La Crisis de Los Sudetes
La Crisis de Los Sudetes
La Crisis de Los Sudetes
Hitler
Europa claudicó ante Hitler en 1938. En ese año el Viejo Continente vivió al borde de la
guerra por la agresiva política exterior de la Alemania nazi, que consiguió la anexión de
Austria y la región checoslovaca de los Sudetes. Francia y Gran Bretaña apostaron por la
política del apaciguamiento, creyendo que las demandas del Tercer Reich se limitarían a
los territorios con población germana.
Uno de los pilares en los que Hitler basó sus primeros años en el poder fue la denuncia de
las condiciones humillantes que el Tratado de Versalles había impuesto a Alemania.
Primero fue la renuncia a las limitaciones impuestas al ejército germano, y luego fue la
ocupación de la región de Renania, fronteriza con Francia. En 1938, el Reich amplió sus
fronteras en una escalada que fue alimentando la audacia y la ambición del Führer.
Si Alemania consiguió llevar a cabo el Anchluss y la anexión de los Sudetes sin disparar un
solo tiro fue en buena parte gracias a la permisividad de Francia y Gran Bretaña, que
abanderaron la política de apaciguamiento aquellos años. Condicionados por sus
situaciones internas, Londres y París querían evitar una gran guerra en el continente, y les
preocupaba más la expansión del comunismo promovida por la URSS que el revisionismo
agresivo del régimen nazi.
La política de apaciguamiento
Las grandes potencias democráticas del momento apostaron por una respuesta tibia a
todos estos movimientos de las potencias del Eje. Estados Unidos vivía inmersa en su
aislacionismo, y su liderazgo internacional aún iba a tardar en hacerse notar.
Las dos grandes democracias europeas, Francia y Gran Bretaña, habían mostrado mucha
tibieza frente a las acciones agresivas de Japón, Italia y Alemania. Lo máximo que llegaron
a hacer es a aprobar leves sanciones en la Sociedad de las Naciones con las invasiones de
China y Abisinia, pero sin ninguna eficacia real. Las acciones de Londres y París se
conocieron como la política de apaciguamiento. Preferían realizar concesiones a las
potencias agresoras en escenarios secundarios y así evitar una gran guerra que no
interesaba a nadie.
Entrando más en detalle en cómo veían a la emergente régimen nazi, Gran Bretaña quería
mantener su tradicional política de equilibrio de poder en Europa. Por lo que una
Alemania algo fortalecida le parecía un contrapeso interesante ante dos grandes potencias
continentales como Francia y la URSS. De hecho, Londres y Berlín firmaron un acuerdo
naval que permitió a los alemanes reconstruir parte de su flota. Además, en Londres a
quien realmente se temía en los años 30 era a la expansión del comunismo promovida por
Moscú.
Francia contaba con una potente fuerza militar que le hubiese permitido atacar a Alemania
con ciertas garantías, por lo menos hasta 1938. Pero el país galo también vivía una fuerte
polarización e inestabilidad políticas entre las fuerzas de izquierdas y derechas. Los
gobiernos se sucedían por los juegos de alianzas. Para algunos se podía llegar a una
situación de enfrentamiento que llevara a una guerra civil como la que estaba viviendo
España.
Además, el discurso anticomunista de los nazis despertaba simpatías entre una buena
parte del alto mando militar francés que era profundamente conservador. Por último, los
diferentes gobierno en París no querían tomar una acción firme ante los peligrosos
movimientos de Alemania, si no contaban con el total apoyo británico.
Por último, la URSS fue quien más en serio se tomó el discurso de Hitler de expansión
hacia el Este. Por este motivo, Moscú intentó suavizar su discurso revolucionario para
contar con el apoyo de las democracias en caso de una guerra con Alemania, un ejemplo
sería el papel del Partido Comunista de España y su apoyo a la estabilidad de la Segunda
República durante la guerra civil. Aunque contaba con un acuerdo de colaboración militar
con Francia firmado en 1935, a la hora de la verdad, este pacto iba a quedar en papel
mojado.
Al borde de la guerra
La guerra parecía muy factible en Europa durante el verano de 1938. Hitler seguía
presionando para que Praga concediera la autonomía a los Sudetes. El gobierno de Benes
se mantenía firme, esperando que sus aliados franceses y soviéticos respondieran en caso
de agresión germana. Pero en Londres y París no había voluntad para enviar a sus soldados
a morir por Checoslovaquia.
Gran Bretaña y Francia decidieron mantener la política de apaciguamiento. De hecho, les
molestaba la obstinada postura checoslovaca de no ceder. En ambos países pesaba más el
miedo a una guerra general que la voluntad de defender a una democracia frente a la
agresión nazi.
El gobierno del primer ministro Neville Chamberlain apostó fuerte por la diplomacia para
calmar a Hitler. Convenció fácilmente a Francia para que desmovilizara a las tropas, al fin
y al cabo el ejecutivo de Edouard Daladier tampoco tenía muchas ganas de luchar.
El siguiente paso británico fue hacer saber al Reich por boca de su embajador en Berlín que
no iban a luchar por Checoslovaquia que se mostraba empecinada en no ceder ante las
demandas de su población germana. También se envió a una delegación a los Sudetes que
recomendó a Praga dar mayor autonomía, una postura que no gustó nada al presidente
Benes, quien aún se mostraba dispuesto a pelear, alentado por la esperanza de que los
soviéticos si que lucharían.
El problema era que la postura checoslovaca despertaba simpatías entre las opiniones
públicas de Francia y Gran Bretaña. Así que los gobiernos querían que todo se resolviera
con la diplomacia, por lo que había que aplacar a Hitler que cada vez estaba más dispuesto
a ir a la guerra, ya no ocultaba que su ambición era incorporar los Sudetes al Reich alemán.
El propio Neville Chamberlain viajó dos veces a Alemania en septiembre de 1938 para
evitar la invasión. Paralelamente, británicos y franceses intentaban convencer a Praga para
que tolerara la ocupación de las zonas de los Sudetes con mayoría de población germana.
Vergüenza en Múnich
La guerra parecía imparable con el discursos cada vez más agresivo de Hitler. La
propaganda nazi seguía insistiendo sobre presuntas atrocidades cometidas sobre los
alemanes en los Sudetes. Berlín lanzó un ultimátum: si no se accedía a sus demandas antes
del 28 de septiembre entraría por la fuerza en la región checoslovaca. La demanda alemana
molestó en los sectores más contrarios a Hitler en Francia y Gran Bretaña, y comenzaron a
pedir mano dura con las demandas nazis.
La diplomacia británica intentó jugar una última carta diseñada por el propio
Chamberlain. Se convenció a Mussolini para que propusiera una conferencia en Múnich
con franceses, británicos y alemanes para decidir el destino de los Sudetes. Checoslovaquia
no estaba invitada, pese a que se decidía el destino de sus fronteras. El Führer aceptó, pero
se aprovecharía del papel mediador del dictador italiano para presentar por su boca una
serie de propuestas: el Reich ocuparía los Sudetes a cambio respetaría la integridad
territorial del resto del país.
Los días 29 y 30 se rubricó el Pacto de Múnich. Checoslovaquia se sintió traicionada. Nadie
iba a luchar por ella y tuvo que aceptar. El presidente Benes dimitió al ver que no podía
defender a su país. El día 1 de octubre Praga retiró a sus tropas de los Sudetes, que fueron
sustituidas por el ejército alemán. Chamberlain y Daladier vendieron en sus países que
habían salvado la paz.
DESPIECE #1: