CARLOS GÓMEZ SÁNCHEZ. Disidencia Ética y Desobediencia Civil PDF
CARLOS GÓMEZ SÁNCHEZ. Disidencia Ética y Desobediencia Civil PDF
CARLOS GÓMEZ SÁNCHEZ. Disidencia Ética y Desobediencia Civil PDF
1. Prehistoria de un concepto
ÉNDOXA: Series Filosóficas, n.' 10, 1998, pp. 381-403. UNED, Madrid
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decidí permanecer como otro cualquiera allí donde me colocaron y corrí, en-
tonces, el riesgo de morir, y en cambio ahora, al ordenarme el dios, según he
creído y aceptado, que debo vivir filosofando y examinándome a mí mismo
y a los demás, abandonara mi puesto por temor a la muerte o a cualquier
otra cosa [...]. Yo, atenienses, os aprecio y os quiero, pero voy a obedecer al
dios más que a vosotros 3.»
ficable, poco convencional, y que su talante está más cerca del libertarismo que
del liberalismo tradicional. En ese sentido es en el que habría que entender la
provocativa declaración con la que comienza su escrito sobre la «Desobediencia
civil»:
Acepto de todo corazón la máxima: «El mejor gobierno es el que go-
bierna menos», y me gustaría verlo puesto en práctica de un modo más rá-
pido y sistemático. Pero al cumplirla resulta, y así también lo creo, que «el
mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto»; y, cuando los hombres
estén preparados para él, ése será el tipo de gobierno que tendrán 5.
Estos textos plantean algunas de las cuestiones centrales que hemos de de-
batir a propósito de la desobediencia civil. Pues no se dejará de objetar que, si
cada cual hiciera en cada momento lo que estime en conciencia debe hacer, con
independencia de lo que digan las leyes, quizá la convivencia social se haría im-
posible. Y que, aunque ciertos casos de desobediencia pueden comprenderse
dentro de regímenes autoritarios, tal vez carezcan de justificación en los regí-
menes democráticos, en los que la soberanía radica en el pueblo, de donde ex-
trae su legitimidad el poder legislativo. Aunque, por otra parte, habría que pre-
guntarse en fimción de qué principios un ciudadano va a actuar en contra de
su propia conciencia; y, por tanto, hasta qué punto y en qué medida la desobe-
diencia civil puede estar justificada, si es que en algún caso lo está.
Antes de abordar esos problemas quizá no esté de más recordar que los es-
critos de Thoreau influyeron poderosamente en algunos hombres y movimien-
tos relevantes del siglo xx, como la no violencia activa de M. Ghandi o la lucha
por los derechos civiles y contra la segregación racial de los negros en Estados
Unidos, llevada a cabo en la década de los sesenta por Martin Luther King, que
le llevaba a decir en su discurso I have a dream, pronunciado en el Lincoln Me-
morial de Washington, en 1963, cinco años antes de ser asesinado:
Ayer soñé que llegará un día en que esta nación se levante y viva de
acuerdo con el verdadero sentido de su credo, según el cual consideramos co-
mo verdad evidente que todos los hombres fueron creados iguales. Ayer so-
ñé que llegará un día en que en las rojas colinas de Georgia, los hijos de los
antiguos esclavos y los hijos de los antiguos esclavistas puedan sentarse jun-
tos a la mesa de la fraternidad [...]. Con esta fe podemos extraer de las mon-
tañas de la desesperación la piedra de la esperanza. Con esta fe seremos ca-
paces de transformar la áspera discordia de nuestra nación en una hermosa
sinfonía de hermandad^.
Para precisarlo, seguiré la formulación que del mismo han hecho algunos de
los principales teóricos de nuestro días, como J. Rawls o J. Habermas.
Como las fiíndamentaciones de éste son muy diversas según los grupos y
personas que las defienden, la teoría de la justicia que se trata de alzar será, por
tanto, una concepción «política, no metafísica», que se atiene a un firme prin-
cipio de neutralidad firente a esas diferentes concepciones del bien. La coopera-
ción social no puede basarse, en una sociedad plural, en teorías morales gene-
rales y comprehensivas, incapaces de generar el suficiente acuerdo, sino que es
preciso recurrir a lo que Rawls denomina «consenso por solapamiento» {over-
lapping consensus), un acuerdo a partir del cual doctrinas distintas puedan afir-
mar las bases compartidas de los arreglos públicos.
Desde esos presupuestos, Rawls estima que los principios de justicia que se
elegirían serían los siguientes: 1.° Toda persona debe tener un igual derecho al
más extenso sistema total de libertades básicas iguales, compatible con un sis-
tema similar de libertad para todos. 2.° Las desigualdades sociales y económi-
cas deben estar ordenadas de tal forma que ambas estén: a) dirigidas hacia el
mayor beneficio del menos aventajado; y b) vinculadas a cargos y posiciones
abiertas a todos bajo las condiciones de una equitativa igualdad de oportunida-
des. A esos principios va unido un orden lexicográfico, que se manifiesta en la
11 J. RAWLS, «La justificación de la desobediencia civil», en Justicia como equidad, cit., 90-
101, cit., 91-92.
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prioridad del primer principio sobre el segundo, y de la segunda parte del se-
gundo principio sobre la primera.
Pero, ¿cuáles son esos límites y quién los marca? Pues, aunque se compren-
de lo que la argumentación de Rawls trata de señalar, parece que hay un con-
flicto no resuelto entre lo que Benjamín Constant —al que el propio Rawls ha-
ce referencia 13— llamaba la libertad de los antiguos y la libertad de los
modernos, o aquella esfera de libertad negativa en la que nadie, ni el soberano,
podría inmiscuirse, por más que el soberano no fiíese una persona determina-
da que impusiera sus leyes a los demás, sino, como lo quería Rousseau, todo el
pueblo.
Tratando de salvar, al mismo tiempo, la cooperación social y el respeto a las
posiciones disidentes, Rawls insiste en que, «aunque el ciudadano se someta en
su conducta al juicio de la autoridad democrática, no somete su juicio a ella. Y
IbieL, 93-94.
J. RAWLS, «Justicia como imparcialidad: política no metafísica», cit., 8.
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Pues bien, por desobediencia civil Rawls entiende «un acto público, no
violento y hecho en conciencia, contrario a la ley y habitualmente realizado
con la intención de producir un cambio en las políticas o en las leyes del go-
bierno» 1^.
En primer lugar, la desobediencia civil descansa en una convicción políti-
ca y no en la búsqueda del propio interés o del interés de un grupo. Se diri-
ge al sentido de justicia de la mayoría, advirtiendo que, en la sincera opinión
de los disidentes, no se están respetando las condiciones de la cooperación so-
cial.
En segundo lugar, aunque se infrinja una determinada ley, se respetan los
procedimientos legales, puesto que el castigo por aquella violación se espera y
se acepta sin resistencia, tratando de mostrar a la mayoría que la desobediencia
es sincera. Su carácter no violento hace de ella, pues, la expresión de una con-
vicción, una forma de discurso.
Rawls advierte que la no violencia puesta de manifiesto ahí es distinta de la
no violencia como principio religioso o pacifista, pues aunque los que se em-
barcan en la desobediencia civil actúan muchas veces llevados, en última ins-
tancia, por esos principios, lo básico, en una sociedad democrática, es la apela-
ción a la base moral de la vida pública —lo que conecta con su concepción «no
metafísica» de la justicia—, hasta el punto de que, fi-ente a lo defendido por de-
terminadas corrientes pacifistas, el desobediente civil, si sus demandas son rei-
teradamente desatendidas, puede adoptar otras medidas más activas de resis-
tencia.
17 Ibid, 97.
18 IhU, 98.
19 J. HABERMAS, «La desobediencia civil», Leviatdn 14 (1983), 9 9 - 1 1 1 , cit., 1 0 1 .
20 M e referí a ella en «La Escuela de Frankfurt: J. Habermas», en F. VAIXESPÍN (ed.). His-
toria de la teoría política, VI, Alianza, Madrid, 1995, 219-258.
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Entroncando con la tradición del idealismo alemán (Kant y Hegel), que di-
ferenciaban entre el entendimiento (Verstand) y la razón {Vemunfl), Habermas
distingue diversos tipos de racionalidad. Por imperante que haya sido en el de-
sarrollo de la Modernidad, la racionalidad científico-técnica, que responde al
interés por el control del mundo, no es la única, ni siquiera la primordial. Más
importante es la racionalidad comunicativa, que no se rige tanto por la acción
orientada al éxito cuanto por la comprensión intersubjetiva. En el caso de que
se presenten conflictos acerca de afirmaciones de hecho o de la corrección de
las normas que deben guiarnos, Habermas piensa que pueden ser resueltos dis-
cursivamente, si las diferentes pretensiones son sometidas a argumentación,
pues cualquiera que argumente en serio está presuponiendo la posibilidad de
llegar a entender al otro. Y esa discusión desembocaría en un consenso, en la
medida en que los participantes en la misma se ajustasen a la situación ideal de
habla, que sería aquélla en la que todos los afectados gozasen de una posición
simétrica para defender argimientativamente sus intereses y ver cuáles de ellos
son generalizables, de forma que el consenso resultante estuviera exento de co-
acción y sólo se debiera a la fuerza del mejor argumento. Aunque los diálogos
humanos no responden habitualmente a esos requisitos, Habermas no deja de
insistir en que el proceso de la comunicación opera ineviablemente con la pre-
suposición de llegar a entender al otro. Presuposición que se puede crítica, con-
trafácticamente, anticipar.
sición —en palabras de Th. McCarthy, que Habermas ha hecho suyas— pres-
cribiría: «Más que atribuir como válida a todos los demás cualquier máxima
que yo pueda querer que se convierta en una ley universal, tengo que someter
mi máxima a todos los otros con el fin de examinar discursivamente su preten-
sión de universalidad. El énfasis se desplaza de lo que cada cual pueda querer
sin contradicción que se convierta en una ley universal a lo que todos pueden
acordar que se convierta en una norma universal» 22
Normatividad común legislada por todos los implicados, que no tiene por
qué atentar, sin embargo, contra el pluralismo de formas de vida o las diferen-
tes ideas del Bien y la Felicidad. Más bien, sería en el marco trazado por ese pro-
ceso de formación discursiva de la voluntad común, dentro del que las aspira-
ciones plurales podrían afirmarse. Con lo que Habermas trata de responder, de
nuevo, al reto al que veíamos se enfi-entaba Rawls.
Con todo ello, lo que se pone de manifiesto es que buena parte del debate
del que estamos tratando se subsume en otro más amplio, que afecta a las reía-
25 Ihiá, 104-105
26 Ibid., 103.
27 Ihid., 106.
28 Ihid., 106.
29 Ihid., 105.
30 Ihid., 110.
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rar su posición, responde diciendo que eso es lo que sucede en todas partes, con
independencia del tipo de gobierno:
Cada gobierno implanta las leyes en vista de lo que es conveniente para
él: la democracia, leyes democráticas; la tiranía, leyes tiránicas, y así las de-
más. Una vez implantadas, maniñestan que lo que conviene a los gobernan-
tes es justo para los gobernados, y al que se aparta de esto lo castigan por in-
fringir las leyes y obrar injustamente. Esto, mi buen amigo, es lo que quiero
decir; que en todos los Estados es justo lo mismo: lo que conviene al go-
bierno establecido, que es sin duda el que tiene la fuerza, de modo tal que,
para quien razone correctamente, es justo lo mismo en todos lados, lo que
conviene al más fuerte 33.
Esto no quiere decir, advierte González Vicén, que no haya ningún tipo de
fudamento para obedecer ai Derecho, como pueden serlo la certeza de las rela-
ciones humanas en la convivencia, o el cumplimiento de las exigencias de una
sociedad organizada de cuyas ventajas también gozamos. Pero, asimismo, es
preciso resaltar que esos posibles fundamentos no constituyen una obligación
ética: «Si un derecho entra en colisión con la exigencia absoluta de la obligación
moral, este Derecho carece de vinculatoriedad y debe ser desobedecido. O di-
cho con otras palabras: mientras que no hay un fundamento ético para la obe-
diencia al Derecho, sí hay un fundamento ético absoluto para su desobediencia»^^.
Como decíamos, las tesis de González Vicén han desatado una amplia po-
lémica, de la que ha hecho un sintético balance Juan Ramón del Páramo"*". Sin
seguir todos sus desarrollos, me detendré algo más en la respuesta que suscitó
por parte de Elias Díaz y en la posterior intervención de Javier Muguerza. En
su obra De la maldad estatal y la soberanía popular, E. Díaz admitía la segunda
parte de la proposición de González Vicén, aunque con matices. «Discrepo, en
cambio —añadía— de la primera parte de tal proposición, pues en mi opinión
'sí puede haber un fundamento ético para la obediencia al Derecho', lo mismo
—y el mismo— que puede haberlo para su desobediencia: es decir, la concor-
dancia o discrepancia de fondo entre normas jurídicas y normas éticas o, para
decirlo al modo (no exento de riesgos) de González Vicén, la concordancia o
discrepancia entre el Derecho y la conciencia ética individual» "^i. Y en ese pun-
to de vista volvía a insistir en su libro de 1990 Ética contra política'^'^, pues, pa-
ra él, el Derecho no es solamente un instrumento de clase, sino algo que pre-
tende revestir validez y obligatoriedad para toda la sociedad, siempre que venga
sancionado por la soberanía popular y la regla de las mayorías. Lo cual no quie-
re decir que éste sea un orden perfecto, puesto que puede ser sometido al exa-
men de una más exigente moralidad crítica. Pero, en cualquier caso, habría que
39 Ibid., 388.
•*<> J. R. DEL PARAMO, «Obediencia al Derecho: revisión de una polémica», hegoria, 2
(1990), 153-161.
•íi E. DlAZ, De la maldad estatal y la soberanía popular. Debate, Madrid, 1984, 80.
"í^ E. DÍAZ, Etica contra política. Los intelectuales y el poder. Centro de Estudios Constitu-
cionales, Madrid, 1990, especialmente 40-53.
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evitar tanto «el apriorismo 'idealista y elitista de una ética contra política (con-
tra toda política, incluida la política democrática)» cuanto «el apriorismo 'rea-
lista' y oportunista que a toda costa quiere alejar, y cuanto más mejor, a la po-
lítica de la ética» ^3.
En ese debate ha terciado Javier Muguerza, que, pese a algunos matices, se
muestra más cercano a la posición de González Vicén que a la de Elias Díaz.
Pero, en realidad, tras partir de la «polémica doméstica», J. Muguerza pasa a
considerar las propuestas que, respecto a esta cuestión en particular y respecto
a las relaciones entre Ética y Derecho en general, pueden deducirse de los
planteamientos de autores como J. Rawls o J. Habermas, que aquí hemos
examinado también. J. Muguerza comparte con Habermas el reproche que ve-
íamos éste le hacía a Rawls de déficit de fiíndamentación de su teoría «neo-
contractualista». Pero, pese a ello, estima que, aunque las cuestiones de funda-
mentación no se pueden obviar, quizá no pueden acabar de responderse. Y por
eso prefiere preguntarse más por los límites de la ética discursiva que por sus úl-
timos fiindamentos.
Esos límites serían dos: por un lado, la «condición humana», que no es una
categoría ontológica (como lo sería la supuesta «naturaleza humana») sino mo-
ral. Por otro, la conciencia ética individual: sólo los individuos son capaces de
actuar moralmente y, por tanto, ellos acaparan todo el protagonismo de la Éti-
ca. Por lo cual, el posible fiíndamento de la Ética habría de girar no tanto en
torno a la primera formulación del imperativo categórico kantiano, o impera-
tivo «de la universalidad», sino en torno a la segunda, según la cual «hemos de
tomar a la humanidad, en nosotros mismos y en los demás, siempre como un
fin y no como un mero medio». Imperativo que él gusta de denominar impe-
rativo de la disidencia, porque más que decirnos cómo hemos de obrar, en rea-
lidad lo que nos dice es cómo no hemos de hacerlo, a saber: utilizando a los
hombres como simples medios. Un imperativo de «contenido negativo» que lo
que fiíndamenta, ante todo, es el derecho a decir «no»: Ese imperativo, en efec-
to, reviste
un carácter primordialmente 'negativo' y, antes que fundamentar la obliga-
ción de obedecer ninguna regla, su cometido es el de autorizar a desobede-
cer cualquier regla que el individuo crea en conciencia que contradice aquel
principio. Esto es, lo que en definitiva fundamenta dicho imperativo es el
« Ihid., 51.
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derecho a decir «No», y de ahí que lo más apropiado sea llamarle, como opi-
no que merece ser llamado, el imperativo de la disidencia^.
Sin entrar en todas las ramificaciones del debate, no se puede olvidar, en to-
do caso, que el poder judicial no es el encargado de elaborar leyes. Y sería con-
traproducente que funcionarios u órganos no elegidos democráticamente para
esa fiínción se pusieran a realizarla. Pero también es cierto que, a veces, la le-
gislación deja zonas de penumbra, zonas ambiguas en las que el juez habrá de
atender a la sensibilidad social, a las circunstancias del caso, a la interpretación
que puede dar a normas que se oponen a otras normas o principios. El juez no
es sencillamente una máquina que aplica la ley, sino una persona que juzga de
acuerdo con la ley. Pero ésta siempre deja un margen de interpretación 52. Ya
Aristóteles señalaba, al hablar de la equidad, que «tal es la naturaleza de lo equi-
tativo: una corrección de la ley en la medida en que su universalidad la deja in-
completa», siendo equitativo «aquel que, apartándose de la estricta justicia y de
sus peores rigores, sabe ceder, aunque tiene la ley de su lado. Tal es el hombre
equitativo, y este modo de ser es la equidad, que es una clase de justicia, y no un
modo de ser diferente»^^.
6. Otras cuestiones
mente compartidos ha de ser más entendible por el resto de los ciudadanos so-
bre los que se trata de llamar la atención con el acto desobediente. Sin embar-
go, habría que tener en cuenta también que los textos legales, constitución in-
cluida, son hechura humana, fenómenos históricos, históricamente revisables:
los acuerdos que un día pueden alcanzarse, tal vez, al cabo de un cierto tiempo,
ya no se den, y, por tanto, tampoco los principos constitucionales han de con-
siderarse inamovibles.
El disidente no habría de verse obligado, pues, a apelar necesariamente a esos
principios, sino que puede hacerlo también a otros que crea, en conciencia, me-
recen ser escuchados. Qué duda cabe que la apelación a esas concepciones hace
más difícil el «solapamiento» entre las visiones particulares del Bien, de grupos o
individuos, para lograr normas universales de justicia que han de regirnos a to-
dos. Pero también pudiera suceder, como de hecho en la historia tantas veces ha
sucedido, que lo que en un determinado momento se consideran visiones parti-
cularistas a excluir de las normas públicas, acaban expresando un potencial uni-
versal mayor que el de esas normas que pretendían excluirlas. Quizá el disidente
no logre ser escuchado y haya de sufrir, además del castigo previsto por la ley, la
incomprensión de sus conciudadanos y quién sabe si la de una indefinida poste-
ridad, cuyas razones él ya no podrá oir. Razones que, en ocasiones, le podrían ha-
ber hecho cambiar de opinión, ya que no está excluido que el disidente se equi-
voque. Como Habermas decía: «Los locos de hoy no siempre son los héroes de
mañana». Pero las generaciones frituras sí podrán escuchar las suyas y tal vez
abrirse a nuevos acuerdos y sensibilidades anegadas por el consenso presente.
Consensos que, si pueden ayudar a evitar el fanatismo y la intolerancia de los que
la historia ha dado tantas muestras, también pueden suponer, como recordaba
González Vicén, la imposición de los intereses de determinados grupos o socie-
dades dominantes, bajo la pretensión de universalidad. Los locos de hoy no son
siempre los héroes de mañana, pero también, en muchas ocasiones, el mañana
ha recogido las pretensiones locas, excluidas hoy por los sensatos de turno.
El caso de Sócrates, con el que comenzábamos (im caso que, según lo que he-
mos visto, cabría calificar más de disidencia ética que de desobediencia civil) es un
buen ejemplo de lo que decimos. Sobre todo, porque los riesgos de su firmeza los
corrió ante todo el propio Sócrates, en vez de, como es más habitual, ser firmes en
la aplicación de principios cuyos costes y riesgos los corren los demás.