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El discurso patriarcal en la poesía femenina

del primer franquismo

Patriarchal Discourse in Spanish Women’s Poetry


DURING FRANCO’S REGIME

José JURADO MORALES

Universidad de Cádiz
[email protected]

Resumen: Este artículo trata de mostrar cómo la poesía de autoría femenina


de los primeros lustros del franquismo se hace eco del poder patriarcal de-
fendido por el nacionalcatolicismo. Para ello y a modo de ejemplo, se citan
a algunas poetas que reflejan este contexto sociológico en sus poemas me-
diante la presencia de un sujeto poético femenino que responde a unos este-
reotipos sociales y el tratamiento de unos mismos temas que atañen a la
sumisión amorosa, la maternidad, la familia, la infancia, la relación con los
hijos y otros motivos limítrofes.
Abstract: The aim of this paper is to show how women’s poetry in the early
years of Franco’s regime echoes the patriarchal power defended by National-
Catholicism. I shall study some poets who reflect this sociological context in
their poems through the presence of a female poetic subject that responds to
social stereotypes and the treatment of some issues such as loving
submission, motherhood, family, childhood, relationships with children, etc.

© UNED. Revista Signa 23 (2014), págs. 525-544525


José Jurado Morales

Palabras clave: Poesía femenina española de posguerra. Nacional-catolicis-


mo. Discurso patriarcal.
Key words: Postwar Spanish women’s poetry. National-Catholicism.
Patriarchal discourse.
La historiografía literaria ha perpetuado un ramillete de cinco o seis mu-
jeres poetas adscritas a la primera generación de posguerra y ha soslayado
el nombre de otras muchas que dieron a conocer poemarios o poemas en
publicaciones periódicas y que apenas si se las recuerda. La exclusión de
una historia de la literatura dominada por hombres, la poca calidad de sus
producciones, la vetustez de los temas y los estilos empleados, el abandono
de sus carreras apenas comenzadas o la comunión con los preceptos fran-
quistas, entre otras razones, pudieran explicar el olvido que hoy padecen.
Sirva la referencia a la selección que prepara José Luis Martínez Redondo
en 1953 bajo el título de Poesía femenina (Antología) para constatar el des-
conocimiento que en la actualidad adolecen las antologadas: María Dolores
Alegre, Maruja Collados, Inma de Espona, Carmen Martínez Santolaya,
María del Carmen Pescador, Luz Pozo Garza, Josefina Sánchez Pemán,
María Dolores Tello y Guillermina Vives. Más conocidas resultan hoy día
las que incluye Carmen Conde en Poesía femenina española viviente en
1954, compilación reeditada en 1967 con el título de Poesía femenina espa-
ñola (1939-1950), aunque también se dan cita algunas olvidadas entre las
veintiséis: María Alfaro, Ester de Andreis, María Beneyto, Ana Inés Bonnín,
Carmen Conde, Mercedes Chamorro, Ernestina de Champourcin, Beatriz
Domínguez, Ángela Figuera, Gloria Fuertes, Angelina Gatell, Clemencia
Laborda, Chona Madera, Susana March, Trina Mercader, Pino Ojeda, Pilar
Paz Pasamar, Luz Pozo Garza, Josefina Romo Arregui, Alfonsa de la Torre,
Josefina de la Torre, Montserrat Vayreda, Pilar Vázquez Cuesta, Pura Váz-
quez, Celia Viñas y Concha Zardoya1. Si bien hoy apenas se recuerda a
muchas de ellas, toca reconocer, al margen de sus respectivos méritos artís-
ticos, su presencia en periódicos, revistas, antologías y libros de la época
como prueba de que, entonces al menos, tuvieron cierta repercusión entre
los lectores.
En las páginas que siguen me centraré en la órbita de la mujer de pos-
guerra para intentar exponer cómo la lectura de algunos de sus poemas

1 
En las referencias que hago en el presente artículo a poemas recogidos por Carmen Conde
(1967) sigo la edición de Poesía femenina española (1939-1950). De casi todas las citadas da buena
cuenta María Payeras (2009) en su monografía Espejos de palabra.

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constata la presencia de un sujeto poético femenino que, mediante la recrea-


ción de unos estereotipos sociales supeditados a la relación de aquella con
el hombre, da cuenta del patrón nacional-católico de mujer que se pretende
imponer. Son poemas que atienden en último término a las demarcaciones
del hogar y reiteran unos mismos temas que atañen a la sumisión amorosa,
la maternidad, la familia, la infancia, la relación con los hijos y otros moti-
vos limítrofes. La mención de los asuntos tratados ya valida una primera
conclusión sobre la construcción oficial de la personalidad femenina: la
mujer teje su identidad en función de los otros, especialmente de los varones
de la casa (padre, marido, hijo), es decir, edifica su identidad a partir de la
alteridad, no de la mismidad, lo que puede repercutir en un estado de frus-
tración y un sentimiento de irrealización vital.
Para arropar en su contexto esos poemas, me fijaré en declaraciones y
textos del momento que funcionaron como plataformas de adoctrinamiento
para el perfecto encaje social del hombre y la mujer comunes, los individuos
de la calle en su día a día, con unas funciones y rasgos intachablemente de-
limitados. Las jerarquías políticas y eclesiásticas, en donde germinan mu-
chas de las manifestaciones dogmáticas que citaré, desean perpetuar su po-
der patriarcal mediante la disposición de un modelo de identidad femenina
falazmente asociado a un orden natural o a un mandato divino y, por ende,
incuestionable.

1. Dulce compañera, amante esposa y madre


abnegada

En tal entorno la mejor carta de presentación de toda mujer —por lo me-


nos, la de la mujer corriente, el ama de casa tradicional— consiste en hacer
gala de la servidumbre, considerada propia de su género, y mantenerse aleja-
da de cualquier participación social. Esto significa que la mujer se convierte
en elemento adjetivo del hombre, al que debe rendir obediencia ciega y al
que debe consagrar el don de la maternidad. Por tanto, hay en el franquismo
una pérdida de las conquistas republicanas y una vuelta a un sistema reaccio-
nario en el que la mujer ha de guiarse por la sumisión y la reclusión en el
hogar y el hombre por ser el pater-familias que ostenta el poder económico y
moral y, en consecuencia, la voz y el mando de los suyos. Esta síntesis, sim-

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plista quizás, pero reveladora de un espíritu de época, puede valer de adelan-


to de lo que trataré de argumentar en páginas venideras2.
Hay muchas circunstancias históricas decisivas para comprender esa
nueva identidad de lo femenino abrigada por la oficialidad franquista o, lo
que es prácticamente lo mismo, para atisbar la distancia que separa la situa-
ción de la mujer en la posguerra de la que pudiera haber alcanzado si la
guerra no hubiese truncado los logros de la república. Uno de los hechos
más tempranos apunta al 23 de setiembre de 1936, fecha del decreto que
prohíbe la coeducación en España y que supone el inicio de una formación
basada en la desigualdad. Claro que un decreto no explica por sí solo los
parámetros sociológicos del momento en su conjunto, ni puede sostenerlos
en el tiempo. Esta situación se instaura con tanta fuerza en el primer fran-
quismo porque los dos discursos sobre los que este se asienta, el católico y
el falangista, convergen en la idea de la superioridad masculina y en la apo-
logía de la maternidad como verdadero sentido en la vida de las mujeres, es
decir, convergen en considerar a la mujer no en su individualidad sino en su
condición de complemento como esposa y madre. La Iglesia Católica se
muestra tajante al respecto y no hay más que acudir a algunas declaraciones
de la época, como la que sigue del padre Delgado Capeans3, para hacernos
una idea de su discurso conservador:

[E]l feminismo moderno no se contenta con los triunfos y conquistas


realizados por el Evangelio. Quiere algo más, aspira a nuevas conquistas.
No se contenta con ser la dulce compañera del hombre, la amante esposa y
la madre abnegada; quiere emanciparse de él, aspira a contar con sus pro-
pias fuerzas, a poder vivir por sí sola, sin el auxilio del hombre; quiere la
conquista de la perfecta igualdad entre ambos sexos en todos los cargos y
manifestaciones públicas; la instrucción integral. … Esto y otras muchas
más conquistas quiere el feminismo moderno para la mujer de hoy, aun a
trueque de dejar en el camino, hecho jirones, el tesoro más hermoso de la
mujer: su feminidad (Molinero, 1999: 69).

2 
Este mundo sociológico queda explicado de forma detallada y amena en los Usos amorosos de
la posguerra española que Carmen Martín Gaite (1987a) escribiera en los años ochenta, donde pueden
encontrarse mil y un ejemplos de las relaciones entre el hombre y la mujer en la década de los años cua-
renta. También acarrea un buen número de citas muy clarificadoras del papel que la mujer ha de desempe-
ñar el artículo «El uso de la palabra misión en el lenguaje de la prensa femenina española (1939-1945)» de
Pilar de Vega Martínez (1988).
3 
Un buen repertorio de las conferencias sobre el asunto pronunciadas por Ricardo Delgado
Capeans (1941) está recogido en su libro La mujer en la vida moderna.

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Este radicalismo se acrecienta si cabe en los estatutos y discursos de la


Sección Femenina de Falange en los que se insiste una y otra vez en la
subordinación y la inferioridad de la mujer con respecto al hombre como
misión encomendada por la Patria. Los ejemplos resultan múltiples y mu-
chos son conocidos, pero merece la pena traer a colación algunas manifes-
taciones de Pilar Primo de Rivera entresacadas de sus arengas: «[las mujeres
tienen una] misión de ayuda, no es misión directora, porque esa solo corres-
ponde a los hombres» (Zamora, III Consejo Nacional, 1939); «Las Seccio-
nes Femeninas respecto a sus Jefes tienen que tener una actitud de obedien-
cia y subordinación absoluta. Como es siempre el papel de la mujer en la
vida, de sumisión al hombre» (Barcelona, V Consejo Nacional, 1941); «Las
mujeres nunca descubren nada; les falta, desde luego, el talento creador,
reservado por Dios para inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer
nada más que interpretar mejor o peor lo que los hombres nos dan hecho» (I
Consejo Nacional del Servicio Español del Magisterio, 1943). En fin, en una
entrevista aparecida en Pueblo, en mayo de 1948, a la pregunta sobre cuáles
son los objetivos primordiales de la educación de la mujer responde que
«como siempre, porque para eso no hay edades, los de prepararla para que
sepan crear y dar fundamento a una nueva familia donde, en medio de una
apacible y amorosa convivencia, se llena la vida de un profundo sentimiento
religioso y se aprende a servir a la Patria» (Molinero, 1999: 71-72, 78).
El modelo femenino defendido por la Iglesia y la Sección Femenina de
Falange se inculca en la mujer a través de los resortes del poder: a las niñas
y adolescentes en las escuelas, a las jóvenes durante el Servicio Social, y a
estas y a las adultas a través de los medios de comunicación (radio, periódi-
cos y revistas) con los consultorios sentimentales, las entrevistas, las charlas
religiosas, las cartas al director, los artículos de las firmas invitadas, las ra-
dionovelas, etc. En este sentido, las revistas de la Sección Femenina —Me-
dina, Y, El Ventanal— se erigen en vehículos perfectos para difundir entre
las amas de casa la necesidad de atender el hogar, al marido y los hijos. En
un plano literario, también se aprovechan estas revistas para promover un
tipo determinado de literatura entre las escritoras, muy numerosas en la
época, pero invisibles por su alejamiento de las grandes editoriales, los pre-
mios, los jurados, las antologías y las instituciones. Muestra de ello son las
entrevistas realizadas a escritoras afectas al régimen (Carmen Martín de la
Escalera, María José Pomar, Blanca Espinar, etc.) o la sección titulada
«¿Servirías tú para escritora?», inaugurada en 1947, en El Ventanal, en la
que se aconseja cómo escribir y qué leer, con una predilección por el género
rosa, el componente autobiográfico y un estilo dotado de sencillez y gracia

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(Zecchi, 2002). A buen seguro, iniciativas como esta debieron influir en


muchas de esas escritoras que terminan por acatar y difundir el patrón feme-
nino social del franquismo. El caso de algunas novelistas constituye un buen
ejemplo, ya que autoras como Carmen de Icaza, Eugenia Serrano, Concha
Linares Becerra o Concha Suárez de Otero asumen el género de la novela
rosa como propio de la mujer y construyen, con todas las variantes que se
quiera, un tipo de heroína definida por la sensibilidad, la abnegación, la re-
signación, la entrega y el cariño frente a unos hombres fogosos, valientes,
aventureros e inteligentes (Montejo, 2006).

2. Yo te bendigo: los poemas imperialistas

Tampoco la poesía escrita por mujeres en los años cuarenta escapa al


modelo de sociedad patriarcal apuntado. Hoy día se conoce mucho mejor a
aquellas autoras que disienten notablemente de este discurso, como Ángela
Figuera, Gloria Fuertes, Carmen Conde, Concha Zardoya y otras más jóve-
nes o menos famosas que componen buenos testimonios de una poesía que
bascula de lo existencialista a lo social con un claro compromiso contra la
dictadura. No obstante, existen otras muchas poetas que han pasado con
menos gloria a la posteridad por razones de calidad literaria o de fundamen-
to ideológico, pero cuyas obras almidonadas en el tiempo han quedado
como un documento valioso para examinar hoy día las señas de identidad
propiciadas por el ideario franquista para la mujer.
Como paradigma del influjo que ejerce el totalitarismo en la poesía fe-
menina de la primera posguerra, habría que señalar aquellos poemas en los
que las escritoras celebran la victoria del bando nacional en la guerra y ala-
ban la persona y las hazañas bélicas de los héroes y mártires en un sentido
similar al registrado en las varias compilaciones de signo bélico estampadas
entre 1939 y 19414. La aportación femenina más relevante en este terreno
quizás corresponda a la gallega Pilar Millán Astray, hermana del fundador
de la Legión y conocida sobre todo por su labor de dramaturga con éxitos
como La tonta del bote. Las vivencias de su paso por las cárceles de Murcia

4 
Los títulos más nombrados son: Romances de la Cruzada de Rafael Balbín, Altura de José M.ª
Castroviejo, Poesía legionaria de José Antonio Cortázar, Romances y episodios de la Revolución roja
de Félix Cuquerella, Romances de la Falange de Rafael Duyós, Romancero tradicional de Ernesto La
Orden, Romancero legionario y Calendario poético de la Cruzada de Antonio Maciá Serrano, Poemas
de guerra de Alfredo Olavarría, Lira bélica de José Sanz Díaz, Antología poética del Alzamiento de
Jorge Villén y la Corona de sonetos en honor de José Antonio.

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y Alicante durante la guerra civil nutren los poemas recogidos en Cautivas.


32 meses en las prisiones rojas de 1940. Se trata de un poemario en la línea
política de los referidos en esas compilaciones, que titula precisamente «Al
Caudillo» y que se abre con el siguiente soneto:

General y Señor: Yo te bendigo;


Yo, admirando tu bélica aureola,
siento vibrar mi sangre de manola;
y entusiasmada tus victorias sigo.

El triunfo nos dará tu pecho amigo


y del marxismo barrerás la ola.
No olvides, Franco, que nací española,
y es la pura verdad cuanto yo digo.

En tu lucha gigante te acompaña


el corazón de la mujer de España;
y cuando triunfes, y tras mil dolores,

pase tu nombre al libro de la Historia,


¡no habrá en España suficientes flores,
oh invicto General, para tu gloria! (Millán Astray, 1940: 15).

El soneto tiene bastante enjundia y podría repararse en algunos lugares


comunes en la poesía imperialista de entonces, entre ellos, la apología del
patriotismo —«nací española»— y de la exterminación del enemigo —«del
marxismo barrerás la ola»—. No obstante, lo que ahora me interesa resaltar
desde la perspectiva de una poesía femenina partidaria del régimen naciente
radica en que de algún modo la escritora gallega poetiza el espíritu de la
Sección Femenina de Falange, que recoge en el preámbulo de sus estatutos,
aprobados en 1937, que esta sección nace porque «aquel movimiento arries-
gado, varonil y difícil, necesitaba, precisamente por su fortaleza, el más fino
complemento de la labor femenina para asistir y aliviar las derivaciones de
sufrimiento que la conducta heroica de la Falange ocasionaba». Es decir,
Pilar Millán Astray asume las señas de identidad franquistas relativas a la
subordinación de la mujer al hombre en la causa nacional —«te acompaña /
el corazón de la mujer de España» (Mullor-Heymann, 1998: 87-88)—. Al
mismo tiempo, hay otro aspecto muy significativo: la glorificación casi reli-
giosa de la figura de Franco. Más allá de la alabanza en sí, esto supone que
la escritora aproxima las figuras de Franco y Dios, este como padre de los
cristianos y aquel como padre de los españoles, algo inteligible desde el

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instante en que advertimos la vinculación de este paralelismo con la hege-


monía patriarcal de la dictadura que enaltece la tríada paternalista formada
por Dios, el Caudillo y el marido, este último a su vez como padre de los
futuros súbditos. En suma, los versos de Millán Astray no solo exaltan la
imagen militar de Franco, sino que en la base proyectan una concepción del
mundo en la que la mujer se encuentra totalmente supeditada al hombre,
entendido como un ser superior capaz de tales hazañas bélicas y otras más
mundanas.
Este soneto de Millán Astray constituye un caso extremo de clara ads-
cripción política muy vinculado todavía a los fragores militares de la guerra
y las loas a los héroes nacionalistas. A medida que el 1 de abril de 1939 se
va distanciando en el tiempo, en los textos (poéticos, narrativos, dramáticos
y periodísticos) de las escritoras profranquistas se atenúa la inclinación im-
perialista, pero no desaparece la consignación de ese estatus sociológico
antes aludido orientado por la Falange y la Iglesia mediante el enaltecimien-
to de los valores nacional-católicos.

3. Cuanto más fecundas, más madres: los poemas


de la maternidad

Haciéndose eco de las palabras de Pío XI en la encíclica Casti Connu-


bii del 31 de diciembre de 1930 y de otros muchos discursos de Pío XII,
los principios del nacional-catolicismo defienden la procreación como fin
de todo matrimonio. Así se difunde en la literatura edificante de posguerra
y se escucha en programas radiofónicos como las Charlas de orientación
religiosa, del padre Venancio Marcos, emitidas desde 1944 o las Lecciones
de Buen Amor, un curso de educación prematrimonial del padre Ángel
Villalba desde 1954. En el número 44 de Y, la revista de las mujeres na-
cionales sindicalistas, leemos a la altura de setiembre de 1941 un texto
titulado «Carreras para la mujer», en el que se lee: «La verdadera carrera
de la mujer es la de madre de familia. Estamos de acuerdo que es a la que
deben todas aspirar, exceptuando un escaso número que otras vocaciones
más sublimes puedan acaparar» (Vega Martínez, 1988: 138). El padre Gar-
cía Figar (1945a) lo tiene bastante claro: «¿Para qué me caso? La natura-
leza contesta que la unión del hombre con la mujer responde a un grito de
la especie, que quiere sobrevivirse y perpetuarse en el mundo hasta tanto
llegue el cataclismo final. ¡Los hijos!». En términos del abad Carlos Gri-
maud (1942: 344): «Ella ha sido hecha moral, intelectual y corporalmente
para ser madre; de ahí proviene toda su dignidad». Pío XII sostiene que

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«Dios ha dado a la mujer la misión sagrada y dolorosa, pero fuente a la


vez de purísima alegría, de la maternidad, y a la madre está confiada, antes
que a nadie, la primera educación del niño en los primeros meses y años»
(Acción Católica Española, 1955: 977; Vega Martínez, 1988: 124). En fin,
el cardenal Gomá (1946: 194) anima a la familia numerosa con su «cuanto
más fecundas, más madres».
Esta política garante de la natalidad construye un cuadro social en el que
la mujer siente la necesidad y la obligación de tener un hijo, pues la mater-
nidad se transmuta en su deseo primero y su aspiración última por aquies-
cencia personal como forma de alcanzar la realización individual y por
presión externa como fórmula para ayudar a la construcción de la Patria. En
este contexto toda mujer que no sea madre contraviene la misión encomen-
dada por mandato divino y disposición gubernamental y sufre cierto recha-
zo, hasta el grado de que el mismo Pío XII llega a considerar que «la esteri-
lidad es con frecuencia el castigo del pecador» (Pío XII, 1951: 1757; Roca i
Girona, 1996: 230).
La genovesa Ester de Andreis, afincada en Barcelona a los cinco años,
publica el poemario Prímula en 1943. Andreis, educada a caballo entre Es-
paña, Italia e Inglaterra, traductora de Katherine Mansfield, Louise Labé y
Elizabeth Barrett Browning, anfitriona de tertulias y encuentros poéticos en
su casa barcelonesa del número 55 de la calle Ganduxer (Ridruejo, 1976:
271), tiene un poema titulado «El hijo que nunca tuve», publicado en Attimi
(1946) y traducido en Instantes (1982), que manifiesta de forma ejemplar la
carencia que el discurso dominante hace sentir a la mujer infecunda o esté-
ril. Según el pensamiento hegemónico, la mujer se realiza al tener descen-
dencia, de ahí que en el poema «El hijo que nunca tuve» (recogido en Con-
de, 1967: 47-48) afloren los sentimientos de nostalgia y soledad, el deseo
soñado y no alcanzado de haber alumbrado a ese niño:

El hijo que no tuve nunca


desde siempre me aguarda
en la vida que no he vivido.
Se apresura a mi encuentro con sus ojos
límpidamente claros
absortos en el horizonte.
Se posa el aire abril en su rostro,
en su frente serena,
su cabello dorado.
Siempre sonríe el sol

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en sus años y cantan


luminosos cantares
las veredas, los prados y los bosques
por los que él ha pasado.

Cuando nace la luna


se queda pensativo
y advierte que con él me pierdo
en la diáfana luz
y que vivo la vida que jamás he vivido.

El hijo que no tuve nunca sufre


la nostalgia de mi infinita ausencia
y repite palabras de amor, leves,
que no oyó todavía,
enjuga el llanto de mi voz
y se pierde en mi día solitario
a contemplar las horas
que jamás podrán ser. Me pide entonces
las caricias, los besos
que tan solo he soñado (Andreis, 1982: 51-52).

Al mismo respecto, la gironesa Montserrat Vayreda5, que no publica su


primer libro, Entre el temps i l’eternitat, hasta 1955, cuando ya rebasa los
treinta años de edad, escribe un poema titulado «Autoelegía de la mujer es-
téril» (Vayreda, 1954: 19; recogido en Conde, 1967: 362-363), en el que el
sujeto poético femenino declara el dolor acumulado por su esterilidad a
partir de la imagen del árbol sin fruto:

Mi cuerpo vibra, late, siente. Ansío


liberarle de aquello que desea;
él es el tronco que en su pleno estío
dice a la yedra: ¡Que tu abrazo sea!
Yedra: tacto sin fin que se encarama
hasta la copa —mi mortal cabeza—
que encuentra en cada brazo tierna rama
poblada por cien ríos de tibieza.
Si de mis senos las pequeñas lomas
sienten de tales ríos la ternura

5 
Para un primer acercamiento a su obra puede consultarse Poemes de Montserrat Vayreda (Anto-
logia 1945-2004) en edición de Anna M. Velaz i Sicart (2005).

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vibran y laten como dos palomas


que encuentran en el árbol su postura.
Y la cintura erguida, afianzada
en la raíz vital que la alimenta
no se siente jamás arrebatada
por una mano audaz o violenta.
Siguen los pies clavados en la firme
tierra donde nací. Los pasos dados
se concentran en uno, en el de asirme
en el barro sin fin de mis pecados.
Árbol sin fruto soy, árbol herido
por las tormentas que en su centro estallan,
árbol que nunca ha cobijado un nido,
árbol con muchos labios que se callan.
Árbol apasionado por la vida
de los pájaros todos que la habitan
—sueños de una ternura presentida—
que amargan, que murmuran y que incitan.
Cuando me caiga al fin, si alguien advierte
todo el dolor que floreció en mis ramas,
verá también que luego de mi muerte
todo el amor se me levanta en llamas (Vayreda, 1954: 19).

En el supuesto de que esa criatura se conciba, la jerarquía familiar se


consolida: el pater-familias busca el sustento económico en el espacio abier-
to de la calle y la mujer queda más confinada aún al hogar para encargarse
de su crecimiento. Mientras son pequeños, la mujer rige en la casa y los hi-
jos obedecen, con lo que, como madre y educadora, esta se sitúa en la pirá-
mide social y familiar por debajo del hombre, pero por encima de los hijos.
El problema surge cuando se trata de varones ya que, al crecer, pronto pasan
a ser hombres y, en consecuencia, a adelantar a sus madres en el escalafón.
La barcelonesa Susana March, esposa del novelista cántabro Ricardo Fer-
nández de la Reguera, escribe en estos años Rutas (1938), Poemas de la
Plaza Real (escrito entre 1939 y 1945, y publicado en 1987) y La pasión
desvelada (1946), el de contenido más amoroso de los tres. Ya desde esta
temprana producción se avista un tono existencialista, una dialéctica entre el
deseo de rebelión y la resignación ante el destino y una reflexión sobre las
restricciones impuestas a la mujer. por ejemplo, en el poema «Dudas» de

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Rutas expresa su deseo de libertad frente al sometimiento a la vida vulgar6.


Susana March incluye el poema «Mi hijo ha crecido este verano» en La
tristeza7, accésit del Premio Adonais 1952, dedicado a su unigénito de nom-
bre Alfredo, que revela a las claras algunas señas pertinentes ligadas a la
sensación de inferioridad de que adolece la mujer:

Mi hijo ha crecido este verano.


Me pone las manos sobre los hombros y me dice:
«¡Mira, soy casi tan alto como tú!»
Se empina un poco todavía.
Pero pronto será tan alto como yo. ¡Y más alto!
Pronto seré yo la que tendré que empinarme para besarle en la mejilla.
Pronto ya no podré decirle esas cosas pueriles que dicen las madres a sus
hijos:
llamarle «sol mío», hacer como que me sorprendo
por cualquier acto suyo,
arroparle por las noches
cuando ya esté dormido.
Pronto ya no podré contarle
esas historias que le gustan tanto,
las heroicas hazañas
que yo cometí cuando era joven, porque me diría:
«Si tú eres una mujer. Y las mujeres no cometen hazañas heroicas».
Y yo sentiré delante de sus ojos todo el triste rubor de mi sexo.
Ya no seré nunca más osada, ni grande, ni amiga
de pájaros emigrantes y marineros taciturnos.
Volveré a ser lo que siempre fui:
una mujer insatisfecha de ser mujer y de todo.
¡Porque el único en este mundo que me veía grande
habrá crecido más que yo! (March, 1957: 56).

Tras la aparente sencillez de la anécdota recogida —el crecimiento


de un hijo—, el poema de Susana March deja constancia de algunos de-
talles aclaratorios de la relación hombre-mujer en la época. El temor de

6 
Cf. los varios trabajos de Susana Cavallo dedicados a Susana March, entre ellos el titulado
«Polvo en la tierra: la poesía temprana de Susana March» (Cavallo, 2006).
7 
Posteriormente lo reúne en Poemas. Antología (1938-1959). Recogido también en Carmen
Conde (1967: 235). Susana March recopilaría los versos dedicados a su hijo Alfredo en Los poemas
del hijo, en el que también incorpora un poemita dedicado a su nieta Tanit, escrito en la noche del naci-
miento de esta. Agradezco esta información a Susana Cavallo, profesora en Loyola University Chicago
y especialista en Susana March.

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la protagonista a la pérdida del influjo sobre su hijo y de la admiración


que este le profesa —«el único en este mundo que me veía grande»—
descubre un máximo grado de conciencia de esa realidad por parte de la
mujer. Su reflexión sobre el porvenir alcanza una alta cota de patetismo
justamente por el hecho de que confiesa su angustia presente, su sinvivir
actual por el recelo de un daño futuro. Sufre ya por lo que sabe que ven-
drá seguro. Y lo que vendrá es un hijo que se le plantará más temprano
que tarde con un discurso patriarcal que restringe cualquier virtud y
ningunea toda iniciativa femenina, incluso las más extraordinarias. Esta
actitud, expuesta además en un contundente estilo directo en boca del
hijo —«Si tú eres mujer. Y las mujeres / no cometen hazañas heroi-
cas»—, comporta que la mujer sufra un estado de inferioridad que, para
más afrenta, no encuentra la discrepancia de esa madre del poema, sino
todo lo contrario: «Y yo sentiré delante de sus ojos / todo el triste rubor
de mi sexo». La anécdota remata, pues, en una guisa de acatamiento de
un orden establecido en función del sexo que relega a la mujer al empa-
cho, el descontento, la pesadumbre, el pesimismo, la falta de fe en su
condición femenina: «Volveré a ser lo que siempre fui: / una mujer insa-
tisfecha de ser mujer y de todo». O sea, ni tan siquiera la maternidad
logra una realización gratificante como se infiere en los versos finales en
los que claramente hay una resignación al devenir de las relaciones ma-
dre-hijo. En cierto modo, esto no es más que una variante del mito de la
mater-dolorosa, tan vociferado en el franquismo con la vinculación de la
figura de la mujer-madre a la Virgen María y que en última instancia
remite al pasaje del Génesis que suscribe «Parirás con dolor los hijos»
(Génesis, 3: 16). Un editorial, del 10 de abril de 1941, de Medina, el
semanario de la Sección Femenina de Falange, rubrica: «Y así, la mujer,
en el recuerdo del humano dolor de la Virgen María, sabe también su
misión abnegada, sencilla, heroica» (Vega Martínez, 1988: 137). En con-
clusión, el sujeto poético propuesto por Susana March acaba asumiendo
esa filosofía del sufrimiento y de la resistencia ante las adversidades
propia del nacionalcatolicismo y que, en el ámbito femenino, culmina
con la entrega a los hijos. En un artículo de octubre de 1941 titulado «La
misión de la mujer» y aparecido en el número 47 de la revista La Mujer
de Acción Católica (Pastor, 1984: 34) se lee que «la mujer que es madre
se olvida de sí misma para no pensar más que en los demás». José Jua-
nes lo expresa así: «El gozo de ser madre por el dolor y el sacrificio es
tarea inexcusable femenina que da gloria después, cuando en el más allá
se sopesen martirios y merecimientos» (Juanes, 1942; Vega Martínez,
1988: 137).

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4. En la sombra, en la modestia y en la sumisión:


los poemas amorosos

Son tiempos de menguas y abnegaciones y en esta coyuntura la invoca-


ción al espíritu de sacrificio por los demás se extrema en el contorno de la
mujer en su condición de esposa, pues la entrega a los seres queridos ha de
tornarse en obediencia ciega y sumisión al pater-familias, un equivalente en
el hogar al héroe militar en el campo de batalla al que hay que rendir pleite-
sía. La Iglesia del franquismo hace suya la figura del cabeza de familia que
tantas deudas cristianas tiene: ya en el Génesis la mujer aparece subordinada
al hombre como ser nacido de él y en la epístola de San Pablo a los Efesios
(5: 22-24) se dice que «las casadas estén sujetas a sus maridos como al Se-
ñor; porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la
Iglesia, y salvador de su cuerpo. Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así
las mujeres a su maridos en todo». En fin, la máxima del artículo 57 del
código civil de 1944 reza que «el marido debe proteger a la mujer y esta
obedecer al marido». La declaración de Carmen Werner, responsable de las
secciones femeninas del Frente de Juventudes, relativa a la regulación falan-
gista tiene extensión a la organización familiar:

O sea, que la Sección Femenina, que es un conjunto de mujeres, no debe


desnaturalizarse ni cambiar su condición, sino que para ser eficaz o para ser
colaboradora en la obra viril de la Falange tendrá que mantenerse en la
sombra, en la modestia y en la sumisión, y con ese complejo, y envueltas en
las usuales formas femeninas de gracia y amabilidad, entablar vuestras re-
laciones con las Jerarquías (hombres) (Molinero, 1999: 73-74).

Ciertamente cualquier pesquisa de testimonios al respecto se antoja infi-


nita: «Y, al crearla. Dios le asigna [a la mujer] un papel ilimitado de ayuda
para el hombre» (Fuertes, 1944; Vega Martínez, 1988: 135); «Y tiene [la
mujer] su «emulación» principal en la forja de hombres, que a su cuidado y
solicitud están encomendados. Esta obra es superior a la construcción de
catedrales y castillos» (García Figar, 1945b; Vega Martínez, 1988: 136); «la
mujer debe ser instruida, no para sobreponerse a su marido, sino para man-
tenerse a su lado con dignidad; cultivada, no con orgullo insolente y seco,
sino con la dulzura de una abnegación modesta» («La mujer y el hogar»,
1938: 15; Pastor, 1984: 35).
La valenciana María Beneyto es una escritora de larga y fecunda trayec-
toria que en los últimos tiempos ha asistido a un reconocimiento de su obra
con premios como el de las Letras Valencianas 1992. Dentro del compromi-

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El discurso patriarcal en la poesía femenina del...

so vital y social que marca su poesía testimonial y solidaria en el medio si-


glo, se constata una imagen plural de la mujer bien enunciada en el poema
«Criatura múltiple» de un libro homónimo de 1954: «¡Soy yo tantas mujeres
en mí misma! / […] Yo, múltiple, plural, amigos míos, / no soy nada. Soy
todo» (Balcells, 2003: 136-137). Esta pluralidad ya campa en muchos de los
poemas de Eva en el tiempo de 1952, así en «La que está en la sombra»,
«La cansada», «La penitente» o «La peregrina». De igual modo, hay una
constante en su poesía, visible en este último poemario, que tiene que ver
con la representación de la mujer en dos modelos opuestos que Mónica Jato
(2004: 180) distingue con las siguientes palabras: «Se trata, por un lado, de
la mujer estática, contemplativa, al pie del hogar y que simboliza la pureza
de un ser que no ha sido manchado en el contacto diario con el mundo exte-
rior, y, por otro, la peregrina, la que se hace a sí misma en el dinamismo del
camino y que los hombres llaman Eva cuando ésta intenta transmitirles su
palabra». El poema «La última mujer» de Eva en el laberinto (Beneyto,
1954: 57-62; recogido en Conde, 1967: 59-62) da cuerpo a ese primer mo-
delo con lo que presenta un sujeto poético femenino que se ajusta a la iden-
tidad amparada por la cultura hegemónica.
«La última mujer» aporta una imagen de la identidad femenina que, más
allá de pretender un bienestar propio, busca la placidez y el contento de la
figura masculina como hombre y como compañero sentimental. Sobresale el
dibujo del sujeto poético femenino como una mujer silenciosa («Soy la mu-
jer callada»; «La mujer silenciosa que se desliza leve, / que no pesa, ni inva-
de, ni importuna»), primitiva («esta esperanza mía irracional, de hembra, /
mi fe animal y pura y primitiva»), ignorante y ventanera («Soy solo una
mujer que nada sabe / fuera de ver por la ventana el mundo»), invariable,
estática y fiel («Heme aquí»; «La mujer. La de siempre»; «Soy la quieta, la
tuya dulcemente»), sencilla («la humildísima»), paridora («Ese redondo ser
de las cosechas / humanas, que te acoge y perpetúa»; «yo, génesis que len-
tamente creo, / […] y elaboro mis criaturas»; «he gritado al darles [a los
hijos] vida»; «La tierra y yo somos mujeres hondas / y bravas paridoras»),
guardiana de la casa («La mujer de la casa»), recluida en sus fogones y su
cocina («La angosta sombra del fogón remoto»; «Después me iré otra vez a
mi cocina»), que no invade ni importuna («la carne dócil, cálida, del lecho»;
«Soy intrusa, / solo esta hora de cansancio tuya»). Y frente a ella se erige un
sujeto poético masculino definido como varón cansado («¡Estás ya tan can-
sado, compañero, / te duele tanto ya la torva herencia!»), con «voz llagada»
y «en el trance amargo», con miedo, agonía y angustia por el devenir oscuro
de los tiempos, que no alcanza a valorar la entrega generosa de su pareja. En

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este sentido, María Beneyto actualiza el tópico del ángel del hogar, que en-
laza con ese otro tópico del ángel de la retaguardia en los recientes tiempos
bélicos y que tiene mucho que ver con un prototipo de mujer educada para
ser hacendosa y cándida y ejercer las tareas domésticas con el objetivo pre-
ferente de hacer feliz a los demás, esto es, con la imagen nacional-católica
de la esposa servicial que actúa de lenitivo para un marido agotado por el
trabajo que quiere encontrar un hogar placentero: «yo llevaré el sol hasta tu
lecho / como a un animalillo siervo tuyo», concluye el poema de Beneyto.

5.  ¡Sí, la cocina! los poemas del hogar

Asimismo, la regla tradicional, fomentada por el franquismo, de reclu-


sión de la mujer en los límites de la casa familiar termina por configurar un
sujeto poético con una habitación propia, pero con una suerte de angustia
existencial e irrealización personal y una necesidad de volar a través del
balcón. El poema de María Beneyto refleja la imagen de esas mujeres ven-
taneras de las que Martín Gaite hablara en sus ensayos (Desde la ventana)
y contara en Entre visillos: «Soy solo una mujer que nada sabe / fuera de
ver por la ventana el mundo». A este respecto, la leridana Clemencia La-
borda, que se inicia públicamente en la poesía en 1943 con Jardines bajo la
lluvia, un poemario garcilasista donde ya se atisban como constantes de su
trayectoria la atención a los afectos familiares y una sentida religiosidad,
también plantea ese confinamiento de la mujer en «Soledad en la estancia»
(recogido en Conde, 1967: 202-206), un poema de 164 versos distribuidos
en dieciocho octavas reales, donde retrata a la chica que anhela un amor
lejano enclaustrada en su recinto y absorta en un marco de soledad, triste-
za, recuerdos y ensueños por un amor ausente. En el comienzo del mismo
se lee:

Ahora ya estoy aquí bajo tu cielo,


dulcísima provincia de mi casa,
nido de sombra donde cierro el vuelo
cuando la luz en vuelo me traspasa.
En donde atenta el corazón desvelo
y a mis ensueños nunca pongo tasa,
aquí donde mis versos improviso
a las alturas de un segundo piso (recogido en Conde, 1967: 202).

Lo que pretendo subrayar ahora con la lectura de «Soledad en la estan-


cia» es que la casa produce un doble sentimiento en la mujer. Por un lado,

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El discurso patriarcal en la poesía femenina del...

la identifica con un «nido de sombra donde cierro el vuelo», es decir, la


casa conlleva la clausura, la aflicción, la coerción, el fin del vuelo en liber-
tad y el ingreso en las sombras. Por otro lado, el sujeto poético se refiere a
ella como la «dulcísima provincia de mi casa» y, más adelante, la siente
como «mi refugio» y «la dulcedumbre en paz de mi aposento». O sea, se
nos ofrece una visión paradójica de la misma, ocasionada por la tensión
producida entre el apartamiento de la mujer por decisión personal en bus-
ca de sosiego y el encierro por dictamen social que hace del hogar un te-
rritorio común por el que la mujer vela cuando entra en liza el concepto de
familia, tan auspiciado por el franquismo. En este punto, esa estancia fa-
miliar termina reduciéndose a la cocina como espacio vital femenino.
Como Agustín Serrano de Haro (1946: 123) apunta en La escuela rural al
aludir a los estudios de las jóvenes: «Nada de conocimientos científicos
para estas niñas. La cocina —¡sí, la cocina!— debe ser su gran laborato-
rio» (Pastor, 1984: 32). Así se entiende mejor que la protagonista del poe-
ma citado de María Beneyto resuelva: «Después me iré otra vez a mi coci-
na, / a mis pájaros mudos y a mis sombras».

6. final

Valgan estos versos de cierre de una reflexión guiada por la certeza de


que el nacional-catolicismo orienta las relaciones del hombre y la mujer en
el seno de una doctrina patriarcal, como bien atestiguan las múltiples citas
entresacadas de la literatura edificante, religiosa y política, de posguerra.
Hay que tener presente que, con independencia de sus afectos o desavenen-
cias con el régimen, las escritoras de la época forman parte de un entramado
sociológico y no pueden huir de los condicionantes de un tiempo histórico
con unos patrones públicos arraigados en el pasado. Tal tesitura repercute en
la producción de numerosas escritoras, cuya poesía refleja a las claras el
opresor contexto patriarcal del franquismo y los estereotipos sociales relati-
vos al género que la oficialidad construye y custodia y del que las autoras
difícilmente pueden escapar. Los poemas citados en las páginas precedentes
ejemplifican el reflejo en la poesía de autoría femenina de los patrones de
género impuestos por la ideología y la moral dominantes. Al margen de los
que hacen proselitismo abierto del nuevo statu quo, son textos que dan
cuenta de la presión social que recae sobre las vidas, actividades y conduc-
tas, de las mujeres, es decir, sobre la faceta externa que en síntesis apunta a
las labores del ama de casa tradicional, las faenas domésticas y la crianza de
los hijos. Pero, a la vez, son textos que transmiten un conflicto esencial en

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José Jurado Morales

sus interioridades. La asunción, avistada en los poemas citados, de las fun-


ciones que cultural, ideológica y moralmente se les atribuye no excluye la
generación de un estado anímico perturbado que socava su felicidad y su
paz interior. Cuando leemos esos poemas de Ester de Andreis, Montserrat
Vayreda, Susana March, María Beneyto o Clemencia Laborda se percibe un
sentimiento de frustración en los sujetos poéticos femeninos que indica jus-
tamente que tienen conciencia del mundo en el que viven y que la sumisión
no es ciega. No levantan la voz —como hará, pongamos por caso, una Án-
gela Figuera en poemas como «Madres», «Destino» o «Mujeres de merca-
do»—, pero dejan entrever que hay un frente social, moral, económico, ju-
rídico, político, etc. que constriñe sus existencias, que las recluye en las
paredes de la casa, que las empuja a la soledad, que las sume en una falta de
autoestima y que las invita, casi como única salida, al sueño con una situa-
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Recibido el 24 de mayo de 2013.


Aceptado el 19 de septiembre de 2013.

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