Escoger Su Herencia. Roudinesco-Derrida

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Jacques Derrida

Élisabeth Roudinesco

Y MAÑANA, QUÉ…

Prólogo
“¿De qué estará hecho el mañana?”, interroga Victor Hugo en uno de
sus poemas de Les chants du crépuscule [Los cantos del crepúsculo]. Y
como introducción subraya: “Hoy todo, tanto en las ideas como en las
cosas, en la sociedad como en el individuo, se halla en estado de
crepúsculo. ¿De qué índole es ese crepúsculo, qué lo seguirá?”1 Este
fue nuestro punto de partida.
Fruto de una larga historia, cuyo primer momento se remonta a
treinta años atrás, este diálogo responde a la definición clásica del
género en filosofía y en las humanidades en general: un intercambio
cuya lógica se construye con el correr de dos discursos que se cruzan
sin fusionarse jamás, y se responden sin oponerse realmente. Así se
enuncian diferencias, puntos de convergencia, descubrimientos de uno
por el otro, sorpresas, interrogaciones; en suma, una suerte de
complicidad sin complacencias.
La palabra viva fue primero grabada y luego transcripta2 para permitir
un primer pasaje de lo oral a lo escrito. Luego, cada uno de nosotros
volvió a trabajar el escrito para fundirlo en un verdadero texto, un texto
a dos manos, donde cohabitaran dos “idiomas”, dos maneras singulares
de expresarse en una misma lengua.

Cuando propuse este diálogo a Jacques Derrida, temía que la


admiración que siento hacia él fuera un obstáculo para la realización del
trabajo. Sus dotes de orador, la potencia de su razonamiento, su
audacia frente a ciertos problemas de nuestro tiempo -así como la
sabiduría adquirida a lo largo de tantas conferencias dictadas por todos
los confines del mundo- amenazaban con dejarme sin voz. Pero muy

1
“Espectro siempre oculto que lado a lado nos sigue./ ¡Y que llamamos mañana!/ ¡Oh!
Mañana es la gran cosa!/ ¿De qué estará hecho el mañana?”, Victor Hugo, “Napoléon
II”, en: Les chants du crépuscule (1835), París, Gallimard, Bibliothque de la Pléiade, t.
I, 1964, pp. 838 y 811.
2
Agradezco a Colette Ledannois por la rapidez y la calidad de su trabajo.
Las notas redactadas por Jacques Derrida llevan la mención J.D.

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pronto comprendí que “el ejercicio sería provechoso”, según la famosa
fórmula inglesa extraída de la literatura llamada de “iniciación”.3
Privilegié nueve temas. A mi juicio, cada uno de ellos es el origen de
una o varias de las grandes interrogaciones que atraviesan nuestra
época, que respondemos con una reflexión donde se mezclan varias
aproximaciones: filosófica, histórica, literaria, política, psicoanalítica.
En el primer capítulo evocamos la cuestión de la herencia intelectual
de los años setenta, tan desprestigiada hoy. En el segundo tratamos
acerca de los múltiples usos, en ambos lados del Atlántico, de la noción
de diferencia (sexual, “étnica”, cultural, etcétera). En el tercero
encararnos el problema de las transformaciones de la familia occidental.
Luego, en el cuarto capítulo, pasamos a una reflexión sobre la
libertad humana, para interrogarnos, en el quinto, sobre los derechos de
los animales y los deberes que el hombre contrae para con ellos. En
una sexta parte interpelamos el espíritu de la Revolución tras el fracaso
del comunismo. Los dos últimos capítulos están consagrados, uno a la
actualidad de la pena de muerte y su necesaria abolición, el otro a las
formas modernas de un antisemitismo presente y venidero.
El libro culmina con un elogio del psicoanálisis, nuestra referencia
común a todo lo largo de este diálogo.
É . R.

))((

1. Escoger su herencia
(fragmento)
ÉLISABETH ROUDINESCO: Ante todo me gustaría evocar el pasado,
nuestra historia común. Hoy es de buen tono reprobar a los pensadores
de los años setenta y exigir de quienes los reivindican un “deber de
inventario” o, peor aún, un “arrepentimiento”. A las obras de dicha
época, signadas por la coyuntura tan particular del “estructuralismo”, se
reprocha desordenadamente: la valorización excesiva del espíritu de
rebeldía, el culto del esteticismo, un apego a cierto formalismo de la
lengua, el rechazo de las libertades democráticas y una profunda
incredulidad para con el humanismo. Me parece que esta proscripción
es estéril y conviene encarar nuestra época de una manera muy
diferente. Esta consiste en “escoger su herencia”, según sus propios
términos: ni aceptarlo todo ni barrer con todo.

3
Se la encuentra en Robert Luis Stevenson, y es retomada por un personaje de Fritz
Lang en Les contrebandiers de Moonfleet (1954).

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Usted es el heredero de las obras mayores de la segunda mitad del
siglo. Cantidad de ellas surgieron de los sistemas de pensamiento hoy
rechazados. Usted “deconstruyó”4 esas obras, sobre todo las de Claude
Lévi-Strauss, Michel Foucault, Louis Althusser, Jacques Lacan.5 Con
ellos y en vida de ellos, a partir de sus libros, usted se “explicó” -tiene
mucha afición por ese verbo-, se entregó a un trabajo de comentario de
textos al tiempo que reivindicaba la importancia que tenían para su
evolución las enseñanzas de Edmund Husserl, de Martin Heidegger o
de Emmanuel Lévinas.
Fue en esa época, alrededor de 1967, cuando yo empecé a leer sus
obras, y sobre todo De la gramatología y La escritura y la diferencia,6
como todos los estudiantes de letras de mi generación que se
interesaban en la literatura de vanguardia, en la lingüística estructural
surgida de Ferdinand de Saussure y de Roman Jakobson. La
subversión consistía entonces en afirmar que el sujeto humano está
determinado por el lenguaje, por funciones simbólicas, por el destino de
una “letra” o de un significante, o incluso por una escritura anterior a la
palabra, y finalmente por la existencia del inconsciente en el sentido
freudiano. Al tiempo que respetaba el compromiso político de Jean-Paul
Sartre, nuestra generación criticaba su resistencia a enfrentar la

4
Utilizado por Jacques Derrida por primera vez en 1967 en De la grammatologie
(París, Minuit) [Trad. cast.: De la gramatología, México, Siglo XXI], el término
“deconstrucción” está tomado de la arquitectura. Significa deposición o
descomposición de una estructura. En su definición derridiana, remite a un trabajo del
pensamiento inconsciente (“eso se deconstruye”) y que consiste en deshacer, sin
destruirlo jamás, un sistema de pensamiento hegemónico o dominante.
De algún modo, deconstruir es resistir a la tiranía del Uno, del logos, de la
metafísica (occidental) en la misma lengua en que se enuncia, con la ayuda del mismo
material que se desplaza, que se hace mover con fines de reconstrucciones movibles.
La deconstrucción es “lo que ocurre”, aquello de lo que no se sabe si llegará a destino,
etcétera. Al mismo tiempo, Jacques Derrida le confiere un uso gramatical: el término
designa entonces un trastorno en la construcción de las palabras en la frase. Véase
“Lettre à un ami japonais” (1985), en Psyché. lnventions de l’autre, París, Galilée,
1987, pp. 387-395. En el gran diccionario de Emile Littré puede leerse: “La erudición
moderna nos testimonia que en una comarca del inmóvil Oriente, una lengua llegada a
su perfección se ha deconstruido y alterado por sí misma por la sola ley del cambio
natural del espíritu humano”.
5
Claude Lévi-Strauss, Tristes Tropiques, París, Plon, 1955 [Trad. cast.: Tristes
trópicos, Barcelona, Paidós, 1997]; Michel Foucault, Histoire de la folie à l’âge
classique (1961), París, Gallimard, 1972 [Trad. cast.; Historia de la locura en la época
clásica, México, Fondo de Cultura Económica, 1976]; Les mots et les choses, Paris,
Gallimard, 1966 [Trad. cast.: Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias
humanas, Madrid, Siglo XXI, 1999]. Louis Althusser, Pour Marx, París, Maspero, 1965
[Trad. cast.: Para leer “El Capital”, Barcelona, Planeta-De Agostini, 1985]. Jacques
Lacan, Écrits, París, Seuil, 1966. [Trad. cast.: Escritos, Siglo XXI, 1987].
6
Jacques Derrida, De la grammatologie, ob. cit.; L’écriture et la différence, París,
Seuil, 1967 [Trad. cast.: La escritura y la diferencia, Rubí, Anthropos, Editorial del
hombre, 1989].

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cuestión del inconsciente en la formación de un sujeto y su humanismo
del sujeto “pleno”, transparente a sí mismo.7
Luego, sobre todo en el segundo coloquio de Cluny, organizado en la
primavera de 1970 por La Nouvelle Critique,8 revista del Partido
Comunista francés, lo critiqué a usted por considerarlo “infiel” a esa
herencia que deconstruía. Por mi parte, yo pretendía ser fiel, pero no
dogmática. Luego me sentí más cerca de usted y pensé que había
tenido razón de hacer hablar las obras en el interior de sí mismas, a
través de sus fisuras, sus blancos, sus márgenes, sus contradicciones,
sin tratar de aniquilarlas. De aquí proviene la idea de que la mejor
manera de ser fiel a una herencia es serle infiel, es decir, no recibirla
literalmente, como una totalidad, sino más bien pescarla en falta, captar
su “momento dogmático”: “Yo me siento heredero, fiel en la medida de
lo posible”, dice en una entrevista de 1983.9 De igual modo, acerca de
Lévinas, dice que él “se encuentra en una relación de infidelidad y de
fidelidad a la ontología”.10
Los verdaderos adversarios del pensamiento de dicha época
aparecieron posteriormente, en 1986, cuando Luc Ferry y Alain Renaut
publicaron un libro que tuvo una gran repercusión: La pensée 68.11
De alguna manera, hoy es usted el último heredero de ese
pensamiento que resultó tan fecundo. Me atrevería a decir que hasta es
el sobreviviente, porque con excepción de Claude Lévi-Strauss, el resto
de los protagonistas de esta escena han muerto. Y todo ocurre como si,
a través de la deconstrucción, usted lograra hacerlos vivir y hablar, no
como ídolos, sino como los portadores de una palabra viva.
Por lo demás, y sin duda porque es un heredero fiel e infiel, asume
en el mundo de hoy la posición de intelectual universal que antaño fue
la de un Zola, luego, más recientemente, de un Sartre. Al respecto,
encarna una nueva forma de disidencia que su palabra y sus obras

7
Véase al respecto Elisabeth Roudinesco, Généalogies, París, Fayard, 1994, y
François Dosse, Histoire du structuralisme, 2 vols., París, La Découverte, 1992.
8
Este coloquio reunía a intelectuales de todas las tendencias, y más particularmente a
escritores cercanos a tres revistas: Tel Quel, Change, Action Poétique. En esta
oportunidad presenté una ponencia en la cual mostraba que las tesis de Derrida
estaban inspiradas en una visión heideggeriana de lo arcaico cercana a las de Carl
Gustav Jung. Narré este episodio en Histoire de la psychanalyse en France, t. II
(1986), París, Fayard, 1994, pp. 544-545 [Trad. cast.: La batalla de cien años: historia
del psicoanálisis en Francia, Madrid, Fundamentos]. Véase también L’inconscient et
ses lettres, París, Mame, 1975. Jacques Derrida me respondió en Positions, París,
Minuit, 1972 (Trad. cast.: Posiciones, Valencia, Pre-Textos, 1976].
9
Jacques Derrida, Points de suspension, París, Galilée, 1998, p. 139. Véase también
“Rencontres de Rabat avec Jacques Derrida. Idiomes, nationalités, déconstructions”,
en Cahiers Intersignes, 13, 1998.
10
Jacques Derrida, “Violence et métaphysique” (1964), en L’écriture et la différence,
ob. cit.
11
Luc Ferry y Alain Renaut, La pensée 68, París, Gallimard, 1986.

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(traducidas a más de cuarenta lenguas) llevan de un extremo a otro del
mundo. En resumen, tengo ganas de decir que está triunfando.12
Al respecto, en ocasiones tengo la impresión de que el mundo de hoy
se le parece y se parece a sus conceptos, que nuestro mundo está
deconstruido y que se ha vuelto derridiano al punto de reflexionar, como
una imagen en un espejo, el proceso de descentramiento del
pensamiento, del psiquismo y de la historicidad que usted contribuyó a
poner en marcha.

JACQUES DERRIDA: Fiel e infiel, ¡cuánta razón tiene! A menudo me veo


pasar muy rápido ante el espejo de la vida, como la silueta de un loco
(cómico y trágico a la vez) que se mata siendo infiel por espíritu de
fidelidad. Así que estoy listo para seguirla, salvo en la alusión al triunfo.
Para nada tengo el mismo sentimiento que usted; y no lo digo por
cortesía o modestia. Sin duda, el paisaje ha cambiado. Sin duda, vemos
cómo pierden el aliento -pero sin exagerar- los esfuerzos compulsivos,
con frecuencia patéticos, atemorizados o desesperados, para
desacreditar a cualquier precio, no solamente mi trabajo, por supuesto,
sino toda una configuración a la que éste pertenece (aunque me vea
obligado a reivindicar aquí un triste privilegio: yo atraigo una agresividad
más tenaz y encarnizada). Sin duda, se disciernen las señales, en
ocasiones igualmente inquietantes, de cierta legitimación. Pero, ¿cómo
hablar de “triunfo”? No, y tal vez no sea deseable. Para volver al punto
de partida, y para acompañarla en este diálogo, arriesgaré algunas
generalidades sobre la noción de herencia.
Es cierto, siempre me reconocí, ya se trate de la vida o del trabajo
del pensamiento, en la figura del heredero, y cada vez más, de manera
cada vez más asumida, con frecuencia feliz. Al explicarme de manera
insistente sobre ese concepto o esa figura del legatario, llegué a pensar
que, lejos de una comodidad garantizada que se asocia un poco rápido
a dicha palabra, el heredero siempre debía responder a una suerte de
doble exhortación, a una asignación contradictoria: primero hay que
saber y saber reafirmar lo que viene “antes de nosotros”, y que por
tanto recibimos antes incluso de elegirlo, y comportarnos al respecto
como sujetos libres. Sí, es preciso (y ese es preciso está inscripto en la
propia herencia recibida); es preciso hacerlo todo para apropiarse de un
pasado que se sabe que en el fondo permanece inapropiable, ya se
trate por otra parte de memoria filosófica, de la precedencia de una
lengua, de una cultura, y de la filiación en general. ¿Qué quiere decir
reafirmar? No solo aceptar dicha herencia, sino reactivarla de otro modo
y mantenerla con vida. No escogerla (porque lo que caracteriza la

12
Jacques Derrida es el autor de poco más de cincuenta libros, a los que se añaden
cuantiosos prefacios e intervenciones en obras colectivas. Participó en alrededor de
un centenar de entrevistas.

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herencia es ante todo que no se la elige, es ella la que nos elige
violentamente), sino escoger conservarla en vida. En el fondo, la vida,
el ser-en-vida, se define acaso por esa tensión interna de la herencia,
por esa reinterpretación de la circunstancia del don, basta de la filiación.
Esa reafirmación que al mismo tiempo continúa e interrumpe se
asemeja, por lo menos, a una elección, a una selección, a una decisión.
Tanto la suya como la del otro: firma contra firma. Pero no utilizaré
ninguna de esas palabras sin rodearlas de comillas y precauciones.
Comenzando por la palabra “vida”. Habría que pensar la vida a partir de
la herencia, y no a la inversa. Por lo tanto, habría que partir de esa
contradicción formal y aparente entre la pasividad de la recepción y la
decisión de decir “sí”, luego seleccionar, filtrar, interpretar, por
consiguiente transformar, no dejar intacto, indemne, no dejar a salvo ni
siquiera eso que se dice respetar ante todo. Y después de todo. No
dejar a salvo: salvar, tal vez, todavía, por algún tiempo, pero sin ilusión
sobre una salvación final.
Pero bien ve por qué soy sensible a lo que dijo de la ausenia o la
renuncia de toda aniquilación. Siempre -en la medida de lo posible, por
supuesto, y por “radical” o inflexible que deba ser una deconstrucción-
me prohibí herir o aniquilar. Precisamente, reafirmar siempre la
herencia es el modo de evitar esa ejecución. Incluso en el momento en
que -y es la otra vertiente de la doble exhortación- esa misma herencia
ordena, para salvar la vida (en su tiempo finito), reinterpretar, criticar,
desplazar, o sea, intervenir activamente para que tenga lugar una
transformación digna de tal nombre: para que algo ocurra, un
acontecimiento, la historia, el imprevisible por-venir.
Mi deseo se parece al de un enamorado de la tradición que quisiera
librarse del conservadurismo. Imagínese a un loco del pasado, loco de
un pasado absoluto, de un pasado que ya no sería un presente pasado,
de un pasado a la medida, a la desmesura de una memoria sin fondo;
pero un loco que tema la añoranza, la nostalgia, el culto del recuerdo.
Doble exhortación contradictoria e incómoda, pues, para ese heredero
que sobre todo no es lo que se llama un “heredero”. Pero nada es
posible, nada tiene interés, nada me parece deseable sin ella. Ella
gobierna dos gestos a la vez: dejar la vida en vida, hacer revivir, saludar
la vida, “dejar vivir”, en el sentido más poético de lo que, por desgracia,
se transformó en un eslogan. Saber “dejar”, y lo que quiere decir “dejar”
es una de las cosas más bellas, más arriesgadas, más necesarias que
conozca. Muy cerca del abandono, el don y el perdón. La experiencia
de una “deconstrucción” nunca ocurre sin eso, sin amor, si prefiere esa
palabra. Comienza por homenajear aquello, aquellos con los que “se las
agarra”. “Agarrárselas” es una muy seductora, muy intraducible manera
de la lengua francesa, ¿no le parece?*

*
El giro utilizado es s’ en prendre. (N. del T.)

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Esta “manera” de hacer va bien con una deconstrucción que se
agarra, se hace agarrar y se deja agarrar en lo que comprende y toma
en cuenta, al tiempo que se prenda de ello.** Concierne a los límites del
concepto. En latín o en francés así como en alemán, el concepto
(Begriff) nombra el gesto de una agarrada, es una incautación. La
deconstrucción es considerada hiperconceptual, y ciertamente lo es; en
efecto, hace un gran consumo de los conceptos que produce así como
de los que hereda, pero solo hasta el punto en que cierta escritura
pensante excede la agarrada o el dominio conceptual.*** Entonces
intenta pensar el límite del concepto, hasta padece la experiencia de
este exceso, amorosamente se deja exceder. Es como un éxtasis del
concepto: se lo goza hasta el desborde.
En los textos “deconstructores”, en apariencia encarnizados, que he
escrito acerca de los autores de los que usted habló, siempre hay un
momento en que declaro, con la mayor sinceridad, la admiración, la
deuda, el reconocimiento y la necesidad de ser fiel a la herencia para
reinterpretarla y reafirmarla interminablemente. Es decir, a mi cuenta y
riesgo, de manera selectiva. Jamás hablo de lo que no admiro, salvo si
alguna polémica (de la que nunca tomo la iniciativa) me obliga a
hacerlo, e intento replicar entonces limitándome a posturas
impersonales o de interés general. Si la herencia nos asigna tareas
contradictorias (recibir y sin embargo escoger, acoger lo que viene
antes que nosotros y sin embargo reinterpretarlo, etc.), es porque da fe
de nuestra finitud. Únicamente un ser finito hereda, y su finitud lo obliga.
Lo obliga a recibir lo que es más grande y más viejo y más poderoso y
más duradero que él. Pero la misma finitud obliga a escoger, a preferir,
a sacrificar, a excluir, a dejar caer. Justamente para responder al
llamado que lo precedió, para responderle y para responder de él, tanto
en su nombre como en el del otro. El concepto de responsabilidad no
tiene el menor sentido fuera de una experiencia de la herencia. Incluso
antes de decir que uno es responsable de tal herencia, hay que saber
que la responsabilidad en general (el “responder de”, el “responder a”,
el “responder en su nombre”) ante todo nos es asignada, y, de punta a
punta, como una herencia. Uno es responsable ante lo que lo precede
pero también ante lo venidero, y que por tanto aún está delante de uno.
Delante dos veces, delante de lo que debe de una vez por todas, el
heredero está doblemente endeudado. Siempre se trata de una suerte
de anacronía: anticipar en nombre de aquello que se nos anticipa, ¡y
anticipar el mismo nombre! ¡Inventar su nombre, firmar de otra manera,

**
En toda esta frase hay un juego entre prendre y s’éprendre (agarrar y prendarse). A
continuación la versión original: “une déconstruction qui se prend, qui se fait prendre et
se laisse prendre dans ce qu’elle comprend et prend en considération tout en s’en
éprenant”. (N. del T.)
***
En el original: “Ia prise ou la maîtrise conceptuelle”. (N. del T.)

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de un modo siempre único, pero en nombre del nombre legado, de ser
posible!
Tratándose de los años setenta a los que usted aludía, esta doble ley
se verifica. Se podrían encontrar otros ejemplos, por supuesto, en los
pensamientos filosóficos anteriores, ya se trate de los de Platón,
Descartes o Kant, Hegel o Heidegger. Pero como usted eligió privilegiar
lo que nos es común, me siento feliz de que esta entrevista comience
así. Vamos a seguir, en línea de puntos, algunos momentos de
nuestros itinerarios respectivos, allí donde se cruzaron en el tiempo.
A fines de los años sesenta, en efecto, para mí se trataba de
heredar, quiero decir, de dar respuesta a una herencia, a un momento
de la historia en el que ya se habían elaborado grandes obras que
estaban presentes en el campo de la filosofía. No hablo solamente de
Husserl o de Heidegger, sino, más cerca de nosotros, en Francia, de
Lévinas, de Lacan, de Lévi-Strauss, y, más cerca todavía, de Foucault,
de Althusser, de Deleuze por supuesto, de Lyotard. Aunque pueda
parecer eclecticismo (pero no había ni la sombra de eclecticismo en
todo eso, justamente, se trata de otro lugar de la afinidad, de una
“pertenencia” común que queda por definir y que se siente más -incluso
un poco demasiado- en el extranjero que en Francia), me sentía muy
profundamente de acuerdo con el gesto de cada uno de ellos, por
diferente que fuese. Por eso, si se tiene a bien seguir mis textos desde
el comienzo, siempre hay un momento en que yo señalo la alianza. Lo
hice por todos aquellos que acabamos de nombrar.
Pero ese momento fue también el de lo que usted llamó el “sistema”.
Yo comencé a escribir entre 1962 y 1966, cuando el estructuralismo era
no solo un pensamiento sistemático, sino un nuevo pensamiento del
sistema, de la forma sistémica, con el predominio del modelo lingüístico
en Lévi-Strauss y en Lacan, cualquiera que sea la complicación con
que, cada uno a su manera, afectaban a dicho modelo. Por cierto,
sentía la fecundidad y la legitimidad de tal gesto, en ese momento, en
respuesta a empirismos, a positivismos u otros “obstáculos”
epistemológicos, como a menudo se decía. Pero no por eso dejaba de
percibir el precio que habría que pagar, o sea, cierta ingenuidad, la
repetición un poco jubilosa de viejos gestos filosóficos, la sumisión un
poco hipnótica a una historia de la metafísica cuyo programa me veía
conducido a descifrar, y también las combinatorias, todas las
posibilidades para mis ojos entonces extenuados, fatigados. Creí poder
discernir lo que ese programa podía implicar de esterilizante, hasta de
precipitado y dogmático. A pesar, o a través de la “subversión” de la
que usted hablaba hace un rato. Pienso sobre todo en el
desconocimiento o la negación práctica de cierta cantidad de motivos,
por ejemplo la ruptura en historia, la interrupción, el pasaje de una
fuerza sistémica a otra, etcétera. En ese momento, con precaución, yo
insistía mucho en ese motivo de la fuerza que el estructuralismo corría

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el riesgo de neutralizar. Y ese lazo de la fuerza y la historia, a mi juicio,
debía ser tomado en cuenta.
Cada vez, la respuesta deconstructiva a obras como las de Foucault,
Lévi-Strauss o Lacan era diferente. Y diferente con cada texto. Casi
nunca escribí sobre tal o cual autor en general, ni traté la totalidad de un
cuerpo como si fuera homogéneo. Lo que me importa es más bien la
distribución de las fuerzas y los motivos en tal o cual obra, y reconocer
lo que en ella es hegemónico o lo que se ve secundarizado, hasta
negado. También aquí intentaba -cosa que siempre me esfuerzo por
hacer- respetar el idioma’13 o la singularidad de una firma. La
axiomática estructuralista, común a estos autores, era puesta en
práctica cada vez en un estilo diferente, en un lugar y en cuerpos
heterogéneos. Para cada una, yo quería descubrir lo que usted llamó el
“momento dogmático” -el residuo de credulidad- para “deconstruirlo”,
respetando siempre la exigencia estructuralista. Nunca dije nada contra
el estructuralismo.

É. R.: Por el contrario, escribió una bella frase en 1963 en “Fuerza y


significación”: “Si algún día se retirara, abandonando sus obras y signos
sobre las playas de nuestra civilización, la invasión estructuralista se
volvería un objeto de controversia para el historiador de las ideas”.14 Se
trata de un homenaje: el día en que el estructuralismo haya
desaparecido como fuerza creadora habrá que hacer el duelo pero
también evaluar su lugar en la historia de la civilización...

J. D.: Tengo la debilidad de valorar ese gesto. Por eso vuelvo a la


cuestión de la aniquilación: en ningún caso -y si a veces es preciso en
algún momento polémico, lo lamento de antemano- querría que la
deconstrucción sirviera para denigrar, herir o debilitar la fuerza o la
necesidad de un movimiento. De ahí proviene esa situación que
describió hace un rato: en tal o cual momento de un proceso, las
alianzas se desplazan y me veo como el aliado de Lacan y de Foucault,
lo dije explícitamente, en ciertos contextos. La siniestra mueca del libro
grotesco que, en efecto, fue entonces La pensée 68 (¿realmente es
preciso seguir hablando de eso? ¿Le interesa?), distinguió claramente
los campos. A veces ocurre que señale mi reticencia respecto de tal o

13
El idioma (idiome) es una lengua particular, y el término remite por extensión a la
manera de expresarse propia de una época, de un grupo social, de una persona.
Según Jacques Derrida, lo idiomático es “una propiedad de la que no es posible
apropiarse. Lo rubrica sin pertenecerle. Solo se le aparece al otro y a uno le vuelve
únicamente en destellos de locura que reúnen la vida y la muerte”, en Points de
suspension, ob. cit., p. 127. [En francés, idiome no es una palabra muy utilizada, y
significa lo que É. Roudinesco expresa en la primera oración de la nota. Normalmente
se emplea langue. N. del T.]
14
Véase Jacques Derrida, L’écriture et la différence, ob. cit.

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cual momento del pensamiento de Lacan o de Foucault, sabiendo que,
a pesar de todo, por ejemplo ante ofensivas tan oscurantistas,
permanezco a su lado en el movimiento general de lo que se llama la
experiencia o la exigencia del pensamiento.
Por eso la idea de herencia implica no solo reafirmación y doble
exhortación, sino a cada instante, en un contexto diferente, un filtrado,
una elección, una estrategia. Un heredero no es solamente alguien que
recibe, es alguien que escoge, y que se pone a prueba decidiendo. Esto
es muy explícito en Espectros de Marx.15 Todo texto es heterogéneo.
También la herencia, en el sentido amplio pero preciso que doy a esa
palabra, es un “texto”. La afirmación del heredero, naturalmente,
consiste en su interpretación, en escoger. Él discierne de manera
crítica, diferencia, y eso es lo que explica la movilidad de las alianzas.
En ciertas situaciones soy el aliado de Lacan contra otros; en otras,
objeto a Lacan. No veo en esto ningún oportunismo, ningún relativismo.

É. R.: Usted trata ese tema del enemigo, el amigo y el adversario más
particularmente en un seminario donde deconstruye la obra de Carl
Schmitt.16 Usted subraya que, según Schmitt, la diferencia política
procede de una discriminación entre el amigo y el enemigo. Sin esta
discriminación no hay política. A esto opone una concepción más
freudiana de la política, la que “inscribiría el odio en el propio duelo de
nuestros amigos”.17 Y cita la famosa historia de los erizos que Freud
había tomado de Schopenhauer. Unos puercoespines renuncian a
apretarse unos contra otros para luchar contra el frío. Sus pinchos los
lastiman. Obligados a volver a acercarse en tiempo de helada, terminan
por encontrar, entre la atracción y la repulsión, entre la amistad y la
hostilidad, la distancia conveniente.

15
Jacques Derrida, Spectres de Marx, París, Galilée, 1993. Véase nuestro capítulo 6:
“El espíritu de la Revolución”. [Trad. cast.: Espectros de Marx: el Estado de la deuda,
el trabajo del duelo y la nueva Internacional, Madrid, Trotta, 1998].
16
Jacques Derrida, Politiques de l’amitié, París, Galilée, 1994, pp. 93-129 [Trad. cast.:
Políticas de la amistad, Madrid, Trotta, 1998]. Carl Schmitt, La notion du politique,
théorie du partisan (1932), París, Flammarion, 1992 [Trad. cast.: El concepto de lo
político, Madrid, Alianza, 1998].
Carl Schmitt (1888-1985), jurista alemán y alumno de Max Weber, participó en la
vida política de su país a fines de la República de Weimar y comienzos del régimen
hitleriano. Amenazado por la SS, renunció a sus actividades en 1936. Detenido por los
Aliados en 1945, fue juzgado en virtud de sus lazos con el nazismo y beneficiado
luego con un sobreseimiento.
17
Jacques Derrida, Politiques de l’amitié, ob. cit., p. 145. Véase Sigmund Freud,
“Actuelles sur la guerre et la mort” (1915), en: Œuvres completes (OC), XIII, París, PUF,
1988, pp. 125-137 [Trad. cast.: Obras completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1998];
Psychologie des masses et analyse du moi (1921), OC, XVI, París, PUF, 1991, pp. 1-83
[Trad. cast.: Psicología de las masas, Madrid, Alianza, 2001].

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Me parece que de alguna manera es necesario distinguir. Aquellos
con quienes usted “se explica” a través de la deconstrucción están
cerca de usted, los “otros” no lo están. Tratan de destruir y no de
escoger una herencia. Yo admiro al mismo tiempo los grandes sistemas
de pensamiento y el valor de subversión -y por lo tanto de
deconstrucción- que despliegan. Por eso, cuando hacía mis estudios de
letras en la Sorbona antes de 1968, leía sus textos al mismo tiempo que
los de los “otros”. Luego me sentí perfectamente representada en la
frase que pronunció Lacan en 1969, en respuesta a Lucien Goldmann,
quien recalcaba que la historia la hacen los hombres y no las
estructuras. Goldmann comentaba de esta manera el eslogan de Mayo
escrito sobre un pizarrón de la Sorbona: “Las estructuras no van a la
calle”. Lacan respondió: “Si hay algo que demuestran los
acontecimientos de Mayo es precisamente que las estructuras van a la
calle”.18
Sus textos y los de los “estructuralistas” (Lacan, Foucault, Barthes,
Althusser, Lévi-Strauss) servían entonces para criticar a los “enemigos
políticos”, los partidarios de la vieja Sorbona, que nunca querían hablar
ni de literatura moderna ni de lingüística, y mucho menos de
psicoanálisis. Me acuerdo, por ejemplo, y lo conté en Genealogías, que
el titular de la cátedra de lingüística, André Martinet, se negaba a
evocar el nombre de Roman Jakobson, su “enemigo”, y que sus
asistentes, nuestros “maestros”, le obedecían. Usted, y los otros, eran
la encarnación de la Revolución, de una revolución que reivindicaba las
estructuras (y su deconstrucción), pero que lo tenía todo de un
compromiso político: la libertad de pronunciar, frente a los mandarines y
sus servidores, nombres prohibidos. Son cosas que nuestros
conservadores olvidan hoy cuando sueñan con restaurar la vieja
escuela republicana. Sin duda, es necesario mantener su espíritu en lo
que tiene de progresista. Pero no hay que olvidar nunca hasta qué
punto, en ciertos momentos, pudo ser francamente reaccionaria.
Precisamente después yo pude captar la manera en que usted
deconstruía los sistemas de pensamiento en el interior de un espacio
crítico que no los destruía sino que los hacía vivir de otro modo. Pienso
sobre todo en dos intervenciones mayores.
Una se refiere a un capítulo de la séptima parte de Tristes trópicos
titulado “Lección de escritura”. Al describir la vida y las costumbres de
los indios Nambikwara, semi nómades del Brasil occidental, entre los
cuales había residido, Lévi-Strauss19 muestra cómo la escritura irrumpe
18
Jacques Lacan, “lntervention sur l’exposé de Michel Foucault” (1969), en: Littoral, 9,
junio de 1983. La conferencia que dictó Foucault en la Sociedad Francesa de Filosofía
lleva por título “Qu’est-ce qu’un auteur?”, retomado en Dits et écrits, 1, 1954-1969,
París, Gallimard, 1994, pp. 789-821.
19
Jacques Derrida, “La violence de la lettre. De Lévi-Strauss á Rousseau”, en: De la
grarnrnatologie, ob. cit. Véanse también Claude Lévi-Strauss, La vie farniliale et

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en un grupo de indios, que sin embargo no conoce sus reglas, cuando
el jefe utiliza trazos dibujados sobre un papel como un medio de hacer
creer a los miembros de su tribu que él posee el poder de comunicarse
con los blancos. Lévi-Strauss infiere de esto que la escritura es así el
instrumento de una colonización, de una violencia, de una explotación
que pone fin a un estado natural fundado en el predominio de una
palabra plena, no sospechada de inautenticidad. Por mi parte,
considero a Tristes trópicos como uno de los libros más bellos de la
segunda mitad del siglo, tanto por su estilo, la melancolía que lo anima,
como por la manera en que mezcla la autobiografía, la reflexión teórica
y el relato de aventuras. Lo descubrí y amé cuando era muy joven y
desempeñó para mí un papel de despertar político frente a la cuestión
de la colonización en general.
Es evidente que ese libro lo impactó y fascinó, ya que le consagra
páginas magníficas. Pero, respecto de esa “lección de escritura”, usted
compara la posición anticolonialista de Lévi-Strauss, que asimila la
aparición de la escritura a una violencia ejercida sobre el sujeto, con la
de Rousseau. En su Ensayo sobre el origen de las lenguas, en efecto,
éste condena la escritura en la medida en que sería una destrucción de
la “plenitud de la presencia” y una verdadera enfermedad de la palabra:
un “peligroso suplemento”. A Lévi-Strauss, continuador de Rousseau,
usted opone la idea de que esta protesta contra el escrito no sería más
que el señuelo de un etnocentrismo invertido, víctima de la ilusión de un
posible origen de la palabra plena como fuente de una ética naturalista
o libertaria. Así, la civilización del escrito sería equivocadamente
sospechosa de haber contribuido al exterminio de los pueblos llamados
“sin escritura”. A su juicio, esta actitud sería la señal de una represión
de la huella y de la letra -en el sentido freudiano del término- cuyo
mecanismo habría que deconstruir para comprender su significación.
Su segunda intervención20 tiene como objeto la manera en que
Foucault comenta el famoso pasaje de las Meditaciones de Descartes21

sociale des Indiens Nambikwara, París, Société des Américanistes, 1949; Les
structures élémentaires de la parenté (1949), La Haya, Mouton, 1967 [Trad. cast.: Las
estructuras fundamentales del parentesco, Barcelona, Paidós, 1998].
20
Jacques Derrida, “Cogito et histoire de la folie” (1963), en: L’écriture et la différence,
ob. cit.
21
“¿Y cómo podría negar -escribe Descartes- que estas manos y este cuerpo sean
míos, de no ser que me comparase con ciertos insensatos cuyo cerebro está tan
trastornado y ofuscado por los negros vapores de la bilis que aseguran
constantemente que son reyes cuando son muy pobres; que están vestidos de oro y
de púrpura cuando están totalmente desnudos o que se imaginan como cántaros o
con un cuerpo de gusano? ¡Cómo! Son locos, y no sería yo menos extravagante si me
ajustara a sus ejemplos.” En “Propos sur la causalité psychique” (1946), en: Ecrtis, ob.
cit., Lacan ya deja entender, como más tarde lo hará Derrida, que la fundación del
pensamiento moderno por Descartes no excluye el fenómeno de la locura. Véase

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sobre el origen de la locura. En su Historia de la locura, Foucault separa
en Descartes el ejercicio de la locura del ejercicio del sueño. En el
primero, la locura está excluida, y ese decreto de exclusión filosófica
anuncia el decreto político del “gran encierro” de 1656. En el segundo,
forma parte de las virtualidades del sujeto, cuyas imágenes sensibles se
vuelven engañosas bajo el asalto del “Genio Maligno”.
Allí donde Foucault hace decir a Descartes que “el hombre bien
puede estar loco aunque el cogito no lo esté”, usted subraya por el
contrario que con el acto del cogito el pensamiento ya no debe temer la
locura porque el “cogito vale aunque yo esté loco”. Reprocha entonces
a Foucault que constituya un acontecimiento en estructura ya que, a su
manera de ver, la división entre locura y razón, o sea, el ostracismo
contra la locura, no comienza con Descartes sino con la victoria de
Sócrates sobre los presocráticos.
Hoy, todos estos debates pueden parecer bien sofisticados, pero
tenían una incidencia fuerte sobre el compromiso social y político de
toda una generación de estudiantes; y permitían, como había ocurrido
con el pensamiento heideggeriano en los años treinta, luego con las
reflexiones de Sartre sobre el ser, el otro y la nada, entrar en una
modernidad que intentaba reconciliar la estética y la política, el
inconsciente y la libertad, el humanismo y el antihumanismo, el
progresismo y la crítica de las ilusiones del progresismo; en suma
comprender los fenómenos de exclusión, de construcción del sujeto y la
identidad, el estatus de la locura, los problemas del racismo y las luchas
de la época colonial.

J. D.: En efecto, no hay nada serio en política sin esa aparente


“sofisticación” que estimula los análisis sin dejarse intimidar, aunque
fuera por la impaciencia de los medios. En el interior de este campo
complejo y difícil de recortar hay sitio para diferencias aparentemente
microscópicas. Todos esos autores parecen sostener el mismo
lenguaje. En el extranjero, con mucha frecuencia se los cita en serie. Y
es irritante, porque, apenas se miran los textos con precisión, uno
percibe que las separaciones más radicales dependen en ocasiones de
un pelo. A todas luces, por suerte y por necesidad, fue una época feliz
donde se cruzaban todos aquellos que se interesaban en diferencias
micrológicas, en análisis de textos muy refinados. Gran nostalgia. Ya ve
que sigo inconsolable...
Entonces uno podía oponerse y decidirse sobre desafíos de una gran
importancia para el pensamiento, a partir de argumentos que hoy se
considerarían mucho más sofisticados o inútilmente sutiles. Mi relación
con cada autor era diferente. Para volver a la palabra “deconstrucción”,

Elisabeth Roudinesco, “Lectures de Histoire de la folie (1961-1986)”, en: Penser la


folie. Essais sur Michel Foucault (en col.), París, Galilée, 1992.

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por ejemplo, Foucault me parece más “deconstructor” que Lévi-Strauss,
en la medida en que era más impaciente y más rebelde, no tan
conservador en política y más comprometido en acciones “subversivas”
y luchas “ideológicas”, lo que no ocurre con Lévi-Strauss o Lacan. Pero
desde otro punto de vista, me parece que Lacan es más audazmente
“deconstructor” que Foucault. Por eso me sentí -y lo sigo estando- más
cerca de Lacan que de Foucault. Lévi-Strauss es diferente. Mi crítica se
refirió primero a un punto muy particular, un pasaje de Tristes trópicos
(en “La lección de escritura”) que, a mi juicio, revelaba una filosofía y
una “ideología” cuyos límites traté de expresar y de la que pueden
encontrarse otros signos.
Pero después de De la gramatología, en un segundo texto sobre
Lévi-Strauss, que escribí poco tiempo más tarde (“La estructura, el
signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”),22 por el
contrario intento, al analizar su prefacio a la obra de Marcel Mauss,23
acompañar a mi manera, suscribiéndola hasta cierto punto, la
demostración y la preocupación de Lévi-Strauss. Por consiguiente,
relación doble, y una vez más dividida.
Lo que siempre me dejó un poco perplejo con Foucault, más allá del
debate sobre el cogito, es que, si comprendo muy bien la necesidad de
señalar divisiones, rupturas, pasajes de una episteme a otra, al mismo
tiempo siempre tuve la impresión de que eso conllevaba el riesgo de
tomarlo menos atento a secuencias largas, donde podrían encontrarse
diferencias incluso más allá del momento cartesiano. Podrían
encontrarse otros ejemplos, incluso en textos como Vigilar y castigar 24
o en otros más recientes. El gesto típico de Foucault consiste en
endurecer en oposición un juego de diferencias más complicado y que
se extiende en un tiempo más largo. Para esquematizar en extremo,
diría que Foucault instaura en rupturas y en oposiciones binarias un
abanico de diferencias más complejo; por ejemplo, el par
visibilidad/invisibilidad, en Vigilar y castigar. Contrariamente a lo que
dice Foucault, no creo que se pase de lo visible a lo invisible en la
administración de las penas, a partir del siglo XVIII. Al tiempo que
reconozco la legitimidad relativa de tal análisis, según ciertos criterios
limitados, estaría tentado de afirmar que en la evolución de los castigos
no se pasa de lo visible a lo invisible sino más bien de una visibilidad a
otra visibilidad, más virtual. Yo intento demostrar (en un seminario sobre
la pena de muerte) que el mismo proceso se orienta hacia otra
modalidad, otra distribución de lo visible (y por ende de lo invisible) que
22
Jacques Derrida, en L’écriture et la différence, ob. cit.
23
Claude Lévi-Strauss, “lntroduction à l’œuvre de Marcel Mauss”, en Marcel Mauss,
Sociologie et anthropologie, París, PUF, 1950 [Trad. cast.: Sociología y antropología,
Madrid, Tecnos, 1979].
24
Michel Foucault, Surveiller el punir. Naissance de la prison, París, Gallimard, 1975
[Trad. cast.: Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Madrid, Siglo XXI, 2000].

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hasta puede, por el contrario, extender con consecuencias decisivas el
campo virtual de lo espectacular y lo teatral.
Lo mismo ocurre con el cogito. Comprendo la exactitud de lo que
afirma Foucault a propósito de Descartes, con la salvedad de que en
cierto momento puede leerse el acontecimiento del cogito, en la
demostración hecha por Descartes, como una inclusión (y no como una
exclusión) de la locura. Así, el gesto de Descartes puede ser
comprendido de otra manera. Y, por supuesto, sus consecuencias son
ilimitadas, no solo para la interpretación de Descartes, desde ya, y eso
cuenta, sino para los protocolos de lectura y los dispositivos
metodológicos o epistemológicos de La historia de la locura...
Lo que me interesó no es simplemente una oposición política
(conservador/no conservador) sino el precio que se debía pagar, en
cada caso, para que se realizara un progreso. Cada vez, un
presupuesto posibilitaba la conquista teórica y la avanzada del saber.
Yo buscaba ese presupuesto que hacía del freno, si puede decirse, un
amortiguador indispensable de la aceleración...

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