García-Huidobro, Tomás, El Templo. Descripción. (PG - 10 - 23)
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la nación. Así, por ejemplo, cuando el rey seléucida Antíoco IV Epífanes en el 167 a.C.
profanó el templo e intentó erigir un santuario a Zeus provocó la ira del pueblo que
conduciría a la revuelta macabea y a la independencia judía, que duraría más de un
siglo.
Durante gran parte de este período el templo de Jerusalén, aunque impresionante, no
destacaba especialmente en relación a otros centros espirituales de la época. Esto
cambió, sin embargo, hacia el 19 a.C., cuando, bajo el dominio romano, Herodes el
Grande comenzó una gran restructuración del templo que lo convertiría en uno de los
edificios más impresionantes del mundo antiguo. Se contrataron más de diez mil
obreros especializados, se procuraron mil carros para el traslado de piedras, y se
instruyó a mil sacerdotes para que pudieran trabajar en los lugares a los que solo ellos
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tenían acceso (Antigüedades de los judíos, XV, 11, 2)6. Más adelante la gente contaría
que, mientras se construía el templo, Dios había dispuesto, para no retrasar los
trabajos, que nunca lloviese de día. De hecho, decían, solo llovía de noche y, la
ampliación y embellecimiento del templo se realizaron con prontitud (Antigüedades,
XVI, 11, 7). Sin lugar a dudas, ya en el primer siglo de nuestra era el templo de
Jerusalén era motivo de orgullo para la mayoría de los judíos tanto en Judea como en
la diáspora. Sin embargo, no muchos años después de la finalización de las obras
aconteció la primera sublevación judía en contra del Imperio romano cuyo resultado,
como hemos visto más arriba, fue la destrucción de Jerusalén y el templo el año 70 d.C.
Este desastroso acontecimiento marcaría un hito fundamental en la historia de Israel,
del judaísmo rabínico, y del cristianismo.
Las características físicas del templo eran impresionantes. Con sus 144.000 metros
cuadrados, el santuario tenía muy poco que envidiarle a las grandes maravillas
arquitectónicas de su época. Sus murallas medían 281 metros de largo por el sur, 466
metros por el este, 488 metros por el oeste, y 315 metros por el norte. Sus grandes
proporciones y las piedras blancas utilizadas en su construcción lo hacían visible desde
el campo a muchos estadios de distancia (Antigüedades, XVI, 11, 3).
Con respecto al templo en sí mismo, y siguiendo la descripción de Josefo
(Antigüedades, XVI, 11, 5) tres eran los espacios fundamentales que lo dividían. El
primero era un gran espacio o soreg, compuesto por varios patios o atrios, que
representaba el lugar abierto que rodeaba al tabernáculo. Dentro de este gran espacio, y
hacia fuera, se encontraban los pórticos, que consistían en dos filas de columnas,
ciento setenta y dos en total, que en el noroeste se juntaban con la Fortaleza Antonia.
Las columnas eran tan gruesas que para abrazarlas debían juntarse tres hombres por
las manos. Generalmente en estos pórticos se hallaba una gran multitud bulliciosa en
febril actividad, gentiles y judíos, mercaderes y cambistas. Fue en este lugar donde Jesús
realizó el acto profético que nos cuentan los evangelios en Mc 11,15ss. Más hacia
adentro se encontraba un segundo patio, «el de las mujeres», donde todo israelita podía
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orar y estudiar la ley bajo condición de estar purificado. Ningún gentil podía entrar
bajo pena de muerte. Al final de este lugar, y siempre hacia dentro, se encontraban
unas escaleras que ascendían hacia la puerta de Nicanor, desde donde se accedía al
atrio de los israelitas. Este nuevo atrio era largo y estrecho, y solo podían permanecer
en él los israelitas varones. Dos habitaciones se encontraban en los extremos de este
atrio, al norte la llamada «Finehas», donde se guardaban los vestidos litúrgicos; al sur,
la llamada de los «Havitin», donde se preparaban las ofrendas comestibles. Desde el
atrio de los israelitas se podía acceder a otro patio, reservado solo para los sacerdotes y
levitas, en donde se practicaban los sacrificios. Es un lugar más sagrado, más solemne,
en el que diariamente se sacrificaban animales. Al medio de este atrio se encontraba el
Altar de los holocaustos. Al suroeste de este patio se encontraba la habitación del
Sacrificio del cordero; al sureste la de los que hacían el pan de la proposición; al
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noreste la que contenía los restos del antiguo altar profanado; y al noroeste la del ritual
de la inmersión.
La segunda parte dentro de la división tripartita del templo era el lugar santo o
tabernáculo. De acuerdo a Mid. 4, 7 el tabernáculo tenía la forma de un león, angosto
en la parte trasera, y ancho en la parte delantera. La fachada del tabernáculo estaba
adornada con cuatro columnas, y la puerta abierta dejaba ver un velo de grandes
proporciones en el fondo. Entre las vigas del cielo se contemplan coronas de oro. El
techo era plano, las paredes de la sala estaban cubiertas de oro, y el piso era de
mármol. En su interior se guardaban algunos objetos sagrados muy valiosos, como el
Altar de oro de los perfumes, el candelabro y la mesa de los panes de la proposición.
Distintas habitaciones componían el tabernáculo, siendo el santo de los santos la más
importante.
La tercera parte, dentro de la división tripartita del templo, es precisamente el santo
de los santos, una pequeña habitación de 20 x 20 cubos que se encontraba separada del
tabernáculo por dos velos. En el santo de los santos se pensaba que habitaba el Dios de
Israel. Este era el lugar sagrado por antonomasia. Nadie podía entrar en esta habitación
salvo el sumo sacerdote una vez al año, para la celebración del Yom Kippur. El santo de
los santos no contenía ningún mueble, solo el arca de la alianza. Esta consistía en un
cofre hecho de acacia, cubierto de oro, y con cuatro anillos en cada costado para
levantarlo y transportarlo con dos báculos (Ex 25,10-15; 37,1-5). Por encima del arca
se encontraban dos figuras de querubines de la Gloria, cubriendo con sus alas el Lugar
del Perdón (Heb 9,5). La cubierta del arca junto con los querubines constituían no solo
el lugar sobre el cual se expiaba por los pecados del pueblo (Ex 25,17.21; Filón, De
cherubim et flammeo gladio, 25; Moisés 2,95), sino que también el trono divino sobre el
que descansaba la gloria de Dios (Ex 25,22; Nm 7,89).
Ahora bien, para completar una primera aproximación al templo de Jerusalén no
debemos olvidar otros elementos que lo definían, como eran las fiestas sagradas, el
sumo sacerdote, los sacerdotes y los levitas. Todos estos elementos revestían al
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La primera prenda era una túnica de lino blanca que era común para todo sacerdote.
Sobre ella se vestía un manto llamado «robe», todo de azul, sin mangas, y adornado en
su parte inferior con granados de azul, púrpura, carmesí y lino torcido que alternaba
con campanillas de oro puro (Ex 28,31-36). Sobre este robe se encontraba una de las
prendas más importantes del sumo sacerdote, el efod, conjunto de dos piezas unidas a
la altura de los hombros mediante dos piedras de ónice, conocidas como piedras de la
memoria (Ex 28,12), apoyadas sobre dos hombreras, con los nombres de los hijos de
Israel grabadas en ellas (Ex 39,6). El efod estaba ricamente bordado con hilos de
colores y se ceñía a la cintura con un cinto llamado sash (Ex 39,29), tejido con los
mismos materiales (Ex 28,9-10).
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De la base de oro donde estaban puestas las piedras de ónice del efod salían dos
cadenas que llegaban hasta la cintura y que sostenían otra prenda muy importante, el
choshen mishpat, llamada también «coraza del juicio» o «coraza de la decisión». Esta
coraza hecha de oro y lana azul, purpura y escarlata, estaba cosida con lino y sostenía
cuatro líneas de piedras horizontales por tres verticales (sumando 12 piedras). Cada
una de estas piedras tenía grabada sobre ella el nombre de una tribu de Israel a la que
representaba (Ex 28,17-21).
Por último encontramos el miter, turbante con el nombre de Dios grabado
(«Santidad al Señor»). Este constaba de una corona hecha de una sola pieza de oro
solido que iba de oreja a oreja (Ex 28,38). El turbante estaba puesto de tal manera que
dejaba espacio entre este y la corona. En este espacio se ponían las filacterias llamadas
tefillin (Dt 28,37; Ex 39,27). En cuanto al turbante en sí, estaba hecho de lino blanco y
medía aproximadamente 7 metros, envolviendo una y otra vez la parte superior de la
cabeza del sumo sacerdote. En la parte superior del turbante, y de punta a punta, se
llevaba además una tela de lana de color azul con tres líneas de oro horizontales con
decoraciones florales.
La impresión que causaba el sumo sacerdote vestido con estas prendas era grande.
En un apócrifo judío conocido como Carta de Aristeas, después de describir los vestidos
sumosacerdotales, se comenta las reacciones de la gente ante tal portento: respeto,
desconcierto, y la sensación de haber pasado a un mundo distinto (99). Otro
testimonio interesante es el del Eclo 50,5-10 donde se relacionan los vestidos del sumo
sacerdote con el orden de la creación. Cuando el sumo sacerdote Simón sale desde
detrás de la cortina del tabernáculo hacia el atrio de los sacerdotes7 trasluce en sus
vestidos el sol refulgente sobre el palacio real, el arcoíris que aparece entre las nubes, el
brote del Líbano en los días de verano, etc. Además fijémonos en los versículos 6-7
donde Simón es relacionado con la estrella luciente, con la luna, y finalmente con el
sol. El resplandor de la luminosidad de estos cuerpos celestes se presenta de manera
ascendente. Cada uno de estos cuerpos alaba el Nombre del Señor en el Sal 148,3. Es
como si la creación manifestará sus alabanzas al Señor a través de los vestidos del
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sumo sacerdote8.
Estos mismos vestidos que reflejaban la creación, se creía que habían pasado de
generación en generación, llegando hasta Adán. Esta idea está bien atestiguada en
distintas fuentes judías: Jer. Meg. 1,11; Gen. Rab. 20,12; 97,6; Num. Rab. 4,8; Tanhuma
B. Toledot 67; Bereshith 9; Aggadath Bereshith 42; FTP de Gn 48,22; PJ de Gn 27,15;
Tanhuma Toledot 12; Midrás Abkir de Gn 3,21. Fijémonos, por ejemplo, en Eclo 50,1
(versión hebrea) que describe al sumo sacerdote Simón como «la belleza» de su pueblo
Israel, la misma expresión que el Eclo 49,16 ocupa para hablar de «la belleza» de
Adán9. Este paralelismo es aún más interesante cuando notamos que la palabra hebrea
que se ocupa para hablar de belleza es tip’ert, la misma que describe los vestidos del
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sumo sacerdote en Eclo 50,11 o los de Aarón en Eclo 45,8 y en Ex 28,2.40. Lo que se
nos está diciendo es que los vestidos del sumo sacerdote coinciden con los vestidos de
Adán, ambos expresando una belleza sobrenatural.
El que los vestidos del sumo sacerdote reflejasen a la creación y a la humanidad lo
convertía en el mediador por antonomasia de los hombres delante de Dios. Así, las
piedras de ónice de las hombreras, que contenía los nombres de los patriarcas, y las 12
piedras del choshen mishpat, que contenían el nombre de cada tribu, tenían la función
de llevar el pueblo de Israel a la presencia de Dios (Ex 28,29; Eclo 45,11)10. Lo mismo
se puede predicar de las campanitas del robe, las que, de acuerdo a Eclo 45,911, al sonar
llevaban al pueblo delante de Dios.
Ahora bien, este movimiento no es unidireccional. Dios también se ha aproximado
al pueblo a través de los vestidos del sumo sacerdote. La inscripción de las dos piedras
de ónice del efod es fruto de una creatura llamada shamir (b Gitt 68a), la cual fue
creada por Dios en la tarde del primer Sabbath para tener delante de sí a los hijos de
Israel (LAB XXVI 4,8-15; b Pes 54ab; Sifre Deut 355; Mekh de R. Ismael Vayassa 653-
660; PJ de Nm 22,28; PRE 19,1). Filón de Alejandría, por su parte, atestigua que los
nombres de los patriarcas en estas dos piedras de ónice estaban inscritos con letras
divinas, memoriales de la naturaleza divina12. Por último, digamos que la dimensión
divina de los vestidos se trasluce en la traducción griega de Eclo 45,12-13 donde la
mitra del sumo sacerdote se describe como la gloria del honor, el trabajo de poder y la
belleza perfecta, cualidades todas dadas por el Nombre divino inscrito en ella13. El
término «belleza perfecta» deriva del griego Kosoumena horaia, expresión difícil de
traducir, pero que podrían tener relación con otro apócrifo, el Libro de los Jubileos (36,
7) donde se nos dice que Dios creó el mundo por medio de su Nombre. Es decir belleza
perfecta podría hacer relación a la creación realizada de manera hermosa a través del
Nombre de Dios. Los vestidos, entonces, llevan al pueblo la presencia divina del
Nombre de Dios y de su capacidad creadora.
El sumo sacerdote, por lo tanto, era una figura esencial, especialmente en lo
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concerniente al alto valor simbólico de sus vestidos. Y sin embargo, no era el único
actor, puesto que junto a él servían los sacerdotes y los levitas. Para terminar esta
primera aproximación al templo real, digamos algunas palabras sobre los sacerdotes y
los levitas que servían diariamente en él.
impresionante coro de personas que oficiaban en él. El santuario era más que un
espacio físico o real. El templo de Jerusalén era un espacio imaginado o simbólico, la
respuesta viva a preguntas humanas fundamentales sobre la estructura del cosmos, el
lugar que Dios y el hombre ocupa en él, el sentido de la historia, y el verdadero origen
y destino del ser humano. El templo configuraba la visión de una realidad trascendente
(metafísica y antropológicamente hablando) que proveía las respuestas a preguntas
vitales a las que la realidad cotidiana no podía responder. Una de las formas como
estas respuestas se «aprehendían» o «adquirían» era través de las experiencias
religiosas, sean ordinarias o extraordinarias. Al mismo tiempo, estas mismas
experiencias religiosas se explican, o adquieren sentido, para la comunidad, a través de
una rica simbología relacionada con el templo. Ahora bien, ¿cómo podemos definir las
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experiencias religiosas? ¿Qué las hace ordinarias o extraordinarias? Y por último, ¿por
qué hemos dicho que las creencias y valores relacionados con el templo se
aprehendían o se explicaban principalmente a través de las experiencias religiosas?
Necesitamos, primero, decir que una experiencia se define como religiosa cuando el
sujeto que la vive y su comunidad de fe la interpretan como tal15. En este sentido es
importante añadir que toda experiencia religiosa está referida a la realidad trascendente
en la que cree el sujeto y su comunidad de fe. Esto hace que la experiencia se defina
como «religiosa» y no como «secular». Una experiencia religiosa será ordinaria cuando
el sujeto que la percibe lo hace a través de estados de conciencia (sensaciones
somáticas y percepciones) mediante los que orienta su praxis cotidiana. A esta
categoría pertenecerían todas aquellas experiencias religiosas que derivan de prácticas
habituales, incluso rutinarias, pero a las que el sujeto y su grupo de fe otorgan un
significado religioso. Las peregrinaciones, la oración silenciosa en el atrio de los
israelitas, el Shabbat, el participar de la liturgia del Yom Kippur, el estudio de la torá, el
llevar las filacterias, la observancia de reglas de pureza, etc. Es importante apuntar que
las experiencias religiosas ordinarias vienen a reforzar en los sujetos, desde la niñez a la
adultez, las creencias del grupo al que se pertenece.
La experiencia religiosa extraordinaria, por otro lado, se distingue de la ordinaria en
que el sujeto la percibe a través de estados alternativos de conciencia, esto es, de
sensaciones somáticas y percepciones mediante los cuales el individuo no funciona
cotidianamente. Ejemplos de experiencias religiosas extraordinarias pueden ser los
sueños cuando se interpretan en clave espiritual, las visiones, los viajes celestes de
algunos rabinos o gnósticos, y las diversas vivencias inducidas mediante consumo de
drogas, ciertos ejercicios corporales, ayunos extremos, etc.
Es necesario añadir que uno de los objetivos primarios de la praxis religiosa, sea
ordinaria o extraordinaria, es la transformación del sujeto. Esta transformación puede
darse a través de la búsqueda existencial de una identidad idealizada (inmortal y
perfecta; angelical o adámica; divinizada o santificada, etc.), o bien, de la búsqueda de
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por la irresponsabilidad de los jefes rebeldes judíos el año 70. Como veíamos más
arriba, el atrevido David apostó su juventud y belleza enfrentándose al inmenso Goliat
a través de las armas tradicionales. Perdió, y el templo físico cayó hasta sus cimientos.
Esto significó un punto de quiebra en el judaísmo de la época. Grupos religiosos como
los saduceos no sobrevivieron. Sin el templo perdieron el sostén físico e ideológico
desde el cual ejercían su poder. Otras corrientes fueron poco a poco configurando un
judaísmo diferente, el rabínico que conocemos hoy y que no se articula en relación al
templo. Los fariseos, con su afán de santificar la vida cotidiana del pueblo, fueron muy
importantes en este proceso. La destrucción del templo significó también que se
perdiera el liderazgo de los judeocristianos de Jerusalén en relación a sus hermanos
gentiles de la diáspora. Este acontecimiento sería fundamental en la escisión de los
cristianos en relación al judaísmo.
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Ahora bien, si las ruinas del santuario significaron el fin del judaísmo del segundo
templo y el impulso definitivo a nuevas formas religiosas, cabe preguntarse si
verdaderamente el templo como lugar imaginado dejo de existir. ¿Se destruyó también
el templo como lugar simbólico? ¿Qué pasó con el templo como espacio imaginado
que otorgaba respuestas metafísicas y antropológicas fundamentales a los hombres?
¿Qué paso con este dialogo virtuoso entre creencias y valores en relación al templo y
las experiencias religiosas?
experiencias religiosas, siguió estando presente no solo para los judíos, sino que
también para los cristianos y los gnósticos de lugares y tiempos muy diversos. Textos
judíos apócrifos tan distintos como el Testamento de Leví, el Documento de Damasco, y
las Hejalot Rabbati tienen una cosmología, una antropología, y un sentido de la
historia semejante a los de un texto gnóstico cristiano como el Evangelio de Felipe, o
con una obra cristiana canónica como el Apocalipsis de Juan. Y este sustrato análogo,
que explica experiencias religiosas tan diversas, no es otro que una idea simbólica del
templo que sobrevivió a la destrucción del templo real. De hecho, el surgimiento del
cristianismo y el gnosticismo no se pueden entender, en parte, si prescindimos de las
creencias y valores que giraban en torno al significado imaginado del templo de
Jerusalén. En otras palabras, parte importante de los textos judíos y cristianos
primitivos donde se podría discernir respuestas a preguntas existenciales
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fundamentales a través de experiencias religiosas concretas están influidas por las
mismas creencias y valores que parten del templo como lugar simbólico.
El propósito de este libro, por lo tanto, es el profundizar en la existencia de este
conjunto de creencias y valores que constituyen el templo como espacio imaginado.
Esta es la matriz que explica un texto como la descripción de una experiencia religiosa
dadora de sentido. Para ilustrar este amplio universo estudiaremos textos previos a la
destrucción del templo como el Testamento de Leví y el Documento de Damasco.
También veremos textos posteriores al año 70 de origen cristiano como el Apocalipsis
de Juan y el Evangelio de Felipe. Textos judíos, cristianos y gnósticos. La diversidad de
grupos religiosos, géneros literarios y tiempos de composición nos hablan de la
importancia del templo imaginado. Posteriormente nos detendremos en la figura del
sumo sacerdote para entender dos protagonistas importantes de las experiencias
cristianas y judías: Jesucristo y Metatrón. Lo que es absolutamente sorprendente es
considerar que el templo como lugar simbólico siguió dando respuestas a preguntas
fundamentales, especialmente a través de la descripción de experiencias religiosas,
siglos después de la destrucción del santuario por los romanos.
Habiendo introducido el tema de nuestro estudio, continuemos profundizando en la
importancia del santuario a través de un texto apócrifo judío llamado Testamento de
Leví, escrito mientras todavía el templo estaba en pie. Este es un texto que si bien tiene
rasgos del género apocalíptico, pertenece al género testamentario. Pero, ¿qué sucede en
el Testamento de Leví? ¿De qué manera el templo como lugar simbólico puede definir el
relato del texto como una experiencia religiosa? ¿De qué experiencia religiosa se
trataría? ¿A qué preguntas fundamentales estaría respondiendo este texto? El Testamento
de Leví es un relato fascinante y que tuvo una gran influencia en el cristianismo
primitivo. Vale la pena continuar por allí.
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1 Eveline VAN S TAALDUINE-S ULMAN, The Targum of Samuel, Brill, Leiden 2002, pp. 366-375. El orden acróstico
siguiendo el alfabeto hebreo no es estricto, pues se omiten la dalet, mem, nun y samekh y las letras ‘ayin y pe
aparecen en un orden inverso. Sin embargo, este orden acróstico roto no es único en la Biblia; de igual modo
encontramos un ejemplo similar en los Salmos 9–10. Para más detalles: C. T. R. HAYWARD, «The Aramaic Song of
the Lamb (The Dialogue between David and Goliath)», Old Testament Pseudepigrapha (eds. R. BAUCKHAM, J. R.
DAVILA, A. PANAYOTOV), W. B. Eerdmans Publishing, Grand Rapids 2013, p. 274.
2 C. T. R. HAYWARD, «The Aramaic Song of the Lamb», p. 278.
5 F LAVIO JOSEFO, o. c.
6 F LAVIO JOSEFO, o. c.
7 Algunas traducciones interpretan que el sumo sacerdote Simón está saliendo del santo de los santos lo que
sería problemático por tres razones. La primera, la única ocasión en el año cuando el sumo sacerdote puede entrar,
y por lo tanto abandonar el santo de los santos, es en el Yom Kippur (Lv 16,2.29-34). Los más distintivos rituales
que configuran el Yom Kippur están ausentes de Eclo 5,1-24, donde se acentúa más un ambiente triunfal que uno
de recogimiento. Segundo, el término usado en la versión hebrea de Eclo 50,5 es byt hprkt, que bien puede referirse
a la cortina que separa el tabernáculo del atrio de los sacerdotes. Tercero, si se tratase del Yom Kippur, y por lo
tanto el sumo sacerdote estaría saliendo del santo de los santos, vestiría otra vestimenta, mucho más austera que la
que se tiene en vista. Para más detalles: C. T. R. HAYWARD, The Jewish Temple, A Non-Biblical Sourcebook, Routledge,
Londres-Nueva York 1996, p. 50.
8 Ibíd., pp. 41-50.
10 Estas últimas piedras tenían, además, la facultad de ser un instrumento adivinatorio (Ex 28,30). Cuando el rey
o un alto dignatario atendían un asunto delicado acudían al sumo sacerdote que oraba sabiendo que el poder del
discernimiento divino se encontraba en estas piedras y así recibía la respuesta a través de una visión profética.
11 C. T. R. HAYWARD, op. cit., pp. 63-70.
12 Es interesante constatar que para Filón cada una de estas piedras representa los dos hemisferios (norte y sur),
cada uno acogiendo seis signos del zodiaco (QE II 109), representando en total las doce creaturas del zodiaco (QE
II 114). Los patriarcas son estrellas a las que se les asigna una constelación, de tal manera que se convierten en
cuerpos celestiales que se mueven en los cielos. C. T. R. HAYWARD, op. cit., pp. 63-70.
13 El texto dice: «Corona de oro sobre el turbante y una flor con la inscripción. La gloria del honor, trabajo de
poder, encanto de los ojos, belleza perfecta. Antes de él no hubo cosa semejante: ningún laico la vestirá jamás,
solamente sus hijos y sus nietos sucesivamente».
14 La Misná (ed. Carlos del Valle), Sígueme, Salamanca 2011.
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15 Frances F LANNERY, «The Body and Ritual Reconsidered, Imagined, and Experienced», en C. S HANTZ y R. A.
WERLINE (eds.), Experientia, vol. I, Society of Biblical Literature, Atlanta 2008, p. 18.
16 Moshe IDEL, Cábala y Eros, Siruela, Madrid 2005, pp. 181-182.
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