El Hombre Vacio - Dan Simmons PDF

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Jeremy

Bremen es profesor de matemáticas y tiene un secreto. Durante tada


su vida ha recaído sobre él la maldición de poder leer las mentes. Conoce los
más secretos pensamientos, los miedos y los deseos de los demás como si
fueran los suyos propios. Durante años, su esposa Gail, también telépata, ha
servido como escudo entre Jeremy y el peso terrible de ese poder. Pero a la
muerte de Gail, Jeremy es de nuevo vulnerable al caótico fluir de
pensamientos ajenos que amenazan con destrozar su cordura.
Jeremy huye e intenta escapar de su mente, de su pasado, de sí mismo.
Desea vivir aislado, pero acaba presenciando un brutal acto de violencia que
le lanza a un fatal viaje a través de lo más salvaje y peligroso del pais como
un testigo excepcional de su modo de vida.

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Dan Simmons

El hombre vacío
ePub r1.0
Titivillus 09.07.15

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Título original: The Hollow Man
Dan Simmons, 1992
Traducción: Rafael Marín Trechera

Colección NOVA n.º 202

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Presentación
Dan Simmons es actualmente un escritor famoso y popular. Los hoy llamados
CANTOS DE HYPERION (cuatro títulos entre 1990 y 1997) reconstruían la estructura de
LOS CUENTOS DE CANTERBURY de Chaucer en clave de ciencia ficción en un claro
homenaje al poeta inglés John Keats y a toda la literatura. Más recientemente, el
brillante díptico ILIÓN/OLYMPO (2003 y 2005) viene a ser la recreación de LA ILÍADA
de Homero en clave de ciencia ficción. Pero eso siempre sólo en una primera
aproximación: cualquier obra de Simmons incluye demasiados elementos para
reducirla a un solo rasgo.
Profesional brillante y polifacético como pocos, Simmons se ha dedicado
también, y siempre con gran éxito, a la novela de terror con la que se iniciaron sus
primeros éxitos con LA CANCIÓN DE KALI (1985) o LOS VAMPIROS DE LA MENTE
(1989) y, más recientemente, incluso a la novela de suspense y espionaje con THE
CROOK FACTORY (1999) y EL BISTURÍ DE DARWIN (2000).
De entre sus muchas otras obras, sólo EL HOMBRE VACÍO (1992 —NOVA número
2002), con disquisiciones casi existenciales en torno a la telepatía y la soledad,
podía, en cierta forma, emparentarse con la ciencia ficción como ocurría con los
CANTOS DE HYPERION y con el díptico ILIÓN/OLYMPO.
Pero EL HOMBRE VACÍO tiene una historia editorial en España un poco curiosa…
Una historia que hoy me atreveré a contarles…
En la primera mitad de los años noventa, Ediciones B contrató a un nuevo
«editor» (más adelante se justificarán las comillas…) que debía lanzar a la editorial
por el camino de los grandes superventas, o best-sellers. A la vista del éxito de los
libros de Simmons (en concreto y sobre todo HYPERION, LOS VAMPIROS DE LA MENTE
y LA CANCIÓN DE KALI) ese «editor» decidió adquirir los derechos de varias novelas
de Simmons todavía inéditas en España (me temo que sin ni siquiera leerlas…). No
se detuvo ante nada y acabó pagando casi diez o veinte veces más de lo habitual por
los derechos de traducción al español de un autor como Simmons. Luego, y aunque
parezca mentira, la mayoría de esos libros, aun con los derechos pagados, ni
siquiera llegaron a publicarse. Quedaron a disposición de la editorial durante unos
años aunque, por esos misterios de la vida que nunca seré capaz de comprender, tal
vez por la dificultad de rentabilizar los altísimos derechos pagados,
desgraciadamente nunca se publicaron. Ni que decir tiene que, al final, ese «editor»
tuvo que buscar trabajo en otro sitio tras los muchos costes de su gestión y sus
fracasos reales como editor.
Uno de esos títulos era EL HOMBRE VACÍO, que yo había querido publicar —sin
éxito— en NOVA: Simmons había caído en las garras (nunca mejor dicho…) de ese
presunto editor y, como iba a ser un superventas, no podía aparecer en una colección
digamos algo sesgada como NOVA (ya se sabe que eso de la ciencia ficción y la

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fantasía no siempre es correctamente apreciado por todos…). Me conformé con
ENDYMION (1996, NOVA ciencia ficción, número 98) y EL ASCENSO DE ENDYMION
(1997, NOVA número 120), y aquí paz y después gloria. Tras lo que se había pagado
por sus derechos, evidentemente EL HOMBRE VACÍO quedaba al margen de NOVA y
sus tiradas siempre más reducidas.
Ahora, pasados ya los años y caducados esos derechos (y, debo confesarlo, tras
el éxito de nuevo espectacular del díptico ILIÓN/OLYMPO), me decidía recuperar
para NOVA una novela que me había gustado mucho, sobre todo por el tratamiento
moderno del tema de la telepatía, vista casi como un castigo bíblico.
Afortunadamente el «editor» citado (ya saben: se dice el pecado pero no el
pecador…) ya no está en Ediciones B para recordarme que «un título y un autor tan
buenos no merecen estar en NOVA». En cualquier caso, les diré que para adquirir de
nuevo los derechos (los anteriores habían caducado ya) esta vez la editorial ha
pagado casi diez veces menos de lo que pagó en 1993…
O sea que, con muchos más años de retraso de lo que me habría gustado, aquí
tienen, ¡por fin!, EL HOMBRE VACÍO de Dan Simmons.
Y, por favor, disculpen esa peculiar excursión explicativa de ciertas peripecias y
comportamientos editoriales, pero les aseguro que el hecho de publicar una novela
que me gusta tras casi quince años de espera significa una verdadera satisfacción.
Suele decirse que nunca es tarde si la dicha es buena. Y en este caso lo es. Y mucho.

Y vayamos a EL HOMBRE VACÍO.


El tema de la telepatía fue uno de los clásicos en la ciencia ficción de los
cincuenta, sobre todo tras la injusta fama que alcanzaron los poco fiables
experimentos de J. B. Rhine sobre percepción extrasensorial (ESP, entre ellos la
telepatía) en la universidad Duke de Carolina del Norte. Novelas básicas en la
historia del género como EL HOMBRE DEMOLIDO (1952) de Alfred Bester o el recurso
a una Segunda Fundación asimoviana basada en cierta forma en las pseudociencias
son una clara muestra del peso de esos planteamientos en la temprana ciencia
ficción de mediados del siglo XX.
Tras el descrédito en que cayó, a partir de los años setenta la telepatía dejó de
parecer tema serio para una narración de ciencia ficción que no quisiera caer
demasiado cerca de la fantasía. Pero el tema estaba ahí, y Dan Simmons lo recuperó
brillantemente en EL HOMBRE VACÍO (1992), una novela que, junto a la citada de
Bester, parece ser uno de los logros mayores de la ciencia ficción que trata el tema de
la lectura de mentes.
En EL HOMBRE VACÍO, Jeremy Bremen es un profesor de matemáticas que guarda
un secreto. Durante toda su vida sobre él ha recaído la maldición de poder leer las
mentes. Conoce los más secretos pensamientos, los miedos y los deseos de los demás
como si fueran los suyos propios. Durante años, su esposa Gail, también telépata, ha
sido una especie de escudo entre Jeremy y el peso terrible de ese poder. Pero tras la

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muerte de Gail, Jeremy es de nuevo vulnerable al caótico fluir de pensamientos
ajenos que amenazan con destrozar su cordura.
Jeremy huye e intenta escapar de su mente, de su pasado, de sí mismo. Desea
vivir aislado, pero acaba siendo testigo de un brutal acto de violencia que le lanza a
un fatal viaje a través de lo más peligroso del país como un testigo excepcional de
nuestra manera de vivir.
Al mismo tiempo que narra la trágica historia de un testigo privilegiado de
nuestra sociedad, en una novela que podría proporcionar la base para una
sorprendente e inspirada ROAD MOVIE existencial, Simmons lleva a cabo un examen
de la telepatía y sus posibles explicaciones. Un protagonista como Jeremy,
especializado en el análisis con series de Fourier acabará usando su saber
matemático para el estudio de las posibles ondas mentales en que pudiera basarse la
telepatía.
Pero no es ése el tema que queda en el recuerdo del lector, sino el largo paseo (ya
les digo, casi como una ROAD MOVIE) por algunos de los más turbios aspectos de
nuestra sociedad. Y eso, en las manos de un brillante narrador como Simmons,
acaba siendo una estimulante experiencia.
Y, para finalizar, déjenme hablarles del título de nuestra edición.
En inglés la novela de Dan Simmons lleva por título THE HOLLOW MAN, que
podría traducirse como «El hombre hueco» o «El hombre vacío», aunque también
como «El hombre vano». Y, en realidad, este último significado es el que eligió el
traductor del poema de T. S. Eliot que da pie a la novela de Simmons y proporciona,
además, el texto para denominar muchos de los capítulos de la novela de Simmons.
Nuestra correctora, Paula Vicens, me ha recomendado que usara como
traducción española de THE HOLLOW MAN ese «El hombre vano» que parece surgir
de la consideración del poema de T. S. Eliot tan presente en la novela de Simmons.
Aunque me temo que Paula Vicens tiene toda la razón, al final he optado por usar
como título «El hombre vacío».
Mi explicación es sencilla: entre los muchos significados de «vano» en español,
el DRAE (Diccionario de la Real Academia Española, yo uso la vigésima primera
edición) cita, en su quinta acepción, la idea de que vano es también «arrogante,
presuntuoso, envanecido», y no quisiera que esa significación asomara ni siquiera
por un momento. La misma Paula nos recordaba que los versos de Eliot eran «una
crítica social al hombre moderno, que lleva una vida vacía y sin sentido» y eso
mismo viene a ser la novela de Dan Simmons (y por ello esa continua referencia al
poema de Eliot en muchos de los títulos de sus capítulos). Así que, para evitar esa
posible asociación con la arrogancia y la presunción, he optado por «vacío» en
lugar de «vano» y asumo con ello la responsabilidad del posible error. De paso les
haré notar que el último verso «no con un estallido, sino con un sollozo» (NOT WITH A
BANG BUT A WHIMPER) también inspiró a Damon Knight para el título de un breve

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relato, hoy un clásico, NOT WITH A BANG, de 1950.
Y nada más. Posiblemente casi doce o trece años más tarde de lo que yo habría
querido, aquí tienen una interesante y emotiva historia que parece hablar de un
sufrido telépata, pero que, en realidad, habla de todos nosotros y de nuestra forma de
vida.
Que ustedes la disfruten.

MIQUEL BARCELÓ

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Agradecimientos
Al autor le gustaría dar las gracias a las siguientes personas por convertir una
tarea imposible en una tarea solamente difícil:

A Sue Bolton y Edward Bryant por leer el libro que estaba escrito en vez del que
otros esperaban. A Tabitha y Steve King por el largo maratón de lectura por todo el
país… y por las amables palabras que siguieron. A Niki Gernold por demostrar la
mecánica de la telepatía. A Betsy Mitchell por demostrar el valor de las convicciones
que compartimos. A Ellen Datlow por gustarle (y comprar) la historia que dio
comienzo a todo, hace ya diez largos años. A Richard Curtís por evitar la ofuscación
con su proverbial profesionalidad. Al matemático Ian Stewart por provocar la
apasionada respuesta de un profano en matemáticas. A Karen y Jane Simmons por su
amor, apoyo y tolerancia mientras yo intentaba perversamente convertir una tarea
solamente difícil en otra imposible.

Además de a estas maravillosas personas, debo dar las gracias a otras que ya no
están con nosotros: A Dante Alighieri, John Ciardi, T. S. Eliot, Joseph Conrad y
Tomás de Aquino.

Todos ellos han explorado, mucho más elocuentemente de lo que mis capacidades
me permitirán jamás, el obsesivo tema de

Deambular entre dos mundos, uno muerto,


el otro incapaz de nacer.

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Probarás lo salado que sabe el pan de otro,
y qué difícil camino es subir y bajar las escaleras de otro.

DANTE,

Paraíso XVII

Ojos con los que no me atrevo a encontrarme en sueños


En el reino del sueño de la muerte
No aparecen…

T. S. ELIOT,
Los hombres vanos

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Sombra al atardecer
Bremen dejó el hospital y a su esposa moribunda y se dirigió al este, hacia el mar.
Las carreteras estaban repletas de ciudadanos de Filadelfia que huían de la ciudad
para disfrutar del fin de semana de Pascua, inusitadamente cálido, así que Bremen
tuvo que concentrarse en el tráfico, dejando sólo el más tenue de los contactos con la
mente de su esposa.
Gail dormía. Sus sueños eran inquietos, inducidos por la medicación. Buscaba a
su madre a través de habitaciones infinitamente enlazadas y llenas de muebles
Victorianos. Imágenes de esos sueños se deslizaban entre las sombras del atardecer de
la realidad mientras Bremen cruzaba Pine Barrens. Ella despertó justo cuando
Bremen salía del desvío del parque, y durante los pocos segundos en que el dolor no
la acompañó, Bremen pudo compartir la claridad de la luz del ocaso que caía sobre la
manta azul que había al pie de su cama; luego compartió el rápido vértigo de
confusión mientras ella pensaba (sólo un segundo) que era por la mañana en la
granja.
Sus pensamientos lo buscaron justo cuando el dolor regresaba, apuñalándola tras
el ojo izquierdo como una aguja fina pero infinitamente penetrante. Bremen hizo una
mueca y dejó caer la moneda que tendía al encargado de la cabina de peaje.
—¿Le pasa algo, amigo?
Bremen negó con la cabeza, sacó un dólar y se lo lanzó a ciegas al hombre. Tras
guardar el cambio en la abarrotada guantera del Triumph, se concentró en la
conducción del pequeño automóvil mientras se protegía de lo peor del dolor de Gail.
Lentamente la agonía remitió, pero la confusión de ella lo cubrió como una oleada de
náuseas.
Gail recuperó rápidamente el control a pesar de los cambiantes telones de miedo
que se agitaban en los bordes de su conciencia. Subvocalizó, concentrándose en
estrechar el espectro de lo que compartía a un simulacro de su voz.
Hola, Jerry.
Hola, nena, qué tal. Envió este pensamiento mientras giraba hacia la salida de
Long Beach Island. Bremen compartió lo que veía: el sorprendente verde de la hierba
y los pinares festoneados de dorado a la luz de abril; la sombra del coche deportivo
saltando en la curva del embarcadero mientras seguía la rotonda. De repente le llegó
el inconfundible olor a sal y algas podridas del Atlántico, y compartió también con
ella todo esto.
Bonito. Los pensamientos de Gail se difuminaron con la estática de demasiado
dolor y medicación. Se aferraba a las imágenes que él veía con una concentración de
voluntad casi febril.
La entrada a la comunidad costera era decepcionante: marisquerías venidas a
menos, moteles carísimos, interminables paseos marítimos. Pero su familiaridad les
resultaba tranquilizadora a ambos, y Bremen se concentró en verlo todo. Gail empezó

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a relajarse un poco mientras los terribles pinchazos del dolor remitían, y durante un
segundo su presencia fue tan real que Bremen casi estuvo a punto de volverse hacia el
asiento de pasajeros para hablarle. Envió el retortijón de pesar y vergüenza antes de
que pudiera reprimirlo.
Los caminos de acceso de las casas de la playa estaban llenos de familias que
descargaban sus todoterrenos y llevaban la cena a la playa. Las sombras del atardecer
traían el anuncio de la primavera, pero Bremen se concentró en el aire fresco y el
calor de las franjas de luz mientras conducía hacia el faro de Barnegat, al norte. Miró
a la derecha y vio a media docena de pescadores de pie en la orilla, sus sombras
cruzándose con las blancas líneas de los rompientes.
Monet, pensó Gail, y Bremen asintió, aunque en realidad estaba pensando en
Euclides.
Siempre matemático. La voz de Gail se desvaneció cuando el dolor regresó.
Frases a medio formar se esparcieron como la espuma que se alzaba en las blancas
olas.
Bremen dejó el Triumph aparcado cerca del faro y se acercó a la playa caminando
entre las bajas dunas. Colocó la ajada manta que habían traído tantas veces a ese
mismo punto. Unos niños pasaron corriendo y gritaron cuando se acercaron a la
orilla. A pesar de que el agua estaba fría y de que estaba refrescando, iban en traje de
baño. Una niña de unos nueve años, todo piernas blancas y con un bañador un año
demasiado pequeño, bailó en la arena mojada en una intrincada e inconsciente
coreografía con el mar.
La luz se difuminaba entre las persianas. Una enfermera que olía a cigarrillos y
polvo de talco rancio entró a cambiar el gotero y tomarle el pulso. La megafonía del
pasillo continuó emitiendo imperativos anuncios a todo volumen, pero era difícil
comprenderlos a través de la creciente bruma de dolor. El doctor Singh llegó a eso de
las seis y le habló en voz baja, pero la atención de Gail estaba clavada en la puerta,
por donde llegaría la enfermera con la bendita aguja. El roce del algodón contra su
brazo fue un delicioso preliminar del prometido cese del dolor. Gail conocía al
segundo cuántos minutos faltaban para que la morfina empezara a actuar. El doctor
estaba diciendo algo.
—… su marido? Creía que iba a quedarse esta noche.
—Está aquí mismo, doctor —dijo Gail. Dio una palmadita a la manta y la arena.
Bremen se cerró el chubasquero de nailon para protegerse del frío de la noche
inminente. Las estrellas quedaban ocultas por una capa alta de nubes que permitía ver
apenas una rendija de cielo. Mar adentro, un petrolero improbablemente largo se
movía en el horizonte. Las ventanas de las casas de la playa proyectaban rectángulos
amarillos sobre las dunas.
El aroma a filetes a la brasa le llegó con la brisa. Bremen trató de recordar si
había comido ese día o no. El estómago se le retorció en una leve sombra del dolor
que todavía inundaba a Gail incluso cuando la medicación estaba surtiendo efecto.

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Bremen pensó en volver al supermercado que había junto al faro y comprar un
sandwich, pero recordó la barra de chocolate que había comprado en la máquina
expendedora del pasillo del hospital la semana anterior, cuando se había quedado a
hacerle compañía. Todavía la tenía en el bolsillo. Bremen se contentó con morder la
cobertura de avellanas, dura como una piedra, mientras contemplaba la puesta de sol.
Unas pisadas resonaron en el pasillo. Parecía como si hubiera ejércitos enteros en
marcha. La prisa de las pisadas, el modo en que resonaban las bandejas y la vaga
charla de los celadores que traían la cena a los otros pacientes recordaron a Gail
cuando estaba acostada en la cama de niña y escuchaba el ruido de alguna de las
fiestas que sus padres daban en la planta de abajo.
¿Recuerdas la fiesta en la que nos conocimos?, envió Bremen.
Hummm. Gail apenas prestaba atención. Los negros dedos del pánico ya
acechaban al borde de su conciencia a medida que el dolor iba imponiéndose al
analgésico. La fina aguja tras su ojo empezó a calentarse.
Bremen trató de enviar imágenes del recuerdo de la fiesta de Chuck Gilpen una
década antes, de su primer encuentro, de aquel primer segundo en que sus mentes se
abrieron la una a la otra y se dieron cuenta de que no estoy solo. Y luego el remate,
no soy una rareza. Allí, en la abarrotada casa de Chuck, entre la tensa charla y la
neurocháchara aún más tensa de profesores y alumnos graduados, sus vidas habían
cambiado para siempre.
Bremen acababa de entrar por la puerta (alguien le había puesto una bebida en la
mano) cuando de repente sintió otro escudo mental cerca. Efectuó un sondeo
superficial y, de inmediato, los pensamientos de Gail lo barrieron como un reflector
en una habitación oscura.
Ambos se quedaron sorprendidos. Su primera reacción fue aumentar la fuerza de
sus escudos mentales, enroscarse como armadillos asustados. Pronto descubrieron
que era inútil contra las sondas inconscientes y casi involuntarias del otro. Nunca
habían encontrado otro telépata que no tuviera más que habilidades primitivas y sin
controlar. Ambos habían asumido que eran cada cual una rareza, un ser único e
inabordable. Pero allí estaban, desnudos frente a frente en un espacio vacío. Un
segundo más tarde, casi sin querer, inundaron la mente del otro con un torrente de
imágenes, autoimágenes, recuerdos parciales, secretos, sensaciones, preferencias,
percepciones, vergüenzas ocultas, ansias a medio formar y miedos completamente
formados. No contuvieron nada. Cada pequeña crueldad cometida, cada experimento
sexual llevado a cabo y cada prejuicio acumulado se vertieron junto con recuerdos de
fiestas de cumpleaños pasadas, antiguos amantes, padres y un interminable caudal de
cosas triviales. Rara vez se conocen tan bien dos personas al cabo de cincuenta años
de matrimonio.
Un minuto después se conocieron por primera vez.
La luz del faro de Barnegat pasaba sobre la cabeza de Bremen cada veinte
minutos. Ya había más luces encendidas en el mar que en la oscura línea de la playa.

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Se había levantado viento después de medianoche y Bremen se arrebujó en la manta.
Gail había rechazado la aguja cuando la enfermera hacía la última de sus rondas, pero
su contacto mental estaba todavía nublado. Bremen lo forzó por pura fuerza de
voluntad.
Gail siempre había tenido miedo de la oscuridad. Muchas habían sido las veces
durante sus nueve años de matrimonio en que él había tenido que extender en la
noche su mente o su brazo para tranquilizarla. En aquel momento era de nuevo una
niñita asustada a quien habían dejado sola en el piso de arriba de la gran casa de la
avenida Burlingame. Había cosas en la oscuridad, bajo su cama.
Bremen buscó a través del dolor y la confusión para compartir con ella el sonido
del mar. Le contó historias sobre las últimas hazañas de Gernisavien, su gata. Se
tumbó en la arena para que su cuerpo se emparejara con el suyo en la cama del
hospital. Lentamente ella empezó a relajarse, a rendir sus pensamientos a los suyos.
Incluso consiguió dormirse unas cuantas veces sin la morfina, y sus sueños eran los
movimientos de las estrellas entre las nubes y el fuerte perfume del Atlántico.
Bremen describió la semana de trabajo en la granja (el poco trabajo que había
hecho entre sus visitas al hospital), y compartió la sutil belleza de la ecuación de
Fourier en la pizarra de su estudio y la satisfacción de plantar un melocotonero junto
al camino de acceso. Compartió recuerdos de la excursión a las pistas de esquí de
Aspen el año anterior y la súbita irrupción de un reflector que iluminó la playa desde
un barco invisible en el mar. Compartió la poca poesía que había memorizado, cuyas
palabras sin embargo seguían convirtiéndose en imágenes puras y sentimientos aún
más puros.
La noche prosiguió y Bremen compartió su fría claridad con su esposa, añadiendo
a cada imagen el cálido trazo de su amor. Compartió detalles tontos y esperanzas de
futuro. A cien kilómetros de distancia le tocó la mano. Cuando se quedó adormilado
unos minutos, le envió sus sueños.
Gail murió justo antes de que la primera luz falsa del amanecer tocara el cielo.

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Una bandera en la niebla
Dos días después del funeral, Frank Lowell, el jefe del departamento de
matemáticas de Haverford, visitó a Bremen para asegurarle que conservaría su
trabajo decidiera lo que decidiese hacer en los meses siguientes.
—En serio, Jerry —dijo Frank—, no tienes nada de lo que preocuparte en ese
asunto. Haz lo que tengas que hacer para reorganizar las cosas. Cuando quieras
volver, el puesto es tuyo.
Frank ofreció su mejor sonrisa de niño pequeño y se ajustó las gafas de montura
al aire. La espesa barba le cubría las mejillas y la barbilla regordetas de un chico de
trece años. Sus ojos azules eran francos e inocentes.
Satisfacción. Un rival eliminado. Nunca le había gustado realmente Bremen…
demasiado listo. La investigación de Goldmann lo había convertido en una amenaza
demasiado grande.
Imágenes de la joven rubia del MIT a la que Frank había entrevistado el verano
anterior y con la que se había estado acostando durante todo el largo invierno.
Perfecto. Ya no hará falta mentirle a Nell o inventar conferencias para los fines
de semana largos. Sheri puede quedarse en la ciudad, cerca del campus, y el puesto
será suyo la próxima Navidad si Bremen está fuera demasiado tiempo. Perfecto.
—En serio, Jer —dijo Frank, y se inclinó hacia delante para darle una palmadita a
Bremen en la rodilla—, tómate el tiempo que necesites. Lo consideraremos un retiro
sabático y te guardaremos el puesto.
Bremen alzó la cabeza y asintió. Tres días más tarde envió por correo su carta de
dimisión a la facultad.
Dorothy Parks, del departamento de psicología, fue a su casa tres días después del
funeral, insistió en prepararle la cena y se quedó hasta después de anochecer
explicándole los mecanismos de la pena. Estuvieron sentados en el porche hasta que
la oscuridad y el frío los obligaron a entrar. Parecía que fuera invierno otra vez.
—Tienes que comprender, Jeremy, que alejarse del entorno habitual es un error
común que comete la gente que acaba de sufrir una pérdida grave. Estar demasiado
tiempo fuera del trabajo, cambiar de casa demasiado rápidamente… parece que es
algo que puede ayudar, pero es otra forma de posponer la confrontación inevitable
con la pena.
Bremen asintió y escuchó con atención.
—Ahora mismo estás en la fase de negación —dijo Dorothy—. Igual que Gail
tuvo que pasar por esa fase con su cáncer, ahora tú tienes que pasarla con la pena…
pasarla y superarla. ¿Comprendes lo que te digo, Jeremy?
Bremen se llevó los nudillos al labio superior y asintió lentamente. Dorothy Parks
tenía cuarenta y tantos años, pero se vestía como si fuera mucho más joven. Esa
noche llevaba una camisa de hombre, muy desabrochada y metida por dentro de una
falda larga de gaucho, con unas botas de por lo menos treinta centímetros de caña.

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Los brazaletes entrechocaban en sus muñecas cuando gesticulaba. El pelo corto,
teñido de rojo con mechas púrpuras, lo llevaba peinado en una cresta.
—Gail hubiese querido que te enfrentaras a esta negación lo más rápidamente
posible y que continuaras con tu vida, Jeremy. Lo sabes, ¿verdad?
Está escuchando. Me mira. Tal vez no debería haberme soltado ese cuarto
botón… ser sólo la terapeuta esta noche… haberme puesto el jersey gris. Bueno, a la
mierda con eso. Lo he visto mirarme en el recibidor. Es más bajo que Darren… no
tan fuerte… pero eso no es importante. Me pregunto cómo será en la cama.
Imágenes de un hombre de pelo rubio… Darren… deslizando la mejilla sobre su
vientre.
No importa, podrá aprender lo que me gusta. ¿Dónde estará el dormitorio? En la
primera planta, en alguna parte. No, mi casa… no, mejor un sitio neutral para la
primera vez. El reloj corre. El reloj biológico. Mierda, al tipo que se le ocurrió esa
frase tendrían que haberle cortado las pelotas.
—… importante que compartas tus sentimientos con tus amigos, con alguien
cercano —estaba diciendo ella—. La negación sólo puede durar un tiempo antes de
que vuelva el dolor. ¿Me prometes que llamarás? ¿Para charlar?
Bremen alzó la cabeza y asintió. Y en ese segundo decidió más allá de ninguna
duda que la granja no podía venderse.
Al cuarto día tras el funeral de Gail, Bob y Barbara Sutton, vecinos y amigos,
volvieron para darle el pésame en privado. Barbara lloraba con facilidad. Bob se
agitaba incómodo en su asiento. Era un hombre grande con el pelo rubio cortado al
cepillo, la cara redonda y permanentemente colorada, y unos dedos tan cortos y
suaves como los de un niño. Estaba pensando en llegar a casa a tiempo para ver el
partido de los Celtics.
—Sabes que Dios no nos da nada que no podamos soportar, Jerry —dijo Barbara
entre sollozos.
Bremen lo consideró. Barbara tenía una veta prematura de canas en el pelo oscuro
y Bremen siguió la sinuosa línea que dibujaba desde su frente hasta que se perdía de
vista en la curva de su cráneo, bajo el coletero. La neurocháchara que surgía de ella
era como la vaharada de aire caliente de un horno abierto.
Testigo. No le parecería maravilloso al pastor Miller si llevara al Señor a este
profesor universitario. Si cito las Escrituras, podré perderle… ¡Oh, a Darlene le
daría un ataque si apareciera en los servicios del miércoles por la noche con este
agnóstico… ateo… lo que sea, dispuesto a acudir a Cristo!
—Él nos da la fuerza que necesitamos cuando la necesitamos —estaba diciendo
Barbara—. Aunque no podamos comprender esas cosas, hay un motivo. Un motivo
para todo. Gail fue llamada a casa por algún motivo que el buen Dios revelará cuando
llegue nuestra hora.
Bremen asintió, distraído, y se puso en pie. Algo sorprendidos, Bob y Barbara se
levantaron también. Los acompañó hasta la puerta.

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—Si hay algo que podamos hacer… —empezó a decir Bob.
—La verdad es que sí —dijo Bremen—. Me preguntaba si podríais cuidar de
Gernisavien mientras paso fuera una temporada.
Barbara sonrió y frunció el ceño al mismo tiempo.
—¿La gata? Quiero decir, claro… Gerny se lleva bien con mis dos siameses…
nos encantará… pero ¿cuánto tiempo piensas…?
Bremen intentó sonreír.
—Una temporada, hasta que resuelva las cosas. Me sentiría mejor si Gernisavien
estuviera con vosotros en vez de con el veterinario o en el hogar de acogida para
gatos de Conestoga. Podría dejárosla por la mañana, si os parece bien.
—Sí —dijo Bob, estrechando de nuevo la mano de Bremen. Cinco minutos para
el partido.
Bremen saludó con la mano mientras ellos daban la vuelta en su Honda y
desaparecían por el camino de gravilla. Luego entró en la casa y fue pasando
lentamente de una habitación a otra.
Gernisavien dormía en la manta azul que había al pie de la cama. Volvió la cabeza
manchada cuando Bremen entró en la habitación y los ojos amarillos lo miraron
acusadores por haberla despertado. Bremen le acarició el cuello y se acercó al
armario. Descolgó una de las blusas de Gail y se la llevó a la mejilla un segundo,
luego se cubrió la cara con ella e inhaló profundamente. Salió de la habitación y
volvió a su estudio, pasillo abajo. Los trabajos de los alumnos permanecían
amontonados donde los había dejado un mes antes. Sus ecuaciones de Fourier estaban
esparcidas allí donde las había garabateado en estallidos de inspiración, a las dos de
la madrugada, la semana antes del diagnóstico de Gail. Montones de manuscritos y
revistas sin leer cubrían cada superficie.
Bremen se quedó de pie un minuto en el centro de la habitación, frotándose las
sienes. Incluso allí, a setecientos metros del vecino más cercano y a doce kilómetros
de la ciudad y la autopista, la cabeza le zumbaba y le chisporroteaba de
neurocháchara. Era como si toda su vida hubiera escuchado bajito una radio
encendida en otra habitación y de repente, de algún modo, alguien le hubiera
instalado un altavoz en la cabeza y hubiera puesto el volumen al máximo. Desde la
mañana en que había muerto Gail.
Y la cháchara no era sólo más fuerte, sino más siniestra. Bremen sabía que
procedía de una fuente más malévola y profunda que el roce al azar de pensamientos
y emociones al que había tenido acceso desde los trece años. Era como si su relación
casi simbiótica con Gail hubiera sido un escudo, una muralla entre su mente y las
afiladas acometidas de un millón de pensamientos sin estructura. Antes del viernes
habría tenido que concentrarse para captar la mezcla de imágenes, sentimientos y
frases a medio formar que constituían los pensamientos de Frank, o de Dorothy, o de
Bob y Barbara. Pero ya no se protegía del asedio. Lo que Gail y él habían
considerado escudos mentales (simples barreras para enmudecer el ruido de fondo y

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el chisporroteo de la neurocháchara) simplemente ya no estaba allí.
Bremen tocó la pizarra como si fuera a borrar la ecuación escrita, pero luego soltó
el borrador y bajó las escaleras. Al cabo de un rato Gernisavien se reunió con él en la
cocina y se frotó contra sus piernas. Bremen advirtió que había oscurecido mientras
permanecía sentado a la mesa, pero no encendió la luz cuando abrió una lata nueva de
comida para gatos y la sirvió. Gernisavien lo miró como si desaprobara que no
comiera ni encendiera la luz.
Más tarde, cuando se tumbó en el sofá del salón para esperar la mañana, la gata se
acostó sobre su pecho y ronroneó.
Bremen descubrió que cerrar los ojos traía consigo el mareo y la inminente
sensación de terror… el conocimiento seguro de que Gail estaba en alguna parte, ahí,
en la habitación de al lado, fuera en el jardín, y que lo llamaba. Su voz era casi
audible. Bremen sabía que, si se quedaba dormido, se perdería el instante en que su
voz alcanzara el umbral de su audición. Así que permaneció despierto y esperó
mientras la noche pasaba y la casa crujía y gemía en su propia inquietud, y su sexta
noche sin dormir se convirtió en el frío gris de su séptima mañana sin ella.
Bremen se levantó a las siete, dio de comer de nuevo a la gata, encendió la radio
de la cocina, se afeitó, se duchó y se tomó tres tazas de café. Llamó a una compañía
de taxis y pidió que lo recogiera un coche en el taller Import Repair de Costenoga
Road al cabo de cuarenta y cinco minutos. Luego metió a Gernisavien en su
transportín (agitó la cola porque sólo habían usado el transportín para llevarla al
veterinario en los dos años transcurridos desde aquel vuelo desastroso a California
para visitar a la hermana de Gail) y lo puso en el asiento trasero del Triumph.
Había comprado ocho garrafas de queroseno el lunes, antes de vestirse para el
funeral. Llevó cuatro al porche trasero y les quitó la tapa. Los ásperos vapores
inundaron el frío aire de la mañana. El cielo sugería que iba a llover antes de la
noche.
Bremen empezó por el primer piso a rociar la cama, el cobertor, los armarios y
sus contenidos, la cómoda de cedro y luego otra vez la cama. Vio cómo los papeles
blancos de su estudio se arrugaban y oscurecían cuando vació el líquido de la
segunda garrafa. Dejó después un reguero por las escaleras, empapando los oscuros
pasamanos que Gail y él tan concienzudamente habían pulido cinco años antes.
Usó otras dos latas en la planta baja, sin pasar nada por alto (ni siquiera el abrigo
que Gail se ponía para entrar en el granero, que colgaba de un gancho de la puerta), y
luego salió de la casa con la quinta lata y empapó los porches delantero y trasero, las
sillas de atrás, los marcos de las ventanas y las pantallas de las puertas. Empleó las
tres últimas latas en los edificios anejos. El Volvo de Gail seguía en el granero que
usaban de garaje.
Aparcó el Triumph a cincuenta metros del camino de acceso y regresó caminando
hasta la casa. Había olvidado las cerillas, así que tuvo que volver a entrar en la cocina
y rebuscar en el cajón. El vapor del queroseno le arrancó lágrimas que le corrieron

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por las mejillas y le dieron la sensación de que el aire ondulaba, como si la encimera
de fórmica y la tabla de cortar y el alto y viejo frigorífico fueran tan insustanciales
como un espejismo.
Entonces, mientras sacaba las dos cajas de cerillas del desordenado cajón,
Bremen estuvo súbita y benditamente seguro de lo que debía hacer.
Quédate aquí. Enciéndelas. Túmbate en el sofá.
Había sacado ya dos cerillas y estaba a punto de encenderlas cuando lo golpeó el
vértigo. No fue la voz de Gail lo que le impidió hacerlo, pero fue Gail. Como dedos
arañando desesperadamente una superficie de plexiglás que los separara. Como dedos
en la tapa de caoba de un ataúd.
No estás dentro de un ataúd, nena. Te incineraron… como pediste cuando
bebimos demasiado en Año Nuevo de hace tres años y nos dio por lamentarnos sobre
la mortalidad.
Bremen avanzó tambaleándose hacia la mesa y cerró la caja de cerillas, dispuesto
a encender las dos que había sacado. El vértigo empeoró.
Incinerarse. Qué agradable pensamiento. Cenizas para ambos. Yo esparcí las
tuyas por el huerto, detrás del granero… tal vez el viento lleve hasta allí algunas de
las mías.
Bremen se disponía a prender las cerillas, pero el roce se intensificó, se amplió
hasta que rugió en su cráneo como una migraña fugitiva, quebrando su visión en un
millar de puntos de luz y oscuridad, llenando sus oídos con el roce de las patitas de
las ratas sobre el linóleo.
Cuando Bremen abrió los ojos, estaba en el exterior y las llamas devoraban ya la
cocina y un segundo foco era visible en las ventanas delanteras. Se quedó un
momento allí de pie. La cabeza le dolía con cada latido. Pensó en volver a la casa,
pero, cuando las llamas se hicieron visibles en las ventanas del primer piso y el humo
se arremolinaba en las pantallas del porche trasero, se dio media vuelta y caminó
rápidamente hacia los edificios anejos. El garaje estalló con una explosión sorda que
le chamuscó las cejas y lo lanzó más allá de la púa de la granja.
Una fila de cuervos salió volando del huerto, graznando y reprendiéndole.
Bremen saltó al Triumph, tocó el transportín como para calmar a la agitada gata y se
marchó rápidamente.
Barbara Sutton tenía los ojos enrojecidos cuando le dejó a la gata. Una hilera de
árboles bloqueaba la visión del humo que se elevaba en el valle que él había dejado
atrás. Gernisavien se acurrucó en la jaula, mirando temblorosa y recelosa a Bremen,
con los ojos como rendijas. Él interrumpió el conato de charla de Barbara, dijo que
tenía una cita, condujo rápidamente hasta el taller de la carretera de Conestoga,
vendió el Triumph a su antiguo mecánico por el precio que ya habían estipulado y
luego fue en taxi hasta el aeropuerto. Cinco coches de bomberos pasaron en dirección
contraria mientras se dirigían a la autovía de Filadelfia. Sólo llevaba cinco minutos de
retraso.

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Una vez en el aeropuerto, Bremen se dirigió al mostrador de United y compró un
billete para el siguiente vuelo.
El Boeing 727 había despegado y Bremen, con el asiento reclinado, comenzaba a
relajarse y empezaba a sentir que el sueño sería posible, cuando lo sucedido lo golpeó
con toda su fuerza.
Y entonces empezó de veras la pesadilla.

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Ojos
En el principio no fue la Palabra.
No para mí, al menos.
Por difícil que resulte de creer, y aún más de comprender, hay universos de
experiencia que no dependen de la Palabra. Como el mío. El hecho de que yo fuera
Dios allí… o al menos un dios… no es todavía relevante.
No soy Jeremy, ni Gail, aunque algún día compartiera todo lo que ellos supieron y
fueron y desearon ser. Pero eso no me convierte en ellos, al igual que ver un
programa de televisión no te convierte en ese flujo de pulsos electromagnéticos que
es el programa. Tampoco soy Dios, ni ningún dios, aunque fuera ambas cosas hasta
esa imprevista intersección de acontecimientos y personalidades, ese encuentro de
líneas paralelas que no pueden encontrarse.
Estoy empezando a pensar en términos matemáticos, como Jeremy. Lo cierto es
que en el principio tampoco fue el Número. No para mí. No existía semejante
concepto… no existía el contar ni el sumar ni el restar, ni ninguna de las
adivinaciones sobrenaturales que constituyen las matemáticas… ¿pues qué es un
número sino un fantasma de la mente?
Dejaré de lado la timidez antes de que empiece a parecer una inteligencia
alienígena e incorpórea del espacio exterior (lo cierto es que eso no estaría demasiado
lejos de la verdad, aunque el concepto de espacio exterior no existía para mí
entonces… e incluso ahora parece un pensamiento absurdo. Y en lo que se refiere a
inteligencias extrañas no hay que buscarlas en el espacio exterior, como puedo
asegurar y Jeremy Bremen pronto va a descubrir. Hay bastantes inteligencias extrañas
entre ustedes en la tierra, ignoradas o incomprendidas).
Pero en esta mañana de abril de la muerte de Gail, nada de todo esto significa
nada para mí. El concepto de muerte en sí mismo no significa nada para mí, mucho
menos sus múltiples sutilezas y variaciones.
Pero ahora sé esto: que por muy inocentes y trasparentes que parezcan el alma y
las emociones de Jeremy en esta mañana de abril, la oscuridad ya acecha. Una
oscuridad nacida del engaño y de una profunda (aunque involuntaria) crueldad.
Jeremy no es un hombre cruel (la crueldad es tan ajena a su naturaleza como a la
mía), pero que haya tenido un secreto para Gail durante tantos años cuando no podían
ocultarse nada de lo que pensaban, sumado al hecho de que su secreto es esencial
para la negación de sus anhelos y deseos compartidos durante tantos años, constituye
en sí mismo una crueldad. Es algo que hiere a Gail incluso cuando no sabe que le
hace daño.
El escudo mental que Jeremy cree haber perdido mientras sube a bordo de su
avión hacia un destino elegido al azar no se ha perdido exactamente (todavía tiene la
misma habilidad de siempre para proteger su mente de los aleatorios arrebatos
telepáticos de los demás), pero ese escudo mental ya no es capaz de protegerlo de

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esas «longitudes de onda oscuras» que ahora debe soportar. No era el «escudo mental
compartido» sino la vida compartida con Gail lo que le protegía de este oscuro
reverso de las cosas.
Y mientras Jeremy comienza su descenso al infierno lleva consigo otro secreto…
éste desconocido incluso para sí mismo. Y es este segundo secreto, un embarazo
oculto dentro de él tan opuesto a una anterior esterilidad oculta allí, lo que significará
tanto para mí más tarde.
Así vamos los tres.
Pero primero dejadme que os hable de alguien más. La mañana que Jeremy sube a
su avión con destino a ninguna parte, la furgoneta de la Escuela Diurna para Ciegos
de San Luis recoge a Robby Bustamante a la hora de costumbre. Robby es más que
ciego: es ciego, sordo y retrasado desde el día que nació. Si hubiera sido un niño más
normal físicamente, el diagnóstico habría incluido el término «autista», pero con los
ciegos, sordos y retrasados la palabra «autismo» es una redundancia.
Robby tiene trece años, pero ya pesa ochenta kilos. Sus ojos, si se los puede
llamar así, son las oscuras cavernas hundidas de los irreparablemente ciegos. Las
pupilas, que apenas se distinguen bajo los párpados caídos y disparejos, se mueven
por separado, como al azar. Los labios del niño son fofos y húmedos, tiene los dientes
cariados y separados. A los trece años, una oscura sombra de bozo le cubre el labio
superior. Su pelo negro se encrespa en mechones indomables, las cejas se le juntan
sobre el puente de su ancha nariz.
El obeso cuerpo de Robby se balancea precariamente sobre unas piernas lechosas
y demacradas. Aprendió a andar a los once años, pero todavía no es capaz de caminar
más que unos pocos pasos sin tropezarse. Cuando se mueve, lo hace dando saltitos
como un palomo, con los brazos regordetes apretujados contra el cuerpo como dos
alas rotas, las muñecas dobladas en un ángulo improbable, los dedos abiertos y
extendidos. Como sucede con tantos ciegos retrasados, su movimiento favorito es
mecerse sin descanso con una mano sobre los ojos hundidos, como para dar sombra a
los pozos de oscuridad que son.
No habla. Los únicos sonidos que Robby emite son gruñidos animales, risitas
ocasionales sin sentido y un raro chillido de protesta que más bien parece un falsete.
Como mencioné antes, Robby es ciego, sordo y retrasado de nacimiento. La
drogadicción de su madre durante el embarazo y un problema adicional con la
placenta desconectaron los sentidos de Robby con la misma eficacia que un barco que
se hunde condena compartimento tras compartimento al mar cerrando
automáticamente sus compuertas estancas.
El niño asiste a la Escuela Diurna para Ciegos de San Luis desde hace seis años.
Casi no se sabe nada de su vida anterior. Las autoridades advirtieron la drogadicción
de la madre de Robby en el hospital y ordenaron que los servicios sociales
supervisaran el hogar familiar, pero por algún error burocrático nada se hizo hasta
años después del nacimiento del niño. Al final, la trabajadora social que por fin visitó

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la casa no lo hizo para atender al niño, sino en relación a un programa de tratamiento
con metadona que un juez ordenó para la madre. Lo cierto es que los tribunales, las
autoridades, el hospital… todos se habían olvidado de que Robby existía.
La puerta del apartamento se había quedado abierta y la trabajadora social oyó
ruidos. Más tarde, la mujer dijo que no habría entrado, pero que le pareció que algún
animalito estaba en apuros. En sentido literal, eso era exactamente lo que pasaba.
Robby estaba encerrado en el cuarto de baño, con la puerta atrancada por una
cuña de madera. A los siete años tenía los bracitos y las piernecitas tan atrofiados que
no podía caminar y apenas gatear. Había papeles mojados en el suelo, pero Robby
estaba desnudo y manchado con sus propios excrementos. Era obvio que el niño
llevaba allí encerrado varios días, quizá más. Habían dejado un grifo abierto y medio
palmo de agua inundaba el cuarto de baño. Robby rodaba en medio de aquel caos,
emitiendo sonidos que parecían maullidos y tratando de mantener la cabeza a flote.
Robby permaneció cuatro meses hospitalizado, pasó cinco semanas en un hogar
de acogida del condado y, luego, fue devuelto a la custodia de su madre. En
cumplimiento del veredicto, lo llevaban en autobús a la Escuela Diurna para Ciegos
para recibir cinco horas de tratamiento, seis días por semana.
Cuando Jeremy sube a bordo del avión en esta mañana de abril, tiene treinta y
cinco años y su futuro es tan predecible como las matemáticas elegantes y elípticas de
la trayectoria de un yo-yo. Esta misma mañana, a más de mil kilómetros de distancia,
cuando recogen a Robby Bustamante para llevarlo a la Escuela Diurna para Ciegos,
su futuro es tan plano y monótono como una línea que se prolonga hacia ninguna
parte, sin ninguna esperanza de intersección con nada ni con nadie.

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Fuera de la tierra de los muertos
El capitán había apagado la señal de mantener abrochado el cinturón de seguridad
y anunció que ya podían moverse con tranquilidad por la cabina… aunque les
aconsejó no desabrochárselo mientras estuvieran sentados, sólo por precaución.
Entonces la verdadera pesadilla empezó para Bremen.
Durante un instante estuvo seguro de que el avión había explotado, que había
estallado alguna bomba terrorista, tan brillante fue el destello de luz blanca, tan fuerte
fue el súbito grito de ciento ochenta y siete voces en su mente. La repentina sensación
de caída aumentó su convicción de que el avión se había roto en diez mil pedazos y
que él era uno de ellos e iba dando vueltas por la estratosfera con el resto de los
pasajeros que gritaban. Bremen cerró los ojos y se preparó para morir.
No estaba cayendo. Parte de su conciencia percibía el asiento bajo su cuerpo, el
suelo bajo sus pies, la luz del sol que entraba por la ventanilla a su izquierda. Pero los
gritos continuaban. Y se hacían más fuertes. Bremen se dio cuenta de que estaba a
punto de unirse al coro de gritos, así que se metió los nudillos en la boca y mordió
con fuerza.
Ciento ochenta y siete mentes recordaron súbitamente su propia mortalidad por
el simple hecho de que un avión estaba en el aire. Algunos la asumieron aterrados,
algunos la negaron rotundamente tras sus periódicos y bebidas, algunos se
regodearon en la rutina de todo aquello mientras un centro más profundo de sus
cerebros se ahogaba en el miedo de estar encerrados en este largo ataúd presurizado
y suspendido a kilómetros sobre el suelo.
Bremen se rebulló y se agitó en el aislamiento de su fila vacía mientras ciento
ochenta y siete mentes lo pisoteaban con cascos de hierro.
Jesús, tendría que haber llamado a Sarah antes de despegar…
El hijo de puta sabía lo que decía el contrato. O tendría que haberlo sabido. No
es culpa mía si…
Papi… papi… lo siento… papi…
Si Barry no quería que me acostara con él, tendría que haber llamado…
Ella estaba en la bañera. El agua estaba roja. Tenía las muñecas tan blancas y
abiertas como un tubo cortado…
¡A la mierda Frederickson! ¡A la mierda Frederickson! ¡A la mierda
Frederickson y Myers y Honeywell también! ¡A la mierda Frederickson!
Y si el avión se cae, oh, mierda, Jesús, maldición, y si se cae y encuentran lo que
hay en la maleta, oh, mierda, Jesús, cenizas y acero quemado y trozos míos, y si
encuentran el dinero y la Uzi y los dientes en la bolsa de terciopelo y las bolsas como
si fueran salchichas dentro de mi culo y mis tripas, oh, por favor, Jesús… y si el avión
se cae y…
Y éstos eran los fáciles, los fragmentos de lenguaje que se clavaban en Bremen
como si fueran esquirlas de acero templado. Eran imágenes que laceraban y cortaban.

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Las imágenes eran los escalpelos. Bremen abrió los ojos y vio que la cabina estaba
normal, a su izquierda la luz del sol se filtraba por la ventanilla, dos azafatas de
mediana edad empezaban a repartir desayunos veinte filas por delante, la gente
mataba el tiempo y leía y dormitaba… pero las imágenes de pánico seguían llegando,
el vértigo de todo aquello era demasiado grande, así que Bremen se soltó el cinturón,
plegó el brazo del asiento y se enroscó en el sitio vacío de su izquierda, todavía
asaltado por los sonidos y texturas y colores discordantes de un millar de
pensamientos sin invitación.
Dientes arrastrándose por una pizarra. El ozono quemado y el olor del torno de
un dentista dejado demasiado tiempo sobre un diente podrido. ¡Sheilaaa! Cristo,
Sheila… yo no pretendía… Dientes arrastrándose lentamente por una pizarra.
Un puño aplastando un tomate, la pulpa rezumando entre dedos manchados. Sólo
que no es un tomate, sino un corazón.
Fricción y lubricación, el lento y rítmico empuje del sexo en la oscuridad.
Derek… Derek, te lo advertí… Pintadas en los lavabos de penes y vulvas, en
tecnicolor, húmedas y tridimensionales. Lento primer plano de una vagina abierta
como una caverna entre portales húmedos. Derek… ¡te advertí que ella te
consumiría!
Gritos de violencia. La violencia de los caballos. Violencia sin límite ni pausa.
Una cara golpeada como una figura de barro que se vuelve a aplastar, sólo que la
cara no es de barro… el hueso y el cartílago se agrietan y se abren, la carne se
hincha y se rompe… el puño no cesa.
—¿Se encuentra bien, señor?
Bremen consiguió incorporarse, apoyar la mano derecha en el reposabrazos y
sonreírle a la azafata.
—Sí, bien.
La mujer de mediana edad era toda arrugas y carne cansada bajo el maquillaje y
el bronceado. Le tendió una bandeja con el desayuno.
—Puedo comprobar si hay un médico a bordo si no se encuentra usted bien,
señor.
Maldición. Justo lo que nos hacía falta esta mañana… un tío con epilepsia o algo
peor. Nunca terminaremos de dar de comer a toda esta gente si tengo que tener a este
tipo sujeto de la mano mientras se retuerce y suda todo el camino hasta Miami.
—Con mucho gusto haré que el capitán compruebe si hay un médico a bordo si
está usted enfermo, señor.
—No, no. —Bremen sonrió y aceptó el desayuno que le ofrecía, desplegó la
bandeja del asiento delantero—. Me encuentro bien, en serio.
Maldición, hijo de puta, si el puñetero avión se cae y encuentran las salchichas
en mi culo, el cabrón de Gallego le cortará a Doris las tetas y se las dará de comer a
Sanctus en el desayuno.
Bremen cortó un trozo de tortilla, alzó el tenedor, tragó. La azafata asintió y pasó

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de largo.
Bremen se aseguró de que nadie estuviera mirando y escupió la suave masa de
tortilla en una servilleta de papel que dejó junto a la bandeja de comida. Las manos le
temblaban cuando volvió a apoyar la cabeza en el asiento y cerró los ojos.
Papi… oh, papi… lo siento mucho, papi…
Golpeando la cara hasta convertirla en una masa informe, golpeando la masa
hasta que las marcas de los nudillos en la carne tumefacta fueron los únicos rasgos,
golpeando la masa aplastada para darle de nuevo la burda forma de una cara para
volver a golpearla…
Veintiocho mil de Pierce, diecisiete mil de Lords, cuarenta y dos mil de Unimart-
Selex… la muñeca blanca como una tubería cortada en la bañera… quince mil
setecientos de Marx, nueve mil del avalista de Pierce…
Bremen bajó el reposabrazos izquierdo y lo agarró con fuerza. Ambos brazos le
dolían por la tensión. Era como colgar de una pared vertical… como si su fila de
asientos estuviera atornillada a la cara de un precipicio y sólo la fuerza de sus
antebrazos le impidiera caer. Podía colgar durante un minuto más… quizá dos
minutos más… aguantar tres minutos más antes de que la ola de imágenes y
obscenidades y el tsunami de odios y temores lo barriera. Quizá cinco minutos. Allí
dentro del largo tubo sellado, a kilómetros por encima de la nada, sin escapatoria ni
sitio adonde ir.
—Les habla el capitán. Sólo quería hacerles saber que hemos alcanzado nuestra
altura de crucero de treinta y cinco mil pies y que el tiempo estará despejado hasta
que lleguemos a la costa. Nuestra hora de llegada a Miami será… ah… a las tres y
quince minutos. Por favor, comuníquennos cualquier cosa que podamos hacer para
que su vuelo sea más agradable… y gracias por volar con United.

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En la playa triste
Bremen no tenía ningún recuerdo del resto del vuelo, ningún recuerdo del
aeropuerto de Miami, ningún recuerdo de haber alquilado el coche ni de haberse
dirigido a los Everglades desde la ciudad.
Pero debía haberlo hecho. Estaba aquí… dondequiera que fuese aquí.
El Beretta de alquiler estaba aparcado bajo unos árboles de corto tamaño a un
lado de un camino de grava. Altas palmeras y un manto de follaje tropical formaban
una pared verde por delante y a ambos lados del coche. Detrás, la carretera estaba
vacía de tráfico. Bremen se encontraba sentado con la frente apoyada en el volante y
las manos a cada lado de la cabeza. El sudor goteaba sobre sus rodillas y el plástico
del volante. Estaba temblando.
Bremen sacó las llaves del contacto, abrió la puerta y salió tambaleándose del
coche. Tropezó en el follaje y cayó de rodillas un segundo antes de que los calambres
y las náuseas se apoderaran de él. Vomitó en los matorrales, se arrastró de espaldas,
sintió nuevas arcadas, cayó sobre los codos y continuó vomitando hasta que sólo salió
ruido. Al cabo de un rato se tumbó de lado, se apartó de la suciedad, se limpió la
barbilla con una mano temblorosa y se quedó tendido boca arriba, contemplando el
cielo entre las hojas de las palmeras. Era de un gris metálico.
Bremen oía el roce de imágenes y pensamientos lejanos resonando todavía en su
cráneo. Recordó una cita que había mencionado Gail del periodista deportivo Jimmy
Cannon una vez que Bremen y ella habían discutido acerca de si el boxeo era o no un
deporte. «El boxeo es un negocio sucio —había escrito Cannon—, y si te quedas en
él el tiempo suficiente, tu mente se convertirá en una sala de conciertos donde suena
constantemente música china».
Bueno, reflexionó Bremen, sombrío, apenas capaz de diferenciar sus propios
pensamientos de la lejana neurocháchara, desde luego mi mente es una sala de
conciertos. Ojalá sólo sonara música china.
Se puso de rodillas, vio un destello de agua verde pendiente abajo, entre los
matorrales, se incorporó y avanzó dando tumbos. Un río o un cenagal se extendía
bajo la tenue luz. De los cipreses y robles de la orilla pendía hiedra, y más cipreses
crecían en las aguas salobres. Bremen se arrodilló, apartó la capa de espuma verde
del agua y se lavó las mejillas y la barbilla. Se enjuagó la boca y escupió en aquella
sopa de algas.
Había una casa (poco más que una choza, en realidad) a unos cincuenta metros a
la derecha de Bremen, bajo unos árboles. Su Beretta de alquiler estaba aparcado al
principio de un sendero que serpenteaba entre el follaje hasta la desvencijada
estructura. Los ajados tablones de pino de la choza se confundían con las sombras,
pero Bremen distinguió los carteles de la pared que daba al camino: CEBO VIVO y
SERVICIO DE GUÍA y SE ALQUILAN CABAÑAS y VISITEN NUESTRO ALMACÉN DE SERPIENTES.

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Bremen se dirigió hacia allí caminando por la orilla del río, arroyo, pantano… lo que
fuera aquella extensión de agua verde y marrón.
La cabaña se sostenía sobre bloques de cemento; de debajo emanaba el olor a
tierra mojada. Había un viejo Chevy aparcado al otro lado del edificio, y desde donde
se encontraba Bremen vio un camino más ancho que bajaba. Se detuvo ante la puerta
mosquitera. Dentro estaba oscuro y, a pesar de los carteles, el lugar parecía más la
choza de un campesino que una tienda. Bremen se encogió de hombros y abrió la
puerta con un chirrido.
—¿Qué tal? —dijo uno de los dos hombres que observaban desde la oscuridad. El
que habló estaba de pie tras un mostrador; el otro estaba sentado en la penumbra,
junto a una puerta que daba a otra habitación.
—Hola.
Bremen se detuvo, sintió la acometida de la neurocháchara de los dos hombres
como si fuera el aliento caliente de una criatura gigantesca, y estaba a punto de salir
tambaleándose cuando vio la gran nevera eléctrica. Le pareció que hacía días que no
bebía nada. Era una de esas neveras de tapa deslizante, con botellas de refresco frías
enterradas en hielo medio derretido. Bremen sacó la primera botella que encontró,
una RC Cola, y se acercó al mostrador para pagarla.
—Cincuenta centavos —dijo el hombre que estaba de pie. Bremen pudo verlo
mejor entonces: pantalones marrones arrugados, una camiseta en otro tiempo azul
pero tan gastada que era casi gris, la cara basta y colorada, y unos ojos azules que no
habían perdido su color y lo miraban por debajo de una gorra de nailon con la parte
trasera de redecilla.
Bremen rebuscó en el bolsillo y no encontró ninguna moneda suelta. Su cartera
estaba vacía. Por un momento creyó que no llevaba dinero encima, pero luego buscó
en el bolsillo de su chaqueta gris y sacó un fajo de billetes, todos de veinte y
cincuenta por lo que veía. Entonces recordó que había ido al banco el día anterior
para sacar los 3865,71 dólares que quedaban en la cuenta conjunta una vez pagados
los gastos de hipoteca y hospital.
Mierda. Otro maldito traficante de drogas. Probablemente de Miami.
Bremen pudo oír los pensamientos del hombre con tanta claridad como si los
hubiera dicho en voz alta, así que respondió con palabras mientras sacaba un billete
de veinte dólares y lo depositaba sobre el mostrador.
—Qué va —susurró—. No soy un traficante de drogas.
El hombre que estaba de pie parpadeó, posó una mano colorada sobre el billete de
veinte dólares y volvió a parpadear. Se aclaró la garganta.
—No he dicho que lo fuera, señor.
Ahora le tocó a Bremen el turno de parpadear. La ira del hombre latía ante él
como una luz roja y caliente. A través de la estática de la neurocháchara, distinguió
unas cuantas imágenes.
Los jodios drogatas mataron a Norm Júnior igual que si le hubieran apuntado

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con una pistola en la cabeza. El chico nunca tuvo disciplina, ni un ápice de sentido
común. Si su madre hubiera vivido, habría sido diferente…
Imágenes de un chiquillo en un columpio hecho con un neumático, el niño de
siete años riendo, le faltaba un diente. Imágenes del niño de unos veintitantos años,
los ojos hundidos, la piel pálida cubierta de sudor. Por favor, papá… Le juro que te lo
devolveré. Es sólo un préstamo hasta que pueda rehacerme.
Querrás decir hasta que puedas meterte otra dosis de coca, o de crack, o de
como lo llamen ahora. La voz de Norm Senior. Cuando Norm Senior fue al condado
de Dade a ver al chico. Norm Junior temblando, enfermo, cargado de deudas,
dispuesto a cargarse infinitamente de más deudas para continuar con su adicción. Por
encima de mi cadáver recibirás más dinero para esa mierda. Si quieres volver a casa,
trabaja en la tienda… eso está bien. Te llevaremos al hospital del condado…
Imágenes del chico, del hombre ahora, retirando platos y tazas de café de los
manteles y saliendo de la cafetería. El recuerdo de Norm Senior llorando por primera
vez en casi cincuenta años.
Bremen parpadeó mientras Norm Senior le entregaba su cambio.
—Yo… —empezó a decir Bremen, y entonces advirtió que no podía decir que lo
sentía—. No soy traficante de drogas —repitió—. Sé lo que debe parecer. El cajero
del banco me dio el dinero en billetes de cincuenta y de veinte… Nuestros ahorros.
—Bremen abrió la RC Cola y dio un largo sorbo—. Acabo de llegar de Filadelfia —
dijo, limpiándose la barbilla con el dorso de la mano—. Mi… mi esposa murió el
sábado pasado.
Era la primera vez que Bremen decía esas palabras y le parecieron superficiales y
falsas. Dio otro sorbo y bajó la cabeza, confuso.
Los pensamientos de Norm Senior eran convulsos, pero la ira roja había
desaparecido. Tal vez. Qué demonios… el tipo puede estar fatal por la muerte de su
mujer o por las drogas. Recelas de todo el mundo hoy en día. Tiene el aspecto que yo
tenía cuando Alma Jean murió… un aspecto horroroso.
—¿Está pensando en ir de pesca? —preguntó Norm Senior.
—De pesca… —Bremen terminó la bebida y contempló los estantes repletos de
cebo, pequeñas cajas de cartón con carretes y bobinas. Vio cañas de madera y fibra de
vidrio amontonadas contra la pared del fondo—. Sssí —dijo lentamente,
sorprendiéndose a sí mismo con la respuesta—. Me gustaría pescar un poco.
Norm Senior asintió.
—¿Necesita aparejos? ¿Cebo? ¿Una licencia? ¿O ya lo tiene todo?
Bremen se lamió los labios, sintiendo que algo regresaba al interior de su cráneo.
Su magullado y dolorido cráneo.
—Lo necesito todo —dijo, casi en un susurro. Norm Senior sonrió.
—Bueno, señor, tiene el dinero para comprarlo.
Empezó a moverse por la tienda, ofreciendo a Bremen opciones de aparejos, cebo
y cañas de alquiler. Bremen no quiso decidir: aceptó lo primero de todo lo que Norm

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Senior le ofrecía. El montón fue creciendo en el mostrador.
Bremen volvió a la nevera y sacó una segunda botella, sintiéndose de algún modo
liberado con la idea de que eso también aumentaba la cuenta.
—¿Necesita un sitio donde alojarse? Si va a pescar en el lago, quedarse en una de
las islas le facilitará las cosas.
¿Era un lago el pantano que había confundido con los Everglades?
—¿Un lugar donde alojarme? —repitió Bremen, viendo en el espejo de los lentos
pensamientos de Norm Senior que el hombre estaba seguro de que la pena lo aturdía
—. Sí, me gustaría quedarme unos cuantos días.
Norm Senior se volvió hacia el silencioso hombre que permanecía sentado.
Bremen abrió sus pensamientos a la oscura figura que había allí, pero no le llegó
apenas ninguna palabra. Los pensamientos del hombre giraban como una lavadora
extremadamente lenta, eran unos cuantos bultos y harapos de imágenes, pero sin
palabras apenas. A Bremen la sorpresa lo dejó casi sin respiración.
—Verge, ¿no se fue ya de la isla Copely Dos ese tipo de Chicago?
Verge asintió y, gracias a un repentino cambio de la luz que entraba por la única
ventana, Bremen vio que era un anciano, sin dientes; las manchas de la edad
destacaban bajo la errante caricia de la luz solar.
Norm Senior se volvió.
—Verge no habla bien desde que tuvo su última embolia… afasia lo llamó Doc
Myers… pero su mente está bien. Tenemos un sitio libre en una de las cabañas de las
islas. Cuarenta y dos dólares al día, más el alquiler de uno de los botes y el
fueraborda. O Verge podría acompañarle sin cobrarle nada. Hay buenos sitios para
pescar en la isla.
Bremen asintió. Sí. Sí a todo.
Norm Senior le devolvió el gesto.
—De acuerdo, la estancia mínima es de tres noches, así que el depósito será de
ciento diez dólares. ¿Va a quedarse tres noches? Bremen asintió. Sí.
Norm Senior se volvió hacia una caja registradora sorprendentemente moderna y
empezó a hacer la cuenta. Bremen sacó varios billetes de cincuenta de su fajo y se
guardó el resto en el bolsillo.
—Oh… —dijo Norm Senior, frotándose la barbilla. Bremen notó su reticencia a
hacerle una pregunta personal—. Imagino que tiene ropa para pescar, pero si… ah…
si necesita algo más que ponerse. O comestibles…
—Espere un momento —dijo Bremen, y salió de la tienda. Recorrió el estrecho
sendero hasta más allá de donde había vomitado, de vuelta al Beretta de alquiler.
Había una sola maleta en el asiento trasero: su antigua bolsa de gimnasia. Bremen no
recordaba haberla facturado, pero tenía la etiqueta del vuelo. La sopesó y sintió el
incómodo vacío. Contenía un único bulto de peso; descorrió la cremallera.
Dentro, envuelto en un pañuelo rojo que Gail le había regalado el verano anterior,
había un revólver Smith & Wesson del calibre 38. Era un regalo que les había hecho

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el hermano policía de Gail cuando vivían en Germantown porque aquel año había
habido varios robos con escalo en la manzana. Ni Bremen ni Gail lo habían disparado
jamás. Él siempre había querido tirar la pistola y la caja de municiones que Cari les
había regalado también, pero al final las había dejado guardadas bajo llave en el cajón
derecho de su escritorio.
Bremen no recordaba en absoluto haberla empaquetado. Sostuvo la pistola y
deslió el pañuelo, convencido de que no la habría cargado.
Estaba cargada. Las puntas de cinco balas eran parcialmente visibles en los
huecos redondos de sus recámaras, grises y preñadas de muerte. Bremen envolvió la
pistola, la metió en la bolsa y cerró la cremallera. La llevó a la tienda.
Norm Senior alzó las cejas.
—Me parece que he traído ropa inadecuada para ir de pesca —dijo Bremen,
forzando una sonrisa—. Buscaré en los estantes.
Tras el mostrador, el hombre asintió.
—Y algunos comestibles —dijo Bremen—. Necesitaré comida para tres días,
supongo.
Norm Senior se acercó a los estantes situados en la parte delantera de la tienda y
empezó a sacar latas.
—La cabaña tiene una vieja cocina —dijo—. Pero la gente prefiere usar la
plancha. Sopa y judías y esas cosas, ¿de acuerdo?
Parecía darse cuenta de que Bremen no estaba para tomar decisiones por su
cuenta.
—Sí —dijo Bremen. Encontró un par de pantalones de faena y una camisa caqui
casi de su talla. Los llevó al mostrador y se miró los pies. Frunció el ceño al ver sus
zapatos lustrosos. Una ojeada le bastó para saber que en aquella tienda milagrosa no
vendían botas ni zapatillas.
Norm Senior volvió a hacer la cuenta y Bremen sacó unos cuantos billetes de
veinte, pensando que había pasado mucho desde la última vez que había hecho una
compra tan a gusto. Norm Senior lo guardó todo en una caja de cartón, colocando las
latas de cebo vivo junto al pan y la carnaza envuelta en papel blanco, y le tendió a
Bremen la caña de fibra de vidrio que había elegido para él.
—Verge ha puesto a calentar la barcaza. Es decir, si está dispuesto a salir va…
—Estoy dispuesto —dijo Bremen.
—¿Quiere retirar el coche del camino y aparcarlo detrás de la tienda?
Bremen hizo algo que le sorprendió incluso a él mismo. Le tendió las llaves a
Norm Senior, sabiendo más allá de la certeza que el coche estaría a salvo con el
hombre.
—¿Le importa…? —Bremen no podía ocultar su ansiedad por ponerse en
marcha.
Norm Senior alzó las cejas un segundo, luego sonrió.
—No hay problema. Lo haré ahora mismo. Las llaves estarán aquí cuando esté

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usted listo para marcharse.
Bremen lo siguió por la puerta trasera hasta un pequeño embarcadero invisible
desde la parte delantera de la tienda. El viejo estaba sentado en la popa de un bote
pequeño, sonriendo sin dientes.
Bremen sintió una especie de melancolía desplegarse en su pecho, como un
pájaro tropical que extiende las alas después de dormir, revelando su brillante
plumaje. Durante un terrible segundo temió que iba a echarse a llorar.
Norm Senior le tendió la caja con los artículos a Verge y esperó a que Bremen
ocupara torpemente el centro del bote y colocara con cuidado la caña de fibra de
vidrio a lo largo de los asientos.
Norm Senior se llevó la mano a la gorra de nailon.
—Que lo pasen bien, ¿eh?
—Sí —susurró Bremen, sentándose en el burdo asiento y oliendo el lago y el tufo
del aceite de motor e incluso el rastro de queroseno en su ropa—. Sí. Sí.

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Ojos
Probablemente nadie comprende mejor que Jeremy cómo funciona la mente.
Además de haber tenido acceso a otras mentes desde los trece años, Jeremy se ha
volcado en investigaciones que demuestran el mecanismo del pensamiento. O al
menos una metáfora muy buena del mismo.
Cinco años antes de la muerte de Gail: Jeremy por fin ha terminado su tesis sobre
el análisis de los frentes de ondas cuando llega a su despacho de Haverford un ensayo
de Jacob Goldmann con una nota de Chuck Gilpen, su antiguo compañero de
habitación: «Me ha parecido que te gustaría ver cómo aborda otro este tema».
Jeremy llega a casa tan entusiasmado que apenas puede hablar. Gail lo mira y sale
corriendo de la habitación. Gail le sirve un refresco y se sienta con él a la mesa de la
cocina.
—Más despacio —dice—. Háblame más despacio.
—Muy bien —jadea Jeremy, casi atragantándose con el té helado—. ¿Conoces mi
tesis? ¿Lo del frente de ondas?
Gail pone los ojos en blanco. ¿Cómo puede no conocer su tesis? Lleva llenando
sus vidas y robándoles su tiempo libre cuatro años.
—Sí —dice pacientemente.
—Bueno, pues está obsoleta —dice Jeremy con una sonrisa incongruente—.
Chuck Gilpen me ha mandado hoy un trabajo de un tipo llamado Goldmann, de
Cambridge. Todo mi análisis está obsoleto.
—Oh, Jerry… —Empieza a decir Gail, con auténtico pesar.
—No, no… ¡es magnífico! —Jeremy casi grita—. Es estupendo, Gail. La
investigación de Goldmann llena todos los huecos. Yo estaba haciendo el trabajo
adecuado, pero centrándome en el problema equivocado.
Gail sacude la cabeza. No comprende nada.
El se inclina hacia delante con el rostro iluminado. El té helado se derrama en la
mesa. Ella le tiende un puñado de papeles.
—No, mira, nena, todo está aquí. ¿Te acuerdas de qué trata mi trabajo?
—Análisis del frente de ondas de la función memorística —recita Gail
automáticamente.
—Sí. Pero he sido un estúpido al restringirlo al campo de la memoria. Goldmann
y su equipo han estado investigando los parámetros holísticos de frentes de ondas
para análogos generales de la conciencia humana. Empezó con análisis desarrollados
en los años treinta por un matemático ruso, los relacionó con un trabajo sobre las
anomalías de rehabilitación tras los efectos de los colapsos y los ha enlazado con mi
análisis de Fourier de la función memorística…
Sin querer Jeremy abandona el lenguaje y trata de comunicarse directamente con
Gail. Su contacto mental interfiere con las palabras, imágenes que caen en cascada
como hojas impresas de un terminal saturado. Interminables curvas de Schrödinger,

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sus argumentos hablando en un lenguaje infinitamente más puro que el habla. El
colapso de las curvas de probabilidad en la progresión binómica.
—No, no —jadea Gail, sacudiendo la cabeza—. Habla. Cuéntamelo con palabras.
Jeremy lo intenta, aunque sabe que las matemáticas que son para ella estática
borrosa contarían la historia con más claridad.
—Hologramas —dice—. El trabajo de Goldmann se basa en la investigación
holográfica.
—Como tus análisis de memoria —dice Gail, frunciendo levemente el ceño como
hace siempre que discuten acerca de su trabajo.
—Sí… bien… sólo que el trabajo de Goldmann lo ha llevado más allá del análisis
sináptico de la función memorística hasta una analogía del pensamiento humano…
demonios, de toda la gama del pensamiento humano.
Gail toma aire y Jeremy puede ver que la comprensión empieza a florecer en su
mente. Le gustaría llegar a ella y sustituir la matemática pura por las complicadas
construcciones lingüísticas que Gail usa para abrirse paso hacia la comprensión, pero
resiste el impulso y trata de encontrar el mejor modo de decirlo.
—Y esto… —Dice Gail, y hace una pausa—. ¿Y el trabajo de ese Goldmann
explica nuestra… habilidad?
—¿La telepatía? —Jeremy sonríe—. Sí, Gail… sí. Demonios, explica casi todo lo
que estaba buscando a tientas como un ciego. —Toma aliento, apura los restos de su
té frío y continúa—: El equipo de Goldmann está haciendo complicados estudios de
EEG y escáneres, de toda clase. Está obteniendo un montón de datos en bruto, pero
esta mañana he hecho un análisis de Fourier sobre su trabajo y luego lo he
relacionado con varias modificaciones de la ecuación de ondas de Schrödinger para
ver si funcionaba como una onda firme.
—Jerry, no comprendo… —dijo Gail. Él capta los pensamientos de ella
intentando sortear la maraña matemática de sus propios pensamientos.
—Maldita sea, nena, funciona. El estudio longitudinal IRM de Goldmann sobre
las pautas del pensamiento humano puede describirse como un frente de ondas firme.
No sólo la función memorística, como yo buscaba, sino toda la conciencia humana.
La parte de nosotros que es nosotros puede ser expresada casi a la perfección con un
holograma… o, tal vez más exactamente, con una especie de superholograma que
contiene unos pocos millones de hologramas más pequeños.
Gail se inclina hacia delante, los ojos empiezan a brillarle.
—Creo que lo comprendo… pero ¿dónde deja eso a la mente, Jerry? ¿Al cerebro
en sí?
Jeremy sonríe, trata de dar otro sorbo, pero sólo quedan cubitos de hielo que
chocan contra sus dientes. Suelta el vaso de golpe.
—Supongo que la mejor respuesta es que los griegos y los fanáticos religiosos
tenían razón al separar ambas cosas. El cerebro podría ser visto como… bueno, como
una especie de generador de ondas electroquímico y un interferómetro a la vez. Pero

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la mente… ah, la mente… eso es algo mucho más hermoso que el bulto de materia
gris que llamamos cerebro.
Involuntariamente, Jeremy se pone de nuevo a pensar en términos de ecuaciones:
ondas sinuosas que bailan la elegante música de Schrödinger. Ondas sinuosas eternas
pero mutables.
Gail vuelve a fruncir el ceño.
—Entonces, ¿hay un alma… una parte de nosotros que puede sobrevivir a la
muerte?
Los padres de Gail, sobre todo su madre, eran fundamentalistas, y ahora su voz
adquiere ese tono levemente quejumbroso que siempre aparece cuando discute ideas
religiosas. La idea de un regordete querubín con alas dirigiéndose hacia el éxtasis
eterno en el cielo le resulta atractiva.
Ahora es Jeremy quien frunce el ceño.
—¿Sobrevivir a la muerte? Bueno, no… —Le irrita tener que pensar con palabras
una vez más—. Si el trabajo de Goldmann y mi análisis no están equivocados y la
personalidad es un frente de ondas complejo, una serie de hologramas de baja energía
que interpretan la realidad, entonces la personalidad desde luego no podría sobrevivir
a la muerte cerebral. El patrón se destruiría con el generador de hologramas. Ese
intrincado frente de ondas que somos nosotros… y por intrincado, Gail, bueno, mi
análisis demuestra más variaciones de partículas-ondas que átomos hay en el
universo… ese frente de ondas holográfico necesita energía para mantenerse, como
todo lo demás. Con la muerte cerebral, el frente de ondas se colapsaría como un
globo aerostático sin aire caliente. Se colapsaría, se fragmentaría, encogería y
desaparecería.
Gail sonríe con tristeza.
—Agradable imagen —dice en voz baja.
Jeremy no escucha. Sus ojos han adquirido esa expresión levemente enigmática
que adoptan cuando un pensamiento se apodera de él.
—Pero lo que le sucede al frente de ondas cuando el cerebro muere da igual —
dice en un tono que sugiere que su esposa es una de sus estudiantes—. Lo importante
es cómo este logro… y por Dios, es un logro, se aplica a lo que llamas nuestra
habilidad. A la telepatía.
—¿Y cómo se aplica, Jerry? —Dice Gail con un hilo de voz.
—Es bastante sencillo cuando visualizas el pensamiento humano como una serie
de frentes de ondas firmes que crean pautas de interferencia que pueden ser
almacenadas y propagadas en análogos holográficos.
—Ya.
—No, es sencillo. ¿Te acuerdas de cuando compartimos impresiones acerca de
esta habilidad justo después de conocernos? Los dos decidimos que sería imposible
explicar el contacto mental a nadie que no lo hubiera experimentado. Sería como
describir…

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—Como describir los colores a una persona ciega de nacimiento —dice Gail.
—Eso es. Sí. Y sabes que el contacto mental no tiene nada que ver con lo que
describen en esas tontas historias de sci-fi que lees.
Gail sonríe. Leer ciencia ficción es su vicio secreto, como unas vacaciones de las
«lecturas serias», pero le gusta lo suficiente el género para meterse con Jeremy
cuando lo llama sci-fi.
—Suelen decir que es como captar emisiones de radio o televisión —dice—.
Como si la mente fuera un receptor o algo así.
Jeremy asiente.
—Nosotros sabemos que no es así. Es más bien…
De nuevo las palabras le fallan e intenta compartir con ella las matemáticas:
ondas sinuosas desfasadas convergen lentamente mientras las amplitudes cambian en
un espacio probabilístico.
—Es como tener un deja vu con los recuerdos de otra persona —dice Gail,
negándose a abandonar la frágil almadía del lenguaje.
—Cierto —contesta Jeremy, pero frunce el ceño, considerándolo—. Cierto —
repite—. La cuestión que nunca se le ha ocurrido a nadie preguntar… al menos hasta
que lo han hecho Goldmann y su equipo, es cómo lee la gente su propia mente. Los
neurólogos que investigan siempre intentan hallar la respuesta en los
neurotransmisores o en otras funciones químicas, o pensando en términos de
dendritas y sinapsis… Eso es como si alguien tratara de comprender cómo funciona
una radio haciendo pedazos los chips uno a uno o mirando el interior de un transistor,
sin ensamblar las piezas.
Gail va al frigorífico y vuelve con una jarra para servirle más té frío.
—¿Y tú has ensamblado la radio?
—Lo ha hecho Goldmann. —Jeremy sonríe—. Y yo la he encendido para él.
—¿Cómo leemos nuestra propia mente? —Pregunta Gail en voz baja.
Jeremy moldea el aire con las manos. Sus dedos se agitan como los elusivos
frentes de ondas que describe.
—El cerebro genera estos superhologramas que contienen el paquete completo:
memoria, personalidad, incluso paquetes de procesado de frentes de ondas para que
podamos interpretar la realidad… y mientras genera estos frentes, el cerebro actúa
también como interferómetro, desmontando frentes de ondas en los componentes que
necesitamos. «Leyendo» nuestra propia mente.
Gail abre y cierra las manos mientras resiste el impulso de morderse las uñas por
el entusiasmo.
—Creo que lo comprendo…
Jeremy le agarra las manos.
—Lo comprendes. Esto explica tantas cosas, Gail… Porqué las víctimas de una
embolia pueden recuperar capacidades perdidas usando otra parte del cerebro, los
terribles efectos del Alzheimer, incluso por qué los bebés necesitan soñar tanto y los

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ancianos no. Verás, el frente de ondas de la personalidad de un bebé tiene una
necesidad mucho mayor de interpretar la realidad en ese simulador holográfico…
Jeremy se detiene. Ha visto el atisbo de dolor asomar en el rostro de Gail al
mencionar la palabra «bebé». Le aprieta las manos.
—Ya ves cómo explica la habilidad que tenemos —dice.
Ella alza la cabeza, lo mira a los ojos.
—Creo que lo entiendo, Jerry. Pero…
Él apura su té.
—Es posible que seamos el fruto de una mutación genética, nena, tal como
discutimos en el pasado. Pero, si es así, somos mutantes cuyos cerebros hacen lo
mismo que todos los cerebros: reducir los superhologramas a pautas comprensibles.
Sólo que nuestros cerebros pueden interpretar las pautas de los frentes de ondas de
otra gente además de los nuestros propios.
Gail asiente rápidamente ahora, comprendiéndolo.
—Por eso tenemos esta estática continua de pensamientos de la gente… lo que
llamas neurocháchara, ¿verdad, Jerry? Reducimos constantemente las ondas de
pensamiento de los demás. ¿Cómo llamaste al aparato que hacía eso?
—Interferómetro.
Gail vuelve a sonreír.
—Entonces nacimos con un interferómetro defectuoso.
Jeremy se lleva sus manos a los labios y le besa los dedos.
—O supereficaz.
Gail se acerca a la ventana y mira hacia el granero, tratando de asimilar todo esto.
Jeremy la deja con sus pensamientos, alzando su escudo mental para no inmiscuirse.
Al cabo de un momento, dice:
—Hay una cosa más, nena.
Ella se vuelve, cruzándose de brazos.
—Para empezar, el motivo por el que Chuck Gilpen llevó a cabo esa
investigación. ¿Te acuerdas de que Chuck estaba trabajando con el Grupo de Física
Fundamental en los laboratorios Lawrence Berkeley?
Gail asiente.
—¿Y?
—Durante todos estos años han buscado partículas más y más pequeñas cada vez
y estudiado las propiedades que las gobiernan para comprender lo que es real. Lo que
es realmente real. Y cuando dejan atrás los gluones y los quarks y el encanto y el
color, y echan un vistazo a la realidad en su nivel más básico, ¿sabes qué encuentran?
Gail niega con la cabeza y se abraza con más fuerza, viendo su respuesta incluso
antes de que él la verbalice.
—Encuentran una serie de ecuaciones de probabilidad que muestran frentes de
ondas firmes —dice él en voz baja, con la carne de gallina—. Encuentran los mismos
elementos que Goldmann cuando busca más allá del cerebro y encuentra la mente.

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La voz de Gail es un susurro.
—¿Qué significa eso, Jerry?
Jeremy abandona su té con los cubitos medio derretidos y saca una cerveza del
frigorífico. La abre y bebe con ganas, deteniéndose para eructar una vez. Más allá de
Gail, el crepúsculo tiñe los cerezos de detrás del granero. Ahí fuera, comparte con
Gail. Y en nuestras mentes. Diferente… y lo mismo. El universo como un frente de
ondas firme, tan frágil e improbable como los sueños de un bebé.
Vuelve a eructar y dice en voz alta:
—No tengo ni idea, nena.

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Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate
Al tercer día, Bremen se levantó al amanecer. Había un pequeño embarcadero
detrás de la cabaña, dos tablones sobre pilares en realidad, y era allí donde Bremen se
plantaba y parpadeaba a la salida del sol mientras los pájaros montaban un escándalo
en el pantano, a su espalda, y los peces se despertaban para alimentarse en el río que
tenía delante.
El primer día se había contentado con dejar que Verge lo llevara por el río y le
enseñara su cabaña. Los pensamientos del viejo fueron un cambio a mejor para la
agotada mente de Bremen: pensamientos sin palabras, imágenes sin palabras,
emociones lentas sin palabras, pensamientos tan rítmicos y tranquilizadores como el
tartamudeo del viejo motor fueraborda que los impulsaba por el lento río.
La cabaña era más de lo que Bremen esperaba por cuarenta y dos dólares al día;
más allá del embarcadero la pequeña estructura tenía un porche, un salón diminuto
con mosquiteras en las ventanas, un sofá, una mecedora, una cocinita con un
frigorífico pequeño (¡había electricidad!), el enorme horno y la prometida plancha y,
por último, una mesa estrecha con un mantel ajado. Había también un dormitorio, no
mucho más grande que la cama empotrada, cuya única ventana daba a un retrete
exterior. La ducha y el fregadero, un añadido, estaban fuera, en la parte trasera. Pero
las mantas y las sábanas plegadas estaban limpias, las tres luces eléctricas de la
cabaña funcionaban y Bremen se desplomó en el sofá con una emoción muy cercana
al júbilo por haber encontrado aquel lugar… Si es que puede sentirse júbilo mientras
se experimenta una tristeza tan profunda que bordea el vértigo.
Verge había entrado a sentarse en la mecedora. Por educación, Bremen rebuscó en
la compra, encontró el pack de seis cervezas que Norm Senior había metido en el lote
y le ofreció una a Verge. El viejo no la rechazó, y Bremen se regodeó en la calidez de
los pensamientos sin palabras del anciano mientras permanecían sentados en el
templado crepúsculo y tomaban cerveza igualmente templada.
Más tarde, después de que su guía se marchara, Bremen se sentó a pescar en el
embarcadero. Sin preocuparse de qué cebo o qué sedal o de qué tipo de pez buscaba,
dejó las piernas colgando de las burdas planchas, escuchó el pantano y el río llenarse
de ranas con la luz del crepúsculo y pescó más peces de los que había soñado.
Bremen sabía que algunos eran bagres por los bigotes, que otros eran más largos, más
delgados y luchadores más duros, y que uno parecía una trucha arco iris, aunque lo
consideró improbable… Pero los volvió a arrojar a todos al agua. Ya tenía comida
suficiente para tres días y no necesitaba ningún pescado. Era el proceso de pescar lo
que resultaba terapéutico; era pescar lo que daba a su mente un vestigio de paz
después de la locura de los días y semanas anteriores.
Más tarde, la noche de aquel primer día, poco después de oscurecer (Bremen no
consultó el reloj), entró en la cabaña, preparó un sandwich de bacon, lechuga y
tomate para la cena, lo regó con otra cerveza, lavó los platos y luego se duchó y se

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fue a la cama, a dormir por primera vez en cuatro días, y a dormir, sin soñar, por
primera vez en muchas semanas.
El segundo día Bremen durmió hasta tarde y pescó en el embarcadero toda la
mañana. No tuvo suerte, pero quedó casi tan satisfecho como la noche anterior.
Después de almorzar, temprano, paseó por la orilla hasta un lugar donde el río
desembocaba en el pantano, o viceversa, no hubiese sabido decirlo, y pescó unas
cuantas horas desde la orilla. De nuevo, volvió a echar al agua todo lo que capturó,
pero vio una serpiente nadando perezosamente entre los cipreses semisumergidos y,
por primera vez en su vida, no tuvo miedo de la serpiente.
La tarde del segundo día Verge navegó río arriba, atracó en el muelle e hizo saber
a Bremen, por signos sencillos, que estaba allí para llevarlo a pescar al pantano.
Bremen vaciló un momento (no sabía si estaba preparado para el pantano), pero luego
le tendió la caña y el sedal al viejo y saltó con cuidado a la parte delantera del bote.
El pantano estaba oscuro y cubierto de hiedra, y Bremen pasó menos tiempo
prestando atención a la pesca que contemplando las enormes aves que aleteaban
perezosamente camino de sus nidos, o escuchando las llamadas nocturnas de un
millar de variedades de ranas. Incluso llegó a ver dos caimanes moviéndose despacio
en las aguas oscuras. Los pensamientos de Verge iban casi al mismo ritmo que el bote
y el pantano, y a Bremen le pareció infinitamente tranquilizador rendir el remolino de
su propia conciencia a la dañada claridad del cerebro lesionado de aquel compañero
de pesca. No sabía bien cómo, Bremen había comprendido que Verge, aunque poco
docto y lejos de ser un hombre educado, había sido una especie de poeta en sus
mejores tiempos. Desde la embolia, la poesía era una suave cadencia de recuerdos sin
palabras y una disposición a entregar la memoria misma a la cadencia más exigente
del ahora.
Ninguno de los dos pescó nada que mereciera la pena, así que pasaron del
pantano a un sitio donde había más claridad (la luna llena se alzaba sobre los
cipreses, al este) y atracaron la barca en el embarcadero de la cabaña de Bremen. La
brisa mantuvo alejados los mosquitos mientras permanecían sentados en agradable
silencio en el porche y terminaban las últimas cervezas.
A la tercera mañana, Bremen se levantó al amanecer, parpadeó a la salida del sol
y quiso pescar un poco antes de desayunar. Saltó del embarcadero y caminó un
centenar de metros por la orilla hasta un prado que había encontrado la tarde anterior.
La bruma se alzaba en el río y las aves llenaban el cielo con gritos urgentes. Bremen
caminó con cuidado, atento a las serpientes o los caimanes que pudiera haber entre
los juncos a lo largo de la orilla, sintiendo el aire calentarse rápidamente a medida
que el sol se liberaba de los árboles. Había algo muy parecido a la felicidad girando
lentamente en su pecho.
El gran río de dos corazones, le llegó el pensamiento de Gail.
Bremen se detuvo y estuvo a punto de tropezar. Se incorporó, jadeando
levemente, y cerró los ojos para concentrarse. Había sido Gail, pero no había sido

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Gail: un eco fantasmagórico, tan gélido como si su voz real le hubiera susurrado. El
mareo empeoró un instante y Bremen tuvo que sentarse rápidamente en la hierba.
Apoyó la cabeza en las rodillas y trató de respirar despacio. Al cabo de un rato el
tamborileo en sus oídos remitió, el martilleo en su pecho se moderó y la oleada de
deja vu que bordeaba la náusea pasó.
Bremen alzó el rostro hacia el sol, trató de sonreír y recogió la caña y el sedal.
No tenía caña ni sedal. Esa mañana llevaba la pistola del calibre 38.
Bremen se sentó en la cálida orilla y estudió el arma. El acero azul parecía casi
negro a la brillante luz. Encontró el seguro que liberaba el tambor y contempló los
seis círculos de latón. Cerró el tambor y alzó más el arma, casi llevándosela a la cara.
El percutor encajó con sorprendente facilidad en su sitio. Bremen se colocó el cañón
contra la sien y cerró los ojos, sintiendo la cálida luz del sol en la cara mientras
escuchaba el zumbido de los insectos.
Bremen no fantaseó con la idea de que la bala entraría en su cráneo y lo
liberaría… lo enviaría a algún otro plano de existencia. Ni Gail ni él habían creído en
otra vida más que en ésta. Pero se dio cuenta de que la pistola, la bala, eran
instrumentos de liberación. Su dedo había encontrado el gatillo y Bremen supo con
absoluta certeza que la más leve presión adicional pondría fin al abismo sin fondo de
pena que yacía incluso debajo de aquel breve destello de felicidad. La más leve
presión adicional pondría fin para siempre al incesante acoso de los pensamientos de
los demás que incluso entonces zumbaban en la periferia de su conciencia como un
millón de moscas azules alrededor de carne podrida.
Bremen empezó a aplicar lentamente esa presión adicional, sintiendo el perfecto
arco de metal bajo su dedo y, a pesar de sí mismo, convirtió esa sensación táctil en
una construcción matemática. Visualizó la energía cinética latente de la pólvora, la
súbita conversión de esa energía en movimiento y el colapso posterior de una
estructura mucho más intrincada cuando la compleja danza de ondas sinuosas y
frentes de ondas firmes de su cráneo muriera con el cerebro que las generaba.
Fue la idea de destruir esa hermosa construcción matemática, de aplastar para
siempre las ecuaciones de frentes de ondas, que Bremen encontraba mucho más
hermosas que la defectuosa y herida psique humana que representaban, lo que le hizo
bajar la pistola, soltar el percutor y arrojar el arma lejos de sí, por encima de los altos
juncos, al río.
Bremen se levantó y contempló las ondas que se ensanchaban. No sintió júbilo ni
tristeza, ni satisfacción ni alivio. No sintió nada en absoluto.
Captó los pensamientos del hombre sólo segundos antes de darse la vuelta y
verlo.
El individuo estaba de pie en un viejo esquife, a poco más de siete metros de
Bremen, y usaba un palo como pértiga para impulsar la barca de quilla plana por los
bajíos, donde el río desembocaba en el pantano (o viceversa). Iba vestido de manera
aún menos apropiada para el río que Bremen tres días antes: llevaba un traje de

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chaqueta blanco con camisa negra de cuello grande cuyas puntas se montaban sobre
las anchas solapas de la chaqueta como alas de cuervo; varias cadenas de oro le
bajaban hasta donde el negro vello del pecho se unía con el negro satén de la camisa;
llevaba zapatos caros, también negros y de cuero suave, diseñados para una superficie
no más hostil que una alfombra mullida; un pañuelo de seda rosa asomaba del
bolsillo del traje; se sujetaba los pantalones con un cinturón blanco de hebilla dorada
y un Rolex de oro brillaba en su muñeca izquierda.
Bremen abrió la boca para darle los buenos días cuando lo vio todo a la vez.
Se llama Vanni Fucci. Salió de Miami poco después de las tres de la madrugada.
El muerto del maletero tenía el improbable nombre de Chico Tartugian. Vanni Fucci
ha arrojado el cadáver a menos de veinte pasos de donde flota ahora el esquife, justo
entre los apreses, allí donde el pantano es negro y relativamente profundo.
Bremen parpadeó y vio las ondas que todavía brotaban del oscuro lugar donde
Chico Tartugian había sido empujado por la borda con veinte kilos de cadenas de
hierro alrededor.
—¡Eh! —exclamó Vanni Fucci, y a punto estuvo de hacer volcar el esquife
cuando soltó una mano del remo para rebuscar bajo la chaqueta blanca.
Bremen dio un paso atrás y se detuvo. Por un instante creyó que el revólver del
calibre 38 que Vanni tenía en la mano era su pistola, la pistola que le había regalado
su cuñado, la pistola que acababa de arrojar al río. Las ondas todavía surgían del
lugar donde había caído, aunque morían al encontrarse con la corriente del río y las
pequeñas olas producidas por el bamboleante esquife de Vanni Fucci.
—¡Eh! —gritó Vanni Fucci por segunda vez, y amartilló la pistola. Audiblemente.
Bremen trató de levantar las manos, pero descubrió que se las había colocado
delante del pecho en un gesto que no sugería tanto súplica u oración como
contemplación.
—¿Qué coño estás haciendo aquí? —gritó Vanni Fucci. El esquife se agitaba
tanto que la negra boca de la pistola se movía y pasaba de apuntar la cara de Bremen
a un sitio cerca de sus pies.
Bremen se dijo que, si iba a echar a correr, ése era el momento de hacerlo. No
corrió.
—¡He preguntado qué coño haces aquí, maldito cabrón! —gritó el hombre del
traje blanco y la camisa negra. Tenía el pelo tan negro y brillante como la camisa,
muy rizado. El bronceado ocultaba la palidez de su rostro de boca carnosa, como de
Cupido, retorcido en una mueca. Bremen vio brillar un diamante en el lóbulo de la
oreja izquierda de Vanni Fucci.
Momentáneamente incapaz de hablar, debido más a un extraño júbilo que al
miedo, Bremen sacudió la cabeza. Seguía con las manos sobre el pecho, las yemas de
los dedos casi tocándose.
—Ven aquí, cabrón —gritó Vanni Fucci, tratando de mantener la pistola firme
mientras se colocaba el remo bajo el brazo derecho y se impulsaba hacia la orilla,

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usando el antebrazo izquierdo para apoyarse contra el remo. El esquife volvió a
mecerse, pero se acercó a la orilla; la boca de la pistola creció de tamaño.
Bremen se apartó los insectos de los ojos y vio cómo se acercaba el esquife. El 38
estaba ya a menos de dos metros de distancia y se balanceaba mucho menos.
—¿Qué has visto, cabrón? ¿Qué es lo que has visto?
Vanni Fucci recalcó la segunda pregunta acercando el revólver, como si
pretendiera restregárselo a Bremen por la cara.
Bremen no dijo nada. Una parte de él estaba muy tranquila. Pensó en Gail durante
sus últimos días, rodeada de máquinas en la unidad de cuidados intensivos, su cuerpo
invadido por catéteres, tubos de oxígeno y sondas intravenosas. Toda idea del
elegante baile de las ondas sinuosas había desaparecido con los gritos del gánster.
—Sube al puñetero bote, hijo de puta —susurró Vanni Fucci.
Bremen volvió a parpadear, sin comprender. Los pensamientos de Fucci estaban
al rojo vivo, eran un torrente de obscenidades calientes y arrebatos de temor. Pasó un
buen rato hasta que Bremen se dio cuenta de que Vanni Fucci había hablado en voz
alta.
—¡He dicho que subas al puñetero bote, cabrón! —gritó Vanni Fucci, y disparó
un tiro al aire.
Bremen suspiró, bajó las manos y subió con cuidado al esquife. Vanni Fucci le
señaló la proa de la barca, le indicó que se sentara y luego empezó a impulsar
torpemente la pértiga con una mano mientras sujetaba con la otra la pistola.
En silencio, aparte del griterío de las aves espantadas por el disparo, se dirigieron
a la orilla opuesta.

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Ojos
Me interesa la muerte. Es un nuevo concepto para mí. La idea de que uno puede
simplemente dejar de ser es quizá lo más fascinante y sorprendente que me ha traído
Jeremy.
Estoy bastante seguro de que la primera toma de conciencia de Jeremy sobre la
mortalidad es particularmente brutal: la muerte de su madre a los cuatro años. Su
habilidad telepática es rara e indisciplinada en esa época, poco más que la intrusión
de ciertos pensamientos y pesadillas que más tarde advertirá que no son los propios,
pero su talento adquiere un enfoque raro y desagradable la noche en que muere su
madre.
Se llama Elizabeth Susskind Bremen y tiene veintinueve años la noche de su
muerte. Vuelve a casa tras la salida con las chicas que ellas han bautizado como
noche de póquer. El grupo de entre seis y diez mujeres lleva años reuniéndose una
vez al mes, desde que eran solteras, y esta noche han ido a Filadelfia, a una
inauguración en el museo de arte y a escuchar jazz después. Tienen la precaución de
nombrar a una conductora, y Carrie, la amiga de toda la vida de Elizabeth, no ha
probado ni una gota de alcohol en toda la noche. Cuatro amigas viven a media hora
de distancia unas de otras, cerca de casa de los Bremen, en el condado de Bucks, y
viajan todas en la furgoneta Chevy de Carrie la noche que el borracho se salta la
mediana en la autovía de Schuylkill.
El tráfico es denso, la furgoneta va por el carril de la izquierda, y no hay ni dos
segundos para reaccionar cuando el borracho se salta la mediana en una zona donde
están reparando el quitamiedos. El choque es frontal. La madre de Jeremy, su amiga
Carrie y otra mujer llamada Margie Sheerson mueren en el acto. La cuarta mujer, una
nueva amiga de Carrie que asiste a la noche del póquer por primera vez ese día, sale
proyectada del coche y sobrevive, aunque se queda paralítica. El borracho (un
hombre cuyo nombre Jeremy no consigue recordar no importa cuántas veces lo vea
escrito en los años venideros) sobrevive con heridas leves.
Jeremy se despierta de golpe y se pone a gritar. Su padre sube corriendo las
escaleras. El niño todavía está gritando cuando la patrulla de carreteras llega a la
casa, veinticinco minutos más tarde.
Jeremy recuerda cada detalle de las siguientes horas: ir al hospital con su padre,
donde nadie parece saber adónde han enviado el cadáver de Elizabeth Bremen;
esperar junto a su padre mientras le dicen a John Bremen que contemple un cadáver
de mujer tras otro en el depósito del hospital para identificar a la «desaparecida»; al
final les dicen que no han traído el cuerpo con los de las otras víctimas, sino que lo
han trasladado directamente a un depósito de un condado cercano. Jeremy recuerda el
largo trayecto bajo la lluvia en plena noche, el rostro de su padre reflejado en el
espejo e iluminado por los instrumentos del salpicadero, la canción en la radio (Pat
Boone cantando April Love) y luego la confusión de intentar encontrar el depósito en

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lo que parece una zona industrial abandonada de Filadelfia.
Finalmente, Jeremy recuerda haber visto la cara y el cuerpo de su madre. No hay
ninguna sábana que levantar, como en las películas que verá Jeremy en años futuros,
sólo una bolsa de plástico transparente, más parecida a una cortina de ducha, a través
de la cual brillan con un tono bastante lechoso la cara masacrada y el cuerpo roto de
Elizabeth Susskind Bremen. El adormilado encargado descorre la cremallera con un
movimiento brusco hasta que los pechos muertos de la madre de Jeremy quedan
expuestos. Todavía están cubiertos de sangre no del todo seca. John Bremen sube el
plástico con un movimiento que le resulta familiar a Jeremy tras cientos de noches de
arroparlo y no dice nada, sólo asiente para identificarla. Los ojos de su madre están
levemente abiertos, como si les estuviera mirando, jugando a alguna especie de juego
del escondite.
Naturalmente, su padre no se ha quedado con él esta noche. Jeremy se ha quedado
con un vecino, acostado en el sofá cama de una habitación para invitados que huele a
limpiador de alfombras, y ha compartido cada segundo de la pesadilla de su padre,
tendido entre sábanas limpias y contemplando con los ojos muy abiertos las franjas
de luz de los coches que pasan y resbalan en el asfalto mojado moviéndose en el
techo de la habitación de invitados. Jeremy se da cuenta de esto veinte años después,
tras casarse con Gail. De hecho es Gail quien se da cuenta, quien interrumpe el
amargo relato de los hechos de esa noche, quien tiene acceso a zonas de la memoria
de Jeremy que ni siquiera él puede alcanzar.
Jeremy no lloró cuando tenía cuatro años, pero lo hace esta noche, veintiún años
más tarde: llora en el hombro de Gail durante casi una hora. Llora por su madre y por
su padre, a quien ya ha perdido, quien ha muerto de cáncer sin el perdón de su hijo.
Jeremy llora por sí mismo.
No estoy tan seguro del primer encuentro telepático de Gail con la muerte. Hay
recuerdos de haber enterrado a su gato Leo cuando tenía cinco años, pero el contacto
mental durante las últimas horas del animal tras el atropello podrían ser más un llanto
por su ausencia que el resultado de un verdadero contacto con la conciencia del gato.
Los padres de Gail son fundamentalistas cristianos, cada vez más
fundamentalistas a medida que Gail se va haciendo mayor, y rara vez oye hablar de la
muerte en otros términos que no sean marcharse al reino de Cristo. Cuando tiene
ocho años y muere su abuela (ha sido una vieja dama estirada, formal y de olor
extraño a quien rara vez visitaba), levantan en brazos a Gail para que vea el cuerpo en
el tanatorio mientras su padre le susurra al oído:
—Ésa no es realmente la abuelita. La abuelita está en el cielo.
Gail ha decidido pronto, incluso antes del fallecimiento de la abuela, que el cielo
es casi con toda certeza un montón de basura. Son palabras de su tío abuelo Buddy:
—Todas estas ideas santurronas, Beanie, son un montón de basura. Eso del cielo
y el coro de ángeles… todo es un montón de basura. Nos morimos y fertilizamos el
suelo, como está haciendo Leo, el gato, en el jardín trasero ahora mismo. Lo único

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que sabemos que pasa después de morirnos es que ayudamos a que crezcan la hierba
y las flores, todo lo demás es un montón de basura.
Gail nunca ha estado segura de por qué el tío abuelo Buddy la llamaba Beanie,
pero cree que tiene que ver con una hermana suya que murió cuando eran niños.
La muerte, decide pronto, es sencilla. Uno se muere y hace que la hierba y las
flores crezcan. Todo lo demás es un montón de basura.
La madre de Gail la oye compartir su filosofía con una amiguita (están enterrando
a un hámster que se ha muerto), y envía a su amiguita a casa y le suelta una filípica a
Gail durante una hora sobre lo que dice la Biblia, que es la Palabra de Dios en la
tierra, y lo estúpido que es pensar que una persona simplemente deja de existir. Gail,
tozuda, la mira y escucha, pero se niega a claudicar. Su madre dice que el tío abuelo
Buddy es un alcohólico.
Y tú también, piensa la Gail de nueve años, pero no lo dice en voz alta. No lo sabe
gracias a su habilidad para el contacto mental (eso quedará bajo su control cuatro
años después, cuando entre en la pubertad), pero lo ha deducido después de encontrar
el abridor bajo las toallas del cuarto de baño, oyendo la dicción normalmente precisa
de su madre volverse pastosa por la noche y escuchando las voces que suben por las
escaleras en las fiestas que sus padres celebran para sus amigos cristianos renacidos.
Irónicamente, el primer familiar de Gail que muere después de que ella entre en el
verdadero nacimiento de su habilidad telepática es su tío abuelo Buddy. Gail ha
tomado el autobús a Chicago para visitar al tío Buddy en el hospital donde se está
muriendo. Él es incapaz de hablar. Tiene la garganta llena de tubos para respirar que
permiten que el aire fluya por la garganta comida por el cáncer hasta los pulmones
comidos por el cáncer, pero a sus quince años Gail se queda allí durante seis horas,
mucho después del horario de visitas, sujetándole la mano y tratando de proyectar sus
propios pensamientos a través de los velos oscilantes del dolor y los tranquilizantes.
No es posible que él escuche sus mensajes mentales, aunque ella se siente bastante
abrumada por el complejo tapiz de sus recuerdos. A través de todos ellos hay una
sensación de tristeza y pérdida, gran parte centrada en la hermana, Beanie, que era la
única amiga del tío Buddy en un mundo hostil.
Tío Buddy, envió Gail una y otra vez, si todo no es un montón de basura… cielo y
todo… envíame una señal. Envíame un pensamiento. El experimento la entusiasma y
la aterra. Yace despierta durante tres noches deseando no haber enviado el
pensamiento a su tío moribundo, casi esperando que su fantasma la despierte cada
noche, pero cuatro noches después de la muerte de Buddy, no hay nada, ningún
susurro de su voz ronca ni de sus cálidos pensamientos, ninguna sensación de su
presencia «en otra parte»: sólo silencio y vacío.
Silencio y vacío. Ésa sigue siendo la convicción de Gail sobre el reino de la
muerte durante el resto de su vida, incluyendo estas últimas semanas en que no puede
ocultarle a Jeremy lo sombrío de sus pensamientos. Él no intenta disuadirla de esa
visión, a pesar de compartir con ella la luz y la esperanza, aunque ve poco de lo

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primero y no siente nada de lo segundo.
Silencio y vacío. Así se plantea Gail la muerte.
Así se la plantea Jeremy.

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Donde los muertos dejaron sus huesos
Vanni Fucci llevó a Bremen del esquife a la orilla, de la orilla a través de los
árboles y, de éstos, a la carretera donde tenía aparcado un Cadillac blanco. El hombre
mantuvo el revólver apartado pero visible mientras abría la puerta del coche y hacía
entrar a Bremen, que no protestó ni dijo nada. Por entre los cipreses vio la tiendecita
donde Norm Senior se tomaba su segunda taza de té y Verge estaba sentado fumando
su pipa.
Fucci ocupó el asiento del conductor, arrancó el Caddy con un rugido y salió al
asfalto, dejando una nube de polvo y una lluvia de gravilla sobre la hojarasca, tras
ellos. No había tráfico. La baja luz de la mañana tocaba las copas de los árboles y los
postes telefónicos y se reflejaba en el agua, a su derecha. El gánster dejó la pistola
cerca de su pierna izquierda, en el asiento de cuero.
—Di una puñetera palabra y te vuelo la puñetera cabeza aquí mismo —dijo en un
susurro amenazador.
Bremen no sentía necesidad alguna de decir nada. Mientras continuaban en el
Cadillac hacia el oeste, a unos ochenta kilómetros por hora, se acomodó en el asiento
y contempló el paisaje que pasaba a su derecha. Dejaron atrás el pantano y el bosque
y entraron en una zona despejada de hierba y pinos. Había granjas de mala muerte al
fondo y, más cerca del arcén, los ocasionales puestos de carretera, vacíos de
productos y gente. Vanni Fucci murmuró algo y conectó la radio, pulsando botones
hasta que encontró una emisora con la mezcla adecuada de rock and roll.
El problema de Bremen era que detestaba los melodramas. No le convencían. Era
a Gail a quien gustaban los libros y la televisión y el cine; Bremen siempre
encontraba las situaciones absurdamente improbables, la acción y las reacciones de
los personajes increíbles, el argumento banal en extremo. De vez en cuando
argumentaba que la vida de los seres humanos consistía en sacar la basura, poner la
mesa o ver la tele… no en persecuciones en coche y en amenazar a la gente con
pistolas. Gail asentía, sonreía y decía por enésima vez:
—Jerry, tienes tanta imaginación como el pomo de una puerta.
Bremen tenía imaginación, pero no le gustaban los melodramas y no creía en las
falsas palabras que dependían de él. No creía gran cosa en Vanni Fucci, aunque los
pensamientos del gánster eran bastante claros. Desestructurados y frenéticos, pero
claros.
Era una vergüenza, pensó Bremen, que la mente de las personas no fuera como
los ordenadores y no se pudiera recuperar información a voluntad. «Leer la mente de
las personas» era más parecido a leer garabatos apresurados en trozos de papel
dispersos por un mar agitado que a recuperar líneas claras de información en una
pantalla. La gente no iba por ahí pensando en sí misma con ordenados flash backs
para beneficio de algún telépata que pudiera encontrarse con sus pensamientos: al
menos la gente que conocía Bremen no era así.

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Ni tampoco Vanni Fucci, aunque Bremen había captado el nombre del hombre
con bastante facilidad. Fucci pensaba en sí mismo en tercera persona, completamente
absorto pero con un extraño distanciamiento, como si la vida del insignificante
gánster fuera una película que sólo él estuviese viendo. Bien, Vanni Fucci se deshizo
de ese miserable cabrón había sido la esencia del primer pensamiento que Bremen
encontró en la isla. La ropa y el pelo de Chico Tartugian todavía enviaban burbujas
de aire atrapado hacia la superficie.
Bremen cerró los ojos y se concentró mientras avanzaban hacia el oeste, luego al
norte y después de nuevo hacia el oeste. Parecía importante concentrarse, aunque
Bremen no ponía en ello el corazón. Le fastidiaban los melodramas.
Los pensamientos de Vanni Fucci saltaban como un insecto en una parrilla
caliente, en una especie de tumulto, aunque no estaba afectado emocionalmente por
haber arrojado al agua el cuerpo de Chico ni por la probabilidad de tener que matar
también a aquel desconocido. Pero él, Vanni Fucci, no quería tener que matarlo
personalmente.
Fucci era un ladrón. Bremen captó suficientes imágenes y fragmentos de
imágenes para distinguir la diferencia. En lo que parecía ser una larga carrera como
ladrón (Bremen captó una imagen de Fucci en un espejo con largas patillas y el traje
de poliéster típico de los años setenta). Vanni Fucci nunca le había disparado a nadie
excepto la vez que Donni Capaletto, su supuesto colega, había intentado timarlo
después del trabajito en la joyería de Glendale y Fucci le había quitado la automática
del 45 al chorizo y le había disparado en la rodilla. Con su propia pistola. Pero Fucci
estaba furioso. No había sido un trabajo profesional. Y Vanni Fucci se enorgullecía de
ser un profesional.
Bremen parpadeó, combatió las náuseas y trató de leer aquellos fluctuantes
fragmentos en el mar de los turbulentos pensamientos de Fucci. Volvió a cerrar los
ojos.
Bremen aprendió más de lo que quería saber de cómo era dedicarse al oficio de
gánster en esa última década del siglo. Atisbo el profundo y ardiente deseo de Vanni
Fucci de hacerse a sí mismo, vio lo que era «hacerse a sí mismo» para un gánster
italiano de poca monta y sacudió la cabeza por la bajeza de todo aquello. Los años de
adolescencia transmitiendo mensajes para Hesso y vendiendo cigarrillos de
contrabando de los camiones robados de Big Ernie; el primer trabajo (la licorería en
la zona sur de Newark) y la admisión, poco a poco, en el círculo de hombres duros,
astutos pero poco instruidos. Bremen captó atisbos de la profunda satisfacción de
Fucci por ser aceptado por esos hombres, esos hombres estúpidos, malvados,
violentos, egoístas y arrogantes. Bremen captó atisbos más profundos de la lealtad
final de Vanni Fucci hacia sí mismo. En el fondo, Bremen vio que Fucci sólo era leal
a su propia persona. Todos los demás (Hesso, Carpezzi, Tutti, Schwarz, Don Leoni,
Sal, incluso Cheryl, la novia de Fucci) eran sacrificables. Tan sacrificables en la
mente de Fucci como Chico Tartugian, dueño de un club nocturno de Miami y ladrón

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de poca monta, a quien Fucci había visto sólo una vez, en el restaurante de Don
Leoni, en Brooklyn. Por hacerle un favor a Don Leoni estaba Fucci en el Sur: odiaba
Miami y odiaba volar.
No había sido Fucci quien había apretado el gatillo, sino el yerno de Don Leoni,
Bert Cappi, un chorizo de veintiséis años que se creía la reencarnación de Frank
Sinatra. Tartugian había contratado a Cappi como cantante por deferencia a Don
Leoni y, aunque los clientes lo abucheaban e incluso los camareros se quejaban,
Tartugian mantenía al chico en el puesto. Aunque sabía que Cappi era un espía,
continuaba alterando las cuentas porque confiaba en que Bert antepusiera su carrera
musical a la lealtad a su tío.
Cappi no había hecho tal cosa. Bremen captó un atisbo de Vanni Fucci esperando
en el callejón mientras Cappi iba a charlar con Chico Tartugian después del último
pase. Los tres disparos del 22 habían sido cortos y sordos. Fucci encendió un
cigarrillo y esperó otro minuto antes de entrar con la cortina de ducha y las cadenas.
El chico había obligado a Tartugian a arrodillarse en la ducha de su cuarto de baño
privado, como había ordenado Don Leoni. No había demasiado estropicio. Treinta
segundos de agua corriente y estaría todo limpio.
—¿Qué carajo estabas haciendo allí, eh? ¿Qué carajo estabas haciendo en ese
puñetero pantano al puñetero amanecer, eh? —preguntó Fucci.
Bremen lo miró.
—Pescando —dijo… o pensó que decía.
Vanni Fucci sacudió disgustado la cabeza y subió el volumen de la música.
—Maldito pardillo.
Estaban atravesando una población un poco más grande que los escasos pueblos
de las Everglades por los que habían pasado. El asalto de la neurocháchara obligó a
Bremen a cerrar los ojos. Lo peor era pasar ante los aparcamientos para camiones de
gran tonelaje, las caravanas, las urbanizaciones de jubilados. Allí, el runrún de los
pensamientos de los viejos golpeaba la lastimada conciencia de Bremen con
desagradable fuerza. Era como escuchar al anciano vecino de al lado toser la flema de
cada mañana.
Ninguna carta, ninguna llamada telefónica. Shawnee no va a llamar hasta que
esté muerto…
Sólo un bultito, dijo Marge. Lo dijo justo el mes pasado. Sólo un bultito. Ahora
está muerta. Sólo un bultito, dijo. ¿Y ahora con quién voy a jugar al Mahjong?
Jueves. Es jueves. El jueves es la noche del pinnacle en el club social.
No siempre con palabras, frecuentemente no con palabras, las ansiedades y
tristezas y amarguras de la vejez y la fragilidad y el abandono golpearon a Bremen
mientras el Cadillac avanzaba lentamente por la carretera, más ancha en aquel tramo.
El jueves, descubrió, era la noche del pinacle en la mayoría de los aparcamientos para
caravanas y las urbanizaciones de aquella ciudad y la siguiente que atravesaron. Pero
horas de sol y dolor y pesado calor de Florida esperaban a mucha de aquella gente

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antes del húmedo frescor de la tarde y la seguridad del club social. Las televisiones se
encendieron en un millar de hogares móviles y apartamentos, los acondicionadores de
aire zumbaron mientras los jubilados daban descanso a sus huesos y esperaban a que
se acabara el calor del día con la esperanza de otra velada en un círculo de amigos
cada vez más reducido.
Bremen vio en un súbito destello fuera de contexto entre los pensamientos
entrecortados de Vanni Fucci que el ladrón estaba furioso con Dios. Terriblemente
furioso con Dios.
El puñetero día que Nicco…
Bremen vio a su hermano menor, con el mismo pelo oscuro y los ojos negros,
pero más guapo a su modo.
El puñetero día que Nicco toma los votos, me cuelo en la puñetera iglesia y robo
el puñetero cáliz. El mismo puñetero cáliz que solía tenderle al padre Damiano
cuando era un puñetero monaguillo. El mismo puñetero cáliz. Nadie quiso el
puñetero trasto. Puñetero loco… Nicco tomando sus puñeteros votos y yo
deambulando por la puñetera Atlantic City con ese puñetero cáliz en la bolsa del
gimnasio. Nadie quiso el puñetero trasto.
Imágenes de un sollozante Vanni Fucci enterrando el cáliz de plata en un saladar
al norte de la zona de los casinos. Imágenes de los brazos de Fucci alzados hacia el
cielo, con los puños cerrados, el pulgar entre el dedo índice y el medio en ambas
manos. Bremen comprendió. Vanni Fucci le hacía a Dios el gesto más obsceno que el
joven ladrón conocía en ese momento.
Que te den, Dios. Que te den por el culo, viejo.
Bremen parpadeó y sacudió la cabeza para escapar de la neurocháchara del
aparcamiento de caravanas junto al que pasaban. No creía que Vanni Fucci fuera a
matarlo. Todavía no. Fucci no quería tomarse esa molestia, ya estaba deseando haber
dejado a aquel cabrón atontado en la isla. O haber estado con Roachclip. Roachclip
habría tirado a aquel loco cabrón del esquife y no habría mirado atrás.
Bremen planeó estrategias. Sirviéndose de lo que había atisbado podía empezar a
hablarle a Vanni Fucci, decirle que a él también lo había enviado Don Leoni, que
sabía que Bert Cappi se había cargado a Chico Tartugian y (¡eh!), a él le daba lo
mismo. Don Leoni sólo quería una confirmación, eso era todo. Bremen se imaginó a
sí mismo respondiendo preguntas. ¿Roachclip? Sí, claro que conocía al loco
cabroncete portorriqueño. Se acordaba de la noche que Roachclip se había cargado a
los dos hermanos Armansi, al grandote que llevaba una pierna ortopédica desde la
Segunda Guerra Mundial y al flacucho con su traje oscuro. Roachclip no había
empleado una pistola ni una navaja, sino aquel puñetero tubo que llevaba en el
maletero. Había golpeado por detrás a los hermanos Armansi después de llevarlos al
punto de reunión en el Bronx y les había aplastado el cráneo allí mismo, en la calle,
justo delante de aquella babushka polaca de la cara blanca y gorda y el pañuelo
negro; de la bolsa de plástico que llevaba cayeron las naranjas a la acera

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ensangrentada…
Bremen sacudió la cabeza. No haría eso.
Habían dejado atrás los lagos y entrado en la zona de ranchos, donde las garcetas
seguían al ganado atentos a los insectos agitados por los cascos bovinos, cuando de
repente Vanni Fucci aparcó junto a una cabina de la carretera, alzó la pistola hasta
dejar el cañón a pocos centímetros de los ojos de Bremen y dijo en voz baja:
—Sal del puñetero coche y te juro por Cristo que te mato aquí mismo.
¿Entiendes?
Bremen asintió.
La conversación telefónica, aunque no era audible, fue fácil de seguir. La gente
tendía a concentrarse en el lenguaje mientras hablaba por teléfono.
Mira, no voy a cargarme al miserable cabrón aquí mismo. No es asunto mío
que…
Sí, sé que me ha visto, pero no es mi problema. Es el puñetero problema de Cappi
y Leoni, y no voy a dejar que un cabrón que sale a pescar me la busque…
Sí… no… no, no es ningún puñetero problema. Maldito pirado. Creo que es
retrasado o algo así. Lleva unos puñeteros pantalones que le están demasiado cortos
y una puñetera camisa de safari y unos puñeteros zapatos Florsheim, parece un
retrasado vestido por otro retrasado.
Bremen parpadeó y se miró la ropa. Llevaba los pantalones de faena y la camisa
caqui que había comprado hacía tres días en la tienda de Norm Senior. Los pantalones
le quedaban cortos realmente y tenía los zapatos de vestir cubiertos de polvo y lodo.
De repente Bremen se palpó los bolsillos. El fajo de billetes (la mayor parte de los
3865 dólares que había sacado de la cuenta de ahorros) seguía en el bolsillo del traje
colgado de la silla en el diminuto dormitorio de la cabaña de pesca. Bremen recordó
haber pasado unos cuantos billetes de veinte y tal vez uno o dos de cincuenta a la
cartera cuando compraba las provisiones, pero no lo comprobó. Sentía el bulto de la
cartera contra el trasero y con eso era suficiente de momento.
Sí, llegaré a tiempo, pero me llevaré al puñetero retrasado. Mientras que… eh, no
me interrumpas, maldición… mientras que Sal sepa que este cabrón es su puñetera
responsabilidad. ¿Entendido?… No, espera, he dicho que si lo has entendido. Vale.
Vale. Te veré dentro de una o dos horas. Sí.
Vanni Fucci colgó de golpe y se acercó al borde de la carretera, mandando
gravilla a la hierba a puntapiés y cerrando los puños. El traje blanco se le estaba
ensuciando. Fucci se dio media vuelta y miró a Bremen a través del parabrisas, el sol
resplandeció en la seda negra de su camisa y la brillantina de su pelo negro.
Cárgatelo ahora. Ahora. No hay puñetero tráfico. Ninguna puñetera casa.
Cárgatelo aquí y al carajo.
Bremen miró el contacto; sabía sin verlo que Fucci se había llevado las llaves.
Podía abrir la puerta y echar a correr por el campo, con la esperanza de escapar de
Fucci y del alcance del 38… esperar a que otro coche pasara y Fucci renunciara a la

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caza. Fucci era fumador y Bremen no. Bremen colocó la mano en la puerta del coche
y tomó aire.
Al carajo, al carajo, al carajo. Vanni Fucci se había decidido. Subió al coche,
colocó la mano en la culata de la pistola que llevaba en la cintura y miró a Bremen.
—Si haces alguna gracia, si le dices a alguien adónde vamos, te juro que te mato
delante de todos. ¿Entendido?
Bremen se quedó mirándolo. Soltó la manivela de la puerta.
Vanni Fucci puso en marcha el Cadillac y salió a la carretera. Un camión pasó
haciendo sonar el claxon. Fucci le enseñó al conductor el dedo medio de la mano
izquierda.
Continuaron hacia el norte otros quince kilómetros por la autovía Veintisiete y
luego pasaron a la interestatal Cuatro, en dirección al noreste.
Bremen captó un atisbo de su destino en el remolino de los pensamientos de
Vanni Fucci y sonrió a su pesar.

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Ojos
Jeremy y Gail celebran su luna de miel haciendo una excursión en canoa con
mochilas.
Ninguno ha viajado en canoa ni ha hecho este tipo de viajes mochileros antes,
pero no tienen suficiente dinero para costearse su primera elección, Maui. Ni para su
segunda elección, París. Ni siquiera para su octava elección, un motel en Boston. Así,
un espléndido día de agosto, horas después de su boda en el jardín de su albergue
favorito, Jeremy y Gail se despiden de sus amigos y se marchan en coche a las
Adirondacks.
Hay lugares de acampada más cercanos: tienen que atravesar las Montañas
Azules hasta las Adirondacks y dejar atrás una docena de parques y bosques estatales
por el camino, pero Jeremy ha leído un artículo sobre las Adirondacks y quiere ir allí.
El Volkswagen tiene problemas de motor… siempre tiene problemas de motor.
Cuando consiguen arreglar el coche en Binghamton, Nueva York, tienen ochenta y
cinco dólares menos y llevan cuatro horas de retraso. Pasan esa noche en el parque
estatal del lago Gilbert, a medio camino entre Binghamton y Utica.
Llueve. El camping es pequeño y está abarrotado; el único sitio que queda está
junto al retrete. Jeremy monta la tienda de nailon de veinticuatro dólares bajo la lluvia
y luego se acerca a la parrilla para ver cómo le va a Gail con la cena. Ella está
empleando su poncho como lona para impedir que la lluvia empape los escasos palos
que ha encontrado para hacer leña, pero el «fuego» es poco más que humo de madera
mojada, como quemar periódicos.
—Tendríamos que haber comido en Oneonta —dice Jeremy, entornando los ojos
bajo la lluvia. Todavía no son las ocho, pero las nubes grises tapan la luz del día. La
lluvia no parece desanimar a los mosquitos, que zumban bajo el toldo. Jeremy aviva
el fuego mientras Gail espanta los insectos.
Se dan un festín con los perritos calientes a medio calentar con pan mojado,
arrodillados a la entrada de la tienda en vez de admitir la derrota y refugiarse en el
lujo comparativo del coche.
—No tenía hambre, de todas formas —miente Gail. Bremen ve por contacto
mental que está mintiendo, y Gail sabe que lo ve.
También ve que ella quiere hacer el amor.
A las nueve están dentro de sus sacos de dormir, aunque la lluvia decide parar en
ese momento y los excursionistas salen de sus Winnebagos y Silverstreams y ponen
las radios a todo volumen mientras cocinan la cena. El olor de la carne a la brasa les
llega a Jeremy y Gail mientras juguetean, y los dos se ríen al sentir la distracción del
otro. Jeremy coloca la mejilla sobre el estómago de Gail y susurra:
—¿Crees que nos invitarán si les decimos que somos recién casados?
Recién casados hambrientos. Gail le pasa los dedos por el pelo.
Jeremy besa la suave curva de su bajo vientre. Ah, bueno… un poco de hambre

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nunca ha matado a nadie.
Gail se ríe, luego deja de reír e inspira profundamente. Empieza a llover otra vez,
de manera suave pero insistente, sobre el nailon del techo, espantando los insectos, el
ruido y los olores de la cocina. Durante un rato no hay nada más en el universo que el
cuerpo de Gail, el cuerpo de Jeremy… y luego un solo cuerpo que ninguno posee
totalmente.
Han hecho el amor otras veces: hicieron el amor aquella primera noche después
de la fiesta de Chuck Gilpen. Pero nunca es menos maravilloso o extraño, y esta
noche, en la tienda, bajo la lluvia, Jeremy se pierde verdaderamente, y Gail se pierde,
y su flujo de pensamientos se une y se entrelaza tanto como sus cuerpos. Al cabo de
un rato, después de eones de estar perdidos el uno en la otra, Jeremy siente el
orgasmo envolvente de Gail y lo celebra como propio, mientras Gail se eleva en la
ola creciente de su clímax inminente, tan diferente de la intensidad sísmica interior
propia, pero también suya ahora. Se corren juntos. Gail siente por un momento la
sensación de su cuerpo acunándose en el cuerpo de él mientras él se relaja en su
mente al tiempo que lo sujeta con los brazos y las piernas.
Cuando se separan en los sacos de dormir, el aire en la tienda de nailon está
cargado de la humedad de su aliento. Ya ha oscurecido del todo cuando Gail descorre
las puertas de la tienda y se asoman a la suave llovizna, sintiendo el agua en la cara y
el pecho, y respiran el aire fresco y abren la boca para beber del cielo.
Ya no leen ni visitan la mente del otro. Cada uno es el otro, inmediatamente
consciente de cada pensamiento y sensación del otro. No, eso no es exacto: no hay él
ni ella por un momento. La conciencia de género sólo vuelve gradualmente, como
una bajamar que retrocede lentamente por la mañana para dejar restos en una playa
recién lavada.
Enfriados y refrescados por la lluvia, vuelven a entrar, se secan con gruesas
toallas y se enroscan entre capas de algodón. La mano de Jeremy encuentra un sitio
donde posarse en la leve curva de la espalda de Gail mientras ella reposa la cabeza
sobre su hombro. Es como si su mano hubiera conocido siempre este lugar.
Encajan a la perfección.
Al día siguiente almuerzan en Utica y se dirigen de nuevo al norte, hacia las
montañas. En Old Forge alquilan una canoa y reman por la cadena de lagos acerca de
la que ha leído Jeremy. Los lagos están más edificados de lo que había imaginado, el
susurro y el chisporroteo de la neurocháchara son audibles desde las casas situadas en
las orillas; pero encuentran islas apartadas y bancos de arena para acampar durante
los tres días de excursión en canoa, hasta que una tormenta de dos días y un acarreo
de cinco kilómetros los expulsa de Long Lake al quinto día.
Gail y Jeremy encuentran una cabina telefónica y regresan a Old Forge con un
joven barbudo de la tienda de alquiler de canoas. De vuelta al traqueteante
Volkswagen, se internan más profundamente en las montañas, dando un rodeo de
ciento cincuenta kilómetros por el lago Saranac hasta el pueblo de Keene Valley. Allí

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Jeremy compra una guía de senderismo. Se echan a la espalda las mochilas por
primera vez y se encaminan hacia la Gran Pendiente.
La guía insiste en que son sólo ocho kilómetros de camino por un sendero de
moderada dificultad llamado los Hermanos, pero la palabra «moderada» se queda
corta, ya que el sendero los lleva entre rocas, cascadas, riscos y picos. Jeremy pronto
maldice y protesta: los «ocho kilómetros» los midieron obviamente desde un avión,
no a pie. También reconoce que puede que haya cargado demasiado la mochila. Gail
sugiere sacar la bolsa de carbón o el segundo pack de cervezas, pero Jeremy elimina
varias bolsas de gorp[1] e insiste en quedarse con lo esencial para un viaje civilizado.
A los cinco kilómetros atraviesan un precioso bosquecillo de álamos blancos y
llegan a la cima del Tercer Hermano, un pico bajo que consigue asomar su morro
rocoso por encima del ondulante océano de hojas. Desde allí atisban su destino, la
Gran Pendiente, y entre jadeos, Jeremy y Gail se sonríen mutuamente.
La Gran Pendiente es una montaña más pequeña y mucho más misteriosa que El
Capitán de Yosemite. Mientras que una se eleva en un suave arco boscoso, la pared
de roca de la otra cae a pico y culmina en un amasijo de peñascos del tamaño de
casas.
—¿Ése es nuestro destino? —Jadea Gail.
Jeremy asiente, demasiado agotado para hablar.
—¿No podemos sacar una foto y decir que hemos estado allí?
Jeremy sacude la cabeza y levanta la mochila con un gruñido. Siguen un
kilómetro por una trocha. El camino serpentea suavemente y con frecuencia atraviesa
formaciones rocosas o pendientes empinadas. Justo debajo de la cumbre de la Gran
Pendiente llegan a la última sección del sendero. Los últimos centenares de metros
parecen rectos.
Jeremy se da cuenta de que han alcanzado la cima sólo cuando su mirada gacha
no ve ninguna roca delante, sólo aire. Cae de espaldas y se tumba sobre la mochila
con los brazos y las piernas abiertos. Gail tiene la delicadeza de quitarse la mochila
antes de tumbarse boca abajo.
Permanecen tendidos casi quince minutos, haciendo comentarios sobre las
formaciones de nubes y algún halcón ocasional, mientras recuperan el aliento lo
suficiente para poder susurrar. Luego el frescor de la brisa hace que Gail se siente, y
mientras Jeremy ve cómo el viento le agita el pelo corto, piensa siempre voy a
recordar esto, y Gail se vuelve para sonreírle, viendo su reflejo en sus pensamientos.
Emplazan la tienda lejos de la cara sur, entre los árboles castigados por el clima
de un saliente rocoso, pero colocan las esterillas y los sacos de dormir en el borde del
mismo precipicio. Preparan el carbón en un hueco natural entre las rocas: la parrilla
encaja a la perfección. Gail saca los filetes de la pequeña nevera portátil y Jeremy una
de las tres cervezas frías y la abre. Gail ya ha colocado las mazorcas de maíz
envueltas en papel de plata sobre las ascuas, y ahora Jeremy supervisa la cocción
mientras Gail va colocando rábanos rojos, ensalada y patatas fritas en dos platos. De

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una bolsa envuelta en toallas y rellena de papel saca con cuidado dos vasos de vino y
una botella de cabernet sauvignon. Pone la botella a enfriar con el resto de las
cervezas.
Comen mientras la tarde de verano va muriendo, encaramados en el saliente, con
las botas colgando en el vacío. Hay suficientes nubes para que el cielo se encienda en
una llamarada de rosas y púrpuras oscuros.
El saliente recorre la cara sur de la montaña, hacia donde se vuelven mientras el
crepúsculo se hunde en la noche. Hay mucha carne y la comen despacio, llenando los
vasos de vino con frecuencia. Gail ha traído dos grandes porciones de tarta de
chocolate para el postre.
Se levanta un viento nocturno mientras limpian la zona y guardan los platos de
papel en sus bolsas para la basura. Jeremy no quiere que el fuego prenda y dispersa
los carbones apagados entre las grietas de la roca, dejando el menor rastro posible de
que han cocinado. Llevan puesta la chaqueta de vellón mientras se limpian los dientes
y hacen sus necesidades entre los árboles de la cara norte, pero cuando las estrellas
salen ya se han metido en los sacos de dormir en la cara sur.
Esto está bien, es la imagen, y por un momento ninguno sabe quién lo ha pensado
primero. Al sur sólo hay bosque y montañas y cielo oscuro hasta donde alcanza la
vista. Ninguna carretera, ningún faro estropea la extensión púrpura del valle, aunque
ahora hay unas cuantas hogueras visibles. Diez minutos más tarde el cielo es más
claro que el valle mientras las estrellas empiezan a llenar la cúpula sobre sus cabezas.
El brillo de las estrellas no compite con las luces de la ciudad.
Han unido los dos sacos por sus cremalleras, pero les queda un poco de espacio
para quitarse la ropa. Jeremy y Gail se lo ordenan todo al pie de los sacos para que la
ropa interior no salga volando si la brisa aumenta por la noche, y luego se cubren la
cabeza y se acurrucan juntos, todo piel suave y cálido aliento, desafiando el frío que
hace fuera de los sacos. Esta noche hacen el amor, despacio al principio, muy
suavemente. Promete un éxtasis más violento de lo que han conocido antes.
Siempre. Jeremy nota que ha sido Gail quien ha enviado el pensamiento esta vez.
Siempre, susurra, o no susurra.
Se acurrucan, entrelazados, cálidos, a resguardo del viento, mientras en el cielo
las estrellas parecen arder con la intensidad de la afirmación del universo.

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En el reino sombrío
Aparcaron en una fila llamada GRUÑÓN y tomaron la lanzadera hasta la puerta
del parque. Vanni Fucci se había quitado la chaqueta blanca y llevaba el revólver del
calibre 38 cubierto con ella.
—Si haces alguna estupidez —le dijo en voz baja a Bremen mientras esperaban la
lanzadera—, te mato aquí mismo. Te juro por el puñetero Jesucristo que lo haré.
Bremen miró al ladrón, sintió la resolución de luchar con la irritación.
Vanni Fucci confundió la mirada con incredulidad.
—¡Si no me crees, te mataré aquí mismo en el puñetero aparcamiento y estaré en
la puñetera Georgia antes de que nadie se dé cuenta de que te han pegado un puñetero
tiro!
—Te creo —dijo Bremen, sintiendo los arrebatos de la excitación del hombre.
Había algo en el hecho de matar en público, sobre todo allí, que atraía a Vanni Fucci,
aunque el ladronzuelo prefería que ese loco de Bert Cappi o su colega igualmente
loco, Ernie Sanza, se encargaran de hacerlo. Fuera como fuese, él o Bert o Ernie,
sería una historia cojonuda… cargarse a ese paisano allí.
La lanzadera llegó. Bremen y Vanni Fucci subieron. El cañón del 38 apretaba el
costado de Bremen a través de la chaqueta. Durante el corto trayecto hasta la puerta,
Bremen captó más detalles del plan de Fucci.
La reunión obedecía a otros motivos; más concretamente, la habían preparado la
mano derecha de Don Leoni allí, Sal Empori, con ayuda de Bert y Ernie, y uno de
esos puñeteros colombianos locos (así era como Vanni Fucci pensaba siempre en
ellos, esos puñeteros colombianos locos), para intercambiar un maletín de dinero de
Don Leoni por un maletín de la mejor heroína de los puñeteros colombianos locos
para vendérsela a los negros del norte del territorio de Vanni Fucci. Llevaban ya
varios años haciendo el cambio en Disneylandia.
Sal se encargará de este puñetero pirado. Sin alboroto, sin crear ningún puñetero
jaleo, sin dejar un puñetero rastro.
—Paga tu puñetera entrada —susurró Vanni Fucci mientras compraba la suya y le
clavaba a Bremen la pistola en las costillas.
Bremen rebuscó en sus bolsillos. Sí que había guardado algunos billetes de
cincuenta allí tres días antes. Seis de cincuenta, para ser exactos. Deslizó uno por el
mostrador, especificó que sólo quería una entrada para el día y esperó su cambio, que
era menos de lo que hubiese cabido esperar.
El ladrón lo obligó a moverse entre la multitud, con una mano en el brazo de
Bremen y la otra fuera de la vista bajo la chaqueta. A Bremen aquello le parecía muy
sospechoso, pero a nadie pareció llamarle la atención.
Apenas alzó la mirada mientras Vanni Fucci lo conducía a un monorraíl que los
llevó alrededor de varias lagunas hacia un lejano conglomerado de torres, estructuras
y como mínimo una montaña artificial. El monorraíl se detuvo, el ladrón hizo que

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Bremen se levantase y saliese, y los dos hombres se internaron en la multitud. La
neurocháchara en torno a Bremen había pasado de ser un susurro a ser un grito, de un
grito a un rugido incesante, tan alejado del runrún de la neurocháchara normal como
el estrépito de las cataratas del Niágara debía estarlo del sonido de una cascadita. Y la
cualidad peculiar era la tristeza frenética y ampliamente compartida, tan penetrante y
poderosa como el olor de la carne podrida.
Bremen se tambaleó, se llevó las manos a las sienes y se cubrió los oídos en un
intento inútil de bloquear las ondas de no-sonido, no-habla. Vanni Fucci lo empujó
hacia delante.
No es como esperaba… llevo treinta y cinco años esperando esto… no es como
esperaba que fuera…
¡Más sitios que ver! ¡Más atracciones! ¡No hay tiempo suficiente! ¡Nunca hay
tiempo suficiente! Deprisa… deprisa. ¡Sarah, deprisa!
Bueno, es por los niños. Por los niños. Pero los puñeteros niños parecen
histéricos la mitad del tiempo, aturdidos como malditos zombis la otra mitad…
¡Deprisa! Tom, date prisa, vamos a perder el turno…
Bremen cerró los ojos y dejó que Vanni Fucci lo dirigiera a través de la multitud
mientras oleada tras oleada de desesperación lo envolvían como una marea salvaje.
Era como si toda la urgencia del parque de atracciones (divertirse, ¡por Dios,
divertirse!), le golpeara como las olas rompen en una playa estrecha.
—Abre los ojos, cabrón —le susurró Vanni Fucci al oído. La boca de la pistola se
clavó con más fuerza en el costado de Bremen.
Abrió los ojos, pero continuó casi ciego por el dolor de la neurocháchara: el
urgente frenesí, sin centro, la prisa, maldición-vamos-a-perder-el-turno del hay que
divertirse contra viento y marea. Bremen jadeó en busca de aire y trató de no vomitar.
Vanni Fucci lo hizo avanzar. Sal y Bert y Ernie tendrían que haber contactado ya
con los puñeteros colombianos locos, y Vanni Fucci se suponía que tenía que
entregarles al pirado en la Montaña Espacial. Excepto que Vanni Fucci no estaba
seguro al ciento por ciento de dónde estaba la puñetera Montaña Espacial; el
intercambio solía llevarse a cabo en la puñetera atracción de la Jungla, así que
siempre había ido derechito al País de las Aventuras durante sus otras visitas. Recogía
el maletín de Sal y se largaba en el monorraíl. No sabía por qué Sal había tenido que
cambiar el puñetero punto de reunión a la puñetera Montaña Espacial, pero sabía que
la montaña estaba en la puñetera Tierra del Mañana.
Vanni Fucci trató de orientarse. Vale, estamos en la puñetera calle principal
sacada de la infancia de nuestro querido y difunto Walt. Un puñetero sueño húmedo.
Ninguna calle principal ha tenido jamás este puñetero aspecto. La calle principal
donde yo crecí estaba llena de puñeteras fábricas y puñeteras franquicias y
puñeteros Mercedes del 57 sobre puñeteros ladrillos porque los puñeteros negros les
habían mangado los puñeteros neumáticos.
Vale, estoy en la puñetera calle mayor. El puñetero castillo está al norte. El

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puñetero cartel dice que el puñetero País de la Fantasía está detrás del puñetero
castillo. ¿Por qué camino se va del País de la Fantasía a la puñetera Tierra del
Mañana, eh? Tendrían que dar un puñetero mapa de carreteras o algo por el estilo.
Vanni Fucci rodeó el gran castillo de fibra de vidrio, vio una nave espacial y
algunas chorradas futuristas a la derecha y empujó a Bremen hacia allí. Cinco
minutos más y le entregaría aquel pirado a Sal y los muchachos.
Bremen se detuvo. Estaban en la Tierra del Mañana, casi a la sombra de la
estructura vagamente anticuada que albergaba la montaña rusa de la Montaña
Espacial, y Bremen se detuvo en seco.
—Muévete, hijo de puta —susurró Vanni Fucci entre dientes. Apretó el 38 contra
las costillas de Bremen.
Bremen parpadeó, pero no se movió. No pretendía desafiar a Vanni Fucci;
simplemente no podía concentrarse ya en el hombre. El ataque de migraña provocado
por la neurocháchara lo había sacado de sí mismo en un alud de distanciamiento, en
la cresta de una ola de alienación.
—¡Muévete!
La saliva de Vanni Fucci alcanzó a Bremen en la oreja. Oyó el percutor del
revólver al amartillarse. Su último pensamiento claro fue: No estoy destinado a morir
aquí. El camino continúa hacia abajo.
Bremen se vio a sí mismo a través de los ojos de una mujer de mediana edad
cuando se apartaba de Vanni Fucci.
El ladrón maldijo y cubrió de nuevo la pistola con su chaqueta.
Bremen continuó retrocediendo.
—¡Lo digo en serio, carajo! —gritó Vanni Fucci, alzando ambas manos bajo la
chaqueta.
Una familia de Hubbard, Ohio, se detuvo a mirar asombrada la extraña procesión:
Bremen retrocediendo despacio, el hombrecito siguiéndolo con ambos brazos
levantados y un bulto bajo la chaqueta apuntando al pecho de Bremen… y Bremen
miró sin ninguna curiosidad a través de sus ojos curiosos. La hija más pequeña
mordió un trozo de algodón de azúcar y continuó mirando a los dos hombres. Un
jirón rosado se le pegó en la mejilla.
Bremen continuó retrocediendo.
Vanni Fucci quiso saltar hacia delante, quedó bloqueado un momento por tres
monjas risueñas que pasaban y echó a correr cuando vio que Bremen retrocedía
cruzando un jardín hacia el muro de un edificio. El ladrón destapó el cañón del arma.
Una mierda iba a estropear una chaqueta perfectamente buena con ese puñetero
pirado.
Bremen se vio a sí mismo reflejado como desde una docena de espejos deformes
de la casa de la risa. Thomas Geer, de diecinueve años, vio la pistola y se detuvo muy
sorprendido, sacando la mano del bolsillo trasero de Terri.
La señora Frieda Hackstein y su nieto Benjamín tropezaron con Thomas Geer y el

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globo de Mickey Mouse de Bennie escapó flotando hacia el cielo. El niño se puso a
llorar.
A través de sus ojos, Bremen se vio a sí mismo acorralado contra una pared. Vio a
Vanni Fucci alzar la pistola. Bremen no pensó nada, no sintió nada.
A través de los ojos del pequeño Bennie, Bremen vio que había un cartel a su
espalda, en la puerta, que rezaba: SÓLO PERSONAL AUTORIZADO. Y, debajo: EMPLEADOS
CON TARJETA DE ACCESO DE SEGURIDAD. Había una ranura en una caja metálica, en la
pared, presumiblemente para las tarjetas de seguridad, pero un palito mantenía la
puerta ligeramente abierta.
La señora Hackstein dio un paso adelante y empezó a gritarle a Thomas Geer
porque por su culpa habían perdido el globo de Benjamín. Durante un segundo
bloqueó la visión de Vanni Fucci.
Bremen cruzó la puerta, dio una patada al palo y la cerró tras él. Unas luces
tenues iluminaban una escalera de hormigón. Bremen bajó sus veinticinco peldaños,
giró a la derecha y descendió otra docena de peldaños. La escalera daba a un pasillo
ancho. A lo lejos se oían sonidos mecánicos.
Morlocks, pensó Gail.
Bremen jadeó como si lo hubieran golpeado en el estómago, se sentó en el tercer
escalón y se frotó los ojos. Gail no. No. Había leído sobre el dolor fantasma que se
sufre en los miembros amputados. Aquello era peor. Mucho peor. Se incorporó y
siguió por el pasillo, tratando de actuar como si conociera el lugar. La marea de
neurocháchara lo dejó aún más vacío que un momento antes.
El pasillo se entrecruzaba con otros pasillos, dejaba atrás otras escaleras.
Crípticos carteles en las paredes señalaban con flechas hacia AUDIANIMALABO 6 - 10 o
TRANSRECOLET 44 - 66 o PERSONALVESTIB 2 - 5. Bremen pensó que esto último parecía
menos amenazador y tomó ese pasillo. De repente un fuerte chirrido surgió de una
intersección y Bremen tuvo que retroceder una docena de pasos y encaramarse a una
escalera vacía mientras un coche eléctrico pasaba de largo. Ni el hombre ni el robot
parcialmente desmontado del cochecito miraron a Bremen.
Bajó por el pasillo y avanzó despacio, prestando atención al sonido de otro coche
eléctrico. De repente unas risas sonaron en la siguiente curva y Bremen dio cinco
pasos y se encontró en lo que esperaba que fuese otra escalera, pero era otro pasillo
mucho más estrecho.
Recorrió ese pasillo con las manos en los bolsillos, resistiendo las ganas de silbar.
Tras él, la risa y la conversación aumentaron de volumen cuando alguien enfiló el
pasillo que acababa de dejar. Se dio cuenta de su destino y de su error al mismo
tiempo.
El pasillo terminaba en dos grandes puertas sobre las cuales un cartel advertía:
ASEGÚRENSE DE QUITARSE LA CABEZA ANTES DE ENTRAR. En las puertas ponía VESTÍBULO
DE PERSONAJES 4 y había un cartel de no fumadores debajo. Bremen oyó más
conversaciones al otro lado de las puertas. Tenía unos tres segundos antes de que las

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voces de detrás llegaran.
A su izquierda había una puerta gris con una sola palabra: HOMBRES. Bremen la
cruzó justo en el momento en que tres hombres y una mujer llegaban al largo pasillo
que acababa de recorrer.
El cuarto de baño estaba vacío, aunque una alta figura en la pared del fondo le
hizo dar un respingo. Bremen parpadeó. Era un disfraz de Goofy, de al menos metro
ochenta de altura, colgado de un gancho junto a los lavabos.
Oyó unas voces en la puerta y se metió en uno de los reservados. Echó el pestillo
con un suspiro de alivio. Nadie le exigiría allí dentro una placa de identificación.
Unas puertas se abrieron y las voces se perdieron en el vestíbulo de personajes.
Bremen se llevó las manos a la cabeza y trató de concentrarse.
¿Qué demonios estoy haciendo? La voz de su mente era apenas audible por
encima del rugido constante de la neurocháchara de las docenas de miles de almas en
busca de diversión del exterior.
Correr, se respondió a sí mismo. Esconderme.
¿Por qué?
La neurocháchara susurraba y latía.
¿Por qué? ¿Por qué no decir a las autoridades lo que pasa? Llevar a la policía
de vuelta al lago. Hablarles de Vanni Fucci.
Deprisa, deprisa, deprisa, divirtámonos, maldición, estos tres días me están
costando una fortuna…
Bremen se apretó las sienes.
Ajá. Díselo a las autoridades. Deja que los polis confirmen tu identidad y
averigüen que eres el tipo que acaba de pegarle fuego a su casa y ha desaparecido…
y luego está a mano cuando un gánster se deshace de un cadáver. ¿Y cómo es, señor,
que conoce usted los nombres del gánster y el cadáver?
¿Por qué quemé la casa?
No, más tarde. Más tarde. Piensa en eso más tarde.
Nada de polis. Nada de explicaciones. Si piensas que este lugares un infierno,
prueba una noche o dos en una celda. Me pregunto cómo serán los pequeños cráneos
de tus compañeros de jergón… ¿quieres una noche o dos de eso, Jeremy, muchacho?
Bremen abrió la puerta, se acercó al urinario y trató de orinar pero no pudo. Se
subió la cremallera y se acercó al lavabo. El agua fría le vino bien. Se sorprendió al
ver el rostro pálido y demacrado que le devolvía el espejo.
Al infierno con los polis. Al infierno con Vanni Fucci y sus amigos. Lárgate de
aquí sin más. Lárgate.
Había más voces en el pasillo. Bremen se dio media vuelta, pero, aunque la puerta
del servicio de señoras de al lado se abrió, en el de hombres no entró nadie. Todavía
no.
Bremen se quedó allí un segundo, echándose agua en la cara. Lo difícil, advirtió,
no era salir de aquel laberinto sin que lo detuvieran, sino salir del parque de

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atracciones. Vanni Fucci ya se habría reunido con los otros matones (Sal, Bert y
Ernie, recordó Bremen) y estarían vigilando las salidas.
Bremen se secó la cara con una toalla de papel. De repente se quedó inmóvil y
bajó la toalla. Había dos rostros en el espejo, y uno de ellos le sonreía.

El coche eléctrico alcanzó a Bremen en uno de los pasillos principales. El fornido


hombre que iba al volante dijo:
—¿Quieres que te lleve?
Bremen asintió y subió. El cochecito zumbó al ponerse en marcha y siguió una
línea azul del suelo. Otros coches pasaron en dirección contraria, siguiendo una línea
amarilla. El segundo que pasó transportaba a tres guardias de seguridad.
El conductor se pasó un cigarrillo sin encender al otro lado de la boca y dijo:
—No tienes que llevar la cabeza puesta, ya lo sabes.
Bremen asintió y se encogió de hombros.
—Tú eres el que pasa calor —dijo el hombre—. ¿Entras o sales?
Bremen señaló hacia arriba.
—¿Qué salida?
—El castillo —respondió Bremen, esperando que su voz sonara adecuadamente
apagada.
El conductor frunció el ceño.
—¿El castillo? ¿Te refieres al patio B-cuatro? ¿O al lado A?
—Al B-cuatro —dijo Bremen, y reprimió las ganas de rascarse la cabeza bajo el
pesado disfraz.
—Sí, paso por allí —dijo el conductor, y giró a la derecha por otro pasillo. Un
minuto más tarde detuvo el coche junto a unas escaleras. El cartel decía: patio B-4.
Bremen bajó del coche y le dirigió al hombre un saludo amistoso.
El conductor asintió, se cambió el cigarrillo de lado otra vez y dijo:
—No dejes que los pequeños cabrones te claven alfileres como le hicieron a
Johnson.
Y se marchó, el coche zumbando en la distancia. Bremen subió las escaleras tan
rápidamente como se lo permitían su visión limitada y sus zapatos enormes.

Casi había recorrido la artificial calle principal camino de la salida cuando los
niños empezaron a congregarse.
Al principio continuó andando, ignorándolos, pero sus gritos y su temor a ser
descubierto por los adultos le hicieron detenerse y sentarse en un banco un momento,
para dejar que lo rodearan.
—¡Eh, Goofy, hola! —Gritaron, acercándose. Bremen se comportó como se
suponía que debían hacer los personajes: se hizo el sorprendido, guardó silencio y se

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llevó las gruesas manos de cuatro dedos a la nariz saltona como si se sintiera
cohibido. A los niños les encantó. Se acercaron más, tratando de sentarse en su
regazo, abrazándolo.
Bremen les devolvió el abrazo y actuó como Goofy. Los padres le hicieron fotos y
lo grabaron en vídeo. Bremen les sopló besos, abrazó a unos cuantos niños más, se
puso en pie como pudo y se encaminó a la salida, saludando y dando besos al aire
mientras avanzaba.
El grupo de niños y padres se marchó, riendo y saludando. Bremen se volvió y se
encontró con un grupo muy distinto de niños.
Eran al menos una docena. Los más jóvenes debían de tener unos seis años, los
mayores no más de quince. Pocos tenían pelo, aunque la mayoría llevaba gorra o
pañuelo, y una niña (Melody) llevaba una peluca cara. Sus caras eran tan pálidas
como la de Bremen en el espejo. Sus ojos eran enormes. Algunos sonreían. Otros
trataban de sonreír.
—Hola, Goofy —dijo Terry, un niño de nueve años en las últimas fases de un
cáncer óseo. Iba en silla de ruedas.
—¡Hola, Goofy! —llamó Sestina, la niñita negra de seis años de Bethesda. Era
muy guapa. Los ojos grandes y los pómulos afilados ponían de relieve su fragilidad.
Llevaba el pelo (su propio pelo) en trencitas con lazos azules, verdes y rosas. Tenía
sida.
—¡Di algo, Goofy! —susurró Lawrence, el niño de trece años con un tumor
cerebral. Cuatro operaciones hasta la fecha. Dos más que Gail. Lawrence, tendido en
la oscuridad del postoperatorio y oyendo al doctor Graynemeir decirle a su madre en
el pasillo que el pronóstico no era positivo, tres meses como máximo. De eso hacía
siete semanas.
Melody, de siete años, no dijo nada, pero avanzó y abrazó a Bremen hasta que se
le torció la peluca. Bremen (Goofy) le devolvió el abrazo.
Los niños avanzaron en un único movimiento, un gesto orquestado, como
coreografiado por anticipado. No era humanamente posible, ni siquiera para Goofy,
abrazarlos a todos a la vez, encontrar espacio en el círculo de sus brazos para todos
ellos, pero lo hizo. Goofy los abrazó a todos y envió un mensaje de bienestar y
esperanza y amor a cada uno de ellos, disparándolo en ráfagas telepáticas como
láseres del tipo que había enviado a Gail cuando el dolor y la medicación hacían más
difícil el contacto mental. Estaba seguro de que no podían oírlo, de que no podían
sentir los mensajes, pero los envió de todas formas, mientras los abrazaba y les
susurraba cosas al oído, no las tonterías típicas de Goofy, sino cosas secretas y
personales, aunque imitando la voz de su personaje lo mejor que supo.
Melody, tranquila, tu madre sabe que te equivocaste tocando el piano. No pasa
nada. No le importa. Te quiere.
Lawrence, deja de preocuparte por el dinero. El dinero no es importante. El
seguro no es importante. Tú eres importante.

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Sestina, ellos quieren estar contigo, preciosa. Toby tiene miedo de abrazarte
porque cree que no te cae bien. Es tímido.
Los padres y las enfermeras y los patrocinadores del viaje (una mujer de Green
Bay que llevaba dos años trabajando para lograr aquel sueño) permanecieron a un
lado mientras duraron estos extraños abrazos y caricias y susurros.
Diez minutos más tarde Goofy acarició las mejillas de los niños una última vez,
saludó exageradamente y recorrió lo que le quedaba de la calle principal, se montó en
el monorraíl, se bajó en el Centro de Transporte y Billetes, dejó atrás las taquillas,
saludó a Sal Empori y Bert Cappi y a un colorado Vanni Fucci que observaban a la
multitud, fue hasta el aparcamiento y subió a un autocar que se marchaba al hotel
Hyatt Regency Grand Cypress. Los turistas ancianos que había en el autocar
saludaron y le dieron a Goofy palmaditas en la espalda.
Bert Cappi se volvió hacia Vanni Fucci.
—¿Puedes creerte este maldito sitio?
Vanni Fucci no despegó la mirada de la multitud que se dirigía a las lanzaderas.
—Cierra el puñetero pico y sigue mirando —dijo. Tras ellos, el autocar para el
Hyatt arrancó con un siseo y un rugido.

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A la hora violeta
Un billete de autobús para Denver costaba poco más de la mitad del dinero que le
quedaba a Bremen. Lo compró y durmió en el parque, frente al Hyatt, donde había
tirado el disfraz de Goofy. El autobús salía para Orlando a las once y cuarto de esa
noche. Esperó hasta el último minuto para tomarlo. Usó una entrada de
mantenimiento y subió directamente al autobús, con la cabeza gacha y el cuello de la
camisa subido. No vio a nadie con aspecto de gánster; más importante todavía, el
runrún de la neurocháchara no fue recalcado por la impresión de reconocimiento de
ninguno de los transeúntes.
A la una de la madrugada estaba a medio camino de Gainesville y Bremen
empezó a relajarse contemplando por la ventanilla las tiendas cerradas y las farolas de
vapor de mercurio que flanqueaban las calles de Ocala y una docena de poblaciones
más pequeñas. La neurocháchara era menor a esas horas de la noche. Durante años
Bremen y Gail habían estado convencidos de que el efecto de los llamados ritmos
circadianos de los seres humanos era en buena parte telepatía incipiente de la gente
que sentía dormir a su alrededor el sueño nacional. Le costó mucho permanecer
despierto esa noche, aunque los nervios de Bremen se retorcían con los pensamientos
de aquellas dos docenas de personas que todavía estaban despiertas a bordo del
autobús. Los sueños de los otros se añadían al ruido mental, aunque los sueños eran
más profundos, teatros de la mente más privados y no tan accesibles.
Bremen le dio gracias a Dios por eso.
Se encontraban en la interestatal Setenta y cinco, saliendo de Gainesville en
dirección al norte cuando Bremen empezó a reflexionar sobre su situación.
¿Por qué no había vuelto a la cabaña de pesca? Su hogar de los tres últimos días
le parecía el único refugio para él en el mundo. ¿Por qué no había regresado…
aunque fuera sólo por el dinero?
Bremen sabía que en parte se debía a que casi seguro que Vanni Fucci o Sal
Empori o algunos de sus matones estarían vigilando el lugar. Y Bremen no tenía
ningún deseo de meter a Norm Senior ni al viejo Verge en líos por su culpa.
Pensó en el coche de alquiler aparcado. A esas alturas Verge o Norm Senior ya se
habrían dado cuenta de que había desaparecido. Y habrían encontrado el dinero de la
cabaña. Sin duda saldaría la deuda con la empresa de alquiler. ¿Llamaría Norm
Senior a la policía por su desaparición? Era improbable. ¿Y si lo hacía? Bremen
nunca había dado su nombre, nunca había mostrado su carné de conducir. Los dos
hombres habían respetado la intimidad de Bremen hasta el punto de que había poco
que pudieran decir a la policía aparte de darle su descripción.
Un motivo más práctico para no regresar era simplemente que no sabía el camino.
Sólo sabía que la cabaña estaba más cerca de Miami que de Orlando, al borde de un
lago y un pantano. Bremen pensó en telefonear a Norm Senior desde Denver, para
pedirle que le enviara el grueso de dinero a un apartado de correos en Denver, pero

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recordó que no había visto ningún nombre en la tiendecita y Norm Senior nunca
había pensado en su apellido mientras Bremen lo estaba escuchando. El refugio de la
cabaña de pesca se había perdido para siempre.
Sólo había unos cuatrocientos kilómetros desde Orlando a Tallahassee, pero eran
más de las cinco de la madrugada cuando el autobús paró en las silenciosas calles
mojadas de la capital.
—¡Una pausa para descansar! —anunció el conductor, y se apeó rápidamente.
Bremen se acomodó en su asiento y dormitó hasta que los demás regresaron. Ya
conocía muy bien a sus compañeros de viaje y su regreso resonó en su cráneo como
los gritos en una tubería de metal. El autobús arrancó a las 5.42 de la mañana y se
dirigió tranquilamente a la interestatal Diez Oeste mientras Bremen se apretaba las
sienes y trataba de concentrarse en sus propios sueños.
Dos filas más atrás estaban sentados un joven marine, Burk Stemens, y una joven
sargento de las WAF llamada Alice Jean Dernitz. No se conocían antes de subir al
autobús en Orlando, pero rápidamente se estaban haciendo más que amigos. Ninguno
había dormido mucho durante las últimas siete horas; le habían contado al otro más
sobre su vida de lo que ninguno había revelado jamás a sus parejas, pasadas o
presentes. Burk acababa de cumplir catorce meses de cárcel por atacar con una navaja
a un oficial. Había cambiado una expulsión con deshonor de la Marina por los
últimos cuatro meses de sentencia e iba camino de casa en Forth Worth para ver a su
esposa, Debra Anne, y a sus dos hijos. No le habló a Alice Jean de Debra Anne.
A la sargento Dernitz le faltaban dos meses para retirarse con honores de las
Fuerzas Aéreas y pasaba el grueso de ese tiempo de permiso. Se había casado dos
veces, la segunda con el hermano de su primer marido. Se había divorciado del
primer hermano, Warren Bill, y había perdido al segundo, William Earl, hacía cuatro
meses: se había matado al salirse su Mustang de una carretera de montaña en
Tennessee a ciento veinte kilómetros por hora. A Alice Jean no le había afectado
mucho. Ella y el hermano número dos llevaban separados casi un año en el momento
del accidente. No le habló a Burk ni de Warren Bill ni del difunto William Earl.
Burk y Alice empezaron a intimar en Gainesville y, en Lake City, justo antes de
que la 1 - 75 se encontrara con la 1 - 10, dejaron de intercambiar historias de
barracones y se pusieron manos a la obra. Cuando dejaron atrás Lake City, Alice Jean
fingió dormir y apoyó la cabeza en el hombro de Burk, mientras Burk la rodeaba con
un brazo y dejaba que su mano cayera «accidentalmente» sobre su pecho izquierdo.
En el extrarradio de Tallahassee los dos respiraban entrecortadamente, la mano de
Burk por dentro de la blusa de ella y la mano de Alice Jean sobre el regazo de Burk
por debajo de la chaqueta que él había colocado como una manta sobre ambos. Ella
acababa de bajarle la cremallera cuando el conductor anunció la parada de descanso.
Bremen se dispuso a pasar el rato en la diminuta estación de autobuses en vez de
sufrir la siguiente fase de su lento y doloroso juego amoroso, pero por suerte Burk le
susurró algo al oído a Alice Jean y los dos bajaron del autobús, Burk sujetando su

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chaqueta torpemente por delante. Tenían la intención de probar suerte en un trastero
o, si todo lo demás fallaba, en el lavabo de señoras.
Bremen trató de dormir con los otros pasajeros que quedaban a bordo del autobús,
pero las contorsiones de Burk y Alice Jean (había sido en el lavabo de señoras) lo
asaltaron incluso en la distancia. Su pasión fue tan banal y tan corta como su lealtad a
sus actuales y antiguas parejas.
Cuando el autobús se acercaba a Pensacola eran casi las diez de la mañana y
todos los pasajeros estaban despiertos. Los sonidos de la autopista habían adquirido
un nuevo timbre. Nubes de tormenta asomaban al oeste, hacia donde se encaminaban,
pero una luz densa y baja del este teñía los campos de ricos colores y proyectaba ante
ellos la sombra del autobús. La neurocháchara era mucho más fuerte que el siseo de
los neumáticos sobre el asfalto.
Al otro lado del pasillo y tres filas por delante de Bremen había una pareja de
Missouri. Por lo que Bremen podía distinguir, se llamaban Donnie y Donna. El estaba
muy borracho; ella estaba muy embarazada. Ambos tenían poco más de veinte años,
aunque por lo que Bremen pudo atisbar a través de los asientos (y ocasionalmente por
la percepción de Donnie) Donna parecía tener al menos cincuenta. No estaban
casados, aunque Donna consideraba sus cuatro años de relación como un matrimonio
extraoficial. Donnie no opinaba lo mismo.
La pareja llevaba diecisiete días de odisea por el país tratando de encontrar el
mejor sitio para tener al bebé a expensas de la Seguridad Social. Habían pasado de St.
Louis a Columbus, Ohio, una ciudad no más generosa en su política social que St.
Louis, y luego iniciado una serie de viajes en autobús (cargándolo todo a la tarjeta de
crédito prestada del marido de la hermana de Donna) de Columbus a Pittsburgh, de
Pittsburgh a Washington, D.C… donde los sorprendió mucho la poca generosidad
con que la capital de la nación trataba a sus ciudadanos necesitados. Luego habían ido
de Washington a Huntsville por algo que habían leído en el National Enquirer acerca
de que Huntsville era una de las ciudades más amistosas de América.
Huntsville había sido horrible. Los hospitales ni siquiera habían querido admitir a
Donna. Su caso no era de urgencia ni podían garantizar por adelantado su capacidad
de pago. Donnie había empezado a beber a lo bestia en Huntsville y había sacado a
Donna del hospital agitando el puño y maldiciendo a médicos, administradores,
enfermeras e incluso a un puñado de pacientes en silla de ruedas que asistían a la
escena.
El viaje a Orlando había sido malo. La tarjeta de crédito estaba casi al límite y
Donna decía que tenía contracciones. Pero Donnie nunca había visto Disneylandia y
calculaba que estaban cerca, así que, ¿qué demonios?
La tarjeta del cuñado Dickie duró lo suficiente para llevarlos al Reino Mágico, y
Bremen advirtió a través de los recuerdos ebrios de Donnie que los dos estaban allí
mientras él huía de Vanni Fucci. El mundo es un pañuelo. Bremen apoyó con fuerza
la mejilla y la sien en el cristal para espantar los pensamientos, para formar una

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barrera entre esas nuevas longitudes de onda de pensamientos desconocidos y su
propia mente magullada. No funcionó.
Donnie no había disfrutado mucho del Reino Mágico, aunque había esperado toda
la vida para ir allí, porque la maldita aguafiestas de Donna se había negado a subirse
con él a ninguna de las atracciones fuertes. Le había estropeado la diversión al
quedarse allí, pesada como una vaca preñada, saludando cuando subía a la Montaña
Espacial y la Montaña de Agua y todas las atracciones divertidas. Decía que era
porque había roto aguas una hora después de llegar al parque, pero Donnie sabía que
era sobre todo para fastidiarlo.
Ella había insistido en ir a Orlando esa noche, diciendo que los dolores eran más
fuertes, pero Donnie la había dejado en uno de los asientos, ante un televisor de la
estación de autobuses, mientras hablaba con los hospitales por teléfono. Eran peores
que los de Huntsville o Atlanta o St. Louis en el tema de su política de pagos.
Donnie usó el resto del crédito de la tarjeta de Dickie para comprar billetes de
Orlando a Oklahoma City. Un viejo desdentado que estaba sentado junto a las cabinas
telefónicas en la estación de autobuses había escuchado las furiosas peticiones de
Donnie al teléfono y (después de que Donnie colgara de golpe el teléfono por última
vez) le sugirió Oklahoma City.
—El mejor maldito lugar en el maldito país para nacer gratis —dijo el vejestorio,
mostrando las encías—. Atendieron a mis dos hermanas y a una de mis esposas. Los
hospitales de Oklahoma City cargan la cuenta a Medicare y no te molestan más.
Así que habían salido hacia Houston con billetes de trasbordo para Forth Worth y
Oklahoma City. Donna gemía y decía que las contracciones venían cada pocos
minutos, pero Donnie seguía bebiendo whisky cada vez más convencido de que
mentía sólo para estropearle el viaje.
Donna no estaba mintiendo.
Bremen sintió su dolor como si fuera propio. Había cronometrado las
contracciones con su reloj. De producirse cada siete minutos cuando estaban en
Tallahassee habían pasado a ser cada dos minutos en el momento de cruzar la frontera
de Alabama. Donna le gemía a Donnie, le tiraba de la manga en la oscuridad y le
susurraba con urgencia, pero él la rechazaba. Estaba ocupado hablando con el hombre
sentado al otro lado del pasillo, Meredith Soloman, el vejestorio desdentado que
había sugerido lo de Oklahoma City. Donnie había compartido con él su whisky hasta
Gainesville y, desde allí, Meredith Soloman compartió su petaca, de algo aún más
fuerte.
Justo antes del túnel a Mobile, Donna dijo, lo bastante fuerte como para que se
enterase todo el autobús:
—Maldito seas, Donnie Ackley, si vas a hacerme soltar este maldito crío aquí
mismo en el autobús, al menos dame un trago de lo que estás bebiendo con ese
vejestorio sin dientes.
Donnie la hizo callar, sabiendo que los echarían del autobús si el conductor se

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enteraba de que estaban bebiendo, le pidió disculpas a Meredith Soloman y la dejó
beber copiosamente de la petaca. Increíblemente, sus contracciones se redujeron y
regresaron a los intervalos previos a Tallahassee. Donna se quedó dormida, su
consciencia aturdida subiendo y bajando con las oleadas de calambres que la
atravesaron durante las siguientes horas.
Donnie continuó disculpándose con Meredith Soloman, pero el viejo mostró de
nuevo las encías, rebuscó en su bolsa manchada y sacó otra botella de licor sin
etiqueta.
Donnie y Meredith bebieron por turnos el fortísimo licor y compartieron puntos
de vista sobre la peor forma de morir.
Meredith Soloman estaba seguro de que un derrumbe o una explosión de gas era
la peor manera de decir adiós. A no ser que te matara en el acto. Estar allí tendido y
esperar, en medio del frío y la peste y la oscuridad, a un kilómetro y medio por
debajo de la superficie, con las luces del casco agotándose y el aire cada vez más
rancio… ésa tenía que ser la peor forma de morir. Lo sabía bien, explicó Meredith
Soloman, ya que había trabajado en las minas de Virginia Occidental desde que era
un chaval, mucho antes de que naciera Donnie. El padre de Meredith había muerto en
las minas, igual que su hermano Tucker y su cuñado Phillip P. Argent. Meredith
consideraba una verdadera lástima lo de su padre y su hermano Tucker, pero ningún
derrumbe había servido mejor a la humanidad que el que se había llevado por delante
al rastrero, bocazas y cabronazo de Phillip P. en 1972. En cuanto a Meredith
Soloman, a sus sesenta y ocho años había sufrido tres derrumbes y dos explosiones,
pero siempre lo habían rescatado. Sin embargo, cada vez había jurado que nunca iba
a volver a bajar a la mina, que nadie podría obligarlo a volver a hacerlo. Ni sus
esposas (había tenido cuatro, una tras otra, ya entiendes, ni siquiera las jóvenes duran
mucho en los barrios de Virginia Occidental, con la neumonía y los partos y todo
eso), ni sus familiares (familiares de verdad, no cuñados hijos de puta como Phillip
P.), ni siquiera sus propios hijos, ni siquiera ellos, que crecían descalzos, podrían
convencerlo para que volviera a bajar.
Pero lo había hecho, él mismo se había convencido para hacerlo. Y había
continuado bajando hasta que la propia compañía lo había obligado a jubilarse antes
de tiempo, a los cincuenta y nueve años, porque tenía los pulmones llenos de polvo
de carbón. Bueno, demonios, le explicó a Donnie Ackley mientras se iban pasando la
botella, todo el mundo que trabajaba allí abajo tenía los pulmones negros como una
de esas viejas bolsas de aspiradora que no se cambian durante años, eso lo sabía todo
el mundo.
Donnie no estuvo de acuerdo. Donnie pensaba que morir bajo tierra en un
derrumbe o una explosión de gas no era la peor manera de marcharse. Donnie
empezó a indicar formas terribles que había visto y conocido. Aquella vez que ese
motorista, Jack Coe, al que todos llamaban el Cerdo, estaba trabajando para el
departamento de carreteras y se cayó hacia atrás con la segadora en una pendiente y

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cayó bajo las cuchillas. Jack Coe vivió en el hospital otros tres meses hasta que la
neumonía se lo llevó, pero Donnie no podía llamar vivir a aquello, con la parálisis y
las babas y todos esos tubos metiéndole y sacándole cosas.
Luego estaba la primera novia de Donnie, Farah, que entró en un bar en el barrio
de los negros y la violaron en masa un puñado de negratas que acabaron usando con
ella otras cosas aparte de sus pollas: sus puños y palos de escoba y botellas de
Coca-Cola e incluso el extremo grande de una llave inglesa, según la hermana de
Farah y…
—No me digas que se murió cuando la violaban —dijo Meredith Soloman,
inclinándose hacia el pasillo y recuperando la botella. Su voz era baja y pastosa, pero
Bremen podía oírlo como si estuviera en una habitación con eco: primero la lenta y
ebria estructuración de las palabras en la mente de Meredith, luego las lentas y ebrias
palabras mismas.
—Demonios, no —respondió Donnie divertido con la idea—. Farah se mató con
la escopeta de cañones recortados de Jack Coe un par de meses después… Entonces
estaba viviendo con el Cerdo… y por eso Jack fue a buscar trabajo con la gente de la
autopista. Ninguno de los dos tuvo nunca suerte.
—Bueno, una recortada no es mala forma de irse —susurró Meredith Soloman, y
limpió el gollete de la botella, bebió y luego se limpió la boca mientras parte del licor
le resbalaba por la afilada barbilla—. La llave inglesa y esas cosas no cuentan porque
no son lo que la mató. Y ninguna de las chorradas que estás mencionando es tan
terrible como estar allí tendido en la oscuridad a un kilómetro bajo tierra y sin aire. Es
como si te enterraran vivo y durara varios días.
Donnie iba a protestar, pero Donna gimió y le tiró del brazo.
—Donnie, cariño, las contracciones vienen cada vez más rápido.
Donnie le tendió la botella, la recuperó cuando ella hubo dado un largo trago y se
inclinó sobre el pasillo para continuar con la conversación. Bremen advirtió que las
contracciones ya se producían cada minuto.
Resultó que Meredith Soloman estaba enzarzado en una tarea no muy diferente a
la de Donnie y Donna. El viejo intentaba encontrar un lugar decente para morir: un
lugar donde las autoridades dieran a sus viejos huesos un entierro decente a expensas
del condado. Había intentado volver a casa, en Virginia Occidental, pero la mayoría
de sus parientes estaban muertos o se habían mudado o no querían verlo. Sus hijos
(los once contando a los dos ilegítimos que había tenido con la pequeña Bonnie
Maybone) encajaban en la última categoría. Así que Meredith Soloman se había
puesto a buscar un sitio hospitalario donde un tipo con sus pulmones, tan pegajosos
como dos bolsas llenas de polvo negro, pudiera pasar gratuitamente las últimas
semanas o meses en un hospital y donde, llegado el momento, trataran sus huesos con
el respeto debido a los huesos de un cristiano blanco.
Donnie empezó a hablar de lo que le sucede al alma cuando te mueres (tenía ideas
claras sobre la reencarnación que había copiado del cuñado de Donna, el de la tarjeta

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de crédito), y los susurros urgentes de los dos hombres se convirtieron en gritos
impacientes cuando Meredith explicó que el cielo era el cielo, un sitio donde no
estaban permitidos ni los negros ni los animales ni los insectos.
Cuatro filas por delante de los borrachos que discutían, un hombre silencioso
llamado Kushwat Singh leía un libro de bolsillo a la luz de la pequeña lámpara que
tenía encima. Singh no se concentraba en las palabras del libro; estaba pensando en la
masacre del Templo Dorado de unos años antes, el asalto de las tropas del Gobierno
indio que habían matado a su esposa, a su hijo de veintitrés años y a sus tres mejores
amigos. El Gobierno había dicho que radicales sij planeaban derrocarlo. Tenía razón.
Ahora la mente de Kushwat Singh, cansada después de doce horas de viaje y varias
noches sin dormir, repasaba la lista de cosas que iba a comprar en cierto almacén
próximo al aeropuerto de Houston: explosivo plástico Semtex, granadas de
fragmentación, temporizadores electrónicos japoneses y (con un poco de suerte)
varios misiles Stinger tierra-aire. Suficiente material para arrasar una comisaría de
policía y cargarse a un puñado de políticos como una hoja afilada corta la hierba;
suficiente tecnología mortífera para derribar un 747 bien cargado…
Bremen se llevó los puños a los oídos, pero la cháchara continuó y se hizo más
fuerte cuando las lámparas de vapor de mercurio se encendieron a lo largo de los
oscuros cruces de la interestatal. Donna se puso de parto en cuanto cruzaron la
frontera de Tejas y la última vez que Bremen vio a la pareja fue en la estación de
autobuses de Beaumont, justo después de medianoche. Donna estaba enroscada en un
banco, sacudida por el dolor de las contracciones, y Donnie de pie con las piernas
muy abiertas, tambaleándose, la botella vacía de licor de Meredith todavía en su puño
derecho. Bremen miró entonces en la mente de Donnie, extendiendo su sonda
telepática a través de la neurocháchara circundante, pero se retiró velozmente. A
excepción de los fragmentos ebrios de la discusión anterior con Meredith que todavía
se sacudían allí dentro, no había nada en la mente de Donnie Ackley. Ningún plan.
Ninguna sugerencia de lo que hacer con su esposa y el bebé que intentaba nacer.
Nada.
Bremen sintió en cambio el pánico y el dolor del bebé (era una niña) mientras se
acercaba al momento final de su nacimiento. La conciencia de la niña ardía a través
de los grises movimientos de la neurocháchara de la estación de autobuses como una
linterna a través de la niebla.
Bremen se quedó de nuevo en el autobús, demasiado agotado para huir del
caldero de imágenes y emociones que hervían a su alrededor. Al menos Burk y Alice
Jean, el caliente marine recién salido del calabozo y la igualmente caliente WAF, se
habían apeado para buscar una habitación cerca de la estación de autobuses. Bremen
les deseó buen viaje.
Meredith Soloman roncaba. Las encías le brillaban con el reflejo de las lámparas
de vapor de sodio cuando salieron de Beaumont a medianoche. El viejo soñaba con
las minas, con hombres gritando en el frío aire húmedo y con una muerte limpia,

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blanca e indolora. Los dolores de parto de Donna se perdieron en la mente de Bremen
cuando dejaron el centro de la ciudad y salieron a la rampa de acceso a la interestatal.
Kushwat Singh se tocó el cinturón del dinero, donde trescientos treinta mil dólares en
moneda sij esperaban ser convertidos en venganza.
El asiento de al lado de Bremen estaba vacío. Recogió el reposa-brazos y se
enroscó en posición fetal, colocando las piernas en los asientos y llevándose los
puños a las sienes. En ese segundo deseó tener el 38 de su cuñado; deseó que Vanni
Fucci hubiera conseguido entregarlo a Sal y Bert y Ernie.
Bremen deseó (sin ningún drama, sin ninguna sombra de auto-conciencia ni
pesar) estar muerto. El silencio. La paz. La perfecta tranquilidad.
Pero, de momento, atrapado en su cuerpo vivo y su mente torturada, el rugido y el
estrépito de la violación mental continuaban mientras el autobús se dirigía al suroeste
por carreteras que atravesaban pantanos y pinares, con los neumáticos siseando sobre
el pavimento húmedo ahora que las lluvias eran copiosas. Bremen se sintió poco a
poco liberado para dormir puesto que los otros dormían. El pequeño universo de
humanidad dormida dentro del autobús caía con él en la noche, sus sueños mudos
fluctuaban como fragmentos de viejas películas proyectados en una pared que no veía
nadie, toda la cabina sellada agitándose como la lanzadera Challenger en caída libre a
medianoche hacia Houston y Denver y las regiones más profundas de oscuridad que
Bremen sabía, por algún motivo que no podía dilucidar, que estaba condenado a ver.

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Ojos
De todos los conceptos nuevos que Jeremy me ha proporcionado, los dos más
intrigantes son el amor y las matemáticas.
Estos dos conjuntos parece que tienen pocos elementos comunes, pero, en
realidad, las similitudes saltan a la vista para alguien que no ha experimentado
ninguna de las dos cosas. Tanto las matemáticas puras como el amor puro dependen
por completo del observador (podemos decir que es el observador quien los genera),
y aunque veo en la memoria de Jeremy la afirmación de unos pocos matemáticos
como Kurt Gödel de que las entidades matemáticas existen independientemente de la
mente humana, como las estrellas que siguen brillando aunque no haya astrónomos
que las estudien, prefiero rechazar el platonismo de Gödel en favor del formalismo de
Jeremy: es decir, los números y sus relaciones matemáticas son meramente un
conjunto de abstracciones generadas por los humanos y las reglas con las que
manipular esos símbolos. El amor me parece un conjunto similar de abstracciones y
relaciones entre abstracciones, a pesar de su frecuente relación con cosas del mundo
real (dos manzanas más dos manzanas son en efecto cuatro manzanas, pero las
manzanas no son necesarias para que la suma sea cierta). Del mismo modo, el
complejo conjunto de ecuaciones que gobierna el flujo del amor no parece depender
de quien da o recibe dicho amor. En realidad he rechazado la idea platónica del amor,
en su sentido original, en favor de un acercamiento formalista al tema.
Los números son para mí una revelación sorprendente. En mi antigua existencia,
antes de Jeremy, comprendo el concepto de «cosa» pero nunca sueño que una cosa (o
varias cosas) tenga el eco fantasma de valores numéricos cosidos a ella como la
sombra de Peter Pan. Si me permiten tomar tres vasos de zumo de manzana en el
almuerzo, por ejemplo, para mí sólo hay zumo… zumo… zumo… sin ningún atisbo
de cuantificación. Mi mente no cuenta más que mi estómago los zumos. Del mismo
modo, la sombra del «amor», tan relacionada con el objeto físico y simultáneamente
tan distante, no se me ocurre nunca. La encuentro adecuadamente conectada a la
única cosa de mi universo (mi osito de peluche) y mi reacción a esa única cosa ha
sido en forma de respuesta placer/dolor con tendencia hacia lo placentero, de modo
que «echo de menos» al osito cuando se pierde. El concepto de «amor» simplemente
no entra en la fórmula.
Los mundos de Jeremy de las matemáticas y el amor, tan a menudo solapados
antes de llegar a mí, me golpean como rayos poderosos, iluminando nuevas
extensiones de mi mundo.
Desde la simple correspondencia uno-a-uno a fórmulas básicas como 2 + 2 = 4, a
la igualmente básica (para Jeremy) ecuación de ondas de Schrödinger, que fue el
punto de arranque de su evaluación de los estudios neurológicos de Goldmann:

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Todo se me revela simultáneamente. Las matemáticas descienden sobre mí como
un trueno, como la Voz de Dios en la historia bíblica de Saulo de Tarso derribado del
caballo. Más importante, quizás, es que puedo usar lo que Jeremy sabe para aprender
cosas que Jeremy no sabe que sabe. Así, el conocimiento básico de Jeremy del
cálculo lógico de las redes neuronales, casi demasiado elemental para que él lo
recuerde, me permite comprender la manera en que las neuronas pueden aprender:

N3(+)= .S[N1(t)VNb(t)]=.S{N1(t)VS[SN2(t).~N2(t

No mis neuronas, posiblemente, dada la aterradora comprensión de Jeremy de las


funciones holográficas de aprendizaje de la mente humana, sino las neuronas de…
digamos, una rata de laboratorio: una forma de vida sencilla que responde casi
exclusivamente al placer y el dolor, a la recompensa y el castigo.
Yo. O al menos, yo pre-Jeremy.
A Gail no le interesan las matemáticas. No, eso no es del todo cierto. Me doy
cuenta ahora, porque Gail se interesa enormemente por Jeremy, y gran parte de la
vida y la personalidad y las reflexiones más profundas de Jeremy tienen que ver con
las matemáticas. Gail ama ese aspecto del amor de Jeremy por las matemáticas, pero
el reino de los números en sí mismo no tiene ningún atractivo para ella. La
percepción del universo que tiene Gail se expresa mejor mediante el lenguaje y la
música, a través de la danza y la fotografía y de su valoración reflexiva y a menudo
comprensiva de los otros seres humanos.
La valoración que hace Jeremy de otras personas (cuando tiene tiempo para
hacerla) es frecuentemente menos comprensiva y a menudo claramente despectiva.
Los pensamientos de los demás, en conjunto, lo aburren… no por arrogancia ni
interés propio, sino debido al simple hecho de que la mayoría de la gente piensa cosas
aburridas. Cuando su escudo mental (su escudo y el de Gail combinados) podía
separarlo de la neurocháchara aleatoria de su alrededor, lo usaba. No efectuaba un
juicio de valor como tampoco lo efectúa una persona sumida en una fructífera y
profunda concentración que se levanta para cerrar una ventana y librarse de los ruidos
de la calle.
Gail compartió una vez su análisis del distanciamiento de Jeremy del rebaño
común de pensamientos.
El está trabajando en su estudio una tarde de verano; Gail lee una biografía de
Bobby Kennedy en el sofá, junto a la ventana. La pastosa luz del atardecer entra por
las cortinas de algodón blanco y dibuja franjas sobre el sofá y el suelo de madera.
Jeremy, hay algo que quiero que veas.
¿¿¿??? Leve irritación por ser apartado del flujo de la ecuación que está

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garabateando en la pizarra. Se detiene.
Robert McNamara, el amigo de Bobby Kennedy, dijo que Kennedy pensaba que
el mundo se dividía en tres grupos de personas…
El mundo se divide en dos grupos de personas, interrumpe Jeremy. Los que creen
que el mundo se divide en grupos y los que son lo bastante listos para saber que no.
Cállate un momento. Imágenes de las páginas pasando y de la mano izquierda de
Gail mientras busca de nuevo el párrafo. La brisa que entra por la mosquitera de la
puerta huele a hierba recién cortada. La densa luz profundiza los tonos carnosos de
sus dedos y se refleja en el anillo de oro. Aquí está… ¡no, no lo leas! Ella cierra el
libro.
Jeremy lee las frases en su memoria a medida que Gail estructura sus
pensamientos en palabras.
¡Jerry, basta! Ella se concentra empecinadamente en el recuerdo del empaste
dental del verano anterior.
Jeremy se aparta un poco, permite la leve estática de percepción que hace las
veces de escudo mental entre ellos, y espera a que Gail termine de enmarcar el
mensaje.
McNamara solía acudir a esos «seminarios» nocturnos en Hickory Hill… ya
sabes, la casa de Bobby. Bobby los dirigía. Eran una especie de sesiones de debate
informales, sesiones largas… sólo Kennedy podía tener a algunos de los mejores en
cada campo hablando.
Jeremy vuelve a mirar su ecuación, conteniendo el resto de la transformación en
su mente.
Esto no me llevará mucho, Jerry. Pues bien, Robert McNamara dijo que Bobby
solía dividir a la gente en tres grupos…
Jeremy da un respingo.
Hay dos grupos, nena. Los que…
Cállate, listillo. ¿Por dónde iba? Oh, sí, McNamara dijo que los tres grupos eran
de gente que hablaba principalmente sobre cosas, gente que hablaba principalmente
sobre personas y gente que hablaba principalmente sobre ideas.
Jeremy asiente y envía la imagen de un hipopótamo bostezando ampliamente.
Eso es profundo, nena, muy profundo. ¿Y la gente que habla de gente que habla
de cosas? Es un subconjunto especial, o podemos crear uno nuevo…
Cállate. La cuestión es que McNamara dijo que Bobby Kennedy no tenía tiempo
para la gente de los dos primeros grupos. Sólo le interesaba la gente que hablaba de
ideas y las tenía. Ideas importantes.
Pausa.
¿Y?
Tú eres de ésos, tonto.
Jeremy anota la transformación antes de que se le olvide la ecuación que la sigue.
Eso no es cierto.

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Sí que lo es. Tú…
Me paso el día enseñando a estudiantes que no han tenido una idea en la cabeza
desde la infancia. Quod erat demonstrandum.
No… Gail vuelve a abrir el libro y señala la página con sus largos dedos. Les
enseñas. Los llevas al mundo de las ideas.
Apenas puedo llevarlos al vestíbulo al final de la clase.
Jerry, ya sabes lo que quiero decir. Tu distanciamiento de las cosas, de las
personas… es más que timidez. Es más que tu trabajo. Es que la gente que se pasa la
mayor parte del tiempo pensando en algo menos complejo que el Teorema del Estado
Incompleto de Cantor te resulta aburrida, nimia… Quieres que las cosas sean
cosmológicas y epistemológicas y tautológicas, no corrientes y molientes.
De Gödel, envía Jeremy.
¿Qué?
El Teorema del Estado Incompleto de Gödel. Es el Problema del Continuum de
Cantor. Apunta algunos cardinales transfinitos en la pizarra, frunce el ceño cuando ve
lo que le han hecho a su ecuación de ondas, los borra y apunta los cardinales en una
pizarra mental. Empieza a enmarcar una defensa de Gödel del Problema del
Continuum de Cantor.
No, no, lo interrumpe Gail, la cuestión es que eres como Bobby Kennedy en ese
tema: impaciente, siempre esperando que todos estén interesados en las cosas
abstractas que te interesan a ti…
Jeremy se impacienta. La transformación que tiene en mente se escapa levemente.
Las palabras hacen eso para despejar el pensamiento.
Los japoneses de Hiroshima no creían que E=mc² fuera particularmente
abstracto.
Gail suspira.
Me rindo. No eres como Bobby Kennedy. Sólo eres un esnob insufrible, arrogante
y eternamente distraído.
Jeremy asiente y completa la transformación. Pasa a la siguiente ecuación, viendo
ahora exactamente cómo la onda de probabilidad se colapsará en algo que se parece
mucho a un valor propio clásico.
Sí, envía, pero soy un esnob insufrible, arrogante, eternamente distraído y
simpático.
Gail no hace ningún comentario, pero mira por la ventana el sol, tras los árboles,
más allá del granero. El calor del paisaje se repite en el calor de sus pensamientos sin
palabras mientras comparte con él la tarde.

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En el callejón de las ratas
Quince minutos después de que bajara del autobús en el centro de Denver,
golpearon a Bremen y le robaron.
Llegaron tarde, después de la medianoche del tercer día, y Bremen se apartó de
las luces de la estación de autobuses, envuelto en la nieve que caía, preguntándose
cuánto frío podía hacer allí a mediados de abril, con las manos en los bolsillos y la
cabeza gacha contra el frío viento del oeste, cuando de repente la banda lo rodeó.
No era una auténtica banda, sólo un grupito de cinco chicos negros e hispanos
(ninguno tenía todavía veinte años), pero en los segundos previos a que sus puños y
botas volaran, Bremen vio su intención, sintió su pánico y su ansia de dinero, pero
más que eso sintió sus ganas de causar dolor. Era una emoción casi sexual y, si
hubiera estado atento al tono de la neurocháchara nocturna que surgía a su alrededor,
habría percibido la afilada intensidad de su expectación. En cambio lo pillaron por
sorpresa cuando lo rodearon y lo acorralaron en la boca de un callejón. A través de la
cascada de sus pensamientos a medio articular y la ansiedad cargada de adrenalina,
Bremen vio su plan (meterlo en el callejón para darle una paliza y robarle, matarlo si
armaba demasiado jaleo), pero no había nada que pudiera hacer aparte de retroceder
hacia la oscuridad.
Bremen cayó rápidamente cuando los primeros puñetazos lo alcanzaron, les lanzó
los billetes que le quedaban y se enroscó en una pelota.
—¡Es todo lo que tengo! —gritó, pero incluso mientras hablaba leyó su
despreocupación. El dinero era ahora algo secundario. Era provocar dolor lo que les
inquietaba.
Eso lo hicieron bien. Bremen trató de escapar del chico de la navaja (aunque la
navaja estaba todavía en el bolsillo del pantalón del chaval), pero rodara hacia donde
rodara una bota lo recibía con fuerza. Bremen trató de cubrirse la cara y le dieron
patadas en los riñones. El dolor superaba cualquier otra cosa que Bremen hubiera
experimentado. Trató de cubrirse la nuca y le patearon en la cara. La sangre manó de
su nariz rota y Bremen alzó una mano para volver a cubrirse la cara. Le dieron
patadas en el escroto. Luego con los puños, los nudillos y el canto de la mano le
golpearon en el cráneo, el cuello, los hombros y las costillas.
Bremen oyó crujir algo, luego algo más, y entonces le arrancaron la camisa y le
rasgaron los bolsillos de los pantalones. Sintió la hoja rozarle el bajo vientre, pero el
chico que manejaba la navaja lo hizo mientras retrocedía y el corte fue poco
profundo. Bremen no lo supo en ese momento. Supo muy pocas cosas en ese
momento… y luego no supo nada en absoluto.

Pasó una hora hasta que alguien lo encontró, dos horas más hasta que alguien se
tomó la molestia de llamar a la policía. Llegaron cuando Bremen se esforzaba por

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alcanzar un estado semiconsciente; parecieron sorprendidos de encontrarlo con vida.
Bremen oyó la radio crepitar cuando uno de los agentes llamó a una ambulancia,
cerró los ojos durante un segundo y, cuando los abrió, había enfermeros a su
alrededor y lo estaban colocando en una camilla con ruedas. Los enfermeros llevaban
guantes de plástico y Bremen advirtió cómo trabajan para no mancharse de sangre.
No recordó el trayecto hasta el hospital.
La sala de urgencias estaba abarrotada. Un equipo compuesto por un médico
paquistaní y dos agotados internos se encargó del navajazo, le administró una
apresurada inyección y empezó la sutura antes de que la anestesia le hiciera efecto.
Luego lo dejaron para atender a otro paciente. Bremen estuvo hora y media
semiinconsciente esperando a que regresaran. Cuando lo hicieron, el doctor
paquistaní se había ido y lo sustituía un joven médico negro con ojeras de cansancio,
pero los interinos eran los mismos.
Dijeron que tenía la nariz rota, le colocaron una férula sujeta con esparadrapo, le
encontraron dos costillas rotas y se las vendaron, le sondearon los riñones lastimados
hasta que casi se desmayó de dolor y luego le hicieron orinar en una escupidera de
plástico. Bremen abrió los ojos el tiempo suficiente para advertir que su orina era
rosa. Uno de los internos le dijo que tenía el brazo izquierdo dislocado y le indicó que
se lo sujetara mientras preparaban un cabestrillo. El doctor regresó y echó un vistazo
a la boca de Bremen. Tenía los labios tan hinchados que el contacto con el depresor
lingual le hizo sofocar un grito de dolor. El doctor anunció que había tenido suerte:
sólo había perdido un diente. ¿Tenía dentista?
Bremen gruñó una respuesta que los labios hinchados volvieron más vaga. Le
administraron otra inyección. Bremen percibía la fatiga de los médicos, tan palpable
como una gruesa lona que los cubriera a todos. Ninguno de los tres había dormido
más de cinco horas durante las últimas treinta. Su agotamiento adormiló más a
Bremen que la inyección.
Abrió los ojos y se encontró con la agente de policía. Era fornida, y su pistola, la
radio, la linterna y otros artículos se bamboleaban en sus anchas caderas. Tenía los
ojos hundidos y la piel enrojecida. Le preguntó a Bremen su nombre y dirección.
Bremen parpadeó, pensó en las autoridades y Vanni Fucci, aunque tuvo que
esforzarse por recordar a través de la bruma de los tranquilizantes quién era Vanni
Fucci. Le dio a la agente el nombre y la dirección de Frank Lowell, el jefe de su
departamento en Haverford. El compañero que estaba tan ocupado guardándole el
puesto.
—Está muy lejos de casa, señor Lowell —dijo la agente. El ojo izquierdo de
Bremen estaba hinchado y cerrado y con el derecho veía demasiado borroso para leer
el nombre de su placa. Murmuró algo.
»¿Puede describir a los asaltantes? —preguntó ella, buscando un lápiz en el
bolsillo de su blusa. La visión de Bremen se concentró lo suficiente para distinguir
los garabatos infantiles de la libreta. Marcaba las íes con pequeños círculos, como los

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estudiantes menos maduros que tenía en Haverford. Describió a sus asaltantes.
—Oí a uno de ellos llamar a otro… el más alto… Red —dijo, sabiendo que no se
habían llamado nada durante el ataque. Pero uno de ellos era Red, lo había captado.
De repente Bremen advirtió que la neurocháchara a su alrededor era algo lejano.
Incluso los arrebatos de dolor y pánico de los otros pacientes de la sala de urgencias,
los gritos y aullidos mentales de las habitaciones oscuras apiladas sobre él como cajas
de miseria… todos habían enmudecido. Bremen le sonrió a la agente y bendijo el
analgésico, fuera lo que fuese.
—Le falta a usted la cartera —dijo la policía—. No tiene carné de identidad, ni
tarjeta de la Seguridad Social, nada…
La agente lo miró, e incluso a través de la bruma de la medicación Bremen notó
su recelo: parecía un vagabundo, pero habían comprobado sus brazos, muslos y pies y
no había marcas, y aunque su orina contenía mucha sangre, no había rastro de drogas
ni de alcohol. Bremen notó que la mujer decidía concederle el beneficio de la duda.
—Se pasará la noche aquí en observación, señor Lowell —prosiguió—. Le dijo
usted al doctor Chalbatt que no tenía a nadie en la zona de Denver a quien llamar, así
que al doctor Elkhart no le hace gracia la idea de soltarlo de noche sin supervisión.
Lo ingresarán en cuanto haya una habitación disponible, seguirán el estado de ese
riñón durante la noche y le echarán otro vistazo mañana. Entonces le enviaremos a
alguien para repasar con usted el asalto y el robo.
Bremen cerró los ojos y asintió lentamente, pero cuando volvió a abrirlos estaba
solo en una camilla en un pasillo con eco. El reloj anunciaba que eran las 4.23. Una
mujer con un jersey rosa se acercó, le ajustó la manta y dijo:
—Quedará una habitación libre dentro de poco.
Luego se marchó y Bremen luchó por volver a dormir.
Había sido un idiota al darle a la policía el nombre y la dirección de Frank
Lowell. Alguien llamaría a casa de Frank por la mañana, daría una descripción y
Bremen sería retenido bajo custodia, y tendría que responder a preguntas sobre su
granja incendiada… y posiblemente sobre un cadáver hallado en un pantano de
Florida.
Bremen gimió y se incorporó, pasando las piernas por el borde de la camilla.
Estuvo a punto de caerse. Se miró los pies descalzos y advirtió que llevaba una bata
fina como el papel y un brazalete médico en la muñeca izquierda.
Gail. Oh, Dios, Gail.
Se bajó de la camilla, se puso de rodillas y usó la mano buena para tantear en el
estante inferior. Su ropa estaba allí amontonada, manchada de sangre y desgarrada.
Bremen estudió el pasillo: todavía estaba vacío, aunque suelas de goma chirriaban
más allá de la esquina. Entonces se marchó cojeando hacia un trastero, pasillo abajo,
se vistió dolorosamente y, finalmente, se rindió y se pasó la camisa sobre el brazo en
cabestrillo como si fuera una capa. Luego salió. Antes de dejar el trastero rebuscó en
una cesta de ropa sucia, encontró la bata de algodón blanca de un médico y se la

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puso, aunque sabía lo poco que le abrigaría en la calle.
Comprobó el pasillo, esperó a que no hubiera ningún ruido y se acercó lo más
rápido que pudo a una puerta lateral.
Estaba nevando. Bremen corrió por un callejón sin saber dónde estaba ni adonde
se dirigía. Entre los altos acantilados de los edificios, en el cielo no se veía el más
leve atisbo del amanecer.

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Ojos
No pretendo dar a entender que Jeremy y Gail sean la pareja perfecta, que nunca
discutan, nunca se peleen, nunca se decepcionen el uno al otro. Es cierto que a veces
su contacto mental es más una invitación a la discordia que una fuerza de unión.
Su intimidad actúa como una lupa para sus defectos más pequeños. El
temperamento de Gail se enciende rápidamente; Jeremy se cansa rápido de eso. Ella
no soporta su parsimonia escandinava incluso ante la provocación más absurda. A
veces se pelean por su negativa a pelear.
Cada uno de ellos llega pronto a la conclusión de que deberían hacer un examen
de biorritmos a las parejas antes de la boda, en vez de análisis de sangre. Gail se
acuesta pronto, es madrugadora y disfruta la mañana más que ninguna otra cosa. A
Jeremy le encanta la noche y trabaja mejor con la pizarra a partir de la una de la
madrugada. Las mañanas son anatema para él y los días que no tiene clase apenas se
mueve antes de las nueve y media. Gail no disfruta del contacto mental con él hasta
después de su segunda taza de café, e incluso entonces dice que es como activar la
telepatía con un oso huraño recién sacado de la hibernación.
Sus gustos, complementarios en tantas áreas importantes, divergen de manera
clara en algunas cosas igualmente importantes. A Gail le encanta leer y vive para la
palabra escrita; Jeremy rara vez lee nada que no pertenezca a su campo y considera
las novelas una pérdida de tiempo. Jeremy bajará del estudio a las tres de la
madrugada y se pondrá a ver alegremente un documental; Gail tiene poco tiempo
para los documentales. A Gail le encantan los deportes y se pasaría todos los fines de
semana de otoño en un partido de fútbol si pudiera; a Jeremy le aburren los deportes
y está de acuerdo con la definición de George Will de que el fútbol es la «profanación
del otoño».
En cuanto a la música, Gail toca el piano, la trompa, el clarinete y la guitarra;
Jeremy no es capaz de tararear una canción. Cuando escucha música, Jeremy admira
el barroquismo matemático de Bach; Gail disfruta de la humanidad improgramable de
Mozart. A los dos les gusta el arte, pero sus visitas a las galerías y museos se
convierten en campos de batalla telepáticos: Jeremy admira la exactitud abstracta de
la serie Homenaje al Cuadrado de Josef Albers; a Gail le gustan los impresionistas y
el Picasso de la primera época. Una vez, por su cumpleaños, Jeremy se gasta todos
sus ahorros y la mayoría de los de ella en comprar un pequeño cuadro de Fritz
Glarner (Pintura Relacional número 57), y la respuesta de Gail, al verlo en la mente
de Jeremy mientras llega en el Triumph con el cuadro en el maletero, es Dios mío,
Jerry, ¿te has gastado todo nuestro dinero en esos… esos… cuadrados?
En temas políticos Gail es optimista, Jeremy es cínico. En asuntos sociales Gail es
liberal en la mejor tradición de la palabra, Jeremy es indiferente.
¿Quieres acabar con el problema de los sin techo, Jerry?, pregunta Gail un día.
No especialmente.

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¿Por qué demonios no?
Mira, no es culpa mía que esa gente no tenga casa, no puedo convertirlos en con
techos. Además, la mayor parte de ellos son refugiados de los asilos, descartados por
un liberalismo bonachón que los condena a vivir en las calles.
Algunos no están locos, Jerry. Algunos sólo quedan abandonados a su suerte.
Vamos, nena. Estás hablando con un experto en probabilidad. Puede que sepa
más de por qué no existe la suerte que nadie en el mundo.
Tal vez, Jer… pero no sabes mucho sobre la gente.
Lo reconozco, nena. Y no es que quiera saber especialmente. ¿Quieres seguir
hundiéndote en ese pantano de confusión que la mayoría de la gente llama
pensamientos?
Son personas, Jerry. Como nosotros.
No, nena. Como nosotros no. Y aunque lo fueran, no querría pasar el tiempo con
ellos.
¿Y con qué prefieres pasar el tiempo?

Gail entiende de qué va la ecuación esperando pacientemente a que una


traducción equivalente al lenguaje cruce por la mente de Jeremy. Magnífico, envía, tú
y un tipo llamado Dirac podéis hacer una ecuación de ondas probabilísticas. ¿Cómo
ayuda eso a nadie?
Nos ayuda a comprender el universo, nena. Lo que es más de lo que se puede
decir escuchando los confusos pensamientos de toda esa «gente corriente» que
tantas ganas tienes de comprender.
La ira de Gail desborda los filtros. Barre a Jeremy como un viento negro. Dios, a
veces sí que sabes ser arrogante, Jeremy Bremen. ¿Por qué crees que los electrones
son más dignos de estudio que los seres humanos?
Jeremy hace una pausa. Es una buena pregunta. Cierra los ojos un segundo y
reflexiona, excluyendo a Gail todo lo posible de sus deliberaciones. Las personas son
predecibles, envía por fin. Los electrones no. Antes de que Gail pueda responder,
continúa. No quiero decir que todas las acciones de la gente sean predecibles, nena,
sabemos lo perversas que pueden ser, pero las motivaciones de sus acciones
componen un conjunto finito, igual que la gama de acciones resultantes de esas
motivaciones. En ese sentido, el principio de incertidumbre se aplica mucho menos a
las personas que a los electrones. En realidad, las personas son aburridas.
Gail forma una respuesta airada, pero entonces la sofoca. Lo dices en serio,
¿verdad, Jerry?
Él forma una imagen de sí mismo asintiendo.

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Gail alza su escudo mental para reflexionar sobre esto. No se aísla de Jeremy,
pero el contacto es menos íntimo, menos inmediato. Jeremy considera si seguir con el
intercambio, si tratar de seguir explicando, si no de justificar, pero nota lo absorta que
está ella en sus pensamientos y decide dejar la conversación para más tarde.
—¿Señor Bremen?
Abre los ojos y contempla a sus alumnos de matemáticas. El muchacho, Arnie, se
ha apartado de la pizarra. Es una sencilla ecuación diferencial, pero Arnie la ha hecho
mal de principio a fin.
Jeremy suspira, se vuelve en la silla y procede a explicar la función.

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Abrigo de rata, plumaje de cuervo, cruz
Bremen vivió en una caja de cartón bajo el puente de la calle Veintitrés y aprendió
la letanía de la supervivencia: levantarse antes del amanecer, esperar, desayunar en el
local del Ejército de Salvación de la calle Diecinueve después de esperar al menos
una hora a que llegue el ministro y les dirija un discurso motivador y luego otra
media hora a que llegue la comida precalentada… Después, a eso de las diez y media,
caminar veinte manzanas hasta el Faro para almorzar, pero no antes de esperar más.
Hay una lista de trabajos en el Faro y Bremen debe hacer cola para trabajar antes de
hacer cola para almorzar. Normalmente sólo cinco o seis de los cincuenta o sesenta
hombres y mujeres son reclutados para el trabajo, pero eligen a Bremen más de una
vez en abril. Quizá se deba a que es relativamente joven. Normalmente es un trabajo
que no necesita preparación ni habilidad: limpiar el centro de convenciones, tal vez, o
barrer el Faro mismo. Bremen lo hace sin quejarse, encantado de tener algo con que
llenar las horas aparte de las interminables esperas y los paseos entre una comida y
otra.
La cena es en el Jesús Salva, cerca de la estación de tren, o en el local del Ejército
de Salvación de la Diecinueve. Jesús Salva es en realidad el Centro de Servicios
Cristianos a la Comunidad, pero todo el mundo lo conoce por el nombre que aparece
en el cartel en forma de cruz, cuya «S» central del Jesús en horizontal es la misma
con la que empieza el Salva en vertical. Bremen suele quedarse mirando el espacio
vacío que queda sobre la «S» del madero vertical de la cruz con ganas de escribir
algo.
La comida es mucho mejor en Jesús Salva, pero los sermones son más largos, a
veces tanto que la mayoría del público que espera se queda dormido y los ronquidos
se mezclan con los gruñidos de las tripas antes de que el reverendo Billy Scott y las
hermanas Marvell les permitan hacer cola para cenar.
A menudo Bremen se une a algunos otros para dar un paseo por la calle Dieciséis
antes de regresar a su caja a las once de la noche. Nunca mendiga, pero como se
queda cerca de Soul Dad o Mister Paulie o Carrie T. y sus hijos, a veces recibe el
beneficio de sus peticiones. Una vez, un negro con un abrigo de lana caro le dio un
billete de diez dólares.
Esa noche, como casi todas, se detiene en el All Nite Liquor, compra una botella
de Thunderbird y se la lleva a su caja.

Abril había sido terrible en la ciudad. Bremen, como advirtió más tarde, estuvo a
punto de morir aquellas primeras semanas de invierno en Denver, sobre todo durante
la primera noche tras su huida del hospital. Estaba nevando. Bremen deambuló por un
paisaje urbano de callejones negros y calles llenas de suciedad entre edificios a
oscuras, hasta que fue a parar a una manzana de casas destruidas por un incendio y se

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acurrucó entre las vigas calcinadas para dormir. Le dolía todo, pero su boca
magullada, las costillas rotas y el hombro dislocado eran como picos volcánicos de
dolor que se alzaban sobre un océano de malestar general. La inyección que le habían
puesto horas antes ya no le calmaba el dolor, pero lo mantenía adormilado.
Bremen encontró un hueco entre una chimenea de ladrillo y una viga ennegrecida
por el incendio y se disponía a dormir allí cuando lo despertó una vigorosa sacudida.
—Tío, no tienes ni un puñetero abrigo. Si te quedas aquí, la palmarás fijo.
Bremen nadó hasta la semiconsciencia. Parpadeó ante el rostro apenas iluminado
por una farola lejana. Un rostro negro, arrugado y retorcido sobre una barba
descuidada, de ojos oscuros apenas visibles bajo una gorra manchada. El hombre
llevaba al menos cuatro capas de ropa y todas apestaban. Ayudó a Bremen a ponerse
en pie.
—Déjame en paz —consiguió decir Bremen. Los pocos momentos en que había
dormido, aunque no sin sueños, habían estado más libres de la neurocháchara que
ningún otro momento desde la muerte de Gail—. Déjame en paz, joder.
Se soltó el brazo y trató de meterse de nuevo en el hueco. La nieve caía
suavemente por un agujero en el techo derrumbado.
—Ni hablar, tío. Soul Dad no va a dejar que te mueras sólo porque seas un
estúpido cabrón drogado.
La voz del negro era extrañamente amable, de algún modo armonizaba con la
suavidad de la noche y la silenciosa caída de los copos de nieve contra las vigas
negras.
Bremen dejó que lo levantara, se acercó a las tablas sueltas de la puerta.
—¿Tienes un sitio? —Preguntaba el hombre una y otra vez. O quizá lo preguntó
sólo una y sus pensamientos hacían eco en los cráneos de ambos: Bremen no estaba
seguro.
Negó con la cabeza.
—Muy bien, por esta vez te quedas con Soul Dad. Pero sólo hasta que salga el sol
y hayas recuperado las entendederas, ¿de acuerdo?
Bremen siguió al negro a lo largo de interminables manzanas, dejando atrás
edificios de ladrillo iluminados por la infernal luz anaranjada de la ciudad reflejada
en las nubes bajas de tormenta. Finalmente llegaron al puente de la autovía y bajaron
por una pendiente congelada llena de matorrales hasta la oscuridad. Allí había cajas
de embalar, plásticos extendidos como lonas y cenizas de hogueras entre coches
abandonados. Soul Dad condujo a Bremen a una de las estructuras más grandes, una
verdadera choza de plástico y cajas. El pilar de hormigón del paso elevado le servía
de pared y una plancha de hojalata de puerta.
Llevó a Bremen hasta un montón de trapos y mantas apestosos. Bremen temblaba
tanto que no podía entrar en calor por mucho que se hundiera en el montón. Con un
suspiro, Soul Dad se quitó sus dos capas exteriores de ropa, envolvió con ellas a
Bremen y se enroscó junto a él. Olía a vino y orina, pero su calor humano llegaba a

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través de los harapos.
Todavía temblando, pero con menos violencia, Bremen volvió a escapar hacia los
sueños.

Abril había sido cruel, pero mayo fue poco mejor. El invierno parecía reacio a
abandonar Denver, e incluso en los días más suaves el aire nocturno era frío a mil
quinientos metros de altitud. Al oeste, entrevistas ocasionalmente entre los edificios,
se alzaban las montañas. Sus siluetas y pendientes eran menos blancas de día en día,
pero sus picos permanecieron nevados hasta bien entrado junio.
Y entonces, de repente, el verano se instaló y Bremen hizo sus rondas de comida
con Soul Dad y Carrie T. y los demás a través de la bruma de calor que brotaba de las
aceras. Algunos días se quedaban a la sombra de los puentes elevados, en las
proximidades de su campamento de tiendas de plástico, al otro lado de las vías, cerca
del río Platte (los polis habían derribado su antiguo campamento, mucho más
cómodo, situado bajo el puente de la calle Veintitrés; «limpieza de primavera» lo
llamó el señor Paulie), y se aventuraban a salir sólo después de que oscureciera para
ir a una de las misiones abiertas más allá del edificio del Capitolio.
El alcohol no acabó con la maldición del contacto mental amplificado de Bremen,
pero la redujo un poquito. Al menos eso creía. El vino le producía unos dolores de
cabeza terribles y a lo mejor eran esos dolores de cabeza lo que reducía la
neurocháchara. A finales de abril estaba permanentemente borracho (un tipo de
autodestrucción que no parecía preocupar ni a Soul Dad ni a la habitualmente solícita
Carrie T., puesto que ambos la practicaban), pero, siguiendo la absurda lógica de que
si un poco de adicción era bueno más sería mejor, casi se mató, física y
psíquicamente, comprando crack a uno de los camellos adolescentes cerca del
campus de Auraria.
Bremen había cobrado el dinero de dos días en el programa de trabajo del Faro y
regresó a su caja mucho antes de lo habitual.
—¿Por qué sonríes con esa cara de pardillo, eh? —le preguntó Soul Dad.
Pero Bremen ignoró al viejo y se metió en su caja. No fumaba desde la
adolescencia, pero encendió la pipa que le había comprado al chaval cerca de
Auraria, colocó la ampolla de cristal sobre el extremo de la misma, tal como le habían
dicho que hiciera, e inhaló profundamente.
Durante unos pocos segundos hubo paz. Luego fue un infierno.
Jerry, por favor… ¿me oyes? ¡Jerry!
¿Gail?
¡Ayúdame, Jerry! Ayúdame a salir de aquí. Imágenes de lo último que había visto
ella: la habitación del hospital, el gotero, la manta azul al pie de la cama. Varias
enfermeras reunidas alrededor. El dolor era peor de lo que Bremen recordaba, peor
que las horas y días posteriores a su paliza mientras los huesos sanaban a duras penas

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y las magulladuras sangraban y se infectaban: el dolor de Gail era indescriptible.
¡Ayúdame, Jerry! Por favor.
—¡Gail! —gritó Bremen dentro de su caja. Se agitó de un lado a otro, golpeando
las paredes de cartón con los puños hasta que estuvo golpeando el hormigón—. ¡Gail!
Bremen gritó y golpeó durante casi dos horas aquel ceniciento día de abril. Nadie
fue a ver cómo estaba. A la mañana siguiente, mientras arrastraban los pies hacia la
calle Diecinueve, ninguno de los otros quiso mirarlo a los ojos.
Bremen no volvió a probar el crack.

Los pensamientos de Soul Dad eran un refugio de lenta armonía en un mar de


caos mental. Bremen permanecía cerca del viejo cuanto le era posible, tratando de no
escuchar los pensamientos del otro, pero siempre se calmaba cuando las reflexiones
pausadas, rítmicas y casi sin palabras de Soul Dad atravesaban su ineficaz escudo
mental y sus telones de estupor inducido por el alcohol.
Bremen descubrió que Soul Dad se llamaba así por la prisión donde el viejo había
pasado más de un tercio del siglo. En su juventud Soul Dad había sido muy violento,
miembro de una banda precursora: llevaba navaja, era vengativo y pendenciero,
buscaba pelea. Una de esas peleas a finales de los años cuarenta en Los Ángeles dejó
a tres hombres más jóvenes muertos y a Soul Dad sentenciado de por vida.
La suya había sido una sentencia de por vida en el sentido literal de la palabra.
Soul Dad se había desprendido de sus modales callejeros, la falsa valentía, la
chulería, la sensación de no valer nada y la autocompasión. Mientras adquiría
rápidamente la dureza necesaria para sobrevivir en el ala más dura de la penitenciaría
más dura de América (dispuesto a luchar hasta la muerte para que nadie se pasara con
él lo más mínimo), creció en Soul Dad una sensación de paz, casi de serenidad, allí en
medio de la locura de aquella cárcel.
Durante cinco años Soul Dad no habló con nadie. Después sólo hablaba cuando
era necesario y prefería guardarse sus pensamientos para sí. Y pensaba mucho.
Incluso en los fragmentos de contacto mental accidental, Bremen vio los restos de
aquellos días y meses y años en los que Soul Dad trabajaba en la biblioteca de la
prisión y leía en su celda: la filosofía que había estudiado, comenzando con una breve
conversión al cristianismo y luego, en los sesenta, con el influjo de una nueva
hornada de criminales negros, una segunda conversión al credo musulmán negro.
Luego había ido más allá del dogma a la verdadera teología, la verdadera filosofía.
Soul Dad había leído y estudiado a Berkeley y a Hume y a Kant y a Heidegger. Había
reconciliado a Santo Tomás con los imperativos éticos de las calles salvajes y había
descartado a Nietzsche como otro chulo inútil más que se justificaba continuamente.
La propia filosofía de Soul Dad iba más allá de las palabras y las imágenes.
Estaba más cerca del zen o del elegante absurdo de la matemática no lineal que de
ninguna otra cosa que Bremen conociera. Soul Dad había rechazado un mundo

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lastrado por el racismo y el sexismo y los odios de todo tipo, pero no lo había hecho
con ira. Se movía por él con una gracia señorial, como una especie de elegante barca
egipcia flotando entre la masacre de una terrible batalla naval entre griegos y persas.
Mientras su pacífica y silenciosa tranquilidad no fuera invadida, permitía que el
mundo se ocupara del mundo mientras él se ocupaba de su jardín.
Así que Soul Dad había leído Cándido.
Bremen buscaba a veces el refugio de los pausados pensamientos del hombre del
mismo modo que un barquito busca refugio al socaire de una isla sólida cuando los
mares se encrespan demasiado.
Y normalmente los mares estaban demasiado encrespados. Demasiado incluso
para que los pensamientos de Soul Dad le ofrecieran refugio durante demasiado
tiempo.

Bremen sabía mejor que nadie que la mente no era una radio, ni un receptor ni un
transmisor, pero a medida que el verano pasaba en el bajo vientre de Denver,
Colorado, sintió como si alguien hubiera sintonizado su mente con longitudes de
onda cada vez más y más oscuras. Longitudes de onda de miedo y huida. Longitudes
de onda de poder y potencia autoinducida.
Longitudes de onda de violencia.
Bebió más a medida que la neurocháchara se fue convirtiendo en neurogritos. El
aturdimiento ayudaba un poco; los dolores de cabeza lo distraían. La firme presencia
de Soul Dad era un escudo incluso mejor que la bebida.
Pero los gritos violentos continuaban a su alrededor, y sobre él.
Bandas callejeras, los Crips y los Bloods, haciendo gala de sus colores pasaban en
furgonetas buscando camorra más allá de sus territorios, o caminaban contoneándose
por el paso elevado en grupos de tres y cinco. Iban armados. Llevaban pequeños
revólveres del 32 y pesadas automáticas del 45 y escopetas de cañones recortados, e
incluso algunas Uzis ligeras y Mac-10. Salían a buscar cualquier excusa para dejarse
llevar por la furia.
Bremen se acurrucaba en su caja y bebía y se sujetaba la dolorida cabeza entre las
manos, pero la violencia lo recorría y lo atravesaba como una dosis de maligna
adrenalina.
El ansia por infligir dolor. El deseo de cometer acciones violentas. La intensidad
pornográfica de la violencia callejera, experimentada en un arrebato de imágenes y
gritos, repetidos a cámara lenta como un vídeo favorito.
Bremen compartió la falta de poder convertida en poder por la simple acción de
apretar un gatillo o sentir una hoja en la palma de la mano. Sintió la emoción
sustitutiva del miedo de la víctima, el sabor del dolor de la víctima. El dolor era algo
que uno ofrecía a los demás.
La mayoría de las personas violentas que Bremen tocaba con la mente eran

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estúpidas. Muchas sorprendentemente estúpidas, muchas componían su estupidez con
drogas… pero la bruma de sus pensamientos y centros de memoria no era nada
comparada con la claridad que olía a sangre del ahora, la inmediatez de aquellos
segundos de violencia que habían buscado y saboreado, que aceleraba el corazón y
levantaba el pene. La memoria de aquellas acciones no estaba tanto en sus mentes
como en sus manos y músculos y entrepiernas. Violencia validada. Compensaba
todas las horas banales de espera e insultos e inacción, de ver la televisión y saber que
nunca podrías tener las brillantes burbujas que asomaban a ella: ni los coches, ni las
casas, ni la ropa, ni las mujeres hermosas, ni siquiera la piel blanca. Y, lo más
importante, estos segundos de violencia eran la envidia de los rostros de la tele y los
rostros de las estrellas de las películas, rostros que sólo podían fingir violencia,
rostros que sólo podían ejecutar los movimientos de la esterilizada violencia
televisiva y la falsedad de las bolsas de sangre del cine.
En sus sueños agitados Bremen se contoneaba por callejones oscuros con la
pistola en la cintura, buscando a alguien con el color equivocado, la expresión
equivocada en el rostro. Se convertía en el Dador de Dolor.
En el campamento de toldos de plástico, los demás ignoraban los gritos y
gemidos de Bremen durante la noche.

No eran solamente los miembros de las bandas y los pobres de la ciudad los que
poblaban las pesadillas de Bremen. Mientras permanecía a la fresca sombra de un
callejón una tarde, a finales de junio, Bremen se vio asaltado por los pensamientos de
los compradores que paseaban por el centro comercial de la calle Dieciséis.
Blancos. De clase media. Neuróticos, psicóticos, paranoicos, impelidos por una
ira y una frustración tan reales como la furiosa impotencia de los Blood o los Crip
cargados de crack. Todo el mundo estaba furioso con alguien y esa furia seguía
ardiendo, nublando las mentes como el humo de una llama lenta.
Bremen bebía su vino envuelto en una bolsa de plástico, atendía su omnipresente
dolor de cabeza y, de vez en cuando, miraba las siluetas que pasaban ante el callejón.
A veces era difícil emparejar las ardientes bengalas de los pensamientos iracundos
con las sombras grises de sus cuerpos.
Esa mujer de mediana edad con los pantalones cortos y la blusa demasiado
ajustada, Maxine: había intentado dos veces envenenar a su hermana por el título de
propiedad de las tierras de su padre en las montañas, unas tierras que no usaba nadie.
Por dos veces había sobrevivido la hermana y las dos había acudido Maxine a su
cabecera en el hospital para achacarlo a la mala suerte del botulismo. La próxima vez,
pensaba Maxine, la llevaría a la vieja casa de la propiedad de papá, rociaría su chile
de arsénico y se quedaría allí hasta que estuviera fría.
El hombre bajito de zapatos de tacón y traje de Armani: Charles Ludlow Pierce.
Era abogado, defensor de los derechos civiles de las minorías, contribuía a media

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docena de obras de caridad en Denver, un rostro que aparecía frecuentemente, junto
con el de su sonriente esposa Deirdre, en las fotos de la página de sociedad del
Denver Post. Charles Ludlow Pierce maltrataba a su esposa, extinguía su pira de furia
periódica con los puños. El rostro de Deirdre no mostraba los cardenales porque
Charles Ludlow Pierce tenía cuidado de no administrar una de sus «lecciones»
cuando iba a celebrarse un baile de caridad u otro acontecimiento público… o si tenía
que darle una lección a Deirdre entonces lo hacía, por silencioso consentimiento, con
un calcetín lleno de arena y se limitaba a su cuerpo.
Pero Charles Ludlow Pierce achacaba a todas estas «lecciones» de puñetazos en
la cara inductoras de orgasmos el haber salvado su matrimonio y su cordura. En esas
ocasiones Deirdre se «retiraba» durante una semana o más a su hogar en Aspen.
Bremen bajó los ojos y bebió más vino.
De repente alzó la cabeza y contempló a la multitud que pasaba hasta que detectó
a un hombre que caminaba con prisa. Bremen dejó la botella y la bolsa marrón y lo
siguió.
El hombre continuó calle Dieciséis abajo hasta que se detuvo delante del edificio
de cristal y acero del Tabor Center. El hombre se puso a mirar los trajes de Brooks
Brothers, no se decidió y continuó por la calle Lawrence hasta el centro comercial.
Una brisa venida de las montañas agitaba los arbolitos que flanqueaban el carril de
autobuses y aliviaba un poco el calor de la ciudad. El hombre continuó caminando,
sin advertir al barbudo mendigo que lo seguía a media manzana de distancia.
Bremen no captó su nombre. No le importaba saberlo. El resto estaba bastante
claro.
Bonnie cumplirá once años este septiembre, pero parece que tiene trece. ¡Mierda,
parece que tiene dieciséis! Sus tetas se están volviendo la mar de redonditas. Tiene
pelo en el coñito desde hace un año ya. Carla dice que Bonnie tuvo el periodo el mes
pasado… que ahora nuestra niña es una mujer… ¡qué poco sabe Carla!
El hombre iba vestido con un traje gris arrugado. Había salido de los edificios de
oficinas de la Quince y esperaba su autobús a Cherry Creek. Pasarían otros dieciocho
minutos antes de que pudiera tomar un autobús que lo llevara a la terminal del centro
comercial. El hombre era alto, metro ochenta o metro ochenta y cinco, y llevaba bien
su sobrepeso. Se recogía el pelo en una de esas coletas que usan los hombres maduros
y que Gail decía que parecían el pomo de una puerta.
Entró en el Brass Rail, un bar de madera y bronce situado frente al Tabor Center.
Bremen encontró un lugar a la sombra, entre dos edificios, desde donde veía las
cristaleras del bar. Una luz intensa iluminaba la calle Dieciséis y volvía opaco el
cristal.
No importaba. Bremen sabía exactamente dónde estaba sentado el hombre, qué
bebía.
Dos años ya con Bonnie y esa zorra tonta de Carla no sospecha nada. Cree que
los dolores estomacales y las lágrimas de la niña son sólo cosas de la adolescencia.

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¡Adolescencia! ¡Dios bendiga la adolescencia! Alzó otro vaso de Dewar’s. Siempre
pedía Dewar’s para que no le dieran la mierda de whisky de garrafón con la que
intentaban timarle en sitios como aquél.
Esta noche es otra noche especial. Una noche con Bonnie. Una noche con mi
Bonnie. Se rió y agitó la mano para pedir otro vaso. Naturalmente, no es como la
primera vez, pero ¿qué lo es? Esa primera vez… Imágenes de una piel de terciopelo,
un mechoncillo de vello en el montecito de su hija, los pechos… poco más que
capullitos entonces… y su llanto suave contra la almohada. Él le había susurrado:
—Si no lo dices, no pasará nada. Si lo dices, te llevarán y te meterán en un
orfanato.
No es como la primera vez, pero ella está aprendiendo trucos… mi Bonnie… mi
querida Bonnie. Esta noche haré que vuelva a emplear la boca…
Terminó el segundo whisky, miró el reloj y salió rápidamente del Brass Rail,
caminando a paso rápido pero sin prisa por la Dieciséis hacia el oeste. Casi había
llegado a la terminal de autobuses cuando un vagabundo borracho salió de las
sombras de Gart Brothers y se acercó a él por la acera. Se apartó a la derecha,
mirando con mala cara al borracho. No había nadie a la vista y los dos quedaban
parcialmente ocultos por la barrera de hierba alta y hormigón de la escalera, bajo la
parada de autobús.
—Lárgate, tío —exclamó, haciendo un gesto despectivo con la mano mientras el
mendigo se acercaba como para pedirle algo. El hombre llevaba una barba rubia
enmarañada y tenía unos ojos salvajes bajo unas gafas reparadas con cinta adhesiva.
Usaba gabardina a pesar del calor. El borracho no se apartó.
Él sacudió la cabeza y se dispuso a rodearlo.
—¿Tienes prisa? —preguntó el mendigo, la garganta cargada de flema. Era como
si el hombre no hubiera hablado desde hacía días.
—Vete al carajo —dijo él, y se volvió hacia la estación de autobuses.
De repente lo empujaron hacia atrás, hacia las sombras de las escaleras. Se dio
media vuelta, soltando el traje del sucio puño del borracho.
—¿Qué carajo…? —empezó a decir.
—¿Tienes prisa por llegar a casa para abusar de Bonnie? —dijo el borracho con
voz suave y ronca—. ¿Vas a hacérselo otra vez esta noche?
Se quedó mirándolo, boquiabierto. Una fría garra se deslizó por su espalda. Sintió
el sudor en los sobacos y corriéndole bajo la camisa azul.
—¿Qué?
—Ya me has oído, gilipollas. Todos lo sabemos. Todo el mundo. La policía lo
sabe también probablemente. Probablemente te están esperando con Carla en la
cocina ahora mismo, gilipollas.
Continuó mirando, sintiendo la impresión convertirse en pura furia, ardiendo
como queroseno blanco. Quienquiera que fuese ese cabrón borracho, por mucho
que… por mucho que supiera, era veinte centímetros más bajo y pesaba cuarenta

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kilos menos. Podía matar al asqueroso mendigo con una mano atada a la espalda.
—¿Por qué no intentas matarme entonces, abusador de niños? —susurró el
borracho. Sorprendentemente, la escalera y la acera estaban todavía vacías. Las
sombras eran largas.
—Puedes tener por seguro que… —empezó a decir, y calló mientras la llamarada
de furia se hacía más fuerte y luego estallaba en una explosión de puro odio cuando el
mendigo empezaba a sonreírle entre la barba enmarañada. Cerró los grandes puños y
dio tres pasos hacia el borracho, diciéndose que debía tener cuidado de no matar al
pequeño cabrón. Había estado a punto de matar a aquel chico en la universidad.
Intentaría parar antes de que el borracho cabrón dejara de respirar, pero le sentaría tan
bien hundir sus puños en esa cara sucia y mugrienta…
Jeremy Bremen dio un paso atrás mientras el hombre se abalanzaba contra él con
los puños levantados. Buscó bajo su gabardina, sacó el garrote y lo alzó en un
movimiento con la mano izquierda que le había ayudado a marcar durante su último
año en la facultad.
En el último segundo el hombre alzó el brazo para protegerse la cara. Bremen
golpeó con el largo palo las piernas del hombre, y le dio de nuevo en los hombros
mientras caía.
El hombretón rugió algo y trató de ponerse en pie. Bremen lo golpeó una vez en
el plexo solar con el tablón y luego en la nuca cuando se dobló hacia delante. Empezó
a rodar escalones abajo con pequeñas sacudidas entrecortadas.
Cerca de la parada de autobuses alguien empezó a gritar. Bremen no miró por
encima del hombro. Tomándose su tiempo, se acercó, blandió los tres palmos de
garrote y lo descargó como si fuera un palo de golf: el golpe terminó en la boca
abierta del hombre. Los dientes reflejaron los restos de la luz del sol mientras se
desparramaban por la calle.
El hombretón escupió, se sentó, se llevó los antebrazos a la cara.
—Esto es por Bonnie —dijo Bremen, o trató de decirlo entre las mandíbulas
apretadas, y entonces descargó un nuevo golpe, muy fuerte, golpeando con el
extremo de la tabla la entrepierna del hombre.
El hombretón gritó. Alguien gritó también en el paseo.
Bremen avanzó y descargó el palo de nuevo contra la cabeza del hombre,
astillando la madera una última vez. Cuando el hombretón se desplomaba hacia
delante Bremen dio un paso atrás y le descargó una sola patada, muy fuerte,
imaginando que su entrepierna era una pelota de fútbol colocada en el ángulo
perfecto para marcar gol.
En algún lugar cercano a la calle Larimer una sirena ululó y volvió a guardar
silencio. Bremen dio un paso atrás, dejó que las últimas astillas de madera cayeran de
sus manos sucias, miró una vez al hombre que gemía en la acera, se dio media vuelta
y echó a correr.
Escuchó gritos y el sonido de al menos dos personas corriendo tras él.

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Con la gabardina ondeando, la barba al viento, los ojos tan abiertos que parecían
en blanco, huevos blancos colocados en una cara marrón de suciedad, Bremen corrió
hacia las sombras del paso elevado de la vía del tren.

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Ojos
Gail y Jeremy quieren un hijo. Al principio, durante el año aproximado que dura
su larga luna de miel, asumen que el hijo vendrá pronto, así que Gail toma
precauciones para evitar un embarazo indeseado: primero la píldora, luego el
diafragma cuando surgen problemas de salud. Dieciocho meses después de la boda
acuerdan retirar el diafragma y dejar que la naturaleza siga su curso.
Durante otros ocho meses más o menos no se preocupan. Hacen el amor con
frecuencia y todavía con pasión, y tener un bebé es todavía secundario. Entonces Gail
empieza a preocuparse. Se casaron algo tarde… Jeremy tenía veintisiete años y Gail
veinticinco… pero los médicos le aseguran que todavía tiene diez años de capacidad
reproductora por delante. Pero tres años después de la boda, una semana después de
que Jeremy cumpla los treinta (lo celebran invitando a los amigos de la facultad a un
día de softball), Gail sugiere que los dos vayan a ver a un especialista.
Al principio Jeremy se sorprende. Ella le ha ocultado su preocupación lo mejor
posible; es decir, él conocía su existencia, pero había subestimado su fuerza. Ahora,
acostados juntos en la cama una noche de verano, con la luz de la luna fluyendo por
entre las cortinas de encaje, ambos escuchando los insectos y las aves nocturnas tras
el granero durante las pausas en su conversación, deciden que es hora de comprobar
las cosas.
Primero Jeremy se somete al proceso levemente embarazoso de un recuento de
esperma. La consulta está en Filadelfia y forma parte de un moderno complejo con un
discreto cartel en el ascensor de servicio: SERVICIOS DE CONSEJERÍA
GENÉTICA. Al menos diez doctores trabajan en el complejo, tratando de ayudar a
las parejas estériles a conseguir su sueño de paternidad. Todo esto impresiona a Gail
y a Jeremy, pero los dos se ríen cuando Jeremy tiene que entrar en el cuarto de baño
para entregar su «muestra».
Jeremy envía la visual: ejemplares de Penthouse, Playboy y media docena de
revistas de porno blando en el lavabo, junto a una toalla. Un pequeño mensaje
mecanografiado en una tarjeta doblada junto al montón de revistas anuncia: «Debido
al gasto que supone sustituir las revistas perdidas, pedimos que no saquen estos
ejemplares de esta habitación».
En la salita donde ella espera a su médico, Gail empieza a reírse.
¿Puedo mirar?
Lárgate.
¿Estás de guasa? ¿Y perderme esta fascinante experiencia sustantiva? Puede que
aprenda algo.
Te enseñaré algo… y te meteré un dedo en el ojo si no me dejas en paz. Esto es
serio.
Sí… serio. Gail se esfuerza por no reír. Jeremy ve la imagen que tiene de su
médico, que entra en la sala de reconocimiento y encuentra a su paciente doblada por

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la mitad de risa, las lágrimas corriéndole por la cara. Seria, envía Gail, y entonces,
mirando a través de los ojos de Jeremy las fotos de la primera revista que ha
escogido: Santo cielo, ¿cómo pueden posar así esas chicas? Y empieza a reírse otra
vez.
Irritado, Jeremy no responde. La conversación lo distrae. Pasa las páginas.
¿Tienes problemas, Jerry?
Lárgate.
Él cierra la revista y suspira.
Déjame ayudarte. Gail coloca una pantalla entre ella y la puerta y empieza a
desnudarse, contemplándose en un espejo de cuerpo entero mientras lo hace.
¡Eh! ¿Qué demonios estás…?
Gail se suelta el último botón de la blusa y la dobla con cuidado sobre el respaldo
de la silla. Señala una bata de hospital que hay sobre la camilla. La enfermera dijo
que me harían un reconocimiento.
Escucha…
A callar, Jerry. Lee tu revista.
Jeremy vuelve a poner la revista en el montón y cierra los ojos.
Gail Bremen es una mujer pequeña, apenas mide metro sesenta descalza, pero su
cuerpo es proporcionado, fuerte y sensual en extremo. Le sonríe a Jeremy en el
espejo y él piensa, no por primera vez, que su sonrisa es gran parte de esa
sensualidad. La única sonrisa de mujer que ha visto que sea igualmente atrayente,
provocativa e integral es la de la gimnasta Mary Lou Retton. La sonrisa de Gail tiene
la misma proporción incalculable de mandíbulas y labios y dientes perfectos: es una
invitación a alguna pequeña travesura que se comunica directamente a quien la
observa.
Gail siente sus pensamientos y deja de sonreír, finge que frunce el ceño y le pone
mala cara. No me hagas caso. Sigue con lo que estés haciendo.
Idiota.
Ella vuelve a sonreír y se quita la falda negra y las medias, dejándolas sobre la
mesa. Con su sencillo sujetador y las bragas Gail parece a la vez vulnerable e
infinitamente atractiva. Se dispone a desabrocharse el sujetador con esa gracia
femenina inconsciente que nunca deja de excitar a Jeremy. Su leve encogimiento de
hombros hace que sus pechos se unan mientras el tejido se afloja y resbala. Gail deja
el sujetador sobre la silla y se quita las bragas blancas.
¿Todavía mirando?
Jeremy está mirando todavía. Se siente conmovido de una manera casi religiosa
por lo atractiva que es su esposa. Lleva el pelo, oscuro y corto, peinado de forma que
le cae sobre la frente alta en una onda. Sus cejas son tupidas y oscuras (cejas a lo
Annette Funicello, las llamó una vez con tristeza), pero le dan un toque dramático a
sus ojos avellana. Una artista que le hizo un retrato al pastel unos años antes en una
excursión veraniega a Monhegan Island le dijo a Jeremy, que estaba mirando:

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—Había oído hablar de ojos luminosos, pero siempre creí que era una chorrada.
Hasta ahora. Señor, su esposa tiene los ojos luminosos.
Los rasgos faciales de Gail consiguen ser de algún modo delicados y enérgicos:
pómulos elegantemente cincelados, nariz fuerte, finas arrugas de expresión alrededor
de esos ojos luminosos, una barbilla enérgica y una tez transparente que revela el más
leve atisbo de sol o de rubor. No está ruborizada ahora, aunque hay una pincelada de
rojo en sus pómulos mientras lanza las bragas a la silla y se planta un segundo ante el
espejo.
Jeremy Bremen nunca se ha sentido demasiado atraído por los pechos femeninos.
Tal vez se debe a la facilidad con la que captaba los pensamientos de las chicas
durante la adolescencia, quizás a su tendencia a mirar la fórmula completa (en este
caso, el organismo) en vez de las partes que la constituyen, pero desde que pasó la
inevitable crisis sexual de su adolescencia los pechos le han parecido una parte
bastante normal de la anatomía humana. Atractivos, sí… una fuente constante de
estimulación sexual, no.
Los pechos de Gail no son ninguna excepción. Son grandes para alguien de su
altura, pero no es su tamaño lo que lo excita tanto. Las chicas de las revistas que tiene
cerca para ayudar a los donantes de esperma tienen unos pechos enormes,
desproporcionados o absurdos. Los pechos de Gail son…
Jeremy sacude la cabeza, descubriendo que no puede expresar algunas cosas con
palabras, ni siquiera para sí mismo.
Inténtalo.
Los pechos de Gail son sensuales en extremo. En proporción a su cuerpo de atleta
y su fuerte espalda son… perfectos es la única palabra que se le ocurre a Bremen:
altos pero cargados con la promesa de las caricias, mucho más pálidos que el resto de
su piel bronceada (hay venillas visibles bajo el blanco, cerca de donde termina la
línea del bronceado), y rematados con areolas que se conservan tan rosadas como las
de una muchachita joven. Sus pezones se elevan brevemente con el aire frío, y ahora
sus pechos se comprimen y vuelven a elevarse de nuevo cuando Gail se abraza
inconscientemente para protegerse del frío, el vello oscuro de sus antebrazos contra la
curva blanca de sus pechos.
La mirada de Gail no varía, pero Jeremy se permite cambiar su propia perspectiva
de la imagen en el espejo, pensando en sí mismo mientras lo hace: Estoy viendo mi
reflejo mental del reflejo mental de su reflejo. Un fantasma admirando sombras
fantasmas.
Las caderas de Gail son anchas pero no demasiado, los muslos fuertes, entre ellos
la V de vello oscuro se alza hasta el vientre con toda la plenitud floral prometida por
sus cejas oscuras y la sombra de sus axilas. Sus rodillas y piernas son elegantes no
sólo en un sentido atlético, sino con las proporciones clásicas de las mejores
esculturas de Donatello. Jeremy baja la mirada y se pregunta por qué los hombres
abandonaron su fascinación por una serie de arcos y curvas tan sexualmente

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estimulantes como las que constituyen un tobillo tan esbelto como éste.
Gail aparta la pantalla, mete el brazo izquierdo en la bata (no se trata de una bata
de hospital típica, sino de un artículo caro de algodón para los clientes adinerados) y
se detiene, casi se da la vuelta; el pecho izquierdo y la cadera captan la suave luz que
se filtra por las persianas. ¿Todavía tienes problemas, Jerry? Una sonrisa. No, ya veo
que no.
Cállate, por favor.
Ella oye los pasos del médico tras la puerta y sus escudos mentales se alzan
juntos, sin llegar a deshacer la conexión pero enmudeciéndola un poco.
Jeremy no abre los ojos.

Intervengo en este punto para decir que mi primer atisbo de esta abierta sensación
sexual entre Jeremy y Gail fue una revelación para mí. Literalmente una revelación;
un despertar de dimensiones casi religiosas. Abrió nuevos mundos para mí, nuevos
sistemas de pensamiento y comprensión.
Yo había conocido placeres sexuales, naturalmente… o al menos los placeres de
la fricción. La tristeza que sigue al orgasmo. Pero estas respuestas físicas no surgían
del contexto del amor compartido y la intimidad sexual que Jeremy y Gail habían
conocido.
Mi asombro al descubrir este aspecto del universo no podría haber sido más
grande si yo hubiera sido un científico que hubiera hallado la Gran Teoría Unificada
del cosmos. En cierto sentido, el amor y el sexo entre Gail y Jeremy eran la Gran
Teoría Unificada del cosmos.

El recuento de esperma de Jeremy está bien. Su parte de las pruebas termina.


No así la de Gail. A lo largo de los nueve meses siguientes se somete a toda una
batería de pruebas, algunas dolorosas, la mayoría embarazosa, todas infructuosas. Le
practican una laparoscopia y repetidos exámenes con ecografías en busca de un
bloqueo en las trompas, anormalidades uterinas, tumores, quistes ováricos, lesiones
uterinas y endometriosis. No encuentran nada. Analizan en busca de deficiencias
hormonales y anticuerpos que rechacen el esperma. Nada se confirma. Le recetan
Clomid y le mandan comprar tests de ovulación (un gasto significativo cada mes)
para determinar los días y las horas de mayor fertilidad. La vida sexual de Gail y
Jeremy empieza a parecer una campaña militar; durante tres o cuatro períodos de
veinticuatro horas cada mes, el día comienza con análisis de orina con cintas
reactivas y termina con un maratón sexual seguido de un rato en que Gail descansa de
espaldas con las caderas ligeramente elevadas y las piernas dobladas para que el
esperma tenga las mejores posibilidades de llegar al final de su viaje.
Nada. Nueve meses de nada; luego otros seis meses de lo mismo.

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Gail y Jeremy se ponen en manos de otros tres especialistas. En cada caso Jeremy
queda exonerado tras un único recuento de esperma y Gail se somete a otra batería de
pruebas. Se convierte en una experta, sabe exactamente cuándo beberse los dos litros
de agua para hacerse la ecografía sin mojar la bata.
Las pruebas siguen sin mostrar nada, sin solucionar nada. Gail y Jeremy
continúan intentándolo, acaban por abandonar las gráficas diarias y los kits de
pruebas por miedo a destruir toda espontaneidad. Les plantean la opción de la
inseminación artificial y están de acuerdo en pensárselo, pero en silencio lo descartan
antes de salir de la clínica. Si el esperma y los óvulos están bien, si el sistema
reproductor de Gail está bien, prefieren dejar las cosas al azar y la naturaleza.
La naturaleza les falla. Durante los siguientes años Gail y Jeremy siguen soñando
con tener hijos, pero dejan de hablar sobre ello. Incluso los comentarios de Gail sobre
el tema mientras comparten el contacto mental pueden deprimirlos a ambos.
Ocasionalmente, cuando Gail tiene en brazos al recién nacido de algún amigo,
Jeremy se sorprende al sentir su reacción ante el contacto y el olor del bebé: el
corazón le duele de ansia, él lo entiende, pero todo su cuerpo responde también, los
pechos le duelen y el vientre le empieza a latir con una reacción física al recién
nacido. Es una respuesta que está más allá de la experiencia de Jeremy y se maravilla
que dos formas del ser humano, masculina y femenina, puedan habitar el mismo
planeta, hablar el mismo idioma y suponer que tienen algo en común cuando este tipo
de diferencias básicas y profundas los separan en silencio.
Gail es consciente del deseo de Jeremy de tener hijos, pero también de sus
reservas. Siempre ha visto estos destellos de preocupación en su mente: miedo a los
defectos de nacimiento, vacilación al introducir otro corazón y otra mente en la
perfecta constelación de dos puntas que es su relación, celos básicos de que alguien o
algo más pueda acaparar el afecto y la atención de Gail como él hace ahora.
Ella ha visto estas preocupaciones, pero las descarta considerándolas las típicas
vacilaciones masculinas a la hora de tener hijos. Pero lo que ha pasado por alto es
importante.
A Jeremy le aterroriza tener un hijo imperfecto. Al principio de su aventura,
cuando el embarazo parecía estar sólo a unas pocas semanas o meses de distancia,
permanecía despierto por la noche y catalogaba sus temores.
Gracias a su breve trabajo sobre genética y probabilidad en la facultad conocía
algunos de los posibles resultados de esta tirada de los dados genéticos: síndrome de
Down, corea de Huntington, enfermedad de Tay-Sachs, hemofilia… la lista continúa.
Y Jeremy conocía las probabilidades incluso antes de que el médico se las
mencionara: un uno por ciento de que la pareja tenga un hijo con un defecto de
nacimiento serio o que amenace su vida. A los veinte años Gail tenía una posibilidad
entre dos mil de tener un hijo con síndrome de Down y una entre quinientas veintiséis
de que tuviera algún desorden cromosómico importante. Si esperan a que Gail tenga
treinta y cinco, las probabilidades pasan a ser una entre trescientas para el síndrome

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de Down y una entre ciento setenta y nueve para una anomalía cromosómica
significativa. A la edad de cuarenta años la curva de probabilidades se ha convertido
en una pendiente empinada y resbaladiza: una entre cien para el síndrome de Down y
una entre sesenta y tres para otros defectos serios.
La posibilidad de tener un hijo retrasado o con malformaciones horroriza a
Jeremy. Lo irremediable de que cualquier hijo cambie su relación con Gail le produce
un horror menos acuciante pero igualmente perturbador. Gail ha visto lo primero y lo
descarta; capta sólo un tenue reflejo del terror de Jeremy ante la segunda posibilidad.
Él se lo esconde a ella (y a sí mismo) lo mejor que puede, usando direcciones falsas y
el torpedeo estático del escudo mental de su relación telepática cuando sale el tema.
Es uno de los dos únicos secretos que oculta a Gail durante todo el tiempo que están
juntos.
Y el otro secreto también tiene que ver con no tener hijos. Sólo que su otro
secreto es una bomba de relojería que suena entre ellos y bajo ellos, dispuesta a
destruir todo lo que han tenido o todo lo que esperan tener juntos.
Pero Gail muere antes de que el segundo secreto se descubra… antes de que él
pueda compartirlo y anularlo. Jeremy todavía sueña con él.

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En este valle hueco
Soul Dad sacó de allí a Bremen.
La policía tenía una descripción del asaltante del centro comercial de la calle
Dieciséis y estaban peinando las chabolas bajo los puentes del río Platte. Se corrió la
voz de que la víctima del ataque no había resultado malherida, pero los comerciantes
de la calle Dieciséis llevaban meses quejándose de la proliferación de mendigos y sin
techo en el centro en horario comercial. El ataque había sido la gota que colmaba el
vaso y la policía local estaba destruyendo, destruyendo literalmente, todas las cabañas
temporales y cobertizos desde la calle Market hasta el barrio que rodea Stonecutters
Row, en la montaña sobre la 1 - 25, buscando al joven vagabundo de pelo rubio,
barba hirsuta y gafas.
Soul Dad lo sacó de allí. Bremen había llegado corriendo a su refugio cerca del
Platte y se metió bajo la lona de su tienda para rebuscar entre los harapos del rincón
su botella de Night Train. La encontró y bebió copiosamente, intentando asentarse en
la oscuridad difusa de indiferencia y neurocháchara que había sido su vida. Pero la
adrenalina continuó bombeando a través de su sistema, actuando como un fuerte
viento que dispersara meses de niebla.
¡He atacado a ese hombre!, fue su primer pensamiento coherente. Y luego: ¿Qué
demonios estoy haciendo aquí? De repente Bremen quiso dejar de actuar en la farsa
en la que se encontraba, llamar a Gail para que lo recogiese y volver a casa a cenar.
Pudo ver el largo camino que daba a la carretera del condado, con la granja blanca al
fondo, los melocotoneros que había plantado a cada lado, algunos todavía sujetos por
estacas y cables, la larga sombra de los árboles junto al arroyo extendiéndose hacia la
casa mientras caía la tarde veraniega; percibió el olor de la hierba recién cortada
entrando por las ventanillas abiertas del Volvo…
Bremen gimió, bebió más vino apestoso, maldijo y lanzó la botella por la abertura
de su burda tienda. Se aplastó contra el suelo y alguien gritó algo ininteligible.
¡Gail! ¡Oh, Cristo, Gail! El ansia de Bremen en ese momento fue un dolor físico
que lo golpeó como un tsunami que hubiera aparecido sobre el borde del mundo sin
avisar. Se sintió golpeado, levantado, derribado y zarandeado por fuerzas que
escapaban a su control. Ah, Gail… Dios, te necesito, nena.
Por primera vez desde la muerte de su esposa Jeremy Bremen se llevó las manos
a la cabeza y lloró. Sollozó, rindiéndose a las terribles contracciones de la pena que
ahora se alzaban en él como grandes y dolorosos fragmentos de cristal que hubiera
tragado hacía mucho tiempo. Ajeno al terrible calor bajo la improvisada tienda de
plástico y lona, ajeno a los sonidos del tráfico en la autovía por encima y al gemido
de las sirenas en las calles montaña arriba, ajeno a todo menos a su pena y su pérdida,
Bremen lloró.
—Tienes que mover el culo o lo perderás, muchacho —dijo la voz lenta y
meliflua de Soul Dad a través del aire espeso.

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Bremen quiso despedirlo y se acurrucó en sus harapos, de cara al fresco hormigón
que le daba sombra. Continuó llorando.
—No hay tiempo para eso ahora —dijo Soul Dad—. Ya lo habrá de sobra más
tarde.
Agarró a Bremen por debajo del brazo y lo levantó. Bremen luchó por zafarse,
para quedarse en su tienda, pero el viejo era sorprendentemente fuerte, su tenaza
irresistible, y Bremen se encontró fuera, a la luz, parpadeando entre lágrimas y
gritando algo fuerte y obsceno mientras Soul Dad lo conducía a las sombras de
debajo del viaducto con la facilidad con que un padre se lleva a un niño protestón.
Allí había un coche esperando, un Pontiac del 78 o del 79 con un desigual techo
de vinilo.
—No sé hacer el puente a los más nuevos —dijo Soul Dad, colocando a Bremen
al volante y cerrando la puerta.
El viejo se agachó, con el antebrazo en la ventanilla del conductor. Su barba de
profeta del Antiguo Testamento rozaba el hombro de Bremen. Metió la mano en el
vehículo e introdujo un gurruño de papel en el bolsillo de la camisa de Bremen.
—Esto te bastará para el futuro inmediato. Ahora sal de la ciudad, ¿me oyes?
Encuentra un sitio donde los chicos blancos locos que lloran en sueños sean
bienvenidos. Al menos encuentra un sitio para quedarte hasta que se cansen de
buscarte. ¿Entendido?
Bremen asintió, frotándose bruscamente los ojos. El interior del coche olía a
cerveza recalentada y cenizas de cigarrillo. La tapicería rasgada apestaba a orines.
Pero el motor funcionaba bien, como si todos los esfuerzos y atenciones del
propietario hubieran ido a parar debajo del capó. ¡Este es un coche robado!, pensó
Bremen. Y luego: ¿Y qué?
Se dio la vuelta para darle las gracias a Soul Dad, pero el viejo ya se había
retirado a las sombras y Bremen sólo captó un atisbo de su gabardina perdiéndose
entre las chabolas. Las sirenas gruñían cerca de la zanja entre cañaverales por donde
corría el Platte, poco profundo y marrón.
Bremen colocó sus mugrientos dedos en el volante. Estaba caliente del sol y
apartó las manos, flexionando los dedos como si quemara. ¿Y sino me acuerdo de
cómo se conduce? Un instante después, la respuesta. No importa.
Bremen puso el vehículo en marcha y pisó a fondo el acelerador, arrojando
gravilla al río Platte. Tuvo que dar bandazos con el volante para hacerse con el
control y avanzó dando tumbos por un camino de tierra y una mediana llena de
hierbajos hasta dar con el acceso a la rampa de la 1 - 25.
En la cima de la rampa de acceso se sumergió en el tráfico y vio a la derecha los
edificios de las fábricas, los almacenes, el gris lejano de la estación de tren e incluso
el modesto contorno de acero y cristal que era Denver. Había coches de policía en la
ciudad de chabolas, coches de policía en las pistas y senderos del río y coches de
policía en las calles que conducían a la estación de autobuses, pero no había ninguno

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en la interestatal. Bremen miró la oscilante aguja roja del indicador de velocidad,
advirtió que iba casi a ciento veinte en pleno tráfico del día y levantó el pie del
acelerador. A la velocidad máxima permitida se colocó detrás de una furgoneta de
Allied. Tuvo un sobresalto: se acercaba a la intersección con la 1 - 70. Los carteles le
daban a elegir: 1 - 70 Este-LIMON, 1 - 70 Oeste-GRAND JUNCTION.
Había llegado procedente del este. Bremen siguió la doble rotonda y se sumó al
tráfico de la abarrotada 1 - 70 Oeste. Montañas marrones se alzaban por delante y,
tras ellas, el atisbo de las cordilleras cubiertas de nieve.
Bremen no sabía adónde iba. Según el indicador de gasolina le quedaban tres
cuartos del depósito. Se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó el papel que
Soul Dad le había metido allí: un billete de veinte dólares. No tenía más dinero que
ése, ni un céntimo. Los tres cuartos del depósito y los veinte dólares tendrían que
llevarle adonde quiera que pudiese llegar en coche.
Bremen se encogió de hombros. El aire caliente que entraba por la ventanilla
abierta y los respiraderos le refrescó más que ninguna otra cosa en el último mes. No
sabía adónde se dirigía ni lo que iba a hacer. Pero se estaba moviendo. Por fin se
estaba moviendo.

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En este valle de estrellas moribundas
Bremen caminaba al borde del desierto cuando el coche de policía se situó a su
lado en la carretera. No había tráfico, así que el vehículo marrón y blanco avanzó a su
paso un rato. Bremen miró una vez al solitario agente del coche (de rostro cuadrado,
bronceado por el sol, con enormes gafas de espejo) y luego se miró los pies, cuidando
de no pisar ninguna yuca ni los pequeños cactus del suelo del desierto.
El coche de policía se adelantó veinte metros, giró hacia el recodo de la carretera
de asfalto levantando una nubécula de polvo y frenó. El agente salió, soltó la correa
que sujetaba su revólver y permaneció junto al coche. En sus gafas de espejo se
reflejaba el lento avance de Bremen. Bremen decidió que el hombre no era patrullero
estatal, sino una especie de policía del condado.
—Venga aquí —ordenó el agente.
Bremen se detuvo, todavía a dos metros, en el desierto.
—¿Por qué?
—Arrastre el culo hasta aquí —dijo el policía, todavía sin gritar. Había colocado
la mano en la culata del revólver.
Bremen extendió las manos, las palmas visibles en un gesto que era a la vez de
acatamiento y conciliación. Además, quería que el policía viese que las tenía vacías.
Los enormes zapatos del Ejército de Salvación sonaron de un modo raro sobre el
suave asfalto cuando se acercó a la parte trasera del coche patrulla. Un kilómetro por
delante, en la carretera vacía, las ondas de calor creaban un espejismo de agua sobre
el asfalto.
—Póngase en posición —dijo el agente, echándose atrás y señalando el maletero
del coche.
Bremen se quedó quieto y parpadeó un momento. No quería que el poli supiera
que comprendía el término demasiado bien. El policía retrocedió otro paso, señaló
impaciente la tapa del maletero y desenfundó el revólver.
Bremen se inclinó hacia delante, separó un poco las piernas y apoyó las palmas de
las manos en el maletero. El metal estaba caliente y tuvo que curvar los dedos como
un pianista dispuesto a comenzar.
El policía dio un paso adelante y, usando sólo la mano izquierda, cacheó
rápidamente el costado izquierdo de Bremen.
—No se mueva —dijo. Cambió levemente de posición y empleó la misma mano
para cachear el costado derecho. Bremen notó la presencia del revólver cargado tras
él y la tensión en el cuerpo del policía, dispuesto a dar un salto hacia atrás si Bremen
se volvía. Bremen continuó apoyado en el coche cuando el agente retrocedió cuatro
pasos.
—Dese la vuelta.
El policía seguía empuñando la pistola, pero ya no apuntaba directamente a
Bremen.

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—¿Es suyo ese coche que está ahí atrás, en el área de descanso de la interestatal?
Bremen negó con la cabeza.
—¿El Plymouth del 79? —continuó el policía—. ¿Matrícula de Colorado
MHW751?
Bremen volvió a negar con la cabeza.
Los finos labios del agente se retorcieron levemente.
—Parece que no lleva cartera encima. ¿Algún carné de identidad? ¿Permiso de
conducir?
Pensando que negar otra vez con la cabeza podría ser considerado una
provocación, Bremen dijo:
—No.
—¿Por qué no?
Bremen se encogió de hombros. Vio su propia imagen en las gafas de espejo: su
figura delgada con la ropa sucia y grande, la camisa caqui rota y desabrochada por el
calor, el pecho pálido y hundido, la cara tan pálida como el pecho excepto en la nariz,
las mejillas y la frente quemadas por el sol. Se había detenido en la primera
gasolinera de Colorado para comprar una cuchilla y crema de afeitar, pero lo había
dejado todo en la guantera del coche. Su rostro afeitado le resultaba extraño, como
una vieja fotografía que de pronto aparece en un lugar improbable.
—¿Adonde se dirige? —preguntó el policía.
—Al oeste —respondió Bremen, procurando no volver a encogerse de hombros.
Su voz era muy ronca.
—¿De dónde viene?
Bremen entornó los ojos contra la luz. Una furgoneta pasó de largo con un rugido
y una nube de polvo, concediéndole un segundo.
—Salt Lake es el último sitio donde he pasado algún tiempo.
—¿Cómo se llama?
—Jeremy Goldmann —dijo Bremen, sin vacilar.
—¿Cómo ha llegado aquí sin coche?
Bremen hizo un gesto con las manos.
—Me recogió un camión anoche cuando hacía autoestop. Estaba durmiendo esta
mañana cuando el tipo me ha despertado y me ha dicho que tenía que bajarme. Eso ha
sido allá atrás, en el cruce.
El agente enfundó la pistola, pero no se acercó.
—Ajá. Y apuesto a que ni siquiera sabe en qué condado está, ¿verdad, Jeremy
Goldstein?
—Goldmann —dijo Bremen. Negó con la cabeza.
—¿Y no sabe nada de un coche robado con matrícula de Colorado que está en el
área de descanso de la interestatal, no?
Bremen no se molestó en volver a negar con la cabeza.
—Bueno, en este estado hay leyes contra la indigencia, señor Goldstein.

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—No soy un indigente, oficial. Estoy buscando trabajo.
El policía asintió levemente.
—Suba al asiento de atrás.
A través del dolor de cabeza y la resaca de dos días Bremen había estado
captando atisbos de los pensamientos del hombre. Tenía la certeza de que aquel tipo
de aspecto penoso era el ladrón de coches que había dejado el Plymouth de Colorado
en el área de descanso. Probablemente había hecho autoestop hasta la salida 239 y
recorrido aquella carretera en la oscuridad, sin saber que la población más cercana
estaba a otros cincuenta kilómetros de distancia.
—Al asiento de atrás —repitió.
Bremen suspiró y subió al coche. No había manivelas en las puertas del asiento
trasero. Las ventanillas tenían rejillas en vez de cristales y había una doble separación
de reja entre el asiento delantero y el trasero. Las aberturas en la rejilla eran tan
pequeñas que Bremen pensó que no cabía por ellas ni un dedo. Hacía mucho calor y
el suelo de virólo olía como si alguien hubiera vomitado allí recientemente.
El agente de policía ocupó su asiento y hablaba por la radio cuando un Toyota
4x4 que se dirigía al este se detuvo junto a ellos. Una mujer se asomó por su
ventanilla.
—¿Qué tal, agente Collins? ¿Llevas a uno vivo ahí detrás?
—¿Qué tal, señorita Morgan? No parece demasiado vivo ahora mismo.
La mujer miró a Bremen. Tenía un rostro largo y delgado de huesos afilados que
destacaban bajo una piel más bronceada que la del agente. Sus ojos eran de un gris
tan claro que parecían casi transparentes. Llevaba el pelo recogido en un moño de un
rojo oscuro de aspecto poco natural. Bremen supuso que tendría cuarenta años largos
o poco más de cincuenta.
Pero no fue sólo su aspecto lo que le sorprendió. Bremen se había concentrado en
el contacto mental, pero no hubo ninguno. Los pensamientos del policía eran recios,
furiosos en parte, impacientes… y Bremen percibía la neurocháchara que llegaba
desde muy lejos, de la carretera, incluso de la interestatal, que estaba a doce
kilómetros de distancia, pero de la mujer, nada. O, más bien, donde debería haber
estado la mezcla confusa de impresiones, palabras y recuerdos sólo había un fuerte
roce, una especie de sonido neuronal blanco, tan fuerte como un ventilador eléctrico
en una habitación pequeña. Bremen sintió algo dentro o detrás de aquel telón de ruido
mental, pero los pensamientos eran tan poco claros como figuras moviéndose en una
pantalla de televisión llena de nieve.
—¿Y no podría ser que estuvieras arrestando al tipo que viene en respuesta a mi
anuncio de trabajo, no, Howard? —La voz de la mujer era sorprendentemente grave.
Estaba muy segura de sí misma. Sólo había una pincelada de burla en su tono.
El policía alzó la cabeza. Bremen vio la luz del sol destellando en sus gafas
mientras miraba a la mujer. El Toyota era más alto que el coche patrulla y el agente
tuvo que levantar la cabeza para mirarla.

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—Lo dudo, señorita Morgan. Probablemente es el tipo que dejó un coche robado
en la interestatal anoche. Lo llevaremos a comisaría y enviaremos sus huellas.
La señorita Morgan miró al agente. Continuó observando a Bremen con los ojos
entornados.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba?
—Goldmann —respondió Bremen—. Jeremy Goldmann.
—Cállese, maldita sea —exclamó el policía, volviéndose en su asiento.
—Por Dios —dijo la mujer—, así se llama el hombre que escribió respondiendo a
mi anuncio. —Se dirigió otra vez a Bremen—. ¿Dónde dijo que lo vio? ¿En el
periódico de Denver?
—En Salt Lake —contestó Bremen. No había comido en casi veinticuatro horas y
estaba mareado después del largo paseo a través de la oscuridad y el amanecer en el
desierto.
—Eso es. Salt Lake. —Ella miró finalmente al policía—. Por Dios, Howard,
tienes al hombre que he contratado sentado ahí detrás. Me escribió la semana pasada
diciendo que el salario le parecía aceptable y que vendría a la entrevista. Salt Lake.
Jeremy Goldmann.
El policía se agitó en el asiento delantero, su cinturón crujió. La radio chirrió y
chisporroteó mientras pensaba.
—¿Está segura de que así se llamaba el hombre, señorita Morgan?
—Claro que sí. ¿Cómo podría olvidar un nombre judío como ése? Me pareció
algo rara la idea de que un judío pudiera trabajar con el ganado.
El policía dio un golpecito contra la rejilla.
—Bueno, no por eso deja de ser el que probablemente abandonó el coche robado
con matrícula de Colorado.
La mujer hizo avanzar un poco el Toyota para poder mirar a Bremen.
—¿Ha venido conduciendo un coche robado?
—No, señora —dijo Bremen—. He venido haciendo autoestop con un tipo que
me dejó en la última salida.
—¿Le dijo que iba al rancho Dos-M? —preguntó ella.
Bremen vaciló sólo un segundo.
—Sí, señora.
Ella hizo retroceder el Toyota unos pocos palmos.
—Agente, tiene a mi trabajador ahí atrás. Se supone que tenía que haber llegado
hace tres días. Pregúntele al sheriff Williams si no le dije que estaba esperando a
alguien de la ciudad que viniera a ayudarme con las reses.
Howard vaciló.
—No dudo que se lo dijera a Garry, señorita Morgan. Es que no recuerdo que
nadie mencionara que venía alguien llamado Goldmann.
—Creo que no le dije a Garry su nombre —repuso la mujer. Miró hacia delante la
carretera, como si esperara que llegara tráfico en cualquier instante. No llegó nada—.

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No me parece que fuera asunto de nadie, a decir verdad, Howard. ¿Por qué no dejas
que el señor Goldmann me acompañe para que pueda interrogarlo adecuadamente?
¿O hay alguna ley que prohíba caminar por las carreteras del condado hoy en día?
Bremen sintió que la determinación de Howard se agitaba en aguas inciertas. La
señorita Fayette Morgan era una de las principales terratenientes y contribuyentes del
condado, y Garry (el sheriff Williams) había intentado cortejarla unas cuantas veces.
—Es que este tipo no me da buena espina —dijo Howard, quitándose las gafas de
espejo como en un gesto retrasado de respeto hacia la dama que estaba allí sentada
mirándolo—. Me sentiría mejor si pudiéramos comprobar su nombre y sus huellas.
Los labios de la señorita Fayette Morgan se fruncieron en un gesto de
impaciencia.
—Hazlo, Howard. Mientras tanto, estás deteniendo a un ciudadano que… por lo
que yo sé, no ha hecho nada más ilegal que admitir haber venido en autoestop. Si
sigues con esta actitud, el señor Goldmann pensará que actuamos como esos policías
paletos de la frontera que vemos en el cine. ¿No es así, señor Goldmann?
Bremen no dijo nada. En algún lugar carretera abajo, tras ellos, un camión cambió
de marcha con un rugido.
—Decídete, Howard —dijo la señorita Morgan—. Tengo que volver al rancho y
el señor Goldmann probablemente querrá ponerse en contacto con su abogado.
Howard bajó del coche, abrió la puerta desde fuera y volvió a ponerse al volante
antes de que el camión apareciera a la vista medio kilómetro tras ellos. El policía se
marchó sin pedir disculpas.
—Suba —dijo la señorita Fayette Morgan.
Bremen vaciló sólo un segundo antes de dar la vuelta y subir al Toyota. Tenía aire
acondicionado. La señorita Morgan subió su ventanilla y lo miró. Tan cerca, Bremen
se dio cuenta de lo alta que era: al menos medía metro ochenta y cinco o metro
ochenta y ocho, a menos que estuviera sentada encima de un fajo de guías
telefónicas. El camión los adelantó haciendo tronar sus cláxones. La señorita Morgan
saludó al conductor sin desviar la mirada de Bremen.
—¿Quiere saber por qué le he soltado a Howard ese montón de mentiras? —
preguntó.
Bremen vaciló. No estaba seguro de querer saberlo. En ese segundo sintió unas
ganas tremendas de bajarse del coche y continuar caminando.
—No me gustan los pequeños gilipollas que actúan como grandes gilipollas sólo
porque tienen algo de autoridad —dijo ella. La última palabra, autoridad, sonó como
un taco—. Sobre todo cuando utilizan esa autoridad para molestar a alguien que ya
tiene suficientes problemas, como parece que es su caso.
Bremen colocó la mano en la manivela de la puerta, pero vaciló. Había al menos
doce kilómetros de vuelta a la interestatal y otros treinta y tantos hasta la población
más cercana, según el difuso mapa que había captado en los pensamientos del policía.
No había nada en la ciudad para Bremen excepto un posible encontronazo con

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Howard. Le quedaban ochenta y cinco céntimos después de echar gasolina en Utah.
Ni lo suficiente para comer.
—Dígame una cosa —continuó la mujer—. ¿Robó ese coche del que hablaba
Howard?
—No. —El tono de Bremen ni siquiera lo convenció a él. Técnicamente, es
cierto, pensó cansado. Soul Dad fue quien le hizo el puente. Soul Dad, el
campamento de chabolas, el hombre que iba a casa por su hija… todo parecía a años
luz y a años reales para Bremen. Estaba muy cansado después de haber dormido sólo
una hora o dos en Utah el día anterior. El ruido blanco del escudo mental de la
mujer… el neurobloque… lo que fuese, llenaba la cabeza de Bremen de estática. Se
mezclaba con el dolor del mono de alcohol para proporcionarle la mejor huida de la
neurocháchara que había encontrado en cuatro meses.
Ni siquiera el desierto había supuesto un refugio. Ni siquiera sin gente a la vista y
con los ranchos visibles sólo cada seis u ocho kilómetros, caminar por el desierto
había sido como entrar en una enorme bóveda llena de susurros y gritos a medio oír.
La oscura longitud de onda de pensamiento que Bremen parecía a veces sintonizar
evidentemente no tenía límites de distancia; el chisporroteo y el ansia de la violencia
y la avaricia y la envidia habían llenado la interestatal de ruido mental, resonando por
toda la carretera vacía, y rebotaban desde el cielo para ahogar a Bremen con su
fealdad reflejada.
No había habido escapatoria. Al menos en la ciudad los arrebatos más cercanos
de contacto mental le habían proporcionado cierta claridad: estar allí fuera era como
escuchar mil emisoras de radio a la vez, todas mal sintonizadas. El ruido blanco de la
mente de la señorita Fayette Morgan envolviéndolo como un súbito viento del
desierto le daba cierta paz.
—… si quiere —estaba diciendo la mujer.
Bremen se obligó a despenar. Estaba tan cansado y despistado que el sol de la
mañana que atravesaba el parabrisas tintado del Toyota parecía fluir como jarabe a
través de él, la mujer, la tapicería negra…
—Lo siento —dijo—. ¿Qué decía?
La señorita Morgan le sonrió impaciente.
—Decía que puede venir al rancho y probar ese puesto si quiere. Necesito un
peón. El tipo que me escribió desde Denver no llegó a aparecer.
—Sí —respondió Bremen, asintiendo. Cada vez que su barbilla bajaba quería
quedarse allí abajo. Se esforzó por mantener los ojos abiertos—. Sí, me gustaría
intentarlo. Pero no sé nada de…
—Con un nombre como Goldmann, me extrañaría —dijo la señorita Morgan con
una leve sonrisa. Trazó media vuelta completa con el Toyota, que pasó primero por la
arena del desierto y luego volvió al asfalto. Aceleró hacia el oeste y el rancho Dos-M,
que se hallaba más allá de las ondas de calor y los espejismos que flotaban como
telones fantasmagóricos ante ellos.

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Ojos
La investigación de Jacob Goldmann entusiasma tanto a Jeremy (y, a través de
Jeremy, a Gail) que van en tren a Boston para visitarlo.
Faltan poco menos de cinco años para que Gail descubra el tumor que la acabará
matando. Chuck Gilpen, su viejo amigo que es ahora investigador en los laboratorios
Lawrence Livermore en Berkeley, ha enviado a Jeremy un estudio aún inédito sobre
la investigación de Goldmann a causa de su relevancia para la tesis doctoral de
Jeremy sobre la memoria humana analizada como un frente de ondas en propagación.
Jeremy ve la importancia de la investigación de Goldmann de inmediato, llama al
investigador dos días después de recibir el ensayo y sube al tren con Gail tres días
más tarde.
Jacob Goldmann se mostró receloso al teléfono, exigiendo saber cómo había
recibido Jeremy una copia de un trabajo que aún no había enviado para su
publicación. Jeremy le aseguró que no tenía ninguna intención de traspasar sus
dominios como investigador, pero que los aspectos matemáticos del trabajo de
Goldmann eran tan profundos que los dos debían hablar. Reacio, Goldmann accedió.
Gail y Jeremy toman un taxi en la estación de trenes que los lleva al laboratorio
de Goldmann, en una zona industrial en declive, a varios kilómetros de Cambridge.
—Creía que tendría un laboratorio moderno en Harvard —dice Gail.
—Trabaja en la Facultad de Medicina —dice Jeremy—. Pero tengo entendido que
investiga por su cuenta.
—Eso es lo que decían del doctor Frankenstein.
El laboratorio de Goldmann está situado entre las oficinas de una distribuidora de
libros religiosos y la sede de Suministros para Picnic Kayline. Jacob Goldmann es la
única persona que hay en el edificio (es viernes por la tarde) y tiene aspecto de
científico, aunque no exactamente de científico loco. Con poco más de setenta años,
es un hombre pequeño con la cabeza muy grande. Sus ojos son lo que Jeremy y Gail
recordarán más tarde: grandes, marrones, tristes y hundidos bajo cejas que hacen que
su inteligente mirada parezca casi simiesca. El rostro, la frente y el cuello larguirucho
muestran el tipo de arrugas que sólo una vida de personalidad indomable y tragedia
interior puede marcar sobre la fisonomía humana. Va vestido con un traje marrón de
tres piezas hecho a medida hace una década o dos que costó una importante cantidad
de dinero.
—Les ofrecería un café, pero la cafetera parece que no funciona —dice el doctor
Goldmann, frotándose la nariz y mirando distraído el cubículo repleto de trastos que
es obviamente su sanctasanctórum. La oficina exterior y el archivador que Gail y
Jeremy acaban de dejar atrás están inmaculadamente limpios. Esta habitación y el
hombre que la ocupa, sin embargo, recuerdan a Jeremy la famosa fotografía de Albert
Einstein con aspecto perdido en el pequeño caos de su oficina.
Es como Einstein, comparte Gail. ¿Has tocado su mente?

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Jeremy niega con la cabeza de la manera más disimulada posible. Tiene levantado
su escudo mental, tratando de concentrarse en lo que está diciendo Goldmann.
—Mi hija suele encargarse del café. —El investigador se frota una ceja—.
Normalmente se encarga también de la cena, pero está en Londres pasando el fin de
semana. Visitando parientes… —Goldmann los mira desde debajo de sus hirsutas
cejas—. No tienen hambre, ¿verdad? A veces tiendo a olvidarme de cosas como la
cena.
—Oh, no… estamos bien —dice Gail.
—Hemos cenado en el tren —dice Jeremy.
Si una chocolatina te parece una cena, envía Gail. Jeremy, estoy hambrienta.
Calla.
—Dijo usted algo de que las matemáticas eran muy importantes, joven —dice
Goldmann—. Se da cuenta de que el estudio que vio fue enviado a Cal Tech para que
los matemáticos de allí pudieran examinarlo. Me interesaba ver si las fluctuaciones
que estamos midiendo aquí se comparan con…
—Los hologramas —termina Jeremy—. Sí. Un amigo que tengo en Cal Tech
sabía que yo estaba haciendo una investigación de matemática pura sobre los
fenómenos de frentes de ondas y su aplicación a la conciencia humana. Me envió el
estudio.
—Bien… —Goldmann se aclara la garganta—. Fue una falta de etiqueta como
mínimo…
Incluso a través de su tenso escudo mental, Jeremy puede sentir la furia del
anciano mezclada con un poderoso deseo de no ser desagradable.
—Tenga —dice Jeremy, y busca un sitio despejado en la mesa o en el escritorio
para depositar el clasificador que ha traído. No hay ningún sitio despejado—. Tenga
—repite, y abre el clasificador sobre un enorme texto que reposa encima de una
meseta de papeles—. Mire. —Indica a Jacob Goldmann que se acerque.
Goldmann se aclara de nuevo la garganta, pero mira los papeles a través de sus
bifocales. Hojea la demostración, deteniéndose de vez en cuando para examinar con
atención una página o detalladamente una ecuación.
—¿Son transformaciones estándar? —Pregunta en un momento dado.
Jeremy siente que el corazón se le acelera.
—Es una aplicación de la ecuación de ondas relativistas de Dirac modificando a
Schrödinger.
Goldmann frunce el ceño.
—¿En el Hamiltoniano?
—No… —Jeremy pasa una página—. Hay dos componentes, ¿ve? Empecé con
las matrices de Pauli hasta que me di cuenta de que podía evitarlas…
Jacob da un paso atrás y se quita las gafas.
—No, no —dice. Su acento alemán es súbitamente más pronunciado—. No se
pueden aplicar estas transformaciones relativistas de campo de Coulomb a una

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función de ondas holográficas…
Jeremy toma aliento.
—Sí —dice llanamente—. Sí que se puede. Cuando la función de onda
holográfica es parte de una onda firme más grande.
Goldmann se frota el entrecejo.
—¿Una onda firme más grande?
—La conciencia humana —dice Jeremy, y mira a Gail. Ella está observando al
anciano.
Goldmann se queda allí de pie un instante, sin moverse, sin parpadear. Luego
retrocede dos pasos y se sienta pesadamente en una silla cubierta de revistas y
papeles.
—Mein Gott —dice.
—Sí —dice Jeremy. Es casi un susurro.
Goldmann extiende una mano manchada por la edad y toca la demostración de
Jeremy.
—¿Y ha aplicado usted esto a los datos de imágenes de resonancia magnética y
TAC que envié a Cal Tech?
—Sí —dice Jeremy, y se acerca—. Encaja. Todo se integra.
Empieza a caminar de un lado a otro y, finalmente, se detiene para señalar la
carpeta que contiene su demostración, ya obsoleta.
—Mi trabajo era en un principio sobre la memoria… como si el resto de la mente
fuera sólo hardware dirigiendo un sistema de recuperación RAM-DOS. —Se ríe y
sacude la cabeza—. Su trabajo me hizo ver…
—Sí —susurra Jacob Goldmann—. Sí, sí. —Se vuelve a mirar sin ver una
estantería repleta—. Dios mío.

Más tarde descubren que ninguno ha cenado realmente y planean salir a hacerlo
en cuanto Jeremy y Gail terminan un rápido recorrido guiado por el laboratorio. Se
marchan cinco horas más tarde, bien pasada la medianoche. Entre las presentaciones
y la cena, las realidades se resquebrajan.
Las oficinas son la punta de un laboratorio de investigación bastante importante.
Tras el conjunto de oficinas, en lo que fuera una pequeña zona de almacenamiento,
está la habitación dentro de una habitación, aislada, protegida y envuelta en el
equivalente no conductor de una jaula de Faraday. Dentro de la habitación misma se
encuentran los extraños sarcófagos estilizados de dos unidades de resonancia
magnética y un conjunto mucho menos ordenado de cuatro TAC de aspecto mutado.
En contraste con el habitual orden de cualquier sala de este estilo, el suelo del
laboratorio está cubierto de más equipo aislante y hay cables serpenteando por el
suelo, el techo y las paredes.
La habitación situada más allá está todavía más abarrotada: más de una docena de

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monitores suministran datos a una consola principal frente a la cual hay cuatro sillas
vacías. El conglomerado de cables, componentes informáticos almacenados, tazas de
café vacías, circuitos remendados, pizarras llenas de polvo, equipo de EEG diverso y
grupos de osciloscopios sugiere que éste es un proyecto de investigación que nunca
ha sido tocado por las ordenadas mentes de la NASA.
A lo largo de las horas siguientes Jacob Goldmann explica los orígenes de la
investigación, basada en los burdos experimentos realizados en neurocirugía durante
los años cincuenta. Tocaban el cerebro de los pacientes con una sonda eléctrica y
éstos eran capaces de recordar acontecimientos de sus vidas con plenos impulsos
sensoriales. Era como si estuviesen «reviviendo la experiencia».
Goldmann no se dedica a la neurocirugía, pero midiendo en tiempo real los
campos eléctricos y electromagnéticos del cerebro de los sujetos de su investigación,
y usando la amplia gama de equipo médico moderno y experimental, él (con su hija y
dos ayudantes) ha cartografiado avenidas de la mente desconocidas para los
neurocirujanos.
—La dificultad —dice Jacob Goldmann mientras contemplan la tranquila sala de
control, esa noche— está en medir áreas del cerebro mientras el sujeto realiza alguna
actividad. La mayoría de las resonancias magnéticas se hacen, como bien saben, con
el paciente inmovilizado en la camilla deslizante de la máquina.
—¿No es necesaria la inmovilidad para el proceso de escaneado? —Pregunta Gail
—. ¿No es como sacar una foto con una vieja cámara? El más mínimo movimiento
hace que salga borrosa.
—Exactamente —contesta Goldmann, sonriéndole—, pero nuestro desafío era
conseguir toda una gama de esas imágenes mientras el sujeto realiza una tarea: leer,
tal vez, o montar en bicicleta.
Señala la imagen de la sala en la tele. En un rincón hay una bicicleta de ejercicios
con un puñado de consolas y cables convergiendo hacia una semiesfera negra donde
debería encajar en la cabeza de un sujeto. Las negras abrazaderas para el cuello dan al
aparato el aspecto de un instrumento de tortura medieval.
—Nuestros sujetos de estudio lo llaman el casco de Darth Vader —dice el doctor
Goldmann con una risita. Luego, casi ausente, continúa—: Nunca he visto esa
película. Tendré que alquilarla en vídeo algún día.
Jeremy se acerca al televisor para estudiar el casco de Darth Vader.
—¿Y esto les proporciona todos los datos de los aparatos de resonancia más
grandes?
—Muchos más —responde el doctor Goldmann en voz baja—. Muchos, muchos
más.
Gail se muerde los labios.
—¿Y quiénes son sus sujetos, doctor?
—Llámeme Jacob, por favor —dice el anciano—. Nuestros sujetos son los típicos
voluntarios… Estudiantes de la Facultad de Medicina que desean ganarse un modesto

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estipendio. Confieso que varios de ellos son mis estudiantes de posgrado… jóvenes
brillantes cuyo deseo es conseguir unos cuantos puntos con su viejo profesor.
Gail contempla el conjunto de amenazadores instrumentos de la sala de
resonancia magnética.
—¿Hay algún peligro?
Las tupidas cejas del doctor Goldmann se mueven de un lado a otro mientras
sacude la cabeza.
—Ninguno. O, más bien, no más que el que correríamos cualquiera de nosotros si
nos sometiéramos a un TAC o una resonancia. Nos aseguramos de que ninguno de los
sujetos quede expuesto a un campo magnético superior o más amplio que los que se
permiten en un hospital. —Se ríe—. Y es indoloro. Aparte del aburrimiento que se
pasa mientras reparan o retocan constantemente el equipo, los sujetos no tienen
ninguna de las habituales incomodidades de cualquier investigación; no se les extrae
sangre ni corren el riesgo de quedar expuestos a situaciones embarazosas. No,
tenemos una lista bien larga de voluntarios ansiosos.
—Y a cambio —susurra Jeremy, tocando la mano de Gail—, están ustedes
cartografiando regiones inexploradas de la mente… capturando una instantánea de la
conciencia humana.
Jacob Goldmann parece de nuevo perdido en sus pensamientos, los tristes ojos
marrones observan algo que no está en la habitación.
—Me recuerda a las fotografías de espíritus que estuvieron de moda el siglo
pasado —dice en voz baja.
—Fotografías de espíritus —repite Gail, que es una fotógrafa de talento—. ¿Se
refiere a cuando los Victorianos intentaron hacer fotos de fantasmas y duendes y esas
cosas? ¿El tipo de timo que engatusó al pobre Arthur Conan Doyle?
—Ja —dice Goldmann. Los ojos recuperan su brillo y su sutil sonrisa regresa—.
Sólo que los fantasmas que fotografiamos son bastante reales. Hemos encontrado un
medio de capturar una imagen del alma humana misma.
Gail frunce el ceño cuando menciona el alma, pero Jeremy asiente.
—Jacob —dice Jeremy, con la voz temblorosa de emoción—, ¿ve las
implicaciones de mi análisis de la función de ondas?
—Por supuesto —responde el anciano—. Esperábamos el burdo equivalente de
un holograma. Un análogo pobre y difuso de las pautas que registrábamos. Lo que
usted nos ha proporcionado… un millar de miles de hologramas… ¡todos clarísimos
y tridimensionales!
Jeremy se inclina hacia el otro hombre, sus rostros quedan separados sólo por
centímetros.
—Pero no sólo sus mentes, Jacob…
Los ojos son infinitamente tristes bajo las cejas simiescas.
—No, Jeremy, amigo mío, no sólo sus mentes… sino sus mentes como espejos
del universo.

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Jeremy asiente, observando la cara del doctor Goldmann para asegurarse de que
el científico lo comprende.
—Sí, espejos, pero más que espejos… —Jacob Goldmann lo interrumpe, pero
está hablando para sí mismo, ajeno a la presencia de la joven pareja—. Einstein se fue
a la tumba creyendo que Dios no juega a los dados con el universo. Insistió tanto en
dejar eso claro que Johnny von Neumann… un amigo mutuo… le dijo una vez que
cerrara el pico y dejara de hablar de Dios. —Goldmann mueve su gran cabeza hasta
inclinarla en un ángulo retador—. Si sus ecuaciones son acertadas…
—Lo son.
—Si son acertadas, entonces Einstein y todos los que rechazaron la física cuántica
estaban increíble, terrible y magníficamente equivocados… ¡y triunfalmente en lo
cierto!
Jeremy se desploma en una de las sillas, ante la consola. Siente los brazos y las
piernas como si fueran de goma, como si alguien le hubiera cortado los cables.
—Jacob, ¿conoce el trabajo teórico de Hugh Everett? Creo que se publicó en el
cincuenta y seis o el cincuenta y siete… luego fue olvidado durante años hasta que
Bryce DeWitt, de la Universidad de Carolina del Norte, lo recogió a finales de los
sesenta.
Goldmann asiente y se sienta también. Gail es la única que se queda de pie en la
habitación. Trata de seguir la conversación a través del contacto mental, pero ambos
hombres piensan primariamente en matemáticas. Jacob Goldmann piensa también
con frases, pero las frases están en alemán. Gail busca una silla libre. La conversación
le está dando dolor de cabeza.
—Conocí a John Wheeler en Princeton —dice el doctor Goldmann—. Fue tutor
de Hugh Everett. Instó a Everett a dar una base matemática a sus teorías.
Jeremy inspira profundamente.
—Lo resuelve todo, Jacob. La interpretación de Copenhague. El gato de
Schrödinger. El nuevo trabajo que está haciendo gente como Raymond Chiao en
Berkeley y Herbert Walther en Frankfurt…
—Munich —dice el doctor Goldmann en voz baja—. Walther está en el Instituto
Max Planck, en Munich.
—Donde sea —dice Jeremy—. Sesenta y cinco años después de la interpretación
de Copenhague y siguen dándole vueltas. Y siguen encontrando que el universo
parece funcionar por arte de magia cuando tratan de observarlo directamente.
Láseres, superconductores, el maldito calamar de Claudia Tesche… y siguen
encontrando magia.
—¿Calamar? —Pregunta Gail, buscando una palabra más digna de confianza que
«magia»—. ¿Qué calamar?
—Un aparato superconductor de interferencia cuántica[2] —recita Jacob
Goldmann con su rasposa voz de anciano—. Un calamar. Una forma de sacar el genio
cuántico de la microbotella al macromundo que creemos conocer. Pero siguen

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encontrando magia. El telón no puede correrse. Miramos detrás… y el universo
cambia. Instantáneamente. Totalmente. Un lado u otro. No podemos ver cómo
funcionan las cosas. Una partícula o una onda… nunca ambas, Gail, mi joven amiga.
La una o la otra, nunca ambas.
Jeremy se frota la cara y permanece inclinado hacia delante, las palmas sobre los
ojos. La habitación parece moverse a su alrededor como si hubiera estado bebiendo.
Rara vez bebe.
—¿Sabe, Jacob, que este camino puede ser el de la locura… el solipsismo puro…
la catatonia definitiva?
El doctor Goldmann asiente.
—Sí. Y también, tal vez, el de la verdad definitiva.
Gail se incorpora. Desde su infancia, cuando sus padres se convirtieron en
cristianos renacidos e hipócritas renacidos, ha odiado la expresión «verdad
definitiva».
—¿Cuándo comemos? —Dice.
Los dos hombres emiten un sonido a medio camino entre la risa y la tos cohibida.
—Ahora —exclama Jacob Goldmann, mirando el reloj y poniéndose en pie. Se
inclina hacia ella—. En modo alguno estas discusiones sobre la realidad pueden
igualarse a la indiscutible realidad de una buena comida.
—Amén —dice Jeremy.
Gail se cruza de brazos.
—¿Se están burlando de mí?
—Oh, no —dice Jacob. Hay lágrimas en sus ojos.
No, nena, afirma Jeremy. No.
Los tres se marchan juntos, y Jacob cierra la puerta con llave cuando salen.

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Ésta es tierra de cactus
El rancho Dos-M no estaba en el desierto propiamente dicho, sino a varios
kilómetros de un estrecho cañón que se alzaba hacia unas montañas boscosas. Más
allá de las montañas eran visibles picos nevados a través de la bruma de calor y
distancia.
«Rancho» era un término poco adecuado para describir la propiedad de la señorita
Fayette Morgan. La casa principal era una moderna hacienda española levantada
entre dos peñascos del tamaño de edificios de apartamentos bajos. La hacienda
ocupaba un recodo de tierra que se extendía hacia los campos y bosques de álamos
del cañón, hacia el desierto que se extendía más lejos. Media docena de grandes
perros acudieron ladrando cuando llegó el Toyota; dejaron de ladrar y gruñir sólo
cuando la señorita Morgan bajó del coche y les gritó. Acarició la cabeza de cada uno
de ellos mientras se abrían paso hacia sus piernas.
—Vamos a la casa a tomar una cerveza —dijo—. Es la única vez que le invitarán
aquí.
La casa estaba amueblada con valiosas antigüedades, piezas decorativas y arte del
suroeste, el diseño de interiores que no habría desentonado en una página doble de
Architectural Digest. Tenía aire acondicionado y Bremen se aguantó las ganas de
tumbarse en la gruesa alfombra Stark y echarse a dormir. La señorita Morgan lo guió
por la lujosa cocina hasta el office, por cuyos grandes ventanales se veía el peñasco
de la cara sur y los graneros y campos de más allá. Abrió dos Coors frías, le tendió
una a Bremen e indicó con un gesto el banco que había junto a la mesa mientras se
despatarraba en un cómodo sillón. Sus piernas enfundadas en los téjanos eran muy
largas y acababan en botas de vaquero de piel de serpiente.
—Para responder a las preguntas que no hace —dijo—, la respuesta es sí, vivo
sola con los perros. —Tomó un sorbo de cerveza—. Y no, no utilizo a mis peones
como sementales.
Sus ojos eran de un gris tan claro que le daban una extraña apariencia ciega.
Ciega, pero en modo alguno vulnerable.
Bremen asintió y saboreó la cerveza. Su estómago gruñó.
Como en respuesta al gruñido, la señorita Morgan dijo:
—Se cocinará usted su comida. Hay suministros en el barracón y una cocina
entera. Si nos quedamos sin algo que quiera… cosas básicas, no bebida, puede
incluirlo en la lista cuando vaya a comprar cada jueves.
Bremen tomó otro trago, sintiendo que la cerveza le golpeaba con fuerza el
estómago vacío. Eso y la fatiga lo rodearon todo de un leve y brumoso halo de luz. El
pelo teñido de rojo de la señorita Morgan parecía arder y fluctuar con el sol de
mediodía a través de las cortinas amarillas.
—¿Cuánto tiempo necesitará un peón? —preguntó, pronunciando con cuidado
cada palabra.

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—¿Cuánto tiempo pretende quedarse por aquí?
Bremen se encogió de hombros. El sonido blanco de rugido mental rodeaba a la
mujer como el chisporroteo constante de algún salvaje aparato eléctrico… un
generador Van de Graaf quizás. A Bremen el efecto le parecía tranquilizador, como
un viento continuo que ahoga otros sonidos. Verse libre de los susurros y murmullos
de la neurocháchara le hizo querer llorar de gratitud.
—Bien —dijo la señorita Morgan, terminándose la cerveza—, hasta que el agente
Dawg traiga un cartel de «se busca» con su foto, veremos si puede hacer algún
trabajo útil por aquí.
—¿El agente Dawg?
—Howard Collins —dijo ella, poniéndose en pie—. Agente Dawg es como le
llama la mayoría de la gente cuando no está cabreado. Se cree que es un tipo duro,
pero no tiene ni el cerebro de Lettie… ésa es la más tonta de mis perras.
—Respecto a los perros… —empezó a decir Bremen. Se puso en pie dejando la
cerveza a medias.
—Oh, le arrancarán un brazo o una pierna, desde luego. —La señorita Morgan
sonrió—. Pero sólo a una orden mía o si está en el sitio indebido. Se los presentaré
camino del barracón para que puedan empezar a conocerle.
—¿En qué sitios no debo estar? —preguntó Bremen, sujetando con fuerza la
botella de cerveza, como si eso pudiera ayudarlo a mantenerse en pie. El brillo
alrededor de las cosas se había convertido ahora en un latido y sentía el líquido en su
estómago agitarse y removerse de una manera alarmante.
—Manténgase apartado de la casa principal —dijo ella, sin sonreír—. Sobre todo
de noche. Los perros se abalanzarán contra todo lo que aparezca aquí de noche. Pero
yo también me mantendría alejado de día.
Bremen asintió.
—Hay unos cuantos sitios más prohibidos. Se los señalaré cuando le muestre el
rancho.
Bremen volvió a asentir, sin querer soltar la botella de cerveza sobre la mesa pero
sintiéndose incómodo con ella en la mano. No estaba seguro de poder soportar una
tarde de trabajo en el rancho tal como se sentía. No estaba completamente seguro de
poder tenerse en pie tal como se sentía.
La señorita Morgan se detuvo en la puerta mientras él la seguía al exterior.
—Tiene un aspecto de pena, Jeremy Goldmann.
Bremen asintió.
—Le mostraré el barracón y podrá prepararse algo de comer y descansar.
Empezaremos a trabajar mañana a las siete. No me sirve de nada matar a mis peones.
Bremen negó con la cabeza. La siguió al calor y a la luz, a un mundo que el
cansancio y el alivio volvían luminoso y casi transparente.

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Ojos
Gail y Jeremy vuelven de Boston el domingo, en tren, sin hablar de la experiencia
del fin de semana con Jacob Goldmann, pero comunicándose igualmente en el
camino de regreso.
¿Tocaste mentalmente la parte de su familia muerta en el Holocausto?
¿El Holocausto? Jeremy había sentido el poder del intelecto de Jacob Goldmann,
y ocasionalmente había bajado su escudo mental para atisbar un concepto o un
protocolo experimental y clarificarlo durante sus largas conversaciones, pero sobre
todo había respetado la intimidad del anciano. No.
Ah, Jerry… la tristeza de Gail es como una sombra marrón que barre un paisaje
soleado. Contempla por la ventanilla el vertedero urbano ante el que pasan. No
pretendía espiar, pero cada vez que intentaba comprender lo que estabais diciendo y
me asomaba, captaba más imágenes, más recuerdos.
¿Qué imágenes, nena?
El cielo gris, los edificios grises, la tierra gris, las torres de vigilancia grises… la
alambrada negra contra el cielo gris. Los uniformes a rayas, las cabezas afeitadas, las
figuras esqueléticas perdidas en la lana grande y áspera. Las filas cada mañana a la
lechosa luz del alba, el aliento de los prisioneros alzándose como una niebla sobre
todos ellos. Guardias alemanes de las SS con sus gruesos abrigos de lana, sus
cinturones de cuero y sus botas de cuero lustradas y brillantes a la tenue luz. Gritos.
Llantos. La marcha de pies descalzos de la cuadrilla de trabajo en el bosque.
Su esposa y su hijo murieron allí, Jerry.
¿En Auschwitz?
No, en un sitio llamado Ravensbruck. Un campo pequeño. Sobrevivieron cinco
inviernos allí. Separados, pero en contacto por notas enviadas por una red de correo
subterránea. Fusilaron a su esposa y a su hijo dos semanas antes de que liberaran el
campo.
Bremen parpadea. El chasquido de las ruedas metálicas sobre las vías es
vagamente hipnótico. Cierra los ojos. No lo sabía. Pero ¿y su hija… Rebecca? ¿La
que estaba en Londres este fin de semana?
Jacob volvió a casarse en 1954. Su segunda esposa era inglesa… pertenecía a la
unidad médica que liberó los campos.
¿Dónde está ahora?
Murió de cáncer en 1963.
Jesús.
¡Jerry, está tan triste! ¿No lo sentiste? Hay en él una tristeza más profunda que
nada que yo haya sentido.
Bremen abre los ojos y se frota las mejillas. No se ha afeitado esta mañana y la
barba le empieza a picar.
Sí… quiero decir que capté una sensación de tristeza general. Pero su entusiasmo

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es auténtico también, Gail. Está realmente entusiasmado con el proyecto.
Igual que tú.
Bueno, sí… Envía una imagen de Jacob y él mismo en Estocolmo, aceptando el
Premio Nobel compartido. La broma no pega del todo.
Jerry, no entendí todo eso de la física cuántica. Quiero decir, entendí cómo parte
del tema de la relatividad tiene que ver con tu demostración… buena parte de las
probabilidades y el teorema de incertidumbre, también, pero ¿qué tiene que ver con
el trabajo de Jacob y el mapa del cerebro?
Bremen se vuelve a mirarla. Podría indicártelo con matemáticas sencillas.
Prefiero que lo hagas con palabras.
Bremen suspira y cierra los ojos. De acuerdo… entonces. ¿Cómo la obra de
Jacob se traslada a mis matemáticas? ¿Cómo las acciones de ondas neurológicas
que está grabando acaban en una especie de superhologramas? ¿En campos
complejos, interactivos?
Sí.
Bien, hay otro paso. Y no estoy seguro del todo de adonde va a llevarnos. Para
trabajar adecuadamente con los datos voy a tener que aprender un montón de las
nuevas matemáticas no-lineales que llaman matemáticas del caos. Eso y geometría
fractal. No sé por qué los fractales son importantes en esto, pero los datos sugieren
que lo son…
Cíñete al tema, Jerry.
De acuerdo. La cuestión es que las instantáneas del cerebro humano que está
tomando Jacob… La personalidad humana en acción recuerda el clásico
«experimento de las dos rendijas» de la mecánica cuántica. ¿Lo recuerdas de la
facultad? Condujo a la llamada interpretación de Copenhague.
Repítemela otra vez.
Bien, según la mecánica cuántica la energía y la materia (en sus componentes
más pequeños) a veces se comportan como ondas, a veces como partículas. Depende
de cómo las observes. Pero lo que da miedo de la mecánica cuántica… La parte vudú
que Einstein nunca aceptó realmente, es que el mismo acto de la observación es lo
que hace que el objeto observado sea una cosa o la otra.
¿Dónde entran las dos rendijas?
Durante el último medio siglo los investigadores han estado reproduciendo un
experimento en el cual las partículas (electrones, tal vez) se disparan a una barrera
que tiene dos rendijas. En una pantalla, detrás de la barrera, puede verse por dónde
la atraviesan los electrones o los fotones o lo que sea…
Gail se incorpora y mira a Jerry con el ceño fruncido. El ve su propia cara, los
ojos cerrados, el ceño levemente fruncido también, a través de la mirada de ella.
Jerry, ¿estás seguro de que esto tiene algo que ver con las resonancias de Jacob
Goldmann o lo que sea de las cabezas de la gente?
Bremen abre los ojos. Sí. Ten paciencia. Abre las dos botellas de zumo de naranja

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que han comprado esta mañana y le tiende una a Gail. El experimento de las dos
rendijas es como la prueba definitiva del secreto del universo… o de su perversión.
Adelante.
El zumo de naranja está caliente. Gail hace una mueca y lo vuelve a guardar en la
bolsa.
De acuerdo. Tienes dos rendijas… Una está cerrada, así que los electrones o las
partículas se cuelan por la otra. ¿Qué aparecería en la pantalla?
¿Con sólo una rendija abierta?
Eso es.
Bueno… Gail odia los acertijos. Siempre los ha odiado. Considera los acertijos un
invento de la gente a la que le gusta avergonzar a otra gente. Si siente el más leve
atisbo de condescendencia en el tono mental de Jeremy, va a darle un puñetazo en el
plexo solar. Bueno, supongo que obtendrás una línea de electrones. Una franja de luz
o lo que sea.
Correcto.
La corriente de pensamientos de Jeremy ha adquirido el tono levemente pedante
que usa con sus estudiantes de matemáticas, pero no está siendo condescendiente.
Sólo está ansioso por compartir un concepto emocionante. Gail no lo golpea en el
plexo solar.
Muy bien, continúa Jeremy, ¿y qué te encontrarías si las dos rendijas estuvieran
abiertas?
Dos franjas de luz… o electrones.
Jeremy envía la imagen del gato de Cheshire sonriendo. Ni hablar. Error. Eso es
lo que dictaría el sentido común ordinario del macrouniverso, pero no es el caso
cuando haces el experimento. Con ambas rendijas abiertas, siempre obtienes franjas
de luz alternas claras y oscuras en la pantalla.
Gail se muerde una uña. Franjas de luz alternas claras y oscuras… oh, ya
comprendo. Lo hace con sólo un brevísimo atisbo de las frases e imágenes que
Jeremy forma para ella. Con ambas rendijas abiertas, los electrones se comportan
como ondas, no como partículas. Las franjas oscuras son los puntos donde las ondas
se solapan y se anulan unas a otras.
Exacto, nena. Una clásica pauta de interferencia.
Pero ¿cuál es el problema? Dices que la mecánica cuántica predice que trocitos
de materia y energía actuarán a la vez como ondas y como partículas. Así que hacen
lo que está previsto. La ciencia es segura… ¿no?
Bremen envía una imagen de un muñeco de resorte agitándose y balanceándose al
salir de la caja. Sí… la ciencia es segura, pero la cordura corre verdadero peligro. El
truco está en que, después de todos estos años, el propio acto de observar hace que
esas ondas/partículas se colapsen en un estado o en otro. Hemos ideado
experimentos increíblemente complejos para «mirar» el electrón durante su
tránsito… cerrar una de las rendijas cuando el electrón atraviesa la otra… lo hemos

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probado todo. El electrón… o el fotón, o lo que quiera que utilicemos en el
experimento, siempre parece «saber» si la segunda rendija está abierta o no. En
cierto modo los electrones se comportan exactamente como si no sólo supieran
cuántas rendijas hay abiertas, ¡sino como si supieran también que los estamos
observando! El experimento de Inadecuación de Bell, por ejemplo… consigue la
misma reacción con partículas separadas que vuelan alejadas una de la otra a la
velocidad de la luz. Una partícula «conoce» el estado de su gemela.
Gail envía el mensaje de una fila de signos de interrogación. ¿Comunicación más
rápida que la velocidad de la luz? Eso es imposible. Las partículas no podrían
intercambiar información si viajan separadas a la velocidad de la luz. Nada puede
viajar más rápido que la luz… ¿no?
Cierto, nena. Jeremy transmite el latido de su propio dolor de cabeza. Y ha sido
un quebradero de cabeza para los físicos desde hace décadas. No sólo esas puñeteras
particulitas hacen lo imposible, como si supieran lo que hace su gemela en el
experimento de las dos rendijas y el experimento de Bell y de otros… sino que
seguimos sin poder echar un vistazo a la verdadera sustancia del universo. La
partícula desnuda tras el telón.
Gail intenta imaginárselo. No puede. ¿La partícula desnuda?
No ha sido posible, con toda nuestra hipertecnología y nuestros ganadores del
premio Nobel, echar un vistazo a la verdadera materia del universo cuando lleva
puestos ambos aspectos.
¿Ambos aspectos? El tono mental de Gail es casi quejumbroso. ¿Te refieres a ser
onda y partícula a la vez?
Sí.
Pero ¿por qué todo este galimatías cuántico es tan importante para comprender
cómo la mente humana, la personalidad, es igual que un holograma?
Bremen asiente. Una parte de él está pensando en la familia de Jacob Goldmann
en los campos de exterminio. Gail, la materia que Jacob está estudiando… las
pautas de ondas que yo he estado traduciendo a través de las transformaciones de
Fourier y todo lo demás… son como reflejos del universo.
Gail toma aire. Espejos. Estuvisteis hablando de espejos el viernes por la noche.
¿Espejos del… universo?
Sí. Las mentes que Jacob ha estado cartografiando… esas estructuras
increíblemente complejas, las mentes de estudiantes de posgrado, a lo que realmente
se reducen es a una especie de ojeada a la estructura fractal del universo. Quiero
decir, es como el experimento de las dos rendijas: no importa con qué astucia
miremos tras el telón, existe la misma magia.
Gail asiente. Ondas o partículas. Nunca ambas.
Eso es, nena. Pero aquí estamos mucho más allá de ondas y partículas. La mente
humana parece estar colapsando estructuras de probabilidad en el macro además de
en el micro…

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¿Y eso significa qué exactamente?
Bremen trata de encontrar un modo de limitar la amplitud del concepto a las
palabras. No puede. Significa… Significa que las personas… nosotros… tú y yo, todo
el mundo… no sólo estamos reflejando el universo, trasladándolo de conjuntos de
probabilidad a conjuntos de realidad, como si dijéramos… Estamos… Dios mío,
Gail, estamos creándolo momento a momento y segundo a segundo.
Gail se le queda mirando.
Bremen la agarra por los brazos, tratando de comunicarle la magnitud y el alcance
de la idea mediante la presión y la fuerza de voluntad. Somos los observadores, Gail.
Todos nosotros. Y sin nosotros… Según los cálculos de mipizarra de casa, sin
nosotros, el universo sería pura dualidad, infinitos conjuntos de probabilidad,
infinitas modalidades…
Caos, envía Gail.
Sí. Exacto. Caos. Se desploma en su asiento. Tiene la camisa pegada a la espalda
y los costados por el sudor.
Gail permanece en silencio un momento, digiriendo lo que ha dicho Jeremy. El
tren se dirige hacia el sur. Hay un instante de oscuridad cuando entran en un corto
túnel y luego los envuelve de nuevo la luz gris. Solipsismo, envía ella.
¿Mm? Jeremy se ha perdido en las ecuaciones.
Jacob y tú hablasteis de solipsismo. ¿Por qué? ¿Porque esta investigación
sugiere que el hombre, después de todo, es la medida de todas las cosas? Gail nunca
duda en decir «hombre» en vez de «los seres humanos» o «la humanidad». Siempre
dice que valora más la claridad que los imperativos feministas.
Parcialmente… Jeremy está pensando de nuevo en las transformaciones de
Fourier, pero más como un esfuerzo por ocultarle algo a Gail que por resolver ningún
problema matemático.
¿Por qué estás… quién es ese Everett en quien estás pensando? ¿Qué tiene que
ver con ese árbol que estás intentando ocultar?
Jeremy suspira. ¿Te acuerdas de que Jacob y yo estuvimos hablando sobre el
trabajo teórico que un tipo llamado Hugh Everett hizo hace unos treinta y cinco
años?
Gail asiente, ve los ojos cerrados de Jeremy y envía una imagen de sí misma
asintiendo.
Pues bien, el trabajo de Everett… y el material investigado por Bryce DeWitt y
otros en años más recientes… es raro. Resuelve la mayoría de las paradojas
aparentes de la mecánica cuántica, pero lo hace sumergiéndose en aguas profundas
en el terreno de las teorías. Y…
Impaciente, Gail va más allá de las palabras y las cambiantes imágenes
matemáticas para mirar el fondo de lo que Jeremy está intentando explicar.
—¡Mundos paralelos!
Se da cuenta de que lo ha dicho en voz alta, casi gritando. Un hombre sentado al

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otro lado del pasillo la mira, luego vuelve a su periódico. Mundos paralelos, vuelve a
enviar en un susurro telepático.
Jeremy da un pequeño respingo. Ese es el término de la sci-fi…
Ciencia ficción, lo corrige Gail. Pero este Hugh Everett postuló una división de la
realidad en mundos paralelos iguales y separados… o universos paralelos, ¿no?
Jeremy sigue frunciendo el ceño por lo que dice, pero atisba su comprensión del
concepto. Más o menos. Eh… pongamos por caso el experimento de las dos rendijas.
Cuando tratamos de observar la onda expandida del electrón, la partícula sabe que
la estamos observando y se colapsa en una partícula definida. Cuando no miramos,
el electrón mantiene abiertas sus opciones… partícula y onda. Y lo interesante es
que, cuando actúa como onda… ¿recuerdas, la pauta de interferencia?
Sí.
Bueno, es una pauta de interferencia en forma de ondas, sí, pero según los
términos de Born, no son los electrones que atraviesan la rendija los que producen la
interferencia, sino las ondas de probabilidad que la atraviesan. ¡Lo que interfiere son
ondas de probabilidad!
Gail parpadea. Me has perdido, Kemo Sabe.
Jeremy trata de dibujar un ejemplo, pero acaba enviando ecuaciones:

I = (H + J)2
I = H2 +J2 + 2HJ
no
I= I1 + I2

La ve fruncir el ceño, envía ¡Mierda!, y borra mentalmente la pizarra mental.


Nena, significa que las partículas son partículas, pero es el acto de nuestra
observación lo que las hace elegir un curso de acción… ¿Este agujero? ¿Ese
agujero? ¡Tantas opciones! Y como la probabilidad de atravesar un agujero es la
misma que la de atravesar el otro, estamos registrando ondas de probabilidad que
crean la pauta de difracción en la pantalla, detrás de las rendijas.
Gail asiente, comienza a comprender.
Lo tienes, nena, la anima Jeremy. Estamos viendo colapsarse estructuras de
probabilidad. Las alternativas bullen. Estamos viendo el puñetero universo decidirse
a partir de una gama finita de probabilidades para convertirse en una gama aún más
finita de realidades.
Gail recuerda el árbol en el que Jeremy ha estado pensando. Y la teoría de ese
Hugh Everett…
¡Exacto! Jeremy está entusiasmado. Ha estado deseando compartir parte de esto
con Gail durante años, pero tenía miedo de parecer pedante. Según la teoría de
Everett cuando obligamos al electrón a elegir, no elige realmente qué rendija o qué

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probabilidad, sino que produce otra realidad donde nosotros, los observadores, la
vemos atravesar una rendija mientras su compañera de probabilidad igual y
separada atraviesa el otro agujero.
Gail se siente físicamente mareada por el esfuerzo de comprenderlo. ¡Mientras
los observadores del «segundo universo» la ven atravesar el otro agujero!
—¡Exacto! —Grita Jeremy. Mira alrededor, consciente de que ha gritado. Nadie
parece haber prestado atención. Cierra los ojos de nuevo para visualizar mejor las
imágenes.
¡Exacto! Everett resuelve limpiamente las paradojas cuánticas argumentando que
cada vez que un fragmento de energía cuántica o de materia es obligado a tomar una
decisión semejante (es decir, cada vez que intentamos observarlo elegir) entonces
crece una nueva rama en el árbol de la realidad. ¡Dos realidades iguales y
separadas cobran existencia!
Gail se concentra en recordar las portadas azules y blancas de sus viejas novelas
de Ace Double. ¡Mundos paralelos! Lo que yo decía.
No realmente paralelos, envía Jeremy. Las palabras y las imágenes no pueden
realmente reflejarlo, pero imagina un árbol que crece y desarrolla ramas
continuamente:

Gail está agotada. De acuerdo… Y lo que os entusiasmaba y molestaba a Jacob y


a ti era que vuestro análisis de estos hologramas… esas ondas firmes que crees que
representan la conciencia humana… ¿Es porque son como la teoría de Everett de
algún modo?
Jeremy piensa en los cientos de ecuaciones que llenan la pizarra de casa y
suficientes hojas de papel para crear una segunda tesis. El mapa de Jacob de la mente
holográfica la muestra reduciendo las funciones de probabilidad de la realidad…
«eligiendo», igual que hacen los electrones.
A Gail le irrita la simpleza de su explicación. No seas condescendiente conmigo,
Jerry. Las personas no tienen que elegir por qué rendija van a pasar. ¡Las personas
no acaban pintando sus ondas de probabilidad como pautas de interferencia en una

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pared!
Jeremy envía una disculpa sin palabras, pero su mensaje es insistente y no resulta
sincero. ¡Lo hacen! ¡Lo hacen! No sólo en los millones de decisiones que tomamos
cada día. —¿Nos quedamos de pie? ¿Nos sentamos? ¿Cojo este tren o el siguiente?
¿Qué corbata me pongo?—, sino en las decisiones más importantes, cuando
interpretamos los datos que el universo nos envía a través de nuestros sentidos cada
segundo. Ahí se dan las elecciones, Gail… es ahí donde las matemáticas nos dicen a
Jacob y a mí que las estructuras de probabilidad se colapsan y recombinan cada
pocos segundos… ¡al interpretar la realidad! Jeremy toma nota mental para sí mismo
de que tiene que buscar los estudios más recientes sobre matemáticas del caos y
análisis fractal en cuanto llegue a casa.
Gail ve el fallo en esta teoría. Pero, Jerry, tu realidad y mi realidad no son cosas
separadas. Lo sabemos gracias a nuestra habilidad para el contacto mental. Vemos
las mismas cosas… olemos las mismas cosas… tocamos las mismas cosas.
Jeremy le sostiene la mano. Eso es lo que Jacob y yo tenemos que investigar,
nena. Las estructuras de probabilidad se colapsan constantemente… desde conjuntos
casi infinitos a conjuntos muy finitos… en todos los frentes de ondas fijos
observados… las imágenes de las resonancias magnéticas… pero parece que hay un
factor que gobierna al decidir, para todos, lo que debe ser esa realidad observada
segundo a segundo.
Gail se muerde los labios. ????????????????
Jeremy lo intenta de nuevo. Es como si un guardia de tráfico dijera a todos los
electrones por qué rendija tienen que pasar, nena. Una fuerza… un delineador de
probabilidad menos-que-aleatoria que le dice a toda la raza humana, o al menos a
los pocos cientos de representantes que Jacob ha probado hasta ahora, cómo
percibir una realidad que debería ser salvajemente permeable. Caótica.
Ninguno de los dos envía nada durante un buen rato. Luego Gail propone: ¿Dios?
Jeremy empieza a sonreír, pero al final no lo hace. Nota lo enormemente seria que
está ella. Tal vez Dios no, envía, pero al menos sus dados.
Gail se vuelve hacia la ventanilla. Los edificios grises de ladrillo ante los que
pasan le recuerdan las largas filas de barracones de Ravensbruck.
Ninguno de los dos intenta volver a restablecer el contacto mental hasta que están
en casa. En la cama.

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Viento en la tierra seca
Las tareas de Bremen eran legión.
Nunca había visitado un rancho, nunca había imaginado la cantidad ni la
diversidad de trabajo físico que era posible en un rancho de unas dos mil seiscientas
hectáreas, rodeado como estaba de más de doscientas mil hectáreas de «bosque
nacional», aunque apenas había un árbol a la vista por encima de las tierras
relativamente húmedas del rancho mismo. El trabajo físico, descubrió en las
siguientes semanas, no era sólo duro, sino agotador, de esos que te dejan sudoroso,
maloliente, con la espalda rota, las pelotas doloridas y la boca con sabor a sangre y
bilis. Cuando Bremen empezó, tal como estaba, desde el punto de vista de un
alcohólico desnutrido, inactivo, pálido y demacrado, la calidad de trabajo esperada
añadió una nueva dimensión al desafío.
Había imaginado la vida en un rancho (cuando pensaba en ello) como una
cabalgada romántica por una tierra agreste, con cortos intervalos conduciendo el
ganado y quizás el arreglo ocasional de alguna alambrada. No contaba con las tareas
de mantenimiento del rancho mismo, ni con dar de comer cada amanecer a los
animales (desde los gansos de los alrededores del lago a las exóticas llamas que la
señorita Morgan coleccionaba), ni con las largas excursiones en Jeep para traer
cabezas descarriadas, ni con las interminables reparaciones que necesitaba la
maquinaria (vehículos, bombas, motores eléctricos, el aparato de aire acondicionado
del barracón), ni por descontado con las sangrientas glorias de capar a los animales,
sacar los cadáveres hinchados de las ovejas del río después de una noche de riada o
limpiar la mierda del establo principal. Había mucho trabajo que hacer con la pala:
cavar agujeros para los postes, zanjas para el nuevo alcantarillado, veinte metros del
nuevo canal de irrigación; desbrozar los mil trescientos metros cuadrados de jardín de
la señorita Morgan. Bremen se pasaba horas de pie cada día, con las nuevas botas de
trabajo que la señorita Morgan le había hecho comprar la primera semana, y más
horas dando tumbos en el polvoriento Jeep descapotable, pero nunca montaba a
caballo.
Bremen sobrevivió. Los días eran más largos que nunca desde sus días de
estudiante en Harvard, cuando intentaba sacarse una licenciatura de cuatro años en
sólo tres. Pero el polvo y la suciedad y las alambradas y los calambres musculares se
acababan cuando el sol se ponía tras las montañas, al oeste, y mientras sombras
índigo cruzaban el cañón y fluían hacia el desierto como un vino lento regresaba al
barracón, se daba una ducha de treinta minutos, se preparaba la comida y se
desplomaba en la cama antes de que los coyotes empezaran a aullar en las montañas.
Bremen sobrevivió. Los días se convirtieron en semanas.
Allí había una tranquilidad que no se parecía a la verdadera paz interna de la
cabaña de pesca de Florida; aquel silencio era la calma engañosa en el ojo de la
tormenta. De hecho, el rugido del extraño escudo mental de ruido blanco de la

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señorita Morgan daba a Bremen ganas de salir bajo aquellos cielos blancos con la
falsa calma del centro de un huracán, donde el único sonido era el rumor de fondo de
los grandes vientos que giraban alrededor de su vórtice de destrucción.
Bremen agradecía el ruido. Apagaba la cúpula de neurocháchara que parecía
alzarse en todo el continente: susurros, ruegos, gritos y declaraciones, confesiones a
medianoche al alma propia y justificaciones violentas. El universo se había llenado de
estos sombríos cambios y egoístas autorrepulsas, cada longitud de onda más oscura
que la anterior, pero ya sólo existía el ruido blanco de la poderosa personalidad de la
señorita Fayette Morgan.
Bremen lo necesitaba. Se volvió adicto a él. Incluso el viaje de treinta kilómetros
de cada jueves hasta la ciudad se convertía en un castigo, un exilio que no podía
soportar. A medida que la capa protectora de ruido mental de la señorita Morgan se
desvanecía, la neurocháchara atacaba proveniente de todas partes, pensamientos
individuales y ansias y deseos y sucios secretos cortándolo como muchas cuchillas en
el ojo y en el paladar.
El barracón era más que adecuado como hogar: tenía aire acondicionado para
combatir los calores extremos de agosto, su cama era cómoda, la cocina
impresionante, la ducha recibía agua del estanque situado a un kilómetro de distancia
colina arriba, así que nunca se quedaba sin suministro, y estaba situado en un recodo,
entre los peñascos, de modo que las luces de la hacienda principal no eran visibles
desde él. Incluso tenía teléfono, aunque Bremen no podía llamar: la línea sólo llegaba
a la hacienda y sonaba cuando la señorita Morgan quería que realizara alguna tarea
que había olvidado incluir en las «listas de trabajo» de la noche anterior: una simple
hoja de papel amarillo que dejaba clavada en el tablón del estrecho porche del
barracón.
Bremen aprendió rápidamente a qué áreas no podía acceder. No debía acercarse a
la hacienda. Los seis perros estaban bien entrenados, obedecían a la señorita Morgan
al instante cuando gritaba una orden, pero eran terribles. En su tercer día en el rancho,
Bremen los vio abalanzarse contra un coyote que había cometido el error de acercarse
demasiado a los amplios pastos que se extendían hasta el arroyo. Los perros
trabajaron como un equipo, como lobos, y rodearon y mordieron al pobre coyote
confundido antes de abatirlo y acabar con él.
No podía acercarse tampoco a la «despensa», un edificio bajo que había detrás de
los peñascos, cerca de la hacienda. El terrado de la despensa albergaba un tanque
cilindrico de agua. La señorita Morgan le había explicado el primer día que sus cinco
mil litros de contenido eran sólo para apagar el fuego; le había enseñado dónde
estaban los acoples para la manguera, en el costado del edificio. Los peones tampoco
podían tocarlos, a menos que recibieran instrucciones personales de la señorita
Morgan.
Bremen había aprendido durante el recorrido del primer día que la despensa tenía
su propio generador, y a veces lo oía zumbar en la noche. La señorita Morgan le

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explicó que le gustaba preparar su propia carne y la caza que traía de sus incursiones
semanales a las montañas, y que la despensa contenía miles de dólares de carne de
primera calidad. Había tenido problemas, primero con los cortes de suministro que
habían echado a perder una fortuna en carne y luego con peones que consideraban
que podían servirse una tajada o dos de carne antes de marcharse por la noche. La
señorita Morgan ya no permitía que nadie se acercara a la despensa, dijo, y los perros
estaban entrenados para atacar a cualquier intruso que se acercara a la pared de piedra
camino de las puertas cerradas con gruesos candados.
Los días se convirtieron en semanas para Bremen, y pronto se sumió en un ciclo
de trabajo y descanso, puntuado sólo por sus silenciosas comidas y el ritual de
contemplar las puestas de sol desde el porche del barracón. Las pocas incursiones a la
ciudad le parecían cada vez más desagradables porque estaba fuera del alcance del
ruido blanco de la señorita Morgan y los pensamientos aleatorios acuchillaban su
mente. Como si se diera cuenta de ello, la señorita Morgan empezó a hacer ella
misma las compras de los jueves y, pasada la tercera semana, Bremen no volvió a
abandonar el rancho.

Un día, buscando una de las reses que no habían venido a pastar, Bremen se
encontró con una capilla abandonada. Se hallaba detrás de las colinas, sus paredes de
color carne medio ocultas entre rocas de color carne. Le faltaba el tejado (no estaba
simplemente hundido, sino que había desaparecido por completo), y los postigos, las
puertas y los bancos de madera se habían podrido y convertido en polvo seco y se los
había llevado el viento.
El viento soplaba por los huecos de las ventanas. Una bola de rastrojo se movió
sobre la pila de huesos donde antes se hallaba el altar.
Huesos.
Bremen se acercó, se agachó en medio del cambiante polvo para estudiar el
montón de piezas blancas. Huesos, quebradizos y hundidos y casi petrificados.
Bremen estaba seguro de que la mayoría eran de res (vio una caja torácica del tamaño
de una ternera, un xilófono vacuno de vértebras, incluso el cráneo típico de la
variedad Georgia O’Keeffe hundido en el polvo), pero había tantos… Era como si
alguien hubiera apilado los cuerpos allí, hasta que el altar se había desplomado bajo
el peso de tanta carne muerta y putrefacta.
Bremen sacudió la cabeza y se dirigió al Jeep. El viento agitó las ramas secas
sobre las tumbas sin lápida que había detrás de la capilla.

Al regresar de la cordillera sur en el Jeep, esa misma noche de verano, Bremen


vio a alguien junto a la despensa. Redujo la velocidad cuando pasaba por el granero,
sin acercarse a la casa pero curioso. No había perros fuera.

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A quince metros de distancia, a un lado de la casa, donde estaban las conexiones
para las mangueras del tanque de agua, la señorita Fayette Morgan se duchaba bajo el
chorro que se formaba gracias a una alcachofa. En el primer momento Bremen no la
reconoció, con el pelo mojado y pegado a la espalda y el rostro vuelto hacia el chorro.
Tenía los brazos y la garganta bronceados; el resto del cuerpo era muy, muy blanco.
Gotas de agua en su piel pálida y su oscuro vello púbico capturaban la luz del
anochecer. Mientras él miraba, la señorita Morgan cerró el agua y buscó una toalla.
Vio a Bremen en el Jeep y se detuvo, con una mano en la toalla, vuelta hacia él a
medias. No dijo nada. No se cubrió.
Cortado, Bremen saludó y continuó su camino. Por el espejo retrovisor del Jeep
vio a la señorita Morgan todavía allí de pie, su piel muy blanca contra el verde
gastado de la casa. No se había cubierto todavía y lo estaba mirando.
Bremen continuó conduciendo.

Esa noche Bremen se quedó dormido con el aire acondicionado apagado y las
ventanas abiertas para dejar entrar el aire muerto del desierto. Despertó con la
primera de las visiones.
Despertó con el sonido de cuerdas de violín golpeadas y arañadas por unos
dientes cariados. Bremen se sentó en la cama y parpadeó a la luz violeta que
inundaba la habitación a través de los oscilantes postigos.
Las sombras del techo susurraban. Al principio Bremen pensó que era
neurocháchara que se colaba por la manta protectora del ruido blanco de la señorita
Morgan, pero no era el sonido del contacto mental, sino simplemente… sonido. Las
sombras del techo susurraban.
Bremen se cubrió con la sábana húmeda, los nudillos blancos contra el blanco
algodón. Las sombras se movían, separándose de los susurros y reptando por las
paredes que de pronto desaparecieron, totalmente negras, en los violentos arrebatos
de tormenta que asomaban por las ventanas.
Los murciélagos bajaron por las paredes. Murciélagos con rostro de bebé y ojos
de obsidiana. Silbaron y batieron las alas mientras bajaban.
Fuera, en el bramido violeta, las campanas doblaban y una multitud de voces
entonaba cantos fúnebres en las cisternas vacías. En algún lugar cercano, quizá bajo
la cama de Bremen, un gallo cacareó y luego ese sonido quedó ahogado con el
tintineo de huesos en una taza seca.
Los murciélagos con rostro de bebé reptaron boca abajo hasta caer sobre la cama
de Bremen como muchas ratas con alas de cuero y afiladas sonrisas infantiles.
Bremen gritó cuando los relámpagos restallaron y el trueno se adelantó a la lluvia
como un pesado telón rozando viejas tablas.

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Al día siguiente Bremen no comió, como si el ayuno pudiera curar una mente
febril. No hubo llamada telefónica de la señorita Morgan, ni nota pegada en el tablón
de anuncios del exterior del barracón.
Bremen llegó hasta el límite del rancho, al sur de la hacienda, y cavó agujeros
para el nuevo tramo de cerca que iba a colocar entre el bosque y el estanque. El ruido
blanco rugía a su alrededor.
En el undécimo agujero, casi tres palmos bajo tierra, su azada encontró una cara.
Bremen cayó de rodillas. Había en la herramienta barro rojo y blando. También
un poco de carne y hueso blanco. Bremen ensanchó el agujero con la pala hasta
convertirlo en un pozo cónico.
La cara y el cráneo estaban doblados hacia atrás, casi separados de los blancos
huesos del cuello, como si el hombre enterrado hubiera intentado nadar a través del
suelo en busca de aire. Bremen excavó la tumba con el mismo cuidado que un
arqueólogo. Había jirones de tela marrón en la caja torácica aplastada. Encontró
trozos de la mano izquierda allí donde el nadador la había alzado; faltaba la mano
derecha.
Bremen colocó el cráneo en la parte trasera del Jeep y regresó al rancho, pero
cambió de opinión justo antes de ver la hacienda y se encaminó a las colinas para
sentarse allí un rato y escuchar el viento colándose por las ventanas de la capilla.
Cuando volvió al barracón, al anochecer, el teléfono estaba sonando.
Bremen se metió en la cama, volvió la cara hacia la áspera pared y lo dejó sonar.
Al cabo de varios minutos, el sonido cesó.
Bremen se cubrió los oídos con las palmas de las manos, pero el ruido mental
continuó como un gran viento blanco venido de ninguna parte. Cuando hubo
oscurecido y los insectos del arroyo y de la despensa empezaron a oírse, Bremen se
dio la vuelta, casi esperando que el teléfono empezara a sonar.
Guardó silencio. A su lado, extrañamente luminiscente a la luz plateada de la luna
que se filtraba por los postigos, el cráneo lo miraba desde la mesa. Bremen no
recordaba haberlo metido en la casa.

Era más cerca de la medianoche que del amanecer cuando el teléfono sonó.
Bremen lo estudió un instante, despierto a medias, creyendo durante un confuso
segundo que era el cráneo llamándolo.
Cruzó descalzo el suelo de tablas de madera.
—¿Diga?
—Ven a la casa —susurró la señorita Morgan. Al fondo Bremen oyó un equipo de
música que sonaba, como voces cantando en cisternas secas—. Ven a la casa ahora
mismo.

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Bremen colgó el teléfono y salió por la puerta y caminó bajo la luna hacia el
aullido de los perros.

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Ojos
Jeremy y Gail se aman con una pasión que a veces los asusta a ambos.
Jeremy sugiere una vez que su relación es como la implosión de las bolitas de
plutonio que provocan en los laboratorios Lawrence Livermore cientos de láseres
disparando hacia una concha esférica simultáneamente, haciendo que las moléculas
de plutonio se acerquen más y más hasta que no queda espacio entre los átomos y la
bolita, tras una implosión, explota en una fusión de hidrógeno. En teoría, dice. La
fusión sostenida no se ha logrado todavía, explica.
Gail sugiere que podría encontrar una metáfora más romántica.
Pero luego, cuando lo piensa, capta el acierto de la comparación. Su amor podría
haber sido una cosa volátil e inestable sin su habilidad, podría haber muerto después
de poco tiempo; pero compartir el contacto mental y el «impulso hacia dentro» de mil
experiencias compartidas cada día ha hecho implosionar su pasión con una intensidad
que rara vez se encuentra fuera de los núcleos de las estrellas.
Hay incontables desafíos a esa cercanía: la necesidad humana de intimidad que
cada uno de ellos debe comprometer hasta cierto punto, el equilibrio de la
personalidad emotiva, artística e intuitiva de Gail con la visión estable y a veces
general de las cosas de Jeremy, y la fricción de saber demasiado sobre la persona
amada.
Jeremy ve a una hermosa joven en el campus una mañana de primavera (se
agacha para recoger unos libros cuando la brisa le levanta la falda) y ese único y
agudo instante erótico es tan tangible para Gail horas más tarde como para otra
esposa el olor a perfume o una mancha de lápiz de labios en el cuello de la camisa.
Bromean al respecto. Pero no bromean cuando Gail siente una breve pero
obsesiva atracción por un poeta llamado Timothy el invierno siguiente. Trata de
exorcizar los sentimientos, o al menos intenta bloquearlos tras los pequeños restos de
escudo mental que aún quedan entre Jeremy y ella, pero su indiscreción emocional
bien podría ser un cartel de neón en una habitación oscura. Jeremy la percibe
inmediatamente y no puede ocultar sus propios sentimientos… Está sobre todo
dolido, pero siente cierta fascinación morbosa. Durante más de un mes la atracción
fugaz de Gail por el poeta se interpone entre ella y su marido como una espada helada
en la noche.
La libertad de Gail con sus emociones bien puede haber salvado la cordura de
Jeremy (él lo dice a veces), pero en ocasiones los arrebatos de sentimiento lo distraen
de sus clases, del hilo de sus ideas, de su trabajo. Gail pide disculpas, pero Jeremy
sigue sintiéndose como un barquito en el turbulento mar de las fuertes emociones de
Gail.
Incapaz de encontrar poesía en su propia memoria, Jeremy busca imágenes para
describirla en los pensamientos de Gail. Las encuentra a menudo.
Cuando ella muere, es una de esas imágenes prestadas lo que comparte en

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silencio mientras esparce sus cenizas por el huerto, junto al arroyo. Un poema de
Theodore Roethke:

Recuerdo los rizos de su nuca, lacios y húmedos como zarcillos;


Y su modo furtivo de mirar, su sonrisa huidiza como una perca;
Y cómo, cuando se ponía a hablar, las sílabas ligeras saltaban para ella,
Y se mecía en el placer de su pensamiento.

Una curruca, feliz, la cola al viento,


Haciendo temblar con su canción las ramitas y los brotes,
El manto del bosque cantó con ella;
Las hojas, sus murmullos convertidos en besos,
Y el mantillo cantó en los desteñidos valles bajo la rosa.

Oh, cuando estaba triste, se zambullía en una profundidad tan pura,


Que ni siquiera un padre hubiese podido encontrarla:
Rasgando su mejilla contra esparto,
Removiendo el agua más clara.

Mi gorrión, no estás,
Esperando como un helecho, creando una sombra aserrada.
La superficie de las piedras mojadas no puede consolarme,
Ni el musgo, herido por el crepúsculo.

Si pudiera sacudirte de este sueño,


Mi mutilada amada, mi paloma.
Sobre este sepulcro húmedo expreso mi amor…

La investigación neuronal de Jacob Goldmann introduce a Jeremy en un mundo


matemático que de otro modo hubiese explorado por encima, como mucho, y que
ahora, durante estos últimos meses antes de que se declare la enfermedad de Gail,
llena y cambia su vida.
Matemáticas del caos y fractales.
Como la mayoría de los matemáticos modernos, Jeremy ha jugueteado con las
matemáticas no lineales: como la mayoría de los matemáticos modernos, prefiere el
modo clásico y lineal. El pantanoso terreno de las matemáticas del caos, con menos
de dos décadas de antigüedad como disciplina reconocida, le había parecido vacilante
y extrañamente estéril a Jeremy antes de que la interpretación de los datos
holográficos de Goldmann lo lanzara a los reinos y el estudio del caos. Los fractales
eran esas argucias que los matemáticos aplicados habían usado para crear sus gráficos
de ordenador: la breve escena de una de aquellas películas de Star Trek a la que Gail

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lo había arrastrado, la ocasional ilustración en Scientific American o en Mathematical
Intelligencer.
Ahora sueña con matemáticas del caos y fractales.
Las ecuaciones de ondas de Schrödinger y los análisis de Fourier de los modelos
de pensamiento holográfico humanos le han conducido a este bosque de caos y ahora
Jeremy descubre que se siente cómodo en este terreno. Por primera vez en su vida y
su carrera, dedica tiempo a la informática: acaba por instalar un poderoso PC 486 en
el sanctasanctórum de su casa y empieza a pedir tiempo a la universidad. No es
suficiente.
Jacob Goldmann dice que puede ejecutar el programa del caos de Jeremy en uno
de los Cray X-MP del MIT, y Jeremy no duerme por las noches de pura impaciencia.
Cuando la ejecución se completa (cuarenta y dos minutos de tiempo informático, una
verdadera eternidad del precioso tiempo de un superordenador Cray), las soluciones
son parciales, incompletas, abrumadoras y potencialmente aterradoras. Jeremy se da
cuenta de que necesitarán varios superordenadores y más de un programador dotado.
—Dame tres meses —dice Jacob Goldmann.
El científico convence a alguien de la Administración Bush de que su trabajo
sobre los caminos neuronales y la función de memoria holográfica tiene relevancia
para los programas de investigación de las Fuerzas Aéreas sobre «realidad virtual»
para mejorar las carlingas. Diez semanas después Jeremy y él tienen acceso a varios
Crays en red y a los programadores necesarios para preparar los datos.
Los resultados están codificados en matemáticas puras (incluso los diagramas son
ininteligibles para alguien que no sea un investigador matemático). Jeremy se pasa las
tardes de verano en su estudio, comparando sus propias ecuaciones con los elegantes
diagramas Cray de Atractores Vagos de Kolmogorov, que parecen gusanos
diseccionados de la fosa de Mindanao pero siguen las mismas pautas de
interferómetros cuasiperiódicos, mares de caos e islas de resonancia que habían
predicho sus propios cálculos matemáticos.
Jeremy hace secciones Poincaré de ondas de probabilidad chocando y
colapsándose, y los superordenadores Cray (atravesando regiones fractales que
Jeremy no espera comprender jamás) devuelven datos a espuertas e imágenes
informáticas que parecen fotografías de algún lejano mundo acuático de mares índigo
salpicados de islas en forma de caballitos de mar de muchos colores e infinita
complejidad topológica.
Jeremy empieza a comprender. Pero justo cuando empieza a cobrar forma para él,
justo cuando los datos de Jacob y las imágenes fractales de los superordenadores y las
hermosas y terribles ecuaciones de su pizarra empiezan a converger… las cosas en el
mundo «real» empiezan a hacerse pedazos. Primero Jacob. Luego Gail.

Tres meses después de su primera visita a la clínica de fertilidad Jeremy visita a

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su propio médico para un chequeo periódico. Menciona de pasada las pruebas a las
que se está sometiendo Gail y su tristeza por no tener un hijo.
—¿Y sólo le han hecho un análisis de semen? —Pregunta el doctor Leman.
—¿Mm? —Jeremy se abotona la camisa—. Oh, sí… bueno, me sugirieron que
volviera para un par de pruebas más, pero he estado muy ocupado. Además, la
primera fue bastante concluyente. No hay problema.
El doctor Leman asiente, pero frunce levemente el ceño.
—¿Recuerda el recuento de esperma?
Jeremy baja la mirada, inexplicablemente cohibido.
—Eh… treinta y ocho, creo. Sí.
—¿Treinta y ocho millones por milímetro?
—Sí.
El doctor Leman asiente de nuevo y hace un gesto.
—¿Por qué no se vuelve a quitar la camisa, Jerry? Voy a tomarle la tensión.
—¿Hay algún problema?
—No —dice el doctor Leman, ajustando el tensiómetro—. ¿Le dijeron en la
clínica de fertilidad que querían un recuento de cuarenta millones por milímetro con
al menos el sesenta por ciento del esperma con buena motilidad?
Jeremy vacila.
—Eso creo —dice—. Pero me dijeron que probablemente el recuento estaba un
poco por debajo de la media porque Gail y yo… bueno, no nos habíamos abstenido
cinco días antes de las pruebas y…
—¿Y le dijeron que volviera para someterse a algunas pruebas, pero que casi con
certeza no tenía nada de qué preocuparse, que el problema era probablemente de
Gail?
—Así es.
—Bájese los pantalones, Jerry.
Jeremy lo hace. Cuando el doctor le palpa el escroto siente el leve embarazo que
suelen sentir los hombres.
—Tápese la nariz con una mano y cierre la boca —ordena el doctor Leman—. Sí,
así… Que no pase nada de aire… Ahora apriete como si intentara hacer sus
necesidades.
Jeremy va a retirar la mano para hacer un chiste, pero decide callarse. Obedece.
—Otra vez —dice el doctor Leman.
Jeremy da un respingo por la presión que ejerce el doctor.
—Muy bien, relájese. Puede subirse los pantalones.
El doctor se acerca a la mesa, se quita el guante de plástico, lo tira en la papelera
y se lava las manos.
—¿Qué pasa, John?
Leman se vuelve lentamente.
—Eso se conoce como la maniobra de Valsalva. ¿Ha notado la presión cuando he

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puesto el dedo en la vena, a cada lado de sus testículos?
Jeremy sonríe y asiente. La ha sentido, sí.
—Bueno, cuando he apretado ahí, he notado el torrente sanguíneo por sus
venas… yendo en dirección contraria, Jerry.
—¿En dirección contraria?
El doctor Leman asiente.
—Estoy seguro de que tiene venas espermáticas varicosas tanto en el testículo
izquierdo como en el derecho. Me sorprende que no lo comprobaran en la clínica de
fertilidad.
Jeremy se siente barrido por una oleada de tensión y viscosidad. Piensa en todas
las pruebas molestas a las que Gail se ha sometido en las últimas semanas… en todas
las pruebas que la esperan todavía. Se aclara la garganta.
—¿Podrían estas… estas venas varicosas, estar influyendo en la posibilidad de
tener hijos?
El doctor Leman se apoya en la mesa y se cruza de brazos.
—Podrían ser todo el problema, Jerry. Si es un varicocele bilateral, entonces
podría estar haciendo caer la movilidad del esperma, además del recuento.
—¿Quiere decir que los treinta y ocho millones de la clínica eran una anomalía?
—Probablemente —dice el doctor—. Y apuesto a que el estudio sobre motilidad
no se hizo adecuadamente. Yo diría que menos del diez por ciento del esperma se
movía debidamente.
Jeremy siente algo parecido a la furia creciendo en su interior.
—¿Por qué?
—Un varicocele, una de esas venas varicosas de sus testículos, es una disfunción
de una de las válvulas de la vena espermática que hace que la sangre fluya desde los
riñones y las glándulas suprarrenales hasta los testículos. Eso eleva la temperatura del
escroto…
—Lo cual baja la producción de esperma —termina Jeremy.
El doctor Leman asiente.
—La sangre también transporta una alta concentración de sustancias metabólicas
tóxicas, como los esteroides, que inhiben aún más la producción de esperma.
Jeremy contempla la pared, donde sólo hay una lámina barata de Norman
Rockwell de un médico rural auscultando el corazón de un niño. Tanto el niño como
el doctor son caricaturas de mejillas rosadas.
—¿Se puede curar el varicocele? —Pregunta.
—Con cirugía —dice el doctor Leman—. En el caso de los hombres cuyo
recuento de esperma supera los diez millones por milímetro… una categoría en la que
usted parece encajar, suele notarse una mejora importante. Creo que el porcentaje está
en torno al ochenta y cinco o noventa por ciento. Tendría que buscarlo.
Jeremy aparta la mirada de la lámina de Rockwell y mira a su médico.
—¿Me sugiere a alguien que pueda hacerlo?

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El doctor Leman descruza los brazos y hace un gesto con las manos, como si
estuviera moldeando algo.
—Creo que lo mejor, Jerry, sería que volviera a la clínica y comentara que
sospechamos que tiene varicoceles bilaterales. Que ellos hagan las otras pruebas de
esperma y que luego le recomienden a un buen cirujano. —Mira las notas de su
carpeta—. Hoy hemos tomado una muestra de sangre, así que avisaré al laboratorio
para que haga un recuento de hormonas… de testosterona, naturalmente, pero
también de la hormona foliculoestimulante y la hormona luteinizante producidas por
la hipófisis. Imagino que serán bajas y que lo catalogarán como poco fértil o estéril.
—Le da una palmadita a Jerry en la espalda—. Son palabras duras, pero buenas
noticias, en realidad, porque la posibilidad de tener niños después de la operación es
bastante elevada. Mucho mayor de lo que sucede con la mayoría de los problemas de
fertilidad femenina.
El doctor Leman vacila, y Jeremy lee la vacilación del hombre a la hora de
criticar a sus colegas, pero al final dice:
—El problema, Jerry, es que muchos de los médicos de estas clínicas de fertilidad
saben que en el noventa por ciento de los casos el fallo está en el sistema reproductor
femenino. Tienen la costumbre de no examinar al hombre detenidamente una vez
hecho el recuento espermático. Es una especie de miopía profesional. Pero ahora que
sabrán lo del varicocele…
Se detiene en la puerta, viendo a Jeremy abotonarse de nuevo la camisa.
—¿Quiere que los llame yo?
Jeremy vacila sólo un segundo.
—No. Se lo diré yo. Probablemente le llamen para pedir el historial.
—Bien —dice el doctor Leman, dispuesto a atender a su siguiente paciente—. Jan
se pondrá en contacto con usted mañana por la tarde para darle los resultados del
análisis de sangre. Tendremos los datos preparados para enviarlos a la clínica cuando
los soliciten.
Jeremy asiente, se pone la chaqueta, atraviesa la sala de espera y sale a la calle.
Mientras conduce de regreso a casa, ya está preparando su escudo mental para ocultar
la existencia del varicocele. Sólo algún tiempo, se dice a sí mismo mientras hace
hermético el escudo mental y lo recubre de pensamientos e imágenes aleatorios como
un trampero que oculta su agujero con ramas y hojas. Sólo algún tiempo, basta que
resuelva esto.
Incluso mientras trabaja para olvidar lo que ha aprendido, sabe que está
mintiendo.

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Aquí no hay ojos
Bremen subió la colina en la oscuridad, pasó junto al Jeep, aparcado a unos
cuantos metros de donde lo había dejado, y la carnada de rottweilers que seguían
ladrando en su corral (nunca metían a los perros en el corral por la noche) y entró por
la puerta abierta de la hacienda.
El interior estaba tenuemente iluminado, pero no oscuro; la luz procedía de una
única lámpara de bronce y se desparramaba por todo el pasillo desde el dormitorio de
la señorita Morgan. Bremen sintió su presencia, el cálido arrebato de ruido blanco
alzándose como el volumen cada vez más elevado de una radio mal sintonizada. Le
mareaba y le asqueaba un poco. También lo excitaba. Como un sonámbulo, Bremen
cruzó la silenciosa habitación camino del pasillo. Fuera, los perros dejaron de ladrar.
Todas las luces del dormitorio de la señorita Morgan estaban apagadas menos una
única lámpara de veinticinco vatios que había sobre una mesilla, cubierta de un tejido
que vertía un poco de luz rosácea. Bremen se detuvo un momento en el umbral,
sintiendo que su equilibrio se tambaleaba precariamente como si estuviera al borde de
un enorme pozo circular. Luego avanzó y se sintió caer en la acometida del ruido
blanco.
La cama tenía cuatro postes y una gasa diáfana por dosel que capturaba la luz
rosada con el brillo de una telaraña de seda. La vio al fondo, con la luz
desparramándose más allá de ella, el cuerpo suave visible bajo pliegues de encaje
abierto.
—Pasa —susurró.
Bremen entró, pisando con cuidado, como si su visión y su equilibrio fueran por
caminos distintos. Rodeaba la cama cuando la voz de la señorita Morgan sonó de
nuevo desde las sombras.
—No, párate ahí un segundo.
Bremen vaciló, confuso, a punto de despertar. Entonces vio el movimiento de
ella: una separación de las cortinas de encaje de la cama, una inclinación hacia un
vaso o un recipiente pequeño en la mesilla de noche, un breve movimiento con la
mano y la boca y una retirada rápida. Las sombras de su cara parecieron recolocarse.
Lleva dentadura postiza, pensó Bremen, sintiendo un retortijón de emoción
extraño en sus pensamientos hacia la señorita Morgan. Se había olvidado de
ponérselas.
Ella volvió a llamarlo con un gesto, más con la muñeca que con los dedos.
Bremen rodeó la cama hasta el otro lado. Su cuerpo proyectaba otra sombra sobre su
ocupante. Se detuvo otra vez, incapaz de avanzar ni de retroceder. La mujer tal vez
hablara de nuevo, pero los sentidos de Bremen estaban llenos del rugido candente de
su ruido mental. Le golpeaba como un torrente de agua caliente, como sangre que
cayera de alguna boca de riego oculta, desorientándolo aún más de lo que estaba un
segundo antes.

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Tendió la mano hacia las cortinas de la cama, pero los largos y fuertes dedos de
ella rechazaron sus manos. Se inclinó hacia delante apoyándose en los codos, con un
movimiento a la vez felino y femenino, y acercó la cara a sus piernas. Cuando sus
hombros atravesaron las cortinas Bremen se dio cuenta de que podía verle los pechos
a través de la abertura de su camisón, pero no la cara, oculta como estaba por las
sombras y la maraña de su pelo.
Da igual, pensó, y cerró los ojos. Trató de pensar en Gail, recordar a Gail, pero el
arrebato de ruido blanco ahogaba cualquier pensamiento excepto los de laxitud y
rendición. Las sombras de la habitación parecieron danzar a su alrededor en el último
instante antes de que bajara los párpados.
La señorita Morgan apoyó una mano en su vientre, otra en su muslo. Bremen
tembló como un ternerillo nervioso inspeccionado por un veterinario.
Ella le quitó el cinturón, le bajó la cremallera.
Bremen empezó a moverse entonces, a inclinarse hacia ella, pero su mano
izquierda había regresado a su vientre, conteniéndolo y manteniéndolo en el sitio. El
ruido mental era un huracán de estática blanca que lo zarandeaba. Se tambaleó.
Con un único movimiento casi furioso, la señorita Morgan le bajó los pantalones.
Bremen sintió el aire frío y luego el cálido aliento sobre él, pero siguió sin abrir los
ojos. El ruido blanco le golpeaba el cerebro como puños invisibles.
Ella lo acarició, sobando sus testículos como si fuera a elevarlos para besarlos, y
luego pasó una mano cálida de uñas frías por todo su pene aún flácido. El se excitó
levemente, aunque su escroto se contrajo como si intentara meterse dentro de su
cuerpo. Los movimientos de ella se hicieron más fluidos y urgentes, más por
necesidad propia que de él. Bremen sintió que bajaba la cabeza, sintió el contacto de
su mejilla contra su muslo y la suavidad de su pelo y el calor de su frente contra el
bajo vientre, y luego el zarandeo del ruido blanco se redujo, y después cesó y se
encontró en el ojo del huracán.
Bremen vio.
Carne desnuda y costillas abiertas colgando de ganchos. El rictus y los ojos
congelados bajo la escarcha blanca. Los niños de familias de emigrantes en su
propia fila de ganchos, girando levemente con las brisas heladas…
—¡Jesús!
Se apartó instintivamente y abrió los ojos en el momento en que la boca se
cerraba con un chasquido metálico. Bremen vio el brillo de la cuchilla de acero entre
los labios rojos y se tambaleó retrocediendo. Chocó contra la mesilla de noche,
derribó la lámpara cubierta e hizo volar las sombras.
La señorita Morgan abrió las mandíbulas repletas de cuchillas y se abalanzó de
nuevo, arqueando los hombros y echándose hacia delante como una vieja tortuga que
pugnara por liberarse de su concha.
Bremen se lanzó a la derecha y golpeó la pared, revolviéndose de lado de manera
que el mordisco falló sus genitales pero le arrancó un buen trozo del muslo izquierdo,

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justo por encima de la arteria femoral. Vio cómo la sangre manchaba las cortinas a la
luz rosada y las gotas caían sobre el rostro de la señorita Morgan.
Ella arqueó el cuello en algo parecido a un orgasmo, en éxtasis, con los ojos
desencajados y ciegos, la boca abierta en un círculo casi perfecto. Bremen vio la rosa
encía de la prótesis así como las cuchillas en plástico. Su sangre manchaba los labios
rojos y el acero azul. Cuando ella abrió más la boca para abalanzarse de nuevo,
advirtió que las hojas estaban colocadas en filas concéntricas, como los dientes de un
tiburón.
Bremen saltó a la derecha, ciego por las imágenes mentales que giraban en el ojo
del huracán del ruido mental, chocó contra la mesa y la lámpara de nuevo y,
súbitamente, se echó atrás cuando los dientes de acero de la señorita Morgan cortaron
su camisa suelta, el cinturón de cuero y la carne más fina de su costado. Le rozó el
hueso antes de apartarse y sacudir la cabeza como un perro con una rata en la boca.
Bremen sintió la helada sorpresa, pero ningún dolor. Entonces se subió los
vaqueros y volvió a saltar (no de lado, sin duda lo atraparía, sino justo por encima de
ella). Plantó el pie derecho en el hueco de su espalda como un senderista que
encuentra una piedra resbaladiza en medio de unos rápidos traicioneros, arrastró las
cortinas de la cama tras de sí, luego pasó por encima de más cortinas al otro lado y
estuvo a punto de caer, aterrizó con fuerza sobre los codos y se arrastró hacia la
puerta mientras ella se agitaba y se rebullía y trataba de agarrarlo por las piernas.
El dolor en el muslo y el costado le golpeó entonces, agudo como una descarga
eléctrica para los nervios de su espalda.
Lo ignoró y se arrastró hacia la puerta, desde donde miró hacia atrás.
La señorita Morgan se había abierto paso entre las cortinas de gasa y estaba en el
suelo, reptando tras él, haciendo sonar las uñas afiladas sobre las tablas del suelo. La
prótesis hacía que su mandíbula sobresaliera con ansiedad casi licantrópica.
Bremen había dejado un reguero de sangre en las tablas del suelo y la mujer
parecía estar olisqueándolo mientras se acercaba a él sobre la madera resbaladiza.
Se puso en pie y echó a correr, chocando con las paredes del pasillo y los muebles
del salón, dejando una mancha roja en el sofá al tropezar y rodar por encima,
levantarse y saltar hacia la puerta. Luego salió a la noche, respiró el aire frío y se
sujetó los vaqueros con una mano, con la otra el muslo sangrante mientras corría a
saltitos colina abajo.
Los rottweilers se estaban volviendo locos tras la alta alambrada, saltando y
rugiendo. Bremen oyó risas y se volvió, todavía corriendo: la señorita Morgan se
recortaba en la puerta, el camisón totalmente transparente y el cuerpo de aspecto alto
y fuerte.
Se reía por entre las cuchillas de acero de su boca.
Bremen vio el objeto que sostenía en las manos cuando hizo el gesto familiar y
oyó el inconfundible sonido de la escopeta al ser cargada. Trató de zigzaguear, pero la
herida de la pierna lo frenaba y convertía sus movimientos en una serie de saltitos

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torpes, como si el Hombre de Hojalata, medio oxidado, estuviera intentando correr a
ciegas. Bremen sintió ganas de reír y llorar, pero no hizo ninguna de las dos cosas.
Miró hacia atrás para ver a la señorita Morgan entrar en la casa. El generador
sonó detrás de la despensa y, de repente, el camino de acceso a la hacienda, la zona
del barracón, el granero y los cien primeros metros de terreno quedaron bañados de
luz cuando las enormes lámparas convirtieron la noche en día.
Ha hecho esto antes. Bremen había estado corriendo a ciegas hacia el barracón y
el Jeep, pero entonces recordó que el vehículo había sido movido de lugar y tuvo la
seguridad de que la señorita Morgan le había quitado la tapa del delco o algo
igualmente necesario. Trató de leer sus pensamientos, por repulsivos que fuesen, pero
el ruido blanco había regresado, más fuerte que nunca. Había vuelto al huracán.
Ha hecho esto antes. Muchas veces. Bremen sabía que si corría hacia el río o la
carretera ella lo alcanzaría fácilmente con el Jeep o el Toyota. El barracón era,
obviamente, una trampa.
Bremen se detuvo en la gravilla brillantemente iluminada y se terminó de
abrochar los pantalones. Se inclinó para inspeccionar las heridas de la pierna y la
cadera y estuvo a punto de desmayarse: el corazón le latía tan fuerte que podía oírlo
como si fueran pisadas tras él. Bremen respiró despacio, entrecortadamente, y
combatió los puntos negros que nadaban ante su visión.
Tenía los vaqueros empapados de sangre y ambas heridas aún abiertas, pero
ninguna borboteaba como si le hubiesen alcanzado una arteria. Si fuera una arteria,
estaría muerto. Bremen combatió el mareo, se levantó y miró hacia la hacienda,
sesenta metros por detrás.
La señorita Morgan se había puesto los vaqueros y las botas altas de trabajo. Salió
al porche. Sobre el torso llevaba solamente el camisón manchado de sangre. Su boca
y su mandíbula parecían diferentes, pero Bremen se encontraba demasiado lejos para
saber con seguridad si se había quitado la prótesis.
Abrió un panel de luces en el extremo sur del porche y más lámparas se
encendieron junto al arroyo, por el camino de acceso.
A Bremen le pareció que estaba de pie en un coliseo vacío, iluminado para un
juego nocturno.
La señorita Morgan alzó la escopeta y le disparó. Bremen saltó a un lado, aunque
sabía que estaba más allá del alcance de la escopeta. Las balas rebotaron en la grava.
Miró de nuevo alrededor, combatiendo el pánico que se unía al rugiente ruido
blanco para nublar su pensamiento, y giró a la izquierda, hacia los peñascos de detrás
de la hacienda.
Más luces se encendieron tras las rocas, pero Bremen siguió escalando, sintiendo
que la herida de la pierna empezaba a sangrar de nuevo. Sentía como si alguien
hubiera recogido carne de su cadera con una pala de helados afilada.
Tras él se produjo una segunda detonación y luego hubo rugidos y ladridos
cuando la señorita Morgan soltó a los perros.

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Ojos
Pocas semanas antes de que los dolores de cabeza de Gail se conviertan en un
diagnóstico de tumor cerebral, Jeremy recibe una carta de Jacob Goldmann:

Mi querido Jeremy:
Sigo intentando reflexionar sobre vuestra última visita y los resultados de
vuestra oferta de ser «conejillos de indias» para el trazado del mapa del córtex
profundo. Los resultados siguen siendo (como discutimos en persona y por
teléfono el jueves pasado) sorprendentes. No hay otra palabra para definirlos.
Respeto vuestra intimidad, y vuestros deseos, y no haré más intentos por
convenceros de que os unáis a mí para estudiar esto que llamáis contacto
mental y que los dos decís que habéis experimentado desde la pubertad. Si
vuestras sencillas exhibiciones de esta telepatía no hubieran sido
suficientemente convincentes, los datos del MCP que siguen llegando serían
suficientes para convencer a cualquiera. Yo desde luego estoy convencido. En
cierto modo, me alivia que no sigamos por este camino en nuestra
investigación, aunque debéis comprender el bombazo que ha sido esta
revelación para cierto físico convertido en investigador neuronal.
Mientras tanto, tu más reciente envío de análisis matemáticos, aunque me
supera, ha resultado ser una bomba aún más explosiva. Puede que convierta el
Proyecto Manhattan en algo insignificante.
Si comprendo correctamente tu análisis fractal y de caos (y, como dices,
los datos apenas dejan lugar para hipótesis alternativas), entonces la mente
humana va más allá de nuestros más descabellados sueños de complejidad.
Si tu trazado bidimensional de la conciencia holográfica humana por el
método Packar-Takens es fiable (y, nuevamente, tengo confianza en que lo
es), entonces la mente no es sólo el órgano de la autoconciencia del universo,
sino (disculpa la simplificación extrema) su arbitro definitivo. Comprendo tu
uso del término caótico «atractor extraño» como descripción del papel de la
mente al crear «islas de resonancia» fractales dentro del mar caótico de ondas
de probabilidad colapsadas, pero sigue costándome concebir un universo
mayormente sin otra forma que la que le impone la observación humana.
Es el panorama de probabilidad-alternativa que adjuntas al final de tu
carta lo que me ha detenido. (De hecho he interrumpido los experimentos de
trazado de mapas corticales profundos hasta que haya reflexionado sobre las
implicaciones tautológicas de esta posibilidad).
Jeremy, me pregunto por la habilidad que Gail y tú compartís: cuan
frecuente es, cuántas gradaciones hay, cómo de básica debe ser para la
experiencia humana.

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Acuérdate de cuando nos tomábamos mi whisky de veinte años después
de que llegaran los primeros resultados de vuestros MCP y tú explicaras el
origen de las anomalías: sugerí (no después de la primera copa, si recuerdo
correctamente), que tal vez algunos de los grandes cerebros de la historia de la
humanidad hubieran compartido una mente del tipo «interferómetro
universal». Así Gandhi y Einstein, Jesús y Newton, Galileo y mi viejo amigo
Jonny von Neumann poseían una forma similar (¡pero obviamente algo
diferente!), del «contacto mental», podían resonar con aspectos distintos de la
existencia: los puntales físicos del universo, los puntales psicológicos y
morales de nuestra pequeña parte humana del universo… lo que sea.
Recuerdo que te sentías cohibido. No era mi intención sugerir esta
posibilidad y no es mi intención ahora que repito la hipótesis.
Nosotros somos, todos nosotros, los ojos del universo. Los que tenéis esta
increíble habilidad, ya sea para ver en el corazón del alma humana o el
corazón del universo mismo, sois el mecanismo por el cual nosotros
enfocamos esos ojos y dirigimos nuestra mirada.
Piensa, Jeremy: Einstein realizó su Gendanken Experimenten y el
universo creó una nueva rama de probabilidad para que encajara con nuestra
visión mejorada. Las ondas de probabilidad chocaban contra la orilla seca de
la eternidad.
Moisés y Jesús perciben nuevos movimientos de esas estrellas que
gobiernan nuestra vida moral, y el universo desarrolla realidades alternativas
para validar la observación. Las ondas de probabilidad se colapsan. Ni
partícula ni onda hasta que el observador entra en la ecuación.
Increíble. Y aún más increíble es tu interpretación del trabajo de Everett,
Wheeler y DeWitt. Cada momento de esa «profunda mirada» crea universos
separados e igualmente probables. Universos que nunca podremos visitar,
pero que podemos crear en momentos de gran decisión en nuestras propias
vidas en este continuum.
En algún lugar, Jeremy, el Holocausto no existió. En algún lugar mi
primera esposa y mi familia todavía viven posiblemente.
Debo pensar en esto. Me pondré en contacto contigo y con Gail muy
pronto. Debo pensar en esto.
Sinceramente vuestro,
JACOB

Cinco días después de que llegue la carta, Jeremy y Gail reciben muy tarde una
llamada de Rebecca, la hija de Jacob. Jacob Goldmann había cenado con ella esa
noche y luego se había retirado a su oficina «para terminar de trabajar en algunos
datos». Rebecca hizo algunos recados y regresó a la oficina a eso de medianoche.
Jacob Goldmann se había suicidado con una Luger que guardaba en el último

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cajón de su escritorio.

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Los ojos no están aquí
Cojeando, todavía sangrando, Bremen continuó colina arriba hacia la despensa y
los peñascos que había más allá. Las luces ya estaban encendidas en todo el complejo
y los únicos lugares en sombras eran las grietas y los huecos entre las rocas. Tras él,
los rottweilers estaban sueltos y Bremen oía el eco de sus aullidos mientras
avanzaban hacia él.
A las rocas no… ahí es donde quiere que vayas.
Bremen se detuvo a la sombra de la despensa, jadeando y combatiendo de nuevo
los puntos ante su visión. Los recuerdos… La familia de inmigrantes mexicanos
ilegales que ella había recogido cuando se les estropeó el camión… Los perros los
habían atrapado entre los peñascos… La señorita Morgan había terminado el
trabajo con el rifle de caza desde la colina.
Bremen sacudió la cabeza. Los perros habían dejado ya la carretera y subían por
las planchas sueltas y los matorrales hacia él. Bremen se obligó a recordar el asalto de
imágenes enloquecedoras durante sus segundos en el ojo del huracán… cualquier
cosa que pudiera serle de utilidad.
Ojos cubiertos de escarcha… costillas rojas a través de carne congelada… La
docena de lugares de enterramiento a lo largo de los años… La manera en que la
chica fugitiva había llorado y suplicado aquel verano del 81, antes de que la hoja
descendiera hacia su garganta arqueada… El ritual de preparar la despensa.
Los perros subieron la pendiente, sus aullidos cambiaban de timbre
convirtiéndose en algo más urgente e inmediato. Bremen les veía claramente los ojos.
Abajo, a la luz, la señorita Morgan se caló la escopeta y siguió a los perros.
27-9-11. Durante unos segundos eternos Bremen vio solamente los números
flotando allí, parte del ritual, importantes… Pero no pudo dilucidar su significado.
Los perros estaban a quince metros de él y aullaban como una sola bestia de seis
cabezas.
Bremen se concentró y se dio la vuelta corriendo hacia la despensa situada a seis
metros de distancia. La pesada puerta de metal estaba firmemente cerrada con una
gruesa aldaba metálica, una cadena pesada y un candado de combinación grande.
Bremen giró el candado mientras los perros aceleraban hacia él. 27-9-11.
El primero de los perros saltó justo cuando Bremen soltaba la cadena de la aldaba
y el candado abierto. Se hizo a un lado, blandiendo cuatro palmos de cadena. El
rottweiler voló por los aires mientras los otros saltaban, cortándole la huida en un
semicírculo perfecto que lo clavó junto a la puerta. Bremen se sorprendió al notar que
también él gruñía y enseñaba los dientes mientras mantenía a los animales a raya con
el extremo de la cadena. Retrocedieron, parecieron turnarse para avanzar hacia sus
brazos y piernas. El aire estaba lleno de su saliva y de la cacofonía de rugidos
humanos y caninos.
No están entrenados para matar, pensó Bremen a través de las oleadas de

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adrenalina. Todavía no.
Miró más allá de la cabeza del rottweiler más grande y vio a la señorita Morgan
caminando sobre la grava, la escopeta ya al hombro. Les estaba gritando a los perros.
—¡Abajo, maldición, abajo!
Disparó de todas formas y los perros saltaron a un lado cuando los proyectiles
alcanzaron el bloque de hormigón y rebotaron en el tercio superior de la puerta de
acero.
A cuatro patas, a salvo de la andanada, Bremen abrió la pesada puerta y se
arrastró hacia la fría oscuridad. Tras él, otra descarga alcanzó la puerta.
En la fría negrura de la despensa se puso en pie, se tambaleó y trató de encontrar
un modo de cerrar la puerta… una barra, una manivela, cualquier cosa a la que
asegurar la cadena. No había nada. Bremen advirtió que la puerta podía abrirse de un
simple empujón si no estaba encadenada por fuera. Buscó un interruptor a tientas,
pero no había nada en las paredes cubiertas de hielo, nada encima de la puerta.
Apenas audibles a través de la gruesa puerta y las paredes, los aullidos cesaron
mientras la señorita Morgan se acercaba a la puerta, sometía a los rottweilers y los
ataba. La puerta se abrió.
Bremen avanzó en la oscuridad, chocando con trozos de carne, sus botas de
trabajo resbalando en el suelo cubierto de escarcha. La despensa era grande, al menos
de doce por quince metros, y docenas de piezas de carne colgaban de ganchos
deslizantes a lo largo de las barras de hierro del techo. A unos veinte pasos, Bremen
se detuvo, medio colgado de un trozo de vaca, el aliento nublando la carne pálida, y
miró hacia la puerta.
La señorita Morgan la había cerrado casi del todo y apenas un resquicio de luz
iluminaba sus piernas y sus altas botas. Llevaba a dos de los rottweilers atados en
silencio con correas de cuero y el aliento de los tres se alzaba como una densa nube
en el aire gélido. Con la escopeta bajo el brazo que sujetaba las correas, la señorita
Morgan alzó lo que parecía ser el mando a distancia de un televisor.
Unas brillantes luces fluorescentes se encendieron por toda la despensa.
Bremen parpadeó, vio que la señorita Morgan lo apuntaba con la escopeta y se
arrojó tras la pieza de carne mientras oía la detonación. Las postas se estrellaron en la
carne congelada y rociaron el estrecho pasillo entre los costillares colgantes, algunos
de los cuales todavía se agitaban a consecuencia de su avance a ciegas de un segundo
antes.
Bremen sintió que algo tiraba de su brazo y miró las manchas de sangre que tenía
allí. Jadeaba al borde de la hiperventilación y se apoyó contra el cuerpo abierto de
una res para recuperar el aliento.
No era el cuerpo de una res. A cada lado de las costillas separadas y abiertas eran
visibles unos pechos. El gancho de hierro entraba por detrás de la parte inferior de la
espalda de la mujer y salía por su clavícula, justo por encima del punto donde el
cuerpo había sido hendido. Sus ojos, bajo la capa de escarcha, eran marrones.

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Bremen se apartó tambaleándose, temblando, saltando entre las filas, tratando de
mantener los cadáveres entre él y la señorita Morgan. Los rottweilers ladraban y
gruñían. Los sonidos quedaban distorsionados por el aire frío y la habitación
alargada.
Bremen sabía que no había ninguna ventana y sólo una puerta en la despensa. Ya
estaba cerca del extremo de la habitación, a la izquierda de la puerta puesto que allí
había más costillares, pero oía el roce de las garras de los perros sobre el suelo helado
mientras se esforzaban por soltarse, y la señorita Morgan se movía hacia la izquierda
como él, manteniéndose cerca de la pared frontal.
Bremen seguía sosteniendo la cadena, aunque no imaginaba cómo iba a poder
usarla contra ella a menos que entrara en el bosque de cadáveres colgantes. Cerca de
la pared del fondo, los cuerpos congelados que se bamboleaban lentamente eran
pequeños (una fila entera de niños y bebés, advirtió Bremen) y había poco sitio donde
esconderse allí.
Durante un segundo sólo hubo silencio, y entonces, a través del rugido y el
arrebato del ruido blanco de la locura de la señorita Morgan, Bremen captó la imagen
de ella agachada y compartió la visión que tenía de sus propias piernas a diez metros
bajo una fila de cadáveres rojos y blancos.
Saltó justo cuando la escopeta rugía. Algo le golpeó el talón izquierdo mientras
colgaba de la mano derecha de un gancho de hierro que atravesaba lo que parecía ser
el cadáver de un negro de mediana edad. El hombre tenía los ojos cerrados. El tajo de
su garganta era tan ancho y tan irregular que sus bordes congelados parecían la
sonrisa de un tiburón. Bremen se esforzó por no soltar la cadena que tenía en la mano
izquierda.
La señorita Morgan gritó algo ininteligible y soltó a uno de los perros.
Bremen escaló un poco más sobre el oscilante cadáver mientras el perro corría
por el resbaladizo pasillo y la señorita Morgan alzaba su escopeta.

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Ojos
En este mismo momento, a más de mil quinientos kilómetros al este, el chico de
trece años, ciego, sordo y retrasado, que se llama Robby Bustamante, está recibiendo
una paliza de un «tío» que lleva viviendo con su madre los últimos cuatro meses. El
«tío» se acuesta con su madre y le proporciona crack y heroína por los diversos
servicios prestados.
El crimen de Robby es que a los trece años aún no controla los esfínteres y se ha
manchado los pantalones mientras Tío está solo en casa con el chico. Tío, que tiene
mala sangre colombiana, se enfurece al ver y oler a Robby, lo sacude en el rincón del
pequeño cuarto donde el niño ha estado meciéndose con su osito de peluche,
asintiendo para sí en la noche, y empieza a golpearlo en la cara con un puño que
Robby no puede ver venir.
Robby profiere un extraño lamento y se lleva las manos temblorosas a la cara
para esquivar los golpes invisibles.
Esto enfurece aún más a Tío, que golpea a Robby con saña, apartando las manos
inútiles y alcanzando al niño en la boca, pulverizando los labios carnosos, aplastando
los dientes frontales cariados, rompiendo la ancha nariz, aplastando pómulos y ojos
cerrados.
Robby cae con un chorro de sangre contra el estropeado papel pintado de la
pared, pero continúa con el quejido y golpea el linóleo gastado con las palmas. Tío no
lo sabe, pero el niño está tratando de encontrar su osito de peluche.
Los sonidos inhumanos llevan a Tío a cruzar la última línea asesina y empieza a
darle patadas al niño con sus botas Redwing de punta de acero, primero en las
costillas, luego en el cuello y, después, cuando Robby está agazapado en el rincón,
sin lloriquear ya, en la cara.
Tío sale del lugar rojo al que ha ido y contempla al niño ciego y sordo, todavía
acurrucado en el rincón pero en ángulos imposibles: las muñecas y las rodillas
dobladas al revés, el cuello moteado y magullado retorcido sobre el grueso cuerpo
carnoso con su pijama de las Tortugas Ninja manchado de orines. Tío se detiene. Ha
matado a otros hombres.
Tío agarra a Robby por el pelo y lo arrastra por el suelo, pasillo abajo, a través de
la salita donde la MTV sigue tronando en el televisor negro de treinta y dos pulgadas.
Ya no hay llanto. Los labios hinchados de Robby dejan un reguero de saliva y
sangre sobre las baldosas. Uno de sus ojos ciegos está completamente abierto, el otro
hinchado y cerrado bajo el ceño partido. Sus dedos flojos se arrastran por el suelo y
dejan líneas claras en las manchas rojas que deja su cara.
Tío abre la puerta trasera, sale, mira alrededor, vuelve a entrar y usa el pie para
empujar a Robby por los escalones del porche. Es como escuchar un saco lleno de
cien kilos de gelatina y piedras sueltas doblarse sobre sí mismo al caer por los seis
escalones de madera.

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Tío agarra a Robby por la parte delantera del pijama, que le queda demasiado
pequeño, y lo arrastra por la hierba húmeda del patio. Los botones saltan y la franela
se desgarra. Tío maldice, agarra a Robby por el pelo y comienza a arrastrarlo de
nuevo.
Tras el podrido garaje, más allá de la verja caída y el solar abandonado, bajo los
olmos, en la oscuridad, detrás del cerco de luz donde antes hubo una cabaña en la
hierba, no lejos del río, se encuentra el retrete. Nadie lo usa. Una ajada hoja de cartón
clavada a la puerta dice: NO P S R. Han atado una cuerda alrededor de las manijas de la
puerta para mantener a los niños a raya.
Tío rompe la cuerda, entra en la apestosa oscuridad, quita las tablas del agujero
del asiento, arrastra a Robby al interior, sienta al niño y luego lo empuja con un
gruñido para ladear la masa aparentemente sin huesos por el antepecho donde antes
estaba el asiento. La parte superior del pijama de las Tortugas Ninja de Robby se
engancha en un clavo y se queda atrás mientras su cuerpo se desliza en el oscuro
pozo. Sus pies descalzos parecen agitarse mientras desaparece en el agujero. El ruido
que llega desde tres metros de profundidad es líquido y débil.
Tío sale a la oscuridad, obviamente aliviado por respirar aire fresco. Mira
alrededor, no ve nada, oye sólo un perro lejano ladrando, encuentra una piedra grande
en el suelo y vuelve al retrete para limpiarse las manos y la camisa con la parte
superior del pijama. Hecho esto, deja caer el trapo en el hediondo agujero rectangular
y usa la piedra para volver a clavar las tablas en el asiento lo mejor que puede en la
oscuridad.
No llega ningún sonido del retrete durante la hora que Tío espera en la casa hasta
que la madre de Robby regresa con el coche.
Robby, naturalmente, no oye las voces, ni el breve arrebato de llanto, ni los
rápidos sonidos de hacer las maletas y las puertas del coche al cerrarse.
No ve cómo se apagan las luces de la casa y el porche.
No oye el rugido del motor ni el sonido de los neumáticos sobre la grava cuando
su madre lo abandona por última vez.
Robby no puede oír los ladridos del perro de los vecinos cuando por fin se acaba,
como un disco rayado que por fin quitan, ni siente el descenso del silencio sobre el
barrio mientras la lluvia cae suavemente, rociando las hojas y goteando desde los
agujeros del tejado corrugado del retrete, bajo los árboles.

Todas estas cosas que os he contado son verdad. Todas las cosas que aún tengo
que contaros son verdad.

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Y vio el cráneo bajo la piel
El rottweiler saltó tres segundos antes de que la señorita Morgan disparara la
escopeta.
Bremen se encaramó a los hombros del muerto y envolvió la cadena en el cuello
del perrazo cuando al animal empezó a subir por la carne congelada para alcanzarlo.
El rottweiler aulló. Bremen tensó la cadena y tiró de ella. Cuando la señorita Morgan
vio al perro levitar entre Bremen y ella alzó el cañón de la escopeta y disparó.
Bremen dio un respingo y casi perdió el equilibrio sobre el cadáver y su presa
sobre el perro cuando las postas alcanzaron el fluorescente y el techo. Chispas y
cristales cayeron del portalámparas. Algún proyectil perdido debió alcanzar al
rottweiler, pues la bestia empezó a aullar cada vez más frenéticamente y a sacudir la
cabeza adelante y atrás para alcanzar con los dientes las manos de Bremen, quien
tensó la cadena hasta que los gruñidos del perro se ahogaron y los aullidos se
volvieron un agudo gemido.
La señorita Morgan cargó la escopeta, tensó la correa del segundo rottweiler y
avanzó por el frío pasillo entre trozos de carne que se balanceaban suavemente.
Bremen jadeaba con tanta fuerza que tuvo miedo de desmayarse. Los eslabones
de acero de la cadena estaban tan fríos que la piel de los dedos y las palmas se le
despellejaba cada vez que tensaba la cadena o cambiaba de posición. El rottweiler
emitía sonidos más parecidos a la carraspera de un viejo que a los aullidos de un
perro. Bremen sabía que la señorita Morgan lo alcanzaría en cuestión de segundos:
simplemente le encañonaría y apretaría el gatillo.
La primera explosión había destruido la doble fila de fluorescentes que tenía
encima, pero ahora una luz oblicua iluminaba la cabeza del perro. Bremen alzó la
mirada, vio la depresión en el techo por encima de la lámpara rota y parpadeó. Había
una docena de motas de luz, agujeros en la madera, no en el ladrillo gris. Agujeros
que dejaban pasar la luz de las lámparas de detrás de la despensa.
La señorita Morgan avanzó entre los cadáveres. Estaba a tres metros de distancia.
Sus ojos brillaban y parecían muy grandes: su aliento nublaba el aire entre ellos. El
rottweiler que colgaba de la cadena de Bremen dejó de debatirse y sus largas patas
huesudas se estremecieron. La visión pareció volver loco al otro perro y la señorita
Morgan tuvo que acunar la escopeta un segundo para sujetar al animal con la correa
mientras saltaba hacia el cadáver del negro y las piernas colgantes de Bremen.
Bremen le lanzó el rottweiler muerto a la señorita Morgan y escaló. Colocó el pie
en los hombros del cadáver y luego en la cabeza a medida que ascendía. La lámpara
soportó su peso, pero se bamboleó alarmantemente y cayeron cristales rotos al vapor
helado de más abajo. Bremen metió los hombros y la cabeza por la estrecha abertura,
se equilibró en la helada barra de la lámpara y apoyó los hombros contra la madera
iluminada.
La señorita Morgan soltó la correa y alzó la escopeta. No podía fallar a menos de

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tres metros de distancia. El rottweiler usó el cadáver de su compañero para
impulsarse y escaló por el cuerpo bamboleante del negro para alcanzar a Bremen.
El hueso o la clavícula por donde habían metido el gancho en el cadáver cedió y
el cuerpo cayó, derribando consigo al rottweiler, desplomándose como un trozo de
carne congelada sobre la señorita Morgan y el perro muerto del pasillo.
El disparo falló la estrecha abertura, pero alcanzó el ladrillo cubierto de hielo, a
pocos centímetros del brazo izquierdo de Bremen. Sintió que algo tiraba de su manga
izquierda y un frío hilillo, como una súbita corriente eléctrica, fluyó por la suave
carne de la parte inferior de su brazo. Entonces se dobló y se impulsó, estuvo a punto
de resbalar de la barra por el esfuerzo y volvió a impulsarse.
La trampilla, si eso era, estaba cerrada desde fuera. Bremen notó la resistencia de
la aldaba de acero, oyó su roce.
La señorita Morgan gritaba y daba patadas al rottweiler, dos metros y medio por
debajo de él. El perro se volvió y la mordió en medio de la confusión. Sin vacilar un
segundo, ella alzó la escopeta y golpeó el cráneo del animal con la pesada culata. El
rottweiler se desplomó de manera casi cómica sobre el cadáver de su compañero.
Bremen había usado los seis segundos de ventaja para recuperar el equilibrio y
volver a impulsarse. Sintió que algo crujía y se rompía en su espalda, pero también
que las tablas debilitadas por el tiempo y los disparos cedían un poco. Las venas del
cuello se le hincharon y la cara se le puso muy roja; se impulsó con suficiente fuerza
de voluntad y energía para mover montañas, para detener pájaros en vuelo.
Creyó que la señorita Morgan había disparado la escopeta de nuevo directamente
bajo él (el estampido y el cambio de presión fueron ensordecedores), pero en realidad
tres de los tablones se habían roto en pedazos.
Bremen perdió el equilibrio y cayó. Los zapatos le resbalaron en la barra de la
lámpara, pero con la mano izquierda aterida se agarró al borde de las tablas rotas
mientras con la izquierda lanzaba la cadena por la abertura y buscaba un asidero. Oyó
a la señorita Morgan gritar algo, pero se aupó y se desgarró la camisa en las astillas
mientras pasaba despegando el pie de la lámpara.
Quedó cegado por el súbito brillo de las lámparas de la torre de agua en la parte
trasera del terrado de la despensa, pero se apartó rodando de la abertura cuando la
señorita Morgan volvía a disparar. Otras dos tablas explotaron hacia el cielo, rociando
a Bremen de astillas.
Ignorando la hemorragia de su muslo, su cadera y su brazo izquierdo, ignorando
el dolor helado de sus manos encogidas, Bremen se puso en pie, recuperó la cadena y
corrió hacia la parte delantera del edificio, saltando por encima de una gruesa
manguera que corría hacia el extremo sur. Cuatro de los rottweilers estaban todavía
junto a la puerta, las correas atadas a una tubería de hierro. Se volvieron locos cuando
Bremen saltó desde el tejado. Golpeó con fuerza el suelo a tres metros de ellos, sintió
que su pierna izquierda cedía y rodó pesadamente por la gravilla y las piedrecitas.
Los perros saltaron hacia él, las correas se tensaron y los hicieron retroceder,

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treinta centímetros fuera de su alcance.
Bremen se puso de rodillas y se acercó a la puerta. Estaba abierta sólo unos pocos
centímetros; el aire frío y rancio fluía del interior como el aliento de un demonio
moribundo. Bremen oyó las botas de la señorita Morgan, que corría hacia la puerta.
Se abalanzó hacia delante y la cerró de golpe justo cuando el peso de ella chocaba
contra el otro lado. La presión se redujo y Bremen la imaginó retrocediendo,
cargando la escopeta. Los cuatro rottweilers saltaban hacia él con tanta fuerza que se
ponían en pie y aterrizaban de espaldas. La espuma y la saliva lo alcanzaban desde un
metro de distancia.
Bremen pasó la cadena por la aldaba, recogió el pesado candado del suelo y lo
cerró de golpe justo cuando la señorita Morgan disparaba la escopeta.
Era una puerta de acero de veinte centímetros de grosor en un marco de acero. No
cedió. Incluso el sonido del disparo fue algo hueco y lejano.
Bremen dio un paso atrás y sonrió, luego miró hacia el tejado.
Ella tardaría menos de un minuto en colocar otro cadáver en posición y escalar
para salir de allí tal como había hecho él. No le daría tiempo a encontrar una escalera
o algo para cubrir el agujero y dudaba que pudiera llegar antes a la hacienda, dadas
sus heridas. Empezó a cojear y se dirigió dando saltitos al lado sur de la despensa.
Uno de los rottweilers, una perra, se liberó en aquel momento y se abalanzó tras
él, aparentemente tan sorprendida por su súbita libertad que se olvidó de aullar.
Bremen dobló la esquina del edificio, cayó sobre una rodilla para evitar sus fauces y
golpeó al animal en la barriga, justo bajo las costillas, con toda la fuerza que pudo.
El resuello escapó del rottweiler como el aire de un globo pinchado. El animal
cayó, pero agitando las patas, las garras arañando para volver a incorporarse.
Llorando, Bremen se arrodilló sobre la espalda de la perra, le agarró las
mandíbulas con sus manos hinchadas y doloridas y le rompió el cuello. Los tres
perros supervivientes enloquecieron.
Bremen dobló la esquina. El irregular hueco de la ducha que la señorita Morgan
había utilizado estaba todavía allí, el tanque de veinticinco litros a dos metros de
altura, la gruesa manguera conectada al depósito de cinco mil litros de encima.
Ignorando el dolor, Bremen corrió hacia la ducha, saltó hacia la barra, se aupó lo
suficiente para agarrarse al tanque y se balanceó hasta que pudo colocar la mano
sangrante alrededor de la manguera de diez centímetros.
El tanque cedió bajo el peso de Bremen y cayó al suelo de piedra, pero él ya había
subido dos metros y medio y trepaba por la manguera, ahora suelta.
Se encaramó al borde del tejado y se quedó allí jadeando un segundo. La lámpara
del tanque de cinco mil litros todavía lo cegaba. Había sonidos en el respiradero roto
o la vieja claraboya por la que había escapado. Bremen se acercó, se asomó y vio el
cañón alzándose hacia la abertura justo a tiempo.
El disparo le pasó por encima del hombro. El esfuerzo de alzar el arma había
hecho que la señorita Morgan perdiera su asidero y resbalara sobre los hombros del

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cadáver de una joven. Bremen oyó las maldiciones cuando la señorita Morgan
empezó a escalar otra vez, con una sola mano. La lámpara crujió cuando la mujer se
subió encima.
Bremen tenía que sentarse o se desmayaría. Incluso sentado con la cabeza entre
las rodillas, el mundo iluminado por los focos se redujo a un estrecho túnel entre
paredes negras. A lo lejos, muy a lo lejos, oyó los ruidos de la señorita Morgan
escalando, recuperando el equilibrio, apoyando la escopeta contra la pared interior del
respiradero, poniéndose en pie. Bremen cerró los ojos.
Vamos, Jer. ¡Levántate! Levántate ahora. Por mí.
Agotado, suspirando, Bremen abrió los ojos y se arrastró sobre la cubierta de
alquitrán y grava hasta la manguera. Dejó huellas ensangrentadas de sus manos y una
mancha de la pierna izquierda al hacerlo.
Con sus últimas fuerzas (no, con fuerzas que no eran suyas, sino que tomaba
prestadas de algún lugar oculto), sostuvo la manguera, se arrastró por el tejado y se
asomó al borde del agujero.
La cabeza y los hombros de la señorita Morgan asomaban ya. Con los ojos muy
blancos y abiertos, un halo de escarcha en el cabello despeinado y los labios
replegados en una mueca asesina, no parecía del todo humana. El ruido blanco de su
psicótica sed de sangre había sido anulado por el súbito arrebato de triunfo que
emanaba de ella como orina caliente. Todavía sonriendo, se esforzó por meter la
escopeta por la abertura.
Sin sonreír, Bremen abrió la válvula y sujetó con fuerza la manguera mientras
trescientos kilos de presión de agua hacían que la mujer se perdiera de vista y se
soltaran las tablas en torno al agujero. Se acercó más y un geiser suelto de la boca de
la manguera envió gravilla quince metros hacia la noche.
La mujer había arrastrado consigo la escopeta al caer. Bremen cerró el agua y se
asomó con cuidado por el borde del agujero, donde empezaba a formarse ya una capa
de hielo.
La señorita Morgan volvía a escalar, una figura cubierta de escarcha y congelada.
Seguía sonriendo salvajemente. Tenía la escopeta en la mano derecha, blanca como la
leche.
Suspirando, Bremen dio un paso atrás, colocó la manguera en la abertura y abrió
al máximo la válvula. Se tambaleó hacia la parte delantera del edificio y se desplomó
en la grava junto al muro bajo del terrado. Cerró los ojos un segundo.
Sólo un segundo o dos.

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Ojos
El problema es que Gail ha sufrido migrañas terribles desde la pubertad, así que
cuando los dolores de cabeza se vuelven más frecuentes y más severos, ni ella ni
Jeremy le hacen el caso debido durante algunos meses. La tensión emocional a veces
dispara las migrañas, y ambos sospechan que el suicidio de Jacob Goldmann es lo
que ha provocado esta nueva serie de dolores de cabeza. Sin embargo, al final,
cuando Jeremy tiene que dejar un simposio en la facultad temblando debido al reflejo
de los dolores de cabeza de ella y la encuentra vomitando sin parar en el cuarto de
baño, ciega de dolor, acuden al médico. Este los envía a un especialista, el doctor
Singh, quien inmediatamente cita a Gail para una serie de TAC y resonancias.
Gail se sorprende. Es como las pruebas de Jacob…
No, envía Jeremy, sosteniéndole la mano en la consulta del doctor Singh, éstas
estudian estructuras… como rayos X… los escaneos de Jacob eran para las acciones
de frentes de ondas.
Las pruebas se realizan en viernes y Singh no tendrá los resultados hasta el lunes.
Todos ven las posibilidades más oscuras ocultas tras las palabras tranquilizadoras del
médico. El sábado, como si las pruebas mismas fueran el remedio, los dolores de
cabeza de Gail desaparecen. Jeremy sugiere tomarse libre el fin de semana, dejar el
trabajo en la granja e ir a la playa. Falta una semana para Acción de Gracias, pero el
cielo es azul y el clima cálido, un segundo verano en lo que suele ser la estación más
monótona del este de Pensilvania.
El faro de Barnegat está casi desierto. Las golondrinas de mar y las gaviotas
gritan y revolotean sobre la larga extensión de arena al pie del faro mientras Gail y
Jeremy colocan sus mantas entre las dunas y se acarician como recién casados,
persiguiéndose por la orilla del Atlántico, jugando al escondite y haciéndose
cosquillas, usando cualquier excusa para tocar al otro con la ropa mojada y,
finalmente, vuelven a tumbarse en las mantas con la carne de gallina y agotados para
ver la puesta de sol tras las dunas y las desvencijadas casas al oeste.
Se alza un viento frío con el crepúsculo y Jeremy los cubre a ambos con la menos
ajada de las dos mantas, envolviéndolos en un cálido nido mientras las hierbas de las
dunas y las estrechas vallas reflejan los ocres y dorados de la luz de otoño. El blanco
faro brilla en indescriptibles tonos de rosa y lavanda pálido durante los dos minutos
de anochecer perfecto, sus lámparas y cristales imitando el orbe del sol a lo largo de
la playa como un foco de oro puro.
La oscuridad llega con la súbita inmediatez de un telón que se cierra. No hay
nadie más en la playa y sólo unas cuantas casas están iluminadas. El viento marino
agita las hierbas secas sobre ellos y sacude las dunas con un sonido que parece un
niño suspirando.
Jeremy los arropa a ambos con la manta, hace resbalar el húmedo bañador de una
pieza por los hombros de Gail y luego más bajo. Sus pechos se liberan del tejido

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pegajoso y Jeremy siente la carne de gallina allí, tan dura como sus pezones, y luego
baja el bañador por la curva de sus caderas, por sus piernas, por sus piececitos y
después se libera él mismo de su bañador.
Gail abre los brazos y mueve las piernas, atrayéndolo sobre sí, y de repente el frío
viento y la oscuridad envolvente son cosas lejanas, olvidadas en el súbito calor de su
unión y su contacto mental. Bremen se mueve despacio, infinitamente despacio,
sintiendo que ella comparte sus pensamientos y sensaciones (y luego sólo sus
sensaciones) mientras parecen galopar en la creciente brisa y el ruido de la pleamar
hacia algún núcleo de las cosas que rápidamente retrocede.
Se corren juntos y luego continúan juntos, encontrándose mutuamente en el
intercambio de sensaciones externas y pequeñas caricias, y después el contacto
mental se estructura una vez más en el lenguaje tras su muda mezcla de sentimientos
más allá del lenguaje.
Por esto quiero vivir, envía Gail, su contacto mental pequeño y vulnerable.
Jeremy siente la furia y el vértigo del miedo alzarse en él casi con tanta fuerza
como la pasión de momentos antes. Vivirás. Vivirás.
¿Lo prometes?, envía Gail, con ligereza. Pero Jeremy ve el miedo que esconde
esa ligereza.
Lo prometo, envía Jeremy. Lo juro. La atrae hacia sí, tratando de permanecer en
su interior, pero sintiendo la lenta retirada que no tiene poder para controlar. La
abraza tan fuerte que ella jadea. Lo juro, Gail, envía. Lo prometo. Te lo prometo.
Ella coloca sus manos frías sobre los hombros de él, apoya la cara en el hueco
salado de su cuello, y suspira, casi dormida.
Al cabo de un instante Jeremy se mueve levemente, tendido sobre la cadera y el
costado derechos para poder abrazarla sin despertarla. Alrededor el viento que sopla
desde el océano invisible se ha vuelto frío, las estrellas brillan sin tintinear con
claridad de invierno, pero Jeremy aprieta la manta y abraza a Gail con más firmeza,
manteniéndolos a ambos cálidos con el calor de su cuerpo y la intensidad de su
voluntad.
Lo prometo, envía a su amor dormido. Te lo prometo.

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Somos los hombres vacíos
Bremen despertó tarde al día siguiente, con el sol brillante, la piel quemada. La
grava ardía contra sus manos y antebrazos desnudos. Sus labios tenían la consistencia
del pergamino ajado. La sangre se le había secado en la cadera y la cara interior del
muslo y había manchado las piedras calientes de debajo, uniéndose al tejido roto de
sus Levi’s para formar una pasta marrón y pegajosa que tuvo que arrancar del terrado.
Al menos ya no sangraba.
Cojeó los seis metros que lo separaban del agujero y tuvo que sentarse dos
minutos para dejar pasar el mareo y la náusea. El sol calentaba mucho.
La manguera colgaba del agujero oscuro donde todavía se agitaba en el aire frío,
pero no caía agua. Las luces de la despensa se habían apagado. Bremen agarró la
manguera y miró el tanque de cinco mil litros, preguntándose si era posible que
estuviera vacío. Luego se encogió de hombros y llevó la manguera hasta el extremo
sur del tejado, con la idea de usarla como cuerda para bajar.
El dolor al llegar abajo fue suficiente para que tuviera que sentarse en el plato de
la ducha durante varios minutos, con la cabeza entre las piernas. Luego se puso en pie
y comenzó el largo viaje hasta la hacienda.
El rottweiler muerto en la esquina de la despensa estaba ya hinchado y apestaba al
calor del mediodía. Las moscas se habían entretenido con sus ojos. Los tres perros
supervivientes no se levantaron ni gruñeron cuando pasó Bremen, sino que lo miraron
simplemente con ojos preocupados mientras se dirigía a la carretera y de allí al
caserón.
Tardó casi una hora en llegar a la casa, donde se cortó los vaqueros y se limpió las
heridas de la cadera y el muslo y luego se metió bajo la ducha un buen rato. Se aplicó
antiséptico (se desmayó un momento cuando se hurgó la cadera) y luego encontró
algunas cápsulas de codeína entre las medicinas de la señorita Morgan; vaciló, se
guardó el frasco en el bolsillo de la camisa, encontró en el armero abierto un rifle y
una pistola que cargó y luego regresó cojeando al barracón a buscar ropa limpia.
Era ya por la tarde cuando se acercó de nuevo a la puerta de la despensa. Los
perros vieron la boca del arma, gimieron y se apartaron tanto como les permitieron
sus correas. Bremen dejó en el suelo el cuenco de agua más grande que había traído
del barracón y, despacio, la perra más vieja, Letitia, se arrastró sobre el vientre hasta
lamerlo agradecida. Los otros dos la imitaron.
Bremen dio la espalda a los perros y abrió el candado de combinación. La cadena
se soltó.
La puerta no se abrió: estaba atascada. La soltó con una palanqueta que había
traído de la casa y luego terminó de abrirla con el cañón de la 30 - 06 y se apartó. El
aire frío salió en tromba, convirtiéndose en niebla en el aire caliente. Bremen se
agazapó, el seguro quitado, el dedo en el gatillo. Un reborde de hielo brillaba casi
veinte centímetros sobre el nivel de la vieja puerta.

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No salió nada. No hubo ningún sonido a excepción de los rottweilers lamiendo
los restos de agua, algunas de las vacas mugiendo mientras regresaban de los pastos y
el ronroneo del generador auxiliar detrás de la despensa.
Bremen dejó pasar otros tres minutos y luego entró, agachado, deslizándose sobre
la capa de hielo y moviéndose rápidamente hacia la izquierda de la puerta, dejando
que sus ojos se adaptaran a la oscuridad y agitando el rifle ante él. Un momento
después bajó el arma y se levantó, el aliento arremolinándose ante él. Avanzó
despacio.
La mayoría de los cadáveres de las filas centrales habían sido derribados de sus
ganchos, bien por la presión del agua que había caído de arriba o por la locura
desatada abajo. De costillares de reses y cuerpos humanos se alzaban estalagmitas de
hielo afilado. Parecía como si los cinco mil litros del depósito se hubieran vaciado
allí. Bremen pisó con cuidado los ásperos remolinos de hielo verdiazul, tanto para
mantener el equilibrio como para evitar resbalar en cualquiera de los cadáveres
congelados en el caos de pesadilla que había bajo sus pies.
La señorita Morgan estaba casi directamente debajo del agujero por el que la luz
del sol se abría paso a través del vapor y las goteantes estalactitas. El montículo de
hielo tenía en ese punto al menos un metro de altura, y su cadáver y los de los dos
perros estaban dentro como una especie de pálida verdura congelada de tres cabezas.
Su cara estaba más cerca de la superficie, tanto que un espantado ojo azul sobresalía
del hielo. Sus manos, con los dedos todavía engarfiados, también se alzaban por
encima del nivel del hielo como dos burdas esculturas abandonadas antes de que
pudieran dárseles los últimos retoques.
Tenía la boca muy abierta, el torrente congelado de sus últimos alientos como una
cascada sólida que la conectaba al sólido mar de frío que la rodeaba, y durante un
enloquecido segundo la obscena imagen fue tan perfecta que Bremen se la imaginó
vomitando aquella habitación entera de hielo rancio.
Los perros parecían formar parte de ella, unidos bajo sus caderas en un torrente de
carne congelada, y la escopeta se alzaba en el hielo desde el vientre de uno de los
perros en una caricatura de erección.
Bremen bajó el rifle y extendió una mano temblorosa para tocar la capa de hielo
que cubría la cabeza de la mujer, como si al calor de su contacto pudiera empezar a
agitarse y sacudirse su fría mortaja y romper con las garras el hielo para alcanzarlo.
No hubo ningún movimiento, ningún ruido blanco. El aliento de Bremen nubló el
hielo por encima del rictus boquiabierto y forzado de ella. Se dio media vuelta y salió
de aquel lugar, cuidando de no pisar ningún otro rostro hundido de ojos abiertos.

Bremen se marchó al anochecer, después de liberar a los perros y dejar suficiente


comida y agua para que estuvieran cómodos alrededor de la hacienda durante una
semana o más. Dejó el Toyota donde estaba aparcado y escogió el Jeep. La tapa del

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delco estaba encima de la cómoda de la señorita Morgan, como una especie de burdo
trofeo. No se llevó dinero (ni siquiera el que se le debía), pero cargó el Jeep con tres
bolsas de comida y varias garrafas de cinco litros de agua. Pensó en llevarse el rifle o
la pistola, pero acabó limpiándolos y dejándolos en el armero. Dedicó un rato a
limpiar con un trapo las superficies del barracón, como si pudiera eliminar todas sus
huellas dactilares, pero luego sacudió la cabeza, se subió al Jeep y se marchó.
Condujo hacia el oeste toda la noche, dejando que el frío aire del desierto lo
sacara de la pesadilla en la que había vivido durante tanto tiempo. Iba al oeste porque
volver al este le resultaba impensable. Poco después de las diez de la noche llegó a la
interestatal Setenta y volvió a girar al oeste en Green River, casi esperando que el
coche patrulla del agente Howard Collins apareciera tras él con todas las luces
destellando. No hubo ninguna luz. Bremen adelantó sólo unos pocos coches mientras
conducía en la noche de Utah.
Se detuvo en Salinas y usó el dinero que le quedaba para echar gasolina.
Continuaba hacia el oeste tras salir de la ciudad por la autovía Cincuenta cuando se
encontró detrás de un coche patrulla del estado que iba muy lento. Bremen esperó
hasta que encontró un desvío (resultó ser la autovía Ochenta y nueve) y giró al sur.
Condujo doscientos cincuenta kilómetros hacia el sur, de nuevo al oeste en Long
Valley Junction, atravesó Cedar City y la interestatal Quince poco antes del amanecer,
continuó al oeste por la carreta estatal Cincuenta y seis y encontró un sitio para
aparcar el Jeep fuera de la vista, tras unos álamos secos, en un área de descanso al
este de Panaca, a treinta kilómetros de la frontera con Nevada. Bremen se preparó un
bocadillo de carne con tomate, bebió agua, tendió la manta entre algunas hojas secas
a la sombra del Jeep y se quedó dormido antes de tener tiempo de evocar ningún
recuerdo reciente que lo mantuviera despierto.

La noche siguiente, mientras conducía despacio por el extrarradio del Parque


Nacional Pharanagat de la autovía Noventa y tres, camino de ningún sitio en
concreto, sintiendo los latidos y ecos de la neurocháchara de los coches que pasaban
pero todavía capaz de concentrarse mejor en el aire quieto del desierto de lo que
había hecho en muchas semanas, Bremen advirtió que noventa kilómetros más allá se
quedaría sin gasolina y sin suerte. No tenía dinero para tomar un tren ni un autobús a
alguna parte, ni un céntimo para comprar comida cuando la que llevaba se acabara y
ninguna identificación en el bolsillo.
Tampoco tenía ninguna idea. Sus emociones, tan intensas y exageradas durante
las semanas anteriores, parecían guardadas en alguna parte. Se sentía extrañamente
tranquilo, confortablemente vacío, tanto como de niño después de una larga sesión de
llanto.
Bremen trató de pensar en Gail, en la investigación de Goldmann y sus
implicaciones, pero todo eso pertenecía a otro mundo, a un lugar que había dejado

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muy atrás, donde prevalecía la cordura. No volvería allí.
Así que Bremen se dirigió al sur sin pensar. El indicador de la gasolina marcaba
que el depósito estaba casi vacío, y de repente se encontró con que la autovía
Noventa y tres terminaba en la interestatal Quince. Obediente, tomó el desvío y
continuó hacia el suroeste por el desierto.
Diez minutos más tarde, tras un pequeño promontorio, cuando esperaba que el
Jeep empezara a toser y se detuviera de un momento a otro, Bremen parpadeó
sorprendido porque el desierto estalló enluces (ríos de luz, fluidas constelaciones de
luz) y, en ese segundo de eléctrica epifanía, supo exactamente lo que haría esa noche
y la noche siguiente y la otra. Las soluciones florecieron como la transformación
huidiza de alguna ecuación difícil que de pronto acude a la mente con tanta claridad
como el oasis de luz que tenía delante en medio de la noche del desierto.
El Jeep aguantó lo suficiente.

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Ojos
Me resulta difícil comprender, incluso ahora, el concepto de mortalidad tal como
me lo presentaron Jeremy y Gail.
Morir, terminar, dejar de ser es simplemente una idea que no existía para mí antes
de su oscura revelación. Incluso ahora me perturba con su negro e irracional
imperativo. Al mismo tiempo me intriga, incluso me atrae, y no puedo dejar de
preguntarme si el verdadero fruto del árbol prohibido a Adán y Eva en los cuentos de
hadas que los padres de Gail le contaban tan asiduamente cuando era joven no fue el
conocimiento, como insiste la tradición, sino la muerte misma. La muerte puede ser
una idea atractiva para una deidad a la que se ha negado incluso el sueño mientras
atendía a su creación.
No es una idea atractiva para Gail.
En las primeras horas y días tras el descubrimiento del tumor incurable tras el ojo,
ella es la esencia de la valentía, comparte su confianza con Jeremy a través del
lenguaje y el contacto mental. Está segura de que el tratamiento con radiaciones
funcionará… o la quimioterapia… o que habrá algún tipo de remisión. Tras haber
encontrado al enemigo y haberlo identificado, tiene menos miedo a lo que se esconde
bajo la cama que antes.
Pero, a medida que la enfermedad y la terrible ordalía del tratamiento médico la
van agotando, llenando sus noches de aprensiones y sus tardes de náuseas, Gail
empieza a desesperar. Se da cuenta de que lo que se esconde bajo la cama no es el
cáncer, sino la muerte que éste trae.
Gail sueña que está en el asiento trasero de su Volvo y que se abalanza hacia el
borde de un precipicio. No hay nadie al volante y no puede extender las manos para
sujetarlo porque una pared de plexiglás transparente la separa del asiento delantero.
Jeremy corre detrás del Volvo, incapaz de alcanzarlo, gritando y agitando los brazos,
pero Gail no puede oírlo.
Gail y Jeremy despiertan de la pesadilla justo cuando el coche cae por el
precipicio. Ambos han visto que no hay rocas abajo, ni cara del acantilado, ni playa,
ni océano… nada más que una terrible oscuridad que asegura una eternidad de
mareante caída.
Jeremy la ayuda durante los meses de invierno, abrazándola fuerte con el contacto
mental y con caricias reales mientras comparten la terrible montaña rusa de la
enfermedad: esperanza y sugestión de remisión un día, porciones de prometedoras
noticias médicas al siguiente, luego el tropel de los días con el creciente dolor y la
debilidad y ningún atisbo de esperanza.
En las últimas semanas y días es Gail de nuevo quien proporciona la fuerza,
desviando sus pensamientos a otras cosas cuando puede, enfrentándose a la situación
con valentía cuando hay que enfrentarse a ella. Jeremy se repliega cada vez más en sí
mismo, estremecido por el dolor de Gail y su creciente distanciamiento de la

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consoladora absorción de las cosas mundanas.
Gail se abalanza hacia el borde del precipicio, pero Jeremy está allí con ella hasta
los últimos metros. Incluso cuando se encuentra demasiado enferma para estar
físicamente cerca, avergonzada por la pérdida de pelo y el dolor que la hace vivir sólo
para las inyecciones que la ayudan durante tan poquísimos minutos, hay islas de
claridad donde su contacto mental sostiene la juguetona intimidad del largo tiempo
que pasan juntos.
Gail sabe que hay algo en el núcleo de los pensamientos de Jeremy que no
comparte con ella (sólo puede ver a través de la ausencia que su maltrecho escudo
mental deja allí), pero ha habido muchas cosas que él ha sido reacio a compartir
desde que empezó la pesadilla médica, y Gail supone que no se trata más que de otra
triste prognosis.
Por parte de Jeremy, el largamente oculto y vergonzoso asunto del varicocele se
ha enquistado tanto que ya no se imagina compartiéndolo. Además, ya no hay motivo
para hacerlo: no tendrán hijos juntos.
Con todo, la noche que Jeremy conduce solo hasta el faro de Barnegat para
compartir el océano y las estrellas con Gail en su habitación del hospital, ha decidido
compartirlo con ella. Compartir todas las pequeñas minucias y vergüenzas que ha
ocultado a lo largo de los años, como si abriera las puertas y ventanas de una
habitación mugrienta que ha estado cerrada demasiado tiempo. No sabe cómo
reaccionará ella, pero sabe que esos últimos días juntos no pueden ser lo que deben
ser hasta que sea totalmente sincero con ella. Jeremy tiene horas para preparar su
revelación, puesto que Gail pasa mucho tiempo durmiendo, sedada, más allá del
contacto mental.
Pero se queda dormido en las horas muertas antes del amanecer, la mañana del fin
de semana de Pascua, y cuando despierta no hay futuro, ni siquiera la perspectiva de
unos cuantos días más con ella. Ha alcanzado el precipicio mientras él dormía.
Mientras estaba sola. Y asustada. E incapaz de acariciarlo una última vez.

Sí, esta idea de la muerte me interesa mucho. La veo como la vio Gail, como el
susurro de la oscuridad bajo la cama, y la veo como el cálido abrazo del olvido y el
cese del dolor.
Y la veo como algo cercano que se acerca cada vez más.
Me interesa, pero ahora, con tanto a la vista, el telón abierto de par en par, resulta
vagamente decepcionante que todo deba dejar de ser y el teatro quede vacío antes del
último acto.

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Malebolge [3]
A Bremen le gustaba aquel lugar donde no había noche, no había oscuridad, y
donde la neurocháchara no conocía límite entre los penúltimos arrebatos sin mente de
la lujuria, la avaricia y la última y feroz concentración en los números, las formas y
las probabilidades. A Bremen le gustaba estar allí, donde nunca tenía que salir a la
áspera luz del sol y podía existir solamente en el cálido brillo del cromo y la madera
bajo las luces que nunca se apagaban, allí donde la risa y el movimiento y la
intensidad nunca se aflojaban.
A veces deseaba que Jacob Goldmann estuviera vivo para compartir esta
comprensión demasiado física de su investigación: un lugar donde las ondas de
probabilidad chocaban y se colapsaban cada segundo de cada día y donde la realidad
era tan insustancial como podía crearla la mente humana.
Bremen pasó una semana en la ciudad del desierto y disfrutó de cada ansioso y
alocado segundo. Allí pudo volver a nacer.

Le había vendido el Jeep a un iraní en la avenida East Sahara. El iraní había


estado encantado de encontrar transporte a cambio de sus últimos doscientos ochenta
y seis dólares y no exigió tonterías como los papeles ni el seguro.
Bremen gastó cuarenta y seis dólares en alojarse en el Travel Inn, cerca del
centro. Durmió catorce horas seguidas y luego se duchó, se afeitó la barba, se vistió
con su camisa más limpia y unos vaqueros y empezó a trabajarse los casinos del
centro: el Lady Luck, el Sundance, el Horseshoe y el Four Queens, para acabar en el
viejo Golden Nugget. Empezó la noche con ciento cuarenta y un dólares y sesenta
centavos. La terminó con poco más de seis mil dólares.
Bremen no había jugado a las cartas desde sus días de estudiante (y entonces
prácticamente sólo jugaba al bridge), pero recordaba las reglas del póquer. Lo que no
recordaba era la profunda concentración zen que exigía el juego. Las afiladas
acometidas de la neurocháchara externa se apagaban en la mesa de póquer debido a la
intensidad láser de la concentración que lo rodeaba, casi total con las permutaciones
matemáticas de cada apuesta y cada carta, y por la concentración que Bremen se
exigía para resolverlo todo. Jugar con cinco cartas no era como intentar prestar
atención a seis televisores que sintonizaran cadenas distintas, sino más bien como
intentar leer media docena de libros técnicos simultáneamente mientras pasaban las
páginas.
Los otros jugadores eran lo esperado: profesionales del póquer cuyas vidas
dependían de su habilidad y cuyas mentes eran tan disciplinadas como la de cualquier
investigador matemático que Bremen hubiera conocido; aficionados dotados que
mezclaban la auténtica diversión de jugar a lo grande con su búsqueda de suerte;

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incluso el pardillo ocasional, sentado allí, feliz y estúpido, que ni siquiera se daba
cuenta de que los profesionales sentados a la mesa lo hacían tocar al ritmo que
marcaban. Bremen los observó a todos.
Durante su segunda semana en Las Vegas, se movió por los casinos del Strip,
ingresando suficiente dinero de depósito como para tener una habitación a todo lujo y
ser tratado como un gran jugador. Luego se acercaba a la sala de cartas y se ponía a la
cola, echando de vez en cuando una ojeada a los vídeos emitidos por circuito cerrado
que explicaban cómo se jugaba. Para no desentonar, Bremen se compró chaquetas
Armani que podía llevar con camisas de seda de cuello abierto, pantalones de lino de
trescientos dólares que se arrugaban con sólo mirarlos, no uno sino dos Rolex,
zapatos Gucci y un maletín de acero para guardar el dinero. Ni siquiera tenía que salir
de los hoteles para vestirse.
Probó suerte y la encontró en Circus-Circus, Dunes, Caesar’s Palace, el Las Vegas
Hilton, el Aladdin, el Riviera, el Bally’s Grand, el Sam’s Town y el Sands. A veces
veía las caras familiares de los profesionales que iban pasando de casino en casino,
pero con frecuencia los jugadores de las mesas de cien dólares preferían jugar en su
casino favorito. El ambiente en la sala era tan intenso como en el de un quirófano,
con sólo la voz del ocasional aficionado estentóreo rompiendo los murmullos de
concentración. Aficionado o profesional, Bremen ganaba, cuidando al hacerlo de
ganar y perder de esa manera lenta y gradual que podía ser atribuida a la suerte. Los
profesionales no tardaron en evitar su mesa. Bremen continuó ganando, sabiendo
ahora que la suerte favorecía la mente telepática. El Frontier, El Rancho, el Desert
Inn, el Castaways, el Showboat, el Holiday Inn Casino. Bremen recorrió la ciudad
como una aspiradora, procurando no barrer demasiado de una sola mesa.
A diferencia de los otros juegos, incluido el blackjack, en los que el jugador se
enfrenta a la casa y al servicio de seguridad si hace trampas, cuenta las cartas, o usa
algún «sistema», en el póquer sólo vigila a los jugadores un crupier de la casa. De vez
en cuando Bremen miraba al espejo del techo desde donde «el ojo del cielo» lo
grababa todo, pero como la casa se llevaba su parte de los beneficios del ganador,
sabía que había pocos recelos en ese aspecto.
Además, no estaba haciendo trampas. Al menos no de una manera mensurable.
De vez en cuando Bremen se sentía culpable por llevarse el dinero de los otros
jugadores, pero normalmente su contacto mental con los profesionales sentados a la
mesa le demostraba que eran como los crupieres del casino: confiaban tozudamente
en que el tiempo equilibraría las ganancias a su favor. Algunos aficionados
experimentaban una emoción casi sexual jugando con los tipos importantes, y
Bremen consideraba que les hacía un favor a esos pardillos al retirarlos pronto.
Bremen no pensaba realmente en lo que iba a hacer con el dinero: ganarlo había
sido su objetivo, su epifanía en el desierto, y los detalles de cómo iba a gastarlo
podían posponerse algún tiempo. Otra semana allí, pensaba, y podría alquilar un
Learjet que lo llevara a cualquier parte del mundo que quisiera.

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En realidad no quería ir a ninguna parte. Allí, en el más profundo de los túneles a
los que había viajado, encontraba solaz en la intensidad de la avaricia y la lujuria y la
frivolidad que le rodeaban.
Caminar por los pasillos de uno de los hoteles casino le recordó a Bremen haber
visto el vídeo del alcalde Marión Barry unos cuantos años antes: un aburrido ejercicio
de banalidad, ego y sexualidad frustrada. Incluso los que jugaban fuerte, con sus
suites alfombradas, refocilándose en sus jacuzzi con una o más chicas del coro,
acababan sintiéndose vacíos y frustrados, querían más experiencia de lo que la
experiencia en sí ofrecía. Bremen veía el perfecto símbolo de la ciudad en las
bandejas cromadas de sus bufes siempre abiertos, que ofrecían montones de comida
barata y mediocre, y en los atisbos mentales de sus cientos de hombres y mujeres
solos en habitaciones de hotel, emocionalmente eviscerados por el juego del día o de
la noche, masturbándose en soledad con los vídeos de «adultos».
Pero las mesas de póquer de cinco cartas eran lugares de olvido, nirvanas
temporales a los que se llegaba a través de la concentración más que de la
meditación, y Bremen se pasaba las horas allí, acumulando dinero en pequeñas sumas
que no fallaban nunca. Para cuando terminó de trabajarse los casinos más grandes del
Strip, su maletín de acero contenía casi trescientos mil dólares en efectivo. Fue al
hotel Mirage, admiró el volcán en funcionamiento de su exterior y el tanque de cinco
tiburones del interior y casi dobló su dinero en cuatro noches de torneo a diez mil
dólares la entrada.
Decidió que un casino más sería la guinda del pastel y resolvió terminar en una
estructura enorme y en forma de castillo cercana al aeropuerto. La sala de cartas
estaba abarrotada. Bremen esperó como los otros pardillos, compró sus fichas de cien
dólares, saludó a los otros seis jugadores (cuatro hombres y dos mujeres, sólo uno de
ellos profesional) y se sumergió en la bruma nocturna de las matemáticas.
Llevaba cuatro horas jugando y había ganado varios miles de dólares cuando el
crupier hizo una pausa y un hombre bajo y enormemente fornido con el uniforme
azul del casino le susurró a Bremen al oído:
—Discúlpeme, señor, pero ¿podría venir conmigo, por favor?
Bremen vio en la mente del grandullón solamente la orden de llevar a aquel
jugador afortunado al despacho del encargado, pero también vio que la orden sería
obedecida bajo cualquier circunstancia. El hombretón llevaba una automática del 45
en una cartuchera en la cadera izquierda. Bremen lo acompañó al despacho.
La neurocháchara lo distrajo, todos aquellos ataques de ansia y avaricia y
decepción y renovada ansia se añadían al ruido mental de fondo, así que Bremen no
se alertó hasta que lo hicieron pasar al despacho.
Los cinco hombres contemplaban los monitores de vídeo cuando Bremen entró y
lo miraron de un modo casi burlesco, como si estuvieran sorprendidos de ver la
imagen del televisor, allí de pie y tridimensional entre ellos. Sal Empori estaba
sentado en el largo sofá de cuero con los hampones Bert y Ernie, uno a cada lado.

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Vanni Fucci ocupaba la mesa del encargado, con las manos detrás de la cabeza y un
enorme puro habano apretado entre los dientes.
—Pasa —dijo Vanni Fucci sin dejar el puro. Le hizo un gesto al hombretón para
que cerrara la puerta y esperara fuera. Señaló una silla vacía—. Siéntate.
Bremen permaneció de pie. Lo vio todo en sus mentes. El maletín de acero que
había junto a la pierna de Bert Cappi era el suyo: habían registrado su habitación y
habían encontrado el dinero. Era su hotel, su casino. O, más bien, era el casino del
ausente Don Leoni. Y había sido el ladrón Vanni Fucci, venido para otro asunto
completamente distinto, quien había visto la imagen de Bremen en el monitor del
despacho del encargado. Vanni Fucci le había ordenado al encargado que se tomara
dos días de vacaciones y después de llamar a Don Leoni se dispuso a esperar a que
llegaran Sal y los muchachos.
Bremen lo vio todo con claridad. Y vio, aún más claramente, con exactitud, lo que
el anciano Don Leoni iba a mandar a hacerle al advenedizo que estaba en el sitio
equivocado en el momento equivocado. Primero, el señor Leoni iba a mandar llevar a
Bremen a Nueva Jersey, donde averiguarían si ese particular era realmente un
particular, o si trabajaba para alguna de las familias de Miami. No importaría
demasiado, porque para entonces habrían cargado a Bremen en un camión de la
basura y lo habrían llevado a su sitio favorito, en Pine Barrens, donde le volarían los
sesos, meterían su cuerpo en el triturador del camión y tirarían el paquete en el lugar
de costumbre.
Vanni Fucci sonrió de oreja a oreja y se quitó el puro de la boca.
—Vale, quédate de pie. Has tenido un montón de suerte, chico. Un montón de
suerte. Al menos hasta ahora.
Bremen parpadeó.
Vanni Fucci asintió, Bert y Ernie se movieron con más rapidez de lo que Bremen
podía prever, lo agarraron por los brazos y Sal Empori alzó una aguja hipodérmica a
la luz y le inyectó algo en el brazo a través de la chaqueta Armani de setecientos
dólares.

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Ojos
Robby Bustamante se está muriendo. El niño sordo, ciego y retrasado entra y sale
del coma como si fuera un anfibio sin vista que pasa del agua al aire sin encontrar
sustento en ninguno de los dos elementos.
El niño tiene unas lesiones tan terribles que algunas enfermeras buscan cualquier
excusa para evitar esta habitación, mientras que otras pasan más tiempo del que les
corresponde aquí, atendiendo al chaval moribundo, intentando aliviar su dolor con el
mero hecho de su presencia, que él no capta. En las raras ocasiones en que Robby
recupera la conciencia y los monitores de su cama registran algo distinto al sueño
REM, el niño gime entre estertores y araña la ropa de cama, con los dedos abiertos y
estirados agarrándose a las sábanas.
A veces las enfermeras se reúnen a su alrededor, acarician la frente del niño o
aumentan la dosis de tranquilizantes de su gotero, pero ninguna caricia ni medicina
detiene los gemidos de Robby ni sus febriles gestos. Es como si estuviera buscando
algo.
Está buscando algo. Robby trata desesperadamente de encontrar su osito de
peluche, el único compañero que ha tenido a lo largo de los años. Su amigo táctil. Su
solaz en la noche interminable recalcada sólo por el dolor.
Cuando Robby está semiconsciente, se revuelve y araña, buscando el osito entre
las mantas y las sábanas mojadas. Llora en sueños, el quejido recorre los oscuros
pasillos del hospital como el grito de los malditos.
No hay ningún osito de peluche. Su madre y Tío lo han arrojado junto con el resto
de las posesiones del niño en la parte trasera del coche la noche de su marcha, con la
idea de deshacerse de ellos en el primer vertedero que encuentren.
Robby se vuelve y gime y araña las sábanas durante esos raros momentos en que
recobra la conciencia, buscando a su osito, pero esos momentos escasean cada vez
más hasta que cesan.

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Gerión
Llevaron a Bremen al aeropuerto de Las Vegas en plena noche. Un bimotor Piper
Cheyenne esperaba ante un hangar oscuro y se dispuso a despegar cinco segundos
después de que los cinco hombres subieran a bordo. Bremen no distinguía un bimotor
Piper Cheyenne de una lanzadera espacial, pero el piloto sí, y Bremen se sintió
decepcionado al descubrir que el hombre también sabía perfectamente quiénes eran
sus cinco pasajeros y por qué volaban de vuelta a Nueva Jersey.
Los cuatro hampones iban armados y Bert Cappi llevaba su 45 automática bajo la
chaqueta que tenía sobre el brazo, con la boca del silenciador clavándose lo suficiente
en las costillas de Bremen. Este había visto suficiente televisión para reconocer un
silenciador cuando veía uno.
Despegaron hacia el oeste en rápido ascenso, luego viraron al este para dejar atrás
las montañas. El pequeño avión tenía dos butacas a cada lado tras el asiento del piloto
y el asiento vacío del copiloto, y un banco contra un mamparo trasero. Sal Empori y
Vanni Fucci estaban sentados al otro lado del estrecho pasillo en los dos primeros
asientos, más cerca de la puerta; el hampón llamado Ernie estaba sentado frente a
Bremen en la segunda fila; Bert Cappi, con el cinturón de seguridad abrochado,
ocupaba el banco, directamente detrás de Bremen, con la pistola sobre el regazo.
El avión se dirigía al este y Bremen apoyó la cara contra el frío plástico de la
ventanilla y cerró los ojos. Los pensamientos del piloto eran frescos, nítidos y
técnicos, pero los cuatro hampones ofrecían un caldero de obtusa maldad al contacto
mental de Bremen. Bert, el asesino de veintiséis años, yerno de Don Leoni, se moría
de ganas de golpear a Bremen. Bert esperaba que intentara algo antes de llegar para
poder dársela al gilipollas en ruta.
Los vientos sacudían el pequeño aparato y Bremen sintió el vacío alzarse en su
interior. La situación era ridícula, exagerada, cosa de televisión, pero la violencia era
tan real, tan inevitable como un accidente de automóvil inminente. Hasta su arrebato
de locura en Denver con el pederasta, Bremen nunca había golpeado a nadie con
ansia. Nunca le había hecho sangrar la nariz a nadie. Para Bremen la violencia
siempre había representado el último refugio de los incompetentes emocionales e
intelectuales. Pero estaba sentado en esa máquina hermética cuyos asientos y puertas
parecían menos sólidos que los de cualquier coche americano, recordando la cara
cubierta de una película de hielo de la señorita Morgan mientras volaba hacia su
destino, con los agresivos pensamientos de aquellos hombres violentos raspándole la
mente como papel de lija. Irónicamente, no había nada personal en su ansiedad por
matar a Bremen. Era su forma de resolver un problema: eliminando una amenaza
potencial menor. Matarían al hombre llamado Jeremy Bremen (un nombre que ni
siquiera conocían) sin más vacilación de la que Bremen tendría al borrar una
transición equivocada para conservar una ecuación. Pero lo disfrutarían más.
El Piper Cheyenne siguió volando, sus motores turbo proporcionaban un

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melódico contrapunto a los oscuros pensamientos que llegaban de Vanni Fucci, Sal
Empori, Bert y Ernie. Vanni Fucci estaba absorto contando el dinero del maletín de
Bremen; el ladrón había superado los trescientos mil dólares y todavía le quedaba por
contar un tercio de los billetes. Bremen advirtió que la emoción de Fucci al agarrar y
contar el dinero latía como una excitación casi sexual.
Bremen sintió que su depresión aumentaba. La apatía que lo había gobernado
antes de su batalla con la señorita Morgan se alzó de nuevo, una ola oscura y fría que
amenazaba con barrerlo hacia la noche.
A lo que acecha bajo la cama.
Bremen parpadeó, abrió los ojos y empezó a luchar contra la mareante
neurocháchara y el arrullador ruido del motor, concentrándose en el recuerdo de Gail:
una sólida roca que podía escalar por encima de la ola negra. Ese recuerdo era su
Estrella del Norte; la creciente furia lo instó a continuar.
Aterrizaron antes del amanecer para repostar. Bremen vio en la mente del piloto
que se encontraban en un aeródromo, al norte de Salt Lake, que Don Leoni poseía un
hangar entero allí y que no tendría ninguna oportunidad de escapar.
Fueron al cuarto de baño por turnos y Bert y Ernie apuntaron a Bremen con sus
45 con silenciador mientras orinaba. Luego volvió al avión con el cañón de la pistola
de Bert contra la nuca mientras los otros iban al lavabo y tomaban café en la oficina
del hangar. Bremen vio que, aunque pudiera escapar milagrosamente de Bert Cappi,
los demás lo cazarían sin importarles que hubiera testigos que llamaran a la policía.
Tras repostar despegaron y siguieron la interestatal Ochenta sobre Wyoming,
aunque Bremen supo esto sólo por los distraídos pensamientos del piloto; el terreno
estaba cubierto por una sólida capa de nubes a cinco mil metros bajo ellos. El único
ruido procedía de los motores y de alguna llamada ocasional por radio o alguna
respuesta por parte del piloto. La luz de finales de verano calentaba el interior del
Piper Cheyenne y, uno a uno, los hampones se fueron amodorrando, excepto Vanni
Fucci, cuya mente estaba todavía puesta en el dinero y en cuánto podría dividirlo Don
Leoni como recompensa por agarrar a Bremen.
¡Actúa ahora! El pensamiento le provocó a Bremen una descarga de adrenalina;
se imaginó quitándole el arma a Bert Cappi o Ernie Sanza. Había tocado
suficientemente sus memorias para saber cómo utilizar las automáticas.
¿Y luego qué? Por desgracia, había tocado suficientemente sus mentes para saber
que los cuatro hampones eran lo bastante duros y sañudos para no dejarse
impresionar por una pistola automática que les apuntaba en un pequeño avión que
volaba a seis mil metros de altitud. De haber estado solos Bremen y el piloto, podría
haber convencido al hombre para que se desviara de su ruta y aterrizara en alguna
parte. El piloto (un hombre llamado Jesús Vigil) había transportado drogas desde
Colombia y esquivado la persecución de los aviones de la DEA volando sobre las
copas de los árboles antes de empezar a trabajar para Don Leoni, pero le gustaba la
limpieza de trabajar para el don y no tenía ninguna intención de morir joven.

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Pero los cuatro hampones, sobre todo Bert Cappi y Ernie Sanza, estaban mucho
más hundidos en los imperativos del machismo (o al menos en sus versiones italiana
y siciliana) y nunca permitirían que un advenedizo los desarmara o escapara a su
custodia. Ambos dejarían morir al compañero antes que permitirlo. Ninguno era lo
suficientemente inteligente o imaginativo para que se le ocurriera que él mismo
podría ser quien muriera.
Aterrizaron de nuevo a última hora de la mañana, esta vez cerca de Omaha, pero
no permitieron a Bremen salir del aparato y los otros hombres estaban ahora
completamente despiertos. Bremen casi podía saborear la ansiedad de Bert y Ernie
para que él intentara algo. Los miró, impasible.
Después de despegar de nuevo, Bremen atisbo un ancho río antes de que
atravesaran las nubes y se concentró en los pensamientos y recuerdos del piloto,
incluido el plan de vuelo que acababa de poner al día en Omaha. El Cheyenne
repostaría una vez más (en un aeródromo privado de Ohio) y luego continuaría
directo hasta el aeródromo personal de Don Leoni, situado a un kilómetro y medio de
su mansión de Nueva Jersey. La limusina estaría esperando. Habría una brevísima
conversación con el don (principalmente un monólogo para que el hombre se
asegurara de que Bremen no trabajaba para ninguno de los amigos de Miami de
Chico Tartugian; un interrogatorio que bien podría incluir la pérdida de varios dedos
de Bremen y uno o dos de sus testículos), y luego, cuando estuvieran seguros, Bert y
Ernie y el psicópata portorriqueño Roachclip se llevarían a Bremen a Pine Barrens
para hacer lo que había que hacer. Después, el camión de la basura se lo llevaría
convertido en un bulto compacto a un vertedero cercano a Newark.
El Piper Cheyenne continuó volando. Era media tarde. Sal y Vanni Fucci
hablaban de negocios, confiados en que el pardillo del asiento de atrás nunca repetiría
nada de la conversación. Ernie había intentado cambiarse al banco trasero para jugar
a las cartas con Bert, pero Sal Empori le había reprendido, ordenándole que se sentara
frente a Bremen. Ernie rezongó, trató de leer una novela porno y se quedó dormido.
Al cabo de un rato Bert Cappi se quedó adormilado también; soñó que se estaba
tirando a una de las chicas del coro del nuevo casino de Don Leoni.
Bremen se sintió tentado de dormir también. Había saqueado en la memoria
profesional del piloto todo lo que pudo encontrar. La conversación de Sal y Vanni
Fucci se agotaba, sustituida sólo por los sonidos del motor y el ocasional tableteo de
la radio mientas pasaban de un centro de control aéreo a otro. Pero en vez de dormir,
Bremen decidió permanecer vivo.
Miró hacia abajo y sólo vio nubes, pero supo por los pensamientos del piloto que
se hallaban en algún lugar al este de Springfield, Misuri. Ernie roncaba suavemente.
Bert se agitaba en sueños.
Bremen se soltó en silencio el cinturón de seguridad y cerró los ojos cinco
segundos. Sí, Jerry. Sí.
Actuó sin pensarlo más, moviéndose a más velocidad y con más elegancia que

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nunca. Se puso en pie, giró, se deslizó hasta el banco trasero y sacó la automática de
Bert Cappi de la mano del gánster con un solo movimiento.
Luego Bremen apoyó la espalda en el rincón, allí donde el mamparo trasero se
encontraba con el fuselaje, y blandió el arma, primero ante el sorprendido Bert, luego
ante Ernie, que despertaba, y luego los apuntó a todos mientras Sal Empori y Vanni
Fucci echaban mano a sus armas.
—Hacedlo —dijo Bremen—, y os mataré a todos.
El pequeño avión se llenó de gritos y maldiciones hasta que el piloto gritó a los
demás que se callaran.
—¡Estamos presurizados, por Dios! —gritó Jesús Vigil—. Si alguien dispara, será
el final.
—¡Suelta la puñetera pistola, cabrón! —gritó Vanni Fucci, la mano a medio
camino del cinturón.
—¡Quietos, cabrones! ¡Todos quietos! —gritó Sal Empori a Bert y Ernie. Ernie
tenía las manos levantadas como si se dispusiera a estrangular a Bremen. La derecha
de Ernie ya estaba bajo la chaqueta deportiva de seda.
Durante un segundo sólo hubo silencio y quietud. A Bremen le temblaba la mano
con que empuñaba el arma, pero no de miedo. Oía los pensamientos de todos
chocando a su alrededor como una ola zarandeada por la tormenta. Los latidos de su
propio corazón eran tan fuertes que no oía nada más. Pero oyó al piloto cuando
volvió a hablar.
—Eh, tómatelo con calma, amigo. Hablemos.
Descenderé poco apoco. El pendejo no se dará cuenta. Otros mil metros y no
necesitaremos la presurización. Mantener a Empori y Fucci entre el morro y el tipo
para que las balas perdidas no me alcancen. Otros quinientos metros.
—Tranquilo, amigo. Nadie va a hacerte nada.
El jodido pendejo va a decirme que aterrice en alguna parte, diré que vale, y
entonces los muchachos se lo cargarán.
Bremen no dijo nada.
—Sí, sí, sí —dijo Vanni Fucci, mirando a Bert y obligando al idiota a quedarse
quieto—. No te pongas nervioso, ¿vale? Hablemos. Suelta la puñetera pistola para
que no se dispare, ¿vale? —Acercó los dedos a la culata del 38 que tenía en el
cinturón.
Bert Cappi casi se ahogaba con su propia bilis, tan furioso estaba. Si aquel
puñetero advenedizo sobrevivía a los próximos segundos, iba a cortarle
personalmente las pelotas al hijo de puta antes de matarlo.
—¡Tranquilo, carajo! —gritó Sal Empori—. Aterrizaremos en alguna parte y…
¡Ernie, coño! ¡No!
Ernie consiguió alcanzar la pistola.
Vanni Fucci maldijo y sacó su propia arma.
El piloto inició un picado.

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Bert Cappi rugió algo y saltó hacia delante.
Jeremy Bremen empezó a disparar.

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Ojos
Durante los meses de la enfermedad de Gail, Jeremy abandona casi todas las
matemáticas a excepción de sus clases y la investigación sobre la teoría, del caos, las
clases lo mantienen cuerdo. La investigación sobre las matemáticas del caos cambia
para siempre su visión del universo.
Jeremy ha oído hablar del caos antes de que los datos de la investigación de Jacob
Goldmann lo obliguen a estudiarlo en profundidad, pero, como la mayoría de los
matemáticos, Jeremy encuentra que la idea de un sistema matemático sin fórmulas,
predicción o límites es una contradicción de términos. Es un lío. No son las
matemáticas que él conoce. Jeremy se siente reconfortado porque Henri Poincaré, el
gran matemático del siglo XIX que se tropezó con las matemáticas del caos mientras
creaba el estudio de la topología, detestaba la idea del caos en el reino de los números
tanto como Jeremy lo hace en la actualidad.
Pero los datos de Jacob Goldmann no le dejan otra opción que seguir la
investigación del análisis de frentes de ondas holográficas de la mente hasta las
junglas de las matemáticas del caos. Así, después de los largos días de la
quimioterapia de Gail y entre las deprimentes visitas al hospital, Jeremy lee los pocos
libros que hay sobre el tema y luego pasa a los resúmenes y estudios, muchos de ellos
traducidos del francés y el alemán. A medida que los días de invierno se van
acortando y luego se van haciendo más largos a regañadientes y mientras la
enfermedad de Gail se agrava implacablemente, Jeremy lee los trabajos de Abraham
y Marsden, Barenblatt, Iooss y Joseph; estudia las teorías de Arun y Heinz, el trabajo
biológico de Levin, el trabajo fractal de Mandelbrot, Stewart, Peitgen y Richter.
Después de un largo día con Gail, sosteniéndole la mano mientras los procedimientos
médicos Uenan su cuerpo de dolor e indignidad, Jeremy vuelve a casa para perderse
en estudios como Oscilaciones no lineales, sistemas dinámicos y bifurcaciones de
campos de vectores de Guckenheimer y Holmes.
Lentamente su comprensión crece. Lentamente su dominio de las matemáticas del
caos se mezcla con sus análisis más clásicos de la percepción holográfica de las
ondas de Schrödinger. Lentamente la visión que Jeremy tiene del universo cambia.
Descubre que uno de los puntos de partida de la moderna matemática del caos es
nuestra incapacidad para predecir el tiempo atmosférico. Incluso con los
superordenadores Cray X-MP manejando números a un ritmo de ochocientos
millones de cálculos por segundo, la predicción climatológica es un fracaso. En
media hora el Cray X-MP puede predecir adecuadamente el tiempo del día siguiente
para todo el hemisferio norte. En veinticuatro horas de frenética actividad el
superordenador puede elaborar dos días de predicciones para el hemisferio norte.
Pero las predicciones empiezan a no cumplirse a partir del cuarto día y cualquier
predicción para dentro de una semana tiende a ser pura especulación… Incluso para

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las asombrosas variables del Cray X-MP, a un ritmo de sesenta millones de cálculos
por minuto. A los meteorólogos, los expertos en inteligencia artificial y los
matemáticos los irrita este fracaso. No debería ser así. Ese mismo ordenador es capaz
de predecir los movimientos de las estrellas a miles de millones de años en el futuro.
Entonces, ¿por qué el clima, incluso con su conjunto de variables, grande pero
claramente finito, es tan difícil de predecir?
Para descubrirlo, Jeremy debe estudiar a Edward Lorenz y el caos.
A principios de los años sesenta un matemático natural convertido en
meteorólogo llamado Edward Lorenz empezó a usar uno de los primitivos
ordenadores de la época, un Royal McBee LGP-300, para analizar las variables
descubiertas por B. Saltzman en las ecuaciones que «controlan» esa sencilla
convección, el ascenso del aire caliente. Lorenz descubrió tres variables en la
ecuación de Saltzman que funcionaban, eliminó el resto y puso a funcionar su Royal
McBee LGP-300 para que resolviera ecuaciones al tranquilo ritmo de un cálculo por
segundo. El resultado fue…
El caos.
De las mismas variables, con las mismas ecuaciones, usando los mismos datos,
las predicciones a corto plazo, aparentemente sencillas, degeneraron en una locura
contradictoria.
Lorenz comprobó los datos, hizo análisis de estabilidad lineal, se mordió las uñas
y empezó de nuevo.
Locura. Caos.
Lorenz había descubierto el «atractor de Lorenz», que las trayectorias de las
ecuaciones giran alrededor de dos lóbulos de manera aparentemente aleatoria. Del
caos de Lorenz surgió una pauta muy precisa: una especie de sección Poincaré que le
hizo comprender lo que llamó «el efecto mariposa» en la predicción climatológica.
Expresado de manera sencilla, el efecto mariposa de Lorenz dice que el aleteo de una
sola mariposa en China producirá un diminuto pero inevitable cambio en la atmósfera
del mundo. Esa pequeña variable de cambio se une a otras diminutas variables hasta
que el clima es… diferente.
Caos tranquilo.
Jeremy ve al instante la importancia del trabajo de Lorenz y todos los datos más
recientes sobre el caos en términos de los datos de Jacob.
Según los análisis que Jeremy hace de esos datos, lo que la mente humana percibe
a través de la lente antaño eliminada y distorsionada de sus sentidos es poco más que
el colapso incesante de ondas de probabilidad. El universo, según los datos de
Goldmann, se describe mejor como un frente de ondas firme compuesto por estas
sacudidas de caos probabilístico. La mente humana (nada más que otro frente de
ondas firme según la investigación del propio Jeremy, una especie de superholograma
compuesto por millones de hologramas completos pero menores) observa estos
fenómenos, colapsa las ondas de probabilidad en una serie ordenada de eventos

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(«onda o partícula», le había explicado Jeremy a Gail en el tren de vuelta de Boston
aquella vez, «el observador parece hacer que el universo decida por el mero acto de
observación»), y sigue con lo suyo.
Jeremy busca un paradigma para esta continua estructuración de lo estructurable
hasta que se topa con un artículo que habla de las matemáticas complejas que se han
usado para analizar la actitud de la órbita de Hiperión, la luna de Saturno, después del
paso del Voyager. La órbita de Hiperión es lo bastante kepleriana y newtoniana para
que las matemáticas lineales la predigan acertadamente ahora y durante muchos
siglos venideros. Pero su actitud, las direcciones a las que apuntan sus tres ejes, es lo
que podría ser descrito amablemente como un puñetero lío.
Hiperión gira y el giro simplemente no puede predecirse. Su actitud no es
controlada por influencias aleatorias de gravedad y por las leyes newtonianas que
podrían trazarse si el programador fuera lo bastante listo, el programa lo bastante
inteligente y el ordenador lo bastante grande, sino por un caos dinámico que sigue
una lógica y una ilógica propias. Es el efecto mariposa de Lorenz reproducido en el
silencioso vacío del espacio de Saturno con el pequeño bultito de Hiperión como su
confusa víctima.
Pero incluso en esos océanos inexplorados de caos, Jeremy descubre que puede
haber pequeñas islas de razón lineal.
Jeremy sigue el rastro de Hiperión hasta la obra de Andrei Kolmogorov, Vladimir
Arnold y Jurgen Moser. Estos matemáticos y expertos en dinámica han formulado el
teorema KAM (es decir, Kolmogorov, Arnold y Moser) para explicar la existencia de
movimientos clásicos casi periódicos dentro de este huracán de trayectorias caóticas.
El diagrama resultante del teorema KAM es un trazado preocupante que muestra una
estructura casi orgánica de estas trayectorias clásicas y predecibles existiendo como
capas de cable o plástico, serpientes dentro de serpientes, donde islas de resonancia
de orden se intercalan con pliegues de caos dinámico.
Los matemáticos americanos le han dado un nombre a este modelo, VAK, el
acrónimo de «Atractor Vago de Kolmogorov». Jeremy recuerda que Vak es también
el nombre de la diosa de la vibración en el Rig-Veda.
La noche que Gail ingresa por primera vez en el hospital no para someterse a
análisis, sino para quedarse (para quedarse hasta que se recupere lo suficiente para
regresar a casa, dicen los médicos, pero tanto ella como Jeremy saben que no habrá
ningún regreso real), Jeremy se sienta solo en el estudio del primer piso y contempla
el Atractor Vago de Kolmogorov.

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Trayectorias cuasiperiódicas serpentean sobre vainas secundarias de resonancias,
vainas terciarias que florecen en forma de resonancias múltiples más delicadas,
trayectorias caóticas que se entrelazan por el organismo como cables retorcidos.
Y Jeremy ve el modelo para su análisis de la interpretación neurológica
holográfica del conjunto de ondas de probabilidad colapsadas que es el universo.
Ve los principios del modelo para la mente humana… y para el talento que Gail y
él comparten, y para el universo que tanto daño le ha hecho a ella.
Y por encima de todo el efecto mariposa. El conocimiento seguro de que toda la
vida de un ser humano es como un día en la vida de ese humano: imparable,
impredecible, gobernado por mareas ocultas de factores caóticos y sacudido por alas
de mariposa que traen la muerte en forma de tumor… o, en el caso de Jacob, en
forma de una bala en el cerebro.
Jeremy realiza la ambición de su vida esa noche, descubre una dirección
profundamente nueva de investigación y razonamiento matemático… no por
conseguir estatus ni más honores académicos, pues los ha olvidado, sino para hacer
avanzar un poco más hacia la oscuridad el círculo iluminado del conocimiento. Islas
de resonancia dentro del mar caótico.
Pero aunque ve el camino de investigación que puede emprender, lo abandona,
relegando los estudios y abstracciones, borrando de su pizarra las ecuaciones
preliminares. Esa noche se queda ante la ventana y contempla la nada, llorando
quedamente para sí, incapaz de parar, lleno no de furia ni de desesperación, sino de
algo infinitamente más letal mientras el vacío lo envuelve desde dentro.

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Somos los atiborrados
—¿Señor Bremen? ¿Señor Bremen, puede oírme?
Una vez, cuando tenía unos ocho años, Bremen se lanzó a la piscina de un amigo
y, en vez de subir hasta la superficie, se hundió simplemente y sin esfuerzo tres
metros hasta el fondo. Se quedó allí un momento, sintiendo el áspero cemento contra
su espalda y contemplando el techo de luz tan lejano. Aunque sentía que sus
pulmones se cansaban y veía la gloria de las burbujas alzándose a su alrededor,
aunque se daba cuenta de que no podía contener más la respiración y tendría que
inhalar agua dentro de unos pocos segundos, no quería subir a esa superficie,
dolorosamente reacio a regresar a aquel entorno repentinamente extraño de aire y luz
y sonido. Así que Bremen se quedó allí, resistiéndose testarudamente a ceder hasta
que no pudo resistir más, y entonces flotó despacio hacia aquella superficie,
saboreando los últimos pocos segundos de luz acuática y ruido apagado y aleteo
plateado de burbujas a su alrededor.
En aquel momento subió lentamente a la superficie, resistiéndose a regresar a la
luz.
—¿Señor Bremen? ¿Puede oírme?
Bremen podía. Abrió los ojos, los cerró rápidamente para evitar la acometida de
la blancura y la luz, y luego, con una mueca de dolor, miró con los párpados
entornados.
—¿Señor Bremen? Soy el teniente Burchill, del Departamento de Policía de St.
Louis.
Bremen asintió, o trató de hacerlo. La cabeza le dolía y la tenía sujeta de algún
modo. Se encontraba en una cama. Sábanas blancas. Paredes pastel. Las bandejas al
lado de la cama y la parafernalia de plástico de una habitación de hospital. Con el
rabillo del ojo vio una cortina corrida a su izquierda, la puerta cerrada a la derecha.
Otro hombre con un traje gris de pie detrás del teniente de policía, que estaba
sentado. Burchill era un hombre fornido de piel cenicienta, de poco más de cincuenta
años. Bremen pensó que se parecía un poco a Morey Amsterdam, el cómico de cara
alargada del antiguo Show de Dick Van Dyke. El silencioso hombre que estaba en
segundo plano era más joven, pero su expresión tenía la misma mezcla característica
de fatiga y cinismo.
—Señor Bremen —dijo Burchill—, ¿me oye bien?
Bremen le oía bien, aunque todo seguía teniendo una remota cualidad
subacuática. Y se vio a sí mismo a través de los ojos del teniente Burchill: pálido y
agotado entre sábanas, con la cabeza vendada y más vendas bajo la fina bata de
hospital, los ojos hinchados y ojerosos por la pérdida de sangre y puntos frescos
visibles bajo la gasa de la barbilla y la mejilla. Una sonda intravenosa suministraba
un líquido transparente a su brazo izquierdo.
Bremen cerró los ojos y trató de apagar la visión de Burchill.

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—Señor Bremen, cuéntenos lo que pasó.
La voz del teniente no era amable. Recelo. Incredulidad de que ese debilucho
pudiera cargarse a cinco matones y hacer aterrizar el avión él solo. Curiosidad por
lo que el ordenador del FBI había revelado de ese ciudadano (un profesor
universitario de matemáticas, por el amor de Dios) e interés por la esposa muerta, el
incendio y la relación de aquel payaso con Don Leoni de Nueva Jersey y sus chicos
malos.
Bremen se aclaró la garganta y trató de hablar. Su voz fue poco más que un
susurro.
—¿Donstoi?
La expresión de Burchill no cambió.
—¿Cómo dice?
Bremen se volvió a aclarar la garganta.
—¿Dónde estoy?
—Está en el Hospital General de St. Louis. —Burchill hizo un segundo de pausa
y añadió—: Misuri.
Bremen trató de asentir y lo lamentó. Trató de hablar de nuevo sin mover la
mandíbula.
—No le entiendo… —dijo el teniente.
—¿Heridas? —repitió Bremen.
—Bueno, el doctor vendrá a verlo, pero, por lo que he oído, tiene un brazo roto y
varias magulladuras. Nada grave.
El joven detective de homicidios, un sargento llamado Kearny, estaba pensando:
Cuatro costillas rotas, un rasguño de bala en una de esas costillas, una contusión y
heridas internas… Este idiota tiene suerte de estar vivo.
—Han pasado unas dieciocho horas desde el accidente, señor Bremen. ¿Recuerda
el accidente?
Bremen negó con la cabeza.
—¿Nada?
—Recuerdo haber hablado con la torre para aterrizar —dijo Bremen—. Entonces
el motor derecho empezó a hacer ruidos raros y… es todo lo que recuerdo.
Burchill no le quitaba el ojo de encima. Este gilipollas probablemente está
mintiendo, pero ¿quién demonios sabe? Alguien metió una bala del 45 en el fuselaje
del motor.
Bremen sintió el dolor que empezaba a resbalar como una larga y lenta ola que no
tenía ninguna prisa por retroceder. Incluso su contacto mental y la neurocháchara del
hospital titilaban en su estela.
—Entonces, ¿el avión se estrelló?
Burchill continuó mirándolo.
—¿Es usted piloto, señor Bremen?
Bremen negó otra vez con la cabeza y casi vomitó de dolor.

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—Lo siento, ¿qué ha dicho?
—No.
—¿Alguna experiencia pilotando un aparato ligero?
—No.
—Entonces, ¿qué estaba haciendo en la cabina de ese Piper Cheyenne? —La voz
de Burchill era tan lisa e implacable como un cuchillo.
Bremen suspiró.
—Trataba de aterrizar, teniente. Le dispararon al piloto. ¿Está vivo? ¿Sobrevivió
alguno de los demás?
El flaco sargento se inclinó hacia delante.
—Señor Bremen, le leímos sus derechos hace algún tiempo y lo grabamos en
cinta, pero no estamos seguros de que estuviera completamente consciente. ¿Es
consciente de sus derechos? ¿Desea que un abogado esté presente esta vez?
—¿Un abogado? —repitió Bremen. Fuera cual fuese la medicación que había en
la intravenosa le estaba nublando la visión y le producía un rugido sordo en los oídos
y un mareo en el contacto mental—. ¿Porquénecesitunabgado? No he hecho nada…
El sargento suspiró, se sacó una tarjeta plastificada del bolsillo de la chaqueta y
empezó a leer la letanía tan familiar por haberla oído un millón de veces en series
policíacas de televisión. Gail siempre se había preguntado si la policía era demasiado
estúpida para memorizar unas cuantas frases; decía que la audiencia sí que las había
memorizado.
Cuando el sargento terminó y preguntó de nuevo si Bremen quería un abogado,
Bremen gimió y dijo:
—No. ¿Están muertos los demás?
Muertos como carne de caballo de hace una semana, pensó el teniente Burchill.
—Déjeme hacerle las preguntas, ¿de acuerdo, señor Bremen?
Bremen cerró los ojos a modo de respuesta afirmativa.
—¿Quién disparó a quién, señor Bremen?
—Yo le disparé al tipo llamado Bert con su propia arma —dijo Bremen—.
Entonces se desencadenó el infierno… Todo el mundo excepto el piloto se puso a
disparar. Luego alcanzaron al piloto y yo me hice con los mandos y traté de aterrizar.
Obviamente no hice un buen trabajo.
Burchill miró a su compañero.
—Pilotó un avión con un motor averiado durante más de ciento cincuenta
kilómetros, enfiló la pista del Lambert International y casi logró aterrizar. Los tipos
de la torre dicen que si el motor derecho no le hubiera fallado, habría aterrizado bien.
¿Está seguro de que no ha pilotado antes, señor Bremen?
—Estoy seguro.
—Entonces, ¿cómo explica…?
—Suerte —dijo Bremen—. Desesperación. Estaba solo allá arriba. Además, los
controles son bastante simples con tantas cosas automáticas.

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Aparte de que estuve leyendo la mente del piloto casi cada segundo de las diez
horas de vuelo desde Las Vegas, añadió Bremen en silencio. Lástima que no estuviera
allí cuando lo necesitaba.
—¿Por qué estaba usted en el avión, señor Bremen?
—Primero, teniente, dígame cómo sabe mi nombre.
Burchill se lo quedó mirando un momento, parpadeó y dijo:
—Sus huellas dactilares están en los archivos.
—¿De veras? —dijo Bremen estúpidamente. El mareo de la medicación era
menor, pero la estática del dolor aumentaba—. No sabía que me las hubieran tomado.
—Su carné de conducir de Massachusetts —dijo el sargento. Su voz era lo más
monótona que puede ser una voz humana.
—¿Por qué estaba usted en el avión, señor Bremen? —insistió Burchill.
Bremen se lamió los labios resecos y se lo contó. Les contó lo del campamento de
pesca en Florida, el cadáver, Vanni Fucci… todo excepto la pesadilla con la señorita
Morgan y sus semanas en Denver. Supuso que si tenían sus huellas dactilares,
acabarían por relacionarlo con su asesinato. Eso no estaba en los pensamientos del
teniente ni del sargento en este momento, pero Bremen sabía que alguien ataría cabos
dentro de poco.
Burchill le dirigió su mirada de basilisco.
—Así que lo llevaban de vuelta a Nueva Jersey para que el don en persona
pudiera dársela… pudiera ejecutarlo. ¿Le contaron eso?
—Lo deduje por las cosas que dijeron. Evidentemente no les importaba hablar
delante de mí… Supongo que daban por descontado que no iba a contárselo a nadie.
—¿Y qué hay del dinero, señor Bremen?
—¿Dinero?
—El dinero del maletín de acero.
Cuatrocientos mil y pico, capullo. ¿Dinero de drogas del que sepas algo? ¿Tal
vez un trato que salió mala cinco mil metros de altura?
Bremen se limitó a negar con la cabeza. El sargento Kearny se acercó.
—¿Juega muy a menudo en Las Vegas?
—Era la primera vez —murmuró Bremen. Su júbilo por despertar todavía con
vida y relativamente de una pieza estaba siendo sustituido por el dolor y un vacío
renovado. Todo se había acabado. Todo se había acabado desde la muerte de Gail,
pero Bremen tenía que reconocer el final de su lucha, su infructuoso, cobarde e
insensato intento de escapar de lo inevitable.
Burchill estaba diciendo algo.
—… arrebatarle el arma?
Bremen llenó el resto de la pregunta del teniente con el eco del contacto mental.
—Le quité la pistola a Bert Cappi cuando se quedó dormido. Supongo que pensé
que no intentarían nada mientras estuviéramos volando.
Sólo un loco intentaría algo así con tantas armas en un avión ligero, pensó el

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teniente Burchill.
—¿Por qué lo intentó?
Bremen cometió el error de intentar encogerse de hombros. El yeso y las costillas
vendadas le impidieron completar el movimiento.
—¿Cuál era la alternativa? —susurró—. Teniente, me duele una barbaridad y
todavía no he visto a un médico ni a una enfermera. ¿Podemos seguir con esto más
tarde?
Burchill miró el cuadernito que tenía en la mano izquierda, devolvió su mirada
plana a Bremen y asintió.
—¿Se me acusa de algo? —preguntó Bremen. Su voz era demasiado débil para
ser iracunda. Todo lo que oyó fue cansancio.
El rostro de Burchill pareció hundirse todavía en más pliegues y arrugas. La única
intensidad asomaba en sus ojos: no pasaban nada por alto.
—Cinco hombres muertos, señor Bremen. Cuatro de ellos son criminales
conocidos, y parece que el piloto también estaba relacionado con el crimen
organizado. Su historial está limpio, pero está la cuestión de su desaparición después
de la muerte de su esposa… y el incendio.
Bremen vio los vectores cambiando en los pensamientos del teniente, tan
ordenados y precisos a su modo como la concentración tan intensa como el láser de
los profesionales del póquer con quienes había estado jugando menos de dos días
antes. Este tipo quema la casa y desaparece después de que su esposa la palme, está
pensando Burchill. Luego está casualmente en Florida cuando le dan la del pulpo a
Chico Tartugian. Y luego casualmente en Las Vegas cuando el asesino de Chico y los
otros muchachos de Leoni están recogiendo dinero. Ya. La cosa no está clara
todavía, pero los elementos están ahí: el dinero del seguro, dinero de drogas,
chantaje… y este supuesto civil dice que le quitó la pistola a Bert Cappi y empezó a
pegar tiros. Aquí hay gato encerrado, pero se resolverá pronto.
—¿Se me acusa de algo? —repitió Bremen. Sintió que resbalaba hacia la bruma
de neurocháchara dolorosa que llenaba el hospital: consternación, miedo, desafío,
depresión y en el caso de muchos de los visitantes alivio culpable porque no eran
ellos los que estaban en cama con brazaletes de plástico en la muñeca.
—Todavía no —dijo Burchill, poniéndose en pie. Le hizo un gesto al sargento
para que fuera hacia la puerta—. Si lo que dice es cierto, señor Bremen, entonces
volveremos a hablar pronto, probablemente en presencia de un agente del FBI.
Mientras tanto, pondremos un hombre en la puerta para que ninguno de los matones
de Don Leoni pueda molestarlo.
La imagen de Burchill del agente de policía uniformado que lleva en el pasillo
dieciocho horas. Este Bremen no va a ninguna parte, bien como testigo o como
cómplice asesino o como ambas cosas.
El médico y dos enfermeras entraron cuando se marcharon los detectives de
Homicidios, pero Bremen estaba tan mareado que apenas podía concentrarse en la

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tersa charla médica del hombre. Confirmó lo que le habían dicho los ojos de Burchill
(se enteró también de que la fractura múltiple del brazo izquierdo era más seria de lo
que creía el teniente), pero el resto eran detalles.
Bremen se dejó caer hacia el vacío.

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Ojos
En el momento en que Jeremy yace en el hospital de St. Louis, yo estoy a pocas
horas de distancia de ver cómo mi universo cuidadosamente construido se colapsa
para siempre. No lo sé.
No sé que Jeremy está en el hospital. No sé que Gail existe o ha existido jamás.
No conozco el paraíso de experiencias compartidas ni el perfecto infierno que esta
habilidad le ha traído a Jeremy.
En ese momento sólo conozco el continuo dolor de la existencia y la dificultad de
huir de él. En ese momento sólo conozco la desesperación de la separación de la
única cosa que me ha dado consuelo en el pasado.
En ese momento estoy muriendo… pero también estoy a pocas horas de nacer.

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Ciego, a menos que…
Bremen soñó con hielo y cadáveres agitándose en el hielo.
Soñó con una gran bestia que paría y con gritos terribles surgiendo en una noche
sulfurosa. Bremen soñó con un millar de miles de voces que lo llamaban con dolor y
terror y la soledad de la desesperación humana, y cuando despertó las voces seguían
allí: la neurocháchara de un hospital moderno lleno de almas sufrientes.
Bremen estuvo en cama todo aquel día, cabalgó las olas de dolor de sus heridas y
pensó en lo que podría hacer a continuación. No se le ocurrió gran cosa.
El detective Burchill regresó a primeras horas de la tarde con el prometido agente
especial del FBI, pero Bremen fingió estar dormido y los dos accedieron a marcharse
al cabo de media hora obedeciendo a las exigencias de la enfermera jefe. Bremen
durmió de verdad entonces y sus sueños fueron de hielo y cadáveres retorciéndose en
el hielo y de gritos a su alrededor en la oscuridad doliente.
Cuando volvió a despertar esa noche, concentró su contacto mental a través de los
murmullos y susurros para encontrar al oficial uniformado que lo vigilaba. El
patrullero Duane B. Everett tenía cuarenta y ocho años, le faltaban ocho meses para
jubilarse y sufría de hemorroides. Tenía los pies planos, insomnio y lo que sus
médicos llamaban síndrome del colon irritable. Eso no impedía que el patrullero
Everett bebiera tanto café como se le antojaba, aunque le obligara a hacer más de un
viaje al cuarto de baño de la planta. Al patrullero Everett no le importaba alternar este
turno de guardia con los otros dos oficiales que hacían turnos de ocho horas, ni le
importaba encargarse de la guardia de noche. De noche se estaba tranquilo, eso le
permitía leer la novela de Robert B. Parker, podía tontear con las enfermeras y
siempre había café recién hecho en la salita que le dejaban utilizar.
Casi había amanecido. A excepción del chico comatoso de la cama de al lado,
Bremen estaba solo en la habitación. Se puso en pie dolorosamente, se quitó el gotero
y se acercó cojeando a la ventana. Permaneció allí un momento en bata, con la fría
corriente del aire acondicionado helándolo, y se asomó a la ventana.
Si iba a marcharse, debía hacerlo ahora. Le habían quitado la ropa después de
rescatarlo del Piper Cheyenne accidentado (Bremen había visto a través de los ojos de
uno de los médicos de urgencias que consideraban un milagro que no hubiera habido
un incendio después de que el avión se desplomara en un barrizal, a un kilómetro del
aeropuerto), pero Bremen sabía dónde había ropa de su talla. Sólo tenía que acercarse
a las taquillas de los internos del piso de abajo.
También sabía después de un día entero escuchando qué internos guardaban las
llaves del coche en las taquillas… y cuáles eran las combinaciones de esas taquillas.
Bremen había decidido «tomar prestado» un Volvo casi nuevo con el depósito lleno
que pertenecía a un interno llamado Bradley Montrose; Bradley era médico de
urgencias y probablemente no advertiría que su Volvo había desaparecido hasta que
terminara su guardia, al cabo de setenta y dos horas.

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Bremen se apoyó contra la pared y gimió débilmente. Le dolía el brazo a rabiar y
la cabeza con improbable ferocidad, sentía las costillas como si astillas de hueso le
presionaran los pulmones y otros incontables dolores hacían cola para llamar su
atención. Ni siquiera los mordiscos en las caderas y el muslo, recuerdo de su visita al
rancho de la señorita Morgan, habían sanado por completo.
¿Puedo hacer esto? ¿Conseguir la ropa? ¿Conducir el coche? ¿Huir de la
policía?
Probablemente.
¿Y de verdad vas a robar los seiscientos dólares que Bradley tiene en la cartera?
Probablemente. Su madre los repondrá antes de que Bradley tenga tiempo de
decirle a la policía lo que ha pasado. ¿Sabes dónde coño vas a ir?
No.
Bremen suspiró y abrió los ojos. Entre las cortinas veía la cabeza y los hombros
del chico moribundo que compartía habitación con él. Tenía un aspecto terrible,
aunque Bremen comprendió por los pensamientos de los médicos y las enfermeras
durante el día que no toda la triste apariencia del muchacho se debía a sus heridas. El
chico (Robby algo) era ciego, sordo y retrasado antes de la agresión que lo había
traído allí.
Parte de la pesadilla de Bremen de esa noche había sido un eco de la furia y el
disgusto de una de las enfermeras que se encargaban de cuidar a Robby con interés.
Habían traído al chico después de encontrarlo en un retrete, al otro lado del río, al
este de St. Louis. Tres niños que jugaban en un campo abandonado oyeron gemidos
extraños en el retrete y se lo dijeron a sus padres. Cuando los enfermeros sacaron a
Robby del pozo inundado de heces, las autoridades calcularon que llevaba allí más de
dos días. Le habían dado una terrible paliza y las expectativas de que sobreviviera
eran pobres. La enfermera lloraba por Robby… y le rezaba a Jesús para que muriera
pronto.
Por lo que sabían los médicos y las enfermeras, la policía no había encontrado a
la madre ni al padrastro del chico. Los médicos no creían que las autoridades
estuvieran buscando con mucho ahínco.
Bremen apoyó la mejilla contra el cristal y pensó en el chico. Pensó en los niños
enfermos terminales que había visto en Disneylandia y la breve paz que les había
ofrecido a algunos de ellos con la ayuda de su contacto mental. Durante aquella huida
de sí mismo, completamente carente de propósito, aquellos pocos minutos habían
sido la única vez en que había ayudado a alguien, en que había hecho algo aparte de
sentir lástima de sí mismo. Recordó ahora esos momentos y miró a Robby.
El chico yacía de costado, tapado hasta la cintura, con la cara y el torso
iluminados por los monitores médicos que había sobre su cabeza. Las manos como
garras de Robby se retorcían extrañamente sobre las sábanas, las muñecas eran tan
finas que parecían de lagarto. El chico tenía la cabeza ladeada de una manera rara y la
lengua le asomaba entre los labios carnosos. Tenía la cara hinchada y cárdena, la

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nariz rota y aplastada, pero Bremen sospechaba que las cuencas oculares, que
parecían la parte más dañada de la cara de Robby, siempre habían tenido aquel
aspecto: hundidas, ennegrecidas, con párpados cargados que sólo cubrían a medias
las canicas blancas de los ojos.
Robby estaba inconsciente. Bremen no había captado nada del chico (ni siquiera
sueños de dolor) y se sorprendió al descubrir por los pensamientos de las enfermeras
que había otro paciente en la habitación. Era la mayor ausencia de neurocháchara que
Bremen había sentido jamás por parte de otro ser humano. Robby era sólo un vacío,
aunque Bremen sabía por los pensamientos de los médicos que los monitores
mostraban actividad cerebral continua. De hecho, los EEG mostraban actividad REM
muy intensa: un sueño muy ajetreado. Bremen estaba desconcertado porque no
conseguía captar los sueños del chico.
Como si fuera consciente de que lo observaban, Robby se agitó en su sueño. Su
pelo negro formaba mechones despeinados que a Bremen le habrían parecido
graciosos en otras circunstancias. La respiración del chiquillo moribundo se
convertía, al pasar entre sus labios hinchados, en un ronco gemido que no llegaba a
ser ronquido, y Bremen podía olería a dos metros y medio de distancia.
Bremen sacudió la cabeza y contempló la noche, sintiendo el dolor quebradizo de
las cosas del modo que, para él, sustituía a las lágrimas.
No esperes a que Burchill y el tipo del FBI vuelvan por la mañana para
interrogarte por el asesinato de la señorita Morgan. Sal de aquí ahora.
¿Para ir adonde?
Preocúpate por eso más tarde. Ahora sal cagando leches.
Bremen suspiró. Se marcharía más tarde, antes de que llegara el turno de la
mañana y el hospital se llenara de gente. Se subiría al Volvo del interno y continuaría
su búsqueda hacia ninguna parte, para llegar a ninguna parte, deseando no estar en
ninguna parte. Continuaría sufriendo la vida.
Bremen miró de nuevo al chico postrado. Algo en su postura y su enorme cabeza
le recordaba un Buda de bronce roto, volcado de su pedestal, que Bremen y Gail
habían visto una vez en un monasterio cerca de Osaka. El chico era ciego, sordo y
paralítico cerebral de nacimiento. ¿Y si Robby albergaba alguna profunda sabiduría
nacida de su largo aislamiento del mundo?
Robby se retorció, las uñas amarillentas rozaron levemente las sábanas, se tiró un
fuerte pedo y continuó con sus ronquidos.
Bremen suspiró, corrió las cortinas y se sentó en una silla junto a la cama del
chico.
El patrullero Everett irá al cuarto de baño dentro de unos tres minutos. Las
enfermeras de la planta están preparando medicamentos y la jefa de sección no
puede verme si voy por las escaleras traseras. Bradley está en Urgencias y la
taquilla estará probablemente vacía durante otra hora.
Hazlo.

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Bremen asintió para sí, combatiendo el dolor y la fatiga aturdidora. Se dirigiría
hacia Chicago y luego pasaría a Canadá, encontraría un sitio donde descansar allá
arriba y recuperarse… Un lugar donde ni la policía ni la gente de Don Leoni pudiera
encontrarlo jamás. Usaría la habilidad del contacto mental para adelantarse a ellos y
ganar dinero… pero no con el juego, el juego se había acabado.
Bremen volvió a mirar al chico.
No hay tiempo para esto.
Sí, lo había. No tardaría mucho. No necesitaba establecer contacto pleno. Un
toque mental en un solo sentido valdría. Era posible. Un momento de contacto,
incluso unos cuantos segundos, y podría compartir luz y sonido con el niño
moribundo. Tal vez acercarse a la ventana y mirar el tráfico, las luces de la ciudad,
encontrar una estrella.
Bremen sabía que el contacto mental recíproco era posible (no sólo con Gail,
aunque con ella lo hacía sin esfuerzo), sino con cualquiera que fuese receptivo. Y
mucha gente era receptiva a una sonda determinada de contacto mental, aunque
Bremen nunca había conocido a nadie aparte de Gail que pudiera controlar sus
habilidades telepáticas latentes. El único problema era asegurarse de que la persona
no sintiera el contacto mental como tal, que no fuera consciente de que los
pensamientos extraños eran ajenos. Una vez, después de días de incapacidad para
explicarle a un alumno lento el significado de una sencilla transformación de cálculo,
Bremen se la había dado a través del contacto mental y dejado al estudiante
felicitándose a sí mismo por su reflexión.
Con aquel chico no hacía falta la sutileza. Ni su consentimiento. Unas cuantas
impresiones sensoriales compartidas serían el regalo de despedida de Bremen.
Anónimo. Robby nunca sabría quién había compartido esas imágenes.
Robby dejó de roncar, permaneció en silencio un largo y agónico instante y luego
empezó de nuevo como un motor entrecortado. Babeaba copiosamente. La almohada
y la sábana cerca de su cara estaban húmedas.
Bremen se decidió y bajó su escudo mental. Deprisa, el patrullero Everett irá al
cuarto de baño en cualquier momento. Los restos de su escudo mental cayeron y la
fuerza plena de la neurocháchara del mundo entró en él como agua en un barco que
se hunde.
Bremen dio un respingo y alzó su escudo mental. Había pasado mucho tiempo
desde la última vez que se había permitido a sí mismo ser tan vulnerable. Aunque la
neurocháchara siempre lograba pasar, el volumen e intensidad eran casi insoportables
sin la manta lanuda del escudo. La neurocháchara del hospital cortaba directamente el
blando tejido de su mente magullada.
Apretó los dientes contra el dolor y lo intentó de nuevo. Bremen trató de aislar el
ancho espectro de la neurocháchara y concentrarse en el espacio donde tendrían que
haber estado los sueños de Robby.
Nada.

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Durante un confuso segundo Bremen pensó que había perdido el foco de su
poder. Entonces se concentró y detectó la prisa del patrullero Everett, que corría hacia
el cuarto de baño, y los preocupados fragmentos de la enfermera Tulley, que cotejaba
las medicaciones de la lista del doctor Angstrom y las hojitas rosas de la bandeja. Se
concentró en la enfermera del puesto y vio que estaba leyendo una novela, La Tienda,
de Stephen King. Le frustró que leyera tan despacio. La boca se le llenó del sabor de
su jarabe de fresa para la tos.
Bremen sacudió la cabeza y miró a Robby. La asmática respiración del niño
llenaba el aire entre ellos con una niebla agria. La lengua de Robby era visible, estaba
hinchada. Bremen estrechó su contacto mental para dar forma a la sonda roma, la
reforzó, la concentró como un rayo de luz coherente.
Nada.
No… había… ¿qué? Una ausencia de algo.
Había un agujero en el campo de neurocháchara donde deberían haber estado los
sueños de Robby. Bremen advirtió que se enfrentaba al escudo mental más fuerte y
más sutil que había conocido jamás. Incluso el huracán de ruido blanco de la señorita
Morgan no había creado una barrera de tensión tan increíble, y en ningún momento
ella había podido ocultar la presencia de sus pensamientos. Los pensamientos de
Robby simplemente no estaban allí.
Durante un segundo Bremen se sintió perdido, pero entonces advirtió la causa de
aquel fenómeno. La mente de Robby estaba dañada. Segmentos enteros estaban
probablemente inactivos. Con tan pocos sentidos de los que fiarse y una conciencia
tan limitada sobre su entorno, con tan poco acceso al universo de ondas de
probabilidad para elegir y casi ninguna habilidad para hacerlo, la conciencia del chico
(o lo que hacía las veces de conciencia del chico) se había vuelto violentamente hacia
dentro. Lo que al principio le había parecido a Bremen un poderoso escudo mental no
era más que una tensa pelota de repliegue interno que iba más allá del autismo o la
catatonía. Robby estaba verdadera y completamente solo allí dentro.
Bremen tomó aire y continuó sondeando, con más cuidado esta vez, abriéndose
paso por las fronteras negativas de aquel escudo mental como un hombre que va
tanteando una pared en la oscuridad. En algún lugar tenía que haber una abertura.
La había. No era tanto una abertura como un punto blando: una resistencia
mínima encajada entre roca sólida.
Bremen percibió levemente un aleteo de pensamientos subyacentes, igual que un
peatón siente el movimiento de los trenes del metro bajo la acera. Se concentró en
construir la fuerza de su senda hasta que notó que la bata de hospital se le empapaba
de sudor. Su visión y su audición empezaban a oscurecerse con el esfuerzo mental.
No importaba. Una vez establecido el contacto inicial, se relajaría y abriría
lentamente los canales de la visión y el sonido.
Sintió que la pared cedía un poco, todavía elástica pero hundiéndose levemente
bajo su implacable fuerza de voluntad. Bremen se concentró hasta que las venas se le

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marcaron en las sienes. Sin saberlo, estaba haciendo una mueca, los músculos de su
cuello retorcidos por la tensión. La pared se combó. La sonda de Bremen era un
sólido ariete que golpeaba una puerta cerrada pero gelatinosa.
Se combó más.
Bremen se concentró con suficiente fuerza para mover objetos, pulverizar
ladrillos, detener pájaros en vuelo.
El escudo mental accidental continuó combándose. Bremen se inclinó hacia
delante como si hubiera un viento fuerte. Ya no había neurocháchara, ni conciencia
del hospital ni de sí mismo: sólo su fuerza de voluntad.
De repente se desencadenó una oleada, una vaharada de calor y hubo una caída
hacia delante. Bremen agitó los brazos y abrió la boca para gritar.
No tenía boca.
Bremen caía, tanto dentro de su cuerpo como fuera. Caía dando volteretas hacia la
oscuridad que ocupaba el lugar donde estaba el suelo un momento antes. Tuvo una
distante y confusa visión de su propio cuerpo sacudiéndose en una especie de ataque
terrible y volvió a caer.
Caía hacia el silencio.
Caía hacia la nada.
La nada.

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Ojos con los que…
Jeremy está dentro. Se zambulle a través de capas de lentas corrientes termales.
Remolinos incoloros pasan a su lado en tres dimensiones.
Esferas de negro se colapsan hacia fuera y lo ciegan. Hay cataratas de contacto,
ríos de olor y una fina línea de equilibrio que trae en volandas un viento silencioso.
Jeremy se encuentra sostenido por un millar de manos invisibles que tocan y
exploran. Hay dedos contra sus labios, palmas en su pecho, suaves manos
deslizándose por su vientre, dedos que tocan su pene tan impersonalmente como en
un examen médico y luego continúan.
De repente se encuentra bajo el agua, no, enterrado en algo más denso que el
agua. No puede respirar. Desesperadamente empieza a agitar brazos y piernas contra
la viscosa corriente hasta que tiene la sensación de que asciende. No hay ninguna luz,
ninguna sensación de dirección excepto un levísimo tirón de gravedad hacia abajo,
pero Jeremy se agita contra el resistente gel que lo rodea y combate esa gravedad,
sabiendo que quedarse donde está significa ser enterrado vivo.
De repente la sustancia cambia y Jeremy es absorbido hacia arriba por una
aspiradora que le agarra la cabeza como un torno de carpintero. Es sujetado,
comprimido, apretado tan fuerte que está seguro de que sus costillas rotas y su cráneo
se están rompiendo de nuevo, y entonces de repente se siente impulsado a través de la
estrecha abertura y su cabeza quiebra la superficie.
Jeremy abre la boca para gritar y el aire inunda su pecho como si fuera agua
llenando a un ahogado. Su grito continúa y continúa, y cuando muere, no hay ningún
eco.
Jeremy despierta en una extensa llanura.
No es ni de día ni de noche. Una luz pálida de color melocotón lo difumina todo.
El suelo es duro y está cuarteado en segmentos anaranjados que parecen extenderse
hasta el infinito. No hay horizonte. Jeremy piensa que la tierra parece un llano
durante una sequía.
Sobre él no hay cielo, sólo pisos de cristal de color melocotón. Jeremy imagina
que es como estar en el sótano de un rascacielos de plástico transparente. Un
rascacielos vacío. Se tiende de espaldas y contempla infinitos pisos de vacío
cristalizado.
Al cabo de un rato, Jeremy se sienta y se examina. Está desnudo. Siente la piel
como si se la hubieran secado con papel de lija. Se pasa una mano por el estómago, se
toca los hombros y los brazos y la cara, pero pasa todo un minuto antes de que
advierta que no tiene heridas ni cicatrices: ni el brazo roto, ni la rozadura de la bala,
ni las costillas rotas, ni las marcas de mordiscos en la cadera y la cara interna del
muslo, ni (hasta donde puede distinguir) la contusión y las laceraciones de su cara.
Durante un enloquecido segundo Jeremy piensa que está en un cuerpo distinto al
suyo, pero se observa y ve la cicatriz en la rodilla, vestigio del accidente de moto que

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sufrió a los diecisiete años, el lunar en la cara interna del antebrazo.
Una oleada de mareo lo cubre cuando se yergue.
Poco después Jeremy empieza a caminar. Sus pies descalzos notan calientes las
lisas placas. No tiene dirección ni destino. Una vez, en el rancho de la señorita
Morgan, echó a andar por una amplia extensión de llanos salinos al anochecer. Esto
es parecido… pero no mucho.
Pisa una grieta, rómpete la jeta.
Jeremy camina durante un rato, aunque el tiempo tiene poco significado aquí, en
esta llanura naranja sin sol. Los pisos color melocotón que hay sobre él no cambian ni
titilan. Al cabo de un rato se detiene, y cuando lo hace es en un lugar que no es
distinto al punto en el que empezó. Le duele la cabeza. Se vuelve a tumbar de
espaldas, sintiendo el suelo liso bajo él, más parecido a plástico recalentado por el sol
que a tierra o piedra, y mientras está allí tendido imagina que es una criatura abisal
que mira a través de capas de corrientes cambiantes.
El fondo de la piscina. Tan dolorosamente reacio a regresar a la luz.
La luz de color melocotón envuelve a Jeremy en su calor. Su cuerpo está radiante.
Cierra de nuevo los ojos contra la luz. Y duerme.
Se despierta de repente, totalmente, las aletas de la nariz distendidas, los oídos
doloridos por el esfuerzo de intentar detectar un sonido escuchado a medias. La
oscuridad es absoluta.
Algo se mueve en la noche.
Jeremy se agazapa en la negrura y trata de apagar el sonido de su propia
respiración entrecortada. Su sistema glandular ha revertido a una programación que
tiene más de un millón de años de antigüedad. Está preparado para huir o luchar, pero
la completa e inexplicable oscuridad hace imposible la huida. Se dispone a luchar.
Cierra los puños, el corazón se le acelera y sus ojos se esfuerzan por ver.
Algo se mueve en la noche.
Lo siente cerca. Siente su poder y su peso a través del suelo. La cosa es enorme,
sus pisadas hacen temblar el suelo y el cuerpo de Jeremy, y se acerca. Jeremy está
seguro de que la cosa no tiene problemas para encontrar el camino en la oscuridad. Y
puede verlo.
Entonces la cosa está cerca de él, encima, y Jeremy siente la fuerza de su mirada.
Se arrodilla en el suelo súbitamente frío y se enrosca en una pelota.
Algo lo toca.
Jeremy combate el impulso de gritar. Una mano gigantesca lo agarra (algo áspero
y enorme y que no es una mano en absoluto) y de repente es alzado hacia la negrura.
De nuevo Jeremy siente el poder de la cosa, esta vez a través de la presión en sus
brazos inmóviles y sus costillas crujientes, y está seguro de que podría aplastarlo
fácilmente si lo deseara. Evidentemente, no lo desea. Al menos no todavía.
Siente que lo ven, lo inspeccionan, lo sopesan con un baremo invisible. Jeremy
experimenta la sensación, inevitable pero de algún modo tranquilizadora, de absoluta

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pasividad que uno experimenta cuando se tiende desnudo en la mesa de rayos X,
sabiendo que rayos invisibles atraviesan su cuerpo buscando elementos malignos,
sondeando en busca de podredumbre y semillas de muerte.
Algo lo suelta.
Jeremy no oye más sonido que su propia respiración entrecortada, pero siente que
los enormes pasos se alejan. Imposiblemente, se alejan en todas direcciones, como
ondas en un estanque. Un peso se alza en él y descubre para su propio horror que está
sollozando.
Más tarde, se desenrosca y se pone en pie. Llama en la oscuridad, pero el sonido
de su voz es diminuto y se pierde y después ni siquiera está seguro de que él mismo
lo haya oído.
Agotado, todavía sollozando, Jeremy golpea el suelo y continúa llorando. La
negrura es la misma tenga los ojos cerrados o no, y más tarde, cuando duerme, sólo
sueña con la oscuridad.

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Ojos con los que no me…
Sale el sol.
Jeremy abre los ojos, contempla el lejano brillo y los cierra de nuevo antes de
comprender del todo lo que sucede.
Sale el sol.
Jeremy despierta y se sienta, parpadeando a la luz del amanecer. Está tendido en
la hierba. Una pradera de suave hierba se extiende hasta el horizonte en todas
direcciones. El cielo es de un violeta profundo que se convierte en azul a medida que
escala el horizonte. Jeremy se sienta y su sombra salta sobre la hierba, agitándose
suavemente con la brisa de la mañana. El aire está lleno de olores: hierba, tierra
húmeda, suelo calentado por el sol y el atisbo de su propio olor corporal acariciado
por la brisa.
Jeremy se apoya en una rodilla, arranca una brizna de la alta hierba que le llega
hasta las rodillas y chupa la dulce savia. Le recuerda las tardes de su infancia que
pasaba jugando en el campo. Empieza a caminar hacia el amanecer.
La brisa es cálida contra su piel desnuda. Agita la hierba y levanta un suave
suspiro que ayuda a calmar el dolor de cabeza que late detrás de sus ojos. El simple
acto de caminar le complace. Se contenta con la sensación de la hierba doblándose
bajo sus pies descalzos y el juego de la luz del sol sobre su cuerpo.
Para cuando el sol está más allá de su cénit y sugiere que empieza a caer la tarde,
se da cuenta de que camina hacia una mancha en el horizonte. Cuando muere la tarde
la mancha se ha convertido en una línea de árboles. Alcanza la linde del bosque justo
antes del anochecer.
Los árboles son los recios olmos y robles de la infancia de Jeremy en Pensilvania.
Se detiene al entrar en el bosque y contempla la suave llanura ondulada que acaba de
dejar atrás; el sol del atardecer pinta la hierba de oro y enciende coronas alrededor de
las incontables borlas que rematan los tallos. La sombra de Jeremy salta ante él
cuando se vuelve y se interna en la espesura.
Por primera vez la fatiga y la sed empiezan a afectarle. Nota la lengua espesa e
hinchada por la sequedad. Avanza a trompicones a través de las sombras, soñando
con vasos de agua y buscando en los parches visibles de cielo algún signo de nubes.
Es mientras alza la mirada para atisbar el cielo oscuro cuando casi tropieza con el
estanque.
El círculo de agua se encuentra dentro de un círculo de hierba y cañaverales. Un
puñado de cerezos en la orilla extienden sus raíces hasta el agua. Jeremy da los
últimos pasos hacia el estanque con la agónica convicción de que está viendo un
espejismo, de que el agua desaparecerá cuando se arroje a ella.
Le llega hasta la cintura y es fría como el hielo.

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Ella llega después del alba, a la mañana siguiente.
Jeremy ha desayunado cerezas y agua fría y está a punto de salir al claro que hay
al este del estanque cuando divisa el movimiento. Incrédulo, se queda completamente
inmóvil, sólo otra sombra a la sombra de la línea de árboles.
Ella se mueve vacilante, apoyando los pies entre la hierba crecida y las piedras
bajas con el paso de los indecisos o los descalzos. La hierba cortante del claro le roza
los muslos desnudos. Jeremy la observa con una claridad amplificada por el rico
barrido horizontal de la luz de la mañana. Sus pechos, el izquierdo siempre levemente
más lleno que el derecho, se agitan suavemente con cada paso. El pelo oscuro corto
se agita cuando la brisa lo toca.
Se detiene en el centro del claro y luego avanza de nuevo. La mirada de Jeremy se
dirige a sus fuertes muslos mientras camina, y ve cómo se abren y se cierran con la
dolorosa intimidad de quien no es observado. Ella ya está mucho más cerca, y Jeremy
distingue las delicadas sombras en torno a su fina caja torácica, los pálidos círculos
rosados de las areolas y la vieja cicatriz de apendicitis casi borrada en su bajo vientre.
Jeremy sale a la luz. Ella se detiene cubriéndose el cuerpo con los brazos en un
movimiento de instintiva modestia, y luego se le acerca rápidamente. Abre los brazos
y él se interna en su círculo, apoya la cara en su cuello y casi se deja llevar por el
limpio olor de su piel y su pelo. Sus manos se mueven sobre el músculo y el familiar
terreno de las vértebras. Cada uno de ellos acaricia y besa al otro casi frenéticamente.
Ambos sollozan.
Jeremy siente que la fuerza abandona sus piernas y cae sobre una rodilla. Ella se
agacha ligeramente y acuna su rostro entre sus pechos. Ni por un segundo relajan la
presión del abrazo mutuo.
—¿Por qué me dejaste? —Susurra él contra su piel, incapaz de detener las
lágrimas—. ¿Por qué te fuiste?
Gail no dice nada. Su mejilla se aprieta contra su pelo mientras sus manos se
tensan contra su espalda. Sin decir palabra, se arrodilla con él en la alta hierba.

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Ojos con los que no me atrevo a…
Salen juntos del bosque justo cuando las brumas de la mañana se dispersan. A la
rica luz, las colinas, al fondo del bosque, dan la impresión de ser parte de un torso
humano bronceado y aterciopelado. Gail extiende una mano como para acariciarlas.
Hablan en voz baja, enlazando los dedos ocasionalmente. Han descubierto que el
contacto mental pleno les provoca los cegadores dolores de cabeza que los han
acuciado desde que despertaron, así que hablan… y se acarician, y hacen el amor
sobre la suave hierba con sólo el ojo dorado del sol como testigo. Después, se abrazan
y se susurran tonterías, sabiendo que el contacto mental es posible por medios
distintos a la telepatía.
Más tarde, echan a andar, y a media tarde contemplan más allá de un promontorio
un pequeño huerto y el brillo vertical de una casita blanca.
—¡La granja! —Exclama Gail, con asombro—. ¿Cómo puede ser?
Jeremy está sorprendido. Conserva el equilibrio mientras dejan atrás el granero y
los otros edificios y se acercan a la casa. Está en silencio, pero intacta, sin ningún
signo de incendio. El camino de acceso sigue necesitando grava nueva, pero ya no va
a ninguna parte porque no hay ninguna carretera al fondo. La larga fila de alambre de
espino paralela a la carretera es sólo la frontera de más hierba y otra suave colina. No
hay ningún rastro de las lejanas casas de los vecinos ni de los molestos tendidos
eléctricos que colocaron detrás del huerto.
Gail llega al porche trasero y se asoma furtivamente a la ventana, como un ladrón
que ha encontrado una casa que podría o no estar habitada. Abre la puerta de rejilla y
da un respingo cuando chirría.
—Lo siento —dice Jeremy—. Sé que prometí engrasarla.
Dentro hace fresco y está oscuro. Las habitaciones están tal como las dejaron, no
como las dejó Jeremy después de semanas de soledad mientras Gail estaba en el
hospital, sino como estaban antes de su primera visita al especialista aquel otoño de
hace un año, hace una eternidad. Arriba, la luz del sol ilumina la claraboya que Gail y
él lucharon por colocar aquel lejano agosto. Jeremy asoma la cabeza al estudio y ve
las abstracciones del caos aún apiladas en la mesa de roble y una transformación
largamente olvidada todavía garabateada en la pizarra.
Gail va de una habitación a otra, a veces emitiendo ruiditos de aprobación, con
más frecuencia tocando levemente las cosas. El dormitorio está tan ordenado como
siempre, la manta azul bien colocada y la colcha de la abuela doblada al pie de la
cama.
Después de volver a hacer el amor, se quedan dormidos entre las frías sábanas. De
vez en cuando una vaharada de brisa hincha las cortinas. Gail se vuelve y murmura
en sueños, y extiende frecuentemente la mano para tocarlo. Bremen despierta justo
después de oscurecer, aunque el cielo ante la ventana del dormitorio conserva la luz
crepuscular de finales de verano.

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Algo ha sonado en el piso de abajo.
Jeremy se queda inmóvil un momento, tratando de no perturbar la tranquilidad ni
siquiera con su respiración. Por el momento no se mueve nada. Oye un sonido.
Jeremy se levanta sin despertar a Gail. Ella está acurrucada en su lado de la cama
con una mano en la mejilla; sonríe levemente. Jeremy camina descalzo hasta el
estudio, se acerca al escritorio y con cuidado abre el cajón inferior de la derecha. Está
allí, envuelto en trapos viejos, bajo los clasificadores vacíos que le puso encima el día
que se la regaló su cuñado. El Smith & Wesson del calibre 38 es el mismo que
Jeremy arrojó al agua aquella mañana en que se topó con Vanni Fucci en Florida (la
mella en la caja y el alisado de la parte inferior del cañón son los mismos), pero está
aquí. Lo saca, abre el tambor y ve los círculos de latón de los seis cartuchos
colocados firmemente en su sitio. La áspera culata encaja en su palma, el metal del
gatillo está ligeramente frío.
Jeremy intenta no hacer ningún ruido mientras pasa del estudio a las escaleras y
de las escaleras al comedor y la puerta de la cocina. Hay muy poca luz, pero sus ojos
se han adaptado. Desde donde se encuentra distingue el pálido fantasma blanco del
frigorífico y da un salto cuando el sistema se reinicia. Jeremy baja el revólver y
espera.
La puerta de rejilla está levemente entornada. Se abre y vuelve a cerrarse. Una
sombra cruza el suelo.
El movimiento sobresalta a Jeremy, que da un paso adelante y alza el 38 antes de
volver a bajarlo. Gernisavien, la protestona gata, cruza la cocina para frotarse
impaciente contra sus piernas. Luego retuerce la cola, regresa junto al frigorífico,
mira significativamente a Jeremy y vuelve para frotarse contra él aún más impaciente.
Jeremy se arrodilla para acariciarle el cuello. Se siente como un idiota con la
pistola en la mano. Tras un largo suspiro, deja el arma en la encimera y usa ambas
manos para acariciar a la gata.

La luna sale a la noche siguiente cuando están cenando, tarde. Las luces de la casa
no se encienden, pero el sistema eléctrico funciona. Los filetes provienen del
congelador del sótano, las cervezas heladas del frigorífico y el carbón de una de las
muchas bolsas que guardan en el garaje. Se sientan cerca de la vieja bomba mientras
los filetes chisporrotean en la parrilla. Gernisavien se agazapa expectante al pie de
uno de los grandes sillones tapizados, a pesar de que le han dado de comer bien sólo
momentos antes.
Jeremy lleva sus pantalones de algodón favoritos y su camiseta de trabajo celeste;
Gail se ha puesto el vestido blanco, también de algodón, que suele llevar cuando van
de viaje. Los sonidos esta noche son los mismos que han oído en este patio trasero
tantísimas veces: grillos, aves nocturnas en el huerto, ranas en la oscuridad cerca del
arroyo y el ocasional aleteo de gorriones en el granero. Colocan una de sus dos

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lámparas de queroseno sobre la mesa de picnic mientras preparan la comida y Gail
enciende velas. Más tarde, mientras comen, bajan la luz de la lámpara para ver mejor
las estrellas.
Jeremy ha servido los filetes en platos de papel gruesos y sus cuchillos trazan
pautas entrecruzadas sobre el blanco. Su cena consiste en los filetes, vino del sótano
todavía bien surtido y ensalada con un montón de rábanos y cebollas frescas.
Incluso con la luna en cuarto creciente las estrellas son increíblemente claras.
Jeremy recuerda la noche en que se acostaron juntos en la hamaca y esperaron para
ver la lucecita de la lanzadera espacial cruzando el cielo como un ascua impulsada
por el viento. Se da cuenta de que las estrellas son aún más claras esta noche porque
no hay luces reflejadas de Filadelfia ni de la autopista para empañar la gloria del
cielo.
Gail se inclina hacia delante incluso antes de terminar de comer. ¿Dónde estamos,
Jerry? Su contacto mental es lo más suave posible, para no provocar dolores de
cabeza.
Jeremy toma un sorbo de vino.
—¿Qué tiene de malo estar en casa, nena?
No tiene nada de malo estar en casa. Pero ¿dónde estamos?
Jeremy se concentra en el rábano que tiene en las manos. Sabe salado y fresco.
Gail contempla la oscura línea de árboles en el borde del huerto, donde parpadean
las luciérnagas. ¿Qué es este lugar?
Gail, ¿qué es lo último que recuerdas?
—Recuerdo que me morí —dice ella en voz baja.
Las palabras golpean a Jeremy como un puñetazo en el plexo solar. Durante un
momento no puede dar forma a sus pensamientos.
Gail continúa, aunque su voz suave es ronca.
—Nunca creímos en la otra vida, Jeremy.
El tío Buddy… «Después de morir, ayudamos a que crezcan la hierba y las flores,
Beanie. Todo lo demás es un montón de basura».
—No, no, nena —dice Jeremy, y aparta el plato y la copa. Se inclina hacia delante
y le acaricia el brazo—. Hay otra explicación…
Antes de que pueda empezar a darla, las compuertas ceden y se inundan con las
imágenes que le ha ocultado: quemar la casa… la cabaña de pesca en Florida…
Vanni Fucci… los días muertos en las calles de Denver… la señorita Morgan y la
despensa…
—Oh, Jerry, Dios mío… Dios mío… —Gail ha retrocedido en su asiento y se
cubre el rostro con las manos.
Jeremy rodea la mesa, la agarra con firmeza por los brazos y acerca su mejilla a la
suya. La señorita Morgan… sus dientes de acero… la despensa… la anestesia del
póquer… el vuelo al este con los matones de Don Leoni… el hospital… el chico
moribundo… el contacto de un instante… la caída.

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—¡Oh, Jerry! —Gail solloza contra su hombro. Ha sufrido estos meses de
infierno en un violento instante de dolor. Sufre la propia pena de Jeremy y la locura
reflejada de esa pena. Lloran juntos un momento. Luego Jeremy la besa en los ojos
para secarle las lágrimas, le seca la cara con un faldón de la camisa de trabajo y se
aparta para servir más vino para ambos.
¿Dónde estamos, Jerry?
Él le tiende una copa y se detiene un instante para tomar un sorbo de la suya. Los
insectos canturrean detrás del granero. La casa palidece a la luz de la luna, las
ventanas de la cocina cálidas con la luz de la otra lámpara de queroseno que hay
dentro.
—¿Qué recuerdas de cuando despertaste aquí, nena? —Susurra.
Ya han compartido algunas de las imágenes, pero intentar expresarlo con palabras
agudiza sus recuerdos.
—Oscuridad —susurra Gail—. Luego la luz suave. El sitio vacío. Mecerme. Ser
mecida. Ser abrazada. Y luego caminar. El amanecer. Encontrarte.
Jeremy asiente. Pasa el dedo por el borde de la copa. Creo que estamos con
Robby. El chico. Creo que estamos dentro de su mente.
Gail echa atrás la cabeza como si la hubieran abofeteado. ¿El niño ciego…?????
Mira alrededor y agarra con una mano temblorosa el borde de la mesa. Las copas
vibran. Cuando se suelta, es sólo para alzar la mano y tocarse la mejilla.
—¿Entonces aquí nada es real? ¿Estamos en un sueño?
¿Estoy realmente muerta y tú sólo estás soñando que estoy aquí?
—No —dice Jeremy, tan fuerte que Gernisavien corre a esconderse bajo una silla.
El ve su cola retorciéndose a la suave luz de las velas y las estrellas—. No —repite en
voz más baja—, no es eso. Estoy seguro de que no es eso. ¿Te acuerdas de la
investigación de Jacob?
Gail está demasiado conmocionada para hablar. Sí. Incluso su contacto mental es
leve, casi perdido en los graves sonidos nocturnos.
Bien, continúa Jeremy, manteniendo su atención con fuerza de voluntad, entonces
recordarás que Jacob estaba seguro de que mi análisis era correcto… que la
personalidad humana era un frente de ondas firme complejo… una especie de
metaholograma que contiene unos cuantos millones de hologramas más pequeños…
Jerry, no veo cómo esto puede servir…
—¡Maldición, nena, sí que sirve! —Se acerca otra vez y le frota los brazos,
sintiendo la carne de gallina—. Escucha, por favor…
De acuerdo.
—Si Jacob y yo teníamos razón… y la personalidad es este frente de ondas
complejo que interpreta una realidad que consiste en frentes de ondas de probabilidad
que se colapsan, entonces la personalidad desde luego no podría sobrevivir a la
muerte cerebral. La mente puede funcionar a la vez como generador e interferómetro,
pero ambas funciones se extinguirían con la muerte cerebral…

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Entonces, ¿cómo… cómo puedo yo…?
Se sienta de nuevo junto a ella, rodeándola firmemente con un brazo. Gernisavien
sale de debajo de la silla y salta al regazo de Gail, ansiosa por compartir su calor. Los
dos acarician con una mano a la gata mientras Jeremy continúa hablando en voz baja.
—Muy bien, pensemos un momento en esto. Tú no eras sólo un recuerdo o una
impresión para mí, nena. Durante más de nueve años fuimos esencialmente una
persona con dos cuerpos. Por eso cuando tú… por eso me volví loco después, traté de
desconectar mi habilidad por completo. Sólo que no pude hacerlo. Era como si
estuviera sintonizado con longitudes de onda cada vez más y más oscuras de
pensamiento humano, que caían en espiral a través de…
Gail alza la mirada mientras sigue acariciando a Gernisavien. Mira temerosa la
oscuridad que hay junto al arroyo. La oscuridad que hay bajo la cama.
—Pero ¿cómo puede ser tan real si es sólo un sueño?
Jeremy le acaricia la mejilla.
—Gail, no es sólo un sueño. Escucha. Tú estabas en mi mente, no sólo como un
recuerdo. Estabas allí. La noche que tú… la noche que fui al faro de Barnegat… la
noche que tu cuerpo murió… te uniste a mí, saltaste a mi mente como si yo fuera un
salvavidas.
No, ¿cómo podría…?
—Piensa, Gail. Nuestra habilidad funcionaba bien. Era el contacto mental
definitivo. Ese complejo holograma que eres tú no tenía que perecer… Simplemente
saltaste al otro único interferómetro del universo que podía contenerlo: mi mente.
Sólo que mi sentido del ego o del id o del superyó o de lo que demonios sea que nos
mantiene cuerdos y separados del aluvión de nuestros sentidos, por no mencionar que
nos separa del parloteo de todas esas mentes, esa parte de mí siguió diciéndome que
sólo sentía un recuerdo de ti.
Permanecieron sentados en silencio un momento, cada uno recordando. Gran Río
de Dos Corazones, ofreció Gail. Jeremy comprendió que ella recordaba
efectivamente fragmentos del tiempo que él había pasado en el campamento de pesca
de Florida.
—Eras fruto de mi imaginación —dijo él en voz alta—, pero sólo en el sentido en
que nuestras propias personalidades son fruto de nuestra imaginación.
Ondas de probabilidad colapsando en una playa de puro espacio-tiempo. Curvas
de Schrödinger cuyos trazos hablan en una lengua más pura que el habla. Atractores
Vagos de Kolmogorov que serpentean en torno a islas de resonancia de cordura
cuasiperiódica entre espumosas capas de caos.
—Piensa en un lenguaje humano —susurra Gail. Le da un pellizco en el costado.
Jeremy esquiva el pellizco, sonríe y retiene a la gata cuando se dispone a escapar.
—Quiero decir que los dos estábamos muertos hasta que un niño ciego, sordo y
retrasado nos sacó de un mundo y nos ofreció otro en su lugar.
Gail frunce levemente el ceño. Las velas se han apagado, pero su vestido blanco y

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su piel pálida continúan brillando a la luz de la luna y las estrellas.
—¿Quieres decir que estamos dentro de la mente de Robby y es tan real como el
mundo real? —Vuelve a fruncir el ceño por cómo suena eso.
Él niega con la cabeza.
—No del todo. Cuando entré en Robby, conecté con un sistema cerrado. El
pobrecillo casi no tenía ningún dato que usar para construir un modelo del mundo
real… El tacto, supongo, el olor y un infierno de dolor, por lo que las enfermeras
sabían sobre su pasado… Así que probablemente no dependía mucho de lo poco que
podía sentir del mundo exterior para definir su universo interior.
Gernisavien saltó y trotó hacia la oscuridad como si tuviera algo urgente que
hacer allí. Conociendo a los gatos, Gail y Jeremy supusieron de qué se trataba.
Además, Jeremy no podía seguir quieto; se levantó y empezó a caminar de un lado a
otro en la oscuridad, sin alejarse nunca tanto de Gail como para no poder extender la
mano y tocarla.
Mi error, continuó, fue subestimar… no, fue no pensar en absoluto en el poder
que Robby podía tener en ese mundo. Este mundo. Cuando entré en él… planeando
sólo compartir unas pocas imágenes de visión y sonido… me atrajo, nena. Ya ti
conmigo.
El viento se levanta un poco y mueve las hojas del huerto. Su suave rumor trae
consigo el regusto de un triste fin de verano.
—Muy bien —dice Gail al cabo de un momento—. Los dos existimos como un
par de tus retorcidos hologramas de personalidad en la mente de este chico. —Golpea
la mesa con fuerza—. Y parece real. Pero ¿por qué está aquí nuestra casa? ¿Y el
garaje? Y… —Hace un gesto hacia la noche que los rodea y las estrellas del cielo.
Creo que a Robby le gustó lo que vio en nuestras mentes, nena. Creo que prefirió
nuestro contaminado paisaje de Pensilvania al paisaje que había construido para sí
mismo durante sus años de soledad.
Gail asiente lentamente.
—Pero en realidad no es nuestro paisaje, ¿no? Quiero decir, no podemos ir en
coche hasta Filadelfia por la mañana, ¿verdad? Chuck Gilpen no va a aparecer con
una de sus nuevas novias, ¿verdad?
No lo sé, nena. No lo creo. Deduzco que ha habido algunos recortes juiciosos.
Somos «reales» porque nuestra estructura holográfica está intacta, pero todo lo
demás es un artificio que Robby permite.
Gail vuelve a frotarse los brazos. Un artificio que Robby permite. Hablas como si
fuera Dios, Jerry.
Él se aclara la garganta y mira hacia el cielo. Las estrellas siguen allí.
—Bueno —susurra—, en cierto modo es Dios ahora mismo. Al menos para
nosotros.
Los pensamientos de Gail se escurren como los ratoncillos de campo que
Gernisavien probablemente está cazando.

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—Muy bien, es Dios y yo estoy viva, y los dos estamos aquí… pero ¿qué
hacemos ahora, Jerry?
Nos vamos a la cama, susurró Jeremy, y la tomó de la mano y la condujo al
interior de su casa.

OJOS CON LOS QUE NO ME ATREVO A ENCONTRARME…

Jeremy sueña que se mece adelante y atrás en una oscuridad más profunda de lo
que puede mostrar su sueño; sueña que duerme con sábanas enmohecidas contra la
mejilla, con áspera lana contra la piel lacerada, y que manos invisibles lo golpean.
Sueña que yace desmadejado y apaleado en un pozo lleno de mierda humana
mientras la lluvia cae sobre su cara vuelta hacia arriba. Sueña que se ahoga.
En el sueño de Jeremy ve con creciente curiosidad cómo dos personas hacen el
amor en una colina dorada. Flota a través de una habitación blanca donde la gente no
tiene forma, sólo son voces, y donde los cuerpos-voz titilan con el latido del corazón
de una máquina invisible.
Está nadando y siente el tirón de inexorables fuerzas planetarias en el impulso de
la marea. Jeremy apenas es capaz de resistir la terrible corriente ejerciendo toda su
fuerza, pero nota que se cansa, nota la marea atrayéndolo hacia aguas profundas.
Cuando las olas se cierran sobre él deja escapar un grito final de desesperación y
pérdida.
Grita su propio nombre.

Jeremy despierta con el grito todavía resonando en su mente. Los detalles del
sueño se quiebran y huyen antes de que pueda agarrarlos. Se sienta rápidamente en la
cama. Gail no está.
Casi ha llegado a la puerta del dormitorio cuando oye su voz llamándolo desde el
patio. Regresa a la ventana.
Va vestida con un traje azul y agita los brazos. Para cuando él baja las escaleras
ha metido media docena de cosas en su vieja cesta de mimbre y está hirviendo agua
para hacer té.
—Venga, dormilón —dice, sonriéndole—. Tengo una sorpresa para ti.
—No estoy seguro de que necesitemos más sorpresas —murmura él. Gernisavien
ha vuelto y se mueve entre sus piernas, frotándose de vez en cuando contra la pata de
una silla, como si le ofreciera su afecto al mueble.
—Esta sí —dice ella. Sube las escaleras canturreando y rebusca en el armario.
—Déjame que me duche y tome un poco de café —dice él, y se para. ¿De dónde
viene el agua? Las luces eléctricas no funcionaban ayer, pero los grifos sí.
Antes de que pueda seguir reflexionando sobre la pregunta, Gail vuelve a la
cocina y le tiende la cesta de picnic.

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—Nada de duchas. Nada de café. Vamos.
Gernisavien los sigue reacia mientras Gail los guía más allá de la colina, hasta
donde antes estaba la carretera. Cruzan prados hacia el este y luego suben una última
colina más empinada que ninguna que recuerden en esa zona de Pensilvania. En la
cima, Jeremy deja caer la cesta, la mano súbitamente flácida.
—Santo cielo —susurra.
En el valle donde antes estaba el peaje hay un océano.
—Santo cielo —dice de nuevo en voz baja, casi con reverencia.
Es la curva de la playa, tan familiar para ellos por sus viajes al faro de Barnegat
en la costa de Nueva Jersey, pero sin ningún faro, ninguna isla, y la costa que se
extiende al norte y al sur se parece más a unos remotos acantilados del Pacífico que a
nada que Jeremy haya visto jamás en el Atlántico. La colina que acaban de coronar es
en realidad la pendiente trasera de una montaña cuya cara este cae varias docenas de
metros en picado hasta la playa y los rompientes de abajo. La cima rocosa en la que
se hallan le resulta a Jeremy extrañamente familiar, y poco a poco la reconoce.
La montaña Gran Pendiente, confirma Gail. Nuestra luna de miel.
Jeremy asiente. Todavía tiene la boca abierta. No le parece necesario recordarle
que la montaña se encontraba en las Adirondacks de Nueva York, a cientos de
kilómetros del mar.
Deciden almorzar en la playa al norte de donde la cara pelada de la montaña
recibe el sol de la mañana. Tienen que llevar en brazos a Gernisavien el último tramo
de cuesta y, una vez en el suelo, echa a correr para cazar insectos en la hierba. El aire
huele a sal y vegetación podrida y brisa de verano. En el mar, las gaviotas revolotean
mientras sus gritos crean contrapuntos menores al sonido de la marea.
—Santo cielo —dice Jeremy por última vez. Suelta la cesta y coloca la manta
sobre el suelo.
Gail se ríe y se quita el vestido. Debajo lleva un oscuro bañador de una sola pieza.
Jeremy se desploma sobre la manta.
—¿Por eso has ido al piso de arriba? —Consigue decir entre risas—. ¿Para
ponerte un bañador? ¿Es que temes que los socorristas te detengan si te ven nadar en
pelotas?
Ella le arroja arena de una patada y echa a correr hacia el agua. Se zambulle de
manera limpia y perfectamente cronometrada y corta las olas como una flecha.
Jeremy la mira nadar veinte metros, detenerse un momento mientras las olas la mecen
y luego nadar hasta donde hace pie. Por la manera en que encoge los hombros y sus
pezones abultan bajo la fina licra sabe que se está helando.
—¡Ven! —Llama, y consigue sonreír sin que le castañeteen los dientes—. ¡El
agua está buena!
Jeremy vuelve a reírse, se quita los zapatos, se despoja de la ropa en tres rápidos
movimientos y corre por la playa húmeda. Ella le está esperando con los brazos
abiertos, aunque con la carne de gallina, cuando él sale chorreando agua tras su

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zambullida.

Desayunan cruasanes y té helado del termo, y después se tienden entre las dunas
para librarse del viento. Gernisavien regresa para mirarlos, no encuentra nada
interesante y vuelve a perderse entre la alta hierba. Desde donde están tendidos ven el
sol ascender cada vez más y proyectar nuevas sombras sobre la irregular cara de la
montaña que hay al sur.
Gail se ha quitado el bañador para tomar el sol y se queda dormida. Jeremy está
amodorrado con la cabeza apoyada en su muslo y, de pronto, es súbita y
absolutamente consciente del limpio olor de su piel y de la fina película de humedad
que brilla entre los suaves huecos, a pocos centímetros de su cara, donde la curva del
muslo se une a su entrepierna. Se da la vuelta, apoya los codos en la manta y mira
más allá de las montañas comprimidas de sus pálidos pechos la curva de su barbilla,
la sugerencia de vello oscuro bajo los brazos y la corona de luz que el sol crea
alrededor de su pelo.
Gail empieza a sacudirse, a cuestionar su movimiento, pero él la contiene con la
palma de la mano contra el estómago. Sus párpados aletean y luego permanecen
cerrados. Jeremy cambia de postura, se alza y se coloca entre sus piernas, le separa
los muslos con las manos y baja la cabeza hacia el calor de Gail humedecido por el
sol. Pensando en una frase que ella compartió con él, de una novela de John Updike,
imagina a un gatito aprendiendo a lamer leche.
Momentos más tarde ella lo hace subir por su cuerpo, sus manos y su respiración
rápidas contra él. Hacen el amor con más violencia que nunca y lo que comparten va
más allá de la pasión y el contacto mental. Más tarde, cuando Jeremy se tiende junto
a ella con la cabeza en su hombro, la respiración de ambos calmándose finalmente,
los latidos de sus corazones apaciguándose de modo que pueden volver a oír la
marea, busca una toalla y le seca a Gail el sudor y los restos de arena.
—Gail —susurra por fin, justo cuando los dos están a punto de dormirse a la
sombra de las dunas de hierba—. Tengo que decirte algo.
Pero incluso mientras habla siente el resto de su escudo mental tensarse y
enroscarse en un reflejo protector. El secreto del varicocele ha permanecido oculto
demasiado tiempo para rendirse fácilmente. Lucha por buscar las palabras, o los
pensamientos, pero ninguna de las dos cosas acude.
—Gail, yo… oh, Jesús, nena… no sé cómo…
Ella se vuelve y le acaricia la mejilla. ¿El varicocele? ¿El hecho de que no me lo
dijeras? Lo sé, Jerry.
La conmoción es para él como un golpe físico.
—¿Lo sabes?
¿Cuándo? ¿Cuánto hace que…?
Ella cierra los ojos y él ve la humedad en sus pestañas. Aquella última noche de

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mi enfermedad. Mientras dormías. Sabía que había… algo… lo sabía desde hacía
mucho tiempo. Pero el secreto te había hecho daño durante tanto tiempo que tenía
que saberlo antes de…
Jeremy se pone a temblar, como si estuviera enfermo. Al cabo de un momento no
intenta ocultar los temblores, pero se agarra a la manta hasta que se domina. Gail le
toca la cabeza. No importa.
—¡No! —El grita la sílaba—. No… no entiendes… yo lo sabía…
Gail asiente, la mejilla casi tocando la suya. Su susurro se mezcla con el viento en
las dunas.
—Sí. Pero ¿sabes por qué no me lo dijiste nunca? ¿Por qué tuviste que crear un
escudo mental como un tumor en tu propia mente para ocultarlo?
Jeremy se estremece. Por vergüenza.
No, por vergüenza no, lo corrige Gail. Por miedo.
El abre los ojos para mirarla. Sus caras están separadas apenas unos centímetros.
¿Por miedo? No, yo…
Por miedo, envía Gail. No hay condena en su voz, sólo perdón. Estabas aterrado.
¿De qué? Pero incluso cuando forma este pensamiento se agarra de nuevo a la
manta mientras la sensación de resbalar, de caer, lo inunda.
Gail cierra de nuevo los ojos y le muestra lo que le había quedado oculto dentro
del tenso tumor de su secreto.
Miedo a la deformidad. El bebé podría no ser normal. Miedo de tener un hijo
retrasado. Miedo de tener un hijo que nunca compartiera su contacto mental y
siempre fuera un extraño entre ambos. Miedo de tener un hijo con la misma
habilidad que enloqueciera por el choque de sus pensamientos adultos contra su
conciencia de recién nacido.
Miedo de tener un hijo normal que destruyera el perfecto equilibrio de su
relación con Gail.
Miedo de compartirla con un bebé.
Miedo de perderla.
Miedo de perderse.
Los temblores comienzan de nuevo y esta vez agarrarse a la manta y la arena no
lo salva. Se siente a punto de ser barrido por oleadas de vergüenza y terror. Gail lo
rodea con un brazo y lo abraza hasta que se le pasa.
Gail, querida, lo siento tanto. Lo siento.
Su contacto mental se extiende más allá de su mente hacia algún lugar más
profundo. Lo sé. Lo sé.
Se quedan dormidos en la oscuridad de las dunas, con Gernisavien cazando
saltamontes y el viento soplando entre la hierba. Jeremy sueña entonces, y sus sueños
se mezclan libremente con los de Gail, y en ninguno, por primera vez, hay el menor
atisbo de dolor.

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OJOS CON LOS QUE NO ME ATREVO A ENCONTRARME EN…

Jeremy entra en el huerto en medio del frío del atardecer y trata de hablar con
Dios.
—¿Robby? —Susurra, pero la palabra parece resonar con fuerza en el silencio del
crepúsculo. ¿Robby? ¿Estás ahí?
Las últimas luces han abandonado la colina y en el cielo no hay nubes. El color
abandona el mundo hasta que todo lo sólido adquiere una sombra de gris. Jeremy se
detiene y mira hacia la granja, donde se ve a Gail preparando la cena en la cocina
iluminada por las lámparas. Puede sentir su suave contacto mental: está escuchando.
¿Robby? ¿Puedes oírme? Hablemos.
Hay un súbito aleteo de gorriones en el granero y Jeremy da un respingo. Sonríe,
sacude la cabeza, agarra una rama baja de un cerezo y se apoya en él, la barbilla en
las manos.
Oscurece junto al arroyo y distingue el parpadeo de las luciérnagas contra la
negrura. ¿Todo esto es de nuestros recuerdos? ¿Nuestra visión del mundo?
Silencio a excepción de los sonidos de los insectos y el leve murmullo del arroyo.
En el cielo asoman las primeras estrellas entre las oscuras geometrías de las ramas de
los árboles.
—Robby —dice Jeremy en voz alta—, si quieres hablar con nosotros,
agradeceríamos la compañía.
Eso es sólo cierto en parte, pero Jeremy no trata de ocultar la parte que niega su
verdad. Tampoco trata de negar la cuestión de fondo, la que yace bajo todos sus otros
pensamientos como la falla de un terremoto: ¿Qué se hace cuando el Dios de tu
creación se está muriendo?
Jeremy espera en el huerto hasta que la oscuridad es completa, apoyado en la
rama, viendo salir las estrellas y esperando la voz que no llega. Finalmente, Gail lo
llama y regresa colina arriba para cenar.

—Creo que sé por qué se mató Jacob —dice Gail mientras terminan el café.
Jeremy suelta con cuidado su taza y le dedica toda su atención, esperando que sus
pensamientos se conviertan en lenguaje.
—Creo que tiene que ver con esa conversación que él y yo tuvimos la noche en
que cenamos en Durgan Park —dice Gail—. La noche después de que nos hiciera las
resonancias magnéticas.
Jeremy recuerda la cena y gran parte de la conversación, pero coteja sus
recuerdos con los de Gail.
Jauntear, envía ella.
—¿Jauntear? ¿Qué es eso?

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¿Te acuerdas de que Jacob y yo hablamos de Las estrellas son mi destino, de
Alfred Bester?
Jeremy sacude la cabeza mientras comparte el recuerdo.
¿Una novela de sci-fi?
Ciencia ficción, le corrige Gail automáticamente.
El intenta recordar. Sí, creo que me acuerdo. El y tú erais aficionados a la sci-fi.
Pero ¿qué tiene que ver «jauntear» con nada de todo…? Era una especie de
teletransporte, como lo de «adelante, Scotty» o algo parecido, ¿no?
Gail lleva algunos platos al fregadero y los friega. Se apoya en la encimera y
cruza los brazos.
—No —dice, levemente a la defensiva, como siempre que discuten de ciencia
ficción o religión—. No era nada de «adelante, Scotty». Era una historia de un
hombre que aprende a teletransportarse él solo…
¿Por «teletransportarse» te refieres a pasar instantáneamente de un sitio a otro,
nena? Bueno, tienes que saber que eso es tan imposible como…
—Sí, sí —dice Gail, ignorándolo—. Bester lo llamó jaunteo personal… pero
Jacob y yo no estuvimos hablando de jauntear, en realidad, sino de cómo el escritor
hacía que la gente aprendiera a hacerlo.
Jeremy se acomoda y toma un sorbo de café. De acuerdo. Te escucho.
—Bueno, creo que la idea era que tenían un laboratorio en un asteroide o algo por
el estilo, y algunos científicos intentaban averiguar si la gente podía jauntear. Resulta
que no podía…
Eh, magnífico, envía Jeremy, añadiendo la imagen de la sonrisa del gato de
Cheshire, volvamos aponerla ciencia en la ciencia ficción, ¿eh?
—Cállate, Jerry. Los experimentos no tuvieron éxito, pero entonces hubo un
incendio o algún tipo de desastre en una sección cerrada de un laboratorio y un
técnico o lo que fuera se teletransportó… jaunteó a un lugar seguro.
Ojalá la vida fuera tan sencilla. Trata de mantener a raya los recuerdos en los que
escala por un cadáver congelado mientras la señorita Morgan se acerca con los perros
y una escopeta.
Gail se concentra.
—No, la idea era que un montón de gente tenía la habilidad para jauntear, pero
sólo una persona entre mil podía usarla, y podía cuando su vida corría peligro. Así
que los científicos preparaban esos experimentos…
Jeremy atisba los experimentos. Jesús de mi vida. ¿Ponían una pistola cargada
en la cabeza a los sujetos y apretaban el gatillo después de hacerles saber que
jauntear era la única forma de escapar? La Academia Nacional de Ciencias tendría
mucho que decir sobre esa investigación, nena.
Gail niega con la cabeza.
De lo que Jacob y yo hablamos, Jerry, era de cómo ciertas cosas surgen
solamente en ese tipo de situaciones desesperadas. Fue entonces cuando él empezó a

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hablar de ondas de probabilidad y de árboles de Everett, y me perdí. Pero recuerdo
que dijo que sería como el experimento de las dos rendijas definitivo. Por eso me
interesé en lo que me decías cuando volvíamos a casa en el tren… sobre realidades
alternativas y todo eso…
Jeremy se levanta tan rápidamente que su silla cae al suelo. No se da cuenta.
—Dios mío, nena, Jacob no se mató por desesperación. Estaba intentando
jauntear.
Pero si has dicho que el teletransporte es imposible.
—No se trata de teletransporte…
Jeremy se pone a caminar, frotándose la mejilla. Luego rebusca en el desorden del
cajón y saca un boli, endereza la silla, la acerca a la de Gail y empieza a dibujar en
una servilleta.
—¿Recuerdas este diagrama? Te lo enseñé justo después de mi primer análisis de
los datos de Jacob.
Gail contempla el garabato de un árbol con ramas y más ramas. No, yo… oh, sí,
esa idea de los mundos paralelos que tuvo un matemático. Te dije que en la ciencia
ficción era una idea antigua.
—No son mundos paralelos —dice Jeremy, todavía sacando ramas de las ramas
—, son variantes de probabilidad que Hugh Everett elaboró en los años cincuenta
para dar una explicación más racional a la interpretación de Copenhague. Verás,
cuando haces el experimento de las dos rendijas y lo miras a la manera de Everett sin
las paradojas de mecánica cuántica intactas, cada uno de los elementos de una
superposición de estados obedece a la ecuación de ondas, completamente indiferente
a la actualidad de los otros elementos… —Está anotando ecuaciones junto al árbol.
¡Eh! Espera. Para. Piensa en palabras.
Jeremy suelta el boli y vuelve a frotarse la mejilla.
—Jacob solía escribirme sobre su teoría de las ramas de la realidad…
¿Como lo de tus ondas de probabilidad? ¿Que todos somos como surferos en la
cresta de la misma ola porque nuestros cerebros rompen los mismos frentes de ondas
o algo así?
—Sí. Ésa fue mi interpretación. Era la única teoría que explicaba por qué todos
estos frentes de ondas holográficos diferentes… todas estas mentes diferentes veían la
misma realidad. En otras palabras, me interesaba por qué todos veíamos la misma
partícula u onda atravesar la misma rendija. Pero, aunque me interesaba lo micro,
Jacob quería hablar sobre lo macro…
Moisés, Gandhi, Jesús y Newton, ofreció Gail, rebuscando en su amasijo de
pensamientos. Einstein y Freud y Buda.
—Sí. —Jeremy sigue escribiendo ecuaciones en la servilleta, pero no presta
atención a lo que escribe—. Jacob creía que había unas cuantas personas en la
historia (los llamaba los perceptivos definitivos), unas cuantas personas cuya nueva
visión de las leyes físicas, o las leyes morales o lo que fuera era tan exhaustiva y

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poderosa que esencialmente causaban un cambio paradigmático para toda la raza
humana.
Pero ya sabemos que los cambios paradigmáticos se deben a ideas grandes y
nuevas, Jerry.
No, no, nena. Jacob no creía que se tratara sólo de un cambio de perspectiva.
Estaba convencido de que una mente capaz de concebir un cambio tan importante de
la realidad podía cambiar literalmente el universo… hacer que las leyes físicas
cambiaran para encajar con la nueva percepción común.
Gail frunce el ceño.
—¿Quieres decir que la física newtoniana no funcionaba antes de Newton? ¿O la
relatividad antes de Einstein? ¿O la auténtica meditación antes de Buda?
Algo así. Las semillas estaban ahí, pero el plan en su conjunto no encajó en su
sitio hasta que una gran mente se concentró en él… Jeremy abandona el lenguaje
cuando empieza a ver los diagramas matemáticos. Atractores Vagos de Kolmogorov
serpenteando como cables de fibra óptica increíblemente complejos, llevando su
mensaje de caos mientras los pequeños nódulos de islas de resonancia de funciones
lineales clásicas cuasiperiódicas se acunan como diminutas semillas en la sustancia
de la probabilidad no colapsada.
Gail comprende. Se acerca temblorosa a la mesa y se desploma en una silla.
—Jacob… Su obsesión con el Holocausto… su familia…
Jeremy le acaricia la mano.
—Supongo que estaba tratando de concentrarse totalmente en un mundo donde el
Holocausto nunca tuvo lugar. La pistola no era sólo un instrumento de muerte para sí
mismo, sino el medio por el que podía forzar el experimento. Era un nexo de
probabilidad… El acto definitivo de observación en el experimento de las dos
rendijas.
La mano de Gail se enrosca en la suya.
Entonces… ¿jaunteó? ¿Fue a una de esas otras ramas? ¿A algún lugar donde su
familia está todavía viva?
—No —susurra Jeremy. Toca su diagrama garabateado con un dedo tembloroso
—. Mira, las ramas nunca se entrecruzan… No podría haber un modo de pasar de una
a otra. El electrón A nunca puede convertirse en el electrón B, sólo crear al otro.
Jacob murió.
Cuando siente el arrebato de pena en Gail, lo bloquea porque un nuevo
pensamiento lo asalta. Momentáneamente la intensidad de la idea es tal que levanta
un escudo mental entre ambos.
¿Qué?, exige saber Gail.
Jacob lo sabía, envía él, los pensamientos vienen casi demasiado rápido para
formularlos. Sabía que no podía viajar a una rama-Everett de realidad
superposicional distinta… a un mundo donde el Holocausto nunca se hubiera
producido… Pero él podía existir allí.

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Gail sacude la cabeza. ????
Jeremy la agarra por los brazos.
Verás, nena, él podía existir allí. Si su concentración era total… si lo abarcaba
todo… entonces un microsegundo antes de que la bala le quitara la mente haría que
la contrarrealidad de Everett existiera. Y esa rama… Golpea al azar una de su
diagrama. Esa rama podría contenerlo a él… y a su familia muerta en el
Holocausto… y a todos los otros millones de personas.
—¿Y su hija, Rebecca? —Dice Gail en voz baja—. ¿O su segunda esposa? Hubo
partes de su… de nuestra realidad causadas por el Holocausto.
Jeremy está mareado. Se acerca al fregadero por un vaso de agua.
—No lo sé —dice por fin—. No lo sé. Pero Jacob debió de haberlo pensado.
Jerry, ¿qué clase de mente haría falta para… cómo has dicho… abarcar toda una
contrarrealidad? ¿Podría hacerlo realmente cualquier persona?
Él se detiene. Aun sabiendo lo poco aficionada que es Gail a las metáforas
religiosas, debe intentar explicarlo con una. Tal vez en eso consistía el huerto de
Getsemaní, nena. Y tal vez incluso el jardín del Edén.
No siente el destello de furia con el que Gail suele responder a un concepto
religioso. Siente en cambio un gran cambio en su pensamiento mientras ella
encuentra una profunda verdad religiosa sin que se interpongan los absurdos de la
religión. Por primera vez en su vida Gail comparte un poco con sus padres el
asombro por el potencial espiritual del universo.
Jerry, susurra mentalmente, el jardín del Edén… Lo importante no era la fruta
prohibida, ni el conocimiento del pecado que se supone que representa… ¡Es el
Árbol! ¡El Árbol de la Vida es exactamente esto… tu árbol de probabilidad… las
ramas de realidad de Jacob! Mi madre siempre solía citar a Jesús diciendo: «La casa
de Mi Padre tiene muchas habitaciones». Mundos sin fin.
Durante un rato no hablan ni comparten el contacto mental. Cada uno sigue a
solas sus propios pensamientos. Ambos tienen sueño, pero ninguno quiere irse
todavía a la cama. Apagan la lámpara y salen a mecerse en la hamaca del porche un
rato, escuchan a Gernisavien ronroneando desde el regazo de Gail y contemplan las
estrellas brillar sobre la colina, al este.

OJOS CON LOS QUE NO ME ATREVO A ENCONTRARME EN SUEÑOS

Almuerzan en la orilla al día siguiente, tras rodear la montaña para descender a la


playa situada al norte de su punto anterior. El cielo es inmaculadamente blanco y hace
mucho calor. Gernisavien se ha despertado de su siesta al mediodía para mirarlos con
ojos soñolientos y faltos de curiosidad y no ha demostrado el menor interés por
acompañarlos. La han dejado con la orden de proteger la casa. La gata ha parpadeado
en respuesta a su estupidez.
Después de almorzar Jeremy declara que va a seguir el consejo de su madre y

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esperar una hora antes de meterse en el agua, pero Gail se ríe de él y corre hacia las
olas.
—¡Hoy está calentita! —Grita desde doce metros de distancia—. De verdad.
—Ya, ya, claro —se burla Jeremy. Pero no quiere echarse una siesta. Se pone en
pie, se quita el bañador y empieza a caminar hacia ella.

¡¡¡NO!!!

El rugido brota del cielo, la tierra y el mar. Derriba a Jeremy al suelo y empuja a
Gail bajo el agua. Ella se agita, nada para ganar la orilla y sale arrastrándose de entre
las olas.

¡¡¡NO!!!

Jeremy cruza tambaleante la arena mojada para llegar hasta Gail, la ayuda a
incorporarse y la sujeta contra la súbita violencia. El viento ruge alrededor y lanza la
arena a treinta metros por encima de sus cabezas. El cielo se retuerce, se arruga como
una hoja de papel al viento y cambia de azul a amarillo limón y luego a gris
mortífero. Jeremy se agarra a Gail cuando los dos caen de rodillas mientras el mar se
repliega en una ola gigantesca que deja atrás terreno muerto y seco. La tierra se agita
y tiembla a su alrededor. En el horizonte destellan relámpagos.

¡¡¡NO!!! ¡POR FAVOR!

De repente las dunas desaparecen, los acantilados desaparecen y el mar


desaparece. Donde estaba un segundo antes, una sombría extensión de llano salado se
extiende ahora hasta el infinito. El cielo continúa cambiando a tonos cada vez más
oscuros de gris.
Hay un súbito destello al este, como si el sol volviera a salir. No, advierten
Jeremy y Gail, la luz se mueve. Algo cruza el páramo hacia ellos.
Vuelven a ponerse en pie y Gail empieza a apartarse, pero Jeremy la agarra con
fuerza. No hay ningún sitio adonde huir. La playa y la montaña y los acantilados han
desaparecido… Sólo hay desolación extendiéndose hasta el infinito en cualquier
dirección, y la luz se mueve sobre la tierra muerta hacia ellos.
El brillo aumenta, cambia, produce destellos que obligan a ambos a protegerse los
ojos. El aire huele a ozono y se les eriza el vello de los brazos.
Jeremy y Gail se inclinan hacia la llamarada de luz pura como si los empujara un
fuerte viento. Sus sombras saltan veinte metros tras ellos y la luz golpea sus cuerpos
como una onda de choque producida poruña explosión atómica. Miran a través de los
dedos mientras el resplandor se acerca y se convierte en una figura doble envuelta en
un halo.
Es una figura humana a lomos de una gran bestia. Si un dios fuera en efecto a

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venir a la Tierra, entonces ésta sería la perfecta forma humana que elegiría para
hacerlo. La bestia que cabalga el dios carece de rasgos, pero de su halo emana una
sensación de… calor, suavidad, infinito solaz.
Robby está ante ellos, montado en su osito de peluche.

¡DEMASIADO DÉBIL! NO PUEDO MANTENER…

El dios no está acostumbrado a limitarse al lenguaje, pero hace el esfuerzo. Cada


sílaba golpea a Gail y a Jeremy como descargas eléctricas en el cerebro.
Jeremy trata de alcanzarlo con su mente, pero no sirve de nada. Una vez, en
Haverford, acompañó a un prometedor estudiante al coliseo, donde iban a celebrar un
concierto de rock. Se plantó delante de un montón de altavoces cuando estaban
probando los amplificadores al máximo volumen. Esto es mucho peor.
Se encuentra de pie en una llanura lisa y reticular. No hay horizontes. Sobre ellos,
los niveles de nada transparente y grisácea los cubren como los fríos pliegues de una
mortaja de plástico. Blancos bancos de bruma se acercan de todas direcciones. La
única luz procede de la figura apolínea que tienen delante. Jeremy vuelve la cabeza
para ver el avance de la niebla: lo que toca se borra.
—Jerry, ¿qué…? —Grita Gail por encima del viento que ahoga su contacto
mental.
De repente los pensamientos de Robby vuelen a golpearlos con fuerza física. Ha
renunciado a cualquier intento de estructurar el lenguaje, y las imágenes caen en
cascada sobre ellos. Las imágenes visuales y auditivas son vagamente distorsionadas,
con los colores equivocados y teñidas de un aura de asombro y novedad alrededor de
un núcleo de pena. Jeremy y Gail retroceden ante su impacto.

una habitación blanca


el latido de una máquina
la luz del sol sobre las sábanas
el pinchazo de una aguja
voces y formas moviéndose
una corriente tirando, tirando, tirando

Con las imágenes llega la carga emocional, casi insoportable por su aguda
intensidad: descubrimiento, soledad, fin de la soledad, asombro, fatiga, amor, tristeza,
tristeza, tristeza.
Gail contempla aterrorizada la niebla que se rebulle y extiende sus tentáculos
hacia ellos. Se cierra alrededor del dios, oscureciendo su brillo.
Gail aprieta el rostro contra el de su marido. Dios mío, ¿por qué está haciendo
esto? ¿Por qué no puede dejarnos en paz?
Jeremy eleva el volumen de sus pensamientos por encima del rugido que los

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envuelve. ¡Tócalo! ¡Alcánzalo!
Avanzan juntos y Gail tiende una mano temblorosa. La niebla lo oscurece todo
menos el evanescente halo. Se estremece con la descarga eléctrica cuando su mano se
hunde en el resplandor, pero no la aparta.
Dios mío, Jerry, es sólo un bebé. Un niño asustado.
Jeremy tiende la mano hasta que los tres forman un círculo de contacto. Está
muriendo, Gail. Me ha estado manteniendo aquí contra fuerzas terribles… Ha estado
luchando por mantenernos juntos, pero no puedo quedarme. Está demasiado débil
para mantenerme… no resiste más.
¡Jerry!
Jeremy se aparta, rompiendo el círculo. Si me quedo más, lo destruiré todo. Con
ese pensamiento avanza un paso y acaricia a Gail en la mejilla. Gail ve lo que planea
y va a protestar, pero él la acerca y la abraza ferozmente. Los dos sienten a Robby
como parte del abrazo, mientras el contacto mental de Jeremy lo amplía, añadiéndole
todos los matices de sensación que ningún contacto humano ni ningún lenguaje
humano pueden comunicar en plenitud.
Luego se aparta de ambos y se vuelve antes de poder cambiar de opinión. La
niebla lo rodea casi al instante. Durante un segundo Robby es visible sólo como un
brillo evanescente en la bruma blanca, un niño Apolo agarrado al cuello de su osito
de peluche, y Gail es poco más que una sombra gesticulante a su lado, y luego
desaparecen y Jeremy se hunde más y más en la fría blancura.
Cinco pasos en la niebla y no ve nada, ni siquiera su propio cuerpo.
Tres pasos más y el suelo desaparece bajo sus pies.
Y entonces cae.

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La oscuridad se cierne
La habitación era blanca, la cama era blanca y las ventanas eran rectángulos de
luz blanca. Un monitor invisible repetía electrónicamente sus latidos.
Bremen gimió y movió la cabeza.
Había un tubo de oxígeno siseando bajo su nariz. Un frasco con suero intravenoso
captaba la luz y pudo ver los cardenales en la parte interna de su brazo, por encima de
donde la aguja quedaba oculta bajo la gasa. El cuerpo y el cráneo de Bremen eran un
enorme dolor integrado.
Los médicos vestían de blanco. Los ojos de Bremen se negaban a enfocar
adecuadamente, así que los médicos siguieron siendo poco más que borrones blancos
con voz.
—Nos ha dado un buen susto —dijo un borrón blanco con voz de mujer. Cinco
días de EEG absolutamente plano, dijo la voz más ronca de sus pensamientos a
través de los irregulares agujeros de su escudo mental. Si hubiéramos podido
encontrar a algún pariente, te habrían desconectado de la máquina hace días. Qué
raro, joder.
—¿Cómo se siente ahora? —preguntó un borrón con la voz de uno de los
médicos—. ¿Hay alguien con quien podamos contactar por usted?
Será mejor decirle a la policía que el señor Bremen ha salido de lo que creíamos
que era un coma irreversible. No va ir a ninguna parte durante algún tiempo, pero
será mejor que avise al detective… ¿cómo se llamaba?
Bremen gimió y trató de hablar. El ruido no tuvo ningún sentido ni siquiera para
él mismo.
El borrón del médico se había marchado, pero el borrón blanco que era la mujer
se acercó, le hizo algo a sus sábanas y ajustó la intravenosa.
—Tenemos mucha, mucha suerte, señor Bremen. Esa contusión debió ser mucho
más seria de lo que imaginaba nadie. Pero ahora estamos bien, unos cuantos días más
en cuidados intensivos y…
Bremen se aclaró la garganta y lo intentó otra vez.
—¿Todavía vivo?
El borrón se acercó tanto que casi pudo distinguir los detalles de su cara. Olía a
jarabe para la tos.
—Vaya, por supuesto que estamos vivos. Ahora que lo peor ha pasado podemos
esperar…
—Robby —jadeó Bremen con una garganta tan irritada que podía imaginar los
tubos que le habían metido por ella—. El chico… de mi habitación… antes. ¿Sigue
vivo?
El borrón se detuvo, luego empezó a ordenarle eficazmente las sábanas. Su voz
era ligera, casi despreocupada.
—Oh, sí, no hay que preocuparse ahora por el pequeño. Está bien. Tenemos que

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preocuparnos por nosotros mismos si queremos ponernos bien. Ahora… ¿hay alguien
con quien nos gustaría contactar… por motivos personales o del seguro?
Y lo que había pensado un segundo antes de hablar: ¿Robby? ¿El chico ciego y
retrasado de la 726? Está en un coma mucho más profundo que el tuyo, amigo mío.
El doctor McMurtry dice que la lesión cerebral era demasiado extensa… Las heridas
internas no fueron tratadas durante demasiado tiempo. Incluso con el respirador,
piensan que sólo durará unas cuantas horas más. Tal vez días si el pobre chaval no
tiene suerte.
El borrón continuó hablando y haciendo preguntas amistosas, pero Bremen volvió
la cara hacia la blanca pared y cerró los ojos.

Hizo el corto viaje en las primeras horas de la mañana, cuando los pasillos
estaban oscuros y silenciosos a excepción del ocasional roce de la falda de una
enfermera o los graves gemidos entrecortados de los pacientes. Se movió despacio, a
veces agarrándose al pasamanos que corría a lo largo de la pared para apoyarse. Dos
veces se metió en habitaciones oscuras cuando el suave paso de los zapatos de suela
de goma de las enfermeras se le acercaba. La escalera le costó; varias veces tuvo que
apoyarse en la fría barandilla de metal para espantar los puntos negros que nadaban al
borde de su visión.
Robby estaba en la habitación que Bremen había compartido con él, pero ahora
solo, entre las máquinas de soporte vital que lo rodeaban como cuervos carroñeros de
metal. Unas luces de colores titilaban en varios monitores y las pantallas parpadeaban
silenciosamente. El cuerpo retorcido y ligeramente maloliente yacía encogido en
posición fetal, las muñecas torcidas en ángulos extraños, los dedos abiertos sobre las
sábanas mojadas por el sudor. Robby tenía la cabeza vuelta hacia arriba, con los ojos
entornados y ciegos. Sus labios, todavía hinchados, se movían levemente cuando
respiraba de manera rápida y entrecortada.
Bremen pudo sentir que se estaba muriendo.
Se sentó al borde de la cama, temblando. La densidad de la noche era palpable
alrededor. En algún lugar, fuera, una sirena ululó por las calles vacías y luego se
hundió en el silencio. Un timbre sonó al fondo del pasillo y unos suaves pasos se
perdieron en la distancia.
Bremen colocó amablemente la palma contra la mejilla de Robby. Pudo sentir el
suave vello.
Podría intentarlo de nuevo. Unirme a ellos en el páramo del mundo de Robby.
Estar con ellos al final.
Bremen tocó la parte superior de la cabeza deforme con ternura, casi con
reverencia. Le temblaban los dedos.
Podría intentar rescatarlos. Dejar que se unieran a mí.
Tomó aire y acabó reprimiendo un gemido. Su mano acunó el cráneo de Robby

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como si fuera a bendecirlo. ¿Unirse a mí, dónde? ¿Como frentes de ondas de
recuerdos encerrados en mi cerebro? ¿Enterrarlos como enterré a Gail? ¿Llevarlos
durante mi vida como homúnculos, sin ojos, sin alma… esperando a que otro milagro
como Robby nos ofrezca un hogar?
Las mejillas se le humedecieron de pronto y se las secó burdamente con el dorso
de la mano, apartando las lágrimas para poder ver. El pelo negro y liso de Robby se le
quedó entre los dedos en mechones cómicos. Bremen miró la almohada que había
caído a un lado. Podía poner fin a todo para ellos allí, ahora, para que las dos
personas que amaba no quedaran atrapadas en aquel páramo moribundo. Frentes de
ondas colapsando a medida que las posibilidades se cancelan. La muerte de las
ondas sinuosas en su intrincada danza. Podía acercarse a la ventana y unirse a ellos
segundos más tarde.
Bremen recordó de repente el fragmento de un poema que Gail le había leído
hacía años, antes de casarse incluso. No recordaba de qué poeta… de Yeats, tal vez.
Recordaba sólo parte de él:

Los ojos no están aquí


No hay ojos aquí
En este valle de estrellas moribundas
En este valle hueco
Esta rota mandíbula de nuestros reinos perdidos

En este último lugar de reunión


Nos congregamos
Y callamos
Juntos en esta margen del crecido río

Ciegos, a menos que


Los ojos reaparezcan
Como la estrella perpetua
La rosa multifoliada
Del reino sombrío de la muerte
La única esperanza
De hombres vanos.

Bremen acarició la mejilla de Robby una última vez, les susurró algo a ambos y
salió de la habitación.

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Y así se acaba el mundo
Bremen tardó tres días y tres noches en conducir el Volvo del interno del hospital
desde St. Louis hasta la Costa Este. Tuvo que aparcar con frecuencia en las áreas de
descanso de la interestatal, demasiado exhausto para continuar, demasiado
obsesionado con el sueño. Bradley sólo tenía trescientos dólares en la cartera cuando
Bremen le abrió la taquilla, pero era más que suficiente para gasolina. Bremen no
comió durante el viaje.
El puente de Benjamin Franklin, a la salida de Filadelfia, estaba casi vacío cuando
lo cruzó una hora antes del amanecer. El doble carril de la autovía de Nueva Jersey
estaba tranquilo. De vez en cuando Bremen bajaba un poco su escudo mental, pero
siempre daba un respingo y volvía a alzarlo cuando el rugido de la neurocháchara lo
asaltaba.
Todavía no.
Parpadeó para espantar el dolor de la migraña y se concentró en conducir,
mirando de vez en cuando la guantera y pensando en el bulto envuelto que contenía.
En un área de descanso en algún lugar de Indiana… o tal vez Ohio, una furgoneta se
había detenido a su lado y un hombrecillo de cara afilada había salido corriendo hacia
uno de los lavabos. La nube de furia y desconfianza que rodeaba al hombre le había
hecho dar un respingo a Bremen, que sin embargo había sonreído luego cuando el
hombre se había perdido de vista.
La pistola del calibre 38 estaba oculta bajo el asiento de conductor de la
furgoneta. Era casi igual que la que Bremen había arrojado al pantano de Florida.
Había balas de repuesto bajo el asiento, pero Bremen las dejó allí. La que había en la
recámara era todo lo que necesitaba.
El sol no había salido aún, pero la luz de la mañana asomaba sobre los tejados
cuando condujo hacia Long Beach y enfiló la carretera hacia el faro de Barnegat, al
norte. Aparcó cerca del faro, metió el revólver en una bolsa marrón y cerró con
cuidado el coche. Dejó un papel con el nombre y la dirección de Bradley bajo el
limpiaparabrisas.
La arena estaba todavía fría cuando se le coló por encima de la lengüeta de las
zapatillas. La playa estaba desierta. Bremen se sentó en una duna baja para poder ver
el agua.
Se quitó la camisa, la colocó con cuidado en la arena, tras él, y sacó la pistola de
la bolsa. Pesaba menos de lo que recordaba y olía levemente a aceite.
Ninguna varita mágica. Ningún hacedor de milagros. Sólo un fin absoluto de esa
danza interior matemáticamente perfecta. Si hay algo más, Gail, querida, tendrás
que ayudarme a encontrarlo.
Bremen bajó su escudo mental.
El dolor de un millón de pensamientos erráticos lo apuñaló tras los ojos como un
picahielos. Su escudo mental se alzó automáticamente, como había hecho desde la

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primera vez que supo que tenía aquella habilidad, para apagar el ruido, para aliviar el
dolor.
Bremen bajó la barrera y la mantuvo baja cuando intentaba protegerlo. Por
primera vez en su vida Jeremy Bremen se abrió completamente al dolor, al mundo
que lo infligía y a las incontables voces que llamaban en sus círculos de aislamiento.
Gail. Los llamó a ella y al niño, pero no pudo sentirlos, no pudo oír sus voces
mientras el gran coro lo golpeaba como un viento gigantesco. Para aceptarlos a ellos
debía aceptarlos a todos.
Bremen alzó la pistola, se llevó el cañón a la cabeza y la amartilló. Hubo poca
fricción. Su dedo se curvó sobre el gatillo.
Todos los círculos del infierno y la desolación que había sufrido.
Todas las pequeñas maldades, las sórdidas urgencias, los vicios solitarios, los
pensamientos depravados. Toda la violencia y la traición y la avaricia y el egoísmo.
Bremen lo dejó fluir a través de él y a su alrededor y fuera de él. Buscó una sola
voz en la cacofonía que se alzaba en torno a él hasta que amenazó con llenar el
universo. El dolor estaba más allá de lo soportable, más allá de lo creíble.
Y de repente, a través de la avalancha del ruido-dolor, llegó un susurro de otras
voces, las voces que le habían sido negadas a Bremen durante su largo descenso a
través de su infierno psíquico. Eran las suaves voces de la razón y la compasión, las
voces de ánimo de los padres que instaban a sus hijos a dar los primeros pasos, las
voces esperanzadas de hombres y mujeres de buena voluntad que, aunque distaban de
ser seres humanos perfectos, pasaban cada día tratando de ser mejores personas de lo
que la naturaleza y la educación podrían haberlos diseñado para ser.
Incluso estas suaves voces traían su carga de dolor: dolor por los compromisos de
la vida impuesta, dolor por los pensamientos de su propia mortalidad y la
excesivamente amenazadora mortalidad de sus hijos, dolor de sufrir la arrogancia de
todos los que provocaban voluntariamente dolor como aquellos a quienes Bremen
había conocido en sus viajes, dolor ineludible en la certeza de la pérdida incluso en
medio de todos los placeres que ofrecía la vida.
Pero esas suaves voces (incluyendo la suave voz de Gail, la voz de Robby) daban
a Bremen cierta orientación en la oscuridad. Se concentró en oírlas mientras se
difuminaban y eran ahogadas por la cacofonía de caos y dolor a su alrededor.
Bremen advirtió de nuevo que para encontrar las voces más suaves tendría que
entregarse totalmente a los dolorosos gritos de ayuda. Tendría que tomarlo todo, que
absorberlo todo, tragarlo como si fuera una hostia de bordes afilados como cuchillas.
La boca de la pistola era un frío círculo contra su sien. Su dedo se tensó en la
curva del gatillo.
El dolor estaba más allá de todo lo imaginable, más allá de toda experiencia.
Bremen lo aceptó. Lo deseó. Lo tomó para sí y se abrió más a él.
Jeremy Bremen no vio salir el sol. Su oído se redujo a la nada. Dejó de registrar
los mensajes de miedo y fatiga de su cuerpo. La presión que aumentaba sobre el

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gatillo se convirtió en algo lejano y olvidado. Se concentró con fuerza suficiente para
mover objetos, para pulverizar ladrillos, para detener pájaros en vuelo. Durante un
brevísimo milisegundo tuvo la posibilidad de elegir el frente de ondas o la partícula,
la posibilidad de elegir qué existencia abrazaría. El mundo le gritó con cinco mil
millones de doloridas voces que exigían ser oídas, cinco mil millones de niños
perdidos que querían ser abrazados, y se abrió de par en par para albergarlos a todos.
Bremen apretó el gatillo.

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Porque tuyo es la vida es porque tuyo es el
Por la playa se acerca una niñita con un bañador oscuro dos tallas demasiado
pequeño. Ha estado corriendo por la orilla, pero ahora se detiene mientras el sol se
eleva y se libera del mar.
Está atenta al agua que acaricia la tierra con resbaladizos golpes y luego se aparta,
y se acerca más para danzar con la marea. Sus piernas bronceadas la llevan al mismo
borde del océano del mundo y luego de nuevo atrás en un ballet silencioso pero
perfectamente coreografiado.
De repente la sorprende el sonido de un disparo.
De repente la sorprende el…
De repente la sorprende el grito de las gaviotas. Distraída, deja de bailar y las olas
cubren sus tobillos con la fría impresión del triunfo.
En el cielo las gaviotas se zambullen, remontan el vuelo y giran al oeste, captando
en las alas el fulgor del alba. La niña se vuelve para verlas mientras el agua salada le
moja el pelo y le salpica la cara. Entorna los ojos, se los frota suavemente para que no
le entre sal, y se detiene a ver tres figuras que salen de las dunas de la parte superior
de la playa. Parece que el hombre y la mujer y el hermoso niño que hay entre ellos no
llevan bañador, pero están muy lejos, y ella tiene los ojos nublados por el agua y no
puede asegurarlo. Ve que van de la mano.
La niña reemprende su vals con el mar, mientras tras ella, los ojos levemente
entornados a la límpida luz de la mañana, Jeremy, Gail y Robby contemplan el
amanecer con ojos recién abiertos.

FIN

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DAN SIMMONS (4 de abril de 1948) es un escritor estadounidense. Su obra más
conocida es Hyperion (1989), ganadora de los premios de ciencia ficción Hugo y
Locus. Hyperion es la primera novela de la tetralogía Los cantos de Hyperion,
completada por las obras La caída de Hyperion, Endymion y El ascenso de
Endymion. Actualmente (2009) se está produciendo una película basada en las dos
primera novelas con el título Hyperion Cantos, por parte de GK Films.
Dan Simmons suele cultivar los géneros de ciencia ficción, fantasía y terror, a veces
mezclados en la misma obra. Obtuvo su titulación en Inglés en el Wabash College en
1970. En 1971 logró un master en educación en la Universidad Washington de San
Luis (Missouri). Trabajó en la enseñanza durante 18 años, como profesor de literatura
y redacción. También ha sido director de programas de enseñanza para jóvenes
superdotados. En 1982 publicó su primera historia con la que ganó el primer
concurso Rod Sterling Story Conquest de relatos cortos, y desde 1987 se dedica a
escribir a tiempo completo.
Vive en Colorado con su mujer Karen, su hija Jane y su perro Fergie.

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Notas

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[1] Mezcla de frutos secos y otras frutas que agregada al agua produce un compuesto

vitamínico utilizado por los senderistas norteamericanos. (N. del T.). <<

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[2] Las siglas en inglés son SQUID, «calamar». (N. del T.) <<

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[3] El octavo círculo del Infierno según Dante, Malebolge o «mala fosa», el lugar

donde reina la maldad del hombre. (N. del T.) <<

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