Ya Conoce Usted Mi Método (El Signo de Los Tres) PDF

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CAPITULO II

Thomas A. Sebeok y Jean Umiker-Sebeok

«YA CONOCE USTED MI METODO»:


UNA CONFRONTACION ENTRE CHARLES S. PEIRCE
Y SHERLOCK HOLMES'

«Jamás pretendo adivinar.»


— Sherlock Holmes en El signo de (los)
cuatro.

Pero debemos conquistar la verdad adivinan­


do, o de ningún modo.
— Charles S. Peirce, Ms. 6922.

1. C.S. Peirce - Detective asesor3

El viernes 20 de junio de 1879, Charles S. Peirce embarcó


en Boston, en el vapor Bristol de la Fall River Line, rumbo
a Nueva York, donde iba a pronunciar una conferencia el día
siguiente. A su llegada a Nueva York, por la mañana, experi­
mentó lo que describe como «una extraña sensación de con­
fusión» en la cabeza, que atribuyó al aire enrarecido del ca­
marote. Se vistió de prisa y abandonó el buque. Con las pri­
sas por salir al aire libre, se dejó olvidado el abrigo y un valioso
reloj Tiffany de áncora, que le había facilitado el gobierno
norteamericano para su trabajo en la Coast Survey. Al darse
cuenta de ello, al poco rato, Peirce regresó a toda prisa al barco,
donde se encontró con que los dos objetos habían desapare­
cido, ante lo cual, y enfrentado a lo que a su parecer sería
«la deshonra profesional de su vida» si no conseguía devol­
ver el reloj en las mismas condiciones perfectas en que lo ha­
bía recibido, nos cuenta que, después de «haber hecho que
se reunieran y se pusieran en fila todos los camareros de co­
lor, sin importar a qué cubierta pertenecían...»
31
Fig. 1. El Bristol (Fall River Line). De Hilton 1968:28. Reproducido
con permiso de Howell-North Books.

Fui de un extremo a otro de la fila, y, del modo más dégagé que pude,
charlé un poco con cada uno de ellos sobre cualquier cosa en la que
él pudiera mostrar cierto interés, pero que a mí menos me compro­
metiera, con la esperanza de parecer tan tonto que pudiera detectar
algún síntoma en el ladrón. Recorrida toda la fila, me volví y di unos
pasos, aunque sin alejarme, y me dije: «No tengo ni el menor deste­
llo de luz por el que guiarme.» A lo cual, sin embargo, mi otro yo
(puesto que nuestras relaciones son siempre a base de diálogos) me
dijo: «No tienes más que apuntar al hombre con el dedo. No impor­
ta que carezcas de motivo, tienes que decir quién te parece que es el
ladrón.» Di un pequeño rodeo en mi paseo, que no había durado más
de un minuto, y cuando me volví hacia ellos, toda sombra de duda
había desaparecido. No había autocrítica. Nada de eso venía a cuen­
to. (Peirce 1929:271)

Llevó al sospechoso aparte, pero Peirce no logró conven­


cerle, ni con razonamientos ni con amenazas, ni con la pro­
mesa de cincuenta dólares, de que le devolviera las cosas. En­
tonces «bajé corriendo al muelle y me hice llevar, con la ma­
yor rapidez de que fue capaz el coche, a la agencia Pinkerton».
Le dirigieron a un tal señor Bangs, jefe de la rama neoyor­
quina de la famosa agencia de detectives, con quien tuvo la
siguiente entrevista:

«Señor Bangs, un negro del barco de la Fall River, que se llama fula­
no de tal (di el nombre) me ha robado el reloj, la cadena y un abrigo

32
Fig. 2. Charles S. Peirce. (De la National Academy of Sciencies, fo­
tografía tomada presumiblemente al poco tiempo de la elección de
Peirce como miembro de la institución, en 1877.)

de entretiempo. El reloj es un Charles Frodsham y éste es su número.


El individuo bajará del barco a la una del mediodía, y de inmediato
irá a empeñar el reloj, por el que obtendrá cincuenta dólares. Mi de­
seo es que le sigan y que, en cuanto tenga en su poder la papeleta
de empeño, lo hagan detener.» El señor Bangs dijo: «¿Qué le hace
pensar que le ha robado el reloj?» «Vaya», dije yo, «no tengo ningu­
na razón para pensarlo; pero estoy completamente seguro de que es
así. Ahora bien, si no fuera a una casa de empeños a deshacerse del
reloj, como estoy seguro de que hará, el asunto terminaría aquí, y
usted no necesitaría tomar ninguna medida. Pero yo sé que irá. Le
he dado el número del reloj, y le dejo mi tarjeta. No se arriesga a
nada deteniéndolo». (1929:273)

Un hombre de la Pinkerton fue encargado del caso, pero


<■le dieron instrucciones de «obrar según sus propias deduc-
t iones», y de no hacer caso de las suposiciones de Peirce so­
bre quién era el culpable. El detective, después de investigar
33
Fig. 3. George H. Bangs, director general de la Pinkerton’s National
Detective Agency, 1865-1881. De Horan 1967:28. Reproducido con
permiso de Pinkerton’s, Inc.

los antecedentes de todos los camareros de la Fall River, se


puso a seguir a un individuo que no era el sospechoso de Peir­
ce, y la pista resultó falsa.
Cuando el detective llegó así a un punto muerto en su in­
vestigación, Peirce fue de nuevo a ver al señor Bangs, quien
le aconsejó que enviara una tarjeta postal a todas las casas
de empeño de Fall River, Nueva York y Boston, ofreciendo
una recompensa por la recuperación del reloj. Las postales
fueron enviadas por correo el 23 de junio. Al día siguiente,
Peirce y el agente de Pinkerton recuperaron el reloj de manos
de un abogado neoyorquino, el cual les indicó qué casa de
empeños había respondido a la oferta de recompensa. El mis­
mo propietario de la casa le «describió la persona que había
empeñado el reloj de una manera tan gráfica que no cupo
34
PAWNBROKERS!
Pléase Stop if Offered, or Notify if Received.
Plain Gold Hunting Case Lever Watch, No. 04555,
Charles Frodsham, maker. Stolen from State Room of Fall
River Steamboat “ Bristol,” Saturday, June 21st, 1870.
$150. will be paid for its recovery.
Sen d Inform ation to
ALLAN PINKERTON,
June 23, 1870. S0 Exchange Place, New York.

Fig. 4. Ejemplar no usado de una postal en que se ofrece una recom­


pensa por la devolución del reloj de Peirce. De los archivos del Coast
and Geodetic Survey en los National Archives.

ninguna duda de que se trataba de mi [es decir, de Peirce] hom­


bre». (1929:275).
Peirce y el detective se dirigieron entonces al alojamiento
del sospechoso, con la intención de recuperar también la ca­
dena y el abrigo. El detective se mostró remiso a entrar en
el edificio sin un mandamiento, ante lo cual Peirce, disgusta­
do por la ineptitud del agente, entró solo, asegurándole que
regresaría exactamente en doce minutos con sus cosas. Des­
pués narra los acontecimientos que siguieron:

Subí los tres tramos de escalera y llamé a la puerta del apartamento.


Vino a abrir una mujer de raza amarilla; detrás de ella había otra
del mismo color de piel, sin sombrero. Entré y dije: «Su marido aca­
bará en Sing-Sing por haberme robado el reloj. Me he enterado de
que la cadena y el abrigo, que también me robó, están aquí y he veni­
do a recogerlos.» Ante lo cual las dos mujeres armaron un tremendo
alboroto y amenazaron con ir a buscar a la policía al momento. No
recuerdo con exactitud lo que dije, sólo sé que no perdí la calma4 y
que les dije que cometerían un error llamando a la policía, porque
sólo serviría para empeorar la situación del marido. Dado que sabía
el sitio exacto donde se hallaban la cadena y el abrigo, los cogería
antes de que llegara la policía... No veía en qué lugar del cuarto po­

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día estar la cadena, y pasé a otro del interior. En él había pocos mue­
bles, aparte de una cama de matrimonio y un baúl de madera al otro
lado de la cama. Dije: «Mi cadena está en el fondo del baúl, debajo
de la ropa; y voy a cogerla...» Me arrodillé y por suerte el baúl no
estaba cerrado con llave. Después de echar fuera toda la ropa... di
con... la cadena. La sujeté, en el acto, al reloj, y al hacerlo me di cuenta
de que la otra mujer (la que no llevaba sombrero) había desapareci­
do, a pesar del interés que había mostrado por mi conducta. «Aho­
ra», dije, «sólo me falta encontrar el abrigo»... La mujer extendió
los brazos a derecha e izquierda y dijo: «Le invito a que lo busque
por todo el piso.» Yo dije: «Muchas gracias, señora, porque el ex­
traordinario cambio en el tono respecto a cuando abrí el baúl me ase­
gura que el abrigo no está aquí...» Salí, por lo tanto, del piso y en­
tonces vi que en el rellano había otra puerta.
Aunque no lo recuerdo con certeza, creo que es muy probable que
estuviera convencido de que la desaparición de la otra mujer estaba
relacionada con mi evidente determinación de buscar el abrigo en el
piso del que acababa de salir. Lo que es seguro es que había com­
prendido que la otra mujer no vivía lejos. De modo que, para empe­
zar, llamé a la puerta del otro apartamento. Vinieron a abrir dos mu­
chachas amarillas o amarillentas. Miré por encima de sus hombros
y vi una salita de aspecto bastante respetable con un bonito piano.
Pero encima del piano había un paquete atado del tamaño y la for­
ma justas para contener mi abrigo. Dije: «Llamo porque tienen un
paquete que es mío; ah, sí, ya lo veo, me lo llevaré.» Entré apartán­
dolas amablemente, cogí el paquete, lo deshice y encontré el abrigo,
que me puse en seguida. Bajé a la calle y llegué donde estaba el de­
tective quince segundos antes de que pasaron los doce minutos.
(1929:275-277)

El día siguiente, 25 de junio, Peirce escribió al inspector


Patterson que «Los dos negros que me robaron el reloj han
sido detenidos hoy y aguardan juicio. Todo ha sido recobra­
do. El ladrón es el individuo del que yo había sospechado todo
el tiempo en contra del parecer del detective».5
Como Peirce señaló en una carta posterior a su amigo y
discípulo William James (1842-1910), filósofo y psicólogo de
Harvard, esta historia detectivesca le sirvió de ilustración para
su «teoría de por qué la gente adivina correctamente tan a
menudo». «Este singular instinto de adivinar» (1929:281), o
inclinación a adoptar una hipótesis, que Peirce más común­
mente denomina abducción6 o retroducción, la describe
como «una ensalada singular... cuyos ingredientes principa­
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les son la falta de fundamento, la ubicuidad y la fiabilidad»
(Ms. 692). En cuanto a su ubicuidad, Peirce escribe:
Al mirar por mi ventana esta hermosa mañana de primavera veo una
azalea en plena floración. ¡No, no! No es eso lo que veo; aunque sea
la única manera en que puedo describir lo que veo. Eso es una pro­
posición, una frase, un hecho; pero lo que yo percibo no es proposi­
ción, ni frase, ni hecho, sino sólo una imagen, que hago inteligible
en parte por medio de una declaración de hecho. Esta declaración
es abstracta; mientras que lo que veo es concreto. Realizo una abduc­
ción cada vez que expreso en una frase lo que veo. Lo cierto es que
todo el tejido de nuestro conocimiento es un paño de puras hipótesis
confirmadas y refinadas por la inducción. No se puede realizar el me­
nor avance en el conocimiento más allá de la fase de la mirada va­
cua, si no media una abducción en cada paso. (Ms. 692)

Aunque todo nuevo conocimiento dependa de la formu­


lación de una hipótesis, sin embargo «parece, al principio, que
no ha lugar a preguntarse qué la fundamenta, puesto que a
partir de un hecho real se limita a inferir un puede que sea
(puede que sea y puede que no sea). Sin embargo, existe una
decidida propensión por el lado afirmativo, y la frecuencia
con que la hipótesis resulta corresponder a un hecho real es...
la más sorprendente de todas las maravillas del universo»
(8.238). Al comparar nuestra capacidad de abducción con «los
poderes musicales y aeronáuticos de las aves, es decir, lo que
respectivamente en nosotros y en ellas es la expresión más ele­
vada de los poderes puramente instintivos» (1929:282),7 Peir­
ce señala que «la retroducción se basa en la confianza de que
entre la mente del que razona y la naturaleza existe una afi­
nidad suficiente para que las tentativas de adivinar no sean
totalmente vanas, a condición de que todo intento se com­
pruebe por comparación con la observación» (1.121).

Un objeto dado presenta una combinación extraordinaria de carac­


terísticas de las que nos gustaría tener una explicación. Que exista
alguna explicación de ellas es una mera suposición; y, de existir, lo
que las explica es algún hecho oculto; mientras que hay, tal vez, un
millón de otras maneras posibles de explicarlas, sólo q u e todas son,
desgraciadamente, falsas. En una calle de Nueva York, se descubre
un hombre apuñalado por la espalda. El jefe de la policía podría abrir
el censo de los habitantes, poner el dedo sobre un nom bre cualquiera

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y conjeturar que es el del asesino. ¿Qué valor tendría una conjetura
semejante? Sin embargo, el número de nombres en una lista así no
es nada comparado con la multitud de posibles leyes de atracción que
podrían haber justificado la ley del movimiento planetario de Kep-
pler [s/'c] y que, previamente a la verificación mediante constatacio­
nes de perturbaciones, etc., las hubiera explicado perfectamente. New-
ton, me diréis, supuso que la ley tenía que ser simple. Pero, ¿qué era
eso sino amontonar un intento de adivinar sobre otro? Sin duda, en
la naturaleza hay muchos más fenómenos complejos que simples...
No hay justificación para lo que no sea poner [una abducción] como
interrogación. (Ms. 692)

La abducción, es decir, la retroducción («un nombre de­


safortunado», confesó el propio Peirce), es, según una de las
formulaciones posteriores de Peirce, que aparentemente debe
mucho al filósofo inglés George Berkeley (1685-1753), un me­
dio de comunicación entre el hombre y su Creador, un «pri­
vilegio divino» que debe ser cultivado (Eisele 1976, vol. III:
206). Para Peirce, «según la doctrina de las probabilidades,
sería prácticamente imposible a cualquier ser viviente adivi­
nar por pura casualidad la causa de un fenómeno», por lo
que se aventura a decir que «no cabe duda razonable de que
la mente del hombre, por haberse desarrollado bajo la influen­
cia de las leyes de la naturaleza, piensa en cierto modo según
pautas de la naturaleza» (Peirce 1929:269). «Es evidente», es­
cribe, «que si el hombre no poseyera una luz interior que ten­
diera a hacer que sus conjeturas fueran... mucho más a me­
nudo ciertas de lo que serían por pura casualidad, la raza hu­
mana se hubiera extinguido hace tiempo, por su total
incapacidad en la lucha por la existencia...» (Ms. 692).
En adición al principio de que la mente humana tiene,
como resultado de un proceso evolutivo natural, una predis­
posición a conjeturar correctamente acerca del mundo, Peir­
ce propone un segundo principio conjetural con el fin de ex­
plicar parcialmente el fenómeno de la adivinación, a saber,
que «a menudo extraemos de una observación sólidos indi­
cios de la verdad, sin poder especificar cuáles circunstancias
de entre las observadas contenían tales indicios» (1929:282).
Volviendo a la historia del reloj robado, Peirce no fue capaz
de determinar a nivel consciente cuál de los camareros del bar­
co de la Fall River era el culpable. Al mantenerse «en un es-
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lado tan pasivo y receptivo» (1929:281) como le fue posible
durante su breve entrevista con cada camarero, sólo cuando
se forzó a hacer lo que parecía una conjetura a ciegas advir­
tió que, en realidad, el ladrón había dado un indicio involun­
tario y que él había percibido ese signo revelador de un modo
«inconsciente», según sus palabras, habiendo realizado «una
discriminación por debajo de la superficie de la conciencia,
sin haberla reconocido como auténtico juicio, aunque era, en
verdad, una discriminación genuina» (1929:280). Los proce­
sos por los que hacemos suposiciones acerca del mundo de­
penden, en opinión de Peirce, de juicios perceptivos que con­
tienen elementos generales que permiten que de ellos se de­
duzcan proposiciones universales. Basándose en el trabajo
experimental sobre la psicología de la percepción, que reali­
zó en la Universidad Johns Hopkins con el conocido psicó­
logo Joseph Jastrow (1863-1944), alumno suyo en aquella épo­
ca (1929:7.21-48), Peirce sostuvo que estos juicios perceptivos
son «el resultado de un proceso, aunque de un proceso no
suficientemente consciente para ser controlado, o, para de­
cirlo de modo más justo, no controlable y por lo tanto no
plenamente consciente» (5.181 ).8 Los diferentes elementos de
una hipótesis están en nuestra mente antes de que seamos cons­
cientes de ello, «pero es la idea de relacionar lo que nunca
habíamos soñado relacionar lo que ilumina de repente la nueva
sugerencia ante nuestra contemplación» (5.181).
Peirce describe la formación de una hipótesis como «un
acto de insight*, la «sugerencia abductiva» viene a nosotros
«como un destello» (5.181). La sola diferencia entre un juici-
cio perceptivo y una inferencia abductiva es que el primero,
al contrario de la segunda, no está sujeto a análisis lógico.
La inferencia abductiva se cambia gradualmente en juicio perceptivo
sin que haya una clara línea de demarcación entre ambos; o, en otras
palabras, nuestras primeras premisas, los juicios perceptivos, han de
considerarse como un caso extremo de inferencias abductivas, de las

* El término inglés insight carece de equivalente en castellano, por lo que se lo em­


plea en original, con frecuencia, en psicoanálisis y psicología. Alude al tipo de certe­
za interna que el sujeto obtiene de una observación cualquiera. Comparte con la
intuición la naturaleza de su proceso, íue es instantáneo; y con la visión, el mundo
representativo. Se aproxima al valor semántico de «vislumbre», palabra a todas lu­
ces imprecisa. Mantenemos, por consiguiente, el término original. (N. del E.)

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que difieren por estar absolutamente al margen de toda crítica. (5.181;
cf. 6.522, Ms. 316)

La abducción, o «el primer paso del razonamiento cien­


tífico» (7.218),9 y «el único tipo de argumento que da lugar
a una idea nueva» (2.97),10 es un instinto que depende de la
percepción inconsciente de conexiones entre diferentes aspectos
del mundo, o, para emplear otra serie de términos, una co­
municación subliminal de mensajes. Va también asociada con,
o más bien produce, según Peirce, cierto tipo de emoción, que
la distingue claramente de la inducción y de la deducción:
La hipótesis sustituye el complicado enredo de predicados vincula­
dos a un sujeto por una noción simple. Ahora bien, el acto de pensar
que cada uno de los predicados es inherente al sujeto motiva una sen­
sación peculiar. En la inferencia hipotética, el complicado sentimiento
que resulta de todo eso es reemplazado por un sentimiento simple
de mayor intensidad, el perteneciente al hecho de pensar la conclu­
sión hipotética. Ahora bien, cuando nuestro sistema nervioso es ex­
citado de manera complicada, de modo que existe una relación entre
los elementos de la excitación, el resultado es una alteración simple
y armoniosa, que denomino emoción. Así, los diversos sonidos pro­
ducidos por los instrumentos de una orquesta impresionan el oído,
y el resultado es una emoción musical peculiar, muy distinta de los
sonidos en sí. Tal emoción es esencialmente el mismo fenómeno de
la inferencia hipotética, y toda inferencia hipotética comprende la pro­
ducción de una emoción similar. Podemos decir, por consiguiente,
que la hipótesis produce el elemento sensorio del pensamiento, y la
inducción el elemento habitual. (2.643)

De ahí la manifestación de confianza y convicción de es­


tar en lo correcto que Peirce hace respecto a su labor de de­
tective.

2. Sherlock Holmes - Semiólogo asesor

La descripción que Peirce nos hace del método que em­


pleó para recuperar el reloj robado se parece de manera sor­
prendente a las descripciones que el Dr. Watson nos hace de
Sherlock Holmes en acción.11 Son frecuentes las alusiones a
Holmes como un perro de caza (por ejemplo, en STUD, DANC,
BRUC y d e v i ). Así en BOSC, Watson escribe:

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Sherlock Holmes se transformaba cuando venteaba un rastro como
éste. Las personas que sólo conocían al sosegado pensador y hombre
lógico de Baker Street no le hubieran reconocido. Su rostro enrojecía
y se ensombrecía. Sus cejas se convertían en dos líneas duras y ne­
gras, por debajo de las cuales centelleaban sus ojos con destellos ace­
rados. Inclinaba la cara hacia el suelo, encorvaba los hombros, apre­
taba los labios, y las venas de su cuello, largo y nervudo, sobresalían
como trallas. Las ventanas de su nariz parecían dilatarse con un an­
sia de caza puramente animal, y su mente se concentraba tan absolu­
tamente en el problema que tenía delante que cualquier pregunta u
observación resbalaba en sus oídos, o, a lo sumo, provocaba en res­
puesta un gruñido rápido e impaciente.

Al referirse a este pasaje, Pierre Nordon comenta: «Vemos


aquí a un hombre transformarse repentinamente en un perro
de caza ante nuestros ojos, hasta el punto que parece haber
perdido la facultad del habla y sólo puede expresarse con so­
nidos» (1966:217), atento sólo a sus poderes instintivos, no
verbales de percepción y abducción.
Precisamente, gracias a la recolección instintiva de indi­
cios, Holmes logra formular sus hipótesis, a pesar de que él
se inclina por incluir tanto los procesos perceptivos como los
hipotéticos bajo el epígrafe de «Observación», como puede
verse en el siguiente pasaje del capítulo titulado «La ciencia
de la deducción» en SIGN, donde Holmes y Watson hablan
de un detective francés llamado Frangois le Villard:
[Holmes]: — Cuenta con dos de las tres cualidades necesarias al
detective ideal. Tiene capacidad de observación y de deducción. Le
faltan sólo conocimientos...12
[Watson]: — ... Pero ahora mismo habló usted de observación y
deducción. Claro que, hasta cierto punto, la una implica la otra.
[Holmes]: — Casi nada... Por ejemplo, la observación me revela
que usted estuvo esta mañana en la oficina de Correos de Wigmore
Street, pero la deducción me dice que usted, una vez allí, puso un
telegrama.
[Watson]: — ¡Exacto!... Pero le confieso que no me explico de qué
manera ha llegado usted a ello.
[Holmes]: — Es la sencillez misma... Tan absurdamente sencillo,
que resulta superflua toda explicación; y, sin embargo, puede servir
para definir los límites de la observación y de la deducción. La ob­
servación me hace descubrir que lleva usted adherida al empeine de
su calzado un poco de tierra roja. Justo delante de la oficina de Wig-

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more Street han levantado el pavimento y sacado algo de tierra, que
está esparcida de manera que es difícil dejar de pisarla al entrar en
aquélla. La tierra tiene ese singular tono rojizo que, hasta donde al­
canzan mis conocimientos, no se encuentra en ningún otro sitio de
los alrededores. Hasta ahí es observación. Lo demás es deducción.
[Watson]: — ¿Cómo, pues, ha deducido lo del telegrama?
[Holmes]: — Veamos. Yo sabía que usted no había escrito ningu­
na carta, puesto que he pasado toda la mañana sentado enfrente de
usted. Observo también ahí, en su pupitre abierto, que tiene usted
una hoja de sellos y un grueso paquete de tarjetas postales. ¿A qué,
pues, podía usted haber ido a Correos sino a enviar un telegrama?
Elimine todos los demás factores y el único que queda tiene que ser
el verdadero.

Watson somete entonces a Holmes a una prueba todavía


más difícil, y, cuando de nuevo el detective la supera, le pide
que le explique su proceso de razonamiento. «Ah», replica
Holmes, «ha sido buena suerte. Sólo podía decir cual era el
saldo de probabilidades. No esperaba ser tan exacto». Y cuan­
do Watson le pregunta entonces si no «había sido un trabajo
de mera adivinación», Holmes dice: «No, no: jamás pretendo
adivinar. Es una costumbre reprobable, que destruye las fa­
cultades lógicas», y atribuye la sorpresa de su compañero al
hecho de que «usted no sigue el curso de mi pensamiento,
ni observa los hechos pequeños de los que pueden depender
grandes inferencias».
A pesar de sus desmentidos, la capacidad de observación
de Holmes, su «extraordinario talento para las minucias»,
como lo expresa Watson, y su capacidad de deducción se ba­
san en la mayoría de los casos en una complicada serie de
lo que Peirce hubiera llamado conjeturas. En el caso ante­
rior,-por ejemplo, Holmes sólo puede conjeturar que Watson
ha entrado realmente en la oficina de Correos, en vez de ha­
ber pasado sólo por delante. Además Watson podía haber en­
trado en la oficina postal para encontrarse con un amigo y
no para hacer otra cosa, y así por el estilo.
Que Holmes estaba convencido de la importancia de es­
tudiar los detalles para llevar a buen término un investiga­
ción, se pone de relieve en el siguiente pasaje:
— Me pareció que observaba en ella muchas cosas que eran com­
pletamente invisibles para mí —le hice notar.

42
— Invisibles no, Watson, sino inobservadas. Usted no supo dón­
de m irar, y por eso se le pasó por alto todo lo importante. No consi­
go convencerle de la importancia de las mangas, de lo sugestivas que
son las uñas de los pulgares, o de las grandes cuestiones que pueden
pender de un cordón de zapato. Vamos a ver, ¿qué dedujo usted del
aspecto exterior de esa mujer? Descríbalo.
— Bueno, llevaba un sombrero de paja, de alas anchas y de color
pizarra, con una pluma de color rojo ladrillo. La chaqueta era negra,
adornad a con abalorios negros y con una orla de pequeñas cuentas
de azabache. El vestido era marrón, de un tono más oscuro que el
café, con una pequeña tira de felpa púrpura en el cuello y en las man­
gas. Los guantes eran grisáceos y completamente desgastados en el
dedo índice de la mano derecha. No me fijé en sus botas. Llevaba
pendientes de oro, pequeños y redondos, y tenía un aspecto general
de persona que vive bastante bien, de una manera corriente, cómoda
y sin preocupaciones.
Sherlock Holmes aplaudió ligeramente y se rió por lo bajo.
— Válgame Dios, Watson, está usted progresando. Lo ha hecho
muy bien, de veras. Es cierto que ha pasado por alto todo cuanto
tenía importancia, pero ha dado usted con el método, y posee una
visión rápida del color. Nunca se confíe a impresiones generales, mu­
chacho, concéntrese en los detalles. Lo primero que yo miro son las
m angas de una mujer. En el hombre tienen quizá mayor importancia
las rodilleras del pantalón. Como ha observado usted, esta mujer lle­
vaba tiras de felpa en las mangas, y la felpa es un material muy útil
para descubrir rastros en él. La doble línea, un poco más arriba de
la muñeca, en el sitio donde la mecanógrafa hace presión contra la
mesa, estaba perfectamente marcada. Las máquinas de coser, las mo­
vidas a mano, dejan una marca similar, pero sólo en el brazo izquier­
do, y en el lado más alejado del pulgar, en vez de marcarla cruzando
la p arte más ancha, como en este caso. Después miré su cara, y al
observar en ambos lados de su nariz la señal de unas gafas de pre­
sión, me aventuré a hacer una observación sobre miopía y mecano­
grafía, lo que pareció sorprenderla.
— Me sorprendió a mí.
— Pero, sin duda, era obvio. Me sorprendió mucho, después de
eso, y me interesó, cuando miré hacia abajo y observé que, aunque
llevaba un par de botas muy parecidas, eran desparejas; una tenía
un leve adorno en la puntera, mientras que la otra era lisa. La una
tenía abrochados sólo los dos botones de abajo de los cinco que te­
nía, y la otra el primero, el tercero y el quinto. Ahora bien, cuando
u na señorita joven, correctamente vestida en todo lo demás, ha sali­
do de su casa con las botas desparejas y a medio abrochar, no signi­
fica gran cosa deducir que salió con prisas.

43
— ¿Y qué más? —le pregunté. ...
— Advertí, de pasada, que había escrito una nota antes de salir
de casa, pero cuando estaba ya completamente vestida. Usted se fijó
en que su guante derecho tenía un agujero en el dedo índice, pero
al parecer no se fijó en que tanto el guante como el dedo estaban
manchados de tinta violeta. Había escrito con mucha prisa, y había
metido demasiado la pluma en el tintero. Eso debió ocurrir esta ma­
ñana, pues de lo contrario la mancha de tinta no estaría fresca en
el dedo. Todo esto resulta divertido aunque bastante elemental. ...
(i d e n )

Lo que explica el éxito de Sherlock Holmes no es que ja ­


más se aventure a adivinar, sino que lo haga tan bien. De he­
cho, sin darse cuenta, sigue el consejo de Peirce para selec­
cionar la mejor hipótesis (véase 7.200-320). Parafraseando la
explicación de Peirce, podríamos decir que la mejor hipóte­
sis es la más simple y natural,13 la más fácil y económica de
comprobar, y que, sin embargo, contribuirá a la comprensión
de la gama más amplia posible de hechos. En el episodio de
Correos, las conjeturas de Holmes acerca de las acciones de
Watson son las más razonables dadas las circunstancias.
Además, le permiten, con el mínimo de bagaje lógico, al­
canzar un punto a partir del cual, mediante más observación,
puede verificar algunas de las predicciones extraídas de su hi­
pótesis, y reducir así considerablemente el número de conclu­
siones posibles. En otras palabras, Holmes no sólo seleccio­
na la hipótesis más simple y natural, sino que, además, «des­
menuza la hipótesis en sus componentes lógicos más pequeños
y no se arriesga a servirse de más de uno a la vez», procedi­
miento que Peirce describe como el secreto del juego de las
Veinte Preguntas (7.220; cf. 6.529).14 A partir de la hipótesis
de que Watson ha entrado en la oficina de Correos para algo
relacionado con los servicios postales, Holmes deduce (en el
sentido de Peirce) que a lo que ha ido puede ser a echar una
carta, a comprar sellos y/o tarjetas postales, o a mandar un
telegrama. De ahí pasa a comprobar sistemáticamente cada
una de estas posibilidades, y rápidamente llega a la que se
revela como la correcta. Cuando son posibles diversas expli­
caciones, «se ponen a prueba una tras otra hasta que alguna
de ellas ofrezca una base suficientemente convincente»
(BLAN).

44
Como ya hemos señalado, Peirce sostenía que una hipó­
tesis debe considerarse siempre como una pregunta, y que,
puesto que todo nuevo conocimiento deriva de suposiciones,
de nada sirven éstas sin la prueba indagatoria. Holmes ad­
vierte también a Watson, en SPEC, «cuán peligroso es razo­
nar a partir de datos insuficientes». El detective coincide ade­
más con Peirce (2.635; 6.524; 7.202) en que los prejuicios o
hipótesis que somos reluctantes a someter a la prueba de la
inducción, son un obstáculo importante para razonar con éxi­
to. Holmes declara, por ejemplo, que «Me impongo la regla
de no tener jamás prejuicios» ( r e i g ; cf. a b b e ; n a v a ). La ad­
miración de Peirce por los grandes personajes de la historia
de la ciencia, como Kepler, arranca precisamente de la extraor­
dinaria capacidad que poseen de sustentar la cadena conjetura-
prueba-conj etura.
Es en ese punto, concerniente al mantenimiento de la ob­
jetividad hacia los datos de un caso, que Holmes, de manera
muy parecida a Peirce en la historia que abre este ensayo, tie­
ne conflictos con los representantes de la policía, o, en el caso
de Peirce, con los profesionales de Pinkerton.15 En BOSC, por
ejemplo, Holmes intenta señalar algunos indicios determinan­
tes al detective de Scotland Yard, el inspector Lestrade, quien,
como es usual, no ve relación alguna entre los detalles descu­
biertos por Holmes y el crimen que investigan. Cuando el ins­
pector replica: «Me temo que sigo todavía escéptico», Hol­
mes responde sin perder la calma: «Trabaje usted con su mé­
todo, y yo trabajaré con el mío.» Más tarde, Holmes refiere
esta conversación a Watson en estos términos:
— Mediante el examen del terreno obtuve pequeños detalles so­
bre la personalidad del criminal, que he proporcionado al imbécil de
Lestrade.
— ¿Y cómo los obtuvo?
— Ya conoce usted mi método. Se basa en la observación de las
minucias.

En las historias de Holmes, lo que con mayor frecuencia


despista a la policía es que, apenas iniciada la investigación
de un crimen, ésta tiende a adoptar la hipótesis que mejor
explica unos hechos sobresalientes, y pasa por alto las «mi­
nucias», negándose a considerar los datos que no apoyen la
45
postura tomada. «No hay nada más engañoso que un hecho
obvio», dice Holmes en BOSC. La policía, además, comete el
«error capital» de teorizar antes de tener todas las pruebas
(STUD). El resultado es que, «insensiblemente», comienza a
«distorsionar los hechos para ajustarlos a sus teorías, en vez
de procurar que las teorías se ajusten a los hechos» (SCAN).16
El recelo mutuo que lógicamente deriva de esta importante
diferencia de métodos está presente en todas las historias de
Holmes. En REIG, Watson comenta a un agente rural, el ins­
pector Forrester, que «Yo he visto siempre que hay método
en su [de Holmes] locura», a lo que el inspector replica: «Quizá
no faltará quien diga que hay locura en su método.»17
No somos los primeros en señalar la importancia de la
adivinación en el método detectivesco de Sherlock Holmes.
Régis Messac, por ejemplo, al hablar de cómo Holmes lee los
pensamientos de Watson, en CARD (cf. la escena casi idénti­
ca en determinadas ediciones de RESI), señala que hay un mi­
llón de cosas en las que podría haber estado pensando Wat-
son mientras contempla el retrato del general Gordon o el de
Henry Ward Beecher, por lo que, de hecho, Holmes intenta
adivinar (1929:599). Messac no se equivoca al señalar que, aun­
que Holmes de vez en cuando admite que en su trabajo se
encuentra implicada una especie de instinto de adivinación
(por ejemplo, reconoce, en STUD, que sus «curiosos dones de
instinto y observación» se deben a una «suerte de intuición»,
opinión que repite en SIGN y en t h o r ) , sin embargo «afir­
ma la realidad de la ‘deducción^) (1929:601). Messac arguye
además que las deducciones de Holmes no son auténticas de­
ducciones, como tampoco son inducciones propiamente ha­
blando, «sino más bien razonamientos fundados en la obser­
vación de un hecho particular que conducen, a través de ro­
deos más o menos complejos, a otro hecho particular»
(1929:602). Y Nordon llega a la conclusión de que «debe re­
conocerse que, en la práctica, [Holmes] obtiene muchos más
resultados concluyentes a partir de la observación que a par­
tir de procesos lógicos» (1966:245).
Marcello Truzzi, en un inquisitivo estudio (en el Cap. III
de este libro) sobre el método de Holmes, se adelantó a nues­
tro trabajo al señalar las semejanzas entre las denominadas
deducciones, o inducciones, del detective y las abducciones,
46
o conjeturas, de Peirce. Además, según el sistema de lógica
de Peirce, las observaciones de Holmes son en sí una forma
de abducción, y la abducción es un tipo de inferencia lógica
tan legítimo como la inducción o la deducción (Peirce 8.228).
De hecho, Peirce sostiene que:

Nada ha contribuido tanto a las actuales ideas caóticas o erróneas


de la lógica de la ciencia como la incapacidad para distinguir las ca­
racterísticas esencialmente diferentes de los diversos elementos del ra­
zonamiento científico; y una de las peores confusiones, así como una
de las más comunes, consiste en considerar la abducción y la induc­
ción en conjunto (a menudo mezcladas también con la deducción)
como un argumento simple. (8.228)18

Peirce admite que él mismo «en casi todo lo publicado


[por él] antes de principios de siglo... mezcló más o menos
Hipótesis e Inducción» (8.227), y encuentra el origen de la
confusión entre estos dos tipos de razonamiento en la con­
cepción demasiado «estrecha y formalista de la inferencia
(como necesaria obtención de juicios formulados a partir de
las premisas)» que tienen los lógicos (2.228; cf. 5.590-604; Ms.
475; Ms. 1146).
Abducción e inducción, por supuesto, «llevan ambas a la
aceptación de una hipótesis porque los hechos observados son
tal como resultarían necesaria o probablemente como conse­
cuencias de esa hipótesis». Pero:

La abducción arranca de los hechos, sin tener, al inicio, ninguna teo­


ría particular a la vista, aunque está motivada por la sensación de
que se necesita una teoría para explicar los hechos sorprendentes. La
inducción arranca de una hipótesis que parece recomendarse a sí mis­
ma sin tener al principio ningún hecho particular a la vista, aunque
con la sensación de necesitar de hechos para sostener la teoría. La
abducción busca una teoría. La inducción busca hechos. En la ab­
ducción, la consideración de los hechos sugiere la hipótesis. En la
inducción, el estudio de la hipótesis sugiere los experimentos que sa­
can a la luz los hechos auténticos a que ha apuntado la hipótesis.
(7.218)

Con la ayuda de un ejemplo que podría haber sido saca­


do de uno de los casos de Holmes, Peirce nos ofrece la si-
47
guíente demostración de la diferencia entre estos dos tipos de
razonamiento:
En un pedazo de papel rasgado aparece un escrito anónimo. Se sos­
pecha que el autor es determinada persona. Se registra su escritorio,
al que sólo él ha tenido acceso, y se encuentra un trozo de papel, cuyo
borde rasgado encaja a la perfección, en todas sus irregularidades,
con el borde del papel en cuestión. Parece justo sacar la inferencia
hipotética de que el sospechoso ha sido realmente el autor del escri­
to. La base de tal inferencia es, evidentemente, el hecho de que es im­
probable en extremo que dos pedazos de papel rasgados encajen por
casualidad. Por consiguiente, entre un gran número de inferencias de
este tipo, sólo una proporción muy pequeña sería engañosa. La ana­
logía entre hipótesis e inducción es tan grande que algunos lógicos
las han confundido. La hipótesis ha sido llamada inducción de ca­
racteres. Un número de caracteres pertenecientes a un tipo determi­
nado se encuentran en un objeto dado; de lo que se infiere que todos
los caracteres de ese tipo pertenecen al objeto en cuestión. Este razo­
namiento implica sin duda el mismo principio que la inducción; aun­
que en forma modificada. En primer lugar, los caracteres no son sus­
ceptibles de una simple enumeración como los objetos; en segundo
lugar, los caracteres se agrupan en categorías. Cuando formulamos
una hipótesis como la del pedazo de papel, examinamos sólo una sola
serie de caracteres, o tal vez dos o tres, y no tomamos ningún espéci­
men de las otras series. Si la hipótesis no fuera más que una induc­
ción, todo lo que estaríamos justificados de concluir, en el ejemplo
anterior, sería que los dos pedazos de papel que encajaban en las irre­
gularidades examinadas también encajarían en otras irregularidades,
digamos más sutiles. La inferencia de la procedencia a partir de la
forma del papel es precisamente lo que distingue la hipótesis de la
inducción, y hace de ella un paso más atrevido y más peligroso. (2.632)

Holmes reconoce de manera indirecta la naturaleza más


peligrosa de la hipótesis al abogar por el uso de «imagina­
ción» (RETI, s i l v ) , «intuición» ( s i g n ) , y «especulación»
(HOUN). Es necesario estar dispuesto a imaginar lo sucedido
y a actuar según tal suposición, lo cual lleva «a la región donde
se sopesan las probabilidades y se escoge la más verosímil»
(HOUN).
Se sabe que Holmes fluctuaba entre la unidireccionalidad
mental casi frenética del sabueso que ventea su presa y una
especie de ensoñación letárgica, combinación que John G. Ca-
welti llama «vitalización estereotípica» (1976:11.58), una sín-
48
u-sis imaginativa de figuras-tipo que I.I. Revzin llamó «fu-
.ión», también con referencia específica a la narrativa poli-
■iaca (1978:385-388). Esta característica, en este contexto,
deriva, por supuesto, del ambiguo Dupin de Poe. En el siguien­
te pasaje, Watson señala que también la ensoñación era im­
portante en el método de investigación de Holmes:

Mi amigo era un músico apasionado, y no sólo un intérprete muy


capaz, sino un compositor nada vulgar. Se pasaba toda la tarde en
una butaca de platea inmerso en la felicidad más completa, movien­
do suavemente sus dedos largos y delgados al compás de la música,
y su rostro de dulce sonrisa y sus ojos lánguidos y soñadores eran
todo lo opuesto que se puede concebir a los de Holmes el sabueso,
Holmes el inexorable, el cazador de criminales de mente aguda y ma­
nos prontas. La doble naturaleza de su singular carácter se afirmaba
alternativamente, y su extremada exactitud y astucia representaban,
según pensé a menudo, la reacción contra el estado de ánimo poético
y contemplativo que, en ocasiones, prevalecía en él. La oscilación de
su naturaleza le llevaba de una languidez extrema a una energía de-
voradora; y, como yo sabía muy bien, nunca resultaba tan verdade­
ramente formidable como cuando se había pasado días enteros hol­
gazaneando en su sillón, enfrascado en sus improvisaciones y sus li­
bros de letra gótica. Era entonces cuando le acometía de súbito la
avidez de la caza, y cuando su brillante capacidad de razonamiento
se elevaba hasta el nivel de la intuición, llegando al punto de que quie­
nes no estaban familiarizados con sus métodos le mirasen de sosla­
yo, como a alguien cuyo saber no era el mismo de los demás mortales.
Cuando aquella tarde lo vi tan inmerso en la música en St. James
Hall, tuve la sensación de que se avecinaban malos tiempos para aque­
llos a quienes había decidido perseguir, ( r e d h )

Peirce también ha tratado de la relación entre actividades


mentales de este tipo y otras prácticas más mundanas. «Exis­
te», escribió, «cierta forma agradable de ocupar la mente que...
no tiene otro propósito que dejar de lado todo propósito se-
i io» y que «a veces he sentido la tentación de denominar...
ensueño, con algún calificativo; pero para un estado mental
un en las antípodas de la vacuidad y la ensoñación, llamarlo
,isí sería de extrema impropiedad. En realidad, es Puro Jue-
ro» (6.458). Hay un tipo de Puro Juego, «un vivido ejercicio
*le los poderes propios, sin reglas, excepto la ley de la liber-
i;id misma», que Peirce denomina «Musement» y define como
49
Fig. 5. Sherlock Holmes escuchando con embeleso un concierto, en
«La liga de los pelirrojos». Ilustración de Sidney Paget para The
Strand Magazine, agosto de 1891.

un proceso por el que la mente busca «alguna conexión» en­


tre dos de los tres Universos de la Experiencia (a saber, Ideas,
Realidad Bruta, Signos [6.455]), «especulando acerca de las
causas» (6.458). El Musement

...comienza de manera bastante pasiva con la absorción de la impre­


sión de un ángulo cualquiera de uno de los tres Universos. La impre­
sión, sin embargo, no tarda en convertirse en observación atenta, la
observación en meditación, la meditación en una vivaz comunión re­
cíproca entre yo y yo. Si se deja que las observaciones y reflexiones
se especialicen demasiado, el Juego se convierte en estudio científi­
co... (6.459)

50
El crimen, señala Peirce, es particularmente adecuado para
la aplicación del Musement. Después de citar el comentario
de Dupin en «Los crímenes de la calle Morgue» (a saber: «Ten­
go la impresión de que se considera insoluble este misterio
por las mismísimas razones que deberían inducir a conside­
rarlo fácilmente solucionable; me refiero a lo excesivo, a lo
outré de sus características»), Peirce señala que «los proble­
mas que a primera vista parecen totalmente insolubles llevan,
por esa misma circunstancia... las claves de su solución. Esto
los hace particularmente adecuados para el Juego del Muse­
ment» (6.460; véase Sebeok 1981).19
Estamos de acuerdo, pues, aunque por motivos distintos,
con el parecer de Nordon de que «Como creación de un mé­
dico impregnado del pensamiento racionalista de la época,20
el ciclo holmesiano nos ofrece por primera vez el espectáculo
de un héroe que triunfa una y otra vez por medio de la lógica
y del método científico. Y la hazaña del héroe es tan maravi­
llosa como el poder de la ciencia, que muchos, y Conan Doyle
el primero, esperaban que conduciría al progreso material y
espiritual de la condición humana» (1966:247).

3. Enfermedad, crimen y semiótica

Las raíces de la semiótica se encuentran en los antiguos


tratados de medicina (Sebeok 1976:4, 125 ss., 181 ss., 1979:
Cap. 1), lo cual apoya la opinión de Peirce que señala: «Ha­
blando en términos amplios y aproximados, cabe decir que
las ciencias se han desarrollado a partir de las artes útiles,
o de las artes consideradas útiles.» Así como la astronomía
se desarrolló a partir de la astrología, y la química a partir
de la alquimia, del mismo modo lo hizo también «la fisiolo­
gía, con la medicina como etapa intermedia a partir de la ma­
gia» (1.226). Peirce da la impresión de haber sido muy versa­
do en historia y teoría de la medicina. Su familia pensaba que
estudiaría química y puso a su disposición la biblioteca mé­
dica de su difunto tío Charles, que había sido médico (Fisch:
comunicación personal). En un lugar (2.11/zl), como mínimo,
Peirce enumera algunos de los libros de historia de la medici­
na que había consultado. En 1933, en una entrevista con Henry
51
S. Leonard (estudiante graduado de filosofía de Harvard, que
había sido enviado a la casa de Peirce en Milford, Pennyslva-
nia, tras la muerte de su viuda, Juliette Peirce, para recoger
todos los manuscritos que quedaran), G. Alto Pobe, el médi­
co que había asistido a Peirce en sus últimos años, declaraba
que:

Peirce sabía más medicina que yo. Cuando iba a visitarle pasaba de
media hora a una hora con él. Me hacía bien hablar con él. Cuando
llegaba, solía describirme los síntomas de su enfermedad y hacía el
diagnóstico. Después me hacía la historia completa del tratamiento
médico de la enfermedad. A continuación me indicaba lo que debía
recetarle. No se equivocaba nunca. Decía que necesitaba que yo le
extendiera la receta porque él carecía de título de médico. (En las no­
tas de Max H. Fisch.)

Peirce reconoce que, en lo que respecta a los problemas


estadísticos relacionados con los muestreos y la inducción,
«Los médicos... merecen una mención especial por la razón
de que desde Galeno han tenido una tradición lógica propia»,
y, «en su trabajo a contracorriente del razonamiento ‘post hoc,
ergopropter hoc’», reconocen, «aunque sea confusamente»,
la regla de la inducción que establece que «debemos, en pri­
mer lugar, decidir qué carácter nos proponemos examinar en
la muestra, y sólo después de esta decisión la examinamos»
(1.95-97). Peirce reconoce, por otra parte, que la medicina, esa
«profesión materialista» (8.58), encuentra dificultades en se­
guir otra máxima de la inducción, que exige que las muestras
no sean pequeñas:

La violación de esta máxima es lo que hace que las cifras mientan.


Las estadísticas médicas en particular suelen ser despreciablemente
pequeñas, además de estar expuestas a la sospecha de haber sido se­
leccionadas. Y me estoy refiriendo ahora a las estadísticas de médi­
cos respetables. Es difícil en extremo reunir muchos hechos sobre al­
gún punto oscuro de la medicina, y todavía es más difícil probar que
esos hechos sean una representación adecuada del curso general de
los acontecimientos. Esto explica la lentitud del progreso de la cien­
cia médica a pesar de la inmensidad de estudio que se le ha dedica­
do, y explica los grandes errores que, a menudo, han sido aceptados
durante siglos por los médicos. Probablemente no hay otra rama de
la ciencia que sea tan difícil desde todos los puntos de vista. Se re-

52
quiere una mente verdaderamente poderosa para realizar una induc­
ción médica. Esto es demasiado obvio para que haya necesidad de
pruebas. Son tantas las circunstancias perturbadoras —idiosincrasias
personales, mezcla de tratamientos, influencias accidentales y desco­
nocidas, particularidades climáticas, étnicas y estacionales— que es
esencial que los hechos sean muy numerosos y se escudriñen con ojos
de lince para descubrir las falsedades, y, no obstante, es especialmen­
te difícil acopiar hechos en medicina. La experiencia de un solo indi­
viduo rara vez puede tener un peso decisivo, y, en medicina, no se
puede juzgar sobre cuestiones basándose únicamente en el conoci­
miento personal, hay que fiarse del juicio de otros. De modo que mien­
tras en esta ciencia se requiere que las muestras sean extensas y más
cuidadosamente seleccionadas que en ninguna otra, en ella, más que en
cualquier otra, estos requisitos son difíciles de cumplir.
Nada demuestra de modo más lamentable la falta de rigor con
que la gente en general razona que la disposición de nueve personas
de cada diez a pronunciarse acerca de los méritos de un medicamen­
to, fundándose en las experiencias más limitadas, más inexactas y más
plagadas de prejuicios de todas las que merezcan llamarse experien­
cia. Cualquier vieja que haya observado una mejoría de los síntomas
después de la administración de un medicamento en una docena de
casos que no se parecen en nada unos con otros, no vacilará en de­
clararla una cura infalible para casos que en modo alguno se aseme­
jan a cualquiera de los doce anteriores. Es escandaloso. Pero lo que
es todavía peor, se recomiendan incluso tratamientos sólo por tener
conocimiento de oídas de uno o dos casos.
Observen, les ruego, la combinación de falacias implicadas en tal
proceder. En primer lugar, no puede hacerse, con propiedad, ningu­
na inducción, a menos que la muestra se haya tomado de una clase
definida. Pero esas criaturas irresponsables —que creen que por ha­
ber pasado un tiempo en el cuarto de un enfermo ya se han converti­
do en Galenos— son completamente incapaces de definir la enfer­
medad en cuestión. Supongamos, por ejemplo, que sea difteria.
¿Cómo hacen para distinguir una difteria de una inflamación de gar­
ganta? Sus muestras son, en realidad, muestras de una clase no defi­
nida en absoluto.
En segundo lugar, el número de sus ejemplos es difícilmente sufi­
ciente ni para la más simple de las inducciones. En tercer lugar, los
ejemplos son muchas veces casos de oídas. Además, en adición a la
inexactitud de esta clase de pruebas, es mucho más probable que nos
lleguen noticias de cosas extraordinarias relativas a la frecuencia de
esos ejemplos, que de ordinarias. O sea que tener en cuenta tales ejem­
plos significa tomar muestras escogidas. En cuarto lugar, el predica­
do común a todos los ejemplos es habitualmente de índole muy vaga.

53
En quinto lugar, es habitual llegar a una deducción referente al caso
entre manos sin considerar cuidadosamente si en realidad pertenece
a la clase de la que se ha tomado la muestra. En sexto lugar, existe
una tendencia a decir muchas más cosas del caso que se tiene entre
manos que de cuantas se encontraron en los ejemplos precedentes.
Todas estas falacias se combinan en una especie de argumentación
que es raro no escuchar una vez por semana. (Ms. 696)21

En la medida en que el propio personaje de Sherlock Hol­


mes practica los métodos de la medicina,22 se mezcla un ele­
mento de arte y de magia en la lógica del descubrimiento cien­
tífico que adopta. A nuestro parecer, esto es lo que caracteri­
za a Holmes como personaje respecto al método puramente
lógico del detective Dupin de Edgar Alian Poe.
Es de sobras conocido que Conan Doyle, médico en ejer­
cicio hasta que las historias de Holmes lo enriquecieron lo
suficiente para que dejara la profesión, modeló el personaje
de Sherlock Holmes inspirándose en su profesor, el doctor
Joseph Bell, miembro del Royal Infirmary de Edimburgo. La
utilización parcial por parte de Conan Doyle de un médico
como modelo fue, sin embargo, un intento plenamente cons­
ciente de introducir en la indagación criminal un método de
mayor rigor científico que el que se había usado hasta enton­
ces. Messac señala con acierto que Doyle siguió a Bell en lo
que hace referencia a la diagnosis extendida a toda la perso­
nalidad y vida del paciente, y en que la diagnosis «no es nun­
ca absolutamente rigurosa; comporta vacilaciones, errores».
La investigación criminal, como la medicina, es una especie
de «pseudociencia» (1929:671).23 Sobre la creación de STUD,
Doyle escribió:

Gaboriau me atraía por el limpio ensamblaje de sus intrigas, y el ma­


gistral detective de Poe, el Chevalier Dupin, había sido desde mi ni­
ñez uno de mis héroes favoritos. ¿Qué podía yo añadir, entonces? Re­
cordé a mi viejo maestro Joe Bell, su rostro de águila, sus maneras
curiosas, sus misteriosos trucos para descubrir detalles. De haber sido
detective, habría convertido, sin duda, esa actividad fascinante, aun­
que desorganizada, en algo cercano a una ciencia exacta. (1924:69)

Doyle estaba impresionado por la excepcional habilidad


de Bell para diagnosticar, «no sólo la enfermedad, sino tam-
54
Hg. 6. Retrato de juventud del doctor Joseph Bell de Edimburgo,
en quien Conan Doyle se inspiró para crear su personaje. Obsérvese
el característico perfil holmesiano. De Haycraft 1941:48.

bién la ocupación y el carácter». Era el recepcionista de los


pacientes externos de Bell, lo que significaba que tenía que
«organizar las visitas, tomar notas sencillas en cada caso, y
hacerlas pasar, una a una, a la gran sala donde Bell se encon-
l raba solemnemente sentado, rodeado de sus alumnos y ayu­
dantes» (1924:20). De ahí que el joven estudiante de medici­
na «tuviera oportunidad sobrada de estudiar sus métodos [de
Bell] y de observar que, con frecuencia, advertía más cosas
en el enfermo con una mirada» (ibid.) que a través de la serie
de preguntas de Doyle que precedían a la entrevista con el
doctor.
En algunas ocasiones los resultados eran espectaculares, aunque hubo
veces en que cometió errores crasos. En uno de sus mejores casos dijo
a un paciente civil:

55
— Vaya, buen hombre, ha servido usted en el ejército.
— Sí, señor.
— ¿Licenciado hace poco?
— Sí, señor.
— ¿Un regimiento de los Highlands?
— Sí, señor.
— ¿Suboficial?
— Sí, señor
— ¿Estacionado en Barbados?
— Sí, señor.
— Observen, señores —pasó luego a explicar—, este hombre era
una persona educada, sin embargo no se ha sacado el sombrero. En
el ejército no lo hacen, pero si hiciera tiempo que estuviera licencia­
do habría adoptado maneras civiles. Tenía un aire de autoridad y salta
a la vista que es escocés. En cuanto a Barbados, padece elefantiasis,
enfermedad de las Antillas, no de Gran Bretaña.

A su público de Watsons todo aquello le parecía milagroso hasta que


llegaba la explicación, y entonces todo parecía muy sencillo. No es
de extrañar que después de haber estudiado una personalidad como
ésta utilizase y desarrollase sus métodos cuando, posteriormente, quise
crear un detective científico que resolviera los casos por sus propios
méritos y no a causa de los desatinos del criminal. (1924:20-21)

Mientras que el diálogo de Barbados es el único ejemplo


de la capacidad de observación y de deducción de Bell regis­
trado por el propio Doyle, Trevor Hall (1978:80-83) ha publi­
cado y reseñado otros relatos de las famosas sesiones de Bell
narrados por médicos que fueron compañeros de estudios de
Doyle en Edimburgo o por amigos del matrimonio Bell. Wi­
lliam S. Baring-Gould ha reproducido una de las anécdotas
menos conocidas (Lancet, 1 de agosto de 1956):
Entró una mujer con ijn niño pequeño. Joe Bell le dio los buenos
días y ella se los dio a su vez en respuesta.

— ¿Qué tal la travesía desde Burntisland?


— Ha sido buena.
— ¿Ha sido buena también la caminata por Inverleith Row?
— Sí.
— ¿Y qué ha hecho con el otro chiquillo?
— Lo he dejado con mi hermana, en Leith.
— ¿Trabaja usted todavía en la fábrica de linóleo?
— Sí, todavía.

56
— Vean, señores, que al darme ella los buenos días he notado su
acento de Fife y, como ustedes saben, la ciudad más cercana de Fife
es Burntisland. Habrán notado la arcilla roja en los bordes de las suelas
de sus zapatos, y en veinte millas a la redonda de Edimburgo sólo
se encuentra arcilla roja en el Jardín Botánico. Inverleith Row pasa
por ahí y es el camino más corto para venir desde Leith. Habrán ob­
servado que el abrigo que llevaba colgado del brazo era demasiado
grande para el niño que la acompañaba, y que, por lo tanto, había
salido de su casa con dos niños. Por último, tiene dermatitis en los
dedos de la mano derecha, lo cual es característico de los trabajado­
res de la fábrica de linóleo de Burntisland. (1967: vol. I, 7)

Considérese la siguiente relación de una entrevista con


Doyle, en junio de 1892, publicada inicialmente en un artícu­
lo de Mr. Harry How, titulado «Un día con el doctor Conan
Doyle», que apareció en el Strand Magazine en agosto del
mismo año, publicado de nuevo por Hall (1978:82-83):
[En Edimburgo] conocí al hombre que me sugirió a Sherlock Hol­
mes... sus poderes intuitivos eran simplemente maravillosos. Entraba
el primer paciente. «Ya veo», decía Bell, «que su mal es la bebida.
Incluso lleva una botella en el bolsillo interior de la chaqueta.» Se
acercaba el siguiente. «Veo que es zapatero.» Después se volvía a los
estudiantes y les señalaba que la parte interna de la rodillera del pan­
talón del individuo estaba desgastada. Era donde apoyaba el yunque,
una peculiaridad que se encuentra sólo en los zapateros.

Hall (1978:78) también señala que Doyle reconoció su deu­


da a Bell en el dorso de la portada de The Adventures o f Sher­
lock Holmes (1892), en una dedicatoria a su antiguo maes­
tro. Hall cuenta también que, en una carta a Bell del 4 de mayo
de 1892, Doyle escribió:

No cabe duda de que es a usted a quien debo Sherlock Holmes, y


aunque en las narraciones tengo la ventaja de poder situarle [al de­
tective] en toda suerte de situaciones dramáticas, no creo que su tra­
bajo analítico supere algunos de los resultados que yo le he visto ob­
tener a usted en la consulta. A partir de la práctica fundamental de
deducción, inferencia y observación que usted nos inculcó, he inten­
tado crear un individuo que lleva el asunto a sus últimas consecuen­
cias —a veces incluso más lejos— y me alegra que los resultados le
satisfagan a usted precisamente, el crítico con mayor derecho a mos­
trarse severo. (1978:78)

57
Fig. 7. Retrato de Mycroft Holmes. Ilustración de Sidney Paget para
«El intérprete griego», The Strand Magazine, septiembre de 1893.

Es obvio que el siguiente pasaje recuerda de modo sor­


prendente algunas de las anécdotas que se cuentan de Joseph
Bell. Holmes y su hermano Mycroft se encuentran sentados
en el mirador (cf. Sebeok 1981: cap. 3) del Diogenes Club,
cuando Mycroft dice:

— Para quien quiera estudiar a los hombres no hay sitio mejor


que éste... ¡Mirad qué tipos tan magníficos! Fijaos en esos dos que
vienen hacia acá, por ejemplo.
— ¿El marcador de jugadas de billar y el otro?
— Precisamente. ¿Qué me dices del otro?
Los dos hombres se habían detenido frente al mirador. Unas man­
chas de tiza encima del bolsillo del chaleco fueron todo lo que yo
[Watson] pude distinguir de salón de billar en uno de ellos. El otro
58
era un tipo muy bajito, moreno, con el sombrero echado hacia atrás
y varios paquetes bajo el brazo.
— Un veterano, por lo que veo —dijo Sherlock.
— Licenciado hace muy poco —señaló su hermano.
— Veo que ha servido en la India.
— Suboficial.
— Royal Artillery, imagino —dijo Sherlock.
— Y, además, viudo.
— Pero con un hijo.
— Con hijos, muchacho, con hijos.
— Bueno —interrumpí yo [es decir, Watson] riendo—, esto se pasa
ya de la raya.
— Sin duda —replicó Holmes—, no cuesta tanto advertir que un
hombre de ese porte, con su expresión autoritaria y la piel curtida
por el sol, es un soldado, y algo más simple que un simple soldado,
y que regresó no hace mucho de la India.
— Que no hace mucho que ha dejado el ejército lo demuestra el
que todavía lleva sus botas «de fajina», como suelen llamarse
—observó Mycroft.
— No tiene el andar de los jinetes, pero llevaba el sombrero la­
deado, como se nota en la piel más pálida a un lado de la frente. Por
su peso no podía ser zapador. Era artillero.
— Como es natural, su luto riguroso demuestra que ha perdido
alguien que le era muy querido. El hecho de que él mismo haga las
compras hace suponer que se trata de su mujer. Observo que ha esta­
do comprando cosas para los niños. Lleva un sonajero, lo que signi­
fica que uno de ellos es muy pequeño. Es probable que la mujer haya
muerto al dar a luz. El hecho de que lleve un libro de estampas deba­
jo del brazo revela que existe otro hijo de quien acordarse, ( g r e e )

El propio Bell habla de la semejanza entre crimen y en­


fermedad en el pasaje siguiente, escrito en 1893 y citado por
Starrett (1971:25-26):
Traten, señores, de aprender las características de una enfermedad
o de un traumatismo con la misma precisión con que conocen los
rasgos, el modo de andar, las maneras de su amigo más íntimo. A
él pueden reconocerle de inmediato, aunque esté en medio de una
gran muchedumbre. Puede que sea una multitud de personas vesti­
das todas igual, cada una con los mismos ojos, nariz, cabello y extre­
midades que su amigo. En lo esencial se parecen todos; difieren sólo
en minucias, y sin embargo, al conocerse bien estas minucias, uste­
des realizan su identificación o su diagnóstico sin dificultad. Ocurre
lo mismo con las enfermedades mentales, corporales o morales } 4

59
Las características raciales, los modos de ser hereditarios, el acento,
la ocupación o falta de ella, la educación, el entorno del tipo que
sea, mediante sus pequeñas y triviales impresiones, modelan o cince­
lan gradualmente al individuo, y dejan impresiones digitales o inci­
siones de cincel que un experto puede reconocer. Las grandes carac­
terísticas que se pueden reconocer de un vistazo como indicadores
de una enfermedad cardíaca o de tuberculosis, de alcoholismo cróni­
co o de una pérdida constante de sangre, están al alcance del más
novato en medicina, mientras que para los maestros del oficio exis­
ten miríadas de signos elocuentes e instructivos, pero cuyo descubri­
miento requiere un ojo experto... La importancia de lo infinitamente
pequeño es incalculable. Emponzoñen un pozo de La Meca con el
bacilo del cólera y el agua santa que los peregrinos se llevarán embo­
tellada infectará un continente. Los andrajos de una víctima de la peste
aterrorizarán todos los puertos de la cristiandad. [Cursivas nuestras.]

Esta manera de considerar los síntomas como caracterís­


ticas distintivas de la identidad de una enfermedad, que por
lo tanto se trata como una entidad concreta, recuerda un pa­
saje de uno de los manuscritos no publicados de Peirce (Ms.
316), donde, al explicar que «nuestro conocimiento de la ma­
yoría de las nociones generales se produce de manera com­
pletamente análoga al conocimiento de una persona indivi­
dual», critica la afirmación del fisiólogo francés Claude Ber-
nard (1813-1878), según el cual: «La enfermedad no es una
entidad; no es más que un conjunto de síntomas.» Peirce ar­
guye que, más que una doctrina fisiológica, esto es una teo­
ría de falsa lógica. «Pero a la luz de los descubrimientos po­
sitivos de Pasteur y de Koch, vistos en conexión con las teo­
rías de Weissmann [j/c], nos percatamos de que, en lo que
se refiere a las enfermedades cimóticas [es decir, infecciosas],
éstas son una cosa en el mismo sentido en que el océano es
una cosa... [Un] conjunto de síntomas no es sólo una enti­
dad, sino necesariamente una cosa concreta. ...» Si Bernard
lo hubiese comprendido, prosigue Peirce, «quizá se habría
puesto a trabajar con auténtico provecho para llegar a un co­
nocimiento más profundo de esa cosa».
Sherlock Holmes pone verdaderamente en práctica lo que
predica Bell. Establece una «diagnosis», es decir, la identifi­
cación de una patología criminal a través de una serie de per­
cepciones diminutas, vinculadas entre sí mediante una hipó­
60
tesis, y habitualmente acaba por tratar un caso resuelto como
a un viejo amigo. Consideremos, por ejemplo, el siguiente pa­
saje, citado con frecuencia, de cuando Holmes lee el pensa­
miento de Watson (sobre «lectura del pensamiento», cf. n.
14):

Viendo que Holmes estaba demasiado absorto para conversar, dejé


a un lado el aburrido periódico, me arrellané en mi sillón y me aban­
doné a mis pensamientos. De pronto, la voz de mi compañero irrum­
pió en mis cavilaciones.
— Tiene usted razón, Watson —dijo—. Es una manera absurda
de zanjar una disputa.
— ¡De lo más absurda! —exclamé, pero, de pronto, dándome
cuenta de que él se había hecho eco de lo más íntimo de mis pensa­
mientos, me erguí en mi asiento y le miré atónito.
— ¿Qué es esto, Holmes? —grité—. Esto rebasa todo lo que po­
día haber imaginado... he estado sentado silenciosamente en mi si­
llón. ¿Qué pistas puedo haberle dado?
— Usted es injusto consigo mismo. Al hombre se le ha dado un
rostro como medio para expresar sus emociones, y el suyo es un ser­
vidor fiel.
— ¿Pretende decirme que ha leído el curso de mis pensamientos
en mi rostro?
— En su rostro, y especialmente en sus ojos. ¿No se acuerda, tal
vez, de dónde arrancaron sus cavilaciones?
— No, no me acuerdo.
— Entonces se lo diré yo. Después de tirar el periódico, gesto que
atrajo mi atención hacia usted, se quedó medio minuto con expre­
sión ausente. Después sus ojos se fijaron en el retrato recién enmar­
cado del general Gordon, y, por la forma en que cambió su expre­
sión, vi que se había iniciado una nueva sucesión de pensamientos.
Que, sin embargo, no le llevó muy lejos. Sus ojos se volvieron hacia
el retrato sin marco de Henry Ward Beecher, que está colocado enci­
ma de sus libros. Entonces miró a la pared, y por supuesto el signifi­
cado era obvio. Estaba usted pensando que si el retrato estuviera ya
enmarcado ocuparía aquel espacio vacío y haría juego con el retrato
de Gordon.
— ¡Me ha seguido usted de manera asombrosa! —exclamé.
— Hasta ahí era difícil que me perdiera. Pero entonces sus pen­
samientos volvieron a Beecher, y le clavó fijamente los ojos como si
estudiara su carácter en los rasgos de su cara. Después dejó de agu­
zar la mirada y siguió examinándolo con rostro pensativo. Recorda­
ba las vicisitudes de la carrera de Beecher. Comprendí que no podía

61
I-ig. 8. ...me abandoné a mis pensamientos. Ilustración de Sidney Paget
para «La caja de cartón», The Strand Magazine, enero de 1893.

hacerlo sin que pensara en la misión que emprendió por encargo del
Norte durante la Guerra Civil, porque yo no había olvidado la apa­
sionada indignación que usted había expresado por la manera en que
había sido recibido por los más turbulentos de entre los nuestros. Era
algo que se había tomado usted tan a pecho que estaba seguro de
que no podía pensar en Beecher sin pensar también en esto. Cuando,
un momento después, vi que desviaba los ojos del retrato, sospeché
que se había puesto a reflexionar sobre la Guerra Civil, y cuando ob­
servé que sus labios se apretaban, sus ojos brillaban y sus puños se
cerraban, no dudé de que pensaba en la nobleza que ambos bandos
habían demostrado en aquella lucha desesperada. Pero después vol­
vió a entristecerse su rostro; sacudió la cabeza. Pensaba usted en la
tristeza, el horror y el inútil derroche de vidas. Se llevó la mano a su
vieja cicatriz y una sonrisa tembló en sus labios, que me reveló que
se había abierto paso en su mente el aspecto ridículo de este sistema
de solucionar los conflictos internacionales. En ese momento fue cuan­
do me manifesté conforme con usted en que era absurdo, y tuve la
satisfacción de constatar que todas mis deducciones habían sido co­
rrectas.
— ¡Totalmente! —le dije—. Y ahora que usted me lo ha explica­
do confieso que sigo tan atónito como antes, (resi ; cf. c a r d .)

Verificar una hipótesis acerca de la identidad de una per­


sona a través de los indicios derivados de la apariencia física
del individuo, de su modo de hablar y de otras cosas por el
estilo implica siempre cierto grado de adivinación, razón por
la cual Peirce llama a esta operación inducción abductoria
(o, a veces, modelado especulativo):

Pero supongamos que, durante un viaje en tren, alguien me llama


la atención hacia un individuo cercano, y me pregunta si no tendrá
algo que ver con un sacerdote católico. Entonces me pongo a recapi­
tular mentalmente las características observables de un sacerdote ca­
tólico común, con el fin de ver qué proporción de ellas presenta ese
individuo. Las características no son susceptibles de contarse o me­
dirse; su significado relativo con referencia a la pregunta formulada
sólo puede estimarse de una manera vaga. De hecho es una pregunta
que no tiene una respuesta precisa. Sin embargo, si el modo de vestir
del individuo —botas, pantalones, chaqueta y sombrero— es el de
la mayoría de los sacerdotes católicos norteamericanos, si sus gestos
son los característicos en ellos, revelando un estado de nervios simi­
lar, y si su porte, resultado de una determinada disciplina de años,
es también característico de un sacerdote, y no obstante hay en él un
detalle muy poco probable en un ministro de la Iglesia romana, como
puede ser el hecho de llevar un emblema masónico, puedo decir que
no es un sacerdote católico, pero que lo ha sido, o que ha estado cer­
ca de serlo. Este tipo de inducción vaga la denomino inducción ab­
ductoria. (Ms. 692; cf. 6.526)

Y ahora pasemos del sacerdote a la monja:

Los tranvías son notables escuelas de modelado especulativo (specu-


lative modeling). Encerrados ahí, sin nada que hacer, comenzamos
a escudriñar a la gente de enfrente y a inventar biografías plausibles.
Veo a una mujer de cuarenta años. Tiene un aire muy siniestro, difí­
cil de encontrar uno parecido entre mil personas, rayano casi en la
locura, pero con una mueca de amabilidad que pocas personas, in­
cluso de su sexo, son capaces de controlar; y además de esto, dos feas
arrugas, a derecha y a izquierda de los labios apretados, hablan de
largos años de severa disciplina. Hay también una expresión servil
e hipócrita, demasiado abyecta para una criada; mientras que se pone
de manifiesto cierto estilo de educación de nivel bajo, sin ser del todo
vulgar, junto a cierto gusto en el vestir, que no es ni basto ni chillón,
sin ser de ningún modo elevado, que sugiere la familiaridad con algo
superior, algo más que el mero contacto de una criada con su señora.
El conjunto, sin que llame mucho la atención a primera vista, resul-

63
ta, al fijarse mejor en él, muy poco usual. Ante ello, nuestra teoría
nos dice que hace falta una explicación; y no tardo mucho en adivi­
nar que la mujer es una ex-monja. (7.196)

En los ejemplos anteriores, cada una de las preguntas que


se hace Peirce es, en sí misma, una hipótesis, similar en algu­
nos aspectos a la inferencia descrita en un pasaje autobiográ­
fico de otro ensayo de Peirce, en el que dice:

Una vez desembarqué en un puerto de una provincia turca; y, de ca­


mino hacia la casa que iba a visitar, me encontré con un hombre a
caballo, rodeado de cuatro jinetes que sostenían un baldaquín sobre
su cabeza. Como quiera que el gobernador de la provincia era el úni­
co personaje que podía suponer que gozaba de semejante honor, in­
ferí que se trataba de él. Esto fue una hipótesis. (2.625)

Los ejemplos mencionados ilustran lo que Sherlock Hol­


mes llama «razonar hacia atrás» (cf. la retro-ducción de Peir­
ce), una habilidad que, a pesar de su similitud en muchos as­
pectos con el tipo de reflexión que lleva a cabo el hombre co­
mún a diario, requiere, sin embargo, un cierto entrenamiento
especializado:

— En la resolución de un problema de ese tipo, lo principal es


la capacidad para razonar hacia atrás. Es una habilidad muy útil, y
muy fácil, pero que la gente no practica mucho. En los asuntos de
la vida cotidiana, es más útil razonar hacia adelante, y por eso la otra
manera se descuida. Existen cincuenta personas que pueden razonar
sintéticamente por cada una que puede razonar analíticamente.
— Confieso —dije yo [Watson]— que no le comprendo.
— No esperaba que lo hiciera. Veamos si se lo puedo aclarar. La
mayoría de las personas, si se les describe una sucesión de hechos,
le anunciarán cuál va a ser el resultado. Son capaces de coordinar
mentalmente los hechos, y deducir que han de tener una consecuen­
cia determinada. Sin embargo, son pocas las personas que, si se les
cuenta el resultado, son capaces de extraer de lo más hondo de su
propia conciencia los pasos que condujeron a ese resultado. A esa
facultad es a la que me refiero cuando hablo de razonar hacia atrás,
es decir, analíticamente, (stud )

De hecho, Holmes señala a menudo a Watson que él ve


lo mismo que todo el mundo, sólo se ha entrenado para apli-
64
Fig. 9. Sir Arthur Conan Doyle en su escritorio, en Southsea, 1886,
supuestamente escribiendo «Estudio en escarlata».

car su método al objeto de determinar el significado comple­


to de sus percepciones. Por ejemplo, Watson es requerido por
Holmes para que examine un sombrero a fin de encontrar una
pista sobre la identidad del caballero que lo ha llevado. «No
veo nada», es la respuesta de Watson, a lo que Holmes repli­
ca: «Al contrario, Watson, usted lo ve todo. Lo único es que
no razona a partir de lo que ve. Es demasiado tímido para
sacar sus inferencias» (BLUE). O, en otra ocasión, cuando
Watson dice: «Es obvio que en estas habitaciones usted ha
visto más cosas de las que eran visibles para mí», Holmes res­
ponde: «No, pero me figuro que he deducido un poco más.
Ver, me imagino que he visto lo mismo que usted» (SPEC).
El propio Peirce distinguía entre lo que él llamaba lógica
utens, es decir, cierto sentido rudimentario de lógica prácti­
65
ca, que es cierto método general por el que todo el mundo
llega a la verdad, sin, no obstante, ser consciente de usarlo
y sin ser capaz de especificar en qué consiste el método, y un
sentido más refinado de la lógica, o lógica docens, utilizada
por los lógicos y los científicos (y también por ciertos detec­
tives y médicos), que es una lógica que puede aprenderse cons­
cientemente y que, por lo tanto, es un método desarrollado
teóricamente para descubrir la verdad (Ms. 692; cf. Ransdell
1977:165). Sin embargo, ni el científico ni el lógico inventan
su lógica docens, sino que estudian y desarrollan la lógica na­
tural que ellos, como los demás, usan ya en la vida cotidia­
na. Al parecer, Sherlock Holmes comparte este punto de vis­
ta, a juzgar por su conversación con Watson, en la que ex­
presa: «No osaríamos concebir las cosas que son realmente
simples lugares comunes de la existencia... Créame, no hay
nada tan innatural como lo común» ( id e n ) . Holmes afirma,
además, que sus métodos no son otra cosa que «sentido co­
mún sistematizado» ( b l a n ) .
He aquí la descripción que hace Holmes del modelo que
trata de seguir:
El razonador ideal..., una vez que se le ha presentado un hecho de­
terminado en todos sus aspectos, debería deducir de éste no sólo toda
la cadena de acontecimientos que condujeron a él, sino también to­
dos los resultados que pueden derivarse. Del mismo modo que Cu-
vier podía describir correctamente un animal entero a partir de la ob­
servación de un solo hueso, el observador que ha comprendido bien
un eslabón en una serie de acontecimientos debería poder establecer
con precisión todos los demás, tanto anteriores como posteriores.
(FIVE)

No cabe duda de que la lógica docens de Sherlock Hol­


mes proviene, en gran medida, del entrenamiento científico
de su creador, Conan Doyle. Bell, su maestro, escribió que
«La educación del doctor Conan Doyle como estudiante de
medicina le enseñó a observar, y su profesión, sea como mé­
dico general, sea como especialista, fue un entrenamiento es­
pléndido para un hombre como él, dotado de buenos ojos,
memoria e imaginación» (Bell 1893, citado en Nordon 1966:
213). En especial, el atento control de que hace gala Holmes
parece debido en buena parte a su dedicación a la química.25
66
Así como «la puesta en escena de la investigación química,
nunca muy sólida, fue deteriorándose a medida que pasaba
el tiempo, hasta desaparecer del todo», el rincón que Hol­
mes reservaba a la química le sirvió «para mantener un con­
tacto práctico con una ciencia exacta en la que causas y efec­
tos, acción y reacción, podían predecirse con una seguridad
fuera del alcance de la menos precisa ‘ciencia detectivesca’,
por mucho que se esforzara por alcanzar la máxima exacti­
tud en su profesión de elección» (Trevor Hall 1978:36-37). Tal
como dijo Holmes: «Como todas las demás artes, la Ciencia
de la Deducción y del Análisis sólo se puede aprender a tra­
vés de un estudio largo y paciente, y la vida no es bastante
larga para permitir que ningún mortal alcance la máxima per­
fección en esa ciencia» ( s t u d ) .
Peirce también fue toda su vida aficionado a la química.
En 1909, escribió:

Fig. 10. Holmes estaba... trabajando muy absorto en una investiga­


ción química. Ilustración de Sidney Paget para «El tratado naval»,
The Strand Magazine, octubre de 1893.

67
Pronto demostré un interés infantil por la dinámica y la física, y como
el hermano de mi padre era químico, debía de tener yo alrededor de
doce años cuando instalé por mi cuenta un laboratorio químico y em­
pecé a trabajar con el centenar de botellas de análisis cualitativo de
Leibig y a fabricar sustancias como el bermellón, tanto por el proce­
dimiento seco como húmedo, y repetí muchos de los procesos quími­
cos conocidos. (Ms. 619)

La química fue la profesión para la que se educó espe­


cialmente a Peirce, además de ser «la ciencia en que más tra­
bajó» y «cuyos razonamientos más admiraba» (Ms. 453; cf.
Hardwick 1977:114).
A quien no está versado en la lógica teórica, cualquier de­
mostración por parte de un experto de sus habilidades razo­
nadoras le parecerá, si éste no le explica los pasos lógicos que
ha seguido, poco menos que magia. Nordon señala que «sus
deducciones llevan a Holmes a hacer revelaciones que pare­
cen casi mágicas» (1966:222). El doctor Watson no cesa de
asombrarse, como todos sabemos, ante las deducciones de
Holmes. Este efecto es realzado por el «notable gusto [de Hol­
mes]... por las escenificaciones y los efectos teatrales» (Sta-
rrett 1971:29), una inclinación que Peirce comparte, a juzgar
por la manera teatral con que nos cuenta la historia del reloj
robado y por el hecho de que se dice que desde niño demos­
tró afición y talento por el teatro.26
«Cuando se especializó en criminología, la escena perdió
un excelente actor», dice Watson refiriéndose a Holmes, «y
la ciencia un agudo razonador» (SCAN). Hasta cierto punto,
la forma teatral con que Holmes alardea de sus operaciones
lógicas es similar al modo en que ciertos médicos tratan de
impresionar a sus pacientes haciéndoles creer en sus poderes
mágicos de diagnosis, con lo que desarrollan un sentimiento
de confianza por parte del paciente que contribuirá al proce­
so de curación.27
El propio Joseph Bell habla de este tipo de manipulación
psicológica como sigue:

El reconocimiento [de la enfermedad] depende en gran medida de


la apreciación precisa y rápida de los pequeños detalles en que la en­
fermedad difiere de la buena salud. Al estudiante hay que enseñarle
a observar. Para interesarle en este tipo de trabajo, nosotros los pro-

68
Fig. 11. «No resisto nunca un toque de dramatismo» —devolviendo
los documentos robados a Phelps en «El tratado naval». Ilustración
de Sidney Paget para The Strand Magazine, noviembre de 1893.

fesores encontramos útil demostrarle lo que un observador con ex­


periencia puede descubrir sobre cosas tan comunes como son el pa­
sado del paciente, su nacionalidad y su ocupación. El enfermo, ade­
más, quedará presumiblemente convencido de vuestra capacidad de
curarle si se da cuenta de que, de un solo vistazo, podéis descubrir
tantas cosas de su pasado. Y el truco es mucho más fácil de lo que
parece al principio. (Trevor Hall 1978:83; las cursivas son nuestras.)

Es frecuente que Holmes dé comienzo a su entrevista ini­


cial con un posible cliente con una impresionante serie de «de­
ducciones», al estilo descrito por Bell, y esas «pequeñas y as­
tutas deducciones... a menudo no tienen nada que ver con el
asunto de que se trata, pero impresionan al lector con una
sensación general de poder. El mismo efecto se obtiene con
la alusión extemporánea a otros casos» (1924:101-102).28
¿Quién de nosotros no se ha sentido intimidado alguna
vez por una parecida técnica de entrevista usada por nuestro
propio médico, cuando nos pregunta una serie de cosas apa­
rentemente sin relación (por ejemplo: ¿Ha fumado mucho úl­
timamente? ¿Le duele sólo por la noche? ¿Solía su madre te­
ner jaqueca?), al término de las cuales anuncia de improviso
69
1
el diagnóstico, declaración que a nosotros, incapaces de juz­
gar el significado de cada uno de los indicios por separado
y, por lo tanto, la lógica de la secuencia de preguntas, nos
parece un milagro. Si el médico ya ha establecido el diagnós­
tico, pero todavía no lo ha comunicado al paciente, las pre­
guntas que hace entonces para verificar su hipótesis le pare­
cerán al paciente casi un ejercicio de percepción extrasenso-
rial (por ejemplo: Usted tiene esta sensación sólo a la hora
y media de haber comido, y va acompañada de un dolor pun­
zante en el brazo derecho, ¿verdad? — Sí, ¿cómo lo sabe?).
A pesar de que las conjeturas son parte importante en to­
das las operaciones lógicas, como ha demostrado Peirce, el
paciente típico podría perder confianza en el médico si des­
cubriera la cantidad de adivinación que hay en los diagnósti­
cos y tratamientos médicos. Por tanto, los médicos se ven más
o menos obligados a disimular ese aspecto de su trabajo, de
modo similar a como hace Sherlock Holmes para labrarse su
reputación de detective genial. Como en el ejemplo que aca­
bamos de dar, los médicos, con este fin, desconciertan, por
así decirlo, al paciente, encubriendo deliberadamente el pro­
ceso de su razonamiento, haciendo que las preguntas parez­
can deducciones, comportándose como si hubieran llegado
al diagnóstico a través de deducciones e inducciones, sin ab­
ducción previa, o fingiendo comprender nuestros sentimien­
tos y nuestros pensamientos más íntimos sin la mediación de
signos emitidos por el paciente.
La importancia de estas estratagemas para la reputación
de Holmes queda en evidencia en el siguiente pasaje donde
el detective entrevista a un tal señor Jabez Wilson. Holmes
anuncia su conclusión asombrosamente precisa sobre el en­
torno social y el estilo de vida del señor Wilson, a lo que éste
«dio un brinco en la silla» y preguntó: «Pero, por el amor
de Dios, ¿cómo ha podido saber todo esto, señor Holmes?»

— ¿Cómo sabe, por ejemplo, que he realizado trabajos manua­


les? Es tan cierto como el evangelio, pues comencé como carpintero
naval.
— Sus manos, mi querido señor. La mano derecha es un poco
más grande que la izquierda. Ha trabajado con ella, y los músculos
están más desarrollados.

70
Fig. 12. Impresionar al cliente desde el principio, la estratagema fa­
vorita de Holmes. Aquí desbarata el incógnito del señor Grant Mun-
ro al leerle el nombre en el forro del sombrero. De «La cara amari­
lla». Ilustración de Sidney Paget para The Strand Magazine, febrero
de 1893.

— Bueno, ¿y lo del rapé, entonces, y la francmasonería?


— No quiero ofender su inteligencia explicándole cómo he des­
cubierto esto, especialmente si, contraviniendo las estrictas reglas de
la orden a que pertenece, lleva usted un pasador de corbata con los
signos de la escuadra y el compás.
— Ah, claro, me había olvidado. Pero, ¿y lo de escribir?
— ¿Qué otra cosa puede indicar el lustre de cinco pulgadas de
su puño derecho y el redondel alisado del codo de la manga izquier­
da, donde el brazo se apoya en la mesa?
— Bien, ¿y lo de China?
— El pez que lleva tatuado junto a la muñeca del brazo derecho

71
sólo puede haber sido hecho en China. He estudiado un poco eso
de los tatuajes e incluso he contribuido a la literatura sobre el tema.
El detalle de colorear las escamas del pez con un leve color rosado
es característico de China. Si, además, veo colgar de la cadena de
su reloj una moneda china la cosa se simplifica todavía más:
El señor Jabez Wilson se echó a reír, y dijo:
— ¡Jamás lo hubiera creído! Al principio me pareció que usted
había hecho algo muy inteligente, pero ahora veo que, después de todo,
no tiene ningún mérito especial.
— Comienzo a creer, Watson —dijo Holmes—, que cometo un
error dando explicaciones. Omne ignotum pro magnifico, ¿sabe? Y
si sigo siendo tan ingenuo, mi reputación, pobre y pequeña como es,
sufrirá serios quebrantos, ( redh )

En otra ocasión, Holmes señala que «temo exponerme de­


masiado dando tantas explicaciones... Los resultados sin las
causas impresionan más» (STOC). De todos modos, Holmes
no peca de excesiva candidez al decir a un cliente: «Temo de­
cepcionarle si le doy una explicación, pero tengo por costum­
bre no ocultar mis métodos, ni a mi amigo Watson ni a nadie
que muestre un interés inteligente en ellos» (REIG).29

4. La Taumaturgia en la realidad y en la ficción

La confrontación del método de Charles Peirce, detecti­


ve, con el de Sherlock Holmes, semiótico, que comenzó como
un jeu d ’esprit, acaba por arrojar una luz inesperada tanto
sobre el personaje histórico como sobre el novelesco. Desde
la perspectiva del gran lógico y erudito, la Ciencia de la De­
ducción y del Análisis de Holmes, expuesta en conjunto en
su artículo «El libro de la vida» (STUD), donde «el autor pre­
tendía sondear los más íntimos pensamientos de un hombre
a través de una expresión momentánea, de la contracción de
un músculo o de una mirada», parece muy alejada de la «in­
falible charlatanería» o «necedades» que Watson, al princi­
pio, pensaba que era. Las teorías que Holmes exponía en el
artículo, que parecían a su Boswell «tan quiméricas, son, en
realidad, extraordinariamente prácticas», y su proyectado li­
bro de texto en un solo volumen sobre «todo el arte del de-
tectivismo» ( a b b e ) , al que pensaba «dedicar los años de la
72
vejez», suponen un fundamento contextual en la historia de
las ideas, basado, en parte por lo que es o por lo que hubiera
podido ser, en «una mezcla de imaginación y realidad»
( i'HOR) y en la práctica juiciosa de la especulación como «uso
científico de la imaginación» (HOUN).
Holmes fue un médico brillante del cuerpo social, una de
cuyas enfermedades es el crimen. Habla de sus casos «con
el aire de un patólogo que presenta un raro espécimen»
(c r e e ). Holmes estaba complacido de que Watson hubiera
decidido poner por escrito aquellos acontecimientos que da­
ban lugar a la deducción y a la síntesis lógica. A la vez que
afirmaba (STUD) que «la vida entera es una gran cadena cuya
naturaleza conocemos cuando se nos muestra uno solo de sus
eslabones», también mantenía que sus conclusiones de una
a otra eran «tan infalibles como tantas proposiciones de Eucli-
des. Resultaban estas conclusiones tan sorprendentes para el
110 iniciado, que mientras éste no llegase a conocer los proce­
sos mediante los cuales había llegado a ellas, podía muy bien
considerarlo un nigromante».
Peirce era, a su manera, un nigromante tan grande como
Holmes, por eso nos fascinan sus escritos y los pormenores
de su vida. Según el ponderado y fiel retrato que hace de él
Charles Morris (1971:337), Peirce era «heredero de todo el aná­
lisis histórico y filosófico de los signos». Representa la cima
más alta de la cordillera que empieza a elevarse en la antigua
Grecia, con la semiótica clínica de Hipócrates, que Galeno
desarrolla de forma más completa y explícita (Sebeok 1979:
cap. 1), y sigue con el médico Locke, cuya semiotiké Peirce
«sopesó con singular atención y consideración», y que segu­
ramente proporcionó «otra especie de Lógica y Crítica, dis­
tinta de la que hemos conocido hasta ahora» (Locke 1975:
721).
Una cosa es proclamar —como hacemos— la continui­
dad y el efecto acumulativo de este panorama, que se extien­
de desde la arcaica diagnosis y prognosis médica hasta las for­
mulaciones modernas de una doctrina de los signos por Peirce
y, más cercanos a nosotros, por virtuosos contemporáneos
como el biólogo báltico Jacob von Uexküll (1864-1944) y el
matemático francés René Thom (nacido en 1923). Pero otra
cosa es documentarlo. La comprobación requerirá por lo me­
73
nos una generación más de esfuerzo concentrado por parte
de equipos de especialistas bien preparados en la laberíntica
historia de la ciencia del signo (cf. Pele 1977), de la que hasta
ahora sólo han delineado escuetamente el perfil los pocos ex­
ploradores suficientemente equipados para seguir las pistas
reveladas por Peirce, hasta ahora el más osado de los pione­
ros, o de los descubridores, de esta gran aventura.

NOTAS
1. Los autores agradecen a Martín Gardner, Christian Kloesel, Edward C. Moo-
re, Joseph Ransdell, David Savan y John Bennett Shaw sus útiles comentarios a una
versión preliminar de este artículo. Nuestro agradecimiento especial a Max H. Fisch,
otro detective magistral, por su generosa e inestimable ayuda en la localización de
cartas y pasajes, en los manuscritos inéditos de Peirce, que se refieren a los temas
discutidos aquí, y por habernos dado acceso a su colección infinitamente variada
y fascinante de datos relacionados con Peirce. Los comentarios detallados de Fisch
sobre el presente trabajo aparecen en Sebeok 1981:17-21.

2. Las referencias a los Collected Papers o f Charles Sanders Peirce (véase Peir­
ce 1965-66) están abreviadas en la forma acostumbrada con el volumen y número,
de párrafo. Las referencias a los manuscritos de Peirce incluyen el número de catá­
logo de Robin 1967.

3. La relación completa que hizo Peirce de esa investigación, escrita en 1907,


no fue publicada hasta 1929, en The H ound and Horn. En una carta a William
James del 16 de julio de 1907, Peirce escribe que, siguiendo el consejo de James,
había relatado la historia de la pérdida del reloj en un artículo que había enviado
aquel mes de junio al Atlantic Monthly (véanse las noticias de Fisch 1964: 31, nota
28 sobre la correspondencia entre Peirce y otras personas acerca de ese artículo) y
que el editor de la revista, Bliss Perry, había rechazado. Una versión muy condensa-
da de la narración del hurto resumida en una nota a pie de página apareció en 7.36-
48.

4. El notable aplomo de Peirce se expresa de manera encantadora en la carta


que envió al superintendente C.P. Patterson de la Coast Survey el 24 de junio: «He
de notificarle que llegué aquí el pasado sábado y que mi reloj, propiedad de la Sur­
vey, me fue robado... en el momento de mi llegada. En el acto comencé las pesqui­
sas para recuperarlo y he tenido la satisfacción de conseguirlo esta tarde, y tengo
fundadas esperanzas de capturar al ladrón mañana por la mañana antes de las siete.»

5. Al hablar del papel desempeñado en las formalidades legales del caso, Peirce
continúa: «He mandado un mensaje al Fiscal del Distrito diciéndole que esperaba

74
que retuviera a los presos el mayor tiempo posible, con lo que no veo la utilidad
de seguir insistiendo, para lo cual tendría que abandonar mi proyecto de ir a París.»
En 1902, Peirce se expresaría con más energía sobre la cuestión del delito y su casti­
go: «Me indigna hasta tal punto que, si pudiera, aboliría casi todos los castigos a
las personas adultas, y los juicios de aprobación o desaprobación los limitaría a los
de miembros del tribunal. Que la opinión pública apruebe o desapruebe cuando esté
mejor enterada. En cuanto a la fuerza pública, que se limite a hacer lo imprescindi­
ble para el bienestar de la sociedad. El castigo, el castigo severo, el bárbaro castigo
de una celda, infinitamente más cruel que la muerte, no mejora en nada el bienestar
público o privado. En cuanto a las clases criminales, yo las eliminaría, no por el
bárbaro método propuesto por esos monstruos surgidos de la economía, sino man­
teniendo confinados a los criminales en un lujo relativo, convirtiéndoles en indivi­
duos útiles y previniendo la reproducción. Sería fácil que, de ser una fuente de gas­
tos y de perpetuo perjuicio para la gente, pasaran a convertirse en autosuficientes
e inofensivos guardianes del estado. El único gasto sería el de la pérdida de nuestra
dulce venganza sobre ellos. En cuanto a los criminales esporádicos, estafadores, ase­
sinos y similares, yo los deportaría a una isla y los dejaría que se gobernaran por
sí solos y tratasen entre sí. En cuanto a las infracciones pequeñas, podrían mante­
nerse las penas pequeñas.» (2.164).

6. «La abducción, a fin de cuentas, no es otra cosa que intentar adivinar», es­
cribió en otro sitio (7.219; cf. Ms. 692). Compárese con las observaciones explicati­
vas de Chomsky (1979:71) en relación con la abducción, sobre «el filósofo con quien
más afín [se siente]»: «Peirce argüyó que para explicar el desarrollo del conocimien­
to es necesario asumir que ‘la mente del hombre tiene una adaptación natural a ima­
ginar teorías correctas de algunos tipos’, cierto principio de ‘abducción’ que ‘pone
límites a las hipótesis admisibles’, una especie de ‘instinto’, desarrollado en el trans­
curso de la evolución. Las ideas de Peirce sobre la abducción eran bastante vagas,
y su sugerencia de que una estructura biológica determinada juega un papel funda­
mental en la selección de las hipótesis científicas parece haber tenido muy poca in­
fluencia. Por lo que yo sé, casi nadie ha intentado desarrollar ulteriormente estas
ideas, aunque nociones similares han sido desarrolladas independientemente en di­
versas ocasiones. La influencia de Peirce ha sido enorme, pero no por esta razón
en particular.» La monografía clásica sobre este aspecto negligido de la contribu­
ción de Peirce a la filosofía de la ciencia es la tesis muy breve, pero completa, de
Fann (1970), escrita en 1963, una de cuyas peculiaridades es una alusión a Sherlock
Holmes; los ejemplos de Fann tienen la finalidad de «demostrar que el método de
la ciencia tiene mucho en común con el método de los detectives» {ibid.: 58). Véase
además Walsh (1972).

7. Peirce afirma en otro lugar que la habilidad del polluelo recién salido del cas­
carón para picotear comida, «escogiendo mientras picotea, y picoteando lo que se
propone picotear», aunque «sin razonar, puesto que no es un acto deliberado», es,
sin embargo, «en todos los respectos menos en éste... exactamente igual a la inferen­
cia abductiva», y pasa a derivar las ciencias físicas y sociales de los instintos anima­
les para conseguir alimento y reproducirse, respectivamente (Ms. 692). La retroduc-
ción es un tipo de comportamiento instintivo cuyos dos ejemplos clásicos son la
migración de los petirrojos y la construcción de panales por las abejas. Peirce deno­
minó al comportamiento aparentemente inteligente de los animales inferiores il lume

75
naturale, que consideraba imprescindible para todo tipo de retroducción. (Sobre el
concepto de «lumiére naturelle», véase Ayim 1974: 43, nota 4.) Peirce hablaba de
instinto racional, animal y vegetal; coincidimos con la opinión de Ayim {ibid. 36)
de que todos los niveles de actividad instintiva tienen «en común esta característica:
la actividad provee a la supervivencia y al bienestar de la especie en conjunto al ca­
pacitar a los miembros de ésta para reaccionar adecuadamente a las condiciones
ambientales»; lo cual es ta'mbién válido para el hombre como científico. Véase ade­
más la interesante observación de Norwood Russell Hanson (en Bernstein 1965:59)
de que «A menudo la coletilla de los comentarios de Holmes, ‘Simple deducción,
mi querido Watson’, se refiere a que el razonamiento en cuestión ha procedido de
lo previamente aceptado a lo que debía de haberse previsto. Pero también el mate­
mático y el científico razonan con frecuencia empezando por el final de la página
hacia arriba.» Esta es una de las cosas que Peirce identifica como «retroducir». Pro­
cede desde una anomalía inesperada hacia un grupo de premisas, la mayor parte
de las cuales han sido ya aceptadas. No hace falta señalar que, al contrario de lo
que dice Hanson, Holmes jamás pronunció las palabras citadas; como tampoco dijo
nunca aquello de «Elemental, mi querido Watson».

8. Para una exposición detallada del trabajo experimental en psicología de la


percepción, dirigido por Peirce y Joseph Jastrow, que Peirce presenta como prueba
en apoyo de su teoría de la adivinación, véase Peirce 1929 y 7.21-48.

9. En cuanto al método científico, la abducción es, según Peirce, «meramente


preparatoria» (7.218). Los otros «tipos de razonamiento fundamentalmente diferentes»
de la ciencia son la deducción y la inducción (véase su desarrollo en 1.65-68, 2.96-
97, 5.145, 7.97, 7.202-07). En resumen, el paso de adoptar una hipótesis o una pro­
posición que conduzca a la predicción de los que aparentemente son hechos sor­
prendentes se denomina abducción (7.202). El paso mediante el cual se llega a las
consecuencias experimentales necesarias y probables de nuestra hipótesis, se deno­
mina deducción (7.023). Inducción es el nombre que Peirce da a las pruebas experi­
mentales de la hipótesis (7.206).

10. Peirce también da a la abducción el nombre de «Argumento Originario»,


puesto que es, de las tres formas de razonamiento, la única que origina una idea
nueva (296) y, de hecho: «Su única justificación es que si alguna vez llegamos a
comprender las cosas lo hacemos necesariamente de esta manera» (5.145). Del mis­
mo modo, «ni la deducción ni la inducción pueden añadir jamás el menor elemento
a los datos de la percepción; y... las meras percepciones no constituyen un conoci­
miento aplicable a ningún uso práctico o teórico. Todo lo que hace utilizable el co­
nocimiento nos llega siempre via abducción» (Ms. 692).

11. Que sepamos, no hay ninguna prueba directa de que Peirce leyera alguno
de los relatos de Holmes, o de que conociera a Sir Arthur Conan Doyle. Es verosí­
mil, sin embargo, que Peirce hubiera oído hablar por lo menos de las primeras his­
torias de Sherlock Holmes. El primer relato que apareció en Estados Unidos, «Es­
tudio en escarlata», fue publicado, en 1888, por Ward Lock, y, en 1890, apareció
«El signo de los cuatro» en Lippincott’s Magazine, la principal rival contemporá­
nea de Atlantic Monthly, que sabemos que Peirce sí leía (véase nota 3). Además,
ya en 1894, Conan Doyle estaba de moda en Estados Uñidos, año en que el famoso

76
escritor pasó dos meses en ese país, donde dio una serie de conferencias y conoció
a sus colegas norteamericanos (Nordon 1966:39-40). Peirce había crecido en con­
tacto con escritores y artistas, así como también con hombres de ciencia. En una
carta a Victoria, Lady Welbv, del 31 de enero de 1908, escribió: «Pero mi padre era
un hombre de amplias miras y también intimamos con gente de letras. William Story
el escultor, Logfellow, James Lowell, Charles Norton, Wendell Holmes, y de vez en
cuando Emerson, están entre los personajes de mis recuerdos más tempranos» (Hard­
wick 1977:113). De adulto, parece que Peirce se mantuvo al corriente de las noveda­
des en el mundo de las artes literarias, dado que menciona con frecuencia a escrito­
res europeos y norteamericanos de su época en sus reseñas en The Nation (Ketner
y Cook 1975). Edgar Alian Poe (1809-49), además, fue al parecer uno de los escrito­
res favoritos de Peirce, y lo menciona en 1.251, 6.460, Ms. 689, Ms. 1539. A juzgar
por sus referencias a «Los crímenes de la calle Morgue» de Poe, no cabe duda de
que a Peirce le gustaban los relatos de detectives. Por supuesto, se reconoce en gene­
ral que el personaje de Sherlock Holmes está inspirado en parte en el Chevalier Du­
pin de Poe (por ejemplo, Messac 1929:596-602, Nordon 1966:212 ss., Hall 1978: 76;
véase más abajo). Hitchings (1946:117), en su artículo sobre Holmes como lógico,
señala con acierto que «a diferencia de Dupin, que es el invento de un matemático
y poeta, Sherlock Holmes, incluso en sus aspectos más teóricos, es fruto de la men­
te de un médico, y siempre tiene los pies firmemente plantados en el suelo». De to­
dos modos, Hitchings está sobre una pista falsa cuando dice que «la mayor parte
del razonamiento de Holmes es causal», citando una observación del propio detec­
tive, quien dice que «razonar de efecto a causa es menos frecuente y por consiguien­
te más difícil que razonar de causa a efecto» {ibid.: 115-16).

12. Watson señala que el conocimiento de Holmes de la «literatura sensaciona-


lista [es] inmenso» (s tu d ). De hecho, Holmes tenía siempre al día un fichero de los
casos criminales más insólitos e interesantes de todo el mundo, que consultaba con
frecuencia al objeto de solucionar un caso nuevo por analogía con otros anteriores,
como, por ejemplo, en id e n o en n o b l . «Puedo guiarme por los miles de casos si­
milares que me vienen a la memoria», dice a Watson en r e d h . Peirce se refiere a
la analogía como una combinación de abducción e inducción (por ejemplo, 1.65,
7.98).

13. «Es una vieja máxima mía», declara Holmes, «que una vez se ha excluido
lo imposible, lo que queda, por improbable que resulte, tiene que ser la verdad»
(b ery ; cf. s in g , b la n , b r u c ). Véase la máxima de Peirce según la cual «Los hechos
no pueden ser explicados por una hipótesis más extraordinaria que los propios he­
chos; y entre varias hipótesis hay que adoptar Ja menos extraordinaria» (Ms. 696).
Véase Gardner 1976:125, quien describe el proceso de la manera siguiente: «Como
el científico que trata de resolver un misterio de la naturaleza, Holmes en primer
lugar recogía todas las pruebas posibles pertinentes a su problema. A veces realiza­
ba experimentos para obtener datos nuevos. Después examinaba la totalidad de las
pruebas a la luz de sus vastos conocimientos del crimen, y/o de las ciencias vincula­
das con el crimen, con el fin de llegar a la hipótesis más probable. De la hipótesis
se sacaban deducciones; después se verificaba de nuevo la teoría enfrentándola a
nuevas evidencias, se revisaba, en caso de que fuera necesario, hasta que, por últi­
mo, surgía la verdad con una probabilidad muy cercana a la certeza.»

77
14. Sebeok (1979, cap. 5) analiza las reflexiones que hace Peirce sobre la adivi­
nación en el contexto de algunos juegos infantiles, por una parte, y de ciertas exhi­
biciones de ilusionismo, por otra. El Juego de las Veinte Preguntas es el equivalente
verbal del Juego del Frío y Caliente, en el que las pistas verbales quedan reducidas
al mínimo, como sucede en el afín Juego del Sí o No, tan vividamente descrito por
Dickens (1843, Estrofa Tercera). Las pistas no verbales, proporcionadas de manera
inconsciente, guían al ilusionista hacia el objeto buscado en ciertos tipos de funcio­
nes de magia, donde las pistas verbales quedan excluidas por completo. Esta comu­
nicación no verbal, o feedback, explica también algunos fenómenos pretendidamente
«ocultos», como el movimiento de la tabla de Ouija, el golpeteo de la mesa espiri­
tista y la escritura automática, y es la base de diversos tipos de sesiones mentales,
conocidas en el ramo de la magia como «lectura de músculos» o «lectura del pensa­
miento». En actos de este tipo: «El espectador cree que está siendo guiado por el
mago, pero en realidad el ejecutante permite que el espectador lo guíe a él a través
de tensiones musculares inconscientes» (Gardner 1957:109; cf. idem 1978:392-96,
donde se dan otras referencias). Los mejores magos del pensamiento son capaces
de prescindir por completo del contacto físico, y encuentran lo que buscan sólo ob­
servando las reacciones de los espectadores de la sala; Sebeok (ibid.) cita como ejem­
plos de ello a Persi Diaconis y a un ilusionista que se hace llamar Kreskin. Estos
casos se parecen de una manera asombrosa a la historia de Peirce (1929). Diaconis,
además de ser uno de los magos actuales de mayor talento, se cuenta entre los prin­
cipales expertos en el sofisticado campo del análisis estadístico de las estrategias
conjeturales y del juego de azar, y en la aplicación de técnicas nuevas en la investi­
gación parapsicológica (hasta ahora con resultados del todo negativos; véase Dia­
conis 1978.136). También cabe mencionar a ese respecto la observación de Scheglov
(1976.63) acerca del aumento de la tensión y excitación a medida que el razonamiento
lógico de Holmes gradualmente «repta por el ánimo del criminal y acaba alzando
una punta del velo (el efecto es muy parecido al del juego infantil del Frío o Calien­
te, en el que la zona de búsqueda se restringe gradualmente y va siendo cada vez
más caliente)». La lectura de músculos, que alcanzó su máxima popularidad en Es­
tados Unidos, se convirtió también en un juego de salón conocido por «Willing».

15. A propósito, en dos historias de Holmes aparecen detectives de la Pinkerton


National Detective Agency: Young Leverton, con un papel pequeño en r e d c , y Birdy
Edwards, alias John («Jack») McMurdo, alias John («Jack») Douglas, que se sos­
pecha fue arrojado por la borda en las proximidades de Santa Helena por la banda
de Moriarty (al final de v a l l ) .

16. Sobre este pasaje, véase el comentario de Castañeda (1978:205), «los filóso­
fos in fieri pueden sacar provecho de los diversos principios metodológicos que Sher­
lock Holmes formula e ilustra en sus diferentes aventuras».

17. Un paralelo interesante se halla en Zadig (Cap. 3) de Voltaire, donde la habi­


lidad demostrada por Zadig para interpretar indicios lo lleva a ser detenido, proce­
sado y multado.

18. Peirce admite que él mismo «en casi todo lo publicado [por él] antes de prin­
cipios de siglo... mezcló más o menos Hipótesis e Inducción» (8.227), y atribuye
esta confusión de los dos tipos de razonamiento a que los lógicos tienen «una con­

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cepción demasiado estricta y formalista de la inferencia (como necesaria obtención
de juicios formulados a partir de las premisas)» (2.228), véase también 5.590-604,
Ms. 475, Ms. 1.146.

19. Cf. las observaciones de Holmes: «Ya le he explicado que lo que está fuera
de lo común suele ser más una guía que un obstáculo» (s tu d ); «La singularidad
es casi invariablemente una pista» (b o sc ); «Cuanto más outré y grotesco sea un in­
cidente, tanto más cuidadosamente merece ser examinado, y el propio detalle que
parece complicar un caso es, una vez debidamente considerado y tratado de manera
científica, el que más probabilidades tiene de elucidarlo» (h o u n ); y «Sólo el caso
incoloro, carente de hechos significativos, es un caso sin esperanza» (s h o s ).

20. Además de su preparación médica especializada, Conan Doyle se vio impli­


cado en el entusiasmo general por la ciencia que reinaba en la Inglaterra de su épo­
ca. A mediados del siglo diecinueve, la ciencia se había convertido en una parte sus­
tancial del pensamiento inglés a todos los niveles, y había en general «un tono do­
minante de racionalidad positivista» (Messac 1929:612; cf. Nordon 1966:244). El
propio Conan Doyle cuenta que: «Hay que recordar que fueron los años en que Huxley,
Tyndall, Darwin, Herbert Spencer y John Stuart Mili eran nuestros filósofos más
importantes, y que incluso el hombre de la calle sentía la impetuosa corriente arro­
lladora de su pensamiento...» (1924:26). Hitchings (1946:115) compara explícitamente
la lógica de Holmes con la de Mili: «El método habitual [de Holmes] de resolver
esos difíciles problemas es una versión personal y ampliada del Método de los Resi­
duos de Mili.»

21. Como recientemente confirmó Gould (1978:504): «En una profesión que con­
fiere posición social y poder a cambio de descubrimientos claros e inequívocos, el
amaño, la adulteración y la manipulación [de datos] de manera inconsciente o va­
gamente percibida son desenfrenados, endémicos e inevitables.» En pocas palabras,
esa manipulación de los datos puede que sea una norma científica. Cf. Gardner
1981:130.

22. Al repasar el gran número de diagnósticos médicos en los relatos de Holmes


(enfermedades cardíacas y enfermedades tropicales especialmente), Campbell (1935:
13), cardiólogo, concluye que, desde el punto de vista médico, «Watson parece estar
excelentemente informado». Es interesante observar que, mientras Watson utiliza
con éxito el método lógico de diagnosis con respecto a la patología del cuerpo, es
singularmente inepto cuando trata de transferir ese método a la indagación crimi­
nal, por lo que resulta un ejemplo de alguien versado sólo £le manera incompleta
en lógica docens (véase más adelante).

23. En cuanto al lado artístico de la medicina, Messac señala con acierto que
Conan Doyle seguía a Bell en lo que respecta a la diagnosis ampliada a toda la per­
sonalidad y vida del paciente, y en la opinión de que la diagnosis «n’a jamais une
rigueur absolue; il comporte des flottements, des erreurs». La investigación crimi­
nal, como la medicina, es una suerte de «pseudo-ciencia» (1929:617). Según Tho-
mas (1983:32), hacia el año 1937 «la medicina comenzó a transformarse en una tec­
nología basada en auténtica ciencia».

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24. Holmes, igual que Peirce, estaba más interesado en su método que en la cues­
tión particular a que era aplicado. El y Watson, por ejemplo, discutían acerca del
modo en que éste había descrito los casos de aquél, y Holmes critica a Watson di­
ciendo: «Quizás usted se equivocó al tratar de dar colorido y vida a cada una de
sus exposiciones, en vez de limitarse a la tarea de dejar constancia del severo razo­
nar de causa a efecto, que es en realidad la única característica notable del asunto.»
Cuando, en respuesta, Watson insinúa que la crítica de Holmes se basa en el egoís­
mo, Holmes replica: «No, no se trata de egoísmo o de presunción. ... Sí exijo pleno
reconocimiento para mi arte, es por ser éste una cosa impersonal, algo que está más
allá de mí mismo. El crimen es cosa común. La lógica es cosa rara. Por lo tanto,
usted debería hacer hincapié en la lógica más bien que en el crimen. Usted ha degra­
dado lo que debería haber sido un curso de conferencias hasta reducirlo a una serie
de cuentos» (c o p p ).

25. Al describir los conocimientos de Holmes en diversos campos, Watson sólo


califica de «profundo» uno de ellos: la química (s tu d ). Sobre Holmes como «quí­
mico frustrado», véase Cooper 1976.

26. La familia de Peirce había demostrado, a lo largo de generaciones, interés


por el teatro y la ópera, hasta el punto de invitar actores a su casa. Se cuenta que
Peirce, todavía un muchacho, ya se distinguía por sus habilidades oratorias, ya fue­
ra leyendo obras como «El cuervo» de Poe o como miembro del grupo de debates
de su escuela. (Comunicación personal de Max H. Fisch.) De estudiante en Har­
vard, Peirce siguió cultivando su interés por la declamación, la retórica y la repre­
sentación teatral. Durante el primer año, se hizo miembro de la W.T.K. (Wen Tchang
Koun, en chino «sala de ejercicios literarios»), que se especializaba en debates, dis­
cursos, procesos en broma, así como en la lectura de ensayos, poemas y comedias.
Más tarde, en 1858, fue uno de los miembros fundadores de la O.K. Society del Har­
vard College, que se dedicaba a las artes retórica y oratoria aplicadas al campo lite­
rario. (Comunicación personal de Christian Kloesel; véase también Kloesel 1979 so­
bre Peirce y la O.K. Society en particular). De adulto, se sabe que Peirce realizó lec­
turas del Rey Lear de Shakespeare entre amigos, en casa de su hermano mayor «Jem»,
en Cambridge, y ante los miembros del Century Club de Nueva York. En París, Peirce
frecuentaba el teatro y la ópera, y su segunda esposa, Juliette, era actriz. El y Juliet-
te permanecieron en contacto con sus amigos del teatro, entre los que se contaban
Steele y Mary MacKaye, e incluso ocasionalmente participaron en representaciones
de aficionados como en la Medea de Legougé, traducida al inglés por el propio Peirce.
(Comunicación personal de Max H. Fisch.)

27. En la práctica clínica, las artimañas rituales constituyen el ingrediente esen­


cial del efecto de placebo, y se comentan con mayor detalle en Sebeok 1979, capítu­
los 5 y 10. El placebo se considera eficaz porque así lo cree el paciente, convicción
fomentada conscientemente por el médico y sus ayudantes, así como por el contex­
to en que se administra. Para una descripción sencilla y fidedigna, realizada por
un cirujano, sobre los efectos obtenidos por ciertos «curanderos» y sobre el poder
de la sugestión, incluida a veces la hipnosis, véase Nolen 1974. Algunos psicólogos,
como Scheibe (1978:872-75) utilizan la palabra «acumen» para significar el modo
de predicción presentado por Holmes, que constituye «una acentuada habilidad com­
binada con precisión analítica». Scheibe observa: «Cuando uno se cree en desven-

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laja frente a los terribles, pero perfectamente controlados, poderes de observación
c inferencia del... detective... uno automáticamente se rinde ante la superioridad y
110 le queda ninguna esperanza de dominar los acontecimientos. ... En la medida
en que la gente en general cree que el detective posee un poder especial de penetra­
ción, aumentarán los poderes de acumen de este profesional. De igual manera que
en la medida en que un jugador es capaz de aprovecharse de la ingenuidad o credu­
lidad de su contrincante acerca de la inocencia de sus intenciones, ese contrincante
queda a merced del primer jugador. Ese es el principio básico del timo.» Véase ade­
más Scheibe 1979.

28. Hall (1978:38) señala que los experimentos químicos de Holmes «aumenta­
ban la confusión de Watson» (cf. Nordon 1966:222).

29. Un truco parecido es el que utiliza el autor de historias policíacas con sus
lectores, por supuesto. Conan Doyle lo reconoció tanto indirectamente, a través del
personaje de Sherlock Holmes, como directamente en su autobiografía. Holmes,
por ejemplo, dice a Watson: «Es uno de esos casos en los que el razonador puede
producir un efecto que a su vecino le parece extraordinario, porque a éste se le ha
escapado el pequeño y único detalle que constituye la base de la deducción. Lo mis­
mo puede decirse, querido compañero, del efecto de algunas de esas historietas su­
yas, que es por completo falaz, dependiendo como depende del hecho de que usted
retiene en sus propias manos algunos factores del problema, que nunca se ponen
a disposición del lector» ( c r o o ) . En su autobiografía, Conan Doyle (1924:101), al
discutir la composición de un relato policíaco dice que: «La primera cosa es tener
una idea. Una vez en posesión de esa clave, la siguiente tarea es esconderla y poner
todo el énfasis en las cosas que puedan llevar a una explicación diferente.» El pro­
pio Holmes disfrutaba engañando a los detectives oficiales, a quienes señalaba deli­
beradamente pistas sin indicar su significación (b o s c , c a r d , s ig n , s ilv ).

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