Los Reyes de Las Finanzas - Angel Boixados PDF
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Los Reyes de Las Finanzas - Angel Boixados PDF
EL ROAD SHOW
DEL EXPRESIDENTE DEL
GOBIERNO
RATING,
LOS CALIFICADORES DE
SOLVENCIA
¿Qué es un rating?
SUPERVISIÓN Y VIGILANCIA.
INTEGRIDAD DE LOS MERCADOS
Regulación o desregulación
LOS BANQUEROS
CENTRALES OCCIDENTALES
L ostradicionalmente
banqueros centrales, funcionarios
formados dentro de la propia
institución, han sido hasta fechas recientes (con
alguna excepción) unos personajes poco conocidos
por las opiniones públicas de sus respectivos
países. Se les ha calificado como inteligentes
hombres grises, poco dados a intervenir en los
debates mediáticos y protegidos por una aureola
de cierto misterio. A esto último contribuía su
especial forma de expresarse en los foros
públicos. Sus palabras (siempre muy contenidas,
respaldadas en un texto escrito y vertidas en
contadas ocasiones) resultaban indescifrables para
el común de los mortales. Hablar por ejemplo de
la masa monetaria o de la velocidad de circulación
del dinero y sus efectos sobre la estabilidad futura
de los precios de la economía dejaba cuando
menos pasmado a más de un ciudadano lego en la
materia. Pero también a los especialistas, que
tenían que leer y releer con atención sus
declaraciones para interpretarlas e intuir las
intenciones o advertencias que escondían detrás de
sus mensajes. Algo parecido a lo que ocurría con
los llamados «kremlinólogos» occidentales,
especialistas en descifrar e interpretar los
mensajes del Kremlin durante los oscuros tiempos
de la Guerra Fría.
Tradicionalmente, entre los banqueros
centrales se valoró la discreción y su escasa
vinculación con las urgencias de los mandatarios
políticos. Esta casta de altos funcionarios, ajenos a
la vanidad de los campeones financieros, aparecía
como un mundo aparte. Una vez jubilados y
cumplida su misión «terrenal» solían retirarse en
silencio. De alguna manera se les podía asimilar
con unos estrictos monjes castos y puros,
supervisores de la solvencia y del cumplimiento
normativo, capaces de hacer frente a la
incontenible voracidad de los financieros
sometidos a su vigilancia. Estos últimos, por muy
ricos y poderosos que fueran, sentían un temor
reverencial a la hora de rendir cuentas de sus
actuaciones ante quienes vigilaban sus prácticas.
Sirva como ejemplo de esta afirmación una
anécdota real protagonizada por un antiguo
director general del Banco de España
(responsable de la supervisión) ya fallecido. Un
día, a principios de la década de los ochenta del
siglo pasado, convocó de urgencia (esa misma
tarde) a los todopoderosos presidentes de los
grandes bancos. Estos formaban un oligopolio
(entonces casi perfecto) conocido como el Club de
los Siete Grandes, en el que pactaban (además,
respetando lo pactado) los precios de los
préstamos y de los depósitos ofrecidos a sus
clientes. El poder de estos personajes era casi
ilimitado. Su respetabilidad no se podía
cuestionar. Ante ellos acudían para solicitar
financiación y favores personales tanto políticos
poderosos como empresarios millonarios. Pues
bien, los campeones de la banca llegaron
puntualmente a la sede del Banco de España con
sus coches blindados y toda la parafernalia de
seguridad que habitualmente les rodeaba en sus
desplazamientos. De las cocheras de la entidad
pasaron al despacho del director general, que les
había convocado. Allí les recibió Ángel
Madroñero, así se llamaba. No les invitó a
sentarse. Se limitó en algo más de cinco minutos a
reconvenirles con dureza por una práctica que
estaban llevando a cabo y les instó a corregirla de
inmediato. Acto seguido les indicó la puerta de
salida de su despacho. Los poderosos banqueros
obedecieron disciplinadamente al banquero
central, una persona que cobraba un sueldo de alto
funcionario muy inferior a los emolumentos y otras
gabelas de las que se beneficiaban los hacendados
financieros a los que había convocado. No en vano
Ángel Madroñero, como el resto de sus pares del
Banco de España, estaba ungido por la
incontestable autoridad (no solo moral) que
emanaba de la institución a la que representaba.
Este ejemplo, que puede aplicarse a los
bancos centrales de otros países desarrollados,
sirve para visualizar la fuerza que tenían. También
para entender por qué en un momento dado se
consideró oportuno dotar a estas instituciones de
un estatuto legal de autonomía o de independencia
frente al poder político de turno. Pero ahora todo
está en revisión. Sus silencios ya no son
apreciados en una sociedad tan mediática como la
actual, en la que los ciudadanos exigen
explicaciones inmediatas del porqué del deterioro
de sus condiciones de vida en un entorno de grave
crisis económica como el actual. Es por eso que se
impone tratar de explicar quiénes son los tres
grandes bancos centrales del mundo occidental y
sus responsables actuales.
Ben Bernanke
Banco de Inglaterra
Mark Carney
LA HUMILLACIÓN DE LA OLD
LADY
E ndella Reino
reciente historia financiera y económica
Unido aparece marcada con tinta
roja una fecha en la que se produjo un hecho hasta
ese momento difícil de imaginar. Fue el miércoles
16 de septiembre de 1992. Ese día el Banco de
Inglaterra se vio obligado a reconocer
públicamente que no podía defender el cambio de
su moneda, la libra esterlina. Después de gastar
todas sus reservas de divisas y también de dejarse
en el empeño las que le habían prestado tanto la
FED de Estados Unidos como el Bundesbank de
Alemania, la respetada y más que centenaria
institución admitió su impotencia y tiró la toalla.
La particularidad de esta situación es que enfrente
no tenía a un estado o a otro banco central, sino a
operadores de los mercados y especialmente a uno
de ellos. Se llama George Soros, quien desde el
fondo de alto riesgo Quantum que gestionaba con
su colega Stanley Druckenmiller consiguió en una
apuesta muy arriesgada doblegar el orgullo
británico y obtener cuantiosos beneficios con ello.
La fecha ha pasado a la historia económica
bajo la denominación de Miércoles Negro (Black
Wednesday). A su principal causante, el operador
Soros, los cronistas de los mercados financieros lo
bautizaron con indisimulada admiración como: «el
hombre que rompió al Banco de Inglaterra». A
partir de ese día esta persona se convirtió en
personaje casi mítico para los operadores de las
salas de negociación y para los gestores de fondos
de alto riesgo (hedge fund). Todos ellos
encontraron un modelo a seguir, un héroe moderno
que además se siente cómodo con el personaje que
encarna. En cualquier caso, resulta indiscutible
que fue humillante para la venerable Vieja Dama
(Old Lady) admitir su impotencia a la hora de
frenar la marea especulativa encabezada por el
dúo Soros-Druckenmiller.
¿Cómo se pudo llegar a esta situación? ¿Por
qué unos simples gestores de fondos especulativos
pudieron con un estado fuerte y con su
experimentado banco central? Una primera
respuesta genérica a ambas preguntas es que ellos
no crearon la situación, sino que supieron
interpretar la coyuntura y anticiparse a ella.
Además les favoreció la suerte. Esto siempre es
necesario. Es indiscutible que los gestores del
fondo Quantum arriesgaron mucho, tanto que
podrían haber perdido hasta la camisa en el
empeño. De hecho, sus operaciones estuvieron
financiadas por generosas líneas crédito, con un
grado de apalancamiento muy elevado. Esto no
debe sorprender. Esta forma de proceder entra
dentro de la práctica operativa habitual de los
fondos de cobertura. El dúo Soros-Druckenmiller
tuvo la fortuna de acertar con los tiempos y
además beneficiarse de los errores de sus
adversarios.
En el apartado de los errores es preciso citar
con letras mayúsculas y caracteres destacados al
entonces ministro de Hacienda (canciller del
Exchequer). Este no es otro que el inclasificable
Norman Lamont. ¿Pero quién es Lamont? Se trata
de un antiguo parlamentario conservador de larga
trayectoria que participó en el segundo nivel de
los gobiernos de Margaret Thatcher y acabó
siendo secretario del Tesoro con John Major
cuando este estuvo al frente del Exchequer. Desde
esta posición abogó por la integración de la libra
en el Sistema Monetario Europeo (SME), pero con
el tiempo su sensibilidad cambió, dado que ahora
es un furioso euroescéptico que actúa con
vehemencia en este sentido desde distintos think
tanks. Cuando Major ascendió al puesto de primer
ministro en sustitución de la Dama de Hierro,
Lamont le sucedió como ministro de Hacienda y
tuvo como uno de sus asesores al actual premier
británico, David Cameron. Su vanidad, su mala
suerte, sus palabras de más y su aparente
desconocimiento del funcionamiento real de los
mercados financieros globales le llevaron a dar
instrucciones equivocadas al Banco de Inglaterra
en la tarea de proteger el cambio de la divisa
británica. Pero es que su personalidad no deja
indiferente a sus compatriotas. Para unos fue un
brillante canciller del Exchequer que promovió
importantes cambios estructurales que a la larga
beneficiaron a la economía británica. Para otros se
trata de un proyecto fallido de político de altura,
con ribetes de vodevil en su personalidad.
Ahora es el muy honorable lord Norman,
primer barón Lamont of Lerwick. El título
nobiliario lo obtuvo por recomendación de
William Hague, antiguo líder del Partido
Conservador y ahora ministro de Asuntos
Exteriores británico. Este honor se lo negó John
Major al cesarle de su gobierno, aunque su salida
se vistió como una dimisión. Precisamente su
abandono de la primera línea política fue
anunciado de forma sorprendente. Lo realizó su
madre en una indiscreción a un periódico local. La
buena señora, que hizo las delicias de sus
compatriotas, se convirtió durante unos breves
días en una estrella mediática. Todos los medios
querían entrevistarla y ella les puso una tarifa de
veinte libras por pregunta o de cuarenta por
pregunta doble, en este último extremo sin
posibilidad de negociación a la baja. Antes
Lamont había hecho frente a varias controversias
ajenas a su desempeño en el gobierno. Al ser
nombrado ministro de Hacienda se fue a vivir a la
residencia oficial del canciller del Exchequer.
Entonces alquiló su casa particular a una señora
que —¡mala suerte!— resultó ser una prostituta de
altos vuelos. Al descubrir la profesión de su
inquilina, optó por echarla, pero esta se resistió.
Para ello contrató los servicios de unos abogados,
y el escándalo surgió al hacerse público que parte
de la minuta de sus asesores jurídicos había sido
abonada con dinero público. Además, sus gastos
personales fueron escrutados hasta el detalle, a
través del extracto de su tarjeta de crédito
personal, al que accedieron algunos periódicos.
Ahí tuvo otro problema. Tuvo que explicar por qué
una noche compró una botella de champán fría en
una licorería de Paddington, detalle que
determinada prensa atribuyó a una cita de alto
voltaje. El aludido negó la mayor y dijo que lo que
había adquirido eran tres botellas de vino. El
«todo Londres» se regocijó con la anécdota.
Al margen de estos curiosos detalles
personales, Lamont tuvo que hacer frente a una
complicada coyuntura económica como
responsable de la cartera de Hacienda, tarea que
desempeñó entre noviembre de 1990 y mayo de
1993. Un mes antes de acceder al cargo la libra
había entrado a formar parte del SME, en una de
las últimas apuestas del entonces agónico gobierno
de Margaret Thatcher. Esto comportaba mantener
una disciplina en el cambio de la moneda. Su valor
no debía superar las bandas de fluctuación (2,25
por ciento arriba o abajo para los países más
fuertes —Reino Unido— y 6,2 para los más
débiles) sobre las que se basaba el mecanismo de
cambios fijos del SME. Correspondía a cada uno
de los bancos centrales evitarlo con intervenciones
en los mercados de compra o de venta de su
moneda, según los casos. En esas fechas la
economía británica atravesaba por una fase de
inflación muy elevada. Este fue uno de los motivos
por los que el Reino Unido decidió entrar en el
SME. Buscaba acercarse a la inflación de
Alemania, que era netamente inferior.
Alemania estaba en aquellos años inmersa en
el proceso de reunificación del país, después de la
caída del Muro de Berlín. En ese contexto el
gobierno del entonces canciller Helmut Kohl tomó
una decisión política de amplia trascendencia
monetaria. Aplicó un cambio paritario en la
conversión de la moneda del este (que no valía
prácticamente nada) frente al marco del oeste. Esto
provocó temores, muy fundados, de
recalentamiento de su economía, y ello obligó a
aumentar exponencialmente la emisión de dinero
por parte del Bundesbank. Para evitar las
consecuencias inflacionistas de esta decisión, el
banco central alemán empezó a subir su tipo de
descuento. El 16 de julio de 1992 alcanzó un
máximo histórico del 8,75 por ciento. Pocos días
antes, el 2 de julio, la Reserva Federal de Estados
Unidos situó su tasa de descuento en el 3 por
ciento, su nivel más bajo desde 1963. Como
resultado de la combinación en el tiempo de ambas
decisiones el marco alcanzó su cotización
histórica más elevada frente al dólar. Antes se
habían producido en Europa dos acontecimientos
de naturaleza política que afectaban a la confianza
en el SME. El 2 de junio Dinamarca rechazó en
referéndum formar parte del sistema de cambios
fijos o mejor dicho no participar en el Tratado de
la Unión Europea. Al día siguiente Francia anunció
otra consulta sobre la materia para el 20 de
septiembre, que finalmente lo aprobó por un
margen muy estrecho.
En el verano de 1992 se desató un proceso de
compras de marcos en los mercados, propiciado
no solo por la confianza que existía en la moneda
alemana, sino también por los elevados
rendimientos que ofrecía. Esto puso a prueba los
equilibrios internos del SME. La libra británica, la
peseta española y la lira italiana fueron las
primeras perjudicadas. El franco francés también
empezó a sufrir, aunque en menor medida. Pero a
mediados de 1992 eran muy pocos los que
vislumbraron que estos desequilibrios acabarían
por provocar una situación sin salida para la libra
esterlina. El dúo Soros-Druckenmiller fue uno de
los pocos que lo adelantó y empezó a construir
importantes posiciones especulativas apostando
por una depreciación de la divisa británica más
allá de los límites del SME.
Ante esta compleja coyuntura planteada por
la apreciación del marco, el Banco de Inglaterra se
vio forzado a realizar varias subidas de tipos de
interés. Este encarecimiento del crédito incidía de
forma negativa en el crecimiento de la deprimida
economía británica. Pero el Reino Unido no podía
permitirse no cumplir el compromiso de bandas de
fluctuación de la libra, adquirido al entrar a formar
parte del sistema de cambios fijos. Por ello el
Banco de Inglaterra se veía obligado a intervenir
directamente en los mercados utilizando sus
reservas para comprar partidas de su moneda, con
el objetivo de reforzar su cotización. Una situación
similar era la que atravesaban tanto la peseta
española como la lira italiana.
La defensa del tipo de cambio se estaba
convirtiendo en un compromiso muy difícil, si no
imposible de sostener para el Reino Unido por los
elevados costes que comportaba. No se podían
seguir manteniendo unos valores artificiales en
relación con el marco. Con estos difíciles mimbres
concluyó el verano de 1992 y se entró en
septiembre. A principios de ese mes el gobierno
británico, con Lamont a la cabeza, reafirmó su
compromiso de mantener a la debilitada libra
esterlina dentro de la disciplina cambiaria del
SME. Pero las reservas de divisas del Banco de
Inglaterra se estaban agotando por las sucesivas
intervenciones que se veía obligada a realizar.
Conscientes de las oportunidades que se
planteaban, el dúo Soros-Druckenmiller construyó
importantes posiciones (cortas) de venta de libras,
utilizando para ello productos derivados (opciones
y futuros). En paralelo tomaron en préstamo
importantes depósitos en libras para
inmediatamente después venderlos en el mercado
de cambios. Completaron la jugada con fuertes
posiciones (largas) de compra de marcos. A
principios de septiembre la exposición contra la
divisa británica del fondo Quantum alcanzaba un
valor de 15.000 millones de dólares. En el
análisis, quien detectó antes que nadie los
desequilibrios y la oportunidad de negocio fue
Druckenmiller. Este experto en el mercado de
divisas, considerado en su momento el mejor del
mundo en su especialidad, diseñó el conjunto de la
estrategia contra la libra esterlina. Pero quien
decidió ir a por todas con posiciones gigantescas
(inimaginables hasta esas fechas) y saltar a la
yugular sin contemplaciones en el momento
adecuado fue Soros. Este reparto de papeles
explica el éxito conseguido el Miércoles Negro
por este dúo letal para los intereses británicos.
Era un ejercicio muy arriesgado. Los
compromisos del SME imposibilitaban en teoría
que la libra se debilitase más. El corsé de la
pertenencia al SME lo impedía. Los acuerdos
políticos del Tratado de la Unión Europea
también. Pero la presión especulativa de los
mercados tensó tanto estas resistencias que
acabaron por hacerlas saltar en pedazos el
Miércoles Negro. Los gestores de Quantum
iniciaron el proceso. Sus ventas masivas de libras
crearon tendencia y arrastraron al conjunto de los
agentes de los mercados de cambios. Al sumarse
todos ellos en la misma dirección se generó algo
parecido a una ola imparable, un tsunami de ventas
de la divisa británica que ya nada, ni nadie (véase
el Banco de Inglaterra) pudo frenar.
Norman Lamont se puso a la cabeza de la
defensa numantina de la permanencia de la moneda
de su país en el SME. Al hacerlo cumplía no solo
con sus más íntimas convicciones de entonces,
sino con el mandato de su primer ministro, John
Major. Lo hizo con vehemencia y con el orgullo de
pertenecer al antiguo imperio que hasta el inicio
de la I Guerra Mundial había sido la potencia
dominante del planeta. Estaba en juego el orgullo
de la vieja Inglaterra del We shall never surrender
(no nos rendiremos jamás), como proclamaba ante
la Cámara de los Comunes Winston Churchill en
los tiempos más oscuros para la isla al calor del
inicio de la Batalla de Inglaterra, entre la Royal
Air Force y la Luftwaffe, en la II Guerra Mundial.
El drama empezó a vislumbrarse de forma
casi inequívoca el lunes 14 de septiembre. El día
anterior parecía haberse alcanzado un acuerdo de
realineamiento de las paridades dentro del SME.
A tenor del mismo se esperaba un gesto decidido
del Bundesbank por medio de una bajada decidida
de su tipo de descuento. Así lo hizo, por primera
vez en cinco años. Pero la reducción fue casi
simbólica, de 0,25 puntos. Se trataba de una
reacción destinada a salvar la cara, absolutamente
cosmética e insuficiente para frenar la presión
especulativa de los mercados de cambios. Lamont
declaró ese día que «la cuestión no es cambiar la
paridad de la libra frente al marco alemán y
haremos todo lo que sea necesario para
conseguirlo». Su firmeza parecía incontestable y
dio instrucciones al Banco de Inglaterra de
emplearse a fondo con este fin. El gobierno
británico trató de defenderse calificando el
movimiento del Bundesbank de «reducción muy
significativa», pero los sectores euroescépticos
del Partido Conservador la calificaron de «cínica
operación de cosmética». Las relaciones entre
Alemania y el Reino Unido estaban tensándose al
máximo.
Todo estalló el miércoles 16 de septiembre.
Ese día, siguiendo las instrucciones de Lamont, el
BOE subió su tipo de intervención en dos
ocasiones en un último intento de apreciar la libra.
Primero pasó del 10 al 12 por ciento y luego lo
aumentó hasta el 15 por ciento. También autorizó a
la entidad a utilizar en el empeño todas sus
reservas de divisas. En esa jornada el dúo Soros-
Druckenmiller se empleó también a fondo
aumentando sus compras de marcos y ventas de
libras hasta situarlas en una posición cercana a los
15.000 millones de dólares. A las siete de la tarde
de ese día el gobierno de Su Majestad tiró la
toalla. Un compungido Lamont admitió la derrota
en una intervención dramática. El orgullo de los
paladines de la vieja Inglaterra, del antiguo
Imperio Británico, sufrió una herida casi mortal.
Al día siguiente tanto la libra esterlina como la
lira italiana abandonaban la disciplina del SME.
Al tiempo la peseta española afrontaba una
segunda devaluación del 5 por ciento, reafirmando
con esta decisión su voluntad de permanecer en el
sistema de cambios fijos.
El fondo Quantum había obtenido con su
apuesta un beneficio de 1.000 o 1.100 millones de
dólares. Por si esto no fuera suficiente,
Druckenmiller, en una segunda estrategia ligada a
la principal, compró importantes partidas de bonos
alemanes a largo plazo. Esta posición, mucho
menos conocida, redondeó sus ganancias hasta un
nivel no conocido. Las estimaciones de pérdidas
para el Tesoro británico fueron inicialmente
pavorosas: se llegó a hablar de hasta 27.000
millones de euros. Pero estas finalmente se
acotaron en 3.300 millones de euros. Un informe
oficial elaborado en 1997 y hecho público en 2005
gracias a la denominada Ley por la Libertad de
Información (Freedom of Information Act), las
enmarcó en esa cifra.
En la explicación de los aciertos en las
previsiones del dúo Soros-Druckenmiller no se
puede obviar un dato muy relevante. Al margen de
haber sabido leer correctamente el escenario y
adelantarse en su toma de posiciones, hay otra
circunstancia crucial. Esta es la notable capacidad
de apalancamiento (endeudamiento) de la que
disponía el fondo Quantum. Esto es algo habitual
en la dinámica de funcionamiento de los hedge
fund. Sin la posibilidad de acceso a un crédito
casi ilimitado no podrían haber construido unas
apuestas especulativas de la envergadura antes
descrita. Estas líneas de crédito provenían de al
menos dos grandes fuentes: el banco
estadounidense Citibank y la casa Rothschild.
Volviendo al ministro de Hacienda británico
de la época, Norman Lamont, este no dimitió. No
lo hizo a pesar de las fuertes presiones en este
sentido tanto desde la oposición laborista y
liberal, como desde los furiosos euroescépticos de
las propias filas conservadoras. Como
consecuencia del Miércoles Negro las relaciones
entre Alemania y el Reino Unido se deterioraron
de manera notable. El punto más crudo de estas
diferencias se visualizó poco después. El martes
28 de septiembre el Bundesbank hizo llegar al
Ministerio de Asuntos Exteriores británico
(Foreign Office) un informe sobre los esfuerzos
realizados por la institución para defender la
permanencia de la libra en el SME. Lo firmaba el
presidente del banco central germano, entonces
Helmut Schlesinger. En el mismo, con esa
minuciosidad tan típica alemana y en este caso
muy poco diplomática, se buscó desbaratar punto
por punto los argumentos utilizados por el
Exchequer para justificar el derrumbamiento de la
libra esterlina. De sus conclusiones se deducía que
Norman Lamont era el principal responsable de la
crisis. Al día siguiente, The Financial Times
(periódico económico europeo de referencia)
reproducía casi íntegramente el texto, después de
que se lo hubiese facilitado la embajada alemana
en Londres. No solo eso, el rotativo exigía en su
editorial la dimisión o el cese de Lamont. Este
reaccionó acusando a Alemania de quebrar «la
confidencialidad de las comunicaciones
diplomáticas». El jueves 1 de octubre, en un gesto
inusual, el Foreign Office convocó al embajador
alemán para mostrarle su disconformidad con la
filtración y exigirle explicaciones. Para exacerbar
aún más los ofendidos ánimos nacionalistas
ingleses más tradicionales, el diplomático era
Hermann Freiherr (barón) von Richthofen. Ni más
ni menos que un sobrino-nieto del Barón Rojo, el
gran as de la aviación alemana de la I Guerra
Mundial y el piloto de caza con más victorias de
toda la contienda.
¿Cuáles fueron algunas de las primeras
consecuencias del Miércoles Negro? La primera,
que un banco central, por muy importante y
experimentado que fuese, no podía hacer frente a
las presiones generalizadas de los mercados
financieros globales. Estos, al amparo del SME, se
beneficiaron de la progresiva eliminación de los
controles de capitales en el contexto del Tratado
de la Unión Europea. Una circunstancia que
Norman Lamont y su equipo no midieron
suficientemente. No valoraron las limitaciones de
su potencial al enfrentarse a los agresivos gestores
de los fondos de cobertura en el entorno de las
nuevas prácticas de los mercados internacionales.
Todo ello sin olvidar que Alemania y su banco
central estuvieron todo el rato remando en sentido
contrario al interés común del SME. La memoria
histórica de la desastrosa hiperinflación de la
República de Weimar (1919-1933) les atenazaba.
La segunda, que los Soros-Druckenmiller de
turno y sus émulos habían adquirido un poder
inusitado, capaz de doblar (¡¡y de qué manera!!) la
resistencia de un estado tan poderoso como el
británico. Había empezado una nueva época: la de
los grandes operadores (Big Players) de los
mercados financieros. A partir de esa fecha, el
miércoles 16 de septiembre de 1992, ya nada sería
igual. Había nacido una estrella, el señor George
Soros, y una nueva legión de operadores tomaba a
este, llamémosle «nuevo héroe», como un modelo
a seguir.
La tercera, que el gobierno alemán y su banco
central se vieron desbordados por los
acontecimientos, aunque estuvieron en el origen de
los mismos. No parece probable que deseasen un
escenario de práctica ruptura del mecanismo de
cambios fijos del SME, antecedente del euro.
Menos aún una salida definitiva del Reino Unido
del proceso de convergencia hacia la Unión
Monetaria Europea, aunque no se puede ignorar
que esta desafección ya tenía su origen en 1984.
Entonces, ante la presión de Margaret Thatcher, se
articuló el llamado «cheque británico», una
excepción por medio de la cual se aplicaba un
descuento muy sustancial de la contribución del
Reino Unido a la entonces llamada Comunidad
Económica Europea (CEE). La Dama de Hierro lo
consiguió presionando a sus pares, los
mandatarios del viejo continente, con una frase que
ha hecho historia: «I want my money back»
(Quiero mi dinero de vuelta).
Las consecuencias para Alemania de la crisis
del SME fueron muy elevadas en costes de imagen
y de liderazgo moral. Se acusó de imperialismo a
la primera potencia económica de la Unión
Europea. La crítica más sangrante se resumía en
una frase apócrifa muy dolorosa para la
sensibilidad histórica germana: «Alemania ha
conseguido en 1992 con el marco lo que no
consiguió en 1939-1945 con sus panzers». Una
acusación muy dura para el primer contribuyente
neto de la Unión Europea, que ahora se repite al
calor de la crisis del euro. Cierto es que los
vecinos del norte nunca han destacado por ser
sutiles. También que las dotes diplomáticas no son
un punto fuerte de la mentalidad teutona. Quienes
sí ganaron con la crisis del SME, que tuvo su
epicentro en la libra esterlina, fueron las fuerzas
contrarias a la integración monetaria europea. Un
proceso que para muchos suponía perder
oportunidades de negocio, con la futura
desaparición de varias de las monedas más
antiguas del viejo continente.
Capítulo VII
SOROS-DRUCKENMILLER:
UN DÚO QUE MARCÓ UNA
ÉPOCA
George Soros
Tropiezo en Francia
«Soros is back»
Stanley Druckenmiller
Mucho menos vistoso es el perfil de quien le
acompañó varios años (entre 1987 y 2000) en su
recorrido por los mercados financieros. Este no es
otro que Stanley Druckenmiller, nacido en 1953
(veintitrés años menos que Soros) en Pittsburgh
(Estado de Pensilvania). No vivió las turbulencias
de juventud de Soros, ni afrontó los mismos
desafíos vitales (guerra, ocupación nazi,
dominación soviética, exilio). Tampoco parece
que tenga inclinaciones filosóficas, y sus escasas
donaciones a candidatos políticos estadounidenses
se han orientado mayoritariamente hacia las filas
republicanas, y, en cualquier caso, son muy
exiguas.
Donde sí destaca este antiguo operador es en
la actividad filantrópica. No en vano en 2009 fue
el ciudadano estadounidense que más fondos
destinó a distintos programas de ayuda a sectores
desfavorecidos o a la investigación médica. Nada
más y nada menos que 705 millones de dólares, lo
que le valió ser calificado ese año por algunos
medios de comunicación como el más generoso o
el más caritativo de sus compatriotas. Sus
donaciones, tarea que lleva a cabo conjuntamente
con su esposa, se centraron en el combate de la
pobreza y en el de la formación. Financia una
importante fundación no lucrativa, la Harlem
Children´s Zone, creada por uno de sus amigos de
la época universitaria, que se dedica a la
educación de niños de sectores socialmente
desfavorecidos con el objetivo de romper esa
terrible espiral denominada «ciclo generacional de
la pobreza». De sus programas se han beneficiado
unos 17.000 alumnos. Asimismo aportó 100
millones de dólares para crear un instituto de
investigación en el campo de la neurociencia del
centro médico Langone, dependiente de la
Universidad de Nueva York.
Estas nobles actividades no le impiden
desarrollar su faceta hedonista, aunque al respecto
no parece ser uno de los más exagerados entre los
multimillonarios triunfadores de la industria de los
fondos de cobertura. Se le conoce su afición por
los automóviles. Se dice que en su mansión de fin
de semana en Southampton, en la selecta zona de
los Hamptons, mantiene una flota de doce
vehículos para su uso y disfrute. También en el
aeropuerto de Teterboro, situado en Nueva Jersey
y muy utilizado para vuelos privados, siempre está
listo su avión, un Bombardier Global BD-700 (con
un precio en catálogo de 45 millones de dólares).
Vive con su mujer y sus tres hijas en Manhattan, en
el este de la calle 72, y tiene también una finca en
Florida (North Palm Beach) que adquirió en la
década de l990 por 6 millones de dólares. Juega al
golf y es aficionado al fútbol americano, en
concreto seguidor de los Pittsburgh Steelers
(ganador de seis anillos de la Super Bowl). Es
muy amigo de otro de los grandes operadores de
fondos de cobertura, el duro e implacable Paul
Tudor Jones II.
Relación con George Soros
HEDGE FUNDS.
FONDOS Y GESTORES DE
FONDOS
E nfinancieros
la estructura actual de los mercados
globales, los fondos de alto riesgo
en sus distintas acepciones (gestión alternativa o
libre) desempeñan un papel determinante. Están
detrás de buena parte de los grandes movimientos
especulativos que se registran con los valores
negociables (acciones, divisas, bonos). Son, por
definición, muy agresivos en su forma de actuar.
Recurren al apalancamiento (endeudamiento)
como vía habitual para incrementar sus apuestas.
No dan explicaciones de dónde están invirtiendo,
salvo de forma voluntaria a posteriori para
explicar o justificar a sus clientes los resultados
obtenidos. Buscan cerrar todos los años con
elevados beneficios, ya que esto es lo que venden
a sus inversores. Por ello también pueden obtener
grandes pérdidas como resultado de una filosofía
de actuación basada en la asunción de elevados
riesgos.
No son, por tanto, productos destinados a
preservar las pensiones o los ahorros con
rentabilidades que superen ligeramente la
inflación. Esta vertiente la cubren otro tipo de
fondos, los denominados en genérico «fondos de
inversión diversificados» o «fondos mutuos». En
estos últimos se busca limitar la posibilidad de
pérdidas con una cartera de inversiones muy
repartida y sobre la que sus gestores están
obligados a dar información periódica a sus
clientes. No utilizan la técnica del apalancamiento:
solo invierten los recursos de que disponen. Su
filosofía de actuación se centra en la combinación
de la compra de acciones cotizadas con la réplica
de índices bursátiles (integran los principales
valores de una determinada bolsa) que puede
combinarse con la adquisición de bonos de deudas
públicas o de activos monetarios (a corto plazo,
con bajo riesgo y muy líquidos). Además los
clientes de los fondos de estas características
pueden hacer efectivas sus participaciones con
rapidez, de inmediato o en un plazo muy corto de
tiempo. Pueden acceder a los mismos el común de
los ahorradores con sumas no muy elevadas.
En los fondos de cobertura ocurre todo lo
contrario. No son productos destinados al ahorro.
Están reservados a patrimonios muy elevados o a
inversores institucionales, que al entrar en los
mismos son conscientes de que asumen la
expectativa de elevados beneficios o la
posibilidad de pérdidas importantes. En su
filosofía de actuación son de todo menos
conservadores. Ello no ha evitado que se hayan
dado muchos casos de mala utilización de los
mismos. La crisis de las hipotecas basura
(subprime) de 2007 dejó en evidencia que varios
gestores de fondos de pensiones, cuya actuación
prioritaria debe ser la protección de las mismas,
habían invertido en estos productos. Casos de
estas características que fueron muy habituales en
Estados Unidos y provocaron fuertes pérdidas a
numerosos pensionistas obligaron al supervisor
(SEC) a endurecer los requisitos para limitar el
acceso a los mismos a clientes profesionales
(institucionales) o de muy altas rentas.
Quienes gestionan los fondos de cobertura o
hedge funds son agentes individuales (como
podría ser el caso de George Soros), casas de
bolsa o bancos de inversión. Las comisiones que
repercuten a sus clientes son mucho más elevadas
que en los fondos de inversión destinados a
proteger el ahorro o las pensiones. Estas tarifas se
resumen en una regla que suele aplicar esta
industria, que es la denominada «2 más 20». El 2
corresponde a la comisión de gestión del 2 por
ciento del capital invertido por cada cliente, que
se repercute con una periodicidad anual. El 20 es
el precio que se aplica a los inversores sobre el
rendimiento obtenido. Esto significa que el 20 por
ciento del beneficio alcanzado al término de cada
año es para el gestor del fondo de cobertura.
Esto último explica las grandes fortunas
personales que suelen acumular los profesionales
de éxito que se dedican a esta actividad. Son las
estrellas del mundo financiero actual. Algunos son
discretos, otros todo lo contrario. De los excesos
de estos últimos existen muchas huellas en las
páginas de sociedad. Es también una industria
dinámica y muy voraz. Dinámica porque
mantenerse en primera línea de la misma y con
buenos resultados permanentes es algo que está al
alcance de una minoría muy reducida. Voraz
porque quienes personificaron el éxito en un
momento dado pueden cosechar más tarde fracasos
muy notables.
La reciente historia de los fondos de
cobertura (una actividad que no ha cumplido aún
su primer siglo) lo demuestra con creces. En las
grandes crisis de los mercados algunas de sus
estrellas quedan engullidas por las pérdidas,
mientras que otras entran a formar parte del
selecto grupo de los elegidos.
La crisis de la libra esterlina en el Sistema
Monetario Europeo (SME) de 1992 consolidó a
George Soros y a Stanley Druckenmiller. Su fondo
Quantum obtuvo entre 1.000 y 1.100 millones de
dólares con el hundimiento de la divisa británica.
La crisis de las hipotecas basura (subprime) de
agosto de 2007 situó a John Paulson en el
firmamento. El derrumbamiento del mercado
inmobiliario estadounidense y la caída general de
las bolsas de ese año le reportó a su fondo un
beneficio de 15.000 millones de dólares y a él
personalmente una comisión de 3.700 millones.
Una publicación especializada, Institutional
Investors Alpha Magazine, calificó esta
retribución como «la mayor demostración
individual de creación de riqueza en un solo año a
lo largo de toda la historia financiera moderna».
Debe destacarse también que en esta crisis George
Soros no se quedó corto: el Soros Fund
Management se apuntó una comisión por
resultados de 2.900 millones de dólares.
Como ejemplo contrario se podría citar el
caso de Long-Term Capital Management (LTCM)
con la crisis de Rusia de 1998. Ese año la fuerte
caída del precio del petróleo, principal fuente de
ingresos estatales, provocó una súbita
depreciación del rublo y la suspensión del
servicio financiero (pago de intereses y repago del
principal) de la deuda estatal rusa. La
consecuencia de lo que entonces se llamó el
«efecto vodka» fue una convulsión generalizada en
los mercados internacionales con fuertes caídas en
los índices de las grandes bolsas. El LTCM perdió
en el proceso 4.600 millones de dólares y obligó a
intervenir a la Reserva Federal (FED) de Estados
Unidos para evitar lo que se denomina «riesgo
sistémico». Esta expresión se utiliza para definir
las situaciones en las que el sistema de pagos y el
sistema financiero en su conjunto entran en una
situación de inestabilidad que puede provocar su
quiebra. El caso del LTCM fue paradigmático de
los límites del negocio de los fondos de inversión
libre. Presumía de ser el fondo que utilizaba los
métodos operativos más sofisticados. Era lo
máximo, el sumun de la modernidad en la industria
de los fondos. Lo había fundado pocos años antes
John Meriwether, uno de los antiguos responsables
de Salomon Brothers (entonces uno de los grandes
bancos de inversión de Wall Street, posteriormente
integrado en Citigroup). En la dirección y
participando en las decisiones estratégicas
figuraban Myron Scholes y Robert C. Merton.
Ambos fueron premiados con el Nobel de
Economía en 1997 por la metodología que
desarrollaron para «determinar el valor de los
derivados». El LTCM se liquidó poco después.
Otro ejemplo, aunque distinto, de caída a los
infiernos en esta industria fue el que protagonizó
Ram Rajaratnam. En su caso, una sentencia de
culpabilidad por uso de información privilegiada
(inside trading) acabó con su carrera. Ahora
cumple una pena de once años de cárcel. El
patrimonio gestionado por su fondo de cobertura,
The Galleon Group, llegó a alcanzar, antes de
cerrar en octubre de 2009, los 7.000 millones de
dólares.
Capítulo IX
EL ESTALLIDO DE LA CRISIS
SUBPRIME
CRISIS SUBPRIME:
CRONOLOGÍA DE UN DESASTRE
John Paulson
Puntos oscuros
EUROPA EN TENSIÓN:
LA CRISIS DE LAS DEUDAS
SOBERANAS
E laplicado
término «crisis de las deudas soberanas»
a Europa y más específicamente a la
zona euro toma con rapidez el relevo a la crisis de
las hipotecas subprime localizada inicialmente en
Estados Unidos. Si esta última focalizó la
actualidad económica y financiera desde finales de
julio de 2007 hasta mediados de 2009, a partir de
finales de 2010 la zona del euro empezó a tomar
protagonismo como eje de todas las tensiones. Hoy
en día esta situación se mantiene sin que por estas
fechas sea posible aventurar cuándo y cómo
finalizará.
El deterioro se inició en Grecia. El país
heleno celebró el 4 de octubre de 2009 unas
elecciones generales anticipadas que perdieron los
conservadores de Nueva Democracia. El nuevo
inquilino de la Mansión Máximos, sede del
gobierno y residencia del jefe del ejecutivo, era el
socialista Giorgios Papandreu. Hijo y nieto de
primer ministro, había vencido en las urnas a
Kostas Karamanlis, a su vez sobrino de otro
primer ministro que también había sido presidente
de la República. El tercer Papandreu en ocupar la
jefatura del gobierno entró con un fuerte impulso
renovador. Uno de sus objetivos era poner orden a
las cuentas públicas. Por eso realizó un ejercicio
de transparencia. En noviembre, al hilo de la
presentación del proyecto de presupuestos del
Estado griego para 2010, retrasado por la
convocatoria electoral, el gobierno Papandreu
anuncia que el déficit público acumulado en 2009
pasa a ser de un 12,7 por ciento y la deuda
aumenta hasta el 113,4 por ciento del PIB. Al
hacerlo, activa el detonador de una bomba que al
explotar acabará por sumir al país heleno en el
caos actual.
Grecia no había entrado en el grupo inicial de
los once países fundadores del euro. Cuando la
moneda fue adoptada oficialmente (el 1 de enero
de 1999) no formaba parte del mismo. Era un
primer paso intermedio en el que dejaron de
existir las monedas de los once países
involucrados como sistemas de pago
independientes. Pero Grecia sí consiguió entrar en
el proceso dos años después, y cuando el 1 de
enero de 2002 el euro sustituyó a los distintos
billetes y monedas nacionales, desapareció
también el dracma. Para los ciudadanos de este
país conseguirlo fue un motivo de gran orgullo y
para el gobierno del entonces primer ministro, el
socialista Kostas Simitis, un éxito político
rotundo. Al menos así se vendió internamente.
Eran momentos de euforia, con los Juegos
Olímpicos de Atenas de 2004 en el horizonte. La
nueva Grecia moderna y próspera se abría camino.
La entrada en el euro trajo inflación pero también
muchos recursos. Eran tiempos de fuertes
inversiones en infraestructuras y de rápido
crecimiento en todos los sectores de actividad. El
dinero europeo fluía sin límite y el crédito
bancario también. Sin embargo, visto el final de
todo ello, se puede recurrir al siempre socorrido
refranero popular: «De aquellos polvos vienen
estos lodos».
La mentira griega
Bill Gross
Vida personal