En Torno y Retorno A Marx. Vigencia y Compromiso Con Las Nuevas Generaciones - Concepción Delgado Parra
En Torno y Retorno A Marx. Vigencia y Compromiso Con Las Nuevas Generaciones - Concepción Delgado Parra
En Torno y Retorno A Marx. Vigencia y Compromiso Con Las Nuevas Generaciones - Concepción Delgado Parra
L a reflexión gira en torno a la vigencia y legado del pensamiento de Karl Marx, dirigido a las
nuevas generaciones. Partimos del supuesto de que para recuperar la herencia del comunis-
mo e imaginar una cultura alternativa para la izquierda en los tiempos que corren, es preciso
desmontar el artificio sobre el que fue construida su estigmatización. Con este propósito,
rastreamos el proceso intelectual que dio paso a la equivalencia entre estalinismo, comunis-
mo y totalitarismo, al mismo tiempo que el binomio capitalismo-liberalismo emergía como
única alternativa a los horrores del siglo XX. Posteriormente, discutimos elementos del diag-
nóstico de Marx, situando su vigencia entre pasado y presente, cuya manifestación enlaza el
compromiso de su pensamiento con las generaciones por venir.
T he reflection revolves around the validity and legacy of Karl Marx’s thought, with the new
generations in mind. We begin with the assumption that recovering the legacy of commu-
nism and imagining an alternative culture for the left at this time requires dismantling the
artifice on which its stigmatization was constructed. To this end, we trace the intellectual
process that led to the equation of Stalinism with communism and totalitarianism, at the
same time as the capitalism-liberalism binomial emerged as the sole alternative to the ho-
rrors of the 20th century. We subsequently discuss elements of Marx’s diagnosis, locating
validity between the past and present, the expression of which links the commitment of his
thought to the coming generations.
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Recupero la noción de “espectros” (fantasmas), porque es el título que Marx pensó para su
Manifiesto. Pero, también, porque es el nombre que Jacques Derrida da al libro sobre Marx en el
que desarrolla una crítica al nuevo dogmatismo e intolerancia que atraviesa a la Europa de hoy,
sostenido sobre la idea de la muerte de Marx y el marxismo (Derrida, 2003: 18).
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Bensaïd señala que en los dos artículos de Marx, publicados en París en 1844 –“Introducción
a la filosofía del derecho de Hegel” y “La cuestión judía”–, la cuestión del fin de la historia ya se
aborda y no se limita a anunciar la muerte del Dios de las religiones, sino que entabla combate con
los fetiches e ídolos que lo sustituyen: el Dinero y el Estado (Bensaïd, 2012a: 29).
y colonizadora del capitalismo en nombre del progreso. Sin embargo, frente a este
contexto, Marx se rebeló de manera permanente, rechazando la expresión gestada
por el despotismo ilustrado francés de finales del siglo XVIII, que afirmaba: Tout pour
le peuple, rien par le peuple (“Todo por el pueblo, pero sin el pueblo”). En un mundo
signado por las revoluciones europeas de 1848; la liberación de los siervos en Rusia;
las luchas contra la esclavitud; la guerra franco-prusiana; la Comuna de París; y, por
el ascenso de Estados Unidos de Norteamérica como potencia económica mundial, lo
que se abría en el pensamiento del joven de Tréveris, era la posibilidad de imaginar una
realidad más allá del liberalismo, cuyas prácticas remitían al crecimiento espontáneo,
supuestamente libre, de las fuerzas del mercado que llevaban a la concentración del
capital y terminaban siendo no sólo la negación de la libertad de mercado, sino de
cualquier otro tipo de libertad. En su racionalidad radical, quiso hacer del socialismo
una ciencia. Del mismo modo que aspiraba alcanzar el comunismo, pero nunca a la
manera en que fue interpretado. Postuló que el Estado debía subordinarse a la sociedad,
aunque al mismo tiempo, pugnaba por la necesaria dictadura del proletariado como
única vía para alcanzar a la sociedad de iguales que supone el comunismo. Ciertamente,
traducir un pensamiento supone traición. Aunque de esto no se puede responsabilizar
a Marx, como afirma Fernández Buey, ¿es posible separar a Marx del “marxismo” y
del comunismo modernos, de modo que la experiencia totalitaria no sea considerada
una muestra del fracaso del socialismo. Y, más específicamente, de la izquierda
contemporánea? (Fernández, 2006: 193-194).
La idea del totalitarismo, a lo largo del siglo XX, atraviesa por diferentes vertientes
en las que se manifiesta una concepción político-cultural, imposible de poner entre
paréntesis en los debates contemporáneos, toda vez que “oscurecen” la identidad de la
izquierda sobre la que deberían sostenerse sus valores, si de lo que se trata es de pensar
una forma “alternativa” de gobierno, derivada de su posibilidad de alcanzar el poder.
El “corto siglo”, denominado así por Eric J. Hobsbawm (2000), que abarca los años
1914-1991, fue configurado sobre la memoria de Auschwitz y el fin del comunismo. La
catástrofe y la barbarie configuran los signos de identidad de este periodo, su expresión
es recurrente y se muestra, incluso después de 1945, como uno de los periodos más
terribles de nuestro mundo: las dictaduras militares en América Latina, las guerras
de Corea y Vietnam, la guerra contra Irak, las matanzas y “depuraciones” étnicas en
Bosnia, la barbarie rusa en Chechenia, entre muchas otras más. El siglo culmina con
el “socialismo real” en el pasado, colocándolo en un lugar alejado del presente, pero
focalizado bajo el prisma de la dimensión criminal (las deportaciones, el gulag, las
ejecuciones masivas), y del fracaso del régimen comunista, invisibilizando por completo
su dimensión emancipadora.
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La relación de tensión, hostilidad, competencia y conflicto entre la Unión Soviética y Estados
Unidos, desarrollada durante el periodo de la posguerra, es conocida con el nombre de “Guerra
Fría” (Lane, 2001: 1). El término se adjudica a Bernard Baruch, financiero y millonario estadouni-
dense, consejero de Woodrow Wilson hasta Harry S. Truman, quien por primera vez lo utiliza, en
abril de 1947, en un discurso pronunciado en la legislatura de Carolina del Sur.
Preuves, Der Monat, Tiempo presente, consideradas de alto nivel intelectual y siempre
anticomunistas. La CIA, po medio de su director, Allen Dulles, no solamente se ocupaba
del espionaje industrial y político, sino también de articular el engranaje intelectual
de los exiliados europeos mediante el que se daba forma a la idea de un liberalismo
redentor frente a la barbarie comunista-totalitaria (Grémion, 1994). Diferentes
discursos muestran el modo en que los grandes personajes políticos en Estados Unidos
colocaban en lugar equivalente al fascismo, comunismo y totalitarismo, afirmando
que cuando se trata de totalitarismos no existe ninguna diferencia entre ellos.4 En
este periodo, el totalitarismo adquirió un significado de amenaza para la humanidad,
vinculado con la URSS y sus aliados. El conflicto fundamental dejaba de ser entre
capitalismo y socialismo, derecha e izquierda, democracia y fascismo, ahora tomaba su
lugar la confrontación entre libertad y tiranía (Grémion, 1994: 37). A partir de este
momento se trataba de combatir al comunismo (URSS y RDA), incluso al precio de una
guerra atómica (Merlio, 1986: 119-136).
En Alemania tuvo lugar la consumación del divorcio entre antifascismo y totali-
tarismo. El primero emigró al este para encadenarse al régimen estalinista y proclamaba
el Muro de Berlín como una defensa antifascista. El segundo se convertía en la prerro-
gativa exclusiva de la República Federal de Alemania (RFA) y lo expresaba excluyendo a
los comunistas de los puestos públicos. La metamorfosis del anticomunismo, en clave
totalitaria, asumía ahora una doble función política: inmunizaba al sistema occidental
colocándolo por encima de cualquier crítica y ponía entre paréntesis el pasado nazi
(Traverso, 2001: 90-91). A partir de este momento, Estados Unidos establece una
política exterior de intervención tomando como bandera la lucha contra el totalitarismo
y así justifica la guerra en Corea, bajo el supuesto de apoyar la represión comunista
en Indonesia y, más tarde, en Vietnam. En América Latina, interviene apoyando
abiertamente la preparación de dictaduras militares, autoritarias, pero “antitotalitarias”,
es decir, anticomunistas (Spiro y Barber, 1970: 3-23). La simbiosis entre fascismo y
estalinismo que tomó forma en la década de 1930, recuperó fuerza en este momento,
liberales y conservadores tenían el terreno libre para elaborar una ideología del
totalitarismo que los erigía en defensores exclusivos de la libertad frente a un sistema
de opresión. El relanzamiento de los regímenes liberales, después de la Segunda Guerra
Mundial, ligado a un crecimiento económico y de prosperidad del mundo occidental,
aprovechó en el plano cultural y político, la idea del totalitarismo, abandonada por la
4
Al respecto, véase la Declaración del 13 de mayo de 1947 del presidente estadounidense Harry
S. Truman (Adler y Paterson, 1970: 1046).
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El mesianismo político (secular) del liberalismo tiene larga historia en este sentido. Una pri-
mera fase comienza en 1789. La Revolución francesa se convertirá en una guerra a domicilio. “El
pueblo francés vota por la libertad del mundo”, afirma Saint-Just. En 1792, la Convención había
decidido ofrecer fraternidad y ayuda a todos los pueblos que quisieran recuperar su libertad. En la
práctica, esto significó que era legítimo que los soldados ocuparan su país. Los promotores de las
guerras dirigidas a alcanzar la libertad, en particular, los del grupo de los girondinos, entre ellos
Condorcet, pedían que se exportara a todas partes la fraternidad y la libertad, incluso por la fuerza
de las armas si era necesario. La justificación era que solamente así sería posible alcanzar el objetivo
realmente superior, la paz perpetua (Todorov, 2012: 39).
Hoy somos interpelados –nosotros y los que están por venir– por el legado de un cierto
Marx rasgado por tres lenguajes: uno directo, pero lento, que remite a la escritura de su
pensamiento. Lento porque toda la historia del logos se reafirma en él y directo porque
su decir siempre está atravesado por la pregunta y la respuesta. Respuestas formalmente
decisivas, pero que adquieren consonancia en el momento en que la historia se detiene.
Paradójicamente, cuando responde, las preguntas devienen en indeterminadas. Su
pensamiento demanda de un lector que formule otro modo de cuestionamientos.
Por ello, el lenguaje de Marx a veces es interpretado en términos de humanismo,
historicismo, ateísmo o, incluso, como nihilismo. Su segundo lenguaje es político,
momentáneo y directo. Se trata de un modo que irrumpe, no remite a un sentido,
sino a una llamada, una violencia, una decisión de ruptura. El exceso es su única
medida, convoca a la lucha, recomendando la “revolución permanente” y designando
a la revolución no como necesidad a plazo fijo, sino como inminencia, brindándose
para ser vivida como exigencia siempre presente, sin cortapisas. El tercer lenguaje es el
indirecto del discurso científico, cuya formulación es una apuesta por la objetividad
y un pensar teórico que trastorna la idea misma de la ciencia. En este lenguaje, ni la
ciencia ni el pensamiento salen intactos, basta leer El capital para darse cuenta que se
trata de una obra esencialmente subversiva, pero respetuosa de los cánones científicos.
Hasta aquí podemos darnos cuenta de que los lenguajes de Marx están trazados por
una contestación incesante que rompe y fragmenta, manifestándose en su exposición de
formas múltiples. El lenguaje comunista es siempre a la vez tácito y violento, político y
sabio, directo e indirecto, total y fragmentario, lento y casi instantáneo. En esto radica
la incomodidad de su lenguaje, pero también su actualidad. Siempre vuelto contra él
mismo, tropezándose, desuniéndose y uniéndose a la vez. Tal distorsión irreductible es
la que obliga a quienes soportan su lectura (la práctica) a someterse a una interpelación
incesante, actualizando a un cierto Marx, una vez y cada vez (Blanchot, 2007: 94-95).
La yuxtaposición, multiplicidad y desconexión de estos tres lenguajes es lo que nos
emplaza a seguir diciendo, “desde un cierto Marx”, lo que hoy nos acontece. Su espectro
continúa designando el lugar de asignación desde el cual estamos comprometidos
a responder. Pero, cuál es esa marca, ese tiempo, que hoy nos convoca. Es simple,
solamente hay que girar la mirada al lugar de las víctimas de la economía global, a los
30 millones de nuevos esclavos; a los 300 millones de nuevos siervos; a los refugiados
e inmigrantes sin papeles que el capitalismo explota y excluye de todo derecho
ciudadano; a los trabajadores que están obligados a ver el mundo desde abajo. Pero,
como sostiene Traverso, no para apiadarnos de ellos, sino para construir una cultura
que busque recompensarlos, que vea a las víctimas de la economía social como sujetos
rebeldes, no como sujetos de compasión. Apostar por “cierto Marx”, no implica poner
entre paréntesis el duelo y la lamentación, ni mucho menos la derrota, no debemos
olvidar que esto forma parte de la lucha misma. Antes de volver a conceptos como
“revolución”, noción que hoy se muestra anquilosada e, incluso, estigmatizada, es
preciso tornar al descubrimiento de la melancolía de la izquierda (Traverso, 2018: 1-9).
Ese gesto revelado en el quiebre histórico de 1989, con el fin del “socialismo real”,
desterrado de los discursos oficiales y censurado por la propaganda en el marco de las
grandes celebraciones. Recuperando el término de Hannah Arendt, Enzo Traverso
nombra a esta experiencia como la “tradición oculta”, tomando como símil la historia
del judaísmo “paria”, irreductible a todo conformismo religioso o político, insumiso
tanto en la sinagoga como frente al poder establecido (Traverso, 2018: 1). El decir de
cierto Marx, al que nos referimos en este texto, en términos de legado, de vigencia,
para nosotros y quienes están por venir, se postula en este registro. La actualidad de
Marx emerge en aquellos que siguen viendo el mundo desde abajo, con los ojos de
los desgraciados, desde quienes miran con dolor y sufrimiento, pero también con
melancolía, se trata de una tradición de la derrota, indisociable de las luchas y las
esperanzas, de las utopías y las revoluciones, inspira un pensamiento crítico y una
reflexión estratégica –volveremos a esto más adelante–, más allá de credos y culturas.
La desconexión de los lenguajes de Marx, su no contemporaneidad en sí mismos,
es algo innegable. Sin embargo, a lo que nos convoca a volver siempre, es al valor de
su alcance sin límite, a su heterogeneidad, que no significa debilidad o inconsistencia
teórica. El defecto de sistema aquí no es un defecto. La heterogeneidad abre a lo otro
un espacio para que desde la contemporaneidad vuelvan a reconstruirse las preguntas
y las respuestas de su decir. Es preciso insistir en esto para poner sobre aviso, no contra
el saber sino contra la ideología cientificista, intelectual, que a menudo en nombre de
la ciencia, o de la teoría como ciencia, estigmatiza o purifica la obra de Marx (Derrida,
2003: 47). De lo que se trata es de traer el diagnóstico de Marx al presente para
conectarlo con el lugar de asignación de nuestro compromiso hoy. Pero, ¿por qué sigue
vigente el diagnóstico de Marx para las víctimas de la globalización neoliberal, a las
que no debemos compadecer sino acompañar para construir una cultura que busque
recompensarlos?
En el primer volumen de El capital, Marx describió los procesos mediante los que el
capitalismo creaba la base técnica de la liberación de la humanidad. Al mismo tiempo,
reconocía que bajo la lógica interna que propugnaban las fuerzas de producción
mutarían en fuerza de destrucción (Marx, 1974: 312 y ss.). Después de un proceso
de desarrollo sin precedentes de las fuerzas productivas, apoyadas en el desarrollo
depredar el suelo; de manera que todo progreso dirigido a fecundar la tierra en un plazo
determinado es, al mismo tiempo, un progreso en la ruina de las fuentes duraderas de
esa fecundidad (Marx, 1974). En efecto, “un nuevo espíritu del capitalismo” se eleva
en el firmamento del mercado. Un espíritu que justifica la adhesión voluntaria de los
explotados al fetiche que los explota. La nueva lógica del trabajo, donde lo que impera
es la discontinuidad de los proyectos, las intermitencias del trabajo, la precariedad y
la inseguridad, se convierten en el síntoma que paraliza la vida presente y futura de la
gente. La duración de los compromisos se contrae y todo se retrae a lo efímero, a lo
instantáneo, a lo inmediato. Los contratos son desplazados a un tiempo corto-definido.
Mientras tanto, las personas (y las masas) se diluyen en la telaraña de las redes sociales.
En el trayecto de esta experiencia las relaciones sociales se desvanecen y toma su lugar,
con mayor fuerza, la justificación de los dominantes frente a los dominados. Sumado
a lo anterior, somos testigos de la crisis ecológica que, junto con la crisis del trabajo
asalariado, constituye el punto de quiebre de la racionalidad mercantil. Lo que se
apunta desde aquí, es el afán de lucro desmedido. La preocupación en este sentido
coloca en el centro de la cuestión una crítica a un determinado fundamentalismo
ecológico, indiferente a la cuestión social, que precisa censurar la reducción inversa
a los males sociales. Sin embargo, es preciso asumir que las crisis ecológicas también
son resultado de las crisis sociales de la época. Por lo tanto, es necesario reconocer que
la crisis ecológica actual está completamente subordinada a la economía. No es causal
–como afirma Bensaïd– que los médicos higienistas y los filántropos del siglo XIX, ante
los daños sanitarios y urbanos de la industrialización capitalista, se convirtieran en los
pioneros de la ecología moderna. Sin duda, fue el liberalismo económico quien generó
su propia modalidad de crisis ecológica (Bensaïd, 2012b: 89).
En el Manifiesto del Partido Comunista, Marx apuntó que la transformación de las
fuerzas productivas en fuerzas destructivas tiene su origen en la lógica del beneficio
privado y la edificación de una cultura burguesa basada en el dinero (Marx y Engels,
1978: 42). La forma del dinero en el contexto actual adquirió un significado más
complejo y una radicalidad destructiva más profunda. Visible desde hace ya más de
siglo y medio, el “misterio” de la autogeneración del capital, de la multiplicación de los
dividendos, potencia su vitalidad colocando sus valores cardinales en el corazón bursátil.
Tal proeza exige empeñar el futuro; y para atender los vencimientos, requiere del
aumento de la productividad e intensificación de la explotación. El doble imperativo
de la velocidad y el desplazamiento son la consecuencia lógica de la reproducción
ampliada y de la rotación acelerada destinadas a evitar el colapso del capital. En este
ejercicio, la economía global devora territorios convirtiéndolo todo en mercancías. La
cultura burguesa basada en el dinero, en su carrera por la “creación del valor”, convence
a los asalariados de las bondades del auto-despido, haciéndoles creer que ganarán como
accionistas lo que pierdan como asalariados. Por medio del mecanismo bursátil se crea
la ilusión de que el dinero aumenta de valor milagrosamente, omite que el punto de
ruptura de este crecimiento mágico esconde el ciclo completo de la metamorfosis del
dinero en salarios y medios de producción, de los medios de producción en mercancías
y de las mercancías en dinero. De este modo, el milagro cotidiano de las plusvalías
bursátiles y de la “rentabilidad de la inversión” elude el momento de la producción
en el que se extrae la plusvalía del subsuelo del mercado (Bensaïd, 2012b: 32-33).
Roland Barthes, en sus Mitologías, afirma que la ideología burguesa se nutre del mito, la
convierte en una palabra despolitizada, cuyo sentido es despolitizar (Barthes, 1999). Y
esta idea del mito sigue teniendo vigencia. Hoy, como ayer, es imposible referirnos a la
inmaculada concepción del capital ni mucho menos a su autogénesis, pero sí podemos
seguir hablando de la extorsión y apropiación de la plusvalía.
Marx aseveraba en los Grundrisse (2017), que la obnubilación de la conciencia
y la extensión de las alienaciones producen la cristalización repetitiva de las formas
ideológicas de la cultura y, en particular, la añoranza romántica religiosa. Frente a la
desintegración social, caracterizada por la fragmentación de solidaridades colectivas,
surge la individualización mercantil, cuya particularidad primera refiere a la pulveri-
zación social. Distinguir a alguien, reconocerlo en su dignidad, no constituye hoy
una marca de identidad en las personas. Lo que aparece en el escenario social es un
conjunto de “personas sin cualidades”, la muchedumbre solitaria de los encuestados
que ya no votan, de los consumidores de domingo en un centro comercial, de los
anónimos espectadores de series en red, entre muchas otras formas de desdibujamiento
colectivo-individual. Para compensar esta peligrosa tendencia, la cultura burguesa
ofrece múltiples formas para volver a lo religioso. Ocurre que en este momento todos
los valores se esfuman y todo es susceptible de ser considerado un valor. La gente ya no
cree en nada o pretende creer para estar más tranquila. No sabe a qué debe ser fiel, ni
quién es su dios. Vuelven a la religión tratando de encontrar, una vez más, lo que Marx
denunciaba como “el suspiro de la criatura abrumada”, el sentimiento de un mundo sin
corazón”, “el espíritu de los tiempos sin espíritu”, como el opio, alivia u adormece. En
este momento de confusión, el “capitalismo absoluto” desarrolla su propio sistema de
valores y normas, donde la divisa liberal tiende a reemplazar la libertad por el consumo
y la solidaridad por la caridad –condicionada esta última, siempre, al designio de la
jerarquía económica. El imaginario que adquiere este “giro religioso” es la reduc-
ción de las realidades a formaciones puramente discursivas y negociables de placer. Se
trata de una religión dirigida a debilitar las resistencias colectivas haciéndonos creer que
existe una ética mercantil y una ciudadanía empresarial. Y así, mientras los negocios
siguen funcionando y se favorece a los grandes consorcios globales, los trabajadores
(flexibles o asalariados), los “incontables” que miran desde abajo, pueden votar en
masa y afirmar, de este modo, la autonomía política como autonomía absoluta. Desde
esta transfiguración de la política, los conflictos son vistos como meras invenciones
ideológicas, las clases sociales se disuelven en la idea de nación y ciudadanía y los
individuos configuran un rebaño de mónadas en pos de la liberación individual,
haciéndoles creer que el deseo de cada uno deviene inmediatamente en universal y
armoniosamente compatible con todos (Bensaïd, 2012b: 46). Marx no se equivocaba
cuando compelía a los proletarios a acabar con las normas repetitivas de la cultura
burguesa mediante una revolución y otra cultura. Por supuesto, cuando se refería a una
nueva cultura pensaba en la proletarización de la cultura ilustrada. Hoy, la interpelación
es la misma, pero terminar con esa escoria demanda construir una cultura otra, una que
no se apiade de las víctimas, como señala Traverso, sino que las recompense y reconozca
como sujetos rebeldes, activos, no como objetos de compasión. Las Madres de la Plaza
de Mayo, en Buenos Aires, son un extraordinario ejemplo de esta nueva cultura.
Lo que tenemos ante nosotros, como legatarios de los lenguajes de Marx, de la
dinámica de su mundo observado, es un tiempo recobrado por la mirada de un espectro
que nos revela un discurso normativo, postulado por la democracia liberal y la
economía de mercado, al que se denomina “orden natural del mundo”, que continúa
estigmatizando las utopías del siglo XX, y sin dejar ningún espacio para pensarnos desde
otro lugar, desde otra cultura. La derrota y la barbarie del siglo pasado son innegables
signos de la muerte de un “cierto Marx”. Pero, la marca que hoy nos convoca a quienes
estamos aquí, y a los que están por venir, muestra que por lo menos hemos tenido
dos vidas. Y aunque esta segunda no tiene derechos, tiene decisión. En este sentido, la
tarea de nuestro tiempo es adelantarnos hacia una afirmación de una cultura basada
en la melancolía de la derrota. Y aquí nos atrevemos a seguir a Traverso. Retornar a la
melancolía de izquierda, a un sentido en el que podamos “ser algo más que liberales”,
esto ya lo proponía Marx y lo compartía el movimiento obrero desde 1848, después
de la barbarie liberal contra la Comuna de París. Emulando el ejemplo de la “tradición
oculta” arendtiana, enunciada líneas arriba, la cultura de la melancolía de izquierda no
forma parte del relato canónico del socialismo ni del comunismo. Está completamente
alejada de la epopeya gloriosa, casi siempre ilusoria y falsa, de los triunfos y las grandes
conquistas, de las banderas desplegadas, de los héroes venerados, de las certezas por
venir, se trata más bien, dirá Traverso:
[de] la tradición de las derrotas que, como Rosa Luxemburgo recordaba en víspera de
su muerte, ha marcado la historia de las revoluciones. Es la melancolía de Blanqui y
de Louise Michel después de la sangrienta represión de la Comuna de París; de Rosa
Luxemburgo que, en su prisión de Wronke, medita sobre la masacre de la Gran Guerra
y la capitulación del socialismo alemán; de Gramsci que, en una prisión fascista, vuelve
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