FERRO La Ficcion Un Caso de Sonambulismo
FERRO La Ficcion Un Caso de Sonambulismo
FERRO La Ficcion Un Caso de Sonambulismo
Roberto Ferro
Editorial Biblos
1
Aseguinolaza, Fernando Cabo. "Sobre la pragmática de la teoría de la ficción literaria" en
Avances en teoría Literaria, Villanueva, Darío (compilador), Universidade de Santiago de
Compostela, 1994.
proposición solamente puede determinarse describiendo el hecho que
debería existir en el caso de que dicha proposición fuese cierta. De lo que
se desprende que el significado de un enunciado depende del estado de
cosas que supuestamente expresa, es decir, su verdad o falsedad se
relacionan directamente con la existencia o inexistencia de la realidad a la
que se refiere el contenido proposicional. Ante la dificultad que supone la
explicación del sentido de un enunciado por otro enunciado-definición —lo
que traería aparejado nuevos términos de significado que exigirían un
encadenamiento infinito—, el criterio de verificabilidad contempla la
necesidad de especificar el significado de una proposición a través de un
eslabón empírico que dé cuenta del estado de cosas denotado
simbólicamente. En otros términos, la transcripción de un sentido
proposicional exige la transformación del enunciado mediante sucesivas
definiciones hasta el momento en que esas palabras no puedan ser
definidas ya más que ostensivamente. La definición ostensiva, que según
Bertrand Russell2 es el proceso por el cual se enseña a una persona a
comprender una palabra por medios diferentes del uso de otras palabras,
tiene sus limitaciones pues sólo puede aplicarse en el caso en que el
referente sea fáctico; a pesar de ello sigue siendo el fundamento del
criterio a partir del cual se discriminan los términos ficción-no ficción. En
definitiva es más de lo mismo, se impone la definición de verdad como
adaequatio intelectus rem, afirmándola en un plano empírico
incuestionable como última instancia de remisión en el análisis
proposicional.3
Este presupuesto otorga legitimación epistémica para una
delimitación precisa de los ámbitos discursivos ficcional y no ficcional,
estableciendo el carácter anómalo del primero de ellos. 4 Pero esta
seguridad, apoyada en una discriminación que pone afuera todo aquello
que se aparta de un molde rígido, queda socavada cuando se la confronta
con las transformaciones que el llamado "giro lingüístico" ha operado
2
Russell, Bertrand. El conocimiento humano, Barcelona, Orbis, 1983.
3
Cuesta Abad, José Manuel. Teoría hermenéutica y literatura, Madrid, Visor, 1991.
4
Los fundamentos referenciales del neopositivismo no tienen pertinencia en el estudio de
los discursos imaginarios, de los que la literatura es un modelo paradigmático, porque
para ello deberían considerar la existencia de dominios de referencia distintos del ámbito
empírico, lo que implica la relativización del concepto de verdad y una ampliación de las
operaciones veritativas. Asimismo, además del principio de recurrencia como
procedimiento constructivo del discurso poético, estudiado por Roman Jakobson, la
autorreferencialidad, cuya significación se trama en las remisiones incesantes al
intratexto, desconstruye la función denotativa del lenguaje, colocando al lenguaje
literario fuera de las posibilidades de comprensión de la lógica apofántica.
sobre una tradición en la que la noción de verificabilidad como criterio de
verdad estaba tan arraigada.
La crítica a la concepción tradicional del lenguaje como un
"instrumento" para la designación de entidades independientes del
lenguaje o para la comunicación de pensamientos prelingüísticos, aparece
como el común denominador del "giro lingüístico", lo que implica el
reconocimiento de que el lenguaje tiene un papel constitutivo en nuestra
relación con el mundo.
Tras el "giro lingüístico", entonces, la identidad de los significados
se transforma en la clave de la explicación de la intersubjetividad de la
comunicación y, por lo tanto, también de la objetividad de la experiencia.
Ya no hay posibilidad de garantizar tal objetividad de la experiencia,
puesto que no hay argumento suficiente que legitime la unidad del mundo
objetivo al que los usuarios del lenguaje se refieren. La
inconmensurabilidad de las aperturas lingüísticas del mundo convierten a
la referencia y a la verdad en magnitudes relativas, dependientes de una
constitución del sentido previa que las haga posibles en cada caso.
La concepción de la preeminencia del sentido sobre la referencia
subyace no solamente al "giro lingüístico", que podemos filiar
genealógicamente en la tradición filosófica alemana, sino también a una
línea que se remonta hasta Frege y la filosofía analítica del lenguaje.
Ambas tradiciones comparten el supuesto de la diferencia entre sentido y
referencia, y la consiguiente epistemologización de esa diferencia por la
que se considera dicho sentido como el único acceso posible al referente.
Todo ello supone sustituir la percepción por la comprensión, circunstancia
que trae consigo que dicho acceso al referente se vea mediado por el
sentido desde el cual es comprendido.
Así, el lenguaje se constituye en la condición de posibilidad del
modo en que nos aparecen los referentes y, por lo tanto, la instancia
constitutiva del marco categorial fundante de todo lo que se enuncia
acerca de un mundo abierto lingüísticamente.
Concebir el lenguaje como responsable de la apertura del mundo
implica el presupuesto de que la designación de un objeto no se lleva a
cabo mediante un nombre —según planteaba la concepción del lenguaje
como instrumento, propia de la filosofía de la conciencia 5Concepción que
5
Concepción del lenguaje que se remonta a Aristóteles en De Interpretatione:
"Pues bien, los sonidos vocales son símbolos de las afecciones del alma, y las letras lo
son de los sonidos vocales. Y así como la escritura no es la misma para todos, tampoco
los sonidos vocales son los mismos. Pero aquello de lo que éstos son primariamente
signos, las afecciones del alma, son las mismas para todos, y aquello de las que éstas
atribuye al lenguaje el carácter de mediador entre dos polos definidos: las
cosas externas, por una parte, y las impresiones del alma, por otra. Línea
de pensamiento que llega hasta Kant y que explica el funcionamiento del
lenguaje en orden al modelo de la designación de objetos por medio de
palabras. Se reduce de este modo el lenguaje a su función designativa, es
decir el lenguaje es pensado como un instrumento intramundano
representante de objetos existentes con independencia de él. —, sino
como atribución de una propiedad a un objeto por la que éste es
interpretado como algo. De acuerdo con Heidegger la asignación de un
nombre a un ente es una atribución indirecta de aquello que dicho ente
"es".6
En Frege, uno de los iniciadores de la línea de pensamiento que
desemboca en la preeminencia del sentido sobre la referencia, se exhiben
las paradojas de la filosofía analítica que, partiendo de una profunda
desconfianza hacia el lenguaje como instrumento de conocimiento
científico, ha derivado, después de una insistente búsqueda de lenguajes
formales alternativos, en la inevitable necesidad de reflexionar sobre el
lenguaje común y de revelar aquellas características que excedían las
limitaciones de la transparencia y del uso serio, hasta llegar a exhibir
explícitamente el carácter opaco del lenguaje en cuanto supuesto reflejo
del mundo exterior o como vehículo confiable del pensamiento puro. Su
itinerario expone el conflicto de todo lenguaje reducido exclusivamente a
su función deíctica u ostensiva, de la que depende su capacidad de hacer
referencia al mundo de conceptos y cosas, que se contradice
flagrantemente con los valores semióticos, retóricos y tropológicos de ese
mismo lenguaje y, tal como lo señala Frege, de la incontenible tendencia
metafórica del lenguaje mismo.7
son imágenes, las cosas reales, son también las mismas". (I, 16a 1.)
6
En Hölderlin y la esencia de la poesía, Barcelona, 1989, Heidegger asevera que la
designación de los entes por medio de los nombres no puede entenderse en el sentido
de que algo ya conocido de antemano sólo se le dota con un nombre, sino que sólo
mediante ese nombrar queda establecido lo que ese ente es. Así se vuelve cognoscible
el ente.
7
“Al escuchar un poema épico, por ejemplo, nos cautivan, además de la eufonía
del lenguaje, el sentido de los enunciados y las representaciones y sentimientos
despertados en ellos. Si nos preguntáramos por su verdad, abandonaríamos el
goce estético y nos dedicaríamos a un examen científico. De ahí que nos sea
indiferente el que el nombre Ulises, por ejemplo, se refiera a algo o no, mientras
consideremos el poema una obra de arte. Es la búsqueda de la verdad lo que nos
incita a avanzar del sentido a la referencia.” Frege, Gottlob. Estudios de
Semántica, Barcelona, Ariel, 1984.
La insistencia en la posibilidad de disciplinar al lenguaje aparece
expuesta de modo muy preciso en la pretensión de establecer
compartimientos que delimitaran los usos correctos o serios de los usos
anómalos, mediante las posibilidades que otorgaba la distinción entre
Sinn y Bedeutung, tratando de fijar, finalmente, las condiciones únicas
según las cuales un enunciado puede ser literalmente significativo.
Operación que se fundaba en la necesidad de segregar fuera de los usos
correctos todos los enunciados que tuvieran anomalías referenciales, tales
como los tropos y, por supuesto, los enunciados ficcionales, para
asegurar la transparencia unívoca del lenguaje, para constituirlo, como
acertadamente señaló Rorty "en espejo de la mente" y, por su intermedio,
de la naturaleza. Sólo a partir de una concepción positivista, que se
refugia en un dogmatismo lógico, es posible instaurar una verdad unívoca
por la vía exclusiva de la requisitoria veritativa referencialista, excluyendo
y condenando toda otra instancia de relativizar esos términos.
Desde la postura de Rorty el "giro lingüístico":
(sería el caso del lenguaje expresivo y, digámoslo ya, puramente objetivo, teórico-
lógico), mientras que otros permanecen puramente ficticios (estas ficciones señaladas en
la ficción serían los actos de comunicación indicativa entre sí mismo y sí mismo, sí
mismo como otro y sí mismo como sí mismo, etcétera).
11
La mímesis no-culpable. Si se recobra la mímesis "antes" de la "decisión" filosófica, se
observa que Platón, lejos de unir el destino de la poesía y del arte a la estructura de la
mímesis (o más bien de todo lo que se traduce a menudo hoy, para rechazarla, por
representación, imitación, expresión, reproducción, etc.) descalifica en mímesis a todo lo
que la modernidad pone por delante: la máscara, la desaparición del autor, el simulacro,
el anonimato, la textualidad apócrifa. Puede verificarse releyendo el pasaje de la
República sobre la diégesis simple y sobre la mímesis (393 a ss.). Lo que nos importa
aquí es esa duplicidad "interna" del mímeiszai que Platón quiere cortar en dos, para
resolver entre la buena mímesis (la que reproduce fielmente y en la verdad, pero se deja
ya amenazar por el simple hecho en ella de la duplicación) y la mala, que hay que
contener como la locura (396 a) y el (mal) juego (396 e ).
Esquema de esta "lógica": 1º La mímesis produce el doble de la cosa. Si el doble es fiel y
perfectamente parecido, ninguna diferencia cualitativa le separa del modelo. Tres
consecuencias: a) El doble —el imitante— no es nada, no vale nada por sí mismo. b) No
valiendo el imitante más que por su modelo, es bueno cuando el modelo es bueno, malo
cuando el modelo es malo. El es neutro y transparente en sí mismo. c) Si la mímesis no
vale nada y no es nada por sí misma, es nada de valor y de ser, es en sí negativa: es,
pues, un mal, imitar es un mal en sí y no sólo cuando se trata de imitar al mal. 2º
Parecido o no el imitante es algo, puesto que hay mímesis y mimemas. Ese no-ser
"existe" de alguna manera (Sofista). Por lo tanto, a) añadiéndole al modelo, el imitante
viene como suplemento y deja de ser una nada y un no-valor. b) Añadiéndose al modelo
que "es", el imitante no es el mismo y aunque fuese absolutamente parecido no es
nunca absolutamente parecido (Cratilo). Ni, por lo tanto, absolutamente verdadero. c)
Suplemento del modelo, pero no pudiendo igualarle, le es inferior en su esencia en el
momento mismo en que puede reemplazarle y resultar así "primado". Este esquema (dos
proposiciones y seis consecuencias posibles) forma una especie de máquina lógica;
programa los prototipos de todas las proposiciones inscritas en el discurso de Platón y en
los de la tradición. Según una ley compleja, pero implacable, esa máquina distribuye
todos los clichés de la crítica futura”. Derrida, Jacques. La diseminación, Madrid,
mimesis y literatura, a la que Derrida considera como el discurso
rector de todos los demás discursos; para lo que primero despliega
la lógica de la mimesis en términos de dominio del imitado sobre el
imitante, dominio configurado en la preeminencia ontológica del
primero sobre el segundo, en la anterioridad temporal de aquél
sobre éste y en la discernibilidad absoluta de ambos. Y sobre esta
lógica sobrepone, en un segundo movimiento, que llama
"desplazamiento mallarmeano", el mantenimiento de la estructura
diferencial de la mímica o la mímesis, pero sin la interpretación
platónica o metafísica.12 Pero no hay nada de ello. Hay una
mímica. Mallarmé está en ello, como en el simulacro[...]Estamos
ante una mímica que no imita a nada, ante, si se puede decir un
doble que no redobla a ningún simple, que nada previene, nada que
no sea ya en todo caso un doble. Ninguna referencia simple. Por eso
es por lo que la operación del mimo hace alusión pero alusión a
nada, alusión sin romper la luna del espejo, sin más allá del espejo.
"Tal opera el Mimo, cuyo juego se limita a una alusión perpetua sin
romper luna." Ese speculum no refleja ninguna realidad, produce
únicamente "efectos de realidad". Para ese doble que a menudo
hace pensar en Hoffman (citado por Beissier en su Prefacio), la
Fundamentos, 1975.
12
"Con todos sus dobles fondos, sus abismos, sus trompe-l' oeil, semejante organización
de escrituras no podía ser un referente simple y pretextual para Mímica de Mallarmé.
Pero a pesar de la complejidad (estructural, temporal, topológica, textual) de ese objeto-
libreto, habríamos podido sentirnos tentados de considerarlo como un sistema cerrado
sobre sí mismo, replegado sobre la relación, ciertamente muy entremezclada, entre,
digamos, el "acto" de mimodrama (aquel del que Mallarmé dice que se escribe en una
página blanca) y el a posteriori del libreto. En ese caso, la remisión textual de Mallarmé
toparía allí con una señal de detención definitiva.
Pero no hay nada de eso. Tal escritura que no remite más que a sí misma nos
traslada a la vez, indefinida y sistemáticamente, a otra escritura. A la vez: es de lo que
hay que darse cuenta. Una escritura que no remite más que a sí misma y una escritura
que remite indefinidamente a otra escritura, eso puede parecer no-contradictorio: la
pantalla reflectora no capta nunca más que la escritura, sin tregua, indefinidamente, y la
remisión nos confina en el elemento de la remisión. Cierto. Pero la dificultad se basa en
la relación entre el medium de la escritura y la determinación de cada unidad textual. Es
preciso que remitiendo cada vez a otro texto, a otro sistema determinado, cada
organismo no remita más que a sí mismo como estructura determinada: a la vez abierta
y cerrada.
Dándose a leer por sí misma y ahorrándose todo pretexto exterior, Mímica está
también surcada por el fantasma o injertada en la arborescencia de otro texto. Del que
Mímica explica que describe una escritura gestual que no es dictada por nada y no hace
señales más que a su propia inicialidad, etc....
Podríamos, en efecto, reconducir a Mallarmé a la metafísica más "originaria" de la
verdad si en efecto si toda mímica hubiera desaparecido, si se hubiese borrado en la
producción escritural de la verdad.
realidad es la muerte. Que se revelará inaccesible, a no ser por
simulacro, como la simplicidad soñada del espasmo soñado o del
himen. En ese speculum sin realidad, en ese espejo de espejo, hay
ciertamente una diferencia, una díada, puesto que hay mimo y
fantasma. Pero es una diferencia sin referencia, o más bien una
referencia sin referente, sin unidad primera o última, fantasma que
no es el fantasma de ninguna carne, errante, sin pasado, sin
muerte, sin nacimiento ni presencia". Derrida, Jacques. La
diseminación, Madrid, Espiral, 1975.
Como hemos visto, la especificidad ficcional no puede ser
establecida a partir de una distinción entre referentes verdaderos o
imaginarios; ese postulado no tiene entidad. Ya sea que se lo revise
por vía del pensamiento analítico, el cual culmina por desechar los
propios puntos de partida desbaratando de manera absoluta el
presupuesto adaequatio intelectus ad rem —que si en el plano de la
investigación teórica ha dejado hace tiempo de tener valor, sigue
funcionando como una cláusula jurídica en muchos discursos
contemporáneos, una especie de lugar común de buena parte de la
doxa científica, y una de las piedras fundamentales sobre la que se
apoyan y articulan vastos encadenamientos de sentido de los
imaginarios sociales—; ya sea que se lo someta a un intenso
escudriñamiento por vía del pensamiento que hemos filiado desde
Saussure y que en Derrida ya no aparece como el término defectivo
de una jerarquía, sino que, tras una lectura desconstructiva se
desplaza hasta convertirse en el elemento capaz de cuestionar
cualquier ordenamiento que distribuya rangos dentro del ámbito
omniabarcador de los discursos.
Nombrar la identidad
El cuestionamiento de los presupuestos a partir de los cuales
se establece la discriminación entre discursos ficcionales y discursos
que son portadores de información "cierta y verídica" acerca del
mundo, puede traer aparejada la sensación de que se entra en una
oscuridad retórica en la que todos los gatos son pardos. La
situación, creo, es otra, la luz que pretende iluminar la diferencia,
por el contrario, extiende una vasta opacidad que garantiza la
labilidad de los límites y, por lo tanto, la sanción inestable de los
bordes discursivos que se deben considerar en cada margen; sin
que ello suponga que las determinaciones no varíen y que las
taxonomías no sean tan flexibles como variadas, pero todas, en
algún punto, imponen un baremo, un modo de separar los discursos
a los que se les asigna la potestad intransferible de producir verdad
de aquellos que la simulan o se despliegan a partir de la
imaginación. Uno de los objetivos buscados en este trabajo es el de
dar cuenta de las relaciones que pueden establecerse entre la
construcción de identidad que surge a propósito del acto de
nombrar y de la verdad que emerge como consecuencia de la
concomitancia entre ese acto y lo nombrado por él. En el nombrar
se desvelan las relaciones entre lenguaje, lo nombrado y los sujetos
que nombran. Cada palabra que nombra nunca se profiere en
soledad sino que es parte de un texto en el que se inscribe.
El texto es la dimensión en la que acontece el nombrar, la
reflexión sobre las condiciones de posibilidad del nombrar puede ser
pensado como una mirada inquisitiva sobre la genealogía de la
construcción de las identidades y de la verdad que se instaura en
cada instancia de correlación 13. Lo que es perturbador de este
intento, no es tanto la pretensión de redistribución genérica entre
diversas especies discursivas, sino que implica la relativización de
los restos sacrales que algunos textos poseen como portadores de
la verdad. Hay textos que junto con el discurso acompañan una
serie de mandatos de lectura que exigen ser leídos exclusivamente
de una determinada manera para revelar el sentido; estas
textualidades ejercen no sólo la acción de nombrar sino que
requieren, imponen una lectura, tal es la univocidad de los textos
sagrados. En ellos la identidad es una equivalencia tautológica. El
texto impone una lectura y esa lectura acata la letra, el sentido es lo
inscrito literalmente. Sobre los restos sacrales de estas
textualidades discursivas se edifica parte de la certeza que articulan
los imaginarios sociales hegemónicos. En el arco que se tiende
13
La palabra textus aparece tardíamente en latín (con Quintiliano, Instituto Oratoria, IX,
4,13), como uso figurado del participio pasado de texere, metáfora que apunta a
caracterizar a la totalidad lingüística del discurso como un tejido. Esta denominación se
refería en especial a la escritura, cuyo tramado gráfico configuraba icónicamente una
representación de los enunciados verbales como texturas. Esta traslación metonímica del
códice continente de los signos implica considerar el texto como un sistema de entidades
tejidas que componen la significación en la trabazón de sus ocurrencias. Ya en sus
primeras acepciones, la palabra texto alude a la relevancia de cada signo en el tejido y
su relación virtual con el universo de los discursos presentes y pasados. El sentido del
nombrar, aunque la palabra se profiera en soledad, remite necesariamente al todo de la
lengua.
entre el nombre y lo nombrado, que, por lo tanto, determina la
identidad, se abren dos instancias: el referir y el significar. La
pregunta que inquiere por la identidad, o en todo caso por la
estabilidad de la identidad entre el nombrar y lo nombrado, está en
la base de la construcción social de la verdad. Este tipo de
preguntas se pueden pensar, en principio, como la búsqueda de una
referencia que fije una identidad y que no deje indeterminado a ese
alguien. Dichas preguntas apuntan, pues, a demandar una
especificación que pertenece al orden del “quién” y esas preguntas
dirigidas en relación con diferentes individuos deberían especificar
un conjunto de referencias: “a”, “b”...“z”, que son los nombres de
cada una de las personas señaladas, o de un término colectivo o
genérico que los abarque a todas. Nombrar es, consiguientemente,
establecer una vinculación que une un término identificador con un
individuo o un grupo de individuos.
¿Qué significa un nombrar? ¿Cómo se puede especificar,
describir la acción de nombrar?14 La pregunta por el nombrar tiene
un valor paradigmático cuando la respuesta es un nombre propio,
que es la variante más usual y la que de modo más preciso otorga
ubicación gregaria y, acaso, dentro de un inventario ilimitado, la
que tiene prioridad desde una perspectiva social para decirnos y
decir a otros quienes somos.
Entonces, retomando la argumentación, la pregunta podría
expresarse ¿cómo podemos caracterizar la acción de responder con
un nombre, a la pregunta quién es? Este parece ser un punto de
partida suficientemente preciso para pensar las relaciones entre
nombrar e identidad, por una parte, y referir y significar por otra. Un
nombre que fija una identidad "es Z" puede ser pensado como el
acto de indicar con un nombre "Z" a alguien y nuestra pregunta
"¿en qué consiste el interrogante quién es?" se podría contestar
como la búsqueda de la referencia que fije una identidad y que
determina a ese alguien. La acción de nombrar, entonces, designa
en este caso la relación que se establece entre un término
identificador "Z" con un individuo: nombrar es establecer la
vinculación semántica de esa palabra que es un nombre. Pero como
decíamos anteriormente, no hay palabra que se profiera en soledad
y por lo tanto que pueda significar autónomamente. Toda palabra
14
Ver en Thiebaut, Carlos. Historia del nombrar, Madrid, Visor, 1990.
que nombra pertenece a un lenguaje; la indagación por las
relaciones entre ese nombre y su referencia conlleva una reflexión
sobre el conjunto del lenguaje, es decir, al conjunto de lo que con
ese lenguaje puede decirse y también al universo de todas las
entidades que pueden ser nombradas por él.
La cuestión entonces de la respuesta a la pregunta, ¿quién
es? requiere que esas relaciones de identidad no sean separadas
del espacio de significación de la lengua en que es proferido. La
respuesta, aunque sea sólo el nombre "Z", supone decir en qué
punto me sitúo dentro de las prácticas, códigos y significados en los
que acontece la interrogación que desencadena el nombre, que es
el modo más elemental de exponer la identidad. Estas dos
instancias: la que responde por el nombre y la que implica instalar
la palabra que nombra en un entramado de significados, se pueden
precisar como "identidad-referencia", la que indica a "Z" e
"identidad-sentido", la que corresponde a su ubicación en la red
significativa. La primera abre la reflexión a la dimensión semántica
del nombre, la segunda a la pragmática del texto.
Tal como he planteado la problemática de la identidad entre
el nombrar y lo nombrado instala la cuestión en una genealogía
indudablemente fregeana que forma parte de una de las polémicas
contemporáneas de la filosofía del lenguaje de mayor complejidad.
Genealogía a la que es necesario apelar para especificar los
términos de la relación que nos preocupa. Se impone señalar que
son las discusiones medievales respecto de la referencia de los
nombres las que abren el debate; contemporáneamente es posible,
y por supuesto sintetizando hasta cierto riesgo de reduccionismo,
establecer una distinción fundamental entre la postura de John
Stuart Mill, por una parte, y las de Gottlob Frege y Bertrand Russell
por otra, las que devienen en dos direcciones opuestas: los
seguidores de Mill señalan que los nombres propios sólo tienen
referencia (Bedeutung), o denotación, es decir que entre el nombrar
y lo nombrado se establece la identidad en términos de nombre
igual referencia; los fregeanos en cambio, consideran que los
nombres propios poseen también sentido (Sinn) o connotación y que
es por medio de su sentido como alcanzan la referencia.
La postura de Mill consiste en la negación de sentido de
connotación de los nombres propios a los que sólo atribuye
referencia, todo ello apoyado en el presupuesto de que esos
nombres no tienen las mismas características de las descripciones y
que por lo tanto no poseen connotación.
Desde una perspectiva fregeana, en cambio, se señala que
cuando los nombres propios forman parte de proposiciones de
existencia (por ejemplo "existe Z") tienen también contenido
conceptual o descriptivo, ya que esa proposición no se despliega en
la suma de un nombre más la afirmación de su existencia, sino que
expone un concepto y afirma que es el caso de tal concepto. Esto
aparece de modo más preciso si instalamos el enunciado entre
proposiciones de inexistencia (por ejemplo “no existe Z”) en las que
a partir de la lógica extensional no se da la posibilidad de pensar
una referencia de “Z” no vinculada a una descripción, o en otros
términos, a contenido conceptual no ostensivo.
Sintetizando la oposición, —que insisto esquematizo en sus
términos fundamentales, lo que supone no atender a una serie de
gradaciones y matices—, tenemos que según Mill los nombres
propios sólo tienen referencia, es decir, define la relación como
identidad-referencia; en cambio, los fregeanos como identidad-
sentido, los nombres propios refieren porque connotan, y, entre
ambos polos opuestos y contradictorios, se dan algunos intentos
que apuntan a construir una alternativa sincrética.
Se pueden considerar dos líneas fuertes que retoman la
polémica y se proponen avanzar sobre la oposición. La primera
tiene su punto de partida en el Wittgenstein de las Investigaciones
Filosóficas, continuada por John Searle.15 En ella se señala que los
nombres propios tienen una cierta laxitud y, que por lo tanto,
poseen una cierta imprecisión. La otra, tiene a Saúl Kripke, Hillary
Putman y Keith Donellan como sus principales exponentes, quienes
insisten en la importancia de la función designativa del lenguaje,
que como consecuencia del "giro lingüístico", ha sido desplazada de
la atención.
Para Bertrand Russell, los nombres propios son como
abreviaturas de descripciones definidas. John Serle apunta a
reelaborar la cuestión, siguiendo las ideas del segundo
Wittgenstein, de modo tal que le permita superar las dificultades de
la postura de Russell. Plantea que los nombres representan el
15
Wittgenstein, Ludwig. Investigaciones Filosóficas, trad. A. García Suárez y U. Mulines,
Barcelona, Crítica, 1988.
conglomerado de las características, concebidas como
convergencias de descripciones, que están vinculadas de modo
necesario a un nombre. Es posible que en algún momento se
demostrase que ninguna de las características que se atribuyen a
Aristóteles es cierta y que este nombre corresponde a otra persona,
conjeturemos por ejemplo un comediante que vivía en las afueras
de Atenas un siglo antes. Dada esta circunstancia, resulta difícil
conjeturar que el Aristóteles que ahora aparece sea aquel
Aristóteles en quien pensábamos cuando leíamos La ética
nicomaquea. El Aristóteles comediante no es el que se adecua a la
imagen construida a partir de la tradición clásica, es decir aquél a
quien nos referíamos al emplear su nombre. De esta manera
entonces, el nombre es un conjunto de características centrales que
son las que se refieren a aquél que es nombrado.
Resulta utópico establecer un inventario cerrado de todas
esas características y la postura teórica de Searle, la de un
conglomerado de características referido por el nombre, se vincula
con la concepción que define a los nombres propios con un grado
de imprecisión respecto de la determinación de las características
que constituyen la referencia del nombre a lo nombrado. Así plantea
Searle la cuestión:
16
Searle, John. Actos de habla, trad. L. Valdés, Madrid, Cátedra, 1980, pp. 175/176.
Esta teoría del conglomerado, también conocida por teoría de la
percha, mantiene el núcleo de la alusión a un conjunto de características
como manera más apropiada de entender qué cosa sea la referencia,
evitando asimismo hacerse cargo de la descripción de esas
características; pero esta argumentación tiene la vulnerabilidad de
arrastrar las críticas que se formulan a Russell, y ello porque en definitiva,
afloja y relativiza algunos de sus puntos centrales con el objeto de
hacerlas más viables, quedando a medio camino y agregando las que
corresponden a su propia imprecisión. La pregunta por la existencia de
Aristóteles no puede quedar reducida a la cuestión de la verdad de un
conglomerado de características, es decir de descripciones que
usualmente son asociadas de manera laxa a ese nombre. Dado que no
exhibe criterios de suficiente validez para explicar cuáles de esas
características son pertinentes para determinar cuándo ese nombre
propio corresponde a la identidad mencionada y que tampoco expone
cómo determinar por qué ésas y no otras. En definitiva, la teoría
searleana de los nombres propios no precisa los criterios de identificación
entre el nombre y lo nombrado.
Los intentos de corrección de la teoría tradicional desarrollada por
Frege y Russell, ya sea en la línea de Searle o en la línea crítica de
Strawson, es decir, la "cluster-theory" (que postula que no es necesario
que coincidan todas las descripciones asociadas con la expresión
referencial sino la mayor parte de ellas) no parece trastornar en gran
medida el presupuesto implicado en la base de estas direcciones teóricas,
es decir, que "referir" quiere decir "identificar" unívocamente; por lo tanto
el intento de superar esta dificultad que es producto de la imposibilidad
de establecer una identidad de significados aceptada y compartida por
todos los usuarios de una lengua, postulando entonces un supuesto
acuerdo en torno a una coincidencia aproximada, complica la situación en
la medida en que se mantiene de todas maneras el objetivo de la
identificación unívoca.17
Frente a la perspectiva que plantea la explicación del "referir" como
dependiente de significados referenciales compartidos que nos permiten
identificar lo designado, desde los años sesenta algunos pensadores
inscritos en la tradición anglosajona han elaborado una versión
alternativa, que podemos designar como la teoría de la referencia directa.
En esta teoría ya no se articulan referir e identificar sino que se intenta
17
Ver Apéndice I pp--, sobre la cuestión del nombre propio.
explicar el referir como una designación directa o rígida en términos de
Kripke.
Donnellan establece una distinción en la que pone de manifiesto
algunos de los principales problemas de la teoría indirecta de la
referencia, la misma distingue el uso atributivo y el uso referencial de las
descripciones definidas:
El referir "a la cosa misma" y no a la cosa "en tanto que cumple con
una determinada descripción" no implica afirmar un acceso inmediato a
"la cosa en sí", en ningún momento se abandona el presupuesto
inamovible de que sin el uso de signos lingüísticos o nombres no es
posible ninguna referencia, lo que no significa que el significado de las
expresiones tenga que ser constitutivo de aquello a que nos referimos
mediante ellas.
Putman desarrolla esta perspectiva centrado en la formación de
conceptos en las teorías científicas, a la manera de un modelo
privilegiado en el que la preeminencia del significado sobre la referencia
aparece con alto grado de plausibilidad. Los conceptos científicos se
introducen discursivamente mediante definiciones más o menos precisas
—esto a diferencia de los conceptos que se manejan en el habla cotidiana
— por lo tanto, resulta evidente que esas definiciones, que constituyen el
significado de los términos, son la vía de acceso al referente en cuanto
tal. Putman señala que los términos científicos son introducidos en el
contexto de una teoría que los define, precisamente lo que está
cuestionando es que esa operación pueda suponer asimismo las
condiciones necesarias y suficientes que tiene que cumplir aquello que se
especifique bajo ese contexto:
Está fuera de discusión que los científicos usan los términos
como si los criterios asociados no fueran condiciones
necesarias y suficientes sino más bien caracterizaciones
aproximadamente correctas sobre el mundo de entidades
independientes de la teoría.20
21
Idem anterior.
tanto desvinculados de descripciones finitas que los caracterizan en
diferentes contextos o mundos posibles cuál es la instancia de asignación
de un nombre a un objeto o a una persona. Según Kripke, el empleo de un
nombre implica acudir a la referencia histórico-causal que ha trasmitido
esa referencia de modo no flácido ni evanescente.
Pero si en esta instancia de nuestra elaboración retomamos la
postura de Russell o Wittgenstein, asumiendo todas las críticas a que han
sido sometidas y, a pesar de que no se identifique el nombre con un
conjunto de descripciones de forma definida, debemos aceptar que algún
nexo ha de tener ese conjunto de características para que ese nombre
propio, por ejemplo Aristóteles, no tenga el mismo rango que un
demostrativo o un deíctico empleado en la designación de tal persona
como aquél que está ahí. Planteo éste que nos obliga a remontarnos a la
situación original, la primera de las designaciones que posibilitó la
repetición. La situación del nombrar primero adquiere una importancia
fundamental porque en ella entran en correlación. El personaje referido, el
nombre y el acto en el que se impone la designación.
Esta situación primigenia necesariamente remite al contexto de
significación, de códigos, de creencias, en el que aconteció el nombrar. De
algún modo cuando nombramos a alguien, si como afirma Kripke
acudimos a una referencia lógico causal, la estamos actualizando, aunque
no la conozcamos específicamente.
El Wittgenstein de las Investigaciones Filosóficas señala que
nombrar a alguien y preguntarse sobre la verdad de ese enunciado que a
él se refiera es investigar la entidad y el valor de las creencias que
compartimos con la persona designada. Lo que de algún modo equivale a
decir, y ésto teniendo en vista la concepción kripkeana del acto original
de nombrar, en el que el nombre refiere el contexto de situación en el
que ocurría y aún ocurre (recuperando códigos y creencias históricas
pasadas y a la manera de un complejo palimpsesto, hacerlas presentes al
referirnos a ellas) implicando la actualización de los criterios de
significación que se pusieron en juego en los sucesivos actos de nombrar.
Entonces, lo que hacemos cuando damos y empleamos un nombre es
inscribirlo en un contexto de significaciones que están siempre sujetas a
modificación o rechazo, pero que inevitablemente deben tener el estatuto
de presupuestas referidas o relatadas para que la correlación entre el
nombre y lo nombrado pueda constituirse en una designación. Esto último
supone que cuando la pregunta está referida a la identidad, debe no sólo
ubicarse desde una instancia semántica sino que también desde la
instancia de la pragmática del texto en el cual ocurre ese nombre.
Arribamos así a un punto de la cuestión en el que el problema
consiste en establecer las condiciones de posibilidad discursivas a partir
de las cuales en algunas ocurrencias un nombre apunta a una identidad-
referencia y en otras sólo a una identidad-sentido. Para establecer el
modo en que se articulan esas dos instancias en la acción de nombrar, lo
que implica preguntarnos de qué manera podemos entender las
relaciones que se tienden entre el nombre, su contexto y lo nombrado no
recurriendo a las situaciones originales o arquetípicas, teniendo como
horizonte inmediato esa tensión entre estos dos polos, es posible señalar
que en el acto de proferir un nombre propio se relacionan ambas formas
de la identidad y que su distinción emerge en el entramado discursivo a
partir de las diversas articulaciones de las diversas formas textuales.
En otros términos, y a modo de síntesis, apuntamos a reflexionar
acerca de las relaciones entre el nombre, su contexto y lo nombrado,
superando la exigencia de tener que recurrir a genealogías originales o
arquetípicas, lo que no implica dejar de suponer un contexto de
significación. La dirección en la que nos estamos colocando considera que
en el acto de nombrar se relacionan ambas formas de especificar la
identidad y que su distinción emerge de las diversas articulaciones
textuales que construyen reflexivamente la identidad del sujeto
nombrado, y que no necesita, por lo tanto, de la referencia inmediata.
Pero aunque este modo de considerar el nombrar no apele a esa forma
de equivalencia exige algún contexto de significación, una textualidad, es
decir, que la significación producida por la identidad-sentido ejerza
funciones de indicación, para no quedar suspendida en el vacío.
El interrogante por la identidad encuentra su respuesta, entonces,
en el espacio del texto. Un texto dice algo, sin duda, pero también hace
algo. Un acontecimiento de escritura nunca se reduce a un querer-decir.
Y, con independencia de lo que diga, debe hacer gestos. Estos gestos
tienen por función producir determinado efecto. La significación de esa
gestualidad deja leer o interpretar a través del contenido mismo de lo que
el texto dice o pretende decir respecto de los enunciados. Los efectos
producidos son estructuralmente independientes de la retórica discursiva
que actúa para persuadir al lector de esto o aquello.
Pretendo situar la divisoria de aguas, que nunca puede ser definida
de una vez para siempre, que nunca es definitiva: hay textos que exhiben
desaforadamente una gestualidad que consiste en presentar, exponer,
legalizar y, por supuesto, al hacerlo imponen, autorizan, confieren fuerza
de ley a una determinada correspondencia: esto es lo que se quiere decir,
o sea correlativamente, es lo que se debe leer, lo que hay que leer y estas
son las instrucciones; hay textualidades que previenen que anuncian junto
a la enunciación una clausura de la semiosis, imponen una relación de
identidad-referencia que implica un cierre de la semiosis infinita.
Por supuesto que todo ello no implica que consideremos estas
textualidades como formas anómalas, ni pseudotextualidades. No estoy
estableciendo una valoración, el punto que me interesa establecer pasa
por señalar que estos discursos construyen su sentido a partir de una
restricción que ellos mismos legislan en orden a sus necesidades
funcionales. Lo que no significa que sean formas degradadas, sino una
modalidad de construcción de saber sobre el mundo; esto último es un
modo indirecto, un eufemismo acaso, que señala su incapacidad para ser
pensadas como modelo privilegiado de designación de la verdad.
Mundos posibles
Entre las aproximaciones teóricas que se proponen establecer la
especificidad distintiva de las ficciones literarias tomando como eje
privilegiado el estatuto de la referencia, la perspectiva de los mundos
posibles ha generado una vasta y compleja ramificación de sus aspectos
relevantes, así como ha sido objeto de fuertes controversias y del
consiguiente rechazo. Este marcado interés acaso pueda explicarse
porque la idea de mundos posibles se conecta con la intuición compartida
por los modos de lectura más difundidos, articulados en torno de la idea
de que los textos literarios tienen como referencia mundos específicos con
una coherencia propia. La distinción, que contrapone la realidad como
elemento dado, estable y uniforme, por una parte, al mundo narrativo
ficcional, por otra, no es más que una variante del paradigma que concibe
a la ficción como un discurso anómalo o incompleto.
El linaje de la noción de mundo posible tiene su punto de partida en
la filosofía de Leibniz y ha tenido una profusa descendencia en la teoría
literaria y en la estética. 22 Es necesario señalar que el interés despertado
por las teorías ficcionales de los mundos posibles definidos por su
posibilidad respecto del “real” está íntimamente ligado con la crisis de la
poética realista y el resquebrajamientro del paradigma rector de la
imitación de la naturaleza.
La atención que reciben actualmente las teorías de los mundos
posibles es consecuencia de su uso por parte de la semántica lógica en el
tratamiento de los problemas del valor de verdad de los diversos tipos de
proposiciones. En la década del sesenta, Kripke esboza una dirección
teórica en la que intenta formular las condiciones de posibilidad de los
valores de verdad para los operadores modales de necesidad y
posibilidad, en las que el punto de convergencia eran las relaciones de
accesibilidad entre el mundo actual y los otros mundos posibles. Esta
problemática no está escindida de los intentos de explicación de la
22
En la filosofía de Leibniz el principio de continuidad y el de razón suficiente están
íntimamente relacionados con el de plenitud. Esta plenitud es la consecuencia de su
concepción del mundo de las esencias (o los “posibles”) y su relación con las existencias.
Leibniz supone que los posibles se caracterizan por su disposición a existir y que el
mundo resultante es aquél en el cual se realiza la serie máxima de posibilidades. Lo que
también puede ser pensado en los siguientes términos: todo posible que no sea
contradictorio, está destinado a existir; siempre que no haya obstáculos a su realización
todo posible se hace actual es decir siempre que haya una razón suficiente para que se
constituya hay un número infinito de mundos posibles pero uno sólo ha llegado a la
existencia. En la concepción de Leibniz ese mundo es el mejor tanto en sentido moral
como metafísico; es decir mejor significa el que es perfecto y también el más pleno. Es
como si de entre una infinita cantidad de posibles se constituyera el mundo que fuese
efectivamente el más real.
ficcionalidad desde la semántica lógica o formal, en esta perspectiva los
mundos posibles aparecen como una vía adecuada para el tratamiento de
las condiciones de verdad de las proposiciones ficticias.
La cuestión clave de todos estos desarrollos teóricos está ya en la
filosofía de Leibniz: la concepción de realidad o mundo actual, en su
caracterización definida y aproblemática, sigue siendo el elemento
regulador de modo más o menos manifiesto según sea el caso, pero
siempre imponiéndose como el modelo desde el cual se explicita todo
diseño de los mundos posibles.
Esto último también alcanza a Lubomír Dolezel, a pesar de que se
considera a sí mismo como contrario a toda semántica mimética; en su
reflexión los mundos posibles ficcionales son concebidos como
construcciones de la actividad textual con total autonomía en relación con
el mundo real. Pero, a pesar de ello, cuando postula la distinción entre dos
grandes clases de textos radicalmente diferentes entre sí: la de los textos
descriptivos y la de los textos constructivos, emerge de modo manifiesto
la jerarquía que le otorga al mundo actual en relación con los mundos
posibles ficcionales.
23
Dolezel, Lubomír. “Mimesis and Possible Worlds”, Poetics Today, Nº 9, pp. 475-496.
que los referentes que a partir de ellos se obtienen son reales.
Los modelos de mundo de lo ficcional verosímil, por su parte,
contienen instrucciones que no pertenecen al mundo real
efectivo, pero están construidas de acuerdo con éste; por
último, los modelos de mundo de lo ficcional no verosímil los
componen instrucciones que no corresponden al mundo real
efectivo ni están establecidas de acuerdo con dicho mundo. 24
Claro está que las palabras deben ser dichas "con seriedad" y
tomadas de la misma manera. ¿No es así? Esto, aunque vago,
en general es verdadero: constituye un importante lugar
común en toda discusión acerca del sentido de una expresión
cualquiera. Es menester que no esté bromeando ni
escribiendo un poema. Nos sentimos inclinados a pensar que
la seriedad de la expresión consiste en que ella sea formulada
—ya por conveniencia, ya para fines de información— como
(un mero) signo externo y visible de un acto espiritual
interno.25
29
Searle, John. "Reiterating the Differences: A Reply to Derrida", Glyph, 1977.
principio por su plausibilidad:
30
Derrida, Jacques. Limited Inc., Evanston, Northwestern U. P., 1988.
31
Genette, Gerard. Barcelona, Lumen, 1993.
los actos de habla del autor. Genette para cumplir con su propósito debe
llevar a cabo un recorte, deja de lado la ficción en primera persona o los
relatos homodiegéticos cuyos actos ilocutivos son los del narrador-
personaje. En la narración heterodiegética, en cambio, no hay marcas que
permitan establecer el origen del acto ilocutorio. Para Genette afirmar que
los enunciados de ficción son aseveraciones fingidas, de acuerdo con
Searle, no excluye que ellos sean al mismo tiempo actos de habla
indirectos que tienen por función producir una ficción; los considera como
formas de ofrecimiento a participar en un mundo ficcional: Imaginen
conmigo que había una vez un hombre escribiendo un artículo para una
revista literaria que... ésta sería una descripción más o menos adecuada
del acto de ficción declarado; pero también es habitual que este
ofrecimiento pueda estar implícito y no ser declarado, se da culturalmente
por adquirido y el acto de ficción toma la forma de una declaración. Las
declaraciones son actos de habla por los que el enunciador, que se haya
investido de un poder, ejerce esa acción sobre la realidad. Este poder
tiene carácter institucional como cuando un sacerdote dice "os declaro
marido y mujer". Según Genette, hay en el autor de ficción un acto
ilocucionario declarativo del tipo "hágase", en virtud de un poder creativo
demi-diúrgico. La convención literaria permite al autor poner en acto las
secuencias discursivas ficcionales sin solicitar acuerdo del lector
precisamente por este a priori: el derecho al hacer, al producir, al hágase.
De lo anterior es posible deducir las dificultades y
condicionamientos que supone la teoría de los actos de habla como
paradigma para especificar la ficcionalidad; sus limitaciones se ponen de
manifiesto especialmente porque las reglas y convenciones de aserción
que sirven para distinguir los usos serios de los no serios suponen un
reduccionismo del concepto mismo de lo verdadero. En toda
comunicación, los participantes no se adscriben de modo radical a la
verdad o no verdad de un enunciado; aparecen los matices de la opinión,
la creencia, la convicción, la adhesión.
Además, y vinculado estrechamente con lo anterior, el concepto
mismo de comunicación y situación comunicativa es muy distinto en la
pragmática conversacional que en las narraciones ficcionales. La
concepción que esa corriente teórica tiene del sujeto hablante y de la
situación actual "en presencia" del discurso que concibe, se adapta con
dificultad a la narración ficcional, que es estructuralmente una
experiencia en ausencia. En la narrativa ficcional participan la distancia, la
parodia, la ironía y el intertexto de modo tal que interfieren hasta hacer
imposible la determinación unívoca de la performatividad.
Del mismo modo, en relación con la capacidad figurativa del
lenguaje ficcional, la teoría de los actos de habla sobreimpone
restricciones y mandatos que reducen la actividad a una mascarada
evidente y burda, sin contemplar que las narraciones ficcionales, en
particular las literarias, han tematizado la problematización de los roles
que se intenta circunscribir quirúrgicamente.
La teoría de los actos de habla pretende definir la especificidad de
la ficción como dependiente de actos pragmáticos que son pensados
como un fenómeno de estatuto lógico-lingüístico, es decir la ficción
aparece como una secundariedad lógica.32
Landwehr33 establece una distinción entre "ficticio" y "ficcional".
"Ficticios" son todos aquellos objetos y hechos cuya entidad es modificada
intencionalmente, es decir, alguien le atribuye una modalidad distinta de
la que tiene vigencia en un determinado ámbito cultural. "Ficcionalidad"
refiere la relación del enunciado con los elementos constitutivos de la
situación comunicativa: enunciador, enunciatarios y ámbitos de
referencia, a condición de que al menos uno de estos elementos sea
ficticio, es decir intencionalmente modificado en su entidad normal.
Los enunciados ficcionales, reconoce Landwehr, no tienen marcas
semánticas o sintácticas que permitan distinguirlos como tales. Cualquier
enunciado y cualquier forma de actualización puede ficcionalizarse si uno
de los componentes de la situación comunicativa es ficticio. La
ficcionalidad es para Landwehr una magnitud relacional ligada a la
actualización de enunciados en una situación comunicativa en la que uno
de los constituyentes ha sido intencionalmente modificado por el
enunciador. La ficcionalidad es, pues, una categoría que se constituye
pragmáticamente. Para Landwehr, igual que en Searle y en Ohmann, la
especificidad de la ficción depende de la intencionalidad de un sujeto que
la configura en una actitud consciente y voluntaria.
Sin salir del marco de la teoría de los actos de habla, la revisión de
algunas variantes discursivas permiten dar cuenta de las limitaciones de
su propuesta de caracterización de la ficcionalidad. Austin señala que
para que un acto de habla sea serio se deben cumplir las siguientes
condiciones:
32
Rosa, Nicolás. El arte del olvido, Buenos Aires, Puntosur, 1990.
33
Landwehr,J. Text und Fiction, München, 1995.
A.1) Tiene que haber un procedimiento convencional aceptado que
posea cierto efecto convencional, dicho procedimiento debe incluir
la emisión de ciertas palabras por parte de ciertas personas en
ciertas circunstancias. Además,
A.2) en un caso dado, las personas y circunstancias particulares
deben ser las apropiadas para recurrir al procedimiento particular
que se emplea.
B.1) El procedimiento debe llevarse a cabo por todos los
participantes en forma correcta y
B.2) en todos sus pasos.
T.1) En aquellos casos en que, como sucede a menudo, el
procedimiento requiere que quienes lo usan tengan ciertos
pensamientos o sentimientos, o está dirigido a que sobrevenga
cierta conducta correspondiente de algún participante, entonces
quien participa en él y recurre así al procedimiento debe tener en
los hechos tales pensamientos o sentimientos, o los participantes
deben estar animados por el propósito de conducirse de la manera
adecuada, y, además,
T.2) los participantes tienen que comportarse efectivamente así en
su oportunidad.34
35
Para este tema ver Lafon, Michel. "Una escritura Atípica: la escritura en colaboración",
en Actas II Jornadas Rioplatenses, Instituto de Literatura Hispanoamericana, en prensa.
36
Barnet, Miguel. Biografía de un cimarrón, Buenos Aires, Cedal, 1977.
comprensión y fluidez, lo lleva a cabo Miguel Barnet, el entrevistador,
"copiando fielmente los giros de su lenguaje". Es decir: fingiendo
miméticamente, procedimiento propio de la poética realista. La
constancia explícita de esa intervención apunta a legalizar el artificio
confesándolo. Acaso Searle consideraría serio el procedimiento, puesto
que Barnet no finge que finge, a pesar de que es un artificio literario el
que le otorga a la narración la validez de su literalidad, de su verdad
designativa.37 (Ver apéndice “La verdad (co)rregida del testimonio”)
De los cuestionamientos que se desprenden al revisar las
propuestas de la pragmática de los actos de habla acerca de la ficción, a
modo de corolario, señalaré dos que considero incontrastables: en primer
lugar, el que surge de la lectura derridiana, lo cual produce un
desplazamiento de la jerarquía impuesta de actos serios y no serios, por la
consideración de la estructura iterativa de marcas como la condición de
posibilidad de todos los enunciados y, luego, que la instauración del
discurso en el que se engendra el sujeto de la enunciación, es
consubstancial a la ficción y, por ende, ésta se inscribe como dato
primario y no como forma posterior a la existencia de la realidad. 38
La escisión constitutiva que se da entre el sujeto de la enunciación
—agente de un acto situado e irrepetible que se produce por la puesta en
juego de una estructura de marcas iterativas— y, el sujeto del enunciado,
—en el caso de la escritura instancia de la letra, por lo tanto re-enunciable
en contextos intrínsecamente diferentes en cada oportunidad—, que en
ningún caso, afirmación absoluta, se recubren ni pueden ser considerados
idénticos ni tampoco co-referenciales, obliga a descartar la vía pragmática
para distinguir, o segregar, enunciados considerados no serios o
ficcionales como variante parasitaria.
Por una parte, dada la estructura de iteración, la intención que
anima toda enunciación no estará nunca presente totalmente a sí misma
y a su contenido; y, por otra, la diferencia y la brecha entre los sujetos de
la enunciación y del enunciado, el recurso de apelar a la teleología de una
conciencia que controle los efectos sistemáticos del lenguaje y asegure la
literalidad ostensiva, revela una exigencia dogmática de discriminación
que tiene por objeto institucionalizar la clausura de sentido como requisito
para enunciar la verdad.
37
Ver apéndice I “La verdad (co)rregida del testimonio.”
38
Rosa, Nicolás. Ob. cit.
Capítulo III
De la narración
La narratividad se caracteriza, más allá de la multiplicidad, acaso
inabarcable de sus manifestaciones, por su rasgo distintivo de
universalidad; no hay cultura alguna, ni sociedad ni pueblo, por distante
que sea su localización geográfica y por excéntricas que parezcan sus
tradiciones, que no disponga de un corpus de narraciones para constituir
y difundir los saberes tanto acerca de sí mismos como del mundo
conocido o desconocido.39
La capacidad narrativa puede ser pensada, a partir de ello, como
una modalidad privilegiada de la referencia. Pero mientras que la función
designativa del lenguaje refiere a objetos o sujetos en un determinado
estado, la narración refiere el cambio de un estado a otro, la mutación, el
devenir, la transformación. La única lógica posible para dar cuenta de ese
desplazamiento de la función designativa, instancia estática, a la función
narrativa, que refiere el tránsito, es una lógica fundada en la figuración,
es decir una tropología.
Toda narrativa es la articulación de dos dimensiones, por una parte,
la que constituye la referencia de los objetos y personas involucrados, y,
por otra, la dimensión configurativa, de acuerdo a la cual construye la
referencia al devenir. El tiempo figurado en una narración es un intervalo,
que, para constituirse como tal, exige la instauración de un comienzo que
no es nada, y que no tiene más objeto que el de ser un límite. 40 El gesto
narrativo tiene un primer movimiento que es el de referir el devenir
temporal como configuración, ese referir implica a su vez el segundo
movimiento, el de diferir. La narración es un artificio por el que el tiempo
narrado de un aquí y ahora, se desplaza a un allá, desde un punto cero
repetible infinitamente. Esa versatilidad de la narración que puede repetir
su comienzo interminablemente implica una relación tácita con algo que
no tiene lugar en el tiempo representado. La escritura narrativa impone
en la esceno-grafía temporal figurada una referencia a algo no-dicho y
que está más allá, un postulado cero, que permite marcar la posibilidad
39
Plantear la cuestión de la naturaleza de la narración es suscitar la reflexión sobre la
naturaleza misma de la cultura y, posiblemente, incluso sobre la naturaleza de la propia
humanidad. Es tan natural el impulso a narrar, tan inevitable la forma narración de
cualquier relato sobre cómo sucedieron realmente las cosas, que la narratividad sólo
podría parecer problemática en una cultura en la que estuviese ausente. White, Hayden.
El contenido de la forma, Barcelona, Paidós, 1992.
40
De Certeau, Michel. La escritura de la Historia, México, Universidad Iberoamericana,
1993.
del retorno de un pasado; el cero es la incisión que se abre a la
multiplicidad del injerto, sin ese cero la configuración de todas las
transformaciones que se dicen como devenir no se desplegaría. Por lo
tanto, la primera imposición convencional del discurso narrativo es
prescribir como comienzo lo que es punto de llegada; el final de los
sucesos narrados coincide con el principio de la narración y en la clausura
que impone la finitud del acto de narrar, se abre la instancia de repetición
infinita.
Ese no-lugar, esa nada inicial anuncia perpetuamente el retorno
insistente de un pasado del devenir que le es radicalmente ajeno. Ese
eterno retorno trastorna el mito en postulado de la cronología narrada,
que de modo indecidible ha desaparecido del relato para ser un supuesto
inevitable. Esta relación necesaria con el otro, con ese no-lugar mítico,
permanece inscrito en la representación del devenir temporal junto con
todas las transformaciones textuales de la genealogía. Para que la
narración se haga presente es preciso que ese cero no-representado pero
insoslayable y constitutivo autorice el sentido. Una cita de La Odisea
“Nadie sabe por sí mismo quien es el padre”, puede ser leída como una
cifra emblemática que registra alegóricamente ese dispositivo, que como
un advenedizo, siempre es exiliado del saber que determina y posibilita su
organización; aquello que no se dice es lo que permite que la escritura
narrativa repita indefinidamente su comienzo, siempre imposible de datar
porque es móvil, protocolo del despliegue sin que se lo pueda pensar
siquiera como pliegue.
Esa ausencia que es la que da comienzo a toda narración, instaura y
revela que la construcción temporal se basa en su contrario, no re-
significa el paso del tiempo al volverlo presente, sino que oblitera el no-
lugar para construir el sentido.
La narración articula la representación temporal como un intervalo
en el que el tiempo es figurado como si tuviera un comienzo, un medio y
un final, lo que implica otorgarle una determinada dirección y un orden
específico, además de aceptar, sea cual fuese la tipología genérica y la
pertenencia discursiva, la figuración de una concepción lineal del tiempo.
La afirmación de que el tiempo es lineal está en íntima relación con la
insoslayable sucesión del lenguaje, con el encadenamiento sintagmático
de los enunciados, que no tiene otra alternativa más que la linealidad.
El discurso narrativo que como un marco transporta la
representación del devenir temporal, necesita escindirse del tiempo que
pasa y olvidar su transcurso para imponer los modelos de entramado del
tiempo pasado. La narratividad implica la elección de un vector de
dirección tal que trastorne el sentido temporal que pretende representar,
invirtiendo su orientación e imponiéndole una doble clausura. La
ambivalencia del tiempo narrativo reside en la trama que no se puede
concebir como una designación denotativa sin apelar a la coacción de
algún decreto reglamentario, sino que expone en toda su amplitud los
dispositivos de la semiosis infinita propia de la construcción figurativa.
Toda narración es una figura que alude a la instancia de re-comienzo,
instancia que no es reconocible en términos de ostensión.
Frank Kermode41 caracteriza como ficciones a esos cortes que
otorgan sentido al devenir temporal en tanto que intervalos y propone
una micronarración como ejemplo. Para representar el ritmo constante del
mecanismo del reloj, nos servimos de una onomatopeya: "tic-tac" . La
diferencia entre los dos términos encierra un intervalo, una secuencia
rítmica. Las palabras designan la diferencia entre los dos hitos de esa
estructura rítmica. El "tic-tac" nombra el medio encerrado entre los
extremos, que constituye una unidad significativa que, repetida varias
veces, reproduce una cadena de segmentos discretos, designa lo que
mide el reloj.
Kermode señala:
41
El sentido de un final, Buenos Aires, Gedisa, 1983.
42
Ob. cit.
diferencia entre la trama del tiempo que corta el intervalo significativo y
discreto del "tic-tac" y la trama de una gran ficción narrativa, salvo la de
la extensión, esa condición abarca a cualquier clase de narración, ya sea
considerada ficcional o no.
En la concepción de Paul Ricoeur, la temporalidad no se deja decir
en el discurso directo de una fenomenología, sino que requiere
necesariamente un discurso indirecto. Su pensamiento, sintetizado en
términos amplios y generales, considera a la narración como el guardián
del tiempo en la medida en que no existiría tiempo pensado sino fuera
tiempo narrado.
La tesis central de Tiempo y narración expone que la temporalidad
es la estructura de la existencia que alcanza el lenguaje en la narratividad
y que la narratividad es la estructura del lenguaje que tiene a la
temporalidad como referente último. En su artículo “Tiempo narrativo”
plantea que el tiempo tiene naturaleza narrativa; 43 la lógica o la poética
en torno de la cual se integran las diversas partes que constituyen una
narración, producen un sentido que no puede ser deducido de la simple
suma de ellas. Una narración no se deja analizar por el significado parcial
de las oraciones que la componen. Un análisis de ese tipo no tendría en
cuenta la estructura más amplia del sentido, de carácter figurativo, que la
narración produce como un todo.
Ricoeur no anula la distinción entre ficción y narrativa histórica,
pero atenúa la separación entre ellas al insistir que ambas pertenecen a la
categoría de discursos figurativos y que comparten un referente último,
que no se establece a partir de un simple deslinde, sino que alcanza su
pertenencia en el entrecruzamiento de los objetivos referenciales de la
historia y de la ficción. Esto último significa un considerable avance sobre
las imposiciones que pretenden legislar la diferencia basándose en la
entidad de sus referencias para construir la oposición entre un discurso
fáctico y un discurso imaginativo.
Precisamente, dada su disposición narrativa, el discurso histórico se
asemeja a las ficciones literarias, tales como la épica y la novela, pero en
vez de entender ésto como una debilidad, Ricoeur lo piensa como una
necesidad compartida, puesto que la historia y la narrativa literaria
señalan figurativamente el mismo referente último, lo cual es una
afirmación de la entidad figurativa de todos los discursos que tienen a la
temporalidad como principio organizativo; por lo tanto, que no reflejan ni
43
Ricoeur, Paul. “Narrative Time”, Critical Inquiry 7, N° 1, 1980.
registran pasivamente un mundo terminado y completo, sino que
elaboran los materiales dados por la percepción y la reflexión
moldeándolos y produciendo algo nuevo. 44Borges, Jorge Luis. Obras
Completas, Buenos Aires, Emecé, 1989.
En Tiempo y narración45 Ricoeur desarrolla la teoría de que el
tiempo deviene humano en la medida en que está articulado sobre un
modo narrativo, y que la narración alcanza su plena significación cuando
deviene una condición de la experiencia temporal. Es decir, el único modo
de significar el paso del tiempo es a través de la narración. Pero el tiempo
no es una entidad que existe con independencia del hombre, ni que
consienta en dejarse aprehender desde afuera; no es una realidad dada
que se ofrezca a la contemplación de un sujeto. La idea corriente del
tiempo está fundada en el pasar, en el fluir, en el tránsito concebido como
inseparable de lo temporal. Y si el avanzar es el rasgo esencial del tiempo,
ha de pensarse como un venir que está condenado a irse, un venir que
apenas llega debe desaparecer. Lo venidero del tiempo nunca viene para
quedarse, sino para irse ...el tiempo subsiste pasando, afirma Martín
Heidegger.46 Por lo tanto, toda construcción discursiva que tenga a la
representación temporal como referencia participa de alguna formulación
tropológica, no existe posibilidad alguna de denotar el tiempo, el que,
llamativamente, siempre es concebido y mencionado en singular cuando
designa, en cambio, una noción inseparable del tiempo colectivo, que es
la con-fabulación de varios registros imaginarios del devenir. 47
Resumiendo, todo discurso narrativo se despliega sobre dos redes
de referentes, uno que comparte con todos los demás discursos, el de la
44
En la obra de Jorge Luis Borges son frecuentes las reflexiones en torno de la
imposibilidad de distinguir el discurso de la historia de la literatura, las siguientes citas
son sólo a modo de ejemplo:
“Robert Louis Stevenson (Ethical Studies, 110) observa que los personajes de un libro
son sartas de palabras; a eso, por blasfematorio que nos parezca, se reducen Aquiles y
Peer Gynt, Robinson Crusoe y don Quijote. A eso también los poderosos que rigieron la
tierra: una serie de palabras es Alejandro y otra Atila”. En Nueve ensayos dantescos.
“Pero la idea es la misma, la idea de que nosotros estamos hechos para el arte. estamos
hechos para la memoria, estamos hechos para la poesía o posiblemente estamos hechos
para el olvido. Pero algo queda y ese algo es la historia o la poesía, que no son
esencialmente distintas.” En Siete noches.
45
Ricoeur, Paul. Tiempo y narración, (tres volúmenes), México, Siglo XXI, 1996.
46
Heidegger, Martin. ¿Qué significa pensar?, Buenos Aires, Nova, 1958.
47
“Decimos siempre el tiempo. Si la fenomenología no proporciona respuesta teórica a
esta aporía, ¿puede dar una respuesta práctica el pensamiento de la historia, del que
hemos dicho que trasciende la dualidad del relato histórico y el de la ficción.” Ricoeur,
Paul. Ob. cit.
designación de sujetos u objetos, ya sea concretos o abstractos, ya sea
fácticos o imaginarios; y, otro, las diversas configuraciones que traman la
sucesión de los episodios en los que se involucran los primeros; a
diferencia de lo que ocurre con éstos, no hay posibilidad alguna de
distinción, las tramas son siempre imaginarias. La trama narrativa es una
construcción tropológica, una figura, que depende para su despliegue de
la característica esencial del lenguaje, su linealidad sucesiva. 48“Por lo
demás el problema central es irresoluble: la enumeración siquiera parcial,
de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de
actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que
todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo
que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el
lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.” Obras completas, Buenos
Aires, Emecé, 1974. Su mayor grado de artificio reside en la posibilidad de
desplazar ese intervalo significativo e insertarlo infinitamente en otros
contextos.
Para Paul de Man49 la mayor parte de los problemas que se
presentan al intentar especificar estas cuestiones surgen por la herencia
deformada del conjunto disciplinario del trivium, la lógica, la gramática y
la retórica. La tradición occidental ha privilegiado de tal modo las
relaciones entre la lógica y la gramática que se ha establecido una
jerarquía violenta en las relaciones globales entre los tres elementos, de
forma tal que la retórica ha quedado relegada a un espacio
suplementario. Este lugar dominante que se otorga a las relaciones entre
la lógica y la gramática provoca una doble derivación: ante todo, y desde
la perspectiva de la gramática, la única vía de comprensión de la
estructura del lenguaje será aquella que dependa exclusivamente de los
modelos proposicionales y, por lo tanto, las gramáticas de matriz
racionalista comprenden como significación lingüística sólo la que
depende del campo de posibilidad circunscripto por esos modelos; y
luego, como consecuencia de ello, el predominio de la lógica exhibe su
impronta en las ideas de significado y de verdad que se disponen para
operar, son la consecuencia de la gramática conformada como una serie
de proposiciones. En la cuestión del tiempo figurado por la narrativa, la
corolario más fuerte de tal situación emerge del enmascaramiento de la
48
En su cuento "El Aleph", Jorge Luis Borges da a leer emblemáticamente esa figuración:
49
Principalmente en Alegorías de la lectura, Barcelona, Lumen, 1990, y en Resistencia a
la teoría, Madrid, Visor, 1990.
serie antecedente-consecuente como dispositivo de representación
temporal en términos de un antes y un después lineal, que se pliega a las
exigencias de la linealidad discursiva fundada en la lógica proposicional.
La noción de causalidad, sea cual fuere la interpretación que se le
asigne en una teoría del conocimiento, siempre se refiere a una conexión
necesaria en el tiempo. Pensadas en términos corrientes, las acciones
humanas corresponden a una fecha o, al menos, es posible otorgarles
una precisa localización temporal, es decir, se instalan en una brecha que
está limitada entre un antes y un después, tienen su principio en un ahora
que ha sido precedido, e implícitamente preparado por lo sucedido en
ahoras pasados, extendiéndose luego hasta alcanzar su término dejando
lugar a ahoras futuros, y por lo tanto, cada una de estas fases consiente
en ser inscrita a un momento determinado del tiempo. Pero esa
separación de los ahoras en sucesivos momentos y su ordenamiento
relativo como series continuas no proviene de los entes del mundo, sino
del trato del hombre con ellos. El tiempo no se encuentra en las cosas,
sino que la propia índole de la temporalidad humana traza, diseña la
trayectoria temporal de las acciones y procesos. El tiempo fragmentado
por las fechas que puntúan y escanden las acciones y los procesos, no
pertenece a las cosas mismas, no puede ser aprehendido como una
exterioridad, ya que es la consecuencia de las acciones humanas que se
vuelven hacia los objetos del mundo. De este modo, el tiempo no es una
entidad que esté aguardando nuestra llegada para imponer un ritmo
determinado a priori. Ese tiempo, así pautado, siempre depende de la
conjunción de creencias que lo impongan como un modelo dominante.
No sería muy arriesgado afirmar que el paradigma dominante de las
creencias, que la mayoría de los discursos sociales toman para construir
sus criterios en torno a la representación temporal, sigue anclado en los
postulados de la dinámica de Galileo Galilei y en los desarrollos de la física
de Isaac Newton. El eje en torno del cual se organiza este pensamiento es
la relación causa-efecto, la cual se expresa matemáticamente por medio
de una ecuación lineal. En una ecuación de estas características, si están
determinados los valores iniciales de un fenómeno, se pueden especificar
completamente los valores intermedios o finales.
Para esta concepción, el tiempo es absoluto y universal, no se
modifica por la movilidad o los cambios de estado del observador, es una
suerte de telón de fondo o marco en relación con el cual se miden y
puntúan los acontecimientos. Albert Einstein demostró que la causalidad
es una ilusión, puesto que el espacio y el tiempo no están dados de modo
idéntico y absoluto para todos los observadores.
Desde la teoría de la relatividad resulta imposible concebir un ahora
universal, ya que del mismo modo que hay un aquí en constante
variación, hay un ahora que cambia constituido por cada observador.
De acuerdo con esto, la creencia tan arraigada de que ciertos
acontecimientos ocurren de manera objetiva queda trastrocada; la
ocurrencia de los acontecimientos es producto de la forma en que se los
observa. No hay tiempo universal, ya que no hay un ahora universal. La
relación de un acontecimiento con otros acontecimientos es problemática,
la formulación causa-efecto deja de ser obvia. En la teoría de la
relatividad, la definición del instante presente como lo que se extiende
entre dos puntos separados pierde todo su estatuto de seguridad, siempre
hay un margen de ambigüedad.
El modelo de un universo exterior en el que hay hechos autónomos
que nosotros observamos, deja de ser pertinente, no existe el
acontecimiento por una parte y su observador por la otra, ambos forman
una unidad marcada por la inestabilidad del principio de incertidumbre.
La teoría de la relatividad expone la dificultad de definir el momento
presente entre dos puntos separados, el principio de incertidumbre
establece que el momento presente no puede determinarse con absoluta
certeza.
Kurt Gödel plantea que hay limitaciones inevitables para el
conocimiento, puesto que más allá de un cierto nivel de complejidad
existen límites intrínsecos a un sistema lógico, si este es un sistema
coherente. Inevitablemente, habrá afirmaciones ciertas que no tendrán
posibilidad alguna de demostración, o afirmaciones que no puedan
verificarse, ya sea en su verdad o en su falsedad, dentro de dicho sistema
por medio de sus reglas y axiomas con el objetivo de contemplar
situaciones no previstas sólo posterga el problema que volverá a aparecer
en otros casos.
El teorema de la incertidumbre de Werner Karl Heisenberg y el
teorema de Gödel han demostrado, en primer término, que en el mundo
físico la causalidad es problemática; luego, que la formalización nunca
puede ser considerada completa y, finalmente, que toda observación es
modelada por los supuestos a partir de los cuales se lleva a cabo. Si el
futuro de un acontecimiento solamente puede estar determinado en un
espacio definido de incertidumbre, entonces, la idea que rige el orden de
la ciencia moderna es la de la posibilidad. Una consecuencia es que la
historia no puede ser pensada en términos de necesidad ni de azar sino
que cada presente avanza por terrenos cuya forma general se conoce,
pero cuyos márgenes son inciertos y de difícil trazado. De esta manera, el
determinismo, en el sentido de que el presente determina el futuro y
contiene el pasado, es una propiedad de la realidad considerada en su
conjunto. Pero la operación de asilar fenómenos para observar y describir,
está sometida al riesgo de no advertir su aleatoriedad.
Resumiendo, sólo el universo total contiene la información necesaria
para la aplicación rigurosa de leyes o axiomas físicos, pero ese universo
es inescrutable al conocimiento del hombre; por lo tanto, la noción de
efecto inalterable debe ser sustituida por la noción de efecto probable.
René Thom en su teoría de las catástrofes da un lugar privilegiado a
la metáfora. Reivindica en su reflexión la capacidad de intuir en términos
globales una situación a la que el pensamiento tradicional dependiente de
un inventario restringido difícilmente tuviera acceso. Concibe el mundo de
la naturaleza como un gran catálogo de posibilidades que nacen, entran
en conflicto entre sí y mueren, sucediéndose en continuo devenir; tales
cambios aparecen marcados por la discontinuidad, aunque provocados,
paradójicamente, por modificaciones no previstas: las catástrofes. Esa
teoría, que el propio Thom define como una teoría de la analogía, se
configura en torno a una apelación al campo de las entidades imaginarias,
virtuales, que podrían existir pero que no existen fácticamente. El
problema, pues, no radica en describir la realidad, sino en otorgarle
sentido a lo que nos sorprende de un conjunto de hechos, partiendo del
presupuesto de que para lo sorprendente a menudo no hay designación
denotativa, pues su emergencia pone en conflicto los cuadros
conceptuales establecidos y los sistemas de valores que lo sostienen.50
A partir de lo anterior, las modalidades de construcción de la verdad
fundada en la representación del devenir temporal por discursos que se
50
En Parábolas y catástrofes, Barcelona, Metatemas, 1985. Entrevistas a cargo de Giulio
Giorello y Simona Morini, René Thom dice: “Creo que en cierto sentido la teoría de las
catástrofes podría entenderse como una primera sistematización, bastante general de la
analogía... No ha habido una auténtica teoría de la analogía después de Aristóteles,
mientras la teoría de las catástrofes permite abarcar la analogía en muchas formas. La
analogía por ejemplo, sobreentiende, en cierto sentido, las categorías y las funciones
gramaticales: cuando se definen las grandes categorías gramaticales, como el nombre o
el verbo, lo que crea la unidad de las categorías es precisamente un cierto tipo de
analogía. El verbo describirá, en general, un proceso en el tiempo; el nombre, a su vez,
describirá un objeto atemporal. Ya en la definición de las grandes categorías
gramaticales opera una cierta teoría de la analogía que yo me esfuerzo en explicitar,
haciendo, donde es posible, consciente lo que actúa en una forma no consciente en los
mecanismos de la analogía.”
proclaman como legitimadores de la trasmisión de saber serio, aparecen,
cuanto menos, cuestionados en sus postulados, en particular en su
pretensión de denotar literalmente los objetos y procesos sobre los que
producen conocimiento, que exponen en series argumentativas que
tienen en la causalidad su fundamento último. La linealidad del tiempo
que se construye a partir de esos protocolos y que se despliega en la
inevitable sucesión del lenguaje como principio constructivo, es sólo un
modelo, entre otros posibles, que se funda en el acoplamiento
privilegiado de la articulación causa-efecto. En otros términos, esa
perspectiva es dependiente de una filosofía de la conciencia que tiene
como matriz la relación sujeto-objeto, es decir, la de un observador
situado frente al mundo; la perspectiva en la que pretendo situarme
implica la descentralización de todo recurso a una instancia
extramundana, por lo tanto de un sujeto transcendental, pienso en un
sujeto participante en la constitución de sentido inherente a dicho mundo.
La degradación de la retórica como un saber que se apoya sobre el
lugar central de las figuras y los tropos y que no admite diferenciaciones
entre las formas de validez racionales y las metafóricas, es el eje
fundamental de una tipología de los discursos que apunta a controlar la
constitución de los valores de verdad y certeza en torno a algunos
discursos en detrimento de otros. Los discursos que aparecen legitimados
para producir saber en términos de verdad son aquellos que pueden
controlar efectivamente la semiosis infinita de las figuras retóricas,
aquéllos a los que se les impone un tope, un límite al proceso de
significación.
Cuando se confrontan las narraciones que pertenecen a la historia
—que son el paradigma de las narraciones con pretensión de verdad, que
conllevan la imposición subyacente de lo real y, asimismo,
fundamentadas en los principios de la exposición racional del los
acontecimientos— con las narraciones imaginarias, de las que las
literarias son a su vez el paradigma, no es posible señalar ningún rasgo
específico, ninguna característica indudablemente distintiva, salvo las que
derivan de la referencia fáctica y de la enunciación fingida, que ya hemos
desconstruido.51“La primera es que si la materia de que se trata la historia
reside por fuerza en el pasado y ese ser en el pasado de los hechos le
51
Noé Jitrik en Historia e imaginación literaria, Buenos Aires, Biblos, 1995, señala a partir
de la idea de escritura las modalidades comunes de figurar la representación temporal
en la historia y en la novela histórica:
confiere un carácter obviamente temporal —en cierto modo la historia es
la ciencia del tiempo, algo así como una física de la sociedad— la novela
histórica, a causa del carácter espacializante que tiene la escritura
(ordenar las imágenes, situarlas en un aquí, en un allá, antes unas que
otras, más arriba o más abajo, sin contar, incluso, con el hecho básico de
que las palabras ocupan espacio y, sobre todo, porque lo que las palabras
entrañan, implican y significan también se organiza espacialmente, en
ocupaciones virtuales o reales, simbólicas o alusivas), podría ser un
intento por espacializar el tiempo: tomar un tiempo concluido y darle una
organización en un espacio pertinente y particular. Por supuesto es una
ilusión, como toda voluntad de espacializar el tiempo, pero esa ilusión —y
en eso consiste la respuesta— crea un objeto reconocible, identificable.
Pero hay algo más en lo ilusorio: la historia misma, como recinto del
tiempo pasado, porque lo hace con palabras que refieren, también
espacializa, los hechos temporales vienen ya espacializados.”
Toda narración, en sentido amplio todo texto, puede ser incluida en
uno o varios géneros, lo que no significa que esa asignación imponga una
pertenencia. Una tipología genérica de las narraciones fundadas en la
entidad de una referencia y que no considere a su vez la entidad de la
trama que figura el decurso temporal, la cual nunca está dada sino que
pertenece al orden de la imaginación, implica que la marca genérica, el
efecto del código, sea una imposición jurídica. La marca genérica
discrimina el corpus de las narraciones, pero nunca forma parte
constitutiva de los ejemplares de ese corpus; la inclusión o exclusión de
las narraciones en un orden u otro dependen de una cláusula que desde
afuera impone la legalidad del sentido. Lo que administra esa topología es
un cierre, una clausura, algunas narraciones para producir efectos de
verdad deben necesariamente cancelar la semiosis. Las narraciones
históricas, las que narran una verdad cierta y precisa, portan una marca
genérica, un cerramiento, son identificadas con un tipo de nominación
que excluye la tropología o que la acepta moderadamente; están
sometidas a la ley del código que a su vez participa de la jerarquía que la
gramática y la lógica tienen sobre la retórica. Lo que la narrativa histórica
literalmente informa sobre los acontecimientos es que estos acaecieron
fácticamente, pero al disponerlos en una serie sucesiva, al ordenarlos en
secuencia debe apelar necesariamente a una figuración temporal
otorgándoles un orden y una significación producidos por ese proceso
tropológico.
Tanto la narrativa histórica, que tiene la pretensión referencial de la
verdad, como la narrativa de imaginación, tienen un referente común: el
carácter temporal de la existencia. El dispositivo retórico compartido por
ambos es la trama, a partir de la cual los acontecimientos singulares y
dispersos alcanzan unidad e inteligibilidad a través de lo que Ricoeur
llama la síntesis de lo heterogéneo. En tal sentido Paul Veyne señala lo
siguiente:
52
Veyne, Paul. Cómo se escribe la historia. Foucault revoluciona la historia, Alianza,
Madrid, 1984.
acontecimientos puede ser dispuesto de diversos modos, puede ser
contado desde diferentes estructuras de relato. Los acontecimientos de
que se trata no tienen sentido si no son reunidos, articulados en torno a
una unidad que le otorgue inteligibilidad y sentido de devenir temporal, es
la elección de la modalidad de relato y su imposición a los
acontecimientos lo que le otorga significación temporal. Es posible
plantear que las tramas tienen una función dominante en la producción de
sentido y que la organización discursiva de las narraciones no depende
tanto de leyes causales como de argumentaciones derivadas de tramas
cuyos modelos distintivos provienen de la literatura.53
La distinción entre historia y ficción sólo se sostiene si no se
replantea el problema de la referencia, si no se admite que la narración
produce sentido temporal en orden a la competencia de los lectores para
reconocer un relato como una disposición que tiene un principio y un fin y
que esa disposición significa el devenir temporal y que, además, ese
entramado remite perpetuamente a un no lugar como instancia de la
repetición; la trama es una figuración retórica y el dispositivo dominante
de esa figura es la iterabilidad infinita.54
53
El museo es el espacio institucional emblemático en el que se conserva la memoria
certificada por documentos, restos de monumentos, testimonios que avalan la verdad
del pasado. Para Ralph Appelbaum diseñador de museos, se impone la necesidad de
otorgar otro modo de disponer los materiales exhibidos; en su concepción el Museo del
Holocausto en Washington no es una exposición de objetos:
“Los nuevos museos están dedicados a contar historias, se basan en la narrativa, como
en un libro y el visitante avanza por la narración a través de una secuencia de
experiencias, y cuando termina es como si hubiera ido al teatro, salvo que la historia que
aprende fue verídica a diferencia de lo que vemos los fines de semana. La lucha por los
muesos interpretados consiste en encontrar la manera de atraer públicos, porque los
públicos son normalmente atraídos al cine, a la TV, al entretenimiento. Por eso hoy los
museos están usando algunas de las técnicas de la industria del espectáculo, a través de
medios de comunicación, videos, computadoras, CD-Rom, y grandes fotos, palabras y
objetos. Y lo mezclan todo en lo que podríamos llamar una arquitectura de información.
Una arquitectura que hace que, en vez de sentarse en una silla, o frente a una
computadora, usted camine.” Entrevista de Jorge Halperín en Clarín, 28 de setiembre de
1997.
54
En cuanto narrativa, la narrativa histórica no disipa falsas creencia sobre el pasado, la
vida humana, la naturaleza de la comunidad, etc; lo que hace es comprobar la capacidad
de las ficciones que la literatura presenta a la conciencia mediante su creación de pautas
de acontecimientos “imaginarios”. Precisamente en la medida en que la narrativa
histórica dota a conjuntos de acontecimientos reales del tipo de significados que por lo
demás sólo se halla en el mito y la literatura, está justificado considerarla como un
producto de allegoresis. Por lo tanto, en vez de considerar toda narrativa histórica como
un discurso de naturaleza mítica o ideológica, deberíamos considerarla como alegórica,
es decir como un discurso que dice una cosa y significa otra. Así concebida, la narrativa
configura el cuerpo de acontecimientos que constituyen su referente primario y
transforma estos acontecimientos en sugerencias de pautas de significado que nunca
podrían ser producidas por una representación literal de aquéllos en cuanto hechos.
White, Hayden. Ob.cit.
Al arribar a este punto, no resulta muy arriesgado concluir que la
narración es una exhibición desaforada de que el sentido constituye la
referencia; la narración aparece, entonces, como un ejemplo
paradigmático de que la condición de posibilidad de producción de sentido
del lenguaje sólo es concebible sobre el presupuesto de un mundo, cuya
inteligibilidad está siempre dada y es compartida por aquéllos, que sobre
ese presupuesto, se comunican. La aperturas lingüísticas al mundo son
inconmensurables, lo que convierte a la verdad en una magnitud relativa,
dependiente de una configuración de sentido previa que las hace posibles
en cada ocurrencia.
La tan difundida fórmula “no-ficción”, que pretende establecer una
categoría genérica para aquellas narraciones que apelan a
procedimientos literarios para relatar sucesos reales, acaso pueda ser
leída como un fallido epistemológico, habida cuenta de que la negación
del prefijo no es una indicación de que lo supuesto para la comprensión
de la fórmula es el sentido de la ficción y que desde un punto de vista
genético, ficción es la noción comprensiva a partir del cual se deriva la
restricción impuesta. Digo fallido epistemológico, puesto que la insistencia
en el uso de esa denominación afirma lo que pretende negar.
Capítulo IV
Más allá de la ficción
La revisión de las líneas teóricas que se proponen constituir de manera
más o menos precisa la especificidad de la ficción, más que alcanzar ese
objetivo parecen perseguir una noción indeterminada y preteórica y, por
lo tanto, desprovista de toda pertinencia, salvo la que consiste en
componer un ghetto con todo aquello que obstruye la clausura de la
semiosis figurativa.
La endeblez teórica manifiesta de la referencia directa, o de la
posibilidad de una denotación transparente, impide construir sobre ese
eje una distinción estable entre dos espacios discursivos bien
diferenciados a partir de la pertenencia o no del rango ficcional.
Los intentos de distinción que tienen como matriz a la teoría
pragmática de los actos de habla resuelven las aporías que la
ficcionalidad les presenta recurriendo a la intención del enunciador, es
decir sus desarrollos implican una regresión que explica el sentido en
términos de conciencia volitiva del sujeto emisor.
En el primer caso, la extensión referencial en la que se fundan se
vuelve inaceptable por la pérdida del privilegio que tenía la realidad como
exterioridad objetiva, que determinaba la garantía última del estatuto
epistemológico y ontológico del texto. En el segundo, la fragilidad teórica
que supone tomar como principio ordenador la intención, se manifiesta en
la rigidez e inadecuación de la tipología de cada uno de los planteos, más
allá de la sofisticación con que a menudo se presentan.
En cuanto a la narración, que es el espacio discursivo sobre el que
las prescripciones imponen un mayor rigor de control, la tipología
distintiva sólo puede ser impuesta por mandatos institucionales o por
posturas doctrinales, que a menudo recurren a planteos morales con el
objetivo de salvar la verdad.
Esta imposibilidad de fijar límites precisos que establezcan la
diferencia entre los discursos ficcionales y no ficcionales, implica la
exigencia de superar el "a priori" que sanciona a las ficciones como
manifestaciones anómalas o desvíos de los demás discursos serios o con
valor de verdad.
La notable preocupación que la cuestión trae consigo, —revelada en
la multiplicidad y diversidad de los asedios que se manifiesta en el
considerable aumento, especialmente en los últimos años, de la
bibliografía sobre el asunto—, hace que su tratamiento afecte a gran
parte de los discursos teóricos contemporáneos, instalando la
ficcionalidad como un tema clave.
Mi trabajo se inscribe en el cruce de un doble propósito por una
parte, exponer la debilidad de criterios en extremos reductivos que
pretenden someter a control a un concepto con una genealogía tan
compleja como es la de la ficción, y, por otra, promover un
desplazamiento, que abomine de banalizaciones y rigideces, a los efectos
de contribuir a la apertura de una reflexión teórica que supere el
dogmatismo y los componentes doxáticos de los principios que aparecen
como puntos de partida obligados.
Sobre el lugar reservado a la ficción como término anómalo de una
jerarquía violenta que le impone restricciones y límites, es posible
provocar el desplazamiento antes mencionado para pensar a los discursos
ficcionales no como una variedad parasitaria o desviada, sino como la
condición de posibilidad de cualquier discurso, lo que implica
desestabilizar asimismo los parámetros que constituyen las bases de la
discriminación.
La genealogía de ese desplazamiento puede filiarse en el prefacio a
Un coup des dés, en el que Stephan Mallarmé establece la relación entre
ficción y poesía, con rechazo a la concepción de la ficcionalidad pensada a
partir de la dupla imitación/representación, que es endeble por la
exigencia de una presencia pura o esencialidad 55. Como señalamos más
arriba, esto implica el desmontaje del dominio del imitado sobre el
imitante, dominio fundado en la preeminencia del primero sobre el
segundo, en la anterioridad temporal de aquél sobre éste y la posibilidad
de discernir de manera absoluta entre cada uno de ellos. El gesto
mallarmeano reconoce la entidad de la ficción como concepto relevante,
pero desvinculándolo de sus servidumbres con la enunciación y con la
representación.
Calle-Gruber56, retomando el intento mallarmeano de entender la
ficción al margen de la representación, reivindica la exclusiva textualidad
de la ficción, estableciendo la tensión entre dos polos de verosimilitud, el
verosímil referencial —que consiste en las diversas modalidades de
adecuación al referente extratextual— y el verosímil lingüístico. La
hegemonía de uno u otro polo establece el registro diferencial del texto,
pero es preciso señalar que la tensión entre ambos se establece sobre el
presupuesto de la inadecuación del lenguaje como expresión.
Michael Riffaterre57, en una línea muy cercana, define la ficción
como el triunfo de la semiosis sobre la mímesis. En su planteo considera
la referencialidad exterior como una ilusión, por cuanto no hay posibilidad
de representación que no remita a figuraciones verbales presentes en el
texto.
El desplazamiento que estoy proponiendo, del que hemos esbozado
una breve alusión genealógica, implica el reconocimiento de que en el
actual estado de los estudios teóricos la ficción como tal, es un concepto
sonámbulo. Por lo tanto, la propuesta de pensarlo como la condición de
posibilidad de todos los discursos puede agotar su impulso si queda
enredada en un debate en el que la ficción aparece como una noción
indeterminada y restrictiva. Se impone, entonces, desde mi perspectiva
la necesidad de abrir un espacio teórico superador de los reduccionismos
sedantes, un más allá de la ficción.
La red de imposiciones que los debates han tejido en torno a la
cuestión de la ficcionalidad exhibe de manera velada en algunos casos, de
55
Mallarmé, Stephan. Oeuvres complètes, París, Gallimard, 1945.
56
Calle-Gruber, Mireille. L'effet-fiction. De la l'illusion romanesque, París, Nizet, 1989.
57
Riffaterre, Michael. Fictional Truth, Baltimore, Johns Hopkins U.P., 1990.
manera manifiesta en otros, que toda vez que se aborda la problemática
acerca de la ficción como telón de fondo confrontan concepciones de la
relación lenguaje-mundo diferentes y a menudo antagónicas. La apertura
a un más allá de la ficción implica el reconocimiento de que la
ficcionalidad es un punto nodal en torno al cual convergen problemáticas
diversas elaboradas desde una pluralidad de discursos; lo que está en
juego compromete una dimensión fundamental del lenguaje, la que tiene
que ver con la configuración del mundo y del sujeto. En toda tipología,
que reserva para la ficcionalidad una posición degradada, es posible
advertir un modo de ejercer un límite a la capacidad de semiosis de
lenguaje. La ficción es el término a subsumir puesto que los discursos
ficcionales aparecen como la exhibición desaforada de las posibilidades
figurativas del lenguaje. Es este aspecto el que no se debe perder de
vista, la asignación de anomalías o los diagnósticos de parasitarismo
segregan a los discursos ficcionales para controlarlos, lo que implica de
modo simétrico asegurar la designación de la verdad como clausura de la
semiosis infinita.
Un desplazamiento que nos coloque más allá de la ficción no
produce la igualación de los discursos, la pérdida de la diferencia, la
imposibilidad de toda designación que no sea imaginaria, las hace más
viables, puesto que superados los mandatos institucionales que
implicaban un sofocamiento de la ficción —exigencia obligada para
controlar los puntos de fuga de la figuración del lenguaje— pensar los
rasgos constitutivos de la ficcionalidad como condición de posibilidad de
todos los discursos, entonces, habilita una reflexión libre de dogmatismo
reduccionista.
Sitúo el punto de partida en las condiciones a partir de las cuales
algunos discursos restringen la semiosis y articulan una designación
rígida, en esta perspectiva ya no hay una asimilación entre referir e
identificar, sino que se apunta a explicar la referencia como una
designación rígida, es decir una designación que desde el propio discurso
establece las restricciones significativas58.
Para introducir este importante cambio de perspectiva, que esta
teoría de la referencia trae consigo en relación con la teoría tradicional, es
necesario distinguir entre el uso atributivo y el uso referencial de los
enunciados.59
58
Tomo este concepto de Saul Kripke.
59
Donnellan, Keith. "Reference and Definite Descriptions" en Schawartz, S. P.
En esta misma dirección, Putnam señala que el uso de términos en
algunos discursos científicos ocurre como si los criterios asociados no
fueran condiciones necesarias y suficientes sino más bien
caracterizaciones aproximadamente concretas sobre un mundo de
entidades independientes de la teoría 60. Con esta distinción, Putnam no
está discutiendo la exactitud o grado de aproximación que empíricamente
tienen los términos cuando son introducidos, sino que apela a una
distinción entre el uso que de ellos se hace en determinados discursos.
Por lo tanto, no se trata de que una definición o una aseveración se
constituya como un sinónimo de la descripción, el enunciado es usado
rígidamente para referir a cualquier cosa que comparta el significado
literal, el mismo discurso construye las condiciones de ese uso rígido, lo
que implica un recorte de la configuración atributiva, es decir de la puesta
en juego de la semiosis interminable. Esto supone la consideración de
dichos usos como casos particulares y no como el canon modélico,
asegurando así la posibilidad de establecer los rangos de diferencia
epistemológica para el saber producido por los discursos.
El modo en que participa este gesto en la articulación de los
enunciados, las marcas que indiquen su inserción pragmática y su
pertenencia a formaciones discursivas, están en la base de una tipología
que habilita la distinción significativa.
En el caso de las narraciones, que son las variantes discursivas
sobre las que han recaído con más fuerza las imposiciones doctrinarias,
esta distinción aparece como superadora de la dicotomía ficción-no
ficción, en la que, paradójicamente, no hay otro modo de designación de
los usos rectos o serios que la negativa del término degradado .
Un desplazamiento en el orden teórico que nos ponga en un más
allá de la ficción, supone el abandono de una noción indeterminada,
cuyos rasgos distintivos sólo pueden ser señalados como mandato jurídico
o ético, que discrimina y segrega variantes discursivas atribuyéndole
características que son propias de todos los discursos.
Epílogo provisorio
En el curso de mi exposición me he referido a la ficcionalidad en sentido
amplio y, en la medida que me ha sido posible, he limitado mis menciones
Del testimonio
La simple mención del término “testimonio” provoca una serie de
encadenamientos de sentido que exhiben la complejidad de su
significación y el modo en que se estratifican y vinculan sus diversas
acepciones.
En primer lugar, testimonio designa la acción de testimoniar, es
decir, de reponer con el relato acontecimientos vistos u oídos. El testigo
es quien trae a la escena presente con sus palabras lo que ha visto u oído
con anterioridad; por lo tanto, transforma lo percibido en narración: todo
testimonio consiste en el pasaje de lo percibido a lo dicho. En tanto
narración que repone sucesos acaecidos, configura una correspondencia
dialógica, implica a quien narra y a quien escucha lo narrado. Por su
especificidad discursiva, se despliega en la tensión entre el relato del
testigo y la confianza asumida por su escucha acerca de la certeza de sus
dichos.
Todo ello es consecuencia de un complejo juego de deslizamientos
desde la escena original del testimonio, que es el proceso judicial, al
discurso corriente. Y, lo que distingue el acto de testimoniar de cualquier
transmisión de conocimiento, de información, de la simple constancia o de
la exposición de una cuestión teórica, es que alguien se compromete a
relatar para otro un suceso que presenta como testigo, por lo tanto como
único e irremplazable; esta característica singular lo hace intransferible.
De lo que se infiere una cuestión insoslayable: su resistencia a la
traducción. El testimonio, que por principio constitutivo debe estar unido a
una singularidad y a la marca intransferible de una memoria idiomática,
corre el riesgo de perder su peculiaridad frente a la traducción, aún en la
circunstancia misma de entregar su sentido. Un testimonio maleable a las
operaciones de traslado propias de la traducción ¿puede ser todavía
testimonio?
Asimismo, no hay otra opción para quien lo recibe de creer o no
creer, puesto que la verificación o la transformación en prueba forman
parte de un espacio distinto, heterogéneo al de la instancia testimonial
propiamente dicha. La acción de testimoniar supone, además, una
relación necesaria con la justicia como institución, con el tribunal como
escenario privilegiado, con los abogados y el juez como partícipes y,
fundamentalmente, una acción que los involucra a todos, la de litigar, es
decir, la confrontación entre demandantes en un proceso. En otros
términos: un proceso es la pugna entre dos historias de “verdad”; así, el
testimonio es la instancia que interviene en una acción de justicia que
apunta a dirimir una discrepancia entre partes. Por lo tanto, testimoniar
es atestiguar que se vio u oyó un acontecimiento y para ello el testigo
debe comprometerse con un juramento ante el tribunal que recibe su
relato con el objetivo último de administrar justicia.
Estos rasgos, que hemos especificado a partir de una acepción
restringida del término “testimonio”, son susceptibles de una
generalización promovida por los desplazamientos analógicos que
configuran el sentido de las palabras testigo y testimonio en el discurso
corriente; en efecto, el proceso judicial como situación del discurso se
constituye en modelo de relaciones codificadas de manera más laxa y
flexible por los hábitos sociales, en las cuales aparecen implicados los
componentes distintivos de ese proceso.
Así, es posible advertir que la idea de testimonio trae aparejadas las
de discrepancia y parte: puesto que sólo se hace necesario atestiguar
cuando hay disputa entre partes que confrontan una contra la otra, todo
testimonio puede ser inevitablemente visto desde una doble perspectiva:
testimoniar a favor de una parte es, correlativamente, testimoniar en
contra de la otra. Asimismo, esto exige reflexionar sobre la instancia
constitutiva de quien oficia como testigo, puesto que nadie puede
remplazar a otro como testigo, si no se puede testimoniar por el
testimonio de otro sin quitarle a este último su valor de testimonio; la
cuestión que se plantea es la exigencia de que el testimonio sea en
primera persona, forma que no es sólo gramatical, sino
fundamentalmente discursiva.
Finalmente, hay aún otro aspecto que especificar: testimoniar por
alguien supone no sólo en favor de alguien sino básicamente ante un
tercero que se convierte en el destinatario. Esto remite a otra de sus
características distintivas: aquellos que reciben la palabra del testigo, el
juez o el tribunal, supuestamente neutros y objetivos, están habilitados
solamente para ese papel, por lo tanto las relaciones entre testimoniante
y escucha son irreversibles. De todo esto, podemos inferir que la
capacidad del proceso judicial para constituirse en modelo de situaciones
sociales de variado orden, reside principalmente en que los conflictos
humanos no pueden decidirse en torno de un absoluto necesario que no
ofrezca lugar a dudas y, por lo tanto, de certeza inconmovible sino que se
dirimen por lo probable, que solamente se puede alcanzar en la
confrontación de opiniones.
En suma, el testimonio adquiere todo su valor en el espacio de un
debate entre posiciones adversas. Es así que toma su sentido más amplio
y corriente no como categoría específica del discurso jurídico sino como
una trasposición analógica puesto que sus características constitutivas le
otorgan su poder de generalización.
Uno de los componentes primordiales del proceso judicial, que se
desplaza a otros espacios discursivos, es que el objetivo final de la
confrontación debe desembocar en una decisión de justicia. Por eso, todo
testimonio es un acto que se produce en una escena en la que se dirimen
posiciones encontradas que pretenden un veredicto. El desplazamiento
traslada asimismo un rasgo específico: en su condición de enunciación
jurídica, el testimonio puede ser rebatido tanto por la negación de los
hechos alegados como por otras circunstancias que debiliten o atenúen
las certezas que promete. Este rasgo, de poder ser invalidado, es
generalmente sometido a olvidos y tergiversaciones, puesto que se tiende
a homologar testimonio y verdad, cuando el testimonio es tan sólo una
instancia de la prueba pero, por fuerza, no la verdad establecida. De esto
es posible desprender que todo testimonio se inscribe en una etapa
intermedia que tiene como punto de partida una discrepancia y como
objetivo final un dictamen autorizado.
Aristóteles lo consideraba como un elemento de la teoría de la
argumentación; por esta razón en la primera parte de El Arte de la
Retórica al referirse a las pruebas, las considera como medios de
persuasión propios del género deliberador, del género judicial y del
género epidíctico. En relación con ello Paul Ricoeur señala:
61
Ricoeur, Paul. Texto, testimonio y narración, Santiago de Chile, Andrés Bello, 1983.
Aristóteles en El Arte de la Retórica establece un punto de convergencia
entre la argumentación retórica con el pensamiento poético en torno de la
verosimilitud como un tema común a ambos. En El Arte de la Retórica,
Aristóteles define el discurso oratorio como un arte que tiene por objeto
no lo verdadero sino lo verosímil. El énfasis con que Aristóteles señala que
el discurso “parezca apropiado” y su concepción de que el arte retórico
está relacionado no con la verdad sino con la apariencia de verdad,
permite pensar El Arte de la Retórica no como un tratado que estudia las
relaciones del discurso con los referentes sino de las modalidades a partir
de las cuales el orador persuade al tribunal acerca de la validez de esa
relación 62.
Aristóteles considera a la narratio como función retórica de lo
verosímil en la que el orador selecciona, ordena, dispone las acciones de
acuerdo con el fin propuesto:
62
Aristóteles, El arte de la Retórica, Buenos Aires, EUDEBA, 1966. Todas las notas que
siguen corresponden a esa edición.
la justa medida.63
63
Aristóteles. Ob. cit. 1416, b.
64
Quintiliano, Instituciones Oratorias, Madrid, Viuda de Hernando, 1987.
Será verosímil la narración si primero consultamos nuestro
ánimo para no decir cosa que se oponga a la naturaleza, si
insinuaremos de antemano los motivos que hubo para suceder
las cosas que contamos, no de todos, sino de aquellos que se
pretende averiguar. Si pintamos las personas con aquellas
propiedades que hagan creíble el hecho, v.gr. al reo del hurto,
codicioso; al adúltero, deshonesto y temerario al homicida y al
revés si defendemos. Las circunstancias de lugar y tiempo han
de cuadrar igualmente.
Hay también cierta serie y enlace de los sucesos que los hace
creíbles como sucede en las comedias y mimos. Pues hay
ciertas cosas que naturalmente son consecuencias unas de
otras, como, por ejemplo, si hubiéramos contado lo primero
con verosimilitud el juez esperará lo que sigue después.65
65
Quintiliano, Ob cit.
encuentro entre dos órdenes cuyas lógicas son disímiles. Esta aseveración
no clausura el debate, sino que participa de él, ya que la insistencia
acerca de los procedimientos discursivos que garantizan una fidelidad al
mundo constituye una postura extendida en el tiempo y en la variedad de
perspectivas que la sostiene.
Los discursos y el mundo, dos redes de relaciones lógicas que no se
recubren; justamente porque no se recubren se plantea una tensión que
emerge en cada tentativa de transfiguración y que se torna eje dominante
de reflexión en el testimonio.
Es decir, el primer presupuesto del cual parto es que la lógica de los
discursos y la lógica de lo que llamamos mundo, o realidad, son
inconciliables. La diferencia entre estas dos redes es la diferencia de sus
regulaciones y configuraciones, que no pueden desplegarse una sobre la
otra, que no pueden recubrirse, el mapa no es el territorio, dice Borges. A
partir de esta dificultad se han establecido los ejes de las polémicas, que
tienen en la pregunta por la forma de representación su punto de
inflexión.
Enfrentamos, pues, un dilema con dos caras que podemos
denominar verdad y verosimilitud. La verdad representada termina por
exhibir sus ineficiencias al no poder imponerse como una plenitud. Por
otra parte, la verosimilitud no garantiza la verdad porque la finge.
Entonces, de alguna manera, cuando abordamos los discursos que
constituyen el testimonio, un núcleo del debate se constituye en torno del
modo en que uno de sus agentes asume cierta autoridad de trasmisión
de un saber sobre el mundo y una cierta confianza en la representación
discursiva que los expone. Pero como discurso y mundo no se dejan
implicar por los mismos presupuestos, es que surge, entonces, el
problema de la representación del mundo en el discurso y,
correlativamente, los siguientes interrogantes: ¿a partir de qué
materiales?, ¿a partir de qué disposición?, ¿con qué procedimientos se
representa?
La teoría, el conjunto de discursos que constituyen la epistemología,
la gnoseología, problematizan la cuestión de la verdad del mundo y la
verdad del discurso que pretende representarla. Me interesa plantear que
en el caso del testimonio, del testimonio pensado en términos canónicos
(o más bien de las tentativas de institucionalizar un canon) se tiende una
tríada en torno al texto: el entrevistador, el entrevistado y el lector, si, por
supuesto, nos ceñimos al modelo del testimonio escrito.
La posición del lector está comprometida en una red de creencias.
De ello es posible afirmar que los lectores nunca enfrentan los textos
diáfanamente y de modo transparente. Cuando pensamos en un lector,
estamos suponiendo una posición que, de alguna manera, exhibe la
complejidad de un campo de legibilidad. Es decir, el lector enfrenta al
texto desde las condiciones de posibilidad que ese campo de legibilidad le
permite para producir sentido con el texto que está leyendo.
Las modalidades del testimonio que se pretende canonizar
privilegian una relación de proximidad con el acontecimiento y avalan su
modo de autorizar el saber, que transmiten con el prestigio que tiene la
experiencia directa.
Esta obligación está en el origen mismo de la tentativa de
institucionalizar el género: en todo testimonio se dan a leer criterios de
valoración y de identificación, se postula un orden deseable y
ejemplificador; el testimonio exhibe entre sus componentes una fuerte
voluntad modelizadora. Esto lleva del testimonio a la problemática de la
identidad.
Hablar de la identidad de un individuo o de una comunidad es
contestar a la pregunta acerca de quién ha realizado tal acción, quién es
el agente, quién es el autor. En primer lugar, se responde a esta pregunta
nombrando a alguien, esto es, designándolo con un nombre propio. Pero
¿cuál es el soporte de la permanencia de un nombre propio? ¿qué es lo
que justifica que se mantenga el sujeto de la acción designado por un
nombre que es el mismo a lo largo de toda una vida o de una serie de
sucesos? La respuesta no puede ser más que una trama narrativa. La
narrativa es lo que garantiza esta posibilidad. La historia narrada
constituye “el quién” de la acción. La identidad de ese “quién” no es más
que una identidad narrativa. La identidad es una construcción que se
relata.
Ahora bien, si el texto es el espacio donde acontece el nombrar, la
historia del nombrar puede ser pensada como la historia de las
construcciones textuales de la identidad, lo que lleva a tres
consecuencias:
— en primer término, la circularidad entre identidad y textos narrativos es
la condición de posibilidad del sentido que se va produciendo en la
interacción entre ellos. La identidad que se reconoce por los textos es, a
su vez, la que reinventa sin cesar nuevos textos. Esto implica que para
producir nuevos textos se recurre a la historia y a la tradición a través de
una constante reescritura;
— luego, los textos no son éticamente neutros; todo relato, en efecto,
introduce una evaluación del mundo e incita a un modo de intervención
en él;
— y, finalmente, la identidad narrativa no es estable, por eso siempre es
posible la revisión de la historia.
“Testimonio” pertenece a una clase de términos que,
convirtiéndose en signos determinantes de un segmento temporal
concreto, definen y caracterizan una época de manera específica y, al
mismo tiempo, exhiben cierta consolidación dentro de un momento
histórico.
Esos términos son los que organizan los datos de un período dentro
de una categoría que los hace materiales y comprensibles.
Cuando asediamos el concepto de testimonio estamos frente a una
palabra que, de algún modo, funciona emblemáticamente en un
paradigma y produce un doble movimiento; por una parte aparece como
un instrumento facilitador del discurso cultural, ya que permite la
clasificación y el ordenamiento de fenómenos complejos y heterogéneos a
veces de ardua dilucidación. Por otra, el término testimonio fija
reductivamente el devenir cultural y limita su expansión, porque está
obligándonos a pensar la definición en términos globales y abarcativos
cuando es una definición que está situada en un marco sociohistórico
específico.
Intentar trazar los límites de un género no supone más que la
posibilidad de una relativa especificidad. Prueba de ello es que en esa
tríada que planteábamos más arriba —entrevistador, entrevistado, lector
— este último está siempre enfrentado al texto en una instancia de
travesía azarosa, de modo que los testimonios quedan finalmente
instalados en campos de legibilidad que trastornan su pretendida
neutralidad discursiva.
La lectura, en el testimonio, es el punto de convergencia de las
expectativas del género; por lo tanto, una aproximación problemática al
testimonio exige pensarlo en tanto cruce de actividades discursivas
complejamente tramadas, que tejen redes de intersubjetividad, crean
obligaciones, ejercen persuasión, control y distribuyen roles.
En el plano estrictamente textual, los modos en que dialogan los
diversos discursos, las huellas de unos textos sobre otros, las filiaciones,
las deudas, los préstamos, constituyen la dimensión intertextual. En este
magma que siempre es la textualidad podemos distinguir dos aspectos:
en primer lugar, hay una heterogeneidad constitutiva del discurso que no
está mostrada y, luego, hay una heterogeneidad mostrada, una referencia
explícita a otros discursos, citas, el discurso referido, la atribución de
autoría.
Ahora bien, hay una nota constitutiva de las modalidades del
testimonio que nos permite formular esta afirmación: todas las formas
testimoniales comparten la narratividad. Pero, a su vez, la narración no es
tan sólo una mera representación de lo ocurrido, sino una forma de
hacerlo inteligible, una construcción que postula relaciones que no
existían en otro lugar, causalidades, interpretaciones. Como sucede con la
historia, es la forma de la narración lo que da sentido a los hechos que, de
otro modo, quedarían como señales sueltas, dependiendo de la
referencialidad.
67
Diccionario de la Literatura Cubana, La Habana, Letras Cubanas, 1984.
garantizando un modelo de relación entre discurso y mundo que apunta a
validar otro registro más afín con la posibilidad de otorgar certezas acerca
de las referencias, acaso porque, por el contrario, los textos literarios
desestabilizan cualquier fórmula que pretenda expresar univocidad. Esto
es correlativo con otra jerarquía que se deja leer entre líneas, lo científico
por encima de la imaginación, el primero como espacio demostrativo de
verdades confrontado con formaciones discursivas que privilegian la
proliferación significativa. Hay, asimismo, en la mención de “imbricación”,
proveniente del vocabulario específico de la botánica y la zoología, la
marca de la aparición de lo nuevo como producto del hibridaje de formas
anteriores, pero pensado en términos de naturalización, como si la
emergencia o proliferación discursiva fuera consecuencia de un proceso
natural y no de la convergencia de complejos entramados histórico-
sociales, lo que es contradictorio con la instauración de un premio que se
propone promover y alentar esa producción; además de privilegiar
implícitamente una perspectiva, puesto que el premio instaurado conlleva
inevitablemente un gesto de valoración para con aquellos textos que
compartan la política institucional.
El objeto explícito que se legisla para el género testimonio es el de
relatar hechos, es decir se coloca al testimonio en el terreno de lo fáctico,
se borran los procesos discursivos, se hace tan tenue la mención a las
tramas narrativas que se las supone transparentes. De este modo se
conjura a la ficción, colocándola en el lugar de un anatema que se
condena al cuarto restringido de la imaginación, fuera del ámbito
específico del testimonio al que no debe contaminar. Por otra parte, la
reivindicación del lugar del autor frente a la voz del otro como objeto
manipulable, caracteriza la definición del Diccionario de la Literatura
Cubana como un excipiente degradado del más crudo positivismo.
Finalmente, la definición exhibe toda su coherencia cuando declara uno
de los objetivos privilegiados para el género: su efecto ejemplificador.
68
Randall, Margaret. “¿Qué es y como se hace un testimonio?” En Revista de Crítica
Literaria Latinoamericana, N° 36, Lima, 2do. Semestre de 1992. Originalmente publicado
por el Centro de Estudios Alforja, San José, 1983, bajo el título de Testimonios, como
manual preparado en 1979 para el taller sobre la historia oral del Ministerio de Cultura
Sandinista.
En 20 sesiones de seis horas diarias, durante las cuales yo tomaba
notas y soltaba preguntas tramposas para detectar sus
contradicciones, logramos reconstruir el relato compacto y
verídico de sus diez días en el mar. Por “el uso de fuentes
directas” y a “la inmediatez”, los requisitos están cumplidos.
El 28 de febrero de 1955 se conoció la noticia de que ocho
miembros de la tripulación del destructor “Caldas”, de la
marina de guerra de Colombia, habían caído al agua y
desaparecido a causa de una tormenta en el mar Caribe[...]Al
cabo de cuatro días se desistió de la búsqueda, y los
marineros perdidos fueron declarados oficialmente muertos.
Una semana más tarde, sin embargo, uno de ellos apareció
moribundo en una playa desierta del norte de Colombia,
después de permanecer diez días sin comer ni beber en una
balsa a la deriva. La historia nos llega, entonces, a través de
las particularidades de una voz de un protagonista del hecho.
Una semana después de publicado en episodios, apareció el
relato completo en un suplemento especial, ilustrado con las
fotos compradas a los marineros. Hay una introducción, con
las iniciales al pie del entrevistador y, asimismo, se avalan los
dichos de Luis Alejandro Velasco, el entrevistado, con la
referencia a “materiales secundarios” tales como fotografías.
El libro es producto de entrevistas y acerca de su “calidad
estética” parece no haber dudas.69
reproducción ha de ser como la realidad. Pero con el tiempo hemos aprendido que de
fidedigno queda muy poco. Para empezar, el mundo se nos aparece en color,
tridimensional. Tiene un tiempo, un espacio, una temperatura. La fotografía e solamente
una abstracción de todo esto, como puede ser la poesía o la literatura. Resulta sólo una
versión de la realidad. Ni siquiera las fotografías en color tienen algo que ver con el
mundo: dependen de la eficacia de una serie de medios que intentan reproducir lo que
se ve pero que no lo pueden lograr con total efectividad. Por eso la búsqueda del color
perfecto en una foto es una ilusión. Además tenemos la fotografía en blanco y negro que
representa, aún, una mayor abstracción. El hecho de ser una abstracción mayor logra
que la imagen se despegue de manera nítida de la realidad concreta y refleje la visión
del propio artista.
objetivo de atenuar la ambigüedad, construir al menos una versión de “la
verdad”, establecer lazos firmes y claros entre la palabra y el mundo; una
vez que se ha asegurado el límite, la clausura de la deriva infinita de los
sentidos, se define la condición de posibilidad fundante de construcción
de la referencia, se naturaliza el lazo entre discurso y realidad.
La gestualidad del prólogo está, asimismo, marcada por el espacio
liminar que ocupa, una especie de muro de contención de todo desborde
de lectura y también una grieta por la que se cuela la inadecuación entre
la dispositio y el sentido del discurso: desde el momento en que se
propone reducir el volumen de la significancia a una sola superficie, el
lugar del prólogo ya no es cualquier lugar. Si la cuestión debe ingresar por
el camino de una topología, ésta resulta irreductible a la dimensión
semántica del discurso, es un suplemento.
Ahora bien, los prólogos, que acompañan obligadamente al
testimonio, permiten ser agrupados en una suerte de sub-género, puesto
que formulan las mismas cláusulas contractuales. Los protocolos de
lectura que pretenden imponer —esto vale para los textos que aparecen
como el núcleo ejemplar del canon genérico— giran en torno de las
necesarias explicaciones de los procedimientos utilizados para efectivizar
el pasaje de la voz del testimoniante a la escritura del transcriptor. La
tensión que se produce en el espacio de enunciación exhibe que el pasaje
nunca es un simple trabajo de transcodificación sino una negociación
desigual, en la que el dador del testimonio y quien lo recibe con el
objetivo de transmitirlo no ocupan posiciones equivalentes.
De este modo, el prólogo es el espacio en el que los sujetos de la
escritura, los transcriptores, exponen las modalidades de su intervención
sobre la oralidad de los testimoniantes, a los efectos de asegurar la
adecuación más fiel de un registro a otro.
Para Hugo Achugar:
La verdad (co)rregida
En los prólogos, el nombre del autor del testimonio, en términos de
Achugar “el letrado solidario”, simula reunir todos los momentos de la
enunciación en ese único momento de metaenunciación, que en lugar de
abrir el libro lo cierra. El proceso de autorización tiene el prólogo como
epílogo; en principio asume la propiedad de lo que ha quedado escrito en
el intervalo y esta sinécdoque le permite, lo autoriza a apropiarse de todo
el testimonio. Este gesto, además, es paradójico, se trata de impedir toda
lectura que se aparte de lo prescrito de antemano, o sea de lo afirmado
por el firmante del prólogo, se propone una lectura respetuosa de un
texto, que por principio se presenta como un no-texto.
Esa firma que, como la Miguel Barnet, el letrado solidario canónico,
aparece en la tapa de Biografía de un cimarrón como la del autor,
significa, por una parte, una borradura de la voz del otro, Esteban
Montejo, a la que se jacta de develar pero que desplaza a partir de una
serie de operaciones de desaparición de su nombre; y, por otra, la
instauración, desde el título inscripto en la tapa, de un travestismo
genérico, la biografía es una historia de vida contada por otro. Pero en la
portada misma del libro quedan desvirtuadas todas las pretensiones
declamadas de preservar la voz del otro, que el lector recibe a través de
una versión final en forma de “traducción técnica”, la cual enmascara los
procedimientos de puesta en escritura, legalizándolos con la garantía de
las huellas de la oralidad; todo eso no es más que apelar a
procedimientos de verosimilitud que en la escritura realista han tenido
otra relevancia.
En el caso de la traducción por parte de alguien de un texto de otro,
de una lengua a otra, tenemos una relación clara, muy simple entre dos
textos y dos firmas. Se puede decir lo mismo de la lectura en general de
la que la traducción no es más que un caso particular. Pero cuando en el
testimonio se recurre a la idea de “traducción técnica” para justificar las
intervenciones sobre el “texto oral original” se reponen situaciones ya
parodiadas en Don Quijote de la Mancha por Miguel de Cervantes
Saavedra.
Así cuando Miguel Barnet, en el prólogo a Biografía de un cimarrón,
afirma que:
74
Barnet, Miguel. Biografía de un cimarrón, México, Siglo XXI, 1968.
75
Cervantes Saavedra, Miguel. Don Quijote de la Mancha, Kapelusz, Buenos Aires, 1973.
después los que se repetían más a menudo (trabajo,
relaciones con los ladinos y problemas de orden lingüístico).
Todo ello con la intención de separarlos más tarde en
capítulos. Muy pronto decidí dar al manuscrito forma de
monólogo, ya que así volvía a sonar en mis oídos al releerlo.
Resolví, pues, suprimir todas mis preguntas. Situarme en el
lugar que me correspondía: primero escuchando y dejando
hablar a Rigoberta, y luego convirtiéndome en una especie de
doble suyo, en el instrumento que operaría el paso de lo oral a
lo escrito.
77
En relación con estas cuestiones, Relato de un náufrago puede ser leído como un
inventario ejemplar de las características distintivas del género testimonio. En 1955,
Gabriel García Márquez publica en El Espectador de Bogotá un reportaje a Luis Alejandro
Velazco, que tras un naufragio había permanecido diez días en alta mar, en una balsa a
la deriva, sin comer ni beber; la historia se publica en catorce días consecutivos. El
entrevistador y el entrevistado acuerdan que la narración sea en primera persona con el
nombre de Velazco como el del autor, de tal modo que García Márquez no aparecía
vinculado al reportaje. En 1970, la editorial Tusquets de Barcelona, publica este
reportaje en su colección de textos marginales, el libro se convirtió en uno de los más
editados y leídos de García Márquez, veinticinco años después llevaba vendidos
alrededor de diez millones de ejemplares. Luis Alejandro Velazco ha declarado que al
salir el libro en marzo de 1970, García Márquez le envió una carta en la que le
comunicaba que los derechos eran suyos y le indicaba qué pasos debía seguir para
poder cobrarlos. Hasta diciembre de 1982, los derechos en lengua castellana le llegarían
con toda puntualidad, desde esa fecha se interrumpieron definitivamente. Con
posterioridad, hubo tratativas en las que participó inicialmente Carmen Balcells la
agente literaria de García Márquez y luego se abrió un complicado proceso judicial que,
en febrero de 1994, terminó a favor del escritor en el sentido de que éste es el único
autor del libro.
cronología de inscripción de las lecturas/escrituras del género.
Resulta llamativo al extremo la borradura de ese nombre, ya que es
justamente el nombre propio como tal, lo que estaría garantizando una
cierta conexión entre lenguaje y mundo puesto que podría designar a un
individuo concreto sin ambigüedades, sorteando todas las remisiones
constitutivas de los circuitos de significación. Aun si aceptamos que la
lengua está configurada como una red de diferencias y, por lo tanto, de
huellas, parecerá que el nombre propio, a pesar de que forma parte de la
lengua, puede señalar directamente al individuo al que le da el nombre.
Esta capacidad de designación del nombre propio aparece como un
auténtico prototipo del lenguaje y, en tal sentido, puede ser erigido en
una instancia modélica de determinación de la teleología del lenguaje, es
decir, un ideal regulador que es, en definitiva, la posibilidad cierta de
designar la verdad. El desafío que plantea el nombre propio es
importante, siempre y cuando se considere que tenga existencia.
Lo que se denomina bajo el nombre común genérico de nombre
propio, sólo puede funcionar por su pertenencia a una lengua, a un
sistema de diferencias: este y no aquel nombre propio designa a este o a
aquel individuo, y no a otro, y se encuentra, de este modo, marcado por la
huella de los demás en una articulación de por lo menos dos términos. Si
aceptáramos la posibilidad de la existencia de un nombre auténticamente
propio, se impondría la exigencia de que no hubiese más que un único
nombre propio, que por lo tanto no sería un nombre, sino una suerte de
índice puro que indicaría la referencia pura, un vocativo absoluto que ni
siquiera llamaría, puesto que de toda llamada se infiere la distancia y la
diferencia. Lo que designamos como “nombre propio” no es una
propiedad absoluta y cerrada sino, antes bien, la puesta en escena de un
acto de enunciación, el nombrar, que se pretende instituir como origen y
prototipo del lenguaje. Todo acto de nombrar disemina la presunta unidad
que se supone debe respetar; el nombre propio tacha la propiedad que
anuncia destruida por la imposibilidad de tener autonomía de la lengua. El
nombre propio desnombra, deshace al nombrar toda posibilidad de
designar lo único. Pero no se puede negar que el nombre llamado propio
está inmerso en un sistema de diferencias y que, por lo tanto, el nombre
propio y por extensión el sentido propio no se distinguen más que por una
formulación reglamentaria de la densa trama de impropiedad lingüística.
Para evitar la imposibilidad de designar la verdad, hay que
reconocer que los nombres propios y los deícticos aparecen como
sujetando el tejido del lenguaje a una otredad, sin reducir esa otredad al
lenguaje. Pero es posible demostrar que, como cualquier otro término,
Roberto Ferro debe poder funcionar en ausencia de su objeto, y como
cualquier otro enunciado debe poder ser comprendido en mi ausencia y
después de mi muerte. De todo ello se infiere que su capacidad de hacer
inteligible un sentido, depende de la posibilidad de su repetición y, en
consecuencia, de la posibilidad de una idealidad y, por lo tanto, también
de diferencias y huellas. Todo ello cuestiona la escena en la que
entrevistador y entrevistado son capaces de designar el mismo sentido a
partir de la siguiente pregunta del entrevistador: “¿cómo llama usted a
eso?”. Pregunta fundamental en la escena fundante del testimonio.
El nombre propio sobrevive al referente que designa, es decir su
posibilidad de designación alcanza a esa ausencia absoluta que
denominamos muerte. Todo nombre propio de persona tiene, como la
escritura, un rasgo testamentario. La señal que identifica a una persona
que la hace ser esa y no otra, la desapropia inmediatamente al anunciar
junto con la designación la muerte y separándose así radicalmente del
referente que constituye o garantiza. La firma se distingue del nombre
propio en general porque intenta recuperar lo propio que se pierde en el
nombre. No es usual que aparezca la firma manuscrita de un autor en un
libro impreso que se le atribuye, pero se supone, y toda la legislación de
derecho de autor con su borgeana complejidad se funda en ello, es decir
que en alguna parte, —en el contrato del editor—, hay una verdadera
firma manuscrita, que garantiza de manera continua el nombre del autor
impreso en la tapa del libro.
Esa firma, por lo tanto, tiene por función garantizar la instancia de
enunciación del texto y asegurar, asimismo su originalidad; la firma es en
la escritura lo que en el habla es la enunciación. Miguel Barnet firma sobre
la enunciación de Esteban Montejo con trazo tan grueso que la tapa hasta
hacerla desaparecer. En su prólogo a Biografía de un cimarrón esa firma,
que es una contra-firma, simula reunir todas las instancias de la
enunciación del texto en esa única instancia de metaenunciación que
antes de abrir cierra el libro. Miguel Barnet ha firmado como propio el
relato de otro, en el prólogo promete a los lectores que su tarea ha sido
hacer inteligible la palabra de Montejo, y por todo ello asume como
propiedad, aquí y ahora, lo que ha sido escrito en el intervalo además de
borrar al otro al negar la dimensión dialógica.
No es casual que el nombre del otro no aparezca en la portada del
libro; el deseo de apropiación de Miguel Barnet es solidario con la
concepción del lenguaje y de la verdad que expone el testimonio
canónico. Pretendiendo que el texto le pertenezca de manera absoluta,
unifica la enunciación, que funciona como causa u origen y como clausura
del sentido, esa clausura se impone como designación de la referencia y
la compatibilidad entre referencia y palabra. Esa convicción acerca de la
capacidad para designar la referencia que se le atribuye al nombre propio,
que de algún modo aparece en la resistencia a la traducción, hace que
sea el prototipo ejemplar de una concepción del lenguaje que se arroga la
capacidad de designar la referencia en términos de verdad. Cuando
Miguel Barnet borra el nombre de Esteban Montejo exhibe
desaforadamente el respeto a esa posibilidad.
Las versiones corregidas del testimonio son solidarias con los
discursos que se autovalidan como políticamente correctos, comparten
con ellos una misma concepción de las relaciones entre lenguaje y
realidad, a partir de la cual es posible señalar unívocamente la verdad. Lo
que aparece como contradictorio es que se presentan como modalidades
discursivas que otorgan voz o razón a aquéllos que son oprimidos,
discriminados o sofocados por los discursos hegemónicos y, para alcanzar
sus objetivos imponen dispositivos de construcción de la verdad correcta
que son idénticos a los de los opresores; la corrección controla la
proliferación de sentido, establece relaciones unívocas entre palabra y
mundo, somete el disenso al exilio de los réprobos.
Apéndice II
Discurso político y referencia especulativa
El cuento "El tema del traidor y del héroe" de Jorge Luis Borges,
publicado en Ficciones de 1944, da a leer un probable argumento en el
que la acción transcurre en Irlanda en 1824, pero también podría ser
posible en cualquier país oprimido y tenaz: Polonia, la república de
Venecia, algún estado sudamericano o balcánico, y el final de la historia
de su protagonista, Fergus Kilpatrick, es una construcción que se realiza
teniendo como modelo el asesinato de Julio César. Los dos fueron héroes
de sus pueblos: Kilpatrick del irlandés y César del romano, ambos mueren
asesinados por sus seguidores. Las coincidencias y simetrías no se agotan
en esas situaciones, como Julio César, Kilpatrik recibió una carta que no
leyó, —circunstancia similar a la de César que no tuvo tiempo de leer el
memorial que le habían enviado con antelación— en ella se le advertía el
riesgo de concurrir al teatro, esa noche, donde fue asesinado. Al igual que
en el sueño de Calpurnia respecto a la muerte de César, la muerte de
Kilpatrick es anunciada por el incendio de la torre circular de Kilgarvan.
Esos paralelismos (y otros) de la historia de César y de la historia de un
conspirador irlandés inducen a Ryan, el biógrafo del irlandés, a suponer
una secreta forma de tiempo, un dibujo de líneas que se repiten. La trama
del cuento de Borges no trata tan solo de un ciclo del asesinato de Julio
César que se repite en Irlanda el 2 de agosto de 1824, la repetición rebasa
el marco de la Historia e inscribe en su desarrollo incidentes tomados de
la obra de Shakespeare: Ryan comprueba que ciertas palabras de un
mendigo que conversó con Fergus Kilpatrick el día de su muerte, fueron
prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth. En el final del
cuento, Ryan descifra el enigma: entre los conspiradores que Kilpatrick
dirige hay un traidor, ese traidor es Kilpatrick, la rebelión estaría en
peligro si él es ajusticiado; James Nolan, quien desvela la traición,
propone un plan que hace de la ejecución del traidor el instrumento para
la emancipación de Irlanda, ese plan está construido siguiendo los
dramas de Shakespeare Macbeth y Julio César.
"El tema del traidor y del héroe" es un texto paradigmático del
constante deslizamiento e interferencia entre las especificidades que los
discursos hegemónicos, con pretencioso voluntarismo, diferencian como
la realidad y la ficción, y que la escritura borgiana trastorna hasta hacer
indecidibles sus bordes. En el comienzo de la narración se señala que la
historia es un argumento imaginado bajo el influjo de Chesterton; luego la
ficción es comparada con un hecho histórico y se detallan lugares, fechas,
nombres, datos precisos que dan al personaje un perfil de autenticidad; a
mitad del relato ya se menciona a Kilpatrick como partícipe de un hecho
histórico. Cuando lo ficticio es convertido en realidad histórica, lo
histórico, el asesinato de César, se trastorna en ficción; la historia del
asesinato del héroe irlandés no repite los detalles del asesinato del César
histórico, sino del César de Shakespeare. Ryan, el biógrafo del héroe
irlandés, se convierte en el final en un elemento más de la trama de
Nolan. Toda la realidad en la historia del asesinato de Kilpatrick está
construida como una gigantesca representación: de teatro hizo la ciudad
entera, y los actores fueron legión, y el drama abarcó muchos días y
muchas noches; este teatro y este drama prefiguran otro, ahora de
carácter histórico, el de Lincoln. Todo el cuento es un exhibición
desaforada de movimiento pendular constante que trama lo real y lo
ficticio, lo histórico y lo imaginario, hasta deshacer las certezas de los
límites precisos que pretenden distinguirlos.
En el cuento de Borges se confabulan una serie de instancias
diversas referidas al discurso político en relación con el orden de la
temporalidad, hay por lo menos dos aspectos diversos que considero
pertinente para esta exposición; por una parte, el que tiene que ver con la
construcción del acontecimiento propiamente dicho, es decir los
materiales que intervienen en su articulación y los modelos que
configuran su entramado y, por otra, el relacionado con la inscripción del
acontecimiento en una reconstrucción narrativa del pasado, en su
evocación como huella determinante en el presente y potencialmente en
el futuro. En el primer caso, la puesta en escena de un drama (la acción
fundamental se desarrolla en un teatro) es el marco genérico; en el
segundo, la configuración de su puesta en relato (hay un lector/escritor
que retoma la versión).
Es pertinente señalar que las acciones narradas en el cuento están
situadas en una época en la que aún la prensa no tenía una participación
decisiva en la difusión de los sucesos, es decir que el modo dominante
para propagarlo era la versión boca a boca, a partir de los participantes y
testigos, y luego la escritura en términos de relato histórico.
El significado de la palabra “política” está íntimamente ligado a la
genealogía de la cultura occidental: política: discurso y práctica de la
polis. En esta acepción, lo primero que emerge como referencia es el
espacio, tanto teórico como fáctico, de ese discurso y de esa práctica, la
ciudad como su escenario, con toda la carga que supone el
desplazamiento metafórico de un término propio del lenguaje teatral al
discurso sociohistórico. Y como emblema de la escena pública, el ágora en
el que los acontecimientos políticos contaban con la participación de los
ciudadanos como actores o testigos. En el mundo contemporáneo se han
producido tanto la fragmentación extrema del espacio público y, por ende,
de la escena política como su ampliación hasta el grado de asimilarla a
una dimensión global, a la vez que ha sido uniformada por las
modalidades de mediatización del lenguaje privilegiado que la difunde, la
televisión.
Desde la más remota antigüedad hasta el presente, pasando por la
época que evoca Borges en su cuento, es posible señalar que el discurso
político registra dos modos privilegiados de inscripción de la
temporalidad: la dramaturgia que supone la construcción del
acontecimiento, y la narración que implicó desde siempre a la
historiografía y, en la modernidad, también la crónica de las noticias. En
la última etapa, en la actualidad, se impone señalar que la modelización
televisiva implica en algunos casos la contaminación de las retóricas
dramática y narrativa.
El espectáculo configurado en la comunicación de los discursos
políticos construye y reconstruye las problemáticas sociales involucradas
en la difusión. Este aspecto a menudo aparece velado, en particular
cuando prevalece el supuesto positivista de que los ciudadanos,
periodistas y estudiosos son observadores y/o testigos de hechos cuyo
sentido puede ser determinado por aquellos que tengan una competencia
adecuada. Por el contrario, pienso que los testigos/espectadores (sea cual
fuere la distancia espacio-temporal puesta en juego) y los protagonistas
se elaboran recíprocamente, que los acontecimientos políticos son
intrínsecamente ambiguos, que su sentido es una configuración
íntimamente vinculada a la perspectiva comprometida y, finalmente, que
los papeles jugados y conceptos de los testigos/espectadores mismos son
construcciones sociales.
Los discursos políticos, entonces, pueden ser pensados no como
relatos de hechos y/o escenas sino como configuraciones construidas a
partir de públicos comprometidos con ellas.78 La percepción de los
acontecimientos políticos y su significación depende de la perspectiva de
los espectadores/testigos y del lenguaje que transmite e interpreta esos
acontecimientos. Las realidades experimentadas, entonces, no son las
mismas para todas las personas o en todas las situaciones sociohistóricas.
Afirmar que las realidades son construcciones múltiples, no implica de
ninguna manera que toda construcción sea igual a cualquier otra, los
criterios de valoración no quedan abolidos.
Los sujetos participantes no son considerados como el origen del
sentido de las acciones, las interpretaciones dependen de la situación
social, del orden simbólico y del tejido imaginario en que se originan, lo
que presupone al lenguaje como mediador, intérprete y configurador de
los objetos, de las acciones y de los sujetos.
Las crónicas, los discursos, los debates, las entrevistas políticas se
convierten en dispositivos para constituir diversos supuestos y creencias
sobre realidades construidas y no constituyen enunciados fácticos. El
concepto de hecho, pensado en términos de discurso político, pasa a
perder toda pertinencia, porque todo acontecimiento, protagonista u
objeto de su ámbito es una interpretación que se inscribe en un marco
ideológico. El valor del discurso político no reside en su capacidad para
describir un mundo actual sino en sus reconstrucciones del pasado, sea
cual fuere la distancia comprometida, en su agudeza para configurar
certezas sobre las condiciones de posibilidad de sentido de los
acontecimientos presentes y en su carga potencial de predicción del
futuro.
Los referentes del discurso político han exigido siempre una poética
hiperrealista para su representación, no soportan la simple reproducción
mimética del mundo sino que imponen una sobrecarga detallada al
registro de lo representado, con el objetivo de argumentar a favor de la
concepción expuesta y en detrimento de las opciones opositoras. El
mandato retórico de la persuasión parece imponer una sobrecarga
discursiva, que se va acentuando con el predominio de los medios
audiovisuales.
Pienso que en la configuración de los acontecimientos, objetos y
protagonistas puestos en juego por el discurso político, aparece como un
componente decisivo la construcción deliberada de referente marcado por
78
Teniendo en cuenta la amplitud de los registros del discurso político, estoy haciendo
hincapié, especialmente en aquellos en los que la dominante pasa por la comunicación
de mensajes inscriptos en el marco de representaciones de procesos temporales.
un gesto de persuasión que se propone como la réplica unívoca del
mundo; quisiera ser redundante en un aspecto, pienso en la
referencialidad especulativa como un componente del discurso político, es
decir, una instancia que se combina con otras y que de acuerdo a las
circunstancias y las interpretaciones puede ocupar una función dominante
y , esto último, pensado en términos de posibilidad.
Concibo el término especulativo en el cruce de la acepción marcada
por el paradigma de la filosofía que relaciona especulación y
contemplación con la acepción que, a su vez, remite a espejo o imagen.
La especulación desde la perspectiva filosófica está íntimamente
relacionada con la idea de contemplación, a tal punto que especulación y
contemplación fueron consideradas desde la antigüedad como modos de
la teoría. En los filósofos medievales, la idea de especulación se relacionó
con speculum, lo que permitía interpretar lo especulativo como el
producto de un reflejar contemplativo. En muchos filósofos modernos, la
idea de lo especulativo es considerada como algo infundado y sin alcance
teórico. Kant, en su teoría del conocimiento, establece una diferencia
entre el conocimiento de la naturaleza y el conocimiento teórico, el que es
pensado como especulativo puesto que no puede ser alcanzado mediante
la experiencia. El conocimiento fundado en principios especulativos de la
razón, debe ser pues sometido a crítica. Pero indudablemente, además de
estos dos modos principales de concebir lo especulativo, hay en mi
planteo una connotación que atrae, acaso en menor grado, otros dos
sentidos que tienen que ver con los significados de comerciar y traficar
por una parte, y procurar provecho o ganancia fuera del orden comercial,
por otra.
Me refiero aquí a referencialidad especulativa en términos de una
configuración relacional ligada a los enunciados o a otras formas de
actualización de códigos. La referencialidad especulativa es una función
que depende del intérprete; se constituye pragmáticamente, puesto que
la especulación abre un vacío entre el discurso y el mundo al que hace
referencia; en este proceso, la persuasión ocupa un lugar preponderante
en la asignación de sentidos.
Los discursos políticos especulativos no poseen, en efecto ninguna
propiedad semántica o sintáctica que permita caracterizarlos como tales.
Ahora bien, si por especulación entendemos la relación de un texto con
sus referentes, en sentido estricto la adjudicación de especulativo se
aplica al texto mismo en una interpretación que lo actualiza de acuerdo a
ese juego de lenguaje, que no difiere de la construcción referencial propia
del discurso político contemporáneo.
Entre las notas distintivas de una teoría de la referencialidad
especulativa del discurso político, se pueden destacar dos que permiten
caracterizar su especificidad:
—En el componente narrativo, la no co-referencialidad deliberada entre
sujeto de la enunciación, y el sujeto del enunciado escrito; en la
dramaturgia, la escisión referencial entre el actor y el personaje, cuestión
insoslayable al momento de analizar toda la parafernalia actual acerca de
la imagen de los políticos y para revisar la noción de doble discurso.
—En la referencialidad especulativa, los conceptos son usados como si
mantuvieran su normal relación referencial, remiten a ellos mismos
mientras parecen remitir a entidades extratextuales. La utilización
pseudorreferencial de la lengua, propia de los textos especulativos y, en
particular, de las narrativas imaginativas, se diferencia, por tanto de la
simple utilización referencial, en el hecho de que las condiciones de
referencia no son asumidas como elementos extratextuales ya dados,
sino son producidas por el texto mismo.
Indice éste que participa de modo decisivo en la construcción de
problemáticas sociales, a las que los discursos políticos toman como
referencia y que no deberían ser asumidas como series fácticas, a pesar
de que a menudo confunden sus aseveraciones argumentales con los
hechos concretos. En este aspecto, la cuestión de la verosimilitud juega
un papel importante.
De este modo, la construcción de personajes narrativos o
dramáticos está en estrecha relación con las tramas en las que están
incluidos, de las que no pueden ser separados; uno de los procedimientos
más frecuentes en la construcción de personajes es la subjetivación, en la
que se hace converger sobre un individuo el curso histórico, social o
político de toda una época, otorgándole así una competencia que
comprende un espectro inabarcable de situaciones para un único sujeto.
El relato que construye a los líderes políticos despliega una trama que
racionaliza la serie temporal a posteriori, asignándole previsiones que
justifican actitudes, haciéndolo partícipe de enemistades, conspiraciones y
solidaridades que sólo pueden ser prefiguradas en el momento de la
construcción de la trama, es decir cuando las variables se han justificado
en efectos. Quizás sea redundante indicar la indudable raigambre literaria
de este procedimiento.
Sin duda, la comprensión de la problemática planteada ofrecerá una
mejor perspectiva para el debate al inscribirla en un recorrido histórico
preciso.
En 1913, Leopoldo Lugones dictó una serie de conferencias sobre el
Martín Fierro en el teatro Odeón. Esa situación aparece como un hito de
valor paradigmático, que permite acceder al orden simbólico y al universo
imaginario que van a constituir la configuración de una instancia
privilegiada de las relaciones sociales en la Argentina de este siglo: la
puesta en escena de los diferentes actores sociales en un acontecimiento
en el que se desplaza el eje dominante de la acción política a su
representación.
Leopoldo Lugones dictó sus conferencias en un teatro, lo que
supone, junto con la carga alegórica propia del recinto, un espacio
doblemente dividido: escenario y platea por una parte, adentro y afuera
por la otra. En el escenario, el conferenciante con el atributo institucional
que le confiere el estrado, poseedor de un saber que expone: los vínculos
entre la raza, la lengua y las obras fundamentales de la literatura,
establece un firme entramado entre el tema de la patria y el tema del
poeta. Su discurso despliega una retórica en la que el lugar del
enunciador es inseparable de los tópicos del discurso. En la platea, la élite
dirigente encabezada por el presidente Roque Sáenz Peña y sus ministros
son lo interlocutores, en tanto, afuera quedaba: La plebe ultramarina que
a semejanza de los mendigos ingratos, nos armaba escándalo en el
zaguán, desató contra mí al instante sus cómplices mulatos y sus
sectarios mestizos.
La eficacia de las palabras está en íntima relación con la
competencia que los interlocutores le asignan al enunciador; lo que le
otorga la posibilidad de configurar una representación colectivamente
reconocible, diseñando, asimismo, su lugar como el del que está investido
de poder.
Lugones se propone demostrar en sus conferencias que la
existencia de un poema épico nacional, el Martín Fierro, es garantía
suficiente para afirmar la existencia de la nación y de la raza. La elección
del Martín Fierro, más allá de las exigencias de su demostración,
multiplica y repite la escena de las conferencias: la voz poética que
metonimiza al gaucho en cantor, constituye un público a quien contar su
vida y penurias; entonces la puesta en escena llevada a cabo en el teatro
Odeón aparece como una representación de la representación.
El género gauchesco constituye su referencia desplazando su
especificidad a las exigencias de un procedimiento literario. Lugones
institucionaliza el gesto, antes ha celebrado la desaparición del gaucho y
ahora lo reemplaza por el mito que lee en el texto de José Hernández; en
la escena del Odeón tapa los procesos históricos y propone al personaje
Fierro como emblema de la libertad para los asistentes a sus
conferencias, a los que coloca en el lugar de los señores, de los fuertes,
auténticos depositarios y poseedores de ese rasgo que rescata. Asimismo,
estigmatiza y expulsa de la representación a los de afuera, la plebe,
herederos concretos del personaje.
Años después, el 17 de octubre de 1945, esa plebe participa en un
adentro de una escena distinta jugada en otro espacio, también señalado
por fuertes marcas simbólicas: la Plaza de Mayo con su linaje de lugar
patrio fundacional. Los actores son otros, el conjunto de relaciones
sociales ha sido trastornado por múltiples transformaciones, pero la
matriz inaugurada por Lugones se repite: un espacio escénico divido en
un arriba, el balcón ocupado por el líder, y un abajo, la plaza con miles de
sus partidarios; entre los dos lugares se tiende una malla de trama muy
fina que los une y los separa irremediablemente, más allá de las
estrategias retóricas del orador que provocan efectos ilusorios de diálogo
y cercanía.
Los sectores populares que se han movilizado exigiendo la libertad
de Juan Perón, que han asumido un rol activo, son transformados en
espectadores de un discurso cuya recomendación final es la de retirarse
en orden, se trastorna la acción en representación y como en el teatro
griego se enlazan mímesis y catarsis.
La Plaza de Mayo seguirá siendo el lugar de concentración de las
masas peronistas, pero ya no serán acontecimientos históricos sino
rituales en los que la escena inicial reitera su eficacia.
Juegos de alquimia de la representación, con marcados desvíos
hacia la especulación, por los que el enunciador constituye al grupo que a
su vez lo constituye en portavoz dotado del poder de hablar y de actuar
por todos ellos.
Una vez derrocado Perón, la reiteración por parte de sus sucesores
de ese ritual exhibe las configuraciones imaginarias y simbólicas que
permiten comprender la insistencia, así como informan los mecanismos
significantes que otorgan sentido a los comportamientos sociales. Los
facciosos del 55, con Lonardi y Rojas en el balcón, repiten la ceremonia,
no la invierten, la repiten, tanto en setiembre, ya en el poder, como
cuando en junio del mismo año, iniciando la preceptiva del genocidio
como práctica política, con su intento de destituir al gobierno
bombardeando, con un salvajismo y una cobardía dignas del mayor de los
encomios, el escenario que luego iban a ocupar.
Presidentes electos en comicios restringidos, militares golpistas,
nuevamente Perón en el 73 —su último acto político será un discurso en la
plaza— un general trastrocado de genocida en libertador de islas
irredentas; una y otra vez volverán a repetir el ritual representado, más
allá de cada acontecimiento.
Uno de los momentos más patéticos y grotescos de esta serie le ha
tocado actuarlo a Raúl Alfonsín, quien seducido por la escena, ahora
multiplicada y segmentada por la televisión, pretendió erigirse en héroe
de un capítulo emblemático del coraje civil, confundiendo la temporalidad
de la épica y de la historia —acaso traicionado, por un imaginario
nostálgico de héroes que había admirado en algún cine de provincia
muchos años atrás, los que en apenas una hora y pico lograban superar
todos los obstáculos aviesamente interpuestos en su camino para,
finalmente, alcanzar la gloria—, anuncia desde el balcón al pueblo reunido
en la Plaza, que iba a Campo de Mayo a resolver la crisis, a enfrentar
personalmente a los insurrectos carapintadas. Lo esperaron y cuando
volvió apenas pudo decir que los héroes eran los otros, que la casa estaba
en orden y...felices pascuas, en una amarga parodia que marcó de modo
inconfundible su claudicación y deterioro.
La posibilidad de considerar la referencialidad especulativa como un
componente del discurso político —insisto en señalar que no
necesariamente ocupa una función dominante— implica la exigencia de
puntualizar que su especificación recubre en gran medida algunas de las
definiciones más generalizadas de la ficción, salvo que se pretenda que
las constantes transformaciones que se operan a partir de los discursos
políticos en los ámbitos sociales sean ilusorios; Emerge, por lo tanto,
como una consecuencia obligada la revisión de los alcances
epistemológicos de la ficcionalidad. La construcción social de verdad no es
necesariamente lo contrario de la ficción.
Mi exposición se abrió con un comentario descriptivo acerca de un
cuento de Jorge Luis Borges, se impone, por lo tanto reconocer que, si
bien lo ficcional y lo literario no se implican necesariamente, —no todo
texto considerado literario es ficcional, ni toda ficción es literaria—, las
ficciones creadas y recepcionadas como literarias poseen una densidad
modélica particular en el espacio de la producción social de sentido. 79
79
Sobre la intervención del sentido ficcional en “las acciones concretas y reales”, acaso
sirva de ejemplo la actitud del múltiple homicida, ahora indultado, Emilio Eduardo
Massera, quien anatematizó displicentemente a Julio César Strassera, a Ernesto Sábato y
a otros de los que habían contribuido a demostrar y castigar sus acciones criminales en
la realidad, tal como se prueba fehacientemente en Nunca Más, pero que se exaltó y
llamó canalla a Jorge Lanata, tan solo por haber escrito un cuento, “Veinte minutos” del
libro Polaroid. La ficción, que no es la reivindicación de lo falso, la ficción que no solicita
ser creída en tanto que verdad unívoca, sino en tanto que discurso sin mandatos de
verdad, generó la posibilidad de desmontar y sacar de su papel a un cínico, que ante la
En relación con la imposición jerárquica entre verdad y ficción,
según la cual la primera posee una indudable superioridad en la
constitución del saber sobre el mundo, es desde luego, en el plano que
estamos analizando, una mera fantasía moral.