SILENCIO
SILENCIO
SILENCIO
1. Generalidades.
b) En la patrística. Las obras patrísticas ilustran, con repetidas interpretaciones morales, ascéticas y,
sobre todo, místicas, la importancia del s. para la vida espiritual. Entre los padres griegos, ya Clemente de
Alejandría y el Pseudo-Dionisio subrayan el valor místico del s.: para el conocimiento de Dios es
necesario el s. del razonamiento humano. Sólo la gracia ilumina el espíritu (Stromata V, 3-12: PG 9,32-
124; Theol. Myst. I, 1: PG 3,997; De Div. Nom. XI, 1: ibid. 949). San Gregorio Nacianceno recuerda «el
desierto silencioso como fuente de progreso. hacia Dios, de vida divina» (Or. 3,1: PG35.517A). Llama a
la alabanza de Dios «hija de s.» (Or. 2,6: PG 35,413B). San Gregorio de Nisa, además de consideraciones
ascéticas, se centra en la «alabanza silenciosa» de Dios, la única adecuada ante su ser infinito (Hom. VII:
PG 44.728D). San Basilio considera en las Grandes y Pequeñas Reglas para los monjes (PG 31,889-1306)
las posibilidades concretas del s. en la vida monástica, pero recuerda también el valor puri-ficador y la
ventaja de la «soledad silenciosa» para el encuentro con Dios (Ep. II, 2-6: PG 32,224-232). San Juan
Clímaco inserta el s. en la Scala perfectionis (10.°, 11.°, 17.° grado).
Entre los padres latinos, san Ambrosio habla de la «taciturnidad como remedio del alma» (In Psalm.
37,12-15: PL 14,1031) y compara a quien habla mucho con «un vaso perforado», incapaz de «conservar
los secretos del rey» (In Psalm. 118, Serm. IV, 17: PL 15,1246). San Agustín está encantado con la
«alegría de escuchar silenciosamente» (cf., por ejemplo: Expos. inEpist. Joan. trac. III, 13: PL 37,2004).
San Gregorio Magno ofrece ya una pequeña suma del s. {Mor. 1. II, c. 48: PL 77,591; 1. XXII, c. 16:
ibid. 235-236; 1. XXX, c. 16: ibid. 553).
a) El s. externo (natural, sobrenatural o del culto divino, regular o religioso, monástico). En el fondo
no es más que la condición ambiental del s. interior; es necesario como el recogimiento y la soledad,
aunque no siempre es posible y, por otra parte, es insuficiente en sí mismo para el pleno desarrollo de la
vida espiritual. 1) S. de la palabra: hablar poco con las criaturas y mucho con Dios. La palabra exterioriza
pensamientos y sentimientos, vaciando al alma de lo que posee de más íntimo y personal. Muchas
palabras la vuelven superficial y debilitan sus capacidades de perfeccionarse. Para evitar palabras inútiles,
se aconseja el uso de signos convenientes. Se recomienda, además, vigilar el tono de voz y servirse con
calma de la palabra. Óptimo medio de autocontrol es el examen cotidiano, preguntándose cuántas veces
se ha hablado, durante cuánto tiempo, por qué motivo, con qué intención, etc. 2) S. en el trabajo, en los
movimientos. Hay que evitar una actividad demasiado ruidosa (movimientos agitados, estrépito) y más
aún un activismo exagerado, porque perturban la paz del alma, de modo que pierde la sensibilidad en el
contacto con Dios, haciéndose incapaz de escuchar su voz.
c) El s. divino. El s. que brota de la voluntad decidida a estar siempre unida con Dios en la más
completa abnegación personal, es el s. divino. Sor María Amada lo define como un «adherirse a Dios,
presentarse, exponerse ante él, adorarlo, amarlo, escucharlo, entenderlo, descansar en él». Como la lira,
cuando se toca, vibra al unísono, así también el s. divino vibra de admiración, de adoración, de ofrenda al
eterno amor. Para sor Isabel de la Trinidad, «es la alabanza más bella que se canta en el seno de la
pacífica Trinidad» (Ult. rit. 8), «el cielo en la tierra, la anticipación del paraíso eterno.» Para Lacordaire,
representa el supremo esfuerzo del alma que se desborda sin saber ya expresarse.
4. S. Y ORACIÓN.
La vida de oración está ritmada por una alternancia de palabras (exteriores e interiores) e intervalos de s.
La plegaria litúrgica conoce pausas de silenciosa adoración. La meditación calla para descansar en Dios.
Sólo la oración contemplativa se distingue por un s. más continuo. Pero para abandonar la actividad
discursiva en la oración, además de una reflexión muy ponderada, es necesario que se verifiquen los
signos mediante los cuales Dios ha elevado al alma a un estado superior, a) Oración y s. de Dios. Una de
las dificultades fundamentales de la oración procede del aparente e incomprensible s. de Dios. Dios puede
callar para purificar la fe del hombre, para probar al alma, para castigar pecados e imperfecciones
voluntarias. Puede también que le parezca al alma que Dios calla, al no hallarse en la adecuada
disponibilidad para escucharlo. Este s. de Dios llena al alma de incertezas, dudas, oscuridades. Es
indispensable que reaccione con actos de esperanza, fe y abandono. De lo contrario, correría el riesgo de
sucumbir a «las melancolías, y a perder la salud, y aun a dejarlo del todo» (santa Teresa de Ávila, Cast.
IV, 1,9). b) Oración e impotencia para el s. interior. Otra dificultad deriva del juego demasiado vivo de la
fantasía y de los recuerdos. El alma se siente incapaz de librarse de la inquietud, de los «rumores
internos», a pesar de su aspiración a la paz silenciosa en la unión con Dios, dificultad que constituyó
durante muchos años el tormento de santa Teresa (cf. Vida 30,16; 37,7; Cast. IV, 1,10). Para vencer las
agitaciones del alma, cuyas causas son a menudo indeterminables, porque pueden venir de parte de Dios,
del demonio, del alma (causas psíquicas, debilidad, reacciones violentas, etc.), no hay otro medio que
dirigir la mirada con humildad y paciencia a Dios. Aunque al alma le parezca que no tiene poder alguno
sobre su propio estado, sin embargo tiene que aceptarlo humildemente, callando —incluso consigo misma
— y esperar confiadamente la intervención de Dios, que conoce los movimientos silenciosos, tímidos,
quizá inconscientes del corazón inquieto