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5374552
En
este
sentido,
aparece
por
primera
vez
el
concepto
de
cultura,
relacionado
con
el
cultivo
del
espíritu
siguiendo
la
metáfora
de
la
Grecia
de
la
época
sofística
consistente
en
considerar
la
naturaleza
humana
como
un
campo
que
se
puede
cultivar
a
través
de
la
educación.
Así
el
término
cultura
se
entiende
aplicado
al
ámbito
del
individuo
y
en
este
ámbito
está
relacionado
con
el
término
griego
paideia.
No
será
hasta
los
siglos
XVII-‐
XVIII
cuando
el
término
se
amplíe,
entendiéndose
por
cultura
aquello
que
el
hombre
añade
a
la
naturaleza,
sea
en
sí
mismo
(cultivo
de
su
espíritu),
sea
en
otros
objetos,
tales
como
los
utensilios,
herramientas…
(de
donde
surgirá
la
idea
de
cultura
material)
de
manera
que
la
cultura
se
entenderá
como
la
intervención
consciente
del
hombre
frente
a
la
naturaleza.
Aquí
se
añade
la
dimensión
social
de
la
cultura,
que
cristaliza
en
la
noción
de
“bienes
culturales”
o
“cultura
material”
que
presupone
una
acción
colectiva,
es
decir,
la
colaboración
de
muchos
en
la
comunidad
humana.
Con
ello
se
evidencia
la
interconexión,
la
relación
de
retroalimentación
entre
cultura
y
sociedad:
no
hay
cultura
sin
una
sociedad
donde
se
desarrolle,
y
no
existe
una
sociedad
que
no
esté
entretejida
en
una
red
cultural
(moda,
arte,
lenguaje,
costumbres,
tradiciones,
cierto
carácter
etc)
que
le
determine.
Por
eso
cualquier
manifestación
cultural
se
produce
dentro
de
un
conjunto
social.
Finalmente,
la
cultura
se
referirá
al
conjunto
de
los
diversos
aspectos
de
la
conducta
humana
que
son
aprendidos
y
que
se
transmiten
a
lo
largo
de
la
historia
por
aprendizaje
social.
En
este
importante
margen
en
el
tiempo,
se
ha
de
remarcar
el
enorme
salto
cualitativo
reflejado
en
la
reflexión
sobre
el
ser
humano.
Aparece
el
problema
de
la
naturaleza
y
la
cultura
en
el
hombre,
un
problema
que
engloba
todas
las
cuestiones
que
los
filósofos
se
han
planteado
desde
siempre
sobre
la
naturaleza
humana.
Si
volvemos
la
vista
atrás,
vemos
cómo
Aristóteles,
al
definir
la
naturaleza
en
oposición
a
otras
posibles
causas
de
existencia
–
entre
las
que
se
encontraba
la
actividad
práctica
del
hombre-‐
estableció
dos
distinciones.
Por
un
lado,
es
aquello
que
se
distingue
de
lo
artificial;
por
otro,
lo
que
poseen
todas
las
sustancias
de
un
modo
específico.
Aunque
en
este
concepto
de
naturaleza,
desarrollado
en
La
Física,
el
hombre
estaba
significativamente
ausente,
ambos
significados
se
han
aplicado
en
los
debates
posteriores
sobre
la
naturaleza
humana.
De
esta
manera,
el
término
“naturaleza”
se
utiliza
para
designar
lo
que
el
hombre
posee
de
innato
–es
decir,
lo
que
no
es
adquirido-‐
y
lo
que
tiene
de
esencial
y
universal,
es
decir,
lo
común
a
toda
la
especie
humana
y
que,
al
mismo
tiempo,
permite
diferenciarnos
de
otros
seres.
Esta
distinción
terminológica,
puede
ser
oportuna
para
introducir
el
tema
de
la
naturaleza
humana
a
los
alumnos
de
manera
que
vayan
familiarizándose
con
los
términos.
Desde
este
punto
también
podemos
incidir
en
cómo
Aristóteles
dota
de
sentido
a
la
idea
de
cierta
autonomía
en
la
naturaleza
humana,
en
la
medida
en
que,
como
podemos
ver
en
su
teoría
de
la
acción,
da
cuenta
de
la
posibilidad
de
los
hombres
de,
a
través
de
las
decisiones
adoptadas
previa
deliberación
acompañada
de
un
razonamiento
verdadero
y
un
deseo
recto,
corregir
nuestra
manera
de
actuar
y
por
lo
tanto,
nuestra
manera
de
ser,
en
vistas
a
la
felicidad,
el
bien
último
hacia
el
que
tenderían
nuestras
acciones.
Si
ésta
sería
la
característica
esencial
que
diferenciaría
nuestra
naturaleza
de
la
de
otros
seres,
junto
con
el
lenguaje,
nuestra
calidad
como
seres
sociales
sería
la
característica
innata
que
nos
define,
siguiendo
la
distinción
recién
vista.
De
este
modo
podemos
mostrar
la
relación
entre
individuo-‐
sociedad
presentada
por
Aristóteles.
En
la
Política,
mantiene
su
teoría
de
la
"sociabilidad
natural"
del
hombre.
Define
al
hombre
como
un
animal
social
por
naturaleza
(zóon
politikon),
es
decir,
un
ser
que
necesita
de
los
otros
de
su
especie
para
sobrevivir.
No
es
posible
pensar
que
el
individuo
sea
anterior
a
la
sociedad,
que
la
sociedad
sea
el
resultado
de
una
convención
establecida
entre
individuos
que
vivían
independientemente
unos
de
otros
en
estado
natural:
"La
ciudad
es
asimismo
por
naturaleza
anterior
a
la
familia
y
a
cada
uno
de
nosotros".
De
este
modo,
Aristóteles
sostiene
una
interpretación
organicista
de
lo
social,
en
la
que
recalca
la
dependencia
del
individuo
con
respecto
a
la
sociedad:
“El
que
sea
incapaz
de
entrar
en
esta
participación
común,
o
que,
a
causa
de
su
propia
suficiencia,
no
necesite
de
ella,
no
es
más
parte
de
la
ciudad,
sino
que
es
una
bestia
o
un
dios".
Una
perspectiva,
la
del
hombre
como
ser
social,
que
hasta
hoy
resulta
innegable.
Sin
embago,
durante
La
Modernidad,
las
teorías
contractualistas
de
Hobbes,
Locke
y
Rousseau
ya
en
la
Ilustración,
apuntan
precisamente
a
lo
contrario:
la
sociedad
no
surge
de
manera
natural,
sino
a
través
de
un
acuerdo
o
contrato
mediante
el
que
los
individuos,
de
manera
tácita
o
explicita,
manifiestan
su
deseo
de
vivir
en
sociedad,
bajo
el
amparo
de
una
autoridad
que
garantice
su
seguridad
y
su
libertad.
Podemos
ver
en
las
teorías
contractualistas
un
intento
de
reformulación
de
la
distinción
naturaleza-‐
convención
de
los
sofistas.
Antes
de
establecer
las
normas
que
pueden
regir
una
sociedad
política,
es
preciso
conocer
cuál
es
el
estado
natural
del
ser
humano.
Así
Hobbes,
en
su
Leviathan
afirma
que
la
naturaleza
del
hombre
no
es
social.
Volviendo
al
punto
de
vista
de
los
sofistas
afirma
que
la
ley
radical
de
la
naturaleza
humana
es
la
tendencia
al
placer
y
la
aversión
al
dolor.
Así
la
existencia
de
la
sociedad
no
es
inherente
al
hombre,
antes,
se
le
hace
necesario
para
superar
el
estado
de
guerra
permanente
al
que
se
vería
sometido
en
su
estado
natural.
Para
Locke,
en
estado
natural,
los
hombres
son
libres
e
iguales
entre
sí,
gozando
así
de
los
denominados
derechos
naturales.
Pero
en
un
estado
natural
donde
no
existe
organización
política,
los
humanos
pueden
violar
derechos
y
libertades
de
los
demás
-‐el
hombre
no
es
necesariamente
bueno
en
estado
natural-‐.
Por
ello,
se
necesita
una
organización
política
y
una
ley
objetiva
que
solucione
los
conflictos
y
deficiencias
del
estado
natural.
Por
tanto,
Locke,
en
sus
Dos
ensayos
sobre
el
gobierno
civil
no
cree
que
la
sociedad
política
sea
antinatural,
contraria
a
la
naturaleza:
es,
más
bien,
algo
útil
y
adecuado
para
hacer
posible
el
disfrute
de
los
derechos
naturales.
Rousseau
plantea
la
necesidad
de
conocer
la
naturaleza
humana
y
sus
auténticos
valores
antes
de
fundar
una
teoría
política
o
de
explicar
el
porqué
de
la
desigualdad
entre
los
hombres.
El
método
que
propone,
es
el
de
retrotraernos
al
estado
primitivo
en
donde
el
alma
humana
aún
no
había
sido
alterada
por
los
vicios
de
la
civilización.
Así,
en
su
Discurso
sobre
las
ciencias
y
las
artes
(discurso
que
va
contra
el
optimismo
ilustrado)
mantiene
que
el
hombre
es
bueno
e
inocente
por
naturaleza,
lo
que
le
corrompe
es
la
sociedad.
El
“buen
salvaje”,
vivía
feliz.
Al
igual
que
Locke,
los
hombres
en
estado
natural
serían
iguales
entre
sí
y
libres,
hasta
que
aparece
el
egoísmo,
el
ansia
de
riqueza,
la
propiedad
como
origen
del
estado
social,
y
con
ella
la
injusticia.
No
existe
en
la
obra
roussoniana
un
afán
por
la
descripción
del
estado
de
naturaleza
con
rigor
científico,
sino
sólo
en
la
medida
en
que
posibilite
discernir,
los
elementos
originales
de
los
artificiales
del
ser
humano.
Con
ello,
Rousseau
presupone
una
esencia
del
ser
humano
reflejada
en
su
descripción
del
buen
salvaje,
un
ser
independiente
de
todo
vínculo
social
y
cultural
que
viviría
felizmente
al
día
y
quedaría
satisfecho
con
su
ser
inmediato
al
no
apartarse
de
su
propia
naturaleza.
El
filósofo
francés
tratará
pues
de
explorar
la
posibilidad
de
encontrar
un
reducto
individual
y
político,
en
el
Emilio
y
en
El
contrato
social,
susceptible
de
conciliar
las
virtudes
naturales
con
la
sociabilidad,
a
pesar
de
su
nostalgia
al
mantener
la
imposibilidad
de
recuperar
el
origen
áureo
del
hombre.
Desde
la
modernidad,
comienza
el
proceso
de
construcción
de
un
sujeto
autónomo,
independiente.
Con
la
Ilustración,
llegará
la
ilusión
del
progreso
infinito
de
la
humanidad,
progreso
que
se
manifestaría
en
el
conocimiento,
los
avances
técnicos,
la
organización
social
etc.
como
resultado
de
sustituir
la
guía
de
las
religiones
y
los
prejuicios
por
la
de
la
pura
razón.
Su
lema:
“sapere
aude”
refleja
esta
actitud
emancipadora
del
ser
humano.
Kant,
desde
el
proyecto
ilustrado,
afirma
que
“la
naturaleza
del
hombre
está
constituida
de
tal
modo
que
toda
capacidad
busca
formarse”.
Este
desarrollo
de
las
capacidades
individuales,
es
decir,
la
formación
individual
(Bildung),
sólo
es
posible
en
la
vida
social.
El
hombre
no
puede
conocerse
fuera
de
esta
integración
en
los
procesos
sociales
de
Bildung.
De
modo
que
sin
esta
mediación
social,
que
no
es
otra
cosa
que
la
sociedad
civil,
resulta
imposible
obtener
la
felicidad:
“El
fin
último
de
la
naturaleza
es
la
mayor
perfección
y
felicidad
de
los
hombres
en
tanto
que
ellos
mismos
sean
los
artífices
de
ello”.
Desde
una
perspectiva
kantiana,
sólo
entendemos
la
situación
dinámica
de
la
praxis
humana
cuando
reconocemos
la
tensión
que
sostiene
este
proceso
social
de
construcción
natural
de
la
sociedad
civil.
Kant
señala
esta
tensión
con
la
idea
de
la
“insociable
sociabilidad”:
la
tensión
entre
el
individuo
y
la
sociedad
reside
en
el
amor
a
sí
de
cada
uno
de
los
individuos.
Pero
este
amor
propio
sirve
de
motor
a
la
propia
formación,
al
proceso
de
individualización
denominado
Bildung.
Y
tal
individualización
consiste
en
querer
juzgar
todo
meramente
según
el
propio
proyecto
de
felicidad,
convirtiéndolo
así
en
un
proyecto
incondicionado.
Nos
encontramos
aquí
ante
una
individualización,
presumida
en
todos,
que
acepta
al
mismo
tiempo
la
naturalidad
de
la
relación
social.
En
este
aspecto
se
reconoce
en
Kant
la
síntesis
de
Hobbes
y
Aristóteles:
en
su
insociable
sociabilidad,
el
hombre
es
una
animal
social,
pero
también
un
animal
individual.
De
este
modo,
el
individuo,
para
realizarse
como
tal
desde
su
propio
proyecto
de
felicidad,
debe
reconocer
la
necesidad
de
la
mediación
social
en
la
medida
en
que
usará
todas
las
dimensiones
sociales
exclusivamente
para
realizar
su
particular
interpretación
de
la
felicidad.
Desde
este
planteamiento,
Kant
consideraba
que
el
fin
supremo
de
la
humanidad
debía
ser
la
realización
del
bien
moral.
Desde
esta
concepción,
la
universalidad
de
los
hombres
no
estaría
sólo
en
el
punto
de
partida,
sino
muy
fundamentalmente
en
la
producción
de
un
plan
racionalmente
ético,
en
el
que,
naturalmente,
las
diferencias
culturales
carecerían
de
importancia.
A
partir
de
estas
consideraciones,
(ubicándonos
en
el
plano
de
la
tensión
entre
naturaleza
y
cultura)
el
supuesto
de
una
“naturaleza”
innata
que
subyace
a
lo
adquirido,
aparece
al
lado
de
la
concepción
de
la
cultura
como
un
artificio
social,
que
constriñe
y
oculta
la
verdadera
naturaleza
de
los
hombres;
buena
o
mala,
agresiva
o
huidiza
según
se
cite
a
unos
o
a
otros
autores.
Del
mismo
modo,
la
observación
de
las
diversas
manifestaciones
culturales
como
modos
de
estar
más
o
menos
cercanos
a
la
naturaleza
o
al
progreso,
implica
la
comprensión
de
la
cultura
como
un
desarrollo
lineal
hacia
unos
determinados
fines.
Para
Marx
la
cultura
sería
como
una
segunda
naturaleza,
ya
que
el
ser
humano,
más
que
tener
una
naturaleza
previa,
es
un
ser
social
que
produce
sus
propias
condiciones
de
vida.
Pero
estas
condiciones
son
las
que
determinan
esta
segunda
naturaleza
que,
en
este
sentido,
pues,
no
es
natural,
sino
social.
El
problema
ideológico
de
la
cultura
se
da
cuando
ésta
se
quiere
presentar
como
un
producto
natural,
ya
que
bajo
la
coartada
de
su
supuesta
naturalidad
se
quiere
imponer
una
determinada
concepción
del
mundo
generada
por
la
clase
dominante
para
prolongar
su
supremacía.
Las
relaciones
sociales
no
son
para
Marx
algo
dado
o
estático,
sino
la
realización
del
hombre
mismo
de
manera
tal
que
a
partir
de
un
intercambio
entre
hombre
y
sociedad,
ambos
se
constituyen
recíprocamente.
Pero
la
esencia
del
hombre,
es,
el
trabajo.
Este
es
el
medio
a
partir
del
cual
se
realiza
y
desarrolla
sus
posibilidades.
El
proceso
de
autoproducción
mediante
el
trabajo
es
un
proceso
dialéctico.
El
trabajo
implica
una
humanización
de
la
naturaleza
en
tanto
el
hombre
deja
sobre
ella
su
propia
huella...
su
esencia.
Y
esto
a
su
vez,
repercute
sobre
el
hombre
mismo,
porque
la
transformación
que
el
hombre
introduce
en
la
naturaleza,
modifica
las
condiciones
de
la
vida
humana.
Y
a
la
hora
de
revisar
o
“repensar”
al
hombre,
las
ciencias
humanas
han
insistido
en
el
hecho
de
que
a
menudo
lo
determinante
en
la
vida
de
los
hombres
no
es
lo
que
ellos
creen
o
piensan,
sino
aquello
que
precisamente
escapa
a
su
conciencia
–
estructuras
lingüísticas,
culturales
y
sociales
–y
que
sin
embargo
configuran
su
pensamiento,
su
acción,
sus
sentimientos,
sus
juicios
de
valor
y
sus
elecciones.
En
este
contexto
se
ubica
Levi
Strauss.
Encontramos
en
él
las
influencias
básicas
del
marxismo
y
el
freudismo.
El
análisis
efectuado
por
Marx
de
la
sociedad
burguesa
y
de
los
mecanismos
económicos
mostraba
que
la
auténtica
realidad
no
es
nunca
la
más
manifiesta,
sino
que
permanece
oculta
(y
ocultada
por
la
ideología).
Freud
también
señaló
que,
lejos
de
estar
gobernada
por
las
instancias
conscientes
y
manifiestas,
el
psiquismo
está
regido
por
instancias
inconscientes.
Tanto
la
ideología,
como
los
sueños,
son
manifestaciones
enmascaradas
de
una
realidad
subyacente
más
profunda,
y
este
intento
de
encontrar
un
sentido
oculto
o
latente,
más
allá
de
lo
meramente
manifiesto,
es
el
que
guiará
el
planteamiento
de
Lévi-‐
Strauss
recogido
en
“El
pensamiento
salvaje”
y
el
del
estructuralismo,
en
general:
la
antropología
debe
construir
modelos
estructurales
capaces
de
descifrar
y
describir
la
realidad,
y
capaces
de
reducir
a
un
orden
la
aparente
arbitrariedad
de
las
diversas
formas
de
relaciones
humanas.
Pero,
si
el
marxismo,
el
psicoanálisis
y
la
geología
están
en
el
origen
programático
de
sus
investigaciones,
en
cuanto
al
método
a
seguir,
Lévi-‐Strauss
partió
del
modelo
de
la
lingüística
estructural.
La
adoptó
como
modelo
para
forjar
sus
estudios
antropológicos
ya
que
concibe
la
estructura
social
como
un
sistema
de
signos:
los
sistemas
de
parentesco,
las
reglas
del
matrimonio,
las
formas
de
intercambio,
etc.
serían
como
una
especie
de
lenguaje
que
permite
la
comunicación
(inconsciente)
entre
los
individuos
y
los
grupos
sociales.
Aunque
la
estructura
trasciende
la
realidad
empírica,
es
la
que
da
fundamento
a
los
modelos
construidos
sobre
ella.
Así,
las
relaciones
sociales
situadas
en
el
nivel
de
lo
real
se
asientan
sobre
las
estructuras
sociales,
situadas
en
el
nivel
de
lo
simbólico.
De
esta
manera,
el
nivel
simbólico
e
inconsciente
es
la
auténtica
base
de
lo
real,
ya
que
solamente
la
estructura
es
la
que
posibilita
la
inteligibilidad
de
las
relaciones
sociales.
Al
mismo
tiempo,
estas
formas
estructurales
de
parentesco
son
producidas
a
partir
de
un
patrimonio
psíquico
común
e
innato
a
la
humanidad,
de
forma
que,
lejos
de
ser
peculiaridades
específicas
de
etnias
distintas,
tienen
una
base
universal.
A
partir
de
aquí,
el
estructuralismo
estudia
sobre
todo
las
uniformidades
psicológicas
subyacentes
a
las
aparentemente
diferentes
culturas.
Por
ello,
más
que
estudiar
y
explicar
las
diversidades
culturales,
explica
las
semejanzas
entre
culturas,
ya
que
para
el
estructuralismo
todas
las
culturas,
por
aparentemente
distintas
que
sean,
son
una
reproducción
de
estas
estructuras
originadas
en
el
cerebro
humano.
Como
vemos,
bajo
este
planteamiento
subyace
un
intento
de
remitir,
de
reducir
el
problema
de
la
cultura
a
la
biología
y
la
psicología
con
el
objetivo
de
postular
estas
uniformidades
universales
bajo
la
aparente
diversidad.
Ello
revela
una
concepción
de
la
cultura
y
de
la
naturaleza
como
realidades
superpuestas
y
sucesivas.
Lo
natural
queda
caracterizado
por
su
universalidad
y
su
espontaneidad
y
lo
cultural
como
todo
aquello
que
está
constreñido
a
una
norma
y
por
lo
tanto
es
relativo.
Con
ello,
además,
se
limita
el
papel
del
sujeto,
ya
que
éste
no
tiene
significado
por
sí
mismo,
sino
solamente
en
relación
con
las
estructuras
sociales
y
culturales
que
son
las
que
lo
dotan
de
sentido.
Así,
para
el
planteamiento
estructuralista
de
Levi
–
Strauss,
repensar
al
hombre
significa
pues
tomar
en
consideración
estas
estructuras
inconscientes
que,
al
cuestionarlo
como
sujeto
libre,
autónomo
y
autor
de
su
propia
historia,
le
han
trasladado
a
un
plano
diferente
de
la
discusión.
Desde
este
plano,
repensar
al
hombre
significaría
disolverlo
en
dichas
formas
estructurales
universales
que
al
tiempo
que
le
dotan
de
sentido,
muestran
su
universalidad.
Lo
cierto
es
que
al
reemplazar
la
idea
de
buscar
al
hombre
bajo
o
más
allá
de
sus
costumbres,
por
su
búsqueda
“en”
ellas,
se
corre
el
peligro
de
perder
al
hombre
enteramente
de
vista.
Aquí
se
plantea
la
cuestión
filosófica
sobre
la
idea
de
si
la
esencia
de
lo
que
significa
ser
humano
se
revela
en
aquéllos
rasgos
del
comportamiento
humano
que
son
universales
o
que
parecen
serlo,
antes
que
en
los
distintivos
de
este
o
aquel
pueblo.
Reconocer
que
la
humanidad
es
variada
en
su
esencia
como
lo
es
en
sus
diferentes
expresiones,
es
una
idea
que
epistemológicamente
ha
podido
crear
cierto
vértigo,
ante
la
posibilidad
de
perder
todo
asidero
fijo
a
la
hora
de
explicar
la
naturaleza
humana.
Sin
embargo
Geertz
asume
esta
complejidad
de
lo
humano.
Por
ello
parte
precisamente
del
presupuesto
contrario
al
recién
visto.
Lo
que
caracteriza
al
hombre
no
es
pues
la
unidad,
sino
su
variedad,
sus
peculiaridades.
No
cabe
pues
hablar
de
una
naturaleza
humana
como
sustrato
de
la
cultura,
sino
que
ella
misma
es
producto
cultural.
Critica
así
toda
concepción
ilustrada,
que
considere
lo
humano
como
lo
constante
o
universal
y
la
variedad
como
un
mero
añadido,
incluso
como
una
distorsión
del
hombre,
que
haya
que
reducir
o
depurar
para
obtener
lo
propiamente
humano.
El
hombre
es
definido
como
un
animal,
un
ser
inacabado
que
se
completaría
por
obra
de
la
cultura,
y
no
por
obra
de
la
cultura
en
general,
sino
por
formas
muy
particulares
de
ella.
Ello
es
así
porque
a
lo
largo
de
nuestra
evolución
como
especie
nuestro
sistema
nervioso
central
se
ha
ido
desarrollando
en
interacción
con
la
cultura,
de
ahí
que
necesite
de
ella
para
organizar
nuestra
experiencia.
Por
eso,
la
conclusión
de
Geertz
es
que
el
hombre
no
puede
ser
definido
solamente
por
sus
aptitudes
innatas,
como
pretendía
hacerlo
la
ilustración,
ni
solamente
por
sus
modos
de
conducta
efectivos,
como
han
tratado
de
hacer
buena
parte
de
las
ciencias
sociales,
sino
que
ha
de
definirse
por
el
vínculo
entre
ambas
esferas,
por
la
manera
en
que
la
primera
se
transforma
en
la
segunda,
por
la
manera
en
la
que
las
potencialidades
genéricas
del
hombre
se
concentran
en
sus
acciones
específicas.
Como
afirma
Geertz,
el
hombre
ha
llegado
a
ser
el
animal
que
más
depende
de
estas
tramas
simbólicas
públicas
de
lo
cultural.
Por
ello
la
cultura
no
pueda
considerarse
como
un
mero
adorno
de
la
existencia
humana,
sino
como
condición
esencial
de
la
misma.
Geertz
parte
de
la
firme
convicción
de
que
no
existen
ni
pueden
existir
hombres
no
modificados
por
circunstancias
de
tiempo
y
lugar,
por
costumbres
y
tradiciones
de
lugares
particulares.
De
ahí
la
extrema
dificultad,
y
en
el
fondo
lo
impropio,
de
trazar
una
línea
divisoria
entre
lo
que
es
natural,
universal
y
constante
y
lo
que
es
convencional,
local
y
variable
en
el
ser
humano.
Por
ello,
para
“encontrar
la
humanidad
cara
a
cara”
propone
un
descenso
a
los
detalles,
pasar
por
alto
y
hacer
de
lado
los
tipos
metafísicos
para
captar
firmemente
el
carácter
esencial
de,
no
sólo
las
diversas
culturas,
sino
las
diversas
clases
de
individuos
que
viven
en
el
seno
de
cada
cultura.
A
diferencia
del
enfoque
tradicional
de
la
antropología,
que
se
regía
por
el
estilo
de
trabajo
de
las
ciencias
naturales,
Geertz
propone
una
antropología
más
cercana
a
las
ciencias
humanas,
cuya
tarea
principal
no
es
medir
y
clasificar,
sino
interpretar.
Interpretar
las
culturas,
como
estructuras
de
significación
socialmente
establecidas,
a
través
de
las
cuales
el
ser
humano
otorga
sentido
a
sus
acciones,
Dichas
estructuras
nos
convierten
en
productos
culturales
siendo,
al
mismo
tiempo,
los
artífices
de
ellas.
Tras
la
disolución
del
Hombre,
renace
su
versión
contextualizada
en
su
constitutiva
particularidad.
Geertz
se
concentra
en
“lo
individual”
de
los
hombres
a
través
de
la
interpretación
de
la
cultura
particular,
como
el
contexto
de
carácter
simbólico
en
el
que
éste
se
realiza,
elaborando
lo
que
él
denomina
descripciones
densas
–
leer
la
cultura
como
si
fuera
un
texto-‐.
Las
polémicas
sobre
el
estatus
ontológico
de
las
realidades
culturales
y
de
los
fenómenos
simbólicos
pierden
sentido
cuando
se
considera
la
conducta
humana
como
“acción
simbólica”.
Lo
que
podemos
preguntarnos
acerca
de
unos
y
otros
no
es
qué
son,
sino
qué
se
dice
a
través
de
ellos.
Una
empresa
que,
en
definitiva,
se
parece
bastante,
como
reconoce
el
propio
Geertz,
a
la
del
crítico
literario.