tan pálidas
como la de Bremen en el espejo. Sus ojos eran enormes. Algunos sonreían. Otros
trataban de sonreír.
—Hola, Goofy —dijo Terry, un niño de nueve años en las últimas fases de un
cáncer óseo. Iba en silla de ruedas.
—¡Hola, Goofy! —llamó Sestina, la niñita negra de seis años de Bethesda. Era
muy guapa. Los ojos grandes y los pómulos afilados ponían de relieve su fragilidad.
Llevaba el pelo (su propio pelo) en trencitas con lazos azules, verdes y rosas. Tenía
sida.
—¡Di algo, Goofy! —susurró Lawrence, el niño de trece años con un tumor
cerebral. Cuatro operaciones hasta la fecha. Dos más que Gail. Lawrence, tendido en
la oscuridad del postoperatorio y oyendo al doctor Graynemeir decirle a su madre en
el pasillo que el pronóstico no era positivo, tres meses como máximo. De eso hacía
siete semanas.
Melody, de siete años, no dijo nada, pero avanzó y abrazó a Bremen hasta que se
le torció la peluca. Bremen (Goofy) le devolvió el abrazo.
Los niños avanzaron en un único movimiento, un gesto orquestado, como
coreografiado por anticipado. No era humanamente posible, ni siquiera para Goofy,
abrazarlos a todos a la vez, encontrar espacio en el círculo de sus brazos para todos
ellos, pero lo hizo. Goofy los abrazó a todos y envió un mensaje de bienestar y
esperanza y amor a cada uno de ellos, disparándolo en ráfagas telepáticas como
láseres del tipo que había enviado a Gail cuando el dolor y la medicación hacían más
difícil el contacto mental. Estaba seguro de que no podían oírlo, de que no podían
sentir los mensajes, pero los envió de todas formas, mientras los abrazaba y les
susurraba cosas al oído, no las tonterías típicas de Goofy, sino cosas secretas y
personales, aunque imitando la voz de su personaje lo mejor que supo.
Melody, tranquila, tu madre sabe que te equivocaste tocando el piano. No pasa
nada. No le importa. Te quiere.
Lawrence, deja de preocuparte por el dinero. El dinero no es importante. El
seguro no es importante. Tú eres importante.
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Sestina, ellos quieren estar contigo, preciosa. Toby tiene miedo de abrazarte
porque cree que no te cae bien. Es tímido.
Los padres y las enfermeras y los patrocinadores del viaje (una mujer de Green
Bay que llevaba dos años trabajando para lograr aquel sueño) permanecieron a un
lado mientras duraron estos extraños abrazos y caricias y susurros.
Diez minutos más tarde Goofy acarició las mejillas de los niños una última vez,
saludó exageradamente y recorrió lo que le quedaba de la calle principal, se montó en
el monorraíl, se bajó en el Centro de Transporte y Billetes, dejó atrás las taquillas,
saludó a Sal Empori y Bert Cappi y a un colorado Vanni Fucci que observaban a la
multitud, fue hasta el aparcamiento y subió a un autocar que se marchaba al hotel
Hyatt Regency Grand Cypress. Los turistas ancianos que había en el autocar
saludaron y le dieron a Goofy palmaditas en la espalda.
Bert Cappi se volvió hacia Vanni Fucci.
—¿Puedes creerte este maldito sitio?
Vanni Fucci no despegó la mirada de la multitud que se dirigía a las lanzaderas.
—Cierra el puñetero pico y sigue mirando —dijo. Tras ellos, el autocar para el
Hyatt arrancó con un siseo y un rugido.
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A la hora violeta
Un billete de autobús para Denver costaba poco más de la mitad del dinero que le
quedaba a Bremen. Lo compró y durmió en el parque, frente al Hyatt, donde había
tirado el disfraz de Goofy. El autobús salía para Orlando a las once y cuarto de esa
noche. Esperó hasta el último minuto para tomarlo. Usó una entrada de
mantenimiento y subió directamente al autobús, con la cabeza gacha y el cuello de la
camisa subido. No vio a nadie con aspecto de gánster; más importante todavía, el
runrún de la neurocháchara no fue recalcado por la impresión de reconocimiento de
ninguno de los transeúntes.
A la una de la madrugada estaba a medio camino de Gainesville y Bremen
empezó a relajarse contemplando por la ventanilla las tiendas cerradas y las farolas de
vapor de mercurio que flanqueaban las calles de Ocala y una docena de poblaciones
más pequeñas. La neurocháchara era menor a esas horas de la noche. Durante años
Bremen y Gail habían estado convencidos de que el efecto de los llamados ritmos
circadianos de los seres humanos era en buena parte telepatía incipiente de la gente
que sentía dormir a su alrededor el sueño nacional. Le costó mucho permanecer
despierto esa noche, aunque los nervios de Bremen se retorcían con los pensamientos
de aquellas dos docenas de personas que todavía estaban despiertas a bordo del
autobús. Los sueños de los otros se añadían al ruido mental, aunque los sueños eran
más profundos, teatros de la mente más privados y no tan accesibles.
Bremen le dio gracias a Dios por eso.
Se encontraban en la interestatal Setenta y cinco, saliendo de Gainesville en
dirección al norte cuando Bremen empezó a reflexionar sobre su situación.
¿Por qué no había vuelto a la cabaña de pesca? Su hogar de los tres últimos días
le parecía el único refugio para él en el mundo. ¿Por qué no había regresado…
aunque fuera sólo por el dinero?
Bremen sabía que en parte se debía a que casi seguro que Vanni Fucci o Sal
Empori o algunos de sus matones estarían vigilando el lugar. Y Bremen no tenía
ningún deseo de meter a Norm Senior ni al viejo Verge en líos por su culpa.
Pensó en el coche de alquiler aparcado. A esas alturas Verge o Norm Senior ya se
habrían dado cuenta de que había desaparecido. Y habrían encontrado el dinero de la
cabaña. Sin duda saldaría la deuda con la empresa de alquiler. ¿Llamaría Norm
Senior a la policía por su desaparición? Era improbable. ¿Y si lo hacía? Bremen
nunca había dado su nombre, nunca había mostrado su carné de conducir. Los dos
hombres habían respetado la intimidad de Bremen hasta el punto de que había poco
que pudieran decir a la policía aparte de darle su descripción.
Un motivo más práctico para no regresar era simplemente que no sabía el camino.
Sólo sabía que la cabaña estaba más cerca de Miami que de Orlando, al borde de un
lago y un pantano. Bremen pensó en telefonear a Norm Senior desde Denver, para
pedirle que le enviara el grueso de dinero a un apartado de correos en Denver, pero
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recordó que no había visto ningún nombre en la tiendecita y Norm Senior nunca
había pensado en su apellido mientras Bremen lo estaba escuchando. El refugio de la
cabaña de pesca se había perdido para siempre.
Sólo había unos cuatrocientos kilómetros desde Orlando a Tallahassee, pero eran
más de las cinco de la madrugada cuando el autobús paró en las silenciosas calles
mojadas de la capital.
—¡Una pausa para descansar! —anunció el conductor, y se apeó rápidamente.
Bremen se acomodó en su asiento y dormitó hasta que los demás regresaron. Ya
conocía muy bien a sus compañeros de viaje y su regreso resonó en su cráneo como
los gritos en una tubería de metal. El autobús arrancó a las 5.42 de la mañana y se
dirigió tranquilamente a la interestatal Diez Oeste mientras Bremen se apretaba las
sienes y trataba de concentrarse en sus propios sueños.
Dos filas más atrás estaban sentados un joven marine, Burk Stemens, y una joven
sargento de las WAF llamada Alice Jean Dernitz. No se conocían antes de subir al
autobús en Orlando, pero rápidamente se estaban haciendo más que amigos. Ninguno
había dormido mucho durante las últimas siete horas; le habían contado al otro más
sobre su vida de lo que ninguno había revelado jamás a sus parejas, pasadas o
presentes. Burk acababa de cumplir catorce meses de cárcel por atacar con una navaja
a un oficial. Había cambiado una expulsión con deshonor de la Marina por los
últimos cuatro meses de sentencia e iba camino de casa en Forth Worth para ver a su
esposa, Debra Anne, y a sus dos hijos. No le habló a Alice Jean de Debra Anne.
A la sargento Dernitz le faltaban dos meses para retirarse con honores de las
Fuerzas Aéreas y pasaba el grueso de ese tiempo de permiso. Se había casado dos
veces, la segunda con el hermano de su primer marido. Se había divorciado del
primer hermano, Warren Bill, y había perdido al segundo, William Earl, hacía cuatro
meses: se había matado al salirse su Mustang de una carretera de montaña en
Tennessee a ciento veinte kilómetros por hora. A Alice Jean no le había afectado
mucho. Ella y el hermano número dos llevaban separados casi un año en el momento
del accidente. No le habló a Burk ni de Warren Bill ni del difunto William Earl.
Burk y Alice empezaron a intimar en Gainesville y, en Lake City, justo antes de
que la 1 - 75 se encontrara con la 1 - 10, dejaron de intercambiar historias de
barracones y se pusieron manos a la obra. Cuando dejaron atrás Lake City, Alice Jean
fingió dormir y apoyó la cabeza en el hombro de Burk, mientras Burk la rodeaba con
un brazo y dejaba que su mano cayera «accidentalmente» sobre su pecho izquierdo.
En el extrarradio de Tallahassee los dos respiraban entrecortadamente, la mano de
Burk por dentro de la blusa de ella y la mano de Alice Jean sobre el regazo de Burk
por debajo de la chaqueta que él había colocado como una manta sobre ambos. Ella
acababa de bajarle la cremallera cuando el conductor anunció la parada de descanso.
Bremen se dispuso a pasar el rato en la diminuta estación de autobuses en vez de
sufrir la siguiente fase de su lento y doloroso juego amoroso, pero por suerte Burk le
susurró algo al oído a Alice Jean y los dos bajaron del autobús, Burk sujetando su
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chaqueta torpemente por delante. Tenían la intención de probar suerte en un trastero
o, si todo lo demás fallaba, en el lavabo de señoras.
Bremen trató de dormir con los otros pasajeros que quedaban a bordo del autobús,
pero las contorsiones de Burk y Alice Jean (había sido en el lavabo de señoras) lo
asaltaron incluso en la distancia. Su pasión fue tan banal y tan corta como su lealtad a
sus actuales y antiguas parejas.
Cuando el autobús se acercaba a Pensacola eran casi las diez de la mañana y
todos los pasajeros estaban despiertos. Los sonidos de la autopista habían adquirido
un nuevo timbre. Nubes de tormenta asomaban al oeste, hacia donde se encaminaban,
pero una luz densa y baja del este teñía los campos de ricos colores y proyectaba ante
ellos la sombra del autobús. La neurocháchara era mucho más fuerte que el siseo de
los neumáticos sobre el asfalto.
Al otro lado del pasillo y tres filas por delante de Bremen había una pareja de
Missouri. Por lo que Bremen podía distinguir, se llamaban Donnie y Donna. El estaba
muy borracho; ella estaba muy embarazada. Ambos tenían poco más de veinte años,
aunque por lo que Bremen pudo atisbar a través de los asientos (y ocasionalmente por
la percepción de Donnie) Donna parecía tener al menos cincuenta. No estaban
casados, aunque Donna consideraba sus cuatro años de relación como un matrimonio
extraoficial. Donnie no opinaba lo mismo.
La pareja llevaba diecisiete días de odisea por el país tratando de encontrar el
mejor sitio para tener al bebé a expensas de la Seguridad Social. Habían pasado de St.
Louis a Columbus, Ohio, una ciudad no más generosa en su política social que St.
Louis, y luego iniciado una serie de viajes en autobús (cargándolo todo a la tarjeta de
crédito prestada del marido de la hermana de Donna) de Columbus a Pittsburgh, de
Pittsburgh a Washington, D.C… donde los sorprendió mucho la poca generosidad
con que la capital de la nación trataba a sus ciudadanos necesitados. Luego habían ido
de Washington a Huntsville por algo que habían leído en el National Enquirer acerca
de que Huntsville era una de las ciudades más amistosas de América.
Huntsville había sido horrible. Los hospitales ni siquiera habían querido admitir a
Donna. Su caso no era de urgencia ni podían garantizar por adelantado su capacidad
de pago. Donnie había empezado a beber a lo bestia en Huntsville y había sacado a
Donna del hospital agitando el puño y maldiciendo a médicos, administradores,
enfermeras e incluso a un puñado de pacientes en silla de ruedas que asistían a la
escena.
El viaje a Orlando había sido malo. La tarjeta de crédito estaba casi al límite y
Donna decía que tenía contracciones. Pero Donnie nunca había visto Disneylandia y
calculaba que estaban cerca, así que, ¿qué demonios?
La tarjeta del cuñado Dickie duró lo suficiente para llevarlos al Reino Mágico, y
Bremen advirtió a través de los recuerdos ebrios de Donnie que los dos estaban allí
mientras él huía de Vanni Fucci. El mundo es un pañuelo. Bremen apoyó con fuerza
la mejilla y la sien en el cristal para espantar los pensamientos, para formar una
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barrera entre esas nuevas longitudes de onda de pensamientos desconocidos y su
propia mente magullada. No funcionó.
Donnie no había disfrutado mucho del Reino Mágico, aunque había esperado toda
la vida para ir allí, porque la maldita aguafiestas de Donna se había negado a subirse
con él a ninguna de las atracciones fuertes. Le había estropeado la diversión al
quedarse allí, pesada como una vaca preñada, saludando cuando subía a la Montaña
Espacial y la Montaña de Agua y todas las atracciones divertidas. Decía que era
porque había roto aguas una hora después de llegar al parque, pero Donnie sabía que
era sobre todo para fastidiarlo.
Ella había insistido en ir a Orlando esa noche, diciendo que los dolores eran más
fuertes, pero Donnie la había dejado en uno de los asientos, ante un televisor de la
estación de autobuses, mientras hablaba con los hospitales por teléfono. Eran peores
que los de Huntsville o Atlanta o St. Louis en el tema de su política de pagos.
Donnie usó el resto del crédito de la tarjeta de Dickie para comprar billetes de
Orlando a Oklahoma City. Un viejo desdentado que estaba sentado junto a las cabinas
telefónicas en la estación de autobuses había escuchado las furiosas peticiones de
Donnie al teléfono y (después de que Donnie colgara de golpe el teléfono por última
vez) le sugirió Oklahoma City.
—El mejor maldito lugar en el maldito país para nacer gratis —dijo el vejestorio,
mostrando las encías—. Atendieron a mis dos hermanas y a una de mis esposas. Los
hospitales de Oklahoma City cargan la cuenta a Medicare y no te molestan más.
Así que habían salido hacia Houston con billetes de trasbordo para Forth Worth y
Oklahoma City. Donna gemía y decía que las contracciones venían cada pocos
minutos, pero Donnie seguía bebiendo whisky cada vez más convencido de que
mentía sólo para estropearle el viaje.
Donna no estaba mintiendo.
Bremen sintió su dolor como si fuera propio. Había cronometrado las
contracciones con su reloj. De producirse cada siete minutos cuando estaban en
Tallahassee habían pasado a ser cada dos minutos en el momento de cruzar la frontera
de Alabama. Donna le gemía a Donnie, le tiraba de la manga en la oscuridad y le
susurraba con urgencia, pero él la rechazaba. Estaba ocupado hablando con el hombre
sentado al otro lado del pasillo, Meredith Soloman, el vejestorio desdentado que
había sugerido lo de Oklahoma City. Donnie había compartido con él su whisky hasta
Gainesville y, desde allí, Meredith Soloman compartió su petaca, de algo aún más
fuerte.
Justo antes del túnel a Mobile, Donna dijo, lo bastante fuerte como para que se
enterase todo el autobús:
—Maldito seas, Donnie Ackley, si vas a hacerme soltar este maldito crío aquí
mismo en el autobús, al menos dame un trago de lo que estás bebiendo con ese
vejestorio sin dientes.
Donnie la hizo callar, sabiendo que los echarían del autobús si el conductor se
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enteraba de que estaban bebiendo, le pidió disculpas a Meredith Soloman y la dejó
beber copiosamente de la petaca. Increíblemente, sus contracciones se redujeron y
regresaron a los intervalos previos a Tallahassee. Donna se quedó dormida, su
consciencia aturdida subiendo y bajando con las oleadas de calambres que la
atravesaron durante las siguientes horas.
Donnie continuó disculpándose con Meredith Soloman, pero el viejo mostró de
nuevo las encías, rebuscó en su bolsa manchada y sacó otra botella de licor sin
etiqueta.
Donnie y Meredith bebieron por turnos el fortísimo licor y compartieron puntos
de vista sobre la peor forma de morir.
Meredith Soloman estaba seguro de que un derrumbe o una explosión de gas era
la peor manera de decir adiós. A no ser que te matara en el acto. Estar allí tendido y
esperar, en medio del frío y la peste y la oscuridad, a un kilómetro y medio por
debajo de la superficie, con las luces del casco agotándose y el aire cada vez más
rancio… ésa tenía que ser la peor forma de morir. Lo sabía bien, explicó Meredith
Soloman, ya que había trabajado en las minas de Virginia Occidental desde que era
un chaval, mucho antes de que naciera Donnie. El padre de Meredith había muerto en
las minas, igual que su hermano Tucker y su cuñado Phillip P. Argent. Meredith
consideraba una verdadera lástima lo de su padre y su hermano Tucker, pero ningún
derrumbe había servido mejor a la humanidad que el que se había llevado por delante
al rastrero, bocazas y cabronazo de Phillip P. en 1972. En cuanto a Meredith
Soloman, a sus sesenta y ocho años había sufrido tres derrumbes y dos explosiones,
pero siempre lo habían rescatado. Sin embargo, cada vez había jurado que nunca iba
a volver a bajar a la mina, que nadie podría obligarlo a volver a hacerlo. Ni sus
esposas (había tenido cuatro, una tras otra, ya entiendes, ni siquiera las jóvenes duran
mucho en los barrios de Virginia Occidental, con la neumonía y los partos y todo
eso), ni sus familiares (familiares de verdad, no cuñados hijos de puta como Phillip
P.), ni siquiera sus propios hijos, ni siquiera ellos, que crecían descalzos, podrían
convencerlo para que volviera a bajar.
Pero lo había hecho, él mismo se había convencido para hacerlo. Y había
continuado bajando hasta que la propia compañía lo había obligado a jubilarse antes
de tiempo, a los cincuenta y nueve años, porque tenía los pulmones llenos de polvo
de carbón. Bueno, demonios, le explicó a Donnie Ackley mientras se iban pasando la
botella, todo el mundo que trabajaba allí abajo tenía los pulmones negros como una
de esas viejas bolsas de aspiradora que no se cambian durante años, eso lo sabía todo
el mundo.
Donnie no estuvo de acuerdo. Donnie pensaba que morir bajo tierra en un
derrumbe o una explosión de gas no era la peor manera de marcharse. Donnie
empezó a indicar formas terribles que había visto y conocido. Aquella vez que ese
motorista, Jack Coe, al que todos llamaban el Cerdo, estaba trabajando para el
departamento de carreteras y se cayó hacia atrás con la segadora en una pendiente y
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cayó bajo las cuchillas. Jack Coe vivió en el hospital otros tres meses hasta que la
neumonía se lo llevó, pero Donnie no podía llamar vivir a aquello, con la parálisis y
las babas y todos esos tubos metiéndole y sacándole cosas.
Luego estaba la primera novia de Donnie, Farah, que entró en un bar en el barrio
de los negros y la violaron en masa un puñado de negratas que acabaron usando con
ella otras cosas aparte de sus pollas: sus puños y palos de escoba y botellas de
Coca-Cola e incluso el extremo grande de una llave inglesa, según la hermana de
Farah y…
—No me digas que se murió cuando la violaban —dijo Meredith Soloman,
inclinándose hacia el pasillo y recuperando la botella. Su voz era baja y pastosa, pero
Bremen podía oírlo como si estuviera en una habitación con eco: primero la lenta y
ebria estructuración de las palabras en la mente de Meredith, luego las lentas y ebrias
palabras mismas.
—Demonios, no —respondió Donnie divertido con la idea—. Farah se mató con
la escopeta de cañones recortados de Jack Coe un par de meses después… Entonces
estaba viviendo con el Cerdo… y por eso Jack fue a buscar trabajo con la gente de la
autopista. Ninguno de los dos tuvo nunca suerte.
—Bueno, una recortada no es mala forma de irse —susurró Meredith Soloman, y
limpió el gollete de la botella, bebió y luego se limpió la boca mientras parte del licor
le resbalaba por la afilada barbilla—. La llave inglesa y esas cosas no cuentan porque
no son lo que la mató. Y ninguna de las chorradas que estás mencionando es tan
terrible como estar allí tendido en la oscuridad a un kilómetro bajo tierra y sin aire. Es
como si te enterraran vivo y durara varios días.
Donnie iba a protestar, pero Donna gimió y le tiró del brazo.
—Donnie, cariño, las contracciones vienen cada vez más rápido.
Donnie le tendió la botella, la recuperó cuando ella hubo dado un largo trago y se
inclinó sobre el pasillo para continuar con la conversación. Bremen advirtió que las
contracciones ya se producían cada minuto.
Resultó que Meredith Soloman estaba enzarzado en una tarea no muy diferente a
la de Donnie y Donna. El viejo intentaba encontrar un lugar decente para morir: un
lugar donde las autoridades dieran a sus viejos huesos un entierro decente a expensas
del condado. Había intentado volver a casa, en Virginia Occidental, pero la mayoría
de sus parientes estaban muertos o se habían mudado o no querían verlo. Sus hijos
(los once contando a los dos ilegítimos que había tenido con la pequeña Bonnie
Maybone) encajaban en la última categoría. Así que Meredith Soloman se había
puesto a buscar un sitio hospitalario donde un tipo con sus pulmones, tan pegajosos
como dos bolsas llenas de polvo negro, pudiera pasar gratuitamente las últimas
semanas o meses en un hospital y donde, llegado el momento, trataran sus huesos con
el respeto debido a los huesos de un cristiano blanco.
Donnie empezó a hablar de lo que le sucede al alma cuando te mueres (tenía ideas
claras sobre la reencarnación que había copiado del cuñado de Donna, el de la tarjeta
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de crédito), y los susurros urgentes de los dos hombres se convirtieron en gritos
impacientes cuando Meredith explicó que el cielo era el cielo, un sitio donde no
estaban permitidos ni los negros ni los animales ni los insectos.
Cuatro filas por delante de los borrachos que discutían, un hombre silencioso
llamado Kushwat Singh leía un libro de bolsillo a la luz de la pequeña lámpara que
tenía encima. Singh no se concentraba en las palabras del libro; estaba pensando en la
masacre del Templo Dorado de unos años antes, el asalto de las tropas del Gobierno
indio que habían matado a su esposa, a su hijo de veintitrés años y a sus tres mejores
amigos. El Gobierno había dicho que radicales sij planeaban derrocarlo. Tenía razón.
Ahora la mente de Kushwat Singh, cansada después de doce horas de viaje y varias
noches sin dormir, repasaba la lista de cosas que iba a comprar en cierto almacén
próximo al aeropuerto de Houston: explosivo plástico Semtex, granadas de
fragmentación, temporizadores electrónicos japoneses y (con un poco de suerte)
varios misiles Stinger tierra-aire. Suficiente material para arrasar una comisaría de
policía y cargarse a un puñado de políticos como una hoja afilada corta la hierba;
suficiente tecnología mortífera para derribar un 747 bien cargado…
Bremen se llevó los puños a los oídos, pero la cháchara continuó y se hizo más
fuerte cuando las lámparas de vapor de mercurio se encendieron a lo largo de los
oscuros cruces de la interestatal. Donna se puso de parto en cuanto cruzaron la
frontera de Tejas y la última vez que Bremen vio a la pareja fue en la estación de
autobuses de Beaumont, justo después de medianoche. Donna estaba enroscada en un
banco, sacudida por el dolor de las contracciones, y Donnie de pie con las piernas
muy abiertas, tambaleándose, la botella vacía de licor de Meredith todavía en su puño
derecho. Bremen miró entonces en la mente de Donnie, extendiendo su sonda
telepática a través de la neurocháchara circundante, pero se retiró velozmente. A
excepción de los fragmentos ebrios de la discusión anterior con Meredith que todavía
se sacudían allí dentro, no había nada en la mente de Donnie Ackley. Ningún plan.
Ninguna sugerencia de lo que hacer con su esposa y el bebé que intentaba nacer.
Nada.
Bremen sintió en cambio el pánico y el dolor del bebé (era una niña) mientras se
acercaba al momento final de su nacimiento. La conciencia de la niña ardía a través
de los grises movimientos de la neurocháchara de la estación de autobuses como una
linterna a través de la niebla.
Bremen se quedó de nuevo en el autobús, demasiado agotado para huir del
caldero de imágenes y emociones que hervían a su alrededor. Al menos Burk y Alice
Jean, el caliente marine recién salido del calabozo y la igualmente caliente WAF, se
habían apeado para buscar una habitación cerca de la estación de autobuses. Bremen
les deseó buen viaje.
Meredith Soloman roncaba. Las encías le brillaban con el reflejo de las lámparas
de vapor de sodio cuando salieron de Beaumont a medianoche. El viejo soñaba con
las minas, con hombres gritando en el frío aire húmedo y con una muerte limpia,
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blanca e indolora. Los dolores de parto de Donna se perdieron en la mente de Bremen
cuando dejaron el centro de la ciudad y salieron a la rampa de acceso a la interestatal.
Kushwat Singh se tocó el cinturón del dinero, donde trescientos treinta mil dólares en
moneda sij esperaban ser convertidos en venganza.
El asiento de al lado de Bremen estaba vacío. Recogió el reposa-brazos y se
enroscó en posición fetal, colocando las piernas en los asientos y llevándose los
puños a las sienes. En ese segundo deseó tener el 38 de su cuñado; deseó que Vanni
Fucci hubiera conseguido entregarlo a Sal y Bert y Ernie.
Bremen deseó (sin ningún drama, sin ninguna sombra de auto-conciencia ni
pesar) estar muerto. El silencio. La paz. La perfecta tranquilidad.
Pero, de momento, atrapado en su cuerpo vivo y su mente torturada, el rugido y el
estrépito de la violación mental continuaban mientras el autobús se dirigía al suroeste
por carreteras que atravesaban pantanos y pinares, con los neumáticos siseando sobre
el pavimento húmedo ahora que las lluvias eran copiosas. Bremen se sintió poco a
poco liberado para dormir puesto que los otros dormían. El pequeño universo de
humanidad dormida dentro del autobús caía con él en la noche, sus sueños mudos
fluctuaban como fragmentos de viejas películas proyectados en una pared que no veía
nadie, toda la cabina sellada agitándose como la lanzadera Challenger en caída libre a
medianoche hacia Houston y Denver y las regiones más profundas de oscuridad que
Bremen sabía, por algún motivo que no podía dilucidar, que estaba condenado a ver.
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Ojos
De todos los conceptos nuevos que Jeremy me ha proporcionado, los dos más
intrigantes son el amor y las matemáticas.
Estos dos conjuntos parece que tienen pocos elementos comunes, pero, en
realidad, las similitudes saltan a la vista para alguien que no ha experimentado
ninguna de las dos cosas. Tanto las matemáticas puras como el amor puro dependen
por completo del observador (podemos decir que es el observador quien los genera),
y aunque veo en la memoria de Jeremy la afirmación de unos pocos matemáticos
como Kurt Gödel de que las entidades matemáticas existen independientemente de la
mente humana, como las estrellas que siguen brillando aunque no haya astrónomos
que las estudien, prefiero rechazar el platonismo de Gödel en favor del formalismo de
Jeremy: es decir, los números y sus relaciones matemáticas son meramente un
conjunto de abstracciones generadas por los humanos y las reglas con las que
manipular esos símbolos. El amor me parece un conjunto similar de abstracciones y
relaciones entre abstracciones, a pesar de su frecuente relación con cosas del mundo
real (dos manzanas más dos manzanas son en efecto cuatro manzanas, pero las
manzanas no son necesarias para que la suma sea cierta). Del mismo modo, el
complejo conjunto de ecuaciones que gobierna el flujo del amor no parece depender
de quien da o recibe dicho amor. En realidad he rechazado la idea platónica del amor,
en su sentido original, en favor de un acercamiento formalista al tema.
Los números son para mí una revelación sorprendente. En mi antigua existencia,
antes de Jeremy, comprendo el concepto de «cosa» pero nunca sueño que una cosa (o
varias cosas) tenga el eco fantasma de valores numéricos cosidos a ella como la
sombra de Peter Pan. Si me permiten tomar tres vasos de zumo de manzana en el
almuerzo, por ejemplo, para mí sólo hay zumo… zumo… zumo… sin ningún atisbo
de cuantificación. Mi mente no cuenta más que mi estómago los zumos. Del mismo
modo, la sombra del «amor», tan relacionada con el objeto físico y simultáneamente
tan distante, no se me ocurre nunca. La encuentro adecuadamente conectada a la
única cosa de mi universo (mi osito de peluche) y mi reacción a esa única cosa ha
sido en forma de respuesta placer/dolor con tendencia hacia lo placentero, de modo
que «echo de menos» al osito cuando se pierde. El concepto de «amor» simplemente
no entra en la fórmula.
Los mundos de Jeremy de las matemáticas y el amor, tan a menudo solapados
antes de llegar a mí, me golpean como rayos poderosos, iluminando nuevas
extensiones de mi mundo.
Desde la simple correspondencia uno-a-uno a fórmulas básicas como 2 + 2 = 4, a
la igualmente básica (para Jeremy) ecuación de ondas de Schrödinger, que fue el
punto de arranque de su evaluación de los estudios neurológicos de Goldmann:
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Todo se me revela simultáneamente. Las matemáticas descienden sobre mí como
un trueno, como la Voz de Dios en la historia bíblica de Saulo de Tarso derribado del
caballo. Más importante, quizás, es que puedo usar lo que Jeremy sabe para aprender
cosas que Jeremy no sabe que sabe. Así, el conocimiento básico de Jeremy del
cálculo lógico de las redes neuronales, casi demasiado elemental para que él lo
recuerde, me permite comprender la manera en que las neuronas pueden aprender:
N3(+)= .S[N1(t)VNb(t)]=.S{N1(t)VS[SN2(t).~N2(t
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garabateando en la pizarra. Se detiene.
Robert McNamara, el amigo de Bobby Kennedy, dijo que Kennedy pensaba que
el mundo se dividía en tres grupos de personas…
El mundo se divide en dos grupos de personas, interrumpe Jeremy. Los que creen
que el mundo se divide en grupos y los que son lo bastante listos para saber que no.
Cállate un momento. Imágenes de las páginas pasando y de la mano izquierda de
Gail mientras busca de nuevo el párrafo. La brisa que entra por la mosquitera de la
puerta huele a hierba recién cortada. La densa luz profundiza los tonos carnosos de
sus dedos y se refleja en el anillo de oro. Aquí está… ¡no, no lo leas! Ella cierra el
libro.
Jeremy lee las frases en su memoria a medida que Gail estructura sus
pensamientos en palabras.
¡Jerry, basta! Ella se concentra empecinadamente en el recuerdo del empaste
dental del verano anterior.
Jeremy se aparta un poco, permite la leve estática de percepción que hace las
veces de escudo mental entre ellos, y espera a que Gail termine de enmarcar el
mensaje.
McNamara solía acudir a esos «seminarios» nocturnos en Hickory Hill… ya
sabes, la casa de Bobby. Bobby los dirigía. Eran una especie de sesiones de debate
informales, sesiones largas… sólo Kennedy podía tener a algunos de los mejores en
cada campo hablando.
Jeremy vuelve a mirar su ecuación, conteniendo el resto de la transformación en
su mente.
Esto no me llevará mucho, Jerry. Pues bien, Robert McNamara dijo que Bobby
solía dividir a la gente en tres grupos…
Jeremy da un respingo.
Hay dos grupos, nena. Los que…
Cállate, listillo. ¿Por dónde iba? Oh, sí, McNamara dijo que los tres grupos eran
de gente que hablaba principalmente sobre cosas, gente que hablaba principalmente
sobre personas y gente que hablaba principalmente sobre ideas.
Jeremy asiente y envía la imagen de un hipopótamo bostezando ampliamente.
Eso es profundo, nena, muy profundo. ¿Y la gente que habla de gente que habla
de cosas? Es un subconjunto especial, o podemos crear uno nuevo…
Cállate. La cuestión es que McNamara dijo que Bobby Kennedy no tenía tiempo
para la gente de los dos primeros grupos. Sólo le interesaba la gente que hablaba de
ideas y las tenía. Ideas importantes.
Pausa.
¿Y?
Tú eres de ésos, tonto.
Jeremy anota la transformación antes de que se le olvide la ecuación que la sigue.
Eso no es cierto.
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Sí que lo es. Tú…
Me paso el día enseñando a estudiantes que no han tenido una idea en la cabeza
desde la infancia. Quod erat demonstrandum.
No… Gail vuelve a abrir el libro y señala la página con sus largos dedos. Les
enseñas. Los llevas al mundo de las ideas.
Apenas puedo llevarlos al vestíbulo al final de la clase.
Jerry, ya sabes lo que quiero decir. Tu distanciamiento de las cosas, de las
personas… es más que timidez. Es más que tu trabajo. Es que la gente que se pasa la
mayor parte del tiempo pensando en algo menos complejo que el Teorema del Estado
Incompleto de Cantor te resulta aburrida, nimia… Quieres que las cosas sean
cosmológicas y epistemológicas y tautológicas, no corrientes y molientes.
De Gödel, envía Jeremy.
¿Qué?
El Teorema del Estado Incompleto de Gödel. Es el Problema del Continuum de
Cantor. Apunta algunos cardinales transfinitos en la pizarra, frunce el ceño cuando ve
lo que le han hecho a su ecuación de ondas, los borra y apunta los cardinales en una
pizarra mental. Empieza a enmarcar una defensa de Gödel del Problema del
Continuum de Cantor.
No, no, lo interrumpe Gail, la cuestión es que eres como Bobby Kennedy en ese
tema: impaciente, siempre esperando que todos estén interesados en las cosas
abstractas que te interesan a ti…
Jeremy se impacienta. La transformación que tiene en mente se escapa levemente.
Las palabras hacen eso para despejar el pensamiento.
Los japoneses de Hiroshima no creían que E=mc² fuera particularmente
abstracto.
Gail suspira.
Me rindo. No eres como Bobby Kennedy. Sólo eres un esnob insufrible, arrogante
y eternamente distraído.
Jeremy asiente y completa la transformación. Pasa a la siguiente ecuación, viendo
ahora exactamente cómo la onda de probabilidad se colapsará en algo que se parece
mucho a un valor propio clásico.
Sí, envía, pero soy un esnob insufrible, arrogante, eternamente distraído y
simpático.
Gail no hace ningún comentario, pero mira por la ventana el sol, tras los árboles,
más allá del granero. El calor del paisaje se repite en el calor de sus pensamientos sin
palabras mientras comparte con él la tarde.
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En el callejón de las ratas
Quince minutos después de que bajara del autobús en el centro de Denver,
golpearon a Bremen y le robaron.
Llegaron tarde, después de la medianoche del tercer día, y Bremen se apartó de
las luces de la estación de autobuses, envuelto en la nieve que caía, preguntándose
cuánto frío podía hacer allí a mediados de abril, con las manos en los bolsillos y la
cabeza gacha contra el frío viento del oeste, cuando de repente la banda lo rodeó.
No era una auténtica banda, sólo un grupito de cinco chicos negros e hispanos
(ninguno tenía todavía veinte años), pero en los segundos previos a que sus puños y
botas volaran, Bremen vio su intención, sintió su pánico y su ansia de dinero, pero
más que eso sintió sus ganas de causar dolor. Era una emoción casi sexual y, si
hubiera estado atento al tono de la neurocháchara nocturna que surgía a su alrededor,
habría percibido la afilada intensidad de su expectación. En cambio lo pillaron por
sorpresa cuando lo rodearon y lo acorralaron en la boca de un callejón. A través de la
cascada de sus pensamientos a medio articular y la ansiedad cargada de adrenalina,
Bremen vio su plan (meterlo en el callejón para darle una paliza y robarle, matarlo si
armaba demasiado jaleo), pero no había nada que pudiera hacer aparte de retroceder
hacia la oscuridad.
Bremen cayó rápidamente cuando los primeros puñetazos lo alcanzaron, les lanzó
los billetes que le quedaban y se enroscó en una pelota.
—¡Es todo lo que tengo! —gritó, pero incluso mientras hablaba leyó su
despreocupación. El dinero era ahora algo secundario. Era provocar dolor lo que les
inquietaba.
Eso lo hicieron bien. Bremen trató de escapar del chico de la navaja (aunque la
navaja estaba todavía en el bolsillo del pantalón del chaval), pero rodara hacia donde
rodara una bota lo recibía con fuerza. Bremen trató de cubrirse la cara y le dieron
patadas en los riñones. El dolor superaba cualquier otra cosa que Bremen hubiera
experimentado. Trató de cubrirse la nuca y le patearon en la cara. La sangre manó de
su nariz rota y Bremen alzó una mano para volver a cubrirse la cara. Le dieron
patadas en el escroto. Luego con los puños, los nudillos y el canto de la mano le
golpearon en el cráneo, el cuello, los hombros y las costillas.
Bremen oyó crujir algo, luego algo más, y entonces le arrancaron la camisa y le
rasgaron los bolsillos de los pantalones. Sintió la hoja rozarle el bajo vientre, pero el
chico que manejaba la navaja lo hizo mientras retrocedía y el corte fue poco
profundo. Bremen no lo supo en ese momento. Supo muy pocas cosas en ese
momento… y luego no supo nada en absoluto.
Pasó una hora hasta que alguien lo encontró, dos horas más hasta que alguien se
tomó la molestia de llamar a la policía. Llegaron cuando Bremen se esforzaba por
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alcanzar un estado semiconsciente; parecieron sorprendidos de encontrarlo con vida.
Bremen oyó la radio crepitar cuando uno de los agentes llamó a una ambulancia,
cerró los ojos durante un segundo y, cuando los abrió, había enfermeros a su
alrededor y lo estaban colocando en una camilla con ruedas. Los enfermeros llevaban
guantes de plástico y Bremen advirtió cómo trabajan para no mancharse de sangre.
No recordó el trayecto hasta el hospital.
La sala de urgencias estaba abarrotada. Un equipo compuesto por un médico
paquistaní y dos agotados internos se encargó del navajazo, le administró una
apresurada inyección y empezó la sutura antes de que la anestesia le hiciera efecto.
Luego lo dejaron para atender a otro paciente. Bremen estuvo hora y media
semiinconsciente esperando a que regresaran. Cuando lo hicieron, el doctor
paquistaní se había ido y lo sustituía un joven médico negro con ojeras de cansancio,
pero los interinos eran los mismos.
Dijeron que tenía la nariz rota, le colocaron una férula sujeta con esparadrapo, le
encontraron dos costillas rotas y se las vendaron, le sondearon los riñones lastimados
hasta que casi se desmayó de dolor y luego le hicieron orinar en una escupidera de
plástico. Bremen abrió los ojos el tiempo suficiente para advertir que su orina era
rosa. Uno de los internos le dijo que tenía el brazo izquierdo dislocado y le indicó que
se lo sujetara mientras preparaban un cabestrillo. El doctor regresó y echó un vistazo
a la boca de Bremen. Tenía los labios tan hinchados que el contacto con el depresor
lingual le hizo sofocar un grito de dolor. El doctor anunció que había tenido suerte:
sólo había perdido un diente. ¿Tenía dentista?
Bremen gruñó una respuesta que los labios hinchados volvieron más vaga. Le
administraron otra inyección. Bremen percibía la fatiga de los médicos, tan palpable
como una gruesa lona que los cubriera a todos. Ninguno de los tres había dormido
más de cinco horas durante las últimas treinta. Su agotamiento adormiló más a
Bremen que la inyección.
Abrió los ojos y se encontró con la agente de policía. Era fornida, y su pistola, la
radio, la linterna y otros artículos se bamboleaban en sus anchas caderas. Tenía los
ojos hundidos y la piel enrojecida. Le preguntó a Bremen su nombre y dirección.
Bremen parpadeó, pensó en las autoridades y Vanni Fucci, aunque tuvo que
esforzarse por recordar a través de la bruma de los tranquilizantes quién era Vanni
Fucci. Le dio a la agente el nombre y la dirección de Frank Lowell, el jefe de su
departamento en Haverford. El compañero que estaba tan ocupado guardándole el
puesto.
—Está muy lejos de casa, señor Lowell —dijo la agente. El ojo izquierdo de
Bremen estaba hinchado y cerrado y con el derecho veía demasiado borroso para leer
el nombre de su placa. Murmuró algo.
»¿Puede describir a los asaltantes? —preguntó ella, buscando un lápiz en el
bolsillo de su blusa. La visión de Bremen se concentró lo suficiente para distinguir
los garabatos infantiles de la libreta. Marcaba las íes con pequeños círculos, como los
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estudiantes menos maduros que tenía en Haverford. Describió a sus asaltantes.
—Oí a uno de ellos llamar a otro… el más alto… Red —dijo, sabiendo que no se
habían llamado nada durante el ataque. Pero uno de ellos era Red, lo había captado.
De repente Bremen advirtió que la neurocháchara a su alrededor era algo lejano.
Incluso los arrebatos de dolor y pánico de los otros pacientes de la sala de urgencias,
los gritos y aullidos mentales de las habitaciones oscuras apiladas sobre él como cajas
de miseria… todos habían enmudecido. Bremen le sonrió a la agente y bendijo el
analgésico, fuera lo que fuese.
—Le falta a usted la cartera —dijo la policía—. No tiene carné de identidad, ni
tarjeta de la Seguridad Social, nada…
La agente lo miró, e incluso a través de la bruma de la medicación Bremen notó
su recelo: parecía un vagabundo, pero habían comprobado sus brazos, muslos y pies y
no había marcas, y aunque su orina contenía mucha sangre, no había rastro de drogas
ni de alcohol. Bremen notó que la mujer decidía concederle el beneficio de la duda.
—Se pasará la noche aquí en observación, señor Lowell —prosiguió—. Le dijo
usted al doctor Chalbatt que no tenía a nadie en la zona de Denver a quien llamar, así
que al doctor Elkhart no le hace gracia la idea de soltarlo de noche sin supervisión.
Lo ingresarán en cuanto haya una habitación disponible, seguirán el estado de ese
riñón durante la noche y le echarán otro vistazo mañana. Entonces le enviaremos a
alguien para repasar con usted el asalto y el robo.
Bremen cerró los ojos y asintió lentamente, pero cuando volvió a abrirlos estaba
solo en una camilla en un pasillo con eco. El reloj anunciaba que eran las 4.23. Una
mujer con un jersey rosa se acercó, le ajustó la manta y dijo:
—Quedará una habitación libre dentro de poco.
Luego se marchó y Bremen luchó por volver a dormir.
Había sido un idiota al darle a la policía el nombre y la dirección de Frank
Lowell. Alguien llamaría a casa de Frank por la mañana, daría una descripción y
Bremen sería retenido bajo custodia, y tendría que responder a preguntas sobre su
granja incendiada… y posiblemente sobre un cadáver hallado en un pantano de
Florida.
Bremen gimió y se incorporó, pasando las piernas por el borde de la camilla.
Estuvo a punto de caerse. Se miró los pies descalzos y advirtió que llevaba una bata
fina como el papel y un brazalete médico en la muñeca izquierda.
Gail. Oh, Dios, Gail.
Se bajó de la camilla, se puso de rodillas y usó la mano buena para tantear en el
estante inferior. Su ropa estaba allí amontonada, manchada de sangre y desgarrada.
Bremen estudió el pasillo: todavía estaba vacío, aunque suelas de goma chirriaban
más allá de la esquina. Entonces se marchó cojeando hacia un trastero, pasillo abajo,
se vistió dolorosamente y, finalmente, se rindió y se pasó la camisa sobre el brazo en
cabestrillo como si fuera una capa. Luego salió. Antes de dejar el trastero rebuscó en
una cesta de ropa sucia, encontró la bata de algodón blanca de un médico y se la
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puso, aunque sabía lo poco que le abrigaría en la calle.
Comprobó el pasillo, esperó a que no hubiera ningún ruido y se acercó lo más
rápido que pudo a una puerta lateral.
Estaba nevando. Bremen corrió por un callejón sin saber dónde estaba ni adonde
se dirigía. Entre los altos acantilados de los edificios, en el cielo no se veía el más
leve atisbo del amanecer.
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Ojos
No pretendo dar a entender que Jeremy y Gail sean la pareja perfecta, que nunca
discutan, nunca se peleen, nunca se decepcionen el uno al otro. Es cierto que a veces
su contacto mental es más una invitación a la discordia que una fuerza de unión.
Su intimidad actúa como una lupa para sus defectos más pequeños. El
temperamento de Gail se enciende rápidamente; Jeremy se cansa rápido de eso. Ella
no soporta su parsimonia escandinava incluso ante la provocación más absurda. A
veces se pelean por su negativa a pelear.
Cada uno de ellos llega pronto a la conclusión de que deberían hacer un examen
de biorritmos a las parejas antes de la boda, en vez de análisis de sangre. Gail se
acuesta pronto, es madrugadora y disfruta la mañana más que ninguna otra cosa. A
Jeremy le encanta la noche y trabaja mejor con la pizarra a partir de la una de la
madrugada. Las mañanas son anatema para él y los días que no tiene clase apenas se
mueve antes de las nueve y media. Gail no disfruta del contacto mental con él hasta
después de su segunda taza de café, e incluso entonces dice que es como activar la
telepatía con un oso huraño recién sacado de la hibernación.
Sus gustos, complementarios en tantas áreas importantes, divergen de manera
clara en algunas cosas igualmente importantes. A Gail le encanta leer y vive para la
palabra escrita; Jeremy rara vez lee nada que no pertenezca a su campo y considera
las novelas una pérdida de tiempo. Jeremy bajará del estudio a las tres de la
madrugada y se pondrá a ver alegremente un documental; Gail tiene poco tiempo
para los documentales. A Gail le encantan los deportes y se pasaría todos los fines de
semana de otoño en un partido de fútbol si pudiera; a Jeremy le aburren los deportes
y está de acuerdo con la definición de George Will de que el fútbol es la «profanación
del otoño».
En cuanto a la música, Gail toca el piano, la trompa, el clarinete y la guitarra;
Jeremy no es capaz de tararear una canción. Cuando escucha música, Jeremy admira
el barroquismo matemático de Bach; Gail disfruta de la humanidad improgramable de
Mozart. A los dos les gusta el arte, pero sus visitas a las galerías y museos se
convierten en campos de batalla telepáticos: Jeremy admira la exactitud abstracta de
la serie Homenaje al Cuadrado de Josef Albers; a Gail le gustan los impresionistas y
el Picasso de la primera época. Una vez, por su cumpleaños, Jeremy se gasta todos
sus ahorros y la mayoría de los de ella en comprar un pequeño cuadro de Fritz
Glarner (Pintura Relacional número 57), y la respuesta de Gail, al verlo en la mente
de Jeremy mientras llega en el Triumph con el cuadro en el maletero, es Dios mío,
Jerry, ¿te has gastado todo nuestro dinero en esos… esos… cuadrados?
En temas políticos Gail es optimista, Jeremy es cínico. En asuntos sociales Gail es
liberal en la mejor tradición de la palabra, Jeremy es indiferente.
¿Quieres acabar con el problema de los sin techo, Jerry?, pregunta Gail un día.
No especialmente.
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¿Por qué demonios no?
Mira, no es culpa mía que esa gente no tenga casa, no puedo convertirlos en con
techos. Además, la mayor parte de ellos son refugiados de los asilos, descartados por
un liberalismo bonachón que los condena a vivir en las calles.
Algunos no están locos, Jerry. Algunos sólo quedan abandonados a su suerte.
Vamos, nena. Estás hablando con un experto en probabilidad. Puede que sepa
más de por qué no existe la suerte que nadie en el mundo.
Tal vez, Jer… pero no sabes mucho sobre la gente.
Lo reconozco, nena. Y no es que quiera saber especialmente. ¿Quieres seguir
hundiéndote en ese pantano de confusión que la mayoría de la gente llama
pensamientos?
Son personas, Jerry. Como nosotros.
No, nena. Como nosotros no. Y aunque lo fueran, no querría pasar el tiempo con
ellos.
¿Y con qué prefieres pasar el tiempo?
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Gail alza su escudo mental para reflexionar sobre esto. No se aísla de Jeremy,
pero el contacto es menos íntimo, menos inmediato. Jeremy considera si seguir con el
intercambio, si tratar de seguir explicando, si no de justificar, pero nota lo absorta que
está ella en sus pensamientos y decide dejar la conversación para más tarde.
—¿Señor Bremen?
Abre los ojos y contempla a sus alumnos de matemáticas. El muchacho, Arnie, se
ha apartado de la pizarra. Es una sencilla ecuación diferencial, pero Arnie la ha hecho
mal de principio a fin.
Jeremy suspira, se vuelve en la silla y procede a explicar la función.
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Abrigo de rata, plumaje de cuervo, cruz
Bremen vivió en una caja de cartón bajo el puente de la calle Veintitrés y aprendió
la letanía de la supervivencia: levantarse antes del amanecer, esperar, desayunar en el
local del Ejército de Salvación de la calle Diecinueve después de esperar al menos
una hora a que llegue el ministro y les dirija un discurso motivador y luego otra
media hora a que llegue la comida precalentada… Después, a eso de las diez y media,
caminar veinte manzanas hasta el Faro para almorzar, pero no antes de esperar más.
Hay una lista de trabajos en el Faro y Bremen debe hacer cola para trabajar antes de
hacer cola para almorzar. Normalmente sólo cinco o seis de los cincuenta o sesenta
hombres y mujeres son reclutados para el trabajo, pero eligen a Bremen más de una
vez en abril. Quizá se deba a que es relativamente joven. Normalmente es un trabajo
que no necesita preparación ni habilidad: limpiar el centro de convenciones, tal vez, o
barrer el Faro mismo. Bremen lo hace sin quejarse, encantado de tener algo con que
llenar las horas aparte de las interminables esperas y los paseos entre una comida y
otra.
La cena es en el Jesús Salva, cerca de la estación de tren, o en el local del Ejército
de Salvación de la Diecinueve. Jesús Salva es en realidad el Centro de Servicios
Cristianos a la Comunidad, pero todo el mundo lo conoce por el nombre que aparece
en el cartel en forma de cruz, cuya «S» central del Jesús en horizontal es la misma
con la que empieza el Salva en vertical. Bremen suele quedarse mirando el espacio
vacío que queda sobre la «S» del madero vertical de la cruz con ganas de escribir
algo.
La comida es mucho mejor en Jesús Salva, pero los sermones son más largos, a
veces tanto que la mayoría del público que espera se queda dormido y los ronquidos
se mezclan con los gruñidos de las tripas antes de que el reverendo Billy Scott y las
hermanas Marvell les permitan hacer cola para cenar.
A menudo Bremen se une a algunos otros para dar un paseo por la calle Dieciséis
antes de regresar a su caja a las once de la noche. Nunca mendiga, pero como se
queda cerca de Soul Dad o Mister Paulie o Carrie T. y sus hijos, a veces recibe el
beneficio de sus peticiones. Una vez, un negro con un abrigo de lana caro le dio un
billete de diez dólares.
Esa noche, como casi todas, se detiene en el All Nite Liquor, compra una botella
de Thunderbird y se la lleva a su caja.
Abril había sido terrible en la ciudad. Bremen, como advirtió más tarde, estuvo a
punto de morir aquellas primeras semanas de invierno en Denver, sobre todo durante
la primera noche tras su huida del hospital. Estaba nevando. Bremen deambuló por un
paisaje urbano de callejones negros y calles llenas de suciedad entre edificios a
oscuras, hasta que fue a parar a una manzana de casas destruidas por un incendio y se
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acurrucó entre las vigas calcinadas para dormir. Le dolía todo, pero su boca
magullada, las costillas rotas y el hombro dislocado eran como picos volcánicos de
dolor que se alzaban sobre un océano de malestar general. La inyección que le habían
puesto horas antes ya no le calmaba el dolor, pero lo mantenía adormilado.
Bremen encontró un hueco entre una chimenea de ladrillo y una viga ennegrecida
por el incendio y se disponía a dormir allí cuando lo despertó una vigorosa sacudida.
—Tío, no tienes ni un puñetero abrigo. Si te quedas aquí, la palmarás fijo.
Bremen nadó hasta la semiconsciencia. Parpadeó ante el rostro apenas iluminado
por una farola lejana. Un rostro negro, arrugado y retorcido sobre una barba
descuidada, de ojos oscuros apenas visibles bajo una gorra manchada. El hombre
llevaba al menos cuatro capas de ropa y todas apestaban. Ayudó a Bremen a ponerse
en pie.
—Déjame en paz —consiguió decir Bremen. Los pocos momentos en que había
dormido, aunque no sin sueños, habían estado más libres de la neurocháchara que
ningún otro momento desde la muerte de Gail—. Déjame en paz, joder.
Se soltó el brazo y trató de meterse de nuevo en el hueco. La nieve caía
suavemente por un agujero en el techo derrumbado.
—Ni hablar, tío. Soul Dad no va a dejar que te mueras sólo porque seas un
estúpido cabrón drogado.
La voz del negro era extrañamente amable, de algún modo armonizaba con la
suavidad de la noche y la silenciosa caída de los copos de nieve contra las vigas
negras.
Bremen dejó que lo levantara, se acercó a las tablas sueltas de la puerta.
—¿Tienes un sitio? —Preguntaba el hombre una y otra vez. O quizá lo preguntó
sólo una y sus pensamientos hacían eco en los cráneos de ambos: Bremen no estaba
seguro.
Negó con la cabeza.
—Muy bien, por esta vez te quedas con Soul Dad. Pero sólo hasta que salga el sol
y hayas recuperado las entendederas, ¿de acuerdo?
Bremen siguió al negro a lo largo de interminables manzanas, dejando atrás
edificios de ladrillo iluminados por la infernal luz anaranjada de la ciudad reflejada
en las nubes bajas de tormenta. Finalmente llegaron al puente de la autovía y bajaron
por una pendiente congelada llena de matorrales hasta la oscuridad. Allí había cajas
de embalar, plásticos extendidos como lonas y cenizas de hogueras entre coches
abandonados. Soul Dad condujo a Bremen a una de las estructuras más grandes, una
verdadera choza de plástico y cajas. El pilar de hormigón del paso elevado le servía
de pared y una plancha de hojalata de puerta.
Llevó a Bremen hasta un montón de trapos y mantas apestosos. Bremen temblaba
tanto que no podía entrar en calor por mucho que se hundiera en el montón. Con un
suspiro, Soul Dad se quitó sus dos capas exteriores de ropa, envolvió con ellas a
Bremen y se enroscó junto a él. Olía a vino y orina, pero su calor humano llegaba a
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través de los harapos.
Todavía temblando, pero con menos violencia, Bremen volvió a escapar hacia los
sueños.
Abril había sido cruel, pero mayo fue poco mejor. El invierno parecía reacio a
abandonar Denver, e incluso en los días más suaves el aire nocturno era frío a mil
quinientos metros de altitud. Al oeste, entrevistas ocasionalmente entre los edificios,
se alzaban las montañas. Sus siluetas y pendientes eran menos blancas de día en día,
pero sus picos permanecieron nevados hasta bien entrado junio.
Y entonces, de repente, el verano se instaló y Bremen hizo sus rondas de comida
con Soul Dad y Carrie T. y los demás a través de la bruma de calor que brotaba de las
aceras. Algunos días se quedaban a la sombra de los puentes elevados, en las
proximidades de su campamento de tiendas de plástico, al otro lado de las vías, cerca
del río Platte (los polis habían derribado su antiguo campamento, mucho más
cómodo, situado bajo el puente de la calle Veintitrés; «limpieza de primavera» lo
llamó el señor Paulie), y se aventuraban a salir sólo después de que oscureciera para
ir a una de las misiones abiertas más allá del edificio del Capitolio.
El alcohol no acabó con la maldición del contacto mental amplificado de Bremen,
pero la redujo un poquito. Al menos eso creía. El vino le producía unos dolores de
cabeza terribles y a lo mejor eran esos dolores de cabeza lo que reducía la
neurocháchara. A finales de abril estaba permanentemente borracho (un tipo de
autodestrucción que no parecía preocupar ni a Soul Dad ni a la habitualmente solícita
Carrie T., puesto que ambos la practicaban), pero, siguiendo la absurda lógica de que
si un poco de adicción era bueno más sería mejor, casi se mató, física y
psíquicamente, comprando crack a uno de los camellos adolescentes cerca del
campus de Auraria.
Bremen había cobrado el dinero de dos días en el programa de trabajo del Faro y
regresó a su caja mucho antes de lo habitual.
—¿Por qué sonríes con esa cara de pardillo, eh? —le preguntó Soul Dad.
Pero Bremen ignoró al viejo y se metió en su caja. No fumaba desde la
adolescencia, pero encendió la pipa que le había comprado al chaval cerca de
Auraria, colocó la ampolla de cristal sobre el extremo de la misma, tal como le habían
dicho que hiciera, e inhaló profundamente.
Durante unos pocos segundos hubo paz. Luego fue un infierno.
Jerry, por favor… ¿me oyes? ¡Jerry!
¿Gail?
¡Ayúdame, Jerry! Ayúdame a salir de aquí. Imágenes de lo último que había visto
ella: la habitación del hospital, el gotero, la manta azul al pie de la cama. Varias
enfermeras reunidas alrededor. El dolor era peor de lo que Bremen recordaba, peor
que las horas y días posteriores a su paliza mientras los huesos sanaban a duras penas
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y las magulladuras sangraban y se infectaban: el dolor de Gail era indescriptible.
¡Ayúdame, Jerry! Por favor.
—¡Gail! —gritó Bremen dentro de su caja. Se agitó de un lado a otro, golpeando
las paredes de cartón con los puños hasta que estuvo golpeando el hormigón—. ¡Gail!
Bremen gritó y golpeó durante casi dos horas aquel ceniciento día de abril. Nadie
fue a ver cómo estaba. A la mañana siguiente, mientras arrastraban los pies hacia la
calle Diecinueve, ninguno de los otros quiso mirarlo a los ojos.
Bremen no volvió a probar el crack.
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lastrado por el racismo y el sexismo y los odios de todo tipo, pero no lo había hecho
con ira. Se movía por él con una gracia señorial, como una especie de elegante barca
egipcia flotando entre la masacre de una terrible batalla naval entre griegos y persas.
Mientras su pacífica y silenciosa tranquilidad no fuera invadida, permitía que el
mundo se ocupara del mundo mientras él se ocupaba de su jardín.
Así que Soul Dad había leído Cándido.
Bremen buscaba a veces el refugio de los pausados pensamientos del hombre del
mismo modo que un barquito busca refugio al socaire de una isla sólida cuando los
mares se encrespan demasiado.
Y normalmente los mares estaban demasiado encrespados. Demasiado incluso
para que los pensamientos de Soul Dad le ofrecieran refugio durante demasiado
tiempo.
Bremen sabía mejor que nadie que la mente no era una radio, ni un receptor ni un
transmisor, pero a medida que el verano pasaba en el bajo vientre de Denver,
Colorado, sintió como si alguien hubiera sintonizado su mente con longitudes de
onda cada vez más y más oscuras. Longitudes de onda de miedo y huida. Longitudes
de onda de poder y potencia autoinducida.
Longitudes de onda de violencia.
Bebió más a medida que la neurocháchara se fue convirtiendo en neurogritos. El
aturdimiento ayudaba un poco; los dolores de cabeza lo distraían. La firme presencia
de Soul Dad era un escudo incluso mejor que la bebida.
Pero los gritos violentos continuaban a su alrededor, y sobre él.
Bandas callejeras, los Crips y los Bloods, haciendo gala de sus colores pasaban en
furgonetas buscando camorra más allá de sus territorios, o caminaban contoneándose
por el paso elevado en grupos de tres y cinco. Iban armados. Llevaban pequeños
revólveres del 32 y pesadas automáticas del 45 y escopetas de cañones recortados, e
incluso algunas Uzis ligeras y Mac-10. Salían a buscar cualquier excusa para dejarse
llevar por la furia.
Bremen se acurrucaba en su caja y bebía y se sujetaba la dolorida cabeza entre las
manos, pero la violencia lo recorría y lo atravesaba como una dosis de maligna
adrenalina.
El ansia por infligir dolor. El deseo de cometer acciones violentas. La intensidad
pornográfica de la violencia callejera, experimentada en un arrebato de imágenes y
gritos, repetidos a cámara lenta como un vídeo favorito.
Bremen compartió la falta de poder convertida en poder por la simple acción de
apretar un gatillo o sentir una hoja en la palma de la mano. Sintió la emoción
sustitutiva del miedo de la víctima, el sabor del dolor de la víctima. El dolor era algo
que uno ofrecía a los demás.
La mayoría de las personas violentas que Bremen tocaba con la mente eran
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estúpidas. Muchas sorprendentemente estúpidas, muchas componían su estupidez con
drogas… pero la bruma de sus pensamientos y centros de memoria no era nada
comparada con la claridad que olía a sangre del ahora, la inmediatez de aquellos
segundos de violencia que habían buscado y saboreado, que aceleraba el corazón y
levantaba el pene. La memoria de aquellas acciones no estaba tanto en sus mentes
como en sus manos y músculos y entrepiernas. Violencia validada. Compensaba
todas las horas banales de espera e insultos e inacción, de ver la televisión y saber que
nunca podrías tener las brillantes burbujas que asomaban a ella: ni los coches, ni las
casas, ni la ropa, ni las mujeres hermosas, ni siquiera la piel blanca. Y, lo más
importante, estos segundos de violencia eran la envidia de los rostros de la tele y los
rostros de las estrellas de las películas, rostros que sólo podían fingir violencia,
rostros que sólo podían ejecutar los movimientos de la esterilizada violencia
televisiva y la falsedad de las bolsas de sangre del cine.
En sus sueños agitados Bremen se contoneaba por callejones oscuros con la
pistola en la cintura, buscando a alguien con el color equivocado, la expresión
equivocada en el rostro. Se convertía en el Dador de Dolor.
En el campamento de toldos de plástico, los demás ignoraban los gritos y
gemidos de Bremen durante la noche.
No eran solamente los miembros de las bandas y los pobres de la ciudad los que
poblaban las pesadillas de Bremen. Mientras permanecía a la fresca sombra de un
callejón una tarde, a finales de junio, Bremen se vio asaltado por los pensamientos de
los compradores que paseaban por el centro comercial de la calle Dieciséis.
Blancos. De clase media. Neuróticos, psicóticos, paranoicos, impelidos por una
ira y una frustración tan reales como la furiosa impotencia de los Blood o los Crip
cargados de crack. Todo el mundo estaba furioso con alguien y esa furia seguía
ardiendo, nublando las mentes como el humo de una llama lenta.
Bremen bebía su vino envuelto en una bolsa de plástico, atendía su omnipresente
dolor de cabeza y, de vez en cuando, miraba las siluetas que pasaban ante el callejón.
A veces era difícil emparejar las ardientes bengalas de los pensamientos iracundos
con las sombras grises de sus cuerpos.
Esa mujer de mediana edad con los pantalones cortos y la blusa demasiado
ajustada, Maxine: había intentado dos veces envenenar a su hermana por el título de
propiedad de las tierras de su padre en las montañas, unas tierras que no usaba nadie.
Por dos veces había sobrevivido la hermana y las dos había acudido Maxine a su
cabecera en el hospital para achacarlo a la mala suerte del botulismo. La próxima vez,
pensaba Maxine, la llevaría a la vieja casa de la propiedad de papá, rociaría su chile
de arsénico y se quedaría allí hasta que estuviera fría.
El hombre bajito de zapatos de tacón y traje de Armani: Charles Ludlow Pierce.
Era abogado, defensor de los derechos civiles de las minorías, contribuía a media
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docena de obras de caridad en Denver, un rostro que aparecía frecuentemente, junto
con el de su sonriente esposa Deirdre, en las fotos de la página de sociedad del
Denver Post. Charles Ludlow Pierce maltrataba a su esposa, extinguía su pira de furia
periódica con los puños. El rostro de Deirdre no mostraba los cardenales porque
Charles Ludlow Pierce tenía cuidado de no administrar una de sus «lecciones»
cuando iba a celebrarse un baile de caridad u otro acontecimiento público… o si tenía
que darle una lección a Deirdre entonces lo hacía, por silencioso consentimiento, con
un calcetín lleno de arena y se limitaba a su cuerpo.
Pero Charles Ludlow Pierce achacaba a todas estas «lecciones» de puñetazos en
la cara inductoras de orgasmos el haber salvado su matrimonio y su cordura. En esas
ocasiones Deirdre se «retiraba» durante una semana o más a su hogar en Aspen.
Bremen bajó los ojos y bebió más vino.
De repente alzó la cabeza y contempló a la multitud que pasaba hasta que detectó
a un hombre que caminaba con prisa. Bremen dejó la botella y la bolsa marrón y lo
siguió.
El hombre continuó calle Dieciséis abajo hasta que se detuvo delante del edificio
de cristal y acero del Tabor Center. El hombre se puso a mirar los trajes de Brooks
Brothers, no se decidió y continuó por la calle Lawrence hasta el centro comercial.
Una brisa venida de las montañas agitaba los arbolitos que flanqueaban el carril de
autobuses y aliviaba un poco el calor de la ciudad. El hombre continuó caminando,
sin advertir al barbudo mendigo que lo seguía a media manzana de distancia.
Bremen no captó su nombre. No le importaba saberlo. El resto estaba bastante
claro.
Bonnie cumplirá once años este septiembre, pero parece que tiene trece. ¡Mierda,
parece que tiene dieciséis! Sus tetas se están volviendo la mar de redonditas. Tiene
pelo en el coñito desde hace un año ya. Carla dice que Bonnie tuvo el periodo el mes
pasado… que ahora nuestra niña es una mujer… ¡qué poco sabe Carla!
El hombre iba vestido con un traje gris arrugado. Había salido de los edificios de
oficinas de la Quince y esperaba su autobús a Cherry Creek. Pasarían otros dieciocho
minutos antes de que pudiera tomar un autobús que lo llevara a la terminal del centro
comercial. El hombre era alto, metro ochenta o metro ochenta y cinco, y llevaba bien
su sobrepeso. Se recogía el pelo en una de esas coletas que usan los hombres maduros
y que Gail decía que parecían el pomo de una puerta.
Entró en el Brass Rail, un bar de madera y bronce situado frente al Tabor Center.
Bremen encontró un lugar a la sombra, entre dos edificios, desde donde veía las
cristaleras del bar. Una luz intensa iluminaba la calle Dieciséis y volvía opaco el
cristal.
No importaba. Bremen sabía exactamente dónde estaba sentado el hombre, qué
bebía.
Dos años ya con Bonnie y esa zorra tonta de Carla no sospecha nada. Cree que
los dolores estomacales y las lágrimas de la niña son sólo cosas de la adolescencia.
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¡Adolescencia! ¡Dios bendiga la adolescencia! Alzó otro vaso de Dewar’s. Siempre
pedía Dewar’s para que no le dieran la mierda de whisky de garrafón con la que
intentaban timarle en sitios como aquél.
Esta noche es otra noche especial. Una noche con Bonnie. Una noche con mi
Bonnie. Se rió y agitó la mano para pedir otro vaso. Naturalmente, no es como la
primera vez, pero ¿qué lo es? Esa primera vez… Imágenes de una piel de terciopelo,
un mechoncillo de vello en el montecito de su hija, los pechos… poco más que
capullitos entonces… y su llanto suave contra la almohada. Él le había susurrado:
—Si no lo dices, no pasará nada. Si lo dices, te llevarán y te meterán en un
orfanato.
No es como la primera vez, pero ella está aprendiendo trucos… mi Bonnie… mi
querida Bonnie. Esta noche haré que vuelva a emplear la boca…
Terminó el segundo whisky, miró el reloj y salió rápidamente del Brass Rail,
caminando a paso rápido pero sin prisa por la Dieciséis hacia el oeste. Casi había
llegado a la terminal de autobuses cuando un vagabundo borracho salió de las
sombras de Gart Brothers y se acercó a él por la acera. Se apartó a la derecha,
mirando con mala cara al borracho. No había nadie a la vista y los dos quedaban
parcialmente ocultos por la barrera de hierba alta y hormigón de la escalera, bajo la
parada de autobús.
—Lárgate, tío —exclamó, haciendo un gesto despectivo con la mano mientras el
mendigo se acercaba como para pedirle algo. El hombre llevaba una barba rubia
enmarañada y tenía unos ojos salvajes bajo unas gafas reparadas con cinta adhesiva.
Usaba gabardina a pesar del calor. El borracho no se apartó.
Él sacudió la cabeza y se dispuso a rodearlo.
—¿Tienes prisa? —preguntó el mendigo, la garganta cargada de flema. Era como
si el hombre no hubiera hablado desde hacía días.
—Vete al carajo —dijo él, y se volvió hacia la estación de autobuses.
De repente lo empujaron hacia atrás, hacia las sombras de las escaleras. Se dio
media vuelta, soltando el traje del sucio puño del borracho.
—¿Qué carajo…? —empezó a decir.
—¿Tienes prisa por llegar a casa para abusar de Bonnie? —dijo el borracho con
voz suave y ronca—. ¿Vas a hacérselo otra vez esta noche?
Se quedó mirándolo, boquiabierto. Una fría garra se deslizó por su espalda. Sintió
el sudor en los sobacos y corriéndole bajo la camisa azul.
—¿Qué?
—Ya me has oído, gilipollas. Todos lo sabemos. Todo el mundo. La policía lo
sabe también probablemente. Probablemente te están esperando con Carla en la
cocina ahora mismo, gilipollas.
Continuó mirando, sintiendo la impresión convertirse en pura furia, ardiendo
como queroseno blanco. Quienquiera que fuese ese cabrón borracho, por mucho
que… por mucho que supiera, era veinte centímetros más bajo y pesaba cuarenta
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kilos menos. Podía matar al asqueroso mendigo con una mano atada a la espalda.
—¿Por qué no intentas matarme entonces, abusador de niños? —susurró el
borracho. Sorprendentemente, la escalera y la acera estaban todavía vacías. Las
sombras eran largas.
—Puedes tener por seguro que… —empezó a decir, y calló mientras la llamarada
de furia se hacía más fuerte y luego estallaba en una explosión de puro odio cuando el
mendigo empezaba a sonreírle entre la barba enmarañada. Cerró los grandes puños y
dio tres pasos hacia el borracho, diciéndose que debía tener cuidado de no matar al
pequeño cabrón. Había estado a punto de matar a aquel chico en la universidad.
Intentaría parar antes de que el borracho cabrón dejara de respirar, pero le sentaría tan
bien hundir sus puños en esa cara sucia y mugrienta…
Jeremy Bremen dio un paso atrás mientras el hombre se abalanzaba contra él con
los puños levantados. Buscó bajo su gabardina, sacó el garrote y lo alzó en un
movimiento con la mano izquierda que le había ayudado a marcar durante su último
año en la facultad.
En el último segundo el hombre alzó el brazo para protegerse la cara. Bremen
golpeó con el largo palo las piernas del hombre, y le dio de nuevo en los hombros
mientras caía.
El hombretón rugió algo y trató de ponerse en pie. Bremen lo golpeó una vez en
el plexo solar con el tablón y luego en la nuca cuando se dobló hacia delante. Empezó
a rodar escalones abajo con pequeñas sacudidas entrecortadas.
Cerca de la parada de autobuses alguien empezó a gritar. Bremen no miró por
encima del hombro. Tomándose su tiempo, se acercó, blandió los tres palmos de
garrote y lo descargó como si fuera un palo de golf: el golpe terminó en la boca
abierta del hombre. Los dientes reflejaron los restos de la luz del sol mientras se
desparramaban por la calle.
El hombretón escupió, se sentó, se llevó los antebrazos a la cara.
—Esto es por Bonnie —dijo Bremen, o trató de decirlo entre las mandíbulas
apretadas, y entonces descargó un nuevo golpe, muy fuerte, golpeando con el
extremo de la tabla la entrepierna del hombre.
El hombretón gritó. Alguien gritó también en el paseo.
Bremen avanzó y descargó el palo de nuevo contra la cabeza del hombre,
astillando la madera una última vez. Cuando el hombretón se desplomaba hacia
delante Bremen dio un paso atrás y le descargó una sola patada, muy fuerte,
imaginando que su entrepierna era una pelota de fútbol colocada en el ángulo
perfecto para marcar gol.
En algún lugar cercano a la calle Larimer una sirena ululó y volvió a guardar
silencio. Bremen dio un paso atrás, dejó que las últimas astillas de madera cayeran de
sus manos sucias, miró una vez al hombre que gemía en la acera, se dio media vuelta
y echó a correr.
Escuchó gritos y el sonido de al menos dos personas corriendo tras él.
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Con la gabardina ondeando, la barba al viento, los ojos tan abiertos que parecían
en blanco, huevos blancos colocados en una cara marrón de suciedad, Bremen corrió
hacia las sombras del paso elevado de la vía del tren.
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Ojos
Gail y Jeremy quieren un hijo. Al principio, durante el año aproximado que dura
su larga luna de miel, asumen que el hijo vendrá pronto, así que Gail toma
precauciones para evitar un embarazo indeseado: primero la píldora, luego el
diafragma cuando surgen problemas de salud. Dieciocho meses después de la boda
acuerdan retirar el diafragma y dejar que la naturaleza siga su curso.
Durante otros ocho meses más o menos no se preocupan. Hacen el amor con
frecuencia y todavía con pasión, y tener un bebé es todavía secundario. Entonces Gail
empieza a preocuparse. Se casaron algo tarde… Jeremy tenía veintisiete años y Gail
veinticinco… pero los médicos le aseguran que todavía tiene diez años de capacidad
reproductora por delante. Pero tres años después de la boda, una semana después de
que Jeremy cumpla los treinta (lo celebran invitando a los amigos de la facultad a un
día de softball), Gail sugiere que los dos vayan a ver a un especialista.
Al principio Jeremy se sorprende. Ella le ha ocultado su preocupación lo mejor
posible; es decir, él conocía su existencia, pero había subestimado su fuerza. Ahora,
acostados juntos en la cama una noche de verano, con la luz de la luna fluyendo por
entre las cortinas de encaje, ambos escuchando los insectos y las aves nocturnas tras
el granero durante las pausas en su conversación, deciden que es hora de comprobar
las cosas.
Primero Jeremy se somete al proceso levemente embarazoso de un recuento de
esperma. La consulta está en Filadelfia y forma parte de un moderno complejo con un
discreto cartel en el ascensor de servicio: SERVICIOS DE CONSEJERÍA
GENÉTICA. Al menos diez doctores trabajan en el complejo, tratando de ayudar a
las parejas estériles a conseguir su sueño de paternidad. Todo esto impresiona a Gail
y a Jeremy, pero los dos se ríen cuando Jeremy tiene que entrar en el cuarto de baño
para entregar su «muestra».
Jeremy envía la visual: ejemplares de Penthouse, Playboy y media docena de
revistas de porno blando en el lavabo, junto a una toalla. Un pequeño mensaje
mecanografiado en una tarjeta doblada junto al montón de revistas anuncia: «Debido
al gasto que supone sustituir las revistas perdidas, pedimos que no saquen estos
ejemplares de esta habitación».
En la salita donde ella espera a su médico, Gail empieza a reírse.
¿Puedo mirar?
Lárgate.
¿Estás de guasa? ¿Y perderme esta fascinante experiencia sustantiva? Puede que
aprenda algo.
Te enseñaré algo… y te meteré un dedo en el ojo si no me dejas en paz. Esto es
serio.
Sí… serio. Gail se esfuerza por no reír. Jeremy ve la imagen que tiene de su
médico, que entra en la sala de reconocimiento y encuentra a su paciente doblada por
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la mitad de risa, las lágrimas corriéndole por la cara. Seria, envía Gail, y entonces,
mirando a través de los ojos de Jeremy las fotos de la primera revista que ha
escogido: Santo cielo, ¿cómo pueden posar así esas chicas? Y empieza a reírse otra
vez.
Irritado, Jeremy no responde. La conversación lo distrae. Pasa las páginas.
¿Tienes problemas, Jerry?
Lárgate.
Él cierra la revista y suspira.
Déjame ayudarte. Gail coloca una pantalla entre ella y la puerta y empieza a
desnudarse, contemplándose en un espejo de cuerpo entero mientras lo hace.
¡Eh! ¿Qué demonios estás…?
Gail se suelta el último botón de la blusa y la dobla con cuidado sobre el respaldo
de la silla. Señala una bata de hospital que hay sobre la camilla. La enfermera dijo
que me harían un reconocimiento.
Escucha…
A callar, Jerry. Lee tu revista.
Jeremy vuelve a poner la revista en el montón y cierra los ojos.
Gail Bremen es una mujer pequeña, apenas mide metro sesenta descalza, pero su
cuerpo es proporcionado, fuerte y sensual en extremo. Le sonríe a Jeremy en el
espejo y él piensa, no por primera vez, que su sonrisa es gran parte de esa
sensualidad. La única sonrisa de mujer que ha visto que sea igualmente atrayente,
provocativa e integral es la de la gimnasta Mary Lou Retton. La sonrisa de Gail tiene
la misma proporción incalculable de mandíbulas y labios y dientes perfectos: es una
invitación a alguna pequeña travesura que se comunica directamente a quien la
observa.
Gail siente sus pensamientos y deja de sonreír, finge que frunce el ceño y le pone
mala cara. No me hagas caso. Sigue con lo que estés haciendo.
Idiota.
Ella vuelve a sonreír y se quita la falda negra y las medias, dejándolas sobre la
mesa. Con su sencillo sujetador y las bragas Gail parece a la vez vulnerable e
infinitamente atractiva. Se dispone a desabrocharse el sujetador con esa gracia
femenina inconsciente que nunca deja de excitar a Jeremy. Su leve encogimiento de
hombros hace que sus pechos se unan mientras el tejido se afloja y resbala. Gail deja
el sujetador sobre la silla y se quita las bragas blancas.
¿Todavía mirando?
Jeremy está mirando todavía. Se siente conmovido de una manera casi religiosa
por lo atractiva que es su esposa. Lleva el pelo, oscuro y corto, peinado de forma que
le cae sobre la frente alta en una onda. Sus cejas son tupidas y oscuras (cejas a lo
Annette Funicello, las llamó una vez con tristeza), pero le dan un toque dramático a
sus ojos avellana. Una artista que le hizo un retrato al pastel unos años antes en una
excursión veraniega a Monhegan Island le dijo a Jeremy, que estaba mirando:
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—Había oído hablar de ojos luminosos, pero siempre creí que era una chorrada.
Hasta ahora. Señor, su esposa tiene los ojos luminosos.
Los rasgos faciales de Gail consiguen ser de algún modo delicados y enérgicos:
pómulos elegantemente cincelados, nariz fuerte, finas arrugas de expresión alrededor
de esos ojos luminosos, una barbilla enérgica y una tez transparente que revela el más
leve atisbo de sol o de rubor. No está ruborizada ahora, aunque hay una pincelada de
rojo en sus pómulos mientras lanza las bragas a la silla y se planta un segundo ante el
espejo.
Jeremy Bremen nunca se ha sentido demasiado atraído por los pechos femeninos.
Tal vez se debe a la facilidad con la que captaba los pensamientos de las chicas
durante la adolescencia, quizás a su tendencia a mirar la fórmula completa (en este
caso, el organismo) en vez de las partes que la constituyen, pero desde que pasó la
inevitable crisis sexual de su adolescencia los pechos le han parecido una parte
bastante normal de la anatomía humana. Atractivos, sí… una fuente constante de
estimulación sexual, no.
Los pechos de Gail no son ninguna excepción. Son grandes para alguien de su
altura, pero no es su tamaño lo que lo excita tanto. Las chicas de las revistas que tiene
cerca para ayudar a los donantes de esperma tienen unos pechos enormes,
desproporcionados o absurdos. Los pechos de Gail son…
Jeremy sacude la cabeza, descubriendo que no puede expresar algunas cosas con
palabras, ni siquiera para sí mismo.
Inténtalo.
Los pechos de Gail son sensuales en extremo. En proporción a su cuerpo de atleta
y su fuerte espalda son… perfectos es la única palabra que se le ocurre a Bremen:
altos pero cargados con la promesa de las caricias, mucho más pálidos que el resto de
su piel bronceada (hay venillas visibles bajo el blanco, cerca de donde termina la
línea del bronceado), y rematados con areolas que se conservan tan rosadas como las
de una muchachita joven. Sus pezones se elevan brevemente con el aire frío, y ahora
sus pechos se comprimen y vuelven a elevarse de nuevo cuando Gail se abraza
inconscientemente para protegerse del frío, el vello oscuro de sus antebrazos contra la
curva blanca de sus pechos.
La mirada de Gail no varía, pero Jeremy se permite cambiar su propia perspectiva
de la imagen en el espejo, pensando en sí mismo mientras lo hace: Estoy viendo mi
reflejo mental del reflejo mental de su reflejo. Un fantasma admirando sombras
fantasmas.
Las caderas de Gail son anchas pero no demasiado, los muslos fuertes, entre ellos
la V de vello oscuro se alza hasta el vientre con toda la plenitud floral prometida por
sus cejas oscuras y la sombra de sus axilas. Sus rodillas y piernas son elegantes no
sólo en un sentido atlético, sino con las proporciones clásicas de las mejores
esculturas de Donatello. Jeremy baja la mirada y se pregunta por qué los hombres
abandonaron su fascinación por una serie de arcos y curvas tan sexualmente
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estimulantes como las que constituyen un tobillo tan esbelto como éste.
Gail aparta la pantalla, mete el brazo izquierdo en la bata (no se trata de una bata
de hospital típica, sino de un artículo caro de algodón para los clientes adinerados) y
se detiene, casi se da la vuelta; el pecho izquierdo y la cadera captan la suave luz que
se filtra por las persianas. ¿Todavía tienes problemas, Jerry? Una sonrisa. No, ya veo
que no.
Cállate, por favor.
Ella oye los pasos del médico tras la puerta y sus escudos mentales se alzan
juntos, sin llegar a deshacer la conexión pero enmudeciéndola un poco.
Jeremy no abre los ojos.
Intervengo en este punto para decir que mi primer atisbo de esta abierta sensación
sexual entre Jeremy y Gail fue una revelación para mí. Literalmente una revelación;
un despertar de dimensiones casi religiosas. Abrió nuevos mundos para mí, nuevos
sistemas de pensamiento y comprensión.
Yo había conocido placeres sexuales, naturalmente… o al menos los placeres de
la fricción. La tristeza que sigue al orgasmo. Pero estas respuestas físicas no surgían
del contexto del amor compartido y la intimidad sexual que Jeremy y Gail habían
conocido.
Mi asombro al descubrir este aspecto del universo no podría haber sido más
grande si yo hubiera sido un científico que hubiera hallado la Gran Teoría Unificada
del cosmos. En cierto sentido, el amor y el sexo entre Gail y Jeremy eran la Gran
Teoría Unificada del cosmos.
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Gail y Jeremy se ponen en manos de otros tres especialistas. En cada caso Jeremy
queda exonerado tras un único recuento de esperma y Gail se somete a otra batería de
pruebas. Se convierte en una experta, sabe exactamente cuándo beberse los dos litros
de agua para hacerse la ecografía sin mojar la bata.
Las pruebas siguen sin mostrar nada, sin solucionar nada. Gail y Jeremy
continúan intentándolo, acaban por abandonar las gráficas diarias y los kits de
pruebas por miedo a destruir toda espontaneidad. Les plantean la opción de la
inseminación artificial y están de acuerdo en pensárselo, pero en silencio lo descartan
antes de salir de la clínica. Si el esperma y los óvulos están bien, si el sistema
reproductor de Gail está bien, prefieren dejar las cosas al azar y la naturaleza.
La naturaleza les falla. Durante los siguientes años Gail y Jeremy siguen soñando
con tener hijos, pero dejan de hablar sobre ello. Incluso los comentarios de Gail sobre
el tema mientras comparten el contacto mental pueden deprimirlos a ambos.
Ocasionalmente, cuando Gail tiene en brazos al recién nacido de algún amigo,
Jeremy se sorprende al sentir su reacción ante el contacto y el olor del bebé: el
corazón le duele de ansia, él lo entiende, pero todo su cuerpo responde también, los
pechos le duelen y el vientre le empieza a latir con una reacción física al recién
nacido. Es una respuesta que está más allá de la experiencia de Jeremy y se maravilla
que dos formas del ser humano, masculina y femenina, puedan habitar el mismo
planeta, hablar el mismo idioma y suponer que tienen algo en común cuando este tipo
de diferencias básicas y profundas los separan en silencio.
Gail es consciente del deseo de Jeremy de tener hijos, pero también de sus
reservas. Siempre ha visto estos destellos de preocupación en su mente: miedo a los
defectos de nacimiento, vacilación al introducir otro corazón y otra mente en la
perfecta constelación de dos puntas que es su relación, celos básicos de que alguien o
algo más pueda acaparar el afecto y la atención de Gail como él hace ahora.
Ella ha visto estas preocupaciones, pero las descarta considerándolas las típicas
vacilaciones masculinas a la hora de tener hijos. Pero lo que ha pasado por alto es
importante.
A Jeremy le aterroriza tener un hijo imperfecto. Al principio de su aventura,
cuando el embarazo parecía estar sólo a unas pocas semanas o meses de distancia,
permanecía despierto por la noche y catalogaba sus temores.
Gracias a su breve trabajo sobre genética y probabilidad en la facultad conocía
algunos de los posibles resultados de esta tirada de los dados genéticos: síndrome de
Down, corea de Huntington, enfermedad de Tay-Sachs, hemofilia… la lista continúa.
Y Jeremy conocía las probabilidades incluso antes de que el médico se las
mencionara: un uno por ciento de que la pareja tenga un hijo con un defecto de
nacimiento serio o que amenace su vida. A los veinte años Gail tenía una posibilidad
entre dos mil de tener un hijo con síndrome de Down y una entre quinientas veintiséis
de que tuviera algún desorden cromosómico importante. Si esperan a que Gail tenga
treinta y cinco, las probabilidades pasan a ser una entre trescientas para el síndrome
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de Down y una entre ciento setenta y nueve para una anomalía cromosómica
significativa. A la edad de cuarenta años la curva de probabilidades se ha convertido
en una pendiente empinada y resbaladiza: una entre cien para el síndrome de Down y
una entre sesenta y tres para otros defectos serios.
La posibilidad de tener un hijo retrasado o con malformaciones horroriza a
Jeremy. Lo irremediable de que cualquier hijo cambie su relación con Gail le produce
un horror menos acuciante pero igualmente perturbador. Gail ha visto lo primero y lo
descarta; capta sólo un tenue reflejo del terror de Jeremy ante la segunda posibilidad.
Él se lo esconde a ella (y a sí mismo) lo mejor que puede, usando direcciones falsas y
el torpedeo estático del escudo mental de su relación telepática cuando sale el tema.
Es uno de los dos únicos secretos que oculta a Gail durante todo el tiempo que están
juntos.
Y el otro secreto también tiene que ver con no tener hijos. Sólo que su otro
secreto es una bomba de relojería que suena entre ellos y bajo ellos, dispuesta a
destruir todo lo que han tenido o todo lo que esperan tener juntos.
Pero Gail muere antes de que el segundo secreto se descubra… antes de que él
pueda compartirlo y anularlo. Jeremy todavía sueña con él.
Más tarde descubren que ninguno ha cenado realmente y planean salir a hacerlo
en cuanto Jeremy y Gail terminan un rápido recorrido guiado por el laboratorio. Se
marchan cinco horas más tarde, bien pasada la medianoche. Entre las presentaciones
y la cena, las realidades se resquebrajan.
Las oficinas son la punta de un laboratorio de investigación bastante importante.
Tras el conjunto de oficinas, en lo que fuera una pequeña zona de almacenamiento,
está la habitación dentro de una habitación, aislada, protegida y envuelta en el
equivalente no conductor de una jaula de Faraday. Dentro de la habitación misma se
encuentran los extraños sarcófagos estilizados de dos unidades de resonancia
magnética y un conjunto mucho menos ordenado de cuatro TAC de aspecto mutado.
En contraste con el habitual orden de cualquier sala de este estilo, el suelo del
laboratorio está cubierto de más equipo aislante y hay cables serpenteando por el
suelo, el techo y las paredes.
La habitación situada más allá está todavía más abarrotada: más de una docena de
I = (H + J)2
I = H2 +J2 + 2HJ
no
I= I1 + I2
Un día, buscando una de las reses que no habían venido a pastar, Bremen se
encontró con una capilla abandonada. Se hallaba detrás de las colinas, sus paredes de
color carne medio ocultas entre rocas de color carne. Le faltaba el tejado (no estaba
simplemente hundido, sino que había desaparecido por completo), y los postigos, las
puertas y los bancos de madera se habían podrido y convertido en polvo seco y se los
había llevado el viento.
El viento soplaba por los huecos de las ventanas. Una bola de rastrojo se movió
sobre la pila de huesos donde antes se hallaba el altar.
Huesos.
Bremen se acercó, se agachó en medio del cambiante polvo para estudiar el
montón de piezas blancas. Huesos, quebradizos y hundidos y casi petrificados.
Bremen estaba seguro de que la mayoría eran de res (vio una caja torácica del tamaño
de una ternera, un xilófono vacuno de vértebras, incluso el cráneo típico de la
variedad Georgia O’Keeffe hundido en el polvo), pero había tantos… Era como si
alguien hubiera apilado los cuerpos allí, hasta que el altar se había desplomado bajo
el peso de tanta carne muerta y putrefacta.
Bremen sacudió la cabeza y se dirigió al Jeep. El viento agitó las ramas secas
sobre las tumbas sin lápida que había detrás de la capilla.
Esa noche Bremen se quedó dormido con el aire acondicionado apagado y las
ventanas abiertas para dejar entrar el aire muerto del desierto. Despertó con la
primera de las visiones.
Despertó con el sonido de cuerdas de violín golpeadas y arañadas por unos
dientes cariados. Bremen se sentó en la cama y parpadeó a la luz violeta que
inundaba la habitación a través de los oscilantes postigos.
Las sombras del techo susurraban. Al principio Bremen pensó que era
neurocháchara que se colaba por la manta protectora del ruido blanco de la señorita
Morgan, pero no era el sonido del contacto mental, sino simplemente… sonido. Las
sombras del techo susurraban.
Bremen se cubrió con la sábana húmeda, los nudillos blancos contra el blanco
algodón. Las sombras se movían, separándose de los susurros y reptando por las
paredes que de pronto desaparecieron, totalmente negras, en los violentos arrebatos
de tormenta que asomaban por las ventanas.
Los murciélagos bajaron por las paredes. Murciélagos con rostro de bebé y ojos
de obsidiana. Silbaron y batieron las alas mientras bajaban.
Fuera, en el bramido violeta, las campanas doblaban y una multitud de voces
entonaba cantos fúnebres en las cisternas vacías. En algún lugar cercano, quizá bajo
la cama de Bremen, un gallo cacareó y luego ese sonido quedó ahogado con el
tintineo de huesos en una taza seca.
Los murciélagos con rostro de bebé reptaron boca abajo hasta caer sobre la cama
de Bremen como muchas ratas con alas de cuero y afiladas sonrisas infantiles.
Bremen gritó cuando los relámpagos restallaron y el trueno se adelantó a la lluvia
como un pesado telón rozando viejas tablas.
Era más cerca de la medianoche que del amanecer cuando el teléfono sonó.
Bremen lo estudió un instante, despierto a medias, creyendo durante un confuso
segundo que era el cráneo llamándolo.
Cruzó descalzo el suelo de tablas de madera.
—¿Diga?
—Ven a la casa —susurró la señorita Morgan. Al fondo Bremen oyó un equipo de
música que sonaba, como voces cantando en cisternas secas—. Ven a la casa ahora
mismo.
Mi gorrión, no estás,
Esperando como un helecho, creando una sombra aserrada.
La superficie de las piedras mojadas no puede consolarme,
Ni el musgo, herido por el crepúsculo.
Mi querido Jeremy:
Sigo intentando reflexionar sobre vuestra última visita y los resultados de
vuestra oferta de ser «conejillos de indias» para el trazado del mapa del córtex
profundo. Los resultados siguen siendo (como discutimos en persona y por
teléfono el jueves pasado) sorprendentes. No hay otra palabra para definirlos.
Respeto vuestra intimidad, y vuestros deseos, y no haré más intentos por
convenceros de que os unáis a mí para estudiar esto que llamáis contacto
mental y que los dos decís que habéis experimentado desde la pubertad. Si
vuestras sencillas exhibiciones de esta telepatía no hubieran sido
suficientemente convincentes, los datos del MCP que siguen llegando serían
suficientes para convencer a cualquiera. Yo desde luego estoy convencido. En
cierto modo, me alivia que no sigamos por este camino en nuestra
investigación, aunque debéis comprender el bombazo que ha sido esta
revelación para cierto físico convertido en investigador neuronal.
Mientras tanto, tu más reciente envío de análisis matemáticos, aunque me
supera, ha resultado ser una bomba aún más explosiva. Puede que convierta el
Proyecto Manhattan en algo insignificante.
Si comprendo correctamente tu análisis fractal y de caos (y, como dices,
los datos apenas dejan lugar para hipótesis alternativas), entonces la mente
humana va más allá de nuestros más descabellados sueños de complejidad.
Si tu trazado bidimensional de la conciencia holográfica humana por el
método Packar-Takens es fiable (y, nuevamente, tengo confianza en que lo
es), entonces la mente no es sólo el órgano de la autoconciencia del universo,
sino (disculpa la simplificación extrema) su arbitro definitivo. Comprendo tu
uso del término caótico «atractor extraño» como descripción del papel de la
mente al crear «islas de resonancia» fractales dentro del mar caótico de ondas
de probabilidad colapsadas, pero sigue costándome concebir un universo
mayormente sin otra forma que la que le impone la observación humana.
Es el panorama de probabilidad-alternativa que adjuntas al final de tu
carta lo que me ha detenido. (De hecho he interrumpido los experimentos de
trazado de mapas corticales profundos hasta que haya reflexionado sobre las
implicaciones tautológicas de esta posibilidad).
Jeremy, me pregunto por la habilidad que Gail y tú compartís: cuan
frecuente es, cuántas gradaciones hay, cómo de básica debe ser para la
experiencia humana.
Cinco días después de que llegue la carta, Jeremy y Gail reciben muy tarde una
llamada de Rebecca, la hija de Jacob. Jacob Goldmann había cenado con ella esa
noche y luego se había retirado a su oficina «para terminar de trabajar en algunos
datos». Rebecca hizo algunos recados y regresó a la oficina a eso de medianoche.
Jacob Goldmann se había suicidado con una Luger que guardaba en el último
Todas estas cosas que os he contado son verdad. Todas las cosas que aún tengo
que contaros son verdad.
Sí, esta idea de la muerte me interesa mucho. La veo como la vio Gail, como el
susurro de la oscuridad bajo la cama, y la veo como el cálido abrazo del olvido y el
cese del dolor.
Y la veo como algo cercano que se acerca cada vez más.
Me interesa, pero ahora, con tanto a la vista, el telón abierto de par en par, resulta
vagamente decepcionante que todo deba dejar de ser y el teatro quede vacío antes del
último acto.
La luna sale a la noche siguiente cuando están cenando, tarde. Las luces de la casa
no se encienden, pero el sistema eléctrico funciona. Los filetes provienen del
congelador del sótano, las cervezas heladas del frigorífico y el carbón de una de las
muchas bolsas que guardan en el garaje. Se sientan cerca de la vieja bomba mientras
los filetes chisporrotean en la parrilla. Gernisavien se agazapa expectante al pie de
uno de los grandes sillones tapizados, a pesar de que le han dado de comer bien sólo
momentos antes.
Jeremy lleva sus pantalones de algodón favoritos y su camiseta de trabajo celeste;
Gail se ha puesto el vestido blanco, también de algodón, que suele llevar cuando van
de viaje. Los sonidos esta noche son los mismos que han oído en este patio trasero
tantísimas veces: grillos, aves nocturnas en el huerto, ranas en la oscuridad cerca del
arroyo y el ocasional aleteo de gorriones en el granero. Colocan una de sus dos
Jeremy sueña que se mece adelante y atrás en una oscuridad más profunda de lo
que puede mostrar su sueño; sueña que duerme con sábanas enmohecidas contra la
mejilla, con áspera lana contra la piel lacerada, y que manos invisibles lo golpean.
Sueña que yace desmadejado y apaleado en un pozo lleno de mierda humana
mientras la lluvia cae sobre su cara vuelta hacia arriba. Sueña que se ahoga.
En el sueño de Jeremy ve con creciente curiosidad cómo dos personas hacen el
amor en una colina dorada. Flota a través de una habitación blanca donde la gente no
tiene forma, sólo son voces, y donde los cuerpos-voz titilan con el latido del corazón
de una máquina invisible.
Está nadando y siente el tirón de inexorables fuerzas planetarias en el impulso de
la marea. Jeremy apenas es capaz de resistir la terrible corriente ejerciendo toda su
fuerza, pero nota que se cansa, nota la marea atrayéndolo hacia aguas profundas.
Cuando las olas se cierran sobre él deja escapar un grito final de desesperación y
pérdida.
Grita su propio nombre.
Jeremy despierta con el grito todavía resonando en su mente. Los detalles del
sueño se quiebran y huyen antes de que pueda agarrarlos. Se sienta rápidamente en la
cama. Gail no está.
Casi ha llegado a la puerta del dormitorio cuando oye su voz llamándolo desde el
patio. Regresa a la ventana.
Va vestida con un traje azul y agita los brazos. Para cuando él baja las escaleras
ha metido media docena de cosas en su vieja cesta de mimbre y está hirviendo agua
para hacer té.
—Venga, dormilón —dice, sonriéndole—. Tengo una sorpresa para ti.
—No estoy seguro de que necesitemos más sorpresas —murmura él. Gernisavien
ha vuelto y se mueve entre sus piernas, frotándose de vez en cuando contra la pata de
una silla, como si le ofreciera su afecto al mueble.
—Esta sí —dice ella. Sube las escaleras canturreando y rebusca en el armario.
—Déjame que me duche y tome un poco de café —dice él, y se para. ¿De dónde
viene el agua? Las luces eléctricas no funcionaban ayer, pero los grifos sí.
Antes de que pueda seguir reflexionando sobre la pregunta, Gail vuelve a la
cocina y le tiende la cesta de picnic.
Desayunan cruasanes y té helado del termo, y después se tienden entre las dunas
para librarse del viento. Gernisavien regresa para mirarlos, no encuentra nada
interesante y vuelve a perderse entre la alta hierba. Desde donde están tendidos ven el
sol ascender cada vez más y proyectar nuevas sombras sobre la irregular cara de la
montaña que hay al sur.
Gail se ha quitado el bañador para tomar el sol y se queda dormida. Jeremy está
amodorrado con la cabeza apoyada en su muslo y, de pronto, es súbita y
absolutamente consciente del limpio olor de su piel y de la fina película de humedad
que brilla entre los suaves huecos, a pocos centímetros de su cara, donde la curva del
muslo se une a su entrepierna. Se da la vuelta, apoya los codos en la manta y mira
más allá de las montañas comprimidas de sus pálidos pechos la curva de su barbilla,
la sugerencia de vello oscuro bajo los brazos y la corona de luz que el sol crea
alrededor de su pelo.
Gail empieza a sacudirse, a cuestionar su movimiento, pero él la contiene con la
palma de la mano contra el estómago. Sus párpados aletean y luego permanecen
cerrados. Jeremy cambia de postura, se alza y se coloca entre sus piernas, le separa
los muslos con las manos y baja la cabeza hacia el calor de Gail humedecido por el
sol. Pensando en una frase que ella compartió con él, de una novela de John Updike,
imagina a un gatito aprendiendo a lamer leche.
Momentos más tarde ella lo hace subir por su cuerpo, sus manos y su respiración
rápidas contra él. Hacen el amor con más violencia que nunca y lo que comparten va
más allá de la pasión y el contacto mental. Más tarde, cuando Jeremy se tiende junto
a ella con la cabeza en su hombro, la respiración de ambos calmándose finalmente,
los latidos de sus corazones apaciguándose de modo que pueden volver a oír la
marea, busca una toalla y le seca a Gail el sudor y los restos de arena.
—Gail —susurra por fin, justo cuando los dos están a punto de dormirse a la
sombra de las dunas de hierba—. Tengo que decirte algo.
Pero incluso mientras habla siente el resto de su escudo mental tensarse y
enroscarse en un reflejo protector. El secreto del varicocele ha permanecido oculto
demasiado tiempo para rendirse fácilmente. Lucha por buscar las palabras, o los
pensamientos, pero ninguna de las dos cosas acude.
—Gail, yo… oh, Jesús, nena… no sé cómo…
Ella se vuelve y le acaricia la mejilla. ¿El varicocele? ¿El hecho de que no me lo
dijeras? Lo sé, Jerry.
La conmoción es para él como un golpe físico.
—¿Lo sabes?
¿Cuándo? ¿Cuánto hace que…?
Ella cierra los ojos y él ve la humedad en sus pestañas. Aquella última noche de
Jeremy entra en el huerto en medio del frío del atardecer y trata de hablar con
Dios.
—¿Robby? —Susurra, pero la palabra parece resonar con fuerza en el silencio del
crepúsculo. ¿Robby? ¿Estás ahí?
Las últimas luces han abandonado la colina y en el cielo no hay nubes. El color
abandona el mundo hasta que todo lo sólido adquiere una sombra de gris. Jeremy se
detiene y mira hacia la granja, donde se ve a Gail preparando la cena en la cocina
iluminada por las lámparas. Puede sentir su suave contacto mental: está escuchando.
¿Robby? ¿Puedes oírme? Hablemos.
Hay un súbito aleteo de gorriones en el granero y Jeremy da un respingo. Sonríe,
sacude la cabeza, agarra una rama baja de un cerezo y se apoya en él, la barbilla en
las manos.
Oscurece junto al arroyo y distingue el parpadeo de las luciérnagas contra la
negrura. ¿Todo esto es de nuestros recuerdos? ¿Nuestra visión del mundo?
Silencio a excepción de los sonidos de los insectos y el leve murmullo del arroyo.
En el cielo asoman las primeras estrellas entre las oscuras geometrías de las ramas de
los árboles.
—Robby —dice Jeremy en voz alta—, si quieres hablar con nosotros,
agradeceríamos la compañía.
Eso es sólo cierto en parte, pero Jeremy no trata de ocultar la parte que niega su
verdad. Tampoco trata de negar la cuestión de fondo, la que yace bajo todos sus otros
pensamientos como la falla de un terremoto: ¿Qué se hace cuando el Dios de tu
creación se está muriendo?
Jeremy espera en el huerto hasta que la oscuridad es completa, apoyado en la
rama, viendo salir las estrellas y esperando la voz que no llega. Finalmente, Gail lo
llama y regresa colina arriba para cenar.
—Creo que sé por qué se mató Jacob —dice Gail mientras terminan el café.
Jeremy suelta con cuidado su taza y le dedica toda su atención, esperando que sus
pensamientos se conviertan en lenguaje.
—Creo que tiene que ver con esa conversación que él y yo tuvimos la noche en
que cenamos en Durgan Park —dice Gail—. La noche después de que nos hiciera las
resonancias magnéticas.
Jeremy recuerda la cena y gran parte de la conversación, pero coteja sus
recuerdos con los de Gail.
Jauntear, envía ella.
—¿Jauntear? ¿Qué es eso?
¡¡¡NO!!!
El rugido brota del cielo, la tierra y el mar. Derriba a Jeremy al suelo y empuja a
Gail bajo el agua. Ella se agita, nada para ganar la orilla y sale arrastrándose de entre
las olas.
¡¡¡NO!!!
Jeremy cruza tambaleante la arena mojada para llegar hasta Gail, la ayuda a
incorporarse y la sujeta contra la súbita violencia. El viento ruge alrededor y lanza la
arena a treinta metros por encima de sus cabezas. El cielo se retuerce, se arruga como
una hoja de papel al viento y cambia de azul a amarillo limón y luego a gris
mortífero. Jeremy se agarra a Gail cuando los dos caen de rodillas mientras el mar se
repliega en una ola gigantesca que deja atrás terreno muerto y seco. La tierra se agita
y tiembla a su alrededor. En el horizonte destellan relámpagos.
Con las imágenes llega la carga emocional, casi insoportable por su aguda
intensidad: descubrimiento, soledad, fin de la soledad, asombro, fatiga, amor, tristeza,
tristeza, tristeza.
Gail contempla aterrorizada la niebla que se rebulle y extiende sus tentáculos
hacia ellos. Se cierra alrededor del dios, oscureciendo su brillo.
Gail aprieta el rostro contra el de su marido. Dios mío, ¿por qué está haciendo
esto? ¿Por qué no puede dejarnos en paz?
Jeremy eleva el volumen de sus pensamientos por encima del rugido que los
Hizo el corto viaje en las primeras horas de la mañana, cuando los pasillos
estaban oscuros y silenciosos a excepción del ocasional roce de la falda de una
enfermera o los graves gemidos entrecortados de los pacientes. Se movió despacio, a
veces agarrándose al pasamanos que corría a lo largo de la pared para apoyarse. Dos
veces se metió en habitaciones oscuras cuando el suave paso de los zapatos de suela
de goma de las enfermeras se le acercaba. La escalera le costó; varias veces tuvo que
apoyarse en la fría barandilla de metal para espantar los puntos negros que nadaban al
borde de su visión.
Robby estaba en la habitación que Bremen había compartido con él, pero ahora
solo, entre las máquinas de soporte vital que lo rodeaban como cuervos carroñeros de
metal. Unas luces de colores titilaban en varios monitores y las pantallas parpadeaban
silenciosamente. El cuerpo retorcido y ligeramente maloliente yacía encogido en
posición fetal, las muñecas torcidas en ángulos extraños, los dedos abiertos sobre las
sábanas mojadas por el sudor. Robby tenía la cabeza vuelta hacia arriba, con los ojos
entornados y ciegos. Sus labios, todavía hinchados, se movían levemente cuando
respiraba de manera rápida y entrecortada.
Bremen pudo sentir que se estaba muriendo.
Se sentó al borde de la cama, temblando. La densidad de la noche era palpable
alrededor. En algún lugar, fuera, una sirena ululó por las calles vacías y luego se
hundió en el silencio. Un timbre sonó al fondo del pasillo y unos suaves pasos se
perdieron en la distancia.
Bremen colocó amablemente la palma contra la mejilla de Robby. Pudo sentir el
suave vello.
Podría intentarlo de nuevo. Unirme a ellos en el páramo del mundo de Robby.
Estar con ellos al final.
Bremen tocó la parte superior de la cabeza deforme con ternura, casi con
reverencia. Le temblaban los dedos.
Podría intentar rescatarlos. Dejar que se unieran a mí.
Tomó aire y acabó reprimiendo un gemido. Su mano acunó el cráneo de Robby
Bremen acarició la mejilla de Robby una última vez, les susurró algo a ambos y
salió de la habitación.
FIN
vitamínico utilizado por los senderistas norteamericanos. (N. del T.). <<