Sachacorro y Otros Relatos de La Selva

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SACHACHORRO

Edward Rodríguez

“TODO FORASTERO o viajero que nos visita y bebe el agua de Sachachorro se

quedará enamorado de alguna muchacha de Iquitos y jamás regresará a su tierra”,

este ha sido siempre el comentario de nuestra gente que vive en esta calurosa

capital de la Selva Peruana. Ahora que ya lo sabes, quiero que prestes mucha

atención a este relato.

En la segunda década del siglo veinte, cuando Iquitos apenas comenzaba a crecer

como pueblo, un muchacho lugareño llamado Antonio, mientras pescaba en las

tranquilas aguas del Itaya, un pequeño río afluente del Amazonas, oyó de pronto

un canto maravilloso. Se quedó tan asombrado que se olvidó de las faenas de la

pesca y se dirigió hacia el lugar de donde procedía la voz.

AI llegar a un recodo del río vio algo que lo dejó boquiabierto: sobre aquella orilla

de greda blanca, estaba sentada la joven más hermosa que él jamás había visto.

Tenía el cabello largo y negro y se alisaba con un peine dorado mientras cantaba

una maravillosa melodía.

Antonio no podía apartar sus ojos de aquella bella muchacha. En eso, la joven

dejó de cantar y, de repente, dirigió su mirada hacia los matorrales en donde él se

encontraba. Al descubrir a Antonio se zambulló en el río. Al poco rato, sacó la

cabeza del agua, se sumergió nuevamente y se asomó una vez más. En tanto el
muchacho contemplaba, asombrado, aquel extraño juego. Finalmente, la joven no

volvió a esconderse y, abriendo sus grandes ojos, le preguntó:

—¿Quién eres?

El muchacho permaneció mudo.

—¿Puedo saber quién eres, por favor? —insistió la desconocida.

—Antonio…, soy…, soy Antonio —respondió al fin—. ¿Y tú?

La joven se echó a reír, zambulléndose de nuevo. El muchacho esperó y esperó,

pero al ver que no salía regresó a casa que quedaba sobre una loma de la margen

izquierda del Itaya.

Durante unos cuantos días, Antonio no salió de casa y no podía dejar de pensar

en la joven. ¿Quién era aquella muchacha? ¿Y por qué se bañaba sola en un

lugar tan alejado del Itaya? Por fin se decidió ir a verla y de prisa cogió el camino

del río. A medida que se acercaba al lugar, de nuevo escuchó el canto maravilloso

y se sintió feliz.

La hermosa joven, al igual que la vez anterior, peinaba sus cabellos sentada

tranquilamente en el mismo lugar de siempre: a orillas del río. Al ver a Antonio,

dejó de cantar y le sonrió.

—¿Cómo estás, Antonio? —dijo—. Te estaba esperando.

—¿A mí? —preguntó el muchacho, emocionado.

—Sí, a ti. A ti te estaba esperando, Antonio. Acércate, no tengas miedo.

El muchacho se aproximó a la orilla, y allí se sentó. Pasaron las horas y ninguno

de los dos hablaba: sólo se miraban.

—¿Te casarás conmigo? —preguntó por fin la joven—. Sí, Antonio, te casarás

conmigo cuando llegue la luna llena de este mes de abril.


Y en señal de compromiso, la joven le entregó una pulsera confeccionada de

brillantes huairuros y conchitas del río.

—Mamá, voy a casarme —le dijo Antonio a su madre cuando volvió a casa.

—Pero, hijo… ¿con quién? —preguntó la madre, asombrada, pues no sabía que

su hijo tuviese una novia.

—Con la mujer más hermosa del mundo. Vive junto al río.

—Pero, ¿quién es? —insistió la madre.

—La mujer más hermosa que he visto en mi vida.

—¿Cómo se llama? ¿Quiénes son sus padres?

—Es la más hermosa… Sí, madre mía, es la mujer más hermosa.

La madre llegó a la conclusión de que su hijo estaba embrujado. Salió presurosa a

la calle, habló con sus vecinos, con la abuela, con el tío, con el cura del pueblo…

Todos le aconsejaron de forma distinta. Finalmente, un hombre anciano que tenía

fama de curioso le dio también su opinión.

—Si es la Yara, señora, la ninfa de los ríos y cochas de la selva, tendrá aletas de

bufeo.

La madre regresó a casa e hizo prometer a su hijo que miraría los pies de su

novia. Después de tanta insistencia, Antonio prometió a su madre que así lo haría.

De pronto se apoderó de él un gran deseo de verla nuevamente y se echó a correr

en dirección del río.

Como de costumbre, la hermosa joven se bañaba en el río Itaya. Pero esta vez

jugueteaba con los peces que brincaban haciendo giros en el aire, entraba y salía

del agua como un delfín y su risa era como el sonido de mil maracas. Se acercó
en silencio, queriendo darle una sorpresa, pero… ¡Los pies de su amada no eran

como los de todo el mundo!

—¿Estaré soñando? —se preguntó incrédulo.

Los pies de la muchacha parecían aletas de delfín. ¡Evidentemente eran aletas de

delfín! Antonio se quedó paralizado por el asombro, y después regresó a toda

prisa al pueblo con el corazón destrozado, totalmente. Al entrar a la casa, su

madre, que lo estaba esperando, notó que algo extraño le sucedía.

—¿Y qué, hijo mío? ¿Qué ha pasado? ¿Has visto sus pies? —le preguntó.

—Sí, madre, son como las aletas de los bufeos —murmuró el joven.

—¡Esa muchacha es la Yara, Antonio! ¡No puedes casarte con ella! ¿Lo oyes? Las

personas no se casan con yaras.

El muchacho, preso de una gran tristeza, se metió en la cama y enfermó. La fiebre

le hacía delirar. En su delirio distinguía el rostro de su amada y escuchaba su voz

llamándole: “Ven, cariño mío, ven al río, que aquí te espero siempre”. Pero él

nunca volvió porque murió de pena.

El día del entierro, la Yara, transformada en una mariposa multicolor, acudió

volando a casa de Antonio, se acercó al lecho fúnebre, le cubrió el cuerpo con el

polen de las flores más bellas de la selva y después se posó con ternura sobre sus

labios fríos. Luego la mariposa alzó vuelo hasta perderse en un bosque de colinas.

Y, cuando se volvió en sí, la Yara lloró desconsoladamente por su amor perdido.

Lloró tanto y tanto que, en el lugar donde cayeron sus lágrimas, brotó una fuente

de agua que recuerda el amor imposible entra la Yara y el joven pescador. Desde

entonces, la gente de Iquitos bautizó a este lugar como Sachachorro, el manantial

que ayuda a enamorarnos y que sana, también, las dolencias del corazón.
SHINANYA BÁQUE, LA LAGARTIJA Y EL LORO

ALLÁ EN las hermosas tierras donde nace el Tahuanía, una quebrada montañosa

afluente del Ucayali, vivía hace muchísimos años un hombre muy poderoso a

quien la gente le llamaba Yoashi. Pero este hombre, además de poderoso, era

perverso y mezquino, ya que se había adueñado del fuego que nos había enviado

Caná (el relámpago) para protegernos de las bajas temperaturas y de esta manera

no morirnos de frío cuando llegaran las estaciones lluviosas. Asimismo se había

apropiado de todas las plantaciones de maíz que germinaron por primera vez

sobre aquellos fecundos valles, y los guardaba celosamente para que nadie

pudiera obtener, al menos, unos cuantos granos. En aquel tiempo, pues, la gente

que solicitaba a Yoashi el maíz para la siembra de sus chacras, sólo recibía de él

mazorcas ya asadas o cocidas. De tal forma que nuestros antepasados no podían

cultivar tan especial fruto para la vida.

Pasaron muchas lunas, cuando un muchacho llamado Shinanya Báque (Niño

Sabio) había logrado domesticar a Shánbo (la lagartija) y a Báhua (el loro). Ya

llevaba varias semanas entrenándoles con la finalidad de que estos animales

robasen al perverso Yoashi unos granos de maíz y también el fuego.

Y un atardecer, después de días intensos de entrenamiento, Shinanya Báque les

dijo:
—Mis queridos hermanos, ha llegado el momento de ayudar a nuestra gente. Nos

hemos preparado con tanto empeño en estos últimos tiempos y estoy seguro que

mañana cumplirán su tarea con mucha inteligencia y valentía. Y esta linda gente

de Tahuanía sabrá agradecerles.

Y así fue.

Al día siguiente, desde tempranas horas, Shánbo (la lagartija) había cavado un

agujero que daba hacia el huerto de la casa del poderoso Yoashi que vigilaba sus

cultivos con total desconfianza. En tanto, Báhua (el loro) observaba muy atento

desde la rama de un árbol para actuar oportunamente. Y en un descuido del

hombre perverso, Shánbo burló la vigilancia y logró apoderarse de unos cuantos

granos de maíz para luego desaparecer velozmente en dirección del bosque.

Sin embargo, cuando el pequeño reptil estuvo a punto de alcanzar el agujero que

le permitiría escaparse, fue alcanzado por Yoashi que, intentando quitarle los

granos de maíz que los tenía escondido detrás de los dientes, le desgarró con sus

manos la boca y los dedos de sus extremidades.

Afortunadamente la lagartija valiente soportó el dolor, logrando escurrirse entre las

manos del mezquino Yoashi. De inmediato entregó los granos a Shinanya Báque

que le había esperado a un costado del camino. Y en ese mismo instante, el

muchacho sembró el maíz en la tierra fecunda que, en un abrir y cerrar de ojos,

floreció para alegría y felicidad de la gente. Desde ese día, Shánbo (la lagartija)

tiene la boca grande y los dedos largos.

Y tal como estaba planeado por Shinanya Báque, había llegado el momento de

que entrara en acción el hermano loro. Aprovechando el enfado y desaliento del

hombre perverso, Báhua se puso a gritar desde la rama del árbol donde se
encontraba: “¡Eres un tipo malvado y egoísta! ¡Claro, que sí! ¡Eso es lo que eres:

un hombre amargado porque tu ambición no tiene límites!”.

Al escuchar estas palabras, la rabia se apoderó del poderoso Yoashi y, no

soportando semejante provocación, comenzó a disparar todo tipo de objetos y

piedras. El loro los esquivaba con una habilidad sorprendente. Esto más enojaba

al hombre mezquino que no demoró en lanzarle un palo con candela que ardía en

la tushpa. Por supuesto, Báhua no desaprovechó esta magnífica oportunidad que

estaba esperando: atrapó el enorme tizón con su enorme pico y alzó vuelo. ¡Por

fin tenía consigo el fuego deseado!

Rápidamente el poderoso Yoashi hizo un conjuro y se desató una tormenta sobre

la selva. Entretanto el loro, mientras sus ojos ya distinguían la aldea, sintió que su

pico se quemaba. Sin embargo resistió el dolor y llegó volando hasta la más

humilde choza donde entregó el leño ardiente a una hermosa muchacha. Luego se

dirigió a la quebrada Tahuanía y se sumergió en sus frescas aguas, logrando

apagar el fuego que consumía su pico. Y cuando salió de la quebrada, el pico de

Báhua (el loro) ya estaba corto y torcido.

Desde entonces, nosotros, los indígenas Joni, apreciamos la grandiosa hazaña de

la lagartija y el loro; por eso son los animales más venerados de la Selva. Y

también hasta ahora recordamos con entusiasmo y gratitud a Shinanya Báque

(Niño Sabio), quien fue el primer Gran Jefe querido y respetado de nuestro pueblo.
EL ORIGEN DEL JAMU NAVA

HUBO UN tiempo en que el mundo que conocemos no fue así. Fue una época en

la que el agua era escasa. No había ningún río, ni cochas, ni quebradas que

regaran estos territorios. El calor se imponía sobre la Tierra, que todavía

aparentaba una bola de fuego y apenas, de cuando en cuando, llovía sobre el

mundo. Nuestros primeros antepasados, las plantas y los animales sobrevivían a

duras penas. Y precisamente ellos sólo esperaban la lluvia para beneficiarse del

agua, elemento tan indispensable para la vida.

Sin embargo, en aquel tiempo vivía un hombre anciano que cuidaba de sus dos

nietos mellizos que se habían quedado huérfanos debido a que, años atrás, Nibi

(el otorongo) había devorado a sus padres.

El abuelo se llamaba Canuyara y andaba renqueando porque su pierna izquierda

era desigual. Pero, a pesar de este defecto, poseía una fuerza asombrosa y,

además, era un hombre muy mezquino, ya que no compartía con nadie el agua

que recogía de algún lugar de la selva. Tal era su avaricia que todas las

madrugadas, evitando ser visto por la gente, acarreaba el agua en grandes ollas

de barro.

—¿Cómo es que siempre este viejo avaro tiene bastante agua en su casa si hace

muchas lunas que no llueve? ¿Acaso él conoce un lugar donde hay bastante

agua? —se preguntaban nuestros antepasados que ya llevaban varios días sin
bañarse. Más aún, las pequeñas frutas que se recogían para calmar la sed habían

comenzado a escasear en el bosque.

Con el transcurrir del tiempo, las condiciones de vida de nuestros antepasados

empeoraban cada vez más. La sequía apremiaba ya en la aldea y las

adversidades aparecían por todas partes. Pero ni estos padecimientos conmovían

el corazón del mezquino Canuyara.

Hasta que una noche de luna llena, los dos hermanos mellizos, quienes habían

heredado la generosidad de sus padres, se conmovieron por tanto sufrimiento. Y,

mientras el abuelo dormía profundamente, se valieron de un plan para ayudar a

nuestros antepasados.

—Hermano mío, tenemos que apoyar a esta pobre gente que durante este tiempo

ha sufrido mucho. De madrugadita voy a levantarme para vigilarle al abuelo

cuando se vaya a recoger el agua —dijo Mëna, el menor de los mellizos.

Y así sucedió.

A la mañana siguiente, Mëna decidió transformarse en Muchiy (el pájaro picaflor)

para que el viejo Canuyara no lo reconociera. Volando y volando de flor en flor lo

siguió por el camino que se adentraba en la espesura del bosque.

Y después de andar un buen trecho llegaron hasta las aletas de un gigantesco

árbol del cual brotaba un chorro de agua. Aquel árbol era la lupuna, el más grande

de la selva.

Al rato, el menor de los mellizos regresó muy contento a casa, pues acababa de

descubrir el lugar de dónde el viejo Canuyara obtenía el agua. De inmediato le

comunicó la noticia a Ndanu, su hermano mayor.


Entonces los dos hermanos convocaron urgentemente a varios animales de la

selva a una asamblea secreta. Los que aparecieron fueron Mutu (el añuje), Vañu

(el majás), Capivyera (el ronsoco), Jamiy (el achuni), Mucatyu (la ardilla), Mumi (el

ratón del monte), Ruva (el pájaro carpintero) y Nuva (el tucán). Ahí, en dicha

reunión, los hermanos mellizos convencieron a los animales que talando el

gigantesco árbol sería la única manera de ayudar a nuestros antepasados.

Asimismo comprendieron que sólo con el apoyo y la cooperación de todos sería

posible cumplir con tamaño propósito.

Los animales aceptaron gustosamente y en seguida se pusieron a trabajar el día

entero. Unos roían y aserraban con sus poderosos colmillos. Otros, en cambio,

utilizaban sus fuertes picos para perforar y agujerear el tronco. Pero la lupuna era

tan gruesa que los animales no consiguieron terminar con su tarea. Y casi al

anochecer, cuando faltaba poco para derribarlo, acordaron continuar al día

siguiente. En verdad, ellos estaban completamente fatigados de tanto esfuerzo.

Con las primeras luces de la mañana, los animales acudieron otra vez al bosque

para proseguir el trabajo que se había comenzado el día anterior. Y grande fue la

sorpresa que se llevaron cuando encontraron al árbol de lupuna sin un solo

rasguño. Comenzaron de nuevo pero, este segundo día pasó lo mismo. Y al

tercero. Y al cuarto, también. ¡El árbol, casi talado al anochecer, aparecía intacto

por la mañana! Siendo así, los hermanos mellizos volvieron a espiar al viejo

Canuyara. En consecuencia descubrieron que él, con el favor de Jasani (el

comején) y toda su familia, curaba por las noches a la lupuna con gran esmero

para que el agua pudiera seguir brotando sin descanso. Por eso, al día siguiente,

el árbol amanecía sano.


—¿Qué podemos hacer para que el abuelo no cure el árbol? —dijo el menor de

los mellizos que se había convertido en pájaro picaflor.

—Debemos evitar que el abuelo llegue hasta el árbol. De esta forma nuestros

hermanos podrán terminar de tumbarlo —respondió Ndanu, el mellizo mayor,

mientras se transformaba en Norityu (el alacrán).

De suerte que Norityu (el alacrán), al caer la noche, le picó a Canuyara en uno de

los dedos de su pie derecho cuando se dirigía a curar el árbol. El viejo mezquino,

sintiendo el potente aguijonazo, terminó revolcándose de dolor entre la hojarasca

que cubría el camino. Era tan intenso el dolor que un buen rato no pudo ni siquiera

ponerse de pie.

—¡Maldecido seas alacrán toda tu vida! —gritó Canuyara lleno de rabia.

Mientras tanto, los animales aprovecharon esta grandiosa ocasión para concluir el

trabajo que les había costado muchísimo esfuerzo. Y en ese preciso instante, la

gigantesca lupuna se derrumbó estrepitosamente, retumbando en toda la selva.

Al caer el árbol, de él comenzó a brotar gran cantidad de agua que se extendió en

todas las direcciones. Su tronco se convirtió en Jamu Nava (el gran río

Amazonas). Las ramas formaron los ríos afluentes, las quebradas y las cochas.

Luego las hojas y las espinas se transformaron en los peces que hasta ahora

abundan en estas caudalosas aguas.

Para nosotros, los indígenas Nihamwo que vivimos aquí desde el inicio de los

tiempos, había nacido Nuestra Tierra.

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