El Quinto Mandamiento

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 5

EL QUINTO MANDAMIENTO

Una lee las memorias de Isabel Sartorius y descubre a una madre que nunca cuidó de sus hijos
porque para eso había “señoritas”. No una señorita, no: señoritas, en plural. Una madre que
enviaba a sus hijos a pasar las vacaciones solos en un hotel, al cuidado de las susodichas
señoritas, porque ella iba a pasar un mes de ensueño en un yate con su novio. Una señora que
enviaba a su hija de catorce años a comprar cocaína. En coche oficial, eso sí. Una señora que a
los cuarenta, cincuenta años, seguía dependiendo de su hija económica y emocionalmente.
Una señora que a ojos de esta lectora – yo- es un monstruo de egoísmo y que le ha destrozado
la vida a su hija como su propia hija en realidad, admite. Y sin embargo las memorias de
Isabel Sartorius son un canto de amor a su madre. La justifica en todo momento. Culpa de
todo a la adicción de su madre, sin darse cuenta de que el episodio de los niños abandonados
en un hotel en vacaciones junto con las señoritas tuvo lugar antes de que la adicción surgiera.
Pero hay una necesidad desesperada no solo de perdonar a la madre, sino de eximirla de culpa.

Isabel Sartoruis es codependiente. Ha pasado por todo tipo de terapias. A día de hoy, después
de años de intenso sufrimiento, parece feliz. Ella misma reconoce que si está sola ha sido por
su incapacidad de crear vínculos íntimos y estables con hombres, y por su terror al
compromiso, derivado de la historia de codependencia que creó con su madre.

La hermana de un ex novio me contaba la historia del padre. Voy a llamarle Ángela, porque
tiene un aspecto muy angelical. Yo sabía que el padre era un maltratador psicológico, su
propio hijo me lo había contado cuando mantuvimos una relación. Lo que no sabía era que
también era un maltratador físico. A su hija no solo la insultaba y despreciaba, sino que le
pegaba a la mínima, palizas completamente injustificadas. La hija, de mayor, aquejada de una
fobia social muy seria, acudió a un terapeuta. El terapeuta le hizo ver la responsabilidad de la
madre en el asunto. La madre nunca se había enfrentado al padre, muy al contrario, le había
justificado y había, de paso, culpabilizado a la niña: “Pero no le provoques, ¿no ves cómo se
pone luego?”. Esa niña continuó siendo siempre una niña, pese a que ya tenga cuerpo de
adulta. A día de hoy, sigue justificando a la madre: Tenía miedo, dice. No sabía hacer otra
cosa, dice. Tampoco se ha enfrentado nunca directamente al padre. Sigue yendo a comer a
casa de los padres todos los domingos. No tiene valor para decir simplemente: “Me habéis
destrozado la vida, ahí os quedáis”, y cortar el vínculo. Imposible.
Esta mujer tiene 45 años. Nunca ha tenido una relación estable con un hombre. Casi no tiene
amigas. Vive centrada en su trabajo. Está altamente medicada. Va a terapia.

Cenando con David y Eloy apareció un chico aparentemente muy inteligente. Le llamaré
Hugo porque olía a Hugo Boss desde la distancia. Hablaba cuatro idiomas y había estudiado
una ingeniería. Nos contó su vida. Cuando tenía diecisiete años, su madre descubrió por
casualidad que él era homosexual. Le prohibió salir de casa, le gritaba todos los días. Le
enviaron a una psicóloga. La psicóloga le aconsejó al chico que aguantara estoicamente la
actitud de su madre y que confiara en sí mismo, que no se culpabilizara, que él tenía derecho a
elegir la opción sexual de su preferencia. También le dijo al chico que no le contara nada a su
madre sobre las sesiones. Pero el chico acabó por hacerlo y lógicamente la madre dejó de
pagar a la psicóloga. Me ahorro relatar todo el calvario subsiguiente. El caso es que a día de
hoy este chico, ahora un hombre, sigue viviendo con su madre, cuyo comportamiento
justifica: “Mi madre es buena, solo que es muy conservadora”. Miente a su madre y le dice
que sale con mujeres. Este hombre ha ido encadenando una relación desgraciada tras otra.
No debería ser lo normal, pero lo normal es que la gente sienta una lealtad potentísima hacia
sus padres. Las consultas de los terapeutas están llenas de pacientes que sufren por culpa de
padres excesivamente críticos o degradantes, o abusivos, o intrusivos, a los que no soportan, y
cuya aprobación, sin embargo, siguen buscando y necesitando. No debería ser lo normal, pero
es lo normal.

No debería asombrarnos tanto.

Las investigaciones sobre vínculos tempranos, tanto en humanos como en primates, muestra
que estamos muy ligados a los lazos afectivos, incluso a aquellos que no son buenos para
nosotros.

Los hijos de padres o madres tóxicas -lo que se llama en jerga “padres narcisistas”, aquellos
que no anteponen el bien de su hijo al propio- , crecen como mujeres y hombres que viven con
un eterno dilema: ¿Debo visitar y quizá perdonar a mi padre/madre, o protegerme a mí mismo,
cortar todo tipo de relación y vivir el resto de mi vida con sentimiento de culpa, si bien
injustificado?
El tema tiene poca o ninguna presencia en los libros de texto o en la literatura psiquiátrica, lo
que quizá refleje la noción común y equivocada de que los adultos, contrariamente a los niños
y los ancianos, no son vulnerables al abuso emocional. Otra creencia muy dañina y muy
extendida es la de asumir que los padres están predispuestos a amar a sus hijos de manera
incondicional. Esto no es cierto, así de simple. Hay padres que se acaban convirtiendo en una
amenaza psicológica para sus hijos y hay hijos que deberían evitar la relación con sus padres.
Es cierto que se trata de una medida drástica, como amputar un miembro gangrenado para
salvar la vida de un paciente.

El problema es que, incluso los padres más abusivos pueden ser afectuosos. De hecho, padres
extremadamente abusivos, manipuladores o intrusivos son muy afectuosos, porque si no
manipulan a su hijo o hija es difícil que él o ella tolere la crítica, el desprecio o las palizas.
Este tipo de relación se llama “relación de doble vinculación” (en cristiano: una de cal y otra
de arena) y confunde enormemente a quien la sufre. En muchos casos, dejándole incapacitado
de por vida para establecer vínculos emocionalmente sanos. Para explicar cómo funciona la
doble vinculación me remito a Akiva Tatz, que en uno de sus libros ¨Vivir Inspirado¨ busca
respuestas en la Torá “¿Por qué este árbol del paraíso es llamado árbol del conocimiento del
bien y el mal ¿ Debió haber sido llamado árbol del conocimiento del mal?. Si él constituye la
fuente del mal en el mundo ¿por qué lo del bien y el mal?” esa es la idea. Si el árbol fuese solo
del mal, a nadie se le ocurriría probar sus manzanas, que sabrían ácidas. ¿Cómo iba a tentarte
una manzana ácida? No, el árbol es el árbol del Bien y del Mal y por lo tanto sus manzanas
son dulces y apetitosas. Es el conocimiento del bien y el mal combinados, confundidos entre
sí, lo que constituye el problema. En hebreo el conocimiento (daat) siempre denota una
asociación íntima, un nexo intrínseco: el árbol une tan completamente el bien y el mal que
después de que la fruta ha sido ingerida, la naturaleza humana se convierte en un embrollado
nudo de ambos elementos. Y desde entonces ninguna situación será totalmente clara¨

Los vínculos tóxicos, por lo tanto, nacen allí donde todo indica -aparentemente- enormes dosis
de amor. Y luego, en la vida adulta, se reproducen –como un esqueje transplantado– en
hogares donde todo indica enormes dosis de amor.

Esa madre tan española que les repite una y otra vez a sus hijos que ella, para sentirse bien,
sólo necesita que ellos estén bien, y por lo tanto cría a unos hijos que vivirán constantemente
culpabilizados en cuanto ella suelte unas lagrimitas porque si algo le pasa a ella, y ella solo
vive en función de sus hijos lo lógico será pensar que ellos son los responsables del
sufrimiento de su madre. Ella vive por y para sus hijos, ella espera que ellos la completen. Y
eso no es amor, es vampirismo.

La consecuencia más visible de los hijos de padres tóxicos es que fueron preparados para ser
niñeros y niñeras de los demás. “No podrían establecer una relación con alguien que esté bien
-dice Emilia Faur-. Porque necesitan ser necesitados para sentirse valorados, necesitan sentir
que sirven para algo. Suelen elegir parejas que de algún modo ocupan el lugar que tenía
alguno o ambos padres: personas compulsivas, adictas al alcohol, al juego, las drogas,
violentos, inmaduros, maltratadores. Esto no se vive en forma consciente, pero el
planteamiento es: lo que no logré con mi mamá o mi papá lo voy a conseguir con este hombre
o esta mujer. Ser hijo de padres tóxicos explica perfectamente bien conductas codependientes
en la vida adulta: sólo sirvo si otro me necesita.”

Lo que probablemente asombre más a quien me lea es que la vinculación con un padre tóxico
es mucho más fuerte e intensa que la que se establece con un padre sano. No extrañará si han
leído la historia de Isabel Sartorius, que prácticamente cortó la relación con su padre
-sanísimo- para ocuparse en exclusiva de su madre, y que no retomó esa relación hasta ya
pasados los treinta años de ella. Existe una explicación a este hecho aparentemente tan
absurdo.

El síndrome de Estocolmo describe una reacción inducida por el estrés o el terror. Supongo
que todos sabéis de qué hablo. Las víctimas de secuestros que han sido tomadas como rehenes
desarrollan un lazo emocional y un sentido de lealtad muy fuerte hacia sus captores. El
síndrome de Estocolmo también describe el comportamiento de las víctimas después de que el
incidente ha terminado. En muchos casos las propias víctimas abrazan al secuestrador y
ruegan a los jueces indulgencia para quienes les secuestraron. Uno de los casos más conocidos
de víctimas de este síndrome fue el de Patricia Hearst, secuestrada por el Ejército Simbiótico
de Liberación. Patricia no solo perdonó a sus secuestradores sino que se acostó con ellos y
más tarde se unió al Ejército y, ya convertida en guerrillera, participó en el atraco a un banco.
Precisamente en el juicio uno de los argumentos de la defensa fue que Patricia sufría de
síndrome de Estocolmo.

Los sobrevivientes de abuso sexual, como los rehenes, suelen formar lazos emocionales con
sus abusadores. Crean vínculos tan intensos y tan enfermos como para que el sobreviviente
mantenga durante años el secreto del abuso por lealtad al agresor y que incluso,
protectoramente, salga en defensa de quien abusó de él o ella. Por alucinante que llegue a
parecer a quien lo lea y no lo haya vivido, es bastante común entre los sobrevivientes de abuso
sexual infantil mostrar un mayor grado de apego al progenitor abusivo que al no abusivo. La
furia normalmente se desplaza al otro progenitor, al que le culpan por no haber protegido. Casi
siempre -no siempre- el abusivo es el padre. Las reacciones de furia suelen dirigirse a la
madre. Nunca diciendo “tú has permitido que papá abusara de mí” -porque, como ya he dicho,
los abusados y abusadas protegen al padre y guardan el secreto- pero sí en forma de peleas y
enfrentamientos continuos. Esa madre probablemente nunca sepa porqué de pronto, su hija
comenzó a odiarle de semejante manera.

Tanto en casos como el de Isabel Sartorius (madre drogadicta y negligente) como en el de


Ángela (padre maltratador, madre cómplice), como en el de Hugo (madre intrusiva), ese
extremo vínculo con el progenitor tóxico se desarrolla como habilidad de supervivencia. Si
uno se siente muy cercano a ese progenitor, se protege contra el dolor. Se engaña a sí mismo
porque piensa que en realidad no ha pasado nada, que él o ella controla, que es él o ella el que
está a cargo de la situación. El vínculo enfermo se crea también porque el padre tóxico ha
destruido de tal manera la autoestima, la confianza y el sentido de la realidad de su hijo o hija
que realmente el hijo o hija acaba por pensar que merece ese trato y que su padre o madre
tenían toda la razón.

Richard A. Friedman, profesor de psiquiatría del Weill Cornell Medical College, habla de los
“padres tóxicos” y enfatiza que si bien uno se puede divorciar de un cónyuge o amante
maltratador, abusivo, invasivo o manipulador, poco se puede hacer cuando el origen del
problema son los propios padres. Los terapeutas encuentran una resistencia numantina cuando
sugieren a sus pacientes que deben cortar la relación con sus progenitores. Como el estrés
prolongado puede matar células en el hipocampo, la relación con un padre tóxico no es solo
nociva a nivel psicológico sino a nivel neurológico también, afirma Friedman, y por eso él
intenta hacer ver a sus pacientes que a veces, por horrible que suene, hay que cortar con el
quinto mandamiento (“honrarás a tu madre y a tu madre”) y cortar por lo tanto lazos
familiares. “La esperanza que los terapeutas mantenemos es que los pacientes lleguen a ver el
costo psicológico de una relación dañina y que actúen en consecuencia”

No se sabe quien acuñó el bonito término “Padre tóxico” pero parece que se lo debemos a la
psicóloga estadounidense Susan Forward . Ella los describe como aquellos que, por diferentes
razones, causan sufrimiento a sus hijos a través de la manipulación, el maltrato y las demandas
abusivas. Estos adultos, según Forward, crecen en un entorno inseguro en términos
emocionales y eso afecta sus futuras relaciones afectivas. Según Forward y según cualquiera.
Creo que es de cajón.

Existen diferentes perfiles de padres tóxicos que aparecen repetidamente en los relatos de los
pacientes en consulta:

Padres autoritarios y descalificadores que actúan desde el “yo exijo”: Crean hijas sumisas y
excesivamente complacientes. Las hijas repiten ese patrón de vínculo y lo trasladan a otras
figuras de autoridad (profesores, jefes, sus maridos) con los que repetirán la misma forma de
relacionarse, es decir, desde la sumisión. Como adultas, serán mujeres en extremo
complacientes incluso obviando sus propias necesidades.

Madres culpabilizadoras que actúan no desde el “yo exijo” sino desde el “yo te suplico”: Es
decir, que actúan desde el chantaje sentimental, para que sus hijos tomen determinadas
decisiones y continúen respondiendo a sus requerimientos. En el futuro sus hijos tendrán
conflictos con sus parejas debido a la intromisión periódica de estas madres en sus vidas y les
será muy difícil crear vínculos afectivos estables.

“Mamás de Pulgarcita”: mamás intrusivas y sobre protectoras que se niegan a que su hijo o
hija crezca: En lugar de acompañar su desarrollo, están constantemente supervisándoles,
espían su cuenta de correo o de redes sociales, se hacen “compinches” de sus amigos y suelen
generar en sus hijos e hijas un sentimiento de inferioridad que los acompaña hasta la edad
adulta .

“Madrastras de Blancanieves”: madres competitivas respecto a sus hijas, que se visten como
ellas e intentan incluso seducir a sus amigos. La hija suele desarrollar problemas de peso y se
convierte en una chica muy tímida en un intento inconsciente de satisfacer a la madre y no
brillar más que ella.

En su libro “Padres Tóxicos”, la psicóloga estadounidense Susan Forward sugiere los


siguientes patrones de actuación:

1 Primero, enfrentar a los padres desde la perspectiva de dos adultos conversando.

2 Explicar a los progenitores con la mayor claridad posible lo que piensas, lo que está mal en
la relación, lo que la daña, lo que hace sufrir.

3 Pregúntele si cree que hay algo que usted pueda hacer para contribuir al problema que tienen
ambos en esta relación.

4 Pregúntele si existe una razón para el maltrato, para las descalificaciones, para la falta de
cariño, si es el caso.

5 Si ellos responden que la culpa es suya y no reconocen que hay un problema, es una señal
poderosa de que ellos no quieren contribuir a tener una relación saludable.

6 Si eso no es suficiente para cambiar el trato, limitar el contacto. Si el padre se queja, retomar
la conversación desde el punto en que le pides que cambie. Si nuevamente no lo hace,
considerar la opción de abandonar por un tiempo ese lazo sentimental dañino.

También podría gustarte