SILENCIO

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EL SILENCIO

1. Generalidades.

No significa sólo exclusión de palabras y no tiene que considerarse únicamente en su elemento


negativo. S. no es un estado de olvido, de vacío, de nada (como en el ateísmo moderno). Al contra rio, se
distingue por un carácter positivo: s. es el comportamiento indispensable para escuchar a Dios y para
acoger su comunicación, es la atmósfera vital de la oración y el culto divino.
El s. de Dios. La vida de Dios está rodeada de s. La eterna generación del Hijo y la eterna
espiración del Espíritu Santo, como recíproco amor entre Padre e Hijo, se realizan en el s., así como la
comunicación esencial de Dios en las divinas misiones. En el s., Dios se pronuncia a sí mismo en la
encarnación: Dum médium silentium... (Sab 18,14s); «Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y
ésta habla siempre en eterno s.» (san Juan de la Cruz, Max. 21).
El s. de la creación. En la naturaleza inanimada, el s. se refleja en el siempre idéntico proceso de
orden y de desarrollo orgánico. Así los espectáculos más grandiosos de la naturaleza se desenvuelven en
profundo s. La historia humana demuestra que el influjo del s., buscado y experimentado, ha dado origen
a obras maestras del pensamiento y del arte. La naturaleza espiritual pura, los ángeles, se comunican entre
sí en s. (a diferencia de los espíritus malignos, cuyas apariciones van siempre acompañadas de ruidos). Y
finalmente, en la visión beatífica, la naturaleza glorificada se pierde en la contemplación silenciosa de
Dios: Sileat afacie Domini omnis térra (Zac 2,17).

2. Fundamentos del Silencio

a) En la Escritura. La necesidad y el valor espiritual del s. hallan en la Escritura un rico testimonio.


Numerosos pasajes del AT recomiendan el recto uso de la palabra (Prov 10,6-32; 12.18-19.22; 15,1-7;
Eclo 19,7-12; 20,l-7.18ss) o invitan a evitar la inconstancia de la palabra (Eclo 5,9-15) y los pecados de la
lengua (Eclo 23,7-15; 28,13-26). Se conoce el gesto simbólico de taparse la boca con la mano (Job 21,5;
Prov 30,32; Eclo 5,21), se relaciona el s. con la fortaleza (Is 30,15) y, según la Vulgata, con la justicia (Is
32,7). Además del s. ascético, el AT habla del s. reverencial en las relaciones del hombre con Dios (Lam
3,26; Os 2,16; Zac 2,17), s. que, sin embargo, se distingue más por el temor servil que por el amor filial.
En la tradición profética, el s. prepara además la intervención fulgurante de Dios (cf. Ap 8,1).
En el NT, el texto más significativo del s. ascético es el de la epístola de Santiago (dominio de la
lengua: 3,1-10). También Jesús condena las palabras malas que, procedentes del corazón, salen por la
boca (Mt 15,19; cf. 5,22), y pone en guardia contra palabras «sin fundamento», que constituirán materia
del juicio (Mt 12,36). Callando ante Pilato, Jesús eleva el s. a virtud heroica. Recuerda con su enseñanza
(Mt 6,6) y con su ejemplo, la importancia del s. Se retira a lugares silenciosos para pasar «la noche en
oración» (Le 6,12; cf. 22,39). El NT presenta también como modelos de s.: a María (Le 2,19.51), a san
José (Mt 1,20), a san Juan Bautista.

b) En la patrística. Las obras patrísticas ilustran, con repetidas interpretaciones morales, ascéticas y,
sobre todo, místicas, la importancia del s. para la vida espiritual. Entre los padres griegos, ya Clemente de
Alejandría y el Pseudo-Dionisio subrayan el valor místico del s.: para el conocimiento de Dios es
necesario el s. del razonamiento humano. Sólo la gracia ilumina el espíritu (Stromata V, 3-12: PG 9,32-
124; Theol. Myst. I, 1: PG 3,997; De Div. Nom. XI, 1: ibid. 949). San Gregorio Nacianceno recuerda «el
desierto silencioso como fuente de progreso. hacia Dios, de vida divina» (Or. 3,1: PG35.517A). Llama a
la alabanza de Dios «hija de s.» (Or. 2,6: PG 35,413B). San Gregorio de Nisa, además de consideraciones
ascéticas, se centra en la «alabanza silenciosa» de Dios, la única adecuada ante su ser infinito (Hom. VII:
PG 44.728D). San Basilio considera en las Grandes y Pequeñas Reglas para los monjes (PG 31,889-1306)
las posibilidades concretas del s. en la vida monástica, pero recuerda también el valor puri-ficador y la
ventaja de la «soledad silenciosa» para el encuentro con Dios (Ep. II, 2-6: PG 32,224-232). San Juan
Clímaco inserta el s. en la Scala perfectionis (10.°, 11.°, 17.° grado).
Entre los padres latinos, san Ambrosio habla de la «taciturnidad como remedio del alma» (In Psalm.
37,12-15: PL 14,1031) y compara a quien habla mucho con «un vaso perforado», incapaz de «conservar
los secretos del rey» (In Psalm. 118, Serm. IV, 17: PL 15,1246). San Agustín está encantado con la
«alegría de escuchar silenciosamente» (cf., por ejemplo: Expos. inEpist. Joan. trac. III, 13: PL 37,2004).
San Gregorio Magno ofrece ya una pequeña suma del s. {Mor. 1. II, c. 48: PL 77,591; 1. XXII, c. 16:
ibid. 235-236; 1. XXX, c. 16: ibid. 553).

c) En la tradición monástica. La costumbre de retirarse al desierto para escuchar a Dios, practicada


por los primeros monjes (anacoretas y eremitas), se remonta al ejemplo de Moisés, Elias, los profetas (cf.
también Qumrán, S 6,6; 10,9-10). En la vida cenobítica, desde los primeros siglos, el s. figura como
precepto de perfección, moralmente indispensable. Casiano prescribe observar el s. riguroso durante la
noche (Conf. XVII, c. 1), en la mesa (Inst. 1. IV, c. 12), en el coro y mientras se canta el oficio divino.
San Benito, de quien cuenta san Gregorio que había recibido «el carisma del s.», da la máxima
importancia al omni tempore silentium studere (Reg., c. 62), caracterizando el silencio como medio para
evitar los pecados y para alcanzar la plena identificación con Cristo, es decir, para ser perfectos hijos
adoptivos del Padre. En su regla, el s. constituye un elemento básico para la asee-sis espiritual.
En las órdenes contemplativas de la edad media, la vida monástica se desenvuelve en el s. más o
menos riguroso. Las normas precisas para el horario y las ocupaciones del monje no pierden nunca de
vista la taciturnidad, la obligación grave de organizar toda la vida inmersa en el s. contemplativo
(camaldulenses, reforma del Cís-ter, cartujos, carmelitas, etc.). Esta actitud se refleja ampliamente en los
escritos de los maestros (san Bernardo, Guillermo de Saint-Thierry, Imitación de Cristo I, 1,20, etc.).
La época postridentina repite, en la enseñanza ascética, la necesidad del s. como base para la
relación del alma con Dios, insistiendo en la práctica fiel del mismo para alcanzar la perfección (por
ejemplo: Prima Instructio Novitiorum Carmeli reformati, c. 3, § 3; JUAN DE J.M., O.C.D., Instructio
Novitiorum, P. II, c. 16; A. Rodríguez, Práctica de la perfección cristiana, 1. IX; SCARAMELLI,
Direttorio ascético, tr. II, art. IV, 1.2.4; art. V, 1-4; etc.). En nuestros tiempos, ejemplos luminosos de una
atracción particular por el s. ofrecen santa Catalina Labouré, santa Bernardita, santa Teresa del Niño
Jesús, y sobre todo Isabel de Dijon, la «santa del s.», que siente en sí la misión de atraer a las almas al s.
interior y al recogimiento.

3. División y grados del s. —

No se trata del s. necesariamente sufrido (enfermedad, vejez, prisión) o voluntariamente impuesto


(descanso, trabajo intelectual, psicoterapia), sino de un estado de ánimo, libremente escogido (s. habitual),
y de un comportamiento exterior e interior en orden a la perfección (s. actual). El s. se presenta, por tanto,
en dos planos: externo (de palabra y de acción), e interno (de las potencias y aspiraciones más íntimas del
alma). El primero es necesario para lograr el dominio y la paz de la persona humana en sus movimientos
externos, el segundo, para adquirir la plena posesión de las facultades interiores. Así s. externo e interno,
aun sin estar vinculados por una relación análoga, se completan y sirven para que toda la persona, cuerpo
y alma, entre en relación con Dios. Hay que distinguir el s. de las falsas formas de mutismo como: el s. de
resentimiento, de rencor, de odio, de dureza de corazón, de egoísmo, que es causa de falta de caridad y a
menudo de pecado; el s. de cobardía, de miedo a crearse enemigos o a comprometerse, señal de poca
firmeza de carácter; el s. de consentimiento en el pecado ajeno, a menudo motivado por interés, avaricia,
honores. Estos mutismos pueden también insinuarse bajo formas ocultas en la práctica religiosa del s.,
dando origen a sospechas, críticas, obstaculizando el ejercicio de la caridad y creando aislamientos peli-
grosos.

a) El s. externo (natural, sobrenatural o del culto divino, regular o religioso, monástico). En el fondo
no es más que la condición ambiental del s. interior; es necesario como el recogimiento y la soledad,
aunque no siempre es posible y, por otra parte, es insuficiente en sí mismo para el pleno desarrollo de la
vida espiritual. 1) S. de la palabra: hablar poco con las criaturas y mucho con Dios. La palabra exterioriza
pensamientos y sentimientos, vaciando al alma de lo que posee de más íntimo y personal. Muchas
palabras la vuelven superficial y debilitan sus capacidades de perfeccionarse. Para evitar palabras inútiles,
se aconseja el uso de signos convenientes. Se recomienda, además, vigilar el tono de voz y servirse con
calma de la palabra. Óptimo medio de autocontrol es el examen cotidiano, preguntándose cuántas veces
se ha hablado, durante cuánto tiempo, por qué motivo, con qué intención, etc. 2) S. en el trabajo, en los
movimientos. Hay que evitar una actividad demasiado ruidosa (movimientos agitados, estrépito) y más
aún un activismo exagerado, porque perturban la paz del alma, de modo que pierde la sensibilidad en el
contacto con Dios, haciéndose incapaz de escuchar su voz.

b) El s. interior. 1) S. de la imaginación y de la memoria. El encuentro con Dios exige la exclusión


de las disipaciones de la actividad interior, ejerciendo sobre la misma un control efectivo. El hombre tiene
que crear el vacío en sus potencias interiores, desembarazar «el palacio del alma» (santa TERESA,
Camino 28,12) de recuerdos que perturban la paz, y tiene que emplear todas sus fuerzas para entrar en el
recogimiento activo. 2) S. con las criaturas y s. del corazón, llamado también s. de amor vigilante,
consiste en reaccionar enérgicamente contra todo afecto natural que se manifiesta en pensamientos,
conversaciones interiores, deseos demasiado ardientes, etc., para dirigirse con un movimiento de fe y de
amor hacia Dios. El hombre debe vigilar el deseo de satisfacciones contrarías a la voluntad de Dios
(placeres, preferencias, simpatias particulares), lo que san Ignacio denomina «indiferencia de la voluntad»
(Ejerc, 1.a sem.); debe ejercitarse en el «amor virginal», desinteresado y dispuesto a la renuncia del objeto
amado, y debe sacrificar las propias exigencias egoístas por el bien ajeno a través del don generoso de sí
mismo.
En el plano sobrenatural, hay que mortificar la devoción demasiado ardiente (no multiplicar las
oraciones, las penitencias) y aceptar las purificaciones interiores de los sentidos, descritas magistralmente
por san Juan de la Cruz (N 1,2-9). El santo aconseja, como medio, la práctica de los actos anagógicos. Sor
María Amada de Jesús, en los Dodici gradi del silenzio, propone permanecer como «la lámpara que se
consume sin ruido ante el sagrario» o como «el incienso que sube en s. hasta el trono del Salvador». 3) S.
del espíritu y del juicio. La vida contemplativa, cuando llega a cierto grado de perfección, se resume en
un solo acto: abrirse y escuchar a Dios, para recibir la irradiación de su luz, que sólo es posible a
condición de que la inteligencia esté libre y vacía de razonamientos y juicios naturales, de investigaciones
intelectuales y de intenciones extrañas a Dios (cf. N 2,9,6) Este s., del que san Juan de la Cruz habla en la
Noche del espíritu, significa el despojamiento total del intelecto, el nescivi de san Pablo, el «apagar
cualquier otra luz» (Isabel De La Trinidad, Ult. Ritiro 4). Por parte del alma se requiere la más pura
atención a la «enseñanza oculta», a la «comunicación de la sabiduría de Dios» (cf. C 39,12).

c) El s. divino. El s. que brota de la voluntad decidida a estar siempre unida con Dios en la más
completa abnegación personal, es el s. divino. Sor María Amada lo define como un «adherirse a Dios,
presentarse, exponerse ante él, adorarlo, amarlo, escucharlo, entenderlo, descansar en él». Como la lira,
cuando se toca, vibra al unísono, así también el s. divino vibra de admiración, de adoración, de ofrenda al
eterno amor. Para sor Isabel de la Trinidad, «es la alabanza más bella que se canta en el seno de la
pacífica Trinidad» (Ult. rit. 8), «el cielo en la tierra, la anticipación del paraíso eterno.» Para Lacordaire,
representa el supremo esfuerzo del alma que se desborda sin saber ya expresarse.

4. S. Y ORACIÓN.
La vida de oración está ritmada por una alternancia de palabras (exteriores e interiores) e intervalos de s.
La plegaria litúrgica conoce pausas de silenciosa adoración. La meditación calla para descansar en Dios.
Sólo la oración contemplativa se distingue por un s. más continuo. Pero para abandonar la actividad
discursiva en la oración, además de una reflexión muy ponderada, es necesario que se verifiquen los
signos mediante los cuales Dios ha elevado al alma a un estado superior, a) Oración y s. de Dios. Una de
las dificultades fundamentales de la oración procede del aparente e incomprensible s. de Dios. Dios puede
callar para purificar la fe del hombre, para probar al alma, para castigar pecados e imperfecciones
voluntarias. Puede también que le parezca al alma que Dios calla, al no hallarse en la adecuada
disponibilidad para escucharlo. Este s. de Dios llena al alma de incertezas, dudas, oscuridades. Es
indispensable que reaccione con actos de esperanza, fe y abandono. De lo contrario, correría el riesgo de
sucumbir a «las melancolías, y a perder la salud, y aun a dejarlo del todo» (santa Teresa de Ávila, Cast.
IV, 1,9). b) Oración e impotencia para el s. interior. Otra dificultad deriva del juego demasiado vivo de la
fantasía y de los recuerdos. El alma se siente incapaz de librarse de la inquietud, de los «rumores
internos», a pesar de su aspiración a la paz silenciosa en la unión con Dios, dificultad que constituyó
durante muchos años el tormento de santa Teresa (cf. Vida 30,16; 37,7; Cast. IV, 1,10). Para vencer las
agitaciones del alma, cuyas causas son a menudo indeterminables, porque pueden venir de parte de Dios,
del demonio, del alma (causas psíquicas, debilidad, reacciones violentas, etc.), no hay otro medio que
dirigir la mirada con humildad y paciencia a Dios. Aunque al alma le parezca que no tiene poder alguno
sobre su propio estado, sin embargo tiene que aceptarlo humildemente, callando —incluso consigo misma
— y esperar confiadamente la intervención de Dios, que conoce los movimientos silenciosos, tímidos,
quizá inconscientes del corazón inquieto

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