Ya Conoce Usted Mi Método (El Signo de Los Tres) PDF
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Fui de un extremo a otro de la fila, y, del modo más dégagé que pude,
charlé un poco con cada uno de ellos sobre cualquier cosa en la que
él pudiera mostrar cierto interés, pero que a mí menos me compro
metiera, con la esperanza de parecer tan tonto que pudiera detectar
algún síntoma en el ladrón. Recorrida toda la fila, me volví y di unos
pasos, aunque sin alejarme, y me dije: «No tengo ni el menor deste
llo de luz por el que guiarme.» A lo cual, sin embargo, mi otro yo
(puesto que nuestras relaciones son siempre a base de diálogos) me
dijo: «No tienes más que apuntar al hombre con el dedo. No impor
ta que carezcas de motivo, tienes que decir quién te parece que es el
ladrón.» Di un pequeño rodeo en mi paseo, que no había durado más
de un minuto, y cuando me volví hacia ellos, toda sombra de duda
había desaparecido. No había autocrítica. Nada de eso venía a cuen
to. (Peirce 1929:271)
«Señor Bangs, un negro del barco de la Fall River, que se llama fula
no de tal (di el nombre) me ha robado el reloj, la cadena y un abrigo
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Fig. 2. Charles S. Peirce. (De la National Academy of Sciencies, fo
tografía tomada presumiblemente al poco tiempo de la elección de
Peirce como miembro de la institución, en 1877.)
35
día estar la cadena, y pasé a otro del interior. En él había pocos mue
bles, aparte de una cama de matrimonio y un baúl de madera al otro
lado de la cama. Dije: «Mi cadena está en el fondo del baúl, debajo
de la ropa; y voy a cogerla...» Me arrodillé y por suerte el baúl no
estaba cerrado con llave. Después de echar fuera toda la ropa... di
con... la cadena. La sujeté, en el acto, al reloj, y al hacerlo me di cuenta
de que la otra mujer (la que no llevaba sombrero) había desapareci
do, a pesar del interés que había mostrado por mi conducta. «Aho
ra», dije, «sólo me falta encontrar el abrigo»... La mujer extendió
los brazos a derecha e izquierda y dijo: «Le invito a que lo busque
por todo el piso.» Yo dije: «Muchas gracias, señora, porque el ex
traordinario cambio en el tono respecto a cuando abrí el baúl me ase
gura que el abrigo no está aquí...» Salí, por lo tanto, del piso y en
tonces vi que en el rellano había otra puerta.
Aunque no lo recuerdo con certeza, creo que es muy probable que
estuviera convencido de que la desaparición de la otra mujer estaba
relacionada con mi evidente determinación de buscar el abrigo en el
piso del que acababa de salir. Lo que es seguro es que había com
prendido que la otra mujer no vivía lejos. De modo que, para empe
zar, llamé a la puerta del otro apartamento. Vinieron a abrir dos mu
chachas amarillas o amarillentas. Miré por encima de sus hombros
y vi una salita de aspecto bastante respetable con un bonito piano.
Pero encima del piano había un paquete atado del tamaño y la for
ma justas para contener mi abrigo. Dije: «Llamo porque tienen un
paquete que es mío; ah, sí, ya lo veo, me lo llevaré.» Entré apartán
dolas amablemente, cogí el paquete, lo deshice y encontré el abrigo,
que me puse en seguida. Bajé a la calle y llegué donde estaba el de
tective quince segundos antes de que pasaron los doce minutos.
(1929:275-277)
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y conjeturar que es el del asesino. ¿Qué valor tendría una conjetura
semejante? Sin embargo, el número de nombres en una lista así no
es nada comparado con la multitud de posibles leyes de atracción que
podrían haber justificado la ley del movimiento planetario de Kep-
pler [s/'c] y que, previamente a la verificación mediante constatacio
nes de perturbaciones, etc., las hubiera explicado perfectamente. New-
ton, me diréis, supuso que la ley tenía que ser simple. Pero, ¿qué era
eso sino amontonar un intento de adivinar sobre otro? Sin duda, en
la naturaleza hay muchos más fenómenos complejos que simples...
No hay justificación para lo que no sea poner [una abducción] como
interrogación. (Ms. 692)
39
que difieren por estar absolutamente al margen de toda crítica. (5.181;
cf. 6.522, Ms. 316)
40
Sherlock Holmes se transformaba cuando venteaba un rastro como
éste. Las personas que sólo conocían al sosegado pensador y hombre
lógico de Baker Street no le hubieran reconocido. Su rostro enrojecía
y se ensombrecía. Sus cejas se convertían en dos líneas duras y ne
gras, por debajo de las cuales centelleaban sus ojos con destellos ace
rados. Inclinaba la cara hacia el suelo, encorvaba los hombros, apre
taba los labios, y las venas de su cuello, largo y nervudo, sobresalían
como trallas. Las ventanas de su nariz parecían dilatarse con un an
sia de caza puramente animal, y su mente se concentraba tan absolu
tamente en el problema que tenía delante que cualquier pregunta u
observación resbalaba en sus oídos, o, a lo sumo, provocaba en res
puesta un gruñido rápido e impaciente.
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more Street han levantado el pavimento y sacado algo de tierra, que
está esparcida de manera que es difícil dejar de pisarla al entrar en
aquélla. La tierra tiene ese singular tono rojizo que, hasta donde al
canzan mis conocimientos, no se encuentra en ningún otro sitio de
los alrededores. Hasta ahí es observación. Lo demás es deducción.
[Watson]: — ¿Cómo, pues, ha deducido lo del telegrama?
[Holmes]: — Veamos. Yo sabía que usted no había escrito ningu
na carta, puesto que he pasado toda la mañana sentado enfrente de
usted. Observo también ahí, en su pupitre abierto, que tiene usted
una hoja de sellos y un grueso paquete de tarjetas postales. ¿A qué,
pues, podía usted haber ido a Correos sino a enviar un telegrama?
Elimine todos los demás factores y el único que queda tiene que ser
el verdadero.
42
— Invisibles no, Watson, sino inobservadas. Usted no supo dón
de m irar, y por eso se le pasó por alto todo lo importante. No consi
go convencerle de la importancia de las mangas, de lo sugestivas que
son las uñas de los pulgares, o de las grandes cuestiones que pueden
pender de un cordón de zapato. Vamos a ver, ¿qué dedujo usted del
aspecto exterior de esa mujer? Descríbalo.
— Bueno, llevaba un sombrero de paja, de alas anchas y de color
pizarra, con una pluma de color rojo ladrillo. La chaqueta era negra,
adornad a con abalorios negros y con una orla de pequeñas cuentas
de azabache. El vestido era marrón, de un tono más oscuro que el
café, con una pequeña tira de felpa púrpura en el cuello y en las man
gas. Los guantes eran grisáceos y completamente desgastados en el
dedo índice de la mano derecha. No me fijé en sus botas. Llevaba
pendientes de oro, pequeños y redondos, y tenía un aspecto general
de persona que vive bastante bien, de una manera corriente, cómoda
y sin preocupaciones.
Sherlock Holmes aplaudió ligeramente y se rió por lo bajo.
— Válgame Dios, Watson, está usted progresando. Lo ha hecho
muy bien, de veras. Es cierto que ha pasado por alto todo cuanto
tenía importancia, pero ha dado usted con el método, y posee una
visión rápida del color. Nunca se confíe a impresiones generales, mu
chacho, concéntrese en los detalles. Lo primero que yo miro son las
m angas de una mujer. En el hombre tienen quizá mayor importancia
las rodilleras del pantalón. Como ha observado usted, esta mujer lle
vaba tiras de felpa en las mangas, y la felpa es un material muy útil
para descubrir rastros en él. La doble línea, un poco más arriba de
la muñeca, en el sitio donde la mecanógrafa hace presión contra la
mesa, estaba perfectamente marcada. Las máquinas de coser, las mo
vidas a mano, dejan una marca similar, pero sólo en el brazo izquier
do, y en el lado más alejado del pulgar, en vez de marcarla cruzando
la p arte más ancha, como en este caso. Después miré su cara, y al
observar en ambos lados de su nariz la señal de unas gafas de pre
sión, me aventuré a hacer una observación sobre miopía y mecano
grafía, lo que pareció sorprenderla.
— Me sorprendió a mí.
— Pero, sin duda, era obvio. Me sorprendió mucho, después de
eso, y me interesó, cuando miré hacia abajo y observé que, aunque
llevaba un par de botas muy parecidas, eran desparejas; una tenía
un leve adorno en la puntera, mientras que la otra era lisa. La una
tenía abrochados sólo los dos botones de abajo de los cinco que te
nía, y la otra el primero, el tercero y el quinto. Ahora bien, cuando
u na señorita joven, correctamente vestida en todo lo demás, ha sali
do de su casa con las botas desparejas y a medio abrochar, no signi
fica gran cosa deducir que salió con prisas.
43
— ¿Y qué más? —le pregunté. ...
— Advertí, de pasada, que había escrito una nota antes de salir
de casa, pero cuando estaba ya completamente vestida. Usted se fijó
en que su guante derecho tenía un agujero en el dedo índice, pero
al parecer no se fijó en que tanto el guante como el dedo estaban
manchados de tinta violeta. Había escrito con mucha prisa, y había
metido demasiado la pluma en el tintero. Eso debió ocurrir esta ma
ñana, pues de lo contrario la mancha de tinta no estaría fresca en
el dedo. Todo esto resulta divertido aunque bastante elemental. ...
(i d e n )
44
Como ya hemos señalado, Peirce sostenía que una hipó
tesis debe considerarse siempre como una pregunta, y que,
puesto que todo nuevo conocimiento deriva de suposiciones,
de nada sirven éstas sin la prueba indagatoria. Holmes ad
vierte también a Watson, en SPEC, «cuán peligroso es razo
nar a partir de datos insuficientes». El detective coincide ade
más con Peirce (2.635; 6.524; 7.202) en que los prejuicios o
hipótesis que somos reluctantes a someter a la prueba de la
inducción, son un obstáculo importante para razonar con éxi
to. Holmes declara, por ejemplo, que «Me impongo la regla
de no tener jamás prejuicios» ( r e i g ; cf. a b b e ; n a v a ). La ad
miración de Peirce por los grandes personajes de la historia
de la ciencia, como Kepler, arranca precisamente de la extraor
dinaria capacidad que poseen de sustentar la cadena conjetura-
prueba-conj etura.
Es en ese punto, concerniente al mantenimiento de la ob
jetividad hacia los datos de un caso, que Holmes, de manera
muy parecida a Peirce en la historia que abre este ensayo, tie
ne conflictos con los representantes de la policía, o, en el caso
de Peirce, con los profesionales de Pinkerton.15 En BOSC, por
ejemplo, Holmes intenta señalar algunos indicios determinan
tes al detective de Scotland Yard, el inspector Lestrade, quien,
como es usual, no ve relación alguna entre los detalles descu
biertos por Holmes y el crimen que investigan. Cuando el ins
pector replica: «Me temo que sigo todavía escéptico», Hol
mes responde sin perder la calma: «Trabaje usted con su mé
todo, y yo trabajaré con el mío.» Más tarde, Holmes refiere
esta conversación a Watson en estos términos:
— Mediante el examen del terreno obtuve pequeños detalles so
bre la personalidad del criminal, que he proporcionado al imbécil de
Lestrade.
— ¿Y cómo los obtuvo?
— Ya conoce usted mi método. Se basa en la observación de las
minucias.
50
El crimen, señala Peirce, es particularmente adecuado para
la aplicación del Musement. Después de citar el comentario
de Dupin en «Los crímenes de la calle Morgue» (a saber: «Ten
go la impresión de que se considera insoluble este misterio
por las mismísimas razones que deberían inducir a conside
rarlo fácilmente solucionable; me refiero a lo excesivo, a lo
outré de sus características»), Peirce señala que «los proble
mas que a primera vista parecen totalmente insolubles llevan,
por esa misma circunstancia... las claves de su solución. Esto
los hace particularmente adecuados para el Juego del Muse
ment» (6.460; véase Sebeok 1981).19
Estamos de acuerdo, pues, aunque por motivos distintos,
con el parecer de Nordon de que «Como creación de un mé
dico impregnado del pensamiento racionalista de la época,20
el ciclo holmesiano nos ofrece por primera vez el espectáculo
de un héroe que triunfa una y otra vez por medio de la lógica
y del método científico. Y la hazaña del héroe es tan maravi
llosa como el poder de la ciencia, que muchos, y Conan Doyle
el primero, esperaban que conduciría al progreso material y
espiritual de la condición humana» (1966:247).
Peirce sabía más medicina que yo. Cuando iba a visitarle pasaba de
media hora a una hora con él. Me hacía bien hablar con él. Cuando
llegaba, solía describirme los síntomas de su enfermedad y hacía el
diagnóstico. Después me hacía la historia completa del tratamiento
médico de la enfermedad. A continuación me indicaba lo que debía
recetarle. No se equivocaba nunca. Decía que necesitaba que yo le
extendiera la receta porque él carecía de título de médico. (En las no
tas de Max H. Fisch.)
52
quiere una mente verdaderamente poderosa para realizar una induc
ción médica. Esto es demasiado obvio para que haya necesidad de
pruebas. Son tantas las circunstancias perturbadoras —idiosincrasias
personales, mezcla de tratamientos, influencias accidentales y desco
nocidas, particularidades climáticas, étnicas y estacionales— que es
esencial que los hechos sean muy numerosos y se escudriñen con ojos
de lince para descubrir las falsedades, y, no obstante, es especialmen
te difícil acopiar hechos en medicina. La experiencia de un solo indi
viduo rara vez puede tener un peso decisivo, y, en medicina, no se
puede juzgar sobre cuestiones basándose únicamente en el conoci
miento personal, hay que fiarse del juicio de otros. De modo que mien
tras en esta ciencia se requiere que las muestras sean extensas y más
cuidadosamente seleccionadas que en ninguna otra, en ella, más que en
cualquier otra, estos requisitos son difíciles de cumplir.
Nada demuestra de modo más lamentable la falta de rigor con
que la gente en general razona que la disposición de nueve personas
de cada diez a pronunciarse acerca de los méritos de un medicamen
to, fundándose en las experiencias más limitadas, más inexactas y más
plagadas de prejuicios de todas las que merezcan llamarse experien
cia. Cualquier vieja que haya observado una mejoría de los síntomas
después de la administración de un medicamento en una docena de
casos que no se parecen en nada unos con otros, no vacilará en de
clararla una cura infalible para casos que en modo alguno se aseme
jan a cualquiera de los doce anteriores. Es escandaloso. Pero lo que
es todavía peor, se recomiendan incluso tratamientos sólo por tener
conocimiento de oídas de uno o dos casos.
Observen, les ruego, la combinación de falacias implicadas en tal
proceder. En primer lugar, no puede hacerse, con propiedad, ningu
na inducción, a menos que la muestra se haya tomado de una clase
definida. Pero esas criaturas irresponsables —que creen que por ha
ber pasado un tiempo en el cuarto de un enfermo ya se han converti
do en Galenos— son completamente incapaces de definir la enfer
medad en cuestión. Supongamos, por ejemplo, que sea difteria.
¿Cómo hacen para distinguir una difteria de una inflamación de gar
ganta? Sus muestras son, en realidad, muestras de una clase no defi
nida en absoluto.
En segundo lugar, el número de sus ejemplos es difícilmente sufi
ciente ni para la más simple de las inducciones. En tercer lugar, los
ejemplos son muchas veces casos de oídas. Además, en adición a la
inexactitud de esta clase de pruebas, es mucho más probable que nos
lleguen noticias de cosas extraordinarias relativas a la frecuencia de
esos ejemplos, que de ordinarias. O sea que tener en cuenta tales ejem
plos significa tomar muestras escogidas. En cuarto lugar, el predica
do común a todos los ejemplos es habitualmente de índole muy vaga.
53
En quinto lugar, es habitual llegar a una deducción referente al caso
entre manos sin considerar cuidadosamente si en realidad pertenece
a la clase de la que se ha tomado la muestra. En sexto lugar, existe
una tendencia a decir muchas más cosas del caso que se tiene entre
manos que de cuantas se encontraron en los ejemplos precedentes.
Todas estas falacias se combinan en una especie de argumentación
que es raro no escuchar una vez por semana. (Ms. 696)21
55
— Vaya, buen hombre, ha servido usted en el ejército.
— Sí, señor.
— ¿Licenciado hace poco?
— Sí, señor.
— ¿Un regimiento de los Highlands?
— Sí, señor.
— ¿Suboficial?
— Sí, señor
— ¿Estacionado en Barbados?
— Sí, señor.
— Observen, señores —pasó luego a explicar—, este hombre era
una persona educada, sin embargo no se ha sacado el sombrero. En
el ejército no lo hacen, pero si hiciera tiempo que estuviera licencia
do habría adoptado maneras civiles. Tenía un aire de autoridad y salta
a la vista que es escocés. En cuanto a Barbados, padece elefantiasis,
enfermedad de las Antillas, no de Gran Bretaña.
56
— Vean, señores, que al darme ella los buenos días he notado su
acento de Fife y, como ustedes saben, la ciudad más cercana de Fife
es Burntisland. Habrán notado la arcilla roja en los bordes de las suelas
de sus zapatos, y en veinte millas a la redonda de Edimburgo sólo
se encuentra arcilla roja en el Jardín Botánico. Inverleith Row pasa
por ahí y es el camino más corto para venir desde Leith. Habrán ob
servado que el abrigo que llevaba colgado del brazo era demasiado
grande para el niño que la acompañaba, y que, por lo tanto, había
salido de su casa con dos niños. Por último, tiene dermatitis en los
dedos de la mano derecha, lo cual es característico de los trabajado
res de la fábrica de linóleo de Burntisland. (1967: vol. I, 7)
57
Fig. 7. Retrato de Mycroft Holmes. Ilustración de Sidney Paget para
«El intérprete griego», The Strand Magazine, septiembre de 1893.
59
Las características raciales, los modos de ser hereditarios, el acento,
la ocupación o falta de ella, la educación, el entorno del tipo que
sea, mediante sus pequeñas y triviales impresiones, modelan o cince
lan gradualmente al individuo, y dejan impresiones digitales o inci
siones de cincel que un experto puede reconocer. Las grandes carac
terísticas que se pueden reconocer de un vistazo como indicadores
de una enfermedad cardíaca o de tuberculosis, de alcoholismo cróni
co o de una pérdida constante de sangre, están al alcance del más
novato en medicina, mientras que para los maestros del oficio exis
ten miríadas de signos elocuentes e instructivos, pero cuyo descubri
miento requiere un ojo experto... La importancia de lo infinitamente
pequeño es incalculable. Emponzoñen un pozo de La Meca con el
bacilo del cólera y el agua santa que los peregrinos se llevarán embo
tellada infectará un continente. Los andrajos de una víctima de la peste
aterrorizarán todos los puertos de la cristiandad. [Cursivas nuestras.]
61
I-ig. 8. ...me abandoné a mis pensamientos. Ilustración de Sidney Paget
para «La caja de cartón», The Strand Magazine, enero de 1893.
hacerlo sin que pensara en la misión que emprendió por encargo del
Norte durante la Guerra Civil, porque yo no había olvidado la apa
sionada indignación que usted había expresado por la manera en que
había sido recibido por los más turbulentos de entre los nuestros. Era
algo que se había tomado usted tan a pecho que estaba seguro de
que no podía pensar en Beecher sin pensar también en esto. Cuando,
un momento después, vi que desviaba los ojos del retrato, sospeché
que se había puesto a reflexionar sobre la Guerra Civil, y cuando ob
servé que sus labios se apretaban, sus ojos brillaban y sus puños se
cerraban, no dudé de que pensaba en la nobleza que ambos bandos
habían demostrado en aquella lucha desesperada. Pero después vol
vió a entristecerse su rostro; sacudió la cabeza. Pensaba usted en la
tristeza, el horror y el inútil derroche de vidas. Se llevó la mano a su
vieja cicatriz y una sonrisa tembló en sus labios, que me reveló que
se había abierto paso en su mente el aspecto ridículo de este sistema
de solucionar los conflictos internacionales. En ese momento fue cuan
do me manifesté conforme con usted en que era absurdo, y tuve la
satisfacción de constatar que todas mis deducciones habían sido co
rrectas.
— ¡Totalmente! —le dije—. Y ahora que usted me lo ha explica
do confieso que sigo tan atónito como antes, (resi ; cf. c a r d .)
63
ta, al fijarse mejor en él, muy poco usual. Ante ello, nuestra teoría
nos dice que hace falta una explicación; y no tardo mucho en adivi
nar que la mujer es una ex-monja. (7.196)
67
Pronto demostré un interés infantil por la dinámica y la física, y como
el hermano de mi padre era químico, debía de tener yo alrededor de
doce años cuando instalé por mi cuenta un laboratorio químico y em
pecé a trabajar con el centenar de botellas de análisis cualitativo de
Leibig y a fabricar sustancias como el bermellón, tanto por el proce
dimiento seco como húmedo, y repetí muchos de los procesos quími
cos conocidos. (Ms. 619)
68
Fig. 11. «No resisto nunca un toque de dramatismo» —devolviendo
los documentos robados a Phelps en «El tratado naval». Ilustración
de Sidney Paget para The Strand Magazine, noviembre de 1893.
70
Fig. 12. Impresionar al cliente desde el principio, la estratagema fa
vorita de Holmes. Aquí desbarata el incógnito del señor Grant Mun-
ro al leerle el nombre en el forro del sombrero. De «La cara amari
lla». Ilustración de Sidney Paget para The Strand Magazine, febrero
de 1893.
71
sólo puede haber sido hecho en China. He estudiado un poco eso
de los tatuajes e incluso he contribuido a la literatura sobre el tema.
El detalle de colorear las escamas del pez con un leve color rosado
es característico de China. Si, además, veo colgar de la cadena de
su reloj una moneda china la cosa se simplifica todavía más:
El señor Jabez Wilson se echó a reír, y dijo:
— ¡Jamás lo hubiera creído! Al principio me pareció que usted
había hecho algo muy inteligente, pero ahora veo que, después de todo,
no tiene ningún mérito especial.
— Comienzo a creer, Watson —dijo Holmes—, que cometo un
error dando explicaciones. Omne ignotum pro magnifico, ¿sabe? Y
si sigo siendo tan ingenuo, mi reputación, pobre y pequeña como es,
sufrirá serios quebrantos, ( redh )
NOTAS
1. Los autores agradecen a Martín Gardner, Christian Kloesel, Edward C. Moo-
re, Joseph Ransdell, David Savan y John Bennett Shaw sus útiles comentarios a una
versión preliminar de este artículo. Nuestro agradecimiento especial a Max H. Fisch,
otro detective magistral, por su generosa e inestimable ayuda en la localización de
cartas y pasajes, en los manuscritos inéditos de Peirce, que se refieren a los temas
discutidos aquí, y por habernos dado acceso a su colección infinitamente variada
y fascinante de datos relacionados con Peirce. Los comentarios detallados de Fisch
sobre el presente trabajo aparecen en Sebeok 1981:17-21.
2. Las referencias a los Collected Papers o f Charles Sanders Peirce (véase Peir
ce 1965-66) están abreviadas en la forma acostumbrada con el volumen y número,
de párrafo. Las referencias a los manuscritos de Peirce incluyen el número de catá
logo de Robin 1967.
5. Al hablar del papel desempeñado en las formalidades legales del caso, Peirce
continúa: «He mandado un mensaje al Fiscal del Distrito diciéndole que esperaba
74
que retuviera a los presos el mayor tiempo posible, con lo que no veo la utilidad
de seguir insistiendo, para lo cual tendría que abandonar mi proyecto de ir a París.»
En 1902, Peirce se expresaría con más energía sobre la cuestión del delito y su casti
go: «Me indigna hasta tal punto que, si pudiera, aboliría casi todos los castigos a
las personas adultas, y los juicios de aprobación o desaprobación los limitaría a los
de miembros del tribunal. Que la opinión pública apruebe o desapruebe cuando esté
mejor enterada. En cuanto a la fuerza pública, que se limite a hacer lo imprescindi
ble para el bienestar de la sociedad. El castigo, el castigo severo, el bárbaro castigo
de una celda, infinitamente más cruel que la muerte, no mejora en nada el bienestar
público o privado. En cuanto a las clases criminales, yo las eliminaría, no por el
bárbaro método propuesto por esos monstruos surgidos de la economía, sino man
teniendo confinados a los criminales en un lujo relativo, convirtiéndoles en indivi
duos útiles y previniendo la reproducción. Sería fácil que, de ser una fuente de gas
tos y de perpetuo perjuicio para la gente, pasaran a convertirse en autosuficientes
e inofensivos guardianes del estado. El único gasto sería el de la pérdida de nuestra
dulce venganza sobre ellos. En cuanto a los criminales esporádicos, estafadores, ase
sinos y similares, yo los deportaría a una isla y los dejaría que se gobernaran por
sí solos y tratasen entre sí. En cuanto a las infracciones pequeñas, podrían mante
nerse las penas pequeñas.» (2.164).
6. «La abducción, a fin de cuentas, no es otra cosa que intentar adivinar», es
cribió en otro sitio (7.219; cf. Ms. 692). Compárese con las observaciones explicati
vas de Chomsky (1979:71) en relación con la abducción, sobre «el filósofo con quien
más afín [se siente]»: «Peirce argüyó que para explicar el desarrollo del conocimien
to es necesario asumir que ‘la mente del hombre tiene una adaptación natural a ima
ginar teorías correctas de algunos tipos’, cierto principio de ‘abducción’ que ‘pone
límites a las hipótesis admisibles’, una especie de ‘instinto’, desarrollado en el trans
curso de la evolución. Las ideas de Peirce sobre la abducción eran bastante vagas,
y su sugerencia de que una estructura biológica determinada juega un papel funda
mental en la selección de las hipótesis científicas parece haber tenido muy poca in
fluencia. Por lo que yo sé, casi nadie ha intentado desarrollar ulteriormente estas
ideas, aunque nociones similares han sido desarrolladas independientemente en di
versas ocasiones. La influencia de Peirce ha sido enorme, pero no por esta razón
en particular.» La monografía clásica sobre este aspecto negligido de la contribu
ción de Peirce a la filosofía de la ciencia es la tesis muy breve, pero completa, de
Fann (1970), escrita en 1963, una de cuyas peculiaridades es una alusión a Sherlock
Holmes; los ejemplos de Fann tienen la finalidad de «demostrar que el método de
la ciencia tiene mucho en común con el método de los detectives» {ibid.: 58). Véase
además Walsh (1972).
7. Peirce afirma en otro lugar que la habilidad del polluelo recién salido del cas
carón para picotear comida, «escogiendo mientras picotea, y picoteando lo que se
propone picotear», aunque «sin razonar, puesto que no es un acto deliberado», es,
sin embargo, «en todos los respectos menos en éste... exactamente igual a la inferen
cia abductiva», y pasa a derivar las ciencias físicas y sociales de los instintos anima
les para conseguir alimento y reproducirse, respectivamente (Ms. 692). La retroduc-
ción es un tipo de comportamiento instintivo cuyos dos ejemplos clásicos son la
migración de los petirrojos y la construcción de panales por las abejas. Peirce deno
minó al comportamiento aparentemente inteligente de los animales inferiores il lume
75
naturale, que consideraba imprescindible para todo tipo de retroducción. (Sobre el
concepto de «lumiére naturelle», véase Ayim 1974: 43, nota 4.) Peirce hablaba de
instinto racional, animal y vegetal; coincidimos con la opinión de Ayim {ibid. 36)
de que todos los niveles de actividad instintiva tienen «en común esta característica:
la actividad provee a la supervivencia y al bienestar de la especie en conjunto al ca
pacitar a los miembros de ésta para reaccionar adecuadamente a las condiciones
ambientales»; lo cual es ta'mbién válido para el hombre como científico. Véase ade
más la interesante observación de Norwood Russell Hanson (en Bernstein 1965:59)
de que «A menudo la coletilla de los comentarios de Holmes, ‘Simple deducción,
mi querido Watson’, se refiere a que el razonamiento en cuestión ha procedido de
lo previamente aceptado a lo que debía de haberse previsto. Pero también el mate
mático y el científico razonan con frecuencia empezando por el final de la página
hacia arriba.» Esta es una de las cosas que Peirce identifica como «retroducir». Pro
cede desde una anomalía inesperada hacia un grupo de premisas, la mayor parte
de las cuales han sido ya aceptadas. No hace falta señalar que, al contrario de lo
que dice Hanson, Holmes jamás pronunció las palabras citadas; como tampoco dijo
nunca aquello de «Elemental, mi querido Watson».
11. Que sepamos, no hay ninguna prueba directa de que Peirce leyera alguno
de los relatos de Holmes, o de que conociera a Sir Arthur Conan Doyle. Es verosí
mil, sin embargo, que Peirce hubiera oído hablar por lo menos de las primeras his
torias de Sherlock Holmes. El primer relato que apareció en Estados Unidos, «Es
tudio en escarlata», fue publicado, en 1888, por Ward Lock, y, en 1890, apareció
«El signo de los cuatro» en Lippincott’s Magazine, la principal rival contemporá
nea de Atlantic Monthly, que sabemos que Peirce sí leía (véase nota 3). Además,
ya en 1894, Conan Doyle estaba de moda en Estados Uñidos, año en que el famoso
76
escritor pasó dos meses en ese país, donde dio una serie de conferencias y conoció
a sus colegas norteamericanos (Nordon 1966:39-40). Peirce había crecido en con
tacto con escritores y artistas, así como también con hombres de ciencia. En una
carta a Victoria, Lady Welbv, del 31 de enero de 1908, escribió: «Pero mi padre era
un hombre de amplias miras y también intimamos con gente de letras. William Story
el escultor, Logfellow, James Lowell, Charles Norton, Wendell Holmes, y de vez en
cuando Emerson, están entre los personajes de mis recuerdos más tempranos» (Hard
wick 1977:113). De adulto, parece que Peirce se mantuvo al corriente de las noveda
des en el mundo de las artes literarias, dado que menciona con frecuencia a escrito
res europeos y norteamericanos de su época en sus reseñas en The Nation (Ketner
y Cook 1975). Edgar Alian Poe (1809-49), además, fue al parecer uno de los escrito
res favoritos de Peirce, y lo menciona en 1.251, 6.460, Ms. 689, Ms. 1539. A juzgar
por sus referencias a «Los crímenes de la calle Morgue» de Poe, no cabe duda de
que a Peirce le gustaban los relatos de detectives. Por supuesto, se reconoce en gene
ral que el personaje de Sherlock Holmes está inspirado en parte en el Chevalier Du
pin de Poe (por ejemplo, Messac 1929:596-602, Nordon 1966:212 ss., Hall 1978: 76;
véase más abajo). Hitchings (1946:117), en su artículo sobre Holmes como lógico,
señala con acierto que «a diferencia de Dupin, que es el invento de un matemático
y poeta, Sherlock Holmes, incluso en sus aspectos más teóricos, es fruto de la men
te de un médico, y siempre tiene los pies firmemente plantados en el suelo». De to
dos modos, Hitchings está sobre una pista falsa cuando dice que «la mayor parte
del razonamiento de Holmes es causal», citando una observación del propio detec
tive, quien dice que «razonar de efecto a causa es menos frecuente y por consiguien
te más difícil que razonar de causa a efecto» {ibid.: 115-16).
13. «Es una vieja máxima mía», declara Holmes, «que una vez se ha excluido
lo imposible, lo que queda, por improbable que resulte, tiene que ser la verdad»
(b ery ; cf. s in g , b la n , b r u c ). Véase la máxima de Peirce según la cual «Los hechos
no pueden ser explicados por una hipótesis más extraordinaria que los propios he
chos; y entre varias hipótesis hay que adoptar Ja menos extraordinaria» (Ms. 696).
Véase Gardner 1976:125, quien describe el proceso de la manera siguiente: «Como
el científico que trata de resolver un misterio de la naturaleza, Holmes en primer
lugar recogía todas las pruebas posibles pertinentes a su problema. A veces realiza
ba experimentos para obtener datos nuevos. Después examinaba la totalidad de las
pruebas a la luz de sus vastos conocimientos del crimen, y/o de las ciencias vincula
das con el crimen, con el fin de llegar a la hipótesis más probable. De la hipótesis
se sacaban deducciones; después se verificaba de nuevo la teoría enfrentándola a
nuevas evidencias, se revisaba, en caso de que fuera necesario, hasta que, por últi
mo, surgía la verdad con una probabilidad muy cercana a la certeza.»
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14. Sebeok (1979, cap. 5) analiza las reflexiones que hace Peirce sobre la adivi
nación en el contexto de algunos juegos infantiles, por una parte, y de ciertas exhi
biciones de ilusionismo, por otra. El Juego de las Veinte Preguntas es el equivalente
verbal del Juego del Frío y Caliente, en el que las pistas verbales quedan reducidas
al mínimo, como sucede en el afín Juego del Sí o No, tan vividamente descrito por
Dickens (1843, Estrofa Tercera). Las pistas no verbales, proporcionadas de manera
inconsciente, guían al ilusionista hacia el objeto buscado en ciertos tipos de funcio
nes de magia, donde las pistas verbales quedan excluidas por completo. Esta comu
nicación no verbal, o feedback, explica también algunos fenómenos pretendidamente
«ocultos», como el movimiento de la tabla de Ouija, el golpeteo de la mesa espiri
tista y la escritura automática, y es la base de diversos tipos de sesiones mentales,
conocidas en el ramo de la magia como «lectura de músculos» o «lectura del pensa
miento». En actos de este tipo: «El espectador cree que está siendo guiado por el
mago, pero en realidad el ejecutante permite que el espectador lo guíe a él a través
de tensiones musculares inconscientes» (Gardner 1957:109; cf. idem 1978:392-96,
donde se dan otras referencias). Los mejores magos del pensamiento son capaces
de prescindir por completo del contacto físico, y encuentran lo que buscan sólo ob
servando las reacciones de los espectadores de la sala; Sebeok (ibid.) cita como ejem
plos de ello a Persi Diaconis y a un ilusionista que se hace llamar Kreskin. Estos
casos se parecen de una manera asombrosa a la historia de Peirce (1929). Diaconis,
además de ser uno de los magos actuales de mayor talento, se cuenta entre los prin
cipales expertos en el sofisticado campo del análisis estadístico de las estrategias
conjeturales y del juego de azar, y en la aplicación de técnicas nuevas en la investi
gación parapsicológica (hasta ahora con resultados del todo negativos; véase Dia
conis 1978.136). También cabe mencionar a ese respecto la observación de Scheglov
(1976.63) acerca del aumento de la tensión y excitación a medida que el razonamiento
lógico de Holmes gradualmente «repta por el ánimo del criminal y acaba alzando
una punta del velo (el efecto es muy parecido al del juego infantil del Frío o Calien
te, en el que la zona de búsqueda se restringe gradualmente y va siendo cada vez
más caliente)». La lectura de músculos, que alcanzó su máxima popularidad en Es
tados Unidos, se convirtió también en un juego de salón conocido por «Willing».
16. Sobre este pasaje, véase el comentario de Castañeda (1978:205), «los filóso
fos in fieri pueden sacar provecho de los diversos principios metodológicos que Sher
lock Holmes formula e ilustra en sus diferentes aventuras».
18. Peirce admite que él mismo «en casi todo lo publicado [por él] antes de prin
cipios de siglo... mezcló más o menos Hipótesis e Inducción» (8.227), y atribuye
esta confusión de los dos tipos de razonamiento a que los lógicos tienen «una con
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cepción demasiado estricta y formalista de la inferencia (como necesaria obtención
de juicios formulados a partir de las premisas)» (2.228), véase también 5.590-604,
Ms. 475, Ms. 1.146.
19. Cf. las observaciones de Holmes: «Ya le he explicado que lo que está fuera
de lo común suele ser más una guía que un obstáculo» (s tu d ); «La singularidad
es casi invariablemente una pista» (b o sc ); «Cuanto más outré y grotesco sea un in
cidente, tanto más cuidadosamente merece ser examinado, y el propio detalle que
parece complicar un caso es, una vez debidamente considerado y tratado de manera
científica, el que más probabilidades tiene de elucidarlo» (h o u n ); y «Sólo el caso
incoloro, carente de hechos significativos, es un caso sin esperanza» (s h o s ).
21. Como recientemente confirmó Gould (1978:504): «En una profesión que con
fiere posición social y poder a cambio de descubrimientos claros e inequívocos, el
amaño, la adulteración y la manipulación [de datos] de manera inconsciente o va
gamente percibida son desenfrenados, endémicos e inevitables.» En pocas palabras,
esa manipulación de los datos puede que sea una norma científica. Cf. Gardner
1981:130.
23. En cuanto al lado artístico de la medicina, Messac señala con acierto que
Conan Doyle seguía a Bell en lo que respecta a la diagnosis ampliada a toda la per
sonalidad y vida del paciente, y en la opinión de que la diagnosis «n’a jamais une
rigueur absolue; il comporte des flottements, des erreurs». La investigación crimi
nal, como la medicina, es una suerte de «pseudo-ciencia» (1929:617). Según Tho-
mas (1983:32), hacia el año 1937 «la medicina comenzó a transformarse en una tec
nología basada en auténtica ciencia».
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24. Holmes, igual que Peirce, estaba más interesado en su método que en la cues
tión particular a que era aplicado. El y Watson, por ejemplo, discutían acerca del
modo en que éste había descrito los casos de aquél, y Holmes critica a Watson di
ciendo: «Quizás usted se equivocó al tratar de dar colorido y vida a cada una de
sus exposiciones, en vez de limitarse a la tarea de dejar constancia del severo razo
nar de causa a efecto, que es en realidad la única característica notable del asunto.»
Cuando, en respuesta, Watson insinúa que la crítica de Holmes se basa en el egoís
mo, Holmes replica: «No, no se trata de egoísmo o de presunción. ... Sí exijo pleno
reconocimiento para mi arte, es por ser éste una cosa impersonal, algo que está más
allá de mí mismo. El crimen es cosa común. La lógica es cosa rara. Por lo tanto,
usted debería hacer hincapié en la lógica más bien que en el crimen. Usted ha degra
dado lo que debería haber sido un curso de conferencias hasta reducirlo a una serie
de cuentos» (c o p p ).
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laja frente a los terribles, pero perfectamente controlados, poderes de observación
c inferencia del... detective... uno automáticamente se rinde ante la superioridad y
110 le queda ninguna esperanza de dominar los acontecimientos. ... En la medida
en que la gente en general cree que el detective posee un poder especial de penetra
ción, aumentarán los poderes de acumen de este profesional. De igual manera que
en la medida en que un jugador es capaz de aprovecharse de la ingenuidad o credu
lidad de su contrincante acerca de la inocencia de sus intenciones, ese contrincante
queda a merced del primer jugador. Ese es el principio básico del timo.» Véase ade
más Scheibe 1979.
28. Hall (1978:38) señala que los experimentos químicos de Holmes «aumenta
ban la confusión de Watson» (cf. Nordon 1966:222).
29. Un truco parecido es el que utiliza el autor de historias policíacas con sus
lectores, por supuesto. Conan Doyle lo reconoció tanto indirectamente, a través del
personaje de Sherlock Holmes, como directamente en su autobiografía. Holmes,
por ejemplo, dice a Watson: «Es uno de esos casos en los que el razonador puede
producir un efecto que a su vecino le parece extraordinario, porque a éste se le ha
escapado el pequeño y único detalle que constituye la base de la deducción. Lo mis
mo puede decirse, querido compañero, del efecto de algunas de esas historietas su
yas, que es por completo falaz, dependiendo como depende del hecho de que usted
retiene en sus propias manos algunos factores del problema, que nunca se ponen
a disposición del lector» ( c r o o ) . En su autobiografía, Conan Doyle (1924:101), al
discutir la composición de un relato policíaco dice que: «La primera cosa es tener
una idea. Una vez en posesión de esa clave, la siguiente tarea es esconderla y poner
todo el énfasis en las cosas que puedan llevar a una explicación diferente.» El pro
pio Holmes disfrutaba engañando a los detectives oficiales, a quienes señalaba deli
beradamente pistas sin indicar su significación (b o s c , c a r d , s ig n , s ilv ).
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