Claves de La Conversión. Misericordia, Esperanza, Fidelidad - Juan María Uriarte
Claves de La Conversión. Misericordia, Esperanza, Fidelidad - Juan María Uriarte
Claves de La Conversión. Misericordia, Esperanza, Fidelidad - Juan María Uriarte
Claves
de la conversión
Misericordia, esperanza,
fidelidad
SAL T2ERRAE
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Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
7-12-2015
Diseño de cubierta:
María José Casanova
Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2539-3
3
Índice
Portada
Créditos
Introducción
Primera parte: La conversión cristiana
Introducción
1. Nos convertimos al Dios de Jesucristo (Lc 15,11-32; Hch 22,7-10)
1. El término de nuestra conversión
2. La dificultad actual de esta conversión
2. Es Dios quien nos convierte y nos reconcilia consigo (Ef 2,1-10; 2 Cor 5,18-21)
3. Convertirse implica pasar del remordimiento al arrepentimiento (Mt 27,3-5; Mt 26,69-
74)
4. Nos convertimos en «hombres nuevos» (Col 3,5-17)
5. Nos convertimos progresivamente (Lc 13,6-9; Lc 15,11-24)
6. Nos convertimos por mediación de la comunidad eclesial (Mt 28,16-20; Jn 20,19-22)
Segunda parte: Acoger y ofrecer la misericordia
Introducción
1. Una humanidad necesitada de misericordia
1. Las dificultades ante la misericordia
a) La cultura de la fuerza
b) La cultura de la reivindicación violenta
c) La cultura del deseo ilimitado
2. Debate en torno a estas dificultades
a) Las caricaturas de la misericordia
b) Las graves insuficiencias de la «cultura predominante»
c) La cultura predominante está dentro de nosotros
3. La nostalgia de la misericordia
a) El sentimiento de culpabilidad
b) El fracaso
c) La nueva sensibilidad para con los marginados
2. Elogio humano de la misericordia
1. Perfil humano de la misericordia
a) La experiencia de limitación
b) La experiencia de haber recibido misericordia
c) La conciencia de pertenecernos mutuamente
d) La sintonía vital con los demás
4
2. Misericordia y perdón
3. Misericordia y justicia
4. Valor humano y social de la misericordia
a) La misericordia humaniza a las personas
b) La misericordia agiliza la solución de los conflictos sociales
3. Perfil cristiano de la misericordia
1. La misericordia de Dios
a) Dios es misericordia
b) La misericordia de Dios es, a la vez, ternura y fidelidad
c) La misericordia de Dios es paternal y conyugal
d) La misericordia de Dios es desbordante
e) La misericordia de Dios es universal
2. La misericordia de Dios en Jesucristo
a) La pretensión explícita de Jesús: revelar la misericordia del Padre
b) La misericordia «conmueve las entrañas» de Jesús
c) Jesús, misericordia humilde de Dios
d) Jesús, misericordia de Dios que perdona
e) La misericordia de Jesús es creadora de vida
3. La misericordia de los cristianos
a) La misericordia, bienaventuranza y virtud central
b) Misericordia humana y misericordia divina
c) «A mí me lo hicisteis»
d) Misericordia activa
4. La Iglesia y la misericordia
1. La Iglesia es sacramento de la misericordia de Cristo
2. María, Madre de misericordia
3. Acoger, transmitir, practicar la misericordia
a) Acoger la misericordia
b) Transmitir la misericordia
c) Practicar la misericordia
5. La misericordia en la vida diaria
1. La misericordia de los ciudadanos
2. La misericordia del Primer Mundo
3. La misericordia de los esposos
4. La misericordia de los servidores de la salud
5. La misericordia de los servidores sociales
6. La misericordia de los pastores
Conclusión
Tercera parte: La esperanza vence al miedo
Introducción
1. Temores, incertidumbres, decepciones
1. Temores existenciales
5
2. Decepciones y miedos de carácter social
a) Las decepciones
b) Los miedos
c) La crisis de la ética
d) El oscurecimiento del sentido de la vida
e) Incertidumbres y zozobras en nuestros pueblos
3. Los azares de la esperanza eclesial
4. Y, sin embargo...
2. Perfil humano de la esperanza
1. El ser humano necesita esperar
2. La fragilidad de la esperanza
3. Los dos componentes de la esperanza: deseo y confianza
4. Una esperanza abierta
3. Perfil cristiano de la esperanza
1. Dios nos ha prometido un futuro de plenitud
2. La esperanza, deseo ardiente del Dios vivo
3. La confianza incondicional en Dios
4. Esperanza, deseo confiado del reino de Dios
5. La esperanza es deseo confiado respecto de la Iglesia (cf. Jn 17)
6. La esperanza y el crecimiento humano
4. Frutos y reflejos de la esperanza cristiana
1. La alegría
2. La inquietud
3. El trabajo transformador y comprometido
4. La paciencia
5. La oración
6. La sobriedad
5. Aprender a esperar
1. Aguardar como un pobre (Ap 2,8-18)
2. Aguardar «desde dentro» (Ap 2,1-7)
3. Ensanchar nuestra esperanza
4. Prevenir las falsas salidas
5. Asidos a la palabra de la Promesa (Ap 3,7-13)
Conclusión
1. Reavivar la esperanza de la Iglesia
2. Confortar la esperanza de la sociedad
Cuarta parte: Fidelidad de Dios y fidelidad humana
Introducción
1. La fidelidad, un valor en crisis
1. La práctica de la fidelidad en la sociedad
a) La fidelidad a la propia conciencia
b) La fidelidad en la vida conyugal
6
c) La fidelidad en las relaciones sociales
d) La fidelidad para con el Tercer Mundo
2. La práctica de la fidelidad en la Iglesia
a) La fidelidad a Dios
b) La fidelidad a la Iglesia
c) La fidelidad al ministerio y a la vida consagrada
d) La fidelidad de la Iglesia
3. La fidelidad devaluada
a) La fidelidad, incompatible con la libertad humana
b) La fidelidad, adversaria del cambio y del progreso
c) La fidelidad no es una virtud humana
d) La fidelidad es inmoral
4. Las consecuencias de la crisis
5. La fidelidad, una aspiración indestructible
2. Retrato humano de la fidelidad
1. Estructura de la fidelidad
a) La fidelidad es confianza
b) La fidelidad es amor
c) La fidelidad es una adhesión perpetua
d) La fidelidad se expresa visiblemente en el compromiso definitivo
2. Propiedades de la fidelidad
a) La fidelidad es creativa
b) La fidelidad es fuente de fecundidad
c) La fidelidad es fuente de dicha
d) La fidelidad es siempre precaria
3. Las deformaciones de la fidelidad
a) La fidelidad orgullosa
b) La fidelidad medrosa
c) La fidelidad perezosa
d) La fidelidad interesada
e) La fidelidad fanática
3. El mensaje cristiano de la fidelidad
1. La fidelidad de Dios
2. La fidelidad de Jesucristo
3. La fidelidad de los cristianos
a) La fidelidad del cristiano a Dios está emparentada con la fe
b) La fidelidad del cristiano a Dios está vinculada a la obediencia
c) La fidelidad del cristiano a Dios está ligada al amor
d) La fidelidad del cristiano es una gracia de Dios
e) La fidelidad a Dios se prolonga en la fidelidad a los demás
4. La fidelidad de la Iglesia
a) El mensaje de la Escritura
7
b) La Iglesia, sacramento de la fidelidad
c) Las grandes fidelidades de la Iglesia
5. La fidelidad a la Iglesia
a) Fidelidad necesaria
b) Fidelidad difícil
6. La fidelidad a la propia vocación
7. La fidelidad a vocaciones especiales
4. Entre la infidelidad y la fidelidad
1. Fidelidades inauténticas o incompletas
a) La doble vida
b) El mecanicismo
c) La mediocridad
d) La fidelidad intermitente
2. Fidelidad básica pero carente de radicalidad evangélica
3. La fidelidad evangélica
a) El frescor
b) La aspiración a progresar
c) La modestia
d) El realismo
e) El detalle
f) La misericordia
g) La conciencia de don
5. Para perseverar en fidelidad
1. Apoyos necesarios
a) Orar
b) Renovar las opciones fundamentales
c) Un modo de vida coherente
d) El apoyo de la comunidad
e) Tomar el pulso a nuestras fidelidades
f) Recuperarse bien
2. Tareas pendientes de la comunidad diocesana
a) Formar la conciencia moral
b) Estimular la práctica religiosa
c) Vigorizar la pastoral familiar
d) Atender a las vocaciones consagradas
e) Fomentar el voluntariado social
f) Consolidar el compromiso con el Tercer Mundo
Conclusión
Notas
8
Introducción
9
reclamando nuestra fidelidad a él y a sus hijos e hijas, una fidelidad siempre frágil y
siempre sostenida por la suya. Una conversión que no procura corresponder al Señor
mediante un ejercicio sincero y sostenido de fidelidad es más bien un simulacro que una
respuesta leal. Este es el motivo por el que dedico la última parte del libro a resaltar la
dignidad humana y la calidad cristiana de esta gran virtud en tiempos en que son
precarios tanto su valoración teórica como su cumplimiento práctico.
Acoger y practicar la misericordia, confortar nuestra esperanza y afinar nuestra
fidelidad son tres maneras complementarias de verificar y asentar nuestra conversión
cristiana.
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PRIMERA PARTE:
La conversión cristiana
11
Introducción
12
1.
Nos convertimos
al Dios de Jesucristo
(Lc 15,11-32; Hch 22,7-10)
13
2. La dificultad actual de esta conversión
14
2.
Es Dios quien nos convierte
y nos reconcilia consigo
(Ef 2,1-10; 2 Cor 5,18-21)
Nuestra experiencia habitual espontánea nos brinda la conciencia de que somos nosotros
quienes tomamos la iniciativa de volver a Dios, de convertirnos a él. Sin embargo, la
revelación nos afirma reiterada y contundentemente que es Dios quien, en la conversión,
se adelanta y lleva la iniciativa. El Esposo de la parábola de Oseas es el que se moviliza
para buscar a su esposa frívola e infiel. El Pastor de la parábola evangélica va en busca
de la oveja perdida. Pablo no se descuida cuando en diferentes ocasiones nos exhorta no
a reconciliarnos, sino a dejarnos reconciliar por Dios. Jesús nos ha dicho: «El Hijo del
hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido». He aquí un distintivo neto
del cristianismo respecto de todas las religiones del mundo grecorromano. Los dioses
grecorromanos no se dignaban tomar la iniciativa de acercarse a los humanos y
reconciliarse con ellos. A lo sumo podían aplacarse con las súplicas humanas.
El capítulo sexto de la sesión sexta del Concilio de Trento recoge un párrafo
precioso, de inspiración agustiniana (debido sobre todo al teólogo agustino Seripando),
que describe en términos dinámicos el itinerario de la conversión bajo el nombre paulino
de la justificación. Es el párrafo que comienza con estas palabras: «peccator, gratia
divina adjutus et motus…», etc.
A la luz de este texto:
– Dios suscita en nosotros, en primer lugar, un sordo malestar que lleva consigo tres
componentes: el sentimiento de una dignidad perdida, la experiencia penosa de
esclavitud y la vivencia de infecundidad. «Estoy mal» sería la traducción tosca de
esta situación inicial.
– Este sordo malestar va madurando hasta cuajar en un reconocimiento explícito de
nuestra culpa. Dejamos de echar tierra sobre nuestra conciencia y de echar la
culpa a los demás atribuyéndoles la causa de nuestro malestar espiritual. Brota el
remordimiento.
– A partir del remordimiento, el Espíritu Santo suscita en nosotros un anhelo de
salir de esta situación, de reforma y de cambio, de liberación. No es aún un
15
cambio esperanzado. Se muestra como un deseo estéril o imposible, pero activo.
Se instaura un rudo combate entre la voluntad de convertirse y la inercia de
seguir instalado en la situación, apegados a los beneficios secundarios que ella
nos reporta. La traducción de este estado podría expresarse gráficamente en un
«quisiera salir de aquí». No todavía en un «quiero salir de aquí».
– Por la discreta presencia de la gracia, siempre operante a lo largo del itinerario, el
deseo de salir se va enriqueciendo y se abre a la esperanza: «in spem eriguntur»,
dirá el texto conciliar. El deseo estéril se torna deseo fecundo. Pasa del
«quisiera» al «quiero».
– La esperanza se va ensanchando y abriéndose al amor: «diligere incipiunt». El
amor genera arrepentimiento (pena de haber fallado al Señor).
– El arrepentimiento se arma de valor y brota la decisión de acogernos al perdón de
Dios en la Iglesia («Padre, he pecado»).
– El perdón recibido ensancha el amor y suscita alegría. De ella nace un nuevo
proyecto de vida convertida («Cuenta conmigo, Señor. Cuento contigo, Señor»).
En todo este proceso, como el agua que se filtra silenciosamente entre las rocas, la
gracia de Dios va realizando su trabajo en nosotros.
Cuando contemplamos retrospectivamente, desde el altozano de nuestra situación
actual, con mirada de fe determinadas etapas de nuestra vida o simplemente un largo
tramo de la misma, no nos suele resultar difícil «descubrir» que Dios nos venía
buscando. Deberíamos realizar con alguna frecuencia una lectura creyente retrospectiva
a la luz de la misericordia de Dios. Un seminarista que entró en el seminario a los veinte
años, después de una vida bastante disoluta, me decía: «A mí mis pecados no me han
hecho llorar. Lo que me ha hecho llorar es leer mi pasado y comprobar que Dios me
venía buscando a través de personas concretas, de fracasos y experiencias aparentemente
casuales que me iban marcando el camino de salida».
Podemos seguir de cerca dos itinerarios ejemplares: el de san Agustín en las
Confesiones y el de san Ignacio de Loyola, magníficamente explicitado en el libro
Ignacio de Loyola. Solo y a pie, de J. I. Tellechea.
16
3.
Convertirse implica
pasar del remordimiento al arrepentimiento
(Mt 27,3-5; Mt 26,69-74)
17
2. En coherencia con la primera distinción, al remordimiento le acompaña un
automenosprecio que induce al sujeto a un autocastigo. La misma palabra lo
expresa: re-morsus, morderse una y otra vez a sí mismo. Uno se convierte en
implacable censor que se castiga a sí mismo. La pequeña patología de morderse
las uñas o la gran patología de darse con la cabeza en la pared son reflejo de ese
autocastigo.
En el arrepentimiento predomina en cambio el deseo de obsequiar para
reparar al Señor y a los hermanos maltratados por nuestro comportamiento.
Atención: la reparación es una necesidad del psiquismo humano culpable. Quizá
por expresiones exageradas del pasado ha podido perder aprecio en las
espiritualidades del presente. No se merece esta marginación. No debemos omitir
actitudes y comportamientos de reparación. La reparación es el amor que necesita
mostrar al ofendido que es apreciado, valorado y querido. Que estamos
arrepentidos de no haberle correspondido. Que no queremos fallarle en el futuro.
3. El remordimiento nos fija en el pasado. Es, nos dirá Ricoeur, «una nostálgica y
melancólica reflexión sobre el pasado». En el caso extremo de los escrupulosos
esta fijación se expresa en no poder olvidar determinados episodios de fragilidad
moral de su vida pasada y en tener que manifestarlos una y otra vez para intentar
liberarse de la angustia que se expresa a través del escrúpulo. Pero el fenómeno
de la fijación no es solo propio de la psicopatología. El remordimiento, que no es
en sí patológico, tiende a volver su mirada al pasado y quedar fijado en él como
la mujer de Lot.
El arrepentimiento no echa tierra sobre el pasado. Practica una humilde,
lúcida y realista mirada hacia su pasado. Pero no queda atrapado por él. Como
Ignacio de Loyola, después de preguntarse: «¿Qué ha hecho Cristo por mí? ¿Qué
he hecho yo por Cristo?», trasciende y desborda su atención al pasado para
preguntarse: «¿Qué voy a hacer por Cristo?». Hay un futuro al que mira con
confianza en el perdón recibido o por recibir y en la fuerza propulsora de este
perdón para cambiar nuestra vida.
18
a) Los pequeños (o no tan pequeños) ídolos de nuestra vida: personas que me
dominan; criterios o decisiones que me resisto a someter a crítica; objetos o
aparatos que me crean dependencia; niveles de holgura material que me resisto a
contrastar con el Evangelio. El ídolo de mi propia intimidad que no abro a nadie.
El ídolo de mi propia imagen que guardo cautelosamente ocultando sus llagas.
b) Las omisiones: omitir mi juicio (tal vez público) por falta de libertad. Omitir una
mayor dedicación a ciertas áreas de mi misión que se me hacen más costosas por
un cierto escepticismo. Omitir el ser transmisores de consuelo y alegría a
enfermos, por comodidad.
c) Mi aportación al ambiente en que me desenvuelvo: ¿ofrezco suavidad o
amargura? ¿Esperanza o desánimo? ¿Tolerancia o intransigencia? ¿Profundidad o
frivolidad? ¿Implicación o absentismo?
19
4.
Nos convertimos
en «hombres nuevos»
(Col 3,5-17)
20
4. La dinámica de la conversión, guiada por el Espíritu, hace surgir o confirma una
nueva sensibilidad, una especie de «flora intestinal»: la querencia por lo sencillo,
por la compasión, por la vulnerabilidad sin costras defensivas, por la verdad sin
máscaras.
5. La gracia del Espíritu va engendrando nuevas actitudes: la misericordia, la
esperanza, la alegría, el espíritu orante.
6. Por obra de la gracia nacen nuevos comportamientos: una nueva manera de vivir,
de dar, de emplear los recursos económicos, de administrar nuestro tiempo, de
trabajar con espíritu, de decir una palabra más libre y más constructiva.
21
5.
Nos convertimos
progresivamente
(Lc 13,6-9; Lc 15,11-24)
22
Uno de los riesgos de la edad adulta es el estancamiento (o, al menos, la
ralentización) de los dinamismos de la conversión. En efecto, el organismo del hombre
describe a lo largo de su vida una curva biológica que se atiene a lo que los estadísticos
llaman «campana de Gauss»: comienza con una fase ascendente, continúa con una fase
de mantenimiento (la «meseta»), termina con una fase descendente. La curva de la
evolución psicológica es más irregular: el hombre sigue progresando todavía cuando su
organismo está en «la meseta». Pero al fin desciende y disminuye. La trayectoria de la
evolución espiritual no se atiene a esta ley de «ascenso-meseta-descenso». Está presidida
por la ley del crecimiento continuo: «Por nuestra parte, con la cara descubierta,
reflejando como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa
misma imagen cada vez más gloriosa, como corresponde a la acción del Espíritu del
Señor» (2 Cor 3,18). «Por eso no desfallecemos; al contrario, aunque nuestra condición
física se vaya deteriorando, nuestro ser interior se renueva de día en día» (2 Cor 4,16).
Digámoslo crudamente con otras palabras: «El que no crece, peca». Y con el dicho
de Jesús: «El que no siembra conmigo, desparrama».
23
6.
Nos convertimos
por mediación de la comunidad eclesial
(Mt 28,16-20; Jn 20,19-22)
24
activamente implicada en el sacramento de la reconciliación que se celebra en el
más oscuro rincón del mundo. Mi reconciliación entraña una reconciliación de
toda la Iglesia con su Señor.
También la comunidad eclesial en todos sus niveles (la comunidad
eucarística, la carismática, la diocesana, la universal), con su pueblo y sus
dirigentes, «está necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la
renovación» (Lumen gentium 8).
a) En ella coexisten no solo los pecados personales de todos sus miembros, sino
también los pecados comunitarios. Hay personas individualmente humildes
que comparten con sus comunidades o movimientos el orgullo de sentirse
«los puros, los convertidos». Lo beben en la comunidad, que es una persona
moral sujeta también al pecado. Hay comunidades laxas y mediocres que
inducen laxitud y mediocridad en sus miembros (tal vez bastantes de
nuestras parroquias). Hay comunidades instruidas, pero poco convertidas,
que favorecen en sus miembros la arrogancia y el racionalismo del saber.
Hay comunidades acomodadas que alientan en sus componentes una
excesiva complacencia y laxitud en el uso del dinero. Hay comunidades
enfrentadas que contagian a sus miembros distancias recelosas. El papa
Bergoglio les dedica palabras enérgicas (EG 100). Hay comunidades
insensibles a los pobres que inducen en los que pertenecen a ellas actitudes
apáticas ante su sufrimiento. Hay comunidades tibias que apagan en sus
miembros el ardor por Dios.
Coexisten también (al menos en sentido analógico; véase Reconciliatio et
paenitentia 16) los pecados institucionales, encarnados en leyes, reglamentos,
costumbres de una comunidad mayor o menor. Ya algunos profetas del Antiguo
Testamento hicieron hincapié en estructuras de pecado y en ambientes de pecado. La
Iglesia, la diócesis, la parroquia, el seminario, la congregación religiosa no son solo
esferas de gracia, sino que pueden ser, en una medida u otra, en un aspecto u otro, sujeto
de conversión. A los responsables eclesiales nos corresponde detectar estos pecados y
promover su erradicación.
25
SEGUNDA PARTE:
Acoger y ofrecer
la misericordia
26
Introducción
27
Jesucristo. El capítulo cuarto intenta comprender esta vocación y describir las grandes
tareas que ella le señala.
El quinto capítulo se vuelve sobre cada uno de nosotros. Pretende explicitar las
consecuencias prácticas que el mensaje cristiano de la misericordia encierra para nuestra
vida personal de creyentes y nuestra vida comunitaria de ciudadanos y miembros de la
Iglesia. Si la misericordia es tan central en Dios, tan vital en Jesucristo, tan necesaria en
la Iglesia y tan saludable para la sociedad, habrá de animar y motivar todo nuestro
comportamiento cristiano. Este último capítulo quiere ayudarnos a impregnar nuestra
vida entera de la misericordia de Dios.
El largo recorrido por los caminos de la misericordia nos conducirá –así lo
esperamos– a la persuasión de que la misericordia madura a las personas, «transforma
las relaciones sociales, es condición esencial del progreso cristiano y tarea eclesial
irreemplazable, porque es revelación del rostro original de Dios6.
28
1.
Una humanidad
necesitada de misericordia
a) La cultura de la fuerza
Para esta sensibilidad la misericordia es la virtud de los débiles. Las personas con vigor
interior y con capacidad para valerse por sí mismas no necesitarían recibir misericordia.
Ellas no tendrían necesidad de ser acogidas, regeneradas, perdonadas por nadie. Solo la
gente mediocre echaría de menos tales apoyos exteriores. La cultura de la fuerza es
contraria a la misericordia.
Para esta corriente cultural la misericordia no es solo signo de debilidad, sino
generadora de pasividad. Por tal razón sería perjudicial ejercitar la misericordia. Sus
destinatarios se van convirtiendo en seres pasivos y dependientes que, lejos de afrontar
sus problemas con gallardía, se acostumbran a ser socorridos y se vuelven incapaces de
tomar en sus manos su propio destino. La misericordia crea «mendigos crónicos». Una
humanidad evolucionada está reclamando competición, no compasión. La competición
engendra hombres fuertes. La compasión produce seres débiles. En el fondo de esta
posición resuena el aforismo de Nietzsche: «¿Dónde reside tu mayor peligro? En la
compasión».
29
b) La cultura de la reivindicación violenta
Si la cultura de la fuerza rechaza la misericordia, la cultura de la reivindicación violenta
se opone a ella con el mismo ardor. Para esta sensibilidad la misericordia es despreciable
porque encubre la injusticia, ofende la dignidad de la persona asistida e induce en el
bienhechor una falsa conciencia de persona honorable.
Recibir ayuda humilla profundamente a la persona y crea frecuentemente en ella
una reacción de resentimiento. «Los pobres perdonan difícilmente el pan que les
damos». Perciben en el mismo acto de recibir ayuda una inferioridad y una dependencia
con respecto de sus benefactores. Por ello la misericordia resulta humillante. Socorrer
equivale a colocarse en un eslabón superior al de la persona asistida. Por esto, quien
socorre, humilla.
Ofrecer ayuda al necesitado engaña sutilmente al que la brinda. Le hace sentirse
imaginariamente bueno, fuerte, generoso. Le impide reconocer que también él es un ser
incoherente, débil e interesado. Le oculta la visión saludable de sus propias llagas y
debilidades.
Pero ejercer la misericordia es todavía, para esta mentalidad, algo más perverso. La
misericordia se convierte inevitablemente en nuestro mundo en encubridora de la
injusticia. Los opresores tienden a enmascarar sus injusticias ante los ojos de la sociedad
y ante sí mismos ejercitando la misericordia con aquellos mismos a los que oprimen. El
manto de la misericordia encubre las vergüenzas inconfesadas de la injusticia. Es preciso
arrojar ese manto hipócrita y defender la justicia incluso con medios violentos.
No es difícil entrever en el trasfondo de esta mentalidad el sello de Marx. Su
propósito está consignado enérgicamente en una de sus obras: «Es preciso hacer estallar
todas las situaciones en las cuales el hombre es un ser humillado, esclavizado, indefenso
y abandonado». En otras palabras: es preciso construir un mundo en el que sea
imposible, por innecesaria, la misericordia.
30
satisfacción de su deseo le resulta siempre más importante y más imperiosa que la ayuda
al necesitado. Cuanto más exasperado es el deseo, tanto mayor es nuestra incapacidad
para la misericordia. El caso extremo del toxicómano resulta revelador: su imperiosa
dependencia de la droga lo hace invulnerable a las tragedias familiares y sociales que
provoca su comportamiento. La misericordia requiere de nosotros una capacidad de
renunciar a las exigencias desmedidas de nuestros deseos. Allí donde no se poda el
deseo, muere la planta de la misericordia.
31
pero también debilidad. La cultura de la reivindicación violenta ha intentado canalizar la
agresividad humana por el cauce de la justicia social. Pero, llevada por su propia
dinámica, ha conducido a nuevas formas de opresión y corrupción. Los regímenes
comunistas derrumbados hace años nos han ofrecido una prueba estremecedora. La
cultura del deseo ilimitado ha descubierto en el corazón humano muchas represiones
nocivas y muchos miedos irracionales. Pero el deseo humano independiente de la
responsabilidad y de la solidaridad está produciendo justamente lo contrario de lo que
pretendía: insatisfacción y vacío.
En suma, la cultura del poder lleva al menosprecio de los débiles; la cultura de la
reivindicación violenta conduce a la intransigencia; la cultura del deseo desemboca en la
apatía. Menosprecio, intransigencia y apatía ahogan la misericordia.
Una mirada más penetrante descubre que estos tres rasgos de nuestra cultura, que se
encuentran en el origen de la crisis de misericordia en nuestro tiempo, tienen una matriz
común: la pretensión del hombre contemporáneo de erigirse en valor absoluto y su
alergia a todo tipo de dependencia. «El hombre es el ser supremo para el hombre», decía
Marx. «El superhombre es el sentido de la tierra», afirmaba Nietzsche. «La religión es
una neurosis de dependencia infantil», sostenía Freud.
Resulta instructivo observar que la misma pretensión humana que asfixia a la
misericordia es la matriz del ateísmo contemporáneo. Cuando los seres humanos
creemos bastarnos a nosotros mismos, desalojamos a Dios como adversario o como
inútil: dejamos de ser creyentes. Pero al mismo tiempo nos incapacitamos para dar sin
orgullo y recibir sin complejos, es decir, para ofrecer y recibir misericordia: dejamos de
ser humanos.
32
La sociedad actual nos vuelve igualmente propensos a la reivindicación. Podemos
incurrir en un espíritu reivindicativo que neutralice en nosotros un componente
fundamental de la misericordia: la tolerancia. Exigir se convierte en este caso en una
forma privilegiada de relacionarnos con los demás. Como hijos exigimos a nuestros
padres; como acreedores exigimos a nuestros deudores; como ciudadanos exigimos a
nuestras autoridades; como feligreses exigimos a nuestra Iglesia. Es necesario saber
exigir todo aquello a lo que tenemos derecho. No es justo que olvidemos exigirnos
también a nosotros mismos. No es humano que la obsesión por exigir vaya congelando
en nosotros la capacidad de pedir y de ofrecer.
También la apatía puede instalarse fácilmente en nosotros, que vivimos inmersos
en una sociedad que ha sustituido «la empatía por la apatía» (Metz). Cuando la vida es
dura y los propios intereses se convierten en obsesivos, no queda espacio para la
compasión. No hay tiempo para escuchar el drama de los demás y sintonizar con su
sufrimiento. Cuando las propias «necesidades innecesarias» son muchas, no nos quedan
recursos para ayudar. El necesitado se convierte en un estorbo en el camino de nuestra
vida. Es legítimo mirar por los justos intereses propios. Es empobrecedor quedar
confinado en ellos. El espíritu evangélico nos hace atentos a estas tentaciones de
paganismo y nos estimula a no darles tregua en nuestra vida.
3. La nostalgia de la misericordia
No es infrecuente que el corazón del hombre anhele secretamente, con mayor o menor
intensidad, aquello que no reconoce abiertamente como un valor importante. Tal es el
caso de la misericordia. Diversos indicadores nos atestiguan que esta virtud tan
deformada y vapuleada es, también, añorada.
a) El sentimiento de culpabilidad
Admítalo o no, el ser humano de todos los tiempos tiene que vérselas con su sentimiento
de culpabilidad. Nos sentimos en ocasiones defraudados ante nosotros mismos porque no
hemos sabido estar a la altura de nuestras expectativas. Experimentamos en otras
ocasiones el sufrimiento, el disgusto y el rechazo de aquellos que han quedado afectados
por nuestro comportamiento egoísta o irrespetuoso. Por mucho que se haya oscurecido y
debilitado nuestra conciencia de pecadores, los creyentes sentimos sobre nuestras
espaldas el fardo de una culpa ante Dios, que se manifiesta en un sordo malestar, en un
agudo remordimiento o en un saludable arrepentimiento.
Este estado interior suscita en nosotros el anhelo de la misericordia. Necesitamos
perdonarnos a nosotros mismos para no acabar destrozándonos. Necesitamos no solo la
comprensión, sino también la condescendencia de los demás y la benevolencia de Dios.
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Anhelamos una nueva oportunidad, un nuevo comienzo. Necesitamos para ello borrar
nuestro pasado en las aguas del perdón. Necesitamos misericordia.
b) El fracaso
El fracaso escolar y profesional, matrimonial y familiar, económico y laboral está hoy a
la orden del día. Se vuelve tanto más numeroso y menos tolerable cuanto más
competitiva es nuestra sociedad y cuanto antes olvida esta a los fracasados. Basta
ponerse a escuchar con sensibilidad y paciencia para recoger el lamento de los que se
quejan de haber sido maltratados por la vida o de haber malgastado las oportunidades
que esta les ha brindado.
El fracaso introduce en las personas la duda acerca de su propia valía y debilita el
sentimiento de su propia dignidad. Con frecuencia hunde a las personas en el abismo de
la depresión, que ha llegado a ser dolencia característica de nuestro tiempo. Pero
despierta asimismo la necesidad de alguien que, afectado por mi situación, reconozca mi
dignidad, restaure mi autoestima averiada, refresque mi esperanza en un futuro mejor o
simplemente me acompañe en mi desgracia. La misericordia de los demás se convierte
así en ungüento para nuestros pesares. La misericordia de Dios, atisbada a través de la
misericordia humana o añorada por contraste con la insensibilidad que encontramos en
las personas, se convierte en una luz al fondo del túnel. El fracaso humano sitúa a las
personas ante una alternativa: hundirse más o acogerse a la misericordia. Algunos optan,
desgraciadamente, por la primera opción. Otros, aunque tal vez recusen este nombre,
claman por la misericordia.
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Esta mayor proximidad afectiva y efectiva no puede ser únicamente fruto del deseo
de justicia. No se reduce a luchar por los derechos de los pobres. Se pone a servirlos
acercándose, dejándose interpelar, sintiendo su drama, poniéndose a su servicio. Late en
todo este movimiento una fibra humana que se deja afectar por la miseria. Hay un
nombre cristiano para esta noble actitud: misericordia.
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2.
Elogio humano
de la misericordia
a) La experiencia de limitación
Una persona que no ha vivido la experiencia saludable de sus propios límites, la
frustración provocada por sus propios fallos, la impotencia a la hora de cumplir sus
propósitos, la mordedura del sentimiento de culpabilidad, la necesidad de ser perdonada,
la angustia de la cita con la muerte... está inmunizada contra la misericordia. Los
«triunfadores natos» suelen ser poco propensos a la misericordia. No conectan con la
indigencia y el sufrimiento de los demás. Para compadecernos de los demás necesitamos
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reconocernos en ellos. No nos reconocemos si no tenemos en común experiencias de
limitación.
No cualquier experiencia de limitación nos hace capaces de misericordia. Solo
nuestra limitación aceptada nos conduce a abrirnos misericordiosamente a los demás.
Cuando no la aceptamos, genera más bien autodesprecio para con nosotros y agresividad
para con los demás. Menospreciarse a sí mismo es más fácil de lo que parece. Resulta
más difícil amarnos humildemente a nosotros mismos como miembros débiles y heridos
del cuerpo de Cristo. Cuando con dolor «digerimos» nuestras limitaciones inevitables y
nos reconciliamos con nosotros mismos, estamos mejor capacitados para sintonizar con
las necesidades de los demás. Entonces aceptamos a los demás como partícipes en una
misma pobreza común. Entonces nos sentimos inmunizados contra la tentación de
«sentirnos importantes» al ejercer la misericordia.
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Descubrir que todos somos partícipes en las mismas limitaciones nos abre el camino
para otro descubrimiento capital: somos solidarios, nos pertenecemos mutuamente, no
somos individuos aislados, estamos vinculados unos a otros, formamos parte de la
misma familia humana.
Esta conciencia de pertenecernos aparece entre nosotros más claramente en las
afirmaciones teóricas que en las aplicaciones prácticas. La apática indiferencia con la
que en nuestras grandes ciudades contemplamos, en la misma calle, dramas humanos
extremos revela un déficit notable de compasión. La civilización occidental a la que
pertenecemos ha subrayado con justicia el valor del individuo, su dignidad, su derecho a
realizarse libremente. Pero este subrayado ha sido unilateral. Ha provocado un
debilitamiento de los espontáneos vínculos familiares y sociales. La debilidad de estos
vínculos es una de las causas básicas del debilitamiento de la misericordia.
En contraste con nuestra civilización, encontramos en Latinoamérica y África otras
culturas que, sin proclamas solemnes, sienten y viven más espontáneamente la
conciencia de pertenecerse mutuamente y la expresan en una solidaridad familiar y
social. Brota naturalmente en ellos una compasión activa con los más necesitados, con
los cuales comparten lo poco que poseen. En medio de la miseria encuentra a veces la
misericordia un clima más propicio para desplegarse. ¿Será posible armonizar un respeto
sentido y consciente a la libertad y dignidad de cada persona con un sentimiento vivo y
operante de solidaridad con todos? Una de las claves del auténtico progreso humano
reside en conjugar ambos valores. Las culturas en las que subsisten ingentes problemas
básicos de nutrición, de higiene, de escolaridad, de autoritarismo, de corrupción...
pueden llamarse con razón subdesarrolladas. Pero ¿podemos llamar justamente progreso
a unos adelantos que han deteriorado la solidaridad espontánea y han acentuado tanto el
individualismo? ¿No es más adecuado llamarles simple desarrollo?
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reconocimiento vital de que los otros son personas como yo, que merecen y necesitan lo
mismo que yo merezco y necesito.
Cuando falta la empatía, la misericordia se vuelve imposible, porque uno de los
elementos esenciales de esta es la compasión. «Padecer con otros» se torna imposible
cuando falta la capacidad básica de «sentir con otros». Entonces el ejercicio de la
misericordia es fruto de un frío razonamiento o consecuencia de un voluntarismo
desnudo de sentimientos espontáneos. El destinatario de esta «misericordia» percibe el
carácter forzado y, en el fondo, insincero de la ayuda que recibe. «Esta mujer me harta».
Así expresa su incomodidad, en una novela contemporánea, un personaje enfermo
acosado por los desvelos de una enfermera que le brinda sus servicios «por simple
convicción y por pura voluntad».
2. Misericordia y perdón
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las ofensas, que nos ayuda a digerirlas y nos hace mirar al ofensor con otros ojos,
reconociendo en él a una persona lastrada de debilidades y condicionada por su propia
historia. «Si conociéramos el fondo de las personas tendríamos compasión hasta de las
estrellas».
Perdonar es, igualmente, una victoria sobre el resentimiento y el espíritu de
venganza. Estos son los sentimientos inmediatos que suscita en nosotros la agresión de
los demás. Pero ambos, a la larga, son negativos. El primero nos produce amargura
interior y genera relaciones desagradables con personas o grupos de nuestro entorno. El
segundo, en vez de reparar la injusticia, la agranda. La injusticia cometida al arrancarnos
un ojo, ¿queda acaso reparada y compensada por el hecho de que nosotros arranquemos
otro ojo al agresor? ¿No queda al contrario duplicada? ¿No abre el paso a una escalada
de injusticia? El «ojo por ojo» no es hoy una fórmula que favorezca la humanidad. El
que no perdona hace el juego a su resentimiento y alimenta peligrosas fantasías de
venganza, que son fuente de nuevas injusticias.
Perdonar es, además, un acto de fe en la bondad básica del ser humano. «Así como
por la fe creemos que lo invisible está presente en lo visible, el que ama cree, por el
perdón, más allá de lo que ve» (Kierkegaard).
Perdonar es, ante todo, un acto de amor que acepta al otro tal y como es y le
responde con la benevolencia y la disposición a reconciliarse con él. El perdón es
gratuito por partida doble: porque es amor y, por tanto, nunca merecido, y porque lo
brindamos a alguien positivamente indigno de recibirlo.
La nobleza del perdón no elimina la dificultad de perdonar. A él se opone nuestro
orgullo herido que pide, al menos, que el culpable reconozca su culpa e implore nuestra
benevolencia. Igualmente el temor a parecer débiles y a exponernos a nuevos abusos del
opresor puede bloquear nuestra disposición a perdonar. La tendencia a poner «tierra de
por medio» entre el agresor y el agredido y a cancelar definitivamente nuestros vínculos
con el pasado puede también conducirnos a «no querer saber nada» de la persona, grupo
o institución que nos hirió. En tal caso renunciamos a la venganza; pero también
renunciamos a perdonar. Solo mediante el perdón se asume plenamente el pasado.
Tan difícil como perdonar resulta el pedir perdón. «La memoria me dice: has
obrado mal. El orgullo me dice: no has podido obrar mal. Y el orgullo acaba acallando a
la memoria». Si la virtud más necesaria para perdonar es la generosidad, la más
imprescindible para pedir perdón es la humildad. Ella nos hace reconocer que somos
culpables. No nos permite engañarnos con el pensamiento tranquilizador de que
«también el otro tiene parte de culpa». La humildad nos da el coraje de mirar de frente al
ofendido, ofrecerle nuestras excusas por el pasado y prometerle un futuro impregnado
por la voluntad de obsequiarle.
Es difícil perdonar y pedir perdón. Es preciso aprender a perdonar y a pedir perdón.
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3. Misericordia y justicia
El perdón y la misericordia no pueden ser una coartada para eludir la justicia. Es esta una
virtud noble y necesaria en la convivencia humana. Justicia y misericordia son como dos
hermanas que avanzan juntas apoyándose mutuamente. No se trata únicamente de tener
misericordia de los culpables. Es preciso sanar la realidad deteriorada por la culpa y
evitar que la injusticia se reproduzca. La misericordia sin justicia es débil e incompleta.
«La justicia sin misericordia es inhumana» (Maritain).
Una misericordia lúcida y completa necesita incorporar elementos importantes de la
justicia. Si amamos de verdad a los injustamente tratados y a los mismos ofensores, no
podemos reducirnos a comprender y a perdonar a estos. Tendremos que liberarles de su
cerrazón y de su egoísmo desvelándoles la injusticia que cometen y los ídolos a los que
sirven y oponiéndonos tenazmente a ellos siempre con medios verdaderamente humanos.
Si además queremos «sanar la realidad» (Jon Sobrino) que engendra injusticia y crea
miseria, tendremos que empeñarnos en desmontar las ideas que justifican la injusticia,
los ambientes que la propician, las estructuras que la perpetúan, las conductas que la
encarnan. En otras palabras: tenemos que ponernos del lado de la justicia. No solo a
través de grandes proclamas, sino a través de la práctica diaria de la justicia en favor de
los marginados.
Igualmente, para que la justicia sea verdaderamente humana ha de tener a la
misericordia en su origen, en su desarrollo y en su término final.
La causa de la justicia ha de tener su origen en la misericordia. La liberación de los
injustamente tratados es un noble objetivo de la justicia. Pero para que no esté inspirada
por un sentimiento de revancha debe estar motivada por un amor a los oprimidos, es
decir, por la misericordia. La indignación de la justicia debe nacer de la compasión de la
misericordia. Solo el estremecimiento de la misericordia libera a la justicia de ser
inhumana.
La causa de la justicia entre individuos, grupos sociales, pueblos y culturas debe ir
continuamente acompañada de la misericordia. Cuando no va ungida por este aceite
degenera fácilmente y se convierte en una fría máquina de «hacer justicia». La pura
justicia tiende a que la deuda sea saldada «hasta el último céntimo». La deuda saldada
hasta el último ápice resulta con frecuencia una nueva injusticia. Pensemos, por ejemplo,
en la deuda de los países pobres. Con razón afirma el adagio latino: «La justicia llevada
hasta el final provoca injusticia». Se convierte con frecuencia en una reivindicación
paranoide. La acción humana emprendida en nombre de la justicia puede ir alejándose de
esta. No se trata de una posibilidad teórica. La experiencia muestra que «no raras veces
los programas que parten de la idea de justicia sufren deformaciones... Otras fuerzas
negativas como el rencor, el odio y la crueldad han tomado la delantera a la justicia»10.
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La causa de la justicia ha de proponerse metas más altas que la mera justicia. El fin
de la justicia no es simplemente promover una sociedad justa sino algo todavía más rico:
una sociedad reconciliada. Tal sociedad es un imposible absoluto si no se crean
relaciones de condescendencia, ayuda mutua, tolerancia. En una palabra: la sociedad
alternativa que esperamos está tejida no solo por la justicia, sino por la misericordia.
42
en los veinte millones largos de víctimas que, a partir de la guerra mundial, han
provocado en el mundo los nacionalismos exacerbados de signo contrapuesto.
Introducir la dinámica de la misericordia en la selva espesa de las relaciones
sociales es una tarea ardua, pero necesaria. Hay conflictos que no entran en vías de
solución hasta que las partes enfrentadas, extenuadas por una confrontación agotadora,
deciden (o se ven abocadas a) acercarse. La cercanía les hace comprender los enormes
estragos del enfrentamiento. Les permite entender en alguna medida el punto de vista del
adversario. En la cercanía se descubren mutuamente no bajo la caricatura de simples
adversarios, sino bajo el aspecto real de grupos humanos y sufrientes, que tienen en
común algo más que estar confrontados. En ese momento puede nacer el sentimiento de
solidaridad y con él la misericordia. En cambio, la distancia y la confrontación satanizan
al adversario y nos llevan a considerarlo integralmente perverso.
Hay en el mundo conflictos de orden social y político que no se desbloquearán
apelando solo a la justicia y al sentido práctico. A lo sumo llegarán a acuerdos frágiles,
simplemente tácticos, que se desharán a la primera dificultad grave. La paz duradera
entraña reconciliación y esta supone misericordia mutua. La preguerra, la guerra y la
posguerra civil españolas son un claro exponente de la fragilidad de los equilibrios que
no están construidos sobre la reconciliación y la misericordia. Ellas constituyen «una
palanca ideal para un verdadero cambio en la sociedad»11. En el fondo del movimiento
de la no violencia activa laten estos valores fundamentales de la convivencia. La no
violencia activa es «una misericordia ilustrada».
Pero la eficacia social de la misericordia no se reduce a agilizar la solución de los
conflictos que atenazan a los grupos y pueblos. En los gestos más bellos de la humanidad
encontramos un destello de la misericordia. Ella es el motor principal de millones de
personas que se dedican generosamente a consolar, atender y ayudar. Ella nos conduce a
acoger en nuestra tierra a víctimas de la guerra siria. Ella hace más grata y dichosa la
relación humana. Sí; la noble dama de la misericordia merece todo nuestro
reconocimiento y todo nuestro amor.
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3.
Perfil cristiano
de la misericordia
1. La misericordia de Dios
a) Dios es misericordia
La cualidad central del Dios de la Biblia es la misericordia. He aquí el autorretrato que
Dios nos hace de sí mismo: «Yahvé es un Dios de ternura, de gracia, lento para la ira y
abundante en misericordia y fidelidad. Mantiene su misericordia hasta la milésima
generación» (Ex 34,6-7). La imagen de un Dios ante todo justiciero no responde ni
siquiera a los estratos originarios del Antiguo Testamento. El Dios que «no olvida el
pecado hasta la cuarta generación» extiende su misericordia «hasta la milésima».
La misericordia no es el único rasgo de Dios. Pero sí es el rasgo capital. Todas las
demás cualidades de Dios están al servicio de su misericordia. Si Dios es eterno es para
tener misericordia eternamente, «de generación en generación». Si Dios es omnipotente,
lo es para poner su omnipotencia al servicio de su misericordia. Si Dios es sabiduría, esta
tiene por objetivo principal dirigir y orientar la misericordia de Dios. Si Dios es infinito,
lo es para que su misericordia sea infinita. Quien no percibe y siente la misericordia de
Dios no sabe nada de él. Más aún, tiene una imagen distorsionada de Dios.
El rasgo central del perfil de un cristiano que, por vocación, está llamado a «ser
misericordioso como lo es el Padre celestial» (Lc 6,36) ha de ser la misericordia. La
virtud sin entrañas de misericordia puede ser estoica, incluso heroica; pero no puede ser
cristiana. No refleja al auténtico Dios. Una persona débil pero misericordiosa es más
cristiana que otra «impecable» pero dura y distante. «Es hora de comprender que
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cualquier miembro de la Iglesia que rehúya en la práctica toda responsabilidad ante los
pobres es tan culpable de herejía como el que rechaza una de las verdades de la fe»12.
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La imagen del padre tiene en los profetas el mismo vigor expresivo. «Cuando Israel
era niño, yo lo amé y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más lo llamaba, más se apartaba
de mí... Con todo, yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos. Pero no ha
comprendido quién lo cuidaba. Con cuerdas de ternura, con lazos de amor les atraía. Fui
para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas y se inclina hacia él para darle de
comer... Mi pueblo sigue aferrado a su infidelidad... ¿Cómo te trataré, Efraín? ¿Acaso
puedo abandonarte, Israel?... El corazón me da un vuelco. Todas mis entrañas se
estremecen. No volveré a destruir, porque yo soy Dios, no un hombre» (Os 11,1-9).
La paternidad de Dios, origen de su misericordia, ha encontrado su expresión
insuperable en la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15,11-30). El padre que esperaba al
hijo perdido, le sale al encuentro, se agarra a su cuello, se conmueve, se estremece de
alegría, celebra una fiesta, lo rehabilita devolviéndole su túnica y su anillo y lo defiende
de la incomprensión del hijo mayor... es todo un monumento a la misericordia de Dios.
Juan Pablo II, en una exégesis original y penetrante afirma que el padre, lejos de
humillar al hijo, le devuelve la dignidad que había perdido14. La misericordia de Dios
rehabilita al indigente y al pecador.
Una mirada descuidada podría inducirnos, al leer estos textos, la falsa impresión de
que Dios, buen conocedor de nuestro frágil corazón, no da mucha importancia al pecado
del hombre. Nada más contrario a la verdad. Precisamente porque conoce el corazón del
hombre, Dios ve con inmensa clarividencia cómo el pecado contraviene a lo más
profundo de su condición de criatura llamada a vivir de cara a él. Dios no minimiza el
pecado. Nos revela que su misericordia es más fuerte que el pecado.
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La misericordia de Dios nos desborda también por otro flanco: no pone
condiciones. Ni la magnitud de nuestras necesidades, ni la oscuridad de nuestro pasado,
ni la reincidencia en nuestras debilidades, ni las escasas expectativas de un futuro
sensiblemente más fiel por nuestra parte detienen a Dios. Él ofrece siempre una nueva
oportunidad. Solo lo detiene un obstáculo: el endurecimiento de nuestro corazón. No es
que Dios desista de salvarlo. Él sigue cavando en torno a la higuera estéril y esperando
que dé fruto (cf. Lc 7,6-9). Pero no fuerza nunca por fuera una puerta que se le cierre por
dentro. Clama a veces enérgicamente a través de grandes remordimientos o de crudos
acontecimientos. Invita otras veces discretamente a través de mil mensajes contenidos en
nuestra vida cotidiana. Nos sucede con frecuencia lo mismo que a san Agustín: «Tú
estabas cerca de mí, pero yo estaba lejos de ti... Tú estabas dentro de mí, pero yo estaba
lejos de mí mismo»15. Él está, pero no violenta nuestra libertad.
En suma, la misericordia de Dios es desbordante porque trasciende las reglas de la
reciprocidad. Dios no responde con la misma moneda. No responde a la distancia con la
distancia, a la falta con el castigo, a la ofensa con la venganza. Ni siquiera con la simple
justicia de la ley. Rompe el círculo vicioso que nos induce a reaccionar con un
comportamiento equivalente al que hemos padecido.
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misericordia de Dios. Más aún, las situaciones extremas afectan especialmente al
corazón de Dios. Su cercanía no disipa nuestro dolor, pero es una compañía preciosa que
nos ayuda a soportarlo.
48
Las parábolas y los gestos de Jesús no son una simple presentación pedagógica y plástica
de la misericordia de Dios. Cuando Jesús se relaciona con los desgraciados y pecadores
siente profundamente la misericordia. En doce ocasiones aparece en el Evangelio una
expresión concreta y específicamente reservada para expresar esta misericordia de Jesús
o de su Padre: «se le conmovieron las entrañas». Tal es el caso ante el féretro del joven
muerto en Naín (cf. Lc 7,3) o ante los ciegos de Jericó (cf. Mt 20,34). La misma
expresión es utilizada por él en el relato de la parábola del buen samaritano (cf. Lc
10,33) y del hijo pródigo (cf. Lc 15,20).
Las entrañas son, en lenguaje bíblico, el lugar en el que se localizan las emociones
más íntimas y más vivas. Por ello esta expresión fuerte y frecuente denota que la
compasión de Jesús es medular, profunda e intensa. No es una conmoción periférica y
pasajera: afecta a lo más profundo de su ser.
Todos conocemos algunas personas excepcionales dotadas de una exquisita
sensibilidad para detectar a los que sufren, acercarse y sintonizar profundamente con
ellos. Jesús muestra en el Evangelio esta cualidad en grado eminente. No se trata en él
simplemente de un rasgo temperamental. La misericordia de Jesús deja entrever el
misterio que él lleva dentro de sí. En Jesús es Dios quien se moviliza en favor de los
desgraciados. Las entrañas de Dios se conmueven en las entrañas humanas de Jesús. La
misericordia de Dios se hace carne en la misericordia de Jesús. La humanidad de Jesús
es la «epifanía [manifestación] de la filantropía [amor a los hombres] de Dios mismo»
(Tit 3,4). También en su misericordia Jesucristo es «Deus humanus».
Esta cercanía de Jesús nos revela un aspecto de la misericordia que no debemos
olvidar: lo más importante que Jesús aporta a los desvalidos de su tiempo no es la
curación de sus enfermedades sino su presencia. Inmersos en una sociedad utilitarista,
hemos perdido la capacidad, simple y difícil al mismo tiempo, de estar junto al que
sufre. Tendemos a pensar que tal presencia vale poco si no es «útil» al necesitado.
Olvidamos que la presencia «inútil», impotente, modesta, produce en el necesitado el
alivio y el consuelo de no sentirse confinado a la soledad de su propio dolor, sino
acompañado en él. Jesús nos enseña con su conducta que es «Dios-con-nosotros». Nos
invita a estar con los desgraciados de manera semejante.
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El signo máximo de la misericordia de Dios está aquí. Para acompañarnos más
plenamente ha querido compartir en su Hijo nuestra condición. Ha querido experimentar
la inseguridad, la oscuridad, la angustia de ser hombre. Ha querido que su Hijo «pase»
no solo por ser hombre, sino hombre abatido, humillado, derrotado. Jesús se sometió a
los mismos poderes e influencias que nos dominan a nosotros y sufrió nuestros miedos,
inseguridades y ansiedades: se hizo «siervo». La misericordia de Dios en Jesús es
humilde.
Toda misericordia inspirada en la misericordia de Jesucristo ha de tener este sello
para ser auténtica. «No consiste en inclinarse hacia los desamparados desde una posición
privilegiada. Tampoco en tender la mano desde arriba a los que, situados abajo, no son
capaces de efectuar un movimiento ascendente. Consiste en ir directamente hacia
aquellas personas y lugares donde el sufrimiento es más agudo y en establecer allí la
propia morada»17. La calidad cristiana del gesto de los creyentes que se desplazan al
Tercer Mundo para estar junto a los últimos de la tierra reside especialmente en este
rasgo.
No siempre es posible este «éxodo» que nos coloque físicamente junto a los
últimos. Pero siempre es posible y necesaria una misericordia humilde. Quien ejerce
humildemente la misericordia, «lejos de afirmarse orgullosamente en su propio don...
sabe que ha recibido aquello mismo que da. Sabe además que lo ha recibido siempre
para compartirlo y jamás para retenerlo... Cuando pone sus ojos en aquel a quien ayuda,
ve en él su propia pobreza»18. Una misericordia orgullosa no es misericordia cristiana.
50
sentenciado y ejecutado. Pero fue incapaz de destruirlo. El pecado puede matar, pero no
puede aniquilar el poder de un amor sin límites. Al renunciar a cualquier clase de
resarcimiento por las ofensas inferidas, Jesús anula la maldición que pesaba sobre la
humanidad: agravio por agravio, insulto por insulto, crimen por crimen. Tal maldición se
había traducido en una oleada de calamidades en las que perecían juntos el ofensor y el
ofendido, el individuo y la sociedad. Jesús no negó el pecado del hombre, sino el poder
del pecado para dictar sus leyes y dominar la vida humana. Por su muerte en la cruz,
aceptada voluntariamente y sin la más mínima rebeldía, Jesús rompe la maldición e
inaugura el único acceso a la vida auténtica. Dios lo resucitó de entre los muertos y
ratificó su camino como el Camino para que la humanidad pudiera quedar liberada de la
muerte y abierta a la vida. Misericordia y perdón son el único camino para acabar
definitivamente con ese cáncer de pecado y de violencia en la sociedad humana. No hay
otro camino. La sangre de Cristo limpia definitivamente nuestro veneno interior, que nos
exige responder al pecado con otro pecado. En Cristo se rompe el círculo vicioso de una
vida para la muerte y se abre la posibilidad de un nuevo comienzo»19.
Este máximo gesto de perdón realizado por Jesús es no solo aceptado por el Padre,
sino asumido por él como propio. En el perdón de Jesús a sus enemigos, Dios Padre
perdona a la humanidad pecadora. Ningún otro gesto de Jesús muestra tan plenamente
como el perdón a sus verdugos el corazón de Dios Padre y su misericordia infinita para
con los pecadores. Estamos en la cima de la revelación de la misericordia de Dios.
El gesto del Crucificado se completa con el gesto del Resucitado. El Señor no
puede permitir que la traición de sus íntimos destruya los vínculos de amistad y
fraternidad anudados con ellos. Se apresura a encontrarse con sus discípulos y ofrecerles
incondicionalmente «la paz» (šalom) que comporta benevolencia y misericordia (cf. Jn
20,19.21). La pregunta por tres veces dirigida por el Señor resucitado a Pedro recabando
su amor es, desde luego, un velado recuerdo de su triple negación. Pero no es una factura
del pasado. Cristo quiere brindar a su amigo la ocasión de compensar el desliz pasado
con el arranque de amor del presente (cf. Jn 21,15-19).
Una conclusión se deriva espontáneamente de la contemplación del perdón de
Jesús: si Dios perdona así, ¿quiénes somos nosotros, necesitados de su perdón, para
condenar a nadie? Errar es humano. Pero perdonar es divino.
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Maestro (cf. Lc 19,1-10), que despierta en el publicano una inmensa generosidad. El
demonio del orgullo arrogante es descabalgado por la mirada misericordiosa del
Salvador (cf. Lc 22,61s), que provoca en Pedro lágrimas de arrepentimiento y humilde
deseo de una futura fidelidad.
La experiencia del perdón recibido del Señor sigue siendo para nosotros fuente de
vida. Restablece nuestra libertad que queda averiada por la dependencia o esclavitud que
generan los pecados, sobre todo si son repetidos. Nos devuelve la alegría, ya sentida por
el salmista que se sabe pecador: «Hazme sentir el gozo y la alegría y exultarán los
huesos quebrantados... devuélveme el gozo de la salvación» (Sal 50,10.14). Ensancha
nuestra esperanza para reanudar con espíritu magnánimo un futuro no exento de
dificultades. Nos hace sentir la paz, que nace siempre como fruto de la reconciliación
con nosotros mismos, con los demás y con Dios. Sobre todo crea en nosotros
misericordia. El agua de la misericordia recibida del Señor se convierte en nosotros en
un manantial de misericordia. El creyente perdonado está llamado a «ofrecer lo que
lleva: gozo y misericordia»20.
Verdaderamente la misericordia «promueve y extrae el bien de todas las formas de
mal existentes en el mundo y en el hombre»21.
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e invitados) a dar a nuestros hermanos «una segunda oportunidad»22. Es costoso
practicar la misericordia; pero es más gozoso que costoso.
Cuando sostenemos que la misericordia es central en la vida cristiana formulamos a
la vez dos afirmaciones. En primer lugar decimos que es una virtud esencial en la vida
cristiana. Para comprobarlo basta con comparar dos pasajes paralelos de Mateo y de
Lucas. Allí donde Mateo 5,8 decía: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es
perfecto», Lucas 6,36 escribirá más tarde: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es
misericordioso». La perfección evocada por Mateo es la misericordia reclamada por
Lucas.
La centralidad de la misericordia significa, además, que todas las virtudes que rigen
las relaciones de un cristiano deben estar impregnadas de misericordia. Nuestra relación
con Dios debe ser muy sensible a su misericordia. Nuestras relaciones con los demás
deben ser misericordiosas. Deben nacer de la misericordia y acrecentar nuestra
misericordia. Nuestra oración, nuestra vida familiar y laboral, nuestro trato con personas,
grupos e instituciones deben ser misericordiosos. Las actitudes honestas pero
intransigentes, sinceras pero descaradas, leales pero exigentes necesitan todavía «un
hervor» importante para ser cristianas.
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Dios hila fino en lo referente al perdón. Es mejor que le tomemos rigurosamente en
serio.
c) «A mí me lo hicisteis»
La importancia cristiana de la misericordia tiene un sólido cimiento. Jesús nos ofrece en
Mateo 25,31-46 un fundamento inconmovible: «Cuando lo hicisteis con uno de estos mis
hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis... Cuando dejasteis de hacerlo con uno de
estos pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo».
Los «pequeños» de esta parábola son «los hambrientos, los sedientos, los forasteros,
los desnudos, los enfermos, los presos» (vv. 35-39). Necesitan misericordia. Unos se la
ofrecen; otros se la niegan. Pero lo más sorprendente consiste en que quien hace
misericordia se la hace a Cristo y quien niega misericordia se la niega a Cristo.
Los necesitados son presencia latente del Señor Crucificado. Jesucristo está
presente especialmente en su comunidad, en su Palabra, en su eucaristía y en sus
necesitados. Antes de ayudarlos hemos de reconocerlos con la fe. No los socorremos
porque son maravillosos y agradecidos. Ni siquiera porque han sido injustamente
tratados por la vida y por otros seres humanos. Los acogemos porque están necesitados
y, al estarlo, Jesús mismo se acerca en ellos a nosotros y nos dice: «Ayúdame».
«Ninguna palabra del Evangelio me impresiona tanto como esta: “Lo que hagáis a
uno de estos pequeños, a mí me los hacéis”. Con qué fuerza somos impulsados a buscar
y a amar a Jesús en estos pequeños, pecadores o pobres, y a aportar nuestros recursos
espirituales y materiales para su conversión y atención» (Ch. de Foucault).
Experimentamos frecuentemente una cierta impotencia para entablar un contacto
vivo con Dios. Lo sentimos a veces demasiado silencioso, demasiado lejano. ¿Queremos
sentirlo más cerca? Acerquémonos a los necesitados. Allí está inequívoca y
especialmente presente. Dios nos hará sentir su presencia. Tal vez no nos resulte ociosa
la sugerencia de un recio pastor del siglo VI: «Es preciso que la oración y la misericordia
vayan juntas. La una suplica; la otra obtiene. La una pide ser escuchada por el Juez; la
otra merece su gracia. La una llama a la puerta; la otra la abre. La una expresa el deseo;
la otra procura el efecto deseado. La una suplica; la otra hace que sea admitido el
suplicante» (san Cesáreo de Arlés).
d) Misericordia activa
Muchos pensadores antiguos menospreciaron a la misericordia porque les parecía una
emoción pasiva del espíritu. La misericordia cristiana es activa. No queda atrapada en la
emotividad. Necesita traducirse en servicio activo.
El buen samaritano no se detuvo en el análisis de la situación ni en estériles
lamentos (cf. Lc 10,32-33). Fue resolutivo y eficaz. La Carta de Santiago nos pone en
54
guardia contra una determinada caricatura de la misericordia: «Si un hermano o una
hermana están desnudos y faltos de alimento cotidiano y uno de vosotros les dice: “Id en
paz; calentaos y saciaos”, pero no les da lo necesario para su cuerpo, ¿de qué sirve?»
(Sant 2,15s). El apóstol Juan nos avisa con energía: «Si alguien que tiene bienes de este
mundo ve a su hermano en necesidad y no se apiada de él ¿cómo puede permanecer en él
el amor de Dios? Hijos míos: no amemos de palabra ni con la boca, sino con hechos y de
verdad» (1 Jn 3,17s).
Ciertamente el ejercicio de la misericordia se ha vuelto más complejo y delicado en
estos días. No consiste solo en ayudar a los pobres, sino en ser conscientes de las causas
que generan la pobreza y procurar erradicarlas o reblandecerlas. No se reduce a practicar
la beneficencia, sino que exige cumplir y reclamar la justicia. No equivale a dar lo que
nos sobra, sino a «apretarnos el cinturón» para que otros puedan subsistir y a
interpelarnos acerca de nuestro tren de vida. No se trata únicamente de un compromiso
individual, sino de una tarea comunitaria. Ni tiene como finalidad responder solo a la
miseria material, sino también a la miseria moral y espiritual. «La caridad debe ser
ingeniosa», decía Pablo VI. Ha de utilizar su ingenio para ser más activa.
55
4.
La Iglesia
y la misericordia
56
todos los tiempos y lugares. En otras palabras: la Iglesia es sacramento de la
misericordia de Cristo.
Ciertamente la Iglesia no es el órgano exclusivo de la misericordia de Cristo. El
Espíritu Santo despierta signos de honestidad, de justicia y de misericordia no solo en
«aquellos que creen en Cristo, sino también en todos los hombres de buena voluntad en
cuyo corazón actúa la gracia de modo invisible»26. La misericordia de Dios actúa
también fuera de los límites visibles de la Iglesia. Pero la Iglesia es aquella porción de la
humanidad que, por la acción del Espíritu Santo, reconoce claramente, anuncia
explícitamente, celebra sacramentalmente, practica personal y comunitariamente y pide
humildemente la misericordia de Dios.
Ser en el mundo el sacramento de la misericordia de Dios constituye para la Iglesia
una fuente perenne de interpelación y de compromiso. Fiel al aforismo: «Procura ser
aquello que eres», la Iglesia ha de llegar a ser cada vez más plenamente aquello que ya
es por vocación, por naturaleza e incluso por sus frutos. Es honesto admitir que realiza
este cometido «no sin sombras», «en la fuerza y en la debilidad»27.
Nacida de la misericordia de Dios y destinada a transmitirla, la Iglesia lleva en su
mismo «código genético» la marca de la misericordia. Este «estilo misericordioso» debe
impregnar todas sus actividades. En todas ellas debe encarnarse la «debilidad» por los
débiles y «la opción preferencial por los marginados». Esta marca es un sello de
autenticidad que no puede faltar en las obras de la Iglesia. «Es preciso que la Iglesia de
nuestro tiempo adquiera conciencia más honda y concreta de la necesidad de dar
testimonio de la misericordia de Dios en toda su misión»28. «Dondequiera que haya
cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia»29.
Hay dos frases de Jesús en el Evangelio de Mateo que tienen un sorprendente
paralelismo de estructura. Mateo 10,40 afirma: «El que os recibe a vosotros [los
apóstoles] me recibe a mí». Mateo 25,40 asevera: «Cuando lo hicisteis con uno de estos
mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis». Estas dos frases nos ofrecen los
criterios para calibrar nuestra identidad cristiana: somos de la comunidad de Jesús si
aceptamos a los apóstoles y acogemos a los necesitados. Todos los niveles de la Iglesia,
desde los más elevados hasta los más humildes tenemos que preguntarnos: nuestros
grupos, nuestras comunidades, nuestros colegios, nuestras parroquias, nuestras curias,
¿están impregnados por la misericordia? ¿Están al servicio de los necesitados? ¿Lo están
de verdad? ¿Pueden estarlo de manera más significativa y más efectiva? ¿Qué cambios
necesitan para que así sea? Responder afirmativamente a esta pregunta equivale a
aprobar una asignatura en modo alguno opcional, sino troncal en la escuela del
cristianismo.
57
2. María, Madre de misericordia
58
Hay una plegaria que expresa insuperablemente en su música y en su letra este
certero y legítimo sentimiento del pueblo cristiano: es la «Salve» popular. Ella se abre
con un saludo a la «madre de misericordia». Le expone confiadamente los agobios y
sufrimientos de nuestra condición de seres humanos. Le pide que «vuelva a nosotros sus
ojos misericordiosos». Se cierra llamándola «clementísima y piadosa Virgen María». El
canto recio, masivo, encendido de hombres y mujeres de muchas latitudes cuando se
entona la Salve denota que esta plegaria les llega muy adentro, y toca fibras íntimas de
su corazón creyente.
a) Acoger la misericordia
La comunidad cristiana necesita la misericordia de Dios. Es verdad que el Espíritu Santo
suscita en ella generosidad, libertad, valentía, amor a los pobres, sentido de Dios. Pero es
igualmente verdad que está tentada y tocada por la debilidad y el pecado. Las
comunidades con muchos siglos de historia suelen arrastrar viejos defectos que suponen
una cierta complicidad con el pecado. El espíritu de nuestra sociedad influye para bien y
para mal en la Iglesia y le transmite también criterios y actitudes poco evangélicas. En el
corazón de todos y cada uno de los creyentes, fieles y pastores, se asientan, junto a
nobles impulsos, tendencias desviadas. La mediocridad espiritual, el miedo, la tibieza en
el servicio a los pobres y la escasa sensibilidad para con Dios son males y pecados que
encontramos con demasiada frecuencia en todos los niveles de la comunidad cristiana.
La Iglesia es «a la vez santa y necesitada de purificación»31. No puede prescindir de la
misericordia de Dios.
Es vital para la comunidad cristiana experimentar, siempre en la oscuridad de la fe,
esta misericordia. Una Iglesia que no se sienta acogida, perdonada, fortalecida por la
misericordia exigente e indulgente de Dios será por fuerza excesivamente intransigente
con la debilidad humana o sospechosamente complaciente con ella. La comunidad
cristiana ha de pedir para sí misma la gracia inestimable de sentirse acogida y perdonada
por Dios.
La comunidad cristiana acoge la misericordia de Dios cuando, «buscando sin cesar
la conversión y la renovación»32, escucha íntegramente el mensaje de la misericordia de
Dios contenido en su Palabra. La acoge, igualmente, cuando con humildad clarividente
59
confiesa sus pecados ante Dios y con esperanza ardiente implora su misericordia. La
acoge también cuando pide públicamente perdón por sus errores y negligencias.
A la comunidad cristiana le cuesta mucho menos pedir perdón a Dios que pedir
perdón a los demás. Una cierta «conciencia de impecables» puede ahogar este noble y
evangélico impulso. Un temor a desedificar, a perder prestigio social o a dar bazas
fáciles a los excesivamente críticos con la Iglesia puede hacernos demasiado remisos a
este noble ejercicio de pedir perdón por nuestro pasado y nuestro presente. Los últimos
Papas (Juan Pablo, Benedicto, Francisco) nos han ofrecido ejemplos edificantes que
deberíamos imitar. No es sano un sentimiento de culpabilidad que solo percibe las
deficiencias de la comunidad cristiana. La Iglesia en su conjunto ha sido y es benefactora
de la humanidad. Pero tampoco es evangélica una apología cerrada de todo nuestro
comportamiento eclesial. Es verdad que la Iglesia se merece una imagen social más
positiva que la que tiene en capas amplias de nuestra sociedad. Pero no es acertado
intentar mejorar esta imagen ocultando celosamente sus llagas.
b) Transmitir la misericordia
POR LA PREDICACIÓN
La Iglesia transmite la misericordia de Dios predicándola «con toda integridad y con
atrevida libertad, con inmensa paciencia y con apasionada exigencia»33. La presente
exposición está motivada en parte por esta preocupación: ofrecer a pastores, catequistas
y educadores un servicio que les ayude a cumplir su misión.
El drama religioso de nuestro tiempo consiste en que muchas personas, incluso
creyentes, no sienten necesidad de volver a Dios, de dejarse perdonar por él, de apoyarse
en él en sus aprietos y debilidades. Buscan exclusivamente el apoyo y la comprensión de
otras instancias de ayuda y de rehabilitación social. Sin embargo, en lo más profundo de
su deseo de reconciliación y de aceptación late una aspiración a una reconciliación y
aceptación absolutas que solo Dios puede garantizar. La pedagogía de la fe debe
ayudarnos a hacer patente esta aspiración latente. Hemos de confesar que no sabemos
todavía cómo hacerlo de manera adecuada. Pero esperamos y necesitamos aprender esta
saludable pedagogía.
POR LA CELEBRACIÓN
La Iglesia celebra la misericordia de Dios de manera eminente en los sacramentos del
bautismo y la eucaristía, y de manera específica en el sacramento de la reconciliación.
En él se nos ofrece la misericordia divina, ante todo, en forma de perdón. El perdón
recibido en el sacramento es «fuente y cumbre de todo perdón»34.
Celebrar es, en lenguaje de la Iglesia, una expresión cargada de sentido35. La
celebración de la penitencia es, ante todo, acción de Cristo que, a través de la palabra y
60
el gesto, hace presente la misericordia del Padre perdonando a los pecadores. Pero es, al
mismo tiempo, acción de la Iglesia que hace visible la acción de Cristo y transmite su
perdón a los penitentes, al tiempo que acompaña a estos en su conversión y pide con
ellos y para ellos el perdón de Dios.
Queremos fijar especialmente nuestra mirada en dos aspectos de la celebración
sacramental del perdón: es un acontecimiento gozoso y comunitario.
La celebración de la reconciliación produce gozo. La alegría de Dios que perdona y
la alegría del pecador que se reconcilia con Dios y, al hacerlo, se reconcilia con los
demás y consigo mismo, se encuentran y se encarnan en el abrazo sacramental de la
penitencia. Esta alegría ilumina el corazón del penitente y le transmite paz y esperanza.
Muchos creyentes sabemos por experiencia personal lo que es el gozo propio del
sacramento de la reconciliación. Muchos sacerdotes lo han podido palpar en el ejercicio
de su ministerio reconciliador. Con razón la tradición cristiana llama a este sacramento
«confessio», es decir, humilde reconocimiento de los pecados y gozosa alabanza a Dios.
En cualquiera de sus formas, el sacramento del perdón es comunitario. También en
la forma llamada corrientemente individual. La «soledad» de dicha confesión está
poblada por toda la comunidad cristiana, presente simbólicamente en la persona y en las
acciones del presbítero y del penitente. La comunidad entera «está allí» acompañando al
penitente, presentándolo a Jesucristo, orando por él. La comunidad está allí rodeando al
sacerdote, que en nombre de Cristo y de la Iglesia acoge y rehabilita al pecador y lo
reincorpora más plenamente a la comunidad.
Este rasgo comunitario se refleja de manera más patente e inequívoca en la segunda
forma de celebración. En ella la comunidad cristiana se reúne para escuchar la Palabra de
Dios, que la llama a la conversión y expresa públicamente su condición pecadora. En el
seno de esta celebración, los penitentes exponen personalmente al sacerdote sus pecados
y reciben individualmente el gesto sacramental del perdón.
La forma tercera en la que la confesión de los pecados al ministro no es individual y
la absolución es colectiva es, en la mente y el sentir de la Iglesia, extraordinaria. Solo
debe acontecer, por tanto, en circunstancias excepcionales que el obispo ha de discernir a
la luz de los criterios de la Iglesia universal y de la Conferencia Episcopal36.
c) Practicar la misericordia
El sacramento de la reconciliación es «fuente y cumbre de todo perdón». Pero no es el
único surco del perdón en la Iglesia. Supone previamente y exige posteriormente toda
una corriente de perdón que el sacramento promueve, simboliza, intensifica y purifica. Si
esta corriente desapareciera, el perdón sacramental sería una planta solitaria en el
desierto de una Iglesia agostada. Una Iglesia sin misericordia sería inhumana e
61
insufrible. Afortunadamente no es así. La misericordia está viva en la comunidad
cristiana. La Iglesia predica y practica la misericordia.
«El pan para nuestra vida de comunidad es el perdón y la misericordia de unos
hacia otros. Si falta esto, no se pueden restaurar los lazos que se rompen continuamente.
El perdón de Dios restablece nuestra comunión verticalmente, hacia el cielo. El perdón
que concedemos a quienes nos han hecho mal restablece nuestra comunión
horizontalmente, hacia los cuatro puntos cardinales. Entonces comienza a brillar un
mundo edificado sobre el perdón, irrumpe el reino de Dios y los hombres inician la
auténtica vida bajo el arco iris de la misericordia de Dios»37.
Dos son las grandes áreas de la misericordia de la Iglesia: la presencia afectiva y
efectiva junto a los sufrientes y necesitados y la acogida a los pecadores.
LA CERCANÍA A LOS NECESITADOS
Hemos explicitado suficientemente los motivos de esta cercanía. Hemos saludado con
alegría la sensibilidad creciente de nuestra comunidad cristiana hacia los marginados de
lejos y de cerca. Ahora queremos simplemente preguntarnos: ¿es un hecho socialmente
perceptible que la Iglesia está junto a los pobres y necesitados? Los marginados
¿perciben esta cercanía de la Iglesia?
Muchos analistas clarividentes y exentos de prejuicios antieclesiales reconocen que
la Iglesia está haciendo un esfuerzo notable en este campo. Llegan a afirmar que la
Iglesia es hoy, en nuestra sociedad, la institución más cercana a los marginados y a sus
problemas humanos y sociales. Estas valoraciones nos alegran, pero no apagan del todo
la pregunta precedente. No es difícil encontrar en el cuerpo eclesial amplias zonas poco
sensibles a la miseria injusta del Tercer Mundo, a las bolsas de marginación del «cuarto
mundo», a la plaga social del paro, a las legítimas demandas de grupos sociales
discriminados o desfavorecidos. Debajo de la piel rugosa de la Iglesia aparecen aquí y
allá cercos de piel nueva, fresca y sensible. Pero la piel de la Iglesia no se ha renovado
todavía suficientemente. Digámoslo crudamente: los pobres no han entrado todavía en la
vida de muchos cristianos. No han alterado su tren de vida, no han modificado su cuenta
corriente, no han remodelado el ejercicio de su profesión, no han despertado una sintonía
espontánea para con ellos, no han suscitado un saludable sentimiento de culpabilidad, no
han movilizado hacia ellos sus energías disponibles, no se han convertido a los pobres.
Esto es verdad en muchas personas cristianas, en muchos grupos cristianos, en muchas
instituciones cristianas. Aportamos tal vez nuestro cupo; no comprometemos nuestra
vida. He aquí un surco exigente de conversión.
La misericordia es una tarea de todo el organismo de la Iglesia, no un quehacer
exclusivo de algunos de sus órganos especializados. Estos tienen precisamente la misión
de despertar, con su testimonio eminente, la vocación universal de la Iglesia.
62
LA ACOGIDA A LOS PECADORES
Dicen de nuestra sociedad que es excesivamente complaciente con el pecado y
excesivamente intransigente con los culpables. La Iglesia, en cambio, no puede ser
complaciente con el pecado, pero tampoco intransigente con los pecadores.
En una sociedad que envuelve en expresiones eufemísticas tantos y tan graves
pecados personales y sociales y llama al aborto «interrupción del embarazo», al
enriquecimiento injusto «habilidad en los negocios», a la ambición política «servicio al
bien común», al consumismo «calidad de vida», al individualismo «actitud pragmática»,
a la desvergüenza sexual «superación de tabúes», a la calumnia pública «agilidad
periodística»... sería vergonzoso que la Iglesia enmascarara los pecados o adoptara ante
ellos un silencio cómodo y acomplejado. La Iglesia tiene que ser firme y neta ante el
pecado propio y ajeno.
Pero la Iglesia está llamada a la misericordia con los pecadores. No solo en el
sacramento de la penitencia. También en su conducta de acogida a toda clase de
pecadores, por muy contraria que sea esta conducta a los parámetros del Evangelio y por
muy notoria que resulte esta contradicción. Ciertamente, no puede decir, en aras de una
misericordia miope, que «es blanco lo que es negro y negro lo que es blanco». Al tiempo
que madre misericordiosa de sus hijos es esposa fiel al Señor y a su mensaje. Pero
precisamente porque es fiel a su Señor misericordioso, debe entender con la mente y el
corazón las circunstancias que inducen fuertemente a muchos cristianos a situaciones de
pecado. Debe comprender la grave dificultad que experimentan en ocasiones para un
verdadero retorno. Debe ser sensible a los dramas morales y espirituales que estas
dificultades suscitan en muchas conciencias creyentes. Debe acompañar a estos
miembros débiles del Cuerpo de Cristo, tratarlos con asiduidad y cuidado, alimentar en
ellos el sentimiento de que siguen perteneciendo a la comunidad, invitarles a orar y a
asistir a la eucaristía y a otros encuentros eclesiales, exhortarles a que sean fieles a Dios
aun a costa de grandes sacrificios. Así imitará la Iglesia a la mujer que tanto se desveló
por la moneda extraviada y al pastor que tanto arriesgó por la última de sus ovejas (cf.
Lc 15,1-10).
63
5.
La misericordia
en la vida diaria
Toda la Iglesia está llamada a reproducir la misericordia de Cristo. Cada uno de sus
miembros ha de encarnar esta misericordia en su vida concreta. No es posible describir
las modulaciones diferentes de la misma misericordia en cada una de las variadas
situaciones y relaciones de nuestra existencia diaria. Resulta, con todo, útil recoger la
llamada a la misericordia que Dios nos dirige a través de algunas situaciones y
relaciones. Este es el objetivo del último capítulo de esta parte.
Las sociedades modernas se rigen por leyes que delimitan los derechos y deberes de los
ciudadanos. Las leyes no son suficientes para asegurar la cohesión social. Lo son aún
menos para garantizar unas relaciones verdaderamente humanas. Una ciudad, una
provincia y un país necesitan en el engranaje de las leyes el lubricante de la misericordia.
No basta la simple tolerancia que resulta muchas veces una nueva forma de indiferencia
mutua. Ni siquiera es suficiente el noble y fundamental sentimiento de solidaridad. Es
necesaria además la indulgencia que sabe disculpar, la benevolencia que sabe
condescender, la magnanimidad que sabe perdonar. Es necesaria la misericordia.
Las ciudades de tamaño reducido y los pueblos de población relativamente escasa
propician unas relaciones, en principio, más familiares y menos anónimas que las
grandes urbes. Pero ejercen un control social excesivo sobre las personas y favorecen la
emergencia de algunos defectos socialmente extendidos: la maledicencia, la sospecha, el
negativismo que solo descubre el lado oscuro de los demás, las rencillas personales y
familiares, las zancadillas a los que destacan, las especiales resistencias a aglutinarse en
torno a proyectos comunes. Todos querríamos que nuestras ciudades y pueblos no fueran
así. Todos reconocemos que estos defectos se encuentran bastante arraigados.
Estos defectos nos dañan. La cohesión de un grupo social es un factor sumamente
importante para generar y llevar adelante proyectos comunes. Una comunidad humana
como la nuestra que tiene sobre sí grandes problemas no debería permitirse tal dispersión
de energías.
64
Uno de los aglutinantes de la cohesión es la misericordia. Ella inclina mucho más a
la comprensión que a la murmuración. Se opone frontalmente a la sospecha sin
fundamento. Deshace los agravios celosamente acumulados en el baúl de los recuerdos
personales o familiares. Tiende a otorgar a las personas y a los proyectos «una nueva
oportunidad». La misericordia es un gran valor social.
Los cristianos tenemos por vocación el encargo de crear en el seno de nuestra
sociedad una atmósfera de misericordia que sane las relaciones heridas, cure la mutua
desconfianza, fortalezca la cohesión social y favorezca la adhesión a un proyecto
compartido de progreso verdaderamente humano.
65
hermosa virtud conyugal. La misericordia que se profesan los esposos es un bello signo
sacramental de la misericordia de Dios.
Dos vidas que se tratan tan de cerca llegan a conocerse con todo realismo.
Descubren no solo las virtudes, sino los defectos de cada uno. Tales defectos son con
frecuencia obstáculo para el amor conyugal y fuente de sufrimiento para ambos. Se
manifiestan de manera casi inevitable en la relación mutua bajo forma de reproches, de
ira, de sensibilidad herida, de incomunicación, de sospecha, de decepción. Dialogar,
esclarecer lo que está sucediendo en la pareja, reanudar la comunicación y perdonar
resulta tan difícil como necesario.
Las circunstancias sociales no favorecen la resolución pacífica y misericordiosa de
estas tensiones y conflictos. Por un lado, la persona ha adquirido afortunadamente un
mayor sentimiento de su propia dignidad. Por otra parte, la mujer ha cobrado una justa
conciencia de que ella es igual al marido y, en consecuencia, no se resigna, como en
otras épocas de la historia, a soportar un trato desigual. La misma capacidad de tolerar
las frustraciones de la existencia parece haberse debilitado de manera preocupante en
nuestros días por obra y gracia de una vida más confortable que en tiempos anteriores.
Hoy se comprende peor que amarse es, a la vez, quererse y aguantarse, gozar juntos y
sufrir unidos. Las leyes y el ambiente social facilitan, por otro lado, la posibilidad de
«resolver los conflictos» con una ruptura matrimonial.
La estabilidad de la pareja, asentada en un amor realista y verdadero, es un gran
bien familiar y social y un valor cristiano excelente. Tal estabilidad resulta seriamente
comprometida cuando los esposos tienen alto espíritu reivindicativo, escasa capacidad de
tolerarse, poca paciencia para escucharse, menguado realismo para aceptarse como son y
pobre generosidad para perdonar. En cambio, tienen todas las garantías para perpetuarse
cuando desde el principio han cultivado el diálogo, la transparencia mutua, la
generosidad, el respeto exquisito y, sobre todo, la tolerancia y el perdón.
El matrimonio cristiano es un espacio privilegiado para practicar y testificar la
misericordia.
La enfermedad grave es una situación dolorosa y delicada que afecta a toda la persona
del paciente. El enfermo se siente incapaz de valerse por sí mismo e intensamente
dependiente de quienes lo asisten en su domicilio o en el hospital. La preocupación por
los estados de su cuerpo se vuelve obsesiva. Los temores de futuro le roen por dentro. La
debilidad general favorece estados depresivos. El sentimiento de soledad se vuelve
dolorosamente agudo. El enfermo regresa fácilmente a estadios infantiles de la
66
afectividad. Todos estos caracteres se hacen presentes en la ancianidad que, por sí
misma, es comparable a una grave alteración de la salud.
El enfermo necesita una misericordia a la vez «maternal y paternal», al estilo de la
misericordia de Dios. La ternura, la suavidad, el afecto, la caricia, la larga compañía, las
palabras de consuelo son aspectos preferentemente «maternales». La conveniente
explicación de sus males, el cuidado responsable y solícito, la mansa firmeza para no
ceder a sus demandas excesivas, la paciencia para tolerar sus impertinencias son
actitudes preferentemente «paternales». Ambas son necesarias. Ni una ni otra deben caer
en el paternalismo que favorece la irresponsabilidad, ni en el maternalismo que facilita la
dependencia afectiva.
Quienes por profesión, deber familiar, consagración religiosa o ministerio eclesial
sirven a los enfermos han de tener en cuenta que la misericordia que practican para con
ellos es la vía más adecuada para que los pacientes descubran en sus gestos humanos la
misericordia de Dios que tanto necesitan. El trato prolongado con los enfermos podría,
en ocasiones, «calcificar» nuestro corazón. Sus impaciencias y demandas desmesuradas
pueden quizás conducirnos a actitudes defensivas. Son tentaciones a las que no debemos
sucumbir. Nunca nos arrepentiremos de la paciencia y abnegación ejercidas con nuestros
enfermos. Sí podemos sentir más tarde el remordimiento de haber sido excesivamente
secos y sobrios en nuestro trato con ellos.
La misericordia que consiste en comunicar oportunamente al enfermo su situación
extrema y en sugerirle el recurso a los auxilios espirituales de la Iglesia se practica
tibiamente con demasiada frecuencia. El temor a impresionar y desmoralizar al enfermo
y la valoración decreciente de los sacramentos cohíben a muchos familiares en esta
«hora de la verdad». Un creyente enfermo tiene derecho a conocer su situación en el
trance decisivo en el que ha de preparar inmediatamente su definitivo encuentro con el
Señor.
El ministerio eclesial de atender a los enfermos es uno de los máximos exponentes
de la misericordia cristiana. Multitud de congregaciones religiosas lo están realizando
con toda generosidad en la Iglesia entera. El contingente de laicos que se incorporan a
este ministerio crece hoy en número y en preparación. Ellos actualizan una obra de
misericordia que ha sido tradicional en la Iglesia desde sus orígenes38.
67
En unos casos «buscan lo perdido para rehabilitarlo». Tal es la naturaleza de
muchas iniciativas destinadas a reeducar niños y adolescentes muy desestructurados. La
regeneración de jóvenes toxicómanos se inscribe también en este mismo capítulo. El
trabajo con familias muy deterioradas o en ambientes sociales generadores de
delincuencia se propone una finalidad semejante.
En otros casos «buscan lo perdido para acompañarlo hasta el final». Así sucede, por
ejemplo, en los albergues de ancianos totalmente imposibilitados, en las obras para
discapacitados psíquicos profundos o en las residencias para enfermos terminales de
sida. No cabe aquí la satisfacción de contemplar su progresiva regeneración. Cabe el
gozo singular de asistir a un ser humano necesitado y ayudarle, al menos, a morir con
dignidad.
Los cristianos que, de forma individual, asociada o institucional, se consagran a esta
misión deben saber que ellos son órgano especializado de la comunidad cristiana en una
tarea que les es singularmente propia por singularmente urgida desde el Evangelio.
Interpelan a la comunidad cristiana y a la sociedad. Muestran a una y otra que la
dignidad del hombre no depende de su calidad ni de su utilidad.
Es vital, para estos y otros servidores en tareas delicadas, que la comunidad
cristiana les brinde múltiples apoyos: la oración, la estima, el respaldo moral, el sostén
económico y una adecuada formación. Los marginados necesitan ayuda, pero no
cualquier tipo de ayuda. La abnegación y la generosidad deben ir acompañadas de la
competencia. Brindársela a quienes se dedican a aquellos es exigencia de la misericordia.
La formación del voluntariado es un quehacer que no debemos aplazar.
68
hermanos confiados a su ministerio. La misericordia encarnada en la vida y actividad del
pastor constituye en sí misma un testimonio más precioso todavía que la preparación
teológica, el aprendizaje pastoral o la capacidad de liderazgo y de organización.
La compasión por los que sufren, la ayuda a los necesitados y la solicitud por los
alejados y pecadores confieren un sello característico a toda su vida ministerial. En
cambio, la frialdad, la dureza y la intransigencia constituyen el negativo del auténtico
pastor y reproducen la lamentable escena evangélica del sacerdote y del levita que
valoran más el cumplimiento detallista de la ley que la práctica de la misericordia (cf. Lc
10,31-33).
Nuestro primer cometido de pastores ante la misericordia es acogerla. La escucha
orante del mensaje de la misericordia contenido en la Palabra de Dios y la recepción
frecuente y humilde del sacramento del perdón son expresiones privilegiadas de esta
acogida.
Como pastores estamos especialmente llamados a transmitirla. La predicación
cuidadosa de la rica doctrina de la misericordia y la acogida abnegada de los penitentes
ofreciéndoles todas las oportunidades para reconciliarse sacramentalmente, constituyen
dos surcos importantes para dicha transmisión. El impulso que imprimimos a las obras
de misericordia individuales, grupales y comunitarias de nuestros feligreses es asimismo
un excelente medio para transmitir la misericordia de Dios.
La misión propia de los pastores nos mueve a practicar la misericordia en el trato
frecuente con los enfermos, en la escucha paciente de las calamidades de quienes sufren,
en la entrega de nuestros bienes para atender a los necesitados, en el perdón otorgado
generosamente a quienes nos ofenden y malinterpretan nuestra conducta. Esta misma
misión nos acerca con ánimo fraterno a los hermanos sacerdotes enfermos, afligidos,
agobiados por los trabajos, probados por las dificultades y abatidos por sus debilidades y
pecados39.
69
Conclusión
He aquí el rostro hermoso de la misericordia de nuestro Dios que Jesús nos ha revelado.
Él nos ha logrado por su muerte y resurrección la energía para, siempre de forma
imperfecta, hacerla presente en nuestra comunidad humana y cristiana. No nos faltará el
apoyo discreto y eficaz de su Espíritu para realizar esta saludable tarea: curar nuestras
heridas con la medicina de la misericordia.
70
TERCERA PARTE:
La esperanza
vence al miedo
71
Introducción
72
1.
Temores, incertidumbres,
decepciones
La vida personal, social y eclesial es mucho más rica que el retrato de ella que
vamos a esbozar. Tiene indudables aspectos luminosos que son claramente perceptibles
si un pesimismo sombrío no ha oscurecido nuestra mirada. La descripción presente va a
recoger «el lado oscuro de la realidad» (J. L. Ruiz de la Peña), por dos motivos: es
predominante en los análisis lúcidos y rigurosos que hoy se practican; son estos aspectos
sombríos los que interpelan especialmente a nuestra esperanza.
1. Temores existenciales
73
luchar, la energía para trabajar, el vigor para confiar en sí y en los demás, el ánimo para
orar. La tristeza, la conciencia de fracaso y el sentimiento de culpa ocupan prácticamente
todo su espacio interior.
Según muchos especialistas, el futuro es percibido por los europeos más como una
amenaza que como una promesa. En este punto, el optimismo de la modernidad se ha
disipado en gran medida. Algunas de sus ilusiones se han convertido, al menos
parcialmente, en decepciones.
a) Las decepciones
Una de estas ilusiones ha sido el desarrollo: hemos creído que la ciencia y la técnica
iban a resolver todos nuestros problemas y asegurarnos un progreso en todos los órdenes
de la vida. Indudablemente, el avance ha sido admirable. La ciencia y la técnica nos han
aportado salud, control de la naturaleza, conocimiento, bienestar. Vivimos mucho mejor.
Pero, ¿somos mejores, más libres, más felices que nuestros abuelos? ¿Puede llamarse
progreso un desarrollo unilateral que no logra estos objetivos?
La segunda gran ilusión de la época de la modernidad ha sido un mundo más justo y
solidario, en el que irían desapareciendo diferencias injustas y opresoras entre pobres y
ricos, cultos e ignorantes, países opulentos y arruinados, Norte y Sur de nuestro plantea.
Algunas diferencias han ido disminuyendo. Otras subsisten obstinadamente. Han surgido
incluso nuevas opresiones. En general, no nos decidimos efectivamente a favorecer la
promoción de los pueblos del Sur a costa de recortar nuestro bienestar. No nos
resignamos, en palabras deJ. I. González Faus, a ser «un poco menos ricos para que ellos
sean un poco menos pobres».
La decepción es una de las enfermedades de la esperanza.
b) Los miedos
Los expertos identifican en nuestra conciencia colectiva cuatro amenazas que
desencadenan una tasa no desdeñable de temor.
Una es la amenaza nuclear, que no ha desaparecido con la distensión entre los
bloques de antaño, aunque sí parece haberse atenuado en la conciencia subjetiva de
muchos de nuestros contemporáneos. Es innegable que la humanidad tiene hoy medios
técnicos para aniquilarse a sí misma. No está, en absoluto, a salvo de esta posibilidad.
Los arsenales atómicos destructivos están hoy al alcance de varios países. Un error
técnico, un conflicto extremo, una locura, puede activarlos y generar la catástrofe.
74
Otra es la amenaza ecológica. El planeta Tierra está siendo expoliado
irresponsablemente. El aumento de la población en ciertas regiones del globo, la
ambición económica de sus explotadores y el consumismo generalizado del Primer
Mundo van reduciendo sensiblemente nuestras reservas (materias primas, parques
naturales y fuentes de energía). La contaminación de la atmósfera y de las aguas va
convirtiendo paso a paso la tierra en un vertedero de desperdicios. Las graves
alteraciones climáticas son, según muchos expertos, un «aviso de la naturaleza».
Deberíamos preguntarnos con mayor apremio qué mundo vamos a dejar a las
generaciones del futuro.
Otra es actualmente la amenaza terrorista. Nosotros la hemos conocido bien de
cerca. Hoy se ha convertido en un problema mundial. Grupos poderosos del islam están
sembrando en Occidente un miedo creciente. Viejas injusticias y fanatismos
recrudecidos han provocado un riesgo real que se ha materializado en terribles atentados
y ha despertado la alerta y la alarma en los países prósperos del Primer Mundo.
Un nuevo fenómeno es sentido también, en este Norte privilegiado, como una
cuarta amenaza para nuestra seguridad: la oleada migratoria. Es la presión que los
pueblos del Sur, sumidos en una miseria desesperada, ejercen de manera cada vez más
apremiante y explosiva sobre el Norte rico, que dosifica con miras casi exclusivamente
egoístas y defensivas la admisión de esta marea creciente.
No es difícil concluir que estos temores, en la medida en que son percibidos por la
conciencia colectiva, ensombrecen nuestro futuro y, por tanto, nuestra esperanza.
c) La crisis de la ética
Es preciso admitir de buen grado que nuestro tiempo ha conocido verdaderos avances en
varios campos del comportamiento moral. Ha formulado y reivindicado los derechos de
la persona humana; la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) es un
hito en la historia. Ha suscitado movimientos de liberación socioeconómica; la teología
de la liberación es uno de sus exponentes eclesiales. Ha logrado una mayor conciencia
de igualdad y de respeto a la libertad personal. Ha progresado, aunque de manera aún
insuficiente, en el reconocimiento de la mujer como igual al varón, como diferente a él y
como complemento recíproco. Ha crecido un determinado nivel de conciencia de la
unidad de la familia humana. Son conquistas morales parciales e incompletas, pero
valiosas.
Lamentablemente, la conciencia, la sensibilidad y el comportamiento moral se han
debilitado en otras áreas importantes de la vida humana. La corrupción pública y
privada, el oportunismo predominante en la política, la «explosión sexual» de nuestro
tiempo, la inestabilidad del matrimonio, el déficit de humanismo y la escasa sensibilidad
ética, frecuente en los medios de comunicación social, son algunos indicadores
75
preocupantes. Tales fenómenos desmoralizan a muchos ciudadanos sensibles e inducen
en ellos un sentimiento de decadencia moral, que mina su esperanza.
76
aceleradamente. La juventud, en su gran mayoría, se muestra poco sensible a la fe y casi
alérgica o indiferente a la Iglesia. La doctrina eclesial es no solo discutida, sino
rechazada por mentalmente dogmática y moralmente rígida. El crédito moral de la
palabra de los pastores ha descendido drásticamente. No faltan entre nosotros quienes
encuentran a la jerarquía eclesial autoritaria y celosa de parcelas de poder. Bastantes
consideran a la comunidad cristiana en su conjunto evangélicamente tibia, socialmente
conformista, débilmente cohesionada dentro de sí misma y un tanto «perdida» en el
mundo actual.
Esta imagen sombría y exagerada olvida, desde luego, rasgos importantes del rostro
de una Iglesia que insufla ética y esperanza en grandes núcleos de creyentes e
increyentes; está cada día más cerca de los sufrientes, excluidos, inmigrantes y
refugiados; cultiva una sensibilidad creciente hacia los pueblos del Sur; mantiene una
abnegada y admirable presencia misionera en muchos lugares de la tierra; es generadora
de humanismo en una sociedad que tiende a confundir desarrollo económico con
progreso humano; y sigue siendo propuesta de sentido al ofrecer al Dios de Jesús como
Futuro Absoluto del ser humano más acá y más allá de la muerte.
Con todo, la situación de nuestra Iglesia y la imagen que de ella destila nuestra
sociedad cuestionan la esperanza real de muchos creyentes sinceros y provocan en ellos
todo un racimo de preguntas que anidan quizá implícitamente en ellos y que nosotros
hemos de tener el coraje de formular. ¿Mantendrá nuestra Iglesia su capacidad de
interpelar a la comunidad humana o se irá convirtiendo paso a paso en un grupo social
poco relevante y apenas escuchado por una sociedad cada vez más poderosa? ¿Tiene esta
Iglesia vigor para renovarse y engendrar nuevas formas de vida cristiana o es un árbol
caduco que ha ofrecido ya al mundo cuanto tenía que ofrecerle? ¿No corre el riesgo de
quedarse al margen del mundo por exceso de rigidez o de condescendencia débil y
acomplejada? ¿No es, en su conjunto, mediocre, poco «diferente» del común de la
sociedad? ¿No se volverá incluso cuantitativamente insignificante cuando las actuales
generaciones de edad adulta y avanzada hayan completado su ciclo vital? ¿Qué deriva
tomará nuestro mundo si una Iglesia debilitada deja de insuflarle el humanismo del
Evangelio?
Estas preguntas son lacerantes, aunque unilaterales. Pero no son imaginarias ni
inocuas. «Tocan» la esperanza de muchos.
4. Y, sin embargo...
77
segundos se deprimen en exceso y llegan a preguntarse: «¿Hay salvación posible?». Con
todo, unos y otros ofrecen una brecha hacia la esperanza. Los tiempos de pesimismo
permiten abrir una brecha no menor; tal vez mayor.
Porque hay brecha, hay hueco. El ser humano no puede renunciar a la esperanza sin
dejar de ser humano. Dios no puede abandonar la historia y contemplar apáticamente su
deriva. Si existen signos que provocan desesperanza e incluso desesperación, no faltan
otros signos que estimulan nuestra esperanza.
78
2.
Perfil humano
de la esperanza
«El hombre es un animal que espera» (P. Laín Entralgo). Porque está vitalmente
orientado al futuro, necesita ocuparse de él, vislumbrarlo, prepararlo, «amarrarlo» de
alguna manera, incluso defenderse ante él. Esperar es, para los hombres y mujeres de
todos los tiempos, tan necesario y tan saludable como respirar. «Vivir es esperar», dice
uno de nuestros teólogos. «Somos esperanza» (P.-L. Landsberg). La esperanza es una
planta que no puede faltar en el huerto del corazón humano. «El animal puede seguir
caminando a oscuras hacia el muro infranqueable o hacia el abismo. El hombre se resiste
a caminar si no presiente una puerta abierta hacia el futuro» (P. Teilhard de Chardin).
Cuando muere la esperanza, «muere» el ser humano. Está vegetativamente vivo, pero
está «muerto». Le sucede algo análogo a lo que acontece a los abetos a los que las
heladas persistentes les han quemado su «guía», su punta de crecimiento. Camus en El
mito de Sísifo, tras evocar la fatalidad de aquel hombre castigado por los dioses a subir
hasta la cima un enorme pedrusco destinado inexorablemente a rodar monte abajo una y
otra vez, concluye: «Los dioses sabían muy bien que no hay nada más duro para el
hombre que trabajar y vivir sin esperanza».
2. La fragilidad de la esperanza
79
toxicomanías, noches de «botellón»), ¿no delatan, al menos en parte, un miedo a mirar el
futuro?
La esperanza está enferma en aquellos que se atascan en el pasado, viven
confinados en el presente o amedrentados ante el futuro. Pero es frágil en todos los
humanos. Dos grandes experiencias incuestionables e inevitables son las principales
responsables de esta fragilidad. La primera es la experiencia cotidiana de la muerte. Si,
como muchos creen, todo se aniquila en la muerte, ¿cabe una esperanza sólida,
consistente, digna de tal nombre? La segunda es la experiencia del espesor y la
contumacia del mal en el mundo, especialmente en la carne de los inocentes. ¿No es este
mal más vigoroso que el bien? Y, si es así, ¿cómo mantener nuestra esperanza? ¿No será
esta una proyección de nuestros deseos, una compensación imaginaria de nuestras
frustraciones, una evasión de la dura realidad? (L. Feuerbach y S. Freud). «El mal sigue
siendo la presencia terrible que amenaza con denunciar como mero idealismo el futuro
que promete la esperanza» (A. Torres Queiruga).
Sin embargo, «la pequeña hermana esperanza» no se deja doblegar en el corazón
humano. G. Marcel, que vivió la experiencia de los campos de concentración nazis,
verdaderos cementerios de la esperanza, dejó escrito este pensamiento: «La esperanza es
el acto por el cual vencemos activamente la desesperación». Es preciso escoger entre el
nihilismo y la esperanza.
80
Un análisis más fino de este deseo confiado que habita el corazón del hombre descubre
en él una cualidad realmente decisiva: es insaciable y perpetuamente insatisfecho.
Cuando logramos una meta esperada, al poco surge espontáneamente en nosotros una
inquietud por una meta más elevada. En realidad, el corazón humano es un ser limitado
con un ansia ilimitada. Anhela una plenitud y una dicha total y definitiva. El
psicoanálisis ha intuido esta condición y la ha formulado en su lenguaje: «La pulsión
humana no tiene objeto adecuado», es decir, a su medida. Esta ansia de plenitud, ¿es una
ilusión? ¿Es un truco de la vida para mantener al ser humano en tensión de superación?
¿Es el sino de un ser humano que, al traspasar la cuadrícula del instinto animal en el que
deseo y objeto están armonizados, se ha vuelto un ser insatisfecho, un «animal no fijado»
(F. Nietzsche), «un animal enfermo» (N. Brown)?
O, más bien, esta desproporción entre su ser limitado y su aspiración ilimitada, este
«desajuste», ¿no será signo de una llamada de Dios, portadora de una promesa de
plenitud? ¿No habrá quedado inscrita en el corazón humano esta llamada de Dios,
modelando y ensanchando su deseo mucho más allá de su capacidad? La esperanza
puramente humana se detiene en el umbral de esta pregunta.
81
3.
Perfil cristiano
de la esperanza
La ilusión de plenitud que subyace en el corazón humano no es, para el creyente, una
quimera. El hombre no es «una pasión inútil», como creía J.-P. Sartre. Dios tiene un
proyecto de plenitud para el ser humano. La estructura del ser humano como ser limitado
de ansias infinitas es el reflejo objetivo del proyecto de Dios sobre los hombres y
mujeres del mundo. Dios nos ha revelado este proyecto y nos ha prometido esta plenitud.
Las expresiones e imágenes bíblicas tienen un gran contenido evocador:
«Estaremos siempre con el Señor» (1 Tes 4,17); participaremos «en la gloriosa libertad
de los hijos de Dios» (Rom 8,21). «Nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado
en Jesús, nuestro Señor» (Rom 8,39). Entraremos «en el gozo [la fiesta] del Señor» (Mt
25,21). Tendremos un puesto «en la casa del Padre» (cf. Jn 14,1-4). El que cree en Jesús
«vivirá para siempre» (Jn 6,47).
Los textos bíblicos evocados retratan esta plenitud como felicidad. Empalman en
este punto con el pensamiento de Aristóteles, que cifra la meta de la vida humana en la
eudaimonía. Es el estado en el que, sin contradicciones, se actualizan todas nuestras
potencias, se manifiestan todas las latencias, se cumplen todos los auténticos deseos y
aspiraciones individuales y colectivos que habitan el corazón humano.
A la luz de estos textos (y de otros muchos del Nuevo Testamento), esta plenitud
dichosa será realidad más allá de la historia cuando, grano a grano, generación tras
generación, Dios irá recogiendo en su seno paternal y maternal a todos sus hijos e hijas
dispersos a lo largo de los siglos y a lo ancho de la tierra.
Dos características distinguen esta esperanza de otras utopías forjadas por el
ingenio y el esfuerzo humano. La primera consiste en que la plenitud prometida será
82
realidad para todas las generaciones. También para aquellas que han vivido y viven
oprimidas, olvidadas, abandonadas. En este punto se distancia nuestra esperanza de las
utopías que profesan «el progreso indefinido» o «el futuro paraíso en la tierra». La
plenitud ofrecida por la fe cristiana abarca a todas las generaciones de la historia. La
segunda característica estriba en que las utopías humanas conciben esta plenitud como
fruto de la capacidad y del empeño del hombre, mientras nuestra fe la contempla como
un don de Dios que reclama nuestro reconocimiento y nuestra colaboración.
Para que una plenitud sea humana ha de consistir en el encuentro de nuestra persona con
otra Persona. El ser humano no se satisface plenamente en su relación con las cosas. El
más poderoso magnate del mundo se siente desgraciado si no es correspondido por la
mujer a quien ama. La plenitud a la que Dios nos destina es el encuentro personal con
Dios. Él es el Futuro del hombre.
Esta estructura de nuestro ser se refleja en nuestro deseo de Dios. Tal deseo late, a
veces muy soterrado y disfrazado, en cualquiera de nuestros deseos.
Recojamos de la Escritura solamente algunos botones de muestra. En muchos de los
salmos que alimentaron la oración de Israel trasparece un deseo vivo de Dios. Uno de
ellos es el Salmo 16 en su integridad. El levita que es su autor exclama: «Tú eres, Señor,
mi copa y el lote de mi heredad; mi destino está en tus manos. Me ha tocado un lote
delicioso, ¡qué hermosa es mi heredad!» (vv. 5-6). A las demás tribus les ha tocado un
lote de tierra; ¡a él le ha tocado el Señor! El Salmo 34 encierra un versículo bellísimo (v.
9), que ha conmovido a muchos buscadores de Dios: «Gustad y ved qué bueno es el
Señor; dichoso quien se acoge a él». El Salmo 63 entero se mueve en la órbita de este
mismo deseo: «Oh Dios, tú eres mi Dios, desde el alba te deseo, por ti desfallezco, como
tierra reseca, agostada, sin agua» (v. 2).
Estos salmos están escritos y fueron rezados cuando todavía la revelación
progresiva de Dios no había abierto para Israel la perspectiva de la vida eterna. En
cambio, para muchos exégetas, el Salmo 73 encierra ya la intuición de un futuro junto a
Dios más allá de la muerte. El salmista, torturado y amargado al preguntarse por qué el
malvado prospera y el justo sufre, y al plantearse si merecía la pena mantenerse en la
inocencia y la fidelidad, ha «entrado en el misterio de Dios» (v. 17). Y desde esta
comprensión considera que, al hacerse tales preguntas, ha sido «un necio y un animal»
(v. 22) ante él. Ahora lo sabe: «Yo estaré siempre contigo. Para mí la felicidad es estar
junto a Dios, mi lote perpetuo» (cf. vv. 23-28).
El deseo de Dios, avivado por la perspectiva de la vida eterna junto a Dios, se
vuelve en el Nuevo Testamento más apremiante. Algunos textos paulinos recogen con
83
especial vigor este apremio.
Romanos 8,18-30 contiene esta confesión: «Nosotros, los que poseemos las
primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, suspirando por que Dios nos haga
sus hijos y libere nuestro cuerpo» (v. 23).
En 2 Corintios 5,1-10, Pablo muestra claramente la querencia de su corazón
creyente: «Preferimos dejar el cuerpo para ir a habitar junto al Señor» (v. 8).
Filipenses 1,21-26 se plantea este dilema: «Deseo la muerte para estar con Cristo,
que es, con mucho, lo mejor; pero [me siento forzado] a seguir viviendo en este mundo
[porque] es más necesario para vosotros» (vv. 23-24).
Este deseo de Dios, componente esencial de la esperanza, recorre toda la historia de
la espiritualidad cristiana. Los místicos son sus testigos más apasionados. Resulta
tentador recoger a lo largo de la historia de la Iglesia los testimonios más señalados.
Constituyen algunas de las páginas más bellas del cristianismo. Hemos de contentarnos
con evocar un único fragmento, escrito por un gran obispo y un gran místico, camino del
martirio, en el año 107, Ignacio de Antioquía: «Mi amor está crucificado y ya no queda
en mí el fuego de los deseos terrenos. Únicamente siento en mi interior la voz de un agua
viva que me habla y me dice: “Ven al Padre”... Lo que deseo es el pan de Dios, que es la
carne de Cristo». Hoy, lamentablemente, este deseo parece bastante amortiguado en la
Iglesia. «Buscar verdaderamente a Dios», como pedía san Benito a todo aquel que se
acercaba a la vida monástica, es una pasión poco compartida. Esperar a Dios «como el
centinela la aurora» (Sal 130,6) resulta poco atractivo para muchos. La vida eterna junto
a Dios seduce escasamente a los cristianos incluso piadosos, quienes la conciben
frecuentemente como algo mitad real, mitad imaginario. El coraje profético ha tenido
entre nosotros mejor prensa que el aliento místico. Sin embargo, la profecía sin mística
se convierte muchas veces, a la larga, en decepción escéptica o en ideología rigurosa e
incluso opresiva.
Nada sosiega tanto como la búsqueda encendida de Dios, la Palabra que hace arder
el corazón, la «visita» que, al menos en algunos momentos, él hace a quienes le buscan
sin desfallecer. Esa visita, ese instante, vale más que el mundo entero. Quien la ha vivido
sabe que lo que digo es verdad.
Algunos signos parecen indicar un revivir de este deseo de Dios en nuestros días:
por ejemplo, los grupos de oración se multiplican admirablemente por doquier. La
experiencia de la fe es valorada y requerida por bastantes. Los buscadores de Dios
florecen discretamente en los caminos del mundo. Los monasterios y las casas de
espiritualidad son frecuentados con asiduidad. Avivar y cultivar este deseo es uno de los
quehaceres más nobles y más necesarios de nuestra Iglesia.
84
3. La confianza incondicional en Dios
Hay deseos que son espejismos, como el que sufre en el desierto el viajero sediento que
«ve» un oasis. En La quimera del oro, Charles Chaplin inmortalizó este espejismo en la
escena en la que, acosado por el hambre, pone sobre la mesa una de sus botas
destrozadas y acaricia con los labios los clavos de su viejo calzado como si fueran los
huesos revestidos de la carne de un ave exquisitamente cocinada.
La esperanza no es así. Es un deseo confiado. Resulta hoy difícil esta confianza. Es
difícil esperar, pero es necesario. ¿A quién haremos caso: a la dificultad o a la
necesidad? Para una mirada sin fe, tal vez resulte igualmente razonable y arriesgado
confiar o no confiar. Para una mirada creyente, la salida es esperar confiados en la
fidelidad de Dios, que es una de las cualidades de su amor. Dios es Amor fiel. Esta
fidelidad es la garantía divina de nuestra confianza y, por tanto, de nuestra esperanza.
La fidelidad de Dios está ya reiterada e intensamente afirmada en el Antiguo
Testamento. El retrato que en el Antiguo Testamento nos hace Dios de sí mismo tiene
dos componentes esenciales: la misericordia y la fidelidad. La imagen preferida por la
Biblia para evocar la fidelidad es la Roca. Dios es inmutable en su fidelidad. «Él es la
Roca... es un Dios fiel» (Dt 32,4). «Yo te amo, Yahvé, mi fortaleza, mi salvador, mi
roca, mi baluarte, mi liberador, mi Dios» (Sal 18). El exégeta P. Beauchamp nos dice:
«El leitmotiv de la oración de los salmos es baṭaḥ: fiarse de Dios».
Pero la fidelidad de Dios se revela sobre todo en Jesucristo. A través de esta
revelación, Dios no es puramente «el que cumplirá», sino «el que ya ha cumplido» en la
vida, en la conducta, en la palabra, en la muerte, en la resurrección de Cristo y acabará su
cumplimiento. Nuestra esperanza se funda, pues, en la memoria de la fidelidad de Dios
atestiguada insuperable e irrevocablemente en el acontecimiento pascual. Las palabras de
san Agustín se muestran aquí certeras: Ex memoria, spes, «De la memoria brota la
esperanza». Veamos algunos textos del Nuevo Testamento:
2 Corintios 1,19-20: «En el Hijo de Dios a quien os anunciamos... todo ha sido un
“sí”, pues Dios ha cumplido en él todas sus promesas. Por eso nosotros decimos “Amén”
[sí] a Dios por medio de él».
Romanos 8,31-39: «Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que
no perdonó a su Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo
gratuitamente con él?» (v. 32).
2 Timoteo 1,6-14: «Esta es la razón de mis sufrimientos; pero yo no me
avergüenzo, pues sé en quién he puesto mi confianza y estoy persuadido de que tiene el
poder para asegurar hasta el último día el encargo que me dio» (v. 12).
85
2 Timoteo 2,13: «Si somos infieles [a Jesucristo], él permanece fiel, porque no
puede negarse a sí mismo».
Hebreos 4,15-16: «No es él un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de
nuestras flaquezas... Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, a fin de
alcanzar misericordia y socorro oportuno».
Porque Cristo murió y resucitó, por las venas de la historia corre la savia vital del
Resucitado. Hay en toda persona, en todo grupo, en todo proyecto verdaderamente
humano un brote, una llama de la vida del Resucitado. Nada ni nadie podrá aniquilarlos
ni apagarlos del todo. Es preciso recordar esta verdad de nuestra fe en situaciones de
pesimismo personal o colectivo.
Por la muerte y resurrección del Señor, la verdad, en su debilidad, es más fuerte que
la mentira; la libertad, en su fragilidad, es más vigorosa que la esclavitud; el amor, más
duradero que el odio; la alegría, más persistente que la tristeza; la vida, más consistente
que la muerte; la gracia, más poderosa que el pecado. ¿Creemos esto?
86
política noble, un logro social saludable para los pobres, un buen plan de sanidad para
todos, son aspectos parciales del reino de Dios y pasos intermedios de la esperanza
cristiana. No son simplemente «esperanzas humanas» frente a la «esperanza cristiana».
La esperanza cristiana asume, purifica y plenifica las esperanzas humanas. «La
esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más
bien proporciona nuevos motivos para su ejercicio» (Gaudium et spes 29). La esperanza
dinamiza la utopía humana.
El reino de Dios «padece violencia» (Mt 11,12). Hay un combate inacabable entre
los valores del reino de Dios y los contravalores imperantes: acumular, dominar, trepar,
zancadillear, enzarzar, herir, cobrar factura, «pasar». La esperanza en el reino de Dios
nos conduce no solo a desear la emergencia y el despliegue de los valores del reino de
Dios y a confiar en su energía, sino a decidirnos y optar por promoverlos y cultivarlos.
En rigor, solo en Dios hemos de poner nuestra entera y absoluta esperanza. Pero
precisamente porque confiamos en Dios, que vela cuidadosamente por «su familia», su
Iglesia, también la Iglesia es objeto de nuestra esperanza, es decir, de nuestro deseo
confiado. Deseamos verla purificarse, convertirse, hacerse más evangélica y
evangelizadora. Confiar en ella en muchos de sus niveles y realizaciones se nos hace hoy
difícil. La esperanza nos pide que la miremos, no con una mirada idealista que confunda
lo que la Iglesia es en su realidad histórica con lo que Dios quiere y le pide que sea.
Nuestra mirada debe ser siempre realista. Tal mirada nos conduce a reconocer sus
limitaciones, sus tentaciones, sus mediocridades, sus insensibilidades, sus pecados, junto
con sus aspectos luminosos, con el realismo de la fe. Este realismo nos ayuda a entender
que la Iglesia es más que lo que de ella nos dice la experiencia, la historia, los análisis
sociológicos. La Iglesia cuenta con un Evangelio, palabra viva y eficaz, que no le deja
descansar. Bajo el suelo, en parte reseco, de la Iglesia, subyace un inagotable subsuelo:
el Espíritu Santo. Aquí reside la fuente de tantas reacciones renovadoras a lo largo de su
historia.
Una mirada lanzada desde el realismo de la fe queda enriquecida, pues, en
extensión y en profundidad. En extensión, porque en cierta medida, percibe en la Iglesia
realidades evangélicas admirables. En profundidad, porque descubre esa «tercera
dimensión» de la Iglesia, inasequible a una mirada sin fe, pero real, tan real para los
creyentes como las dimensiones «horizontales».
El realismo de la fe nos libera de una mirada depresiva respecto de nuestra
comunidad eclesial. El depresivo se caracteriza, entre otros factores, por hallarse fijado y
87
atrapado en la consideración y contemplación de los signos negativos de la realidad y
por ser ciego ante los signos positivos. Tales signos no son el motivo de nuestra
esperanza, pero sí son los estímulos que la activan.
La Carta pastoral de los Obispos del País Vasco y Navarra: «Seguir a Jesucristo en
esta Iglesia» (1989), nos parece hoy todavía más actual que cuando fue escrita.
La oración apostólica de Pablo ha sido analizada con hondura por el gran exégeta que
fue S. Lyonnet. Una de sus características es el ardiente deseo y la viva confianza que,
entre cuidados y temores, ilusiones y decepciones, Pablo siente respecto del crecimiento
personal y comunitario de cada uno de los grupos de cristianos que ha ido suscitando en
su andadura apostólica. El deseo y el gozo son los componentes fundamentales de esta
oración apostólica. El deseo está estimulado por lo que todavía no está iniciado o
consolidado. El gozo, por los frutos de su trabajo que encuentra en las comunidades. El
deseo se expresa en petición al Señor; el gozo, en acción de gracias.
1 Tesalonicenses 3,9-13: «¿Cómo podremos agradecer a Dios suficientemente esta
alegría desbordante con la que, gracias a vosotros, nos regocijamos delante de nuestro
Dios? Noche y día rogamos a Dios con insistencia que nos conceda veros personalmente
para completar lo que aún falta a vuestra fe... Que el Señor os haga crecer y
sobreabundar en un amor de unos hacia otros y hacia todos... Que cuando Jesús, nuestro
Señor, se manifieste... os encuentre interiormente fuertes e irreprochables, como
consagrados delante de Dios».
1 Corintios 1,4-9: «Doy gracias a Dios continuamente por vosotros, pues os ha
concedido su gracia. En Cristo Jesús habéis sido enriquecidos sobremanera... Él también
os mantendrá firmes hasta el fin... Fiel es Dios, que os ha llamado a vivir en unión con su
Hijo Jesucristo, nuestro Señor».
Filipenses 1,3-11: «Siempre que me acuerdo de vosotros doy gracias a mi Dios.
Cuando ruego por vosotros lo hago siempre con alegría... Estoy seguro de que Dios, que
ha comenzado en vosotros una obra tan buena, la llevará a feliz término para el día en
que Cristo Jesús se manifieste... Y le pido que vuestro amor crezca más y más en
conocimiento y en sensibilidad para todo».
Filemón, vv. 4-6: «Te recuerdo siempre en mis oraciones y doy gracias a mi Dios,
al tener noticias del amor y de la fe que profesas a Jesús, el Señor, y a todos los
creyentes. ¡Ojalá esa tu fe, que nos es común, se vuelva activa y llegues a conocer todo
el bien que podemos realizar por Cristo!».
88
En Pablo y en todo auténtico apóstol, esta esperanza nace de la convicción de que
«todo está llamado a ser más en el Señor». Todos los humanos tienen vocación a la
verdad, a la libertad, al amor. Es cierto que esta vocación está deteriorada y bloqueada en
muchos, pero es posible liberarla, como podemos observarlo con frecuencia. El
toxicómano regenerado, que estrena «nueva piel» y comienza a ser lo que es, constituye
un caso emblemático. Para mí es una imagen muy expresiva del «hombre nuevo» y un
fruto muy bello de la resurrección del Señor.
Es preciso cultivar esta vocación bloqueada y soterrada en tantos seres humanos,
depositando nuestra confianza en ellos. «Muchos no son buenos porque nadie ha
confiado suficientemente en ellos» (Pío XII). «Desconfiar del hombre es una herejía casi
tan peligrosa como desconfiar del mismo Dios» (Carlos Santamaría). Quien menosprecia
una obra de arte, menosprecia a su Autor. Quien no valora al hombre y a la mujer
concretos, por muy envilecidos que estén, menosprecia la obra maestra de Dios. El
Vaticano II nos dice que el hombre «es capaz de lo mejor y de lo peor» (Gaudium et spes
9). También, por tanto, de lo mejor.
Nos es obligado revisar la confianza real que ponemos en personas y grupos reales.
Este repaso puede resultarnos medicinal.
Tal deseo confiado no puede menos de ser moderado, tanto cuando confiamos en
los demás como en nosotros mismos. Pero la genuina tendencia cristiana, apostólica,
pedagógica tiende a confiar antes y más allá de los signos de fiabilidad que los demás
nos ofrezcan. El cálculo «mercantil» que dosifica su confianza hasta comprobar signos
positivos inequívocos ni es cristiano ni es pedagógico.
Algo análogo ha de suceder en nuestra relación con nosotros mismos. Algunos
pecamos de autosuficiencia; otros, de inseguridad y déficit de autoestima. La esperanza
nos induce a confiar moderadamente en nosotros mismos. No hubiéramos logrado
muchas cosas en nuestra vida si no nos hubiéramos lanzado por encima de nuestros
miedos.
Esta confianza en los demás y en sí mismo tiene, para el creyente, su fundamento
básico en nuestra confianza en Dios. Confío en mí porque soy hijo de Dios, obra de su
amor y Dios «no hace chapuzas». Confío porque Cristo no ha muerto y resucitado en
vano por mí. Porque el Espíritu Santo es «generador de vida» nueva también en mí. Esto
no significa que no existan barreras infranqueables que no se abatirán. Pero sí amplía el
espacio de lo posible. La esperanza ensancha este espacio y crea así libertad donde
reinaba el automatismo y amor donde campaba la indiferencia.
89
4.
Frutos y reflejos
de la esperanza cristiana
1. La alegría
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La falta de amor es otro de los motivos que nos roban la alegría. «Amar y ser
amado es el mejor remedio para todas las neurosis», decía el fundador del psicoanálisis.
El hombre más afortunado del mundo se siente infeliz si no ama y no es correspondido.
La esperanza vivida nos garantiza el amor de Dios, cercano, personal, perpetuo, y nos
prepara para amar no solo el proyecto de Dios, sino a las personas involucradas en el
proyecto.
Pero, ¿qué objetivos y metas caben en aquellos que viven privados de los medios de
subsistencia más elementales? ¿Cabe esperanza en el seno de la miseria? Subsistir se
convierte en su meta. El mensaje de la esperanza nos transmite que es posible una
sociedad más justa y solidaria, una Iglesia más servicial y comprometida. Nos enseña
que la historia no se le ha ido de las manos a Dios, Señor de la historia. El anuncio de la
esperanza, acompañado de nuestro compromiso en su favor, es capaz de poner en pie a
muchos desheredados y de suscitar en ellos la espera activa de un futuro mejor, al tiempo
que les ofrece y garantiza el Futuro Absoluto de Dios en una vida en la que desaparecerá
la injusticia, el desamor, el sufrimiento.
La alegría que nace de la esperanza no coincide necesariamente con la jovialidad de
algunos temperamentos ni con el optimismo psicológico de otros. Es otra cosa. Consiste
en sentirnos básicamente bien en nuestra propia piel; en una predisposición a descubrir
los aspectos positivos de la realidad; en mantener habitualmente el tono vital alto,
incluso en la contrariedad; en ser inasequibles al desaliento sostenido; en ser capaces de
infundir ganas de vivir con nuestra palabra, nuestro gesto, nuestra reacción activa ante
los acontecimientos. Alegría y tristeza no se excluyen mutuamente del todo en el
corazón humano. Pero en el cristiano impregnado de esperanza la alegría es el paisaje
predominante.
Vivir y transmitir alegría es una de nuestras tareas más nobles. Un himno de la Hora
intermedia nos lo recuerda bellamente: «Ofrecer lo que llevo: gozo y misericordia». Es
un buen lema para nuestro diario vivir.
2. La inquietud
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que podáis hacer frente a la prueba» (Lc 22,40-46). Pablo no dejará escapar la ocasión
para dirigirnos por medio de Pablo la misma exhortación: «Ya es hora de despertaros del
sueño, pues nuestra salvación está ahora más cerca que cuando empezamos a creer»
(Rom 13,11-14).
Estos textos están escritos en la perspectiva del final próximo de la historia. En esa
creencia vivieron las primeras generaciones cristianas, hasta que comprendieron, con el
paso del tiempo, que el Señor Jesús, que vendrá al final de los tiempos, está viniendo a
nosotros cada día, en su Palabra, en su eucaristía, en sus pobres, en el año litúrgico, en
los acontecimientos del mundo y de nuestra vida, en el trance de nuestra muerte. Ahí nos
encontramos cara a cara con él. Ahí somos requeridos para definirnos ante él y tomar
una decisión. La escatología se realiza no solo al final de la historia, sino que se anticipa
en el «hoy» de esa historia.
Podemos traducir la expresión bíblica «vigilancia» por inquietud. Con tal de que
entendamos bien esta expresión. La inquietud bíblica no se identifica con la ansiedad
nerviosa, ni con el perfeccionismo, ni con el negativismo. La inquietud nacida de la
esperanza es de otro cuño. Nace de una convicción: todo está marcado por un futuro de
mayor plenitud. Las cosas no valen solo por lo que son, sino, sobre todo, por lo que están
llamadas a ser.
De esta convicción se deriva una doble consecuencia:
– Ninguna realidad de este mundo ha llegado a su madurez definitiva. No debemos
absolutizarla. Ni la familia, ni la comunidad eclesial, ni la paz social, ni mi cargo,
ni mis títulos, ni mi historia pasada. No hay otro absoluto que el Señor.
– Ninguna realidad verdaderamente humana, por frágil e imperfecta que sea, puede
ser desdeñada como precaria o como fútil. Tiene vocación de ser más. El
perfeccionismo y el negativismo no son coherentes con la esperanza.
La actitud contraria a la inquietud es el conformismo. Lo contrario de vigilar es
dormitar.
92
21). «Criado malvado y perezoso... debías haber puesto tu dinero en el banco y al volver
yo, habría retirado mi dinero con los intereses» (vv. 26-27).
También en este punto, Pablo nos avisa con palabras terminantes: «Si alguno no
quiere trabajar, que no coma. Porque nos hemos enterado de que hay entre vosotros
algunos que viven desordenadamente, sin trabajar nada, pero metiéndose en todo. A
estos les mandamos y exhortamos en el Señor Jesucristo que trabajen con sosiego para
comer su propio pan» (2 Tes 3,10-12).
No puede ser de otra manera. El cristiano movido por la esperanza no es un simple
espectador crítico de la historia, de la sociedad humana, de la comunidad eclesial. La
esperanza es dentro de nosotros un dinamismo que nos impulsa a meternos dentro de la
historia para activar el fermento renovador depositado en ella por la muerte y
resurrección del Señor. «El esperante debe ser operante» (P. Laín Entralgo). «Solo tiene
derecho a esperar lo imposible aquel que se ha comprometido a fondo en la realización
de lo posible» (M. Unamuno).
El trabajo reclamado por la esperanza no es cualquier clase de trabajo. Debe ser un
trabajo transformador, es decir, orientado a mejorar la realidad haciéndola más humana.
Debe ser, además, un trabajo comprometido. Descompongamos esta última palabra, rica
en significado. Hemos de estar «metidos» en nuestro trabajo, implicados en él, aunque
no obsesivamente absorbidos por él. Hemos de realizar un trabajo «pro», es decir, a
favor de los demás, no puramente pensando en nuestra satisfacción o en nuestro interés.
Hemos de realizar un trabajo «con», en colaboración y unión con otros. Solo así
podremos juntos realizar un trabajo de calidad humana y evangélica.
4. La paciencia
La esperanza, como virtud cristiana nacida de la Pascua, no es una virtud triunfal, sino
crucificada. El Cristo real es el Crucificado Resucitado. En su profundo comentario a
Juan 20,19-23, el gran exégeta J. Blank escribe: «Las heridas de Jesús se convierten en
su seña de identidad. El Cristo resucitado y glorificado no ha borrado de su personalidad
la historia terrena de sus padecimientos. Está marcado por ella de una vez para siempre,
de tal modo que ya no pueden separarse el resucitado y el crucificado. La fe pascual no
es, pues, una exaltación ilusoria sobre los padecimientos del mundo. Pero en medio de
los padecimientos incomprensibles y absurdos del mundo, esa fe mantiene la esperanza
de superar tales penalidades».
Tres textos bíblicos serán suficientes para esclarecer este punto capital.
Romanos 8,24-25: «Ya estamos salvados, aunque solo en esperanza. Es claro que la
esperanza que se ve no es propiamente esperanza, pues ¿quién espera lo que tiene ante
93
sus ojos? Pero si esperamos lo que no vemos, estamos aguardando con perseverancia»,
es decir, con paciencia.
Hebreos 10,32-37: «No perdáis ahora vuestra esperanza, que lleva consigo una gran
recompensa. Necesitáis paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de Dios y
conseguir lo prometido. Porque el que ha de venir, vendrá sin tardanza».
Romanos 5,3-5 establece una secuencia entre la paciencia y la esperanza: «Hasta en
las tribulaciones nos sentimos orgullosos, sabiendo que la tribulación produce paciencia;
la paciencia produce virtud sólida y la virtud sólida, esperanza. Una esperanza que no
engaña».
Estamos, pues, resucitados y crucificados con Cristo. Lo que nos resta después de la
resurrección no es una etapa llana, casi de trámite, que nos conduce indemnes al «Parque
de los Príncipes». Es verdad que, por la muerte y resurrección de Cristo, la historia
humana ha cambiado de signo. Pero el mal, en todas sus formas, es un toro que, aunque
definitivamente herido en la plaza, tiene astas y fuerzas para embestir y dar cornadas
mortales hasta el final de la historia. El gol decisivo está marcado, pero el partido
continúa.
Si las cosas son así, necesitamos la paciencia, es decir, el aguante que encaja los
golpes de la vida sin desistir de la actividad ni perder la mansedumbre. No seamos como
esos aparatos de precisión muy valiosos, pero tan sensibles que se estropean al menor
uso torpe, es decir, a la menor contrariedad.
La paciencia nos es necesaria para respetar la lentitud de los procesos de los demás
y para tolerar la nuestra. Nos inmuniza (al menos relativamente) ante el impacto de
comentarios críticos sobre nuestra persona o nuestra actuación. Nos resguarda de la
fatiga, que es cansancio amargo y escéptico. Nos sostiene para seguir «sembrando en la
noche», aunque no veamos si germina la semilla ni si la semilla cae en el surco
adecuado. Verifiquemos la autenticidad de nuestra esperanza por la práctica de la
paciencia.
5. La oración
«Quien ora, espera; quien no ora, no espera» (E. Schillebeeckx). En efecto, la oración es
también hija de la esperanza. Así lo entiende Jesús, que une el «velad» con el «orad».
Así lo repite Santiago 5,7-8.16-17, al comparar al creyente con el labrador que espera la
cosecha cultivando la tierra y orando por la lluvia.
Santo Tomás de Aquino nos ayuda a comprender mejor este vínculo estructural
entre la oración y la esperanza cuando sitúa a esta entre la desesperación y la presunción.
El desesperado no ora porque no espera nada. El presuntuoso no ora porque cree que
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puede conseguir por sí mismo lo que desea o necesita. La oración se sitúa en el hueco
entre la desesperación y la presunción, es decir, en el hueco de la esperanza. Cuando
oramos, reconocemos que solo Dios es salvador. Nosotros no podemos salvar a nadie, ni
a nosotros mismos. Pero al orar confiamos en que Dios puede y quiere salvarnos.
Enriquezcamos esta idea desde otra óptica. La oración fortalece y purifica los dos
grandes componentes de la esperanza: el deseo de Dios y la confianza en él. Fortalece el
deseo: «La oración no sacia nuestra sed de plenitud, sino que, al contrario, la acrecienta»
(G. Greshake). La experiencia de todos los verdaderos orantes atestigua esta afirmación.
La oración fortalece al mismo tiempo la confianza, es decir, la entrega confiada a
Dios y a su proyecto sobre nosotros y sobre el mundo. A. Vanhoye, en un comentario
sublime de la oración de Jesús en el huerto (Lc 22,34-46), nos dice: «Del noble instinto
vital de Jesús brota un grito que se expresa en plegaria: “Padre, si quieres, aleja de mí
esta copa de amargura”. Pero la oración de Jesús transforma el grito y lo convierte en
aceptación confiada: “Mas no se haga mi voluntad, sino la tuya”».
6. La sobriedad
En su Carta a Tito (2,11-13), Pablo nos dejó consignado: «Se ha manifestado la gracia de
Dios que trae la salvación para todos los hombres. Ella nos enseña a renunciar a la vida
sin religión y a los deseos del mundo para que vivamos el tiempo presente con
moderación, justicia y religiosidad, aguardando nuestra bienaventurada esperanza: la
manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo».
La sobriedad es condición indispensable para que emerja en nosotros el anhelo de
lo que todavía no poseemos: Veámoslo:
En primer lugar, la hartura (que es lo contrario a la sobriedad) produce
embotamiento y hastío. El deseo de Dios apenas sobrevive cuando nos permitimos la
satisfacción complaciente y desmesurada de una multitud de deseos de escasa entidad
humana y nula calidad cristiana. El vino de Dios no se saborea con finura si previamente
hemos estragado nuestro gusto con caldos abundantes de escasa calidad. La Iglesia ha
intuido esta verdad con agudeza antropológica y teológica cuando, en vísperas de las
grandes celebraciones, en las que espera una efusión especial de gracia salvífica, ha
establecido la «vigilia», el espacio de sobriedad, hecho de oración y de ayuno.
La hartura, sobre todo la producida por el saber o el poder económico o político,
produce autosuficiencia. En la parábola del rico insensato, Jesús descalifica al hombre
que, hinchado por la autocomplacencia en sus propios bienes, no tiene «espacio
psíquico» más que para confiar en sí mismo (cf. Lc 12,16-21).
95
Por fin, la hartura nos hace insensibles a los necesitados. Nos hace incapaces de
situarnos dentro de la piel de los indigentes. El que no ha pasado nunca hambre severa ni
frío congelador, no es capaz de sintonizar con aquellos para los cuales estas carencias
son experiencia vital y crónica. La sobriedad nos es necesaria subjetivamente y
objetivamente para la solidaridad. Es otro nombre de la solidaridad. Subjetivamente,
para que tengamos capacidad interior de sentir con los necesitados. Objetivamente, para
que podamos detraer de nuestras «necesidades innecesarias» los bienes requeridos para
enjugar muchas necesidades «muy necesarias» de nuestros semejantes, cercanos o
lejanos. Ser sobrios para compartir es un postulado de la esperanza cristiana.
96
5.
Aprender a esperar
«En ese pondré mis ojos: en el pobre y el humilde que se estremece ante mi palabra» (Is
66,2). El retrato espiritual del pobre ofrecido por la Biblia está dotado de una admirable
dignidad. Es espiritualmente pobre aquel que reconoce sus limitaciones, sus errores, sus
pecados. Tiene que vencer para ello su propio orgullo, que tiende a cegarle: «La
memoria me dice: “He obrado mal”. El orgullo me dice: “No has podido obrar mal”. Y
el orgullo acalla a la memoria» (F. Nietzsche).
Es espiritualmente pobre aquel que, con dolorido realismo, se acepta a sí mismo
como limitado y sufre en paz ante la limitación que no puede superar. No se permite
menospreciarse: «Odiarse a sí mismo es menos difícil de lo que parece. Debemos
amarnos humildemente a nosotros mismos como miembros heridos y dolientes del
Cuerpo de Cristo».
97
Es espiritualmente pobre aquel que tiene el valor de arrancarse esa máscara
engañosa tras la cual los humanos intentamos ocultar nuestras llagas y vergüenzas, para
transmitir la impresión de personas seguras, coherentes, satisfechas. El pobre se
manifiesta tal cual es.
Es espiritualmente pobre aquel que tiene una experiencia tan auténtica y tan sincera
de sus límites que en ellos vive la experiencia de la limitación de la misma condición
humana. Esta convicción vital le hace aceptar a los demás como partícipes de su propia
pobreza y le inmuniza, al mismo tiempo, ante el riesgo de mitificar o de demonizar a
cualquier ser humano, por excelente o detestable que sea.
Estos rasgos del rostro del pobre no han de ser solo individuales, sino también
eclesiales. Nuestra Iglesia, si quiere vivir de la esperanza, necesita asimilarlos uno por
uno. Hemos de ser pacíficamente conscientes de nuestra pobreza sociológica: cada vez
somos más débiles en una sociedad cada día más poderosa. Hemos de asimilar y asumir
progresivamente una pobreza económica que nos haga ser austeros en nuestros gastos y
generosos con los pobres. Hemos de tolerar con sereno dolor nuestra pobreza apostólica
en medio de una sociedad en gran parte insensible al Mensaje y reluctante a la voz de la
Iglesia. Hemos de interiorizar nuestra pobreza moral, bastante lejana a los
requerimientos de nuestra vocación cristiana. Hemos de aceptar nuestra pobreza
existencial: por sí mismos, nuestros esfuerzos, cualidades y programas son incapaces de
producir un solo átomo de salvación. Hemos de vivir una pobreza profética que quiere
ser «la protesta contra la dictadura del tener, del poseer» (J. B. Metz) y «de la insumisión
a la tiranía del mundo contemporáneo que pone toda su confianza en el dinero y en la
seguridad material» (Pastores dabo vobis 30).
Nada de esto será posible si nuestra Iglesia no se acerca de verdad progresivamente
a los que, en esta sociedad y en el Tercer Mundo, viven en extrema situación de pobreza
económica, sanitaria, educativa, social. En una palabra: a los «pobres-pobres». No
queremos caer, ni por asomo, en la autosuficiencia y autocomplacencia de la rica Iglesia
de Laodicea que, incapaz de sintonizar con los necesitados, ya no es capaz de esperar
nada. «Dices: “Yo soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad”, y no sabes
que eres miserable, pobre, ciego y desnudo» (Ap 3,17). Queremos hacer verdad la
afirmación que debería contenerse en todo proyecto-marco eclesial: que se sitúe más en
el centro de nuestras comunidades cristianas el servicio a los pobres. Estando
evangélicamente junto a los pobres y compartiendo empáticamente su situación, la
esperanza, lejos de debilitarse, revivirá. No hay clima mejor para mantener la esperanza
que la efectiva cercanía a los pobres.
98
La Iglesia de Éfeso «marcha bien». Tiene iniciativa y entereza. A pesar de ello, escucha
palabras severas: «Has dejado enfriar el amor primero. Recuerda, pues, de dónde has
caído; cambia de actitud y vuelve a tu conducta primera» (Ap 2,4-5).
Los esfuerzos por mejorar la comunidad cristiana despiertan esperanza en muchos
laicos, religiosos y presbíteros. Suscitan en otros un interrogante y una reserva cautelosa
acerca de su efectiva viabilidad. Tal vez, en algunos, una reacción escéptica e incluso un
movimiento de rechazo.
Si la transformación que pretendemos se reduce a una simple reorganización
territorial y a un aprovechamiento más racional de nuestros recursos pastorales, la
esterilidad está asegurada de antemano. Las estructuras vacías solo generan cansancio y
decepción. Todo parece funcionar organizadamente. La gestión puede ser aceptable,
incluso impecable. La programación puede ser exuberante. No obstante, la comunidad da
la impresión de estar como apagada.
No queremos en modo alguno que este sea nuestro caso. En la Carta pastoral de los
obispos del País Vasco y Navarra: «Renovar nuestras comunidades cristianas» (2005),
dedicábamos una atención cuidadosa a reflejar el espíritu que habría de animar la
remodelación pastoral: una fe ungida por la experiencia, trabajada por el seguimiento,
vivida en comunidad, urgida a la evangelización.
Enunciar estas grandes claves espirituales es mucho más fácil que «pasarlas a
nuestra sangre». Ellas mismas pueden resultar palabras vacías sin ese maravilloso
«metabolismo» que las incorpore a nuestra concreta espiritualidad.
Nuestro organismo eclesial necesita poner a punto los factores que, bajo la acción
del Espíritu, activan este «proceso metabólico», sobre todo en los responsables
pastorales: la formación básica y actualizada, las sesiones de comprensión y asimilación
del proyecto renovador, los retiros espirituales, la praxis del trabajo en equipo, los
encuentros de calado comunitario, la oración intensa y sostenida, individual y
comunitaria, que impregne todos estos factores de interiorización.
La experiencia diaria nos certifica que allí donde se cultivan cuidadosamente estos
elementos florece, humilde, paciente y perseverante, la esperanza. La misma experiencia
nos asegura que donde no se cultivan se instala un mecanicismo voluntarista que
«calcifica» nuestras actitudes y comportamientos pastorales, genera fatiga y roba la
dicha de evangelizar.
Si somos fieles al itinerario apuntado, veremos renacer en nuestro interior la flora
intestinal de una nueva espiritualidad. Surgirá en nosotros la confianza, no el optimismo
biológico o psicológico. Buscaremos, como Jesús, la fidelidad, no el éxito visible e
inmediato. Nos sentiremos responsables sin culpabilizarnos. Se irá aclimatando en
nosotros un hacer sosegado, en vez de una hiperactividad nerviosa o una pasividad
99
escéptica. Cultivaremos la paciencia pastoral en vez de la prisa inmediatista. Brotará en
nuestra vida y trabajo eclesial una alegría que, sin desalojar el sufrimiento, disipará
habitualmente la tristeza que produce amargura.
He aquí el milagro que el Espíritu quiere realizar en la tierra muchas veces reseca
de nuestro espíritu: despertar, en vez de la nostalgia, la esperanza.
100
muerta. El mismo amor desfallece si no se nutre del deseo de Dios y de la confianza
irrevocable en él.
Ch. Péguy ofrecía una imagen muy certera de las tres virtudes teologales cuando las
describía como tres hermanas cogidas de la mano.
Aprendemos, pues, a esperar en cristiano cuando aprendemos a pasar del «yo
espero» al «nosotros esperamos». Ensanchamos y enriquecemos nuestra esperanza
cuando comprendemos la circularidad existente entre las tres virtudes teologales.
El deseo que anida en el fondo del corazón humano es tan profundo y su perpetua
insatisfacción es tan intolerable que los hombres y mujeres de este mundo no han cesado
de alumbrar salidas para esta situación incómoda. Las grandes utopías humanas en
búsqueda de una humanidad feliz y solidaria son un intento noble, aunque
insuficientemente fundado, de encontrar una salida a la desproporción entre lo que el
hombre desea y lo que puede.
Otros intentos no son tan nobles, aunque sí explicables. Hoy es llamativo el recurso
a todo tipo de terapias que intentan compensar el desajuste entre la realidad de una
persona y su nivel de aspiración. Es también alarmante la praxis de la automedicación
que alcanza en nuestra cultura graves proporciones y corre el riesgo de convertirse en
una verdadera calamidad social. El fármaco, el somnífero, el tranquilizante se han
convertido en grandes fetiches de nuestro tiempo. El uso exagerado del alcohol y las
demás drogas es otra falsa escotilla de salida. La necesidad imperiosa de satisfacer
inmediatamente el deseo y la incapacidad de tolerar las frustraciones de la vida inducen a
muchos a caer en una dependencia que arruina su salud y su libertad, su autoestima y su
respeto a los demás.
Otra manera de derivar por caminos tortuosos es el culto al cuerpo que, en hombres
y mujeres, llega con frecuencia a erigirse en un verdadero ídolo de bienestar y de placer.
La confusión de la nobleza del gozo con la banalidad de la satisfacción es muy frecuente.
Dicha y bienestar son, en demasiadas ocasiones, tenidos como sinónimos.
Todos conocemos, asimismo, derivas preocupantes de carácter «religioso». No me
refiero a nobles inquietudes que buscan también en otras religiones lo que no han
acabado de encontrar en la suya. Tal vez debe hacernos pensar la frase provocativa de
Harvey Cox: «La Iglesia ha optado por los pobres (?), y los pobres han optado por las
sectas». Me refiero más bien a fenómenos «religiosos» como la New Age, en los que ser
religioso parece identificarse sustancialmente con sentirse bien consigo mismo, sin
ninguna auténtica trascendencia ni hacia Dios ni hacia los demás.
101
Ante todas estas salidas, la Iglesia no tiene otro mensaje ni otro testimonio que el de
una esperanza sobria, realista, no evasiva que, de entrada, «lleva las de perder» frente a
propuestas más inmediatas. Habrá quien encuentre en nuestro mensaje un aroma de
autenticidad. Muchos, no. Tendremos que ofrecerles nuestra compañía para analizar los
efectos del viaje que realizan. Nos tocará, probablemente, acoger a algunos de ellos
cuando, heridos o maltrechos, estén de vuelta de ese viaje.
Nosotros mismos somos, con frecuencia, parcialmente protagonistas de estas
«escapadas» del camino de la esperanza. No somos inmunes a los ídolos ni a los
fetiches. Sentimos cómo la atmósfera cultural del nihilismo («Nada vale; nada merece la
pena») nos penetra e induce en nosotros la tentación de compensarnos con sucedáneos
de la esperanza. La amistad, la familia, las inquietudes culturales o estéticas, las
aficiones deportivas, los compromisos de servicio gratuito, el ejercicio gratificador de la
profesión, son factores equilibradores. Pero, a fin de cuentas, esperar en cristiano es
jugar a una sola carta: la carta de Dios. Es preciso que asumamos, confirmemos y
pidamos la gracia de esta opción.
«Tenemos también la palabra de los profetas, que es firmísima. Hacéis bien en dejaros
iluminar por ella, pues es como una lámpara que alumbra en la oscuridad, hasta que
despunte el día y el lucero de la mañana se alce en vuestros corazones» (2 Pe 1,19).
Los fieles de la modesta comunidad de Filadelfia escuchan del Señor estas palabras
confortadoras: «Ya sé que tu poder es pequeño, pero has guardado mi palabra y no has
renegado de mí» (Ap 3,8). «Tú has sido fiel a mi palabra que hablaba de perseverancia.
Yo te seré fiel en esta hora de prueba» (v. 10).
Los cristianos vivimos en el régimen de la Palabra, no todavía en el régimen de la
visión de Dios. Nuestra esperanza se mueve a media luz, bajo el tenue resplandor de la
Palabra. Ella nos instruye, nos conforta, nos corrige, nos consuela (cf. 2 Tim 3,16). Ella
alimenta nuestra esperanza «para que, por el consuelo de las Escrituras, tengáis
esperanza» (Rom 15,4). Estamos salvados, pero «en esperanza» (Rom 8,24). Por eso los
cristianos vivimos colgados de la Palabra de Dios, esperando el cumplimiento de su
Promesa.
El redescubrimiento de la Palabra de Dios realizado hoy en la Iglesia por una
inmensa muchedumbre de cristianos es uno de los grandes acontecimientos eclesiales de
finales del siglo XX y de comienzos del siglo XXI. El admirable número 21 de la Dei
Verbum, la Constitución dogmática sobre la divina revelación del Vaticano II, venera la
Escritura «como al mismo Cuerpo del Señor»; la presenta como una palabra viva y
102
actual por la que «el Padre sale amorosamente al encuentro de sus hijos». Destaca «la
fuerza de la Palabra de Dios que constituye el sustento y vigor de la Iglesia».
Descubrimiento trascendental, aunque tardío y todavía incompleto. Hace ya
bastantes años J. Daniélou escribió, de manera gráfica y provocativa: «Protestantes:
venerad a la eucaristía como veneráis a la Palabra. Católicos: venerad a la Palabra como
veneráis a la eucaristía. Unos y otros: veneradlas menos y usadlas más». Todavía esta
interpelación conserva parte de su oportunidad.
Si hay un fenómeno que es signo de la acción del Espíritu en nuestras Iglesias
particulares en estos últimos años, no dudo en sostener que tal signo es la multiplicación
de los grupos de lectura creyente y orante de la Biblia. Sus miembros experimentan un
aumento sensible de la esperanza. Habremos de seguir ofreciendo este servicio a
parroquias y centros eclesiales y a personas y grupos de edad y condición diferente.
Cumpliremos con alegría la recomendación del Concilio: «A la lectura de la Sagrada
Escritura debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el
hombre» (Dei Verbum 25). San Ambrosio nos lo dice con escueta sobriedad: «A Dios le
hablamos cuando oramos; a Dios le escuchamos cuando leemos sus palabras».
Unas palabras de la Carta a los Hebreos (6,18-20) me parecen sumamente aptas
para cerrar el último capítulo de esta tercera parte: «Dos garantías irrevocables [su amor
y su fidelidad], en las cuales es imposible que Dios nos engañe, nos dan brío y ánimo a
nosotros para asirnos a la esperanza que tenemos delante. Ella es para nosotros como un
ancla sólida y firme para nuestra vida, que penetra hasta el interior del santuario [la vida
eterna en Dios] a donde Jesús entró por nosotros como precursor». Que, anclados
sólidamente en aquella, «estemos siempre dispuestos a dar razón de nuestra esperanza»
(1 Pe 3,15).
103
Conclusión
La Iglesia ha recibido del Señor la misión de ser, en el corazón de nuestros pueblos, «un
motivo para seguir esperando» (Plegaria eucarística V/b). Pero esperar en el Dios
cristiano lleva consigo operar en la historia. Reavivar su propia esperanza y confortar la
esperanza de la sociedad constituyen para ella una doble y única misión.
104
ellas, en la Iglesia y para el mundo, signo privilegiado de la esperanza definitiva de la
vida eterna junto a Dios.
Cada uno de los creyentes, individuales o asociados, está convocado a ser, en su
contexto familiar, profesional, cultural y social, un «ambientador» que procure recoger y
fagocitar los malos olores de la amargura y el escepticismo, y emitir el aroma de una
esperanza alimentada en la escucha de la Palabra, en la celebración de la eucaristía, en la
formación cristiana y en la oración perseverante.
Somos conscientes del alcance reducido de nuestra audiencia social. Sabemos bien que
somos en Europa una Iglesia debilitada en una sociedad poderosa. Pero no nos
engañamos al afirmar que nuestras Iglesias mantienen todavía un crédito moral nada
desdeñable incluso más allá de los confines de las explícitas comunidades diocesanas.
No podemos renunciar a este crédito moral, porque estamos convencidos de que, a través
de él, la Iglesia enriquece a la sociedad con el humanismo del Evangelio. No queremos
imaginarnos una sociedad en la que la adoración de la técnica, la obsesión del bienestar,
la idolatría del dinero, la banalización de la sexualidad, la exaltación de la fuerza bruta y
violenta, la desintegración de los vínculos comunitarios, le privaran del oxígeno que
puede insuflarle una Iglesia que se lo ofrece con humildad, desinterés y convicción.
Son aún numerosos los cristianos implicados en responsabilidades políticas de
gobierno o de partidos. Su condición de personas públicas les convierte en símbolo de la
sociedad civil y espejo en el que se miran los ciudadanos. Sus palabras, gestos y
acciones son un testimonio que puede suscitar esperanza o desaliento. Reconocemos de
buen grado sus realizaciones y dificultades. Les pedimos que, en virtud de su fe, sean
generadores de esperanza. Lo son cuando saben anteponer el bien común a los intereses
de partido; practican la autocrítica y huyen de la descalificación sistemática de sus
adversarios políticos; realizan el máximo servicio con la mínima voluntad de
protagonismo.
Los medios de comunicación social tienen, en nuestro mundo, un enorme potencial
configurador de la mentalidad, de la sensibilidad y de la conducta de los ciudadanos. La
realidad engendra noticias alentadoras y preocupantes, incluso terribles. Es normal que
la prensa refleje también estas últimas. No puede escamotear su servicio a la verdad.
Pero la moral de un pueblo es un gran tesoro que es preciso preservar. Si por motivos
comerciales o servidumbres ideológicas se describen y comentan de manera reiterada y
duramente sesgada los aspectos sombríos de la realidad, el ánimo de los ciudadanos se
encoge y, lejos de sentirse estimulado, puede ir hundiéndose en un derrotismo pasivo. El
105
género literario preferente para generar esperanza no es el lamento ni el insulto, sino la
propuesta constructiva.
Entre los hombres y mujeres profesionales de los medios de comunicación se
encuentra un número apreciable de cristianos sinceros y convencidos. El sedimento
activo de esperanza que anida en su alma creyente les ayudará a sostener y transmitir que
las situaciones en las que vivimos, lejos de ser un callejón ciego, tienen una salida que
hemos de buscar, labrar y pedir.
Los medios de comunicación de la Iglesia tienen el deber de ser ejemplares también
a la hora de suscitar la esperanza. Muchos de sus escritos y programas son coherentes
con este deber ineludible. Lamentablemente, no todos. La Iglesia debe procurar que
todos sus profesionales siembren concordia, respeto al diferente, serenidad valorativa.
Estas actitudes nutren la moral de los ciudadanos. Debe asimismo procurar que ninguno
destile animosidad, ironía mordaz, sectarismo. Tales comportamientos desmoralizan,
desaniman y siembran desesperanza.
En este tiempo nuestro, fuertemente tocado en su esperanza colectiva por el
desencuentro político, la corrupción extensamente difundida, las zozobras provocadas
por la crisis económica y el debilitamiento de los valores éticos, todos y cada uno de los
cristianos somos requeridos por el Señor a mantener viva, es decir, expresada en obras y
palabras, la esperanza de una sociedad reconciliada y solidaria.
Es esta una de las grandes esperanzas humanas que son signo, fruto y anticipo de la
Gran Esperanza final.
106
CUARTA PARTE:
Fidelidad de Dios
y fidelidad humana
107
Introducción
La conversión cristiana es una realidad polifacética. Convertirse es, desde luego, pasar
de la frialdad a la misericordia y de la desesperanza a la esperanza. Pero es también pasar
de la infidelidad a la fidelidad. Nuestro propósito en esta última parte quiere
concentrarse en comprender, valorar, practicar, recuperar, intensificar y testificar la
fidelidad. En otras palabras: pretendemos que la fidelidad sea entre nosotros «una opción
cada vez más libre de un amor cada vez más fuerte» (Zundel).
La fidelidad es hoy un valor mal comprendido y poco practicado. Es preciso
conocer las principales dificultades actuales para asimilarla con la mente, el corazón y la
conducta. Estas dificultades no son simplemente exteriores a nosotros; atraviesan nuestro
propio corazón. El capítulo primero está destinado a detectarlas y describirlas.
La fidelidad es una virtud humana, llena de dignidad moral y rica en utilidad social.
La filosofía, la ética, la sociología y la psicología se han ocupado de ella, para
ennoblecerla y para criticarla. Un filósofo ateo, profesor del Colegio de Francia, A.
Comte-Sponville, le dedica un capítulo en su libro Pequeño tratado de las grandes
virtudes. El capítulo segundo intenta esbozar el retrato humano de esta gran virtud.
El mensaje cristiano valora extraordinariamente la fidelidad. Nos ofrece rasgos
característicos, motivos específicos, destinatarios peculiares y exigencias particulares de
la fidelidad cristiana. Nos proponemos recoger en el tercer capítulo esta valiosa
aportación cristiana que enriquece sensiblemente a la fidelidad humana.
Cuanto más noble es la fidelidad cristiana, más lamentable aparece la infidelidad y
más detestables las formas inauténticas o deficientes en las que aquella se plasma con
frecuencia. El cuarto capítulo está dedicado a desvelar esta «patología de la fidelidad»
(Nédoncelle) a la que en lenguaje cristiano llamamos pecado.
Permanecer en la fidelidad es una gracia de Dios, que reclama de nosotros una
colaboración ingeniosa para arbitrar los medios adecuados y generosa para ponerlos en
práctica. El quinto y último capítulo pretende señalar a la comunidad cristiana y a cada
uno de sus miembros las tareas requeridas y los apoyos necesarios.
108
1.
La fidelidad,
un valor en crisis
109
Las relaciones sociales han sido probablemente siempre un punto débil de la fidelidad.
La historia nos dice que los pactos comerciales, laborales o políticos han sido
escasamente respetados. Hoy no parece que las cosas vayan mejor. Es verdad que una
sociedad democrática dispone de controles externos más eficaces para obligar a las
partes a atenerse a sus compromisos (leyes, tribunales, crítica de la prensa, etc.). Pero se
echa de menos el control interior de la conciencia bien formada y exigente. Allí donde el
control exterior no llega, los acuerdos se rompen cuando así lo aconsejan los intereses o
así lo permite la ley del más fuerte.
a) La fidelidad a Dios
La crisis religiosa de nuestro tiempo afecta también a los creyentes. Muchos nos
sentimos hoy débilmente ligados a Dios, a su llamada, a su voluntad sobre nuestra vida,
a su ley. En tiempos pasados el temor a Dios tenía un peso excesivo en nuestra
vinculación a él. Pero el amor de Dios no ha ocupado todo el espacio del temor a medida
que este iba disipándose. Más bien parecería que este hueco ha sido invadido por una
cierta insensibilidad religiosa. La llamada del Dios vivo ha perdido una buena parte de
su vigor interpelador y movilizador en la conciencia de muchos creyentes. No provoca
en ellos la conversión, la ruptura con el pecado, el cambio de proyecto vital, la
disponibilidad total.
b) La fidelidad a la Iglesia
Es preciso confesar que los lazos de muchos bautizados con la Iglesia se han debilitado.
Bastantes han cancelado prácticamente sus vínculos con ella. Unos por inercia, otros por
decepción, han ido desenganchándose de la Iglesia hasta llegar a un desapego casi total.
Otros muchos mantienen una relación todavía estimable, pero poco determinante para las
diversas áreas de su conducta. Han abandonado la práctica dominical de la eucaristía,
verdadero cordón umbilical que nutría su fe y su eclesialidad. Se han construido para sí
mismos una especie de «cristianismo a la carta» que se reduce a un «plato combinado»
cuyos componentes son la oración intermitente, la asistencia al templo en los grandes
acontecimientos y algunas normas seleccionadas de la moral de la Iglesia.
110
c) La fidelidad al ministerio y a la vida consagrada
El número de sacerdotes y religiosos de ambos sexos que han desistido de su vocación
originaria resulta preocupante. Aunque el impacto de las secularizaciones en la
comunidad cristiana es hoy menor, no podemos ocultar que han producido y producen en
ella tristeza, desconcierto y conmoción.
No sería justo considerar todas las secularizaciones como casos de infidelidad. Pero
tampoco sería honesto negar que en muchas de ellas ha habido un problema de fidelidad.
d) La fidelidad de la Iglesia
Inmersa en una sociedad que «no le estimula» a ser fiel, sometida a sus propias
tentaciones de poder, de tener y de instalarse, también la comunidad cristiana
(parroquial, carismática, diocesana, universal) tiene sus problemas en este punto. La
fidelidad le pide ardor por Dios; pero ella tiende a la tibieza y al adormecimiento. La
fidelidad le reclama compromiso con los pobres; pero tal compromiso es todavía
fragmentario e intermitente. La fidelidad postula limpieza y valentía profética ante los
poderes económicos, sociales y políticos; pero la tentación la inclina con alguna
frecuencia a acomodarse pasivamente a ellos. La fidelidad le exige saber situarse ante el
pueblo en una actitud de lealtad misericordiosa; pero la tentación la desvía a menudo
hacia la fidelidad sin misericordia o hacia la misericordia sin fidelidad.
Pero no es solo la Iglesia en su conjunto quien experimenta la tentación y la
debilidad. Cada uno de sus miembros tenemos también nuestras propias cuentas
pendientes con la fidelidad. Las adhesiones mediocres, las alternancias entre períodos de
mayor fidelidad y de más impenitente infidelidad, las zonas de nuestra vida en las que
reina la infidelidad o la «fidelidad calculada» nos desautorizan a la hora de ser simples
espectadores de la infidelidad de los demás.
3. La fidelidad devaluada
No podemos atribuir todas las infidelidades de nuestro tiempo a una simple carencia de
generosidad. Cuando las convicciones se oscurecen, las conductas se resquebrajan. Este
es el caso de la fidelidad. Esta virtud se ha vuelto sospechosa en nuestros días. Muchos
estiman que los motivos por los que permanecemos fieles no son «trigo limpio».
Podemos agrupar las objeciones de la mentalidad contemporánea a la fidelidad en
torno a cuatro ejes.
111
«Estamos pasando de una sociedad marcada por el recuerdo a otra caracterizada por la
atención unilateral al futuro»40. Para mucha gente, obligarse a ser fieles a decisiones
pasadas equivale a renunciar a la libertad. Tal obligación nos encadenaría a repetir
automáticamente el pasado y nos privaría de la capacidad de crear un futuro nuevo y
diferente. «La vida es demasiado rica para acomodarse a los límites que le impone la
fidelidad»41.
Debajo de esta mentalidad existe un legítimo empeño por subrayar que vivir
humanamente no consiste en repetir mecánicamente el pasado, sino en promover un
futuro mejor. El reto de todo compromiso fiel consiste en renovarse continuamente. El
amor conyugal, el compromiso con los pobres, la consagración religiosa deben ser
creativos. Pero promover el futuro no significa arrumbar nuestro pasado. Ya san Agustín
nos recordaba que el ser humano es a la vez memoria del pasado y esperanza de futuro.
Si no espera y prepara el futuro, se anquilosa; si no se arraiga en el pasado, se vuelve
incoherente. Por eso «la infidelidad es más que un defecto de carácter; es perder la
consistencia humana»42. Ser humano consiste a la vez en ser libre y estar vinculado.
112
Algunos estiman que la fidelidad es demasiado bella para ser humana. Es algo
inalcanzable e imposible para el hombre. Somos por naturaleza demasiado frágiles y
variables para ser fieles. Nuestras opciones son siempre ambiguas y tornadizas. La
fidelidad es una virtud divina. Pretender ser fieles es intentar ser dioses, no hombres. Es,
en el fondo, un acto de orgullo, que se paga muy caro. El sentimiento de culpabilidad y
el desprecio de sí mismo serían el precio de una fidelidad imposible.
No debemos subestimar el lado aceptable de esta posición. Ella nos ayuda a
reconocer más claramente que todas nuestras opciones son frágiles. Nos hace
comprender que la fidelidad humana está siempre mezclada de infidelidad. Nos induce a
examinar y purificar continuamente los motivos sobre los que se sustenta nuestra
fidelidad. Nos invita a ser humildes, realistas y comprensivos con las debilidades ajenas
y propias. Pero no nos conduce hasta el extremo de declarar imposible la fidelidad
humana. La experiencia nos dice que hay muchas personas que, en medio de sus
debilidades, permanecen básicamente fieles a sus opciones durante toda su vida. La
revelación nos enseña asimismo que la gracia de Dios suscita en el corazón del hombre
el deseo y la capacidad de mantener sus fidelidades.
d) La fidelidad es inmoral
El ser humano –sostienen algunos– tiene que ser, ante todo, fiel a sí mismo. Esta
fidelidad ha de conducirle a elegir en cada momento aquello que más le realiza como
persona. Si un nuevo amor o un nuevo proyecto de vida ha nacido en mí y me ofrece
nuevas posibilidades de enriquecimiento personal y de dicha, ¿por qué renunciar a ellos?
Al contrario, debo romper con mis viejas fidelidades en la medida en que estas se
opongan a mi realización personal. Tal ruptura es para mí una exigencia ética.
Esta posición nos predispone justamente contra una concepción «victimista» de la
fidelidad. Ser fieles no significa inmolar y sacrificar nuestros deseos más auténticos a ese
«dios terrible» de la fidelidad. No significa renunciar definitivamente a la felicidad
personal. No entraña una negativa a la realización del individuo humano.
Pero la «fidelidad a sí mismo» olvida que básicamente la fidelidad nos liga no a
nosotros mismos sino a otras personas. No podemos hablar de fidelidad a nosotros
mismos sin un claro abuso de lenguaje. Es más propio hablar de coherencia consigo
mismo que de fidelidad a sí mismo. Ser fiel a otros es la única manera humana de ser
«fieles a nosotros mismos», es decir, coherentes con nosotros mismos. Debajo de la
teoría de la fidelidad a sí mismo existe mucho narcisismo camuflado44. El respeto a la
individualidad se convierte en individualismo. La vida propia se erige en valor supremo.
Las personas y la comunidad con las que me he comprometido ocupan un lugar
subordinado. La pretendida libertad se reduce a una incapacidad de comprometerse. El
sujeto humano se proclama incluso como un absoluto frente a Dios. Llega a olvidar que
113
«una persona alcanza su madurez cuando se compromete definitivamente por algo que
tiene un valor superior a su vida»45.
Una sacudida como la que estamos describiendo tiene que producir efectos muy
notables. No todos ellos son negativos. La crisis nos está enseñando a distinguir más
netamente la auténtica fidelidad de sus deformaciones y falsificaciones. Nos está
ayudando asimismo a enriquecer el concepto que habíamos heredado de la fidelidad.
Hoy comprendemos mejor tres rasgos importantes de la fidelidad: ha de ser creativa, ha
de gratificar a la persona fiel, ha de ser progresiva. Por otro lado, la intemperie social en
la que hemos de vivir nuestra fidelidad con escasos apoyos ambientales nos conduce a
cultivar con más empeño nuestra decisión personal de ser fieles.
No podemos negar, al mismo tiempo, que los efectos negativos de la crisis son muy
graves. Por algo es la fidelidad uno de los cimientos que dan consistencia a la vida
personal, social y religiosa. «La fidelidad es, junto con la justicia y el amor, uno de los
fundamentos de la sociedad»46. La verdadera fidelidad está al servicio de valores
importantes. Cuando la fidelidad desfallece, estos valores se cuartean. Cuando la
fidelidad «estornuda», estos valores «se constipan».
La fidelidad salvaguarda la familia. Si la fidelidad conyugal naufraga, los hijos
padecen en su carne las consecuencias de este naufragio. La estabilidad de su carácter, el
amor a la vida, la confianza en sí mismos quedan sensiblemente alterados. Reconocemos
que ciertas situaciones son un infierno para los esposos. No queremos ser duros al
juzgarlos. Pero muchas parejas preocupadas por «el derecho a rehacer su vida» deberían
preguntarse tal vez con mayor insistencia si sus decisiones pueden deshacer la vida de
sus hijos.
La fidelidad salvaguarda además otro valor social fundamental: la confianza entre
personas y entre grupos. Una sociedad sin fidelidad es una aglomeración humana en la
que «nadie se fía de nadie». Necesita poner toda su seguridad en manos de la policía, de
los tribunales, de las leyes, del gobierno. Probablemente nunca la fidelidad será tan firme
y completa que permita eliminar la necesidad de instrumentos legales o coactivos. Pero
una sociedad que se apoye exclusiva o preferentemente en ellos está muy lejos de ser
humana.
La fidelidad confiere estabilidad a muchos proyectos necesarios para el bienestar y
el progreso de la comunidad humana. Cuando las personas o instituciones encargadas de
tales programas (gobernantes, sanitarios, educadores) claudican en su fidelidad
comprometen peligrosamente y deterioran sensiblemente el funcionamiento real de estos
114
servicios. El malestar social se intensifica. Las capas más débiles quedan más
desprotegidas.
También la fidelidad de la Iglesia a sus grandes opciones es un valor social
importante. En unos tiempos poco propicios a la fidelidad, corresponde a la Iglesia
mostrar, sobre todo con su testimonio, que aquella es una virtud no solo necesaria, sino
también practicable. Este testimonio debe desvelar que la fe en Dios y en Jesucristo es
un sedimento inagotable de fidelidad. Siempre que, lejos de ofrecer dicho testimonio, la
Iglesia, en cualquiera de sus niveles, se acomoda a la infidelidad prevalente invierte y
pervierte su misión ante el mundo.
Dentro del cuerpo eclesial la fidelidad exterior e interior de los sacerdotes a nuestro
ministerio asegura a la comunidad cristiana los servicios básicos y vitales (Palabra,
eucaristía, atención pastoral) que necesita para cumplir su misión en el mundo. La
fidelidad de los religiosos contribuye asimismo a la pervivencia de los consejos
evangélicos en la Iglesia y muestra que «el mundo no puede ser transformado ni ofrecido
a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas»47. Estos valores no son en absoluto
desdeñables. Para promoverlos nos entregamos a Dios y a la Iglesia de manera
irrevocable. Nuestro compromiso no es un simple contrato de trabajo que se asume y se
puede rescindir alegremente.
Una sociedad sin fidelidad sería profundamente inhumana. Una Iglesia sin fidelidad
sería desoladoramente vacía.
Una crisis puede oscurecer y debilitar un valor tan vital como la fidelidad. Pero no puede
aniquilarlo. El ser humano y la sociedad tienen resortes internos para evitar el naufragio
completo. Basta mirar alrededor para comprobar que la fidelidad está viva. La
encontramos en todas partes. Conocemos una muchedumbre de matrimonios que viven
noblemente su fidelidad en medio de las diarias dificultades. Sabemos que, en el mundo
de la economía, hay personas que prefieren ser fieles a su propia conciencia antes de
traicionarla con ingresos inmorales. Una multitud de profesionales de todos los rangos
sociales ofrecen a la sociedad, por dignidad personal y por responsabilidad, el duro
tributo de su trabajo bien hecho. A pesar de relevantes testimonios en contra, son
numerosos los políticos fieles a su pueblo en el ejercicio honesto, constante y difícil de
su misión.
Los testimonios de fidelidad son patentes también en la Iglesia. Todos conocemos a
sacerdotes y religiosos que mantienen sus compromisos con fidelidad exterior y alegría
interior. La fidelidad de cientos de miles de misioneros y misioneras que permanecen
junto a los pobres en medio de la miseria, de la guerra, e incluso de la persecución, es un
115
ejemplo confortador. La actitud fiel de muchos cristianos laicos que mantienen no solo
su fe y su práctica dominical, sino incluso su compromiso apostólico cuando muchos de
su generación se han desenganchado, es algo bien notorio. Todas estas fidelidades son
costosas. Algunas incluso son heroicas. Pero la mayoría de ellas nos ofrecen la
impresión de ser auténticas.
Junto a la muchedumbre de personas que guardan la fidelidad tendríamos que
contemplar a quienes, con mayor o menor coherencia en su conducta, la anhelan
sinceramente en sus vidas y en la vida de los demás. Tal anhelo se manifiesta de muchas
maneras. La indignación social provocada por los casos de corrupción pública tan
flagrantes y tan frecuentes en nuestros días es un clamor en pro de la fidelidad. La
admiración que suscita el testimonio público de fidelidad ofrecido por personas e
instituciones dignas de confianza constituye otro indicador elocuente. La satisfacción
que sentimos cuando anteponemos una conducta fiel a una ventaja económica o a la fácil
popularidad revela el aprecio que nos merece aquella virtud. El remordimiento
provocado por nuestros comportamientos infieles denota asimismo un reconocimiento
implícito de la fidelidad. La misma necesidad de legitimar y justificar nuestras
infidelidades es, indirectamente, un tributo a la fidelidad.
Hablemos, pues, menos de la infidelidad y más de la fidelidad.
116
2.
Retrato humano
de la fidelidad
¿Qué es la fidelidad y cuáles son sus principales propiedades? El mensaje cristiano nos
ofrece una excelente doctrina sobre la fidelidad. Pero la sabiduría humana nos presenta
también una reflexión valiosa. El filósofo san Justino decía que puesto que toda verdad
humana era una semilla desprendida del Verbo, los cristianos teníamos que recogerla
respetuosamente e incorporarla cuidadosamente. El presente capítulo intenta recoger
estas semillas de la verdad presentes en la reflexión humana acerca de la fidelidad.
1. Estructura de la fidelidad
a) La fidelidad es confianza
«La fidelidad emana necesariamente de la fe ofrecida a una persona y de la confianza
depositada en ella»48. Somos fieles porque confiamos en aquellos a quienes brindamos
nuestra fidelidad. Sin esta confianza la fidelidad se encuentra desprovista de su suelo
nutricio. En el núcleo de la fidelidad encontramos la confianza. Por algo «fidelidad» y
«confianza» son dos palabras que vienen de la misma raíz lingüística.
¿Qué significa confiar? Significa, en primer lugar, reconocer que la persona a la que
soy fiel cuenta verdaderamente para mí. Tiene tanta importancia en mi vida que merece
la pena ofrecerle mi fidelidad. Nadie ofrece su fidelidad a personas a las que no valora.
Confiar significa además esperar que esa persona seguirá siendo siempre digna de mi
fidelidad. Significa apostar por el valor futuro de esta persona en mi vida. Es firmarle un
cheque; es abrirle un crédito.
Toda verdadera fidelidad (conyugal, amical, social, religiosa) lleva dentro de sí este
núcleo de confianza. Por la fidelidad religiosa depositamos en Dios una confianza total.
En otras palabras: le reconocemos como el Valor Absoluto para nuestra vida y
confesamos que no nos defraudará nunca. El creyente fiel dice como Pablo: «Sé de quién
me he fiado» (2 Tim 1,12).
A menudo nuestra resistencia para ser fieles proviene de nuestra dificultad para
confiar en alguien a fondo perdido. Muchas crisis de fidelidad matrimonial han
117
comenzado por una crisis de confianza. En la sociedad actual la confianza es un valor
escaso. No es extraño que flaquee la fidelidad.
b) La fidelidad es amor
La fidelidad no es solo confianza; es también adhesión. Una persona puede adherirse a
valores, a programas, a instituciones. Estas adhesiones a realidades impersonales no son
propiamente fidelidad. La fidelidad es la adhesión a una persona o a una comunidad.
Pero a una persona podemos adherirnos por admiración, por fanatismo, por interés
o por costumbre. La fidelidad es una adhesión amorosa. La fidelidad es una cualidad del
amor. En esto se distingue la fidelidad de otras «virtudes menores» como son la simple
perseverancia o la mera constancia. Somos perseverantes cuando el paso del tiempo no
desgasta nuestra adhesión. La fidelidad es algo más: es una perseverancia por amor.
Somos constantes cuando las dificultades exteriores no cuartean nuestra adhesión. La
fidelidad es algo más: es una constancia por amor.
Así son todas las fidelidades propiamente dichas. Así es la fidelidad religiosa. Dios
no es para los creyentes simplemente el Valor Absoluto, sino una Persona que no
provoca en nosotros una mera adhesión admirativa, sino una adhesión amorosa.
Debemos purificar cuidadosamente nuestras fidelidades para que sean expresión del
amor.
118
sean enderezadas por un verdadero milagro moral. Para ellas existen salidas de
emergencia autorizadas por la disciplina legal: la separación conyugal, la declaración de
nulidad, la dispensa de los votos, la secularización.
2. Propiedades de la fidelidad
a) La fidelidad es creativa
119
Podría parecer a simple vista que la fidelidad a compromisos anteriores debe inducirnos
necesariamente a repetir mecánica y aburridamente el pasado. Quienes hablan del
matrimonio como tumba del amor vivo, espontáneo y creativo participan de este
prejuicio.
No podemos ignorar que este es un riesgo real en el que incurren muchas
fidelidades concretas. Es una de sus caricaturas posibles. Pero un riesgo no es una
fatalidad. «La fidelidad auténtica es libre, inventiva, creadora... Implica una lucha activa
y continua contra las fuerzas que tienden en nosotros, por un lado, hacia la dispersión
interior y, por otro, hacia la esclerosis del acostumbramiento»50. La experiencia nos dice
que existe la fidelidad creativa. ¿Cómo reconocerla?
La fidelidad es, como hija del amor, ingeniosa. Lejos de repetir monótonamente el
pasado, busca y encuentra maneras nuevas de expresarse. Atenta a las necesidades y
deseos de aquellos a los que está entregada, no se descuida a sí misma: intenta
satisfacerlas por todas las formas a su alcance. Todos conocemos, por ejemplo, el
ingenio que derrocha una madre para responder a las necesidades de sus hijos.
La fidelidad es además activa. Reacciona activamente ante las circunstancias que la
ponen en peligro. Muchas infidelidades llevan dentro de sí una actitud pasiva que se deja
llevar de los estímulos exteriores y de los instintos interiores. Creen que la vida es
«como el río que nos lleva». Piensan, como el viejo cantar, que «el amor viene de golpe
y como viene se va». La persona no toma las riendas y acaba quedando dominada por
unos estados emotivos que modifican la dirección de su fidelidad.
La libertad es otra de las señales diferenciadoras de la fidelidad creativa. No se trata
de la libertad anárquica que consiste en no pertenecer a nada ni a nadie. Detrás de este
concepto de libertad se esconde la alergia a comprometerse. Ser libre es, ante todo, estar
disponible. Las personas más entregadas suelen ser las más disponibles. La fidelidad a su
consagración les libera del egoísmo y de la desesperación51.
La espontaneidad es, en fin, otro de los caracteres de la fidelidad creativa. No se
trata de la espontaneidad primera, en la que se expresa sin previo control una parte de
nuestro ser, sino de una espontaneidad segunda, que se manifiesta en una naturalidad
que no tiene nada de tenso, de artificial, de forzado. Tal naturalidad es una señal: nos
indica que las opciones y los sentimientos están fundamentalmente reconciliados entre
sí.
120
confiere la verdadera fidelidad. ¿Cuál es el secreto de esta fuerza? La persona fiel
condensa sus energías en torno a las personas a las que está entregada.
Esta fuerza interior la hace eficaz en sus tareas y trabajos. A veces personas de
cualidades ordinarias nos asombran por las obras ingentes que realizan. La explicación
es simple: juegan todo su capital a una sola carta. No existe en ellas la dispersión interior
que encontramos tal vez en nosotros mismos. Se realizan en ellas las palabras del gran
filósofo belga Ladrière: «La fidelidad unifica a la persona de una manera total. Apela a
los recursos más profundos que hay en ella y le abre a sus más extremas posibilidades».
En otras palabras: la fidelidad es fuente de fecundidad.
121
Existe otra especie de debilidad a la que podemos llamar simplemente
incoherencia. Las exigencias de la fidelidad completa que hemos prometido necesitan
ser asumidas paso a paso. Somos seres históricos, seres débiles que avanzamos y
volvemos sobre nuestros propios pasos en el camino hacia la meta. Cuando la dirección
de nuestra marcha está clara, los accidentes del camino son simples incoherencias.
Pero la máxima debilidad de la fidelidad nace de la ambigüedad que anida tan
frecuentemente dentro de ella. Ser religioso significa renunciar a formar una familia
propia; servir a los pobres comporta renunciar a acumular; comprometerse con un
cónyuge exige renunciar a otros posibles cónyuges. Con mucha frecuencia el corazón
humano no se resigna del todo a perder aquello a lo que ha renunciado. Quiere y no
quiere ser fiel. No puede decirse sin más que su voluntad lo quiere y que sus pasiones no
acaban de doblegarse. El conflicto está en el propio corazón.
De este corazón partido nacen los comportamientos ambivalentes, en los cuales los
arranques de la fidelidad se combinan con los tirones de la infidelidad. Pero, aunque esta
ambivalencia no se disipe nunca del todo, la fidelidad pide por su propia dinámica un
progreso. Puede y debe ser progresiva. Instalarse en la ambigüedad y, más aún, entrar en
un proceso de regresión contradice la naturaleza íntima de la fidelidad.
a) La fidelidad orgullosa
El orgullo ocupa aquí buena parte del espacio que deben ocupar la confianza y el amor.
Es la fidelidad propia de aquel que es inconsciente de su propia fragilidad. Hay personas
dotadas de un carácter espartano que se exigen a sí mismas un cumplimiento fiel de sus
compromisos. Pero un motivo importante de su conducta fiel es el amor a sí mismas. La
122
imagen que tienen de sí mismas y el sentimiento de su propia dignidad son muy
elevados. No permiten defraudarse a sí mismas con un comportamiento infiel.
No son tan fieles como ellas se creen. Porque a la fidelidad le es propia la modestia.
No sienten necesidad de ser confortadas y ayudadas por los demás. Tampoco son
comprensivas, sino intolerantes con las infidelidades de los demás. Pueden suscitar a
veces admiración, pero lejos de estimular a la fidelidad acomplejan a los que nos
debatimos en la ambigüedad o en la infidelidad. Es noble y legítimo que seamos fieles
también por sentirnos a gusto con nosotros mismos. Pero no es correcto que tal
sentimiento pase de ser componente a ser determinante.
b) La fidelidad medrosa
La pasión dominante que ocupa un lugar desmesurado es aquí el miedo. El componente
más debilitado es la confianza. En algunas ocasiones el miedo puede reforzar la
fidelidad; en otras suele debilitarla.
El temor a disgustar o a ser desaprobado por personas o grupos que tienen excesivo
peso en mi vida puede convertirse en motivo importante de mi conducta fiel. En otros
casos es el miedo a la intemperie de la vida la causa principal que me retiene en una
fidelidad mediocre de la que me desengancharía gustosamente. El temor a sí mismo, es
decir, la inseguridad personal puede estar intensificando mis fidelidades. Encuentro en la
fidelidad un refugio contra la inseguridad. El temor a Dios en forma de temor al pecado
puede convertirse en algunos casos en el principal motor de mi fidelidad religiosa. En
todos estos casos el miedo refuerza una fidelidad exenta de la debida confianza.
Pero existen otras situaciones en las que el miedo debilita la fidelidad. Esta virtud
necesita un arrojo y una decisión que no tienen los pusilánimes. Por esto el miedo
produce, a lo sumo, fidelidades mediocres.
c) La fidelidad perezosa
En esta modalidad la pasión desorbitada es la pereza. Si el miedo cohíbe a la confianza,
la pereza enfría el amor.
La pereza puede conducirnos a mantenernos en un determinado nivel o forma de
fidelidad porque el cambio nos resultaría más incómodo. La misma pereza puede llevar a
la persona a contentarse con brindar los «mínimos esenciales» de la fidelidad sin
emplearse a fondo en esta virtud. La fidelidad perezosa rara vez es detallista. Para ello le
haría falta un espíritu más despierto.
La pereza puede arruinar o, al menos, banalizar la fidelidad. En cualquier caso, la
torna menos creativa.
d) La fidelidad interesada
123
La pasión dominante que se aloja en el seno mismo de la fidelidad es aquí la ambición.
Los beneficios secundarios que se derivan del ejercicio de la fidelidad se convierten en
primarios y principales. El interés desmedido de ser aceptado por un grupo social puede
conducir a extremar la confesión y la práctica de la fidelidad. Conozco, por ejemplo,
«fidelidades patrias» aberrantes que no son sino ansia de ser aceptado plenamente en una
determinada comunidad. La ambición de subirse al carro del poder o de la popularidad
puede conducirnos a mostrar adhesiones encendidas a los valores sociales o políticos
profesados en un determinado ambiente. El ansia de protagonismo puede tener excesivo
peso en la conducta fiel de un ministro del Evangelio. El deseo vivo de guardar un
puesto de trabajo o un cargo de relieve social suele provocar fidelidades y solidaridades
un tanto sospechosas. La fidelidad interesada socava uno de los componentes esenciales
de la fidelidad: la entrega leal y generosa.
e) La fidelidad fanática
Ciertas adhesiones están más cerca del fanatismo que de la auténtica fidelidad. Al
contrario de esta, el fanatismo se entusiasma con las ideologías mucho más que con las
personas. Los fanáticos trabajan más por las «causas» que por verdadero amor a las
personas. Al fanático su «fidelidad» le sorbe el seso hasta el punto de que pierde interés
por otras adhesiones que, sin ser esenciales, son valiosas. Parece que no hay espacio
dentro de su alma para valores como la amistad, el arte, la curiosidad intelectual, las
aficiones deportivas. El fanático no tiene en el límite más que amigos y enemigos. Los
que comulgan con su causa son amigos; los que no sintonizan con ella, o no merecen
consideración o han de ser combatidos. El fanatismo es una verdadera caricatura de la
fidelidad.
124
3.
El mensaje cristiano
de la fidelidad
1. La fidelidad de Dios
125
fuerais más numerosos que los demás pueblos, pues sois el más pequeño de todos, sino
por el amor que os tiene y para cumplir la promesa hecha a vuestros padres... Reconoce,
pues, que el Señor tu Dios es un Dios fiel» (Dt 7,7-9). Precisamente por ello, la imagen
bíblica más adecuada para significar el pacto amoroso y fiel de Yahvé con su pueblo es
la del matrimonio de un hombre de rango superior con una mujer de rango muy inferior.
En este matrimonio hay una parte que es infiel. La infidelidad de Israel, tan
frecuente y tan recalcitrante, constituye un auténtico adulterio. El libro del profeta Oseas
es un documento excepcional de la infidelidad de Israel. Pero Dios no se deja vencer por
esta infidelidad. Ella no modifica la inquebrantable fidelidad de Dios: «Te desposaré
conmigo para siempre, en amor y en ternura. Te desposaré en fidelidad» (Os 2,21-22).
Lejos de doblegarse, Dios irá forjando a alguien que le será enteramente fiel: el Siervo
de Yahvé, que podrá apropiarse de estas palabras: «El Señor me ha dado una lengua de
discípulo... y yo no me he resistido ni me he echado atrás... Por eso endurecí mi rostro
como el pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado» (Is 50,4-7).
Dios nos es siempre fiel, incluso en los momentos en los que más experimentamos
la soledad y la oscuridad. Él no puede abandonarnos. Está junto a nosotros discreta y
silenciosamente. Su fidelidad no nos ahorra los malos tragos y las impotencias. Dios no
nos salva del mundo; nos salva en el mundo.
2. La fidelidad de Jesucristo
126
Precisamente porque Jesús es expresión de la fidelidad de Dios, es fiel a nosotros.
«Si morimos con él, viviremos con él...; si somos infieles, él permanece fiel porque no
puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2,11-13). Él es nuestro «sacerdote fiel y
misericordioso» y «porque fue sometido al sufrimiento y a la prueba, puede socorrer
ahora a los que están bajo la prueba» (Heb 2,17-18). Su fidelidad le conduce a
mantenernos firmes en la nuestra (cf. 1 Cor 1,8).
Pero Jesús es también para nosotros modelo de nuestra fidelidad a Dios. Él aceptó y
cumplió plenamente el proyecto de Dios Padre. En verdad tenemos una nube de testigos
fieles a Dios en medio de la prueba. Todo el capítulo undécimo de la Carta a los Hebreos
está destinado a evocarlos. Pero ninguno como Jesús «jefe de fila y perfeccionador de
nuestra fe, quien, animado por el gozo que le esperaba, soportó la cruz sin acobardarse»
(Heb 12,2). Él es para nosotros no solo reflejo de la fidelidad de Dios sino también
«canon personal de la fidelidad y fuente de la fidelidad»55.
Detengámonos aquí con una fe despierta y conmovida. La fidelidad de Jesús al
Padre, siempre absoluta, se torna más patente a medida que la resistencia de sus
enemigos a su proyecto se va haciendo más espesa. Emerge con toda su fuerza la
convicción de Jesús: el Padre le pide fidelidad, no éxito inmediato. Jesús acepta
generosamente la entrega de su propia vida en manos de sus enemigos como la máxima
expresión de fidelidad a Dios su Padre.
Esta entrega se realiza en una oscuridad misteriosa y afligida. En este punto, el
Evangelio es de una impresionante crudeza (cf. Mc 14,34-35; Lc 22,44). Al tiempo que
se cierran todas las puertas humanas, Dios Padre calla. La experiencia de la proximidad
del Padre se eclipsa en la pasión y en la cruz del Señor (cf. Mt 27,46). Sin ella, Jesús se
siente inmensamente desvalido. En este máximo desvalimiento brota de Jesús el gesto de
suprema confianza (cf. Lc 23,46) y de suprema fidelidad: «No se haga mi voluntad, sino
la tuya» (Lc 22,42).
A los cristianos nos corresponde por vocación ser, como Jesús, a nuestra escala bien
modesta y reducida, señales vivas de la fidelidad con la que Dios ama a la gente y
modelo humilde de la fidelidad con la que los humanos deberíamos amar a Dios en
cualquier condición, por dolorosa y extrema que pueda resultarnos.
La Escritura nos ofrece una descripción atrayente de la fidelidad con la que debemos
responder a la fidelidad de Dios. Tal respuesta no es algo periférico sino central en la
vida cristiana. Para el Nuevo Testamento ser cristiano equivale a ser fiel. Al menos en
doce ocasiones utiliza el apelativo «fieles» como sinónimo de cristianos. La fidelidad a
127
Dios en las pruebas y en la vida cotidiana es la sustancia de la conducta cristiana.
Veamos los rasgos más destacados de esta fidelidad.
128
Para destacar este parentesco entre fidelidad y amor utiliza san Juan dos verbos
sumamente apropiados: guardar y permanecer. Guardar los mandamientos es algo más
que prestarles una obediencia ocasional e intermitente: es cumplirlos constantemente. La
fidelidad es una obediencia sostenida. «El que acepta mis mandamientos y los guarda,
ese me ama de verdad... También yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14,21).
Permanecer en el amor de una persona es algo más que mostrarle eventualmente nuestra
adhesión; es perseverar junto a ella. La fidelidad es una permanencia junto al Señor. «La
fidelidad es el amor que dura en el tiempo»56. «Solo permaneceréis en mi amor si
obedecéis mis mandamientos, como yo he observado los mandamientos de mi Padre y
permanezco en su amor» (Jn 15,10).
129
apremio en el Nuevo Testamento. Constituye un reclamo para todos los creyentes. «El
que no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4,20). Y
es urgida especialmente a los responsables de la comunidad cristiana. Jesús nos
recuerda: «Portaos como el criado fiel y sensato a quien el amo puso al frente de su
servidumbre para que les dé de comer a su debido tiempo» (Mt 24,45). Pablo nos
advierte: «Que se nos considere... como ministros de Cristo y administradores de los
misterios de Dios. Ahora bien: lo que se exige a los administradores es que sean fieles»
(1 Cor 4,1-2).
4. La fidelidad de la Iglesia
La comunidad eclesial (no solo cada uno de los cristianos) está llamada por Dios a ser
fiel. Si el Dios del Antiguo Testamento pedía a su pueblo la fidelidad de una esposa,
Jesucristo reclama de su esposa la Iglesia idéntica fidelidad.
La fidelidad de la Iglesia al Señor no resulta hoy evidente a primera vista. Muchos
encuentran a la Iglesia mediocre y rigorista. Mediocre por su escasa radicalidad
evangélica; rigorista por su poca misericordia. Nosotros sabemos que Jesús mismo
asegura por su Espíritu a la Iglesia su fidelidad fundamental a la fe, al mandato del amor
y al espíritu de las bienaventuranzas. Pero tampoco ignoramos que ha sido, es y seguirá
siendo tentada por la infidelidad.
a) El mensaje de la Escritura
Todos los requerimientos a la fidelidad que acabamos de encontrar en la Palabra de Dios
están dirigidos también a la comunidad cristiana. Pero hay dos capítulos del Apocalipsis
expresamente dirigidos a ella: son las cartas a las Iglesias de Asia58. En cada una de
ellas se suceden el elogio, el reproche, la invitación a la fidelidad y la promesa que Jesús
les dirige. Todas las comunidades cristianas debemos leer frecuentemente estas cartas en
primera persona.
Veamos una muestra del elogio: «Has guardado mi palabra y no has renegado de
mí» (Ap 3,8). Oigamos el reproche: «Conozco tus obras y sé que no eres ni frío ni
caliente. Ojalá fueras frío o caliente, pero eres tibio» (Ap 3,15). Recibamos la invitación:
«Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de la vida» (Ap 2,10). Alegrémonos con la
promesa: «Al vencedor, al que me sea fiel le regalaré... el lucero de la mañana» (Ap
2,26).
130
mundo para ser sacramento de la fidelidad recíproca entre Dios y los hombres. Esta frase
significa, en primer lugar, que la misión de la Iglesia consiste en ser una señal visible y
activa de que Dios no ha abandonado al mundo, sino que sigue acordándose afectiva y
efectivamente de la gente. Significa, además, que su misión consiste en ser ella fiel para
estimular con su testimonio y con su ayuda la fidelidad de la gente para con Dios.
Significa, en fin, que tiene la tarea de «catalizar» entre las personas y grupos humanos la
mutua fidelidad.
En cada uno de los sacramentos que celebra, la Iglesia hace presente todo este
caudal de fidelidad59. Cada eucaristía, renovación de la alianza pascual, por ejemplo,
actualiza la fidelidad de Dios a nosotros y activa nuestra fidelidad a él. En el gesto de la
mutua entrega de los esposos que celebran el sacramento del matrimonio se hace
activamente presente la fidelidad recíproca entre Cristo y la Iglesia. En el sacramento del
orden Cristo Pastor renueva su fidelidad a la comunidad ofreciéndole un nuevo ministro
a su servicio; al mismo tiempo la Iglesia ofrece su propia fidelidad en la promesa del
ministro que se entrega definitivamente a Cristo y a la comunidad. Todos los
sacramentos son signos eficaces de fidelidad. Como tales, dejan en la Iglesia y en cada
uno de los participantes un sedimento activo que es fuente y exigencia de fidelidad.
131
contradicción podrían ser los dos signos mayores de la mediocridad de nuestras
comunidades cristianas.
La fidelidad a Cristo está reclamando a la Iglesia una mayor fidelidad a los pobres.
La fidelidad de Dios en Cristo ha consistido en bajar hasta los sótanos más profundos de
la condición humana para así compartir por amor el abatimiento de los últimos de la
tierra. Este es el lugar privilegiado que el Señor nos ha confiado. Nunca le somos más
fieles que cuando somos auténticamente fieles a los pobres.
«Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve
confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no
desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes, al contrario,
persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de
renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso»61.
5. La fidelidad a la Iglesia
La fidelidad cristiana es eclesial en un doble sentido. Por un lado, la Iglesia entera debe
fidelidad absoluta a Cristo; por otro lado, cada cristiano debe fidelidad a la Iglesia.
Ambas fidelidades se necesitan y se complementan mutuamente. «Fidelidad de la Iglesia
y fidelidad a la Iglesia, sin ser realidades idénticas... no pueden andar separadas»62. La
fidelidad a la Iglesia no es elemento ornamental, sino condición y parte integrante de la
fidelidad cristiana. Esta afirmación puede parecernos excesivamente fuerte. Pero no
olvidemos que es mucho más sorprendente que Dios en persona se nos haga plena y
definitivamente presente en la humanidad, también limitada, de Jesús.
Solo Dios, que se nos ha acercado definitivamente en Jesucristo, merece de los
cristianos una fidelidad absoluta. Nadie que no sea Dios puede ni debe pedirnos
fidelidades absolutas en las que no quepa ni un asomo de crítica, de sensibilidad
diferente, de disentimiento. Tampoco la Iglesia. «No hay fidelidad perfecta si no con
respecto a Dios. Él es el único en quien podemos depositar absoluta confianza, de quien
podemos estar plenamente seguros, el que siempre nos será fiel»63. Pero los cristianos
deben a su comunidad eclesial una fidelidad que, sin ser absoluta, es firme y constante.
a) Fidelidad necesaria
La razón de esta fidelidad definitiva es de orden teológico. Por el sacramento del
bautismo, el Señor nos ha agregado a la Iglesia y nos ha prometido mantenernos en ella.
Por el mismo sacramento nosotros nos hemos comprometido a vivir vinculados a la
comunidad eclesial. A escuchar, a buscar y a responder al Señor no por caminos
solitarios e individuales sino en la Iglesia y a través de la Iglesia. En ella y por ella nos
132
encontramos con la Palabra y la eucaristía del Señor. En ella recibimos la orientación y
la guía de Cristo Pastor. Apartarnos de la Iglesia lleva consigo frecuentemente apartarnos
de Cristo.
Nuestra fe se empobrece y se vuelve en exceso parcial y subjetiva si no se
complementa, se reequilibra y se contrasta con la fe de la Iglesia. Nuestro
comportamiento moral se desvía y se torna fragmentario si no es iluminado y confortado
con la doctrina que la Iglesia propone en nombre de Cristo. Nuestra sensibilidad
religiosa se debilita y se adultera si no se nutre en la sensibilidad religiosa de la Iglesia.
¿Qué sería de nuestra condición cristiana si no fuera por la Iglesia? Ella es el astillero en
el que reparamos nuestra fe maltrecha. Quienes, tal vez por ir más de prisa, se apartan de
la Iglesia acaban muchas veces saliendo del surco cristiano.
Nuestra fidelidad va dirigida propiamente a la comunidad eclesial, compuesta de
pastores y fieles. Solo las personas y la comunidad, no las estructuras eclesiales, pueden
reclamar estrictamente la fidelidad de los cristianos. Pero si una comunidad quiere vivir
en el ancho mundo y perdurar a lo largo de los siglos necesita adquirir los rasgos y el
aspecto de una institución. No tendríamos una visión adecuada de la Iglesia si
concibiéramos la institución como un simple envoltorio de la comunidad. La institución
es Iglesia, al igual que el cuerpo es ser humano y no pura cobertura exterior del espíritu.
Entre los rasgos institucionales de la Iglesia hay algunos que se deben a la voluntad
definitiva del Señor: el bautismo, la eucaristía, el ministerio de los sacerdotes, el primado
del sucesor de Pedro, etc. Ninguna autoridad eclesial podría suprimirlos. Hay otros
elementos que la Iglesia ha ido adquiriendo a lo largo de los siglos para responder mejor
o peor a necesidades y problemas que se le iban presentando. Naturalmente la
comunidad cristiana con sus pastores al frente puede modificar tales elementos. Pero
cada uno de nosotros, cualquiera de nosotros, no podemos prescindir de ellos a nuestro
arbitrio subjetivo.
Esta adhesión eclesial comporta un sentido neto de pertenecer a ella; entraña amor
intenso y preocupación por su situación y trayectoria; reclama una confianza
fundamental de que Dios vela por ella y nunca la abandona a su suerte; se manifiesta en
un compromiso celebrativo, moral y apostólico. Pero no ahoga la libertad de los
creyentes (e incluso, en ocasiones, el deber) de ejercer una crítica que nazca del amor y
sea realista y discreta en sus expresiones64.
b) Fidelidad difícil
Hemos de reconocer que bastantes creyentes sinceros chocan hoy en día con doctrinas,
leyes y procedimientos de la Iglesia y de sus responsables que no les facilitan una
adhesión fiel a la Iglesia. Las razones de esta dificultad son de origen diferente. En
ocasiones estos creyentes comparten con su entorno unas convicciones ambientales poco
coherentes con el espíritu evangélico. Pensemos en los criterios sexuales permisivos que
133
contrastan con los criterios rigurosos de la Iglesia. Otras veces, determinadas actuaciones
de la Iglesia no son las únicas posibles, ni las mejores, ni siquiera buenas o acertadas. La
crítica respetuosa, comedida y cariñosa a la Iglesia tiene un puesto legítimo incluso entre
los creyentes. Pero la ruptura sonada o el éxodo silencioso no son aceptables desde la fe.
No nos permitiremos nunca juzgar las conciencias de los que se apartan de la
Iglesia. Pero sí hemos de decirles que, si continúan siendo creyentes, su conducta no es
objetivamente coherente con su fe. Lejos de preguntarnos sombríamente por qué hemos
de seguir «aguantando» a la Iglesia, deberíamos preguntarnos agradecidamente por qué
Dios nos sigue aguantando en su Iglesia.
Pero la mayoría de los que se alejan actúan movidos por otras razones. Muchos
jóvenes y adultos se van desenganchando, paso a paso, insensiblemente de la Iglesia casi
por inercia social. En su ambiente pertenecer a la Iglesia de manera viva y activa no es
en absoluto relevante y puede resultar incluso impopular. La pretensión de vivir en
sintonía con su entorno va apagando en ellos su fidelidad a la Iglesia. Tal vez siempre
pertenecieron a ella superficialmente. A una pertenencia superficial en el pasado le
sucede ahora un alejamiento también superficial. Este éxodo resulta doloroso y
preocupante. Nos gustaría decir a estos amigos las palabras apasionadas de san Juan
Crisóstomo: «No te separes de la Iglesia. Ningún poder tiene su fuerza. Tu esperanza es
la Iglesia. Tu salud es la Iglesia. Tu refugio es la Iglesia. Ella es más alta que el cielo y
más dilatada que la tierra. Ella nunca envejece; su vigor es eterno».
Mas la fidelidad a la Iglesia no se reduce a mantenerse dentro de ella, sino que
requiere de nosotros participar activamente en su vida. Pasar de espectadores a
destinatarios, de destinatarios a colaboradores y de colaboradores a corresponsables es
un itinerario que debemos recorrer. La Iglesia tiene una misión que cumplir: orar,
anunciar el Evangelio, vivir fraternalmente, servir a la sociedad, desvivirse por los
pobres. Todas estas tareas requieren de nosotros una fidelidad activa, es decir, un
compromiso irrevocable con nuestra comunidad de fe.
134
No todos en la Iglesia admiten la afirmación precedente. Algunos estiman que Dios
nos llama a ser cristianos, pero no a serlo de una manera determinada. Recibimos una
llamada general, común a todos los cristianos; pero no recibimos una llamada de Dios
para el matrimonio, la vida religiosa, el servicio a los pobres del Tercer Mundo, el
ministerio sacerdotal. Tales formas de vida no son sino medios para realizar nuestra
vocación. Las elegimos nosotros mismos. Dios es demasiado trascendente para
mezclarse en dicha elección. Él elige solo el fin. Él nos ha hecho libres: nos ha dado la
capacidad de elegir los medios. Él se remite a ratificar nuestra opción.
Esta convicción encierra consecuencias importantes. Si Dios no alberga una
voluntad concreta sobre mi vida concreta, si no es él quien me llama a responderle de
una manera determinada, yo no estoy comprometido con él ni a la hora de elegir una
vocación determinada ni a la hora de perdurar en ella. Lo único que debe importarme es
mi vocación cristiana. Realizarla en una forma de vida u otra resulta para mí no solo
menos importante, sino rigurosamente secundario. Cambiar de estado de vida no
comporta un drama existencial ni una infidelidad a Dios.
Es preciso reconocer que esta mentalidad y, sobre todo, esta manera vital de
situarse ante la vocación tiene muchos adeptos. No nos satisface esta apreciación. A mi
entender, cada uno de nosotros recibe, con la existencia misma, una vocación cristiana
no solo genérica, sino particular y determinada. Esta llamada es una «huella de Dios». Es
tan profunda que confiere un sentido concreto a mi vida y determina mi propia identidad.
Yo puedo descubrirla a través de signos inscritos en mi personalidad, en mis
inclinaciones interiores, en las necesidades de las personas. Es verdad que nosotros
elegimos la vocación, pero estimo que Dios la elige en nosotros y con nosotros67. Si esto
es así, el hombre estaría necesitado y obligado a hacer opciones y a prometer fidelidades
incondicionales allí donde percibe la presencia y la urgencia de ese Valor Absoluto y
Personal al que llamamos Dios. Y estaría obligado a mantenerlas. No se trataría de una
mera opción personal. Ni siquiera de un simple compromiso con la comunidad. El
hombre se habría comprometido, ante todo, con Dios. Cuando uno lee con detenimiento
los relatos de vocación bíblicos, le resulta difícil sustraerse a esta manera de concebir y
vivir la llamada del Señor.
Hay dos estados de la vida en los que este compromiso especial con Dios, con otras
personas y con la comunidad adquiere intensidad y profundidad máxima, puesto que es
sellado en un sacramento: el matrimonio y el ministerio sacerdotal. Un sacramento
requiere un inmenso respeto: si hemos acertado en la opción, un compromiso
sacramental es un compromiso definitivo. Un sacramento como el presbiterado o el
135
matrimonio despierta en nosotros una dinámica permanente de gracia que imprime a
nuestra vida una orientación existencial concreta. Si más tarde optamos por una
dirección diferente, bloquearíamos aquella dinámica sacramental. Naturalmente esta
nueva opción no hace desistir a Dios de su proyecto salvador para con nosotros. Él sigue
llamándonos y ofreciéndonos su gracia también en la nueva situación. Hay muchas vidas
cristianamente fecundas, aunque hayan rescindido su primer compromiso sacramental.
El Señor nos ayuda a reconstruir nuestra vida. Nos brinda nuevas oportunidades de
seguir colaborando con él. Pero a pesar de esta inquebrantable y conmovedora tenacidad
salvadora de Dios, siempre será verdad que, si al comprometernos originariamente
interpretamos bien la voluntad del Señor sobre nuestra vida, el cambio de dirección fue
una incoherencia que comprometió nuestra fidelidad.
La doctrina católica sobre el matrimonio sostiene que la alianza entre los esposos es
señal privilegiada de la alianza de amor y fidelidad que Cristo guarda a su Iglesia (cf. Ef
5,21-33) y entraña por ello especial exigencia de fidelidad. «El Salvador de los hombres
y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del matrimonio sale al encuentro de los
esposos cristianos. Permanece además con ellos para que, como él mismo amó a la
Iglesia y se entregó por ella, así también los cónyuges, con su mutua entrega, se amen
con perpetua fidelidad»68.
Análogamente, el mensaje católico sobre el sacerdocio ministerial afirma que el
sacramento del orden convierte al ordenado en un sacramento vivo de la fidelidad
irrevocable de Dios a su comunidad. Un sacramento está llamado a expresar de manera
inequívoca aquello que representa69. Un viejo texto litúrgico de la Iglesia Reformada
contiene unas palabras que la comunidad católica suscribe sílaba por sílaba: «El servicio
de Dios al cual os comprometéis no es como el servicio de los señores de este mundo
que puede asumirse o declinarse a voluntad, según intereses, comodidades o caprichos.
Los que son elegidos para el ministerio deben entender que lo asumen para toda su
vida».
El compromiso definitivo del religioso no está refrendado por un sacramento sino
por los votos perpetuos que aquel emite. Tales votos son un compromiso, es decir, una
promesa mutua. Dios promete su fidelidad. Movido por el Espíritu Santo, el religioso
promete la suya a Dios, a la Iglesia y a su congregación. Da cuerpo a su promesa
escogiendo para toda la vida una forma de existencia evangélica aprobada por la Iglesia
como vía adecuada para seguir a Jesús. Tal promesa requiere una fidelidad hasta el fin.
Solo circunstancias extremas como la pérdida de la fe, la certeza de haber elegido mal o
situaciones graves ya irreversibles hacen posible una extinción del compromiso. Y
precisamente porque esta es una promesa compartida, no es suficiente en tales casos la
propia decisión del sujeto sino que resulta necesaria la autorización de la Iglesia.
136
Muchos estiman que la doctrina eclesial en torno a estas fidelidades irrevocables es
rígida e inflexible. Reconozco que en bastantes ocasiones requiere actitudes y
comportamientos incluso heroicos. Me ha tocado muchas veces acompañar a creyentes
en tales situaciones. He sufrido con ellos. Pero la Iglesia tiene que ser fiel a aquella
doctrina que no es suya, sino recibida del Señor y de su Espíritu. Ser a la vez Esposa fiel
y Madre misericordiosa resulta para ella una misión difícil y dolorosa, un aparente
dilema, una continua tensión. Pero ha de mantenerla y sufrir con ella. El Espíritu Santo
le concederá la sabiduría para no renunciar a ninguno de los dos valores evangélicos que
son normativos para su comportamiento. Tal vez en los últimos siglos la afirmación
doctrinal ha prevalecido sobre la actitud misericordiosa. El mismo Espíritu nos dará a los
creyentes la «gracia victoriosa» para mostrar con nuestra fidelidad sostenida que Dios es
siempre mayor que todos nuestros deseos.
Pero no se trata solo de mantenerse. Es preciso añadir que el tiempo es solo un
elemento de la fidelidad completa. Ser fiel es algo más que perdurar. Es cumplir (con las
debilidades y vacilaciones propias de los seres humanos, pero con el deseo vivo de
responder mejor cada día) con todos los compromisos contraídos. Es, sobre todo,
entregar toda nuestra persona y toda nuestra vida. La perduración del compromiso en el
tiempo expresa y hace posible esta entrega total que es el alma de la auténtica fidelidad.
137
4.
Entre la infidelidad
y la fidelidad
Solo Dios es plenamente fiel. Los creyentes somos perpetuos aprendices de la fidelidad
de Dios. Nuestra respuesta fiel a él se mueve en el espacio intermedio entre el polo de la
infidelidad y el polo de la fidelidad. Algunas situaciones están mucho más próximas al
polo de la infidelidad. Otras se acercan en mayor o menor medida a nuestra vocación de
fidelidad. Nos proponemos ahora describir tales situaciones. Comenzamos por las más
crudas; ellas constituyen verdaderas situaciones objetivas de pecado. Proseguiremos por
otras intermedias en las que la sombra de la infidelidad aún presente se va iluminando
progresivamente. Llegaremos, al fin del recorrido, a la fidelidad evangélica.
a) La doble vida
Es real en bastantes cristianos el fenómeno de la doble vida. Se sienten atrapados y
escindidos entre una vida oficial y aparente que simula fidelidad y una vida real y
escondida, gravemente infiel en aspectos morales importantes. Media un abismo entre
«el personaje» que guarda celosamente una apariencia de honorabilidad y «la persona»
que vive un naufragio espiritual.
En un principio la «doble vida» provoca un malestar saludable: el remordimiento.
Es el timbre de alarma de una conciencia moral que no se resigna a ser acallada. A través
de este sentimiento se desliza la llamada persistente de la gracia del Señor. Pero pasado
un tiempo, el malestar crudo se transforma en acostumbramiento. La persona legitima su
situación. En algunos casos exhibe para ello unos nuevos «criterios morales» que
sustituyen a los anteriores «ya trasnochados». En otros casos explica su conducta porque
«la vida ha sido muy dura con él» y no tiene más remedio que «vivirla como puede».
Con todo, un sordo malestar persiste todavía.
En una vida así se ha introducido un factor insano para la vida humana y para la
vida cristiana: la duplicidad. Esta «doble contabilidad» atenta en primer lugar contra una
de las necesidades más profundas del ser humano: la unidad y coherencia interior. Acaba
138
rompiendo por dentro a la persona o instalándola en una «impostura crónica».
Contradice asimismo al ideal cristiano de verdad, de autenticidad, de sinceridad, de
fidelidad. Merece el reproche del Señor: «Tienes apariencia de vivo, pero estás muerto»
(Ap 3,1).
Situación verdaderamente lamentable. La infidelidad se ha erigido en una fortaleza
custodiada por poderosos mecanismos defensivos. Con todo, la gracia y la fidelidad de
Dios no dan por perdidos a quienes se encuentran en esta situación. Ordinariamente
subsisten en su vida «momentos» de sensibilidad (por ejemplo, acontecimientos
familiares) y «puntos débiles» (por ejemplo, la devoción a una advocación mariana). Un
abnegado y paciente tacto pastoral habrá de estar atento a estos flancos. A ello nos invita
la exhortación del Apocalipsis: «Recuerda cómo escuchaste y recibiste la Palabra,
consérvala y cambia de conducta» (Ap 3,3).
b) El mecanicismo
He aquí una situación menos preocupante que la anterior, pero más frecuente. La
fidelidad no ha caído en la impostura pero ha perdido «el alma», el espíritu. Hay
fidelidad exterior; no hay fidelidad interior. No existen infidelidades frontalmente
opuestas a los compromisos contraídos; pero no hay verdadera fidelidad.
El comportamiento humano auténtico tiene dos dimensiones. Una es interna: la
vivencia. Otra es externa: la conducta. En este caso la vivencia de fidelidad se ha
amortiguado hasta casi apagarse prácticamente.
La costumbre es, en principio, un poderoso aliado de la fidelidad. Facilita
sensiblemente su ejercicio. Pero si no se cultiva la fidelidad, la costumbre tiende, con el
paso del tiempo, a dos deformaciones: la insensibilidad y el automatismo. Por un lado,
no hay vibración interior al cumplir con nuestras fidelidades. Por otro lado, se instala la
rutina. Al igual que en los vuelos aéreos entra en funcionamiento el «piloto automático»,
en las fidelidades de larga duración puede ocurrir algo semejante. El rezo exterior no está
vivificado por la oración interior. Los compromisos profesionales degeneran en
automatismo desganado: el médico «despacha» su clientela, pero no se preocupa de sus
pacientes; el educador «cumple» con sus alumnos, pero no se entrega a ellos. Las
promesas sacerdotales o religiosas se van llevando sin ilusión, como una carga. La vida
conyugal es un espacio de tedio y de rutina. El servicio a los pobres se vuelve maquinal
y laborioso. Todo es costoso cuando falta el fuelle. Todo nos pesa para seguir
marchando.
El mecanicismo desedifica y desmoraliza a los demás. Un sacerdote desganado y
rutinario no es un buen testigo de la alegría y el dinamismo de la fe. Unos esposos que
simplemente se toleran son un reclamo bien pobre de los valores del matrimonio
cristiano. Quienes seamos víctimas de esta enfermedad del espíritu debemos recordar las
139
palabras de Yahvé: «La mirada de Dios no es como la mirada del hombre: el hombre ve
las apariencias, pero el Señor ve el corazón» (1 Sm 16,7).
c) La mediocridad
Esta situación es excelentemente retratada por la Palabra de Dios: «Conozco tus obras y
no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero eres solo tibio; ni caliente ni
frío. Por eso voy a vomitarte de mi boca... Te aconsejo que me compres oro acrisolado
por el fuego, vestidos blancos con que cubrir la vergüenza de tu desnudez y colirio para
que unjas tus ojos y puedas ver... Mira que estoy llamando a la puerta» (Ap 3,15-20).
En los creyentes sumidos en la mediocridad encontramos una mezcla de ilusión
(que espera un futuro personal más fiel) y de escepticismo (que se pregunta si vale la
pena intentarlo). Ambas fuerzas de signo contrario se contrarrestan. En realidad, la
persona está instalada en la ambigüedad. No tiene arrestos interiores para definirse.
Quiere «nadar y guardar la ropa». Desea los bienes de la fidelidad, pero al mismo tiempo
apetece las ventajas o beneficios secundarios de la infidelidad.
Las consecuencias de este bloqueo interior no se hacen esperar. La oración es
escasa y desalentada. El trabajo profesional, social o pastoral se realiza sin «punch» y
con una débil convicción acerca de su fecundidad. Las concesiones en materia sexual
dejan el regusto de la infidelidad y encienden el deseo de nuevas transgresiones. No
tenemos alegría interior. No acabamos de comunicar nuestra situación a alguien que
pueda ayudarnos.
El grupo, la comunidad, los pastores tienen que ayudar a esta persona a definirse.
Necesita un tratamiento alentador, pero enérgico. Es vital que pueda tener la experiencia
de que una vida fiel es generadora de auténtica alegría.
d) La fidelidad intermitente
El problema es aquí la estabilidad. El creyente en esta situación vive con frecuencia la
alternancia entre fases de aceptable fidelidad y de deplorable infidelidad. Sabe lo que es
el gozo de la fidelidad, pero experimenta intensamente el tirón de la infidelidad. En el
fondo hay un corazón sincero ante Dios y sensible a él, pero inconstante en su adhesión.
Sabe «volver a empezar». Pero tiende a «volver a caer».
En el origen de esta situación encontramos con frecuencia una pasión dominante
que compromete globalmente el equilibrio espiritual de las personas. A veces es el
activismo el que les conduce a un descuido de su interioridad. Otras veces son la
sexualidad y la afectividad incontroladas las que producen la crisis. Pero el orgullo, la
pereza, la ambición, si son pasiones arraigadas en nosotros, pueden provocar «averías»
semejantes. Sucede también a menudo que se trata de personas a las que sus estados
emotivos alternantes sacuden y condicionan fuertemente su vida en todos los aspectos.
140
Un éxito les entusiasma; un fracaso les deprime. La fidelidad está demasiado
dependiente de la emotividad.
La fidelidad intermitente interrumpe con excesiva frecuencia el proceso de
maduración espiritual, profesional, social o apostólica de estas «bellas personas». Pero
Dios provoca y acoge su frecuente y humilde retorno a él. Es saludable que, si estamos
en esta situación, escuchemos las palabras de Pablo: «El Hijo de Dios al que os
anunciamos no ha sido un sí y un no. En él todo ha sido un sí» (1 Cor 1,19). La
comunidad debe ser para nosotros un elemento estabilizador. El apoyo especial de algún
creyente que sea a la vez experto, cercano y libre puede sernos de gran utilidad.
3. La fidelidad evangélica
141
Existe la fidelidad evangélica. Son numerosos en la comunidad cristiana los pastores y
fieles, los religiosos y laicos, los hombres y mujeres, los mayores y jóvenes
evangélicamente fieles. El Evangelio es en su vida un sedimento activo del que el
Espíritu Santo extrae continuamente nuevas respuestas de fidelidad. La acción del
Espíritu y la respuesta generosa a él van gestando en estos creyentes un fruto que, a
medida que va madurando, adquiere el sabor de la fidelidad evangélica. Varios
caracteres constituyen el encanto y el aroma propios de la fidelidad.
a) El frescor
La fidelidad evangélica mantiene a lo largo de la vida la ilusión de los comienzos en una
versión más madura, menos sensible, pero más auténtica. Cada día «se estrena» la
fidelidad. Al paso de los años no pierde la capacidad de admirarse y de sorprenderse ante
las riquezas del mensaje cristiano, ante páginas de la Escritura, ante la nobleza de gestos
humanos y cristianos, ante la belleza de su propia vocación, ante la perpetua novedad del
Dios Vivo. Con toda sinceridad y verdad dice: «Tú, Señor, eres mi copa y el lote de mi
heredad; mi destino está en tus manos. Me ha tocado un lote delicioso, qué hermosa es
mi heredad» (Sal 16,5-6).
Encontramos este frescor en muchos matrimonios de larga, probada y gozosa
fidelidad, que saben quererse con sencillez y comunicarse con profundidad. Lo
encontramos en sacerdotes que, entrados en años, viven su ministerio con gran ilusión y
total dedicación. Lo encontramos en denodados servidores sociales que siguen tratando a
los pobres con verdadero respeto y amor. El paso de los años no ha ido deteriorando,
sino aquilatando su frescor inicial. Es una ilusión que no es fruto de su «idealismo
incurable», sino de su juventud espiritual.
b) La aspiración a progresar
Lejos de estancarse en el nivel adquirido, la fidelidad evangélica tiende, por su propio
dinamismo, a ser creciente y progresiva. La oración va siendo con el paso de los años no
solo una necesidad admitida, sino un deseo creciente de Dios y de su reino. El trabajo, en
cualquiera de sus modalidades, es una palestra en la que la fidelidad evangélica se
purifica y enriquece. El Espíritu Santo va despertando progresivamente una sensibilidad
más fina para con los pobres y un interés cada vez menos curioso pero más intenso por la
marcha de la sociedad. El amor a la Iglesia no sucumbe ante la experiencia de sus
debilidades, antes bien se hace quizás más doliente pero, a la vez, más comprensivo.
Muchas aspiraciones y pretensiones personales que no responden al proyecto de Dios
sobre nosotros palidecen progresivamente hasta el punto de que ciertas renuncias acaban
de aceptarse realmente muchos años después de haberlas asumido. Un creyente que
profesa una fidelidad evangélica se siente retratado en estos textos: «Por nuestra parte...
reflejando como en un espejo la gloria del Señor nos vamos transformando en esa
142
imagen cada vez más gloriosa, como corresponde a la acción del Espíritu del Señor» (2
Cor 3,18). «Por eso, no desfallecemos; al contrario, aunque nuestra condición física se
vaya deteriorando, nuestro ser interior se renueva de día en día» (2 Cor 4,16).
c) La modestia
La línea propia de la fidelidad evangélica no es la trayectoria rectilínea y orgullosa del
reactor en el firmamento azul, sino la del ave herida que intenta una y otra vez remontar
su vuelo. Conoce bien la debilidad, la oscuridad, la vacilación, la tentación y la caída.
Pero no se sitúa pasivamente ante ellas. Lo habitual es la fidelidad, lo eventual es la
infidelidad.
Dos componentes interiores hacen a esta fidelidad connaturalmente humilde. Uno
es la experiencia viva de su fragilidad y el sentimiento consiguiente de no haber sido
siempre fiel. El otro es la conciencia de que ella es un regalo del Señor. Por eso su
disposición interior está formulada en esta frase: «Si es preciso presumir, presumiré de
mis flaquezas... Gustosamente seguiré presumiendo de mis debilidades, para que habite
en mí la fuerza de Cristo. Porque cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte»
(2 Cor 11,30 y 12,9-10).
d) El realismo
La fidelidad evangélica es consciente de que se construye en las pequeñas fidelidades de
cada día. Son ellas las que mantienen el corazón fresco y dócil. Ellas componen la
cadena interminable de pequeños «síes» que constituyen la textura de una existencia fiel
al Señor y preparan los cuatro o cinco «síes» que tenemos que pronunciar –a pleno
pulmón y a veces sangrando– en nuestra vida. El Señor nos confía «lo mucho» de la
fidelidad permanente en «lo poco» de nuestra fidelidad cotidiana (cf. Lc 19,17).
Igualmente la fidelidad evangélica es consciente de que las adhesiones estables e
importantes se van minando o banalizando cuando, por falta de lucidez o de coraje, se
van deteriorando las fidelidades de cada día. Antes de una gran ruptura suele haber casi
siempre un rosario de infidelidades cotidianas. Ellas fortalecen la tentación, debilitan la
resistencia y hacen el corazón menos sensible a la llamada del Señor.
e) El detalle
La fidelidad evangélica cuida el detalle. Naturalmente sabe distinguirlo de la minucia.
En esta tropiezan impenitentemente los perfeccionistas. El amor propio obsesivo por el
acabado de sus obras es la fuente de su minuciosidad. En cambio, el amor que quiere
obsequiar a aquel a quien le es fiel es el alma del detalle. No es propio de temperamentos
sensibles o blandengues. Es un amor ingenioso, que sabe hasta qué punto un detalle es
capaz de revelar a quien lo recibe la seguridad de ser amado personalmente.
143
Un regalo, un gesto de afecto en público o en privado, una presencia silenciosa y
prolongada en momentos difíciles, un obsequio traído desde la lejanía, un aniversario
que se recuerda hacen que el amor y la fidelidad sean elegantes. Jesús supo agradecer el
detalle de María de Betania que ungió sus pies con un perfume (cf. Jn 12,1-8).
f) La misericordia
Una fidelidad humilde, impregnada de la conciencia de su propia fragilidad, está
predispuesta a la misericordia. En su debilidad propia intuye la debilidad del ser
humano, de todo ser humano. Por eso, cuando se encuentra con la infidelidad de los
demás, no se sitúa ante ella en actitud intransigente y condenatoria, sino misericordiosa.
La misericordia le inclina a comprender, pero no a justificarlo todo. Sabe distinguir
lo moral de lo inmoral, lo constructivo de lo destructivo, lo verdadero de lo erróneo.
Tiene incluso el valor de manifestar su criterio con delicada libertad. Así se lo pide su
fidelidad. No pertenece al grupo numeroso de personas en exceso complacientes que
dicen justificar lo que no justifican en su corazón. Pero se guarda siempre de condenar a
las personas y de juzgar las conciencias. Lleva muy dentro la sentencia del Señor: «No
juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados» (Mt 7,1). No niega
su cercanía ni su amistad ni su ayuda a los que han claudicado. En él «la misericordia y
la fidelidad se abrazan».
g) La conciencia de don
Estamos ante el rasgo más original y fundamental de la fidelidad evangélica. Responder
al Señor es ya una gracia de Dios. Ser constante en la respuesta es una gracia especial.
La doctrina católica afirma que perseverar en la gracia recibida del Señor es un gran don
que no podemos alcanzar «sin especial auxilio de Dios»70. La doctrina agustiniana de la
gracia, bien presente en el aula conciliar, resuena en este texto. Más dentro todavía
resuena la afirmación de la Escritura: «El Señor es fiel. Él os fortalecerá y os librará del
maligno» (2 Tes 3,3).
El creyente percibe en el nivel de la vivencia lo que la Iglesia formula en el nivel de
la doctrina. Con Bernardo de Claraval puede afirmar: «Mi único mérito es la
misericordia del Señor. No seré pobre en méritos mientras él no lo sea en misericordia.
Y porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos».
Conoce sapiencialmente que nuestra fidelidad está hasta tal punto ungida, impregnada y
traspasada por la gracia misericordiosa de Dios, que es inmensamente más suya que
nuestra. «Un cristiano nunca puede olvidar que su fidelidad está conducida, sostenida y
vivificada por la fidelidad misma de Dios. La fidelidad divina está en el corazón de la
nuestra; ella es su más firme apoyo»71.
144
Esta sabiduría recorre por dentro la fidelidad evangélica y la hace al mismo tiempo
humilde y agradecida.
145
5.
Para perseverar
en fidelidad
El don precioso de la fidelidad nos hace humildes, pero también responsables. Hemos de
colaborar con la gracia de Dios. El capítulo final de este libro está dedicado
principalmente a describir las tareas pendientes y los apoyos necesarios para
mantenernos y crecer en la fidelidad a Dios, a la Iglesia, a la sociedad, a los pobres y a
nuestra vocación particular.
1. Apoyos necesarios
a) Orar
La fidelidad es una gracia que no podemos merecer. Tampoco la oración merece la
fidelidad, pero sí la asegura. No es que al orar «movamos» a Dios a ser fiel; él lo es
siempre. La oración es, más bien, una manera privilegiada de abrirnos a Dios para
«dejarle» ser fiel a nosotros. Orar equivale a reconocer que no somos nosotros el origen
de nuestra fidelidad ni de la de nadie. Al orar confesamos que nuestro natural tornadizo
necesita ser consolidado por Alguien más Fiel que nosotros. Jesús nos invita a este
saludable ejercicio de nuestra fe: «Levantaos y orad para que podáis hacer frente a la
prueba» (Lc 22,16). «No nos dejes caer en la tentación», decimos diariamente en el
Padrenuestro.
La oración asidua y humilde nos ayuda asimismo a que nuestras opciones de
fidelidad no vayan quedando rígidas por fuera y vacías por dentro con el paso del
tiempo. Ella mantiene despierta nuestra conciencia moral para que no se vaya
oscureciendo bajo la presión de la mentalidad ambiental y bajo el impulso de nuestras
propias inclinaciones espontáneas. La experiencia nos dice que muchas infidelidades
tienen su origen en el abandono de la oración.
Si es necesario orar para mantener nuestra fidelidad, es igualmente necesario para
crecer en ella. No hay maduración espiritual que pueda prescindir del riego de una
oración sostenida y prolongada. Cuando esta se convierte en una especie de honda
respiración cotidiana, la fidelidad gana frescor y lozanía.
146
b) Renovar las opciones fundamentales
Nuestras opciones, por firmes que sean, no se sustraen ni al desgaste del tiempo ni a los
embates exteriores ni a los desfallecimientos interiores. Son humanas y, por ello,
variables. Para sobreponerse a estas agresiones necesitan regenerarse frecuentemente, al
igual que una embarcación sometida al salitre, al viento y a la humedad del mar, necesita
ser pintada continuamente si no se quiere que la erosión la vaya carcomiendo.
Podemos y debemos renovar continuamente nuestras opciones en la intimidad de
nuestra conciencia ante Dios. Pero es necesario también expresarlas visiblemente. Al
hacerlo se consolidan. El gesto exterior potencia nuestras opciones. Tenemos con
frecuencia un concepto «griego» de los gestos: los concebimos como pura expresión de
nuestras vivencias. El gesto no se reduce a expresar: fortalece aquel sentimiento que
expresa.
Es sumamente conveniente que de vez en cuando nuestras opciones fundamentales
se expresen no solo de forma visible, sino pública. De este modo, además de manifestar
su vinculación a la comunidad y de recibir el refrendo de esta, quedan robustecidas por
el mismo hecho de formularlas en nuestro contexto social. Es saludable que el pueblo
cristiano renueve firmemente en la Noche de Pascua sus compromisos bautismales. Es
asimismo confortador para un sacerdote renovar públicamente el Jueves Santo con sus
hermanos de presbiterio y ante la comunidad cristiana sus promesas de la ordenación.
Constituye igualmente una sabia costumbre la celebración de las bodas de plata y oro de
muchos matrimonios en nuestros días. En la vida humana celebrar no es un apéndice
accesorio, sino un componente de gran importancia.
147
La misma coherencia nos obliga a evitar comportamientos que, al ser incompatibles
con el marco de vida abrazado, contradicen nuestras opciones. Un esposo no puede
permitirse nunca «aventuras extramatrimoniales». Un sacerdote no debe adoptar
conductas equívocas que desdibujan su opción por el presbiterado. Un trabajador social
no ha de permitirse una vida regalada. Un monje no puede llevar una vida disipada. Las
opciones más «seguras» suelen resquebrajarse por unas actitudes y comportamientos en
los que no se sabe si predomina la ingenuidad o la secreta complicidad. Seamos serios
con nuestras fidelidades. La fidelidad ha de ser confiada; pero no debe dejar de ser
precavida. Pretender ser fieles sin renunciar positiva y constantemente a modos de vivir
contrarios a nuestras opciones es intentar la cuadratura del círculo.
d) El apoyo de la comunidad
Las fidelidades importantes, delicadas y perpetuas necesitan especialmente ser
sostenidas por la comunidad. Esta tiene el deber de prestarles respetuosamente su apoyo.
Son demasiado importantes para que pueda desentenderse de ellas.
Una fidelidad que vive «en solitario», ignorada por la comunidad, puede constituir
un caso extremo, pero en absoluto deseable. Una planta tropical no subsiste ni se
despliega en un paisaje polar. Una cierta plausibilidad social es condición ordinaria para
que nazcan y crezcan las fidelidades. Tal vez la penuria de vocaciones en nuestros días
se explique desde aquí: ciertas formas de vida producen hoy «extrañeza social».
Estas opciones requieren cobertura de la «comunidad grande». El voluntariado
social, un fenómeno tan esperanzador en nuestros días, necesita el respaldo generoso de
la sociedad y el apoyo respetuoso, no intervencionista, de las autoridades. Igualmente, un
cristiano necesita sentirse fundamentalmente contento de pertenecer a su parroquia y a su
diócesis y suficientemente iluminado o respaldado por ella en su vocación particular. Un
presbítero necesita asimismo el estímulo y el afecto de la comunidad parroquial y
diocesana.
Pero la fidelidad personal está postulando casi con el mismo apremio el soporte de
la «pequeña comunidad» constituida por un grupo reducido de personas que comparten
la misma opción. Este apoyo resulta todavía más saludable cuando la vocación a la que
somos llamados es más específica, el respaldo de la comunidad grande es más débil y la
«extrañeza social» que produce es más acusada. Un militante cristiano encuentra un
firme refuerzo de sus opciones en su grupo de referencia; un matrimonio, en su
movimiento familiar cristiano; un cura, en la reunión habitual con los sacerdotes de su
arciprestazgo o de su generación. «Un presbítero necesita de otros presbíteros para ser
presbítero» (Rétif).
Solo quien confunda al hombre con el «superhombre» puede pensar que tales
apoyos son un proteccionismo o un cultivo de fidelidades poco personales y muy
148
sociológicas. No puede negarse que se han producido y siguen produciéndose casos de
esta naturaleza. Pero la fidelidad personal necesita de ordinario un cierto respaldo social.
f) Recuperarse bien
No podemos evitar fases oscuras y difíciles en las que sentimos que nuestra fidelidad
desfallece. Pero de una crisis podemos salir fortalecidos, debilitados o derrotados.
Cuando tenemos voluntad positiva de hacer todo lo posible por nuestra parte para
salvar nuestra fidelidad originaria y recurrimos intensiva e inteligentemente a los medios
adecuados, salimos casi siempre robustecidos. La gracia del Señor se nos comunica
abundantemente para ver, sentir y decidir. Uno de estos medios es la comunicación
sincera y profunda de nuestros problemas a una persona, a un grupo o a una institución
que sean adecuados. La comunicación temprana sosiega y serena nuestro estado anímico
y evita muchas veces complicaciones ulteriores. Si, por el contrario, estamos de partida
inclinados a la infidelidad y no recurrimos a los medios oportunos, seguramente
acabaremos rompiendo nuestros compromisos.
Pero, al igual que de una afección bronquial leve podemos salir debilitados y
predispuestos para una neumonía grave, podemos remontar penosamente una crisis y
quedar «tocados» para crisis ulteriores. En este sentido podemos afirmar que muchas
«neumonías» graves, crónicas y a veces irreversibles son el resultado de gripes
anteriores mal tratadas. Recuperarse bien de una crisis más leve es una excelente manera
de prepararse para afrontar después una crisis más grave.
149
2. Tareas pendientes de la comunidad diocesana
150
Se han dado en los últimos años algunos pasos no insignificantes. Las necesidades de la
sociedad y de los matrimonios cristianos son en este punto tan patentes y tan enormes
que las diócesis están llamadas a invertir en este surco bastantes de sus mejores energías.
Son numerosas las parroquias que aprovechan diligentemente cualquier oportunidad
para convocar a padres de niños y adolescentes. La temática conyugal y la iluminación
cristiana de sus problemas debería ocupar un puesto en tales encuentros. Sería muy
deseable que, a partir de estas reuniones, pudieran generarse grupos de matrimonios con
los cuales se hiciera un recorrido catequético adaptado a sus necesidades y carencias.
Pocas cosas resultarían más confortadoras para la fidelidad matrimonial.
Cabe esperar de los diferentes movimientos cristianos de matrimonios implantados
en nuestra geografía eclesial un intenso trabajo en los años venideros. Así se lo pedimos;
estamos dispuestos a ayudarles. Sería muy provechoso que, con su inestimable
colaboración, se constituyera en todas las diócesis un Centro de Orientación Familiar
dedicado a ayudar, con competencia profesional y abnegación evangélica, a los
matrimonios en dificultad.
151
magníficos testigos de la fidelidad cristiana que nuestras diócesis quieren profesar a
estos pueblos desvalidos.
152
Conclusión
153
Notas
16. J. JEREMIAS, Las parábolas de Jesús, Verbo Divino, Estella 1971, 179.
17. D. P. MCNEIL, D. A. MORRISON y H. J. M. NOUWEN, Compasión. Reflexión sobre la vida cristiana, Sal Terrae,
Santander 1994, 46.
22. B. LAMBERT, Las bienaventuranzas y la cultura de hoy, Sígueme, Salamanca 1987, 147.
154
25. Cf. O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento original, Dinor, San Sebastián 1963, 35-56.
27. Documenti del Vaticano II: Relationes de singulis numeris ad Lumen gentium 8.
33. M. LEGIDO, «Conformar la vida con el misterio de la cruz del Señor», en Espiritualidad del presbítero
diocesano secular, Edice, Madrid 1987, 142.
34. D. BOROBIO, «Perdón», en Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 1027.
39. Cf. PO 8.
40. B. HÄRING, Libertad y fidelidad en Cristo, vol. II, Herder, Barcelona 1985, 80.
41. J. Y. JOLIF, «Fidélité humaine et objectivité du monde», en Lumière et Vie 21 (1972), 30.
43. M. NÉDONCELLE, «Fidelidad y celibato consagrado», en Sacerdocio y Celibato, BAC, Madrid 1972, 565.
44. Card. L. J. SUENENS, «Compromiso y fidelidad», Carta Pastoral publicada en L’Osservatore Romano, edición
española del 12-IX-1971, 1-12.
46. P. ADNÈS, «Fidélité», en Dictionnaire de Spiritualité, vol. V, Paris 1964, col. 309.
51. Cf. R. TROISFONTAINES, De l’existence à l’etre, vol. I, Louvain – Paris 1968, 380.
155
53. M. NÉDONCELLE, op. cit., 562.
54. Cf. X. LÉON-DUFOUR, «Fidelidad», en Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1966, 296.
56. J. ROVIRA, «Fidelidad», en Diccionario teológico de la vida consagrada, Publicaciones Claretianas, Madrid
1992, 695-711.
57. Cf. A. GÉLIN, «Fidélité de Dieu, fidélité à Dieu», en Bible et vie chrétienne 15 (1956), 38-48.
58. A. GEORGE, «Un appel à la fidélité», en Bible et vie chrétienne 15 (1956), 80-86.
63. I. LEEP, La existencia auténtica, Carlos Lohlé, Buenos Aires 1973, 139.
64. Cf. J. M. URIARTE, «La adhesión a la Iglesia en nuestros días»: Manresa 84 (2012), 215-234.
66. Cf. J. M. HENNAUX, «Deux manières de poser la question de la fidélité», en Vie consacrée 45 (1973), 361-
365.
70. CONCILIO DE TRENTO, sesión VI, canon 22 (DH 1572: H. DENZINGER y P. HÜNERMANN, El magisterio de la
Iglesia. Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona
2006, 502).
156
Índice
Portada 2
Créditos 3
Índice 4
Introducción 9
Primera parte: La conversión cristiana 11
Introducción 12
1. Nos convertimos al Dios de Jesucristo (Lc 15,11-32; Hch 22,7-10) 13
1. El término de nuestra conversión 13
2. La dificultad actual de esta conversión 14
2. Es Dios quien nos convierte y nos reconcilia consigo (Ef 2,1-10; 2 Cor 5,18-
15
21)
3. Convertirse implica pasar del remordimiento al arrepentimiento (Mt 27,3-5;
17
Mt 26,69-74)
4. Nos convertimos en «hombres nuevos» (Col 3,5-17) 20
5. Nos convertimos progresivamente (Lc 13,6-9; Lc 15,11-24) 22
6. Nos convertimos por mediación de la comunidad eclesial (Mt 28,16-20; Jn
24
20,19-22)
Segunda parte: Acoger y ofrecer la misericordia 26
Introducción 27
1. Una humanidad necesitada de misericordia 29
1. Las dificultades ante la misericordia 29
a) La cultura de la fuerza 29
b) La cultura de la reivindicación violenta 30
c) La cultura del deseo ilimitado 30
2. Debate en torno a estas dificultades 31
a) Las caricaturas de la misericordia 31
b) Las graves insuficiencias de la «cultura predominante» 31
c) La cultura predominante está dentro de nosotros 32
3. La nostalgia de la misericordia 33
a) El sentimiento de culpabilidad 33
b) El fracaso 34
c) La nueva sensibilidad para con los marginados 34
2. Elogio humano de la misericordia 36
157
1. Perfil humano de la misericordia 36
a) La experiencia de limitación 36
b) La experiencia de haber recibido misericordia 37
c) La conciencia de pertenecernos mutuamente 37
d) La sintonía vital con los demás 38
2. Misericordia y perdón 39
3. Misericordia y justicia 41
4. Valor humano y social de la misericordia 42
a) La misericordia humaniza a las personas 42
b) La misericordia agiliza la solución de los conflictos sociales 42
3. Perfil cristiano de la misericordia 44
1. La misericordia de Dios 44
a) Dios es misericordia 44
b) La misericordia de Dios es, a la vez, ternura y fidelidad 45
c) La misericordia de Dios es paternal y conyugal 45
d) La misericordia de Dios es desbordante 46
e) La misericordia de Dios es universal 47
2. La misericordia de Dios en Jesucristo 48
a) La pretensión explícita de Jesús: revelar la misericordia del Padre 48
b) La misericordia «conmueve las entrañas» de Jesús 48
c) Jesús, misericordia humilde de Dios 49
d) Jesús, misericordia de Dios que perdona 50
e) La misericordia de Jesús es creadora de vida 51
3. La misericordia de los cristianos 52
a) La misericordia, bienaventuranza y virtud central 52
b) Misericordia humana y misericordia divina 53
c) «A mí me lo hicisteis» 54
d) Misericordia activa 54
4. La Iglesia y la misericordia 56
1. La Iglesia es sacramento de la misericordia de Cristo 56
2. María, Madre de misericordia 58
3. Acoger, transmitir, practicar la misericordia 59
a) Acoger la misericordia 59
b) Transmitir la misericordia 60
c) Practicar la misericordia 61
158
5. La misericordia en la vida diaria 64
1. La misericordia de los ciudadanos 64
2. La misericordia del Primer Mundo 65
3. La misericordia de los esposos 65
4. La misericordia de los servidores de la salud 66
5. La misericordia de los servidores sociales 67
6. La misericordia de los pastores 68
Conclusión 70
Tercera parte: La esperanza vence al miedo 71
Introducción 72
1. Temores, incertidumbres, decepciones 73
1. Temores existenciales 73
2. Decepciones y miedos de carácter social 74
a) Las decepciones 74
b) Los miedos 74
c) La crisis de la ética 75
d) El oscurecimiento del sentido de la vida 76
e) Incertidumbres y zozobras en nuestros pueblos 76
3. Los azares de la esperanza eclesial 76
4. Y, sin embargo... 77
2. Perfil humano de la esperanza 79
1. El ser humano necesita esperar 79
2. La fragilidad de la esperanza 79
3. Los dos componentes de la esperanza: deseo y confianza 80
4. Una esperanza abierta 80
3. Perfil cristiano de la esperanza 82
1. Dios nos ha prometido un futuro de plenitud 82
2. La esperanza, deseo ardiente del Dios vivo 83
3. La confianza incondicional en Dios 85
4. Esperanza, deseo confiado del reino de Dios 86
5. La esperanza es deseo confiado respecto de la Iglesia (cf. Jn 17) 87
6. La esperanza y el crecimiento humano 88
4. Frutos y reflejos de la esperanza cristiana 90
1. La alegría 90
2. La inquietud 91
159
3. El trabajo transformador y comprometido 92
4. La paciencia 93
5. La oración 94
6. La sobriedad 95
5. Aprender a esperar 97
1. Aguardar como un pobre (Ap 2,8-18) 97
2. Aguardar «desde dentro» (Ap 2,1-7) 98
3. Ensanchar nuestra esperanza 100
4. Prevenir las falsas salidas 101
5. Asidos a la palabra de la Promesa (Ap 3,7-13) 102
Conclusión 104
1. Reavivar la esperanza de la Iglesia 104
2. Confortar la esperanza de la sociedad 105
Cuarta parte: Fidelidad de Dios y fidelidad humana 107
Introducción 108
1. La fidelidad, un valor en crisis 109
1. La práctica de la fidelidad en la sociedad 109
a) La fidelidad a la propia conciencia 109
b) La fidelidad en la vida conyugal 109
c) La fidelidad en las relaciones sociales 109
d) La fidelidad para con el Tercer Mundo 110
2. La práctica de la fidelidad en la Iglesia 110
a) La fidelidad a Dios 110
b) La fidelidad a la Iglesia 110
c) La fidelidad al ministerio y a la vida consagrada 111
d) La fidelidad de la Iglesia 111
3. La fidelidad devaluada 111
a) La fidelidad, incompatible con la libertad humana 111
b) La fidelidad, adversaria del cambio y del progreso 112
c) La fidelidad no es una virtud humana 112
d) La fidelidad es inmoral 113
4. Las consecuencias de la crisis 114
5. La fidelidad, una aspiración indestructible 115
2. Retrato humano de la fidelidad 117
1. Estructura de la fidelidad 117
160
a) La fidelidad es confianza 117
b) La fidelidad es amor 118
c) La fidelidad es una adhesión perpetua 118
d) La fidelidad se expresa visiblemente en el compromiso definitivo 119
2. Propiedades de la fidelidad 119
a) La fidelidad es creativa 119
b) La fidelidad es fuente de fecundidad 120
c) La fidelidad es fuente de dicha 121
d) La fidelidad es siempre precaria 121
3. Las deformaciones de la fidelidad 122
a) La fidelidad orgullosa 122
b) La fidelidad medrosa 123
c) La fidelidad perezosa 123
d) La fidelidad interesada 123
e) La fidelidad fanática 124
3. El mensaje cristiano de la fidelidad 125
1. La fidelidad de Dios 125
2. La fidelidad de Jesucristo 126
3. La fidelidad de los cristianos 127
a) La fidelidad del cristiano a Dios está emparentada con la fe 128
b) La fidelidad del cristiano a Dios está vinculada a la obediencia 128
c) La fidelidad del cristiano a Dios está ligada al amor 128
d) La fidelidad del cristiano es una gracia de Dios 129
e) La fidelidad a Dios se prolonga en la fidelidad a los demás 129
4. La fidelidad de la Iglesia 130
a) El mensaje de la Escritura 130
b) La Iglesia, sacramento de la fidelidad 130
c) Las grandes fidelidades de la Iglesia 131
5. La fidelidad a la Iglesia 132
a) Fidelidad necesaria 132
b) Fidelidad difícil 133
6. La fidelidad a la propia vocación 134
7. La fidelidad a vocaciones especiales 135
4. Entre la infidelidad y la fidelidad 138
1. Fidelidades inauténticas o incompletas 138
161
a) La doble vida 138
b) El mecanicismo 139
c) La mediocridad 140
d) La fidelidad intermitente 140
2. Fidelidad básica pero carente de radicalidad evangélica 141
3. La fidelidad evangélica 141
a) El frescor 142
b) La aspiración a progresar 142
c) La modestia 143
d) El realismo 143
e) El detalle 143
f) La misericordia 144
g) La conciencia de don 144
5. Para perseverar en fidelidad 146
1. Apoyos necesarios 146
a) Orar 146
b) Renovar las opciones fundamentales 147
c) Un modo de vida coherente 147
d) El apoyo de la comunidad 148
e) Tomar el pulso a nuestras fidelidades 149
f) Recuperarse bien 149
2. Tareas pendientes de la comunidad diocesana 150
a) Formar la conciencia moral 150
b) Estimular la práctica religiosa 150
c) Vigorizar la pastoral familiar 150
d) Atender a las vocaciones consagradas 151
e) Fomentar el voluntariado social 151
f) Consolidar el compromiso con el Tercer Mundo 151
Conclusión 153
Notas 154
162