SUEÑOS CARDINALES Román Villeg

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Registro de Propiedad Intelectual N° 143.296

Primera Edición, noviembre 2004

Segunda Edición, mayo 2009

Edición digital, marzo 2020

Diseño portada: Rolando Saavedra Villegas

Diagramación y Producción: Carlos Núñez Arévalo

Impresión Portada: Imprenta Gutemberg, Concepción

[email protected]

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Los cuatro puntos cardinales son tres:


el sur y el norte.
Del prefacio de Altazor de Vicente Huidobro.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Dedicatoria

A las 16 mujeres que en mi infancia

me entregaron el amor de sus cuidados

y cuyos aromas de humo, pan y menta

aún acarician mi memoria agradecida:

Mi madre Filomena,

tías Carmen, Mercedes, Dina y Rosa Villegas y

Belarmina Jorquera. Bisabuela Juana Jorquera.

Madrinas Marina Maldonado y Berta Roa.

Vecinas Inés Villarroel y Fidelina Reyes.

Amistades de mi madre: Mercedes Cortés y sus


hijas

Fresia, Millaray y Herminia Chandía.

Adriana Andrades de Llanos.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Presentación

En la presente situación de cuarentena,


en que nos hemos convertido en involuntarios
cautivos de un virus de efecto planetario, al
que científicos le asignaron la denominación
COVID 19, entrego este libro para su libre
lectura en formato digital, especialmente a
quienes desean evadirse del encierro mental.
Si Ud. lo desea, puede imprimirlo para
su uso personal y compartirlo con otros
lectores de su entorno.
Este libro está afecto a Derecho de
Autor, de tal forma que no debe ser impreso
con fines comerciales, salvo con la
autorización de su creador.

ROMÁN VILLEG

Pinto Aldea, marzo 2020

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Prólogo de la 1ª edición

Me encanta leer cuentos, especialmente cuando viajo o tengo que


permanecer en salas de espera. Cada uno de estos Sueños cardinales, tiene
su propio norte y sentido. Algunos despertaron mi imaginación y otros las
evocaciones. Incluso en varios de ellos me sentí protagonista.

A mi juicio, el escritor demuestra su talento cuando es capaz de


crear mundos o submundos con palabras y permite que a través de la lectura
ingresen los lectores ávidos de sueños o nuevas aventuras.

El cuento es un género indefinible, si se lo define se lo enclaustra,


se lo encarcela, pierde todo su sentido de libertad, que es lo que permite al
autor crear ambientes, situaciones y personajes. El cuento es un camino que
se construye sin cesar a fuerza de imaginación, constancia, lápiz y papel. Es
una acción perpetua de los seres humanos. La Historia de la Humanidad es
una narración, primero oral, luego escrita.

El Maestro Edmundo Valdés enseñaba que "el cuento escapa a


prefiguraciones teóricas, pero su única inmutable característica es la
brevedad". Y precisamente respecto del cuento breve (también llamado
cuento corto, minificción, microcuento o microficción) Juan Armando Epple
distingue cuatro condiciones básicas: brevedad, singularidad temática,
tensión e intensidad. Aunque esas cuatro características yo diría que son
aplicables a todos los cuentos del mundo cualquiera que sea su extensión, y
no sólo a los breves. Quizá por eso Marco Denevi sostiene que el único modo
de distinguir cuento de novela, y cuento largo de cuento breve, al fin y al cabo
es contando la cantidad de páginas que tiene cada texto. Pero también
digamos que el criterio fundamental para reconocer un cuento no es sólo la
brevedad, sino lo que Epple llama "su estatuto ficticio". O sea, es la invención
literaria lo que permite reconocer a un cuento.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Decía Juan Rulfo que "todo escritor que crea, es un mentiroso; la


literatura es mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad;
recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la
creación".

Todo buen cuento –y este libro tiene varios de ellos y algunos con
sus buenas gotas de humor- debe tocar alguna fibra íntima en el lector.
Necesariamente. Por eso un buen cuento no es el que surge de las puras
ganas del autor, ni es el que deviene de un intento catártico. Un buen cuento
es el que nace sencillamente de la inevitabilidad de su existencia. Es decir: se
lo escribe porque no se puede dejar de escribirlo.

El destino de un cuento, como si fuera una flecha, es producir un


impacto en el lector. Cuanto más cerca del corazón del lector se clave, mejor
será el cuento. Para ese efecto, el texto debe ser sensible: debe tener la
capacidad de mostrar un mundo, de ser un espejo en el que el lector vea y se
vea. Esto es lo que se llama identificación (el lector piensa que le pasó o le
podría pasar lo mismo) y eso le creará una empatía, una solidaridad con lo
contado, que hará que el cuento se le torne inolvidable. Está identificación
sólo se logra por medio de la sensibilidad del lector, tocada por el texto. Es lo
que podríamos llamar el alma del cuento, que es un alma viva, que emite
sonidos, titila, respira.

Román Villeg entrega sus Sueños cardinales, ignorando el tiempo,


lugar y circunstancias en que Ud. se va a encontrar con ellos, para
descifrarlos en grata lectura. Como es probable que alguno de estos cuentos
quede albergado en su memoria, no olvide que desde el momento en que Ud.
se lo relate a otra persona, el cuento dejará de ser del autor y ya será suyo.
No pierda la oportunidad de ser cuentista, pero no se confunda, ser cuentero
es otra cosa y no exenta de peligros.

Lonardo Adavares

Pinto Aldea, marzo 2004

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Sueños cardinales

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Sueños Cardinales

LORENA cambió el rumbo de su vida en el instante mismo que recibió una


brújula de regalo. La simple confusión de obsequios navideños. le hizo abrir el
dirigido a su hermano scout. Antes de descubrir el contenido, percibió un agradable
cosquilleo magnético, que le impidió aceptar la equivocación. La casualidad le hizo
feliz. Estuvo varios días intentando desorientar la aguja imantada. Soñaba con ella
casi todas las noches, otras veces se desvelaba por no encontrar respuesta a
preguntas tan inútiles como: ¿Dónde se ubica el norte de los sueños? O ¿Por qué el
sur queda siembre abajo?

Ese fue el inicio de la más extraordinaria colección de brújulas que se haya


conocido, la que progresivamente fue incrementando.

Al ingresar a su dormitorio, donde las brújulas habían desplazado a las


muñecas, las agujas imantadas olvidaban su norte y se dirigían hacia Lorena como si
fueran peces en acuario, cuando se les va a alimentar.

La pasión por las brújulas la fue complementando con el estudio de Atlas,


planisferios, globos terráqueos y otras representaciones, llegando a dominar
conceptos geográficos a una edad en que sus congéneres tenían preocupaciones
ajenas a lo académico.

A nadie sorprendió que se decidiera ser Geógrafa profesional y que al poco


tiempo lograra reconocida reputación internacional. Sus viajes por el mundo la
llevaron a emblemáticas universidades y recónditos lugares. En pocos años cumplió
la mayoría de sus sueños cardinales, quedándole solo pendiente estar en el “0° 0°” o
“punto cero-cero”, lugar en que imaginariamente se cruzan la Línea del Ecuador con
el Meridiano de Greenwich, punto de agua ubicado en el Golfo de Guinea, al oeste
del continente africano, en pleno Océano Atlántico,.

Los sueños de Lorena seguían cierta lógica onírica. Soñaba con desiertos y
cuando despertaba su pijama o camisa de dormir tenía vestigios de arenas

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desconocidas. Otras veces, selváticos sueños dejaban las sábanas impregnadas de


flores exóticas o plumas multicolores.

El haber soñado siendo expedicionaria en el Polo Sur, le significó principios


de gangrena en los pies y un huracán caribeño le provocó una bronconeumonía que
la tuvo muy cerca del cementerio.

Logró consagración mundial al demostrar con certeza irrebatible que el


Meridiano de Greenwich está desplazado 102 metros al oeste.

Cuando ya todos creían que Lorena había agotado sus aprendizajes


geográficos, se interesó en conocer cómo se orientaban los pueblos primitivos.
Descubrió por ejemplo, que los mayas daban la mayor importancia referencial al
oeste, por ser el lugar donde se asoma el sol y que eran cinco sus puntos cardinales:
norte “Xaman”, este “El K´in”, sur “Kan K´in”, oeste “Och K´in” y el centro “Kab”.
También se enteró que cada punto cardinal de los mayas poseía un color: norte
blanco, este rojo, sur amarillo, oeste negro y centro verde, y que esos colores
estaban asociados al maíz.

La última mención que hizo la prensa y televisión de los viajes de Lorena,


fue cuando integró una expedición de National Geographic, destinada a instalar en
el paralelo y meridiano 0° 0° una plataforma monumento, en homenaje a los
grandes navegantes del Atlántico. Nunca regresó de aquel viaje.

De tanto esperarla, sus innumerables brújulas se volvieron inútiles. Algunas


giran sin sentido, otras siguen la dirección del viento y unas pocas se convirtieron en
relojes que señalan la hora del país en que fueron fabricadas. Solo sus numerosos
Atlas, planisferios y globos terráqueos permanecen inmutables e impecables, ya
que, contrariando las leyes de la física, el polvo no se atreve a profanar sus pulcras
superficies.

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Abejas ferroviarias

GATOS parranderos, agobiados de su ocio, daban libre tránsito a


nerviosas lagartijas que, adornaban piedras y muros. Las chimeneas hogareñas de
Menque, exhalaban el aliento de sus cocinas a leña y la estación ferroviaria,
esperaba como siempre al tren, para saludarlo en la mañana. Nada hacía presagiar
que un acontecimiento inesperado convertiría en noticia, al lugar de pinos
“empumados”1 y tortillas con ají.

Los quince panales de abeja del palanquero ferroviario, ordenados como


población de palafitos, se alineaban siguiendo la inclinación del terreno. Las abejas
concentradas en sus afanes laborales, fabricaban sin descanso el oro líquido, razón
de su prestigio indesmentible. Sus suaves zumbidos eran el único argumento
sonoro de la insegura primavera, hasta que el pitazo del tren que se aproximaba a la
estación, intranquilizó a los pasajeros que esperaban y alertó al jefe de estación.

Con sus cómplices secretos naturales, el invierno se había encargado de


socavar y carcomer las estructuras que sostenían el cerco de madera, que protegía
el huerto del palanquero, en donde las abejas iban y venían con sus cargamentos de
polen y agua.

El tren se detuvo en la estación con sus bufidos de vapores blanquecinos,


que presagiaban la pronta retirada. Del último coche dos gañanes bajaron, con
destreza sobre sus hombros, sendos sacos de papas, que después de algunos pasos
depositaron en el suelo y apoyaron sobre el cerco de madera. Bastó ese leve
impulso y el cerco se volcó hacia el huerto cayendo sobre la primera colmena, y esa
botó a la segunda y así sucesivamente como si fueran simples piezas de dominó.
Una nube de abejas surgió como de la nada e identificó inmediatamente a los
culpables del sacrilegio. Los gañanes despavoridos abordaron nuevamente el último
coche, al mismo tiempo que el tren reanudaba su marcha lineal.

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Habitado por pumas.

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Mientras corrían por los carros, los dos gañanes iban distribuyendo abejas
a diestra y siniestra, con una generosidad tal, que ningún pasajero fue privado en los
seis coches de recibir a lo menos un lancetazo. El conductor del tren, que gustaba de
usar una colonia floral, en su rostro mofletudo, recibió el aporte de tres docenas de
abejas y desde el carro de equipaje se encaramó al carro del carbón de piedra y
pidió a gritos al maquinista que detuviera el tren, en el túnel de Dichato, para que el
humo espantara a las iracundas abejas. Y así se hizo; en medio del túnel los
atribulados pasajeros, fueron obligados a respirar el denso humo del carbón de
piedra, como incienso purificador que finalmente los libró de las abejas furibundas.

En las estaciones sucesivas, los pasajeros que se incorporaban al viaje,


miraban extrañados a quienes bajaban o seguían sentados con rostros tan insólitos,
ojos cheutos, miradas orientales y rostros cototudos.

Los dos gañanes y el conductor del tren, sin desearlo terminaron su viaje
en el hospital. Al otro día sus patéticos rostros, como calcetines con bolos,
recorrieron el mundo como insólita noticia.

De las papas causantes del descalabro, lo único que se supo, fue que al
otro día los sacos vacíos aparecieron flameando como banderas, en el faro selector
de señales de la vacía estación ferroviaria.

El conductor de señales jamás volvió a perfumar su rostro carrilludo y


cuando pasaba por Menque se encerraba en el baño de primera clase, por mera
precaución. El palanquero fue trasladado de estación con estricta prohibición de
dedicarse a la apicultura, palabra que él no conocía y que, sin embargo, practicaba.
De los dos gañanes, que no se supo de dónde venían y hacia donde iban, terminaron
de estibadores en Lirquén recibiendo el compartido apodo de Colmena Chico y
Colmena Grande.

Ahora, nadie se acuerda de las abejas ferroviarias. Las abejas


sobrevivientes no se atrevieron a volver a su panal. A lo mejor tuvieron miedo de las
represalias de la reina, por su momentánea deserción. Lugareños contempladores
del cielo, aseguran que vieron su vuelo en dirección a Toroico y ese fue el año en
que Menque se quedó sin miel.

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En el cielo no hay huemules

CUANDO las aburridas clases escolares lograban despertar su imaginación,


Silvano escuchaba con atención, pero con los ojos dirigidos hacia el cielo, ya que ahí veía
lo que el profesor decía.

El hecho, de no tener “cara de niño que pone atención” y de rara vez mantener
la vista puesta en el profesor y el pizarrón, le valió ser estigmatizado como un “niño
pajarón que vivía en las nubes”, y de tanto escuchar lo mismo, logró convencerse de ello.
Cuando se le preguntaba por su domicilio, él contestaba muy ufano: “Vivo en la Nube
número 1980”.

Hasta los más escépticos lograron tomar conciencia de su poder, el día en que la
inspirada profesora de Historia, le habló del feudalismo y Silvano construyó castillos en el
aire, con tal convicción y talento que sus compañeros y profesores del colegio salieron al
patio a admirar, con la boca descontrolada de asombro, el enorme castillo, con sus
torreones y almenas, que en pocos minutos el viento desvaneció.

Lo que pudo haberle dado fama y tal vez fortuna, le significó a Silvano una
semana de suspensión de clases por haber alterado el orden establecido en el colegio,
razón por la cual después de severa reprimenda y par de coscachos en la cabeza, sus
padres le exigieron exclusiva dedicación al estudio y que se dejara de tontear con las
nubes, pues siendo ellas cosa de Dios, el cambiar su forma constituía una flagrante
herejía.

Los años pasaron, con facilidad las personas olvidaron el talento de Silvano,
pero él, en sus momentos de soledad y en lo posible muy lejos de la Escuela,
especialmente cuando iba al campo a ver a sus abuelos, aprovechaba de dar insólitas
formas a sus algodones de agua, solamente para probar la permanencia de su extraña
facultad.

Cierto día, como parte de una estrategia publicitaria, un pequeño avión,


después de haber hecho perfectas piruetas acrobáticas, dejó escrito en el cielo el nombre
de una bebida gaseosa, que no era del gusto de Silvano quien, con su fuerza mental

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rectificó el anuncio y escribió el nombre de su bebida preferida. Este hecho no pasó


desapercibido a una anciana parasicóloga, quien ante el asombro de Silvano, le dijo “así
que tú eres el escultor de nubes”.

La vida de Silvano ya no volvió a ser la misma. Obtuvo, gracias a la parasicóloga y


la televisión, una notoriedad que le permitió mejorar notablemente la calidad de vida de
su familia. Una agencia publicitaria multinacional, contrató en forma exclusiva sus
servicios escultóricos y gracias a ello logró recorrer países de los cinco continentes y estar
tres ocasiones en la Antártica en donde, nubes de formas humanas, arquitectónicas,
florales y animales, compartieron su blancura con los hielos eternos. El único país que no
permitió sus servicios escultóricos fue Mongolia, ya que una leyenda ancestral menciona
que el día en que el hombre dé forma a las nubes, el sol y el viento morirán, al no tener
con quien jugar.

Olimpíadas, ferias internacionales, exposiciones notables, mundiales de fútbol,


cambios de gobierno, funerales famosos, asunciones papales, conmemoraciones
nacionales, espectáculos exclusivos, en fin, todo lo que fuera importante tenía que contar
con las nubosas esculturas de Silvano, quien, ya no vivía en las nubes, sino que vivía de
ellas, y disfrutaba la felicidad de estar cerca y pasar por sus vaporosas estructuras cada vez
que viajaba en avión a cumplir con sus publicitarios compromisos

Cuando falleció la parasicóloga, el día de su sepultación Silvano no se dio tiempo


ni voluntad de comprar flores, pero todos los asistentes al sepelio, admiraron con respeto
y recogimiento el cielo adornado de orquídeas blancas.

La gratitud y emotividad le jugaron una mala pasada a Silvano. La agencia


publicitaria lo demandó por haber realizado un espectáculo nuboso sin su consentimiento.
El litigio duró lo suficiente como para dedicarse a otra cosa.

Ahora Silvano, vive con su familia en un lugar muy retirado cerca de la cordillera.
Allí sus hijos pequeños se divierten jugando con las nubes, mientras él y su esposa se
dedican a la conservación de huemules, que jamás estuvieron en el cielo.

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El corte del peluquero

LA calle tenía dos cuadras de largo. En la primera funcionaba un boliche de


hermanos italianos que siempre discutían por cuestiones de precios y un depósito de
carbón y leña, atendido por una anciana de luto, que lo único blanco que tenía, eran los
ojos. En la cuadra segunda una bodega de vinos y una peluquería. Cada uno de esos
negocios ejercía un poderoso encanto en nosotros, numerosos habitantes de esas dos
cuadras, a la que rara vez ingresaban vehículos, siendo de esa forma nuestro gran patio de
recreos, en donde no se mezclaban hombres y mujeres. Las niñas jugaban en frente al
depósito de carbón y los varones mirando a la peluquería. Cuando estábamos jugando,
nadie osaba invadir el territorio del sexo contrario y las niñas tenían el privilegio de andar
unas cuadras en las carretas desocupadas que día por medio traían leña al depósito de
carbón. Los varones no andábamos en carretas, pero teníamos el privilegio de la amistad
del peluquero, autoridad por porte, presencia y admiración colectiva, más aún cuando a
los chiquillos del barrio nos cobraba la mitad del precio que marcaba el listado. Claro que
nos atendía siempre y cuando no tuviera otros clientes.

La peluquería, tenía el reconocimiento colectivo de ser el lugar más elegante del


barrio. Sus exclusivos tubos fluorescentes regalaban iluminación blanca a los grises
adoquines de la calzada. El lujo de la peluquería, dependía de tres grandes espejos, uno de
ellos vertical, allí las señoras iban a contemplarse de cuerpo entero antes de ir a una
fiesta. Las murallas no tenían fotografías de artistas o mujeres desnudas, en vez de ello,
hermosas mariposas y otros insectos disecados adornaban dos paredes; por eso las
vecinas consideraban a don Marín como persona de respeto, que con su chaqueta blanca
parecía médico en consultorio.

El peluquero era meticuloso y programado para ejercer su labor. Tenía vasta


clientela, la cual pedía hora para asegurar su atención. Los días viernes atendía a
domicilios. En sus propios lugares de trabajo atendía a las autoridades y en sus domicilios
a los ancianos o enfermos. La atención del día sábado era solicitada con semanas de
anticipación, ese día afeitaba y peinaba a novios y padrinos, que hasta de otras ciudades
venían a comprobar su magia de navaja y peineta.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

A veces nos invitaba a recorrer bosques cercanos, para recolectar insectos y


mariposas que luego disecaba con paciente dedicación, ante nuestra curiosidad
deslumbrada. Según él, pertenecía a una sociedad entomológica que le permitía recibir en
canje especies de otras latitudes.

Estando desocupado, don Marín nos alentaba por las tardes en nuestra pasión
futbolera de infantiles jugadores con pelota de trapo. El nos regaló arcos desarmables y
fuimos ganadores de muchos partidos con niños de otros barrios que también jugaban
como nosotros en canchas de adoquines, cuyos límites eran las veredas y las esquinas.

De vez en cuando un automóvil conducido por una mujer llegaba a buscarlo y


sin mayores detalles nos decía "voy y vuelvo", llevando su impecable maletín profesional
y dejando abierto su local iluminado. Casi nunca volvía ese día y nosotros con gran
sentido del deber y la responsabilidad, aseábamos el piso sin dejar ni un pelo, olíamos los
preciosos frascos de perfume a los cuales no teníamos derecho, nos aburríamos
mirándonos en los amplios espejos, contemplábamos el centenar de mariposas
intentando memorizar sus nombres, y enseguida apagamos las luces y cerrábamos el local
como si fuera un templo.

Al otro día, después que volvíamos del colegio nos regalaba sabrosos caramelos
envueltos en papel dorado y hacíamos votos para que pronto otra señora, o la misma
anterior, lo viniera a buscar en forma perentoria.

El único día que abandonaba el barrio, era el domingo. Los lunes en la tarde,
nosotros le contábamos con lujo de detalles los hechos acontecidos en la bodega de vino,
que tenía un permiso especial para vender vino después de terminados los partidos de
fútbol en el estadio. Para evitar aglomeraciones de las hinchadas, antes del partido y
desde el mediodía el “Tuerto Feliz”, que en verdad se llamaba Félix, vendía fichas que
daban derecho a medio litro de vino sin conversar, es decir, beber y marcharse.
Terminado el partido tenían preferencia de atención los hinchas del equipo ganador, y en
caso de empate eran preferidos los del equipo del primer gol. A pesar de estar todo tan
bien organizado, de igual modo habían situaciones divertidas o pugilatos breves que
entretenían gratuitamente nuestras tardes domingueras.

Así pasó un bello trozo de nuestra infancia, cuyo encanto destruyó un día, aquel
a quien tanto admirábamos.

Las cosas ocurrieron más o menos así. Estábamos jugando la pichanga de las seis
de la tarde, cuando nuestro territorio fue invadido por una horda de quiltros de diferentes
portes y pelajes que intentaban obtener los favores de una perra en celo. Nosotros
detuvimos el partido para no alterar la situación y dar la oportunidad a los más pequeños

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

a que conocieran esas cosas de la vida. Nosotros apostábamos a quien sería el perro
favorecido, sin hacer mayor barullo, para evitar que nuestras madres fueran alertadas del
escándalo y nos hicieran encerrarnos en nuestras piezas. Por fin un perro fue aceptado
por la perra lujuriosa y todos nosotros mirábamos atentos y nos reíamos de los más
pequeños a quienes les faltaba boca para dar cabida a su asombro. Todo iba bien, el perro
y la perra querían arrancar en distintas direcciones. ¡Se abotonaron! gritaron los expertos
y otros los hicieron callar. Y ahí fue cuando de improviso y sin darnos cuenta apareció don
Marín quien, blandiendo como un sable su navaja toledana, dio el corte preciso entre las
colas de los perros. Una explosión de sangre marcó nuestros rostros y ropajes, antes que
huyéramos despavoridos ante un hecho tan repudiable. Muchos de nosotros tuvimos
pesadillas, otros se orinaron en sus camas, o se resistieron por varios días de ir al baño.

Casi al mes nos fuimos para el norte, y en la memoria me llevé esa calle de la
infancia. Nunca más dejé que un hombre me cortara el pelo. La semana pasada después
de tantos años volví a ese lugar. Los italianos ya no discuten, sus herederos tienen un
supermercado. El negocio de leña y carbón ahora es depósito de gas licuado, atendido por
una señora de ojos verdes. La bodega fue clausurada hace muchos años por vender vino
“mecanizado” o arreglado con “meca” y el peluquero, que era diabético, falleció víctima
de las heridas propinadas por una jauría de perros, mientras recolectaba hermosas
mariposas en el bosque de nuestra infancia.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Fraponio y el puma de Perpén

FATIGADO de medio siglo trashumante, encorvado de tiempo, sudores y


caminos, Francisco Apolonio llegó providencialmente a convertirse en guardabosque del
extenso fundo “Perpén”, poniendo fin a su vocación de andante impredecible.

Durante un par de años, disfrutó de amplia libertad forestal, derribando añosos


gualles que después de alimentar la docena de hornillas carboneras, se transformaban en
oscuro combustible de numerosos braseros de Digüeñe.

Hora y media de curvas, saltos y tumbos, separaban Digueñe del claro en medio
del extenso robledal, en donde una rancha y dos rucos triangulares profanaban con su
dura geometría la armoniosa sencillez de la floresta.

Nadie tuvo la gentileza de informar a Fraponio el cambio de propiedad del


fundo. Fueron los inusuales ladridos de Faifai, los mismos que advertían la presencia del
puma, los que le anunciaron otro cambio en su existencia. Antes que se recuperara del
asombro ya estaba contratado por la empresa que rompió la ancestral tranquilidad
forestal, con su ruidosa y extraña maquinaria.

En el mismo acto público fueron inaugurados la industria y el poblado. Fraponio


fue homenajeado como “primer poblador de Perpén” a través de un galvano que clavó en
la puerta de su mediagua, para no molestarse en mostrarlo a los curiosos.

Frente a la plazoleta del poblado se alzaba la escuela, en cuyos ventanales el sol


se multiplicaba y donde profesores y alumnos conjugaban los inseparables verbos:
enseñar y aprender.

Con la abundancia de madera, los alumnos de “primer año” se hicieron expertos


artesanos en la confección de vocales; pero, por ese incontenible espíritu de competencia
de la infancia y con la complicidad de sus padres, llegaron a construir letras con enormes
tablones, las que por su forma y tamaño no pudieron ingresar a clases y quedaron
instalados como extraños monumentos en el patio de recreos.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

El Director de la Escuela practicaba el arte de embalsamar aves y animales


menores, muchos de los cuales adornaban las salas y oficina. Fraponio ya había
colaborado con varias especies, por eso, con toda confianza, llevó al colegio el puma
cazado con la ayuda de Faifai.

Sorprendido por el tamaño del regalo, y reconociendo su incapacidad de aplicar


en él su arte taxidérmico, con la venia del cazador, el Director decidió obsequiarlo a la
Universidad. Para ello, escribió un mensaje al Jefe de estación, haciéndole saber la
situación y solicitándole preguntara a la Universidad si se interesaban por un puma.

El Jefe de la Estación ferroviaria, se comunicó por “selector” con la estación de


la capital regional y desde allí se contactaron con la Universidad. En todos esos contactos,
al pronunciar la palabra “puma”, surgía espontánea la exclamativa interrogante: “¿Un
qué... ? “

La respuesta universitaria fue positiva y de inmediato se organizó el cortejo,


para llegar a la estación antes que el tren matinal. La carreta engalanada, con frescas
ramas de avellano y ajadas guirnaldas dieciocheras, presidió con su carga mortuoria la
festiva procesión de escolares vocingleros,

La pequeña Estación de Perpén se hizo estrecha. El tren llegó con sus


precipitados bufidos blancos. En vez de detenerse por medio minuto de acuerdo a
Reglamento, se entretuvo más de dos, ya que hasta el maquinista bajó a satisfacer la
curiosidad, ayudando a acomodar el puma en el carro de equipaje.

La Universidad agradeció oficialmente la insólita donación de la Escuela de


Perpén. Las radios y periódicos hicieron mención al acontecimiento como algo simpático y
anecdótico.

Han pasado demasiados años. Una bruma silenciosa y fantasmal cubre ahora al
despoblado Perpén. Esporádicos trenes arrastran su nostalgia sobre rieles oxidados y con
indiferencia pasan por la vacía y destartalada Estación de Perpén, que sólo se llenó para
despedir un puma que viajó a la Universidad.

En el patio escolar, la lluvia lava las inmensas vocales que el viento intenta
derribar, resignado de no poderlas pronunciar jamás. Las hornillas carboneras de soledad
se derrumbaron. Un galvano sobre tumba solitaria mira al cielo ausente de trinos y
plumajes.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

El perfume de Oclidia

OCLIDIA, jamás fue bautizada con ese extraño nombre. Su padre siempre tuvo la
obsesión de tener una docena de hijos y para evitarse confusiones en el orden cronológico
de sus natalicios, decidió darle nombres asociados al orden numérico. El hijo mayor se
llamó Primigenio Eliecer y la menor Duodécima Isidora.

Octavia Lidia, era el verdadero nombre de Oclidia, pero todos la conocieron


como Octavidia, hasta el día en que fue casada con un viudo treintón que la doblaba en
edad y que gozaba de la triste fama de haber llevado a la muerte a su primera esposa. El
hacendado, aparte del prestigio que le daba la gran extensión de sus tierras y cultivos,
tenía la fama de haberle provocado a su esposa una crisis de angustia tan grande, que le
privó del apetito hasta llevarla a la muerte, todo ello a causa de su inagotable infidelidad
con diferentes mujeres.

El día de su matrimonio, las mujeres solteras no le envidiaron la suerte y los


varones casaderos lamentaron brevemente el infortunio de Octavidia. Nadie supo
augurarle felicidad, el señor cura después de la ceremonia solo atinó a decir en voz baja y
con poco convencimiento “que tengan buena suerte y que Dios los bendiga”.

Su madrina de bautizo, llegó a la fiesta sin mencionar ni hacer ostentación de


regalo alguno. Al saludar a su ahijada, le solicitó al oído que le permitiera acompañarla
cuando se sacara el traje de novia.

En el primer brindis que ofreció el novio, dejó establecido que su joven esposa
se llamaría solamente Oclidia y que nadie más podría usar ese nombre que él había
inventado.

En la complicidad del dormitorio, la madrina por fin abrió su cartera e hizo


entrega a Oclidia de un modesto frasco de perfume, que tenía un rótulo manuscrito que
sólo decía “rododendro”. La novia se sintió decepcionada por la tacañería de su madrina y
sin saber por qué le preguntó ¿para qué sirve? A lo que su madrina respondió “sirve para
que seas feliz”, y agregó: – antes que te tome tu esposo, pon tres gotas en tu pecho y
cinco en forma de cruz en la cama. Si tienes fe, resultará y su contenido no se acabará, es

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

lo único que puedo regalarte para que seas feliz–. Pero para que esto resulte es necesario
que quemes de inmediato tu traje de bodas. En la misma chimenea del dormitorio, ardió
el traje poco antes que llegara el novio. Cuando le preguntaron por el traje, Oclidia con
timidez manifestó que lo había quemado para que nadie se lo pidiera prestado.

El matrimonio de Oclidia, contradiciendo todos los augurios fue inmensamente


feliz. Como madre y madrastra no tuvo mayores problemas y como esposa, tuvo el
agradable privilegio de tener un marido fiel y cariñoso, ante la incredulidad de todos. Su
esposo falleció sin sospechar jamás del atributo del modesto e inagotable frasquito de
rododendro.

Cuando Oclidia se olvidó de respirar, su nieta menor la encontró tendida sobre


la cama, luciendo, después de medio siglo, su hermoso e impecable vestido nupcial. El
ambiente estaba impregnado por un agradable y desconocido perfume, que emanaba del
frasco vacío, dejado sin tapar sobre el atiborrado velador.

La nieta, coleccionista de frasquitos de perfume, descubrió la sencilla


originalidad que relucía en el velador, atornilló su tapa, la guardó en su cartera y nunca
más tuvo que preocuparse en comprar perfumes.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Mi primera bolsita de té

EN aquel tiempo, de mediados de los años 60, en que la tradición burocrática y


centralismo administrativo del país se presentaba más enfermizo y grave que hoy,
aconteció que Daniel, tuvo que viajar a la capital, con el fin de mover, en el Ministerio de
Educación, el papel fundamental, que le asegurara su nombramiento y consiguiente
cancelación de siete sueldos impagos, a los que tenía derecho por su ejercicio docente en
aquella escuela rural de muchos alumnos y pocas ventanas.

Después de contactarse con un político influyente, quien le entregó su tarjeta


personal, que tenía que presentar a una jefa de servicio que le indicaría el trámite a
seguir, con la persona indicada, en la oficina pertinente y al cabo de hora y media de
palabras repetidas, pasillos interminables y esperas prolongadas, logró obtener la
promesa verbal que en el próximo mes vería, por fin, todo el dinero que se le adeudaba.

Cumplido su propósito, antes del mediodía, se dirigió guiado por señas escritas
hacia la Escuela de Carabineros, donde su hermano cursaba para ascender, quien, para
demostrar la felicidad del encuentro, le invitó a almorzar en el Casino de Oficiales.

¡Qué lugar más agradable! Preciosas mesas vestidas con manteles de fino
granité. Candelabros colgantes de abundante iluminación eléctrica. Amplios ventanales
abrigados por visillos transparentes y verdes cortinajes de grueso terciopelo.

Allá en Perpén, a Daniel le esperaba la rústica mesa con mantel de hule, la


palmatoria con su vela consumida y las cortinas de bolsas harineras, que separaban, junto
al pizarrón, lo que correspondía a sala de clases y dormitorio.

Acostumbrado al uso cotidiano de la cuchara de lata, otorgada por la Junta


Nacional de Auxilio Escolar y Becas, para la alimentación de los alumnos, Daniel se sintió
deslumbrado y confundido por la cantidad y belleza de los finos cubiertos de acero
inoxidable que, ordenadamente dispuestos, rodeaban el plato decorado con el símbolo
institucional, ¡Tantos cubiertos y copas para una sola persona! Pensó al momento de
sentarse.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Reconoció en el acto que sería difícil comportarse a la altura de las circunstancias,


por lo que decidió seguir el modelo de su hermano, que demostró desde el primer
momento oficio y aplomo para desenvolverse en un lugar que a él, impregnado de
ruralidad, ya le estaba resultando incómodo.

Frente a él, tres cuchillos, tres cucharas, tres tenedores, tres copas y una
servilleta muy blanca, como las que bordaba su madre y que solo se usaban en ocasiones
importantes. El garzón ofreció el menú. Su hermano leyó con rapidez y eligió. Confundido
por palabras ignoradas y para salvar la situación, Daniel pidió lo mismo que él y decidió
imitarlo como si fuera un espejo.

Con inseguridad Daniel tomaba cubiertos similares a los que empuñaba su


hermano. Cuchara mediana… cuchara mediana. Tenedor mediano… tenedor mediano.
Cuchillo grande… cuchillo grande. De esa forma salvó su desempeño desde la entrada
hasta el postre. Todo resultaba a la perfección, llegando a saborear hasta el sabor del
orgullo.

Finalmente el garzón les ofreció té, café o “agüita de hierbas”. Ahí fue cuando
Daniel demostró su ruralidad y ausencia de conocimientos de los avances de la
modernidad. El hermano tomó un sobre que decía Nescafé, rompió un extremo y lo vació
sobre el agua caliente, al mismo tiempo que Daniel tomaba una bolsita que tenía un hilo,
unido a una pequeña etiqueta. Con seguridad rompió la bolsita y vació todo su contenido
en la taza, ante la sorpresa de su hermano y el garzón.

“Señor, si gusta le cambio la taza”, le ofreció el desconcertado garzón. La verdad


es que Daniel no comprendió la razón del ofrecimiento y le contestó: “No se preocupe, así
me gusta a mí”, al mismo tiempo que hacía girar la cuchara, esperando vanamente que los
finos palitos de té se disolvieran.

Mientras su hermano intentaba servirse café, tratando de contener la risa para


no avergonzar a Daniel, éste se servía impávido un verdadero “ulpo de té”, recordando
con nostalgia la aromática, transparente y deliciosa infusión, que su madre preparaba a
diario, en una hermosa tetera enlozada, decorada con flores de un jardín oriental.

Después de la despedida, Daniel se fue pensando en lo extraño de los gustos de la


gente capitalina. No lograba comprender como en un lugar tan elegante e importante
ofrecieran un té tan desagradable.

Ya en la tarde, para hacer hora y mitigar el frío, antes de tomar el tren de regreso,
Daniel ingresó a una Fuente de Soda a servirse café. Mientras ingería el segundo sorbo,
una agraciada señorita le solicitó compartir la mesa, ya que las otras estaban ocupadas.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Con curiosidad, el joven maestro, observó el ritual de los cuidados dedos de la


joven acompañante quien, con toda delicadeza, tomó el sobre de té, sacó la bolsita
desenrollando su hilo y tomando el cartoncito con el logotipo de la marca, la dejó
sumergirse totalmente en el agua caliente que esperaba en la taza.

Pasado medio minuto, la señorita, con elegante ademán puso la bolsita en la


cuchara y enrolló el hilo apretando de tal forma, que el envase entregó intensas gotas de
la infusión. Daniel sonrió, recordando su ridículo desempeño en el almuerzo. Al terminar
su café, se incorporó cogiendo su maletín, al mismo tiempo que manifestaba cortésmente
a su inesperada compañera de mesa: “Permiso señorita. Muchas gracias por el curso”.

La joven, aún no borraba la perplejidad en su agraciado rostro, cuando Daniel


regresó para manifestarle:

“Señorita, disculpe la petición, ¿sería tan amable de regalarme su bolsita de té?


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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Garzón de moscas

ANTES de los veinte años, Ernesto ya era alcohólico. Había adquirido el vicio por
pura imitación, para sentirse más hombre y ahuyentar la soledad. Asumía diariamente el
agrado de vivir en permanente somnolencia y despreocupación por su existencia, más aún
cuando su familia satisfacía plenamente sus necesidades materiales, al mismo tiempo que
le brindaban total indiferencia afectiva y espiritual, que él confundía por libertad. Su
máximo placer, era permanecer adormilado por algunos minutos en los incómodos
asientos de la plaza, protegido por las gafas oscuras que utilizaba hasta en días sin sol.

Consumía vino envasado en aristocráticos viñedos. Cada dos horas ingresaba en


los bares del centro, en donde era ampliamente conocido por su presentación impecable y
amena conversación. Desaparecía por algunas semanas, para internarse en costosas
clínicas de rehabilitación, para retornar a su viciosa rutina con el rostro pálido, pero igual
de elegante y cordial.

Don Arcadio, viejo garzón del restaurante frente a la plaza, en cuanto vio entrar
a Ernesto, dispuso la caña de vidrio sobre el mesón y se dispuso a descorchar la botella de
su vino preferido, pero en el momento mismo que ofreció el vaso a su habitual cliente,
una mosca suicida o despreocupada de su vuelo, se sumergió en el mosto oscuro. El local
comercial era higiénico a toda prueba, por lo que resultó bastante insólita la presencia del
insecto. El garzón abochornado, abrió otra botella y en vaso limpio cumplió con el servicio
acostumbrado.

Al día siguiente la situación se repitió exactamente igual, solamente el


calendario era testigo, que se trataba de un día diferente. El garzón logró controlar su
desconcierto, sin dejar de pensar que era Ernesto el que atraía las moscas al local, pero
con tal de conservar su trabajo y al cliente, mejor asumió la sabia discreción del silencio.

Al tercer día, el mismo garzón, previendo la visita de Ernesto, tomó todas las
precauciones necesarias, incluido un insecticida de efecto inmediato. Cuando el habitual
cliente llegó al mesón, le esperaban dos copas llenas de vino, eligió la que estaba más
cerca de su mano izquierda, y mientras tragaba el primer sorbo, una mosca solitaria cayó
en la tranquila superficie del vino en reposo. Arcadio retiró discretamente la copa con un

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

subconsciente movimiento de cabeza. Ernesto sonrió al garzón al momento de pagar y


salió como si nada anormal hubiera ocurrido.

Arcadio no podía creerlo, era mucha coincidencia, evidentemente la ley de las


probabilidades había sido superada y era imposible que volviera a ocurrir.

Era otra tarde de jueves. El garzón esperó que Ernesto llegara al mesón. Le
saludó con la falsa cordialidad de un ritual comercial, le preguntó por su salud y enseguida
le consultó qué deseaba servirse, a pesar que ya lo sabía, a lo que el cliente respondió "lo
de siempre". Arcadio sacó de lo alto del estante una botella, la limpió con el mantel, a
pesar que estaba limpia, sacó una copa y la miró a contraluz para probar su limpieza y en
seguida con toda parsimonia descorchó la botella y lentamente fue vaciando su contenido
en la copa cristalina, ante la absorta mirada de Ernesto que no comprendía la razón de
tanto ceremonial. En el mismo momento que el garzón llenó el vaso y retiraba la botella
para ponerla vertical, dos moscas cayeron copulando sobre el vino tinto y terminaron su
vida embriagadas de amor.

¡Esto no es posible, don Ernesto! - exclamó el garzón descontrolado.

- Ud. está viendo que es posible - contestó Ernesto, y agregó - No se moleste en


servirme otra copa; hoy, no voy a beber más. Mejor voy a tomar el sol.- Y se dirigió a la
puerta del local. A los tres pasos se volvió para decirle al garzón, que se aprontaba a vaciar
el vino mosqueado en el lavacopas: - "Don Arcadio, le recomiendo que no vacíe el vino de
las moscas. Es señal de buena suerte y Ud. la necesita. Escóndalo bajo el mostrador"-
Confundido en la perplejidad, el garzón obedeció sin voluntad de disentir, mientras el
cliente salía con la misma tranquilidad con que había llegado.

Al terminar su turno laboral, don Arcadio atravesó la plaza para dirigirse a su


hogar. Cerca de la pileta vio sentado a Ernesto cubierto por algunas hojas de tilo, que los
árboles regalaban para anunciar el inicio del otoño. De cansancio, no tuvo ánimo de ser
amable ni darle las buenas noches. Miró hacia otro lado y siguió con sus pasos fatigados
en dirección al descanso.

Al local, no volvieron las moscas ni Ernesto. Pero cada vez que Arcadio recibía
una propina, no podía de dejar de evocar la recomendación, que le ayudaba a mejorar sus
ingresos.

Una baldosa ausente en la vereda, alteró el acompasado caminar del viejo


garzón y tuvo que guardar reposo. Su reemplazante, con el entusiasmo de la juventud y
con el afán de hacer mérito, muy de mañana realizó un completo aseo al estante de
licores. Bajo el mostrador encontró el vaso de las moscas amantes. Vació el vaso con su

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

desagradable contenido. Luego terminó sus labores de aseo y como no había clientes sacó
un cigarrillo. No alcanzó a saborear el humo. La explosión inesperada pronto fue noticia.
Don Arcadio en su obligado reposo hogareño, escuchó por la radio la incendiaria tragedia.
Una vaso de vino tinto con dos moscas que se amaban, fue el último pensamiento,
mientras el infarto trancaba su corazón y ahogaba su voz envejecida.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Parsimonioso “Sin hipo”

PARSIMONIOSO "Sin hipo", tenía por verdadero el nombre y falso el apellido,


cosa que muchos ignoraban, como también las circunstancias en que había recibido tales
palabras distintivas.

A las pocas horas de nacer le sobrevino un hipo persistente, que lo mantuvo


una semana sin conocer el sueño, agobiado por el llanto y el hambre, con una escandalera
tal, que puso en fuga a los perros errantes del barrio y gorriones allegados en las
techumbres el vecindario.

Su madre y las vecinas probaron toda suerte de secretos naturales, contras


superiores, estampas benditas y sahumerios malolientes y nada pudo espantar al hipo
persistente que impedía que su madre lo amamantara con la generosidad de primeriza.

Las vecinas aventuraron los más extraños diagnósticos para justificar tan
sorpresivo mal: que estaba poseído por el demonio, que tenía los pulmones inmaduros,
que se había tardado en nacer, que estaba ojado y que era urgente bautizarlo sin demora,
no fuera a ser cosa que se muriera como niño moro y trajera una epidemia para los niños
sanos.

Después de las más variadas opiniones e inútiles tratamientos de viejas


experimentadas, concordaron que previo al bautizo, nada se perdía que lo viera una
meica, que tenía fama de curiosa para casos complicados.

La meica, después de empilucharlo, lo fregó totalmente con ceniza de hualle


recitando incomprensibles conjuros en un idioma inexistente. Enseguida, lo devolvió a los
brazos de su madre y en mortero de piedra depositó cinco hojas de cinco plantas
diferentes, que por estar secas, se pulverizaron antes de tres golpes. Tomó nuevamente al
niño para recitar nuevos conjuros y pidió a la madre que depositara directamente en el
mortero cinco chorros de leche del pecho izquierdo, ya que el niño sería zurdo. Enseguida
revolvió el brebaje con una cucharita de plata y con ella le dio de beber cinco veces la
infusión de formula exclusiva.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Todo transcurrió en menos de un cuarto de hora y el bebé dejó de hipar y


llorar, fortaleciendo la fama de la meica, quien al concluir su misión expresó muy segura a
la madre agradecida: “Tienes que bautizarlo con un nombre de cinco sílabas y que jamás
juegue con agua porque de lo contrario se ahogará”.

Vecinos y familiares se dieron la tarea de buscar un nombre de cinco sílabas,


contando todos con la reprobación de la madre. Cuando ya estaba a punto de llamarlo
Constantinoplo, escuchó en el consultorio que el Director del Hospital era muy
"“Parsimonioso” y ese nombre le gustó.

Así, Parsimonioso Escarza se hizo famoso o al menos muy conocido con un


nombre que nunca logró entender y menos practicar y con el impedimento perpetuo de
jamás jugar con agua.

La vida de Parsimonioso fue común y corriente. Como su nombre era muy


largo y complicado para la memoria de los amigos, estos prefirieron decirle “Sin hipo”,
sobrenombre que lo llenaba de orgullo, como si fuera una gran cualidad, la que nunca
pudo demostrar y en la que solamente había que creer.

Cuando ya sus canas tenían mayor importancia que el peinado, y en un mal


día en que Parsimonioso se encontraba solo, sintió alterada su normal respiración,
sintiendo la vergüenza de tener hipo. Como había visto que en situación semejante las
personas tomaban agua, llenó un vaso y lo bebió hasta la última gota. Fue el momento en
que sus pulmones se llenaron de agua.

Ante las extrañas circunstancias de su deceso, el juez determinó el


levantamiento del cadáver y su correspondiente autopsia. El médico legista certificó
“muerte por inmersión” ante la incredulidad de parientes y conocido del occiso, que
nunca pudieron comprender como un hombre viejo se iba ahogar con un simple vaso de
agua.

Después del cristiano velatorio, se procedió al funeral. En cuanto la carroza


inició su lenta marcha, a excepción del fallecido, la gente comenzó a hipar. Cada uno trató
de disimular lo mejor posible la inconfortable situación. Al hipo se sumó la risa. Hasta los
dolientes más compungidos, hipaban y luego se reían, ocultándose con sus pañuelos.

En cada funeral, aún se recuerda aquel cortejo de hipo colectivo y risas


solapadas Todavía los asistentes a aquel sepelio no se han percatado que desde aquel
funeral tan atípico y divertido, nadie ha vuelto a hipar entre los vecinos del barrio.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Gatica, el creativo de la FIFA

DESPUÉS, cuando pasaron los años y aparecieron los problemas, nos dimos
cuenta que desde siempre Gatica había sido un ser extraño y precursor incomprendido.
Quienes le conocimos cuando estudiábamos para profesor, tuvimos que aceptar su fama
de árbitro de fútbol, lo cual le reportaba ingresos económicos que le permitían disponer
de más dinero que nosotros, que apenas teníamos las míseras tres monedas semanales
que nos aseguraban un incómodo lugar en la parte más elevada del cine, mientras él se
daba el lujo de estar en la platea y, más encima, acompañado por alguna de nuestras
compañeras preferidas y admiradas. Pero, a veces Gatica tenía ataques de generosidad y,
ante nuestra admiración, más frágil que pompa de jabón, le acompañábamos a platea, a
cambio de asegurarle ayuda suficiente en las pruebas trimestrales.

A veces Gatica se vestía con ropajes que no correspondían a la estación del año
o decidía comprar un ejemplar de cada uno de todos los periódicos existentes en el kiosco
de la esquina, con el solo propósito de llenar los puzles o contradecir las opiniones de
quienes escribían cartas a los Directores de periódicos capitalinos. Otras veces ponía a
prueba a los médicos más caros y famosos para ver si coincidían en sus diagnósticos y
recetas para sus enfermedades imaginarias. Cuando llegaban los circos les pagaba a los
payasos para que lo mencionaran en algún chiste y así acrecentaran su fama. Pero a pesar
de todas estas excentricidades nosotros no solamente lo aceptábamos y queríamos sino
que, teníamos poderosas razones para admirarlo, ya que, era capaz de realizar cosas que
nuestra imaginación y valentía conjunta jamás podría hacer, con la naturalidad y
desparpajo con la que él las ejecutaba y asumía. Una de las cosas que nos llamaba la
atención, es que no perdía la oportunidad de recomendarle determinadas lecturas a los
profesores, cuando jamás le vimos leer un libro.

Así pasaron los años, hasta que un día nos vimos con el título de profesor en la
mano, cantamos la canción del adiós y nuestra amistad se esfumó en el tiempo y la
distancia. Cada cierto tiempo, en publicaciones futboleras, nos imponíamos de los
progresos y aciertos de Gatica, quien seguía escalando posiciones como árbitro de fútbol,
gracias a su innegable profesionalismo. Nadie dudaba que llegaría a convertirse en árbitro
internacional y estaría en el próximo Mundial.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Gatica, a pesar de su éxito referil, no quiso abandonar su profesión primigenia y


en una escuela capitalina ejercía su magisterio con inusitada alegría y entusiasmo. Los
problemas comenzaron a suscitarse cuando comenzó a descomponerse el
comportamiento de su curso tercerino. Se rompían los vidrios, se destruía el mobiliario,
volaba la tiza y la almohadilla, los cuadernos se transformaban en repollos, todo ello en
medio de un bullicio soterrado que alteraba no solamente la úlcera del Director y el
carácter de la Inspectora del Colegio, sino que también le hacía subir la presión a la señora
del kiosco escolar.

Un mes de investigaciones orales, supervisiones sorpresivas y espionajes


asolapados, no dieron resultados ni luces de las causas de los desórdenes de los alumnos
del Tercer Año. Fue un alumno desertor, bajo los efectos de un ojo inflamado por la tiza
recibida en un almohadillazo inesperado, quien dijo la verdad y la causa de tanto
escándalo. Quien provocaba e inducía tanto descontrol era el propio profesor, quien en
algunos momentos se creía alumno e incluso se le infantilizaba la voz.

Así fue como el Gatica inició un tratamiento psicológico, que al no tener los
resultados esperados, le significó, a los siete años de servicio, estar pensionado por
invalidez mental.

Todos los alumnos de tercer año quedaron repitiendo y hubo que someterlos a
un programa especial, incluidas sesiones de hipnosis, para sacarles de la cabeza o mejor
dicho borrarles de la memoria tantas leseras que les había enseñado Gatica. Hasta hubo
que enseñarles a leer de nuevo, ya que él les había dado otros significados a las letras e
incluso los números representaban cantidades equívocas. Pero lo peor estaba en las
asignatura de Historia, en donde los Araucanos habían bombardeado a los Japoneses en la
Segunda Guerra Mundial y los Romanos habían exterminado a los Aztecas por haberse
atrasado en el pago de las contribuciones y permisos de circulación. En la Geografía,
nuestro país limitaba con naciones que no existían y los accidentes geográficos se
clasificaban según las estaciones del año o los lugares de vacaciones. El clima dependía
exclusivamente de la voluntad de la televisión.

La esposa de Gatica comenzó a sospechar que algo andaba mal, cuando en las
mañanas hacía agotadores e infructuosos intentos para que se levantara y fuera a trabajar
a la escuela. Según ella, siempre su esposo le daba argumentos diferentes para evadir su
responsabilidad laboral: No tengo ropa, no estudié para la prueba, el Director me tiene
mala, incluso llegó a desconocer la validez del calendario e inventar feriados para
efemérides desconocidas.

Con facilidad olvidó que alguna vez fue profesor. Estaba más arraigado en la
memoria su oficio de árbitro y, para sorpresa de todos, siguió arbitrando con el mismo

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

profesionalismo que todos reconocían y elogiaban. Fue así como en una final de
campeonato, en un estadio repleto de euforia y fanatismo le correspondió arbitrar el
encuentro entre Blancos y Azules. Las barras agitaban sus voces y banderas dando ánimo
a sus parciales y desanimando a los contrarios en un partido de alto riesgo en las galerías y
poderosas patadas en la cancha. Quedaba el último cuarto de hora para que finalizara el
encuentro y el marcador se encontraba empatado a dos tantos. Atacaban los Blancos en el
área Azul, cuando el centro delantero albo cometió una infracción descalificadora que le
astilló la tibia al defensor Azul. Gatica hizo sonar el silbato con toda su personalidad
experimentada y ante la sorpresa de cincuenta mil espectadores, tres millones de
televidentes y cinco millones de radioescuchas, decretó lanzamiento penal a favor de los
Azules ya que según él la falta era de tal magnitud y de acuerdo a lo que había escuchado
en la radio en un programa deportivo, la FIFA estaba estudiando cambiar el reglamento, a
objeto que cualquier falta que significara quebradura para un jugador en cualquier lugar
de la cancha se castigaría con tiro penal y que no era necesario sacarle una radiografía al
defensor azul para darse cuenta que el jugador estaba quebrado. Jugadores y dirigentes
se vieron envueltos en una batahola de empujones y groserías en contra del árbitro y
Gatica pidió la intervención de la policía, el tiro penal se ejecutó, fue convertido y la
trifulca que se armó fue tal, dentro y fuera de la cancha, en el campo y lejanas ciudades,
que Gatica dio el pitazo más fuerte de su vida y suspendió el partido por falta de garantías.

Al otro día Gatica apareció en la portada de todos los periódicos, los mismos
que una vez compró para sorprendernos en la época de estudiante. Allí se apagó la fama
del árbitro estrella. El país se dividió en dos opiniones, a favor o en contra de la decisión
de Gatica. Hasta la Corte Suprema y la Iglesia dieron su opinión calificada y ambas a favor
de Gatica: Un delito o un pecado no importa cuándo ni dónde se cometa, de igual forma
están afectos a un castigo o penitencia.

El partido de Blancos y Azules y la decisión de Gatica fueron conocida por todo


el mundo. La FIFA ordenó la repetición de la final y ganaron los Blancos. Por primera vez
un mismo Campeonato tuvo dos campeones con una semana de diferencia. Como los
azules ya habían celebrado no se sintieron perdedores, nadie les podría quitar lo comido y
lo bailado. Así, gracias a Gatica por primera vez fue feliz más de la mitad del país
futbolero. La FIFA prometió incluir en su agenda, para el próximo Congreso, el cambio del
Reglamento sobre los Tiros Penales.

Gatica sigue siendo árbitro de fútbol, claro que ahora gasta parte de su mísera
pensión en pagarle a los niños del barrio, para que jueguen según las reglas que cada
semana cambia para optimizar el juego y las ocasiones de gol. Muchos ociosos se divierten
contemplando sus originales partidos, como aquellos en que se ha jugado con dos
arqueros por lado o en que los defensores sólo pueden cabecear, o en que los partidos se
han jugado en tres tiempos de media hora cada uno.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

El próximo campeonato, según dice la prensa, se jugará con varias de las


innovaciones del creativo Gatica. Se asegura que estará invitado para la ceremonia
inaugural, y que recibirá un galvano en reconocimiento a su contribución al Fútbol
Mundial.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

¡Salud, por el Goyo!

MARIO, DARWIN Y CLAUDIO, lo único que no tenían en común para cultivar la


amistad, era la edad, que los separaba una década en ese mismo orden. Tenían ideales y
amistades comunes. Y como si fueran los Tres Mosqueteros, el cuarto de ellos era el Goyo,
que cuando no se dedicaba a los amigos, caminaba largas jornadas por las playas
comunales, motivado por la artística obsesión de encontrar la concha marina precisa, en
forma y color, y así terminar una de sus tantas y exclusivas artesanías.

Los afanes personales de los cuatro, no los habían colocado en la misma vereda
desde hacía muchos meses, por eso, cuando se encontraron los tres primeros decidieron
ir al encuentro de quien faltaba.

- Podríamos ir a visitar al Goyo - dijo entusiasta Darwin

- Buena idea. Afirmó Claudio

- Subamos a la camioneta entonces - concluyó Mario.

-¿Será buena hora? Dudó Darwin

-¡Siempre es buena hora para la amistad! Afirmó Claudio.

- ¡Bien dicho y vamos!

Subieron a la blanca camioneta de Mario y partieron a cultivar la amistad. Al


llegar a la esquina de la Iglesia en vez de seguir rumbo al norte para tomar la calle al cerro,
el conductor viró a la izquierda. En silencio Darwin y Claudio pensaron que por ser hora
cercana al almuerzo, a Mario se le habría ocurrido oportuno pasar por las pescaderías y así
no llegar con las manos vacías donde el Goyo. Sin embargo siguieron derecho e iniciaron
la subida por otro cerro, entonces Darwin y Claudio nuevamente pensaron que a lo mejor
la otra subida se encontraba en mal estado y que por eso Mario prefería la que estaba
cerca del mar.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Mario detuvo la camioneta frente al Cementerio.

- ¿Qué pasa Mario? Preguntó Darwin

- ¿Qué pasa de que...? replicó Mario

- Y no íbamos a ir a ver al Goyo? Agregó Claudio

- ¡Claro que venimos a ver al Goyo! Afirmó algo molesto Mario.

- ¿Y entonces que estamos haciendo aquí?

- ¡Aquí se encuentra el Goyo! Afirmó nuevamente Mario

Entonces Darwin y Claudio, que también tenían alma de ingenuos, pensaron


para sus adentros "algún trabajito que debe estar haciendo en alguna tumba. Mal que mal
es un buen artesano y la gente conoce la calidad de sus manos". Y con esos buenos
pensamientos ingresaron al camposanto de los aromos del mar.

Avanzaron por entre las tumbas blancas de pintura y grises de olvido. A lo lejos
se divisaban mujeres inclinadas disponiendo las flores de su aprecio, mientras dos
panteoneros preparaban la tumba necesaria para la tarde.

¡Aquí está el Goyo! Dijo Mario sorprendiendo a los amigos. En la blanca cruz aún
era notorio su nombre completo y la fecha de su deceso.

¡Nadie nos avisó! Se justificaron a dúo Darwin y Claudio. Después de las


explicaciones de Mario, los dos desinformados improvisaron, con tres meses de tardanza,
los fúnebres discursos con que sellaron la amistad, más allá del tiempo compartido.

Del camposanto se fueron a las pescaderías del puerto y adquirieron una


docena de jaibas. Esa tarde el vino tuvo otro sabor y alcanzó para tres brindis por Goyo.

Cuando ya terminaban el improvisado banquete, Claudio se dio cuenta que tal


vez por ser más lento para comer, sólo había consumido tres de las cuatro jaibas que le
correspondían. Los amigos, hicieron un rápido recuento de los caparazones. Darwin
manifestó su desencanto ante la sinvergüenzura de la vendedora. Mario, en cambio,
otorgó el beneficio de la duda, pensando que la mujer se había equivocado.

A la mañana siguiente, la viuda del Goyo, se sintió muy contrariada por la


evidente falta de respeto a los difuntos. Sobre la tumba de su esposo, los restos de una
jaiba acompañaban el tarro de flores marchitas. Ya pasado el inesperado mal rato y

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

mientras colocaba las flores frescas, se puso a pensar que a lo mejor su esposo, en el más
allá, aún sigue entretenido en sus conchas marinas que le dieron fama a su nombre. Hizo
un hoyito en la tierra y enterró los restos de jaiba para que no se le fueran a perder.
Después de persignarse se fue a vivir su soledad.

Los tres amigos, nunca más visitaron juntos el cementerio, sin embargo, jamás
se olvidaron del Goyo, cuando se servían apancoras en la explanada costera.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

La “Zapatitos Blancos”

ESCOLÁSTICA, desde que su madre la vistió con los colores de la Virgen de


Lourdes, para pagar una manda, se acostumbró a vestir de blanco y nunca más lució otro
color. Como su nombre era difícil de recordar, sus vecinas comenzaron a decirle Blanca,
denominación que coincidía con el color de su piel. Sus apellidos, no le gustaban para
nada, servían de buen motivo para bromas y juegos de palabras. A los quince años
adoptó, como prueba de amor perdurable, el apellido de quien la hizo mujer regalándole
mellizos. A los veinte años ya era madre de cinco hijos, todos los cuales tenían los mismos
apellidos a pesar que eran de padres diferentes.

En el barrio y a sus espaldas la conocían todos como "La zapatitos blancos" y su


popularidad no solamente residía en su alto temperamento y disposición para el amor,
sino porque tenía la virtud de santiguar a las guaguas con "mal de ojo", suspender colitis
crónicas y desatrancar estíticos afiebrados. Además, nunca osó inmiscuirse en amores con
alguien de su barrió y decía con orgullo que todos sus hijos eran de padres profesionales,
dejando en una nebulosa a qué tipo de profesiones se refería. Por otra parte, también
sumaba a su orgullo, que pregonaba en voz alta cuando alguien quería ofenderla, que ella
nunca amaba por dinero y que jamás se había hecho un aborto, como otras.

Sobre el apodo de "La zapatitos blancos", los más osados contaban que
provenía del hecho que una vez la habían sorprendido ejercitando el amor entre
retamillos del cerro y que en el fragor de su devaneo, se le soltaron los zapatos, los cuales
se deslizaron unos metros por el suelo inclinado, ocasión que aprovecharon los mirones
para apropiarse de ellos. Con tan mala suerte para Blanca, que ese sábado había fiesta en
su casa, eran los únicos zapatos dignos para el baile y no tenía argumentos para justificar
su pérdida. Su amante ocasional le consiguió un par parecido, de numeración más
pequeña y con los cuales tuvo que bailar toda la noche y que la tuvieron tres días en cama
con jaqueca y dolor de espalda. Al sábado siguiente recibió como regalo sus zapatos
perdidos y en la suela de ellos decía "Te pillamos, cochina". Blanca sufrió un ataque de
dignidad y nunca más volvió a los retamillos. De ahí para adelante siempre lo hizo en
camas formales y privadas.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Vivía en una mediagua de dos piezas en las que apenas cabían ella y sus cinco
chiquillos, a los que nunca les faltaba el alimento ya que ella trabajaba en casas de familias
importantes y numerosas, ejerciendo el oficio de planchadora de ropa. Costaba
convencerse que ella, con su edad y figura, era madre de cinco chiquillos. Tenía rostro
agraciado, dentadura completa, porte suficiente y caminar espigado; vientre, caderas y
busto bien formados.

Con sus blancos ropajes, eran una estrella que resplandecía en las tardes
invernales y caminaba con tal cuidado que el barro jamás logró ofender la blancura de sus
botas, medias o zapatos. En verano causaba sensación con su presencia, ya que todos los
días vestía blusa y falda blanca que dejaban traslucir e imaginar su ropa interior de
calidad. Las envidiosas decían que se la robaba a quienes les planchaba. Ella, siempre muy
ufana, decía que eran regalos, sin decir de quién.

Trabajaba hasta los días domingos, pero los días sábados eran sagrados para
ella, en la mañana iba a la peluquería, en la tarde atendía y bañaba a sus niños y después
de aconsejar a los mellizos, como a las diez de la noche se iba a fiestear, ocasión en la que
no solamente bailaba, sino que también aprovechaba de cantar con bastante aceptación.
Soñaba algún día actuar en la televisión en un programa de concursos, sin otra ambición
que sus vecinas y conocidas la vieran desempeñando un rol diferente.

En la que sería su última salida nocturna, pasadas las cuatro de la madrugada,


regresó a su barrio. Alcanzó a tener una corazonada, antes de darse cuenta que su
vivienda había sido devorada por las llamas provenientes de otra casa. Las vecinas
conmocionadas le dijeron que solamente los mellizos se habían salvado escapando por la
única ventana. Los otros niños jamás fueron encontrados, a pesar que los mellizos
aseguraban que habían escapado. "Se fueron directamente al cielo pues eran inocentes",
manifestó el Sr. Cura en la prédica del domingo.

Blanca, no volvió a conversar con persona alguna. Todos los días y desde muy
temprano la veían hincada y rezando junto a Bernardita, en la gruta de Lourdes, allá en el
cerro. Cuando lo más fijados se dieron cuenta que ella no se alimentaba, pensaron que
estaba en piadoso ayuno. Nadie se atrevió a molestar su profundo recogimiento, hasta
que una anciana que llevó flores a la Virgen, percibió su inmovilidad y mal olor. Nunca se
pudo precisar cuántos días la muerta estuvo rezando por sus hijos que se perdieron en
una noche de fuego, mientras ella cantaba “La vida es un Carnaval”.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

John Kylman

JUAN agradeció por siempre a su padre el que lo haya expulsado del hogar y, a
su madre, el que le hubiera enseñado a hacer pan con ajo. Su padre lo mandó a cambiar a
los catorce años, cuando ya tenía un cuerpo de veintiuno, entre otras razones, porque
tenía la nariz diferente a la de sus nueve hermanos y además, prefería oficios tan
mujeriles como hacer pan y lavar ropa.

El día en que abandonó la reducción indígena caminó toda una noche en


dirección a donde su madre le había indicado con el dedo, ya que, según ella, por ahí
pasaba el tren. Cuando ya tenía la impresión que su madre se había equivocado, se
encontró con dos fierros largos tendidos en el suelo y que se perdían en la distancia por
un lado y, en una curva, por el otro. Su madre le había descrito detalladamente estas
formas y las precauciones que debía tener con la ruidosa maquinaria que transitaba sobre
los aceros paralelos.

A mucho caminar, se encontró con un modesto paradero ferroviario, en donde,


una vertiente generosa alimentaba el abrevadero de las máquinas de vapor. Allí
aprovechó de bañarse sacándose el sudor y la fatiga, esperando que el tren pasara a
satisfacer la sed de su caldera. Despertó confuso con el ruido inesperado. Cuando se
recuperó de la sorpresa conversó, en su precaria versión del idioma nacional, con el
maquinista, quien inmediatamente le concedió el título de fogonero reemplazante, ya que
el titular se encontraba embriagado en el último coche del convoy carguero.

Después de dos días de alimentar la caldera con carbón de piedra, llegó a la


capital a enfrentar su futuro. Buscó por todas partes a personas parecidas a los suyos para
poder pedir ayuda sin complicaciones idiomáticas, hasta que, en forma fortuita vio un
rostro moreno de nariz ancha. Le saludó en su lengua nativa, pero el otro lo miró con cara
interrogante y, al no entender nada, siguió su camino entre la muchedumbre
hiperquinética. Allí descubrió, que no todos los que se le parecían hablaban las mismas
palabras. Después de varios intentos infructuosos, por fin encontró un rostro parecido al
mayor de sus hermanos; le vino un ataque de nostalgia y quiso tener alas para volver a su
tierra lejana. Se sobrepuso a la angustia de su garganta y acertó con las palabras
apropiadas y su congénere le respondió con idéntica emoción.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Sin mayores referencias, Lientur lo llevó a la panadería en la que trabajaba por


las noches y allí Juan se aseguró el pan. Su protector le señaló los peligros evidentes a los
que se expondría si dormia en la plaza y que era más seguro dormir en el interior de un
cine, con sólo pagar un par de pesos y colocarse algodón en los oídos.

Juan no pudo dormir el día que descubrió la magia del cine, más aún, cuando vio
tres veces el mismo programa rotativo. No logró comprender como las personas podían
hacer las mismas cosas en forma exactamente repetida y que el día y la noche fuera de
tan poca duración en la pantalla.

Gracias al cine mexicano, aprendió una versión comprensible del idioma


castellano. Cuando le aburrieron las películas aztecas, se aventuró por los cines céntricos,
en donde descubrió el idioma inglés de los actores de Hollywood. En su desmedido interés
por conocer el argumento de los diálogos cinematográficos, fue aprendiendo el idioma de
los actores en forma intuitiva, después de ver, por lo menos, seis veces la misma cinta. Así
aprendió extensos diálogos, su significado y correcta pronunciación.

Juan no tuvo ni la oportunidad ni la facilidad para aprender a leer, todo fue


inútil, sólo aprendió a copiar mayúsculas y a dibujar una firma de frágiles signos
inclinados, pero todo lo que escuchaba se le grababa en la memoria con tal nitidez, que no
podía comprender el significado del olvido. Solo después de muchos años pudo entender
que la hendidura en el parietal izquierdo provocado por un bastonazo de su padre era la
causa de su incapacidad lectora.

Un día en que le mortificaba la nostalgia de su tierra y el recuerdo de su madre,


compró media docena de cabezas de ajo, las molió en una piedra improvisada, los frió en
manteca impidiendo que se quemaran, luego coló el líquido aromático mientras hacía una
invocación a sus dioses y lo mezcló con cinco kilos harinas, todo ello ante la curiosidad de
Lientur y sus otros compañeros que expectantes esperaron el resultado del horneado.

Fue tal el éxito del aroma y sabor del pan con ajo, que desde ese día la
panadería olvidó su nombre en la clientela y pasó a ser conocida como "Pan sabroso", las
ventas superaron la fama y largas colas justificaron la apertura de cinco sucursales, las
cuales tenía que recorrer Juan para preparar la fórmula correcta del pan tan afamado.
Vanos fueron los intentos de copiar el sabor y aroma del autor, sólo él sabía a qué dioses
invocar, en el mudo inglés de su memoria .

Juan, en ocho meses había descubierto el éxito de la vida, recibía un porcentaje


de las ventas, arrendaba una pieza con ventana y en motocicleta visitaba a diario las seis
panaderías, para preparar la fórmula que contaba con el auspicio de sus dioses. Vestía
elegantes trajes deportivos y siguiendo la moda se hacía un peinado que ocultaba la

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

hendidura parietal, que le había obsequiado su padre en un día de furia descontrolada.

El perfecto dominio del inglés autodidacta, le había hecho perder su nombre


nativo de Juan Quilamán, ya que, con la mayor naturalidad todos le identificaban como
John Kylman. De lo único que nunca pudo disfrutar fue de los perfumes, le provocaban
alergias e incluso los hipoalergénicos, los que otorgaban a su piel un olor tan desagradable
que tenía que bañarse siete veces, para sacarse la hediondez que le impregnaba hasta el
aliento. Al recordar en forma fortuita, que su madre se echaba jugo de limón en las axilas,
decidió imitar el procedimiento. Después de bañarse, impregnó su cuerpo con el jugo de
cinco limones generosos. En todas las panaderías comprobó el éxito de su perfume
exclusivo, ya que hasta las cajeras embarazadas se sonrojaron de femenina inquietud al
sentir un aroma tan varonil y desconocido.

Después de cumplir su itinerario de invocaciones, pasó a ver una liquidación de


ropa coreana y, al momento de pagar, le desconcertó de tal forma la belleza asiática de la
joven cajera, que guardó con rapidez el vuelto y olvidó retirar el bulto que había dejado en
custodia. Muy tarde se dio cuenta de la ausencia del repuesto para la moto. Revisó sus
bolsillos y encontró la plástica tablilla de custodia, en seguida se puso a ordenar los
arrugados billetes. Le costó convencerse, después de varios cálculos, que tenía más dinero
del que poseía antes de comprar.

Al día siguiente volvió a la liquidación, la cajera juvenil ya no estaba, preguntó


por ella a la que parecía ser su madre y ésta con molestia le respondió para qué la
necesitaba, en palabras poco comprensibles; "era para entregarle este dinero porque ayer
se equivocó en el vuelto". Cuando John pasó la mano con los billetes hacia el interior de la
caja, la señora aspiró inconscientemente el aroma varonil y sintió un ramalazo de intima
primavera, el que nunca más pudo olvidar. Ante la sola mención de "Jo" apareció la
belleza de ojos almendrados y sin saber porque razón John la saludó en el más cordial
inglés de película de amor. Allí mismo nació el amor inesperado, ante la mirada
conmovida de vendedores y clientes.

Por varios días volvió John a buscar el repuesto y siempre hubo razones para
que lo olvidara retirar, hasta que finalmente la misma Jo lo puso en sus manos, junto a la
cordial invitación para cenar en su hogar, esel fin de semana.

Su cultura y ademanes cinematográficos, el dominio del inglés oral y el aroma


de su piel le permitieron ser el primero y hasta ahora el único indígena aceptado por la
colonia coreana, la cual ignora su origen nativo gracias a la nariz diferente a los de su raza.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Hace más de cinco años que Jo y John viven en Seúl, ambos se perfuman con
limón después de bañarse. De vez en cuando, John prepara pan con ajo para alimentar la
nostalgia, por su tierra tan lejana, donde nadie le recuerda.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Cena zodiacal

NO existían buenas ni malas razones para que Emiliano Francisco Echeñique


llegara a ser tan amigo de Efraín Mújica, toda vez que ambos provenían de familias de
características sociales y económicas muy disímiles. Pero, el hecho de estar compartiendo
la misma aula universitaria y descubrir el talento de Efraín para tomar apuntes de genuina
fidelidad a los profesores de rápido discurso y, más encima, escribirlos con letra
perfectamente legible, llevaron a Emiliano Francisco a descubrir que era útil para sus fines
el contar con los servicios del afamado escribano estudiantil.

Efraín tenía fama de escribir con pelos y señales hasta los suspiros, toses y
silencios de los profesores, en una época en que todavía no se popularizaba el uso de las
grabadoras de audio y no existían fotocopiadoras para textos. Fue durante el reposo
ocasionado por el accidente en su mano derecha, en que descubrió su habilidad
ambidextra, que le permitía escribir en dos cuadernos en forma simultánea, con idéntica
perfección.

Ya en la universidad, atrapaba seis hojas oficio con la corchetera, colocaba los


cinco calcos entre ellas, y se ponía a escribir a dos manos, obteniendo en pocos minutos
doce páginas del mismo texto. Repetía la operación cuantas veces fuera necesario para
transcribir el texto completo y luego los vendía con el fin de mejorar su escasa
alimentación. Desde los primeros meses universitarios, Emiliano fue su principal cliente.
Antes que llegara el invierno éste lo invitó a casa de sus tías y en ese momento la relación
comercial se transformó en una auténtica relación de gratuita amistad.

Cuando Efraín puso sus pies en la tremenda casona de las tías de Emiliano, se
dio cuenta que estaba ingresando a un palacio con historia y no a una simple vivienda
anticuada. Las tías no tenían edad en sus rostros de cuidados pergaminos y sus ropajes
hacían juego con el ambiente del salón. Fueron amables y efusivas en el saludo, a pesar de
sus manos heladas, luego le invitaron a pasar al amplio comedor, pues era hora de once.
Ante la sorpresa de Efraín, la tía Mercedes le preguntó sin preámbulos ¿Cuál es su signo
zodiacal joven?. -Soy Tauro- contestó confundido. Al poco rato tuvo frente suyo toda la
vajillería individual, platos, taza y servilleta con el mismo diseño tauriano. La once, para el
siempre vacío estómago de Efraín, fue más que una cena y almuerzo juntos. Las tías eran

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

locuaces y divertidas en sus intervenciones, lo que le dio a la velada un ambiente de


pequeña fiesta familiar. Efraín se dio cuenta que su amigo era capricorniano.

Las tías, nativas de Virgo y Acuario, se quejaron que ya estaban perdiendo las
esperanza de servir una cena para personas de los 12 signos. Emiliano les sugirió que si
ellas querían podía celebrar sus 21 años allí y con amistades de los otros ocho signos
completarían la docena de comensales. Las tías aceptaron con entusiasmo.

Antes de retirarse, las tías gentiles invitaron a Efraín a conocer las dependencias
del primer piso de la mansión. En cada una de ellas se deslumbró por la belleza de
estantes, muebles, objetos e iluminación de la amplia biblioteca, la imaginería de la
solemne capilla familiar y el espacioso salón de juegos con su mesa de billar. En cada uno
de esos lugares, se aspiraba aún la presencia de presidentes y ministros que ya no
existían.

A fines de primavera Emiliano Francisco invitó a su cumpleaños a Efraín y otros


siete compañeros, teniendo especial cuidado que cada invitado fueran de un signo
zodiacal diferente.

Los que no conocían el palacete, también se deslumbraron de su lujo,


comodidad y perfecto estado de conservación. La mesa grande del comedor fue
dispuesta como para cena de la realeza, las tías se ubicaron de cabecera y se lucieron
como anfitrionas. Al momento de retirarse, todos los invitados recibieron de recuerdo la
carta astral de su respectivo signo.

A pesar de muchas insinuaciones, las tías de Emiliano se negaron a celebrarle


otro cumpleaños. La amistad de Emiliano Francisco y Efraín se mantuvo inquebrantable y
en más de una ocasión, compartieron fines de semanas preparando exámenes en la
acogedora mansión. Cuando las tías se encontraban en la hacienda costera, Emiliano
aprovechaba, con la complicidad de la empleada y cocinera, de invitar a compañeras con
las cuales compartían intimas fiestas para cuatro, que invariablemente terminaban en las
amplias tinas de baños para dos personas, que había en ambos pisos.

Unos quince años después, Efraín pasó por el lugar en que había participado del
cumpleaños de su compañero y amigo Emiliano. Observó el lugar y lo embargó la nostalgia
al recordar los agradables y placenteros momentos vividos y constatar que ya nada
quedaba como testimonio material. El antiguo palacete había sido sustituido por un
edificio de departamentos sin gracia arquitectónica

Efraín ejercía su profesión en la capital, mientras su esposa administraba una


tienda de antigüedades. Cuando se reunieron en la tarde, ella le comentó que esa misma

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

mañana había adquirido un magnífico juego de vajillería con los signos zodiacales.
Temprano al día siguiente concurrió al negocio de su esposa y para su sorpresa tuvo ante
su vista todo el juego zodiacal que había pertenecido a las tías de Emiliano, solo faltaban
las servilletas bordadas con los signos del horóscopo.

Usando sus contactos y diferentes medios de información, al cabo de tres


semanas Efraín logró contactarse con los ocho compañeros que habían participado del
inolvidable cumpleaños de Emiliano. Después de tanto tiempo transcurrido, en que habían
perdido contacto como grupo, no fue difícil de convencerlos de tener un momento de
reencuentro para recordar y reavivar lazos de amistad y compañerismo. Efraín fijó la fecha
y dispuso de su hogar para le cena. En remplazo de las tías ya fallecidas, asistieron las
esposas de Emiliano y Efraín.

Al término de la cena tertulia, a modo de significativo recuerdo, Efraín regaló a


cada uno de sus invitados su respectiva cuchara de té zodiacal. Al otro día, el convidante y
su esposa viajaron a Europa de vacaciones, por tal razón no tuvieron oportunidad de
enterarse que mientras ellos volaban, en diferentes lugares, nueve accidentes carreteros
apagaron la vida de igual cantidad de personas, sin que en los medios informativos se
enteraran de la relación que tenían los fallecidos.

A su regreso de la quincena europea, mientras su esposa en la tienda de


antigüedades desembalaba artículos que había adquirido para ofrecerlos a sus clientes,
Efraín, en su oficina, revisaba la correspondencia acumulada, llamándole la atención una
pequeña encomienda. Al abrir el paquete, sus ojos sorprendidos contemplaron la
presencia de todas las cucharas zodiacales, que él había regalado a sus ex compañeros de
universidad. Fue lo último que sus ojos contemplaron.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Cartas a Puerto Limón

CUANDO los padres de Maribel recibieron la infausta noticia referida al cáncer


de su hija, asumieron en forma tácita e inmediata, que los pocos meses de vida que le
quedaban, los dedicarían íntegramente a hacerla feliz y, en esa noble tarea ocuparon
tiempo y recursos, contando con el apoyo de vecinos y amistades que, sin considerar sus
religiones, unían sus plegarias a la espera de un milagro.

Una terapeuta sugirió la importancia que la enferma asumiera una rutina para
consumir el tiempo en forma agradable y le evitara estados de profunda depresión. La
misma Maribel sugirió que le gustaría recibir cartas de niños de todo el mundo. Se
consiguieron un Almanaque Mundial, de ahí sacaron las direcciones de los más
importantes periódicos de habla hispana y, antes de quince días, comenzaron a llegar
cartas de diferentes países, que sirvieron de verdadero bálsamo a las dolencias de
Maribel. Dada la gran cantidad de correspondencia recibida, fue necesario que muchas
personas ayudaran a dar respuesta y llevar un registro de ellas. Para cancelar tanto
franqueo se realizaron beneficios y colectas. Rápidamente entró en funciones una
verdadera organización de redactores, escribas y lectores de cartas internacionales.

Maribel se entretenía leyendo las cartas, observando mapas para ubicar su


origen y desprendiendo las hermosas estampillas que después pegaba en su diario de
vida. Cuando se fatigaba de leer, otros niños se las leían, y al dormirse, con sus autores
soñaba.

Pasado más de dos meses de afanes epistolares, llegó desde Centroamérica una
carta cuyo matasellos decía "Puerto Limón". Todos se extrañaron del insólito nombre y la
sorpresa superó lo imaginado, cuando se dieron cuenta que el remitente era un niño de la
misma edad y dolencia que Maribel. A contar de entonces dejaron de tener importancia
las otras cartas y de ahí en adelante surgió la hermosa amistad de dos enfermos
terminales, que gracias a las palabras escritas mitigaban sus crueles dolores.

El contenido y estilo de las cartas de ida y vuelta no sólo despertaron el interés


de vecinos y familiares, sino que, otras personas de diferentes lugares comenzaron a
demostrar su curiosidad e interés. Un periódico de cobertura nacional canceló una
apreciable suma de dinero por contar con la exclusividad. Una multitud de lectores están
permanentemente al día, del contenido de las cartas hacia y desde Puerto Limón. Con ello

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

se aseguró el dinero para sobres, estampillas y drogas. Los padres de Maribel se dedican a
tiempo completo a atender la correspondencia de su hija moribunda, que renace cada
día, con la llegada del cartero. Los vecinos renunciaron a sus trabajos a fin de dedicarse a
redactar e imitar la letra de Maribel, para publicar nuevas cartas, las que cada mes
transforman en libro. Otros imitan la voz de Maribel y graban hermosos mensajes de
diferentes temas en caset o confeccionan recuerdos para los turistas que llegan atraídos
por lo insólito que resulta el conocer a una niña de tan pocos años y tan buena para
escribir, en un época en que el computador y el teléfono, han convertido la carta y el
correo, como algo poco menos que arqueológico. Así, toda la vida y economía del
poblado, en forma directa o indirecta está vinculado a Maribel.

La esperada muerte infantil, fue manejada con discreción y cautela. Pasó a


convertirse en un asunto de estado, para el cual ya el gobierno había tomado algunas
providencias. El día antes de su fallecimiento, el médico advirtió lo inevitable del
desenlace y de las instrucciones secretas que había recibido para manejar la situación.
Maribel sería embalsamada, a todos los demás, se les diría que estaba en estado de coma
y, que por tal razón sería hospitalizada durante una quincena.

El país vivía momentos difíciles, problemas limítrofes con el país vecino hacían
imprescindible tener habitantes y turistas en un pueblo tan cercano a la frontera. La
muerte de Maribel habría significado el fin de la mejor razón de ser del poblado, privando
al ejército de importantes informes en caso de guerra, al mismo tiempo que no permitiría
justificar la presencia de personas extrañas al lugar.

La delicada niña fue ubicada en su cama y nadie duda que esta en coma. El
médico la visita cada semana para comprobar el estado de conservación y hacer funcionar
los surtidores de suero que simulan alimentarla. Nadie puede pasar al dormitorio a parte
de sus padres y el médico, por el peligro que significaría contagiar a la paciente con algún
virus y complicar aún más su precaria salud, que por supuesto no posee. Por un amplio
ventanal, turistas y lugareños la contemplan dormir plácidamente.

A pesar que los países en conflicto recuperaron la amistad, Maribel sigue


durmiendo, mientras todo el poblado continúa redactando argumentos, escribiendo
cartas, grabando caset y confeccionando recuerdos con sus legítimos signos, voces y
habilidades, que han convertido a Merquelén en el único pueblo en el mundo en que
todos escriben la misma caligrafía y las niñas tienen la misma voz.

Gracias a la empresa en que trabajo, hace un mes tuve la fortuna de viajar a


Costa Rica, estar en Puerto Limón y conocer la casa donde llegan las cartas de Maribel.
Tras una ventana duerme un niño ante la indiferencia de vendedores y curiosidad de
turistas.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

El hijo de Amenofis Cuarto

CASIANO Montero, era un profesor fuera de lo común en sus conversaciones.


Relacionaba forzadamente, aunque no viniera al caso, cualquier cosa presente, con sus
vidas pasadas. Pero, de lo que más le agradaba hablar era de los egipcios y argumentaba
con tal convicción lugares, hechos y personajes, que se expresaba como si se tratara de su
propia vida y sus familiares. Si uno ponía atención a su rostro visto de frente, podía
advertir un cercano parecido a Tutankamón, a pesar que el aseguraba que en su séptima
vida pasada, había sido hijo de Amenofis IV.

Sus colegas, alumnos y apoderados lo miraban con curiosidad y respeto


reconociendo en él a una persona erudita e ilustrada, más aún, cuando siempre portaba
en sus manos libros de extraños nombres que raramente se veían en las vitrinas o
estantes de las librerías; libros ajados y amarillentos, que después de una semana
desaparecían de sus manos, para ser remplazados por otros.

Nadie pudo descubrir el secreto silencio que se producía en cada curso en que
hacía clases. Hasta los más bochincheros se rendían al motivador hechizo de sus palabras
bien pronunciadas. Iniciaba su labor con ejercicios de relajación que los alumnos
obedecían sin oposición y, en el momento propicio, decía la hipnótica frase “duérmanse
mirando el pizarrón” y así quedaban los inmóviles estudiantes, mientras Casiano, con las
palabras precisas los llevaba a visitar y participar de espacios geográficos o momentos
históricos que no olvidarían jamás, asegurándoles además, muy buenas calificaciones en
las pruebas escritas o interrogaciones orales. El único problema, es que de tanto observar
el pizarrón sin pestañear, a algunos alumnos se le irritaban los ojos, quedando sus miradas
como deudos en velorio.

Casiano pasaba su tiempo entre su magisterio de clases hipnóticas y lectura de


libros extraños, sin dar jamás una opinión de fútbol ni política. Por ello causó tanta
extrañeza su repentina desaparición. En la pieza de soltero que arrendaba, encontraron la
poca ropa que tenía y una maleta repleta de libros desconocidos. Indagaciones policiales
comprobaron que abandonó el pueblo en un taxi, a cuyo chofer le canceló la carrera a
Concepción, regalándole una radio a pilas, que nunca nadie le vio escuchar. Así fue como

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

el extravagante profesor, desapareció de la vida del pueblo sin que nadie supiera de
donde había venido ni para dónde había partido.

Ya todos habían asumido y olvidado su desaparición cuando en un agobiante día


nublado de diciembre, en la Dirección de Educación se recibió el inesperado llamado
telefónico desde el Sanatorio Psiquiátrico “El Naranjal” de Santiago, de donde
preguntaban si en nuestra ciudad alguien conocía a un Profesor que decía llamarse
Casiano Montero, hijo de Amenofis IV. La secretaria que respondió al llamado, quedó
desconcertada por la sorpresa y sólo respondió que no estaba autorizada para dar ese tipo
de informaciones y que mejor conversara con el Director de Educación don Aníbal
Matamala. El Director respondió que efectivamente había trabajado en nuestra ciudad y
que se había retirado del trabajo sin entregar su renuncia por escrito y que por esa razón
se le estaba siguiendo un sumario en ausencia, por abandono de funciones. El Director del
sanatorio le dijo que el tal Casiano Montero desde hacía cuatro meses estaba interno y
que durante ese tiempo de lo único que hablaba era de los egipcios y que recién esa
mañana había dado a conocer su nombre, profesión y lugar de trabajo y que como no
portaba ningún documento de identidad al momento de ser encontrado vagando con pura
ropa interior y dado que el único nombre que repetía era Amenofis IV, con ese nombre se
le había registrado provisoriamente. Finalmente, el Doctor Almarza, solicitó que por favor
alguien viajara a la capital a hacerse cargo de la situación del funcionario enfermo, en
nombre del servicio educacional.

Cuando el Director de Educación expuso la situación a su personal, algunos


sonrieron. Pero todos se miraron desconcertados. cuando expresó su alegría de saber el
paradero del profesor desertor, ya que, así se podría dar término al sumario que, por
abandono de funciones se realizaba en su contra.

Con la investidura de fiscal de sumario, llegó Mario Zavala al Sanatorio “El


Naranjal”. Durante tres días hizo infructuosos esfuerzos para que Casiano abandonara sus
delirios egipcios, sin obtener ningún resultado. Para no volverse loco, el funcionario al
cuarto día le llevó una declaración escrita, en la que Casiano renunciaba por razones de
salud a su cargo de profesor. El afectado solamente tenía que firmar. El fiscal le leyó el
texto, Casiano tomó el papel y después de largos minutos de contemplación de la hoja,
dibujó al reverso cinco jeroglíficos de muy buen trazo.

Ya había pasado como un año de olvido e indiferencia, cuando nuevamente la


Dirección de Educación fue impactada por la noticia “Fue abatido en un enfrentamiento
con fuerzas regulares del ejército boliviano, en el sector selvático de Santa Cruz de la
Sierra, el profesor guerrillero de Tomé, Chile, Casiano Montero Valdés, quien por su
preparación, se presume era uno de los lugartenientes de Ernesto “Che” Guevara, el cual
permanece oculto en la zona”.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

La incredulidad fue la única explicación que supieron darse los funcionarios


educacionales, que quince días después vieron extrañados la llegada de los restos
mortales del profesor guerrillero para ser sepultados en el cementerio local.

Los funerales de Casiano fueron apoteósicos, aunque estamos seguros que a él


le habrían gustado que fueran faraónicos. En un día resplandeciente, sin dolientes
familiares, pero con una multitud desbordante proveniente desde cercanos y lejanos
puntos del país que portaban banderas políticas de diferentes colores, que se agitaban
con el viento, de consignas revolucionarias, llegó el cortejo fúnebre a ocupar las calles de
un pueblo sorprendido por la notoriedad adquirida y el poder de convocatoria que
provocaba un profesor que se fue del pueblo sin decir adiós.

Después de una hora de lento caminar, justo al mediodía llegó el cortejo al


camposanto, donde previo al entierro, se dio inicio a una maratónica serie de discursos en
que se enaltecía cada vez más el nombre de Casiano Montero, cuyo nombre y ejemplo
tendría que ser venerado por las generaciones presentes y futuras, por tal razón cada
orador antes de terminar los repetidos elogios, proponía el compromiso de una obra o
acción imperecedera.

“Que una fotografía con su rostro adornara todas las salas de clases de la patria;
que un monumento se levantara en la escuela en que trabajó; que se escribiera un libro
con su vida, obra y pensamiento, que el estado regalara forros para los cuadernos con su
rostro y biografía; que un equipo de fútbol llevara su nombre; que el día de su muerte
fuera feriado nacional; que todos los niños que nacieran ese día llevaran el valiente
nombre de Casiano. Entre cada discurso se agitaban las banderas y se gritaban las
consignas. Cuando ya eran más de la una de la tarde, uno de los sepultureros se acercó al
que dirigía la intervención de los oradores y, al oído, le preguntó si faltaban muchos
discursos todavía, ya que, ellos tenían que ir a almorzar, a lo que el líder del funeral
aprobó diciéndole que fueran nomás, ya que todavía faltaban siete discursos y la lectura
de 29 cartas y 58 telegramas de diferentes líderes políticos del mundo, incluidos un
telegrama de Nikita Krushov y una carta de ocho páginas de Fidel Castro.

Los restos del guerrillero profesor fueron abrazados por la tierra a las tres y
media de la tarde, bajo un cielo de gaviotas. La multitud acalorada, del cementerio se fue
a la playa. La policía calculó la asistencia al entierro en unas doce mil personas. Ese día fue
inolvidable para el comercio, se acabó el pan, la mortadela, los chicles, las bebidas y los
helados. También fue inolvidable para los deudos de los muertos del cementerio, por la
destrucción provocada por la multitud. Prados, floreros, cruces y ángeles quedaron en un
estado tan calamitoso que recién recuperaron su hermosura cuando llegó el 1º de
noviembre.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Un día en que el profesor Mario Zavala se encontraba solo en la oficina de la


Dirección de Educación, sintió el impulso incontenible de saber cuánto tiempo después de
su visita al sanatorio “El Naranjal” había sido dado de alta Casiano Montero. Tomó el
teléfono y pidió comunicarse con el médico que ya conocía.

- Dígame doctor, por mera curiosidad, ¿cuándo fue dado de alta mi colega
Casiano Montero?.-

- No señor Zavala, Ud. está equivocado el paciente Montero sigue internado en


nuestro Sanatorio -

- ¿Pero cómo? ¡Si murió en Bolivia ¡

- Yo llamé a los medios de comunicación para aclarar el error, pero ellos me


dijeron que estaban faltos de noticias.

¿Y cómo está Casiano?

- Está muy bien. Todos los domingos, da una charla a los familiares que visitan a
los pacientes, y muy a menudo, estudiantes universitarios de historia lo entrevistan sobre
los egipcios y “El Libro de los Muertos”.

- Muchas gracias doctor. -

Cinco años después de su famoso funeral, falleció en el Sanatorio “El Naranjal”


el profesor Casiano Montero. Murió tranquilamente en el Valle de los Reyes de sus
despiertos sueños egipcios, sin haber conocido Bolivia ni de toda la fama que adquirió
combatiendo por la libertad de América, en Santa Cruz de la Sierra, junto al mítico Ernesto
Che Guevara.

El profesor Zavala, antes de jubilar abrió la pesada maleta de Casiano, que


reposaba en la bodega de la Dirección de Educación, con la sana intención de llevarse un
libro de recuerdo. Una semana sin poder hablar, fue el resultado de la afonía que le
provocó la sorpresa de encontrar la maleta llena de arena y sin más contenido que la
misma hoja de los cinco jeroglíficos dibujados en “El Naranjal”.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Don Pérez Gil

Por aquella atávica costumbre de conservar el nombre de uno de sus


antepasados maternos, Gil Alberto Pérez Cáceres recibió un nombre que cuando ingresó a
la escuela se transformó en dos apodos: “Perejil” y “Gilorio”, a pesar que él sentía mucho
agrado que le dijeran “Beto”.

Gil era estibador en un puerto vecino y arrendaba un par de piezas en un


conventillo en donde tenían cabida su esposa y tres hijos adolescentes. Otras cuatro
familias compartían el conventillo que tenía un gran portón de ingreso, el cual nunca se
abría y que contenía una puerta más pequeña, por la cual los adultos pasaban
agachándose.

Beto llegaba en forma impredecible a su hogar, pero su esposa no daba


importancia a las habladurías y sarcasmos y en muchas ocasiones mostraba orgullosa su
libreta de matrimonio . El se excusaba que los barcos no le daban respiro y que lo más
importante era llegar con dinero al hogar. Y eso era verdad. Doña Rosalía se enorgullecía
en haber sido la primera en el conventillo en haber tenido plancha eléctrica, más tarde,
radio y, finalmente, cocina a parafina.

Pérez Gil era considerado gracioso y educado por sus vecinos. Siempre contaba
chistes a los adultos y le gustaba repetir frases en diferentes idiomas, las cuales traducía
posteriormente.

El conventillo tenía un pilón al centro del patio. Allí, organizadamente las


dueñas de casa de lunes a viernes lavaban la ropa de su prole. El día sábado en épocas
estivales y, como marcada e inexplicable discriminación, bañaban a los chiquillos varones,
en cambio a las niñas, las bañaban en las respectivas cocinas familiares, a cubierto de
miradas indiscretas.

Al fondo del conventillo el patio se transformaba en huerto y en un rincón


estaba el “guáter” con su clásica casucha para proteger el “trono” de la intemperie y
miradas indiscretas.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

El “guáter” existente había cumplido sobradamente su higiénica misión y el


dueño del conventillo ordenó la confección de otro “pozo negro” en una parte del huerto
en que aseguraba nunca había cumplido con esa misión. Como ya la casucha del “guáter”
antiguo estaba en mal estado, Pedro María decidió que se construyera otra casucha pero
que el trono antiguo fuera trasladado al guáter nuevo, quedando el guáter antiguo con los
puros palos pelados que habían sostenido el trono. Por supuesto que Perejil no sabía nada
de esos trámites y construcciones y cuando llegó en la noche con el deseo incontenible de
evacuar, pasó directo al fondo del huerto, sacó sin mayor esfuerzo las dos tablas cruzadas
que clausuraban la puerta, dio un paso en la oscuridad y antes de darse media vuelta para
ponerse en posición para bajarse los pantalones, sintió el húmedo vacío y al mismo
tiempo que exhaló un grito desconocido por todos , alcanzó a agarrarse de uno de los
palos que habían sostenido el antiguo “trono”.

El grito tuvo tal eco, que una multitud se despertó en la noche y llegó al
conventillo con diferentes conjeturas a saciar la curiosidad. Los vecinos de don Beto lo
rescataron del mierdal y las vecinas prepararon la más desagradable mixtura de hierbas
medicinales para evitarle infecciones intestinales.

Doña Rosalía tuvo la mala idea de bañar a Perejil en el pilón. Por varios días se
perdió la armonía del conventillo. Algunas señoras se abstuvieron de lavar la ropa y los
niños tuvieron la mejor excusa para no bañarse. El orgullo higiénico del conventillo fue
mancillado, hasta el día en que doña Rosalía, con cinco litros de cloro, lavó y desinfectó
totalmente el pilón, devolviendo a la comunidad el ritual de las normas de aseo.

Después de aquel desagradable percance pasaron muchos días de ausencia de


Beto en su hogar, y cuando reapareció, fue como si le hubieran cambiado el carácter y
suspendido la alegría. Dos meses después de su naufragio en el guáter, don Pérez Gil
recuperó su notoriedad en el barrio, al ingerir, probablemente por error, el transparente
hormiguicida que parecía aguardiente. Su embriaguez fue fulminante y mortal.

Como las piezas eran muy pequeñas para ser usadas como velatorio y además,
era pleno verano, las mismas vecinas compungidas, sugirieron velar al finado Pérez Gil en
el patio, un par de metros antes del pilón. Los negros cortinajes fueron colgados de las
canales de agualluvia y un par de sábanas blancas ocultaban el pilón y servían de fondo al
crucifico de bronce iluminado.

El velorio era todo un acontecimiento social a eso de las nueve de la noche,


cuando se apersonó un grupo de carabineros con una orden judicial y sin mayores
comentarios retiraron la urna con su cadáver, la introdujeron en una carroza de otra
ciudad y partieron con rumbo desconocido, provocando el desconcierto de dolientes,
amistades, curiosos y asomados, dejando inconcluso el tercer misterio doloroso del

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

rosario y, dándole incierto sentido y destino a los cortinajes albinegros y a las coronas
funerarias.

A las diez de la noche, en la soledad del improvisado velatorio, un familiar


influyente, trajo la respuesta al desconcierto: Don Pérez Gil tenía otra mujer con hijos en
el puerto vecino y ella había solicitado la orden para velar los restos de su legítimo marido.
Doña Rosalía no perdió la compostura ni la dignidad. Fue al cajón del velador y de allí
extrajo con legítimo orgullo su Libreta de Matrimonio, la que puso en manos de su
influyente cuñado.

En el puerto vecino la otra viuda también tenía Libreta de Matrimonio, claro que
con una antigüedad menor en cuatro meses, según pudo comprobar el leguleyo familiar
de Rosalía, pero cuando obtuvo el dictamen judicial para devolver el difunto a Rosalía y
sus hijos, se encontró que desde el otro puerto, ubicado más al sur, habían sido retirados
los restos mortales de Gil Pérez por otra mujer mucho más joven, que aseguraba con
libreta ser su legítima esposa.

A todo eso, en torno a Rosalía se tejía y conjugaba toda suerte de consejos y


comentarios, que confundían y aumentaban la angustia de la viuda, la que estaba segura
de su legitimidad.

Alguien muy desatinado y materialista en sus observaciones, le manifestó sin


mayores preámbulos: “Mire doña Rosalía, yo le aconsejo que si no le devuelven al finado,
por lo menos que le devuelvan la urna, así Ud. no tendrá que pagar nada”

El funeral de Gil Pérez, se realizó en urna sellada al quinto día de su


fallecimiento. Siendo Rosalía la esposa más antigua y por cierto la única legítima, logró
que su esposo fuera sepultado en el camposanto de su ciudad. Para no agraviar a las
familias de las otras viudas y evitar incidentes en el cementerio, las autoridades
autorizaron tres funerales. En el primero y el segundo fue depositado en nicho y retirado
discretamente después que se fueron los curiosos y amigos locales. El tercero fue el
definitivo. Por fortuita coincidencia, ese mismo día fue aprobado el proyecto de
alcantarillado para toda la localidad.

Después de terminado todo el embrollo de urnas retiradas, viudas repetidas y


velatorios simultáneos en tres ciudades vecinas, las mujeres se pusieron en guardia para
no vivir la misma situación fúnebre. Como habían esposos con ausencias injustificadas, las
más osadas advirtieron en forma perentoria a sus maridos con una frase que aún perdura
en su amplio sentido: “Cuidadito conque te hagas el Perejil”.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Lo más curioso de todo, es que hasta en sueños Gil Pérez, mantuvo su secreto.
Nunca se fue de lengua ni se confundió con el nombre de sus mujeres, ya que las tres se
llamaban igual.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Cinco, tres, siete. Cuatro, seis, dos.

Nunca Javier Valladares pudo recordar en qué momento tomó conciencia de sus
extraordinarias dotes telekinésicas, que le permitían mover, con su fuerza mental, todo
tipo de objetos a su entera voluntad.

Su madre, le comentó que desde que era un bebé, sucedían cosas extrañas en el
lugar en donde se encontraba: se abrían o cerraban puertas y ventanas, los objetos se
caían sin haber motivo y, más de una vez, ella vio volar la mamadera hacia los labios de
Javier o enviarla vacía hacia el velador.

Después de haber recorrido el continente formando parte de espectáculos


circenses y televisivos, decidió a utilizar sus dotes psíquicas en actos delictivos, con
absoluta seguridad de no ser descubierto. Su facilidad para descifrar los códigos de
cerraduras, le hizo aventurarse a robar en departamentos lujosos, residenciales exclusivas
y hoteles estrellados, que le permitieron llevar un estilo de vida de lujos y placeres
envidiables.

Sin embargo, su buena estrella para delinquir, le abandonó la noche en que fue
sorprendido por una oculta cámara de vídeo y tuvo que enfrentar el peso de la ley.

En esos años, los índices de delincuencia superaban totalmente la tolerancia, y


el Estado no estuvo dispuesto a financiar programas de rehabilitación de incierto éxito, y
como los ciudadanos se opusieron a pagar nuevos impuestos para la construcción y
manutención de nuevos centros penitenciarios, el gobierno se vio obligado a establecer
las cárceles asociadas al Sorteo.

Javier fue condenado a cumplir mil doscientos días de reclusión en el Penal de la


Capital. Antes de ingresar a uno de los cuatro mil quinientos cubículos individuales de
cuatro metros cuadrados en que cumpliría su condena, fue sometido a una rutinaria
operación cerebral, mediante la cual le insertaron un chip computacional con su número
de Registro Penal que, a control remoto se activaría, provocándole un masivo derrame
cerebral, en el mismo momento que coincidieran con los tres últimos dígitos del número
favorecido en el Sorteo de la Millonada, si es que tenía mala fortuna de salir desfavorecido

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

antes de cumplir la condena.

Javier Valladares, tuvo la fortuna de quedar encarcelado en una celda del


duodécimo piso, desde donde por el pequeño orificio de la ventilación natural se podía
observar en la distancia el emblemático Edificio del Sorteo. Para no tener problemas que
incrementaran su condena, desistió de poner en evidencia sus dotes telekinésicas ante las
múltiples cámaras televisivas que vigilaban cubículos, pasillos y escaleras, solo se dedicó a
utilizar su secreta capacidad mental cada día a las 19,10 horas y dirigir su vista por el
orificio de ventilación natural de su celda, hacia la torre del Sorteo, pensando
concentradamente en el número que efectivamente salía sorteado.

Al encontrarse con vida cada mañana, comprobaba la afectividad de su poder y


se prometía que al lograr la libertad ganaría La Millonada y podría comenzar una nueva
vida sin sobresaltos financieros. Así pasaron más de tres años de incomunicación y rutina
matemática que sólo vino a ser alterada con la construcción de un nuevo edificio que
lentamente comenzó a ocupar el campo visual entre el edificio del Sorteo y el centro
carcelario. Faltando dos pisos para que el nuevo edificio obstruyera el campo visual de
Javier, una huelga paralizó las faenas constructivas y dio tranquilidad al atribulado reo que
ya estaba a punto de cumplir su condena.

Pero, un detalle inesperado comenzó a alterar la tranquilidad y fe en su


inminente libertad, cada día despertaba obsesionado con su número de Registro Penal, el
Cinco, tres, siete. Cuatro, seis, dos. Tenía que hacer grandes esfuerzos para no pensar en
su número a la hora del Sorteo.

Una semana antes que le correspondiera salir en libertad, la gripe alcanzó a


Javier y los dejó postrado en cama. El Oficial de Enfermería, manifestó que poco antes de
su muerte y en medio del delirio de su fiebre incontrolable, gritaba “Cinco, tres, siete.
Cuatro ... ”, cuando eran las 19,10 horas.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Gran Circo “Sofanor”

Todos los años el circo invadía la cancha del pueblo, para entregarnos su magia
en dos funciones exclusivas: una para niños y otra para adultos. Ese par de actuaciones
bastaba para que todo el pueblo fuera acogido en la carpa del Circo "Sofanor"; ese no era
su nombre, pero todos lo identificábamos así, ya que su original denominación en inglés,
estábamos seguro, ni el dueño sabía pronunciar. Pero más importante que el nombre era
el alegre payaso de eterna sonrisa que en tres letreros iguales informaba la llegada del
gran espectáculo que nos desvelaba y al mismo tiempo, nos hacía soñar.

Tan sólo una decena de personas constituían el elenco estable del espectáculo y
ellos se multiplicaban para cumplir diferentes roles, antes, durante y después de las
funciones. Y como esta visita tan esperada rompía la agobiadora rutina de aquellos años
sin novedades, nosotros ayudábamos a instalar la carpa de mil parches y ubicar las
gastadas tablas de las aposentadurías con tanto entusiasmo que olvidábamos hasta la
fatiga.

A don Sofanor, dueño del circo, le faltaba la pierna izquierda desde la mitad del
muslo, pero eso no impedía que jugara a la pelota e hiciera goles en la tarde previa al
debut. Hacía de chofer de uno de los camiones, vendedor de entradas, anunciador, mago
y hombre orquesta; tocaba guitarra y armónica al mismo tiempo y con el pie derecho
percutía el bombo o el platillo. Cuando interpretaba el tema del "Trompetista feliz", con la
mano izquierda tocaba tambor y los platillos. Ese solo espectáculo valía más de la mitad
del valor de la entrada, el público aplaudía de pie y él, muy orgulloso, saludaba con su
muleta.

Todo el espectáculo lo conocíamos de memoria e incluso era invariable el orden


de presentación, lo único que variaban año a año eran los chistes del par de payasos, que
siempre incluían graciosas alusiones a personajes célebres de nuestro pueblo humilde. No
en vano recibían divertidos informes confidenciales a cambio de entradas liberadas.

La suegra oficiaba de domadora de diferentes animales: dos quiltros de ficticia


enemistad, una pareja gallinácea y un gato solterón, los que nos asombraban con simples
habilidades que nuestra modesta exigencia consideraba como hechos sorprendentes. Los

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

perros boxeadores, ataviados con pantalón corto y guantes de box, peleaban round de
medio minuto, dentro de un pequeño cuadrilátero, ante la algarabía de todos los
presentes y el enérgico arbitraje de doña Clérida que no aceptaba golpes bajo el cinturón
o después que sonara la campana. La pelea siempre terminaba al quinto round cuando
uno de los perros recibía un nocaut de ficción. Dos payasos, disfrazados ridículamente de
enfermeros, retiraban entre risas y aplausos, la camilla con el perro perdedor.

Tigre, el gato romano encontraba una laucha de juguete escondida en un


montón de cajas, enseguida doña Clérida con su mejor sonrisa de suegra, hacía girar sobre
su cabeza un guarén de trapo tomado por la cola y ante el clamor del público lo lanzaba al
público de galería, liberaba al gato que antes de un minuto encontraba al guarén
inofensivo.

El gallo colorado cacareaba cuando se le mostraba el dibujo de un sol y encogía


una pata haciéndose el dormido cuando se le mostraba el dibujo de la luna. La gallina
castellana se comía un puñado de maíz y con toda calma los devolvía grano a grano, para
escribir sobre un corazón de cartón, la palabra amor.

Catenia, esposa de Sofanor era quince años más joven y la belleza de su cuerpo
y esplendor de su sonrisa en las alturas la convertían en la reina del trapecio y motivo de
sinceros suspiros en los varones y despectivas envidias femeninas. Con traje rojo se
elevaba desde la pista mordiendo una especie de estribo, después giraba abriendo manos
y piernas en forma de mariposa. Con vestimenta azul y peinado especial, que incluía una
argolla de fierro, era levantada desde el suelo por un gancho que se introducía en la
argolla del peinado y repetía los mismos movimientos y saludos de su número anterior y,
finalmente, ataviada de verde luminoso realizaba acrobacias y saltos en el trapecio junto a
su hijastro, quien además realizaba pruebas de fuerza como clavar clavos sin martillo y
enroscar herraduras nuevas.

El hijo de Catenia caminaba y hacía piruetas, tomando mamadera, en la cuerda


floja, con más seguridad que en el suelo. Los otros hijos de Sofanor, realizaban varios
números de sincronizados movimientos y divertidas piruetas en la amplia cama elástica,
que también servía para dormir.

Con su turbante y pases mágicos, Sofanor encerraba, en una bolsa que había
dejado de ser verde, a la hermosa Catenia, vistiendo traje de baño, la ocultaba en un baúl
de corsario arruinado y después de un rápido juego y movimiento de cortinas, la hacía
aparecer completamente vestida de novia, con una belleza que hacía suspirar a los
varones y soñar a las solteras.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Y así se desarrollaba siempre la hermosa y esperada rutina circense de cada año,


en la cual, los únicos cambios eran las tallas de los payasos, el aumento de parches y
remiendos de la carpa y el deterioro del vestuario y bártulos de los artistas.

El año pasado el circo circunstancialmente alteró su rutina, lo cual fue intuido en


cuanto vimos llegar a la trapecista Catenia con su evidente curva abdominal de siete
meses de embarazo. Los varones se sintieron defraudados y las mujeres suspiraron sin
envidia. Se dio por descontado que la estrella del circo no actuaría provocando una
anticipada frustración entre los admiradores de su arte y belleza. Pero no fue tan así, por
lo menos en la función infantil. Catenia actuó en el número de magia; el traje ocultó
totalmente su gravidez, fue más aplaudida que antes, y varios embobados creyeron
ingenuamente que el embarazo había desaparecido. No actuó mordiendo la argolla
giratoria, ni en las acrobacias del trapecio y, ante la sorpresa de todos salió a realizar el
número de ser colgada de sus abundantes cabellos. Los dos hijastros saltarines la izaron
con los rítmicos acordes de la orquesta de Sofanor, mientras el hijastro forzudo vigilaba la
malla protectora. Cuando cambió la música para que Catenia comenzara a girar con sus
brazos y piernas abiertas como mariposa se sintió un grito imposible, cayeron de la altura
cinco litros de líquido amniótico y junto a un ¡Ohhhh! que atravesó todas las gargantas
cayó hacia la malla la criatura que quedó colgando de su cordón umbilical, siendo el
primer acto de su reciente existencia. Los saltarines bajaron con cautela a la artista de la
argolla capilar, mientras el forzudo con dificultad sostenía a la criatura que lloraba. El
público infantil quedó congelado por un largo instante y sus ojos se olvidaron de
pestañear por tres minutos. Catenia fue retirada por los saltarines, seguida por el forzudo
con la criatura y el cordón umbilical. El público seguía inmóvil en los incómodos asientos y
sólo se retiraron cuando Sofanor anunció que Catenia estaba recuperándose muy bien,
que era padre de una niña y que la función nocturna seguía inalterable. Los niños
aplaudieron de pie y se fueron corriendo a sus casas a contar los detalles del espectáculo
inesperado.

El circo abandonó el pueblo después del alegre bautizo de Catenita. Toda la


fiesta fue bajo la carpa circense y por supuesto que la orquesta de Sofanor fue el número
principal. Desde aquella función, los niños dejaron de creer que los bebés los trae la
cigüeña o nacen de un repollo. Ahora todos afirman y aseguran, con demasiado orgullo,
que sus madres fueron trapecistas y que los niños nacen siempre en el circo "Sofanor".

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Iglesia de colores

El Sacerdote tenía mucha fe en la renovación de la Iglesia, y por ello con


invocado entusiasmo convenció a sus “fieles feligreses” a cambiar el color de los muros
parroquiales, que desde cinco décadas lucían su reluciente granito rosado.

Escalas, brochas y andamios, profanaron por semanas la mirada de los muros


seculares y los vistieron de un tono amarillento que no provocó la admiración estética de
los transeúntes, e incluso, muchos personajes que en ella recibieron los sagrados
sacramentos, sintieron que su iglesia era ahora sólo un bello recuerdo.

Pero, el nuevo color parroquial no duró por mucho tiempo. Por desconocidas
circunstancias el granito rechazó la pintura, y esta se fue descascarando y formando
extrañas figuras, que el eidetismo colectivo le dio una gama de bíblicos y heterogéneos
significados.

La empresa pinturera fue demandada por la pésima calidad de su producto, y


esta, para no perder prestigio ante tantos feligreses y potenciales clientes, más el temor
de sus ejecutivos de ser excomulgados, repintaron los muros de granito con amarillenta
porfía.

Bastó el temporal de lluvia y viento de un invernal fin de semana para que la


Iglesia recobrara su color original. Pero el color rosado no duró por muchos días ya que, a
cada amanecer la Iglesia aparece de un color diferente.

Lo que en los primeros días se tomó como un milagro, ahora se considera un


burla. Muy pocos se han dado la molestia de analizar y comprender que de tanta pintura,
los graníticos muros rosados fueron afectados en su física sensibilidad y química
estructura.

Ahora sólo basta determinada temperatura del día o de la noche o los


inesperados cambios de humedad y presión atmosférica para que la iglesia azul de ayer,
mañana sea verde claro y pasado marrón.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Producto de las cromáticas variaciones, el vicio de las apuestas ha alcanzado a


feligreses y profanos, quienes todos los días intentan adivinar el color del día siguiente y
según los aciertos, predecir el estado del tiempo.

Los verdaderos fieles ya no rezan por pecados ni por favores concedidos, ponen
toda su fe en invocar a Dios, para que la Iglesia de rosados muros de granito recobre su
tono original.

Considerando la estadística y los aciertos, mañana la Iglesia será calipso y


tendremos precipitaciones moderadas.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Ducha y sueño matinal

Con apariencia de Secretaria, subió la joven al bus intercomunal y se sentó a mi


lado regalándome el sutil aroma de su juventud y perfume. Sus cabellos aún conservaban
la humedad de la ducha matinal.

Todo ello fue suficiente para desconcentrar mi lectura y desbocar mis ideas, así
que opté por cerrar el libro y mis párpados.

Desperté del sueño placentero a escasas cuadras de mi destino. Ella me


acompañaba sin humedad en sus cabellos.

Me despedí con un beso en su mejilla y antes que se recobrara del asombro, le


regalé el libro como gesto de sincera gratitud.

He repetido el viaje cientos de veces y nunca más he tenido que regalar un libro.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Mauricia, la convencida

Después de postular a varios trabajos, Mauricia por fin logró ser contratada por
una empresa multinacional de alimentos innecesarios. Después de la entrevista de rigor,
le hicieron firmar un compromiso secreto, en el cual se comprometía a decir que se
bañaba todos los días y que tenía tres delantales.

El trabajo no era difícil. A Mauricia se le hizo fácil convencerse que se bañaba


todos los días. Pasaba más de una semana sin bañarse y ella se sentía absolutamente
limpia.

Lo complicado fue el asunto de los delantales, ya que en verdad tenía solamente


uno, pero Mauricia sentía tener los tres y de puro convencida lavaba tres veces al día el
mismo delantal, lo secaba, planchaba y volvía a lavar. En esa función ocupaba la mayor
parte de su tiempo fuera de la empresa y por ello lucía siempre las manos limpias.

Mauricia fue despedida, no por su falta de aseo personal, sino porque llegaba a
la empresa sin delantal, a pesar que ella aseguraba y mostraba tenerlo puesto.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Prohibido ahogar personas

La playa ya no amanece aseada por las olas. Ellas son incapaces de ocultar
desperdicios surtidos, envases vacíos, preservativos usados, toallas de privilegiada
intimidad femenina. La arena seca se convirtió en sede de ocios permanentes, vicios
extremos y placeres efímeros; nuevas acepciones del concepto libertad.

La estupidez se recrea enterrando en la playa a embriagados por alcoholes y


embotados de drogas. Solo sus estólidas cabezas quedan expuestas al aire. La marea alta
se encarga de refrescarlos antes que sus pulmones se llenen de mar.

No existen culpables. Quizás no vale la pena buscarlos. Nadie sabe nada y hay
quienes se atreven a culpar a las mareas.

Letrero inmóvil, carcomido por soles pasados, advierte al océano intranquilo:


“Prohibido ahogar personas”.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

La edad es un delito

Llegó un momento en que la principal causa de cesantía no fue el deficiente


desempeño laboral, sino la edad cronológica, ya que los centros comerciales privilegiaron
más la imagen corporativa que su personal. Otros establecimientos del retail, en su afán
de presentarse ante el público como modernos, omitieron como vendedores a personas
consideradas antiguas, por tener más de treinta años.

Tanto hombres como mujeres, para sobrevivir en el mercado laboral, recurrieron


a la cirugía estética en sus rostros, cuellos y manos. Unos cuantos tuvieron que
enderezarse la columna.

Dejaron de existir fiestas, tortas y regalos de cumpleaños. La edad se convirtió en


delito y todas las personas, como si hubieran sido víctimas de un ataque de amnesia
colectiva, olvidaron por siempre cuando nacieron.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

El espejo de Nacimiento

Mi madre y yo vivíamos en Tomé, un puerto de la provincia de Concepción que


siempre está mirando la Isla Quiriquina. A ella, le encantaba volver a su tierra de cerezos,
a mí, lo que me entusiasmaba era el viaje en tren. De madrugada nos levantábamos
presurosos y partíamos a la estación de Tomé. Puntualmente a las siete, el tren con un
pitazo de sonoro vapor se despedía de la ciudad y nos íbamos por los rieles bordeando la
bahía... Bellavista (Carlos Werner), Punta de Parra... ¡Qué tren más cerca del mar! En los
días de furia invernal, al llegar al túnel de Punta de Parra, entre la lluvia del cielo y del
oleaje, daba el temor que nunca más se alcanzaría la salida y que el tren terminaría en el
fondo del mar. Felizmente el tren sabía su camino y llegábamos sin novedad a Lirquén y
de ahí Cerro Verde, Penco, Playa Negra, Cosmito, Tucapel, Andalién y Concepción. En la
estación penquista nos bajábamos de nuestro tren y esperábamos el convoy proveniente
de Talcahuano. En aquella amplia estación, me fugaba de la sombría sala de espera de
tercera y me iba a entretener en la luminosa sala de primera, en donde admiraba las
formas y colores del mural que enseñaba la historia de mi patria.

En el tren, proveniente de Talcahuano, partíamos rumbo al Este bordeando el río


Biobío. En los carros, al igual que en las estaciones, se advertían con claridad las clases
sociales. Los más pudientes viajaban en primera, en asientos forrados en cuero con altos
respaldos y que se podían hacer girar, ya sea para dejar un par de asientos frente a frente
o dejarlos unos detrás de otros. Las ampolletas tenían pantallas de cristal empavonado.
Las ventanas eran dobles, para reducir el ruido o reponer inmediatamente una ventana
cuando se rompía el vidrio. En cambio, en tercera clase los asientos eran inamovibles, de
pura madera y con el respaldo totalmente vertical, cuando alguien se quedaba dormido
no resultaba extraño que se cayera del asiento. Las ampolletas no tenían pantalla y
muchas veces no funcionaban.

Las ventanas, que costaba tanto abrir, se transformaban fácilmente en peligrosas


guillotinas, al menor descuido. Madres previsoras, siempre aconsejaban “no se les ocurra
sacar las manos y cabeza fuera de la ventana”. Mejor era viajar con ellas cerradas, así no
se exponía a los ojos, a que una “mugrecita” de carbón de piedra, arruinara el viaje.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

El cordel del freno de emergencia colgaba a lo largo de todos los carros de


convoy, llevando el ritmo del trayecto. El tren avanzaba y paraba a medida que se iban
sucediendo los paraderos y estaciones Caupolicán, Colón, Fresia, Chiguayante, Polígono,
Manquimávida, La Leonera, Omer Huet, Araucana y Hualqui. El río se mantenía fiel al lado
derecho y las estaciones al lado izquierdo.

El baño con su higiene suspendida y ese vaivén que se multiplicaba en su metro


cuadrado, para terminar igual con los pantalones orinados. El surtidor de agua fuera del
baño, que mojaba el piso y hacía resbalar al descuidado. ¡Qué resistencia de las puertas,
vidrios, chapas y bisagras! Garantizadas en millones de abrir y cerrar. Las cortinas de dura
crea y múltiples funciones: para ocultar el sol, desempañar los vidrios y servir de servilleta
para limpiarse las manos después de comer huevos duros o pollo cocido.

En el último vagón nunca faltaban los simpáticos o pendencieros curaditos que se


habían equivocado de tren o no se habían bajado en el lugar en que debían. Cerca de las
estaciones siempre había venta de vinos y muchos pasajeros que bajaban a reponer su
cuota de alcohol, terminaban, a lo menos por una noche, vagando sin destino en
estaciones ignoradas.

Peligro supremo del tren en movimiento era pasar de un vagón a otro, ya sea
para ir al encuentro de un conocido o arrancar del conductor y así no pagar pasaje.
Algunos ebrios o atrevidos, faltos de equilibrio, no fueron capaces de sortear el desafío y
terminaron impedidos de usar zapatos.

Cerca de las estaciones estaba el “caballo de agua”, chorreante surtidor que


saciaba la sed de la locomotora. El carbón de piedra encendido en la caldera
transformaba el agua en comprimido aliento blanco, que daba vida a los émbolos y ruedas
ferroviarias, sudorosas de aceite y vapor. En cada estación la torre del semáforo, con sus
brazos indicando peligro o vía libre. La boletería y el clásico golpe del fechador de boletos

¡Tanta gente que cabía en los coches populares! En cada estación los pasajeros se
iban renovando parcialmente. Los personajes en varias partes del trayecto se repetían. El
borrachito con los dedos crespos buscando por todos los bolsillos el boleto extraviado. El
dormilón de boca abierta y ronquidos que espantaban las moscas. Los comilones de
huevos duros, pan amasado y tutos de pollo. Los brisqueros utilizando una maleta como
improvisada mesa de juego. Los observadores del paisaje, con la nariz aplastada sobre el
ventanal. Los conversadores apurando los acuerdos antes de llegar a la estación. Las
guaguas y cabros chicos ocupando dos asientos “sin pagar boleto” y durmiendo mejor que
en su cama. Los niños escolares, contando vanamente los postes del telégrafo que
avanzaban a la misma velocidad del tren, pero en sentido contrario. Las señoras tejiendo a
palillo y sin mirar el tejido.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

El par de vendedores del tren, con traje de garzón sin restorán, se turnaban para
ofrecer sus productos cada cierto tiempo. Uno de ellos era cojo, pero con el movimiento
del tren ni se le notaba. Ofrecían sin entusiasmo periódicos y revistas. En las estaciones se
bajaban a ofrecer lectura y otras veces se asomaban por una ventana. Así llegaba a todos
los pueblos, grandes y pequeños, “La Discusión”, de Chillán, “El Sur” y “La Patria”, de
Concepción. “Vea”, “Vistazo”, “Aquí Está”, “Okey” y “Fausto”. Las damas compraban “Para
Tí”, “Chabela”, “Eva” y “Rosita”. Los niños se deleitaban con “El Cabrito”, “El Peneca” y el
“Billiken”.

El garzón, con su pregón refrescante: “malta, pilsen y papaya”, pasando por


entre la muchedumbre, con su canasto apoyado en el muslo derecho y haciendo sonar las
botellas con el abridor, para estimular el consumo. El trapo gris para limpiar las botellas y
la espuma de las cervezas agitadas por el viaje. Los niños bebiendo por sobre la capacidad
estomacal, para terminar vomitando hasta el desayuno. Las madres cambiando paños a
sus chiquillos. ¡Qué cantidad de aromas cabía en un coche!

Un anciano de edad indescifrable, siempre con la misma calma y equilibrio


proclamaba sus “Naipes, gargantillas, cortaúñas. Elásticos, agujas y cordones. Medias,
calcetines y pañuelos. Huincha de medir, candados y alfileres. Máquinas y hojas de afeitar
de la Legión Extrajera. Tijeras, Genioles y chaucheras. Jabones Flores de Pravia y Rococó,
Colonia Inglesa y espejo de dos caras. Cremas de Lechuga y Bella Aurora y el grato
perfume Flor de Espino...” Siempre recitado en el mismo orden y ritmo y con los productos
a la vista en el brazo, los dedos y el canasto.

El boticario improvisado de voz potente, calmada y elocuente: “tengo aquí en mi


mano el famoso ungüento Montesanto, indicado para combatir, la artritis, reumatismo,
lumbago y dolor de muelas. Su fórmula, a base de sauce llorón, aceite de quinina y
cachanlahuen, le permitirá sentir alivio casi inmediato. Ud. debe aplicar el ungüento sobre
la zona afectada y en el caso de las muelas, aplíquese sobre la mejilla, ya que no es la
muela la que duele sino que el nervio. Por encargo del laboratorio, les ofrezco dos cajas
por el valor de una y además como regalo, les voy a entregar una caja de Mentolatum... Y
así seguía por los carros repitiendo su medicinal publicidad, basada en la buena fe de las
personas.

Pero, también había que alimentarse. El mismo garzón de las bebidas, ofrecía
cada mañana el desayuno. Había que ser muy diestro con la taza, de lo contrario el café
terminaba quemando desde la garganta a las piernas. Además se vendían las sustancias de
Chillán, las tortas Curicanas, galletas y pastillas.

Y seguían las estaciones pasando por mi ventana: Quilacoya, Unihue,


Talcamávida, Gomero, Buenuraqui y San Rosendo. Por alguna razón que nunca supe

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

explicarme y que tampoco me atreví a preguntar, siempre mi madre bajaba en San


Rosendo, nudo de rieles desde donde los trenes se repartían para el norte y el sur. En
aquella estación de grises colores, otorgados por el carbón de piedra de las locomotoras,
lo único que sobresalía por su blancura, eran los albos delantales e inmaculadas cofias de
“las palomitas” vendedoras de pan amasado, huevos duros y los dudosos “sanguches de
aves”, que ellas pregonaban sin mayor entusiasmo comercial, entre un bullicio de
personas alborotadas por el viaje y locomotoras ansiosas de partir.

Después de esperar el tren que venía de Santiago rumbo a Concepción, los


pasajeros que iban al sur abordaban el tren que los esperaba y así terminaba el temido
“plantón” o pérdida de tiempo que inmovilizaba el tren, hasta por varias horas. El convoy
reanudaba su marcha y mi madre no aparecía. Yo trataba de disimular mi angustia y
nerviosismo contando los pasajeros, pero siempre me confundía entre el sesenta y el
setenta. Ya casi al llegar a Laja, aparecía mi madre muy oronda con unas tortillas calentitas
y media docena de azules huevos cocidos.

Pasábamos el puente y llegábamos a Laja y de allí seguíamos a Diuquín, Millantú,


Santa Fe y Coigüe, en donde teníamos que bajarnos para tomar el breve ramal a
Nacimiento. En Coigüe bajábamos contando reiteradamente los bultos y dispuestos a una
nueva larga espera, que el gran reloj de la boletería iba marcando con exagerada lentitud.
Al parecer, el reloj era de lenta comprensión y se confundía con las letras de los números
romanos y por ello se demoraba tanto en hacer avanzar las horas. Las mujeres, como
siempre, se dedicaban a conversar de comidas y enfermedades, mientras los hombres
jugaban al naipe o se perdían por unos momentos en los escasos cuchitriles expendedores
de vino y aguardiente. Los niños jugábamos a la escondida o al paquito libre, ocultándonos
entre ordenadas rumas de durmientes de pellín.

A veces el tren esperaba inútilmente en Coigüe, ya que ningún pasajero del sur
bajaba en su estación. Pero el tren respetaba el reglamento ferroviario y siempre
esperaba saludar al tren sureño para emprender viaje a Nacimiento, que estaba a ocho
kilómetros de distancia.

El convoy del trayecto Coigue-Nacimiento, era bastante pintoresco y reducido. La


máquina arrastraba un solo carro de pasajeros, dividido por una puerta en dos clases
extremas. Primera clase con sus cómodos asientos de cuero y en donde en el mejor de los
casos viajaba una decena de personas de pocos bultos. En cambio, en la parte
correspondiente a tercera clase, se apretujaban más de un centenar de personas de todas
las edades, acompañados de numerosos bultos de cajas, sacos y bolsas quintaleras, junto
a maletas de cartón, mimbre o cuero.

Un potente chorro de luz de la locomotora, horadaba todo el pasillo del único

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

coche y espantaba el sueño de los niños que se desbocaban llorando inútilmente, ya que
su sinfonía de lágrimas se hacía inaudible con el ruido de la máquina y el traqueteo de las
ruedas sobre los rieles.

Unos cuantos chivos, cerdos y corderos, que no lograban habituarse a tanto


hacinamiento, protestaban con desagradables y desperfumados argumentos. Para evitar
las escandalosas refunfuñadas de los cerdos, se acostumbraba a embriagarlos con vino o
aguardiente, logrando que los porcinos asumieran actitudes de silenciosa obediencia y
humano aspecto.

Los sacos con aves ocupaban los espacios bajo los asientos, en donde patos,
gansos, pavos y gallinas, sacaban sus asfixiadas cabezas por los orificios que les permitían
respirar. Los canastos provocaban toda clase de incomodidades tanto por su forma como
por sus asas que no permitía introducirlos totalmente bajo los asientos, ni en las repisas
sobre las ventanas. Además los canastos ubicados cerca del pasillo rasguñaban las piernas,
especialmente de las mujeres.

Esa verdadera Arca de Noé ferroviaria, después de pocos minutos llegaba a la gris
y solitaria estación de Nacimiento. Había que despertar a los chiquillos que sabían caminar
y bajar con premura los bultos y animales. La gente que viajaba en primera clase, se
acomodaba en las ágiles “cabritas” tiradas por caballos iluminadas por “chonchones” de
trémulas velas encendidas.

Nosotros, los de tercera clase formábamos un piño humano, con mezclada


imagen de éxodo bíblico y refugiados de guerra, que íbamos en dirección al puente sobre
el río Vergara en cuya otra orilla se encontraba el Fuerte Nacimiento y el pueblo. La masa
humana, gracias a las voces y carrasperas, lograba mantenerse compacta en medio de la
oscuridad.

En las noches despejadas, las estrellas reflejadas en el río, semejaban peces que
nos miraban con ojos de admiración. La iluminación del pueblo era otorgada por un
locomóvil, cuyo operador pocas veces lograba mantener el promedio de voltaje, lo que
provocaba que las ampolletas parpadearan como si estuvieran a punto de quedarse
dormidas.

En un año de la década del sesenta, el puente se hizo intransitable. Un invierno


insolente, con sus torrenciales groserías de viento y agua, les faltó el respeto a sus clavos y
tablones, los que terminaron navegando inútilmente por el río desbordado. Llegamos a la
orilla del río y abordamos un bote cuya forma apenas era descifrable entre la bruma. Un
chonchón en la proa, no lograba cumplir su propósito lumínico, acentuando la presencia
de las sombras. Sólo el temor de quedar abandonados en la orilla nos dio coraje suficiente

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

para abordar la precaria embarcación, que zigzagueando avanzó con rumbo a la otra
orilla, en donde un farol mortecino era la única referencia para no perdernos en la
húmeda oscuridad.

En un acto de heroísmo inaudito y por pura curiosidad saqué con timidez mi


mano derecha del bolsillo de la chaqueta y lentamente la apoyé sobre la borda de la
embarcación y la fui bajando con cautela. No tuve que bajar más de una cuarta para sentir
la fría y húmeda existencia del agua. Después del susto, me aferré al brazo de mi madre y
no lo solté hasta que llegamos a la otra orilla. Con dificultad reconocimos nuestros
mojados bultos, giramos a la izquierda por calle Balmaceda, y a lo lejos divisamos la silueta
del Hotel Ruiz Call, que nos anunció la presencia de calle Prieto, en donde mis tías abuelas
nos esperaban con el fogón encendido. Qué agradable felicidad de sentir el calor de
hogar, servirnos un jarro de café de trigo con leche, acompañado de la gruesa rebanada
de tortilla con mantequilla, para después ser acogidos por la grata blandura de la cama de
lana, con sus sábanas de bolsas harineras y una botella de cerámica que guardaba agua
caliente, para calentarse los pies. Así los sueños creían dormir en el cielo. Pero antes de
acostarme, religiosamente iba al comedor a saludar el espejo, que siempre contestaba mi
saludo. Antes de dormirme pensaba ¿A qué hora duermen los espejos?

Mi abuelo carpintero, siempre estaba confeccionando puertas y ventanas, para


una vez terminadas, cargar con ellas al hombro y desaparecer en la esquina. Mis tías
abuelas, hermanas de mi abuelo, conversaban poco entre ellas, pero se entendían muy
bien. Cada una sabía lo que tenía que hacer. Carmen era la cocinera y atendía las aves y
animales. Mercedes solía hacer las compras y se encargada del aseo en todo sentido, ella
barría permanentemente el patio y las piezas y dedicaba las tardes a la batea del lavado.
Junto los restos de un muro estaba el fuego, en cual se hacía hervir la ropa en un tarro con
manillas. A los pies de un chilco descansaba la piedra, donde se apaleaba la ropa con un
madero en forma de paleta o remo corto.

Mis tías abuelas usaban trenzas con las cuales se hacían diferentes peinados
usando horquillas y peinetones curvos. La única oportunidad en que tuve la ocasión de
ver su pelo desenvuelto, fue una vez para Semana Santa. En esos días de fe inclaudicable,
se dejaron totalmente sueltos los cabellos que de tantas trenzaduras se quedaron
definitivamente ondeados. Con el pelo suelto, sus rostros demostraban con naturalidad
sus agobiados sentimientos por la muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Esos tres días de
recogimiento cristiano, fueron terribles para mi estómago ansioso de roscas y sopaipillas.
Mis tías durante esos días no cocinaban. El jueves en la noche cocían una olla grande con
papas y ése era el único alimento hasta el Domingo de Resurrección. En esos días de
insólita inmovilidad, sólo se dedicaban a rezar, con tal concentración espiritual y olvido
por las cosas terrenales, que hasta los gatos perdían el apetito y las gallinas se
enculecaban sin esperanza de empollar.

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

Para un niño inquieto como yo, era agobiante tanto recogimiento espiritual, a
causa del cual lo único que se podía hacer sin provocar regaños era respirar y observar el
desfile de las hormigas. No se podía jugar, saltar, correr, cantar, silbar, es decir no se
podía conjugar con la acción, ningún verbo propio de la infancia. Ante cualquier desatino
uno escuchaba la frase clave "Agáchate Semana Santa". Cuando llegaba el Domingo de
Pascua de Resurrección todo volvía a la normalidad y otra vez la cocina abría sus puertas.

La cocina era amplia y habitable. Su puerta doble tenía gruesas argollas que
jamás conocieron un candado. Bastaba una amarra de cáñamo o lana para cerrar la puerta
de noche, en una época en que la honradez era una virtud que todos practicaban. La
ventana era una tarima que se abría totalmente en verano y parcialmente en invierno.
Todo el mobiliario era obra de mi abuelo: mesa y sillas para almorzar y cenar y bancas de
madera y pisos de batros para matear alrededor del fogón o “pollo” ubicado justo al
medio y en el suelo de la cocina sobre el cual colgaba una olleta de tres patas que siempre
estaba en funciones. De las vigas colgaban ristras de ajos y ajíes colorados y las cebollas
formaban un desfile apoyadas en un alambre que colgaba de norte a sur.

Otro fogón más pequeño y con parrilla, estaba ubicado sobre una estructura de
adobe y cerca de la ventana y servía para cocinar. Allí la tía Carmen preparaba las
cazuelas, carbonadas, pancutras y charquicanes junto a lentejas, porotos y garbanzos que
con una cucharadita de color adquirían un sabor que mi paladar no ha olvidado ni vuelto a
saborear. Mientras cocinaba al calor del carbón, la tía Carmen aprovechaba de rezar el
Rosario, marcando cada Misterio con una papa que iba dejando sobre una tarima bajo la
ventana.

En un trinche o aparador se guardaba la loza y vajillería de plaqué, que no era


adecuada para consumir ensaladas aliñadas con limón, pues adquirían un desagradable
sabor que amargaba el paladar. Lo único moderno de la cocina y que incluso desentonaba
con el total estilo artesanal de la pieza, era el molinillo marca Corona, que atornillado con
firmeza a un tablón adosado a un pilar de madera, servía para moler la harina tostada,
hacer trigo partido y por supuesto en verano, moler el fresco maíz de los choclos que se
convertían en hermosas humitas y dorado pastel. El molinillo había desplazado al moledor
de piedra, que sin función esperaba a la intemperie algún día poder retomar su rol. En un
rincón de la gran cocina, descansaba inclinada la “cayana” en que se tostaba el trigo para
la harina o se quemaba el trigo para el café.

Al igual que la cocina, los dormitorios tenían piso de tierra nivelado con el “paso”
de los años y de los pies y las diarias caricias de la escoba de curagüilla. La única pieza con
piso de madera y ventana con vidrio, era el comedor para atender a las visitas. De la
muralla emblanquecida con cal, colgaba una Santa Cena, un retrato presidencial y un
diploma del Ejército. Sobre la mesa cubierta con un mantel tejido a crochet, un florero de

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Sueños cardinales * * * Román Villeg

vidrio contenía un ramillete de espigas de trigo a manera de flores. Sin embargo, lo más
importante y lujoso de todo, era un espejo grande, que le daba al comedor un aire
distinguido y duplicaba el espacio y mi imaginación. Ese espejo señorial, era el antídoto
con el cual me curaba del aburrimiento, encaramado en una silla para poderme reflejar.
Nunca en ese comedor fui testigo de almuerzos o cenas, siempre las personas preferían la
sencilla y acogedora incomodidad de la cocina, donde la olleta multiplicaba sopaipillas,
empanadas o roscas, como conejos en el sombrero de un mago.

Los terremotos de mayo de 1960 doblegaron la frágil solemnidad de los muros de


adobe. Las tejas villa se deslizaron hasta el suelo y las vigas perdieron distancia y
compostura, como resultado del bombardeo subterráneo de las fuerzas telúricas. Una
semana después de la tragedia llegamos a visitar a las tías abuelas que por milagro habían
sobrevivido al infortunio. Habitaban el establo ubicado al fondo del sitio. Los añosos
cerezos habían perdido algunos de sus brazos, producto de la fuerza de los sismos.

Al otro día de nuestra llegada, no pude resistir la tentación de ir a hurguetear los


escombros, en el lugar en que antes había estado el inútil comedor, que nunca recibió
visitas. Todo estaba destruido con el peso de los adobes. Las mesas y sillas habían perdido
sus formas. Encontré las espigas de trigo, pero ningún pedazo del florero. Ya cansado de
tanto escarbar, con la sola fuerza de diez años, quería desistir de mi inútil faena, mas en el
momento preciso vino el sol en mi ayuda para indicarme con un leve reflejo la presencia
del espejo. Con mucho cuidado, pisando con más elegancia y levedad que un gato, fui
despejando el lugar iluminado. Allí estaba, el espejo partido en dos. Puse un trozo sobre el
otro y ¡oh! sorpresa, eran exactamente iguales las dos partes. Quedé pensando con
ingenuidad ¿cómo se dio tiempo el terremoto para medir el espejo exactamente y
después quebrarlo?

Regresamos a Tomé, con la mitad del espejo que mis tías abuelas me regalaron.
Aún el espejo me acompaña. A pesar que su luna está muy empañada, aún se reflejan en
él, las felices imágenes de mi infancia, algunas de las cuales me he atrevido a escribir,
antes que la ausencia de memoria empañe mis recuerdos.

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Otras obras literarias de

Román Villeg

Piedras ortográficas, poemas, 1980.


Octubre 16, antología, 1985.
Don Marzo y los patos soñadores, cuentos, 1989.
Onírica adicción, poemas, 1996,
Viento de nostalgia, leyendas y prosa, 1999
Sueños cardinales, cuentos, 2004
Aromas de mujer y otros cuentos sin olor, 2010

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