Freudismo y Marxismo

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Freudismo y Marxismo

EL reciente libro de Max Eastman, La Ciencia de la Revolución, coincide


con el de Henri de Man en la tendencia a estudiar el marxismo con los datos
de la nueva Psicología. Pero Eastman, que resentido con los bolcheviques, no
está exento de móviles revisionistas, parte de puntos de vista distintos de los
del escritor belga y, bajo varios aspectos, aporta a la crítica del marxismo una
contribución más original. Henri de Man es un hereje del reformismo o la
social-democracia; Max Eastman es un hereje de la Revolución. Su criticismo
de intelectual super-trotskysta, lo divorció de los Soviets a cuyos jefes, en
especial Stalin, atacó violentamente en su libro Depois la morte de Lenin.
Max Eastman está lejos de creer que psicología contemporánea en general, y
la psicología freudiana en particular, disminuyan la validez del marxismo
como ciencia práctica de la revolución. Todo lo contrario: afirma que la
refuerzan y señala interesantes afinidades entre el carácter de los
descubrimientos
esenciales de Marx y el de los descubrimientos de Freud, así como de
las reacciones provocadas en la ciencia oficial por uno y otro. Marx demostró
que las clases idealizaban o enmascaraban sus móviles y que, detrás de sus
ideologías, esto es, de sus principios políticos, filosóficos o religiosos,
actuaban sus intereses y necesidades económicas. Esta aserción, formulada
con el rigor y el absolutismo que en su origen tiene siempre to80
da teoría revolucionaria, y que se acentúa por razones polémicas en el debate
con sus contradictores, hería profundamente el idealismo de los intelectuales,
reacios hasta hoy a admitir cualquier noción científica que implique una
negación o una reducción de la autonomía y majestad del pensamiento, o, más
exactamente, de los profesionales o funcionarios del pensamiento.
Freudismo y marxismo, aunque los discípulos de Freud y de Marx no sean
todavía los más propensos a entenderlo y advertirlo, se emparentan, en sus
distintos dominios, no sólo por lo que en sus teorías había de "humillación",
como dice Freud, para las concepciones idealistas de la humanidad, sino por
su método frente a los problemas que abordan. "Para curar los trastornos
individuales -observa Max Eastman- el psicoanalista presta una atención
particular a las deformaciones de la conciencia producidas por los móviles
sexuales comprimidos. El marxista, que trata de curar los trastornos de la
sociedad, presta una atención particular a las deformaciones engendradas
por el hambre y el egoísmo". El vocablo "ideología" de Marx es simplemente
un nombre que sirve para designar las deformaciones del pensamiento social y
político producidas por los móviles comprimidos. Este vocablo traduce la idea
de los freudianos, cuando hablan de racionalización, de substituición, de
traspaso, de desplazamiento, de sublimación. La interpretación económica de
la historia no es más que un psicoanálisis generalizado del espíritu social y
político. De ello tenemos una prueba en la resistencia espasmódica e
irrazonada que opone el paciente. La diagnosis marxista es considerada como
un ultraje, más bien que como una constatación científica. En vez de ser
acogida con espíritu crítico verdaderamente comprensivo, tropieza con
racionalizaciones y "reacciones de defensa" del carácter más violento e
infantil.
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Freud, examinando las resistencias al Psicoanálisis, ha descrito ya estas
reacciones, que no en los médicos no en los filósofos han obedecido a razones
propiamente científicas ni filosóficas.
El Psicoanálisis era objetado, ante todo, porque contrariaba y soliviantaba una
espesa capa de sentimientos y supersticiones. Sus afirmaciones sobre la
subconsciencia, y en especial sobre la líbido, inflingían a los hombres una
humillación tan grave como la experimentada con la teoría de Darwin y con el
descubrimiento de Copérnico. A la humillación biológica y a la humillación
cosmológica, Freud podría haber agregado un tercer precedente: el de la
humillación ideológica, causada por el materialismo económico, en pleno
auge de la filosofía idealista.
La acusación de pan-sexualismo que encuentra la teoría de Freud, tiene un
exacto equivalente en la acusación de pan-economicismo que halla todavía la
doctrina de Marx. Aparte de que el concepto de economía en Marx es tan
amplio y profundo como en Freud el de líbido, el principio dialéctico en que
se basa toda la concepción marxista excluía la reducción del proceso histórico
a una pura mecánica económica. Y los marxistas pueden refutar y destruir la
acusación de pan-economicismo, con la misma lógica de Freud defendiendo el
Psicoanálisis dice que "se le reprochó su pan-sexualismo, aunque el estudio
psicoanalítico de los instintos hubiese sido siempre rigurosamente dualista y
no hubiese jamás dejado de reconocer, al lado de los apetitos sexuales, otros
móviles bastante potentes para producir el rechazo del instinto sexual". Así
mismo, en los ataques al Psicoanálisis no ha influido más que en las
resistencias al marxismo el sentimiento anti-semita. Y muchas de las ironías y
reservas con que en Francia se acoge al Psicoanálisis, por pro82
ceder de un germano, cuya nebulosidad se aviene poco con la claridad y la
mesura latinas y francesas, se parecen sorprendentemente a las que ha
encontrado siempre el marxismo, y no sólo entre los anti-socialistas, en ese
país, donde un subconsciente nacionalismo ha inclinado habitualmente a las
gentes a ver en el pensamiento de Marx el de un boche* oscuro y metafísico.
Los italianos no le han ahorrado, por su parte, los mismos epítetos ni han sido
menos extremistas y celosos en oponer, según los casos, el idealismo o el
positivismo latinos al materialismo o la abstracción germanas de Marx.
A los móviles de clase y de educación intelectual que rigen la resistencia al
método marxista, no consiguen sustraerse, entre los hombres de ciencia, como
lo observar Max Eastman, los propios discípulos de Freud, proclives a
considerar la actitud revolucionaria como una simple neurosis. El instinto de
clase determina este juicio de fondo reaccionario.
El valor científico, lógico, del libro de Max Eastman -y esta es la curiosa
conclusión a la que se arriba al final de su lectura, recordando los antecedentes
de su Depuis la Morte de Lenin y de su ruidosa excomunión por los
comunistas rusos- resulta muy relativo, a poco que se investigue en los
sentimientos que inevitablemente lo inspiran. El Psicoanálisis, desde este
punto puede ser perjudicial a Max Eastman como elemento de crítica
marxista. Al autor de La Ciencia de la Revolución le sería imposible probar
que en sus razonamientos neo-revisionistas, en su posición herética y, sobre
todo, en sus conceptos sobre el bolchevismo, no influyen mínimamente sus
resentimientos personales. El
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* Se dice, despectivamente, de los alemanes
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sentimiento se impone con demasiada frecuencia al razonamiento de este
escritor, que tan apasionadamente pretende situarse en un terreno objetivo y
científico.
El Mito de la Nueva Generación
Un sentimiento mesiánico, romántico, más o menos difundido en la juventud
intelectual de post-guerra, que la inclina a una idea excesiva, a veces delirante,
de su misión histórica, influye en la tendencia de esta juventud a encontrar al
marxismo más o menos retrasado, respecto de las adquisiciones y exigencias
de la "nueva sensibilidad". En política, como en literatura, hay muy poca
sustancia bajo esta palabra. Pero esto no obsta para que la "nueva
sensibilidad"
que en el orden social e ideológico prefiere llamarse "nuevo espíritu", se
llegue a hacer un verdadero mito, cuya justa evaluación, cuyo estricto análisis
es tiempo de emprender, sin oportunistas miramientos.
La "nueva generación" empieza a escribir su autobiografía. Está ya en la
estación de las confesiones, o mejor del examen de conciencia. Esto podría ser
una señal de que estos años de estabilización capitalista la encuentran más o
menos desocupada. Drieu la Rochelle inauguró estas "confesiones". Casi
simultáneamente André Chamson y Jean Prevost, en documentos de distinto
mérito y diversa inspiración, nos cuentan ahora sus experiencias del año 19,
André Chamson representa, en Francia, a una juventud bien distante de la que
se entretiene, mediocremente, en la imitación de los sutiles juegos de
Giraudoux y de las pequeñas farsas de Cocteau. Su literatura, novela o ensayo,
se caracteriza por una búsqueda genrerosa y seria.
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La juventud francesa, cuyas jornadas de 1919 nos explican André Chamson,
en un ensayo crítico e interpretativo, y Jean Prevost, en una crónica novelada
y autobiográfica, es la que no pudo por su edad marchar al frente y se impuso,
prematuramente madura y grave, la obligación de pronunciar a los dieciocho
años un juicio sobre la historia. "Se vio entonces -escribe Chamson- toda una
juventud revolucionaria, aceptando la revolución, o viviendo en la espera de
su triunfo". Chamson alcanza un tono fervoroso en la exégesis de esta
emoción. Pero el contagio de su exaltación no debe turbar la serenidad de
nuestro análisis, precisamente porque en este proceso de la nueva generación,
nosotros mismos nos sentimos en causa. La onda espiritual, que recorrió
después de la guerra las universidades y los grupos literarios y artísticos de la
América Latina, arranca de la misma crisis que agitaba a la juventud de 1919,
coetánea de André Chamson y Jean Prevost, en la ansiedad de una
palingenesia.
Dentro de las diversas condiciones de lugar y hora, la revolución de
1919 no es un fenómeno extraño a nuestro Continente.
Chamson se atiene, respecto al espíritu revolucionario de esa juventud, a
pruebas en exceso subjetivas. Las propias palabras transcritas indican, sin
embargo, que ese espíritu revolucionario, más que un fenómeno subjetivo,
más que una propiedad exclusiva de la generación del 19, era un reflejo de la
situación revolucionaria creada en Europa por la guerra y sus consecuencias,
por la victoria del socialismo en Rusia y por la caída de las monarquías de la
Europa central. Porque si la juventud del 19 "aceptaba" la revolución o vivía
"en la espera" de su triunfo, era porque la revolución estaba en acto, anterior y
superior a las voliciones de los adolescentes, testigos de los horrores y
sacrificios de la guerra. "Nosotros esperábamos la revolución -agrega el
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joven ensayista francés- nosotros queríamos estar seguros de su triunfo. Pero,
en la mayor parte, no habiendo arribado a ella por el cambio de las
doctrinas, éramos incapaces de fijarle un sentido político, ni siquiera un
valor
social bien preciso. Estos juegos de la mente, estas previsiones de los
sistemas
habrían sin duda engañado nuestra espera; pero nosotros queríamos más y,
del primer golpe, nos habíamos colocado más allá de esta revolución social,
en una especie de absoluto revolucionario. Lo que nosotros esperábamos era
una purificación del Mundo, un nuevo nacimiento: la sola posibilidad de vivir
fuera de la Guerra".
Lo que nos interesa, ahora, en tiempos de crítica de la estabilización
capitalista
y de los factores que preparan una nueva ofensiva revolucionaria, no es tanto
el psicoanálisis ni la idealización del pathos juvenil de 1919, como el
esclarecimiento de los valores que ha creado y de la experiencia a que ha
servido. La historia de ese episodio sentimental, que Chamson eleva a la
categoría de una revolución, nos enseña que, poco a poco, después que las
ametralladoras de Noske restablecieron en Alemania el poder de la burguesía,
el mesianismo de la "nueva generación" empezó a calmarse, renunciando a las
responsabilidades precoces que, en los primeros años de post-guerra, se había
apasionadamente atribuido. La fuerza que mantuvo viva hasta 1923, con
alguna intermitencia, la esperanza revolucionaria no era, pues, la voluntad
romántica de reconstrucción, la inquietud tumultuaria de la juventud en severa
vigilia; era la desesperada lucha del proletariado en las barricadas, en las
huelgas, en los comicios, en las trincheras. La acción heroica, operada con
desigual fortuna, de Lenin y su aguerrida facción en Rusia, de Liebknecht,
Rosa Luxemburgo y Eugenio Levine en Alemania, de Bela Kun en
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Hungría, de los obreros de la Fiat en Italia hasta la ocupación de las fábricas y
la escisión de las masas socialistas en Livorno*.
La esperanza de la juventud no se encontraba suficientemente ligada a su
época. André Chamson lo reconoce cuando escribe lo siguiente: "En realidad,
vivíamos un último episodio de la Revolución del 48. Por última vez, acaso,
espíritus formados por la más profunda experiencia histórica (fuese intuitiva
o razonada demandaban su fuerza a la más extrema ingenuidad de
esperanza.
Lo que nosotros buscábamos era una prosecución proudhoniana, una
filosofía
del progreso en el cual pudiésemos creer. Por un tiempo, la demandamos a
Marx. Obedeciendo a nuestros deseos, el marxismo se nos aparecía como una
exacta filosofía de la historia. La confianza que le acordábamos debía
desaparecer pronto, en la abstracción triunfante de la Revolución del 19, y
más todavía, en las consecuencias que este mito debía tener sobre nuestras
vidas y nuestros esfuerzos; pero en este momento poseía, por esto mismo, más
fuerza. Vivimos, por ella, en la certidumbre de conocer el orden de los hechos
que iban a desarrollarse, la marcha misma de los acontecimientos". El
testimonio de Jean Prevost ilustra otros lados de la revolución del 19: el
esnobismo universitario con que los estudiantes de su generación se
entregaron a una lectura rabiosa de Marx; el aflojamiento súbito de su impulso
al choque con el escandalizado ambiente doméstico y con los primeros
bastonazos de la policía; la decepción, el escepticismo, más o menos
disfrazados de retorno a la sasgase**. Los mejores espíritus, las mejores men-
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* Ciudad italiana donde se verificó un Congreso del Partido Socialista, al cual
asistió José Carlos Mariá tegui, y en el que se produjo la ruptura definitiva
entre las tendencias socialista-reformista y comunista.
** Prudencia.
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tes de la nueva generación siguieron su trayectoria: los dadaístas pasaron del
estridente tumulto de Dadá a las jornadas de la revolución suprarrealista:
Raymond Lefebre formuló su programa en estos términos intransiguientes: "la
revolución o la muerte"; el equipo de intelectuales del Ordine Nuevo* de
Turín, asumió la empresa de dar vida en Italia al Partido Comunista, iniciando
el trabajo político que debía costar, bajo el fascismo, a Gramsci, Terracini,
etc., la condena a veinte o veinticinco años de prisión; Ernst Toller, Johannes
R. Becher, George Grosz, en Alemania, reclamaron un puesto en la lucha
proletaria. Pero, en esta nueva jornada, ninguno de estos nuevos
revolucionarios
había continuado pensando que la Revolución era una empresa de la
juventud que, en 1919, se había plegado al socialismo. Todos dejaban, más
bien, de invocar su calidad de jóvenes, para aceptar su responsabilidad y su
misión de hombres. La palabra "juventud", políticamente, estaba ya bastante
comprometida. No en balde las jornadas del fascismo se cumplían al
ritornello de "Giovinezza, giovinezza"**
El mito de la nueva generación, de la revolución del 19, ha perdido mucho de
su fuerza. Sin duda, la guerra señaló una ruptura, una separación. La derrota
del proletariado, en no pequeña parte, se debe al espíritu adiposamente
parlamentario, positivista, demoburgués de sus cuadros, compuestos en el 90
por ciento por gente formada en el clima prebélico. En la juventud socialista
se reclutaron los primeros equipos de la Tercera Internacional. Los viejos
líderes, los Ebert y los Kautsky en Alemania, los Turati y los Modigliani en
Italia, los Bauer y los Renner en Austria, sabotearon la Revolución. Pero
Lenin, Trotsky, Stalin, procedían de una genera-
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* Orden Nuevo.
** "Juventud, juventud", Himno del Fascismo italiano
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ción madura, templada en una larga lucha. Y hasta ahora la "abstracción
triunfante de la revolución del 19" cuenta muy poco en la historia, al lado de
la obra concreta, de la creación positiva de la U.R.S.S.
La conquista de la juventud no deja de ser, por esto, una de las necesidades
más evidentes, más actuales, de los partidos revolucionarios. Pero, a condición
de que los jóvenes sepan que mañana les tocará cumplir su misión, sin los
álibis de la juventud, con responsabilidad y capacidad de hombres.

YANQUILANDIA Y EL SOCIALISMO*
El espectáculo de la potencia norteamericana anima, a una crítica
impresionista y superficial, a acordar el crédito más ilimitado a la esperanza
en una fórmula yanqui de renacimiento capitalista, que anule para siempre la
sugestión del marxismo sobre las masas trabajadoras. Es frecuente que,
después de la lectura del libro de Henry Ford, un escritor, copiosamente
abastecido de literatura y filosofía, pero poco enterado en materia económica,
afirme en la primera plana de un gran diario que el socialismo constituye una
escuela o doctrina superadas ya por los experimentos asombrosos del
capitalismo norteamericano. Drieu La Rochelle, por ejemplo, que es un artista
de talento, cuando se aventura en una revisión de la escena contemporánea,
escribe cosas como éstas: "Las teorías de las cuales se habla todavía en los
medios socialistas y comunistas han salido de la Inglaterra de 1780, de la
Francia de 1830, de la Alemania de 1850, países que veían venir la invasión
de las máquinas como la Rusia de hoy. Pero a través de estas teorías
romancescas, los rusos saben ir al gran capitalismo norteamericano que, a su
vez, sabe que no es sino un estadio hacia otra cosa. Ford y Lenin son dos
potencias que se aproximan la una a la otra, a golpes de pico, en la misma
galería oscura". El autor de Mesure de la France, como buen francés y
europeo, no cree que la defensa de la ci-
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* Publicado en Variedades: Lima, 31 de Diciembre de 1927.
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vilización occidental toque a los Estados Unidos. La concibe, por el contrario,
como una misión de una confederación europea presidida por Francia. Mas
confía, por el momento, en Mr. Ford, mucho más que en Poincaré y Henri
Massis, como capitán de la burguesía y estratega del capitalismo.
El estudio de los factores efectivos de la prosperidad norteamericana enseña,
entre tanto, que el capitalismo yanqui no ha afrontado todavía la crisis que
atraviesa el capitalismo europeo, de suerte que es prematuro hablar de su
aptitud para superarla victoriosamente.
Hasta hace algún tiempo, la industria norteamericana extrajo de la propia
vitalidad de los Estados Unidos los elementos de su crecimiento. Pero desde
que su producción ha sobrepasado en exceso las necesidades del consumo
yanqui, la conquista de mercados externos ha empezado a ser la condición
ineludible de ese proceso. La acumulación en las arcas yanquis de la mayor
parte del oro del mundo, ha creado el problema de la exportación de capitales.
A Estados Unidos no le basta ya colocar su exceso de producción; necesita
colocar, además, su exceso de oro. El desarrollo industrial del país no puede
absorber sus recursos financieros. Antes de la guerra, la industria yanqui era
una buena inversión para el dinero europeo. Las utilidades de la guerra
permitieron, como es sabido, a la industria yanqui independizarse totalmente
de la banca de Europa. De nación deudora, Estados Unidos se transformó en
nación acreedora. Durante el período de crisis económica y agitación
revolucionaria de post-guerra, Estados Unidos tuvo que abstenerse de todo
nuevo préstamo. Los países europeos debían sistemar la situación de su deuda
a Norteamérica, antes de pretender de los Bancos de Nueva York cualquier
crédito. En las mismas inver157
siones en empresas privadas, la amenaza de la revolución comunista, hacia la
cual Europa parecía empujada por la miseria, aconsejaba a los capitalistas
norteamericanos la mayor parsimonia. Estados Unidos empleó, por esto, toda
su influencia en conducir a Europa al plan Dawes. No lo consiguió sino
después de que la política de Poincaré sufrió, en 1923, el fracaso del Rhur. De
entonces a hoy, pactadas así las condiciones de pago de la indemnización
alemana como de la deuda aliada al tesoro yanqui, Yanquilandia ha abierto
numerosos créditos a Europa. Ha prestado a los Estados para la estabilización
de su cambio; ha prestado a la industria privada para la reorganización de sus
plantas y negocios. Buena cantidad de acciones y títulos europeos ha pasado a
manos yanquis. Mas estas inversiones tienen su límite. El capital
norteamericano
no puede dedicarse a abastecer de fondos a la industria europea, sin
peligro de que la producción de ésta dispute a la de Estados Unidos los
mercados en que domina. De otro lado, estas inversiones vinculan la
economía
yanqui a la suerte de la economía europea. El plan Dawes y su secuela de
arreglos o convenciones financieras, han inaugurado en Europa un período de
estabilización capitalista -y democrática- que los apologistas de la reacción se
entretienen en describir como una obra exclusivamente fascista; pero Europa,
como lo evidenció la última Conferencia Económica, no ha encontrado
todavía su equilibrio.
Trotsky ha hecho un examen singularmente penetrante y objetivo de la
situación del capitalismo yanqui. "La inflación-oro -observa el líder ruso- es
para la economía tan peligrosa como la inflación fiduciaria. Se puede morir de
plétora lo mismo que de caquexia. Si el oro existe en cantidad demasiado
grande no produce nuevas ganancias, reduce el interés del capital y, de este
modo, torna irracional el aumento de
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la producción. Producir y exportar para guardar el oro en los sótanos equivale
a arrojar las mercaderías al mar. Es por esto que América ha menester de una
expansión más y más grande, es decir de invertir el exceso de sus recursos en
la América Latina, en Europa, en Asia, en Australia, en África. Pero, por esta
vía, la economía de Europa y de las otras partes del mundo se convierte más y
más en parte integrante de la economía de los Estados Unidos".
Si a los Estados Unidos les bastara resolver los problemas internos de su
producción para asegurar el crecimiento indefinido de su capitalismo; las
áureas previsiones, las rosadas esperanzas de Henri Ford podrían, tal vez,
constituir una seria probabilidad de deshaucio de la tesis marxista.
Norteamérica,
por obra de fuerzas históricas superiores a la voluntad de sus propios
hombres, se ha embarcado en una vasta aventura imperialista, a la cual no
puede renunciar. Spengler, en su famoso libro sobre la decadencia de
Occidente, sostenía, hace ya algunos años, que la última etapa de una
civilización
es una etapa de imperialismo. Su patriotismo de germano le hacía
esperar que esta misión imperialista le tocaría a Alemania. Lenin, algunos
años antes, en el más fundamental acaso de sus libros, se adelantaría a
Spengler en considerar a Cecil Rhodes como un hombre representativo del
espíritu imperialista, dándonos además una definición marxista del fenómeno,
entendido y enfocado como fenómeno económico. "Lo que hay de económico
esencial en este proceso -escribía con su genial concisión- es la sustitución de
la libre concurrencia por los monopolios capitalistas. La libre concurrencia es
la cualidad primordial del capitalismo y, de una manera general, de la
producción de mercaderías; el monopolio es exactamente lo contrario de la
libre concurrencia; pero hemos visto a ésta transformarse bajo nuestros ojos
en
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monopolio, creando la gran industria, eliminando la pequeña, reemplazando la
grande por una más grande, conduciendo la concentración de la producción y
del capital a un grado tal que el monopolio es su corolario forzoso: carteles,
sindicatos, trusts y, fusionándose con ellos, la potencia de una decena de
bancas que manipulan, millares de millones. Al mismo tiempo, el monopolio
surgido de la libre concurrencia no la descarta, sino que coexiste con ella,
engendrando así diversas contradicciones muy profundas y muy graves,
provocando conflictos y fricciones. El monopolio es la transición del
capitalismo
a un orden más elevado. Si fuera necesario dar una definición lo más
breve posible del imperialismo, habría que decir que es la fase del monopolio
capitalista. Esta definición abrazaría lo esencial, pues, por una parte, el capital
financiero no es más que el capital bancario de un pequeño número de grandes
bancos monopolizadores, fusionado con el capital de los grupos industriales
monopolizadores; y, por otra parte, el reparto del mundo no es más que la
transición de una política colonial extendida sin cesar, sin encontrar
obstáculos,
sobre regiones de las que no se había apropiado aún ninguna potencia
capitalista, a la política colonial de posesión territorial monopolizada, por
haber ya concluido la partición del mundo".
El Imperio de los Estados Unidos asume, en virtud de esta política, todas las
responsabilidades del capitalismo. Y, al mismo tiempo, hereda sus
contradicciones.
Y es de éstas, precisamente, de donde saca sus fuerzas el socialismo.
El destino de Norteamérica no puede ser contemplado sino en un plano
mundial. Y en este plano, el capitalismo norteamericano, vigoroso y próspero
internamente aún, cesa de ser un fenómeno nacional y autónomo, para
convertirse en la culminación de un fenómeno mundial, subordinado a un
ineludible sino histórico.

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