García-Huidobro, Tomás, El Templo. Descripción. (PG - 10 - 23)

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En

los siguientes apartados estudiaremos hasta qué punto la historia y la identidad de


Israel estaba entrelazada con su templo, las características físicas de este, sus
celebraciones y los sacerdotes que atendían sus liturgias. El templo de Jerusalén era el
centro de la vida espiritual, económica y política de Israel.

1. El templo de Jerusalén, corazón de la historia e identidad


de Israel
Gran parte de la historia del pueblo de Israel, y por lo tanto de su identidad, estaba
íntimamente relacionada con el templo de Jerusalén. Se cree que el primer templo fue
construido por Salomón hacia el siglo X a.C. Desde el reinado de Ezequías el templo
fue considerado el único lugar donde se podía adorar a Dios (2 Re 18,4-6.22; Is 36,7; 2
Cr 32,12), suprimiendo así los santuarios locales. Esta idea se reforzó con especial
énfasis con la reforma de Josías (2 Re 23,21-23; 2 Cr 35,1-18). Se creía que si se
adoraba solamente a Yavé, desde un único templo en Jerusalén, Este se mostraría
propicio a Judea. Esta convicción, sin embargo, no resultó ser verdad. En el año 586
Judea fue invadida y derrotada en manos de los babilónicos liderados por
Nabucodonosor II. El templo fue saqueado y destruido. Los jefes judíos con una
importante población fueron deportados a Babilonia. Esta tragedia marca el fin de todo
un período histórico caracterizado por las continuas advertencias de los profetas,
quienes afirmaban que la infidelidad a la alianza sería castigada por Dios (Miq 3,12; Jr
7,14; 24,4-6; Ez 5,11; etc.).
El exilio en Babilonia vio su fin con la conquista persa de Ciro en el 538 a.C. quien
autorizó a los judíos regresar a Jerusalén y reconstruir su templo. La construcción del
segundo templo se realizó, venciendo muchas dificultades, bajo el liderazgo de
Zorobabel y fue terminado hacia el año 515 a.C. Se inicia así un período conocido
como el del segundo templo (hasta su destrucción por los romanos en el año 70 d.C.)
durante el cual el santuario fue el centro de la vida política, económica y espiritual de
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la nación. Así, por ejemplo, cuando el rey seléucida Antíoco IV Epífanes en el 167 a.C.
profanó el templo e intentó erigir un santuario a Zeus provocó la ira del pueblo que
conduciría a la revuelta macabea y a la independencia judía, que duraría más de un
siglo.
Durante gran parte de este período el templo de Jerusalén, aunque impresionante, no
destacaba especialmente en relación a otros centros espirituales de la época. Esto
cambió, sin embargo, hacia el 19 a.C., cuando, bajo el dominio romano, Herodes el
Grande comenzó una gran restructuración del templo que lo convertiría en uno de los
edificios más impresionantes del mundo antiguo. Se contrataron más de diez mil
obreros especializados, se procuraron mil carros para el traslado de piedras, y se
instruyó a mil sacerdotes para que pudieran trabajar en los lugares a los que solo ellos

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tenían acceso (Antigüedades de los judíos, XV, 11, 2)6. Más adelante la gente contaría
que, mientras se construía el templo, Dios había dispuesto, para no retrasar los
trabajos, que nunca lloviese de día. De hecho, decían, solo llovía de noche y, la
ampliación y embellecimiento del templo se realizaron con prontitud (Antigüedades,
XVI, 11, 7). Sin lugar a dudas, ya en el primer siglo de nuestra era el templo de
Jerusalén era motivo de orgullo para la mayoría de los judíos tanto en Judea como en
la diáspora. Sin embargo, no muchos años después de la finalización de las obras
aconteció la primera sublevación judía en contra del Imperio romano cuyo resultado,
como hemos visto más arriba, fue la destrucción de Jerusalén y el templo el año 70 d.C.
Este desastroso acontecimiento marcaría un hito fundamental en la historia de Israel,
del judaísmo rabínico, y del cristianismo.
Las características físicas del templo eran impresionantes. Con sus 144.000 metros
cuadrados, el santuario tenía muy poco que envidiarle a las grandes maravillas
arquitectónicas de su época. Sus murallas medían 281 metros de largo por el sur, 466
metros por el este, 488 metros por el oeste, y 315 metros por el norte. Sus grandes
proporciones y las piedras blancas utilizadas en su construcción lo hacían visible desde
el campo a muchos estadios de distancia (Antigüedades, XVI, 11, 3).
Con respecto al templo en sí mismo, y siguiendo la descripción de Josefo
(Antigüedades, XVI, 11, 5) tres eran los espacios fundamentales que lo dividían. El
primero era un gran espacio o soreg, compuesto por varios patios o atrios, que
representaba el lugar abierto que rodeaba al tabernáculo. Dentro de este gran espacio, y
hacia fuera, se encontraban los pórticos, que consistían en dos filas de columnas,
ciento setenta y dos en total, que en el noroeste se juntaban con la Fortaleza Antonia.
Las columnas eran tan gruesas que para abrazarlas debían juntarse tres hombres por
las manos. Generalmente en estos pórticos se hallaba una gran multitud bulliciosa en
febril actividad, gentiles y judíos, mercaderes y cambistas. Fue en este lugar donde Jesús
realizó el acto profético que nos cuentan los evangelios en Mc 11,15ss. Más hacia
adentro se encontraba un segundo patio, «el de las mujeres», donde todo israelita podía
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orar y estudiar la ley bajo condición de estar purificado. Ningún gentil podía entrar
bajo pena de muerte. Al final de este lugar, y siempre hacia dentro, se encontraban
unas escaleras que ascendían hacia la puerta de Nicanor, desde donde se accedía al
atrio de los israelitas. Este nuevo atrio era largo y estrecho, y solo podían permanecer
en él los israelitas varones. Dos habitaciones se encontraban en los extremos de este
atrio, al norte la llamada «Finehas», donde se guardaban los vestidos litúrgicos; al sur,
la llamada de los «Havitin», donde se preparaban las ofrendas comestibles. Desde el
atrio de los israelitas se podía acceder a otro patio, reservado solo para los sacerdotes y
levitas, en donde se practicaban los sacrificios. Es un lugar más sagrado, más solemne,
en el que diariamente se sacrificaban animales. Al medio de este atrio se encontraba el
Altar de los holocaustos. Al suroeste de este patio se encontraba la habitación del
Sacrificio del cordero; al sureste la de los que hacían el pan de la proposición; al
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noreste la que contenía los restos del antiguo altar profanado; y al noroeste la del ritual
de la inmersión.
La segunda parte dentro de la división tripartita del templo era el lugar santo o
tabernáculo. De acuerdo a Mid. 4, 7 el tabernáculo tenía la forma de un león, angosto
en la parte trasera, y ancho en la parte delantera. La fachada del tabernáculo estaba
adornada con cuatro columnas, y la puerta abierta dejaba ver un velo de grandes
proporciones en el fondo. Entre las vigas del cielo se contemplan coronas de oro. El
techo era plano, las paredes de la sala estaban cubiertas de oro, y el piso era de
mármol. En su interior se guardaban algunos objetos sagrados muy valiosos, como el
Altar de oro de los perfumes, el candelabro y la mesa de los panes de la proposición.
Distintas habitaciones componían el tabernáculo, siendo el santo de los santos la más
importante.
La tercera parte, dentro de la división tripartita del templo, es precisamente el santo
de los santos, una pequeña habitación de 20 x 20 cubos que se encontraba separada del
tabernáculo por dos velos. En el santo de los santos se pensaba que habitaba el Dios de
Israel. Este era el lugar sagrado por antonomasia. Nadie podía entrar en esta habitación
salvo el sumo sacerdote una vez al año, para la celebración del Yom Kippur. El santo de
los santos no contenía ningún mueble, solo el arca de la alianza. Esta consistía en un
cofre hecho de acacia, cubierto de oro, y con cuatro anillos en cada costado para
levantarlo y transportarlo con dos báculos (Ex 25,10-15; 37,1-5). Por encima del arca
se encontraban dos figuras de querubines de la Gloria, cubriendo con sus alas el Lugar
del Perdón (Heb 9,5). La cubierta del arca junto con los querubines constituían no solo
el lugar sobre el cual se expiaba por los pecados del pueblo (Ex 25,17.21; Filón, De
cherubim et flammeo gladio, 25; Moisés 2,95), sino que también el trono divino sobre el
que descansaba la gloria de Dios (Ex 25,22; Nm 7,89).
Ahora bien, para completar una primera aproximación al templo de Jerusalén no
debemos olvidar otros elementos que lo definían, como eran las fiestas sagradas, el
sumo sacerdote, los sacerdotes y los levitas. Todos estos elementos revestían al
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santuario de vida y sentido. Revisemos someramente primero las fiestas que se


celebraban, luego el rol que jugaba el sumo sacerdote, poniendo especial interés en los
vestidos de este. Más adelante, seguiremos través de una breve descripción de las
principales tareas de los sacerdotes y los levitas. Solo entonces tendremos una primera
aproximación general al templo de Jerusalén como espacio físico real.

2. Sacrificios y fiestas en el templo de Jerusalén


La vida en el templo de Jerusalén giraba en torno a varias liturgias y fiestas. En
primer lugar encontramos los sacrificios diarios (Tamid) que se celebraban en la
mañana y en la tarde. Básicamente consistían en dos sacrificios, el del cordero y el
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incienso (Ex 30,1-10), además de otros movimientos litúrgicamente muy bien
orquestados como el servicio de la menorah (lámpara de siete brazos) (Nm 8,1-2; Ex
25,37; 27,20), la preparación del altar, la libación del vino, los distintos sorteos para
determinar las responsabilidades mayores, etc. Un día especial de la semana, que
además podía reconfigurar las liturgias de los festivales en caso de coincidir, era el
Shabbat que conmemoraba el día séptimo de la creación cuando Dios, complacido
con su obra, descansó (Gn 2,1-3). El Shabbat era un día especial porque Dios lo había
santificado, esto es, lo había puesto a parte del tiempo ordinario especialmente para
Israel (Midrás Bereshith Rabba Parsha, 11).
Además de los sacrificios diarios y el Shabbat la vida litúrgica se coordinaba en
relación a los festivales. Tres festivales coincidían con sendas peregrinaciones.
Comencemos mencionando el Passover que conmemoraba el tiempo de la libertad, el
éxodo del pueblo desde la esclavitud de Egipto a la tierra prometida (Ex 12,1-27; Lv
23,4-8). El día mismo de la Pascua, después de acudir al templo para el sacrificio de los
corderos y de la preparación de la cena, todos los miembros de la familia y amigos, sea
donde sea que se hospedasen, se recostaban en cojines e iban cogiendo de la carne
asada, las matzot, las hierbas amargas, las charoset y el vino. Entonces, el más joven se
levantaba para preguntar qué hacía de esta noche una noche tan especial. Y así, los
ancianos comenzaban a recordar la noche cuando el Dios de Israel les condujo fuera
de Egipto para constituirlos en un pueblo libre
Otro festival que coincidía con una peregrinación era el Shavuot (Ex 23,26; Nm
28,26), que rememoraba el aniversario de la revelación de la Torá en el monte Sinaí y
el ofrecimiento ante el sacerdote de las primicias de los siete frutos de las cosechas que
sobresalen en la tierra de Israel: trigo y cebada, viñas, higueras y granados, olivares y
miel (Dt 8,8).
La fiesta de las Sukkot (o tabernáculos) (Lv 23,33-43) también era el culmen de una
peregrinación. Consistía en siete días de gozo que evocaban la confianza que la
generación que peregrinó en el desierto depositó en Dios. La manera de celebrar estos
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días se transmitía especialmente de manera oral, por ejemplo en lo concerniente al


mandamiento de los sauces y el derramamiento de agua. Estas eran ceremonias que se
realizaban alrededor del altar, al alba, después de largas y alegres celebraciones de la
comunidad judía en el atrio de las mujeres. El Shemini Atzeret, considerado de alguna
manera un festival en sí mismo, era el octavo día después del Sukkot, y su objetivo era
profundizar los contenidos espirituales de los días precedentes, especialmente la alegría
de ser parte del pueblo elegido.
Tenemos que mencionar también otras liturgias como el primer día del mes lunar o
Rosh Hodesh, esto es, cuando aparece la luna creciente; y el año nuevo o Rosh Ha-
Shanah. Por último, no podemos olvidar otra celebración muy importante en el
calendario litúrgico, el Día de la expiación o Yom Kippur. Este era un día de ayuno,
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contrición y perdón por los pecados del pueblo y del sumo sacerdote (y su familia).
También era la oportunidad que tenía la comunidad para pedirse perdón unos a otros y
reconciliarse. Destaquemos que esta era la única ocasión del año cuando el sumo
sacerdote entraba en el santo de los santos y que pronunciaba el Nombre de Dios.
Particularmente interesante era la ceremonia donde se echaban en suerte dos cabritos,
uno para ser sacrificado «por el Señor» y el otro para ser expulsado al desierto a Azazel
(Lv 16,5-8).
Todas estos rituales no solo acompañaban el paso del año de los judíos, también
configuraban su identidad en torno a una historia y a una alianza en común. En este
esquema era fundamental la participación de los mediadores entre Dios y los hombres,
los sacerdotes y levitas, siendo el sumo sacerdote el mediador por excelencia.
Continuaremos deteniéndonos en la figura del sumo sacerdote y sus vestidos.

3. El sumo sacerdote y el poder de sus vestidos


El sumo sacerdote era la figura más importante en el templo por cuanto tenía la
capacidad de llevar delante de Dios la creación y el mundo de los hombres con sus
suplicas y acciones de gracia; al mismo tiempo, de representar delante de los hombres
cualidades divinas como la sabiduría y la gloria. El sumo sacerdote era como una
bisagra que unía y articulaba la realidad sobrenatural y la material. Hoy en día nos
cuesta entender el rol sumosacerdotal. Creemos que cada persona puede acceder a la
divinidad sin intermediarios. Más extraño aún nos resulta entender que los vestidos
sumosacerdotales jugasen un papel fundamental en estas funciones mediadoras. Y es
que era como si estos representasen el mundo divino y humano con independencia de
las cualidades morales de quien los portase. Debido a estas características, los vestidos
del sumo sacerdote tenían potencialmente un gran poder religioso y político. De allí
que se los guardase con celo. No podían caer en manos equivocadas. Detengámonos
por un momento en estas prendas sumosacerdotales. ¿Cómo eran estos vestidos? ¿Qué
representaban?
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La primera prenda era una túnica de lino blanca que era común para todo sacerdote.
Sobre ella se vestía un manto llamado «robe», todo de azul, sin mangas, y adornado en
su parte inferior con granados de azul, púrpura, carmesí y lino torcido que alternaba
con campanillas de oro puro (Ex 28,31-36). Sobre este robe se encontraba una de las
prendas más importantes del sumo sacerdote, el efod, conjunto de dos piezas unidas a
la altura de los hombros mediante dos piedras de ónice, conocidas como piedras de la
memoria (Ex 28,12), apoyadas sobre dos hombreras, con los nombres de los hijos de
Israel grabadas en ellas (Ex 39,6). El efod estaba ricamente bordado con hilos de
colores y se ceñía a la cintura con un cinto llamado sash (Ex 39,29), tejido con los
mismos materiales (Ex 28,9-10).

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De la base de oro donde estaban puestas las piedras de ónice del efod salían dos
cadenas que llegaban hasta la cintura y que sostenían otra prenda muy importante, el
choshen mishpat, llamada también «coraza del juicio» o «coraza de la decisión». Esta
coraza hecha de oro y lana azul, purpura y escarlata, estaba cosida con lino y sostenía
cuatro líneas de piedras horizontales por tres verticales (sumando 12 piedras). Cada
una de estas piedras tenía grabada sobre ella el nombre de una tribu de Israel a la que
representaba (Ex 28,17-21).
Por último encontramos el miter, turbante con el nombre de Dios grabado
(«Santidad al Señor»). Este constaba de una corona hecha de una sola pieza de oro
solido que iba de oreja a oreja (Ex 28,38). El turbante estaba puesto de tal manera que
dejaba espacio entre este y la corona. En este espacio se ponían las filacterias llamadas
tefillin (Dt 28,37; Ex 39,27). En cuanto al turbante en sí, estaba hecho de lino blanco y
medía aproximadamente 7 metros, envolviendo una y otra vez la parte superior de la
cabeza del sumo sacerdote. En la parte superior del turbante, y de punta a punta, se
llevaba además una tela de lana de color azul con tres líneas de oro horizontales con
decoraciones florales.
La impresión que causaba el sumo sacerdote vestido con estas prendas era grande.
En un apócrifo judío conocido como Carta de Aristeas, después de describir los vestidos
sumosacerdotales, se comenta las reacciones de la gente ante tal portento: respeto,
desconcierto, y la sensación de haber pasado a un mundo distinto (99). Otro
testimonio interesante es el del Eclo 50,5-10 donde se relacionan los vestidos del sumo
sacerdote con el orden de la creación. Cuando el sumo sacerdote Simón sale desde
detrás de la cortina del tabernáculo hacia el atrio de los sacerdotes7 trasluce en sus
vestidos el sol refulgente sobre el palacio real, el arcoíris que aparece entre las nubes, el
brote del Líbano en los días de verano, etc. Además fijémonos en los versículos 6-7
donde Simón es relacionado con la estrella luciente, con la luna, y finalmente con el
sol. El resplandor de la luminosidad de estos cuerpos celestes se presenta de manera
ascendente. Cada uno de estos cuerpos alaba el Nombre del Señor en el Sal 148,3. Es
como si la creación manifestará sus alabanzas al Señor a través de los vestidos del
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sumo sacerdote8.
Estos mismos vestidos que reflejaban la creación, se creía que habían pasado de
generación en generación, llegando hasta Adán. Esta idea está bien atestiguada en
distintas fuentes judías: Jer. Meg. 1,11; Gen. Rab. 20,12; 97,6; Num. Rab. 4,8; Tanhuma
B. Toledot 67; Bereshith 9; Aggadath Bereshith 42; FTP de Gn 48,22; PJ de Gn 27,15;
Tanhuma Toledot 12; Midrás Abkir de Gn 3,21. Fijémonos, por ejemplo, en Eclo 50,1
(versión hebrea) que describe al sumo sacerdote Simón como «la belleza» de su pueblo
Israel, la misma expresión que el Eclo 49,16 ocupa para hablar de «la belleza» de
Adán9. Este paralelismo es aún más interesante cuando notamos que la palabra hebrea
que se ocupa para hablar de belleza es tip’ert, la misma que describe los vestidos del
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sumo sacerdote en Eclo 50,11 o los de Aarón en Eclo 45,8 y en Ex 28,2.40. Lo que se
nos está diciendo es que los vestidos del sumo sacerdote coinciden con los vestidos de
Adán, ambos expresando una belleza sobrenatural.
El que los vestidos del sumo sacerdote reflejasen a la creación y a la humanidad lo
convertía en el mediador por antonomasia de los hombres delante de Dios. Así, las
piedras de ónice de las hombreras, que contenía los nombres de los patriarcas, y las 12
piedras del choshen mishpat, que contenían el nombre de cada tribu, tenían la función
de llevar el pueblo de Israel a la presencia de Dios (Ex 28,29; Eclo 45,11)10. Lo mismo
se puede predicar de las campanitas del robe, las que, de acuerdo a Eclo 45,911, al sonar
llevaban al pueblo delante de Dios.
Ahora bien, este movimiento no es unidireccional. Dios también se ha aproximado
al pueblo a través de los vestidos del sumo sacerdote. La inscripción de las dos piedras
de ónice del efod es fruto de una creatura llamada shamir (b Gitt 68a), la cual fue
creada por Dios en la tarde del primer Sabbath para tener delante de sí a los hijos de
Israel (LAB XXVI 4,8-15; b Pes 54ab; Sifre Deut 355; Mekh de R. Ismael Vayassa 653-
660; PJ de Nm 22,28; PRE 19,1). Filón de Alejandría, por su parte, atestigua que los
nombres de los patriarcas en estas dos piedras de ónice estaban inscritos con letras
divinas, memoriales de la naturaleza divina12. Por último, digamos que la dimensión
divina de los vestidos se trasluce en la traducción griega de Eclo 45,12-13 donde la
mitra del sumo sacerdote se describe como la gloria del honor, el trabajo de poder y la
belleza perfecta, cualidades todas dadas por el Nombre divino inscrito en ella13. El
término «belleza perfecta» deriva del griego Kosoumena horaia, expresión difícil de
traducir, pero que podrían tener relación con otro apócrifo, el Libro de los Jubileos (36,
7) donde se nos dice que Dios creó el mundo por medio de su Nombre. Es decir belleza
perfecta podría hacer relación a la creación realizada de manera hermosa a través del
Nombre de Dios. Los vestidos, entonces, llevan al pueblo la presencia divina del
Nombre de Dios y de su capacidad creadora.
El sumo sacerdote, por lo tanto, era una figura esencial, especialmente en lo
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concerniente al alto valor simbólico de sus vestidos. Y sin embargo, no era el único
actor, puesto que junto a él servían los sacerdotes y los levitas. Para terminar esta
primera aproximación al templo real, digamos algunas palabras sobre los sacerdotes y
los levitas que servían diariamente en él.

4. Sacerdotes y levitas en el servicio del templo


Además del sumo sacerdote, también los sacerdotes y levitas servían en el templo.
Comencemos diciendo que no cualquier persona podía ser sacerdote o levita, puesto
que el serlo o no dependía de la ascendencia familiar a la que pertenecían estas
personas. Más que vocación sacerdotal lo que encontramos son castas determinadas
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por vínculos de sangre. En todo caso el pertenecer a una determinada familia tampoco
era la única condición para ser sacerdote. El sujeto debía, además, carecer de defectos
físicos. En el tratado de los Midot se nos dice que el Sanedrín se juntaba y examinaban
a los candidatos al sacerdocio de acuerdo a las especificaciones legales y bíblicas. Una
vez que el candidato se consideraba apto (linaje adecuado y sin defectos) se alegraban
y recitaban juntos: «¡Bendito sea Dios, bendito sea!, que no se ha encontrado defecto
en la generación de Aarón. Bendito sea el que escogió a Aarón y a su descendencia para
servir al Señor en la casa del santo de los santos» (5,4)14. Por último es necesario
mencionar que los sacerdotes y levitas pueden servir en el templo porque han
observado una serie de reglas temporales que los han colocado en estado de pureza (Lv
19,26; Dt 12,29-31). Y no puede ser de otra manera porque para aproximarse al Dios
de Israel, el absolutamente Otro y transcendente, el hombre se debe encontrar
purificado. En otras palabras, los sacerdotes deben ser santos porque «Yo el Señor soy
Santo».
Por lo tanto el linaje familiar, la ausencia de defectos físicos y la observancia de
estrictas reglas de pureza en el servicio del templo dotaban a estos hombres de la
capacidad de servir a la divinidad. Esta idea se basaba en la naturaleza del templo
como casa de Dios. Como en toda casa de alguien relevante había siervos que atendían
al señor y cumplían sus necesidades y deseos. Esta era la función de los sacerdotes y
levitas en la casa de Dios.
Ahora bien, las funciones de los sacerdotes y levitas se distinguían. Los primeros se
dividían en 24 brigadas (kohanim), cada una de las cuales servía un turno de una
semana. Cada brigada se dividía, a su vez, en seis clanes o ramas, cada una para servir
un día de la semana señalada. El sábado servían todos juntos. Los sacerdotes podían
ofrecer sacrificios comunitarios e individuales en el altar, quemar incienso, prender las
lámparas, y bendecir a la gente. También les era permitido cantar los salmos, junto a
los levitas, aunque solo ellos tenían el derecho de hacer sonar las trompetas al
comienzo de las canciones y entre los capítulos. Tanto sacerdotes como levitas
oficiaban como guardianes de las puertas, aunque, y para señalar su estatus superior,
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los primeros siempre ocupaban un lugar más prominente (Mid. 1, 5).


Los levitas tenían funciones más restringidas que los sacerdotes. Vigilaban las
puertas de los distintos pórticos día y noche, cerrándolas y abriéndolas cuando
correspondía; cantaban los salmos en el límite entre el atrio de los sacerdotes y el de
los israelitas (Mid. 2, 10); supervisaban a los visitantes, especialmente en lo
concerniente al seguimiento de las reglas de pureza; velaban por el cuidado del templo
en general (Praem. 6).
Terminemos recapitulando que el templo de Jerusalén era un lugar impresionante, su
tamaño era inmenso, su arquitectura bellísima. Era el corazón, ya sea que se le
aprobase o criticase, de la vida religiosa de los distintos grupos que conformaban el
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judaísmo del segundo templo. El sumo sacerdote, los sacerdotes y levitas orquestaban
un espectáculo conmovedor, en los sacrificios diarios como en los festivales, sirviendo
de intermediarios entre Dios y los hombres. Y sin embargo, el templo era mucho más
que el edificio, los festivales y los sacerdotes. El templo no solo era un lugar real,
también era un lugar imaginado. El templo (i) representaba en el imaginario de la
gente una copia del cosmos, con todos sus eones y seres celestiales. El templo (ii)
rememoraba también el lugar donde la condición humana alcanzaba la perfección
reencontrándose con su identidad adámica previa al pecado o uniéndose (colectiva o
individualmente) con la divinidad. El templo (iii), por último, era el lugar donde lo
trascendente, el Dios único de Israel, se trasparentaba a través de su mediador por
excelencia, el sumo sacerdote, modelo desde el cual la gente se imagina a un ser
celestial que cumpliría los mismos cometidos. El templo de Jerusalén era un espacio
simbólico que trascendía en mucho sus características materiales.
Antes de detenernos en cada uno de estos elementos representados por el templo, es
necesario reparar en un elemento que es fundamental en este libro. Cada una de estas
características imaginadas (o simbólicas) se interioriza y se refuerza en la gente a través
de las experiencias religiosas, ordinarias y extraordinarias, que configuran la vida diaria
del templo. Al mismo tiempo, estas mismas experiencias religiosas son mediadas, o si
se prefiere, adquieren sentido para la gente, a través de estos símbolos en relación al
santuario. Este es un dialogo fructífero entre creencias y experiencias religiosas que
tiene como centro neurálgico el templo de Jerusalén y que podemos entrever hoy a
través de una serie de textos antiguos de los más diversos géneros literarios. Nos
estamos, así, acercando a la tesis central de este libro. Veamos con más detalles estos
puntos.

5. El templo de Jerusalén, mucho más que un santuario


Partamos, entonces, explicando con más detalle la idea de fondo que recorrerá este
libro. El templo de Jerusalén era mucho más que un espléndido edificio con un
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impresionante coro de personas que oficiaban en él. El santuario era más que un
espacio físico o real. El templo de Jerusalén era un espacio imaginado o simbólico, la
respuesta viva a preguntas humanas fundamentales sobre la estructura del cosmos, el
lugar que Dios y el hombre ocupa en él, el sentido de la historia, y el verdadero origen
y destino del ser humano. El templo configuraba la visión de una realidad trascendente
(metafísica y antropológicamente hablando) que proveía las respuestas a preguntas
vitales a las que la realidad cotidiana no podía responder. Una de las formas como
estas respuestas se «aprehendían» o «adquirían» era través de las experiencias
religiosas, sean ordinarias o extraordinarias. Al mismo tiempo, estas mismas
experiencias religiosas se explican, o adquieren sentido, para la comunidad, a través de
una rica simbología relacionada con el templo. Ahora bien, ¿cómo podemos definir las
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experiencias religiosas? ¿Qué las hace ordinarias o extraordinarias? Y por último, ¿por
qué hemos dicho que las creencias y valores relacionados con el templo se
aprehendían o se explicaban principalmente a través de las experiencias religiosas?
Necesitamos, primero, decir que una experiencia se define como religiosa cuando el
sujeto que la vive y su comunidad de fe la interpretan como tal15. En este sentido es
importante añadir que toda experiencia religiosa está referida a la realidad trascendente
en la que cree el sujeto y su comunidad de fe. Esto hace que la experiencia se defina
como «religiosa» y no como «secular». Una experiencia religiosa será ordinaria cuando
el sujeto que la percibe lo hace a través de estados de conciencia (sensaciones
somáticas y percepciones) mediante los que orienta su praxis cotidiana. A esta
categoría pertenecerían todas aquellas experiencias religiosas que derivan de prácticas
habituales, incluso rutinarias, pero a las que el sujeto y su grupo de fe otorgan un
significado religioso. Las peregrinaciones, la oración silenciosa en el atrio de los
israelitas, el Shabbat, el participar de la liturgia del Yom Kippur, el estudio de la torá, el
llevar las filacterias, la observancia de reglas de pureza, etc. Es importante apuntar que
las experiencias religiosas ordinarias vienen a reforzar en los sujetos, desde la niñez a la
adultez, las creencias del grupo al que se pertenece.
La experiencia religiosa extraordinaria, por otro lado, se distingue de la ordinaria en
que el sujeto la percibe a través de estados alternativos de conciencia, esto es, de
sensaciones somáticas y percepciones mediante los cuales el individuo no funciona
cotidianamente. Ejemplos de experiencias religiosas extraordinarias pueden ser los
sueños cuando se interpretan en clave espiritual, las visiones, los viajes celestes de
algunos rabinos o gnósticos, y las diversas vivencias inducidas mediante consumo de
drogas, ciertos ejercicios corporales, ayunos extremos, etc.
Es necesario añadir que uno de los objetivos primarios de la praxis religiosa, sea
ordinaria o extraordinaria, es la transformación del sujeto. Esta transformación puede
darse a través de la búsqueda existencial de una identidad idealizada (inmortal y
perfecta; angelical o adámica; divinizada o santificada, etc.), o bien, de la búsqueda de
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la unión o la fusión con lo trascendente que eventualmente diluye la misma idea de


persona (Unión Mística, Unión Litúrgica, etc.). En el caso de la transformación en una
identidad idealizada lo que está detrás es la contraposición entre nuestra naturaleza
imperfecta y temporal (marcada por el cambio, la perdida, la enfermedad, y la muerte),
y una realidad divina perfecta y eterna que nos llama a compartir, acercarnos, e
identificarnos con su beatitud. Y es que, a pesar de que nuestra «verdadera» naturaleza
humana está como oscurecida por un velo, en nosotros se encuentra la posibilidad de
trascender esta imperfección a través de un descubrimiento cognitivo-emotivo de la
realidad perfecta e inmortal16. Por otra parte, en el caso de la transformación o
disolución unitiva, lo que está detrás es la idea de que lo único verdaderamente real es
la divinidad, sea que se entienda como el Absoluto, el Todo, el Uno, la Nada, etc., en
relación a la cual las realidades humanas carecen de sustantividad. Sea cual sea el ideal
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transformativo, en el caso del judaísmo del segundo templo, estas experiencias
religiosas reforzaban ciertas creencias y valores que tenían de fondo el templo de
Jerusalén como lugar simbólico.
Hemos dicho que el templo como espacio simbólico era la expresión viva de
creencias y prácticas que posibilitaban o formulaban distintas experiencias religiosas
fundamentales en la vida de la gente. Ahora bien, ¿de qué creencias estamos hablando?
Este mundo imaginado en relación al templo y que se aprehendía e interpretaba a
través de las experiencias religiosas, tenía tres pilares fundamentales. El primer pilar (i)
era una concepción metafísica concreta que incluía una determinada estructuración del
cosmos, el mundo humano y el espacio donde habita Dios con su corte (cielo en
forma de templo, paralelismo entre el templo terrestre y el celestial, entre sacerdocio
humano y angelical, significado de la localización y forma del templo terrestre, etc.). El
segundo (ii) era un conjunto de creencias antropológicas que apuntaban a la
realización humana, ya sea a través la transformación angelical o adámica del creyente
como resultado de experiencias religiosas en el templo de Jerusalén (o su sustituto), o a
través de la disolución del sujeto en lo trascendente a través de experiencias religiosas
extraordinaria de carácter unitivo, también simbolizada a través del santo de los
santos. El tercero (iii), era la creencia en la existencia de un ser prominente (sea un
ángel o un héroe transformado en los cielos) que sirva de intermediario entre los
hombres y el absoluto divino al modo del sumo sacerdote en el templo de Jerusalén.
El santuario, por lo tanto, era un lugar real e imaginado, donde el hombre se
comprometía intelectual y afectivamente en la búsqueda de las respuestas a las
preguntas metafísicas y antropológicas fundamentales. ¿Dónde me ubico en el
cosmos? ¿Cuál es la verdadera identidad humana a la que debo aspirar? ¿Quién me
puede ayudar a entender y acceder a la divinidad que trasciende mi realidad limitada?
Todos estos elementos dotaban al templo de una influencia simbólica decisiva en la
vida religiosa de los creyentes desde la infancia hasta la muerte. Esto explica el
tremendo impacto que significó la destrucción del santuario por las fuerzas romanas y
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por la irresponsabilidad de los jefes rebeldes judíos el año 70. Como veíamos más
arriba, el atrevido David apostó su juventud y belleza enfrentándose al inmenso Goliat
a través de las armas tradicionales. Perdió, y el templo físico cayó hasta sus cimientos.
Esto significó un punto de quiebra en el judaísmo de la época. Grupos religiosos como
los saduceos no sobrevivieron. Sin el templo perdieron el sostén físico e ideológico
desde el cual ejercían su poder. Otras corrientes fueron poco a poco configurando un
judaísmo diferente, el rabínico que conocemos hoy y que no se articula en relación al
templo. Los fariseos, con su afán de santificar la vida cotidiana del pueblo, fueron muy
importantes en este proceso. La destrucción del templo significó también que se
perdiera el liderazgo de los judeocristianos de Jerusalén en relación a sus hermanos
gentiles de la diáspora. Este acontecimiento sería fundamental en la escisión de los
cristianos en relación al judaísmo.
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Ahora bien, si las ruinas del santuario significaron el fin del judaísmo del segundo
templo y el impulso definitivo a nuevas formas religiosas, cabe preguntarse si
verdaderamente el templo como lugar imaginado dejo de existir. ¿Se destruyó también
el templo como lugar simbólico? ¿Qué pasó con el templo como espacio imaginado
que otorgaba respuestas metafísicas y antropológicas fundamentales a los hombres?
¿Qué paso con este dialogo virtuoso entre creencias y valores en relación al templo y
las experiencias religiosas?

6. El templo simbólico trasciende de las ruinas de la mano


del judaísmo, cristianismo, y gnosticismo
De acuerdo a Josefo, en el día final, cuando los sediciosos judíos estaban cercados
por el fuego y las armas, mientras el templo caía, los romanos levantaban gritos de
victoria. El espectáculo era realmente penoso, y es que «no hubo misericordia de edad,
por anciana que fuese, ni hubo reverencia alguna a la castidad, antes niños y viejos,
sacerdotes y gente civil todos eran matados y puestos a cuchillo» (Las guerras, VI, 5, 1).
También los últimos sacerdotes del templo, que finalmente pidieron clemencia, fueron
degollados por los romanos pues estos consideraron mejor que muriesen con el templo
a que sobreviviesen (VI, 6, 1). Incluso cerca de seis mil mujeres y niños, que se habían
refugiado en el pórtico exterior del templo con la vana esperanza que Dios les daría
una señal de salvación, tal como lo había predicho un falso profeta, murieron
abrasados por el fuego o arrojándose para evitar tal tortura (VI, 5, 2). Todo estaba
perdido, el templo en ruinas, una multitud masacrada, un ejército romano victorioso.
Nos estamos preguntando, ¿fue este el final definitivo del templo de Jerusalén como
lugar simbólico?
El templo de Jerusalén como lugar simbólico sobrevivió con mucho al santuario
físico. De manera sorprendente el imaginario del templo como proveedor de respuestas
a preguntas metafísicas y antropológicas fundamentales, y como mediador de
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experiencias religiosas, siguió estando presente no solo para los judíos, sino que
también para los cristianos y los gnósticos de lugares y tiempos muy diversos. Textos
judíos apócrifos tan distintos como el Testamento de Leví, el Documento de Damasco, y
las Hejalot Rabbati tienen una cosmología, una antropología, y un sentido de la
historia semejante a los de un texto gnóstico cristiano como el Evangelio de Felipe, o
con una obra cristiana canónica como el Apocalipsis de Juan. Y este sustrato análogo,
que explica experiencias religiosas tan diversas, no es otro que una idea simbólica del
templo que sobrevivió a la destrucción del templo real. De hecho, el surgimiento del
cristianismo y el gnosticismo no se pueden entender, en parte, si prescindimos de las
creencias y valores que giraban en torno al significado imaginado del templo de
Jerusalén. En otras palabras, parte importante de los textos judíos y cristianos
primitivos donde se podría discernir respuestas a preguntas existenciales
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fundamentales a través de experiencias religiosas concretas están influidas por las
mismas creencias y valores que parten del templo como lugar simbólico.
El propósito de este libro, por lo tanto, es el profundizar en la existencia de este
conjunto de creencias y valores que constituyen el templo como espacio imaginado.
Esta es la matriz que explica un texto como la descripción de una experiencia religiosa
dadora de sentido. Para ilustrar este amplio universo estudiaremos textos previos a la
destrucción del templo como el Testamento de Leví y el Documento de Damasco.
También veremos textos posteriores al año 70 de origen cristiano como el Apocalipsis
de Juan y el Evangelio de Felipe. Textos judíos, cristianos y gnósticos. La diversidad de
grupos religiosos, géneros literarios y tiempos de composición nos hablan de la
importancia del templo imaginado. Posteriormente nos detendremos en la figura del
sumo sacerdote para entender dos protagonistas importantes de las experiencias
cristianas y judías: Jesucristo y Metatrón. Lo que es absolutamente sorprendente es
considerar que el templo como lugar simbólico siguió dando respuestas a preguntas
fundamentales, especialmente a través de la descripción de experiencias religiosas,
siglos después de la destrucción del santuario por los romanos.
Habiendo introducido el tema de nuestro estudio, continuemos profundizando en la
importancia del santuario a través de un texto apócrifo judío llamado Testamento de
Leví, escrito mientras todavía el templo estaba en pie. Este es un texto que si bien tiene
rasgos del género apocalíptico, pertenece al género testamentario. Pero, ¿qué sucede en
el Testamento de Leví? ¿De qué manera el templo como lugar simbólico puede definir el
relato del texto como una experiencia religiosa? ¿De qué experiencia religiosa se
trataría? ¿A qué preguntas fundamentales estaría respondiendo este texto? El Testamento
de Leví es un relato fascinante y que tuvo una gran influencia en el cristianismo
primitivo. Vale la pena continuar por allí.
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1 Eveline VAN S TAALDUINE-S ULMAN, The Targum of Samuel, Brill, Leiden 2002, pp. 366-375. El orden acróstico

siguiendo el alfabeto hebreo no es estricto, pues se omiten la dalet, mem, nun y samekh y las letras ‘ayin y pe
aparecen en un orden inverso. Sin embargo, este orden acróstico roto no es único en la Biblia; de igual modo
encontramos un ejemplo similar en los Salmos 9–10. Para más detalles: C. T. R. HAYWARD, «The Aramaic Song of
the Lamb (The Dialogue between David and Goliath)», Old Testament Pseudepigrapha (eds. R. BAUCKHAM, J. R.
DAVILA, A. PANAYOTOV), W. B. Eerdmans Publishing, Grand Rapids 2013, p. 274.
2 C. T. R. HAYWARD, «The Aramaic Song of the Lamb», p. 278.

3 F LAVIO JOSEFO, Las guerras de los judíos, Clie, Barcelona 2013.

4 Eveline VAN S TAALDUINE-S ULMAN, The Targum of Samuel, p. 376.

5 F LAVIO JOSEFO, o. c.

6 F LAVIO JOSEFO, o. c.

7 Algunas traducciones interpretan que el sumo sacerdote Simón está saliendo del santo de los santos lo que

sería problemático por tres razones. La primera, la única ocasión en el año cuando el sumo sacerdote puede entrar,
y por lo tanto abandonar el santo de los santos, es en el Yom Kippur (Lv 16,2.29-34). Los más distintivos rituales
que configuran el Yom Kippur están ausentes de Eclo 5,1-24, donde se acentúa más un ambiente triunfal que uno
de recogimiento. Segundo, el término usado en la versión hebrea de Eclo 50,5 es byt hprkt, que bien puede referirse
a la cortina que separa el tabernáculo del atrio de los sacerdotes. Tercero, si se tratase del Yom Kippur, y por lo
tanto el sumo sacerdote estaría saliendo del santo de los santos, vestiría otra vestimenta, mucho más austera que la
que se tiene en vista. Para más detalles: C. T. R. HAY​WARD, The Jewish Temple, A Non-Biblical Sourcebook, Routledge,
Londres-Nueva York 1996, p. 50.
8 Ibíd., pp. 41-50.

9 Ibíd., pp. 41-50.

10 Estas últimas piedras tenían, además, la facultad de ser un instrumento adivinatorio (Ex 28,30). Cuando el rey

o un alto dignatario atendían un asunto delicado acudían al sumo sacerdote que oraba sabiendo que el poder del
discernimiento divino se encontraba en estas piedras y así recibía la respuesta a través de una visión profética.
11 C. T. R. HAYWARD, op. cit., pp. 63-70.

12 Es interesante constatar que para Filón cada una de estas piedras representa los dos hemisferios (norte y sur),
cada uno acogiendo seis signos del zodiaco (QE II 109), representando en total las doce creaturas del zodiaco (QE
II 114). Los patriarcas son estrellas a las que se les asigna una constelación, de tal manera que se convierten en
cuerpos celestiales que se mueven en los cielos. C. T. R. HAYWARD, op. cit., pp. 63-70.
13 El texto dice: «Corona de oro sobre el turbante y una flor con la inscripción. La gloria del honor, trabajo de

poder, encanto de los ojos, belleza perfecta. Antes de él no hubo cosa semejante: ningún laico la vestirá jamás,
solamente sus hijos y sus nietos sucesivamente».
14 La Misná (ed. Carlos del Valle), Sígueme, Salamanca 2011.
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15 Frances F LANNERY, «The Body and Ritual Reconsidered, Imagined, and Experienced», en C. S HANTZ y R. A.
WERLINE (eds.), Experientia, vol. I, Society of Biblical Literature, Atlanta 2008, p. 18.
16 Moshe IDEL, Cábala y Eros, Siruela, Madrid 2005, pp. 181-182.

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