Los Reyes de Las Finanzas - Angel Boixados PDF

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Índice

Capítulo I. El road show del expresidente del gobierno


Capítulo II. Rating, los calificadores de solvencia
Capítulo III. Supervisión y vigilancia. Integridad de los
mercados
Capítulo IV. Los bancos centrales
Capítulo V. Los banqueros centrales occidentales
Capítulo VI. La humillación de la Old Lady
Capítulo VII. Soros-Druckenmiller: Un dúo que marcó
una época
Capítulo VIII. Hedge funds. Fondos y gestores de fondos
Capítulo IX. El estallido de la crisis subprime
Capítulo X. Crisis subprime: cronología de un desastre
Capítulo XI. John Paulson y otros ganadores de la crisis
subprime
Capítulo XII. Europa en tensión: la crisis de las deudas
soberanas
Capítulo XIII. Bill Gross. La mano que mece la cuna de la
crisis de las deudas soberanas europeas
Créditos
Notas
Capítulo I

EL ROAD SHOW
DEL EXPRESIDENTE DEL
GOBIERNO

E sJoséposible que ese 21 de septiembre de 2010


Luis Rodríguez Zapatero se ajustase el
nudo de su corbata antes de entrar en el comedor
de la residencia del embajador permanente de
España ante las Naciones Unidas. No en vano se
preparaba a afrontar la cita para él más incómoda
de su corta estancia en Nueva York. Debía
desayunar con representantes del mundo financiero
de la Gran Manzana. No lo haría en el curso de un
concurrido acto social-institucional en el que las
alabanzas de los organizadores forman parte del
libro de estilo, sino en un duro encuentro en petit
comité en el que la cortesía se limita estrictamente
a las formas. Todos ellos reunidos alrededor de
una misma mesa a puerta cerrada, sin más testigos
externos que los fotoperiodistas de los medios de
comunicación autorizados a tomar imágenes
previas del encuentro.
Esta cita tan inusual para el presidente de un
gobierno español respondía a la necesidad de
cortar de raíz cualquier duda sobre la solvencia
del reino de España y de su deuda pública. Así se
lo habían aconsejado al jefe del ejecutivo sus
asesores más inmediatos. Este aún confiaba en los
réditos de su perdido magnetismo en las distancias
cortas y es posible que también en la pretendida
limpieza de su mirada. Quería reunirse con un
grupo escogido de representantes de primer nivel
de eso que muchos políticos europeos llaman «los
mercados», utilizando el vocablo con una mezcla
de desprecio intelectual y de temor reverencial. En
resumidas cuentas, lo que estaba haciendo era lo
que en el mundo financiero se conoce como road
show o incluso road and pony show. Bajo estas
denominaciones se enmarcan las acciones de
promoción que realizan los emisores de valores
ante los potenciales compradores. Esto es algo
muy típico en el mundo de las corporaciones
cotizadas e incluso de los tesoros estatales. Lo que
no es habitual es que sea el presidente de un
gobierno quien encabece la delegación, se ponga
enfrente de los inversores para explicarles las
bondades de los activos que ofrece y conteste a
sus preguntas.
Pero si algo había complicado el segundo
mandato de José Luis Rodríguez Zapatero, otrora
icono de la nueva izquierda del viejo continente,
era la evolución de la economía. Otros retos, como
el enfrentamiento permanente y sin cuartel con el
principal partido de la oposición, parecían ahora
una nimiedad ante la fuerte presión provocada por
las dudas sobre la capacidad futura del Estado
español para repagar su deuda. Con la crisis
griega abierta en toda su intensidad, con Irlanda y
Portugal camino de pedir la asistencia financiera
del Fondo Monetario Internacional (FMI), ahora
todos los ojos estaban puestos en la segunda gran
economía del sur de Europa y cuarta de la
eurozona: España. En los mercados financieros
internacionales volvía a circular un duro
acrónimo, acuñado en la crisis del Sistema
Monetario Europeo de 1992. Todas las economías
del viejo continente con problemas se reunían
alrededor de una definición muy peyorativa:
«PIGS» (Portugal, Ireland, Greece & Spain) que
pronto se ampliaría a PIIGS con la incorporación
de Italia.
No constituía precisamente una buena señal
que los operadores de las salas de negociación de
la City londinense, ese mundo tan proclive a la
dureza en sus expresiones, englobase a la hasta
hace poco desbordante economía española en el
grupo de los «cerdos». Esto se traducía, entre
otras consecuencias, en un diferencial elevado y
creciente con el bono alemán. Este indicador, que
mide la brecha entre el rendimiento o interés de la
deuda germana y (en este caso) la española
emitida a un plazo de diez años, sirve para
visualizar la prima de riesgo en Europa. En
términos muy simples este último concepto se
podría explicar, en este caso, como el coste de
menor confianza que debe pagar un país de la
zona euro al emitir su deuda en comparación con
el que soporta Alemania al hacer lo propio. Lo
grave del diferencial con el bono alemán era que
desde mayo de 2010 se había instalado
definitivamente en sus niveles más elevados desde
1996. Esto implicaba situarse en fechas bastante
anteriores al momento en el que España estuvo en
condiciones de incorporarse al selecto grupo de
países fundadores del euro.
El 21 de septiembre de 2010 resultaba
evidente que la zona euro atravesaba la crisis más
compleja desde su creación, el 1 de enero de
1999. También, que dentro de ella la situación
española concitaba tantas dudas como temores. Si
nuestra economía entraba en una espiral como la
irlandesa o la portuguesa, los mimbres de la Unión
Monetaria serían puestos a prueba con toda su
crudeza. Pero esto nunca ocurriría, porque
«España estaba a punto de consolidar la senda de
un crecimiento sostenido de su economía». Este
mensaje era el que José Luis Rodríguez Zapatero
quería explicar en primera persona a un escogido
grupo de personalidades del mundo de las finanzas
de la primera plaza de negociación del mundo. Lo
que buscaba era que le mirasen a los ojos y
escuchasen de su propia boca y de primera mano
el compromiso de firmeza de su gobierno en el
cumplimiento de las reformas económicas. Pero
por encima de todo quería dejar muy claro que el
reino de España tenía capacidad para repagar toda
su deuda y los intereses asociados a la misma.
Dicho de otra forma y utilizando términos
técnicos: no existía riesgo futuro de quita o de
incumplimiento del servicio financiero. La
consecuencia más directa de estas dos certezas
defendidas por el entonces presidente del
Gobierno era que el diferencial soportado frente al
bono alemán no reflejaba la realidad y que el
Tesoro español debería tener capacidad para
emitir con costes inferiores.
Para vender este mensaje, el primer reto al
que se enfrentaba el sanedrín de asesores más
próximos al entonces presidente español era el de
encontrar los interlocutores adecuados. Pero no
solo eso, sino que además aceptasen la invitación.
El segundo desafío, bastante más complejo que el
anterior, era convencerles de la solvencia de la
política económica española y por tanto de la
calidad de la inversión en la deuda del país. Todo
ello en un año en el que las grandes agencias
internacionales de rating habían acometido varias
rebajas en su calificación o nota crediticia.
La preparación de esta cita, muy incómoda,
resultó procelosa. La lista de asistentes sufrió
numerosas variaciones. El resultado final fue
dispar. Se mezclaron alrededor de una misma mesa
representantes de instituciones financieras
tradicionales con destacados y muy agresivos
gestores de fondos. Entre estos últimos, algunos de
los operadores más duros de la plaza.
No dejaba de resultar llamativo el cambio de
estrategia que esta reunión suponía. La percepción
del gobierno español había cambiado. Su
presidente se reunía con los que pocos meses antes
definía como «especuladores sin escrúpulos o
tiburones». Él y algunos de los miembros más
destacados del ejecutivo reclamaban entonces
acotar el margen de maniobra de los operadores
incrementando la regulación internacional de los
mercados financieros. Con ello pretendían poner
coto a los «ataques especulativos inaceptables
basados en análisis poco rigurosos», tal y como
explicó públicamente el 8 de mayo de 2010 su
vicepresidenta primera y entonces portavoz, María
Teresa Fernández de la Vega. En aquellas fechas se
comentó incluso que desde el complejo
presidencial de La Moncloa se había encargado al
Centro Nacional de Inteligencia (CNI) que
averiguase quiénes estaban detrás de los ataques a
la deuda española. No solo se trataba de
identificar a los operadores causantes de todos los
males, sino de conocer sus intenciones reales. Una
ardua misión para los agentes secretos, más
entrenados en otras lides que en las de desentrañar
los misterios de los mercados financieros. Siendo
justos, se debe explicar que en esta tentación de
utilizar los servicios de inteligencia para entender
la crisis de la deuda no solo cayó el ejecutivo de
Zapatero, sino el posterior de Mariano Rajoy y
también los gobiernos de otros países europeos.
En todo caso, se desconocen las conclusiones que
alcanzaron los cerebros del CNI.
Ese 21 de septiembre de 2010 la percepción
había cambiado. Ya no se trataba de buscar los
oscuros motivos que impulsaban a los big players
(grandes jugadores) para operar contra los
intereses españoles. Ahora lo que se buscaba era
convencerles de su errónea percepción y, por qué
no, también de seducirlos. Un arte en el que
Rodríguez Zapatero se consideraba un experto
consumado. Aun así, el día previo al desayuno, el
expresidente español realizó un último y fallido
intento para reclamar un cierto acotamiento de la
actividad financiera, más tímido, eso sí, que en
meses anteriores. El marco elegido fue la
asamblea general anual de la Organización de las
Naciones Unidas (ONU). Lo hizo en coordinación
con el entonces presidente de la República
Francesa, Nicolas Sarkozy. Ambos defendieron la
necesidad de implantar la denominada «Tasa
Tobin», un impuesto sobre las transacciones
financieras. Iniciativa esta que quedó en una
simple declaración de intenciones. Los dos
mandatarios, especialmente el español, abogaban
por su implantación y veían en ella la solución o la
panacea para acabar con el desempleo y el hambre
en el mundo. Una iniciativa que contaba con la
oposición frontal y explícita de Timothy Geithner,
secretario del Tesoro estadounidense de la primera
administración Obama.
No era esta la mejor vía para simpatizar con
las élites financieras neoyorquinas. Es por ello que
esa mañana el mandatario español trataba de
enmarcar sus mensajes con una entrevista en el
periódico económico estadounidense de
referencia: The Wall Street Journal. En la misma
manifestaba con su optimismo tradicional que «la
crisis de la deuda europea ha concluido». Al
tiempo reclamaba una mayor convergencia
económica en la zona del euro y defendía las
reformas emprendidas por su gobierno antes del
verano de 2010. Reformas estas impulsadas no
desde la convicción, sino después de un duro
ultimátum planteado al unísono por la canciller
alemana y los presidentes del Consejo Europeo y
del Banco Central Europeo. «La confianza ha sido
restaurada», enfatizaba Rodríguez Zapatero en
referencia al efecto de este cambio de su política
económica.
Con estas premisas fue con las que el líder
español y sus asesores afrontaron su encuentro con
los representantes de Wall Street. La cita era en la
calle 72, entre Park y Madison Avenue, en un
edificio neoclásico de piedra vista y de tres pisos
donde radica la residencia del embajador
permanente ante la ONU. El encuentro se celebró
en el comedor-vestíbulo del primer piso, decorado
con estilo neoclásico francés y con las paredes
pintadas de color pastel. El entonces presidente
del Gobierno recibió a sus invitados acompañado
por el ministro de Asuntos Exteriores y experto en
Oriente Medio, Miguel Ángel Moratinos, y por el
director de la Oficina Económica de la
Presidencia, Javier Vallés.
Zapatero se dirigió a todos en castellano.
Desconocía el inglés, al igual que todos los
presidentes españoles de la democracia. Esta
importante limitación, que persiste con Mariano
Rajoy, obligó a contar con servicios de traducción
simultánea. Es por ello que en las imágenes del
encuentro todos los invitados contaban con un
auricular para seguir las palabras de su anfitrión.
Un mal principio cuando lo que se busca es la
proximidad e interactuar con el auditorio. Pero
mucho peor que la falta de empatía provocada por
la barrera idiomática resulta la ausencia de
argumentos convincentes. Esto es lo que debió de
ocurrir. Buena prueba de ello fue la sentencia
lapidaria con la que uno de los asistentes (no
identificado) resumió el encuentro en una
confidencia realizada a la corresponsal del diario
económico Expansión: «Hay que rezar por
España». Dicho de otra forma: «olían la sangre»,
vieron claramente la oportunidad de obtener
beneficios importantes apostando contra una
depreciación de los valores del Tesoro español y
de las acciones de las empresas de esta
nacionalidad.
Lo que quizás nunca midió Rodríguez
Zapatero fue el carácter y el fuste de sus
interlocutores. Enfrente tenía a los representantes
de importantes entidades como Citigroup, Morgan
Stanley, Travellers o Goldman Sachs. Esta última
institución es el primer banco de inversión del
mundo, una entidad con numerosas ramificaciones
en la que trabajan parte de los mejores cerebros
del mundo financiero. No solo eso: su nómina de
exempleados es abrumadora y de alguna manera
supone una poderosa red de contactos e influencias
ilimitadas. Como botón de muestra en Europa se
pueden citar al presidente del Banco Central
Europeo (el italiano Mario Draghi), al gobernador
del Banco de Inglaterra y antes del Banco Central
de Canadá (el ahora nacionalizado británico Mark
Carney) o al italiano Mario Monti (primer ministro
en sustitución del exuberante Silvio Berlusconi).
El grupo de interlocutores se completó, entre
otros, con la presencia de gestores de fondos muy
destacados. Bajo esta denominación, crítica para
entender los actuales mercados financieros, se
agrupan agentes que concentran ingentes capitales
provenientes de grandes inversores. Su papel es el
de gestionar los recursos puestos bajo su tutela y
cobrar elevadas comisiones sobre los resultados
obtenidos. Suelen ser operadores muy agresivos,
que normalmente se encuentran detrás de los
grandes movimientos de precios que se registran
en torno a los valores negociables en los mercados
(acciones, deudas públicas, deudas privadas,
metales, materias primas u otros).
John Paulson, Ray Dalio o George Soros
fueron los principales representantes de este grupo
en el desafortunado desayuno convocado por el
expresidente español. El último de ellos, muy
conocido por el gran público, es un
estadounidense de origen húngaro. Persona con
gran sensibilidad intelectual, es un superviviente
del Holocausto. Esto fue posible ya que su familia
consiguió esconder sus orígenes judíos durante la
invasión nazi de Hungría. Posteriormente (en
1946) consiguió huir de la ocupación soviética de
su país y abrirse camino en el mundo occidental,
primero en el Reino Unido y posteriormente en
Estados Unidos. Es también un conocido
filántropo. Antes de destacar en esta última y
loable actividad consiguió lo que para muchos
gestores de fondos fue tanto un hito como un
modelo a seguir. En agosto y septiembre de 1992
encabezó un movimiento especulativo contra el
valor de la libra esterlina. Enfrente tenía al Banco
de Inglaterra, nada más y nada menos que a la
venerable Old Lady de Threadneedle street, cuya
historia se remonta a finales del siglo XVII. De
nada sirvió la tradición más que centenaria ante
las prácticas de los mercados financieros
electrónicos globalizados. El Banco de Inglaterra
se batió en retirada después de utilizar casi todas
sus reservas, en torno a 50.000 millones de
dólares (buena parte de ellos prestados por el
Bundesbank y la Reserva Federal). La libra
esterlina abandonó el Sistema Monetario Europeo,
un camino que también siguió la lira italiana.
Soros reconoció un beneficio de 1.000 millones de
dólares en sus operaciones contra la divisa
británica. Aunque las estimaciones iniciales fueron
pavorosas (entre 13.000 y 27.000 millones de
libras), el Tesoro británico estableció cinco años
después que el coste de esta crisis para el erario
público fue de 3.300 millones de libras (seis
veces más que los beneficios obtenidos por
Soros).
Resulta obvio que Rodríguez Zapatero y su
ministro de Asuntos Exteriores no consiguieron
convencer a su audiencia. Ese día 21 de
septiembre de 2010 el diferencial español con la
deuda alemana rondaba los 176 puntos básicos,
mientras que el último día de su mandato (21 de
diciembre de 2011) este indicador tocó los 336
puntos, después de alcanzar un máximo de 473
puntos el 22 de noviembre de ese mismo año.
Tampoco convenció a las agencias de calificación
de riesgo, que fueron reduciendo paulatinamente la
nota crediticia de la deuda española. Esta se
situaba en el máximo nivel desde antes de su
llegada al gobierno y había perdido varios grados
al término de su segundo mandato. Una situación
que llenaba de alborozo al principal partido de la
oposición. Los conservadores, que le sucedieron
en el gobierno, buscando reforzar sus expectativas
electorales seguían entonces una máxima
cortoplacista que se podía resumir en la frase (no
confirmada) atribuida al ahora ministro de
Hacienda, Cristóbal Montoro: «Cuanto peor,
mejor, que esto ya lo arreglaremos nosotros». No
fue así, ya que la prima de riesgo de la deuda
española frente a la alemana tocó un máximo
histórico de 637 puntos básicos el 24 de julio de
2012, algo más de seis meses después de la
formación del gobierno presidido por Mariano
Rajoy.
Capítulo II

RATING,
LOS CALIFICADORES DE
SOLVENCIA

E ldegobierno socialista que dirigió los destinos


España entre abril de 2004 y diciembre de
2011 tuvo que aprender a marchas forzadas, en su
segundo mandato, que las denominadas agencias
de rating podían contribuir a visualizar el fracaso
de toda su trayectoria en la gestión de las cuentas
públicas. Es muy posible que al margen de los
responsables de la política económica, el resto de
los integrantes del ejecutivo no sintiesen
inicialmente ningún interés por esta figura tan
relevante en los mercados financieros. Pero a
principios de 2009 las tornas empezaron a cambiar
de forma dramática. Después de varios años en los
que la deuda emitida por el reino de España
disfrutó de la máxima calificación crediticia, las
principales agencias empezaron a cambiar su
valoración del riesgo de nuestro país. A partir de
entonces se inició un proceso de rebajas del rating
que trajeron consigo un encarecimiento de los
costes que debe soportar el Tesoro español para
captar dinero a través de sus emisiones de letras,
bonos u obligaciones. Primero fueron Standard and
Poor´s (S&P) y Fitch, luego le tocó el turno a
Moody´s. Las tres grandes del sector, conocidas
como las Big Three, empezaron a lanzar avisos
muy claros sobre la negativa evolución de la
solvencia financiera del Estado español y de sus
administraciones (comunidades autónomas y
ayuntamientos más importantes).
El dictamen de las calificadoras fue
implacable. En un breve espacio de tres años la
nota de la deuda del reino de España pasó de la
muy preciada «triple A», que define a un emisor
sin riesgo de impago, al nivel inmediatamente
anterior al denominado «grado especulativo» o
inversión de riesgo. Se dejó ni más ni menos que
cinco escalones en el camino. Con este cambio en
la percepción de los analistas de las agencias, el
rating español se situó en el límite de lo que en la
jerga financiera se denomina bono basura (junk
bond). Así es como se definen las emisiones de
renta fija (las que llevan aparejado un interés
periódico) con elevadas posibilidades de
incumplimiento o impago y que por tanto deben
pagar un rendimiento más elevado para compensar
su alto riesgo.
Lejos quedaba la «devolución» de 400 euros
a los 13 millones de contribuyentes al impuesto
sobre la renta de las personas físicas (IRPF)
anunciada por Rodríguez Zapatero en enero de
2008. Entonces se explicó que se trataba de «una
transferencia de renta a los ciudadanos, posible
gracias la superávit fiscal». También el ahora
denostado «Plan Español para el Estímulo de la
Economía y del Empleo», conocido como «Plan
E», que tuvo continuidad con el denominado «Plan
de Economía Sostenible». Estas dos iniciativas,
que buscaban reactivar la actividad en los
primeros momentos del pinchazo de la burbuja
inmobiliaria, supusieron una inyección total de
50.000 millones de euros. Los fondos del Plan E
se repartieron entre las distintas administraciones,
principalmente entre los ayuntamientos. Estos,
cuya probidad a la hora de dilapidar dinero
público está sobradamente contrastada —con
ciertas excepciones, como podría ser el de Bilbao
—, malgastaron los fondos en obras y en carteles
anunciadores. También quedó desfasada una de las
expresiones que Rodríguez Zapatero dicen que
utilizaba cuando su ministro de Economía, Pedro
Solbes, trataba de recortar el gasto público en la
primera legislatura: «Lo que necesito es dinero
para hacer política».
Sin embargo, las agencias de rating carecían
de esta sensibilidad. Sus analistas empezaron a
observar con mirada muy crítica la evolución de
las cuentas públicas españolas. No solo las de la
administración central, sino también las de varias
autonomías (Andalucía, Cataluña o Valencia entre
ellas) y las de algunos ayuntamientos (con el de
Madrid a la cabeza). Sus negativas sensaciones se
fueron trasladando a sus calificaciones y con ello
vino el encarecimiento del coste de financiación
de la deuda pública española. Este proceso de
deterioro de la percepción del riesgo de nuestra
economía se generalizó en los mercados
financieros. Los grandes inversores empezaron a
exigir mayores intereses para comprar los valores
del Tesoro o de las comunidades autónomas
activas en el mercado de emisiones. Asimismo las
grandes corporaciones privadas empezaron
también a sufrir, lastradas por la negativa
evolución del riesgo del país. El valor de las
acciones del IBEX 35, el índice de referencia de
la bolsa española en el que se agrupan las mayores
empresas, no cesaba de caer, en un proceso
paralelo a las crecientes dificultades con las que
las corporaciones más importantes se encontraban
a la hora de financiarse con emisiones.

¿Qué es un rating?

¿Pero qué son los ratings? Como tales se


entienden las notas o valoraciones que se realizan
sobre la capacidad de repago de una deuda por
parte de un deudor. En los mercados
internacionales de crédito, bajo esta denominación
se esconden unas simples letras que determinan la
capacidad de endeudarse de un determinado
emisor y el coste que debe pagar. Para los
inversores suponen una medición del riesgo que se
asume al comprar determinados valores. En un
universo tan amplio como el de los mercados
globalizados resulta a priori muy difícil conocer
exactamente la situación de cada uno de los
estados, administraciones públicas o empresas que
emiten valores. Es fácil entender que el gestor de
los fondos de pensiones de los maestros de
Ontario (Canadá) o el de los empleados de las
Naciones Unidas no conozca la situación de una
gran compañía española, francesa o alemana. Por
tanto, a la hora de comprar acciones o bonos de
estos emisores o de un estado soberano, resulta
lógico que acuda a valoraciones externas
estandarizadas para medir el riesgo que se asume.
Es entonces cuando las calificaciones de las
grandes agencias internacionales de rating
desempeñan un papel crítico.
La máxima nota es la denominada triple A o
(AAA). Cuando esta se otorga, la casa que ha
emitido la valoración manifiesta que el riesgo de
impago de la deuda es inexistente o prácticamente
nulo. Por tanto, el interés que va a recibir por la
compra de un bono triple A es inferior al que
llevaría aparejado una calificación doble A (AA)
y así sucesivamente. En términos generales se
puede decir que la letra A, en sus distintos
escalones, define niveles de riesgo de impago
nulos o muy bajos. La letra B entra en una zona
algo más delicada. La triple B (BBB) o la nota
Baa definen una elevada solvencia, aunque dejan
abierta la posibilidad de que se den cambios
adversos que puedan afectar a la solvencia futura.
En su escalón más bajo (B) las garantías ya son
menores y no se puede descartar un futuro impago.
El infierno real empieza en la C. La triple C
(CCC) alude directamente a las posibilidades de
próximo incumplimiento de las obligaciones
crediticias y la simple C a una inminencia de esta
situación. Por último, la letra D es la que reciben
los emisores que ya han entrado en situación de
insolvencia.
La nota adjudicada a un emisor por una
agencia de rating determina si un determinado
inversor institucional puede o no comprar
determinados valores. Muchos gestores de fondos
tienen limitadas sus opciones y no pueden comprar
activos cuya calificación sea inferior a un
determinado nivel. Son muchos los casos en los
que no pueden entrar por debajo de la letra A, en
cualquiera de sus acepciones. Sentado este
principio, la exclusión de un emisor del primer
grupo de solvencia supone desaparecer de la
brújula de un importante grupo de inversores.

Suspicacias con la nacionalidad de las agencias

Por todo lo anterior, cualquier estado o


corporación que quiera acceder a los mercados
internacionales de capitales para financiarse debe
contar obligatoriamente con al menos una
calificación exterior. No una cualquiera, sino una
otorgada por una agencia de rating reconocida.
Aunque existe un buen número de ellas,
normalmente se recurre a las que otorgan las tres
empresas más potentes (las citadas Big Three) del
sector. Las dos principales son las
estadounidenses Standard and Poor´s (S&P) y
Moody´s. Inmediatamente después se sitúa Fitch,
cuya sede está en Nueva York aunque su accionista
mayoritario es francés. Precisamente la
nacionalidad de estas tres sociedades, que
funcionan en régimen casi de oligopolio, levanta
numerosas suspicacias. Esto último es muy cierto
sobre todo en Europa. Aunque en los últimos
tiempos las críticas hacia las agencias de rating se
han atemperado en el viejo continente, fueron muy
intensas con el estallido de la denominada «crisis
de las deudas soberanas europeas». Muchos
gobiernos, sobre todo los de los países más
afectados por las rebajas de las calificaciones
(España entre ellos), vertieron numerosas críticas
contra sus análisis, sus sistemas de medición y sus
conclusiones.
Sin embargo, no solo desde nuestro país se
atacó la fiabilidad de las tres principales casas de
rating. Especialmente virulenta fue la reacción
francesa (segunda economía de la Unión Europea),
cuando la deuda de la vecina república perdió la
calificación máxima. El proceso se inició a finales
de 2011. El primer paso lo dio Moody´s en
octubre de 2011 al anunciar que situaba en
«perspectiva negativa» (negative outlook) la nota
crediticia del Estado galo. En noviembre de ese
mismo año fue su gran competidora S&P la que
realizó un anuncio similar y en diciembre Fitch
hizo lo propio. A partir de ese momento se inició
un duro tour de force entre el Ministerio de
Finanzas, dirigido entonces por el conservador
François Baroin, y los equipos de analistas de las
Big Three. Al calor de estos acontecimientos
adversos Nicolas Sarkozy habría comentado a sus
próximos que «si perdemos la triple A estoy
muerto».
De nada sirvieron los argumentos del
gobierno francés. En enero de 2012 S&P le tomó
esta vez la delantera a Moody´s y rebajó un
escalón o un grado la nota crediticia francesa
desde la triple A hasta AA+. El anuncio se realizó
a cien días de las elecciones presidenciales de
abril. Desde el ejecutivo galo se trató de
relativizar la importancia de la decisión de S&P.
El entonces primer ministro, François Fillon,
declaró que la pérdida del máximo nivel de rating
«sin ser una buena noticia, tampoco es una
catástrofe». Aun así no excluyó un nuevo plan de
austeridad, consciente de la importancia de la
decisión adoptada por la agencia de calificación.
Quien sí vio una oportunidad en ello fue el
candidato socialista y luego vencedor de la
contienda electoral, François Hollande, quien ese
día dijo que «es una política la que ha sido
degradada». Pero como nunca llueve al gusto de
todos con las decisiones de las Big Three, el
reverso de la moneda vino en noviembre de 2012.
Seis meses después de la formación del nuevo
gobierno socialista, Moody´s rebajó también un
grado la calificación de la deuda gala desde la
triple A hasta Aa1, señalando que daba el paso
ante «la gradual y sostenida pérdida de la
competitividad» de la segunda economía de la
zona euro. Pero paradójicamente quien no ha dado
este paso es Fitch, que aunque mantiene la
«perspectiva negativa» de la deuda de la
República Francesa, sigue manteniendo el rating
de la misma en su nivel más elevado. No se debe
descartar que esta decisión tenga algo que ver con
el hecho de que su máximo accionista es el grupo
Fimalac, propiedad del empresario galo Marc
Ladreit de Lacharrière.
El ejemplo de la evolución última de la nota
crediticia francesa revela la importancia que
adquieren las grandes agencias internacionales de
rating no solo en los mercados internacionales de
capitales, sino también en la evolución de la
política interna. No cabe ninguna duda de que la
decisión de S&P de rebajar la calificación a cien
días de las elecciones presidenciales fue una muy
mala noticia para el presidente. Como tampoco se
puede obviar que la rebaja decidida por Moody´s
supuso una descalificación de la política
económica del nuevo gobierno socialista,
presidido por Jean-Marc Ayrault.
Otro caso muy llamativo y también traumático
fue la decisión adoptada en agosto de 2011 por
S&P cuando por primera vez en toda la historia
rebajó un grado el rating de Estados Unidos. La
noticia provocó una enorme convulsión y la
eclosión de sentimientos primarios de ultraje
nacionalista. Ninguna de las otras integrantes del
grupo de las Big Three ha adoptado aún una
decisión similar. Solo una casa de notación mucho
menos conocida, y de la misma nacionalidad, Egan
Jones (la misma que ha situado a España en
quiebra técnica), dio un paso similar un poco
antes, en julio de 2011. A su vez, Moody´s ha
alertado de que puede adoptar la misma decisión
en 2013 si la deuda de la primera economía del
mundo no se reduce de forma significativa.

¿Quién paga los ratings?


Explicados los precedentes anteriores sobre la
indiscutible trascendencia de los ratings, es
necesario entrar ahora en la explicación de ¿quién
los solicita y quién los paga?
Es importante, ya que la calificación no es un
servicio público. Es un negocio y, a pesar de las
numerosas críticas vertidas desde los más
diversos frentes, muy rentable. En 2011 Moody´s
facturó 2.280 millones de dólares y obtuvo un
beneficio neto de 571,4 millones, con unos
aumentos frente al año anterior del 12,2 y del 12,5
por ciento respectivamente. Standard and Poor´s
(la segunda en tamaño) consiguió una cifra de
negocio de 1.767 millones de dólares y un
resultado de 549 millones, lo que supuso un
incremento del 8 y del 6 por ciento
respectivamente frente a 2010. Por lo que se
refiere a la tercera en liza de las Big Three, Fitch
cerró ese año con unos ingresos de 732,7 millones
de dólares y ganó 227 millones, un 11,5 y un 16,1
por ciento más que en el ejercicio precedente.
Bien es cierto que estas últimas cifras no son
comparables a las de las dos primeras empresas
del sector, ya que no se deslindan las de la
actividad de rating y las de Fitch Solutions. Esta
última es una empresa dedicada a las soluciones
informáticas destinadas a la industria financiera.
Sentado el principio de la legítima búsqueda
del beneficio por parte de estas empresas, no se
puede obviar que existe una abierta competencia
entre ellas. Esto es especialmente cierto en el caso
de las dos primeras del sector. De hecho, se suele
decir sotto voce que Moody´s es más estricta en
sus calificaciones con el sector empresarial y
menos con las entidades financieras, mientras que
con S&P la situación es inversa. Aunque esto no
dejan de ser afirmaciones no contrastables que
nadie, especialmente los calificados, defenderían
en público. A mayor abundamiento, existe la
percepción de que Fitch, como estrategia de
penetración en un mercado dominado por las dos
grandes, siempre ha sido más accesible en sus
ratings que sus competidores. En cualquier caso,
todo es matizable y la competencia real que existe
entre las tres se atempera por el hecho de que
muchos inversores institucionales no pueden
comprar (por limitaciones regulatorias) activos
que no cuenten con un mínimo de dos ratings
distintos. Esto ha facilitado la consolidación del
oligopolio entre las integrantes del grupo de las
Big Three, que ha beneficiado sobre todo a las dos
principales, aunque también a Fitch.
Volviendo a la pregunta de ¿quién encarga los
ratings y quién los paga?, la respuesta en la
práctica totalidad de los casos es que es el emisor
quien lo hace. Como se ha explicado
anteriormente, para acceder a los mercados
internacionales de capitales es necesario contar
con al menos la calificación de una, si no de dos
agencias. Si un estado soberano o una empresa
quiere vender en una oferta pública bonos u otros
activos de renta fija, la etapa previa y necesaria es
que cuente con al menos un rating que evalúe su
riesgo de impago. En caso contrario no podrían
acceder a un amplio universo de inversores
institucionales.
¿Cuáles son entonces los pasos a dar? Si se
trata de un emisor que nunca ha sido calificado se
puede pedir inicialmente lo que se denomina un
shadow rating (rating en la sombra). Con este
paso el analizado tendrá una aproximación de
cómo podría ser el resultado final de la
calificación. Es una iniciativa menos onerosa que
el rating abierto, entre otros factores porque la
agencia que lo elabora no se compromete
públicamente con la calificación. Fuentes
consultadas sitúan el coste de esta iniciativa en
torno a los 25.000 dólares. No es habitual pedir un
shadow rating. Lo normal es que un emisor que ha
tomado la decisión de apelar al mercado de
capitales para financiarse solicite directamente
una calificación al menos a una agencia. El coste
de un rating de un emisor suele situarse en el
entorno del millón de euros, un precio que se debe
abonar anualmente. Esto es así porque el análisis
se realiza por un periodo de tiempo limitado. Algo
lógico teniendo en cuenta que la situación del
calificado puede variar de un año a otro. Si este es
el entorno del precio en el que se situaría el
estudio de un emisor de valores, distinto es el que
se repercute por el rating de una emisión en sí
misma. Estos pueden variar entre los 60.000 y los
300.000 euros en función de la complejidad de la
oferta analizada.
Es necesario señalar que esta información es
prácticamente imposible de contrastar. No son
datos públicos. Además, los calificados suelen
sentir un temor casi reverencial frente a las
agencias de rating. En voz baja prácticamente
todos vierten críticas sobre la seriedad o la
profundidad del análisis realizado, pero en
público ninguno se atreve a trasladar estas
impresiones negativas. De hacerlo, temen un
deterioro en sus relaciones con la agencia
calificadora.
Otro factor que refuerza la falta de
transparencia en los precios aplicados por las Big
Three es el referido a la capacidad de negociación
de cada uno de los clientes calificados. Esto es
muy cierto en el caso de las corporaciones. No es
lo mismo una empresa que solicita un único rating
sobre sí misma y otro de una emisión puntual, que
el de una multinacional que actúa en varios países
y que lanza varias ofertas de bonos a lo largo del
mismo año. Esta última puede solicitar
calificaciones de sus subsidiarias en todos los
mercados en los que actúa y también lo hará sobre
cada una de las emisiones que realiza. En este
caso su capacidad de negociación en el precio
aplicado a las calificaciones es desde luego muy
elevada. Asimismo es mucho más flexible el trato
que recibe por parte del equipo comercial de la
agencia. Al respecto se debe señalar que el trabajo
de captación de negocio está absolutamente
separado del de valoración que realizan los
analistas. Por imposición de las autoridades
supervisoras y reguladoras de los mercados
financieros estas dos actividades deben ser
absolutamente independientes y no pueden existir
contactos entre los equipos de una misma agencia
que realizan ambas. En la jerga financiera es lo
que se denomina «murallas chinas» (chinese wall).
Bajo esta sorprendente expresión se esconde la
definición de las medidas que se aplican en el
seno de una misma empresa para evitar la
transmisión de información entre equipos que
realizan distintas funciones dentro de una
determinada operación con un mismo cliente.
Volviendo a la pregunta de ¿quién encarga los
ratings?, puede darse la situación de que no sea el
calificado quien lo haga. No es habitual, pero esto
no significa que no puedan darse excepciones. En
este caso de lo que se habla es de un unsolicited
rating (no solicitado). La iniciativa puede partir
de un inversor que esté interesado en conocer, por
las razones que sean, la opinión del calificador
sobre una determinada empresa u oferta de
valores. No suele ser una buena noticia para el
aludido, y no lo es por dos razones. Primero
porque el proceso es ajeno a él. Aquí los equipos
de analistas de la agencia de rating no mantienen
contacto con el calificado. No se reúnen con su
departamento financiero, en el caso de una
empresa, ni con ningún otro interlocutor de la parte
afectada. Segundo, porque la información se basa
en la documentación pública, en las noticias
aparecidas en los medios de comunicación y en las
impresiones de los analistas de la agencia. Como
norma general el resultado o las conclusiones
suelen ser peores que las de los ratings
solicitados por el propio calificado.
Este es un punto muy delicado de la actividad
de estas agencias. Si la iniciativa parte de un
inversor, que por tanto paga el trabajo realizado,
este puede utilizar a su libre albedrío las
conclusiones alcanzadas. En algunos casos se han
llegado a dar situaciones que rozan lo que se
denomina «abuso de mercado», una práctica que
puede considerarse rayana en la ilegalidad y que
por tanto es perseguida por los supervisores
financieros. Pero no es habitual que alguna de las
Big Three juegue con esos límites. Tanto es así que
estas actuaciones, de darse, las llevan a cabo
empresas marginales dentro del mundo del rating.
Volviendo a las grandes del sector, estas sí
han realizado calificaciones no solicitadas como
arma comercial para la apertura de un determinado
mercado o para ampliar un segmento en que han
realizado una actividad residual. Son actuaciones
muy delicadas que pueden despertar críticas muy
severas, cercanas a lo que en inglés se denomina
blackmail y en castellano chantaje.

¿Quién manda en las agencias de rating?

¿Quiénes son sus accionistas? ¿Quién manda en las


tres grandes agencias de rating? Dadas las
numerosas suspicacias que en los últimos años, al
calor de la crisis económica y financiera
internacional, han surgido sobre el trabajo de las
agencias de rating, son muchos los ojos que han
escrutado la distribución de su capital.
Un rasgo común en las dos más importantes
es que sus accionistas de referencia entroncan
directamente con la industria financiera y
concretamente con la gestión de activos. Este
último concepto debe entenderse como la
actividad que realizan quienes operan en los
mercados de valores (bonos o acciones), metales o
materias primas. Un trabajo que en términos muy
simples consiste en gestionar el dinero de otros,
también el propio, y obtener diferencias positivas
o beneficios entre los precios de compra y los de
venta. Es un trabajo que va más allá del
asesoramiento, ya que supone que los clientes-
inversores depositan toda su confianza en el gestor
que opera en los mercados directamente con los
fondos puestos a su disposición. Por esta actividad
cobran unas comisiones sustanciosas (del 20 por
ciento)sobre los rendimientos obtenidos.
Siguiendo con la exposición inicial, tanto
Moody´s como Standard and Poor´s cuentan entre
sus grandes accionistas con especialistas del
mundo financiero. Es más, muchos de ellos son
usuarios de las calificaciones de ambas agencias.
De hecho, una buena parte de ellos promueven
fondos de inversión en sus distintas vertientes. Lo
que más sorprende es que muchos de los productos
que comercializan llevan un rating aparejado, lo
que en sí mismo es un paso obligado para que sus
inversores objetivos puedan adquirir
participaciones. Otro aspecto relevante es la
coincidencia de algunos de estos gestores de
activos en el capital de Moody´s y del gran gigante
editorial McGraw-Hill, la propietaria de Standard
& Poor´s. Distinta es la situación en Fitch, cuyo
capital se reparte entre el grupo francés Fimalac
(60 por ciento) y la Corporación Hearst (40 por
ciento).
Moody´s Corporation (MCO) cotiza en la
bolsa de Nueva York y sus diez primeros
accionistas concentran el 53,5 por ciento del
capital. Destacan especialmente dos de ellos,
Berkshire Hathaway y The Capital Group. El
primero de ellos es el conglomerado financiero
que lidera Warren Buffet. Llegó a tener hasta un 20
por ciento del capital, pero ahora está en retirada
con una participación del 12,47 por ciento. Parece
ser que el llamado por sus admiradores «Oráculo
de Omaha» se sintió muy incómodo (por las
repercusiones en sus otras actividades) al haber
sido citado por el Congreso de Estados Unidos. Se
le convocó para testificar sobre los fallos de las
agencias de calificación en la evaluación de
riesgos antes del estallido de la crisis subprime de
agosto de 2007.
Hablar del Warren Buffet es aludir a uno de
los grandes mitos del mundo empresarial en
Estados Unidos, y no solo en la primera potencia
económica mundial. Este veterano inversor
(nacido en 1930) ha roto todos los records de
longevidad en la industria financiera. Le avala una
sucesión de éxitos prácticamente ininterrumpidos
(con algunas excepciones) y tiene una aureola
especial que encandila a su interminable legión de
admiradores. Su filosofía de inversión, que se
resume en veinte principios aparentemente muy
simples, constituye una de las «biblias» de los
inversores modernos. Según la clasificación
periódica que elabora la revista Forbes, en 2012
era el cuarto hombre más rico del mundo (después
del mexicano Carlos Slim, del estadounidense Bill
Gates y del español Amancio Ortega). En 2008
lideró este particular ranking de megamillonarios.
Es uno de los accionistas de referencia, a través de
su vehículo Berkshire Hathaway, de algunas de las
empresas más importantes que cotizan en bolsa.
Entre ellas se pueden citar la de bebidas Coca-
Cola, la alimentaria Kraft Foods, entidades
financieras como Wells Fargo o American
Express, o la tecnológica IBM, entre otras muchas.
Pero ahora mismo el mayor accionista de
Moody´s es The Capital Group. A diferencia del
conglomerado de Buffet, que básicamente es un
inversor, aquí sí que nos encontramos con un pilar
de la industria financiera. The Capital Group,
directamente o a través de varios de sus fondos,
ostenta el 16,4 por ciento de las acciones de la
primera agencia de rating mundial. Pero puede
concentrar más derechos de voto si agrupa otras
participaciones de varios de los fondos que
promueven entre los inversores, entre ellos los de
American Fund. Fue fundada en 1931, tiene su
sede en Los Ángeles y declara gestionar en torno a
1.000.000 de millones de dólares. Esta cifra es
ligeramente inferior al producto interior bruto
(PIB) de España, que es el valor de nuestra
economía, que al término de 2011 se estimaba en
1.063.355 millones de euros.
Otros miembros de la industria financiera con
participaciones relevantes en el capital de Moody
´s son: T. Rowe Price (5,95 por ciento), fundada
en 1937, con sede en Baltimore y con activos en
gestión por 510.000 millones de dólares; Value
Act (3,63 por ciento), fundada en 2000, con sede
en San Francisco y Boston y con una cartera de
5.000 millones de dólares; Vanguard Group (3,36
por ciento), fundada en 1975, con sede en Valley
Forge y 1.600.000 millones de dólares en cartera;
State Street (3,36 por ciento), un holding de
servicios financieros con sede en Boston que tiene
su origen en uno de los bancos más veteranos de
Estados Unidos y que declara gestionar 2.100.000
millones de dólares; BlackRock (3,28 por ciento),
con sede en Nueva York, fundado en 1988 y
considerado uno de los mayores (si no el mayor)
gestor de activos del mundo con una cartera de
3.650.000 millones de dólares; Neuberger Berman
(2,86 por ciento), fundado en 1939, con sede en
Nueva York y cerca de 200.000 millones de
dólares en gestión; Invesco (2,55 por ciento),
fundado en 1997, con sede en Atlanta y con una
cartera de 617.000 millones de dólares.
A diferencia de Moody´s, Standard & Poor´s
(S&P) no cotiza en los mercados de valores. Sí lo
hace, en la bolsa de Nueva York, su propietario, el
grupo editorial McGraw-Hill. Es ahí donde se
encuentran algunas coincidencias con su máximo
competidor. De hecho, tienen varios accionistas
comunes. Estos son: The Capital Group (12,31 por
ciento); State Street (4,34 por ciento); Vanguard
Group (3,84 por ciento); BlackRock (3,84 por
ciento) y T. Rowe Price (3,32 por ciento). Otros
miembros de la industria financiera que se
encuentran entre los diez primeros accionistas de
McGraw-Hill son: Oppenheimer Funds (3,38 por
ciento), fundada en 1960, con sede en Nueva York
y que pertenece al grupo asegurador Mass Mutual
Finantial; Dodge Cox (2,35 por ciento), fundada en
1930, con sede en San Francisco; Fiduciary
Management (2,05 por ciento), fundada en 1980,
con sede en Milwaukee y 12.300 millones de
dólares en gestión; Independent Franchise Partners
(1,37 por ciento), fundada en 1996, con sede en
Londres y con una cartera de 5.100 millones de
dólares. La lista de los diez principales
accionistas de McGraw-Hill que concentran el
39,49 por ciento del capital la cierra el fondo de
pensiones de los maestros de Ontario (Canadá)
con una participación del 1,94 por ciento.
La tercera gran agencia de rating global,
aunque a gran distancia de sus dos principales
competidores es Fitch. Se trata de una compañía
con doble sede (en Nueva York y en Londres) que
reclama tener carácter europeo. Su capital se lo
reparten la francesa Fimalac (60 por ciento) y The
Hearst Corporation (el 40 por ciento restante). La
primera la fundó en 1991 el francés Marc Ladreit
de Lacharière, uno de los empresarios franceses
más discretos e influyentes. Cotiza en la bolsa de
París y su fundador posee cerca de un 80 por
ciento del capital. Fimalac inició su andadura en el
mundo de las calificaciones en 1993. Lo hizo al
adquirir una pequeña casa de rating londinense
llamada IBCA. En 1996 compró otra agencia de
calificaciones especializada en el mundo del
seguro llamada Quest, que integró en IBCA.
Finalmente, en 1997, pasó a controlar la
norteamericana Fitch´s Investor Services, que
absorbió IBCA. En esta aventura le acompañó el
grupo editorial Hearst, cuyo capital controlan en
su totalidad los descendientes de William Randolf
Hearst (el magnate de los medios de comunicación
a principios del siglo XX retratado por Orson
Welles en su obra magna Ciudadano Kane).

Conflictos de interés y vigilancia

Esta amalgama de accionistas relacionados con la


industria financiera, sobre todo en el caso de las
dos primeras Big Three, deja abierta la existencia
de lo que se denominan «conflictos de interés».
Como tales se pueden entender las situaciones en
las que un interés principal puede estar
influenciado por otro secundario. Por ejemplo, la
fiabilidad de las valoraciones emitidas por las
casas de rating sobre los productos
comercializados por sus principales accionistas
puede ser cuestionada. Al tiempo la coincidencia
de al menos uno de ellos en el capital de las dos
agencias también induce a la posibilidad de jugar
con los límites de otro tipo de conflicto de interés.
Al margen de estas suspicacias, donde sí
existe una fuerte tensión con las Big Three es en
relación con los análisis y las valoraciones de las
deudas soberanas (las de los estados) o de las
empresas europeas. La innegable relación de las
dos primeras con los Estados Unidos y (en menor
medida) de la tercera en liza, ha sido y es objeto
permanente de fuertes tensiones. Es por ello que al
respecto han surgido dos iniciativas. La primera
gira en torno al incremento de la vigilancia de sus
actuaciones por parte de las autoridades
supervisoras del viejo continente. La segunda se
traduce en la iniciativa de crear una gran agencia
de rating europea impulsada desde Alemania. El
Deutsche Bank (primer banco de este país) junto
con la consultora estratégica Roland Berger
trabajan ya en esta dirección y tratan de sumar
aliados a su proyecto, que acabará traduciéndose
en la aparición de un nuevo competidor de las Big
Three.
Entrando en el primero de estos dos aspectos,
el de la vigilancia de los rating, este papel en el
espacio de la Unión Europea lo lleva a cabo el
nuevo supervisor europeo de valores. Se trata de
la European Securities and Markets Authority
(ESMA), que en 2011 inscribió en su registro (el
paso previo obligatorio) a las Big Three. El nuevo
supervisor de valores de los veintisiete países que
forman la Unión Europea se constituyó en enero de
2011, como resultado del trabajo de la comisión
de expertos formada tres años antes bajo la
presidencia del francés Jacques de Larosière.
Precisamente con el visto bueno a las tres
grandes agencias, ESMA, heredera de la extinta
CERS (Committee of European Securities
Regulators), inició su andadura efectiva. A partir
de ese momento Moody´s, S&P y Fitch deben
trabajar de forma distinta en el espacio de la UE y
rendir cuentas al nuevo supervisor. Sus procesos
internos y sus calificaciones son sometidos a un
escrutinio constante y de intensidad creciente. Esta
vigilancia se realiza en tres vertientes. La primera
pivota en torno a los modelos de determinación de
los ratings o, lo que es lo mismo, a su validación
metodológica. La segunda se centra en el control
de los modelos, básicamente en establecer si en
los mismos se recogen con la ponderación
adecuada toda la información y los hechos
relevantes que determinan la calidad de un riesgo
crediticio. La tercera vertiente de la vigilancia del
nuevo regulador europeo de valores, que es la que
genera más aristas, se centra en la supervisión de
los criterios seguidos por las distintas agencias a
la hora de cambiar o no una calificación. Esto
implica, en la práctica, la vigilancia de cada uno
de los ratings que emiten las agencias incluidas en
el registro de ESMA. También implica la
justificación ante el supervisor de cada una de las
decisiones adoptadas, es de suponer que sobre
todo las más relevantes de las que tienen mayor
incidencia en el proceso de formación de precios
de los valores cotizados.
Todo indica que con este paso se pueda
acabar dando un «choque de criterios» entre las
prácticas supervisoras con respecto a las agencias
de rating, de ESMA y de la Securities and
Exchange Commission (SEC) de Estados Unidos.
No en vano la visión del mundo anglosajón y la
continental europea son radicalmente distintas. La
primera es más proclive a los procesos
desregulatorios, mientras que desde el viejo
continente se defiende una actuación proactiva a la
hora de vigilar las actuaciones de los agentes de
los mercados. Por ello, no deben descartarse
decisiones muy distintas de ambos reguladores
sobre un mismo expediente referido a una casa de
rating. Es incluso posible que en el seno de
ESMA surjan tensiones entre la visión de los
británicos frente a la sensibilidad de alemanes,
españoles o franceses.
En Estados Unidos las agencias de
calificación están inscritas en un registro de la
SEC, el denominado NRSRO (Nationally
Recognized Statistical Rating Organization), desde
1975. En la actualidad están incluidas en el mismo
diez agencias. Esto no significa que se haya
llevado a la práctica, según los criterios
continentales europeos, una supervisión efectiva
de las mismas. De hecho, no se conoce ninguna
actuación de la SEC en este sentido en los últimos
años. Este papel pareció reservarse en exclusiva a
la cámara baja estadounidense, que en 2008 llamó
a testificar a los responsables de las tres
principales agencias globales de rating (Moody´s,
S&P y Fitch). Los congresistas les inquirieron en
audiencia pública para que explicasen cómo no
habían previsto en muchas de sus calificaciones
(la de Lehman Brothers entre otras) las quiebras
de algunos emisores a los que habían otorgado
calificaciones de elevada o de máxima solvencia.

Ejemplos de errores en las calificaciones

Precisamente los errores en las calificaciones


otorgadas por las Big Three forman parte de un
capítulo del recorrido de las agencias de rating
que no se puede obviar. Sentado el principio de
que los inversores institucionales utilizan los
ratings como elemento de seguridad para conocer
los riesgos que asumen, varios errores históricos
obligan a matizar la infalibilidad de sus análisis.
La crónica negra de los últimos años se inicia
con Enron, una corporación con sede en Houston
(Texas). A principios de 2001 esta empresa era
casi modélica. Se decía de ella que estaba
revolucionando el mundo de la energía y que había
roto los moldes tradicionales del sector. Contaba
con rating de las tres principales agencias. Todas
ellas la calificaban dentro del grupo de las
denominadas «inversiones estables», aunque, eso
sí, en la banda baja de esa clasificación y por tanto
con un riesgo crediticio muy moderado. Esta
percepción se mantuvo hasta mediados de octubre
de 2001. Fue precisamente entonces cuando se
hizo público que sus cuentas estaban falseadas. Al
calor de esta noticia las Big Three empezaron a
rebajar sus calificaciones. No fue un proceso
inmediato. Les costó unas semanas hacerlo. A
principios de 2002 Enron había quebrado,
afectando a todos sus accionistas y a los
compradores de sus títulos de renta fija. La caída
de este gigante energético provocó la desaparición
de Arthur Andersen, el gigante mundial de la
auditoría. Las agencias de rating tuvieron que
hacer frente a su primera gran crisis de
credibilidad. Se defendieron aduciendo que nada
podían hacer si las cuentas auditadas eran falsas,
pero su honorabilidad quedó en entredicho.
El segundo gran episodio de la crónica de
sucesos vino con la caída de la italiana Parmalat,
que tuvo lugar a finales de 2003. Se trataba del
primer grupo lácteo del mundo y ocultaba una
deuda de 15.000 millones de euros. En el proceso
arrastró a su auditor, la filial de Grant Thornton en
ese país, y, en menor medida, a Deloitte
(controlador anterior de sus cuentas). Poco antes
de revelarse el escándalo, que acabó con sus
gestores en la cárcel, Standard and Poor´s le
otorgaba una calificación elevada al tiempo que
resaltaba «la prudente gestión financiera del
grupo». S&P pasó un duro trago. En menos de
cuarenta y ocho horas rebajó el rating de su deuda
diez niveles. Pero ya era tarde. No cumplió con su
obligación de medir correctamente el riesgo.
Incluso tuvo que hacer frente a una investigación
judicial, que finalmente quedó en nada, cuyo
episodio más visible fue la entrada de la Guardia
de Finanzas italiana en sus oficinas milanesas por
orden de la magistratura. S&P se defendió
argumentando que «fuimos víctimas de un fraude»
y que «nos dieron información falsa».
Finalmente, el último gran error de las Big
Three vino con la crisis de las hipotecas basura o
subprime iniciada en Estados Unidos en agosto de
2007. La parte más visible de este proceso giró en
torno a la crisis de Lehman Brothers. Este potente
banco de inversión estadounidense fundado en
1850, una de las perlas de Wall Street, quebró en
septiembre de 2008. Su caída estuvo a punto de
provocar un colapso del sistema financiero global.
Las tres agencias de rating, sin excepción, le
otorgaban la máxima calificación de riesgo tanto a
la entidad en sí misma como a buena parte de los
productos que comercializaba. Estas valoraciones
se mantuvieron hasta pocas horas antes de su
quiebra. El descrédito de las casas de rating fue
muy notable. Tanto Moody´s como S&P o Fitch
tuvieron que comparecer ante una comisión de
investigación del Congreso de los Estados Unidos.
La erosión de su credibilidad fue muy grande, pero
una vez más consiguieron sobrevivir. No en vano
sus ratings se basan sobre todo en las
valoraciones que realizan sobre la base de la
información contable que les facilitan los
analizados y en los balances realizados por las
firmas de auditoría.
Capítulo III

SUPERVISIÓN Y VIGILANCIA.
INTEGRIDAD DE LOS MERCADOS

G arantizar la integridad de los mercados


financieros es uno de los grandes objetivos de
las autoridades que vigilan o supervisan su
funcionamiento. Si los operadores o inversores
perciben que no cuentan con las suficientes
garantías de juego limpio y de igualdad de
oportunidades, evitarán operar en la plaza
señalada con esa carencia. Para ello es necesario
que exista transparencia en todos los procesos,
sobre todo en el de formación de los precios de
los activos negociables. Este último punto es clave
y debe entenderse en sentido muy amplio.
En una bolsa de valores el delito más clásico
es el denominado de «iniciados», que en inglés de
denomina «insider trading». Por tal se entiende la
práctica en la que, en sus distintas vertientes,
incurre quien cuenta con una información
adelantada y relevante que pueda incidir en el
precio futuro de la acción de una empresa o de
otros activos negociables. Información que no está
al alcance de toda la comunidad de inversores y
que ha sido obtenida por distintos caminos.
Un ejemplo clásico sería el de una operación
de compra de una empresa a través de una Oferta
Pública de Adquisición (OPA). Esta tiene lugar
cuando se pretenden adquirir acciones de una
sociedad cotizada en bolsa. A través de ella el
oferente busca controlar una participación
significativa o la totalidad del capital de la otra
parte. Lo habitual en estos casos es que el valor de
las acciones de las dos partes afectadas
experimente importantes cambios (en ambos
sentidos) con el anuncio de la operación. Esto es
aún más cierto si la OPA es hostil y por tanto no
pactada. Tener acceso a esta información antes del
anuncio público de la misma y comprar o vender
acciones de cualquiera de las dos empresas puede
reportar un importante beneficio para quien lo
haga. Pero es un delito muy grave. Supone vulnerar
la igualdad de oportunidades que debe regir el
funcionamiento normal e íntegro de los mercados
de valores y distorsionar el proceso de formación
de precios de las acciones.
Las personas que pueden tener acceso a una
información adelantada de este tipo son muy
dispares y pueden abarcar un amplio universo.
Desde quienes integran los equipos de asesores
(financieros, jurídicos, comunicación, estrategas u
operadores involucrados) de la parte que lanza la
OPA, hasta sus amigos o familiares inmediatos.
Como botón de muestra de esto último en la
bolsa española se han dado algunos casos. Uno fue
el del presidente de una empresa energética que
comentó en una comida o reunión familiar que otra
corporación del sector iba a presentar en los
siguientes días una oferta pactada de adquisición.
Resultó que los hijos del aludido compraron
pequeños paquetes de acciones de la sociedad que
presidía su padre antes de que estas registrasen
una importante revalorización. Pero no solo eso.
El director de la Tesorería de la empresa que
lanzaba la OPA hizo lo propio, también a través de
sus dos hijos. Esto ocurrió en 1991. La Comisión
Nacional del Mercado de Valores (CNMV), que es
el supervisor español de los mercados financieros,
descubrió a los tramposos y les sancionó con
penas económicas. También hizo públicos los
expedientes sancionadores, con el consiguiente
descrédito para las partes involucradas.
El delito de iniciados es uno de los más
castigados y perseguidos por los supervisores
financieros. Ahora mismo en España puede
comportar hasta sanciones penales. Pero no existe
ningún caso que haya acabado con penas de cárcel
para los culpables. En nuestro país lo que se ha
aplicado son sanciones económicas por un
montante superior al beneficio obtenido con la
operación fraudulenta.
No ocurre lo mismo en otros mercados. Son
muchos los casos de inversores u operadores que
han acabado privados de libertad. Un ejemplo
reciente en Estados Unidos, uno de los países con
menos tolerancia ante este tipo de delitos, es el del
exmiembro del Consejo de Administración del
banco de inversión Goldman Sachs y también de la
multinacional de bienes de consumo Procter &
Gamble, Rajat Kumar Gupta. Se trata de un
americano, de origen indio, con una trayectoria
hasta ese momento ejemplar. Durante varios años
había sido el líder (managing director) de la
consultora estratégica McKinsey & Co., una de las
más prestigiosas de su sector. Pues bien, esta
persona filtró información relacionada con
operaciones de Warren Buffet (el Oráculo de
Omaha) al inversor de nacionalidad
estadounidense y de origen tamil, Raj Rajaratnam.
Este último, multimillonario y fundador del fondo
de cobertura (hedge fund) Galleon Group, obtuvo
importantes rendimientos con la información
adelantada que le reportaba el primero. Ambos
eran amigos desde la época en que el segundo
trabajó a las órdenes del primero en McKinsey.
En octubre de 2009 Rajaratnam fue arrestado
por agentes del Federal Bureau of Investigation
(FBI) y en 2011 condenado a once años de cárcel
por conspiración y fraude en el mercado de
acciones. Se trata de la sentencia más elevada
impuesta hasta la fecha en Estados Unidos por
delito de iniciados. Asimismo se le impuso una
multa de 150 millones de dólares. A su vez, Gupta
fue sentenciado a dos años de prisión y a una multa
de cinco millones de dólares. En su caso incidió a
su favor que no se había beneficiado
económicamente de la información facilitada. El
juicio fue muy mediático y en el mismo tuvo que
declarar como testigo el consejero delegado de
Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, quien manifestó
que Gupta había vulnerado el código interno del
Consejo de Administración de la entidad al
revelar información confidencial a su amigo
Rajaratnam.
La vigilancia de los supervisores financieros
no solo se centra en las operaciones bursátiles,
sino que también se extiende en términos muy
amplios a la protección de los inversores. La
vigilancia de las prácticas operativas y de las
ofertas de valores entra también de lleno dentro de
su campo de competencia. Un ejemplo conocido en
España de esto último sería el de las ofertas de
pagarés que realizó Nueva Rumasa, ahora en
concurso de acreedores.
Este grupo vendió pagarés con extratipos (así
es como se denominan las retribuciones que
superan las habituales del mercado) para atraer a
los inversores. Intentó encontrar el aval de la
CNMV a través de la inclusión de los mismos en
su Registro Público. El supervisor reaccionó con
prontitud, pero dentro de las limitaciones que la
Ley del Mercado de Valores (LMV) establecía. Se
negó a registrarlos y realizó varias advertencias
públicas (hasta un total de siete) sobre los motivos
por los cuales (sobre todo las garantías
aparejadas) no los incluía en su Registro. De esta
forma trataba de evitar que los potenciales
inversores incurrieran en un riesgo del que no eran
conscientes. Viendo que la CNMV no iba a avalar
sus ofertas de pagarés y que estos podrían entrar
dentro del ámbito sancionador de la Ley del
Mercado de Valores, Nueva Rumasa salvó esta
limitación estableciendo un valor nominal superior
a los 50.000 euros para sus pagarés. De esta forma
ya no eran una oferta de activos sujeta a la LMV.
Pero la CNMV no se quedó ahí. En 2010 auspició
una modificación de la LMV para obligar a Nueva
Rumasa a contratar a una agencia de servicios de
inversión para la venta de estas participaciones.
Entonces, y ante la imposibilidad de contar con la
colaboración de un intermediario, los Ruiz Mateos
optaron por emitir participaciones en ampliaciones
de capital de sus dos mayores empresas, Dhul y
Clesa. El resultado final es de todos conocido. Los
incautos o avariciosos que cayeron en sus redes de
venta y adquirieron estos pagarés o las posteriores
participaciones ahora no cobran los rendimientos
ofrecidos y probablemente nunca recuperarán, al
menos en su totalidad, la inversión. Este ejemplo
sirve para entender las limitaciones del supervisor
en su labor de protección a los inversores.

El caso Madoff y el fallo de la SEC

Un caso paradigmático de fallo de los


supervisores es el que se dio en Estados Unidos
con Bernard, «Bernie», Lawrence Madoff.1 Era
una de las figuras más respetadas de Wall Street.
Fue el inventor del trading electrónico, que así es
como se denomina la operativa bursátil que se
realiza a través de ordenadores y que sustituyó
paulatinamente a la tradicional que se realizaba
por teléfono. Fue uno de los impulsores del
NASDAQ, la bolsa de valores electrónica y
automatizada con mayor volumen de negociación
en Estados Unidos, de la que llegó a ser presidente
no ejecutivo. Formaba parte del Gotha2 financiero
internacional. Su trayectoria en este mundo se
inició en 1960 cuando fundó su firma de corretaje
(labor de intermediación en operaciones por las
que se cobra una comisión) Bernard L. Madoff
Investment Securities. Con el tiempo llegó a ser el
mayor creador de mercado (que ofrece precios de
compra y de venta de los activos) del NASDAQ.
Bernie Madoff era un hombre poco dado a las
alharacas. Austero en sus formas, daba la
impresión de ser una buena persona y buen padre
de sus dos hijos, que trabajaban con él (aunque
desconocían sus turbios manejos). Era un perfecto
conocedor del mercado de valores y lo
demostraba (al menos en teoría) con hechos. Los
fondos que gestionaba ofrecían rentabilidades
estables de entre un 10 y un 15 por ciento. En los
buenos y en los malos tiempos sus inversores
siempre conseguían estos beneficios. Además no
se los ofrecía a cualquiera. Ser cliente de Bernie
era un lujo. La puerta de entrada en su empresa no
estaba abierta de par en par, como ocurre con la
mayoría, si no con la práctica totalidad de sus
competidores. Para ser admitido en sus fondos no
solo era necesario tener dinero, sino que antes te
tenía que ofrecer acceso el propio Madoff. Una de
las premisas era la de no preguntar por su sistema
de gestión. Hacerlo significaba perder la opción
de trabajar con su empresa. Este oscurantismo se
trasladaba también a sus sistemas de control. Su
auditor externo era una pequeña empresa,
Friehling & Horowitz, que cumplía al pie de la
letra sus instrucciones y firmaba a ciegas los
libros de contabilidad de Bernard L. Madoff
Investment Securities.
La dura realidad se conoció en 2008. Lo que
el bueno de Bernie escondía era una gigantesca
estafa estimada (nunca se conocerá con exactitud)
en 50.000 millones de dólares, llevada a cabo a
través de un simple sistema piramidal (también
denominado esquema de Ponzi3). En 2009 fue
condenado a ciento cincuenta años de cárcel y
todos sus bienes quedaron embargados para hacer
frente a sus cuantiosas deudas.
Lo grave del caso Madoff desde el punto de
vista del supervisor, la Securities and Exchange
Commission (SEC) estadounidense, es que la
estafa se desarrolló sin que en ningún momento
esta institución la detectase. De hecho, el
escándalo estalló después de que el mismo Bernie
se lo confesase a sus hijos y estos lo denunciasen a
las autoridades. Lo alarmante de este proceso es
que la SEC fue alertada de forma anticipada en
varias ocasiones, la primera en 1999, por un
gestor de inversiones llamado Harry Markopolos.
No se tuvieron en cuenta sus denuncias,
probablemente por la especial personalidad de
quien las realizaba. Pero no solo eso. Madoff
superó varias investigaciones, se supone que muy
poco profundas, llevadas a cabo por los
inspectores de la SEC. Es más: se sospechó,
aunque no se pudo confirmar, la posibilidad de
estar ante un caso clásico de los que se denominan
«captura del supervisor». Con esta fórmula o
definición muy agresiva se califican los casos de
dejación de funciones en la vigilancia de los
supervisados. Esto puede ocurrir por simpatía
entre las partes, por corrupción o por falta de
competencia profesional en el desempeño de las
funciones encomendadas a quien ejerce la labor de
policía de los mercados. El concepto de captura
no se utiliza solo en el mundo financiero, sino
también en otros aspectos de la vida económica o
empresarial sometidos a una regulación estricta.

Regulación o desregulación

Precisamente uno de los debates más áridos y


siempre inconclusos que giran en torno a los
mercados financieros globalizados son los
distintos criterios no solo de supervisión, sino de
regulación de la actividad de sus participantes. Es
en este último punto donde se evidencian
importantes diferencias en función del origen
geográfico. Mientras que en el continente europeo
siempre se aboga por una creciente
normativización de las prácticas y de las
actuaciones, en Estados Unidos o en el Reino
Unido se defiende lo opuesto.4 Chocan aquí dos
principios antitéticos que se pueden resumir en dos
palabras contrapuestas: regulación o
desregulación.
Alemania y en mayor medida Francia, España
e Italia siempre han abogado por sistemas
jurídicos muy exhaustivos en los que se baje hasta
el máximo detalle para regular los
comportamientos y establecer un catálogo de
sanciones en caso de incumplimiento. En Estados
Unidos o en el Reino Unido se prima la aportación
de la jurisprudencia. Por tanto aquí el precedente
no es el derecho, sino la aplicación del mismo y la
interpretación de la norma por los tribunales. Esto,
llevado al campo de la vigilancia de los agentes
de los mercados financieros, genera un choque de
criterios.
Esto último también entronca con un debate
ideológico que ha marcado la aplicación de las
políticas económicas en el mundo occidental en
las décadas más recientes. Del estatismo más
intenso se ha pasado a un liberalismo militante,
que en algunos extremos puede haberse
desvirtuado. En el caso de los mercados
financieros globalizados se impuso el concepto
británico y estadounidense de la
«autorregulación». No en vano las dos plazas con
mayor actividad operativa en el mundo se
localizan físicamente en Nueva York y en Londres.
Los defensores de la autorregulación consideran
que es un sistema más eficaz y menos costoso en el
que impera el pragmatismo de los agentes que de
forma automática eliminan los comportamientos
indeseables. Ello lleva a la necesidad de una
menor supervisión de las autoridades. Hay quien
señala que este es uno de los orígenes de la crisis
financiera y luego económica que, con distinta
intensidad, sacude a Estados Unidos y a varios
países europeos desde agosto de 2007. Los
defensores de la regulación consideran que con
una intensificación de la misma se podría haber
limitado el desarrollo de los productos
estructurados (como las hipotecas subprime o las
titulizaciones de activos). También estiman desde
esta posición que con un incremento de la
normativa y de la vigilancia de los supervisores se
podría haber puesto coto a los desmanes de la
banca de inversión (con el extinto Lehman
Brothers y el muy vivo Goldman Sachs como
ejemplos).
No corresponde al autor, periodista de
información económica, entrar en este debate tan
profundo que deben resolver los economistas y
académicos más solventes y experimentados. Lo
que sí que deja abierto este choque de criterios
(regulación y desregulación) es un peligroso hueco
del que se benefician los operadores globales más
avezados y, por qué no decirlo, también los más
tramposos. Este es el «arbitraje entre
supervisores». Dicho de forma más sencilla: la
posibilidad que se abre en los mercados
globalizados de elegir en cada caso la supervisión
más adecuada para las prácticas que se quieran
acometer en la búsqueda del mayor y más rápido
beneficio.
¿Qué se entiende por arbitraje en términos
financieros? Pues muy simple: consiste en
aprovechar las ineficiencias e imperfecciones en
el proceso de formación de precios de un mismo
activo o de la combinación de varios de ellos en
distintos mercados. Todo ello sin asumir ningún
tipo de riesgo. Es más, existe la figura del
«arbitrajista» (así como suena), que es el operador
que realiza este tipo de transacciones. Todos los
grandes bancos de inversión los utilizan
profusamente. Entonces, si se arbitra con los
precios de los valores, ¿cómo no se va a hacer con
los distintos criterios de los supervisores
financieros nacionales?
Buscando eliminar esta situación o al menos
limitarla, entre otros muchos aspectos, es por lo
que en el ámbito de la Unión Monetaria se
constituyó el 1 de enero de 2011 la European
Securities and Market Authority (ESMA), cuya
sede está en París. Esta autoridad independiente
está llamada a proteger la integridad de los
mercados europeos de valores y de sus agentes. En
un futuro más o menos próximo los distintos
supervisores nacionales (entre ellos la CNMV
española) acabarán siendo las sucursales de la
ESMA. Para hacerlo posible, este nuevo regulador
de la Unión Europea, totalmente independiente de
Bruselas, se está dotando de los medios
necesarios. En 2011 contó con un presupuesto de
17 millones de euros, que se amplió hasta 24
millones en 2012.
La ESMA se ha constituido en paralelo a la
Autoridad Europea de Seguros y Pensiones
(European Insurance and Occupational Pensions
Authority, EIOPA) y a la Autoridad Bancaria
Europea (European Banking Authority, EBA). Esta
última asume las competencias de vigilancia de las
prácticas y de la solvencia de las entidades
financieras, unas funciones que hasta la fecha
estaban reservadas a los distintos bancos centrales
de cada país. Todos ellos, entre otros el Banco de
España, pasarán con este proceso a ser sucursales
nacionales de la EBA.
Capítulo IV

LOS BANCOS CENTRALES

n el entramado de los mercados financieros los


E bancos centrales desempeñan un papel muy
relevante. Esto es especialmente cierto cuando se
habla del Sistema de la Reserva Federal (FED),
del Banco Central Europeo (BCE), del Banco de
Inglaterra (BOE) o del Banco de Japón (BOJ). Es
previsible que en un futuro más o menos próximo
se deba incluir al Banco del Pueblo de China
(PBOC), aunque para ello deban darse pasos muy
decisivos (ahora muy lejanos) en la apertura y
reorganización del sistema financiero del gigante
asiático, siendo uno de los más relevantes la
opción o no de dotar de un estatuto jurídico de
independencia a su banco central.
Precisamente este es uno de los ejes sobre los
cuales pivota hasta ahora la particularidad de estas
entidades. Sus responsables, entendiendo por tales
no solo al gobernador o presidente, sino a los
miembros de su Consejo de Dirección, son
elegidos por mandatos cerrados. Esto implica que
mientras este dure son inamovibles. Solo en casos
muy extremos, como una incapacidad física o un
comportamiento delictivo, se puede iniciar el
procedimiento para relevarlos antes del término
del plazo para el que han sido designados. Los
rectores de estas entidades son elegidos por los
gobiernos. En Estados Unidos es el presidente de
la nación quien designa al responsable de la FED,
que debe ser aprobado por el pleno del Senado.
En el BCE la nominación corre a cargo del
Eurogrupo (el colegio de ministros de Economía o
de Finanzas de la zona euro), aunque se respete el
formalismo de consultar al Parlamento Europeo.
En el Reino Unido la propuesta surge del canciller
del Exchequer (así se denomina al ministro de
Hacienda) y debe ser ratificada por la Comisión
Especial del Tesoro de la Cámara de los Comunes.
En Japón es el jefe del ejecutivo quien propone,
nominación que debe ser aprobada por la cámara
alta (Sangiin) de la Dieta.
Una vez nominado el responsable del banco
central, este solo debe responder de su gestión
ante el poder legislativo en las comparecencias
periódicas o extraordinarias. Este modelo se
implantó a partir de la década de los años ochenta
y noventa del siglo XX. Se consideró que aislando
a los gestores de los bancos centrales del poder
político se conseguía que la ejecución de la
política monetaria se realizase desde supuestos
económicos no condicionados por las urgencias o
necesidades electorales. De esta manera se
lograrían mejores garantías en el control a largo
plazo de la inflación. Su relación con el ejecutivo
no contempla recibir instrucciones, ni tan siquiera
indicaciones. Esta última afirmación debe
matizarse cuando los cargos de presidente o de
gobernador de la entidad contemplan la
posibilidad de reelección. Esto puede provocar
una mayor receptividad ante los postulados del
gobierno de turno si el primer responsable del
banco central quiere volver a ser designado para
continuar en el cargo.
Las limitaciones para incidir en las
orientaciones de un banco central pueden provocar
situaciones de tensión con los gobiernos. Un
ejemplo muy reciente fue la advertencia realizada
por Shinzo Abe (primer ministro japonés desde
diciembre de 2012) cuando justo después de ganar
las elecciones por mayoría absoluta advirtió que
el BOJ debía cambiar su objetivo de inflación.
Este se situaba en el 1 por ciento y el nuevo
ejecutivo nipón propugnaba fijarlo en el 2 por
ciento. Para conseguirlo Abe avisó de que estaba
dispuesto a promover un cambio en la ley que
regula la entidad. También adelantó que el
gobernador del BOJ en ejercicio (Masaaki
Shirakawa) no sería propuesto para continuar al
frente de sus responsabilidades una vez que se
agotase su mandato (abril de 2013). Sus
advertencias no cayeron en saco roto y poco
después el Comité de Política Monetaria del BOJ
anunció que revisaría su objetivo de precios. El 22
de enero de 2013 publicó que doblaba su objetivo
de inflación (desde el 1 hasta el 2 por ciento) y
que iniciaría un plan de compras ilimitadas de
activos a partir de 2014. Todo ello en línea con las
exigencias de un nuevo gobierno apoyado por una
amplia mayoría electoral. Se debe tener en cuenta
que en Japón el gran problema no es el alza de los
precios, sino la persistente deflación. Este ejemplo
sirve para entender los límites a la independencia
de los bancos centrales frente al poder político.
Continuando con los ejemplos, resulta obvio
que los dos últimos responsables de la FED no
habrían sido renovados en sus cargos si se
hubiesen enfrentado a los sucesivos presidentes de
los Estados Unidos. El actual, Ben Bernanke, fue
designado en 2005 para un primer mandato por el
republicano George W. Bush y renovado en 2009
por el demócrata Barak Obama. Su antecesor, el
hoy denostado Alan Greenspan, se mantuvo al
frente de esta responsabilidad entre agosto de
1987 y febrero de 2006. Lo eligió primero Ronald
Reagan, luego George H. Bush, posteriormente
Bill Clinton y finalmente George W. Bush.
También el BCE recibe su parte de ración de
humildad en este continuo tour de force entre los
bancos centrales y los gobiernos. Ahora la
inflación ya no se considera un problema principal
en su área geográfica de actuación. Las
prioridades giran en torno a la reactivación de las
economías y a la superación de la crisis de las
deudas soberanas europeas, especialmente las del
sur con España y (en menor medida) Italia a la
cabeza. Para hacer frente al primer desafío el BCE
ha situado sus tipos de intervención en mínimos
históricos. El segundo gran problema ha tratado de
atajarlo a través de sus programas no
convencionales de compra de activos. Todas estas
decisiones han estado siempre sujetas al estricto
escrutinio, cuando no a la oposición, de los
guardianes de la ortodoxia. Véase especialmente
detrás de esta denominación al poderoso banco
central de Alemania: el Deutsche Bundesbank.

Independencia: defensores y detractores

La independencia de los bancos centrales


constituye en teoría un sutil equilibrio de estos con
sus gobiernos. Sin embargo, la persistencia de la
crisis económica en los países desarrollados está
provocando cambios muy visibles en esta relación
y también en las prioridades de las políticas
monetarias. Ahora la preocupación tradicional por
el control de los precios pierde peso frente a la
necesidad de impulsar el crecimiento. El efecto
más visible de este cambio de percepción es la
creciente intromisión del poder ejecutivo en el
desempeño de las funciones de los bancos
centrales. Pero la autonomía de los bancos
centrales sigue contando con importantes
valedores, entre ellos el Fondo Monetario
Internacional. Quienes defienden este principio
sostienen que este estatuto especial es
determinante para poder llevar a cabo una política
monetaria destinada a controlar la inflación y otras
variables claves de la economía, como el
crecimiento económico o el empleo.
¿Cómo lo hacen? Pues a través de los tipos
de interés (estableciendo el coste del crédito) y
con las inyecciones de liquidez que realizan sobre
el sistema bancario. En un entorno de economía
deprimida el banco central tratará de estimular el
crecimiento abaratando sus tipos de intervención y
facilitando mucha liquidez. En sentido contrario,
en un ciclo expansivo, hará justo lo contrario.
Podría parecer muy simple, pero no lo es. Primero
porque la búsqueda del equilibrio es un ejercicio
difícil e incierto. Se equivocan quienes piensen
que la política monetaria actúa con la precisión de
un buen cirujano con su bisturí. El símil más
adecuado podría ser el de un herrero en su fragua
que a golpes trata de forjar un metal, en un proceso
que requiere mucha pericia y en el que
inevitablemente saltan chispas. Además los efectos
de una política monetaria restrictiva o expansiva
solo se pueden medir a medio plazo. Y segundo,
porque los gobiernos no siempre se sienten
cómodos con las decisiones de sus bancos
centrales. En una economía sobrecalentada no es
fácil que el ejecutivo acoja de buen grado un fuerte
aumento de los tipos de interés combinado con
restricciones a la liquidez. Una medicina de este
tipo incidirá negativamente en el crecimiento del
PIB y en el empleo. De inmediato surgirán voces
de protesta, por ejemplo del empresariado o de las
asociaciones de consumidores, criticando el
encarecimiento del crédito. Lo normal en este
proceso es que el gobierno de turno se guarde
mucho de criticar abiertamente las decisiones del
banco central, aunque eso no evite actuaciones
soterradas para tratar de incidir en las decisiones
de los rectores de la política monetaria.
No obstante, la independencia legal de los
bancos centrales cuenta con sus detractores.
Algunos de ellos tan destacados como el Nobel de
Economía de 2001, el estadounidense Joseph
Stiglitz. Quienes critican esta característica o
prerrogativa de los rectores de la política
económica aducen las carencias democráticas de
este sistema. Al no depender de los gobiernos, ni
ser elegidos por un procedimiento abierto,
consideran que se vulnera el principio de
responder de sus actos ante la ciudadanía. Ello
conduce, en opinión de los críticos a su
independencia, a un sistema perverso destinado a
proteger los intereses de los grandes bancos
privados y del sistema financiero en general.
A esto se suman las opiniones de quienes
acusan a estas instituciones de no haber previsto la
crisis económica que padecen las economías
desarrolladas desde 2007. Argumentan que las
políticas monetarias que se ejecutaron previamente
a esta fecha y las inmediatamente posteriores no
actuaron de forma preventiva para evitar los
problemas actuales. Esta es una crítica muy
extendida que se apoya en datos reales, pero
también cargada de ciertas dosis de arbitrariedad.
Estas instituciones sí que alertaron de las
sobrevaloraciones de los mercados inmobiliarios
de algunos países (España entre ellos) y también
del excesivo endeudamiento. Pero lo hicieron a su
manera, con la timidez habitual de las
comparecencias públicas de los banqueros
centrales y utilizando su clásico lenguaje críptico
poco accesible para el conjunto de los ciudadanos.
No se debe olvidar a los responsables políticos en
el reparto de responsabilidades por la crisis. Los
gobiernos de entonces comparten estas
responsabilidades y buena parte de ellos (si no la
totalidad) lo pagaron perdiendo elecciones. Pero
la clase política es más hábil en el manejo de los
mensajes públicos.
Las posiciones favorables a limitar el margen
de actuación de los responsables de estas
instituciones ganan adeptos. Tanto, que no son
pocos quienes vislumbran la opción de que en los
próximos años la independencia de los grandes
bancos centrales pase a formar parte de la historia
reciente. Su creciente relevancia mediática les
aleja de la posición tradicional en la que
conseguían mantenerse al margen del debate y de
la lucha política. Sus decisiones, que
indudablemente inciden en la calidad de vida de
los ciudadanos, están sometidas al permanente
escrutinio de la opinión pública. Se cuestiona
desde muchos ámbitos que no cuentan con la
legitimidad de los mandatarios elegidos por
sufragio y en consecuencia que no pueden situarse
por encima del poder político. La agudización de
esta tendencia puede desembocar en un proceso en
el que finalmente sean los gobiernos quienes
acaben controlando sin limitaciones las políticas
monetarias.
A lo anterior se unen también las dificultades
derivadas de los ámbitos geográficos de actuación.
Algo que es muy visible cuando se alude a los dos
grandes bancos centrales, la FED y el BCE. En el
caso de este último la situación es aún más
compleja. No en vano rige en el ámbito monetario
sobre los destinos de las economías de diecisiete
países que integran la zona euro. Unos, como
Alemania y en menor medida Francia, tienen una
capacidad de incidencia muy elevada a través de
sus bancos centrales nacionales (el Bundesbank y
el Banco de Francia). Otros, como Grecia (el
pariente arruinado) o Eslovenia no pueden aspirar
a nada, simplemente a aceptar las decisiones
adoptadas desde Francfort (sede de la entidad). En
medio se sitúan países como España o Italia, que
siendo fuertes no dejan de ser socios de menor
entidad que las dos grandes potencias del espacio
euro. Aunque en el caso de Italia esto es menos
cierto que si hablamos de España. De hecho, y a
pesar de los desequilibrios de su economía o de
las dudas sobre la fiabilidad de sus cuentas
públicas, el tercer presidente del BCE es el
italiano Mario Draghi. Su elección coincidió con
la salida del único español (José Manuel González
Páramo) que formaba parte del Comité Ejecutivo
de la entidad. Sabido es que la penetración italiana
en las instituciones supranacionales es tradicional
y muy superior a la que nunca hayan podido
aspirar a alcanzar los españoles. La única
excepción estuvo en el corto periodo (2004-2007)
en el que Rodrigo Rato fue director gerente del
Fondo Monetario Internacional, puesto que
abandonó voluntariamente antes del término de su
mandato, siendo sustituido por el francés
Dominique Strauss-Kahn, ello sin olvidar a Jaime
Carvana, director general del Banco Internacional
de Pagos (BIS) desde 2009.
El BCE rige sobre la política monetaria de
los diecisiete estados que lo integran. No todos
ellos atraviesan por el mismo ciclo económico,
por lo que las decisiones que adopta la entidad en
términos globales no siempre son las más
convenientes para cada uno de sus socios. En el
momento actual unos, como España, atraviesan por
una dura recesión, mientras que otros, como
Alemania, viven los momentos más boyantes de su
economía desde la reunificación del este y del
oeste. Por si esto no fuera suficiente, nuestro país
ha tratado de forzar que el BCE apoyase la
financiación de su Tesoro con compras
prácticamente ilimitadas de la deuda pública que
emite. Una pretensión que ha chocado directamente
con la posición alemana, que emite bonos con
coste real menor que cero, o la finlandesa, cuya
pulcritud en el manejo de sus cuentas públicas es
incontestable. Todo ello en un momento en que se
han alterado los equilibrios europeos de las
últimas décadas. Francia ha perdido fuerza,
mientras que Alemania ha roto el pacto no escrito
por el que se autolimitaba para no actuar como
potencia hegemónica en la UE. En este proceso
España ha pasado de estar de moda, por su
transición política y posterior crecimiento
desbordante, a ser un país económicamente
denostado urbi et orbe en el contexto
internacional.
Si el BCE tiene que hacer equilibrios en la
definición de sus actuaciones por los múltiples
países afectados, algo similar aunque no tan
intenso ocurre con la FED. No todos los estados
que componen el Sistema de Reserva Federal
atraviesan por el mismo ciclo. No puede ser
similar la percepción del Banco de la Reserva
Federal de Nueva York que la del Banco de la
Reserva Federal de Kansas City. El primero cubre
el denominado segundo distrito de la FED, que
incluye el Estado de Nueva York, parte del de
Nueva Jersey, un condado de Connecticut, Puerto
Rico y las Islas Vírgenes. El segundo tiene a cargo
el décimo distrito, que incluye Colorado, Kansas,
Nebraska, Oklahoma, Wyoming, parte de Missouri
y de Nuevo México. En resumen, la Gran Manzana
y su dinamismo económico con una pequeña
porción de Nueva Inglaterra, contrapuesta a los
estados centrales, con gran parte de lo que antes se
denominaba el Lejano Oeste (Far West).

Los bancos centrales y el temor a la guerra de


divisas

Al margen del papel de los bancos centrales en la


definición y aplicación de la política monetaria
interna, destaca su función como ejecutores de las
políticas cambiarias. En este ámbito lo que buscan
es situar el valor de su divisa en el nivel más
conveniente para sus economías. Conocida y
reconocida es la beligerancia tradicional con la
que el BOJ busca abaratar el valor del yen. Para
un país netamente exportador como Japón (más
aún cuando su mercado interno no acaba de salir
de una profunda y larga depresión), mantener un
cambio bajo es una premisa. En este punto
concreto no existen grandes divergencias entre el
gobierno y los rectores del banco central nipón. Lo
mismo se puede afirmar de la FED, que ha
aplicado una política de dólar débil en los últimos
años. Algo que ha perjudicado a la industria
europea en la relación del euro con la divisa
estadounidense. También desde el Reino Unido el
BOE realiza múltiples equilibrios para establecer
una paridad favorable de la libra esterlina.
Este esquema clásico de competencia entre sí
de las monedas de los países desarrollados se ha
alterado en los últimos años con la aparición en
escena de las nuevas potencias emergentes. Estas
últimas denuncian que existe una relativa
coordinación entre los bancos centrales del primer
grupo que es desfavorable a sus intereses.
Argumentan que con sus políticas cambiarias los
países desarrollados exportan inflación. Un factor
de desequilibrio para unas economías recalentadas
como las emergentes, con crecimientos muy
elevados de sus respectivos PIB. En concreto
critican las masivas compras de sus deudas
públicas como estrategia de financiación de sus
estados y como vía para abaratar los tipos de
interés a largo plazo. Todo ello con el objetivo de
forzar lo que se denominan «devaluaciones
competitivas» en el contexto de una estrategia
proteccionista de sus respectivas economías, muy
afectadas por la crisis económica de las naciones
más desarrolladas.
China encabeza este nuevo grupo de actores
en el que también se debe incluir a Brasil, India y
Rusia. Desde estos países se cuestiona también la
posición del dólar como moneda de reserva de los
bancos centrales y como divisa de referencia en
las transacciones comerciales internacionales.
Cierto es que la irrupción del euro ha limitado
ligeramente (sobre todo en el primer aspecto) este
papel que el billete verde consolidó después de la
II Guerra Mundial. Pekín aboga por una creciente
desdolarización de la economía global. Defiende
la necesidad de limitarlo a través de una cesta de
monedas de la que formen parte el euro, el yuan, el
yen y la rupia india. Pero este no parece ahora un
escenario próximo. Estados Unidos, Europa
(incluyendo el Reino Unido) y Japón recelan de la
actitud de China. Acusan a la potencia asiática de
mantener artificialmente bajo el cambio del yuan o
renminbi (la moneda del pueblo) con el objeto de
impulsar la competitividad de sus exportaciones.
En los momentos actuales existe el riesgo de
que los bancos centrales entren sin complejos en
una guerra de divisas. La utilización política de las
monedas en un entorno de creciente
proteccionismo relacionado con la crisis
económica de los países ricos es una realidad.
Aunque la creciente multilateralidad de la
economía global, resultado del final de la Guerra
Fría, limita el margen para actuar en esta línea.
Tradicionalmente los grandes bancos
centrales actuaban (o amenazaban con hacerlo) por
la vía de intervenciones directas en los mercados
de cambios para situar el valor de sus divisas en
el nivel más conveniente para sus intereses. Sirva
como ejemplo el caso de Japón. En la década de
1980 y principios de la siguiente reinaba el
legendario viceministro de Finanzas para Asuntos
Internacionales Eisuke Sakakibara. Aunque no era
propiamente miembro del BOJ, actuaba como tal
en los mercados de divisas. Se le conocía como
«Mister Yen». Bastaba con que hiciese unas
declaraciones crípticas para que el valor de la
moneda oscilase en uno u otro sentido, en función
de sus palabras. Todo ello sin que en muchas
ocasiones fuese necesario que el BOJ interviniese
en los mercados vendiendo yenes. Era la táctica
perfecta: amagar y no dar.
Enfrentarse frontalmente a un banco central
importante era casi un tabú para los operadores.
Pero todo cambió a partir de septiembre de 1992,
cuando el Banco de Inglaterra tuvo que doblar la
cerviz y ceder a las presiones de los mercados
después de gastar todas sus reservas. Un dúo de
gestores compuesto por George Soros y Stanley
Druckenmiller (ambos del fondo Quantum)
consiguieron lo que hasta esas fechas parecía
imposible: que un operador ganase en una
confrontación directa a un banco central del peso y
de la tradición del BOE.
Hoy en día los grandes bancos centrales son
conscientes de los límites de sus intervenciones
directas en los mercados de divisas. Es por ello
que las combinan con compras de su deuda
pública como estrategia para abaratar los tipos a
largo plazo de sus economías y devaluar su
moneda.
Capítulo V

LOS BANQUEROS
CENTRALES OCCIDENTALES

L ostradicionalmente
banqueros centrales, funcionarios
formados dentro de la propia
institución, han sido hasta fechas recientes (con
alguna excepción) unos personajes poco conocidos
por las opiniones públicas de sus respectivos
países. Se les ha calificado como inteligentes
hombres grises, poco dados a intervenir en los
debates mediáticos y protegidos por una aureola
de cierto misterio. A esto último contribuía su
especial forma de expresarse en los foros
públicos. Sus palabras (siempre muy contenidas,
respaldadas en un texto escrito y vertidas en
contadas ocasiones) resultaban indescifrables para
el común de los mortales. Hablar por ejemplo de
la masa monetaria o de la velocidad de circulación
del dinero y sus efectos sobre la estabilidad futura
de los precios de la economía dejaba cuando
menos pasmado a más de un ciudadano lego en la
materia. Pero también a los especialistas, que
tenían que leer y releer con atención sus
declaraciones para interpretarlas e intuir las
intenciones o advertencias que escondían detrás de
sus mensajes. Algo parecido a lo que ocurría con
los llamados «kremlinólogos» occidentales,
especialistas en descifrar e interpretar los
mensajes del Kremlin durante los oscuros tiempos
de la Guerra Fría.
Tradicionalmente, entre los banqueros
centrales se valoró la discreción y su escasa
vinculación con las urgencias de los mandatarios
políticos. Esta casta de altos funcionarios, ajenos a
la vanidad de los campeones financieros, aparecía
como un mundo aparte. Una vez jubilados y
cumplida su misión «terrenal» solían retirarse en
silencio. De alguna manera se les podía asimilar
con unos estrictos monjes castos y puros,
supervisores de la solvencia y del cumplimiento
normativo, capaces de hacer frente a la
incontenible voracidad de los financieros
sometidos a su vigilancia. Estos últimos, por muy
ricos y poderosos que fueran, sentían un temor
reverencial a la hora de rendir cuentas de sus
actuaciones ante quienes vigilaban sus prácticas.
Sirva como ejemplo de esta afirmación una
anécdota real protagonizada por un antiguo
director general del Banco de España
(responsable de la supervisión) ya fallecido. Un
día, a principios de la década de los ochenta del
siglo pasado, convocó de urgencia (esa misma
tarde) a los todopoderosos presidentes de los
grandes bancos. Estos formaban un oligopolio
(entonces casi perfecto) conocido como el Club de
los Siete Grandes, en el que pactaban (además,
respetando lo pactado) los precios de los
préstamos y de los depósitos ofrecidos a sus
clientes. El poder de estos personajes era casi
ilimitado. Su respetabilidad no se podía
cuestionar. Ante ellos acudían para solicitar
financiación y favores personales tanto políticos
poderosos como empresarios millonarios. Pues
bien, los campeones de la banca llegaron
puntualmente a la sede del Banco de España con
sus coches blindados y toda la parafernalia de
seguridad que habitualmente les rodeaba en sus
desplazamientos. De las cocheras de la entidad
pasaron al despacho del director general, que les
había convocado. Allí les recibió Ángel
Madroñero, así se llamaba. No les invitó a
sentarse. Se limitó en algo más de cinco minutos a
reconvenirles con dureza por una práctica que
estaban llevando a cabo y les instó a corregirla de
inmediato. Acto seguido les indicó la puerta de
salida de su despacho. Los poderosos banqueros
obedecieron disciplinadamente al banquero
central, una persona que cobraba un sueldo de alto
funcionario muy inferior a los emolumentos y otras
gabelas de las que se beneficiaban los hacendados
financieros a los que había convocado. No en vano
Ángel Madroñero, como el resto de sus pares del
Banco de España, estaba ungido por la
incontestable autoridad (no solo moral) que
emanaba de la institución a la que representaba.
Este ejemplo, que puede aplicarse a los
bancos centrales de otros países desarrollados,
sirve para visualizar la fuerza que tenían. También
para entender por qué en un momento dado se
consideró oportuno dotar a estas instituciones de
un estatuto legal de autonomía o de independencia
frente al poder político de turno. Pero ahora todo
está en revisión. Sus silencios ya no son
apreciados en una sociedad tan mediática como la
actual, en la que los ciudadanos exigen
explicaciones inmediatas del porqué del deterioro
de sus condiciones de vida en un entorno de grave
crisis económica como el actual. Es por eso que se
impone tratar de explicar quiénes son los tres
grandes bancos centrales del mundo occidental y
sus responsables actuales.

Sistema de Reserva Federal de Estados Unidos

Es una entidad público-privada que ejerce las


funciones de banco central en la primera potencia
económica del mundo. Se constituyó el 23 de
diciembre de 1913 amparada en la Ley de la
Reserva Federal (Federal Reserve Act). El
precedente de su creación se sitúa en una reunión
muy especial que tuvo lugar en noviembre de
1910. Este encuentro forma parte de la mitología
de la institución y merece la pena detenerse a
explicar de forma sucinta los detalles de la misma.
Se conoce como el «encuentro de Jekyll Island».
Esta es una de las denominadas «islas de oro» de
la costa del Estado de Georgia. En aquellas fechas
se utilizaba como reserva de caza del muy
exclusivo Jekyll Hunting Club (cerrado en 1942),
que contaba con solo cincuenta socios. En su
mansión central de corte victoriano tuvo lugar el
referido cónclave, determinante en la historia de la
FED.
La iniciativa de la convocatoria partió de
Henry Davison, socio de JP Morgan & Company.
Este temía que se reprodujese el pánico bancario
de 1907, que estuvo a punto de derrumbar los
cimientos del sistema financiero estadounidense.
Para evitarlo propugnaba la creación de un banco
central, y para ello convocó a cinco relevantes
personajes más. Los seis se reunieron por espacio
de diez días en las instalaciones del Club Jekyll,
sin más compañía que el servicio del mismo. El
proceso estuvo rodeado del máximo secreto, tanto
que durante muchos años los participantes negaron
que se hubiese celebrado. Todos ellos se
desplazaron hasta un punto de encuentro, una
estación de tren en Nueva Jersey, individualmente
y sin utilizar más identidad que sus nombres de
pila. Allí abordaron un vagón privado y se
trasladaron hasta la isla camuflados como
cazadores. Una vez allí trabajaron durante diez
días en la elaboración de un documento que, con
varias modificaciones posteriores, constituyó la
base de la Ley de la Reserva Federal.
Además del convocante participaron en el
cónclave cinco personas más, tres de ellas
destacados banqueros. Eran Frank Vanderlip
(presidente del National City Bank); Paul Warburg
(director de Wells Fargo & Company) y Benjamin
Strong (vicepresidente del Bankers Trust of New
York). Abram Andrew, vicesecretario del Tesoro,
fue otro asistente. El último del grupo era el líder
del Partido Republicano en el Senado, Nelson
Aldrich (abuelo materno de Nelson Rockefeller,
vicepresidente de Estados Unidos entre 1974 y
1977).
De este sexteto salió la iniciativa de la FED y
dos de sus principales dirigentes. En 1914 Paul
Warburg dimitió de Wells & Fargo para ser el
abogado de la Reserva Federal. Benjamin Strong
hizo lo propio en Bankers Trust, justo después de
ser nombrado presidente del banco. Dimitió para
ser el primer presidente de la FED de Nueva York
y el auténtico líder de todo el sistema desde 1914
hasta su fallecimiento en 1928.
Es posible que Ben Bernanke, actual
presidente de la FED, haya tenido muy presente en
sus peores pesadillas la figura de Benjamin
Strong. Este, figura muy respetada en su época,
murió carcomido por la tuberculosis y temiendo el
estallido de la burbuja bursátil que degeneró en el
crack de 1929.

Ben Bernanke

El primer banquero central del mundo en


importancia, por la institución que representa, es
el décimo cuarto presidente del Sistema de la
Reserva Federal. Lo es desde febrero de 2006.
Llegó al cargo diecinueve meses antes del
estallido de las hipotecas subprime, consideradas
por muchos una herencia envenenada de su
antecesor en el cargo. Fue designado por George
W. Bush y tomó posesión el primer día de febrero
de 2006. Antes de esa fecha había sido durante un
año presidente del Consejo de Asesores
Económicos de Bush. Por tanto, siempre se le ha
considerado simpatizante del Partido Republicano.
Esta adscripción política no constituyó ningún
impedimento para que el demócrata Barak Obama
le confirmase en 2009 para un segundo mandato de
cuatro años. Tampoco para que el candidato
republicano a las elecciones presidenciales de
2012, Mitt Romney, dejase muy claro que no le
refrendaría en el cargo si llegaba a la Casa
Blanca.
En un ejemplo más del deterioro de la antes
sacrosanta independencia de los bancos centrales,
Romney fue más lejos. Declaró que en caso de
ganar los comicios su primera decisión sería la de
instar a Bernanke a presentar la renuncia. Por
tanto, ya no se trataba solo de mostrar su
disconformidad con la política monetaria
auspiciada por el líder de la FED, sino de no
respetar ni tan siquiera el principio del mandato
cerrado. Romney no engañó a los electores. No
quería convivir un año con él, hasta el 31 de enero
de 2014. Su intención era contar desde el primer
día con alguien «que comparta mis puntos de vista
y en el que tenga confianza». Es más: incluso dejó
entrever que su candidato para el cargo era John
Taylor, economista de la Universidad de Stanford.
Este último es un reconocido teórico monetarista
que ha desarrollado la denominada «regla Taylor»,
que utilizan numerosos bancos centrales para
analizar dónde deben situar los tipos de interés a
corto plazo en función de la situación económica.
La divergencia de fondo de Romney y sus
asesores con Bernanke giraba en torno a lo que
ellos denominaban «el modelo de dinero fácil». El
candidato republicano abogaba por elevar los
tipos de interés y poner fin a las inyecciones
masivas de liquidez a través de la compra de
bonos, que en su opinión degradan al dólar y no
generan empleo. Su crítica se resumía en una frase
que pronunció en el curso de la campaña:
«Deberíamos crear riqueza, no imprimir dólares».
Esta beligerancia frente al presidente de la FED
levantó no pocas suspicacias en las filas
demócratas. No solo vieron en ello un anuncio de
cambio radical en la política monetaria, sino una
estrategia para incrementar la captación de
contribuciones económicas en el mundo financiero.
Pero Romney perdió las elecciones y Bernanke
continuará en su puesto al menos hasta finales de
enero de 2014.
Fue miembro del Consejo de Gobernadores
de la FED desde 2002 hasta 2005. Es por ello que
sus críticos le hacen corresponsable de la política
monetaria desarrollada por la entidad en los años
previos a la actual crisis económica. Se formó
como economista en Harvard y se doctoró en la
misma materia en el también muy prestigioso
Massachusetts Institute of Technology (MIT). Su
trayectoria profesional es la de un académico, que
culminó esta andadura como presidente del
Departamento de Economía de la Universidad de
Princeton. En este ámbito se le considera como
uno de los mayores expertos en la crisis de la
década de los años treinta del siglo pasado.
Resulta indudable que esta característica ha sido
determinante en su proceso de toma de decisiones
al frente de la FED desde el estallido de la
burbuja inmobiliaria.
Se le tiene por una persona discreta y
reservada en su vida privada, cuyo rasgo más
terrenal conocido es su afición por el béisbol y su
condición de seguidor de los Nats (Washington
Nationals), a cuyo estadio acude con asiduidad. Es
hijo de un farmacéutico y de una maestra de
escuela. Nieto de emigrantes judíos ucranianos por
la vía paterna, recibió una intensa formación
religiosa en su infancia por parte de su abuelo
materno, que también le enseñó a hablar hebreo.
Pero desde su paso por Harvard dejó de ser
practicante.
Tiene un perfil técnico y poco político, a
pesar de su reconocida adscripción republicana.
Glenn Hubbard, decano de la Escuela de Negocios
de la Universidad de Columbia y amigo suyo
desde la primera juventud, lo definió como «un
tecnócrata modelo al que pagan para ser expulsado
en cualquier momento». Esta afirmación tuvo un
relieve especial, ya que la realizó uno de los
principales asesores económicos de Mitt Romney
en la última campaña presidencial. Hubbard es un
economista de gran prestigio y fue el único que
defendió su continuidad desde el bando del
frustrado candidato republicano.
En 2012 Bernanke introdujo varios cambios
destinados a dotar de una mayor transparencia las
actuaciones de la FED. El primero fue anunciar un
objetivo anual de inflación, en línea con la
práctica tradicional del resto de los grandes
bancos centrales. La segunda medida giró en torno
al empleo. Explicó que sin poder establecer un
objetivo numérico de reducción de la tasa de paro,
bajar esta y controlar los precios son
«complementarios». La tercera novedad vino con
los pronósticos de evolución de los tipos de
interés en el seno del directorio de la institución.
Por último inició la costumbre de dar una rueda de
prensa después de cada una de las ocho reuniones
anuales del Comité Federal de Mercado Abierto
(Federal Open Market Committe) en las cuales se
fijan los tipos de intervención de la FED.

Banco Central Europeo

Se creó en 1 de junio de 1998 amparado en el


Tratado de la Unión Europea, firmado el 7 de
febrero de 1992 en la ciudad holandesa de
Maastricht. Su antecedente se encuentra en el
Instituto Monetario Europeo, nacido en la
denominada segunda fase de la Unión Económica y
Monetaria (UEM). Esta institución transitoria
operó entre 1994 y 1998. Su único objetivo era
crear las condiciones para la tercera fase de la
UEM, en la que instauraría el euro como moneda y
el nuevo banco central común.
El BCE tiene como objetivo principal
mantener el control de la inflación. Esta
sensibilidad de la fase fundacional puede mutar en
los próximos tiempos e incorporar también como
meta prioritaria contribuir al logro de un
crecimiento económico sostenible y propiciar un
elevado nivel de empleo. De hecho, así lo
establece el segundo artículo del Tratado de
Maastricht. Junto a la ejecución de la política
monetaria, la institución dirige las operaciones del
mercado de divisas y tutela las reservas del
Sistema Europeo de Bancos Centrales. También
supervisa el sistema de pagos y autoriza la emisión
de euros. Es previsible que en un breve plazo
adquiera competencias muy directas en la
vigilancia de las entidades financieras, tarea en la
que los distintos bancos centrales nacionales
actuarán como simples oficinas filiales.
El BCE tiene la forma de una sociedad
anónima, cuyo capital social (10.760 millones de
euros) se distribuye en acciones que ostentan los
distintos bancos centrales de la Unión Europea. El
69,97 por ciento de las mismas está en manos de
los diecisiete bancos que forman parte de la zona
euro. El 30,03 por ciento restante se lo reparten
los diez bancos centrales de los países no
integrados en la moneda común. Sus principales
accionistas individuales son el Deutsche
Bundesbank (18,93 por ciento del capital); el
Banco de Inglaterra (14,51 por ciento); el Banco
de Francia (14,22 por ciento); el Banco de Italia
(12,49 por ciento); y el Banco de España (8,3 por
ciento). El reparto inicial de estas acciones se
realizó en función de los habitantes de cada país y
del valor de su economía (PIB) sobre la base de
los datos de 1988. Este ha sido modificado en
cuatro ocasiones desde su fundación.
Mario Draghi

Este economista italiano, antiguo gobernador del


Banco de Italia, es el presidente del BCE desde el
1 de noviembre de 2011. Sucedió al francés Jean-
Claude Trichet (2003-2011), quien a su vez relevó
en esta responsabilidad al holandés Wim
Duisenberg (1998-2003). La elección de Draghi
como primer responsable de la institución fue fruto
del complejo juego de equilibrios políticos entre
los diferentes estados que integran el Eurogrupo
(colegio de ministros de Economía o de Finanzas
de la UEM). Resulta llamativo que fuese
designado en un momento de gran desprestigio de
la economía italiana, pero sus credenciales en los
foros económicos internacionales lo propiciaron.
También jugó a su favor (y mucho) la alianza
construida entre bambalinas para evitar que
Alemania, y más concretamente su banco central,
impusiese a un candidato más acorde con sus
sensibilidades. Este era Axel Weber, presidente
del Bundesbank entre 2004 y 2011, que se retiró
de la carrera al ver las resistencias existentes.
Duisenberg era conocido como «Mister Five
Seconds» (señor de los cinco segundos) por la
rapidez con la que trasladaba los postulados del
Bundesbank en su época de gobernador del Banco
de Holanda. Trichet representaba la grandeur
francesa, contrapuesta a la visión alemana, y era
un destacado representante de la élite de la alta
administración gala. No en vano se trataba del
gobernador del Banco de Francia, diplomado en
«Sciences Po» (Instituto de Estudios Políticos de
París) y «enarca» (Escuela Nacional de
Administración). Con Draghi se frenaron por
segunda vez consecutiva las ambiciones germanas
de situar como presidente del BCE a un nuevo
Duisenberg.
Lo anterior sirve para adelantar el
permanente enfrentamiento que existe entre Mario
Draghi y Jens Weidmann, presidente del
Bundesbank desde 2011 y por tanto miembro nato
del Consejo de Gobierno del BCE. Unas
diferencias que se escenificaron de forma pública
cuando este último fue el único que en septiembre
de 2012 votó contra la propuesta de compras
masivas de bonos para frenar las tensiones que
afectan a las deudas soberanas del sur de Europa
(la española y la italiana entre ellas). No solo eso,
el alemán ha seguido insistiendo en la falta de
ortodoxia monetaria de esta medida y su posible
incidencia negativa sobre la inflación. Tanto que
se llegó a especular sobre la posibilidad de que
dimitiese como presidente del Bundesbank,
extremo que provocó caídas puntuales en el índice
de la bolsa de Francfort.
Volviendo a Draghi, este economista se formó
inicialmente en la Universidad de Roma (La
Sapienza) y posteriormente se doctoró en el
Massachusetts Institute of Technology, al igual que
el actual presidente de la FED. Posteriormente fue
director ejecutivo del Banco Mundial y trabajó
como académico en diversas universidades de su
país, hasta que en 1991 fue nombrado director
general del Tesoro. Permaneció diez años en esta
responsabilidad, posición que compatibilizó con
la de presidente del Comité de Privatizaciones. En
esa época coincidió con el estallido de los
procesos judiciales conocidos como Mani Pulite
(Manos Limpias) que pusieron fin al dominio de la
política italiana por parte de la democracia
cristiana y del Partido Socialista. Draghi defendió
entonces la necesidad de forzar el ritmo de
privatizaciones de empresas estratégicas como vía
para limitar la corrupción política en el mundo
empresarial. Acabada su etapa al frente del
Tesoro, trabajó cuatro años en el sector privado.
En 2006 fue designado gobernador del Banco de
Italia, puesto que abandonó para presidir el BCE.
Precisamente su andadura profesional en el
sector privado es la que ha generado numerosas
suspicacias, cuando no críticas directas, a su
trayectoria y a su idoneidad para ocupar su
responsabilidad actual. De entrada, el defensor del
pueblo de la UE dio curso en 2012 a una denuncia
presentada por el denominado Observatorio
Corporativo Europeo (OCE), fundación no
lucrativa sujeta a la ley holandesa y con sede en
Bruselas. En la misma se le acusa de ser miembro
del conocido como Grupo de los 30 (Group of
Thirty), un laboratorio de ideas (think tank)
radicado en Washington y centrado en el estudio de
la reglamentación bancaria y del sistema de pagos.
El G30, creado por iniciativa de la Fundación
Rockefeller, está ahora presidido por Paul Volcker
(décimo segundo presidente de la FED). El OCE
argumenta que pertenecer al G30 viola el código
ético del BCE. Lo más probable es que esta
iniciativa no lleve a ninguna parte, pero revela las
suspicacias que la trayectoria de Draghi genera en
algunos foros.
Realmente donde más intensos son los
ataques contra su persona es en torno a la época
2002-2006, durante la cual trabajó en Goldman
Sachs. En este banco de inversión ocupó una de
las máximas responsabilidades en el negocio
europeo. Desempeñó estas funciones cuando
Goldman ideó un sistema para que Grecia
cumpliese con los criterios de convergencia y
entrase a formar parte del euro en 2001. Lo hizo a
través de derivados en divisas que permitieron al
gobierno heleno traspasar deuda a futuro y no
contabilizarla en su déficit público en el momento
de su integración en la moneda europea. Por este
trabajo el banco de negocios cobró al ejecutivo
griego, entonces presidido por el socialista Kostas
Simitis, 300 millones de dólares. No existe
unanimidad sobre si era o no legal utilizar
derivados para sortear los criterios de Maastricht,
aunque la opinión mayoritaria de los juristas se
inclina por considerar que se podía hacer. Lo que
parece ser cierto es que el resto de los socios del
euro desconocían esta operación. Tampoco se ha
probado que Draghi estuviese informado de la
misma y menos aún que participase en ella. La
realidad es que consiguió superar todas las
investigaciones realizadas al respecto. Tampoco le
afectó que en los años noventa del siglo XX,
cuando era director general del Tesoro, Italia
hiciese algo similar con el asesoramiento de JP
Morgan (otro de los grandes bancos de inversión).

Banco de Inglaterra

Se trata del banco central con mayor tradición


después del Banco de Suecia, y fue el modelo en
el que se inspiraron mucho después el resto de los
países europeos para constituir sus respectivas
instituciones centrales. Se creó a finales del siglo
XVII como banco privado a instancias de grandes
familias de banqueros del continente bajo el
liderazgo del clan Rothschild. Hasta el inicio de la
I Guerra Mundial fue el banco central dominante
en las finanzas internacionales, en abierta
competencia a partir del tramo final del siglo XIX
con el Reichsbank (antecedente del Bundesbank) y
con el Banco de Francia.
En el período de entreguerras compartió este
liderazgo con la recién creada FED de Estados
Unidos. Esta situación se mantuvo sobre todo hasta
el crack bursátil de 1929. En esos años la relación
de amistad personal entre Montagu Norman (su
gobernador entre 1920 y 1944) y Benjamin Strong
(primer presidente de la FED de Nueva York)
propició una alianza estratégica que le permitió
imponerse a su gran competidor continental, el
Banco de Francia. Nada podía hacer ya el
Reichsbank, acuciado por las indemnizaciones de
guerra fijadas por los vencedores de la primera
contienda global en el Tratado de Versalles. Ello a
pesar de la autoridad moral que entre sus pares
llegó a conseguir el entonces presidente del banco
central alemán, Hjalmar Schacht.
Después de la II Guerra Mundial el Banco de
Inglaterra pasó a ser nacionalizado. Se le conoce
como «la Vieja Dama de la calle Threadneedle»
(Old Lady of Threadneedle street). Al no formar
parte del euro conserva todas las competencias de
política monetaria, de actuación en el mercado de
divisas y de supervisión de las entidades
financieras privadas. Esto no constituye ninguna
limitación para que forme parte del Sistema
Europeo de Bancos Centrales y sea el segundo
mayor accionista del BCE.

Mark Carney

Será el próximo gobernador del BOE en


sustitución del veterano Mervyn King, cuyo
mandato concluye el 30 de junio de 2013. King,
enfrentado al ministro de Hacienda George
Osborne, ha ocupado esta responsabilidad en los
diez últimos años. La elección de Mark Carney
causó una enorme sorpresa. Es de nacionalidad
canadiense y desde 2008 gobernador del Banco de
Canadá, entidad de la que forma parte desde 2004
y que abandonará al ocupar su nueva
responsabilidad. En ese momento adoptará
también la nacionalidad británica, que es la de su
esposa. Su labor al frente del banco central
canadiense ha cosechado elogios unánimes entre
sus pares por su gestión durante la crisis
económica internacional iniciada en 2007. Su
salario bruto anual al frente del BOE será de
874.000 libras esterlinas, 175.000 más de las que
percibe Mervyn King, emolumentos que se
redondearán con una compensación de 250.000
libras anuales por vivienda. Esta nómina se verá
recortada por unos impuestos cercanos a las
400.000 libras anuales.
Carney es hijo de un director de instituto y
posteriormente profesor de la Universidad de
Alberta. Se graduó como economista en Harvard,
formación que completó con otro título de
graduado en Oxford, donde luego se doctoró en la
misma materia. Su experiencia profesional se
inició en Goldman Sachs, banco de inversión en el
que permaneció durante trece años. En esta
entidad, en la que ascendió hasta la posición de
director (managing director), trabajó en varios
países. Participó en el equipo de Goldman que
estuvo inmerso en el asesoramiento del gobierno
ruso durante la crisis financiera de 1998. El papel
del banco en este caso concreto fue criticado por
el doble juego que realizó como asesor
gubernamental e inversor. Como luego se supo,
Goldman mantenía fuertes apuestas operativas
sobre la capacidad de Rusia para repagar su
deuda, entonces en situación de mora.
Carney abandonó Goldman para trabajar en el
Ministerio de Finanzas canadiense, donde
desarrolló su labor, primero con un ministro
liberal y luego con otro conservador, en el Grupo
de los Siete (G7), luego G8. Este es el foro en el
que se reúnen los países (en teoría) más ricos del
mundo y del que forman parte Alemania, Canadá,
Estados Unidos, Francia, Italia, Japón, Reino
Unido y Rusia. No están incluidos en el mismo ni
Brasil ni China, las dos nuevas potencias
emergentes.
Capítulo VI

LA HUMILLACIÓN DE LA OLD
LADY

E ndella Reino
reciente historia financiera y económica
Unido aparece marcada con tinta
roja una fecha en la que se produjo un hecho hasta
ese momento difícil de imaginar. Fue el miércoles
16 de septiembre de 1992. Ese día el Banco de
Inglaterra se vio obligado a reconocer
públicamente que no podía defender el cambio de
su moneda, la libra esterlina. Después de gastar
todas sus reservas de divisas y también de dejarse
en el empeño las que le habían prestado tanto la
FED de Estados Unidos como el Bundesbank de
Alemania, la respetada y más que centenaria
institución admitió su impotencia y tiró la toalla.
La particularidad de esta situación es que enfrente
no tenía a un estado o a otro banco central, sino a
operadores de los mercados y especialmente a uno
de ellos. Se llama George Soros, quien desde el
fondo de alto riesgo Quantum que gestionaba con
su colega Stanley Druckenmiller consiguió en una
apuesta muy arriesgada doblegar el orgullo
británico y obtener cuantiosos beneficios con ello.
La fecha ha pasado a la historia económica
bajo la denominación de Miércoles Negro (Black
Wednesday). A su principal causante, el operador
Soros, los cronistas de los mercados financieros lo
bautizaron con indisimulada admiración como: «el
hombre que rompió al Banco de Inglaterra». A
partir de ese día esta persona se convirtió en
personaje casi mítico para los operadores de las
salas de negociación y para los gestores de fondos
de alto riesgo (hedge fund). Todos ellos
encontraron un modelo a seguir, un héroe moderno
que además se siente cómodo con el personaje que
encarna. En cualquier caso, resulta indiscutible
que fue humillante para la venerable Vieja Dama
(Old Lady) admitir su impotencia a la hora de
frenar la marea especulativa encabezada por el
dúo Soros-Druckenmiller.
¿Cómo se pudo llegar a esta situación? ¿Por
qué unos simples gestores de fondos especulativos
pudieron con un estado fuerte y con su
experimentado banco central? Una primera
respuesta genérica a ambas preguntas es que ellos
no crearon la situación, sino que supieron
interpretar la coyuntura y anticiparse a ella.
Además les favoreció la suerte. Esto siempre es
necesario. Es indiscutible que los gestores del
fondo Quantum arriesgaron mucho, tanto que
podrían haber perdido hasta la camisa en el
empeño. De hecho, sus operaciones estuvieron
financiadas por generosas líneas crédito, con un
grado de apalancamiento muy elevado. Esto no
debe sorprender. Esta forma de proceder entra
dentro de la práctica operativa habitual de los
fondos de cobertura. El dúo Soros-Druckenmiller
tuvo la fortuna de acertar con los tiempos y
además beneficiarse de los errores de sus
adversarios.
En el apartado de los errores es preciso citar
con letras mayúsculas y caracteres destacados al
entonces ministro de Hacienda (canciller del
Exchequer). Este no es otro que el inclasificable
Norman Lamont. ¿Pero quién es Lamont? Se trata
de un antiguo parlamentario conservador de larga
trayectoria que participó en el segundo nivel de
los gobiernos de Margaret Thatcher y acabó
siendo secretario del Tesoro con John Major
cuando este estuvo al frente del Exchequer. Desde
esta posición abogó por la integración de la libra
en el Sistema Monetario Europeo (SME), pero con
el tiempo su sensibilidad cambió, dado que ahora
es un furioso euroescéptico que actúa con
vehemencia en este sentido desde distintos think
tanks. Cuando Major ascendió al puesto de primer
ministro en sustitución de la Dama de Hierro,
Lamont le sucedió como ministro de Hacienda y
tuvo como uno de sus asesores al actual premier
británico, David Cameron. Su vanidad, su mala
suerte, sus palabras de más y su aparente
desconocimiento del funcionamiento real de los
mercados financieros globales le llevaron a dar
instrucciones equivocadas al Banco de Inglaterra
en la tarea de proteger el cambio de la divisa
británica. Pero es que su personalidad no deja
indiferente a sus compatriotas. Para unos fue un
brillante canciller del Exchequer que promovió
importantes cambios estructurales que a la larga
beneficiaron a la economía británica. Para otros se
trata de un proyecto fallido de político de altura,
con ribetes de vodevil en su personalidad.
Ahora es el muy honorable lord Norman,
primer barón Lamont of Lerwick. El título
nobiliario lo obtuvo por recomendación de
William Hague, antiguo líder del Partido
Conservador y ahora ministro de Asuntos
Exteriores británico. Este honor se lo negó John
Major al cesarle de su gobierno, aunque su salida
se vistió como una dimisión. Precisamente su
abandono de la primera línea política fue
anunciado de forma sorprendente. Lo realizó su
madre en una indiscreción a un periódico local. La
buena señora, que hizo las delicias de sus
compatriotas, se convirtió durante unos breves
días en una estrella mediática. Todos los medios
querían entrevistarla y ella les puso una tarifa de
veinte libras por pregunta o de cuarenta por
pregunta doble, en este último extremo sin
posibilidad de negociación a la baja. Antes
Lamont había hecho frente a varias controversias
ajenas a su desempeño en el gobierno. Al ser
nombrado ministro de Hacienda se fue a vivir a la
residencia oficial del canciller del Exchequer.
Entonces alquiló su casa particular a una señora
que —¡mala suerte!— resultó ser una prostituta de
altos vuelos. Al descubrir la profesión de su
inquilina, optó por echarla, pero esta se resistió.
Para ello contrató los servicios de unos abogados,
y el escándalo surgió al hacerse público que parte
de la minuta de sus asesores jurídicos había sido
abonada con dinero público. Además, sus gastos
personales fueron escrutados hasta el detalle, a
través del extracto de su tarjeta de crédito
personal, al que accedieron algunos periódicos.
Ahí tuvo otro problema. Tuvo que explicar por qué
una noche compró una botella de champán fría en
una licorería de Paddington, detalle que
determinada prensa atribuyó a una cita de alto
voltaje. El aludido negó la mayor y dijo que lo que
había adquirido eran tres botellas de vino. El
«todo Londres» se regocijó con la anécdota.
Al margen de estos curiosos detalles
personales, Lamont tuvo que hacer frente a una
complicada coyuntura económica como
responsable de la cartera de Hacienda, tarea que
desempeñó entre noviembre de 1990 y mayo de
1993. Un mes antes de acceder al cargo la libra
había entrado a formar parte del SME, en una de
las últimas apuestas del entonces agónico gobierno
de Margaret Thatcher. Esto comportaba mantener
una disciplina en el cambio de la moneda. Su valor
no debía superar las bandas de fluctuación (2,25
por ciento arriba o abajo para los países más
fuertes —Reino Unido— y 6,2 para los más
débiles) sobre las que se basaba el mecanismo de
cambios fijos del SME. Correspondía a cada uno
de los bancos centrales evitarlo con intervenciones
en los mercados de compra o de venta de su
moneda, según los casos. En esas fechas la
economía británica atravesaba por una fase de
inflación muy elevada. Este fue uno de los motivos
por los que el Reino Unido decidió entrar en el
SME. Buscaba acercarse a la inflación de
Alemania, que era netamente inferior.
Alemania estaba en aquellos años inmersa en
el proceso de reunificación del país, después de la
caída del Muro de Berlín. En ese contexto el
gobierno del entonces canciller Helmut Kohl tomó
una decisión política de amplia trascendencia
monetaria. Aplicó un cambio paritario en la
conversión de la moneda del este (que no valía
prácticamente nada) frente al marco del oeste. Esto
provocó temores, muy fundados, de
recalentamiento de su economía, y ello obligó a
aumentar exponencialmente la emisión de dinero
por parte del Bundesbank. Para evitar las
consecuencias inflacionistas de esta decisión, el
banco central alemán empezó a subir su tipo de
descuento. El 16 de julio de 1992 alcanzó un
máximo histórico del 8,75 por ciento. Pocos días
antes, el 2 de julio, la Reserva Federal de Estados
Unidos situó su tasa de descuento en el 3 por
ciento, su nivel más bajo desde 1963. Como
resultado de la combinación en el tiempo de ambas
decisiones el marco alcanzó su cotización
histórica más elevada frente al dólar. Antes se
habían producido en Europa dos acontecimientos
de naturaleza política que afectaban a la confianza
en el SME. El 2 de junio Dinamarca rechazó en
referéndum formar parte del sistema de cambios
fijos o mejor dicho no participar en el Tratado de
la Unión Europea. Al día siguiente Francia anunció
otra consulta sobre la materia para el 20 de
septiembre, que finalmente lo aprobó por un
margen muy estrecho.
En el verano de 1992 se desató un proceso de
compras de marcos en los mercados, propiciado
no solo por la confianza que existía en la moneda
alemana, sino también por los elevados
rendimientos que ofrecía. Esto puso a prueba los
equilibrios internos del SME. La libra británica, la
peseta española y la lira italiana fueron las
primeras perjudicadas. El franco francés también
empezó a sufrir, aunque en menor medida. Pero a
mediados de 1992 eran muy pocos los que
vislumbraron que estos desequilibrios acabarían
por provocar una situación sin salida para la libra
esterlina. El dúo Soros-Druckenmiller fue uno de
los pocos que lo adelantó y empezó a construir
importantes posiciones especulativas apostando
por una depreciación de la divisa británica más
allá de los límites del SME.
Ante esta compleja coyuntura planteada por
la apreciación del marco, el Banco de Inglaterra se
vio forzado a realizar varias subidas de tipos de
interés. Este encarecimiento del crédito incidía de
forma negativa en el crecimiento de la deprimida
economía británica. Pero el Reino Unido no podía
permitirse no cumplir el compromiso de bandas de
fluctuación de la libra, adquirido al entrar a formar
parte del sistema de cambios fijos. Por ello el
Banco de Inglaterra se veía obligado a intervenir
directamente en los mercados utilizando sus
reservas para comprar partidas de su moneda, con
el objetivo de reforzar su cotización. Una situación
similar era la que atravesaban tanto la peseta
española como la lira italiana.
La defensa del tipo de cambio se estaba
convirtiendo en un compromiso muy difícil, si no
imposible de sostener para el Reino Unido por los
elevados costes que comportaba. No se podían
seguir manteniendo unos valores artificiales en
relación con el marco. Con estos difíciles mimbres
concluyó el verano de 1992 y se entró en
septiembre. A principios de ese mes el gobierno
británico, con Lamont a la cabeza, reafirmó su
compromiso de mantener a la debilitada libra
esterlina dentro de la disciplina cambiaria del
SME. Pero las reservas de divisas del Banco de
Inglaterra se estaban agotando por las sucesivas
intervenciones que se veía obligada a realizar.
Conscientes de las oportunidades que se
planteaban, el dúo Soros-Druckenmiller construyó
importantes posiciones (cortas) de venta de libras,
utilizando para ello productos derivados (opciones
y futuros). En paralelo tomaron en préstamo
importantes depósitos en libras para
inmediatamente después venderlos en el mercado
de cambios. Completaron la jugada con fuertes
posiciones (largas) de compra de marcos. A
principios de septiembre la exposición contra la
divisa británica del fondo Quantum alcanzaba un
valor de 15.000 millones de dólares. En el
análisis, quien detectó antes que nadie los
desequilibrios y la oportunidad de negocio fue
Druckenmiller. Este experto en el mercado de
divisas, considerado en su momento el mejor del
mundo en su especialidad, diseñó el conjunto de la
estrategia contra la libra esterlina. Pero quien
decidió ir a por todas con posiciones gigantescas
(inimaginables hasta esas fechas) y saltar a la
yugular sin contemplaciones en el momento
adecuado fue Soros. Este reparto de papeles
explica el éxito conseguido el Miércoles Negro
por este dúo letal para los intereses británicos.
Era un ejercicio muy arriesgado. Los
compromisos del SME imposibilitaban en teoría
que la libra se debilitase más. El corsé de la
pertenencia al SME lo impedía. Los acuerdos
políticos del Tratado de la Unión Europea
también. Pero la presión especulativa de los
mercados tensó tanto estas resistencias que
acabaron por hacerlas saltar en pedazos el
Miércoles Negro. Los gestores de Quantum
iniciaron el proceso. Sus ventas masivas de libras
crearon tendencia y arrastraron al conjunto de los
agentes de los mercados de cambios. Al sumarse
todos ellos en la misma dirección se generó algo
parecido a una ola imparable, un tsunami de ventas
de la divisa británica que ya nada, ni nadie (véase
el Banco de Inglaterra) pudo frenar.
Norman Lamont se puso a la cabeza de la
defensa numantina de la permanencia de la moneda
de su país en el SME. Al hacerlo cumplía no solo
con sus más íntimas convicciones de entonces,
sino con el mandato de su primer ministro, John
Major. Lo hizo con vehemencia y con el orgullo de
pertenecer al antiguo imperio que hasta el inicio
de la I Guerra Mundial había sido la potencia
dominante del planeta. Estaba en juego el orgullo
de la vieja Inglaterra del We shall never surrender
(no nos rendiremos jamás), como proclamaba ante
la Cámara de los Comunes Winston Churchill en
los tiempos más oscuros para la isla al calor del
inicio de la Batalla de Inglaterra, entre la Royal
Air Force y la Luftwaffe, en la II Guerra Mundial.
El drama empezó a vislumbrarse de forma
casi inequívoca el lunes 14 de septiembre. El día
anterior parecía haberse alcanzado un acuerdo de
realineamiento de las paridades dentro del SME.
A tenor del mismo se esperaba un gesto decidido
del Bundesbank por medio de una bajada decidida
de su tipo de descuento. Así lo hizo, por primera
vez en cinco años. Pero la reducción fue casi
simbólica, de 0,25 puntos. Se trataba de una
reacción destinada a salvar la cara, absolutamente
cosmética e insuficiente para frenar la presión
especulativa de los mercados de cambios. Lamont
declaró ese día que «la cuestión no es cambiar la
paridad de la libra frente al marco alemán y
haremos todo lo que sea necesario para
conseguirlo». Su firmeza parecía incontestable y
dio instrucciones al Banco de Inglaterra de
emplearse a fondo con este fin. El gobierno
británico trató de defenderse calificando el
movimiento del Bundesbank de «reducción muy
significativa», pero los sectores euroescépticos
del Partido Conservador la calificaron de «cínica
operación de cosmética». Las relaciones entre
Alemania y el Reino Unido estaban tensándose al
máximo.
Todo estalló el miércoles 16 de septiembre.
Ese día, siguiendo las instrucciones de Lamont, el
BOE subió su tipo de intervención en dos
ocasiones en un último intento de apreciar la libra.
Primero pasó del 10 al 12 por ciento y luego lo
aumentó hasta el 15 por ciento. También autorizó a
la entidad a utilizar en el empeño todas sus
reservas de divisas. En esa jornada el dúo Soros-
Druckenmiller se empleó también a fondo
aumentando sus compras de marcos y ventas de
libras hasta situarlas en una posición cercana a los
15.000 millones de dólares. A las siete de la tarde
de ese día el gobierno de Su Majestad tiró la
toalla. Un compungido Lamont admitió la derrota
en una intervención dramática. El orgullo de los
paladines de la vieja Inglaterra, del antiguo
Imperio Británico, sufrió una herida casi mortal.
Al día siguiente tanto la libra esterlina como la
lira italiana abandonaban la disciplina del SME.
Al tiempo la peseta española afrontaba una
segunda devaluación del 5 por ciento, reafirmando
con esta decisión su voluntad de permanecer en el
sistema de cambios fijos.
El fondo Quantum había obtenido con su
apuesta un beneficio de 1.000 o 1.100 millones de
dólares. Por si esto no fuera suficiente,
Druckenmiller, en una segunda estrategia ligada a
la principal, compró importantes partidas de bonos
alemanes a largo plazo. Esta posición, mucho
menos conocida, redondeó sus ganancias hasta un
nivel no conocido. Las estimaciones de pérdidas
para el Tesoro británico fueron inicialmente
pavorosas: se llegó a hablar de hasta 27.000
millones de euros. Pero estas finalmente se
acotaron en 3.300 millones de euros. Un informe
oficial elaborado en 1997 y hecho público en 2005
gracias a la denominada Ley por la Libertad de
Información (Freedom of Information Act), las
enmarcó en esa cifra.
En la explicación de los aciertos en las
previsiones del dúo Soros-Druckenmiller no se
puede obviar un dato muy relevante. Al margen de
haber sabido leer correctamente el escenario y
adelantarse en su toma de posiciones, hay otra
circunstancia crucial. Esta es la notable capacidad
de apalancamiento (endeudamiento) de la que
disponía el fondo Quantum. Esto es algo habitual
en la dinámica de funcionamiento de los hedge
fund. Sin la posibilidad de acceso a un crédito
casi ilimitado no podrían haber construido unas
apuestas especulativas de la envergadura antes
descrita. Estas líneas de crédito provenían de al
menos dos grandes fuentes: el banco
estadounidense Citibank y la casa Rothschild.
Volviendo al ministro de Hacienda británico
de la época, Norman Lamont, este no dimitió. No
lo hizo a pesar de las fuertes presiones en este
sentido tanto desde la oposición laborista y
liberal, como desde los furiosos euroescépticos de
las propias filas conservadoras. Como
consecuencia del Miércoles Negro las relaciones
entre Alemania y el Reino Unido se deterioraron
de manera notable. El punto más crudo de estas
diferencias se visualizó poco después. El martes
28 de septiembre el Bundesbank hizo llegar al
Ministerio de Asuntos Exteriores británico
(Foreign Office) un informe sobre los esfuerzos
realizados por la institución para defender la
permanencia de la libra en el SME. Lo firmaba el
presidente del banco central germano, entonces
Helmut Schlesinger. En el mismo, con esa
minuciosidad tan típica alemana y en este caso
muy poco diplomática, se buscó desbaratar punto
por punto los argumentos utilizados por el
Exchequer para justificar el derrumbamiento de la
libra esterlina. De sus conclusiones se deducía que
Norman Lamont era el principal responsable de la
crisis. Al día siguiente, The Financial Times
(periódico económico europeo de referencia)
reproducía casi íntegramente el texto, después de
que se lo hubiese facilitado la embajada alemana
en Londres. No solo eso, el rotativo exigía en su
editorial la dimisión o el cese de Lamont. Este
reaccionó acusando a Alemania de quebrar «la
confidencialidad de las comunicaciones
diplomáticas». El jueves 1 de octubre, en un gesto
inusual, el Foreign Office convocó al embajador
alemán para mostrarle su disconformidad con la
filtración y exigirle explicaciones. Para exacerbar
aún más los ofendidos ánimos nacionalistas
ingleses más tradicionales, el diplomático era
Hermann Freiherr (barón) von Richthofen. Ni más
ni menos que un sobrino-nieto del Barón Rojo, el
gran as de la aviación alemana de la I Guerra
Mundial y el piloto de caza con más victorias de
toda la contienda.
¿Cuáles fueron algunas de las primeras
consecuencias del Miércoles Negro? La primera,
que un banco central, por muy importante y
experimentado que fuese, no podía hacer frente a
las presiones generalizadas de los mercados
financieros globales. Estos, al amparo del SME, se
beneficiaron de la progresiva eliminación de los
controles de capitales en el contexto del Tratado
de la Unión Europea. Una circunstancia que
Norman Lamont y su equipo no midieron
suficientemente. No valoraron las limitaciones de
su potencial al enfrentarse a los agresivos gestores
de los fondos de cobertura en el entorno de las
nuevas prácticas de los mercados internacionales.
Todo ello sin olvidar que Alemania y su banco
central estuvieron todo el rato remando en sentido
contrario al interés común del SME. La memoria
histórica de la desastrosa hiperinflación de la
República de Weimar (1919-1933) les atenazaba.
La segunda, que los Soros-Druckenmiller de
turno y sus émulos habían adquirido un poder
inusitado, capaz de doblar (¡¡y de qué manera!!) la
resistencia de un estado tan poderoso como el
británico. Había empezado una nueva época: la de
los grandes operadores (Big Players) de los
mercados financieros. A partir de esa fecha, el
miércoles 16 de septiembre de 1992, ya nada sería
igual. Había nacido una estrella, el señor George
Soros, y una nueva legión de operadores tomaba a
este, llamémosle «nuevo héroe», como un modelo
a seguir.
La tercera, que el gobierno alemán y su banco
central se vieron desbordados por los
acontecimientos, aunque estuvieron en el origen de
los mismos. No parece probable que deseasen un
escenario de práctica ruptura del mecanismo de
cambios fijos del SME, antecedente del euro.
Menos aún una salida definitiva del Reino Unido
del proceso de convergencia hacia la Unión
Monetaria Europea, aunque no se puede ignorar
que esta desafección ya tenía su origen en 1984.
Entonces, ante la presión de Margaret Thatcher, se
articuló el llamado «cheque británico», una
excepción por medio de la cual se aplicaba un
descuento muy sustancial de la contribución del
Reino Unido a la entonces llamada Comunidad
Económica Europea (CEE). La Dama de Hierro lo
consiguió presionando a sus pares, los
mandatarios del viejo continente, con una frase que
ha hecho historia: «I want my money back»
(Quiero mi dinero de vuelta).
Las consecuencias para Alemania de la crisis
del SME fueron muy elevadas en costes de imagen
y de liderazgo moral. Se acusó de imperialismo a
la primera potencia económica de la Unión
Europea. La crítica más sangrante se resumía en
una frase apócrifa muy dolorosa para la
sensibilidad histórica germana: «Alemania ha
conseguido en 1992 con el marco lo que no
consiguió en 1939-1945 con sus panzers». Una
acusación muy dura para el primer contribuyente
neto de la Unión Europea, que ahora se repite al
calor de la crisis del euro. Cierto es que los
vecinos del norte nunca han destacado por ser
sutiles. También que las dotes diplomáticas no son
un punto fuerte de la mentalidad teutona. Quienes
sí ganaron con la crisis del SME, que tuvo su
epicentro en la libra esterlina, fueron las fuerzas
contrarias a la integración monetaria europea. Un
proceso que para muchos suponía perder
oportunidades de negocio, con la futura
desaparición de varias de las monedas más
antiguas del viejo continente.
Capítulo VII

SOROS-DRUCKENMILLER:
UN DÚO QUE MARCÓ UNA
ÉPOCA

Aplaudir a George Soros cuando se habla de


los grandes operadores financieros es algo
recurrente. Hacerlo desde la crítica a lo que su
imagen representa o desde la admiración de
quienes querrían emularle depende de la posición
de cada cual. Lo cierto es que es una persona que
no deja indiferente a nadie y también una figura
mediática muy relevante, capaz de generar
oposiciones enconadas o enfervorizadas
adhesiones. Lo es por voluntad propia. Está
presente en muchos debates de todo orden. Desde
los estrictamente financieros o económicos hasta
los directamente políticos, sin rehuir, por el
camino, terciar en los filosóficos. Es una persona
que está marcando época y que ha dejado una
impronta. No rehúye la confrontación, todo lo
contrario, parece sentirse a gusto con ella. Por su
carácter o por su historia personal es un fajador
nato, con un punto de indisimulada egolatría. No se
debe descartar que esta sea una forma de
mantenerse vivo. Porque el hoy octogenario
operador e inversor estadounidense de origen
húngaro es ante todo un combativo resistente. Un
superviviente que en su última infancia y juventud
consiguió superar circunstancias muy adversas,
que en nada permitían augurar el futuro de éxito
que luego le deparó la vida. Véanse estos
calificativos como simples observaciones
equidistantes de quien esto escribe.
Operador despiadado, depredador sin
escrúpulos, inversor clarividente, activista
político sin complejos, generoso filántropo,
vanidoso incorregible con tendencias mesiánicas,
filósofo práctico o de profundidad cuanto menos
discutible. Estos y muchos otros calificativos más
(unos favorables y otros no) pueden aplicarse a la
persona de George Soros. Muy distintas, pero
sobre todo mucho menos prolijas, son las
definiciones que se podrían utilizar cuando se
alude a Stanley Druckenmiller. Su compañero de
fatigas y de éxitos en el derribo de las cámaras
acorazadas de Threadneedle street tiene un perfil
mediático muy discreto. Es más, se puede afirmar
que trata de pasar desapercibido. De hecho, sigue
siendo un perfecto desconocido salvo para los
especialistas del sector financiero. Quien en su
momento fue considerado como el mejor operador
mundial del mercado forex (divisas) no busca ser
un personaje público, incluso todo lo contrario.
Pero es incontestable que los talentos de ambos se
aliaron para asaltar la caja del Banco de
Inglaterra, que a fin de cuentas no era otra que la
del erario público británico. Todo ello sin olvidar
los grandes apoyos financieros externos al fondo
Quantum con los que contaron.
El dúo se vio favorecido en su estrategia por
la sucesión de errores de sus adversarios y por las
graves contradicciones internas de los países que
formaban parte del ya extinto mecanismo de
cambios fijos que giraba en torno al Sistema
Monetario Europeo. Todo ello les valió para
derribar los muros de la «fortaleza medieval» del
Banco de Inglaterra. Aunque este edificio o
complejo fuese construido entre finales del siglo
XVIII y principios del siglo XIX, respetando los
principios arquitectónicos neoclásicos tan
característicos de la Ilustración, en los días
lluviosos de la capital británica su aspecto
imponente se asemeja más al de una fortaleza
inexpugnable del Medioevo.
¿Pero cómo son los dos «héroes» o
«villanos», según el prisma con el que se mire,
que consiguieron romper todos los esquemas con
respecto a los otrora poderosos grandes bancos
centrales occidentales de finales del siglo XX?

George Soros

Nació en 1930 en Hungría en una familia judía,


eso sí, poco religiosa. Su padre era un abogado
militante en la difusión del esperanto, lengua que
George aprendió en su infancia. Su familia
consiguió sobrevivir a la ocupación nazi del país
ocultando sus raíces. Esto lo hizo unos años antes
del estallido del conflicto bélico al cambiar su
apellido original, Schwartz, por Soros. En la
Hungría de entreguerras, bajo la regencia del
almirante Miklós Horthy, ser judío no constituía la
mejor carta de recomendación. Cierto es que el
autócrata magiar mantuvo una actitud de
resistencia ante la presión de los nazis, que
permitió sobrevivir a la II Guerra Mundial a unos
250.000 judíos húngaros. Pero esta se quebró en
1944, cuando las tropas del III Reich invadieron el
país, lo que provocó la deportación de 437.000
judíos al campo de exterminio de Auschwitz. La
familia del abogado Tivadar Soros consiguió
pasar desapercibida en este proceso aberrante.
El joven George también sobrevivió al
hambre y a las balas de la cruenta batalla de
Budapest (octubre de 1944-febrero de 1945) en la
que murieron oficialmente 166.000 personas, entre
ellas 38.000 civiles. Acabadas las duras refriegas
los desafortunados habitantes de la ciudad cortada
por el Danubio pasaron de la ocupación alemana a
la «liberación» soviética. Soros consiguió escapar
del yugo de las fuerzas de Stalin. Lo hizo muy
pronto, en 1947, al obtener un salvoconducto para
participar en un congreso de esperanto que se
celebró en Suiza. Ya no volvió a pisar su ciudad
natal hasta pasadas muchas décadas. Resulta
evidente que con estas vivencias el futuro gestor
de hedge fund labró un carácter muy especial de
superviviente que no se repite en ninguno de sus
colegas o competidores.
Pronto consiguió emigrar a Londres, ciudad
en la que ejerció diversos oficios para costearse
su formación en la prestigiosa London School of
Economics. En este proceso contó también con una
modesta ayuda económica de un fondo cuáquero
destinado a financiar la educación de alumnos
destacados. En este centro se graduó en Filosofía,
una de las claves para entender su interés por los
debates inmateriales que le han acompañado a lo
largo de su trayectoria como voraz operador
financiero. Allí tuvo como profesor a otro exiliado
centroeuropeo a quien siempre ha considerado su
referente intelectual: el filósofo y teórico del
liberalismo Karl Popper.
George Soros se inició en el mundo
financiero en la City londinense. En su biografía
describe el proceso de entrada en la banca de
inversión como un ejercicio de constancia. Envió
de forma insistente sus referencias a todos los
directores de las entidades que operaban en la
ciudad hasta que sus esfuerzos se vieron
recompensados con un puesto de trabajo. Pero no
se conformó y emigró a los Estados Unidos en
1956. Allí fue operador arbitrajista y luego
analista de valores. Siguió como asalariado en una
firma financiera con una trayectoria de éxito hasta
que, en 1973, se estableció por cuenta propia y
creó el fondo Quantum. Desde esta plataforma
años después consiguió reventar la caja del Banco
de Inglaterra durante la crisis del Sistema
Monetario Europeo (SME).
A partir de ese momento su figura adquirió
una nueva dimensión. Ya era un personaje público
que desarrollaba una intensa actividad
filantrópica, terciaba en muchos debates y
acumulaba un patrimonio personal que crecía de
manera exponencial. Denostado depredador para
muchos y referente para otros, muy destacado fue
el papel que ejerció en la denominada «crisis de
los tigres asiáticos» de 1997.
Malasia denuncia a Soros

Esta convulsión que afectó gravemente a varias


economías, y por tanto a la calidad de vida de
numerosos ciudadanos de Asia oriental, se inició
el 2 de julio de 1997. Ese día el reino de Tailandia
anunció una fuerte devaluación (un 55 por ciento)
de su moneda. La cotización del bath tailandés
estaba hasta ese momento anclada al cambio del
dólar, una situación que su banco central no pudo
mantener por el elevado desequilibrio de su
balanza de pagos (saldo global de exportaciones e
importaciones). Coincidió en el proceso el
estallido de una burbuja inmobiliaria y de otra
bursátil, sustentadas ambas hasta esa fecha por la
incesante entrada de capitales especulativos
exteriores (lo que en terminología inglesa se
conoce como hot money).
En el nuevo esquema de los mercados
financieros globalizados con libre circulación de
capitales (algo que ya se vio en septiembre de
1992 con el SME), la caída a los infiernos de
Tailandia no constituyó un hecho aislado, y en su
derrumbe arrastró de inmediato a sus vecinos de
área geográfica. Corea del Sur e Indonesia se
vieron inmediatamente involucrados en este
proceso destructivo imparable. Hong-Kong,
Malasia y Laos no se pudieron abstraer y la crisis
acabó contagiando también a Singapur y Taiwán.
Al poco tiempo China y la India se vieron
afectadas, mientras que el yen japonés iniciaba una
depreciación indeseada que se trasladó al índice
selectivo Nikkei de la bolsa de Tokio. La crisis
tuvo consecuencias políticas internas, que en
Indonesia acabaron con las casi tres décadas de
presidencia de Suharto.
La escalada de la crisis iniciada con la
depreciación del bath tailandés forzó al Fondo
Monetario Internacional (FMI) a construir un
programa de asistencia financiera dotado de
40.000 millones de dólares. Estos recursos se
utilizaron para apoyar la recuperación del bath,
del won coreano y de la rupia indonesia. El
resultado final fue un escenario de grandes
tensiones en el sistema financiero internacional, de
importante destrucción de riqueza y de heridas
políticas de gran consistencia. Todo ello con un
epicentro en economías muy especulativas, con
mercados financieros alegremente liberalizados
(con la aquiescencia tanto del FMI como del
Banco Mundial) y sin organismos internos eficaces
de supervisión o de vigilancia.
Para el fondo Quantum y sus gestores fue una
nueva oportunidad de obtener rápidas ganancias
cuya cuantía nunca se reveló. Es más: incluso
contestaron que habían sufrido pérdidas
importantes en el proceso, pero nadie les creyó.
Todo parece indicar que volvieron a leer
anticipadamente los desequilibrios del rápido
crecimiento económico y financiero de los «tigres
asiáticos» y que se anticiparon en su toma de
posiciones adelantando la caída de los mismos.
No estuvieron solos, ni fueron los únicos
beneficiados. Al margen de otros fondos,
destacaron grandes entidades financieras como
BZW (la ya extinta rama de banca de inversión de
Barclays), Citibank, Goldman Sachs, JP Morgan o
Morgan Stanley. Pero quien concentró todas las
iras de los países afectados fue, cómo no, nuestro
protagonista. La escenificación de todo ello tuvo
lugar en unas declaraciones del entonces primer
ministro de Malasia, Mahathir bin Mohamad, en
las que acusó a Soros de ser uno de los principales
responsables de provocar la crisis. El aludido, fiel
a su estilo de no esquivar los debates más
espinosos, respondió que el premier malayo era
una «amenaza para su propio país» e incluso se
permitió calificarlo de loose cannon (bala
perdida). Poco después redondeó la jugada
declarando a un periódico australiano, el Sidney
Morning Herald, que «si hubiera un hombre que
encajaría en el estereotipo del judío-plutocrático
conspirador del mundo sionista bolchevique, ese
soy yo».
No solo el jefe del gobierno malayo criticó el
papel de Soros en la crisis financiera asiática de
1997. Paul Krugman (Nobel de Economía en
2008) le acusó por esas fechas de personificar una
nueva figura de inversores que provocan crisis
cambiarias «para la diversión y el beneficio».
Incluso propuso denominarlos con un apelativo
que no ha hecho fortuna: Soroi.

Tropiezo en Francia

Accidentada también fue poco después, en 1988,


su participación en una operación cuanto menos
muy discutible que tuvo lugar en Francia. Esta se
realizó sobre uno de los bancos de referencia del
sistema financiero galo, la Société Générale, pero
en este caso su coste de deterioro de imagen y el
desgaste fueron elevados. Soros participó en el
fallido intento hostil de toma de control de la
entidad por parte de un hombre del establishment
del vecino país, Georges Pébereau. Este era el
antiguo presidente de la Compagnie Générale d
´Eléctricité (ahora integrada en Alcatel), que por
esas fechas se había establecido como financiero
desde una plataforma denominada Marceau
Investissements. Era además hermano del
presidente de BNP Paribas hasta finales de 2011,
Michel Pébereau, y una persona muy entroncada
con los centros de poder parisinos, donde se le
apodaba «King Georges».
Las acciones de Société Générale conocieron
una fuerte revalorización, aunque el ataque de
Georges Pébereau resultó fallido porque no pudo
materializar la toma de control de la entidad. Pero
él y quienes les acompañaron (Soros entre otros)
resultaron beneficiados por el comportamiento
bursátil de la cotización de las acciones que, por
supuesto, vendieron a tiempo con beneficios. Se
formó un gran escándalo que involucró a las altas
esferas del Partido Socialista Francés, entonces
bajo la égida del mayestático presidente de la
República, François Mitterrand. Uno de los más
afectados en términos de imagen fue quien era por
aquellas fechas ministro de Finanzas y luego
primer ministro, el malogrado (se suicidó en 1993)
Pierre Bérégovoy.
En julio de 1989 el supervisor francés de la
época, la Commission des Opérations de Bourse
(COB), antecedente de la actual Autorité des
Marchés Financiers (AMF), remitió un dossier a
los tribunales de justicia. En su opinión existían
indicios suficientes de uso de información
privilegiada, lo que se llama delito de iniciados o
insider trading. Cuatro personas fueron acusadas,
y después de uno de los procesos judiciales más
largos de la historia judicial francesa (quince
años), se cerró prácticamente en falso. El Tribunal
Correccional de París condenó a solo una de ellas.
¿Adivinan a quién? Pues a George Soros. Se le
impuso una multa casi simbólica de 2,2 millones
de euros, la cantidad que se estimó había obtenido
como beneficio en una rápida operación de
compra y venta de acciones de Société Générale.
Fue una operación de escaso rendimiento,
pero de elevado desgaste, en el aspecto de la
honorabilidad, para el financiero estadounidense
de origen húngaro. Pero Soros no se conformó.
Recurrió ante el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos alegando que se había vulnerado su
derecho a un juicio justo en plazo razonable. En
octubre de 2011 esta corte con sede en Estrasburgo
dio la razón a la justicia francesa, por un estrecho
margen de cuatro votos a tres.

«Soros is back»

Ahora, con la llamada «crisis de las deudas


soberanas europeas», en la que España se
encuentra inmersa de lleno, en los mercados
financieros se ha repetido una letanía que a
muchos les ha puesto los pelos de punta: «Soros is
back» (Soros ha vuelto). En concreto, en
noviembre de 2012 circularon numerosas
informaciones que revelaban que había realizado
importantísimas compras de oro. Estas adelantan
un fracaso de las políticas de austeridad seguidas
por los gobiernos europeos a instancias del
gobierno alemán. Al tiempo avisa del posible
inicio de una nueva guerra de divisas, en un
contexto del auge de los proteccionismos
nacionalistas, como reacción a la crisis que sacude
a buena parte de los países industrializados. En
esta toma de posiciones no estaría solo. Uno que
estaría siguiendo la misma estrategia sería el no
menos temible, para las naciones afectadas, John
Paulson. Este, mucho más discreto en su perfil
público, es uno de los megamillonarios gestores
de fondos de última generación. Se consagró
adelantando la crisis de las hipotecas «basura»
(subprime) de agosto de 2007.
Volviendo a Soros, sus críticas en este debate
(que cuando se trata de él siempre se respalda en
tomas de posiciones operativas) se dirigen hacia
el papel desempeñado por Alemania y hacia la
ortodoxia monetaria de su banco central. El
financiero acusa a la primera potencia europea de
arruinar a los países más débiles de la moneda
compartida, especialmente a los del sur de Europa.
Argumenta que el gobierno de la canciller Angela
Merkel debe desarrollar una «política de
crecimiento, de reparto de responsabilidades y
aceptar el coste del liderazgo» o de lo contrario,
«y a través de un arreglo amistoso», ¡¡abandonar el
euro!! Incluso en sus críticas va más allá y acusa al
Deutsche Bundesbank de estar desarrollando una
estrategia oculta para preparar el final de la
moneda europea. Estas afirmaciones fueron
calificadas de «ridículas» por parte de Jens
Weidmann, presidente del banco central alemán.

Cierre de Quantum y ¿retirada?

Esta renovada beligerancia última del financiero


estadounidense pareció coger por sorpresa a
varios observadores. En un determinado momento
se pensó que estaba replegándose. Estas
impresiones aparentemente equivocadas surgieron
con el anuncio del cierre de su fondo Quantum.
Ahora ya no es el gestor de un hedge fund, sino de
lo que se conoce como family office. Esta última
definición se utiliza para denominar las
plataformas operativas que se utilizan para
gestionar los grandes patrimonios de un grupo
familiar. No están por tanto abiertas a inversores
externos al núcleo, ni buscan desarrollar
comercialmente su actividad. Trabajan para sí
mismas, sin depender de estructuras externas.
Desde una gestión centralizada de la fortuna
familiar se busca rentabilizarla al máximo y
ordenar la transferencia de la misma a las futuras
generaciones.
No parece que George Soros se haya
replegado ni que esté en retirada, lo que pasa es
que ya no quiere tener clientes y tampoco dar
explicaciones a la SEC. Esta estrategia obedece
sobre todo a las crecientes exigencias de
información que los supervisores financieros
estadounidenses realizan ahora sobre los gestores
de fondos de cobertura. Ha habido un cambio
legislativo importante, que busca incrementar la
protección de los inversores. Este ha sido
impulsado por lo que se conoce como la ley Dodd-
Frank, impulsada por dos legisladores (el senador
Dodd y el congresista Frank) y que entró en vigor
en julio de 2010.
Nadie piensa que se esté retirando a una de
sus mansiones para disfrutar plácidamente de sus
nietos, todo lo contrario. Da la impresión de estar
dispuesto a morir con las botas puestas. Su estado
vital así lo revela. En 2009 se divorció de su
segunda esposa, con la que se casó en 1983 y tuvo
dos de sus cinco hijos. Ahora tiene nueva novia,
con la que se ha prometido. Se llama Tamiko
Bolton, tiene cuarenta y dos años menos que él y
es propietaria de una página web de yoga. En el
camino queda una antigua novia que le ha
demandado alegando que ha incumplido su
promesa de comprarle un apartamento (es de
suponer que uno con altas prestaciones). Bolton ha
conquistado un buen partido. La fortuna de su
novio y futuro esposo (ya se verá) se estima en
19.000 millones de dólares. Esto sitúa a Soros en
la duodécima posición del ranking de millonarios
estadounidense elaborado por Forbes (la Biblia
sobre esta materia).

Actividad filosófica, política y filantrópica

Tampoco ha dado muestras de ceder en sus otras


vertientes. Sigue participando en varios frentes de
debate. Escribe artículos en periódicos, varios de
los cuales ha compilado ahora en un libro de éxito
denominado La tormenta financiera. No es el
primero que hace. Es más, no parece que tenga
grandes problemas para encontrar editor. En el
mismo se decanta con toda firmeza por la
necesidad de, pásmense: ¡¡incrementar la
regulación de los mercados financieros y el
control de los agentes que intervienen en los
mismos!! Una conclusión que muchos
observadores suscriben ante los desmanes de la
primera década del siglo XXI que han
desembocado en una dramática crisis económica
que sacude, entre otros, a varios países europeos
con una especial intensidad. Pero sorprenden estas
conclusiones en quien se ha beneficiado de la falta
de reglas y de supervisión en los modernos
mercados con libertad de movimientos de
capitales. Y no es la primera vez que aboga por un
aumento de la vigilancia de los agentes de los
mercados. Ya lo hizo con claridad y brillantez (así
se valoró de forma casi unánime) en noviembre de
2008 en el curso de una comparecencia ante la
comisión del Congreso estadounidense dedicada a
estudiar la crisis iniciada en agosto de 2007 y las
reformas legislativas a implementar.
En todos sus escritos defiende su «teoría de
la reflexividad», que argumenta haber
desarrollado desde el marco conceptual que le
transmitió su mentor Karl Popper. En la misma
explica que los comportamientos de los que
denomina «agentes pensantes» están relacionados
con el intento de comprender las situaciones (lo
denomina «función cognitiva») y el de incidir en
ella con acciones (lo define como «función
causativa o manipulativa»). Teoriza que ambas
funciones se relacionan entre sí, y este «bucle de
retroalimentación» es lo que llama «reflexividad».
Dice que esta última entronca con la falibilidad,
porque de lo contrario todos los agentes
alcanzarían las mismas conclusiones y «no sería
fuente de incertidumbre». Por tanto, concluye que
«no puede existir reflexividad sin falibilidad, pero
los agentes pensantes son falibles incluso en
ausencia de reflexividad». Con estas
combinaciones de conceptos trata de explicar su
comportamiento como inversor.
No se puede cerrar una semblanza de George
Soros sin entrar en su vertiente filantrópica y de
activista político. Es innegable que ha invertido
muchos recursos en la primera de estas facetas. Se
lo permiten los ingentes beneficios conseguidos
como operador financiero, aunque cierto es que
nadie le ha obligado a ello. Un resumen somero de
las grandes cifras destinadas a estas causas revela
unas sumas considerables. A la causa genérica de
los derechos humanos, la educación o los sistemas
sanitarios ha dedicado en las cuatro últimas
décadas 8.500 millones de dólares. A ello se
deben sumar otros 400 millones a combatir la
pobreza. Pero la lista sigue. La defensa de la
calidad de vida de la minoría gitana europea
habría recibido 160 millones de dólares y la
integración de los afroamericanos más
desfavorecidos otros 100 millones. Es posible que
George Soros se considere una especie de
moderno Robin Hood, que roba a los ricos para
dárselo a los pobres (pero guardando buenas
reservas en la despensa).
Quedan otras causas, ya en clave muy
política, a las que Soros ha donado importantes
sumas. Unas en Estados Unidos, siempre con
candidatos del Partido Demócrata o
independientes de orientación próxima. Pero
donde se ha empeñado con notables dispendios ha
sido en acciones relacionadas con la antigua
Europa del este (antes bajo la égida soviética).
Algo lógico teniendo en cuenta su biografía como
exiliado húngaro huido de las fauces del dominio
estalinista. Entre los muchos beneficiados por su
inagotable manguera de donaciones se pueden citar
al sindicato polaco Solidaridad, liderado en su
momento por el controvertido Lech Walesa.
También a la Carta 77, germen de la Revolución
de Terciopelo checa, de la que formó parte el
respetado Václav Havel. Sin olvidar la
Revolución de las Rosas de Georgia, que desplazó
a Eduard Shevardnadze (ministro soviético de
asuntos exteriores con Mijail Gorvachov) y
encumbró al ahora muy discutido (por sus
tendencias autocráticas) Mijail Saakashvili. Sus
biógrafos oficiales cuantifican las donaciones para
estas actividades en 6.000 millones de dólares.
La lista puede seguir, incluyendo 150
millones de dólares en la actividad contra la
corrupción y la transparencia gubernamental en el
mundo. También otras causas más en Rusia, en
Israel o en otros países. Conocida es la enemistad
que se profesan mutuamente él y Vladimir Putin, el
implacable dueño y señor del Kremlin. Resulta
innegable que Soros es un activista incansable.
También que muchas de sus declaraciones
públicas escuecen, sobre todo al estamento del
Partido Republicano de su país de adopción. Por
ejemplo, en plena presidencia de George W. Bush
declaró que «Estados Unidos está ahora en manos
de un grupo extremista».

Stanley Druckenmiller
Mucho menos vistoso es el perfil de quien le
acompañó varios años (entre 1987 y 2000) en su
recorrido por los mercados financieros. Este no es
otro que Stanley Druckenmiller, nacido en 1953
(veintitrés años menos que Soros) en Pittsburgh
(Estado de Pensilvania). No vivió las turbulencias
de juventud de Soros, ni afrontó los mismos
desafíos vitales (guerra, ocupación nazi,
dominación soviética, exilio). Tampoco parece
que tenga inclinaciones filosóficas, y sus escasas
donaciones a candidatos políticos estadounidenses
se han orientado mayoritariamente hacia las filas
republicanas, y, en cualquier caso, son muy
exiguas.
Donde sí destaca este antiguo operador es en
la actividad filantrópica. No en vano en 2009 fue
el ciudadano estadounidense que más fondos
destinó a distintos programas de ayuda a sectores
desfavorecidos o a la investigación médica. Nada
más y nada menos que 705 millones de dólares, lo
que le valió ser calificado ese año por algunos
medios de comunicación como el más generoso o
el más caritativo de sus compatriotas. Sus
donaciones, tarea que lleva a cabo conjuntamente
con su esposa, se centraron en el combate de la
pobreza y en el de la formación. Financia una
importante fundación no lucrativa, la Harlem
Children´s Zone, creada por uno de sus amigos de
la época universitaria, que se dedica a la
educación de niños de sectores socialmente
desfavorecidos con el objetivo de romper esa
terrible espiral denominada «ciclo generacional de
la pobreza». De sus programas se han beneficiado
unos 17.000 alumnos. Asimismo aportó 100
millones de dólares para crear un instituto de
investigación en el campo de la neurociencia del
centro médico Langone, dependiente de la
Universidad de Nueva York.
Estas nobles actividades no le impiden
desarrollar su faceta hedonista, aunque al respecto
no parece ser uno de los más exagerados entre los
multimillonarios triunfadores de la industria de los
fondos de cobertura. Se le conoce su afición por
los automóviles. Se dice que en su mansión de fin
de semana en Southampton, en la selecta zona de
los Hamptons, mantiene una flota de doce
vehículos para su uso y disfrute. También en el
aeropuerto de Teterboro, situado en Nueva Jersey
y muy utilizado para vuelos privados, siempre está
listo su avión, un Bombardier Global BD-700 (con
un precio en catálogo de 45 millones de dólares).
Vive con su mujer y sus tres hijas en Manhattan, en
el este de la calle 72, y tiene también una finca en
Florida (North Palm Beach) que adquirió en la
década de l990 por 6 millones de dólares. Juega al
golf y es aficionado al fútbol americano, en
concreto seguidor de los Pittsburgh Steelers
(ganador de seis anillos de la Super Bowl). Es
muy amigo de otro de los grandes operadores de
fondos de cobertura, el duro e implacable Paul
Tudor Jones II.
Relación con George Soros

Este licenciado en Economía, que no completó su


curso de doctorado en la Universidad de Michigan
por integrarse en su primer trabajo, entró en
contacto con George Soros en 1987 (poco antes
del crack de la bolsa de Nueva York de octubre de
ese año). Le impresionó su libro La alquimia de
las finanzas y concertó una cita con él en las
oficinas del financiero de origen húngaro. La
visión de los mercados del joven Druckenmiller
fue determinante para que aquel lo contratase de
inmediato como uno de los gestores principales
del fondo Quantum. Eso sí, pactó continuar
gestionando en paralelo su propio fondo,
Duquesne Capital Management, que había creado
en 1981, a la edad de veintiocho años, con un
capital inicial de un millón de dólares.
En ese momento nació una relación
extraordinariamente beneficiosa para ambos.
Quienes han trabajado con ellos explican que
combinaron a la perfección sus distintas
capacidades. De Druckenmiller se destaca su
indiscutible talento para el análisis, para valorar
la ecuación riesgo/beneficio y su notable frialdad
operativa. Fue él quien construyó las posiciones
contra la libra esterlina. Soros aportó a esta
relación su sentido para las grandes operaciones.
Su joven asociado no se habría atrevido por
aquellas fechas a alcanzar las dimensiones de la
apuesta que lanzaron contra el Banco de Inglaterra.
Tampoco habría tomado la decisión del momento
de «entrar a matar» con la firmeza y el «instinto
asesino» que Soros imprimió al proceso que
desembocó en el Miércoles Negro.
Quienes conocen a Druckenmiller explican
que uno de los rasgos de su carácter que más
llaman la atención en su astucia. Dicen que es un
jugador nato. Imbatible en el póker, afición que
practica desde los once años y juego en el que se
comenta que era imposible batirle ya en su época
de estudiante universitario. Él mismo explica que
aprendió de su veterano colega el sentido de
construir beneficios a largo plazo y a ser muy
agresivo cuando las apuestas operativas están
dando buenos resultados. En pocas palabras, no
conformarse con retornos del 30 o del 40 por
ciento cuando se tiene la certeza de estar en la
dirección correcta y doblar las posiciones para
obtener rendimientos del cien por cien.
Druckenmiller era uno de los mejores en lo
suyo y en pocos años se consolidó como el primer
operador mundial del mercado forex (divisas).
Como tal fue reconocido por toda la industria
financiera. Soros se benefició mucho de esta
relación muy favorable para ambas partes. Pero
esta llegó a su fin en el año 2000, al calor del
pinchazo de la burbuja tecnológica (el boom
bursátil de Internet), después de cosechar fuertes
pérdidas con las acciones de la empresa de
seguridad informática VeriSign. Una posición que
Druckenmiller construyó y mantuvo, aparentemente
contra la opinión del dueño de Quantum.
A partir de esa fecha se concentró en su
propio fondo. En esta actividad se mantuvo hasta
que lo cerró en agosto de 2010, un mes después de
la entrada en vigor de la ley Dodd-Frank. No
relacionó esta decisión con el aumento de las
obligaciones de información a las autoridades
supervisoras derivadas del cambio legislativo.
Adujo que la caída de los resultados de su gestión,
ese año del 5 por ciento en lugar de la media del
33 por ciento de toda su trayectoria, eran el
motivo. Explicó que ya no se veía capaz de seguir
obteniendo unas elevadas rentabilidades para sus
clientes, a los que preservó de la crisis de las
hipotecas subprime de 2007, y que estaba
«desgastado por el estrés» y el «peaje emocional»
de mantener uno de los mejores retornos de toda la
industria. Duquesne Capital Management, creado
treinta años atrás con una base inicial de un millón
de dólares, cerró su trayectoria con un capital de
12.000 millones. A partir de ese momento se
concentró en la gestión de su patrimonio a través
del family office que constituyó para ello. Al
término de 2012 su patrimonio neto ascendía a
2.700 millones de dólares, según Forbes, lo que le
posicionaba como la fortuna número 164 de los
Estados Unidos.
Capítulo VIII

HEDGE FUNDS.
FONDOS Y GESTORES DE
FONDOS

E nfinancieros
la estructura actual de los mercados
globales, los fondos de alto riesgo
en sus distintas acepciones (gestión alternativa o
libre) desempeñan un papel determinante. Están
detrás de buena parte de los grandes movimientos
especulativos que se registran con los valores
negociables (acciones, divisas, bonos). Son, por
definición, muy agresivos en su forma de actuar.
Recurren al apalancamiento (endeudamiento)
como vía habitual para incrementar sus apuestas.
No dan explicaciones de dónde están invirtiendo,
salvo de forma voluntaria a posteriori para
explicar o justificar a sus clientes los resultados
obtenidos. Buscan cerrar todos los años con
elevados beneficios, ya que esto es lo que venden
a sus inversores. Por ello también pueden obtener
grandes pérdidas como resultado de una filosofía
de actuación basada en la asunción de elevados
riesgos.
No son, por tanto, productos destinados a
preservar las pensiones o los ahorros con
rentabilidades que superen ligeramente la
inflación. Esta vertiente la cubren otro tipo de
fondos, los denominados en genérico «fondos de
inversión diversificados» o «fondos mutuos». En
estos últimos se busca limitar la posibilidad de
pérdidas con una cartera de inversiones muy
repartida y sobre la que sus gestores están
obligados a dar información periódica a sus
clientes. No utilizan la técnica del apalancamiento:
solo invierten los recursos de que disponen. Su
filosofía de actuación se centra en la combinación
de la compra de acciones cotizadas con la réplica
de índices bursátiles (integran los principales
valores de una determinada bolsa) que puede
combinarse con la adquisición de bonos de deudas
públicas o de activos monetarios (a corto plazo,
con bajo riesgo y muy líquidos). Además los
clientes de los fondos de estas características
pueden hacer efectivas sus participaciones con
rapidez, de inmediato o en un plazo muy corto de
tiempo. Pueden acceder a los mismos el común de
los ahorradores con sumas no muy elevadas.
En los fondos de cobertura ocurre todo lo
contrario. No son productos destinados al ahorro.
Están reservados a patrimonios muy elevados o a
inversores institucionales, que al entrar en los
mismos son conscientes de que asumen la
expectativa de elevados beneficios o la
posibilidad de pérdidas importantes. En su
filosofía de actuación son de todo menos
conservadores. Ello no ha evitado que se hayan
dado muchos casos de mala utilización de los
mismos. La crisis de las hipotecas basura
(subprime) de 2007 dejó en evidencia que varios
gestores de fondos de pensiones, cuya actuación
prioritaria debe ser la protección de las mismas,
habían invertido en estos productos. Casos de
estas características que fueron muy habituales en
Estados Unidos y provocaron fuertes pérdidas a
numerosos pensionistas obligaron al supervisor
(SEC) a endurecer los requisitos para limitar el
acceso a los mismos a clientes profesionales
(institucionales) o de muy altas rentas.
Quienes gestionan los fondos de cobertura o
hedge funds son agentes individuales (como
podría ser el caso de George Soros), casas de
bolsa o bancos de inversión. Las comisiones que
repercuten a sus clientes son mucho más elevadas
que en los fondos de inversión destinados a
proteger el ahorro o las pensiones. Estas tarifas se
resumen en una regla que suele aplicar esta
industria, que es la denominada «2 más 20». El 2
corresponde a la comisión de gestión del 2 por
ciento del capital invertido por cada cliente, que
se repercute con una periodicidad anual. El 20 es
el precio que se aplica a los inversores sobre el
rendimiento obtenido. Esto significa que el 20 por
ciento del beneficio alcanzado al término de cada
año es para el gestor del fondo de cobertura.
Esto último explica las grandes fortunas
personales que suelen acumular los profesionales
de éxito que se dedican a esta actividad. Son las
estrellas del mundo financiero actual. Algunos son
discretos, otros todo lo contrario. De los excesos
de estos últimos existen muchas huellas en las
páginas de sociedad. Es también una industria
dinámica y muy voraz. Dinámica porque
mantenerse en primera línea de la misma y con
buenos resultados permanentes es algo que está al
alcance de una minoría muy reducida. Voraz
porque quienes personificaron el éxito en un
momento dado pueden cosechar más tarde fracasos
muy notables.
La reciente historia de los fondos de
cobertura (una actividad que no ha cumplido aún
su primer siglo) lo demuestra con creces. En las
grandes crisis de los mercados algunas de sus
estrellas quedan engullidas por las pérdidas,
mientras que otras entran a formar parte del
selecto grupo de los elegidos.
La crisis de la libra esterlina en el Sistema
Monetario Europeo (SME) de 1992 consolidó a
George Soros y a Stanley Druckenmiller. Su fondo
Quantum obtuvo entre 1.000 y 1.100 millones de
dólares con el hundimiento de la divisa británica.
La crisis de las hipotecas basura (subprime) de
agosto de 2007 situó a John Paulson en el
firmamento. El derrumbamiento del mercado
inmobiliario estadounidense y la caída general de
las bolsas de ese año le reportó a su fondo un
beneficio de 15.000 millones de dólares y a él
personalmente una comisión de 3.700 millones.
Una publicación especializada, Institutional
Investors Alpha Magazine, calificó esta
retribución como «la mayor demostración
individual de creación de riqueza en un solo año a
lo largo de toda la historia financiera moderna».
Debe destacarse también que en esta crisis George
Soros no se quedó corto: el Soros Fund
Management se apuntó una comisión por
resultados de 2.900 millones de dólares.
Como ejemplo contrario se podría citar el
caso de Long-Term Capital Management (LTCM)
con la crisis de Rusia de 1998. Ese año la fuerte
caída del precio del petróleo, principal fuente de
ingresos estatales, provocó una súbita
depreciación del rublo y la suspensión del
servicio financiero (pago de intereses y repago del
principal) de la deuda estatal rusa. La
consecuencia de lo que entonces se llamó el
«efecto vodka» fue una convulsión generalizada en
los mercados internacionales con fuertes caídas en
los índices de las grandes bolsas. El LTCM perdió
en el proceso 4.600 millones de dólares y obligó a
intervenir a la Reserva Federal (FED) de Estados
Unidos para evitar lo que se denomina «riesgo
sistémico». Esta expresión se utiliza para definir
las situaciones en las que el sistema de pagos y el
sistema financiero en su conjunto entran en una
situación de inestabilidad que puede provocar su
quiebra. El caso del LTCM fue paradigmático de
los límites del negocio de los fondos de inversión
libre. Presumía de ser el fondo que utilizaba los
métodos operativos más sofisticados. Era lo
máximo, el sumun de la modernidad en la industria
de los fondos. Lo había fundado pocos años antes
John Meriwether, uno de los antiguos responsables
de Salomon Brothers (entonces uno de los grandes
bancos de inversión de Wall Street, posteriormente
integrado en Citigroup). En la dirección y
participando en las decisiones estratégicas
figuraban Myron Scholes y Robert C. Merton.
Ambos fueron premiados con el Nobel de
Economía en 1997 por la metodología que
desarrollaron para «determinar el valor de los
derivados». El LTCM se liquidó poco después.
Otro ejemplo, aunque distinto, de caída a los
infiernos en esta industria fue el que protagonizó
Ram Rajaratnam. En su caso, una sentencia de
culpabilidad por uso de información privilegiada
(inside trading) acabó con su carrera. Ahora
cumple una pena de once años de cárcel. El
patrimonio gestionado por su fondo de cobertura,
The Galleon Group, llegó a alcanzar, antes de
cerrar en octubre de 2009, los 7.000 millones de
dólares.
Capítulo IX

EL ESTALLIDO DE LA CRISIS
SUBPRIME

L ainicióeconomía de los países industrializados


en agosto de 2007 lo que se conoce
como un cambio de ciclo. Después de varios años
de elevado crecimiento, todo cambió en muy
pocos días. De repente se pasó de la euforia
desmedida al pesimismo generalizado. Como suele
suceder en estas situaciones, fue un proceso
drástico, repentino y brutal. Todo ello resultado de
la acumulación de varios desequilibrios que se
venían gestando desde tiempo atrás y sobre los que
numerosos observadores ya habían alertado. Si el
19 de julio el índice Dow Jones de la bolsa de
Nueva York tocaba un máximo histórico en 14.000
puntos, el 6 de agosto no cabía ninguna duda de
que se había iniciado un proceso imparable de
destrucción de riqueza. Un año más tarde, el 16 de
julio de 2008, el Fondo Monetario Internacional
estimó, en una proyección inicial, que la crisis
subprime costaría en torno a un billón de dólares
(630.000 millones de euros).

Hipotecas subprime e inversores ninjas

La crisis comenzó en Estados Unidos. Su epicentro


inicial se localizó en el mercado inmobiliario y en
concreto alrededor de la financiación de las
hipotecas de peor calidad o de alto riesgo,
denominadas técnicamente subprime. Estas, que
habían conocido un fuerte desarrollo en los años
inmediatamente anteriores a la crisis,
representaban en julio de 2007 el 12,5 por ciento
del total del mercado hipotecario estadounidense.
Al ser más caras que las financiaciones
concedidas a los compradores solventes (prime)
de viviendas, representaban en sí mismas un buen
negocio, al menos desde una perspectiva de corto
plazo. Las hipotecas subprime llevaban
aparejadas unas comisiones y unos tipos netamente
superiores, pero en la primera fase ofrecían el
atractivo (o el anzuelo) de carencias en el pago de
los intereses y en la devolución del principal del
préstamo.
Al ser más caras, los bancos que las
concedían pudieron ceder parte de las comisiones
devengadas a unos intermediarios (una figura
situada entre ellos y los hipotecados), que eran los
que llevaban el peso de la acción comercial de
búsqueda de nuevos clientes. Estas empresas
interpuestas no asumían ningún riesgo real de
impago (lo soportaba el banco) y eran las primeras
interesadas en cebar la máquina. Cuantas más
financiaciones de este tipo se concediesen, más
ingresos obtendrían. Es por ello que muchos
ciudadanos estadounidenses de muy bajas rentas o
prácticamente insolventes pudieron acceder con
gran facilidad a una vivienda en propiedad. Eso sí,
pendiente del pago de la práctica totalidad de la
hipoteca que financiaba la adquisición. A este tipo
de clientes se les denominó «ninjas», un acrónimo
resultado de la combinación de «no income, no
job, no assets» (sin ingresos, sin trabajo y sin
activos) que algunos transformaron en «no income,
no job, no questions» (sin ingresos, sin trabajo y
sin preguntas). Algo así como una versión moderna
del milagro evangélico de la multiplicación de los
panes y los peces, y que en agosto de 2007
afectaba a algo más de una décima parte de las
hipotecas concedidas en el sistema financiero
estadounidense.
Estas financiaciones para la compra de
viviendas se habían otorgado sin medir los riesgos
reales de impago que comportaban. Varios motivos
hicieron posible que el sector hipotecario olvidase
este principio inalterable, que nunca se puede
ignorar. Uno de ellos era que como el precio de la
vivienda llevaba varios años subiendo, las
entidades financieras no se preocupaban de que
sus clientes no pudiesen hacer frente a sus
obligaciones. Si llegaban a esa situación límite, el
problema se solucionaba poniendo a la venta, algo
que se conseguía con relativa facilidad, el activo
objeto de la hipoteca. En este caso quedaba dinero
suficiente para repagar la deuda contraída. Otro
tema era el relacionado con las facilidades de
liquidez existentes en el sistema financiero. Se
encontraba dinero sin problemas y con intereses no
muy elevados comparándolos con las series
históricas de los mismos. En estas circunstancias
prestar al comprador de una vivienda era un
ejercicio relativamente fácil. Además se podían
hacer trajes a medida, ya que los plazos de repago
de las hipotecas se alargaban en los casos más
extremos casi hasta el límite de la vida de una
persona. Todo ello con tipos de interés variables,
referenciados a diversos índices, destacando sobre
todo el Prime Rate (equivalente al Euribor —Euro
Interbank Offered Rate— en la zona euro).

Obligaciones de deuda colateralizada (CDO)

Para complicar más este escenario, ya de por sí


una bomba de relojería en potencia, existía otra
característica que propiciaba el desarrollo de
estas hipotecas de muy baja calidad. Es lo que se
conoce como «titulización» o por el anglicismo
«securitización». Por medio de este procedimiento
los bancos que concedían estos préstamos con
elevado riesgo de impago futuro o subprime los
transferían al mercado de capitales. De esta forma
desaparecían de su balance. La técnica utilizada
era la de reunir varios de ellos (paquetizar) en una
sociedad creada al efecto, que a partir de ese
momento pasaba a ser la propietaria de las
hipotecas o mejor dicho de los derechos de cobro
asociados a las mismas. Los ingresos de este
vehículo (así se denominan) provenían de los
pagos de intereses (los derechos de crédito) que
devengaban las financiaciones traspasadas. El
siguiente paso consistía en convertir los activos
(las hipotecas) de la sociedad creada ad hoc en
una emisión de bonos titulizados. Estos valores
ofrecían unos rendimientos ligados a los tipos de
los créditos subprime. Entonces se vendían, como
cualquier otra oferta de renta fija con tipos
variables, en el mercado. Los compradores de las
mismas eran otros bancos o inversores
institucionales.
Técnicamente estas emisiones se llaman
«obligaciones de deuda colateralizada». En los
mercados se conocen como CDO, siglas de su
nombre en inglés: Collateralized Debt Obligations.
Son bonos, llamémosles así, que agrupan varias
deudas (en este caso hipotecas) con distintos
vencimientos y niveles de solvencia. Quienes las
compran están dispuestos a asumir este riesgo a
cambio de percibir unos intereses elevados.
Dentro de esta definición, pero con la diferencia
de que se centran en el suelo residencial y no en
las viviendas en sí, están otros bonos que se
conocen como RMBS (Residential Mortgage-
Backed Securities).
Al vender las hipotecas a través de la
emisión de CDO, los bancos que las habían
concedido en un primer momento recuperaban el
dinero empleado en estas financiaciones y volvían
a rehacer todo el proceso desde el inicio.
Otorgaban fácilmente nuevos créditos a quienes
quisiesen comprar una vivienda, ayudados por las
figuras de las empresas interpuestas entre ellos y
los clientes finales. Todos quedaban satisfechos.
Las nuevas operaciones hipotecarias del segmento
subprime permitían el cobro de comisiones
elevadas. El banco y el intermediario conseguían
con ello buenos ingresos. El cliente accedía
fácilmente a la propiedad (ficticia) de una nueva
vivienda, algo que en condiciones normales al
hipotecado no le habría resultado tan fácil. Este
espejismo letal se completaba porque además, y en
un principio, no tenía que soportar muchas cargas
por ello. Solo debía pagar unas comisiones muy
elevadas y un tipo de interés inicialmente
bonificado, aunque con el paso del tiempo este
aumentaría sustancialmente. Todo ello endulzado
con la trampa de una carencia inicial de más de un
año en el repago del principal del préstamo
adquirido.
Una vez completada esta primera fase, las
nuevas hipotecas se volvían a securitizar en una
emisión titulizada, una nueva CDO que se vendía
en un mercado de capitales en el que existían
inversores ávidos por comprar estos bonos con
alta rentabilidad aparejada. Este engranaje
perverso se podía repetir tantas veces como
clientes deseosos de conseguir una vivienda con la
que nunca habrían podido soñar e inversores
institucionales dispuestos a entrar en las nuevas
ofertas de emisiones que ofrecían altos tipos de
interés existiesen.
Tratando de sintetizar todo lo anterior, resulta
que unos ciudadanos con muy pocos recursos
(ninjas) compraban viviendas con unas hipotecas
muy caras (subprime) que les concedían los
bancos a través de unos comerciales muy
agresivos. Estas hipotecas de alto riesgo se
empaquetaban (titulizaban) en unas emisiones
(CDO) que se vendían en los mercados de
capitales a otros bancos o inversores. Una vez
cerrado el proceso el banco inicial volvía a tener
recursos para conceder otro crédito subprime a un
ninja a través de un intermediario interpuesto,
cuyo único objetivo era hacer más operaciones
para beneficiarse de las comisiones asociadas a
cada nueva hipoteca.
El primer resultado fue que se concedieron
muchos préstamos para financiar la compra de
viviendas a quienes no podían hacer frente a sus
compromisos. Estas facilidades a la hora de
otorgar nuevos créditos contribuyeron a cebar más
el aumento de los precios del mercado
inmobiliario, que vivía una época de alegría
ininterrumpida. Con ello las entidades financieras
volcadas en esta actividad conseguían buenos
ingresos por las comisiones devengadas por estas
operaciones y podían presentar buenos resultados
al cierre de cada ejercicio. En paralelo los
promotores inmobiliarios conseguían vender con
relativa facilidad y a precios crecientes sus nuevas
ofertas de viviendas. Para ellos también era el
mejor de los mundos. Por último, los inversores
institucionales que compraban las emisiones
titulizadas se sentían satisfechos por poder
adquirir emisiones con intereses muy superiores a
los que ofrecían las deudas públicas de los
estados o los bonos de las empresas solventes.

El papel de los ratings

¿Pero cómo pudo ocurrir que los bancos y otros


inversores profesionales pudiesen caer en la
trampa? Aquí hay varias respuestas posibles. Una
de ellas es que no estaban tan cualificados como
en principio podía parecer, ya que compraron
bonos de alto riesgo y no fueron conscientes de
ello hasta que la bomba explotó. Otra respuesta, la
comúnmente aceptada, es que confiaron en quienes
les ofrecían las emisiones (normalmente bancos de
inversión muy sofisticados). Pero sobre todo
confiaron en los ratings de las agencias de
calificación crediticia, especialmente las tres
grandes (Moody´s, Standard and Poor´s y Fitch).
Una de las características de las emisiones de
titulización hipotecaria es que llevaban aparejados
no uno, sino dos ratings para orientar a los
inversores que las adquirían sobre los riesgos que
realmente comportaban. Esta era una condición
sine qua non para poder ser vendidas en los
mercados de capitales. Ningún inversor
institucional podía comprarlas si no cumplían este
requisito excluyente. Lo habitual fue que las Big
Three otorgaron a estas emisiones unas
calificaciones lo suficientemente atractivas como
para que los inversores de los mercados de
capitales las adquiriesen. La vía de negocio que se
abrió con los ratings de las titulizaciones de
hipotecas fue muy importante.
Ahora están pagando las consecuencias de
sus errores en la percepción de los riesgos de
estas emisiones. El coste en términos de pérdida
de imagen pública fue desde un principio muy
elevado. Se les acusó —no solo a ellas— de estar
en el origen de la crisis subprime por no haber
sabido valorar los riesgos reales. Incluso se
especula con que fueron muy benévolos con los
ratings adjudicados como resultado de una
estrategia comercial deliberada. Esta es la línea
argumental por la que el 5 de febrero de 2013 el
Departamento de Justicia de Estados Unidos
anunció una demanda civil contra una de ellas,
Standard and Poor´s (propiedad del conglomerado
editorial McGraw-Hill). El fiscal general de
Estados Unidos, Erik Holder, acusó a la agencia
de «inflar deliberadamente» las calificaciones de
las CDO. Con esta actuación «confundió a los
inversores, incluyendo a muchas instituciones
financieras aseguradas por el Gobierno,
provocando que perdieran millones de dólares».
La demanda no es baladí, ya que se le acusa de
provocar pérdidas por 5.000 millones de dólares.
Esta es la cantidad que, en concepto de
indemnización, reclama la Fiscalía General de
Estados Unidos a S&P. El problema de la
demandada es que los fiscales creen haber
encontrado una base para proceder contra ellos. Se
trataría de ciertos «documentos internos» que
sirven de base para demostrar que «manipuló y
cambió sus modelos de calificación para ajustarse
a las necesidades de negocio de la compañía»,
según declaró el fiscal general adjunto Tony West.
No es este el primer encontronazo de S&P
con las autoridades norteamericanas. En agosto de
2011 procedió a rebajar un escalón la calificación
crediticia de Estados Unidos desde el máximo
nivel (la triple A). Era la primera vez en toda la
historia de los ratings que algo así sucedía. Desde
la Casa Blanca y los distintos departamentos del
gobierno se consideró una afrenta sin precedentes.
La primera economía del mundo no podía
permitirse una humillación de este calibre. Pero
S&P no las tenía todas consigo en este proceso,
aunque Moody´s también avisase por esas fechas
de que podría acabar dando un paso en el mismo
sentido. El problema para la primera es que poco
después de rebajar el rating de la deuda de
Estados Unidos reconocieron haber contabilizado
«por error» dos veces la proyección de déficit
federal. De inmediato el supervisor
estadounidense procedió a abrir una investigación
bajo la sospecha de la existencia de un delito de
iniciados en la decisión de rebaja del rating. A
consecuencia de todo ello el presidente de S&P
por aquellas fechas, Deven Sharma, tuvo que
dimitir, al igual que el responsable del
Departamento de Calificaciones Soberanas.
El siguiente en la lista podría ser Moody´s,
pero antes parece ser que se esperará a ver cómo
prospera la primera iniciativa ya planteada. Al
igual que ocurre con S&P, su problema se centra
en las CDO y también en los RMBS. El gobierno
federal estadounidense quiere pasarles factura a
ambos por su papel en la crisis inmobiliaria.
Varios estados de la Unión podrían adherirse a las
iniciativas. Quien de momento parece estar de
perfil es el tercero en discordia: Fitch tiene una
cuota de mercado sensiblemente inferior a sus dos
grandes competidores. Nada indica, hasta la fecha,
que vayan a entrar en el proceso. El tiempo dirá.
El dato curioso de esta iniciativa legal de la
Fiscalía General de Estados Unidos contra S&P
vino a través de Fitch. La tercera agencia de
calificación por tamaño reaccionó de inmediato a
esta información relevante ¿Cómo lo hizo? Pues
rebajando la nota crediticia del conglomerado
editorial McGraw-Hill, la propietaria del S&P. El
nuevo rating lo situó en BBB+, lo que supone un
grado menos (A-) que el que le adjudicaba antes
del proceso legal iniciado por el equipo de Eric
Holder. Pero no solo eso: también explicó que
situaba la nueva calificación en «vigilancia
negativa», un tecnicismo que supone la antesala de
una futura rebaja del rating. Todo ello no deja de
ser un sarcasmo o, lo que es lo mismo, una ironía
no exenta de un fondo de cierta comicidad: el
cazador cazado.
En paralelo a este proceso abierto contra
S&P por el equipo del fiscal general se ha iniciado
otro que también les puede dar mucho trabajo a los
abogados de las agencias de rating. En este caso
se trata de la Fiscalía General de Nueva York y
apunta a las tres grandes agencias de calificación.
Aquí la investigación se dirige a esclarecer si han
respetado o no el acuerdo suscrito en 2008 con
Andrew Cuomo, anterior fiscal y ahora gobernador
del Estado de Nueva York, por el cual se
comprometían a revisar sus procedimientos
internos.
El papel de los bancos de inversión

Si esta crisis cuestionó la fiabilidad y los


procederes de las agencias de rating, también
quedó en entredicho el papel desempeñado por los
bancos de inversión más activos en la venta de
CDO y RMBS. En el eje de todos ellos se situaba,
cómo no, Goldman Sachs. Esta poderosa entidad
financiera ha sobrevivido, con grandes beneficios,
a este proceso destructivo de riqueza que se llevó
por delante a varios de sus competidores más
directos. Especialmente a Lehman Brothers, cuya
quiebra descontrolada (el 15 de septiembre de
2008) estuvo a punto de hacer saltar en pedazos
todo el sistema financiero y de pagos global.
Goldman Sachs no se recató a la hora de
vender con profusión CDO y RMBS a sus clientes.
Fue uno de los mayores promotores de estas
emisiones y cobró buenos corretajes por esta labor
ahora denostada. No salió indemne, pero las
penalizaciones a las que está teniendo que hacer
frente no han puesto en peligro ni su supervivencia
ni su cuenta de resultados. Todo lo contrario: se le
considera uno de los grandes ganadores de la
crisis subprime. En cualquier caso, sí que tiene
que responder a una iniciativa legal en su contra
por una operación en concreto, no por el conjunto
de sus actuaciones.
Fue el supervisor de los mercados
financieros estadounidenses, la SEC, quien tomó la
iniciativa de presentar ante el Tribunal Federal de
Manhattan una demanda por fraude contra
Goldman Sachs. Esta se refiere a una operación
para crear una CDO denominada Abacus que
vendió a varios clientes poco antes del estallido
de la crisis. Una emisión que costó una pérdida de
1.000 millones de dólares a quienes tuvieron la
desgracia de adquirirla. Varios han sido los
clientes perjudicados. Uno es el banco IKB, ahora
propiedad del fondo texano Lone Star, en el que
Alemania tuvo que invertir en 2007 hasta 3.500
millones de euros para evitar su quiebra. Otro es
el holandés ABN-Amro y un tercero la
aseguradora ACA Finantial Guaranty. Goldman
Sachs reconoció haber pagado 550 millones de
dólares para evitar nuevas reclamaciones. A pesar
de ello, el proceso judicial sigue abierto, pero no
pone, ni mucho menos, en peligro el futuro de este
banco de inversión. Se refiere a un tema puntual y
no al conjunto de sus procedimientos operativos
previos al estallido de las hipotecas subprime y de
los bonos que se emitieron al calor de las mismas.
En el centro de la demanda está un antiguo
director de la entidad. Es un francés nacido en
1979 y llamado Fabrice Tourre. Este joven
ejecutivo, muy bien remunerado, es un experto
matemático que diseñó Abacus y otros productos
exóticos (así se les llama en la jerga financiera)
que comercializó entre un amplio universo de
clientes. Tourre ya no trabaja en Goldman y se ha
refugiado en un retiro placentero en Kigali, la
capital de Ruanda. Pero no está huido de la
justicia, ni mucho menos. Sigue cobrando de su
antiguo banco, quien además se hace cargo de los
gastos de su defensa. En esta operación, como
veremos más adelante, desempeñó un papel muy
cuestionable John Paulson, el gestor de fondos de
cobertura que más beneficiado salió de la crisis de
las hipotecas subprime.
En todo caso, al margen de lo anterior,
Goldman Sachs parece estar fuera del punto de
mira de las autoridades judiciales. También salen
indemnes sus dos grandes competidores en este
negocio, véase JP Morgan Chase y Morgan
Stanley. De la quebrada Lehman Brothers ya ni se
habla. Forma parte del pasado reciente, pero es
pasado. Estos cuatro bancos de inversión
desempeñaron un papel muy activo en el diseño, la
promoción y la venta tanto de las ahora denostadas
CDO como de los RMBS. Fueron los grandes
impulsores de estos productos denominados de
forma ecléctica «sintéticos». Se beneficiaron de
elevados ingresos por su labor, en forma de
distintos tipos de comisiones. Sus clientes de
entonces pueden dar fe de ello. Pero varios de
ellos ahora ya no existen, simplemente quebraron.
Business is business, quien aguanta el proceso
puede contarlo. Quien no sobrevive entra, como
mucho, en la crónica de sucesos. Pero así es el
negocio de la banca de inversión y de los
mercados de capitales. Como ocurre en otras
facetas de la vida, no solo la financiera o la
económica, los perdedores purgan sus errores
mientras que la historia la escriben siempre los
vencedores y quienes están bajo su manta
protectora.
Capítulo X

CRISIS SUBPRIME:
CRONOLOGÍA DE UN DESASTRE

Aunque el inicio de la crisis de las hipotecas


basura o subprime se sitúa en los primeros
días de agosto de 2007, a lo largo de los primeros
meses de ese año ya existían indicios claros de un
cambio de ciclo en el mercado inmobiliario
estadounidense. Incluso en 2006 ya se percibían
algunos signos de minoración en los precios de la
vivienda, si bien no afectaban a las zonas de
mayor actividad económica de la primera potencia
mundial. El encarecimiento de los tipos de la
Reserva Federal (FED) estaba empezando a
dejarse sentir.
El Comité de Mercado Abierto (Federal
Open Market Committee, FOMC) subió los
intereses de sus intervenciones en cinco ocasiones
a lo largo de 2004, iniciando el proceso en junio.
Ese año los fondos federales (depósitos a un día)
pasaron del 1 por ciento en el que se situaban en
enero hasta el 2,25 por ciento en diciembre,
mientras que el tipo de descuento (préstamos a un
día) aumentó en el mismo período desde el 2 hasta
el 3,25 por ciento. Esta tendencia se mantuvo en
2005. Los fondos federales acabaron el año en el
4,25 y el descuento en el 5,25 por ciento. A lo
largo de 2006 el incremento fue menor, acabando
en el 5,25 los depósitos y en el 6,25 por ciento los
préstamos. El endurecimiento de la política
monetaria en este período de treinta y un meses se
saldó con unos aumentos de 425 puntos básicos en
los intereses de las dos intervenciones principales
que realiza la entidad a través de las decisiones
del FOMC.
Primeros problemas para los bancos alemanes

Como consecuencia directa de ello, la escalada de


precios de la vivienda residencial se fue
aminorando progresivamente, hasta que los
impagos que empezaron a afectar al segmento más
débil (subprime) se dispararon. En abril de 2007
ya quebró una pequeña entidad (New Century
Financial) especializada en la concesión de
hipotecas de alto riesgo. Pero fue a partir de julio
cuando empezaron a ser visibles los primeros
indicios de una crisis más seria. Ese mes cuatro
entidades financieras alemanas anunciaron
importantes pérdidas en sus carteras de inversión
en obligaciones de deuda colateralizada (CDO),
basadas en hipotecas de alto riesgo del sector
inmobiliario estadounidense. Esta primera crónica
de sucesos la protagonizaron el IKB, un banco
industrial de Düsseldorf especializado en la
financiación a pymes (pequeñas y medianas
empresas) y los bancos (Landesbank) de tres
estados de esa república federal. Los afectados
fueron los pertenecientes a Renania del Norte-
Westfalia (West LB), doblemente afectada al ser
también la sede del IKB, a Baviera (Bayern LB) y
a Sajonia (Sachsen LB). Ese mismo mes Bear
Stearns, una de las entidades con más solera de
Wall Street, dio otra señal de alarma al anunciar
pérdidas muy relevantes en dos fondos de
cobertura que comercializaba. Este fue el primer
paso que condujo a la desaparición en 2008 (fue
adquirida por JP Morgan Chase) de este banco de
inversión fundado en 1923.
A pesar de estos avisos ya muy serios las
bolsas parecieron en un principio ignorar la
gravedad de la situación que se avecinaba. Buena
prueba de ello fue el máximo histórico que registró
el índice Dow Jones el 19 de julio, un día después
del anuncio de los problemas de Bear Stearns.
Pero a partir de entonces ya nada fue igual.
La visualización de la profundidad de la
crisis de los mercados empezó el 6 de agosto. Ese
día se conoció la quiebra de tres sociedades
hipotecarias estadounidenses, mientras que una
empresa de inversión alemana dependiente del
banco privado BHF-Bank anunciaba el cierre
temporal de actividad de uno de sus fondos
invertido en CDO. Tres días después fueron dos
fondos del gigante francés BNP-Paribas quienes
entraron en la misma situación. A partir de ese
momento la crisis se generalizó. El mercado
interbancario de depósitos, donde los bancos se
prestan dinero entre ellos, empezó a mostrar
signos de parálisis a nivel global. Esto resultaba
algo inédito. Nunca en el pasado reciente, las
entidades financieras habían llegado a tal punto de
desconfianza como para no fiarse de los balances
públicos del resto de sus competidores. Esta
situación crítica provocó una reacción inmediata
de los grandes bancos centrales, que se vieron
obligados a realizar las primeras inyecciones
extraordinarias de liquidez para paliar los efectos
de la desaparición de las operaciones en el
interbancario.
El recuerdo del Jueves Negro (24 de octubre
de 1929), fecha del crack de la bolsa de Nueva
York, se dejó sentir en el estado de ánimo de todos
los agentes de los mercados financieros
internacionales. Las posibles similitudes con el
inicio de la denominada Gran Depresión o Crisis
de 1929 (un periodo trágico y oscuro de
hiperinflación, paro y hambruna que no pocos
sitúan como uno de los orígenes de la II Guerra
Mundial) no dejaban dormir esos días a los
responsables de las políticas económicas y
monetarias de las principales naciones
desarrolladas. No era para menos. El inicio de la
crisis de las hipotecas subprime de Estados
Unidos fue el desencadenamiento de la actual
crisis económica que sacude a la mayor parte de
los países industrializados y que ya va por su sexto
año.
Con ese estado de ánimo concluyó agosto y
empezó septiembre. El día 3 de ese mes el IKB de
Düsseldorf, uno de los cuatro bancos alemanes que
ya alertaron de sus problemas a mediados de julio,
reconoció unas pérdidas de 1.000 millones de
dólares por sus inversiones en CDO respaldadas
por hipotecas subprime. Como consecuencia de
ello, IKB dejó patente que ya no podía hacer frente
a sus obligaciones. Esto obligó a una intervención
del gobierno alemán a través del Banco Estatal de
Crédito para la Reconstrucción y el Desarrollo
(KfW), que tuvo que inyectar 3.500 millones de
euros para paliar el desastre. Un año después IBK
fue vendido al fondo texano Lone Star por 150
millones de euros. La crisis hipotecaria
estadounidense traspasaba fronteras y se instalaba
rápidamente en Europa. Alemania y Francia, dos
países con mercados inmobiliarios que habían
conocido años de estancamiento, estaban en
primera línea de contagio. Otros como España no
parecían inicialmente afectados, para satisfacción
de su gobierno, de los responsables de sus
entidades financieras y de los ejecutivos de las
empresas inmobiliarias (entre otros muchos).

España emisor, no comprador de CDO subprime

La realidad es que en nuestro país los bancos y las


cajas de ahorro no habían comprado CDO basadas
en las subprime estadounidenses. El problema
aquí era distinto y en principio no se quiso
identificar en toda su amplitud. Incluso se ocultó y
se negó con contundente vehemencia la existencia
del mismo. Nadie quería que se rompiese el ciclo
«virtuoso» del rápido e injusto crecimiento de la
economía basado en los pelotazos inmobiliarios,
las recalificaciones de suelo rústico, los ingresos
municipales por licencia de obra, las comisiones
de apertura de nuevas hipotecas, la industria
auxiliar de la construcción, los «señalamientos»
de viviendas vendidas con plusvalías antes de
escriturar… En resumen: un proceso injusto y
brutal de transferencias de rentas desde la mayor
parte de los ciudadanos hacia un pequeño grupo de
empresarios y de gestores de influencias, en su
mayor parte con visión de corto plazo e innegable
egoísmo social. Estos acumularon rápidamente una
riqueza inusitada con la que pudieron participar en
la corrupción de muchas administraciones
municipales (la base de la democracia
participativa ciudadana) y en una depredación
medioambiental sin límite.
Una frase muy repetida entonces (casi un
mantra) por varios gestores de entidades
financieras, especialmente de cajas de ahorros que
ahora ya no existen, venía a decir que «aquí lo que
tenemos que gestionar es ladrillo, que aunque baje
siempre tiene precio, no papelitos que valen
cero». La realidad era muy distinta. Las hipotecas
basura estaban dentro, tal y como se reflejó poco
después con el brutal e incontrolado estallido de la
burbuja inmobiliaria. España era un importante
emisor, no comprador de CDO subprime. Aquí se
llamaban titulizaciones hipotecarias en sus
diferentes acepciones (bonos, cédulas u
obligaciones). Tal era el volumen de negocio que
giraba en torno a estos activos que existían siete
(es importante insistir en el número) siete
sociedades gestoras de titulización. Así era como
en España se denominaban a los empaquetadores
de las CDO subprime patrias.

Contagio en Reino Unido y en Suiza

Volviendo a la crisis iniciada en Estados Unidos


en agosto de 2007, a mediados de septiembre el
contagio ya se empezaba a extender de forma
imparable a Europa. Primero fueron los cuatro
bancos alemanes antes mencionados (con la
quiebra del IKB como mascarón de proa) y las
pérdidas del francés BNP-Paribas. Enseguida le
tocó el turno al Reino Unido. Un banco con sede
en el nordeste de Inglaterra, en Newcastle, el
Northern Rock, se sumó enseguida a la crónica de
sucesos. Se trataba de una entidad fundada en
1965, después de fusionarse dos veteranos bancos
hipotecarios (building societies en su
denominación británica). A partir de esa fecha
había conocido un rápido crecimiento con la
adquisición de varios (hasta 53) competidores.
Northern Rock no era un banco con problemas de
resultados, de hecho daba beneficios. Tampoco
había adquirido en su cartera de inversiones CDO
subprime estadounidenses. Los préstamos para
compra de viviendas que había concedido a sus
clientes de activo eran de una calidad razonable.
La medición del riesgo de impago que realizaban
era adecuada. Su vulnerabilidad se basaba en un
desequilibrio estructural entre sus depósitos y sus
inversiones, que en circunstancias normales no
habría provocado grandes distorsiones.
Simplemente no estaba preparado para una
paralización del mercado interbancario. Esto era
así porque se financiaba a corto plazo (con
depósitos de sus clientes de pasivo y sobre todo
con préstamos de otras entidades) y prestaba a
largo plazo (hipotecas).
El 13 de septiembre Northern Rock, en medio
de fuertes rumores ya presentes en algunos medios
de comunicación, reconoció públicamente sus
problemas de liquidez. Sus competidores ya no le
prestaban fondos en el interbancario y después de
este anuncio entró en la categoría de los apestados
sin solución de continuidad. El Banco de Inglaterra
trató de parar el golpe y el 14 de septiembre le
facilitó un préstamo extraordinario. Pero el daño a
su reputación ya era letal. Ese día se vivieron
escenas de pánico no vistas desde las crisis
bancarias de la década de los años treinta del
siglo XX. Los clientes de pasivo de Northern Rock
se lanzaron a las sucursales para recuperar sus
depósitos. Las imágenes de las cadenas de
televisión y de las fotos de los periódicos no
dejaban lugar a dudas. Las colas de atemorizados
depositantes de este banco que buscaban recuperar
su dinero hicieron temblar los cimientos del
sistema financiero británico. Se temía un efecto de
contagio que situase en una posición límite a otras
entidades. Las autoridades económicas, con el
gobierno del premier Tony Blair a la cabeza,
intensificaron los llamamientos a la calma entre
los ciudadanos. Se trataba de transmitir que
Northern Rock era un caso aislado. Este mensaje
era muy importante. También lo era encontrar un
comprador inmediato para Northern Rock, ya que
sus gestores y accionistas se veían totalmente
superados por la situación.
A esa tarea se puso de inmediato el Banco de
Inglaterra. En un momento dado pareció hasta
posible que lo consiguiese en un tiempo récord.
Uno de los candidatos más firmes fue el ubicuo
magnate Richard Branson, propietario del grupo
Virgin. Sin embargo, este y otros inversores que
estudiaron el cuaderno de venta se retiraron de la
operación. Finalmente, el 16 de febrero de 2008,
el gobierno británico tomó la decisión de
nacionalizarlo, señalando que lo hacía con
vocación temporal. No consiguió venderlo hasta
noviembre de 2011, fecha en la que Virgin Money
lo adquirió desembolsando 747 millones de libras
esterlinas (866 millones de euros).
Con la crónica de la caída de Northern Rock
empezó octubre. El primer día del mes los
problemas se aceleraron. UBS, uno de los bancos
suizos de referencia, reconocía cuantiosas
pérdidas por sus fuertes compras de CDO
subprime. En un primer momento las cifró entre
375 y 500 millones de euros. Finalmente
ascendieron a la terrorífica cifra de 8.122
millones, a los que se sumaron 2.000 millones más
por otros valores del sector hipotecario
estadounidense no incluidos en la categoría
subprime. Su presidente tuvo que dimitir y 1.500
empleados, todo el grupo de banca de inversión,
fueron despedidos.
Se acelera el contagio

El mismo día que UBS hacía públicos sus


problemas el gigante Citigroup anunciaba una
caída de su beneficio del 80 por ciento por el
mismo motivo. Su presidente tuvo que dimitir
pocas semanas después. Las pérdidas por estas
operaciones ascendieron finalmente a una cifra
astronómica: 18.000 millones de dólares. Si el
gigante estadounidense, primer banco del mundo
por balance, se veía afectado, ¿qué no podría
pasar con sus competidores? Pues algo similar. De
entrada, Merryll Lynch, la histórica casa de
valores fundada en 1914 y una de las referencias
de Wall Street, anunció importantes pérdidas el 5
de octubre. En su caso fueron evaluadas en 8.000
millones de dólares. A principios de noviembre
fue Wachovia, el cuarto banco de Estados Unidos
por balance, quien se sumó a la lista de
perjudicados. Al cierre de 2007 esta entidad se
apuntó un resultado negativo de ¡23.889 millones
de dólares!, lo que finalmente le abocó a ser
absorbido (a través de una fusión) por Wells Fargo
en octubre de 2008. Pocos días después del
anuncio de Wachovia, el británico Barclays
realizaba una comunicación similar y por el mismo
motivo. En su caso las pérdidas se evaluaban en
1.818 millones de euros. Antes de acabar
noviembre el grupo de damnificados por las
subprime aumentaba con la incorporación de la
aseguradora helvética Swiss Re (733 millones de
dólares de fallido). En diciembre la lista se
amplió con otra corporación financiera
estadounidense, Morgan Stanley (9.000 millones
de dólares), y con otra británica, el Royal Bank of
Scotland (1.737 millones de euros en una
estimación inicial).
Al término de 2007 resultaba evidente e
innegable que la crisis de las hipotecas subprime
estaba provocando una convulsión histórica en el
sector financiero de Estados Unidos y de Europa.
Casi nadie estaba a salvo. Los gobiernos de los
países más industrializados redoblaban los
esfuerzos buscando estabilizar la situación,
conscientes de que la crisis no había tocado fondo.
Se desconocían las pérdidas reales y se estimaba
que aún debían aflorar más. La única certeza era el
peligro de que las principales economías entrasen
en una fase recesiva y que el mercado
interbancario de depósitos había dejado de existir
como tal. Solo las crecientes inyecciones
extraordinarias de liquidez de los bancos centrales
estaban evitando una situación sin retorno para
numerosas entidades financieras. La Reserva
Federal de Estados Unidos, el Banco Central
Europeo, el Banco de Japón, el Banco de Canadá y
el Banco Nacional Suizo se empleaban a fondo en
esta materia.
Las bolsas no cesaban de caer, en un proceso
que ya aparecía como imparable. La destrucción
general de riqueza se estaba generalizando en el
sector financiero y entre los inversores bursátiles.
Además existían signos de un inevitable efecto
pernicioso sobre el consumo y la denominada
economía real. Lo que empezó como un problema
localizado inicialmente en torno a las hipotecas de
baja calidad estadounidenses, ya contaminaba
innumerables balances bancarios y de compañías
aseguradoras. Se acuñaron nuevos conceptos,
siendo el de los denominados «activos tóxicos»
uno de los que más se extendieron. En esa tesitura
los gobiernos de los países integrados en el G7
intensificaron su coordinación. A su vez los
principales bancos centrales empezaban a
considerar la opción de relajar su política
monetaria, básicamente en lo referido a bajar sus
tipos de interés, ya que las inyecciones de liquidez
para evitar quiebras bancarias se estaban
realizando de forma masiva desde que en agosto
entró en crisis el mercado interbancario de
depósitos. La Reserva Federal inició la ronda de
bajadas de tipos. El primer paso lo acometió en
agosto al reducir medio punto (hasta el 5,75 por
ciento) su tipo de descuento. A finales de octubre
volvió a hacerlo, esta vez con un recorte de un
cuarto de punto. El Banco Central Europeo se
resistía a tomar la misma senda, ante el temor de
que las inyecciones de liquidez que realizaba
provocasen un rebrote de la inflación.

2008 peor que 2007. Bernanke baja los tipos

Acabado 2007, las perspectivas para 2008 estaban


cargadas de incertidumbre. El mundo
industrializado se enfrentaba a un escenario
desconocido, pavoroso en opinión de destacados
analistas. Una de las voces más claras en este
sentido era la del estadounidense de procedencia
judío-iraní Nouriel Roubini. Doctorado en
Economía por Harvard, había pasado de analista
conocido solo entre los especialistas a ser
considerado un auténtico gurú. Le apoyaba su
predicción anticipada (en 2006) de la crisis
subprime. Muchos de sus colegas consideraron
inicialmente que era demasiado pesimista, incluso
le ridiculizaron apodándole «Doctor Catástrofe»,
pero a medida que sus análisis se iban
confirmando con la dura realidad, todo el mundo
quiso escucharle.
Catastrófico desde luego estaba resultando el
final de 2007, pero 2008 iba a ser aún peor. Tanto
que el sistema financiero global estuvo al borde
del colapso en los momentos inmediatamente
posteriores a la quiebra desordenada de Lehman
Brothers. Este otrora poderoso banco de inversión
ya lanzó el primer aviso en enero al anunciar el
despido de mil trescientos empleados. En paralelo
las bolsas mostraban signos de nerviosismo
creciente. El 21 de enero fue una jornada
desastrosa. La reacción de los mercados de renta
variable al plan de estímulo anunciado por el
gobierno estadounidense no pudo ser peor. Las
principales plazas registraron sus mayores caídas
desde el atentado de Al-Qaeda contra las Torres
Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de
2001. Al día siguiente la Reserva Federal aplicó
una drástica reducción de sus tipos de referencia
(tres cuartos de punto) en lo que fue la mayor
bajada aplicada por este banco central en los
veinticinco últimos años. Pero no sirvió para
frenar las caídas de los índices bursátiles, y el 30
de enero se volvió a repetir el movimiento (esta
vez medio punto). El Banco Central Europeo no
quiso seguir en esta senda a su colega
estadounidense. En febrero fue el Banco de
Inglaterra quien dio un primer paso en este sentido
(un cuarto de punto de reducción). Lo volvió a
hacer por segunda vez, también en la misma
medida, el 10 de abril. Con estos dos movimientos
su tipo de intervención (base rate) se situó en el 5
por ciento.
Ben Bernanke, el presidente de la FED desde
febrero de 2006, lo tenía muy claro. Su antecesor
en el cargo, Alan Greenspan, había pasado en
pocos meses de ser un personaje admirado urbi et
orbe por su reacción al pinchazo de la burbuja
puntocom (término que se refiere a los valores
económicos de empresas vinculadas a Internet) a
ser unánimemente denostado. Del cielo al infierno
en un breve espacio de tiempo. Muchos le
consideraban ahora el responsable de la crisis
subprime. Se estimaba que no había aplicado la
política monetaria adecuada para prevenir la
contaminación de las hipotecas basura.
El discreto Bernanke, alejado de los juegos
verbales tan celebrados de Greenspan (acuñó la
muy conocida definición de «exuberancia
irracional»), tenía muy claro que debía forzar una
bajada drástica de los tipos de interés. Se le
considera un especialista en el estudio de la crisis
de 1929. No quería verse condicionado por las
limitaciones que atenazaron al por entonces líder
de la FED, el presidente del Banco de la Reserva
Federal de Nueva York, George Harrison (a quien
no hay que confundir con el integrante de The
Beatles), quien trató de reaccionar al Jueves
Negro (24 de octubre de 1929) con un primer
recorte de la tasa de descuento de medio punto
(desde el 6 al 5,5 por ciento) y con fuertes
inyecciones de liquidez. Le impidieron bajar los
tipos. Enfrente se encontró al secretario del Tesoro
de la época, el indolente y multimillonario
Andrew Mellon, más interesado en aumentar su
extraordinaria colección de pintura que en la
economía, quien no le apoyó. Tampoco lo hizo el
adusto Herbert Hoover (presidente de Estados
Unidos entre marzo de 1929 y marzo de 1933),
quien miraba siempre con recelo de cuáquero los
excesos de la bolsa de Nueva York y en principio
no disimulaba su satisfacción por el castigo del
Jueves Negro. El resultado de todo ello fue que el
clarividente Harrison se encontró con las manos
atadas y solo pudo evitar in extremis el colapso
del sistema bancario con fuertes inyecciones de
liquidez.
La situación de Bernanke en 2007 era
distinta. Tenía por ley mucha más libertad de
movimiento que Harrison en 1929 y no dudó en
hacer uso de ella. Es por ello que el 18 de marzo
de 2008 la FED volvió a bajar sus tipos, esta vez
tres cuartos de punto, hasta situar la tasa de
descuento en el 2,25 por ciento. Entre esta
reducción de tipos y las dos de enero, la
institución renovó sus esfuerzos para incrementar
los fondos que prestaba a las entidades
financieras. Su fórmula no dejaba lugar a dudas:
inyecciones extraordinarias de liquidez crecientes
compras de bonos del Tesoro y fuertes reducciones
del precio del dinero.

Los percances se intensifican

Pero todas estas medidas adoptadas desde la FED


no resultaban suficientes para frenar el deterioro
de la situación. Los balances del sector financiero
y asegurador escondían pérdidas espantosas que
aún no habían aflorado con toda su intensidad.
Lehman Brothers ya anunció en enero un
importante recorte de plantilla, mientras que el
gigante asegurador American Internacional Group
(AIG) empezaba a enseñar su verdadera faz. En
febrero de 2008 negaba la mayor y explicaba que
empezaba a recuperar las pérdidas ocasionadas
por las CDO de las hipotecas subprime. La bolsa
no acababa de creérselo y la cotización de sus
acciones seguía bajando. Existían antecedentes
para desconfiar de la, por entonces, primera
corporación mundial del negocio del seguro. En
2004 había tenido que hacer frente a una multa de
1.600 millones de dólares al descubrirse que había
inflado su contabilidad. Era el precio del pacto
que alcanzó con la Fiscalía General del estado de
Nueva York después de reconocer los
procedimientos contables engañosos. El problema
se solucionó de esta forma y con la destitución de
su presidente.
Fuera de Estados Unidos el contagio seguía
su ritmo. El 5 de marzo el líder galo en banca de
particulares, Crédit Agricole, hacía público un
fuerte recorte de su beneficio de 2007. El «banco
verde», así se le conoce en Francia por sus
orígenes rurales y su color corporativo, reconocía
un coste de 3.300 millones de euros por sus
inversiones en activos hipotecarios subprime.
Estas habían sido llevadas a cabo por su filial en
la banca de negocios, Calyon. Las pérdidas, aun
siendo muy cuantiosas, no ponían en peligro la
estabilidad de este potente grupo bancario que
cerró el ejercicio de 2007 con un beneficio neto de
4.044 millones de euros (con una caída del 16,8
por ciento frente a 2006).
Cinco días después el supervisor alemán de
valores (BaFin) ordenaba el cese de actividad del
Weserbank, una pequeña cooperativa fundada en
1912 centrada en los préstamos a carniceros y
ganaderos. Con unos activos de 120,4 millones de
euros, una menudencia en el contexto de las
grandes pérdidas de las CDO subprime, el
problema de esta entidad no se centraba en las
hipotecas de alto riesgo estadounidenses. Pero
indirectamente se vio afectada por esta crisis ante
las pérdidas ocasionadas por sus inversiones en
deuda pública y obligaciones a tipo variable
(floating rate notes en su denominación inglesa).
Aunque se garantizaba el dinero de los
depositantes, el Weserbank no contaría con ayudas
públicas para seguir operando dado que su quiebra
no comportaba lo que se denomina «riesgo
sistémico». Una situación bien distinta a la que se
dio en julio de 2007 con el IKB (el banco
industrial con sede en Düsseldorf) o con los tres
landesbank de Baviera (Bayern LB), Renania del
Norte-Westfalia (West LB) y Sajonia (Sachsen
LB).
En Estados Unidos los resultados bancarios
del primer trimestre de 2008 no dejaban lugar a la
persistencia de los problemas. JP Morgan hacía
público un recorte de sus beneficios del 50 por
ciento frente al mismo periodo del año anterior, y
Bank of America del 77 por ciento. Peor era la
fotografía de los tres primeros meses del año que
presentaban Citigroup y Merrill Lynch. El primero
perdió 3.230 millones de dólares y el segundo
9.000 millones.
Antes de terminar abril el Royal Bank of
Scotland (RBS) anunciaba una ampliación de
capital de 15.000 millones de euros, la más
voluminosa anunciada hasta la fecha en Europa.
Este aumento de capital se presentaba como una
operación de éxito, resultado de su participación
(junto con el Santander y Fortis) en el despiece del
holandés ABN Amro. La orgullosa entidad con
sede en Edimburgo no reconocía ningún error en
su política de inversiones. Las bolsas no se fiaban
demasiado. Prueba de ello es que había perdido
casi una tercera parte de su capitalización bursátil
desde agosto de 2007. En muy pocos años RBS
había mutado su condición de banco tradicional
centrado en el negocio doméstico al por menor, y
por aquellas fechas era uno de los más agresivos
participantes del mercado mayorista de capitales
europeos. En todo caso reconocía que la
ampliación de capital le serviría para cubrir una
depreciación de sus activos de 7.300 millones de
euros, que circunscribía a la operación de ABN
Amro. Sin embargo, al final las cifras no engañan.
En octubre de 2008, en medio de un fuerte
escándalo, RBS tuvo que ser rescatado por el
Fondo de Recapitalización Bancaria del Reino
Unido. El coste de esta operación para el erario
público británico (la más cara de todas las que
tuvo que acometer en el sector) ascendió a 25.205
millones de euros.
Los siguientes meses hasta el colapso de
septiembre de ese año no auguraban nada bueno.
En mayo el suizo UBS reconocía que podría
afrontar pérdidas por sus inversiones superiores a
las inicialmente previstas. En junio Lehman
Brothers comunicaba pérdidas en el segundo
trimestre por valor de 2.800 millones de dólares.
Ese mismo mes Barclays se veía forzado a realizar
una ampliación de capital por 5.700 millones de
euros. En julio los dos gigantes del mercado
hipotecario estadounidense, Fannie Mae y Freddie
Mac, empezaban a asustar. El gobierno de George
W. Bush (ya en el tramo final de su segundo
mandato presidencial) decidió aumentar la
protección sobre ambas con una batería de
medidas legislativas. Pero ¿qué eran estas dos
sociedades con unos nombres tan sonoros? Se
trataba de dos empresas privadas (cotizadas en
bolsa) con un estatuto jurídico especial. Al tener la
condición de entidades respaldadas por el
gobierno federal (Government Sponsored
Entities), no podían quebrar. Fueron creadas en
1938 en el contexto de las políticas destinadas a
salir de la Gran Depresión, dentro de la política
del New Deal impulsada por el presidente
Franklin D. Roosevelt. En 1968 se privatizaron,
pero manteniendo la tutela y supervisión
gubernamental. En julio de 2008 concentraban casi
la mitad de las hipotecas de vivienda vivas en
Estados Unidos y, por si esto no fuera suficiente,
garantizaban bonos hipotecarios. Entre ambas
concentraban una cartera de inversiones o una
deuda de 1,6 billones de dólares (736.900
millones Fannie Mae y 770.400 millones Freddie
Mac). Si entraban en insolvencia la situación se
volvería insostenible para el conjunto del mercado
inmobiliario estadounidense, con las
consecuencias de contagio global que de ello se
derivarían. Es por ello que en noviembre fueron
finalmente intervenidas por la Agencia Federal de
Financiación de la Vivienda (Federal Housing
Finance Agency).
¿Qué hacían los grandes bancos centrales en
los meses previos al estallido de septiembre? La
Reserva Federal seguía adelante con su política de
fuertes inyecciones de liquidez, intensificando sus
actuaciones e instando al resto de sus pares a
seguir su ejemplo. El Banco de Inglaterra se
atrevió en mayo a decir que lo peor de la crisis ya
estaba superado. Los cerebros de la Old Lady
fueron algo más lejos. En su intención de lanzar
mensajes de confianza insistieron en la idea de que
los efectos del derrumbamiento de las subprime se
estaban sobrevalorando. Ben Bernanke era de otra
opinión. Veía indicios de crisis económica global.
Por su parte, el Banco Central Europeo insistía en
sus temores de un rebrote de la inflación. Es por
ello que el 4 de julio aumentó su tipo de
intervención un cuarto de punto, hasta el 4,25 por
ciento. Su presidente (el francés Jean-Claude
Trichet) y su directorio mantenían su prevención
sobre un estallido de los precios de la economía,
aunque intensificaban su política de concesión de
liquidez al sistema bancario.
Con estos mimbres se superó el verano y
llegó el terrible mes de septiembre. El primer
movimiento alarmante fue el incremento de la
tutela gubernamental de Freddie Mac y Fannie
Mae. Pero cuando realmente empezaron a saltar
todas las alarmas fue el día 10 de ese mes. Lehman
Brothers declaraba unas pérdidas de 3.900
millones de dólares en el tercer trimestre del año.
Se trataba de una de las grandes casas de Wall
Street, de lo más selecto de la plaza. Junto con
Goldman Sachs, Morgan Stanley y JP Morgan
Chase integraba el grupo de los cuatro primeros
bancos de inversión. La rivalidad entre ellos era
feroz, especialmente entre Goldman y Lehman. En
los últimos años habían competido a muerte por
los mismos negocios.

Quiebra de Lehman Brothers

Ahora la situación de este banco de inversión


creado en 1850 por los hermanos Henry, Meyer y
Emanuel Lehman era crítica. Solo podía salvarse
con la entrada de un accionista que lo
recapitalizase, algo muy difícil si no contaba con
el apoyo explícito del Tesoro estadounidense,
dada la magnitud de su desfase contable. Warren
Buffet (el Oráculo de Omaha) y también el Korean
Development Bank estudiaron esta posibilidad,
pero ambos la descartaron ante el silencio de las
autoridades. La otra opción era que apareciese un
comprador. Bank of America y Barclays se
mostraron muy interesados hasta el último
momento. Se trataba de aplicar el mismo esquema
a través del cual JP Morgan Chase había adquirido
Bear Stearns el 16 de marzo. Para hacer posible
esta operación la FED prestó al adquirente 30.000
millones de dólares. Pero este era un caso distinto.
El gobierno, a través del Departamento del Tesoro,
se negó en redondo a autorizar una asistencia
financiera. El 15 de septiembre Lehman Brothers
se declaró en quiebra. Al calor de esta noticia la
bolsa de Nueva York registró su mayor pérdida
desde los atentados terroristas del 11 de
septiembre de 2001 y arrastró en su caída al resto
de los grandes índices bursátiles del mundo.
¿Cómo se pudo llegar a esta situación? Para
contestar a esta pregunta es necesario hablar de
dos personas claves en el proceso y
profundamente enemistadas entre sí: el primer
ejecutivo de Lehman y el secretario del Tesoro,
expresidente de Goldman Sachs hasta su entrada
en la administración en 2006. El primero era
Richard «Dick» Fuld. Le llamaban «el Gorila»,
apelativo que respondía a sus maneras, no a su
aspecto físico. Persona de pocas palabras, se le
consideraba un hombre implacable, siempre
dispuesto a enfrentarse hasta el límite a cualquiera
que se opusiese a sus fines. Ejercía el mando con
mano firme, sin temblarle el pulso. Se decía que
estaba siempre dispuesto a la gresca. Un perfecto
ejemplo de macho alfa de los mercados
financieros. Entró a formar parte de Lehman en
1969, después de una breve carrera como piloto
de las fuerzas aéreas. Desde la base escaló hasta
la cúpula de su compañía. Fue encumbrado como
primer ejecutivo en 1994. Hizo más grande a su
banco. Durante muchos años se le consideró uno
de los mejores ejecutivos financieros. Pero ahora
las tornas habían cambiado.
El segundo en este particular duelo de egos
era Henry «Hank» Paulson. Entró a formar parte
de Goldman Sachs en 1974. Desde 1999 hasta
2006 fue el primer ejecutivo de la entidad
financiera, pero abandonó este puesto para ser
secretario del Tesoro. Al entrar en la
administración liquidó sus acciones para cumplir
la ley de conflictos de interés y obtuvo 600
millones de dólares por ello. Antes designó a
Lloyd Blankfein, que se mantiene en esta
responsabilidad, como primer ejecutivo del banco.
Al frente del Tesoro mantuvo una relación muy
fluida con su sucesor en Goldman y con otros
antiguos colegas. Tanto que se le considera un
perfecto representante de eso que se conoce
peyorativamente como «crony capitalism»
(capitalismo de amiguetes). Esta acusación a su
honorabilidad viene dada por las indiscreciones
que cometió durante su ejercicio como
responsable del Tesoro. También por las
facilidades que siempre dio para evitar que
Goldman Sachs y JP Morgan Chase entrasen en
situación crítica. En julio de 2008 filtró
información privilegiada sobre Freddie Mac y
Fannie Mae a un grupo de banqueros de inversión
con los que se había reunido. Les adelantó que el
gobierno preveía estatizarlas, cuando en público
defendía que permanecerían en el sector privado.
Antes, en marzo de 2008, estudió con Lloyd
Blankfein las opciones de rescate de Bear Stearns,
que finalmente acabó en manos de JP Morgan
Chase. Practicó este mismo esquema de
intercambio de confidencias sensibles con su
sucesor en Goldman durante los días decisivos
previos a la quiebra de Lehman. Hank Paulson era
un digno representante (en esos momentos críticos
el más importante) de eso que el periodista francés
Marc Roche calificó de forma muy acertada como
«la hermandad Goldman», una tupida y eficaz red
de antiguos trabajadores de la entidad que ocupan
puestos clave en los más diversos ámbitos.
Con estos antecedentes, resulta evidente que
Dick Fuld, cuya empatía personal era limitada,
subestimó el potencial destructivo de Hank
Paulson. Los años previos de competencia sin
cuartel entre ambos pesaban, y mucho. La inacción
del responsable del Tesoro estadounidense
condenó a muerte a Lehman Brothers. El «duro»
Fuld no se dio cuenta hasta el último momento de
que este iba a dejar caer a su banco. No le creyó
capaz de hacer tal cosa y forzó su posición hasta el
último momento. Esta característica de llevar las
situaciones al límite formaba parte de su carácter,
de su escuela como duro e implacable negociador.
Siempre pensó que Lehman era demasiado grande
para caer (to big to fail). En esta última
apreciación no se equivocaba, pero sí en la
determinación de Paulson por cavar su tumba. El
resultado de este juego fue dramático. Nunca antes
el sistema financiero mundial había estado tan al
borde del colapso como los días posteriores a la
quiebra de este otrora poderoso banco de
inversión.
AIG y otros se suman al cataclismo

Hank Paulson aprendió la lección de Lehman y no


la volvió a repetir con el gigante asegurador AIG,
el siguiente en la lista de posibles quiebras. Pero
la desaparición de su antiguo competidor en la
banca de inversión labró su imagen como uno de
los peores secretarios del Tesoro de la historia de
los Estados Unidos. Incluso es posible que
superase al indolente Andrew Mellon, que a
finales de 1930 hacía esperar a sus colaboradores
en la antesala de su despacho sin recibirles, con lo
que retrasaba la adopción de medidas económicas
urgentes. Su prioridad se centraba en negociar con
los emisarios de Stalin, el sanguinario dictador
soviético, la compra para su colección particular
de varias joyas del museo del Hermitage, entre
otras la Madonna Alba pintada en 1515 por
Rafael. Esta operación en concreto se cerró a
principios de 1931 por el entonces precio récord
de 1,31 millones de dólares. Hoy en día se puede
disfrutar de este cuadro extraordinario en la
National Gallery de Washington.
Volviendo a la crisis financiera de septiembre
de 2008, la irrupción en escena de la posible
quiebra del mayor asegurador mundial fue atajada
de inmediato. El 16 de septiembre, un día después
de la caída de Lehman, el Tesoro nacionalizó la
entidad. Lo hizo a través de la Reserva Federal,
que inyectó 85.000 millones de dólares. A cambio
el gobierno estadounidense se hizo con el 79,9 por
ciento de su capital. El 8 de octubre completó el
proceso al habilitarle un préstamo complementario
de 37.800 millones de dólares. AIG era un
ejemplo de despropósitos y de soberbia. José
Manuel Martínez, expresidente de la aseguradora
española Mapfre y artífice de la modélica
internacionalización de esta compañía española, lo
describió una vez en muy pocas palabras: «Lo que
no se puede hacer en este negocio es asegurar el
riesgo financiero, y al hacerlo, AIG cavó su
tumba».
Las bolsas siguieron cayendo en los días
posteriores a la quiebra de Lehman y la
intervención de AIG. El pánico se había extendido,
superando de largo las previsiones de los agoreros
más catastrofistas. Los grandes bancos centrales
realizaron nuevas inyecciones extraordinarias para
paliar la paralización del mercado interbancario.
El Banco de Inglaterra, el de Canadá, el de Suiza,
el BCE y la Reserva Federal acometieron el 18 de
septiembre una intervención conjunta en la que
facilitaron 180.000 millones de dólares. El 20 de
septiembre el gobierno estadounidense constituyó
un fondo especial dotado con 700.000 millones de
dólares para limpiar los balances bancarios. Tres
días después el Banco Central Europeo se vio
obligado a realizar una nueva inyección
extraordinaria de liquidez a los bancos con
problemas de acceso al mercado interbancario.
Antes de acabar el terrible mes de septiembre
quebró otra entidad estadounidense. Esta vez fue el
Washington Mutual, pero el gobierno actuó en el
mismo día de su caída y después de intervenirlo lo
vendió a JP Morgan Chase por 1.900 millones de
dólares.
Al mismo tiempo en Europa se registraron
cuatro nuevos percances en los últimos días del
mes. El grupo bancario y asegurador Fortis tuvo
que ser rescatado en una intervención conjunta de
los gobiernos de Bélgica, Países Bajos y
Luxemburgo. También en Alemania el Hypo Real
State recibió un plan de ayuda estatal de 35.000
millones de euros. Asimismo Dexia tuvo que ser
nacionalizado en una intervención conjunta de
Francia y, sobre todo, de Bélgica. En el Reino
Unido Bradford & Bingley estaba al borde de la
quiebra. El Banco Santander adquiría una parte del
negocio y el resto fue nacionalizado por el
gobierno británico.
En esto concluyó septiembre y empezó
octubre. Los ciudadanos de los países
continentales europeos sintieron el temor de que
sus depósitos bancarios no estuviesen
garantizados. Era una terrible posibilidad que
nadie había considerado desde la recuperación de
las economías posterior a la II Guerra Mundial. El
4 de octubre, bajo los auspicios de Nicolas
Sarkozy, entonces líder semestral de la Unión
Europea, se celebró una reunión de urgencia a la
que asistieron Angela Merkel, Gordon Brown y
Silvio Berlusconi. Los cuatro acordaron que no se
dejaría caer ninguna entidad financiera europea.
Una vez más, como ahora en 2013, quedó claro el
papel secundario de España en el concierto de las
grandes potencias europeas. Internamente lo que se
vendió desde el gobierno presidido por José Luis
Rodríguez Zapatero era la falsa idea de que el
sistema financiero español era uno de los más
estables y mejor supervisados del mundo. Faltaban
unos años para que se asistiese al
desmantelamiento de las cajas de ahorros.
Las bolsas seguían cayendo. El 15 de octubre
la de Nueva York experimentó su mayor caída
desde 1987. La crisis bancaria islandesa había
entrado ya en escena. El 24 este pequeño país
solicitó una asistencia urgente del Fondo
Monetario Internacional para evitar la quiebra. En
este contexto de crisis desbocada los grandes
bancos centrales mantuvieron sus inyecciones
extraordinarias de liquidez y fueron bajando sus
tipos. El BCE ya se había olvidado de centrar su
prioridad sobre el control de la inflación. Aplicó
varios recortes hasta situar en diciembre su tipo de
referencia en el 2,50 por ciento (frente al 4,25 por
ciento de julio). Las convulsiones fueron
determinantes en la derrota de los republicanos en
las elecciones presidenciales estadounidenses. El
demócrata Barak Obama ganó los comicios del 4
de noviembre y de inmediato empezó a
coordinarse con el presidente saliente. Los dos
ejercieron de anfitriones en la Casa Blanca de los
líderes mundiales en la reunión extraordinaria que
el G20 celebró el 15 de noviembre en Washington.
La coordinación internacional empezaba a ser
operativa. Ya nadie ponía en duda que el mundo
industrializado estaba inmerso en una crisis
económica cuyo detonante fue el inicio de la crisis
de las hipotecas subprime en agosto de 2007.
Capítulo XI

JOHN PAULSON Y OTROS


GANADORES
DE LA CRISIS SUBPRIME

crisis de las hipotecas basura o subprime


L ainiciada en julio-agosto de 2007 constituye el
inicio de un periodo oscuro para las economías de
buena parte de los países más industrializados. Las
bolsas internacionales entraron en caída libre, un
proceso del que en los primeros meses de 2013
aún no han conseguido recuperarse.
Varios de los grandes bancos, muchos de
ellos con una larga tradición y trayectoria de éxito
innegable hasta la fatídica fecha, cayeron por el
camino y desaparecieron. Lehman Brothers, uno de
los referentes clásicos de Wall Street hasta
septiembre de 2008, es el ejemplo más destacable
pero no el único. Otros fueron absorbidos por
competidores más fuertes. Unos tuvieron que ser
nacionalizados, traspasando sus pérdidas a las
haciendas públicas de diferentes estados. Entre los
supervivientes, son muy escasos los que no
tuvieron que destinar cuantiosos fondos para hacer
frente a inversiones fallidas o apelar al mercado a
través de ampliaciones para recapitalizarse. En
resumen, el sector financiero sufrió una convulsión
histórica a partir del inicio de esta crisis.
Pero no solo ellos. Numerosos países se
vieron obligados a tapar los agujeros utilizando
ingentes recursos públicos. Bien sea a través de la
intervención directa en entidades financieras
abocadas al cierre o por medio de medidas
excepcionales para garantizar los depósitos de los
ciudadanos en los bancos y la estabilidad del
sistema de pagos. A ello se suma el aumento del
coste de la emisión de deuda pública. Los
intereses aparejados a las ventas de bonos
estatales no han cesado de subir para muchos
estados, España es un ejemplo claro al respecto.
Todo ello en un momento de aumento de las
necesidades de financiación de muchos de estos y
de incremento del déficit público. Enfrente se
encuentran a unos inversores que, conscientes de
estas dificultades, exigen tipos superiores para
invertir en las distintas deudas públicas de países
con problemas. Pocos son los casos, como podría
ser Alemania, en los que los costes de emisión de
sus bonos no han cesado de bajar hasta llegar a ser
negativos.
Esta situación ha tenido consecuencias
dramáticas en la calidad de vida de los ciudadanos
de muchos países. La pérdida de los ahorros, el
aumento exponencial del desempleo y la reducción
de la protección social son parte de las
consecuencias de este proceso imparable y
generalizado de destrucción de riqueza.
Escenarios no vistos desde la denominada Gran
Depresión de la década de los años treinta del
siglo pasado se repiten ahora de forma dramática.
Basta con ver lo que está pasando en Grecia,
Irlanda o Portugal y, por qué no decirlo, también
en España.
Pero hay excepciones. Siempre ocurre. La
desgracia de muchos puede reportar grandes
beneficios a unos pocos. Un ejemplo claro de esta
afirmación se encuentra en la industria de los
gestores de los grandes fondos de cobertura, los
reyes de los hedge funds. Son los que se han
beneficiado de este escenario ininterrumpido de
ruptura de los mercados financieros iniciado en el
verano de 2007. En este caso concreto el
hundimiento del mercado inmobiliario de Estados
Unidos los convirtió en personas aún más ricas, en
multimillonarios que poseen fortunas que superan
el valor de las economías, incluso el PIB de
algunos estados. Son un ejemplo claro de
acumulación de riqueza sin límite. Cierto es que
todos ellos blanquean luego su actividad
depredadora con acciones caritativas. Son los
grandes filántropos de este siglo.
En el caso concreto de la crisis de las
hipotecas subprime, tres de ellos destacaron al
cierre de 2007 por encima de sus competidores.
No les cogió por sorpresa este súbito e intenso
deterioro de los mercados de valores. Esos tres
que obtuvieron ingentes beneficios fueron, por este
orden: John Paulson, George Soros (cómo no) y
James Simons. El primero era un desconocido
para muchos y pasó de la noche a la mañana a ser
un modelo de éxito para muchos. Los otros dos ya
eran veteranos en estas lides, gestores con una
dilatada trayectoria en la cima de esta actividad de
elevado riesgo.
Paulson ganó personalmente la astronómica
cifra de 3.700 millones de dólares (en torno a
2.138 millones de euros aplicando el cambio del
año 2008). Estos ingresos corresponden a las
comisiones por los resultados obtenidos por su
gestión o, lo que es lo mismo, el 20 por ciento de
los beneficios de los fondos que administró. Una
publicación especializada, Institutional Investors
Alpha Magazine, calificó esta retribución como
«la mayor demostración individual de creación de
riqueza en un solo año a lo largo de toda la
historia financiera moderna». Pero se quedaron
cortos, ya que el récord, hasta esas fechas, de este
exitoso gestor de fondos de cobertura lo superó
dos años después uno de sus colegas de esta
industria: David Tepper, el responsable del hedge
fund llamado Appaloosa Management. En 2009
ingresó en concepto de comisiones por los
resultados obtenidos la abrumadora cifra de 4.000
millones de dólares, 300 millones más que los que
consiguió Paulson dos años antes. Pero este volvió
por sus fueros en 2010 y ganó 5.000 millones de
dólares.
En 2007, al calor del derrumbamiento de los
mercados financieros, el incansable (voraz,
ubicuo, genial, depredador o como se le quiera
calificar) Georges Soros consiguió unos ingresos
personales de 2.900 millones de dólares (1.676
millones de euros aplicando el cambio de ese
año). El financiero de origen húngaro fue el
segundo en el ranking de resultados de ese año. El
tercero de la lista de éxito fue otro «viejo lobo»
del sector: el relevante matemático James Simons,
recientemente jubilado. En su caso su comisión
por resultados fue ligeramente inferior, pero solo
ligeramente. La cifra fue también desorbitante y
ascendió a 2.800 millones de dólares (unos 1.618
millones de euros de 2008). ¿Quién es Paulson?

John Paulson

A partir de 2008 este neoyorquino nacido en el


condado de Queens en 1955 es una de las estrellas
del firmamento de los fondos de cobertura. Su
irrupción en lo más alto de la industria fue
repentina y además en un año en el que muchos de
los más bregados en esta actividad cosecharon
pérdidas muy importantes. Le apodaron el «Sultán
de las Subprime». No era nuevo en estas lides.
Creó la compañía desde la que opera, Paulson &
Co., en 1994. Lo hizo constituyendo un fondo de 2
millones de dólares con las aportaciones de
amigos y familiares y con una estructura muy
modesta, ya que contaba con un único empleado.
Ahora es el número 25 de la lista Forbes de
Estados Unidos, el ranking de millonarios. Esta
condición le permite participar en actividades
filantrópicas, labor que desarrolla desde la
Paulson Family Foundation. Es de suponer que en
los próximos años incrementará su participación
en este campo, dado que su fundación tiene aún
una vida muy corta. Sus actuaciones se han
dirigido preferentemente hacia la sanidad y la
educación, aunque en 2012 donó 100 millones de
dólares para la conservación de Central Park. Al
hacerlo consideró que este espacio verde de 314
hectáreas situado en el corazón de Manhattan es
«la institución de Nueva York más merecedora de
esta donación». Antes, en 2009, había dado 20
millones de dólares a la Universidad de Nueva
York, donde se formó académicamente antes de
completar sus estudios en Harvard. También donó
5 millones de dólares para el hospital de
Southampton, el pueblo del condado neoyorquino
de Suffolk donde tiene su residencia de fines de
semana. Fuera del Estado de Nueva York destacan
los 15 millones de dólares que aportó para la
construcción de un hospital en Guayaquil. Se trata
de una maternidad que atenderá a las parturientas
más necesitadas y que llevará el nombre de su
padre, Alfredo Paulson, que nació en la capital de
Ecuador. Su vinculación con este país va más allá.
En su juventud, después de atravesar por una crisis
personal que le llevó a abandonar sus estudios
universitarios recién iniciados, viajó a Guayaquil,
donde estuvo una temporada viviendo con uno de
sus tíos paternos.
John Paulson cumple el estereotipo del self-
made man (hombre hecho a sí mismo), tan
apreciado en la cultura de su país. Su padre
emigró a Nueva York con dieciséis años y cambió
su apellido original, Paulsen, de raíces noruegas,
por Paulson. Obtuvo la nacionalidad
estadounidense y se casó con otra emigrante de
segunda generación, de religión judía y de origen
europeo (lituano y rumano). El futuro gestor de
fondos de cobertura destacó de inmediato por sus
capacidades intelectuales. De hecho, se le
considera un superdotado y como tal se integró en
un programa especial para estudiantes de estas
características cuando cursaba estudios primarios.
En 1976, después de abandonar temporalmente su
formación universitaria, volvió a las aulas. Si en
una primera etapa se había centrado en materias
etéreas relacionadas con la filosofía o la
producción cinematográfica, a partir de ese
momento concentró sus esfuerzos en el campo de
la economía. Tres años después se licenció con
brillantez en Finanzas por la Universidad de
Nueva York. Después consiguió ser admitido en la
Escuela de Negocios de Harvard, una de las más
prestigiosas del país, donde obtuvo con elevadas
calificaciones una maestría (MBA). Financió sus
estudios en esa etapa con una beca que solo se
concede a estudiantes muy cualificados, la Sidney
J. Weinberg/Scholarship Goldman Sachs.
Finalizada su formación académica,
consiguió trabajo en una empresa de consultoría.
Después entró en relación con la actividad
financiera, en concreto en la industria de los
fondos de cobertura, con uno de los mejores de la
industria de la época, llamado Leon Levy. No
consta que el joven Paulson tuviese una relación
intensa con él, pero a buen seguro que tomó buena
nota de esa experiencia. Poco después entró a
trabajar en Bear Stearns, curiosamente uno de los
bancos de inversión víctima de la crisis de las
hipotecas subprime. Allí formó parte del
Departamento de Fusiones y Adquisiciones. Al
poco tiempo se integró en calidad de socio en una
firma de arbitraje, que abandonó con treinta y
nueve años para fundar su gestora de hedge funds.

El éxito de Paulson & Co.

A partir de ese momento inició una trayectoria que


le conduciría al éxito en el mundo financiero. Lo
consiguió a partir de 2007, después de mantener
desde los dos años anteriores que el fuerte
crecimiento de la economía estadounidense de esa
época no era sólido porque se basaba en una
burbuja (así se denominan en economía los
procesos especulativos que inflan
desmesuradamente los precios de los valores o de
los activos) centrada en el mercado inmobiliario.
En concreto detectó los desequilibrios generados
en torno a las hipotecas de baja calidad, las
famosas subprime, y construyó posiciones
operativas basándose en este supuesto. Intensificó
estas en los meses previos al estallido de las
mismas y acertó plenamente en el diagnóstico y en
el tiempo. Al término de 2007, un año desastroso
para la mayor parte del sector financiero, los
fondos administrados por su compañía obtuvieron
una revalorización superior a los 15.000 millones
de dólares. Pero este éxito no se le atribuyó solo a
él en exclusiva. Es más: diversos medios atribuyen
gran parte del mérito en esta estrategia a su
segundo de a bordo, entonces en Paulson & Co.,
Paulo Pellegrini. Se señala que fue él la persona
clave en el diseño de la estrategia para
beneficiarse del derrumbamiento del mercado de
las hipotecas subprime.
El éxito de los resultados de 2007 se repitió,
aunque no con la misma intensidad, en los años
siguientes. En 2008 se situó en la segunda plaza de
los gestores de fondos por beneficios y obtuvo
unos ingresos personales de 2.000 millones de
dólares. Sus apuestas operativas adelantando los
problemas de varios bancos británicos, como
Barclays, Royal Bank of Scotland y Lloyds TSB,
estuvieron en el origen de buena parte de estos
extraordinarios rendimientos. En 2009 se tuvo que
«conformar» con la cuarta posición en el ranking
de ganancias, lo que le reportó a su patrimonio
2.300 millones más. No le fue nada mal tampoco
en el siguiente ejercicio. Saldó el cierre de 2010
con un primer puesto del ranking de beneficios y
se embolsó 5.000 millones de dólares en su cuenta
personal, batiendo de nuevo el récord histórico de
ganancias en el sector. Ese año se benefició de las
compras de acciones llevadas a cabo en 2008 al
calor de la recapitalización del primer banco
estadounidense (la llamada «apuesta Citigroup»).
También le reportó cuantiosas ganancias la toma
de posiciones en la primavera de 2009 sobre Bank
of America y Goldman Sachs. Paulson & Co.
acabó 2010 con un patrimonio bajo gestión de
32.000 millones dólares repartidos en cinco
fondos distintos. Era una de las mayores gestoras
de fondos de cobertura del mundo, ya que los
éxitos de años anteriores atrajeron a muchos
nuevos clientes.
Pérdidas del 50 por ciento en 2011

Sin embargo, no siempre se puede ganar en los


mercados, aunque veteranos gestores como George
Soros o James Simons se hayan empeñado con
persistente contumacia en demostrar lo contrario.
Esta regla de años buenos y otros no tan buenos o
incluso muy malos la cumplió Paulson en 2011. En
ese ejercicio perdió su aureola de beneficios
constantes. Los fondos que administraba se
dejaron por el camino el 50 por ciento de su valor.
Un año catastrófico para él, tal y como lo
calificaron las publicaciones especializadas.
Tanto, que remitió una carta a sus clientes
disculpándose por los errores cometidos y
pidiéndoles que mantuviesen la confianza en su
compañía. Al término de ese ejercicio el capital
gestionado por Paulson & Co. retrocedió en
14.000 millones de dólares, hasta situarse en
21.000 millones. Por su parte, su patrimonio
personal registró una erosión de 4.000 millones.
Estos resultados se derivaron de varias
apuestas estratégicas que demostraron ser
erróneas. Una de ellas se centró en el mercado de
deudas públicas europeas. Pensó que Alemania
acudiría al rescate de las economías más débiles
de la eurozona y adelantó que el gobierno de
Angela Merkel aceptaría la propuesta de crear
eurobonos solicitada por varios países, España
entre ellos. Bajo esta premisa apostó por un
aumento de los tipos del «bund» alemán. Pero no
fue así y el coste de emisión de deuda para la
primera potencia europea bajó hasta alcanzar
mínimos históricos. Otra apuesta desastrosa fue la
compra de acciones de una empresa que
protagonizó uno de los escándalos bursátiles de
2011 y en la que perdió 500 millones de dólares.
Se llamaba Sino-Forest, con sede en Hong-Kong, y
cotizada en la bolsa de Toronto. Esta empresa era
la primera propietaria de terrenos forestales en
China. Pero una investigación de la Policía
Montada de Canadá reveló que sus propiedades
reales eran muy inferiores a las que había
comunicado a los inversores. Como resultado del
proceso judicial abierto con la investigación,
Sino-Forest quebró de forma estrepitosa.
La tercera gran apuesta fallida de ese año
maldito para el ego y el patrimonio administrado
por Paulson estuvo en el mercado del oro. Realizó
compras masivas previendo una importante
revalorización del metal, del que llegó a acumular
hasta 66 toneladas, una cantidad que superaba
ampliamente las reservas de muchos países.
Estimó que las políticas monetarias expansivas
llevadas a cabo por la Reserva Federal o el Banco
de Japón provocarían un aumento sustancial de la
inflación en Estados Unidos y en el área del dólar.
De ser así el oro se convertiría para muchos
inversores en una moneda alternativa a las
tradicionales, con el consiguiente aumento de su
valor. No le salió bien. Tampoco su renovada
apuesta sobre el Bank of America (llegó a tener el
1,22 por ciento de su capital), en la que perdió el
56 por ciento de lo invertido. Malos resultados le
reportaron también sus posiciones sobre dos de las
divisas emergentes de referencia, el real brasileño
y la rupia india.

Puntos oscuros

Una de las consecuencias de todo ello fue el final


de la relación profesional entre John Paulson y
Paolo Pellegrini. Este último entró a trabajar en la
gestora del primero en 2004. A este italiano, dos
años más joven que su antiguo jefe, se le atribuye
gran parte del éxito de Paulson & Co. en 2007, con
su anticipación de la crisis de las hipotecas
subprime. Pellegrini aseguró que su salida se
había producido en términos amistosos, aunque
explicó que había perdido una parte de su
patrimonio personal invirtiendo en el fondo de oro
de su antiguo jefe. Paulson se mostró hermético,
como suele ser habitual en él, y se negó a realizar
ningún comentario al respecto.
En paralelo a las importantes pérdidas
registradas por sus fondos administrados, en 2010
su honorabilidad profesional fue cuestionada por
una investigación abierta por el supervisor de los
mercados de valores estadounidenses, la SEC.
Paulson consiguió quedar fuera del proceso
judicial abierto en relación con este asunto por el
Tribunal Federal de Manhattan. Sí están inmersos
en el mismo Goldman Sachs y uno de sus antiguos
directores, el francés Fabrice Tourre. Se trata de
una emisión llamada Abacus, de obligaciones de
deuda colateralizada (CDO) vendida a varios
clientes institucionales de este banco de inversión,
un negocio que acabó con fuertes pérdidas para los
inversores. La emisión se colocó por 1.000
millones de dólares y posteriormente, con el inicio
de la crisis, se depreció por completo. Goldman
contrató a Paulson en secreto para que
seleccionase varios activos de mala calidad, los
que luego se denominaron como «tóxicos», de tal
forma que se pudiesen agrupar en la CDO
bautizada como Abacus. No intervino en la venta
de los mismos, no era su cometido. Nadie presentó
ninguna reclamación contra él, y esto le salvó de
ser imputado en el proceso. Sin embargo, resulta
evidente que su papel en esta operación afectó a su
prestigio.

Vida personal y otros detalles

Presume de ser una persona discreta y de evitar el


contacto con los medios de comunicación. Una
postura que aumenta el deseo de estos por
entrevistarle o conocer más detalles sobre su
personalidad. Paulson argumenta que de esta forma
puede moverse libremente por su ciudad sin ser
reconocido. Esto no constituyó ningún obstáculo
para que en 2011 el movimiento de protesta
Occupy Wall Street localizase su domicilio
familiar y se manifestase en la puerta del edificio
donde reside. No es muy activo en el terreno
político. La mayor parte de sus donaciones en este
campo se han dirigido a las filas republicanas,
aunque también algunas al bando demócrata. Se
sabe que aportó un millón de dólares para la
campaña presidencial de Mitt Romney a través del
Super Pac (comité de apoyo para recaudar fondos
entre las corporaciones), creado para apoyar al
candidato republicano derrotado por Obama.
Se casó con su antigua secretaria, con la que
tiene dos hijas. No se conocen muchos detalles
sobre su forma de vida, a diferencia de lo que
ocurre con otros grandes gestores de fondos de
cobertura, muy dados a la ostentación. Se sabe que
es propietario de una de las mejores fincas de la
estación de esquí de Aspen, llamada Hala Ranch.
Se la compró al príncipe saudí Bandar ben Sultan,
antiguo embajador de su país en Estados Unidos y
gran amigo de la familia Bush. Este la puso en
venta en 2006, en el momento culminante de la
burbuja inmobiliaria, por un precio inicial de 135
millones de dólares. Paulson la adquirió después
de la crisis de las hipotecas subprime de 2007 por
una cantidad sustancialmente inferior: 49 millones.
Capítulo XII

EUROPA EN TENSIÓN:
LA CRISIS DE LAS DEUDAS
SOBERANAS

E laplicado
término «crisis de las deudas soberanas»
a Europa y más específicamente a la
zona euro toma con rapidez el relevo a la crisis de
las hipotecas subprime localizada inicialmente en
Estados Unidos. Si esta última focalizó la
actualidad económica y financiera desde finales de
julio de 2007 hasta mediados de 2009, a partir de
finales de 2010 la zona del euro empezó a tomar
protagonismo como eje de todas las tensiones. Hoy
en día esta situación se mantiene sin que por estas
fechas sea posible aventurar cuándo y cómo
finalizará.
El deterioro se inició en Grecia. El país
heleno celebró el 4 de octubre de 2009 unas
elecciones generales anticipadas que perdieron los
conservadores de Nueva Democracia. El nuevo
inquilino de la Mansión Máximos, sede del
gobierno y residencia del jefe del ejecutivo, era el
socialista Giorgios Papandreu. Hijo y nieto de
primer ministro, había vencido en las urnas a
Kostas Karamanlis, a su vez sobrino de otro
primer ministro que también había sido presidente
de la República. El tercer Papandreu en ocupar la
jefatura del gobierno entró con un fuerte impulso
renovador. Uno de sus objetivos era poner orden a
las cuentas públicas. Por eso realizó un ejercicio
de transparencia. En noviembre, al hilo de la
presentación del proyecto de presupuestos del
Estado griego para 2010, retrasado por la
convocatoria electoral, el gobierno Papandreu
anuncia que el déficit público acumulado en 2009
pasa a ser de un 12,7 por ciento y la deuda
aumenta hasta el 113,4 por ciento del PIB. Al
hacerlo, activa el detonador de una bomba que al
explotar acabará por sumir al país heleno en el
caos actual.
Grecia no había entrado en el grupo inicial de
los once países fundadores del euro. Cuando la
moneda fue adoptada oficialmente (el 1 de enero
de 1999) no formaba parte del mismo. Era un
primer paso intermedio en el que dejaron de
existir las monedas de los once países
involucrados como sistemas de pago
independientes. Pero Grecia sí consiguió entrar en
el proceso dos años después, y cuando el 1 de
enero de 2002 el euro sustituyó a los distintos
billetes y monedas nacionales, desapareció
también el dracma. Para los ciudadanos de este
país conseguirlo fue un motivo de gran orgullo y
para el gobierno del entonces primer ministro, el
socialista Kostas Simitis, un éxito político
rotundo. Al menos así se vendió internamente.
Eran momentos de euforia, con los Juegos
Olímpicos de Atenas de 2004 en el horizonte. La
nueva Grecia moderna y próspera se abría camino.
La entrada en el euro trajo inflación pero también
muchos recursos. Eran tiempos de fuertes
inversiones en infraestructuras y de rápido
crecimiento en todos los sectores de actividad. El
dinero europeo fluía sin límite y el crédito
bancario también. Sin embargo, visto el final de
todo ello, se puede recurrir al siempre socorrido
refranero popular: «De aquellos polvos vienen
estos lodos».

La mentira griega

El ejecutivo de Kostas Simitis había logrado algo


que pocos años antes parecía muy remoto, si no
directamente imposible, y es que para ser miembro
de la entonces selecta eurozona era necesario
(condición sine qua non) cumplir con los
denominados criterios de convergencia definidos
en el Tratado de la Unión Monetaria. Eran cinco
parámetros. El primero obligaba a la estabilidad
de precios, que la inflación no superase en más de
un 1,5 por ciento la media de las tres más bajas de
los países involucrados. El segundo fijaba que los
tipos de interés no fuesen superiores en más de un
2 por ciento a las tres deudas públicas nacionales
más bajas. El tercer parámetro establecía que el
tipo de cambio se mantuviese los dos años
anteriores dentro de una banda de estabilidad
predefinida. Pero los dos últimos eran los más
importantes. Estos se resumían en mantener un
ratio (coeficiente) de déficit público que no
superase el 3 por ciento del PIB y que la deuda
pública en circulación no fuese superior al 60 por
ciento del valor monetario de la economía (el
PIB).
Grecia lo consiguió o al menos eso es lo que
creyeron en Bruselas y también los once países
fundadores del euro. Pero para lograrlo había
recurrido a un ardid. Este no era otro que falsear
sus cuentas o, lo que es lo mismo, remitir a las
instancias europeas unos datos de déficit público
totalmente maquillados. Esta práctica inmoral se
denomina eufemísticamente «ingeniería contable»
o «contabilidad creativa». Pero el gobierno de
Simitis no lo hacía en solitario. Entre otros
matices porque carecía de la capacidad y de los
conocimientos suficientes para realizarlo, y para
ello contó con la inapreciable ayuda de un asesor
externo que no era otro que uno de los grandes
bancos de inversión: Goldman Sachs.
La operación iniciada en junio de 2000 se
basaba en ocultar parte de la deuda estatal griega a
través de un producto derivado (por tanto no figura
en el balance y se puede camuflar) creado
específicamente para esta transacción. Con esta
artimaña tramposa el gobierno de Simitis
consiguió cumplir el criterio de convergencia que
establecía que la deuda no podía superar el
equivalente al 60 por ciento del PIB. La realidad
es que esta ascendía por aquellas fechas al 103
por ciento del valor monetario de la economía
helena. Con el diseño realizado por el poderoso
banco de inversión estadounidense se cambió la
moneda de referencia de la deuda y se aplicó un
tipo de cambio ficticio. De esta forma se consiguió
reducir el déficit hasta cumplir el coeficiente
exigido de deuda pública viva sobre el PIB. Una
parte del endeudamiento griego que estaba
denominado en dólares y en yenes pasó a estarlo
en euros a través de lo que en la jerga financiera
se denomina un swap (intercambio). Con este
recurso tramposo la deuda en cuestión
permanecería oculta hasta el vencimiento de los
distintos contratos de la permuta financiera (swap)
construidos al efecto, algo que tendría lugar entre
los años 2012 y 2017. Goldman cobró
inicialmente 300 millones de dólares por este
servicio. Pero su comisión final por esta operación
ha sido con el tiempo muy superior a esta cifra, en
detrimento de la depauperada hacienda del Estado
griego.
Esta práctica dudosa —los expertos no se
ponen de acuerdo si era legal o no hacerlo— no es
nueva. El Tesoro italiano ya lo hizo a mediados de
la década de los años noventa del siglo XX con el
asesoramiento de otro banco de inversión de Wall
Street, JP Morgan. Lo que se presentaba como una
operación de cobertura de riesgo de divisas era un
simple préstamo o crédito de JP Morgan a Italia
que no se contabilizaba en el cómputo de la deuda
total.
Pero volviendo a la Grecia de finales del
2009, de repente el nuevo gobierno socialista de
Giorgios Papandreu hizo público y oficializó algo
que muchos expertos ya intuían: que su deuda
pública superaba ampliamente las cifras
reconocidas por el ejecutivo conservador de
Kostas Karamanlis. El 7 de diciembre Standard &
Poor´s situó la calificación de riesgo de este país
en revisión con «perspectiva negativa», la antesala
de un recorte de la nota crediticia. Al día siguiente
Fitch rebajó el rating un grado, desde A- hasta
BBB+. S&P hace lo propio el 16 de diciembre y la
sitúa en BBB-. Moody´s espera hasta el día 22 de
ese mes para dar un paso en la misma dirección,
desde A1 hasta A2. Dos días después el
Parlamento heleno aprueba el presupuesto estatal
para 2010, en el que se incluye el compromiso de
reducir el peso de la deuda sobre el PIB desde el
12,7 hasta el 9,1 por ciento. En el ínterin, la bolsa
de Atenas se desploma y los bonos públicos se
encarecen.

Empieza la crisis en Grecia

Las tensiones se focalizan inicialmente en Grecia.


El deterioro del precio de su deuda no afecta en
principio a los bonos soberanos de otros países de
la zona euro, aunque tampoco ayuda. En Irlanda ya
se vislumbran problemas, aunque no con la misma
intensidad. Estos se circunscriben al contagio de la
crisis de las hipotecas subprime y a los problemas
de su, hasta fechas recientes, boyante mercado
inmobiliario. El «tigre celta» está haciendo un
gran esfuerzo con sus bancos. El mayor de todos
ellos, Anglo Irish Bank, ha sido nacionalizado en
diciembre de 2008, y en paralelo las otras tres
principales entidades financieras han recibido una
inyección de fondos públicos de 5.500 millones de
euros. Irlanda no está inmersa en una crisis de
deuda pública, sino que ha hecho lo mismo con sus
bancos que otros países europeos, entre ellos el
Reino Unido, Alemania, los países del Benelux e
incluso Francia con los 1.000 millones de euros
aportados (conjuntamente con Bélgica) para la
salvación de Dexia. Son las consecuencias de la
quiebra desordenada de Lehman Brothers y de los
efectos de las CDO y RMBS de las hipotecas
subprime estadounidenses.
Es en Grecia y solo en este país donde a
principios de 2010 se puede hablar de dudas
serias con la evolución presente y futura de sus
cuentas públicas. Sobre todo a partir del 12 de
enero, cuando la Comisión Europea le acusa de
mentir de forma sistemática en los datos que
remite a Bruselas. Atenas reacciona anunciando un
plan de austeridad que provoca las primeras
tensiones sociales internas. Pero no tiene
problemas para colocar su deuda (todo lo
contrario) en la subasta mensual de enero. Solo se
ve obligada a pagar un interés mayor que en
noviembre o diciembre. Además, el 11 de febrero
la Comisión Europea acuerda ayudar al país en
caso necesario. Tres días después The New York
Times sale con la primicia informativa de la
ocultación de deuda orquestada por Goldman
Sachs para cumplir los criterios de convergencia
que le permitieron formar parte del euro en 2002.
La sorpresa es general, revela una audacia o un
descaro fuera de lo común y deja en muy mal lugar
la credibilidad del país. Queda como un estado
mentiroso a los ojos de todos. El gobierno de
Papandreu reacciona estableciendo un nuevo plan
de austeridad en marzo y aumentando el IVA. Por
esas fechas ya tiene que pagar en sus subastas de
deuda tipos del 6 por ciento a siete años. Pero
existe demanda para sus bonos, ya que ofrecen
rendimientos atractivos y porque, a pesar de todo,
no deja de ser un país que cuenta con el «cinturón
de seguridad» de estar integrado en la zona euro.
Esta percepción desaparece pronto, y Grecia
entra en una espiral de tensiones con ocho huelgas
generales en 2010. Es una de las consecuencias
del plan de austeridad gubernamental tutelado por
el Fondo Monetario Internacional (FMI). Irlanda y
Portugal empiezan a estar también en el punto de
mira de los mercados.

Contagio a Irlanda, Portugal y España

Desde mediados de 2010 las tensiones son


innegables. Ya se habla abiertamente de crisis de
algunas deudas soberanas europeas. Se recupera la
definición PIGS, «cerdos» en inglés, olvidada
desde la crisis del Sistema Monetario Europeo de
1992. Entonces se utilizó para englobar a los
países del sur de Europa más afectados por las
tensiones del mercado de divisas después de la
caída del Reino Unido. El grupo de los «cerdos»
lo integran Portugal, Irlanda, Grecia y España. Son
los apestados de la zona euro. Todos ellos tienen
que pagar tipos crecientes para colocar su deuda.
La evolución de sus déficit públicos está en
cuestión y para los más agresivos su futura
solvencia financiera como estados también. Los
grandes operadores (big players) de los mercados
de bonos soberanos buscan llevarlos a una
situación límite. Si lo consiguen, obtendrán
elevados rendimientos. Con Grecia lo han logrado,
ella misma se lo ha buscado con la ocultación de
su déficit estatal, aunque su expulsión del euro les
reportaría a los fondos de cobertura más agresivos
aún mayores beneficios. Con Irlanda y Portugal no
van mal encaminados. Pero el premio gordo lo
obtendrían con la «pieza mayor» del grupo:
España. Si entrase en situación límite y tuviese que
solicitar asistencia financiera, quienes se
adelanten a este supuesto con buenas posiciones
operativas ganarían sumas considerables. Si
además con ello consiguiesen romper el euro,
mucho mejor. Se podría repetir la «hazaña» de
septiembre de 1992 del dúo Soros-Druckenmiller
con la libra esterlina y el Banco de Inglaterra.
Las ventas a corto (short selling) someten a
una intensa presión especialmente a Irlanda y
Portugal. Por medio de esta técnica operativa los
muy agresivos gestores de los grandes fondos de
cobertura posicionados contra sus bonos públicos
o las acciones cotizadas de sus empresas
consiguen efectos multiplicadores. Se toman
activos prestados de forma temporal, por los que
se paga una comisión de «alquiler temporal», y se
venden sin realmente ser el propietario. Es un
sistema mucho más eficaz y más barato que los
valores en cartera. Los supervisores de valores de
algunos países europeos los han prohibido de
forma temporal en sus bolsas en los momentos de
mayor tensión. Se puede hacer con las acciones,
pero no con las deudas públicas. Pero finalmente
deben levantar la limitación por imposición de las
prácticas de los mercados de capitales
globalizados. No hay nada que hacer contra ello,
solo suspender estas técnicas operativas durante
un tiempo limitado.
El grupo de países englobados dentro de la
definición peyorativa de PIGS es vulnerable
porque la evolución de sus cuentas públicas revela
un deterioro de las mismas. Necesitan endeudarse
de forma creciente para cubrir las fuertes caídas
de sus ingresos fiscales provocadas por la
debilidad de sus economías. Grecia ya es un caso
perdido, pero es muy útil para estos fines. Supone
un factor de distorsión permanente. Tiene un efecto
de contagio persistente que comporta su condición
de casi «estado fallido» en lo económico.
Irlanda y Portugal necesitan endeudarse de
forma creciente, y para ello deben emitir más
deuda pública. Los grandes operadores de bonos
soberanos lo saben y les esperan. No están
dispuestos a dejar escapar las oportunidades de
negocio que de ello se derivan. En este
complicado contexto las agencias de calificación
no quieren repetir los errores de la crisis de las
hipotecas subprime y empiezan a aplicar rebajas
en los ratings de todos estos países. Son muy
rigurosos, no quieren pasar por laxos o
benevolentes. Con ello alimentan las tensiones
existentes, pero sí que es innegable que la calidad
del riesgo soberano irlandés, portugués o español
se está deteriorando. Además, en el seno de la
zona euro no existe consenso sobre las medidas de
apoyo que se deben prestar a los países con
problemas. Tampoco los más ricos se ponen de
acuerdo sobre los límites de la solidaridad con los
más débiles.

España cambia su política económica


Alemania, su gobierno y sobre todo sus
ciudadanos no quieren pagar las deudas
provocadas por los errores o la prodigalidad en el
gasto en el que han incurrido otros en los años
buenos. España es el caso más paradigmático para
sus severos socios del norte. Ahora es el
denostado socio del sur, un ejemplo de alegre
dilapidación, de excesos y de nulo compromiso.
Los estrictos ciudadanos teutones (imbuidos por
los principios calvinistas del esfuerzo y del
cumplimiento del deber) no quieren saber nada de
un país al que consideran que han financiado con
demasiada prodigalidad la «fiesta» de sus
modernas infraestructuras, que además son mucho
mejores que las suyas.
En mayo de 2010 la presión política sobre el
gobierno de Madrid se vuelve insostenible. Su
presidente no inspira confianza en los centros de
poder de la Unión Europea. Se considera que ha
impulsado una política expansiva en el gasto no
adecuada como medida para reaccionar ante la
crisis. Todo ello se traduce en un incremento de la
apelación a los mercados financieros
internacionales a través del recurso creciente de
emisión de deuda pública. Sus pares, Angela
Merkel y Nicolas Sarkozy, ya le han dado la
espalda. Desde Bruselas el presidente del Consejo
Europeo, el flamenco y antiguo primer ministro
belga Herman Van Rompuy, transmite una especie
de ultimátum al presidente español: debe aplicar
un cambio drástico e inminente en la orientación
de su política económica y comprometerse de
inmediato a aplicar un plan de reducción del
creciente déficit público de España. Lo hace no
solo en su nombre, sino también en el de los
poderes fácticos de la UE con la canciller alemana
a la cabeza. El 12 de mayo de 2010 José Luis
Rodríguez Zapatero, cogido entre la espada y la
pared, anuncia un importante recorte del gasto.
Este plan contempla, entre otras medidas, una
inmediata reducción de los salarios públicos (5
por ciento) y la congelación de las pensiones para
2011. Todo ello dentro de un objetivo de
reducción del déficit público de un 1,5 por ciento
del PIB entre 2010 y 2011. El ciclo se completa el
2 de junio, cuando un demacrado Zapatero anuncia
un decreto de reforma del mercado laboral. Con
estas dos medidas los socialistas en el gobierno se
aseguraban casi perder las siguientes elecciones
generales, ante el indisimulado regocijo de la
oposición conservadora. Pero la opción de que
España fuese abandonada a su suerte ante los
mercados era mucho peor para el entonces
presidente español. En el ínterin se alcanza un
acuerdo político entre los veintisiete estados de la
Unión Europea para constituir el Fondo Europeo
de Estabilidad Financiera (FEEF).

Cae Irlanda. Portugal en el punto de mira

Las tensiones no remiten con Grecia, Irlanda y


Portugal en el eje. El hasta hace poco llamado
«tigre celta» (esta denominación elogiosa ya la ha
perdido por esas fechas) se verá obligado en
diciembre de 2010 a pedir la ayuda europea
(85.000 millones de euros) y la asistencia del
FMI. Con ello buscará reestructurar su sistema
financiero y sanear sus cuentas públicas. Y todo a
cambio de aplicar una política económica de
tremenda austeridad con un elevado coste para la
calidad de vida de sus ciudadanos. Al terminar
2010 Portugal está en el punto de mira. Ya paga
intereses del 7 por ciento en las colocaciones de
deuda a diez años.
De los países afectados, Irlanda es el más
aplicado de todos y en diciembre de 2010 presenta
«bandera blanca» y acepta con resignación la
tutela del FMI y de Bruselas. Portugal trata de
resistirse, pero no por mucho tiempo. España aún
está lejos de esta opción, y nadie la quiere
realmente, por su elevado coste. En este contexto
de grave crisis ya nada se puede descartar. La
situación se vuelve insostenible para el gobierno
de Lisboa. En marzo de 2011 las agencias de
rating califican su deuda dentro de la categoría de
«bono basura», lo que equivale a un elevado
riesgo de impago. Los mercados dan la espalda al
país luso, inmerso en unas elecciones generales
anticipadas. El 6 de abril de 2011 el primer
ministro en funciones, el socialista José Sócrates,
no tiene más remedio que pedir el rescate
financiero a la Unión Europea. Es el tercero de la
denostada lista de los PIGS que entra en este
proceso humillante.

Italia entra en el grupo maldito

El grupo se amplía con Italia y la nueva


denominación del mismo para los operadores y
analistas financieros pasa a ser PIIGS. Italia entra
a formar parte de la denigrante denominación
desde enero de 2011. El gobierno del entonces
primer ministro Silvio Berlusconi parece
dispuesto a coordinarse con España en la causa
común de la defensa frente a las presiones de los
mercados, especialmente de los grandes fondos de
cobertura volcados en la deuda soberana. Pero
aquí la realidad es que cada uno hace la guerra por
su cuenta, «que caiga el vecino si con eso yo me
salvo». Esto es ni más ni menos lo que hizo
España con Portugal. La fábula de la solidaridad
ibérica puede ser un ejercicio literario con ribetes
sentimentales, pero no existe cuando de lo que se
habla es del mantenimiento de la calidad de vida
de los ciudadanos. Buena prueba de ello fueron los
notables esfuerzos desarrollados por el gobierno
español y las grandes empresas del país por
separarse de la situación del vecino cuando las
agencias de rating rebajaron su deuda a la
calificación de «bono basura». Ese día, el 24 de
marzo de 2011, el diferencial español con el bund
alemán a diez años se aguantó en los 192 puntos
básicos. Desde Madrid se desplegaron todos los
esfuerzos para negar que España fuese la siguiente
si se derrumbaba Portugal. El gobierno de Roma,
encabezado por el siempre polémico Silvio
Berlusconi, busca pasar desapercibido en este
proceso en el que ya está inmerso el de Madrid.
Son las dos piezas de «caza mayor» más deseadas
por los operadores situados contra sus deudas con
posiciones vendedoras crecientes.
De las dos, España parece la más vulnerable.
Los italianos siempre han sabido moverse mejor
en las aguas turbulentas. Su penetración en los
organismos multilaterales es elevada. Su
capacidad de relaciones internacionales es
notablemente superior a la española. Buena prueba
de ello fue el nombramiento de Mario Draghi
como presidente del Banco Central Europeo en
noviembre de 2011, que coincidió con la salida
del único español, José Manuel González Páramo,
del Comité Ejecutivo de la institución. Además
cuentan con una economía más fuerte, sobre todo si
se integra la sumergida y varias empresas
multinacionales muy potentes. España está tocada,
gravemente herida. El débil gobierno presidido
por el socialista Rodríguez Zapatero, más aún. La
oposición conservadora ve en el deterioro
creciente de su adversario una oportunidad de oro
para ganar las siguientes elecciones generales e
incluso forzar una convocatoria anticipada de las
mismas. Esto hace imposible acuerdos en materia
económica entre los dos partidos con mayor
representación parlamentaria.
El 25 de marzo se crea el Mecanismo
Europeo de Estabilidad Financiera (MEEF) que
complementa el MEDE firmado en marzo de 2010,
un año antes. El acuerdo sirve para rebajar algo
las tensiones, pero solo temporalmente, porque en
el verano de 2011 estas vuelven a arreciar. Al
margen de Grecia, que ya está instalada
definitivamente en el averno, España e Italia tienen
serios problemas. Tanto que amenazan con
contagiar hasta a Francia. Los fondos de cobertura
volcados en las deudas soberanas se muestran
implacables. Sus diferenciales de tipos con el
bono alemán a diez años rondan los 400 puntos
básicos. Este nivel se puede desbordar en
cualquier momento. Si esto ocurre, los costes de
financiación de sus respectivas deudas serán
insostenibles, tanto que solo quedarían dos
opciones. Una sería pedir la asistencia financiera
de la Unión Europea o del Fondo Monetario
Internacional. La otra, mucho más temible, ser
expulsados del euro, con lo que se abriría una
crisis sin precedentes que supondría el final de la
Unión Monetaria.
Queda una posibilidad intermedia. Esta pasa
por que el Banco Central Europeo intervenga en
los mercados y realice importantes compras de
deuda española e italiana. Los dos países lo piden
con insistencia, casi de rodillas. El Bundesbank, a
través de su presidente, Jens Weidmann, se niega
firmemente a ello. El gobierno alemán no parece
estar muy por la labor, pero escucha los lamentos
de sus dos socios. Desde el palacio del Elíseo hay
cierta receptividad. Se teme un contagio a la deuda
francesa, algo muy peligroso para las opciones de
Nicolas Sarkozy de cara a las elecciones
presidenciales de abril de 2012. Pero los
mandatarios de los dos países afectados no
inspiran confianza. En el caso español es menos
grave: Rodríguez Zapatero no será candidato y
todas las encuestas adelantan la victoria del
candidato de la oposición. Pero en Italia preocupa
Berlusconi, que no tiene ninguna intención de
abandonar el poder. Quiere volver a presentarse y
no existe ninguna seguridad de que no vuelva a
ganar. La solución política la encuentra Jean-
Claude Trichet, presidente del BCE en el tramo
final de su mandato, que exige por escrito a los
gobiernos de ambos países que incluyan la
llamada «regla de oro» en sus respectivas
constituciones nacionales. A través de esta
modificación en la ley de más alto rango
normativo se comprometen al equilibrio
presupuestario, a controlar sus déficits públicos.
Con este cambio Francia y sobre todo Alemania
levantan su veto a que el BCE intervenga a favor
de la deuda de ambos países. La primera compra
se materializa el 8 de agosto y la segunda el 15 de
ese mismo mes. Con ello se alivian las presiones.
España acomete el cambio constitucional, el
primero desde la aprobación de la ley en 1978, el
24 de agosto. Italia no lo hace hasta el 15 de
diciembre de 2011.

Gobiernos técnicos en Italia y Grecia y cambios


en España

Sin embargo, las tensiones no acaban de remitir.


España desaparece temporalmente del foco ante la
inminencia de sus elecciones generales
adelantadas a noviembre. Es precisamente en ese
mes cuando se producen dos cambios políticos
muy relevantes en Italia y en Grecia. El 1 de
noviembre Giorgios Papandreu cesa a la cúpula
militar griega ante los rumores de un inminente
golpe de Estado. El 11 dimite después de un
intento fallido de convocar un referéndum sobre
las exigencias europeas de nuevas medidas de
austeridad. Ese mismo día le sustituye el
exvicepresidente del BCE, Lukas Papademos, que
forma un gobierno técnico. Cinco días después
ocurre algo similar en Italia. El primer ministro
Silvio Berlusconi tuvo que abandonar el gobierno
al perder la mayoría parlamentaria. No consiguió
resistir, aunque fiel a su particular estilo personal
lo intentó hasta el último momento. Pudo más el
temor a que la presión de los mercados abocase al
país a un punto de no retorno y fue sustituido ese
mismo día por Mario Monti, que forma un
gobierno técnico. Para completar el círculo, el
italiano Mario Draghi pasa a ser presidente del
BCE desde el 1 de noviembre.
Monti, excomisario europeo, hombre austero
y muy alejado de las formas voluptuosas de su
antecesor, concita la confianza de las principales
cancillerías europeas. También la de los mercados
financieros, al menos inicialmente. Solo existe en
su trayectoria un punto que genera cierta
suspicacia en determinados ámbitos, y es que en su
breve paso por el sector privado asesoró a
Goldman Sachs. Lo hizo justo en la época en la
que este banco de inversión pergeñó la ocultación
de la deuda griega. En esas fechas Lukas
Papademos era el presidente del Banco Central de
Grecia y resulta evidente que estaba informado de
la operación. A su vez, Mario Draghi fue uno de
los vicepresidentes para Europa de ese banco de
inversión estadounidense entre 2002 y 2006. En su
caso las fechas no coinciden con la tramposa
ocultación de la deuda griega. Al hilo de estos tres
personajes se habla del poder de la «hermandad
Goldman», utilizando la definición acuñada por el
periodista francés Marc Roche.
En España Mariano Rajoy gana las
elecciones con amplio refrendo y es nombrado
presidente el 21 de diciembre de 2011. Ese día el
diferencial de deuda con Alemania está en 336
puntos básicos, después de alcanzar un máximo
histórico de 473 puntos el 22 de noviembre. Los
mercados le conceden un margen de confianza
inicial a la espera de conocer las grandes líneas de
su política económica.

Rescate bancario en España

Las tensiones se mantienen después de los cambios


políticos en España, Grecia e Italia. Para abrir
boca, el 13 de enero S&P rebaja el rating del
Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF),
constituido por los veintisiete estados de la Unión
Europea en mayo de 2010 al calor de la crisis
griega, y pierde la «triple A» otorgada hasta la
fecha por la agencia de calificación. A lo largo del
primer trimestre no se ven grandes cambios. El 2
de marzo veinticinco de los veintisiete estados
europeos (con la excepción del Reino Unido y de
la República Checa) firman el pacto fiscal
europeo que formalmente se llama Tratado de
Estabilidad, Coordinación y Gobernanza en la
Unión Económica y Monetaria. Es un acuerdo
vinculante de disciplina fiscal basado en la
denominada «regla de oro» del equilibrio
presupuestario y entra en vigor el 1 de enero de
2013.
Mientras, Grecia está en situación límite
pendiente de elecciones e Italia trata de pasar
desapercibida entre bambalinas. Pero la deuda
española es observada con lupa mientras que su
bolsa está en caída libre. La situación se
descontrola el 9 de mayo con la nacionalización de
Bankia. La crisis bancaria española estalla con
toda crudeza. La situación se vuelve insostenible y
el gobierno de Rajoy se ve obligado a solicitar el
rescate del sector. Lo hace el sábado 9 de junio de
2012 por videoconferencia, dada la urgencia de la
situación, y obtiene un préstamo de 100.000
millones de euros (en torno al 10 por ciento del
PIB español) con cargo a la deuda. Pero comete el
error de negar internamente que se trate de un
rescate, lo que enfurece a los gobiernos de la
«Europa del Norte». Los holandeses publican las
condiciones del acuerdo a través de la remisión
del mismo a su Parlamento, para que no quede
duda de que se trata de un rescate en toda regla.
Los finlandeses hacen algo parecido a través de su
portavoz gubernamental insistiendo en el término.
Los alemanes exigen al ejecutivo español que
rectifique sus palabras y que admita sin matices
que ha pedido ayuda financiera (el rescate) para su
sector bancario. Con este absurdo error de
comunicación el nuevo gobierno español erosiona
su margen de confianza ante los poderes fácticos
de la Unión Europea.
Junio de 2012 es un mes difícil, uno más. Las
deudas española e italiana y, cómo no, la griega,
vuelven a pasar por muy malos momentos. Monti
se va desgastando, aunque su prestigio en Europa
sigue intacto. Se le reconocen sus esfuerzos, pero a
ningún observador se le pasan por alto sus
limitaciones para embridar la complicada
situación política interna, con Berlusconi como
factor de desestabilización permanente. Con el
presidente español las opiniones no son tan
benévolas. No consigue establecer una relación
fluida de confianza ni con Merkel ni con Hollande.
Grecia sigue su particular camino de espinas, sin
visos de salida ni a corto ni a medio plazo. Los
fondos de cobertura continúan presionando con
fuertes ventas de las tres deudas, buscando la gran
oportunidad con la española. Moody´s rebaja
nuevamente el rating español y lo deja un escalón
por encima del «bono basura». Lo hace al calor de
las dudas sobre la viabilidad de los déficits de las
comunidades autónomas y el día después de que el
FMI aconseje al gobierno aplicar un plan de
restricción del gasto combinado con aumentos de
impuestos. Rajoy se niega sobre todo a subir el
IVA y recuerda que son solo recomendaciones,
pero las tensiones arrecian sobre todo para España
y algo menos para Italia. Mientras tanto Grecia
gana algo de tiempo con la segunda y más clara
victoria electoral de los conservadores de Antonis
Samaras.
El 25 de junio el gobierno español pide
formalmente la asistencia de la Unión Europea
para su sector financiero sacudido por la crisis de
las cajas de ahorros. Se ha aprendido la lección y
ya no niega, como hizo a principios de mes, que se
trata de un rescate sectorial en toda regla. Pero si
junio es un mes difícil, julio lo es más aún. El 11
de ese mes el gobierno de Rajoy se ve obligado a
subir el IVA del 18 al 21 por ciento, tal y como le
recomendó hacerlo unas semanas antes el FMI.
También se anuncian otras medidas de control del
gasto público. Pero los big players siguen
presionando a Italia y sobre todo a España. Prueba
de ello es que los analistas de Goldman Sachs
publican el 15 de julio un informe en el que opinan
que nuestro país no podrá cumplir los nuevos
objetivos revisados de reducción de su déficit. El
20 de julio los ministros de Finanzas de la zona
euro (el Eurogrupo) aprueban el rescate de la
banca española. El 24 de julio se alcanza un nuevo
máximo histórico de 637 puntos básicos en el
diferencial con el bono alemán a diez años.
Italia no está para echar las campanas al
vuelo, pero las tensiones se centran sobre todo en
el gobierno de Madrid. Es la habilidad de Monti,
que consigue desviar las tensiones. Draghi, por su
parte, sigue jugando al equilibrio con el presidente
del Bundesbank, sin olvidar nunca su
nacionalidad. El 5 de julio el BCE baja su tipo al
0,75 por ciento, el nivel más bajo en la historia de
la institución. Es la tercera reducción que se aplica
desde la llegada del italiano a la presidencia.
Mientras tanto, los mercados especulan con
intensidad sobre la posibilidad de un rescate total
de la economía española.
En agosto y en los cuatro meses finales de
2012 se mantienen abiertas las tensiones en torno a
las deudas más vulnerables de la zona euro. El año
acaba con un nuevo foco de tensión añadido y
directamente relacionado con lo anterior. Esta es
la posibilidad de que se desate una «guerra de
divisas» en toda regla, que amenaza con centrar la
actualidad financiera internacional de 2013. Los
actores principales de la misma son el Banco
Central Europeo, el Banco de Japón y la Reserva
Federal de Estados Unidos. China observa muy
atenta, sobre todo los movimientos japoneses, y la
India trata de pasar desapercibida. El arma
utilizada por los estadounidenses y los nipones son
las compras masivas de deuda pública propia. A
través de ellas se persigue aumentar la oferta de
dinero al sistema bancario y aún más de reducir
los tipos de interés. Técnicamente se denomina a
esta práctica «facilidades cuantitativas» o
quantitative easing. Es una vía también para
rebajar el cambio de las divisas y facilitar las
exportaciones de productos en un entorno de
economía deprimida. El euro es el que sale
malparado con todos estos movimientos. Se
aprecia frente al dólar y sobre todo en relación al
yen. En resumen, la aplicación de políticas
económicas proteccionistas es una de las
peligrosas consecuencias de la crisis iniciada en
julio-agosto de 2007 con las hipotecas subprime
estadounidenses, a la que luego se sumó la de las
deudas soberanas europeas.

Los jefes de Gobierno de 2009 pierden todas las


elecciones

Otra de las consecuencias directas de esta última


crisis ha venido a través del cambio radical del
mapa político del viejo continente. Los
mandatarios que estaban al frente de los gobiernos
de los países de la zona euro a finales de 2009
perdieron las elecciones en los siguientes años. El
desgaste de gestionar medidas de austeridad y en
muchos casos el empobrecimiento de sus
ciudadanos les pasó factura en las urnas. Queda
ahora por ver cómo afectará la gestión de las
actuales dificultades a los gobiernos que les
sustituyeron. El tiempo lo dirá.
La ronda de los recambios se inició en los
Países Bajos en junio de 2010. El partido del
demócrata-cristiano Jan Peter Balkenende (en el
cargo desde julio de 2002) perdió tres escaños y
la capacidad de seguir liderando un gobierno de
coalición, a pesar de ser el más votado. Tuvo que
ceder paso a Mark Rutte, del centro derechista
VVD, apoyado por el 20 por ciento de los votos,
quien encabezó otro gobierno de coalición.
En 2011 ocurrió lo mismo en todos los
comicios que se celebraron. En Irlanda el primer
ministro Brian Cowen tuvo que tirar la toalla antes
de terminar la legislatura. En las elecciones de
febrero de 2011 su partido, el liberal centrista
Fianna Fail, cosechó el peor resultado de su
historia (15,1 por ciento de los votos). Le sustituyó
al frente del gobierno Enda Kenny, del partido
demócrata-cristiano Fine Gael, amparado por el
36,1 por ciento de los sufragios. En Portugal, el
primer ministro socialista José Sócrates se vio
abocado a anticipar las elecciones. Perdió estas en
junio de 2011, dando paso al conservador Pedro
Passos Coelho, que sin obtener la mayoría
absoluta consiguió un amplio refrendo del 38,66
por ciento de los votos. En España el Partido
Socialista pagó un alto precio. Obtuvo el peor
resultado de su historia en la convocatoria de
noviembre de 2001, cuatro meses antes de lo
inicialmente previsto. José Luis Rodríguez
Zapatero dejó paso a Mariano Rajoy. Su partido,
el PP, obtuvo una mayoría absoluta en las dos
cámaras legislativas.
Distinta fue la situación que se dio en
Finlandia en abril de 2011. Jyrki Katainen, líder
de los conservadores, sucedió a la centrista Mari
Kiviniemi. Katainen, hasta entonces ministro de
Economía, pasó a primer ministro liderando otro
gobierno de coalición. Su partido consiguió el
20,4 por ciento de los votos, dos puntos menos que
en los comicios de 2007, mientras que el de su
antecesora en el cargo retrocedió siete. Kaitainen
lidera ahora un ejecutivo de coalición integrado
por cinco partidos en un parlamento muy
fragmentado. En esta cámara legislativa destaca la
beligerancia de los ultraderechistas liderados por
el eurodiputado Timo Soini, que consiguieron un
avance muy sustancial al lograr el 19 por ciento de
los sufragios emitidos.
El deseo de cambio de los votantes se
mantuvo en las convocatorias que se celebraron en
2012 en Francia y en Grecia, pero no así en los
Países Bajos. La atormentada Grecia convocó a
los electores en dos ocasiones, en mayo y en junio.
Las primeras sirvieron para visualizar el drástico
cambio de su mapa electoral. Primero fue el
hundimiento de los socialistas del Pasok, que del
43,9 por ciento de los votos obtenidos en 2009
pasaron al 13,2 por ciento. También los
conservadores de Nueva Democracia se llevaron
su parte y cayeron desde el 33,5 hasta el 18,9 por
ciento de los sufragios, aunque fueron la lista más
votada. En escena entraron con fuerza dos nuevos
actores. Uno fue la coalición de izquierdas Syriza,
encabezada por el carismático Alexis Tsipras, que
consiguió ser la segunda lista con más apoyos
(16,8 por ciento). El otro cambio lo
protagonizaron los ultraderechistas de Aurora
Dorada con el 7 por ciento de los votos. La
fragmentación del nuevo parlamento obligó a
repetir los comicios en junio. Nueva Democracia
volvió a ganar, pero esta vez con un aumento de
casi once puntos en su base electoral, hasta el 29,7
por ciento. La coalición Syriza también, en su caso
con un incremento de diez puntos hasta el 26,9 por
ciento. Los socialistas del Pasok sufrieron una
nueva erosión y se quedaron en el 12,3 por ciento
de los sufragios. Por su parte, Aurora Dorada
mantuvo el rédito de mayo, aunque con un ligero
retroceso de una décima. Estos resultados
permitieron al conservador Antonis Samaras
formar gobierno con el apoyo, aunque no en
coalición, del Pasok y de los centroizquierdistas
proeuropeos del DIMAR (6,1 por ciento de los
votos).
Por último, en Francia, el conservador
Nicolas Sarkozy fue derrotado en las
presidenciales de mayo por el socialista François
Hollande, nuevo inquilino del palacio del Elíseo.
En los Países Bajos se adelantaron los comicios y
en septiembre Mark Rutte ganó con el 26 por
ciento de los votos, seis puntos más que en las
elecciones anteriores. Una situación distinta al
resto de sus pares continentales, lo que le permitió
reforzar su posición al frente de un gobierno de
coalición.
Capítulo XIII

BILL GROSS. LA MANO QUE


MECE
LA CUNA DE LA CRISIS DE LAS
DEUDAS
SOBERANAS EUROPEAS

L osrentafondos especializados en la inversión en


fija son los que están en el origen de los
movimientos de precios que se registran en los
mercados europeos de deuda pública. Se les
denomina en la terminología inglesa mutual funds.
El mayor de todos, especializado en bonos, es el
PIMCO Total Return Fund, con un capital en
gestión de 285.000 millones de dólares. Esta suma
equivale, salvando las diferencias puntuales del
tipo de cambio del euro frente a la divisa
estadounidense, a alrededor de una quinta parte
del valor de la economía española (PIB).
PIMCO es el acrónimo de Pacific Investment
Management Company, una sociedad de inversión
con sede en la localidad de Newport Beach, en el
Estado de California. Los activos totales
gestionados en los distintos fondos que mantiene
ascienden a 1.920.000 millones de dólares, una
cifra que supera ampliamente el PIB de España.
PIMCO fue fundada en 1971 como filial del grupo
asegurador estadounidense Pacific Life, por
William «Bill» Gross y Mohamed al-Erian. En
2000 fue adquirido por otro gigantesco
conglomerado del mundo del seguro, la alemana
Allianz. Esta venta no afectó a la gestión, que
sigue encomendada a los dos fundadores. Estos
funcionan de manera absolutamente autónoma. Los
nuevos propietarios de la gestora, al igual que los
anteriores, se guardan muy mucho de interferir en
el trabajo de quienes en su momento la pusieron en
marcha. Hacerlo podría suponer la ruptura de una
máquina que hasta la fecha ha funcionado a la
perfección. De los dos fundadores, el que está
especializado en los mercados de bonos estatales
es Gross, a través del llamado Total Return Fund,
una personalidad indiscutiblemente muy especial.

Bill Gross

No existen adjetivos para calificarlo más allá de


que es absolutamente atípico en la industria. Es
distinto en sus formas a la mayor parte de sus
competidores. No se le puede asimilar al patrón
que rige entre los gestores de éxito tradicionales
de Wall Street. Simplemente es distinto. Además
no frecuenta esos ambientes. Es más, se le tiene
por una persona muy familiar y muy poco dada a la
vida social. Recuerda más a un producto típico de
la contestación universitaria de la década de los
años sesenta del siglo XX que a un muy exitoso
operador de los mercados financieros.
Pero lo es y ¡¡de qué manera!! Crea
tendencia. Se le tiene por uno de los mejores
analistas macroeconómicos que existen y utiliza
complejas fórmulas matemáticas en su trabajo.
Tiene una gran capacidad para medir los riesgos y
también para anticipar los movimientos
operativos. Esto no debe sorprender, ya que una
parte de ellos salen de su mesa de trabajo, de su
toma de posiciones en uno u otro sentido sobre una
u otra deuda estatal. Operar en los mercados de
bonos en sentido contrario a las decisiones de Bill
Gross suele ser poco rentable. Le llaman «Mister
Market» (Señor Mercado). Es por ello que cuenta
con una interminable legión de admiradores que
escrutan cada una de sus palabras, que expresa a
través de la carta mensual que remite a sus clientes
para informarles de la evolución de sus
inversiones y de sus expectativas. Se expresa de
forma muy clara y directa. Es rotundo e irreverente
y disfruta con ello. Sus competidores le respetan.
Los gobiernos le temen. Es un depredador, y ¡ay
del emisor, en este caso del estado, que caiga en
sus fauces! Lo despedazará si con ello ve la
oportunidad de conseguir mayores beneficios para
su fondo.

Duro en sus expresiones

Los periodistas que le entrevistan disfrutan de sus


expresiones. Como botón de muestra de todo lo
anterior puede servir este ejemplo. Según explicó
a un representante de un medio canadiense, The
Globe and Mail, una vez estaba en su casa viendo
por televisión un partido de fútbol americano y
después de beber una cerveza y media su esposa
recibió una llamada en su móvil (el de ella: Gross
se precia de no tener teléfono celular). Quien
estaba al otro lado de la línea era Timothy
Geithner, el actual secretario del Tesoro de los
Estados Unidos. Su resumen de la conversación es
el que sigue: «En mi estado de ebriedad hablamos
durante unos treinta minutos del estado de la
economía estadounidense».
Los dardos dialécticos más crueles y
descarnados forman parte de su imagen pública.
Quienes se ven afectados por sus opiniones
negativas no tienen más remedio que esperar a que
se olvide de ellos en su siguiente carta mensual,
algo que no suele ocurrir, ya que es muy tenaz y no
suelta a la presa fácilmente. Ahora, en una postura
que ha mantenido en los años recientes, es
tremendamente crítico con la política monetaria
expansiva aplicada por la Reserva Federal (FED).
Lo es hasta el punto de afirmar que «Estados
Unidos es una república bananera». Cualquier otro
personaje público de este país que se atreviese a
expresarse de esta manera se encontraría enfrente
a buena parte de la ciudadanía. En su caso no es
así. Pero da la impresión de que si lo fuese no le
importaría demasiado y no cambiaría su discurso.
Cree que la FED y su presidente, Ben Bernanke,
están expandiendo de forma ilimitada las
inyecciones de liquidez al sistema financiero y que
la estrategia de compras de deuda pública propia
por parte de la entidad provoca una distorsión muy
perjudicial de larga duración. Lo expresa
afirmando que «Nuestro sistema monetario parece
necesitar una expansión permanente para mantener
su existencia». Esto, en su opinión, provoca que
para mantener el crecimiento en la primera
economía del mundo se precise ahora de una
financiación cinco veces superior a la que era
necesaria veinte años atrás.

Muy negativo con España

Con las deudas públicas europeas y su evolución


no es menos mordaz, cuando no extremadamente
cruel. Pronostica nuevos y más duros problemas
para 2013 y no descarta la posibilidad de una
situación extrema de ruptura del mercado. En este
sentido parece operar. Es, recordando el título de
aquella película de 1992 protagonizada por
Rebecca de Mornay, la perversa niñera, como «la
mano invisible que mueve la cuna», en este caso
los mercados de bonos. Con España y su situación
no tiene contemplaciones. No es algo nuevo. Lleva
desde el 2010 emitiendo opiniones muy negativas
que revelan su participación en las operaciones de
acoso y derribo de la deuda hispana.
Empezó en su carta a los inversores de enero
de 2010. Entonces lo hizo de forma indirecta.
Dibujó un gráfico. En el eje de las ordenadas
(vertical) situó el porcentaje de déficit público
sobre PIB. En el eje de las abscisas (horizontal) el
porcentaje de deuda estatal en circulación sobre
PIB. Relacionó ambos datos y trazó varios
círculos que denominó «anillos» y diferenció por
colores. En el verde situó a los más solventes e
incluyó dentro del mismo a tres países: Australia,
Dinamarca y Finlandia. El color amarillo, de
menor calidad que el verde, tampoco hacía
presagiar problemas. Dentro de este grupo colocó
a Alemania, Canadá, Países Bajos, Noruega y
Suecia. Finalmente estaba el grupo rojo, al que
denominó enfáticamente «anillo de fuego»,
representándolo visualmente con llamas alrededor.
España formaba parte del mismo junto con Estados
Unidos, Francia, Italia, Irlanda, Japón y el Reino
Unido. A Grecia lo incluía dentro de esta
clasificación, pero a punto de salir del «anillo de
fuego» y encaminarse a ninguna parte. Eran los
momentos en los que el recién llegado gobierno de
Giorgios Papandreu había reconocido una deuda
pública superior a la comunicada hasta la fecha,
pero poco antes de conocerse la ocultación que
Goldman Sachs diseñó en el año 2000 para que la
república helena entrase a formar parte del euro.
En mayo de 2010 ya subió el tono
notablemente. Cuestionó el rating máximo (triple
A) que las agencias de calificación Moody´s y
Fitch otorgaban por aquel entonces a la deuda
española. Lo hizo de la siguiente manera en su
carta mensual: «Aquí tenemos un país con un 20
por ciento de paro, un déficit por cuenta corriente
del 10 por ciento, que ha suspendido pagos trece
veces en los dos últimos siglos». No pudo ser más
duro. Su expresión sorprendió a muchos, indignó a
quienes no le conocían (la mayoría) y sembró de
temor a los pocos que sabían con quién se estaban
enfrentando. Completó el mensaje anterior
explicando que se trata de un país «cuyo destino
depende cada vez más de la amabilidad de la
Unión Europea y del Fondo Monetario
Internacional para rescatarlo». Al decirlo
despertaba dos terribles amenazas que se ciernen
sobre nuestra economía: suspensión de pagos o
intervención.
Dos años después las afirmaciones sobre la
situación española eran más sangrantes. En abril
de 2012 escribió en su carta mensual que «Grecia
es un grano, Portugal es un forúnculo y España es
un tumor», en referencia a la inestabilidad de la
zona euro. Pero en octubre de ese mismo año ya se
manifestó con mucha mayor claridad: «España
debe tragarse su orgullo y pedir ayuda inmediata».
Con ello venía a decir que se estaba bordeando
una situación límite. También que él, desde su
fondo, estaba operando para que esto fuera así y
con ello obtener buenos rendimientos.

Vida personal

Gross es de origen canadiense. Nació en 1944 en


Ottawa. Se trasladó con sus padres a San
Francisco cuando contaba diez años. Tiene la
nacionalidad estadounidense. La formación
religiosa que recibió en su infancia fue en la
Iglesia Presbiteriana, pero en la actualidad no
profesa ningún credo. En su primera juventud
aspiraba a ser una estrella de rock, según confiesa
ahora, pero se graduó en Psicología en la
Universidad de Duke, situada en Carolina del
Norte, fundada por cuáqueros y metodistas, la
misma a la que asistió el denostado presidente
Richard Nixon. Después sirvió como oficial de
marina en la guerra de Vietnam. Al acabar su
servicio militar obtuvo una maestría en
administración de empresas (MBA) por la
Universidad de California (UCLA). Al poco de
terminar su formación sufrió un grave accidente de
automóvil, que le dejó sin una parte de su cuero
cabelludo, por eso tiene una frente tan despejada.
Una vez recuperado, tomó la decisión de ser
jugador profesional de blackjack. Estuvo cuatro
meses dedicado a esta actividad en los casinos de
Las Vegas. Explica que dedicó dieciséis horas al
día a este «trabajo» aplicando modelos
matemáticos y que fruto de su dedicación convirtió
doscientos dólares en diez mil.
Una vez concluida esta etapa, volvió a
California, a Newport Beach, donde está la sede
de su gestora, y consiguió un puesto de analista en
el grupo asegurador Pacific Life, bajo cuyo
paraguas fundó PIMCO en 1971. Hoy es el número
206 de la lista Forbes de millonarios de Estados
Unidos. Dice que disfruta de su trabajo y que no
abriga ninguna intención de jubilarse. Tiene dos
hijos de su primer matrimonio y uno del segundo.
Posee varias propiedades inmobiliarias, la última
de las cuales adquirió, a mediados de 2011, por 35
millones de dólares, a la actriz Jennifer Aniston.
Bill Gross es también un apasionado filatélico y
dueño de una de las tres mejores colecciones de
sellos de Estados Unidos.
Sus donaciones políticas se han dirigido
siempre hacia los demócratas y en concreto a las
dos campañas presidenciales de Barak Obama.
Pero no se puede afirmar que haya dedicado
grandes sumas. Donde sí destaca es en la actividad
filantrópica. La Universidad de Duke se benefició
con 23,5 millones de dólares. Aportó financiación
al Millennium Village Project, un proyecto de
desarrollo rural en diez países africanos
promovido por Naciones Unidas y desarrollado
desde la Universidad de Columbia. Donó 20
millones de dólares al Hoag Memorial Hospital
Presbyterian y 10 millones más a un proyecto para
la investigación de células madre desarrollado por
la Universidad de California. Es el principal
financiador de la ONG suiza Médicos sin
Fronteras, acreedora del Nobel de la Paz en 1999.
Notas
1 El estudio más completo sobre este operador lo
realizó Amir Weitmann en su libro El caso Madoff: los
secretos de la estafa del siglo, editado en España por La
Esfera de los Libros.
2 Almanaque del Gotha. Era una publicación en la
que se recogían todos los datos relacionados con las casas
reales europeas. Se inició en la segunda mitad del siglo
XVIII y en una segunda etapa se amplió a las familias de la
alta aristocracia. Desapareció después de la II Guerra
Mundial. El término Gotha como palabra de uso coloquial
se utiliza para definir a quien pertenece a un grupo selecto
de elegidos.
3 Carlo Ponzi fue un emigrante italiano que
desarrolló en Estados Unidos un esquema fraudulento de
captación de fondos de pequeños ahorradores a los que
ofrecía intereses muy elevados en un corto periodo de
tiempo. No invertía los recursos obtenidos de sus
clientes, sino que los utilizaba para pagar extratipos. El
sistema funcionó mientras las entradas de nuevo dinero le
permitieron abonar intereses muy elevados. Cuando la
comunidad financiera empezó a cuestionar sus métodos y
los medios de comunicación se hicieron eco de las dudas
del sector, el sistema empezó a fallar por falta de nuevos
clientes. Finalmente se descubrió la estafa. En 1920 el
gobierno federal de los Estados Unidos intervino su
entramado.
4 El autor, por falta de conocimientos suficientes,
evita tratar de los mercados asiáticos, con Japón a la
cabeza.
Cualquier forma de reproducción, distribución,
comunicación pública o transformación de esta obra solo
puede ser realizada con la autorización de sus titulares,
salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO
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