0a37a El Mercader de Alejandria

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SANTIAGO BLASCO

EL MERCADER
DE ALEJANDRÍA
Primera edición: 2014

© Santiago Blasco, 2014


© Algaida Editores, 2014
Avda. San Francisco Javier, 22
41018 Sevilla
Teléfono 95 465 23 11. Telefax 95 465 62 54
e-mail: [email protected]
ISBN: 978-84-9877-992-9
Depósito legal: M-603-2014
Impreso en España-Printed in Spain

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Índice

Cuadro genealógico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
Capítulo i . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
Capítulo ii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
Capítulo iii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49
Capítulo iv . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
Capítulo v . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
Capítulo vi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103
Capítulo vii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115
Capítulo viii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
Capítulo ix . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155
Capítulo x . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177
Capítulo xi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193
Capítulo xii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 207
Capítulo xiii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225
Capítulo xiv . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247
Capítulo xv . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 263
Capítulo xvi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 285
Capítulo xvii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297
Capítulo xviii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 317
Capítulo xix . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 337
Capítulo xx . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 353
Capítulo xxi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 369
Capítulo xxii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 385
Capítulo xxiii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 411
Capítulo xxiv . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 419
Capítulo xxv . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 429
Capítulo xxvi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 445
Capítulo xxvii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 459
Personajes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 467
P orque es la base que cimienta mis sueños;
I nspiración donde se asientan mis fantasías;
L a columna que vertebra mi vida;
A poyo incondicional.
R ealmente, es el Pilar que sustenta mis estrellas.
CUADRO GENEALÓGICO DE LA DINASTÍA PTOLEMAICA AFECTO EN LA NOVELA

EURÍDICE PTOLOMEO I SÓTER BERENICE


(367-283) a. C.

PTOLOMEO CERAUNO ARSÍNOE II PTOLOMEO II ARSÍNOE I


( ? - 279) a. C. (316-270) a. C. (308-246) a. C.

LISÍMACO DE TRACIA ARSÍNOE II


(360-281) a. C. (316-270) a. C.

PTOLOMEO LISÍMACO FILIPO BERENICE II PTOLOMEO III BERENICE ANTÍOCO II


(ANTÍGONO (269-221) a. C. (282-221) a. C. SYRA THEOS
DE SAMOTRACIA) (prima)
(294- ? ) a. C.
Introducción

L
os grandes ventanales estaban abiertos de par en par;
dejaban que la brisa suave de un viento templado proce­
dente del mar Mediterráneo, como si de un juego infantil se
tratara, meciera los grandes visillos de seda que incansablemente
se inflaban y giraban envueltos entre mil remolinos que les hacían
rozar constantemente las decoradas molduras de mármol traverti­
no de los altos techos de aquella majestuosa cámara. Era una es­
tancia adornada con tonalidades terrosas, con cierto tono amari­
llento, que además tenía el privilegio de gozar de la vista más
espectacular que se podía tener sobre la bahía de una de las ciuda­
des más antiguas fundadas por la civilización griega.
Aquellos enormes huecos abiertos hacia el exterior da­
ban acceso a una gran terraza cubierta en forma de templete,
desde donde la lejanía infinita del mar azul se combinaba con
barquitos de pesca que moteaban de pequeños puntos negros
el horizonte marino, mientras se perdían hasta donde era capaz
de divisar la vista. El perímetro de la suntuosa terraza estaba
vigilado por seis columnas que permanecían unidas entre sí
por medio de una ancha barandilla de obra, rematada por una
balaustrada de barrotes gruesos de piedra caliza.
14 Santiago Blasco

Resultaba muy fácil que la mirada se perdiera constante­


mente con las muchas referencias que desde aquella magnífica
atalaya de observación tenía para elegir de entre las incontables
distracciones que ofrecía semejante panorámica de Alejandría.
También el lugar se prestaba para ocupar gran parte del tiempo
con la inofensiva contemplación de aquel entorno inigualable,
lo que facilitaba el ejercicio del simple abandono del espíritu
por el sencillo placer de estar allí; tan solo dedicado a dejar pa­
sar las horas mientras se observaba en calidad de testigo de
excepción el transcurrir de la vida cotidiana de aquella gran
urbe que creció con una rapidez inusitada, prácticamente de la
nada, que nadie hubiera imaginado cuando tan solo era un pe­
queño y olvidado poblado de pescadores.
En un sitio preferente, una mesa de grandes dimensiones
servía de soporte a una gran cantidad de pergaminos que se
apilaban a la espera de ser revisados por su creador, quien no
cesaba de dictar a sus ayudantes cuantos pasajes recordaba so­
bre los asuntos que debió acometer a lo largo de su extensa
vida. Aquel hombre, consciente de su avanzada edad, llevaba
por voluntad propia algún tiempo retirado de las funciones
propias del Gobierno, aunque nunca dejó de preocuparse por
los asuntos importantes de su reino. Atrás quedaban multitud de
historias y acontecimientos muy personales, aún sin revelar, que
permanecieron conservados de una manera nítida en su memo­
ria, dispuestos a que un día decidiera contarlos alentado por ese
dinamismo que nunca le permitió permanecer inactivo. Por eso,
ayudado de varios escribanos y recluido en su residencia de ve­
rano, desde donde disfrutaba de ese incomparable recinto ex­
clusivo al alcance de muy pocos, aquel sobre quien recayó la
responsabilidad de dirigir durante muchos años los designios
del imperio egipcio en una nueva y desconocida etapa dinásti­
ca caracterizada por el origen heleno en sus faraones, decidió
El mercader de Alejandría15

permanecer los últimos años de su vida acompañado por miles


de escritos que consiguieron ocuparle el tiempo más gozoso y
tranquilo de cuantos tuvo que consumir.
Corría el año 284 a. C., se sintió muy alentado por un in­
contenible deseo de concluir lo que consideraba la verdad
incuestionable de su ya lejana vida pasada; la exposición ante el
resto del mundo de unos imborrables recuerdos que debían
servir para redimirle ante su conciencia de cualquier atisbo de
crítica que se le pudiera ocurrir a su inagotable imaginación y
ahora tenía la oportunidad de llevar a cabo su proyecto. Entre­
tenido con su nuevo cometido, repasaba una y otra vez los con­
tenidos de sus relatos porque no quería dejar nada al azar, y
mucho menos, que se parecieran a algo que no fuera más que
su estricta realidad.
Aquel anciano, que estaba muy sobrepasado de peso, se
frotaba continuamente sus huesudas manos, en las que resal­
taban unas gruesas venas cubiertas por una finísima capa de
piel que parecía estar a punto de romperse, mientras trataba
de recordar con la mayor verosimilitud posible sus memorias.
Pensativo, de vez en cuando se rascaba la cabeza, ya despo­
blada, a excepción de unos cuantos cortos cabellos canos por
la parte de la nuca y por la zona de detrás de las orejas, en
busca de la frase que mejor cuadrara con lo que quería decir.
Sus ojos azules miraban hacia el infinito a la vez que pedía
ayuda a los dioses para que le iluminaran en lo que considera­
ba su último trabajo pendiente. Nadie diría al verle tan dismi­
nuido que se trataba del sucesor más hábil de cuantos tuvo el
gran Alejandro Magno; no era otro que su fiel comandante
Ptolomeo Sóter.
Comenzó a releer su legado: «Nací hace ochenta y tres
años en Macedonia en el seno de una familia noble, pero hubo
muchos rumores sobre si era hijo ilegítimo del rey Filipo, y, por
16 Santiago Blasco

tanto, hermanastro del propio Alejandro. A pesar de todo, des­


de que fuimos jóvenes, ambos gozamos de una estrecha amis­
tad que con el tiempo se acrecentó de manera muy especial, lo
que me sirvió para situarme en una posición privilegiada muy
cerca de su entorno. Tanto fue así, que pronto se me asignó el
delicado trabajo de actuar como su guardaespaldas personal,
ocupación para la que seguramente me debió de seleccionar el
propio Alejandro, quien prefería tener a su alrededor a gente
de su total confianza que velaran por su seguridad y que fueran
capaces de sacrificar su propia vida con tal de proteger la de su
señor. Pero en este caso, además, nos reconocimos mutuamen­
te como amigos íntimos, y ese añadido, junto con mi fuerza y
habilidad para el combate, me hizo merecedor de tan alta dis­
tinción. Participé en innumerables batallas al lado de Alejan­
dro y siempre me distinguí por la valentía y el arrojo frente al
enemigo. En agradecimiento, se me entregó la comandancia de
la flota macedonia. Tras la muerte de Alejandro, fui nombrado
gobernador de Egipto y de Libia.
»Con todo, y a pesar de las importantes contrariedades
que he debido superar, al final creo que he resultado ser el he­
redero más importante de los territorios conquistados por los
macedonios. He intentado llevar la prosperidad a este imperio
que antes vivía exclusivamente por y para el río Nilo; siempre
supeditado a los caprichos de sus peligrosas crecidas. Amplié
sus fuentes de riqueza gracias al establecimiento de una políti­
ca acertada, tanto en su vertiente exterior como interior, no
exenta de múltiples confrontaciones bélicas, y de peligrosas in­
trigas palaciegas urdidas por los inevitables enemigos que un so­
berano genera a lo largo de su reinado; envidias y pretensiones
que siempre nacen de próximos codiciosos con el fin de obtener
para sí el control del cetro de lo que fue el imperio de los farao­
nes y que he sabido traspasar a mi hijo menor. Él será ahora
El mercader de Alejandría17

quien deberá encargarse de dar continuidad a nuestra estirpe y


perpetuarla durante las generaciones futuras.
»Todo mandatario tiene manchas que limpiar en su ges­
tión y mi caso no iba a ser distinto al de otros que me precedie­
ron, ni lo será al de los que vengan después de mí, sobre todo
después de tantos años de Gobierno. Ejemplo fehaciente de lo
que digo fue la muerte en extrañas circunstancias de mi mejor
adversario, Cleómenes, ya que siempre se creyó que posible­
mente sucumbió envenenado por orden mía; pero eso quedará
para que sea la historia quien lo descubra. De todos modos,
¿quién se atreverá a juzgar la conveniencia o no de una elimi­
nación que representaba tanto riesgo para mis pretensiones
que luego tan buenos resultados han supuesto para el imperio
egipcio? Una vez que desapareció el único rival con suficiente
capacidad para impedir mi llegada hasta lo más alto del poder,
no tuve problema alguno para coronarme faraón. Así fue como
conseguí establecer en Egipto las bases de lo que debía ser el
inicio de mis generaciones venideras; aquellas que los sabios
acordaron en llamar la dinastía ptolemaica, y a las que los sa­
cerdotes auguraron toda clase de dones y protecciones ante los
mismísimos dioses.
»En lo referente a la ciudad de Alejandría, aunque hace
cuarenta y siete años que ayudé a Alejandro a fundarla, aún
recuerdo como si fuera ayer la ilusión que pusieron todos los
hombres por dejar su huella en las primeras obras. Quién nos
iba a decir en aquellos momentos que pronto se convertiría en
la capital de un imperio cuyos máximos responsables continua­
rían con sus formas helenas de hacer las cosas y con sus pensa­
mientos al más puro estilo griego. También tengo presente con
total nitidez en mi memoria, de igual manera que si ocurriera
ahora mismo, que ocho años después del inicio de los trabajos,
que fueron años plagados de intensos combates, confrontacio­
18 Santiago Blasco

nes y negociaciones, de la noche a la mañana, la muerte arreba­


tó a mi mejor amigo todos sus sueños. Cuando comprobé que
mis macedonios no querían reconocerla como parte integrante
del imperio, decidí concederle autonomía política. Desde prác­
ticamente su nacimiento, esta ciudad se convirtió en una de las
más prósperas e importantes del Mediterráneo gracias a la rele­
vancia comercial que adquirió por sus estratégicos puertos,
aquellos que potencié con todas mis fuerzas y en todo momen­
to. Yo, que fui su primer faraón de origen heleno y que consen­
tí pasar para la posteridad con el nombre de Ptolomeo I Sóter».
Capítulo i

D
ejó de leer porque le vino a la memoria el recuer-
do de su querida hija Arsínoe, nacida hacía 32 años, en
el año 316 a. C., de su unión con su esposa Berenice.
Era una mujer delgada y elegante que heredó los rasgos físicos
más característicos de su progenitor. Ocho años mayor que el
heredero al trono, su hermano Ptolomeo II, los dos compartían
unos rasgos familiares muy acusados y parecidos; de alta estatu­
ra, propia del canon ideal de los dioses griegos, la pareja de
hermanos se significaba por poseer un cabello oscuro, rizado y
fino, que se ensortijaba conforme se acercaba a la frente, nuca
y sienes. Presentaban una figura esbelta gracias a un alargado
cuello que les potenciaba una delgadez más acusada de la que
en realidad tenían, y también debido a una anchura de espaldas
suave y poco voluminosa. La frente grande y bombeada les
otorgaba un aire distinguido. Pese a lucir unos llamativos labios
carnosos, bien combinados con un tabique nasal recto culmina­
do en su punta por anchas fosas nasales, el conjunto de la cara
no parecía armonioso a simple vista, acaso, debido a la existen­
cia de prominentes pómulos que dejaban excesivamente hundi­
dos en sus cuencas unos ojos muy saltones que sobresalían en el
20 Santiago Blasco

rostro sobre cualquier otra característica que pudiera embelle­


cerlos. Tampoco les favorecía estéticamente la existencia de un
afilado mentón empinado hacia arriba que se desplazaba desde
la barbilla hacia la dirección de la comisura de los labios, y que
algunas veces con determinados gestos familiares muy defini­
dos, que ambos repetían con cierta asiduidad, daba la impre­
sión de que podría juntarse con el labio inferior.
Cuando Arsínoe contaba con dieciséis años de edad se
pactó su matrimonio con el rey Lisímaco de Tracia, antiguo
general de los ejércitos helenos, quien ya estaba cercano a los
sesenta años, de los cuales, cuarenta había permanecido entre­
gado de forma permanente a guerrear contra encarnizados
enemigos. Al principio en favor de Alejandro Magno, y des­
pués en beneficio propio. Lo cierto era que parecía llevar la
edad con bastante alegría; además, el soberano tracio se carac­
terizaba por su extraordinaria fuerza y por poseer un físico
envidiable. Pese a todo, resultaba notorio que la diferencia de
edad, tarde o temprano, acarrearía problemas que hacía nece­
sario un acuerdo firme capaz de adelantarse a las controversias
que pudieran surgir con posterioridad a la muerte de Lisíma­
co. La unión fue convenida meramente por motivos políticos
con el fin de sellar una importante alianza que beneficiaba a
ambos reinos, gracias a la labor diplomática de Ptolomeo I Só­
ter. Porque aquella boda, aunque evidentemente no fue por
amor, sí que consiguió estabilizar las relaciones comerciales
egipcias en una zona que siempre fue considerada por sus
responsables diplomáticos de un valor estratégicamente muy
importante. En otro orden de cuestiones, esta unión también
produjo el nacimiento de tres varones: Ptolomeo, nacido en el
año 294 a. C. Lisímaco y Filipo, nacidos dos y cuatro años des­
pués, respectivamente, quienes en virtud de los acuerdos pac­
tados antes de la celebración de la boda real estaban llamados
El mercader de Alejandría21

a suceder a su padre, y por tanto, a reinar por derecho propio


en Tracia, desplazando así al primogénito Agátocles, que Lisí­
maco engendró con su primera esposa Amastris.
Ocurrió que Arsínoe, durante los diecinueve años que
permaneció casada al lado de Lisímaco de Tracia se caracterizó
por ser una mujer peligrosamente conspiradora. Por eso, y ante
las muchas dudas que le surgieron sobre el cumplimiento de los
compromisos pactados, y con el fin de asegurar el trono para
alguno de sus tres hijos, intrigó por todos los medios que tuvo
a su alcance hasta que consiguió que su marido condenara a
muerte a su primogénito. Para ello, fue acusado injustamente
de traición y también de intentar envenenar a su propio padre.
Ejecutado Agátocles, su viuda Lisandra, que también era hija
de Ptolomeo Sóter pero de diferente madre, concretamente de
Eurídice, y por tanto hermanastra de la propia Arsínoe, buscó
venganza en la corte de Seleuco, rey de Siria y Babilonia, y an­
tiguo general de Alejandro Magno, al que le correspondió en el
reparto de los territorios conquistados la mayor porción de te­
rreno. El sirio deseaba un pretexto para atacar a Lisímaco de
Tracia, y este motivo le puso en bandeja una posibilidad de con­
frontación que aprovechó con todas sus fuerzas disponibles.
Afortunadamente para Ptolomeo I Sóter, este ya había
fallecido cuando se produjeron los siguientes acontecimientos
que dejarían marcada a su estirpe hasta su total desaparición.
El camino había quedado libre para que cualquiera de
los tres hijos de Arsínoe pudiera hacerse con el trono de Tracia.
Pero en el año 281 a. C., Seleuco declaró la guerra a Lisímaco
y consiguió acabar con su vida, lo que obligó a la reina a huir
de Tracia junto con sus hijos para salvarse de la misma suerte.
En su atropellada huida se dirigió hacia Éfeso, para seguida­
mente refugiarse en la ciudad de Casandreia, en Macedonia,
país donde acababa de ser proclamado rey su hermanastro
22 Santiago Blasco

Ptolomeo Cerauno, que al igual que Lisandra era fruto del ma­
trimonio de su padre Ptolomeo I Sóter con su tercera esposa
Eurídice.
Ptolomeo Cerauno, quien había heredado los rasgos físi­
cos de su madre; era más bien bajo, de tez muy morena y de
cabellos foscos muy negros. Sin embargo, en el arte de la se­
ducción se parecía mucho más a su padre. La llevó a su palacio
de Tesalónica y allí la convenció con falsas promesas para que
se casara con él, cuando en realidad lo único que pretendía era
controlar la amenaza que suponían sus tres hijos para el futuro
de su reinado, consciente de que tarde o temprano podrían re­
clamar su recién conquistado trono. Quizás pensó que al ene­
migo era mejor tenerlo lo más cerca posible. Por su parte, la
reina se dejó seducir y aceptó su propuesta de matrimonio,
principalmente movida por una inagotable ambición de poder,
ya que en secreto también aspiraba al trono de Macedonia.
La nueva reina, mujer inteligente y sagaz, no necesitó
mucho tiempo de estudio y observación para aprender la ma­
nera de operar del Gobierno de su hermanastro, ni tuvo que
esperar demasiado a que se presentara una oportunidad para
llevar a cabo su plan. Esta vez no actuó sola; ayudada por sus
hijos volvió a conspirar contra su nuevo esposo, mientras él se
encontraba lejos en una campaña militar. Pero para su desgra­
cia, la trama se descubrió y el mismo rey Ptolomeo Cerauno, en
un precipitado viaje de regreso, se presentó por sorpresa en
palacio varias horas después de despuntar el alba de aquel fatí­
dico día, después de un fatigoso camino de vuelta sin apenas
descansar más que lo estrictamente necesario.
—¿Dónde está la reina? —preguntó nada más llegar.
—En sus aposentos, señor —contestó uno de los sirvientes.
—Avisa de mi llegada y que se presente en la sala del
Consejo.
El mercader de Alejandría23

—¡Tú! Ve a buscar a sus hijos y tráelos también a mi pre­


sencia —ordenó a otro sirviente.
—Esposo mío; ¿ocurre algo? —preguntó sobresaltada
cuando apresuradamente se personó en la gran sala.
Antes ya había avisado a sus hijos de la presencia de su
esposo, como si de una premonición se tratara.
—¿Debía ocurrir algo para preocuparme?
—Nada, que yo sepa.
—¿Entonces, por qué esa excitación?
—Estoy sorprendida por tu inesperado regreso; pensé
que algo malo te había ocurrido en el campo de batalla.
—¡Tienes razón! Algo malo ha ocurrido.
—¿Qué ha sido?
—¡Información! ¡Ha sido una información que he reci­
bido!
—No entiendo.
—Te voy a presentar a mi más fiel consejero.
—¿De quién se trata? ¿No conozco a todos?
—¡A todos no! Este es especial, trabaja como mejor le
place, casi siempre en la sombra, solo para proteger los intere­
ses de mi reino y los míos propios.
Hizo un gesto con la mano, y enseguida se abrieron los
grandes portones de madera maciza para dejar paso a un alto y
elegante griego, de cabellera larga y barba muy poblada, ambas
muy moteadas con extensas canas. Su porte le permitía lucir
una preciosa túnica que le cubría desde los hombros hasta los
pies. Cuando llegó a una distancia prudencial de los soberanos
hizo una reverencia en señal de respeto, y esperó a recibir con­
testación mientras mantenía una mirada salvaje hacia la reina a
través de sus penetrantes ojos verdes.
—Quiero que conozcas al mejor asesor de mi reino. Su
nombre es Pirros, lleva conmigo tantos años que ya no recuer­
24 Santiago Blasco

do el día que nos conocimos. Es más, yo diría que nunca he


tomado decisión alguna sin contar con sus consejos.
Ptolomeo Cerauno se apresuró en hacer las presenta­
ciones.
—Acércate hasta nosotros.
—Gracias —contestó con voz solemne.
—Cuenta a la reina tus informaciones.
—Bien; los hijos de la reina han conspirado contra tu trono.
—¡Eso es mentira! —contestó airada Arsínoe.
—¡Querida!, déjale terminar.
—¡No puedo permitir semejante calumnia!
—¡Por favor!, continúa —intervino el rey.
—Han hablado con algunos disidentes de las más altas
esferas sociales para proponerles una insurrección general con­
tra tu mandato, y les han prometido que a tu muerte formarán
parte del futuro Gobierno.
—¡Mis hijos son demasiado pequeños para promover ta­
les desmanes!
—¡Eso es verdad! Por eso han formulado muchas pro­
mesas en nombre de la reina, su madre —continuó Pirros.
—¡Es mentira!
—¡Es verdad! ¡Han buscado apoyos para conseguir de­
rrocarte! —levantó la voz Pirros.
—¿Cómo lo sabes, Pirros? —preguntó Ptolomeo Cerauno.
—Ante el hijo mayor de la reina me hice pasar por un
contrario a tu Gobierno, y cuando estuvo convencido de mi
descontento me propuso dar un golpe de mano contra el rey;
me contó que ya había muchos disidentes y que solo esperaban
la confirmación de un alto mando militar para iniciar la suble­
vación y apoderarse de tu reino.
—¡Todo es mentira, lo único que mereces es que se te
escupa a la cara por farsante y mentiroso! —le increpó la reina.
El mercader de Alejandría25

—¡Yo solo me debo a mi rey! —contestó Pirros.


—¡Es muy fácil engañar a un muchacho inexperto que
solo quiere jugar a ser rey; para eso no hace falta ser tan listo!
¡Si toda tu inteligencia para lo único que te sirve es para poner
en aprietos a un joven, mereces que te corten la lengua y que te
azoten hasta que mueras! —le sentenció Arsínoe.
—¿Con cuántos hablaron en mi ausencia? —preguntó el
rey sin perder la compostura.
—¡Con muchos! —contestó Pirros.
—¡Demasiados para promover un juicio del que no saca­
ríamos nada en claro! Si les hago venir se eternizarán los inte­
rrogatorios, y además contarán todas las mentiras que crean
que deseo oír —explicó Ptolomeo Cerauno.
—¿Qué deseas que haga, mi señor?
—¿Quiénes aceptaron sus planes? —volvió a preguntar
el rey.
—No lo sabemos; conversaron con muchos, pero no te­
nemos constancia de quiénes dieron su aprobación o prometie­
ron su colaboración.
—¡No entiendo cómo puedes fiarte de este traidor! —le
increpó Arsínoe a su esposo.
—¡Calla mujer! ¡Has de saber que Pirros ha actuado por
órdenes mías!
—¿Has sido capaz de espiar a tu propia familia?
—No soy un ingenuo. A estas alturas deberías saber que tu
fama te precede a donde quiera que vayas, y no iba a ser una ex­
cepción mi reino. No supondrías que iba a alejarme de mi trono
sin dejar a nadie encargado de vigilar tus movimientos, ¿verdad?
—¡No te reconozco! ¡No queda nada de aquel joven
siempre dispuesto a ayudar!
—Desde que naciste te he visto demasiadas veces mani­
pular a los demás; conmigo no sirven tus ardides; te conozco
26 Santiago Blasco

demasiado bien; recuerda que somos hijos del mismo padre, y


eso es lo único que te puede salvar de una muerte horrible.
—¡Más a mi favor para no entender tu comportamiento!
—Ahora me hablas de familia; no creo que se te haya
olvidado la manera que tuvo nuestro padre de repudiar a mi
madre.
—No lo recuerdo, porque aún no había nacido.
—Gracias a tu familia, la mía sufrió todo tipo de vejacio­
nes; se nos apartó del lado de mi padre y de todo lo que supo­
nía vivir en palacio. Jamás se me permitió conversar con mi
padre a solas; siempre tenía que haber un representante de tu
familia por si tramábamos algo.
—No tengo constancia de todo esto que cuentas. Ade­
más, nuestro padre no era un hombre que se dejara dominar
por nadie; dudo mucho que accediera a esas cuestiones si no
era por voluntad propia. En todo caso, los menos responsables
de esas calamidades que me cuentas son mis tres hijos. No per­
mitiré que el pago de unas supuestas ofensas recaigan sobre las
cabezas de mis hijos.
—¡Supuestas! ¡Dudas de la veracidad de mis palabras!
¡Es lo último que me quedaba por oír en mi propia casa!
—Quiero decir que las apreciaciones suelen ser muy per­
sonales, y por tanto, las valoraciones sobre la gravedad de las
mismas son siempre contradictorias.
—¡Nunca te ha faltado palabrería! ¡Siempre has tenido
una frase oportuna con la que salir de un atolladero! ¡Veremos
lo bien que has educado a tus hijos en el arte del engaño!
A una señal del soberano aparecieron en la sala sus dos
hijos más pequeños custodiados por varios guardianes.
—¡Soltad a mis hijos! —les ordenó la reina.
—¡En cuanto aclaren las informaciones de Pirros! —con­
testó el rey.
El mercader de Alejandría27

—¡Son demasiado jóvenes para defenderse de las acusa­


ciones de este vendido! ¡No tienen experiencia alguna para
competir contra este espía de colmillo retorcido! ¡No tienen
nada que hacer frente a sus falsas acusaciones!
—¡Si han sido lo suficientemente mayores para promo­
ver una rebelión, también lo son para contestar a un simple
interrogatorio!
—¡Dirás un juicio! ¡Una burda pantomima en la que por
tus propias manifestaciones ya existe una firme sentencia con­
denatoria!
—¡Puedes defenderlos tú misma si lo consideras oportu­
no, o si tienes algo nuevo que contarnos! —Pirros le hizo la
observación mientras esbozaba una cínica sonrisa.
—¡Cobarde! ¡Sabes de sobra que no puedo!
—¡Una lástima! —contestó Pirros.
—¡Falta el mayor! ¿Dónde está Ptolomeo? —se dirigió
el rey a los guardias.
—No sabemos, señor. Hemos buscado por todos los si­
tios pero no aparece.
—¡Buscad sin cesar, le quiero ahora mismo en mi pre­
sencia!
—Si te parece, podemos comenzar con estos dos hasta
que sea localizado Ptolomeo. Casi es mejor así, para dejar solo
al mayor —solicitó Pirros.
—¡Está bien! ¡Comienza!
La reina guardó un doloroso silencio; sabía que no po­
día inculparse como responsable del conato de insurrección,
pues su condena casi con toda seguridad sería la pena capital,
que también se haría extensiva para sus hijos, lo que significa­
ba que todos correrían su misma suerte. La única posibilidad
que les quedaba para salir con vida de este problema era que
ella quedara al margen de las graves acusaciones y que pudiera
28 Santiago Blasco

convencer al rey para que tomara aquello como una travesura


de unos adolescentes. Por tanto, debía permanecer impasible,
viera lo que viera, y rezar a los dioses para que su marido fuera
indulgente con los arrestados. La inteligente reina enseguida se
hizo comprender por sus aterrados hijos simplemente con la
mirada, quienes rápidamente comprendieron el significado de
sus señas, ya que aquella era una situación que habían previsto
y ya la habían ensayado de antemano. En un principio cumplie­
ron su papel al detalle; sin embargo, no tardaron mucho tiem­
po en desmoronarse ante las insistentes preguntas de Pirros,
que cada vez los acorralaba con más fuerza, hasta que termina­
ron por confesar de plano su responsabilidad en el asunto; eso
sí, sin implicar a su madre tal como tenían aprendido. En este
punto, siguieron el guion al pie de la letra todos menos Ptolo­
meo, quien seguía sin aparecer por ninguna parte. Después de
formularles muchas preguntas y de conseguir que confesaran
entre sollozos su implicación, Pirros cesó con el interrogatorio
para dirigirse nuevamente hacia su soberano.
—¡Está bien! ¡No quiero cansar más al rey con inútiles
preguntas! Parece que no hay duda sobre su culpabilidad.
—¡Estás en lo cierto! —añadió Ptolomeo Cerauno.
—¿Qué castigo propones? —preguntó Pirros al rey.
—Los hechos son muy graves —contestó el rey.
—¡Esposo mío! ¡Son tus sobrinos! ¿No comprendes que
jugaban a ser reyes?
—¡Calla! ¡Mis informadores me dijeron que tú estabas
detrás de todo esto! Lo que pasa es que tienes muy bien alec­
cionados a tus hijos y han conseguido sembrar la duda sobre tu
participación en esta trama.
—Si me dejas un tiempo a solas con ellos en las mazmo­
rras, te garantizo que les sacaré la verdad —se ofreció Pirros
para volver a interrogarlos.
El mercader de Alejandría29

—¡No! ¡Antes prefiero que acabes con mi vida! ¡Haré lo


que me pidas! ¡Haré lo que quieras, pero déjales en paz! —Ar­
sínoe saltó de su asiento como un resorte.
—Ya no hace falta; tenemos sus confesiones y todavía
nos falta por interrogar al mayor; seguramente el más activo y
peligroso.
—¿Entonces, qué sentencia les impones? —volvió a pre­
guntar Pirros.
—¡Yo, ninguna! ¡Ha sido su propia madre quien se la ha
impuesto antes! ¡Me voy a limitar simplemente a ordenar que
se ejecute en el acto!
—¿En el acto? —preguntó aterrada Arsínoe.
—¡Sí! ¡Aquí, y ahora mismo!
Ante la madre perpleja, acudieron varios carceleros que
de inmediato sujetaron a los reos para aplicarles la sentencia
dictada para el perdedor del juicio, tal como había señalado
momentos antes la propia Arsínoe cuando se refirió a Pirros.
Los lamentos y lloros de espanto muy pronto se transformaron
en gritos desgarradores de dolor, cuando procedieron a estirar­
les las lenguas con una especie de pinzas, cuyas puntas acababan
en ganchos romos, de las que los verdugos tiraban con fuerza.
Para cuando sonó el fatídico golpe seco del corte de las peque­
ñas espadas al chocar sus hojas incandescentes contra una base
de madera, para entonces, ya se había desmayado la reina, inca­
paz de soportar por más tiempo la sanguinaria visión del marti­
rio de sus dos hijos pequeños. Quedó inconsciente recostada
sobre su sillón real mientras aquellos inolvidables alaridos re­
tumbaban por todos los rincones del palacio y fueron guarda­
dos para siempre en la memoria de los allí presentes. La conti­
nuación del castigo culminó muy pronto para ambos, pues los
jóvenes estaban tan debilitados por la cruenta pérdida de san­
gre que apenas aguantaron despiertos unos cuantos latigazos.
30 Santiago Blasco

Después, el silencio se apoderó de la gran sala a excepción del


ruido que emitían los golpes del cuero trenzado cuando choca­
ba contra sus cuerpos en repetidas ocasiones, hasta que fallecie­
ron despellejados y desangrados a manos de sus ejecutores.
Ptolomeo Cerauno ordenó asesinar en presencia de su es­
posa y hermanastra Arsínoe, a dos de sus hijos, Lisímaco y Fili­
po. El hijo mayor, Ptolomeo, se salvó momentáneamente del cas­
tigo porque a pesar de los esfuerzos no consiguieron encontrarle,
o al menos eso fue lo que pensó el rey, quien mantuvo la orden
de búsqueda intensa hasta que apareciera. Sin embargo, el con­
denado a esa horrible muerte no se encontraba muy lejos del
lugar de los hechos.
El joven Ptolomeo tenía fama de precoz y de ser muy afi­
cionado al escapismo. En Tracia había tenido como profesores
a los mejores magos e ilusionistas del reino, y todos coincidían
en que poseía grandes dotes y cualidades para desarrollar esa
especialidad tan difícil del transformismo. Le gustaban los dis­
fraces, y disfrutaba mucho con personajes ficticios que su in­
agotable imaginación creaba para entremezclarse con la gente
sin que nadie pudiera descubrir su verdadera identidad. Sus
imitaciones y caracterizaciones eran de una calidad excelente,
impensable para alguien de su edad. Su cara maleable le daba
esa capacidad de adaptación para convertirse en cualquier per­
sonaje. Sin embargo, sin disfraces que le camuflaran no podía
negar sus orígenes helenos, y mucho menos el sello de la dinas­
tía ptolemaica.
Aquella mañana, el azar se alió con sus magníficas habili­
dades para pasar desapercibido entre sus más cercanos familia­
res, e hizo posible que Ptolomeo se encontrara en la misma sala
del Consejo camuflado entre los sirvientes más jóvenes. Su idea
fue en un principio gastar una de sus habituales bromas a va­
rios consejeros cuando le pidieran que les sirviera cualquier
El mercader de Alejandría31

cosa, preferiblemente un refrigerio. Entonces, en el movimien­


to que debía hacer para atenderlos, dejaría caer sobre ellos una
copa o quizás una bandeja, con la consiguiente mofa ante su
inevitable enfado.
En cuanto se percató de la tragedia, no tuvo más remedio
que cambiar sus planes sobre la marcha y madurar muchos años
en cuestión de pocos minutos. Sus movimientos perfectos, sus
ademanes y compostura, no levantaron sospecha alguna entre
los asistentes, pero no pudieron evitar que fuera testigo de ex­
cepción del trágico final que allí aconteció a sus hermanos. En
varias ocasiones incluso sirvió vino a su tío y a Pirros; sin embar­
go, su sangre fría le hizo ver que no era el momento para desmo­
ronarse, que si quería salvar su vida debía continuar con la paro­
dia que había comenzado y mantenerse firme hasta que todo
hubiera finalizado. Posiblemente, en ese día forjó una gélida y
pétrea personalidad que le acompañó durante el resto de su
vida. En muchos momentos tuvo que cerrar los ojos, e incluso
pensar en otras cosas para no oír las extenuadas peticiones de
auxilio y clemencia que Lisímaco y Filipo proferían cuando sen­
tían el intenso dolor. Con una ira contenida que jamás había sen­
tido, juró vengar sus muertes, pero fue consciente de que su pri­
mera obligación consistía en salvarse a él y a su madre, porque la
suerte de sus hermanos estaba ya decidida y nada se podía hacer
por ellos, excepto desearles una muerte digna y rápida.
A pesar de la gran pena que sintió en su corazón, aquella
mañana aprendió a permanecer impávido ante los más duros
acontecimientos, a analizarlos con frialdad y a actuar en conse­
cuencia según sus propios intereses. Descubrió que el ser hu­
mano es capaz de aguantar lo que ni él mismo puede imaginar
cuando está en juego la propia vida; también aprendió que la
venganza es un manjar que sabe mejor cuando se sirve con mu­
cho tiempo de reposo.
32 Santiago Blasco

Cuando todo concluyó se retiró junto con el resto del


servicio, y aguantó como pudo en las dependencias de los cria­
dos mientras tuvo que realizar todo tipo de trabajos domésti­
cos hasta que consiguió salir de palacio, camuflado entre un
grupo de sirvientes a quienes se les había solicitado varios en­
cargos y recados en el exterior. Una vez fuera, se las ingenió
para comenzar a trabajar en la organización de lo que pensó
era de primordial importancia para su futuro más inmediato:
su fuga del país y también la de su madre.
Desde aquel mismo día, juró que no descansaría hasta
conseguir la liberación de su madre y la huida de Macedonia,
o moriría en el intento. También se despidió de sus opulen­
tos vestidos y de todas las refinadas costumbres a las que
estaba tan acostumbrado, porque entendió que si quería re­
cuperar la libertad para ambos sus ropajes debían ser los
mismos que usaban los numerosos muchachos que trabaja­
ban en palacio.
El riesgo de ser descubierto por el responsable del servi­
cio, personaje equivalente a un mayordomo de máximo grado,
era muy elevado pues conocía a todos los que servían en las dis­
tintas dependencias; debía tener sumo cuidado para no coinci­
dir con él y para no dejarse numerar en los frecuentes recuen­
tos, pues acabaría por darse cuenta de que sobraba un criado.
Por eso, pensó que lo mejor sería no acudir nunca con los otros
ni para comer ni para dormir; creyó que aunque extremada­
mente peligrosa, esa era la única manera que tenía a su alcance
de llegar hasta su madre para contarle sus planes, y también
para obtener un dinero imprescindible que le debía servir para
adquirir los medios necesarios y para comprar algunas volunta­
des y silencios. Pero pronto comprendió que si no encontraba
una rápida solución, tarde o temprano terminarían por recono­
cerle, y ahí acabaría su sueño de libertad.
El mercader de Alejandría33

Se armó de valor, y de nuevo se preparó para regresar


con el colectivo de sirvientes al interior del palacio de su tío.
Pero unas horas antes de acudir a la plaza donde todos habían
sido citados, hizo lo posible para intimar con otro sirviente de
su misma edad y apariencia física a quien invitó a unas jarras de
vino, con el poco dinero que llevaba encima, con el fin de que
le explicara el nivel de celo que el encargado ponía en el con­
trol del personal de servicio a su cargo. Cuando creyó que el
criado estuvo lo suficientemente borracho, ambos salieron abra­
zados a la calle y se dirigieron hacia un descampado situado a
las afueras de la ciudad, muy conocido por la población por el
uso al que habitualmente estaba destinado; concretamente se
caracterizaba por la existencia en su explanada de piras funera­
rias dedicadas en exclusiva a la cremación de cadáveres. En
aquellos momentos el lugar estaba solitario y aún quedaban
rescoldos de la última incineración practicada. A los mucha­
chos les pareció divertido acercarse por la zona para rastrear
posibles pertenencias de aquellos que ya abandonaron el mun­
do de los vivos. Cuando estuvieron frente a una gran hoguera
todavía sin apagar en su totalidad, se quedaron extasiados al
contemplar el color rojizo de los leños aún incandescentes y
al escuchar el crepitar de los mismos que, retorcidos, parecían
revolverse unos contra otros.
Ptolomeo miró hacia todos los lados, y cuando compro­
bó que no había nadie a su alrededor, comenzó a rastrear con
un palo los rescoldos aún humeantes por si pudiera encontrar
algo de valor que mereciera la pena para hacer dinero. La for­
tuna se alió con él y enseguida encontró una pulsera fina de oro
que rápidamente se apresuró a mostrar a su compañero. Insos­
pechadamente, quien le acompañaba en la búsqueda intentó ti­
rar de ella para quitársela. Ptolomeo se resistió y recibió como
respuesta un puñetazo en el estómago. Cayó al suelo retorcido
34 Santiago Blasco

por el dolor pero no soltó la joya; sabía que era la única manera
a su alcance de obtener un dinero que necesitaría, ahora que se
encontraba solo y que no podía contar con nadie que acudie­
ra en su ayuda. El otro muchacho, mucho más fuerte, no cedió
en su empeño y se abalanzó contra él para arrebatarle el precia­
do bien mientras le propinaba golpes por todo el cuerpo. Al
ver que no lo soltaba, cogió una piedra medio calcinada que
encontró a su lado y la levantó para impulsarla con fuerza so­
bre la cabeza de su víctima. Sin embargo, el atacante, cegado
por el ansia no se percató de que Ptolomeo consiguió coger
una daga que llevaba camuflada bajo su cinto. No tuvo dudas;
era él o ese que quería matarle para después robarle. Allí mis­
mo, sin mediar palabra alguna, asestó a su compañero de esca­
pada una puñalada en pleno corazón que le sesgó la vida de
inmediato, sin que fuera capaz de emitir el más mínimo queji­
do. Se incorporó como pudo de la paliza recibida, le quitó los
ropajes, y acto seguido le precipitó hacia un fuego a punto de
apagarse que de inmediato avivó con más ramajes secos para
que consumiera lo antes posible el cuerpo ya inerte. Ptolomeo
permaneció impasible en la escena de la pelea para comprobar
que quedaba completamente irreconocible el cadáver. Des­
pués, se puso sus ropas y se marchó del lugar en busca del res­
to de sus compañeros de trabajo para entrar junto con ellos a
las dependencias de palacio; sin haberlo buscado, mientras se
reponía del duro castigo, se dio cuenta de que acababa de eli­
minar el problema de los arriesgados recuentos del responsa­
ble del personal de servicio.
Personajes por orden de aparición

Nombre Características

Ptolomeo I Sóter General de Alejandro Magno. Rey de


Egipto
Lisímaco de Tracia General de Alejandro Magno. Rey de
Tracia
Ptolomeo Cerauno Hijo de Ptolomeo I Sóter y Eurídice.
Rey de Macedonia
Ptolomeo II Hijo de Ptolomeo I Sóter y Berenice
Arsínoe II Hija de Ptolomeo I Sóter y Berenice.
Esposa de Lisímaco de Tracia, de
Ptolomeo Cerauno y de Ptolomeo II
Pirros Asesor de Ptolomeo Cerauno
PTOLOMEO Hijo mayor de Lisímaco de Tracia y
(ANTÍGONO DE Arsínoe II
SAMOTRACIA)
Lisímaco Hijo de Lisímaco de Tracia y Arsínoe II
468 Santiago Blasco

Filipo Hijo de Lisímaco de Tracia y Arsínoe II


Arsínoe I Primera esposa de Ptolomeo II. Madre
de Ptolomeo III
Casandro Consejero de Ptolomeo II
Teófilo y Filomena Taberneros de la isla de Samotracia.
Padres de Helena
Helena Primer amor de Antígono de Samotracia
Ardaván Capitán de la nave comercial
Poliperconte Pastor de la isla de Samotracia. Prometido
de Helena
Ptolomeo III Hijo de Ptolomeo II
Sóstrato de Cnido Arquitecto del faro y de la necrópolis de
Alejandría
Solón Encargado de los primeros negocios de
Antígono
Idrias Guardaespaldas de Antígono
Demetrio el Cireno Padre de Idrias
Kamala Esposa de Antígono
Darak El Harti Padre de Kamala
Dionisos Mercader de Alejandría
Apeles Mercader de Rodas
Fidias Mercader de Atenas
Artabazo Mercader de Alejandría
Teos Mercader de Alejandría
El mercader de Alejandría469

Auletes Mercader de Alejandría


Arrideo Mercader de Alejandría
Capitán Lagos Jefe de la Guardia Real. Responsable de
la caravana del oro
Agátocles Sabio de Ptolomeo III
MAPA

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