Freudismo y Marxismo
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YANQUILANDIA Y EL SOCIALISMO*
El espectáculo de la potencia norteamericana anima, a una crítica
impresionista y superficial, a acordar el crédito más ilimitado a la esperanza
en una fórmula yanqui de renacimiento capitalista, que anule para siempre la
sugestión del marxismo sobre las masas trabajadoras. Es frecuente que,
después de la lectura del libro de Henry Ford, un escritor, copiosamente
abastecido de literatura y filosofía, pero poco enterado en materia económica,
afirme en la primera plana de un gran diario que el socialismo constituye una
escuela o doctrina superadas ya por los experimentos asombrosos del
capitalismo norteamericano. Drieu La Rochelle, por ejemplo, que es un artista
de talento, cuando se aventura en una revisión de la escena contemporánea,
escribe cosas como éstas: "Las teorías de las cuales se habla todavía en los
medios socialistas y comunistas han salido de la Inglaterra de 1780, de la
Francia de 1830, de la Alemania de 1850, países que veían venir la invasión
de las máquinas como la Rusia de hoy. Pero a través de estas teorías
romancescas, los rusos saben ir al gran capitalismo norteamericano que, a su
vez, sabe que no es sino un estadio hacia otra cosa. Ford y Lenin son dos
potencias que se aproximan la una a la otra, a golpes de pico, en la misma
galería oscura". El autor de Mesure de la France, como buen francés y
europeo, no cree que la defensa de la ci-
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* Publicado en Variedades: Lima, 31 de Diciembre de 1927.
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vilización occidental toque a los Estados Unidos. La concibe, por el contrario,
como una misión de una confederación europea presidida por Francia. Mas
confía, por el momento, en Mr. Ford, mucho más que en Poincaré y Henri
Massis, como capitán de la burguesía y estratega del capitalismo.
El estudio de los factores efectivos de la prosperidad norteamericana enseña,
entre tanto, que el capitalismo yanqui no ha afrontado todavía la crisis que
atraviesa el capitalismo europeo, de suerte que es prematuro hablar de su
aptitud para superarla victoriosamente.
Hasta hace algún tiempo, la industria norteamericana extrajo de la propia
vitalidad de los Estados Unidos los elementos de su crecimiento. Pero desde
que su producción ha sobrepasado en exceso las necesidades del consumo
yanqui, la conquista de mercados externos ha empezado a ser la condición
ineludible de ese proceso. La acumulación en las arcas yanquis de la mayor
parte del oro del mundo, ha creado el problema de la exportación de capitales.
A Estados Unidos no le basta ya colocar su exceso de producción; necesita
colocar, además, su exceso de oro. El desarrollo industrial del país no puede
absorber sus recursos financieros. Antes de la guerra, la industria yanqui era
una buena inversión para el dinero europeo. Las utilidades de la guerra
permitieron, como es sabido, a la industria yanqui independizarse totalmente
de la banca de Europa. De nación deudora, Estados Unidos se transformó en
nación acreedora. Durante el período de crisis económica y agitación
revolucionaria de post-guerra, Estados Unidos tuvo que abstenerse de todo
nuevo préstamo. Los países europeos debían sistemar la situación de su deuda
a Norteamérica, antes de pretender de los Bancos de Nueva York cualquier
crédito. En las mismas inver157
siones en empresas privadas, la amenaza de la revolución comunista, hacia la
cual Europa parecía empujada por la miseria, aconsejaba a los capitalistas
norteamericanos la mayor parsimonia. Estados Unidos empleó, por esto, toda
su influencia en conducir a Europa al plan Dawes. No lo consiguió sino
después de que la política de Poincaré sufrió, en 1923, el fracaso del Rhur. De
entonces a hoy, pactadas así las condiciones de pago de la indemnización
alemana como de la deuda aliada al tesoro yanqui, Yanquilandia ha abierto
numerosos créditos a Europa. Ha prestado a los Estados para la estabilización
de su cambio; ha prestado a la industria privada para la reorganización de sus
plantas y negocios. Buena cantidad de acciones y títulos europeos ha pasado a
manos yanquis. Mas estas inversiones tienen su límite. El capital
norteamericano
no puede dedicarse a abastecer de fondos a la industria europea, sin
peligro de que la producción de ésta dispute a la de Estados Unidos los
mercados en que domina. De otro lado, estas inversiones vinculan la
economía
yanqui a la suerte de la economía europea. El plan Dawes y su secuela de
arreglos o convenciones financieras, han inaugurado en Europa un período de
estabilización capitalista -y democrática- que los apologistas de la reacción se
entretienen en describir como una obra exclusivamente fascista; pero Europa,
como lo evidenció la última Conferencia Económica, no ha encontrado
todavía su equilibrio.
Trotsky ha hecho un examen singularmente penetrante y objetivo de la
situación del capitalismo yanqui. "La inflación-oro -observa el líder ruso- es
para la economía tan peligrosa como la inflación fiduciaria. Se puede morir de
plétora lo mismo que de caquexia. Si el oro existe en cantidad demasiado
grande no produce nuevas ganancias, reduce el interés del capital y, de este
modo, torna irracional el aumento de
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la producción. Producir y exportar para guardar el oro en los sótanos equivale
a arrojar las mercaderías al mar. Es por esto que América ha menester de una
expansión más y más grande, es decir de invertir el exceso de sus recursos en
la América Latina, en Europa, en Asia, en Australia, en África. Pero, por esta
vía, la economía de Europa y de las otras partes del mundo se convierte más y
más en parte integrante de la economía de los Estados Unidos".
Si a los Estados Unidos les bastara resolver los problemas internos de su
producción para asegurar el crecimiento indefinido de su capitalismo; las
áureas previsiones, las rosadas esperanzas de Henri Ford podrían, tal vez,
constituir una seria probabilidad de deshaucio de la tesis marxista.
Norteamérica,
por obra de fuerzas históricas superiores a la voluntad de sus propios
hombres, se ha embarcado en una vasta aventura imperialista, a la cual no
puede renunciar. Spengler, en su famoso libro sobre la decadencia de
Occidente, sostenía, hace ya algunos años, que la última etapa de una
civilización
es una etapa de imperialismo. Su patriotismo de germano le hacía
esperar que esta misión imperialista le tocaría a Alemania. Lenin, algunos
años antes, en el más fundamental acaso de sus libros, se adelantaría a
Spengler en considerar a Cecil Rhodes como un hombre representativo del
espíritu imperialista, dándonos además una definición marxista del fenómeno,
entendido y enfocado como fenómeno económico. "Lo que hay de económico
esencial en este proceso -escribía con su genial concisión- es la sustitución de
la libre concurrencia por los monopolios capitalistas. La libre concurrencia es
la cualidad primordial del capitalismo y, de una manera general, de la
producción de mercaderías; el monopolio es exactamente lo contrario de la
libre concurrencia; pero hemos visto a ésta transformarse bajo nuestros ojos
en
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monopolio, creando la gran industria, eliminando la pequeña, reemplazando la
grande por una más grande, conduciendo la concentración de la producción y
del capital a un grado tal que el monopolio es su corolario forzoso: carteles,
sindicatos, trusts y, fusionándose con ellos, la potencia de una decena de
bancas que manipulan, millares de millones. Al mismo tiempo, el monopolio
surgido de la libre concurrencia no la descarta, sino que coexiste con ella,
engendrando así diversas contradicciones muy profundas y muy graves,
provocando conflictos y fricciones. El monopolio es la transición del
capitalismo
a un orden más elevado. Si fuera necesario dar una definición lo más
breve posible del imperialismo, habría que decir que es la fase del monopolio
capitalista. Esta definición abrazaría lo esencial, pues, por una parte, el capital
financiero no es más que el capital bancario de un pequeño número de grandes
bancos monopolizadores, fusionado con el capital de los grupos industriales
monopolizadores; y, por otra parte, el reparto del mundo no es más que la
transición de una política colonial extendida sin cesar, sin encontrar
obstáculos,
sobre regiones de las que no se había apropiado aún ninguna potencia
capitalista, a la política colonial de posesión territorial monopolizada, por
haber ya concluido la partición del mundo".
El Imperio de los Estados Unidos asume, en virtud de esta política, todas las
responsabilidades del capitalismo. Y, al mismo tiempo, hereda sus
contradicciones.
Y es de éstas, precisamente, de donde saca sus fuerzas el socialismo.
El destino de Norteamérica no puede ser contemplado sino en un plano
mundial. Y en este plano, el capitalismo norteamericano, vigoroso y próspero
internamente aún, cesa de ser un fenómeno nacional y autónomo, para
convertirse en la culminación de un fenómeno mundial, subordinado a un
ineludible sino histórico.