Luis XIV - El Rey Sol

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Biografía del rey de Francia que reinó


largamente durante el Siglo XVII. Es más
conocido por el esplendor y la intriga de su
corte y el palacio de Versalles, pero también
es importante por sus políticas que fortaleci-
eron la monarquía francesa, expandieron el
poder internacional y el prestigio de Francia,
y pusieron en movimiento las fuerzas re-
sponsables de la creación de la nación
francesa moderna.

• José María de Areilza


◦ PRÓLOGO
◦ CAPÍTULO PRIMERO
◦ CAPÍTULO II
◦ CAPÍTULO III
◦ CAPÍTULO IV
◦ CAPÍTULO V
◦ CAPÍTULO VI
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◦ CAPÍTULO VII
◦ CAPÍTULO VIII
◦ CAPÍTULO IX
◦ CAPÍTULO X
◦ CAPÍTULO XI
◦ CAPÍTULO XII
◦ CAPÍTULO XIII
◦ CAPÍTULO XIV
◦ CAPÍTULO XV
◦ CAPÍTULO XVI
◦ CAPÍTULO XVII
◦ BIBLIOGRAFÍA
• notes
◦ 1
José María de Areilza
Luis XIV, El Rey Sol
PRÓLOGO

El Rey Sol

Mitad francés, mitad español, cruce


genético de las dos grandes dinastías rivales
de Europa. Hijo de Luis XIII, llamado tam-
bién el Rey justo, y de Ana de Austria, in-
fanta española pintada por Velázquez, hija
de Felipe III y nieta de Felipe II, el rey Luis
XIV llena, a través de su largo reinado
—1638-1715—, casi un siglo que se llamaría
con su nombre, en los textos de sus biógra-
fos. Educado severamente por su madre, pi-
adosa y discreta, fue un hombre de buena
planta, dotado de un porte majestuoso, de
vitalidad arrolladora, convencido de su pa-
pel semidivino, de temperamento sexual
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desbordante y en ocasiones escandaloso, re-


servado total en sus juicios, buen jinete y es-
padachín, cazador apasionado, militar
valeroso, bailarín ágil y actor notable, en-
amorado de Francia, a la que deseaba situ-
ar con un papel preponderante en los asun-
tos de la Europa cristiana. Para lograr esa
rotunda hegemonía luchó denodadamente,
dotando a su país de una superioridad mil-
itar considerable y llevándole, también,
para conseguirlo, a una serie de conflictos
bélicos interminables.
Su matrimonio con la infanta María
Teresa de Austria, concertado en la
histórica entrevista de la isla de los
Faisanes, en 1660, creó otro vínculo ren-
ovado entre las dos dinastías —la de Habs-
burgo y la de Borbón—, del que salió —des-
pués de un complejo contencioso legal— la
designación de Felipe de Anjou, su nieto,
como sucesor del trono de España, vacante
a la muerte de Carlos II. Luis XIV fue un
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monarca admirado hasta el paroxismo y


también combatido y criticado acerbamente
por sus enemigos dentro y fuera de las
fronteras de Francia. Luis XIV hizo del con-
junto palaciego de Versalles, invención
suya, centro geográfico de la monarquía y
cabeza visible del Estado francés. Quiso
simbolizar el rey en aquellos inmensos y sin-
gulares grupos de edificios, rodeados de
jardines y parques, de una belleza suprema,
la majestad de la Corona y el carácter abso-
luto y omnímodo del poder real. Versalles
fue como un trasunto del Escorial de Felipe
II. Se puede afirmar que el espacio arqui-
tectónico de cada uno de los dos conjuntos
tan dispares, el español y el francés, refleja
la personalidad respectiva de ambos sober-
anos —bisabuelo y bisnieto— y su diversa
manera de entender el papel de rey.
Buscando los emblemas simbólicos
para representar, con fidelidad adulatoria,
la figura del monarca, los arquitectos y
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artistas franceses de aquel siglo eligieron el


sol como atributo de la grandeza de Luis
XIV, equiparando al astro rey de nuestra
galaxia astronómica con el hijo de la in-
fanta vallisoletana. En el centro de ese disco
solar irradiante, los tallistas colocaron la
efigie de Luis XIV en mármoles, bronces,
vitrinas, maderas nobles y tapices como
otro dios del repertorio de las mitologías
clásicas del paganismo grecorromano.
La bibliografía sobre este personaje es
abundantísima y dispar, enriqueciéndose
constantemente con documentación inédita
y juicios novedosos. Nosotros no en-
traremos en esa polémica de exaltación o
denigración, que nos es ajena. Tratamos de
presentar el perfil del Rey Sol, pero no de
relatar la compleja historia de su reinado.
CAPÍTULO PRIMERO

CÓMO SE ENGENDRA UN REY

Era bastante insólito el régimen matri-


monial en que se desenvolvía Ana de Austria
con su marido el rey Luis XIII de Francia.
Fue un enlace de interés político encaminado
a mantener la paz entre las dos potencias
rivales, o, si se quiere, las dos dinastías más
poderosas de la Europa de aquel tiempo: la
casa de Habsburgo, que unía los intereses de
la Corona imperial de Viena con los de la
corte de Madrid y la línea de los reyes cape-
tos que se hallaba asentada en Francia. El
mariage espagnol trataba de vincular los
lazos de las dos monarquías enemigas y pon-
er fin a un largo período de guerras que se
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habían extendido a gran parte de los estados


de la Europa occidental. La infanta española
Ana, hija de Felipe III, era una mujer de ar-
rogante porte, rubia, sonrosada de piel, edu-
cada en la piedad religiosa del catolicismo
severo de su padre y absoluta desconocedora
del mundo francés y de la corte en la que iba
a actuar, reinar y regentar durante tantos
años.
¿Cómo era Luis XIII, su regio consorte?
Los retratos nos lo muestran como un
hombre moreno, alto y huesudo, de larga y
rizada cabellera oscura, mirada altiva, buen-
as facciones, bigote atusado en puntas y per-
illa triangular. Su padre, Enrique IV, quien
definió a París como el estipendio de una
buena misa, había sido un monarca valeroso,
discutido, de carácter cambiante, aficionado
a las bellas artes y, según fama muy exten-
dida, homosexual notorio. Su esposa, la itali-
ana María de Médicis, trajo consigo a la corte
francesa el aire renacentista, la cultura
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romana y el favoritismo tradicional de los


cardenales italianos. Al morir asesinado En-
rique IV por un fanático religioso, fue ella
quien asumió el poder político, mientras
llegaba el momento de otorgar a su hijo Luis
XIII la soberanía efectiva del ejercicio del
poder de la Corona francesa.
Era este rey un joven introvertido de
talante severo, muy dado a la piedad, valer-
oso en la guerra, cercanamente vigilado por
su madre y, aunque dejaba hacer a sus min-
istros todopoderosos —singularmente al
cardenal Richelieu—, no era del todo ajeno a
sus decisiones, ya que eran obligadamente
consultadas al soberano antes de su promul-
gación. Luis XIII, según opinión unánime de
historiadores y memoralistas de aquella épo-
ca, era hombre poco aficionado al trato con
las mujeres. Tenía, al parecer, escaso entusi-
asmo por el acto de amor heterosexual y se
hallaba preocupado por escrúpulos de esta
índole, con los que abrumaba a sus sucesivos
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confesores, que fueron jesuitas en su


mayoría.
Este bosquejo de su carácter es import-
ante tenerlo en cuenta al empezar el relato
de la historia de su hijo Luis XIV. Ana de
Austria era una infanta española, de tenden-
cias normales, que gustaba mucho a los
hombres. Contrajo matrimonio con un mar-
ido extranjero, obseso de las cuestiones
sexuales —se le llamaba el Rey casto— y con
el que los primeros contactos de esa índole
fueron, según todas las versiones, decepcion-
antes y negativos.
Luis XIII y Ana de Austria se casaron en
1615. Durante veintitrés años no tuvieron
descendencia, aunque en dos o tres oca-
siones corrió el rumor de que la reina se
hallaba embarazada y más tarde de que se
había producido un fracaso, sin saberse bien
las causas del mismo. Ana de Austria recor-
rió diversos balnearios franceses, de aguas
—más o menos medicinales—, para evitar
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futuras interrupciones, pero la esterilidad


seguía siendo, durante años, la única y triste
novedad del matrimonio.
Los tiempos revueltos de la política
francesa interior y exterior de ese período re-
percutían en el tema de la falta de sucesor
directo a la Corona. Hubo un momento en
que se pensó en pedir la declaración de nul-
idad del matrimonio en Roma. Y hasta se
llegó a indicar el nombre de una posible
nueva esposa para el rey de la castidad. Mas
no era este sólo el peligro que acechaba a la
pareja real. Pues de no verificarse la esper-
ada sucesión, se habían producido ya en la
corte movimientos diversos cerca de la par-
entela inmediata del rey con objeto de pre-
parar otra línea sucesoria, en el caso de ocur-
rir la eventual muerte del monarca. Para
complicar más la situación, las intrigas de
palacio y las maniobras de las demás cortes
europeas iban encaminadas a romper las
treguas militares pactadas y lanzarse de
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nuevo, unas y otras dinastías, a las guerras


interminables. La memorable Fronda de los
nobles de varios departamentos del reino
francés creaban asimismo una situación ex-
plosiva interior de alta tensión política.
Había conspiraciones latentes y, en oca-
siones, abiertas, es decir, públicas. Ana de
Austria, alejada de hecho de su marido, se
encontró envuelta en alguna de esas tramas,
con documentos, cartas y mensajes suyos
que imprudentemente hizo llegar a través de
varios agentes a la corte de Madrid, donde su
propio hermano, Felipe IV, reinaba desde
hacía algunos años. La reina, mal aconsejada
por la princesa de Rohan, duquesa de
Chevreuse, su dama de confianza, estuvo a
punto de caer en una de esas trampas que
pudo costarle el trono. Pero Luis XIII no
quiso llevar adelante el asunto y optó por ig-
norarlo para restablecer, al menos, las apari-
encias de la convivencia nupcial. Ello no res-
ultaba fácil. Ana de Austria, con su fuerte
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personalidad, seguía adelante, sin perder


nunca el tono y el ritmo que le imponían sus
deberes soberanos.
Ana de Austria conoció los devaneos del
rey, que eran de diversa y aun contradictoria
condición. De una parte, Luis XIII tuvo dos
grandes amores femeninos, de índole platón-
ica y desenlace religioso. Uno de ellos, el más
sonado, fue el de mademoiselle de Lafayette,
una joven bellísima, de gran alcurnia, de la
que se enamoró perdidamente y con la que
mantenía larguísimas entrevistas, según
afirmaba el rey, en la que se hablaba en ex-
clusiva de «temas espirituales». Esta sor-
prendente fórmula, muy del agrado de los
confesores y teólogos consultados sobre el
caso, mereció también el aplauso del viejo
zorro Richelieu, a quien la celestial aventura
regia debió de sorprender bastante.
La joven amante, impoluta, del rey soli-
citó ser admitida en el convento de la Vis-
itación de la calle San Antonio, en París, a lo
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que el rey dio su consentimiento «con la con-


dición de que él sería autorizado a entrar en
el parloir del monasterio, con objeto de
proseguir, a través de la doble reja, las con-
versaciones "a lo divino" de los dos
amantes». Para dar una impresión directa de
lo que este amor platónico significaba, nada
mejor que reproducir una canción del poeta
Desmarets referida al episodio:

Je l'aime sans desir


aussi jamais langeur.
Ne vient trouver ma vie.
O bienhereuse f lamme qui conser-
ven l'amour
et la paix dans mon áme!

¿Eso era todo? Nadie se lo creía, ni en la


corte, ni en los mentideros de París, en los
que florecía —como casi siempre ocurre en
las capitales de los reinos— un tipo de
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críticas y de noticias picantes que, dentro de


su exageración, contienen casi siempre un
grano de verdad.
¿Era Luis XIII en realidad un «rey
casto», además de un «rey justo», como tam-
bién le llamaban los aduladores de turno?
Hoy día, hasta los más arduos defensores de
la memoria del monarca admiten que existen
serios motivos y múltiples testimonios que
permiten llegar a la conclusión de que Luis
XIII era, sobre todo, un pederasta enragé.
Sus amores homosexuales tuvieron
nombres y apellidos concretos. He aquí al-
gunos de ellos, repertoriados por más de un
historiador: Saint-Amour, el cochero real;
Harán, el perrero; Alexandre, gran prior de
Vendóme; el comendador de Souvray; De
Luynes, condestable de Provenza; Barradat,
gentilhombre de la corte; Saint-Simon, padre
del memorialista; Henri d'Effiat, marqués de
Cinq-Mars, Le grand écuyer, una especie de
Brummel elegante del siglo XVII.
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Ana de Austria no podía ignorar nin-


guno de esos aspectos de la personalidad
verdadera del rey. Y guardaba las formas
hasta donde podía.
En ese clima de abandono marital, ¿fue
impecable su conducta de esposa del rey? ¿O
se vio, en ocasiones, asediada por la tenta-
ción de la aventura, tan explicable en su
caso? Tenemos en las historias cortesanas
del siglo XVII, y en especial en las Memorias
de madame de Motteville, camarera mayor
de la reina, los testimonios más fehacientes
que nos indican los nombres de unos cuan-
tos personajes que intentaron la aventura re-
gia: el duque de Bellegarde, el duque de
Montmorency y un tercero, George Villiers,
el famoso duque de Buckingham. Todos el-
los, según datos fidedignos, trataron al
menos de cortejarla con insistencia, aunque
no consta de manera cierta que por su parte
hubiera correspondencia plenaria a los soli-
citantes. Uno solo de estos hombres fue algo
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más allá, y de esta aventura quedó flotando


en el ambiente una duda, a la que, varios
siglos más tarde, un gran novelista francés,
Alejandro Dumas, que recogió el episodio,
dio pábulo y ancha resonancia en el mundo
de las letras y más adelante en el teatro y en
el cine, con sus Tres mosqueteros. Fue el
duque de Buckingham —cuyo nombre va
unido al actual edificio del palacio real de
Londres— quien protagonizó el memorable
suceso.
¿Quién era Buckingham? Sir George Vil-
liers, noble británico, favorito de los reyes
ingleses, Jacobo I y Carlos 1, venía a París
como enviado directo de la Corona inglesa, a
negociar el matrimonio de su rey con la
princesa Enriqueta-María de Francia, her-
mana del rey Luis XIII. Tenía entonces el ar-
rogante duque treinta años recién cump-
lidos. Su físico era atractivo; su verbo,
cáustico y ardiente. Decían que conquistaba
a las mujeres con un diálogo envolvente e
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insinuante. El encuentro del paladín isleño


con la reina de Francia tuvo lugar en Amiens,
donde la novia francesa se detuvo a pasar la
noche, en su viaje hacia Inglaterra, acom-
pañada de Buckingham. Era el año 1625. La
Chevreuse, siempre dispuesta a la intriga,
preparó la famosa entrevista de la que tanto
se ha escrito y sobre cuyo contenido no han
faltado las interpretaciones más dispares.
Ana de Austria se hospedaba en el palacio
episcopal, que disfrutaba de un hermoso
jardín con una pequeña floresta añadida. La
Chevreuse se entendía entonces con lord
Holland, que acompañaba a Buckingham.
Fueron ellos los que organizaron la venida de
los dos personajes británicos, a saludar a la
reina. Al cabo de un tiempo los dejaron so-
los, a Ana de Austria y al duque.
¿Trató de conquistar este último la codi-
ciada plaza asediada? ¿Tuvo lugar la invasión
británica prevista? ¿O pidió Ana de Austria
auxilio a voces, ante el ataque sorpresivo del
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inglés? Lo cierto es que, enterada del episo-


dio, su suegra, María de Médicis, ordenó la
inmediata salida del cortejo inglés hacia
Gran Bretaña. El duque de Buckingham se
despidió de Ana de Austria, visiblemente al-
terado y con lágrimas abundantes. Todavía
intentó el bellezón británico volver a la carga
unos meses más tarde, aprovechando otro
viaje oficial a Boulogne. Pero aunque intentó
entrevistarse de nuevo con la reina, ésta le
recibió en la corte, rodeada de sus damas de
honor, y al cabo de unos saludos protocolari-
os fue amablemente invitado a que diera por
terminada su audiencia.
El episodio —que se convino mantener
en secreto— fue divulgado en un círculo
bastante amplio de la corte y, por supuesto,
llegó a oídos del cardenal Richelieu y del pro-
pio rey. Éste montó en cólera, prohibió la en-
trada de Buckingham en territorio francés y
castigó severamente a los pajes de servicio
que asistieron, como testigos, a la escena de
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Amiens. Sin embargo, no mostró su enfado a


la reina, guardando silencio sobre lo ocur-
rido. Buckingham murió tres años después
en Londres, asesinado por un fanático prot-
estante. En la autopsia se advirtió que llev-
aba en el dedo anular una hermosa sortija
que sujetaba una miniatura de Ana de Aus-
tria, orlada de piedras preciosas, como si
fuera un amuleto con la efigie de la dama de
sus pensamientos.

Mientras tanto, la esterilidad de la reina


española seguía constituyendo un motivo de
maniobras cortesanas de toda índole, y el
alejamiento, entre sí, de los regios esposos
era cada vez más completo y hacía desesper-
ar a los que deseaban un sucesor para el
trono de Francia. Su suegra, María de Médi-
cis, se llevaba mal con el todopoderoso
Richelieu. Éste tenía declarada la guerra a las
damas españolas que acompañaban a la re-
ina y con las que se desahogaba ésta, así
como al embajador de España, marqués de
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Mirabel, al que también se le restringieron


las demasiado frecuentes visitas a palacio.
En la súplica de intercesiones celestiales
para obtener el embarazo regio se produjo
una verdadera competencia entre los miem-
bros del santoral, proclives a escuchar la in-
sistente petición. San Fiacre, patrono de los
jardineros y curador también de blenorragias
—que padecían el rey y Richelieu, según
afirmaban los enterados—; san Norberto y
las monjas del monasterio parisino de Val-
de-Gráce, a las que Ana de Austria prometió
levantar un grandioso templo si la petición
se le concedía, fueron algunos de los con-
tactados. A todo esto, los médicos re-
comendaban a la reina que visitara determ-
inados balnearios que ofrecían garantías
complementarias a la tarea de los santos. Las
curas de diversas aguas se sucedieron cada
año, sin lograr resultados. Así las cosas, el
supuesto milagro se produjo por una serie de
circunstancias fortuitas. El día 5 de
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diciembre de 1637 el rey Luis XIII acudió a la


rejilla del convento de la Visitación, a celeb-
rar uno de sus diálogos de amor místico con
Luisa Angélica de la Fayette. Parece que esos
encuentros provocaban en el monarca una
suerte de confesión íntima de sus problemas,
entre los cuales la escasa y mala relación con
la reina figuraba en primer término. La joven
novicia le recomendó que intentara una re-
conciliación conyugal lo antes posible.
El temporal de lluvias que arreció esa
tarde trastocó los planes del rey. Pensaba
volver desde el convento de París al cazadero
de Saint-Maur, distante varias leguas de la
capital y donde había mandado instalar su
alcoba. El séquito le disuadió del viaje y le
sugirió que pernoctase en el apartamento en
el que residía Ana de Austria, en el palacio
del Louvre. Luis XIII, de mala gana, se
resignó a hacerlo y los cónyuges cenaron jun-
tos y durmieron en una sola cama, por no ex-
istir otraalcoba debidamente acondicionada.
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La coyunda fue exitosa y Ana de Austria


había concebido, por fin, un heredero. El
médico de lacorte, Bouvard, comunicó el 14
de enero al cardenal Richelieu la feliz noticia.
La novedad se propagó como reguero de
pólvora en París y en las provincias del reino.
Se hicieron rogativas, se celebraron romerías
y bailes populares. Y Luis XIII en persona se
ocupó de los detalles de la ceremonia del
parto, al que deberían asistir reglamentaria-
mente, además del alto personal de la corte,
el canciller Séguier, los superintendentes, el
presidente del Parlamento de París y el preb-
oste de los mercaderes de la capital.
El rey se encontraba en campaña, pues
la guerra se había encendido de nuevo en Pi-
cardía y las tropas españolas amenazaban
conquistar la ciudad de San Quintín. Final-
mente, el monarca decidió volver a Saint-
Germain para estad presente en el aconteci-
miento, dejando al cardenal Richelieu al
frente del ejército y comunicándole con un
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mensajero cotidiano las novedades de


palacio.
El ansiado heredero nació el 5 de di-
ciembre en medio de la expectación y el re-
gocijo generales. Era un niño robusto y
grande que aparentaba tener una buena sa-
lud. El rey exclamó ante los príncipes de la
familia, al mostrarles el recién nacido: «He
aquí, señores, un efecto milagroso de la gra-
cia de Dios, porque es así como hay que in-
terpretar la llegada de este niño tan her-
moso, después de veintidós años de matri-
monio y de los varios abortos de la reina.»
CAPÍTULO II

LA REGENCIA, EL MANDO DE
MAZARINO Y EL JOVEN REY

Luis XIII sobrevivió poco tiempo al


nacimiento de sus dos hijos, Luis, el Dieud-
onné, y su hermano el príncipe Felipe, lla-
mado «Monsieur». La mala salud del rey, su
carácter reconcentrado y sus aficiones am-
biguas, la disparatada alimentación que le
prescribieron los médicos, su obsesión reli-
giosa que le hacía cambiar de confesores y de
obispos a quienes consultar con gran fre-
cuencia, le hicieron vivir en una hipocondría
galopante que desembocó en una grave en-
fermedad, mal diagnosticada. Resultó ser
una peritonitis infecciosa que le llevó a la
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muerte en 1641. Richelieu ya había fallecido,


con lo que su enemiga y rival, Ana de Aus-
tria, que iba a ejercer la regencia hasta la
mayoría de edad del joven vástago, tuvo un
alivio notable.
El hombre de confianza de la reina res-
ultó ser otro cardenal, esta vez italiano, Maz-
arino, hombre de suaves modales, menos
duro que Richelieu y enteramente leal y aun
devoto de Ana de Austria. Luis XIV tenía tres
años al convertirse en presunto rey. Dicen
que poco antes de morir, Luis XIII quiso ver
a su heredero para despedirse de él y le pre-
guntó: «¿Cómo te llamas? A lo que el mozal-
bete, con desparpajo, le contestó: «Luis XIV,
papá.» Si non e vero... Lo cierto que resulta
de todos los testimonios es que era un mozo
que venía muy bien formado en lo físico; afi-
cionado a los juegos infantiles; que empezó
pronto a asistir a las cacerías y a los desfiles y
que mostraba una gran aplicación en apren-
der bien la lengua, conocer la historia de su
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país y de su linaje y hacer que le explicaran el


funcionamiento de la corte y del papel decis-
ivo que en ella había de ejercer cuando lleg-
ara al trono.
Su educación religiosa fue minu-
ciosamente supervisada por su madre, la re-
gente Ana de Austria, quien le inculcó los
fundamentos religiosos del catolicismo y le
señaló los riesgos de las herejías protestantes
y hugonotes, lección que aprendió bien el fu-
turo rey, cuya fobia a la «religión», como se
llamaba al sector hugonote, iba algún día a
manifestarse en forma brutal e inequívoca
durante su reinado. Por lo demás, Luis XIV
nunca incurrió en misticismos equívocos,
como los de su padre, Luis XIII. Más bien
cabría decir que su religiosidad católica la
asumía como un ingrediente obligado de su
condición de «rey cristianísimo», anejo
histórico a la Corona de la monarquía
francesa. Sin embargo, como luego veremos,
hizo compatible la misa diaria, que él
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presidía desde el coro real de la capilla de


Versalles, con los amores, también cotidi-
anos, que mantenía públicamente con sus fa-
voritas más conocidas y cuya descendencia
espúrea legitimó con generosa profusión.
Luis XIII había sido, dentro de sus no-
torias limitaciones señaladas, un rey muy
consciente de su deber político. Tenía a me-
dio país sublevado por la rebelión de los
nobles, las conspiraciones y las frondas de
diversa condición. Los ingleses, los es-
pañoles, los príncipes germanos y austriacos
del imperio de Viena, disputaban a Francia el
predominio en Europa y la superioridad mil-
itar francesa que se revelaba creciente.
Richelieu fue el hombre de Estado más im-
portante que tuvo Francia en el siglo. Su fri-
aldad táctica, su dureza implacable, su im-
pasible utilización de toda clase de medios
—espionaje, sobornos, atentados, campañas
de opinión, guerras por sorpresa—, le per-
mitieron asentar a Luis XIII en el trono y
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prevenir los manejos de la corte española,


que torpemente hizo caer a la reina Ana de
Austria, hermana de Felipe IV, en más de
una aventura política comprometida, roz-
ando la calificación de «alta traición».
La regencia de Ana de Austria, apoyada
y ejercida de hecho por Mazarino, se volvía a
enfrentar con el clima de subversión y de
Fronda que se palpaba en todo el país. Am-
bos lucharon juntos, durante los años de la
minoridad de Luis XIV, para asentar el pre-
dominio del trono sobre las sucesivas rebeli-
ones acaecidas. Mientras tanto los histori-
adores más severos afirman la gran probabil-
idad de que la reina Ana de Austria estuviera
enamorada de Mazarino y aun casada en
secreto con él.
Es difícil realizar, a la distancia de tres
siglos, una semblanza verosímil de cualquier
personaje histórico. De Ana de Austria
poseemos algunas descripciones[1] magis-
trales: a los cuarenta y un años de edad era
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una mujer hermosa, bien formada, ojos


grandes, nariz prominente, boca pequeña,
apetitosa, senos bien asentados. Las manos
blancas y atractivas. Se vestía sin lujo ni os-
tentación y no se pintaba el rostro. Le gust-
aba despertar la admiración de los hombres.
Tenía un punto de altanería que a veces
desembocaba en actitudes arriesgadas. Dicen
que era escasa su cultura, pero inmenso su
conocimiento de la corte y su
funcionamiento.
Era devota «a la española». Rezaba dur-
ante horas, celebraba novenas y acudía a
conventos con donativos y promesas de ayu-
das materiales. La divertía actuar en los es-
cenarios del teatro de la corte, en los que de-
clamaba su papel con cierto «aire castel-
lano». Comía mucho y dormía hasta bien en-
trada la mañana. Nadie suponía que fuera
capaz de gobernar el complejo y revuelto
reino, después de la pareja formada por Luis
XIII y Richelieu para defender el Estado. Tal
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era el perfil de la madre de Luis XIV descrito


por su camarera mayor, madame de
Motteville.
Del otro gran protagonista, Mazarino,
hay, asimismo, un abundante repertorio de
retratos decisivos. He aquí un breve resumen
de su biografía. Era hijo de Pietro Mazarino,
siciliano, mayordomo de los Colonna, el anti-
guo y noble linaje. Estudió derecho civil y
canónico en la Universidad de Alcalá con
gran aplicación. Logró un puesto de capitán
en la guardia pontificia; fue «cliente» de al-
legados del Papa y diplomático encargado de
misiones ocasionales. Logró ser nombrado
canónigo de San Juan de Letrán; legado en
Avignon y finalmente en la corte de Francia.
Se ofreció a Richelieu, ganando su confianza
y obtuvo a través de él nada menos que el
capelo cardenalicio. A la muerte de aquél,
recibió de Luis XIII, en sus últimos años, el
nombramiento de primer ministro. Era un
italiano astuto, de aire humilde, pretendía no
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ser nada; decía que tenía siempre listo el


equipaje para volverse a Roma; perpetuo ur-
didor de combinaciones sabias; sonriente,
componedor; el polo opuesto del cardenal
Richelieu que había gobernado despótica-
mente, con cetro de hierro, el reinado anteri-
or hasta su muerte.
Fino psicólogo —Mazarino— adivinó la
situación de Ana, la reina regente, abrumada
por la responsabilidad de gobernar la Fran-
cia que caía en sus manos: una nación re-
vuelta, conspiratoria, propicia a la guerra
civil, de todos contra todos. Mazarino, sonri-
ente, aparentemente dúctil, se ofreció a la vi-
uda española para ayudarla a llevar el peso
de la Corona hasta que Luis XIV se convirti-
era en el rey efectivo.
La reina regente residía en el palacio
real de París y se trasladó al cercano Louvre,
que ofrecía mayores comodidades. Su in-
stalación fue regia, con muebles y cuadros,
alfombras y tapices de exquisito gusto.
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Mazarino compró al poco tiempo un hotelito


cercano. Se abrió una puerta en la parte
trasera del jardín cardenalicio para que pudi-
era acudir con mayor disimulo a despachar
cotidianamente con la regente. Al cabo de
unos meses, la reina anunció al consejo real
que, debido a la mala salud de Mazarino, era
conveniente que viviera más cerca y con más
cómodo acceso, para lo cual se proponía ha-
bilitar un recinto en el mismo palacio real
que le sirviera de residencia permanente.
¿Fue un nido de amor de la mujer
madura para el ladino aventurero italiano?
La correspondencia de los dos amantes rev-
ela bastantes detalles de este romance de la
madre de Luis XIV, confirmando la hipótesis
verosímil del matrimonio secreto verificado
entre ambos. Existe incluso una historia ver-
osímil de que fuera san Vicente de Paúl
quien llevara a cabo en la intimidad la bendi-
ción de dicho enlace. Hubo un personaje que
fue seguramente informado de lo ocurrido: el
36/339

joven Luis XIV. En las numerosas cartas que


intercambiaron la reina y el cardenal en esos
años, hay unas palabras claves para encubrir
a las personalidades aludidas en los textos. A
Luis XIV le llaman ambos «el confidente»; es
decir, el portador del grande y augusto
secreto.
Ernest Lavisse, en su prodigiosa historia
del reinado de Luis XIV, escribe comentando
la situación que «fue un período en el que, a
raíz de un cúmulo de circunstancias, la mon-
arquía francesa cayó en manos de una es-
pañola y de un italiano». «Mazarini, como
siguió firmando hasta su muerte, era un gran
aventurero, un prodigioso comediante que
representaba a la perfección sus papeles de
gobernante, que protegió inteligentemente
las artes y las letras, dando a Francia en su
testamento los bienes para levantar el edifi-
cio del "Instituto" y con él la apertura a la
cultura con la instalación de las Academias y
la célebre Biblioteca Mazarino.»
37/339

Era también un hombre que amaba las


cosas bellas, las pinturas, los libros de horas,
los incunables, las colecciones de cartografía,
las joyas, el dinero y el juego. Su fortuna, al
morir, se calculó en cientos de millones.
Supo gozar de su poderío y rodearse de un
aparatoso séquito de guardias, especial-
mente trajeados, que desfilaban dando
escolta a su lujosa carroza. El joven Luis XIV,
con el que se entendió muy bien en los años
de aprendizaje del rey, asistía a los consejos
de la Corona y no perdía ocasión de hacerle
preguntas, sin cesar, sobre los asuntos del
Estado. Cuentan que en cierta ocasión, est-
ando con un grupo de amigos jóvenes, el
monarca adolescente vio pasar el ruidoso y
exhibicionista cortejo de Mazarino y ex-
clamó: «¡Ahí va el gran Turco con su
guardia!»
Muerto el cardenal, se abrió paso a la
entronización definitiva del rey. Tenía el
monarca veintidós años y medio. Era un
38/339

mozo arrogante, de facciones acusadas. En


sus ojos castaños fulguraba una mirada
grave y reposada. Su andar era mesurado y
majestuoso. Daba la impresión a la vez de
gracia y seriedad. Pero su juventud se mani-
festaba también en juegos, bailes y comedias
en los que tomaba parte, con gentes de su
edad, admitidos en la corte.
Escuchaba con atención a los visitantes
y respondía con calma a las peticiones que le
formulaban sin alterar su pasividad. Casi
nunca entraba en crisis de cólera o enfado.
Usaba de la muletilla «Ya veremos» cuando
no quería rechazar de plano una cuestión.
Era, dicen los que le trataron de cerca, cir-
cunspecto, moderado y enemigo de
improvisaciones.
Tenía, eso sí, una alegría profunda por el
placer de ser rey. En sus Memorias hay un
párrafo que dice: «El oficio de monarca es
grande, noble y delicioso.» Su deber princip-
al era el del trabajo oficial. Todos los días,
39/339

desde la adolescencia, dedicaba muchas hor-


as a escuchar a los ministros, a oír a los mar-
iscales, recibir audiencias, aprobar decretos y
órdenes. Y controlar minuciosamente los
asuntos de la corte, incluidos los programas
de los festejos y de sus viajes oficiales.
Era Luis XIV un joven glotón que dis-
frutaba con las disparatadas minutas de la
época que le provocaban fuertes crisis di-
gestivas. Su salud se resentía y envejeció
pronto, sin que los médicos ayudaran a me-
jorar la situación. Pero durante medio siglo
laboró sin cesar, entregado a la regia y cotidi-
ana tarea de dirigir el Estado francés, todavía
endeble y gravemente averiado por las tre-
mendas y continuas guerras exteriores y los
quebrantos que la atroz guerra civil de la
Fronda hubo de causar en la riqueza y biene-
star económico del reino.
Llegó la hora de pensar en el matrimo-
nio del rey. Su madre Ana de Austria, a la
que Luis XIV quería entrañablemente, fue la
40/339

primera en plantear el problema que requer-


ía urgencia por la necesidad de asegurar la
descendencia, impidiendo las intrigas del
hermano del rey, Felipe, duque de Anjou y
hombre de mala reputación en el entorno de
la corte.
El joven rey manifestó muy pronto su
decidida afición a las mujeres. Sus primeros
escarceos amorosos de adolescente fueron
precisamente con una de las cinco hermanas
Mancini, sobrinas y protegidas del primer
ministro, Mazarino. Luis XIV comenzó su ro-
mance de amor juvenil con Olimpia, pero al
cabo de unos meses descubrió que María, su
hermana, era su compañera de juegos
sexuales preferida. Ana de Austria, que ob-
servaba de cerca las diversiones y enredos de
su joven vástago, se alarmó al comprender
que el apasionado cortejador estaba pro-
fundamente enamorado de la bella italiana.
Temiéndose lo peor, lo comentó con el
cardenal Mazarino, quien con su ladino
41/339

talento le prometió que hablaría con ella y


que en ningún caso apoyaría un matrimonio
del rey con una sobrina suya. Esta prudente
actitud le valió un inmenso agradecimiento
por parte de la regente, que inmediatamente
se dedicó a buscar entre las casas reinantes
europeas una solución matrimonial conveni-
ente para los intereses de la casa de Francia.
Tal fue el comienzo de un larguísimo
proceso que iba a culminar con el enlace del
joven rey con una prima hermana suya, la in-
fanta Margarita de Austria, hija de Felipe IV
y sobrina de la reina Ana, y a cuyo aconteci-
miento dedico el capítulo siguiente. Hubo
otras soluciones matrimoniales posibles,
propuestas por personalidades de otras cor-
tes, hostiles a esta idea que volvía a traer una
reina española al trono francés. Incluso se
planteó la posibilidad de una princesa saboy-
ana como candidata. Pero la infanta de Mad-
rid es la que finalmente se llevó el gato al
agua y puede decirse que ella fue la última
42/339

gran jugada diplomática de Mazarino, cuyas


consecuencias se extendieron a la historia de
Europa de los dos siglos siguientes.
¿Cuál fue la educación recibida por Luis
XIV en los años juveniles? Según opinión de
sus contemporáneos, era un mal alumno.
Debido en parte al poco interés de Mazarino
por la pedagogía escolar y la indiferencia de
su madre, la reina, por todo género de estu-
dios. También influyeron en ese déficit de
enseñanzas, los azarosos años de la guerra
civil, durante la regencia y su cortejo de subl-
evaciones. Fueron tiempos de fugas obliga-
das de la corte, traslados urgentes y batallas
en toda regla. El adolescente Luis XIV vivió
de cerca la vida militar de las escaramuzas,
de los sitios y de los grandes combates. Se
acostumbró a vivir sobre la silla del caballo
durante un día entero y demostró un gran
valor personal, inasequible al riesgo de los
arcabuces y de los cañonazos próximos. Se
hacía presente en los consejos de guerra de
43/339

la campaña y escuchaba con admiración rev-


erente las opiniones del mariscal de
Turenne, tenido entonces, con buenas
razones, como una de las primeras espadas
de Europa.
Todo ello le dejó un regusto castrense
que acabados esos años de las contiendas
civiles, le hicieron disfrutar de los desfiles,
maniobras y revistas de sus tropas, que eran
—por decirlo así— su afición favorita. Cono-
ció a sus pocos años la esencia de los ejérci-
tos de Francia, su organización interna, su
doctrina de guerra, el sistema de los sitios y
la personalidad de sus grandes jefes. Nunca
dejó de tener presente, en su largo reinado,
la importancia de ese instrumento militar
para el desarrollo de su política exterior. Era
—y lo fue siempre— un rey soldado.
Mazarino enseñó también al joven mon-
arca los complejos senderos de la política ex-
terior, el sacrificio de todo escrúpulo a la lla-
mada razón de Estado. Del fino artista
44/339

siciliano aprendería seguramente la brutal


realidad de los entresijos de la Europa de
aquellos tiempos, en que la Iglesia de Roma
y el emperador de Viena pastoreaban el gran
rebaño de los fieles cristianos y en el que las
elecciones al papado se gestionaban entre las
cancillerías de Occidente con recuentos de
votos cardenalicios en los que cabían la influ-
encia, el soborno y la coacción
La anécdota del cardenal de Retz, im-
plicado de forma activa en las conspiraciones
de la Fronda y encastillado en el palacio del
arzobispado de París, es digna de mención.
El joven rey tenía quince años cuando le
llegó la noticia de que Retz venía a rendirle
homenaje en palacio. El rey se dirigió hacia
la capilla y el cardenal le salió al encuentro.
Luis XIV le habló de una comedia que tenía
pensado estrenar en el Louvre. «Pero no
quiero que haya nadie en el teatro.» Era la
consigna para que la guardia real arrestara al
cardenal allí mismo. Fue, en efecto, «una
45/339

buena comedia» la que tenía preparada el


monarca.
La atroz experiencia de la Fronda y sus
traiciones y sobre todo los consejos de Maz-
arino despertaron en el adolescente sober-
ano un recelo universal a las gentes que le
rodeaban o visitaban. Aprendió en seguida a
disimular, a mentir y a desconfiar. Y al
mismo tiempo se propuso que no hubiera
permisos, ni libertades, para que existieran
«asambleas», ni «reuniones» de signo
político en el territorio del reino y en los
castillos de la nobleza. Solamente quedaría
una corte que será poco a poco, a medida que
crezca, la que aumentó en número, cada año,
por voluntad real. Quiso tener el rey ante sí
—escribe un historiador— a los príncipes
díscolos, a los duques conspiradores, a los
facciosos arrepentidos, a los hijos de los re-
beldes, para que abandonasen sus castillos y
sus feudos y poder observarlos cotidiana-
mente, mientras les proporcionaba
46/339

ocupaciones, diversiones y placeres, a la vez


que les otorgaba en forma minuciosa y per-
sonalísima las mercedes, gracias, títulos, car-
gos, premios y subvenciones de toda especie.
Pero, eso sí, a condición de que el rey fuera el
mecenas universal, el dispensador que otor-
gaba todos los bienes. En sus Memorias,
Luis XIV explica que «todos los ojos del
reino se fijan en el rey y a él se dirigen las es-
peranzas, los respetos, las dádivas y las gra-
cias. Su voluntad es el origen de todos los
bienes. Al acercarse a su persona se eleva la
estimación propia. Todo el resto es materia
estéril».
El gobierno monárquico se convierte así
en un inmenso espectáculo en el escenario
de un solo actor, el rey. Para él no existía
otro principio ni fin de todas las cosas. Su
endiosamiento fue voluntario y premeditado.
«El Estado soy yo.» Esta frase —que acaso
falsamente se le atribuye— era una honda
47/339

convicción que llevó consigo hasta su


muerte.
CAPÍTULO III

EL MATRIMONIO ESPAÑOL

Desde 1648, la ascendente hegemonía


de Francia en Europa comenzó a ser una
realidad indiscutible. A pesar de los de-
sastres interiores y la revelación de la
flaqueza del Estado frente a las rebeliones de
la nobleza, la Corona del joven rey se
asentaba sobre el prestigio militar y las suce-
sivas victorias conseguidas frente al imperio
austriaco y sus aliados en una guerra cruenta
que llevaba diez años de vigencia. Las ne-
gociaciones de paz se iniciaron en Münster y
Osnabruck, en 1644, a ritmo deliberada-
mente lento, con la mirada puesta en el de-
sarrollo final de la guerra misma. Pero al fin
49/339

los llamados tratados de Westfalia se firma-


ron por los numerosos plenipotenciarios
presentes, los católicos en una ciudad y los
protestantes en otra.
La paz había revelado la grave debilidad
del imperio de Viena, al sacudirse los 350
pequeños estados, antiguos vasallos históri-
cos de la Casa de Austria, los vínculos interi-
ores, para convertirse en casi soberanos, con
voluntades políticas propias. Los Habsburgo
se transformaban así, poco a poco, en em-
peradores nominales de un inmenso mosaico
de principados, ducados, ciudades libres y
obispados independientes. Las fronteras con
Francia se definieron esta vez con rotunda
claridad. El reino de España, presente en las
conversaciones, se retiró de la firma de ese
tratado porque Felipe IV no perdonaba al
reino de Francia el haber ayudado con
dinero y campañas militares a los levantami-
entos separatistas de Cataluña y de Portugal.
50/339

El gobierno de Madrid, sin embargo, re-


conoció la independencia de las Provincias
Unidas, antes de retirarse del Congreso de
Westfalia. El antagonismo bélico entre Mad-
rid y París siguió adelante, y duraría aún
varios años. Hubo victorias y derrotas es-
pañolas y francesas por tierra y por mar. En
1656 Mazarino envió, en secreto, a Madrid a
su mejor diplomático, Hughes de Lionne,
heredado de Richelieu, con instrucciones
precisas: las de explorar las posibilidades de
un tratado de paz, con España, que pusiera
término a un conflicto de tantos años. Ex-
istían, sin embargo, algunos serios obstácu-
los. Las mujeres, por ejemplo, no estaban
descartadas en la dinastía española, de la
sucesión al trono. Por otra parte, el infante
don Carlos, el futuro Carlos II, se adivinaba
que venía muy enclenque de salud y acaso
duraría poco. Cayó, en esto, enfermo grave el
joven Luis XIV, y Ana de Austria pensó que
era un «aviso del cielo», para que de una vez
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se hicieran las paces entre los Austrias de


Madrid y los Borbones de Francia. Mazarino,
como siempre, se sometió a la sugerencia de
la reina Ana y prometió agilizar la lentísima
negociación entablada en Madrid. El
proyecto de boda saboyana fracasó después
de las entrevistas de Lyon entre Ana y Luis
XIV con las princesas saboyanas.
Luis XIV aceptó, con indiferencia, el en-
cuentro con la princesa Margarita de Saboya.
Era ésta una mujer morena, amable y dis-
creta. Pero el joven rey hizo una de las suyas,
incorporando a su adorada, María Mancini,
la Mancinette, al nutrido séquito de la
comitiva. Refieren los cronistas que el pos-
ible novio de la saboyana se escapaba de vez
en cuando a caballo, con la hermosa sobrina
del cardenal para hacer excursiones por los
alrededores de la ciudad. La noticia del en-
cuentro prematrimonial con la princesa itali-
ana fue utilizada en Madrid para hacer saltar
la cólera de Felipe IV. «Esto no puede ser y
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no será», exclamó. El diplomático español


Pimentel fue enviado, como correo real ur-
gente, a Lyon para ofrecer la mano de la in-
fanta María Teresa de Austria, hija del rey de
España, como posible esposa de Luis XIV.
Este último aceptó sin entusiasmo, pero
como deber ineludible, la solución española.
Mientras tanto, de regreso en París, seguía
adelante en su cortejo amoroso con María
Mancini. Tuvieron que intervenir en el
asunto directamente Ana de Austria y Maz-
arino. Las presiones conjuntas, amenazador-
as de ambos personajes, dieron, por fin, res-
ultado. Luis XIV declaró que seguiría
pensando, en silencio, en aquella mujer ex-
traordinaria que le había revelado el mundo
del amor. María fue confinada en el castillo
de Brouage y su tío el cardenal le recomendó
que leyera a Séneca, que por lo visto era
entonces un buen remedio para los desen-
gaños de la pasión. Su buena conducta y
actitud obediente fue recompensada con su
53/339

futura boda, que se celebró un par de años


después, con el duque de Tagliacoli, príncipe
de Castiglione, condestable del reino de Ná-
poles, perteneciente al ilustre linaje de los
Colonna.
Mientras tanto, los preparativos de la
paz hispanofrancesa se llevaba a cabo con
minuciosa lentitud. El propio Mazarino, de
una parte y don Luis de Haro, primer minis-
tro, con un nutrido grupo de expertos y
acompañantes y un considerable cortejo mil-
itar y civil se dieron cita en la frontera del Bi-
dasoa. La suspensión de hostilidades se llevó
a cabo en mayo de 1659. La tregua se renovó
en junio. Mazarino y Haro decidieron le-
vantar un doble edificio provisional en la isla
de los Faisanes para albergar a las dos del-
egaciones. La isla representaba un terreno
neutral, a igual distancia de Hendaya y de
Fuenterrabía. Los negociadores se alber-
gaban también en San Sebastián y en San
Juan de Luz, respectivamente.
54/339

El 13 de agosto comenzó la conferencia


propiamente dicha entre los plenipotenciari-
os que duró larguísimo tiempo: casi tres
meses. Los asuntos eran tantos y tan comple-
jos, que llegar a la paz después de diez años
de batallas y combates navales, en múltiples
escenarios europeos, representaba un for-
midable esfuerzo de componendas, de ce-
siones mutuas, de reclamaciones y de pleitos
fronterizos. España cedía el Rosellón, la Cer-
deña, el Artois, el Luxemburgo francófono, el
ducado de Bar en Lorena y una serie de
fortalezas que garantizaban las fronteras del
este de Francia. La frontera no fue tanto un
sistemático imperativo de la orografía como
un resultado tardío de la historia. El Tratado
de los Pirineos (1659) fue un mal negocio de
la Corona española, dispuesta a renunciar a
casi todo para salvar lo imposible, Flandes, y
supuso la atribución de tierras catalanas a la
soberanía francesa. Pedíamos a cambio, los
españoles, algunas cosas que hoy nos
55/339

parecen absurdas; por ejemplo, que se read-


mitiera en la corte de Francia, con todos los
honores, al príncipe de Condé, que durante
las revueltas de la Fronda se había pasado a
los ejércitos de Felipe IV y había sido de-
clarado traidor a la Corona. También solicit-
aba que Francia no apoyara a Cromwell en
Inglaterra, por ser su partido «republicano».
Y que Francia no reconociera en ningún caso
ni ayudara al flamante rey de Portugal.
Pero la elaboración del tratado iba avan-
zando hacia su desenlace más importante: le
mariage espagnol. Mazarino vio en este
matrimonio una relativa garantía que
evitaría la guerra con España en los años fu-
turos. También adivinó que la condición de
«heredera eventual del trono de España» ll-
evaba consigo la posibilidad de alcanzar al-
gún día otros objetivos de enorme importan-
cia para la dinastía francesa y para su por-
venir hegemónico en Europa y América.
56/339

Felipe IV exigió que el tratado contuvi-


era explícitamente la renuncia de su hija
María Teresa y de sus descendientes a la
sucesión de la Corona de España y sus
pertenecidos. Mozarino lo aceptó para las
posesiones de España, Europa, América y Ul-
tramar. El cardenal exigió en cambio que los
territorios españoles de los Países Bajos
quedaran exceptuados. Se aceptó esa peti-
ción francesa. Cuando se redactó el texto de
la renuncia, el hábil Hughes de Lionne in-
cluyó un célebre párrafo que alude a la dote
que debe exigirse a España por la Corona de
Francia para que esta renuncia tenga validez.
La dote fijada fue considerable: 500 000 es-
cudos de oro, en tres plazos. Mazarino sabía
que el tesoro español se halla exhausto, a
pesar de los galeones de Indias y que Madrid
no pagaría nunca. Entonces Lionne propuso
un texto que empezaba con el vocablo moy-
ennant, participio activo —en castellano
«mediante»— que anulaba el párrafo de la
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cesión, si la suma de la dote no se pagaba.


Una vez más, la sutileza del cardenal y la ha-
bilidad del diplomático hicieron posible, diez
años más tarde, la sucesión de los Borbones
de Francia, en el trono madrileño de los Aus-
trias, después de una larga guerra, llamada
precisamente la de la Sucesión.
El duque de Gramont fue el portador a
la corte de Madrid de la solicitud oficial, de
la mano de la infanta María Teresa para el
rey de Francia. Llevaba un cortejo lucido y
numeroso. Fue recibido en Madrid con toda
solemnidad y se fijaron la fecha y el lugar
para el acontecimiento. El cortejo de Felipe
IV salió de Madrid con un cálculo aproxim-
ado de muchos días de viaje dada la velocid-
ad y la distancia del recorrido. Uno de los
miembros del cortejo afirma que la lar-
guísima expedición de numerosos carruajes,
escoltas y repuestos alcanzaba una cola de
algo más de seis leguas. Era lenta y majestu-
osa su marcha, como convenía a la severa
58/339

etiqueta y protocolo de la monarquía de los


Austrias. El rey Luis XIV salió al encuentro
de su novia desde París con otro no menos
importante séquito. Se convino por ambas
partes en llegar al unísono a la frontera del
río Bidasoa y aprovechar los pabellones de la
conferencia de la paz, que habían firmado si-
ete meses antes Mazarino y don Luis de
Haro. El mutuo diálogo empezó el día 6 de
junio y duró hasta el día 7. Diego Velázquez,
pintor de cámara, era uno más de la ceremo-
nia. El rey y su tío, Felipe IV, se abrazaron
con efusión, después de tantos años de fero-
ces contiendas. También resultó emocion-
ante el saludo de Ana de Austria con su
hermano Felipe IV, al que no veía desde
hacía cuarenta años.
En la iglesia parroquial de Fuenterrabía,
y antes de que se iniciaran las ceremonias de
la isla, había tenido lugar, el día 3, la boda
«por procuración» de María Teresa con Luis
XIV, representado con mandato especial por
59/339

don Luis de Haro, pues así lo exigía el com-


plejo protocolo. Bendijo la unión el obispo de
Pamplona y terminó con un inmenso y clam-
oroso aplauso de la población. Los represent-
antes franceses que vinieron a la ceremonia
comentaron que la novia «tenía buen color,
debía hallarse en plena salud, era pequeña y
respiraba modestia y sencillez».
La boda definitiva se verificó en la ig-
lesia de San Juan de Luz con unos actos
deslumbrantes de lujo, exhibición y solem-
nidad. Los relatos de la ceremonia hablan de
«cuento de hadas» y detallan los aspectos
más notorios del suceso. El uniforme del rey
de Francia era de tejido de oro. La novia llev-
aba una capa de terciopelo morado y flores
de lis bordadas con hilo de oro, con una
corona sobre la cabeza. Buena parte de la
corte de París y de Madrid llenaban el
bellísimo templo. Terminada la misa, los
reyes de Francia salieron, bajo un palio, a
recibir el homenaje popular. Ana de Austria,
60/339

con un vestido rutilante, marchaba en se-


gundo lugar. Hubo grandes problemas de
protocolo en lo tocante a las colas, mantos y
demás detalles de la indumentaria femenina,
de las princesas y de las que ejercían juris-
dicción en la corte. San Juan de Luz se
hallaba engalanada con tapices y guirnaldas
de extraordinaria factura. Los recién casados
se dirigieron a la residencia que tenían pre-
parada para el estreno nupcial. Ana de Aus-
tria acompañó a su hijo y sobrina al lecho
conyugal y cerró simbólicamente las cortinas
del mismo. Empezaba un nuevo capítulo de
la historia de Francia y de España.

El regreso de la pareja real a París se


hizo por etapas, mientras la capital se pre-
paraba al magno recibimiento. Las calles y
edificios se engalanaron como nunca se
había conocido. El sol veraniego brillaba
sobre la capital. El trágico recuerdo de la
Fronda se había esfumado. La paz con
España era el anuncio de un período que se
61/339

suponía de tranquilidad y de gloria. En el


barrio de San Antonio comenzó la fiesta del
homenaje y sumisión de todas las corpora-
ciones y gremios y de las llamadas «com-
pañías superiores». El clero de París desfiló
en cabeza con la cruz alzada y los pendones
parroquiales. Los doctores de las universid-
ades con togas de colores y birretes; las cor-
tes de justicia, después y, cerrando el desfile,
el Parlamento en pleno.
Siguió la entrada oficial de los reyes en
su capital. Luis XIV, a caballo, escoltado por
la guardia real y seguido de los príncipes de
su casa y altos cargos de palacio. La reina
marchaba en una carroza descubierta
seguida de las damas de la corte y de las
princesas. Los cronistas de la época aseguran
que nunca el pueblo de la capital había mani-
festado tan espontáneo entusiasmo callejero
como en esta ocasión. Los reyes tardaron
varias horas en alcanzar el palacio del
Louvre.
62/339

El joven monarca tenía veintidós años,


pero esta apoteosis irresistible de su pueblo
debió de hacer mella indudable en sus de-
cisiones ulteriores. La novia española era
discreta y no demasiado agraciada. Las dam-
as más chismosas del entorno real decían
que la reina era enana, oscura de tez
—«acaso tuvo antepasados árabes»—, que
carecía de atractivo sexual suficiente para
evitar las tendencias irresistibles y aventura-
das del flamante rey. Pero éste seguramente
pensaba en otro aspecto más fundamental
entonces para su persona: cómo ejercer el
poder. Hasta entonces había actuado, junto a
Mazarino, en un segundo plano; dejándole
hacer y tratando de aprender el arte del gobi-
erno de Francia, observando al astuto
cardenal italiano y preguntándole sin cesar
sobre asuntos, guerras, diplomacias y per-
sonajes de la corte. Los últimos éxitos milit-
ares, la paz de Westfalia, el tratado de los
Pirineos, la amistad con España, eran un
63/339

conjunto de favorables resultados que era


preciso reconocer como extraordinarios.
Su ambición de reinar y gobernar a un
tiempo, de cambiar el orden de los asuntos,
de elegir libremente a sus ministros, de or-
ganizar los diversos consejos y entregarse a
los goces y los riesgos del poder absoluto
predominaban en su espíritu. En sus Me-
morias escribe textualmente estas palabras
sobre ese momento: «Comencé a mirar con
detalle todos los componentes del Estado,
pero no con ojos de indiferencia, sino con
visión de soberano.»
¿Sería Mazarino un obstáculo a sus ju-
veniles ambiciones? ¿O buscaría, una vez
más, una salida inesperada a su perpetua
ambición de ejercer el poder en cualquier
lugar o puesto? Empezó a correr la voz en el
mentidero de la corte de que el inquieto
cardenal, intuyendo que la popularidad del
rey le haría sentirse tentado de ejercer dir-
ectamente el mando del Estado, había
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explorado en Roma la posibilidad de recibir


las órdenes sagradas y aspirar —dado el
enorme número de contactos políticos que
había llevado a cabo en los últimos años en
toda Europa— a ser elegido Papa en el próx-
imo concilio.
La muerte sin embargo le acechaba,
cortando con ello esta última aventura del
inquieto cardenal. A primeros de marzo de
1661 se agravó súbitamente y pidió que vini-
era el rey para despedirse de él. Le dio re-
comendaciones y consejos, todos ellos de
prudencia y moderación en la política interi-
or y externa. Elogió a Fouquet, el hombre de
las Finanzas, por su habilidad en lograr créd-
itos y dinero para el tesoro exhausto del
reino, a Le Tellier, que había creado el
poderío militar de la Francia hegemónica. Y
a Hugues de Lionne, el legendario dip-
lomático, inventor de la «dote» de la reina.
El mismo día en que expiraba Mazarino, el
rey convocaba a los ministros del gabinete.
65/339

Después de elogiar al difunto y sus princip-


ales realizaciones, Luis XIV anunció que
pensaba ocuparse personalmente de los
asuntos de Estado y que «era conveniente
pensar en introducir, en muchos de ellos, ur-
gentes cambios y reformas para remediar el
desorden existente».
Los miembros del gabinete no salían de
su asombro ante el tono enérgico y decidido
de aquel muchacho de veintidós años que se
proponía actuar «en todo aquello que el
tiempo y la disposición de las cosas me per-
mitan hacerlo». Era una declaración de prag-
matismo regio y también de absolutismo
monárquico, doctrina que se abría paso en
varias cortes europeas en aquellos años. Un
gran historiador francés, Francois Bluche, ha
referido en páginas magistrales la histórica
escena que puede llamarse «la iniciación del
rey absoluto», en esas horas que siguieron a
la muerte de Mazarino. Reproduce el texto
de un testigo presencial —Lomenie de
66/339

Brienne, secretario de Estado— de la reunión


en la que el rey comunica su resolución a los
reunidos: «El rey había reunido en la cámara
de la reina madre a los príncipes, duques,
ministros de Estado para comunicarles per-
sonalmente que había tomado la resolución
de mandar en el Estado bajo su responsabil-
idad. A continuación los despidió con gran
cortesía diciéndoles que cuando tuviera ne-
cesidad de sus consejos los haría llamar para
escucharlos. También me dio el encargo de
escribir a iodos los embajadores extranjeros
para hacerles saber la resolución de su
majestad de gobernar en persona el Estado a
fin de que lo comunicasen a los reyes o prín-
cipes a quienes sirven.»
Fue un comienzo de reinado duro, efect-
ivo, sorprendente, pero útil por lo que tuvo
de aviso, en especial a los nobles, los
grandes, los poderosos del reino que habían
demostrado sus deslealtades y sus ambi-
ciones en los trágicos años de la Fronda.
67/339

La primera parte de esta reforma per-


sonal del Estado la llevó a cabo con rapidez
inusitada. No es exacto calificarlo de golpe
de Estado, sino más bien como la búsqueda
de un sistema de equilibrio entre el poder
real y los hombres de los colectivos, de di-
versa índole, que existían en la sociedad
francesa de aquel tiempo.
El consejo del rey se transformó con una
delimitación mucho más precisa de lo que
antes existía. Los seis grandes departamen-
tos recibieron atribuciones concretas y su
«geometría» alcanzó dimensiones mejor
definidas. Séguier, Le Tellier, Colbert, Fou-
quet, Lionne, fueron los hombres que utilizó
para dar continuidad a la tarea rectora. Pero
su visión iba mucho más allá: quería evitar
conflictos futuros y asentar la omnímoda
autoridad suya sobre cualquier decisión im-
portante. El Estado será él y su voluntad. Y
ello iba a durar —como sistema— cincuenta y
cuatro años, de 1661 a 1715; es decir, medio
68/339

siglo de la historia de Europa. El más largo


reinado de la dinastía capeta desde sus
primeros titulares.
Pero no me propongo en este libro con-
tar la historia del reinado de Luis XIV, sino
la historia del Rey Sol.
CAPÍTULO IV

LUIS XIV TOMA EL MANDO

Después de firmado el tratado de los


Pirineos y el compromiso de paz con España,
Francia ascendió a un nivel hegemónico en
Europa que hasta entonces no había cono-
cido. Los Habsburgo del imperio vienés
perdieron posiciones decisivas en Münster y
Osnabruck, y el reino francés ganó consol-
idaciones notables en su línea fronteriza del
Rin y de Flandes. Sin embargo se hallaba lat-
ente un grave fermento de malestar político
como residuo de los años tremendos de la
Fronda y cierta resistencia de la nobleza a in-
tegrarse del todo en el cuadro político de la
monarquía. Luis XIV intuyó que el deseo de
70/339

paz y de unidad aconsejaba establecer el or-


den y la estabilidad por encima de todo, y a
ello dedicó la frenética actividad de su gobi-
erno durante sus primeros años. Se sintió at-
raído por los escritos de Bossuet, quien mag-
nificaba el poder real, apoyándolo en el
derecho divino de los monarcas con citas y
argumentos sacados de la Biblia y de los
Evangelios. El rey se consideró un enviado
de Dios, ungido por la religión del Estado;
infalible; y como veremos más tarde, conven-
cido de que la misión suya era también la de
apacentar la Iglesia galicana en sus rela-
ciones con el papado y frente a las, otras reli-
giones o sectas que pululaban en el subsuelo
francés.
Aceptó el equipo de gobernantes legado
por Mazarino, pero quiso pronto dar noticia
de que podía prescindir de cualquiera de el-
los en caso de que opinara que lo hacía mal o
que su reputación dejaba que desear. Ello
ocurrió con el superintendente Fouquet, «el
71/339

mago de las finanzas» —diríamos en len-


guaje de hoy—, que se preciaba de lograr
siempre, con malabarismos espectaculares,
dinero suficiente para el tesoro, para los gas-
tos militares, las obras públicas y para los
proyectos, pequeños y grandes, de la monar-
quía y de sus titulares.
Fouquet era de familia bretona; su
padre fue consejero de Estado y lo introdujo
en la vida pública. Mazarino lo aprovechó
para sacar a la Corona de apuros, después de
las guerras de la Fronda. Su reputación era
muy discutida, y los fraudes y manipula-
ciones que llevaba a cabo llamaron la aten-
ción de sus compañeros de gobierno. Para
colmo de males, Fouquet, que era hombre de
gran fortuna, decidió encargar al arquitecto
de moda Le Vau, un castillo residencial con
las últimas novedades suntuarias de la época
en las cercanías de París. Así surgió un
prodigioso conjunto —Vaux-le-Vicomte—
cuyo interior y los parques, fuentes y
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jardines que lo rodean siguen siendo, hoy en


día, un lugar preferido de visitantes y turis-
tas. Fouquet, hombre mundano, se creyó al
abrigo de toda investigación, adulando al
joven monarca con las invitaciones a su res-
idencia, en las que celebraba fiestas suntuo-
sas, seguidas de funciones de teatro a las que
concurrían Moliére, La Fontaine, madame de
Sévigné y gran número de artistas, como
Poussin, Le Vau y Le Brun. Era aquélla una
pequeña corte rutilante de lujo y de ingenio.
Uno de esos festejos hizo desbordar la copa
de la envidia del rey, agravada por la ind-
isimulada forma de cortejar que tuvo el an-
fitrión a mademoiselle de La Valliére, que
era entonces el amor preferido del monarca.
Los compañeros de gobierno, especial-
mente Colbert y Le Tellier, se encargaron de
azuzar el fuego de la sospecha y de la discor-
dia. En medio de la general estupefacción,
Fouquet fue arrestado y sometido a proceso.
Se descubrieron numerosas irregularidades y
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colosales estafas que había protagonizado.


Después de un proceso escandaloso que duró
tres años, fue condenado a destierro y confis-
cación de sus bienes. Luis XIV no se con-
formó con ello y le encerró en la fortaleza de
Pignerol, juntamente con sus dos ayudantes.
No se sabe la fecha de su muerte. Se cree que
fue envenenado por agentes del soberano.
Este episodio dramático fue un aviso del
rey a sus gobernantes y subalternos. Quiso
dar prueba de su independencia de criterio y
también de su implacable autoridad. Curi-
osamente, la construcción del maravilloso
recinto de Vaux-le-Vicomte y la naturaleza
de las fiestas que allí se daban despertó en el
rey absoluto el deseo de levantar un conjunto
parecido que representara la apoteosis de las
artes y sirviera asimismo de escenario a la
floración de las letras y del teatro francés. La
construcción de Versalles fue, en cierto
modo, una consecuencia del esplendor
74/339

arquitectónico de la caprichosa imaginación


del venal ministro de Finanzas.
Los restantes miembros del gabinete del
rey aprendieron en silencio la lección del
monarca. Colbert, Louvois y Le Tellier fuer-
on el trípode del poder ejecutivo del reino.
Colbert es la figura más importante de la
época. Venía de una familia de la pequeña
burguesía de Reims, comerciante de paños.
Era minucioso, cumplidor, ejecutivo, eficaz y
siempre disponible para cualquier cargo o
misión. Lo descubrió Mazarino, tomándolo a
su servicio como secretario, encargado de
misiones reservadas
La maledicencia parisina le atribuía la
gran fortuna que levantó el cardenal durante
su mandato y que también le sirvió a él para
mejorar su situación económica. A Luis XIV
le fascinó la capacidad de trabajo, el orden
perfecto de aquel funcionario del Estado que
siempre tenía a mano la solución legal y ad-
ministrativa de una decisión.
75/339

La caída de Fouquet —en la que parti-


cipó con la investigación secreta encargada
por el rey— le convirtió en sucesor suyo en el
ministerio de Finanzas. Colbert, que venía
del estamento burgués, supo dar al rey lo que
deseaba: un gobernante eficaz que siempre
dejaba al monarca la última palabra. Era de
temperamento frío y sus ataques de cólera
eran proverbiales. Luis XIV le confió además
la Marina, le hizo marqués y le ayudó a colo-
car a sus familiares en los estamentos de la
alta nobleza.
Veinticinco años duró el mando de Col-
bert en Francia. Se le ha llamado con razón
el principal soporte de la grandeza de Luis
XIV. Éste echaba mano de su habilidad buro-
crática para hacer frente a los torrenciales
gastos militares y civiles que acarreaba la
magnificación del soberano. Su obra econ-
ómica inspirada en los principios de mer-
cantilismo ha sido llamada con justicia «col-
bertismo», en cuya aplicación utilizó un
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proteccionismo a ultranza, junto a una in-


dustrialización a base de «manufacturas»
que fueron esenciales para estimular la pro-
ducción francesa y su exportación a Europa
entera. Ello le llevó a crear una gran marina
mercante y otra de guerra, a construir puer-
tos y a desarrollar un comercio exterior po-
deroso. Colbert fue el verdadero artífice de la
Francia moderna.
Tuvo otra faceta que es necesario
señalar también: como intendente de edifi-
cios, artes y manufacturas, puso al servicio
de la Corona el mecenazgo de la cultura. El
rey apoyó plenamente esa actividad. A Col-
bert se deben las academias de inscripciones
y letras, la de ciencias, la de Roma, las de
pintura, de música y arquitectura, y el Obser-
vatorio astronómico de París. Sutilmente
fueron todas ellas orientadas a la adulación y
endiosamiento del que iba a llamarse, final-
mente, el Rey Sol.
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Michel Le Tellier fue otro de los grandes


políticos del rey. Venía de la burguesía par-
isina; era hijo de un alto funcionario, y Maz-
arino le utilizó nombrándole ministro de la
Guerra. Fue decisiva su intervención en la
victoria militar sobre la Fronda y en las ne-
gociaciones para la paz con los nobles —y
príncipes— sublevados. Luis XIV le mantuvo
en su puesto y le encargó la formación ad-
ministrativa de un ejército moderno. Se
llamó a la nueva formación «un ejército
monárquico», y resultó el instrumento fa-
vorito del rey para sus aventuradas y costo-
sas guerras en Europa.
Le Tellier era un hombre duro, feroz con
los subalternos, trabajador infatigable y muy
estimado por el soberano. A la vejez, quiso
ser relevado del cargo y fue nombrado can-
ciller y ministro de Justicia. Dícese que re-
unió una fortuna considerable, al abrigo del
favor real. Pidió y obtuvo del monarca que su
hijo, el marqués de Louvois, le sucediera en
78/339

el cargo de ministro de la Guerra, como así


ocurrió.
Louvois entró a trabajar con su padre a
los dieciséis años, en el despacho de la sub-
secretaría del Ejército. A los treinta años,
conocía hasta el último detalle la organiza-
ción militar del reino. Le gustaba halagar la
vanidad y las ambiciones de conquista del
soberano y mantenía a raya a los grandes
mariscales, como Turenne, con el que tuvo
choques vivísimos que hubieron de ser solu-
cionados en última instancia por el monarca.
Apoyado por la incondicional simpatía
de Luis XIV, Louvois llevó a término la obra
de su padre: «el ejército permanente». La
disciplina fue modernizándose poco a poco y
desapareció el arcaico sistema de «las ban-
das armadas», creándose una ordenanza ad-
ministrativa del ejército para toda Francia.
Su célebre Ordre du Tableau dio acceso a las
clases más humildes del reino a los altos
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grados de la jerarquía militar. Fue el verda-


dero fundador del poderío militar francés.
Louvois, apoyado por el rey, fundó nada
menos que tres academias de artillería, en
Douai, Metz y Estrasburgo, y el solemne y
pomposo hotel de los Inválidos, que hoy ocu-
pa uno de los espacios más llamativos de
París. Su influencia se dejó sentir a través de
su prestigio, en materia de defensa, en la ori-
entación final de la política exterior del rey, a
quien la costosa pero visible organización de
un gran instrumento castrense despertaba,
sin cesar, ambiciones desmelenadas por
emprender nuevas guerras que añadiesen
territorios, súbditos y riquezas al Estado
francés.
El perfil de Louvois fue trazado por los
historiadores contemporáneos con trazos in-
delebles. «Era duro y brutal. Incitaba al rey a
tomar actitudes violentas para afirmar su
poderío e intimidar a sus adversarios. Suya
fue la responsabilidad de ordenar la llamada
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"guerra de devastación del Palatinado", en la


que el ejército de Luis XIV recibió la orden
de ejercer un acto de genocidio que fue, se-
guramente, el primero de una serie de ac-
ciones inhumanas que iban a forjar, a través
de tres siglos, el fermento del antagonismo
franco-alemán, que todavía en nuestro
tiempo hemos conocido. También fue suya la
idea del bombardeo marítimo de Génova y
del horrendo disparate de las dragonnades,
o persecuciones militares de exterminio, de
los protestantes franceses, así como la renov-
ación del edicto de Nantes, que fue iniciativa
de Louvois y de su fanatismo católico
enloquecido.»
Louvois era vanidoso en extremo. Saint-
Simon cuenta, en su interminable cotilleo,
cómo se ganó totalmente la confianza del rey
hasta el punto de que éste le ofreció ser
testigo de su matrimonio «secreto» con ma-
dame de Maintenon. Pero con su buen juicio,
se opuso más tarde, enérgicamente, a la
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iniciativa de la favorita a comunicar la


novedad dinástica a las demás cortes de
Europa por entender que movería a burla a
todo el Occidente coronado. Luis XIV aceptó
a regañadientes la opinión de Louvois, pero
madame de Maintenon le declaró, a partir de
entonces, la guerra a muerte. Trató de con-
vencer a Luis XIV para que prescindiese de
sus servicios, y en ese período de tiempo, en
circunstancias más que sospechosas, falleció
Louvois. El veneno era, en esos tiempos, ali-
mento de uso frecuente bajo las monarquías
absolutas.
Los personajes que he citado provenían
en su casi totalidad de la burguesía media del
pueblo francés. Con ello quiso el rey dar otra
prueba de que la nobleza no iba a ser la que
proporcionase exclusivamente los hombres
de Estado del sistema. Los nobles se dieron
por aludidos y tascaron el freno que se les
imponía desde las alturas supremas. El mon-
arca pensaba en darles un escenario y un
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ámbito propios para que se concentrasen de


modo permanente en torno a él. Es decir, un
mundo de ceremonias, diversiones, bailes,
juegos, cacerías, teatros, banquetes, fiestas y
cuanto fuera menester para tenerlos conten-
tos, amenizados, pendientes de su favor, at-
entos a sus deseos y convencidos, de una vez
para siempre, que su papel de minorías po-
derosas, capaces de coaccionar el poder cent-
ral del soberano e imponerle condiciones
había terminado. Eso se llamaría la vida
cortesana, o más sencillamente «la corte».
Luis XIV se decidió a establecer no un proto-
colo de palacio que se llevara a cabo en las
ceremonias del Louvre o en el castillo de
Saint-Germain, sino un lugar geográfico,
ajeno a la capital, que no tuviera ante-
cedentes de esa clase y en el que él fuera
fundador y creador ex novo. Así se fueron
abriendo camino la idea y el proyecto de
Versalles. Era la renuncia, de hecho, a que
París fuera la residencia del poder político de
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Francia. Luis XIV quiso que la corte fuera el


lugar geométrico de la monarquía absoluta y
que en ella residiera el único y verdadero
poder del reino. Este proceso duró muchos
años y de él me ocuparé en los próximos
capítulos.
Pero antes quiero señalar lo que fue el
logro complementario del rey en materia de
reducir a obediencia todo aquello que
suponía fuente de rebeldía o discordia en el
país. Sintéticamente puede decirse que la
política seguida en primer término fue la de
amordazar las publicaciones, las gacetas y los
libelos, que abundaban a porfía en las
ciudades y que eran impresas en Francia o
en los países limítrofes. Penas durísimas a
los libelistas y destrucción de las imprentas
eran encomendadas a las fuerzas de la
policía. La censura de los libros se hizo
severísima, muy especialmente en el tema
religioso. La Bruyére dice, cautamente, que
«un escritor francés y cristiano no puede
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hacer sátiras, los grandes temas no le están


permitidos, se escapa hacia las cosas menu-
das y se salva haciendo ingenio con la belleza
de su estilo. La mordaza a la expresión del
pensamiento iba a ser total.
Las autonomías provinciales y municip-
ales fueron asimismo objeto de una ex-
haustiva y creciente intervención que redujo
su funcionamiento a la nada. El cuerpo de las
leyes del reino, el funcionamiento de la Justi-
cia y el cuerpo de la Policía fueron también
reorganizados a fondo, en un sentido orde-
nancista, unitario y más modernizado. La
tarea del rey era tener en la mano la totalid-
ad de la máquina del Estado con funcionari-
os eficaces y, en todo caso, obedientes. La
monarquía de derecho divino se convertía así
en absoluta, en totalitaria, diríamos en
nuestro lenguaje actual.
El Parlamento, que era bastante repres-
entativo y que hubiera sido llamado a jugar
un papel importante en el seno de una
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sociedad, en cambio, como era la francesa,


no fue convocado nunca en todo el reinado
de Luis XIV. Quizá ello fuera también el re-
moto manantial de los aluviones revolucion-
arios que contenía aquel órgano deliberante
y que se manifestaron cien años después, en
el reinado de su descendiente, Luis XVI.
CAPÍTULO V

EL GRAN ESCENARIO DE
VERSALLES

La monarquía absoluta exigía el dispon-


er de un gran escenario, exclusivo, único y
resplandeciente. El rey, convencido de su
función, semidivina, pensó en levantar un
conjunto monumental que tuviese un sim-
bolismo capaz de expresar, con su sola gran-
deza, el esplendor de la Francia monárquica
ante propios y extraños. El lejano eco que le
traían embajadores y viajeros del edificio de
El Escorial, ideado por Felipe II —su bis-
abuelo—, fue sin duda un estímulo para ll-
evar a cabo una obra semejante que reflejara
la personalidad del soberano francés. Si la
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mansión severa, solitaria, poderosa, altiva,


geométrica y pétrea del rey de España era fiel
trasunto del talante filipino, el palacio del
hijo de Ana de Austria adoptaría las caracter-
ísticas humanas del que, a sí mismo, se
llamaba el Rey Sol.
La historia de Versalles es, en esencia,
reveladora de un empeño tenaz y costosísimo
del monarca juzgado por muchos de sus con-
temporáneos como empresa demencial e ir-
realizable. Versalles era el nombre de un
viejo castillo —del que sólo quedaba una
torre desmoronada— que había sido un
feudo medieval de ese mismo apellido. Con-
vertido en aldea campesina miserable, situ-
ada en un altozano, con dos o tres tabernas,
veinte casas, una pequeña iglesia con su
aguja puntiaguda y un inmenso paisaje de
bosques, lagunas y riachuelos que la cir-
cundaban, era un lugar preferido de caza
abundantísima, visitado por los mejores
escopeteros de París.
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Un día del verano de 1607, Luis XIV,


entonces delfín del trono, con apenas siete
años de edad, vino con su séquito, en car-
roza, a debutar en el arte cinegético, co-
brando una liebre y dos perdices. El recuerdo
de este episodio infantil quedó grabado en su
memoria adulta de gran cazador. En esa épo-
ca las dos mansiones reales que se utilizaban
para que saliese de París, la corte, eran Fon-
tainebleau y Saint-Germain. Las estancias de
los monarcas en dichos reales sitios eran
muy largas, duraban a veces meses enteros.
El altozano de Versalles fue el ámbito
cinegético preferido de Luis XIII, que llevaba
consigo un séquito de cien halconeros que
portaban un nutrido cortejo de halcones de
toda especie, además de los perros, lanzas y
escopeteros del acompañamiento habitual.
Fue este rey quien compró una parte del
altozano de Versalles, encargando al arqui-
tecto Le Roy la construcción de un palacio de
dos cuerpos, con una gran escalera doble de
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acceso, en el estilo renacimiento, semejante


al de la plaza de los Vosgos de la capital.
En 1626 se inauguró este primer edificio
por los reyes Luis XIII y Ana de Austria, la
reina madre, María de Médicis, y las prince-
sas. La corte se instaló allí, para estrenar los
edificios y su adecuación a las necesidades
del protocolo real. La Corona compró cada
vez más terrenos en el entorno del primer
Versalles. A pesar de ello, Luis XIII se con-
formó con el palacete que lucía en su fachada
los tres colores de Francia, el azul de los teja-
dos de pizarra y el rojo y blanco de los muros
de caliza clara y de ladrillo oscuro, y que
Saint-Simon, con su mordiente habitual,
llamaba «el castillo de naipes». Pasados los
temores y los episodios trágicos de la Fronda
y desaparecido Mazarino, Luis XIV visitó,
una y otra vez, el reducido Versalles paterno
y comenzó a soñar con levantar allí un edifi-
cio singular, único, que fuera asimismo un
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monumento póstumo a su memoria para las


generaciones de los franceses del futuro.
El ministro Colbert, a pesar de com-
prender el enorme costo de tal fantasía,
capaz de hundir el erario público, animó al
joven soberano, que le confiaba sus sueños
de grandeza constructora. Hablaban el min-
istro y el rey de los faraones egipcios, de los
césares romanos y, más cercanamente, del
castillo de Chambord, la obra maestra de
Francisco 1 y la del castillo de Chantilly,
magnificado por Condé. Y, por supuesto, de
Felipe II, admirado en Europa entera por su
última maravilla del mundo, llamada El
Escorial. Entretanto el rey mejoró el palacio
del Louvre, las antiguas Tullerías, el con-
junto de Fontainebleau y el castillo de Saint-
Germain, con riquezas decorativas interiores
y nuevos pabellones anejos. Pero de todo lo
que había visitado, nada era comparable a lo
que en Vaux-le-Vicomte había construido el
ministro Fouquet —ahora en desgracia—
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para su regalo, en la época de su poder


omnímodo.
Luis XIV mandó llamar a Le Vau, el ar-
quitecto de Fouquet, y le encargó una con-
versión sustancial del palacete de Luis XIII
en un inmenso e inacabable monumento,
con dimensiones colosales, numerosísimos
pabellones, cuarteles, residencias, palacetes
en los bosques. Y también juegos de aguas,
lagos, fuentes, ríos de cascadas, jardines flor-
idos, balcones, terrazas, avenidas, parques,
praderas, portones y rejas gigantescas de
hierro y bronce. A esto se añadirían traídas
de aguas, con artilugios novedosos, un jardín
zoológico con animales exóticos, luces e ilu-
minaciones nocturnas, explanada para jue-
gos artificiales y teatros al aire libre para
conciertos y representaciones. Un mundo
entero de lujo, de diversión y de simbolismo,
para celebrar ceremonias esplendorosas,
destinadas a impresionar en primer lugar a
los nobles de la corte, desprovistos ahora de
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poder y convertidos, de temerarios


frondeurs, en dóciles y aduladores cortes-
anos. En segundo lugar, Versalles era el
lugar para recibir con un protocolo, pensado
hasta el último detalle, a los embajadores o
enviados especiales de las cortes de Europa y
épater a los diplomáticos forasteros con in-
menso aparato.
Además, en ese Versalles grandioso se
podía ofrecer a los intelectuales de la época,
a los actores de teatros, a los músicos de
moda, a los dramaturgos, cantantes y poetas,
un auditorio de calidad única, capaces de
aplaudir su talento, su ingenio y su destreza
escénicos. El rey sería el centro de gravedad
de aquella galaxia de vanidad y orgullo. De
ahí que los aduladores de turno hablasen ló-
gicamente del «Sol» como símbolo as-
tronómico y heráldico del monarca todopo-
deroso. La maledicencia pronto encontró
una manera de ridiculizar a su tío y
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consuegro, Felipe IV, llamándole, por com-


paración, el «Rey Planeta».
Fue un grupo muy numeroso de
artífices, creadores y expertos de toda clase
el que llevó a cabo la asombrosa tarea de
hacer surgir, de las marismas fétidas del con-
torno versallesco primitivo, la maravilla del
palacio a construir. En 1661 empezó la real-
ización de las primeras obras, que termin-
aron oficialmente en 1665, aunque los aña-
didos y novedades se sucedieron quince años
más. Se calcula que en ellas trabajaron casi
cuarenta mil hombres que disponían de seis
mil caballos de transporte. Unas cifras que
recuerdan al proceso de erección de las
pirámides de Egipto. Le Vau, el arquitecto
jefe, había levantado, en París, el hotel Lam-
bert, el colegio Mazarino, el coro de San
Sulpicio, parte del actual Louvre y los nuevos
pabellones de las Tullerías, entre otras
muchas obras maestras salidas de su estudio
de arquitecto. Era un genio en imaginar la
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adaptación flexible de los edificios exist-


entes, a la moda de lo novedoso. Su trans-
formación de los edificios militares de
Vincennes en palacio residencial fue, por
ejemplo, otro de sus logros más notorios.
Luis XIV no quería —por respeto a la
memoria de su madre— que el primitivo
«castillo de naipes» desapareciera del todo.
Le Vau fue el director de la carísima «envol-
tura» que le encargaron. Le ayudaron en la
tarea los arquitectos Gabriel y Perrault, Le
Pautre y el italiano Vigarini, considerados
como los mejores profesionales del reino.
Llegó después el momento de dar paso desde
las estructuras fundamentales, al decorado
interior. El hombre clave de esa segunda op-
eración de gigantesca acomodación interna
se llamó Charles Le Brun. Fue un artista
polivalente, una estrella múltiple de muchas
vertientes. Era a la vez pintor de cámara, ar-
quitecto y escultor. Dirigía la manufactura de
los Gobelinos y dibujaba no sólo los cartones
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de las tapicerías, sino los modelos de cerra-


jería, los mosaicos, la ebanistería y las es-
tatuas de todo tipo que debían llenar
parques, fuentes, escaleras y galerías. Le
Brun, que tenía la plena confianza del rey,
pidió a éste plenos poderes para que toda la
dirección de obras de las decoraciones interi-
ores residiera en él. En su pléyade de com-
pañeros había artistas eminentes, los
hermanos Coypel, pintores; los seis mejores
escultores de Francia; el forjador y cerrajero
Delubes, y decoradores famosos como Ballin,
Boulle, Poitou, Cucci y Caffieri. En muchos
casos, les prohibía a ellos usar sus nombres,
que mantenía en el anonimato colectivo de
las obras. Los estudiosos que hoy día analiz-
an el conjunto de Versalles, subrayan la
unidad de estilo que respira el admirable
conjunto artístico del palacio. Quizá sea
debido, en parte, a ese enérgico mando de Le
Brun, el artista polifacético.
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Al cabo de los años, otros grandes artis-


tas franceses iban a entrar a tomar parte en
el larguísimo proceso de las construcciones
de Versalles. Uno iba a ser Le Nótre, el
jardinero genial que dejó las obras de su tal-
ento, presentes en tantos parques y avenidas
de los castillos y palacios de Francia y que
forman parte del cartesianismo profundo del
alma francesa, cuyo «espíritu geométrico» se
ha señalado en muchas ocasiones.
Otro extraordinario profesional fue
Mansart, sobrino nieto del autor del Val-de-
Grâce parisino. En 1676 era nombrado
primer arquitecto del rey. Saint-Simon ex-
plica, con su malicia habitual, que la habilid-
ad de Mansart fue la de adular al rey
mostrándole proyectos que contenían, delib-
eradamente, algunos errores notorios. El
monarca los descubría y el arquitecto se de-
shacía entonces en zalemas, elogiando el tal-
ento artístico del rey, su intuición arqui-
tectónica y ganando, de ese modo, su entera
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confianza. Mansart recibió el encargo, en


firme, de reformar el Versalles de la «envol-
tura» de Le Brun y de cambiar sustancial-
mente el itinerario de habitaciones y salones,
escaleras y galerías del palacio. Fue otra
etapa tremebunda que dio lugar a la creación
de la Gran Galería, a la histórica «Galería de
los Espejos» y a las dos alas inmensas que
añadieron medio kilómetro de longitud al re-
formado edificio. Es interesante anotar que
Mansart introduce un giro nuevo en la traza
de los edificios, suprimiendo la influencia
italiana de la primera reforma y convirtién-
dola en un estilo más francés, manteniendo
la vigencia de las concesiones al columnario
grecorromano, pero con profusión decor-
ativa del barroco, que ya asoma en los ele-
mentos decorativos de los interiores.
De las múltiples edificaciones que en-
riquecían el conjunto de Versalles, diremos
sólo que el castillo de Clagny —hoy desapare-
cido— se levantó simultáneamente por
98/339

Mansart en 1674, para alojar en él a la mar-


quesa de Montespan, en el período cenital de
su privanza y a los hijos bastardos de Luis
XIV que vivían con ella. Fue aquel edificio,
según los testigos de la época, un prodigio de
belleza y de buen gusto, con riqueza interior
decorativa comparable al palacio grande. Sus
jardines parecen haber sido los más her-
mosos y floridos de todo el conjunto. Se
cuenta que fue la Montespan quien dirigió
personalmente con Le Nótre la plantación de
los cultivos. Colbert cedió a la amante de
moda mil doscientos obreros del palacio
grande para dar fin a la tarea. La pelotilla de
los poetas oficiales dio lugar a odas y sonetos
en que se hablaba de Semíramis en los col-
gantes jardines de Babilonia y de Dido in-
spirando la construcción de los palacios de
Cartago.
Pero la mala suerte, o acaso la envidia
de otra favorita, hizo aparecer a la
Montespan complicada en el escándalo de
99/339

los envenenamientos de París, con lo que


perdió el favor real; fue procesada; hubo de
abandonar Clagny y acabó sus días, triste y
solitaria, en un balneario de aguas curativas
de melancolías y contratiempos.
Pero si Clagny era un pequeño tesoro de
elegancia y buen gusto, el castillo y jardines
de Marly fueron construcciones de tal mag-
nificencia que eran considerados como «otro
Versalles» por la importancia de sus edificios
y el esplendor de sus fuentes y jardines.
Marly era una pequeña ciudad situada sobre
unas colinas que dominaban el Sena, a. mit-
ad de trayecto entre Versalles y el castillo de
Saint-Germain, que se adivinaba desde allí a
simple vista. Marly tenía uno de los más her-
mosos conjuntos forestales junto al gran río.
Fue Mansart quien llevó al rey a visitar el
lugar para levantar allí el último capricho del
Rey Sol: un lugar de reposo y de relativo ais-
lamiento, no lejos de la corte y con unos ho-
rizontes y paisajes naturales de gran belleza.
100/339

Las obras se empezaron en 1686 y dur-


aron hasta 1703. Costaron tanto como el
mismo Versalles. Luis XIV tenía en Marly su
pabellón secreto; es decir, sus colecciones
preferidas de arte y muchas de sus predilec-
ciones menos conocidas: joyas, diamantes,
miniaturas, relojes, tapices y estatuas. Un
juego de aguas, carísimo, hacía caer la «gran
cascada» desde un terraplén al parterre, en
el que se levantaba el «pabellón del Sol»,
como lo bautizó el propio soberano. La teoría
de los «espacios libres» del gran jardinero Le
Nótre tenía aquí aplicaciones notables de
perspectiva acuática.
Le Brun, a su vez, añadió doce cubos que
simulaban dados de juego, a los que llamó
«signos del Zodíaco», que rodeaban el pa-
bellón del Sol. Eran un anticipo de los con-
juntos actuales de ciertas urbanizaciones de
lujo que ofrecen ese tipo de cabinas inde-
pendientes —bungalows— para habitaciones
de huéspedes. El rey invitaba a sus amigos o
101/339

a magnates extranjeros a disfrutar de estos


pabellones minúsculos que tenían camas,
unos servicios bastante satisfactorios para la
época y un sistema de comunicaciones per-
fectamente organizado. Marly tenía solu-
ciones originales para sus fachadas. Estaban
revestidas de frescos en color que simulaban
pórticos, columnatas, medallones y símbolos
mitológicos, presididos siempre por el Sol.
La estatuaria era abundante y evocaba al im-
perio romano, a sus senadores e incluso a
Agripina, la madre de Nerón. Dicen que Luis
XIV se relajaba aquí con sus amigos de am-
bos sexos y les permitía olvidarse del rígido
protocolo de palacio.
Para completar este breve apunte
señalaremos que los Trianones, el Pequeño y
el Grande, completaron —sucesivamente— el
inverosímil conjunto. El primero se llamaba
el Trianon de Porcelana, y en él los objetos
decorativos procedían de las manufacturas
de Saint-Cloud y de las celebradísimas de
102/339

Delft. Algunos lo llamaban «el pabellón


chino». Servía de punto de llegada del rey en
sus largos paseos semanales y también para
los encuentros amorosos, relativamente
secretos, con alguna de sus favoritas.
Rodeaba al Pequeño Trianon un prodigioso
jardín de flores que trazó Le Bouteux y en el
que dos millones de tiestos de diversa factura
contenían ejemplares prodigiosos de
jazmines, narcisos, jacintos, lirios, heliotro-
pos y claveles. El inmenso conjunto despedía
una sinfonía de perfumes extraordinaria.
Miles de naranjos completaban el fantástico
jardín.
Veinte años después, el caprichoso rey
decidió derribar el pabellón y levantar otro
palacio cuya traza italiana diseñó Mansart.
Eran dos grandes alas unidas por un espec-
tacular peristilo. La decoración interior fue
dirigida por Le Brun y sus equipos de col-
aboradores habituales. El Gran Trianon sir-
vió de escenario a fiestas y recepciones del
103/339

rey y su familia con algunos invitados ínti-


mos en un ambiente relajado y saltándose los
severos principios de la etiqueta oficial.

Digamos ahora dos palabras sobre las


fiestas de Versalles. Elegiremos la descrip-
ción de los cronistas contemporáneos para
describir, verazmente, aquella pomposa y
disparatada exhibición de lujo, derroche y
altanera soberbia. En 1663, sin terminar las
obras, decidió Luis XIV inaugurar el pro-
grama festivo. Del 15 al 22 de setiembre se
celebraron ocho reuniones de baile, con-
cierto, comedia; orfeón, con cientos de in-
vitados. Un autor conocido llamado Moliére
ofrecía las obras representadas por su com-
pañía, que por cierto se hallaba subvencion-
ada por Felipe de Orleans, el detestado
hermano del rey. El repertorio comprendía
Don García de Navarra, un drama de
Corneille, Sertorio, la Escuela de los mar-
idos, y una pieza de ocasión, El impromptu
104/339

de Versalles, representada por el propio


Moliére.
En el año 1664, con Versalles terminado,
Luis XIV ofrece la primera gran fiesta en
honor de su querida de entonces, mademois-
elle de La Valliére, siguiendo la tradición de
erotismo público de su abuelo Enrique IV,
que dejó al morir cinco hijos legítimos y ocho
bastardos. Mademoiselle de La Valliére tenía
diecisiete años, cojeaba ligeramente, era me-
nuda, sin busto señalado, la dentadura averi-
ada y de nariz prominente. Su cabellera ru-
bia, su mirada azul y dulce, y las grandes ce-
jas arqueadas le daban un aire candoroso. Su
piel era clara y sonrosada. Luis XIV se de-
claró incapaz de resistir al impulso amoroso
de la marquesa, y María Teresa, la reina,
aceptó resignada la situación.
La celebración consistió en un torneo al
aire libre, con desfiles simbólicos; un teatro
en los jardines que ofrecía una comedia de
Moliére con música de Lulli; un ballet
105/339

nocturno con fuegos artificiales; una lotería


con soberbios premios (el premio gordo fue
para la reina). Se llamó a este octavario de
placeres, «La isla encantada», y el rey se dis-
frazó de emperador romano a lomos de un
caballo blanco y sobre su escudo junto al Sol
la divisa «Non cesso non erro», que pocos
años más tarde se modificaría por la de «Nec
pluribus impar».
En la siguiente ocasión, otra semana de
regocijos reales, ofrecida esta vez a la
nobleza —seiscientos invitados—, apareció
un elemento nuevo: una avalancha de gentes
de París, de los sectores sociales más bajos.
Se presentó junto a las verjas y cercas y se
subió a los árboles para captar algo de aquel-
las diversiones enloquecidas del rey
absoluto.
En 1668, otra explosión de fantasías, de
formidable conjunto de diversiones tiene
lugar en el palacio de Versalles. Se trata de
homenajear a la segunda amante del rey, una
106/339

vez que mademoiselle de La Valliére ha legit-


imado sus dos hijos bastardos y ha sido
galardonada con un ducado. Luis XIV ha
caído en las redes de amor de una dama de la
reina, Francoise Athénais de Rochechouart,
marquesa de Montespan. «La "modesta viol-
eta" que era La Valliére, tímida y encogida,
no era lo bastante para saciar el orgullo del
rey y su exhibicionismo erótico —escribe
Saint-Simon—. La Montespan tenía veintisi-
ete años y era hermosa como el sol naciente.
Tenía facciones perfectas, caderas atractivas,
ojos algo saltones, andares esbeltos y majes-
tuosos.» No era muy limpia, pero ello era un
defecto de la época. Los perfumes no
bastaban a encubrir los aromas fisiológicos.
Decían que era una excelente conversadora,
ingeniosa y sutil. Tenía la lengua viperina y
los odios, mortales, empezando por su rival,
La Valliére. La pobre reina española seguía
callando y pariendo hijos legítimos sin cesar,
que morían a los pocos años.
107/339

La fiesta de la Montespan fue multitud-


inaria. Cerca de tres mil invitados, con dis-
fraces la mayoría, se desparramaron por el
parque, camino del estanque del Dragón, ilu-
minado. De allí se siguió al bosque de la
Estrella, donde se alzaban los colosales buf-
fets. Eran cinco en total. Tenían formas de
pirámides, de montaña rusa, de colina artifi-
cial, de rocas puntiagudas, de bosque en
miniatura. Las viandas, los pescados, las be-
bidas, los postres, se amontonaban en cada
uno de estos puestos gigantescos, iluminados
de diversos colores. Fénelon, buen pelotillero
de la corte, utilizó este «sarao» pantagruélico
para escribir más tarde la Isla de las dulzur-
as, clásico texto escolar de la lengua
francesa. Los reyes y el séquito iniciaron la
deglución de la montaña mágica poco a poco.
Cuando terminaron se abrieron las puertas a
los tres mil invitados que se tiraron a lo loco
a devorar el festín báquico con las escenas
más brutales que se puede imaginar.
108/339

Los monarcas se rieron a carcajadas de


este ataque de bulimia generalizado. El es-
pectáculo se terminó con una representación
del George Dandin o el marido burlado, que
los comensales suponían era un texto diri-
gido a poner en ridículo al marqués de
Montespan.
No terminó ahí la diversión. El rey com-
ió en un pabellón con sesenta puestos ofre-
cidos a otras tantas damas. El único varón
que acompañaba al Rey Sol era su hermano,
«Monsieur», como era llamado. La Valliére,
madame de Sévigné y madame de La Fayette
descollaban entre el gentío femenino. La re-
ina comía en una de las numerosas tiendas
de campaña levantadas en el parque. En ella
figuraba la Montespan, que era todavía la
luna creciente. «Y en su mesa por casualidad
—dice el cronista Félibien des Avants— se
hallaban madame de Ludre, que iba a ser al
poco tiempo —y por poco tiempo— amante
real, y madame Scarron, que resultaría
109/339

finalmente triunfante sobre todas ellas y


acabó casándose con el Rey Sol, con el
nombre de madame de Maintenon.»
Fue una noche inolvidable que acabó,
como siempre, en fuegos de artificio que dur-
aron hasta el amanecer. Mademoiselle de
Sudery la describió magistralmente en su
obra la Promenade de Versailles. Racine, La
Fontaine y Boileau figuraban entre los
presentes. Racine utilizó este episodio para
escribir Berenice, en cuyo texto se habló de
la fiesta que Tito dio para enaltecer a su
padre, Vespasiano. En él se encuentran los
memorables versos que dicen:

En quelque obscurité que le sort


l'eút fair naitre
le monde en le voyant, eút reconnu
son maitre .
CAPÍTULO VI

LAS LETRAS, LAS ARTES Y LAS


CIENCIAS DEL REINADO

Bajo el reinado de Luis XIV, los es-


critores fueron mucho más libres que los
artistas. Estos últimos fueron colocados por
el soberano a las órdenes de quienes mane-
jaban los encargos de arquitectura, pintura y
escultura, para las grandes construcciones
que levantaba el Rey Sol. Por otra parte, la
moda grecorromana obligaba en muchos as-
pectos a ceñirse al estilo clásico sin atreverse
a inventar nuevas formas.
Así ocurrió que en ese largo período
brillaran con luz propia creadores de la talla
de La Rochefoucauld, la marquesa de
111/339

Sévigné, el cardenal de Retz, el obispo Bos-


suet, Moliére, Racine, Boileau y La Fontaine.
A los que había que añadir Descartes, Pascal
y Corneille, de la generación anterior. La
Rochefoucauld fue soldado, maestre de
campo, conspirador en la Fronda y hombre
de corte; al término de las revueltas,
sometido al rey y adulador. Su antiguo y
noble linaje le daba una seguridad en sí
mismo, un repliegue hacia la reflexión íntima
que se manifestó, poco a poco, en torno a los
salones literarios de madame de Sablé y de
madame de Lafayette. Ambas eran
mundanas y hacían agudas reflexiones
—como femeninas— sobre los repliegues del
corazón y el último sentido de los actos hu-
manos. La Rochefoucauld llamó a estos
breves juicios de valor sobre los actos del
hombre, las Máximas, de un desgarrado pes-
imismo en su conjunto y creando, sin
saberlo, un nuevo género literario. Y tam-
bién, sin percatarse de ello, dio un impulso
112/339

decisivo a un instrumento de máximo valor


en la cultura occidental: la lengua francesa.
Retz era otro de los cardenales que pesaron
con su personalidad en la historia del re-
inado del Rey Sol. En 1660, a pesar de su
antagonismo rotundo al monarca, se había
sometido al rey, que le confió, sin demasiado
entusiasmo, legaciones diplomáticas. Su vida
aventurera le proporcionó, al retirarse, ma-
teria de reflexión. Hombre cultísimo, re-
finado, amante de las cosas bellas —incluidas
las mujeres—, decidió redactar unas Me-
morias plagadas de mentiras y de fantasías,
pero que respiraban la fuerza de las observa-
ciones directas de un testigo lúcido de su
tiempo. Voltaire escribió, de su prosa, que
era arrolladora «por la impetuosidad de su
genio y por su grandeza».
Madame de Sévigné merece un lugar
destacado en esta pléyade de soberbios es-
critores. Era una mujer sencilla, que venía de
la provincia, viuda temprana, enamorada de
113/339

su hija, que, a pesar de su presencia en la


corte, gustaba del París popular, de los
alrededores de la capital, de los paisajes
campestres y de las tertulias literarias. Sus
«cartas» son un espléndido retablo de lo que
era la vida francesa en ese reinado. Ella com-
prendió que el orgullo desmedido del mon-
arca era funesto, a la larga, para el país y ll-
evaría a la guerra exterior sin remisión. De
ella ha dicho el historiador Lavisse que «era
una mujer honesta, inteligente, cultivada y
buena». También su soberbio manejo de la
lengua influyó de modo decisivo en la apari-
ción de la prosa francesa moderna.
Bossuet es otro de los gigantes de la
pluma que florecieron en torno al reinado
del Sol. Discípulo de los jesuitas, predicador
elocuente y sabio, obispo y preceptor del,
medio tonto, delfín, fue monárquico de
corazón y alimentado, según los que le cono-
cieron, de la mejor savia del cristianismo.
Leal a la Iglesia, tenía, según un
114/339

contemporáneo, la capacidad de asimilar, a


través de un concepto estético, los textos
sagrados, hasta convertirlos en verdaderos
poemas de rara y espectacular belleza.
Fue el mejor orador de su tiempo y aún
hoy se le tiene como la suprema expresión de
la belleza hablada, en la lengua de Francia.
Causaba el pasmo, el asombro de los fieles a
los que se dirigía. Era apasionado y combat-
ivo. Denunciaba las herejías, las sectas, los
desvíos numerosos del dogma que entonces
pululaban. Fue, además, historiador y creía
en la providencial intervención cotidiana
para justificar las mudanzas de los poderes
políticos. Conocía a fondo la historia de la
filosofía, pero rebajaba su importancia frente
a las coordenadas voluntarias de la fe. Pero
temía asimismo que el porvenir no iba a ser
ni fácil ni ortodoxo, ya que el protestantismo,
por un lado, y el espíritu cartesiano por otro,
acabarían por dominar el mundo. Alguien
dijo de él y de su obra que se parecían a un
115/339

Versalles monumental de las letras repleto


de maravillas que no dicen gran cosa al lect-
or de hoy.
Todavía hay algunos nombres más en
esta notable galaxia de ingenios de la época.
Diremos unas palabras de Moliére, de La
Fontaine y de Boileau. Moliére era un
muchacho de familia modesta, nacido en el
popular barrio de los mercados de París. Su
padre era tapicero y acabó siendo mozo del
servicio del rey. Era un joven despierto, in-
quieto y aficionado a ver comedias y títeres
callejeros. Fue discípulo de los jesuitas. A los
veintidós años fundó una compañía de
comedias que realizó una gira en provincias
cuyo fracaso económico le hizo terminar en
la cárcel. Insistió en el propósito y, al cabo de
once años de giras por el país, consiguió del
rey representar una de sus comedias en pala-
cio. A partir de ahí, desarrolló su talento in-
ventivo, en una serie de magistrales
116/339

composiciones que obtuvieron la suprema


aprobación del rey absoluto.
Su vida fue conflictiva y difícil. Era un
enfermo crónico, tuvo graves conflictos con-
yugales, no tenía dinero, sus enemigos eran
implacables y lo criticaban con fiereza.
Poseía una excelente cultura teatral que se
abrevaba en los clásicos grecolatinos, en los
autos medievales y en las leyendas europeas.
Pero sus fuentes directas, gracias a una
prodigiosa agudeza de observación, lo daban
los elementos populares que conoció en sus
once años de giras por las provincias y los
años siguientes, en que iba a estrenar en la
corte sus mejores comedias. Aparecieron
entonces las Las preciosas ridículas, Los
maridos burlados, Los cazadores de dotes,
Los avaros, Los médicos, Los malos poetas y
una galería de arquetipos inventados, como
El misántropo, El burgués gentilhombre, El
enfermo imaginario, Tartufo y Don Juan. El
genio de Moliere se halla en la precisión del
117/339

diálogo. En un par de escenas, el retrato del


personaje está logrado. El lenguaje teatral al-
canzó en este autor la cumbre de la eficacia.
No se paraba en barras al elegir los tem-
as. En La princesa de Élide, la alusión a La
Valliére, era transparente y jocosa. El autor
elegía el amor triunfante. En Amphitrion se
ensañó con el pobre marqués de Montespan,
cuya mujer había sustituido a La Valliére en
el largo santoral de las_ amantes reales. Mo-
liere se pone resueltamente del lado del
amor, al que llamará, con elogio, «tendencia
arrolladora de la naturaleza». Ello chocaba
frontalmente con la religión cristiana y
Moliére lo sabía. Por eso eludió la burla dir-
ecta, que en un espíritu como el de Luis XIV,
de vida licenciosa —y aun escandalosa—, no
tenía cabida, pues no toleraba bromas con la
religión por creerla indispensable para el
mantenimiento de la monarquía absoluta.
Dicen los críticos que el Tartufo no es sólo la
burla del farsante, sino que quiso
118/339

sibilinamente presentar a los beatos


hipócritas, que abundaban también en
aquella época. La vida de este prodigioso
autor dramático fue triste, amarga y con un
final trágico: murió una noche, después de
representar en Versalles, ante el rey, El en-
fermo imaginario.
Finalmente es preciso recordar a otros
tres extraordinarios escritores de la época.
Uno fue La Fontaine, hombre de vida contra-
dictoria y borrascosa. Rompió su matrimo-
nio, era odiado por su hijo, derrochó su for-
tuna y se dedicó al vagabundeo y a la buena
vida. Cultísimo, lector infatigable, odiaba el
orden, la simetría, las reglas estéticas y el re-
speto a lo establecido. Pero comprendió as-
tutamente que era preciso respetar las cos-
tumbres del tiempo y del sistema en el que
vivía.
La Iglesia era severa en sus juicios doc-
trinales. El rey mantenía —e imponía— unas
normas arbitrarias, de conducta y opinión.
119/339

La Fontaine optó por un género poco cul-


tivado, pero que resultaba un perfecto sis-
tema de antifaz para la verdad. En 1668 es-
cribió su primer tomo de Fables, dedicado al
delfín. Y pocos años más tarde, otro volu-
men, dirigido esta vez a madame de
Montespan. El éxito fue notable, bien que el
contenido de las fábulas era altamente in-
moral y crítico. Aspiró a entrar en la Aca-
demia, que primero le rechazó y más tarde le
admitió. Su mala salud le obligó al retiro y a
la meditación y acabó leyendo el Evangelio y
sufriendo el aguijón del cilicio. Era un re-
belde, que terminaba su vida en la sumisión
total al poder y la fe establecidos. La Fon-
taine fue, sobre todo, un gran poeta que se
envuelve en su dominio y riqueza del idioma,
al que extrae su flexibilidad y precisión con
suprema maestría. La sociedad le tenía por
díscolo y audaz, pero aceptó la obediencia fi-
nal de su vida, aunque captó su mensaje
críptico de inconformismo social.
120/339

Racine era hombre de la joven genera-


ción. La Academia tenía ya un cuarto de siglo
de existencia y el «método» cartesiano otros
tantos años. Corneille había sido un autor
aplaudido y las Cartas de Pascal estaban
muy difundidas en sus secretas ediciones.
Racine nació en la Champagne, en una mod-
esta familia de funcionarios. Fue educado en
la doctrina jansenista y en la rígida obedien-
cia de Port-Royal, en la que su tía, Inés Ra-
cine, era monja profesa. Su otra formación
fue la del clasicismo griego. Empezó es-
cribiendo dramas y comedias aburridas
hasta que logró encontrar el rumbo de las
grandes tragedias de nombres históricos:
Británico, Berenice, Bayaceto, Ifigenia,
Fedra. Fue una explosión de admiración y de
entusiasmo público, aunque una minoría le
atacó duramente. Infortunado en amores,
contrajo matrimonio con una mujer medio
analfabeta que no sabía ni los nombres de
sus tragedias y que le dio siete hijos.
121/339

La tradición jansenista le empujó a la


vida religiosa hacia el fin de su vida. Pero fiel
a su educación juvenil, no renegó de su sim-
patía hacia Port-Royal, atacado a su vez por
el rey, los jesuitas y la Iglesia oficial. Es curio
so saber, a través del testimonio de un
cortesano, el gran aprecio en que le tuvo el
rey. Era un hombre de físico agradable y aire
rubicundo. Tenía el don de la perfecta de-
clamación de sus propias obras, o a veces leía
directamente de un texto latino que traducía,
al vuelo, al francés. Fue nombrado gentil-
hombre de cámara, y Luis XIV anunció que
designaría a Racine y a Boileau como histori-
adores oficiales de su reinado. Era un poeta
perfeccionista, purista, solemne y minorit-
ario. Hoy nos parece lejano y quizá artificial
y convencional. En el escenario de Versalles
fue tal vez la más brillante estrella de la
comunidad literaria.

Y por fin, Boileau. Nacido en un hogar


del alto escalafón del Parlamento, renunció a
122/339

seguir la carrera eclesiástica y la de derecho


para convertirse en un hombre de letras y en
poeta satírico. Se acercó a Moliére, a Racine,
a La Fontaine y gozó del apoyo del rey.
Amaba la verdad y la belleza. Considera-
ba complementarios ambos principios. La
naturaleza se nutría de lo verdadero y lo
bello. Y el buen sentido, al que llamaba la
razón, formaba el cuadrilátero de su filosofía,
de la que derivaba su estética.
Era hombre de autoridad y de lucha y
reprobaba lo que le parecía feo, antiestético o
mal proporcionado. De hecho fue el
fundador de la crítica literaria, con exalta-
ciones y descalificaciones fundadas en su
personal criterio. Asistía a un cenáculo de
amigos que se reunían periódicamente en un
café de París o en un domicilio suyo. Moliére,
La Fontaine y Racine leían allí sus nuevas
obras y Boileau hacía de «censor» amistoso y
crítico a la vez.
123/339

Trajo este censor del Parnaso —como se


le llamó— unas normas estéticas que iban a
durar mucho tiempo en el desarrollo de la
cultura francesa y en la evolución de su len-
gua. Es interesante anotar aquí la rápida
aceptación de esos criterios del gusto liter-
ario y su casi exclusiva dedicación a los per-
sonajes históricos del pasado romano y
griego y en alguna medida del Oriente y de la
misma España, con exclusión del rico tesoro
de la historia de Francia. Ese aspecto lo
mantenía el propio Luis XIV, que apena
nombraba en sus manifestaciones a sus ante-
pasados Capetos. El historiador Lavisse
sostiene que la filosofía cartesiana y la estét-
ica de Boileau fueron agentes de la gran re-
volución que iba a estallar un siglo más
tarde. «La razón —escribe Boileau—, de la
que se habla por los tratadistas de derecho,
no es la razón humana sino una particular,
fundada sobre un montón de leyes
contradictorias.»
124/339

***

Así como las letras mantuvieron durante


el reinado una relativa autonomía con re-
specto a la Corona, en el extendido campo de
las artes había tres autoridades indiscutibles:
la primera era la del rey. La segunda, la del
ministro Colbert. La tercera la ejercía por
delegación el que llevaba el pomposo título
de «primer pintor del rey», Charles Le Brun.
Luis XIV supervisaba todo lo relativo a
las artes. Estudiaba los diseños. Discutía o
reformaba los proyectos. Aprobaba los hon-
orarios y vigilaba la marcha de las obras. Los
testigos más cercanos a su carácter afirman
que no sentía el menor goce estético, con-
templando o analizando las obras maestras
de escultura o pintura o los conjuntos arqui-
tectónicos. Era absolutamente refractario a
125/339

ello. Solamente pensaba en que pudieran


servir para enriquecer los escenarios de los
palacios, en cuya decoración y trazo
señoreaba como dueño absoluto.
El omnipotente Colbert no era tampoco
sensible a la belleza intrínseca de las colos-
ales obras que controlaba como pagador
mayor del reino. Era implacable en exigir el
detalle de los costos, el cobro de los salarios,
la entrega de lo convenido dentro de los
plazos, la calidad de los materiales emplea-
dos. En sus papeles y archivos se puede
seguir al detalle la enorme tarea constructora
del reinado.
El pintor de cámara, que fue también el
dictador de los artistas que crearon
Versalles, era Le Brun, como ya hemos ex-
puesto. Nacido en París, se educó en Roma,
de donde trajo la devoción a Rafael y su es-
cuela y la admiración hacia la arquitectura
grecorromana. Estudió a fondo la filosofía de
las pasiones humanas a fin de trasladar el
126/339

dibujo al lienzo o al mármol, el gesto acer-


tado que revelase la personalidad del
retratado.
Además de pintor, con cientos de cuad-
ros de historia, sentía pasión por los grandes
frescos con batallas y muchos personajes, y
dibujaba sin cesar cartones para realizar
tapices o conjuntos monumentales, como la
gran galería de Versalles y las salas de la
guerra y de la paz. Pero no era un gran pin-
tor. Le faltaban corrección, elegancia y, sobre
todo, inspiración. Sus figuras son poco at-
ractivas. Su colorido es pobre. Los fondos de
sus cuadros carecen totalmente de paisajes
adecuados. Un crítico le acusaba de ser un
autor cuyas obras monumentales dejaban al
espectador indiferente.
Era, en cambio, un decorador sensa-
cional. Proyectaba todo: mármoles, metales,
esculturas, cerrajería, ebanistería, espejos,
lámparas, techos, ventanas, columnas,
tapices y alfombras. Nada quedaba fuera de
127/339

su previsión. Sorprendentemente, encontra-


ba en París los artesanos especialistas que
interpretaban fielmente sus deseos. Fue el
gran decorador del escenario del Rey Sol.
Y, curiosamente, los cientos o miles de
artistas y artesanos que ejecutaban los pla-
nos de Le Brun se sometieron a la despótica
dirección del pintor de cámara sin crearle
problemas de incompatibilidad.
En la música, fue Lulli el gran artista de
la música real, cuyo imperio gobernó de 1672
a 1687 de forma indiscutida. Lulli tenía el
sentido del orden sin perder de vista la in-
spiración. Fundó la orquesta que fue en su
tiempo la admiración de las cortes de
Europa. También modificó la forma de can-
tar la ópera y el tipo de pantomimas que se
debían llevar a los escenarios.
Luis XIV, tan poco sensible a las demás
artes, era un hombre de gran afición musical.
Tocaba bien la guitarra, el clavecín y los
laudes de la época. Y pedía el original de las
128/339

óperas o piezas de Lulli, o de Lalande, para


examinarlas con aire crítico antes de su es-
treno. Añadió las violas y violines a la capilla
de palacio y le gustaba que los instrumentis-
tas de cuerda le acompañaran constante-
mente en sus jornadas diarias, para hacer
música de fondo por doquier. Decía de Lulli,
al que ennobleció, que componía con tal
amor sus canciones que no sólo resonaban
en los salones, sino que todas las cocineras
de Francia tarareaban sus letrillas durante su
trabajo junto al fogón.

***

El siglo XVII en su primera mitad fue


decisivo en tanto que rompió muchos es-
quemas anticuados y reveló sustanciales
novedades del universo. Bacon, en
Inglaterra, condenó el apriorismo escolástico
129/339

y propuso la filosofía de la naturaleza basada


en la observación. Kepler descubrió las leyes
de los astros. Galileo, en 1610 y en 1638, re-
lató las observaciones astronómicas y explicó
la teoría de la gravedad. Harvey descubrió la
circulación de la sangre en el mundo animal.
Descartes pasó de la geometría al álgebra y
de ahí a la unidad de la ciencia. Cuando Luis
XIV llegó al trono, las ciencias habían to-
mado carta de naturaleza en la Francia del
pensamiento. El rey decidió apoyar a fondo
los trabajos de la Academia de Ciencias y
dotar de instrumental moderno el obser-
vatorio de París. Desde él se organizó la me-
dida de un grado del meridiano terrestre, op-
eración confiada al sabio Picard.
Hugens, otro sabio polifacético holan-
dés, vino a París como astrónomo reputado.
Inventó el péndulo y sus aplicaciones a la
medida del tiempo. También fue suya la
teoría de la rotación de los cuerpos en torno
a un eje, con lo cual lanzó la mecánica
130/339

racional como nueva ciencia. Otto de Guer-


icke —germano de Magdeburgo— inventó la
máquina neumática, antecedente de la má-
quina de vapor. El microscopio ya se había
inventado a fines del quinientos, pero fue
recibido con escepticismo y recelo.
Un par de holandeses, Swamerdam y
Lenverhosck vinieron a París y descubrieron
el sistema capilar y con ello la circulación de
la sangre. Se pensó por el rey en crear una
academia general, pero ante las dificultades
personales retrocedió en el propósito.
Sin embargo, Francia no prosperó lo que
debía después de este comienzo rutilante de
su cientificismo. Fue la Iglesia la que frenó la
expansión científica por temor a la filosofía
cartesiana, que consideraba peligrosa. Los
escritos del gran pensador Descartes fueron
al Índice, y los jesuitas influyeron para que
no hubiese homilía elogiosa en su entierro en
París. Luis XIV cooperó en ese freno a la ex-
pansión de la ciencia universal y se sumó a la
131/339

actitud negativa de la Iglesia oficial. Así, las


ciencias no siguieron avanzando al ritmo que
debían por el camino de la duda y de la
experiencia.
CAPÍTULO VII

UN DÍA EN LA VIDA DEL REY

Averiguar, con testimonios fehacientes,


cómo llenaba su existencia cotidiana un
monarca absoluto, puede ser muy revelador
de su carácter, de su talante y de su personal-
idad. El historiador Bluche ha investigado,
con rara fortuna, los relatos directos que nos
cuentan minuciosamente cuál era la activid-
ad diaria de Luis XIV, cuando comenzó su
tarea a los dieciséis años de edad en 1655. Y,
asimismo, cómo transcurría un día del rey,
en 1684; es decir, treinta años después, a sus
cuarenta y seis años. El primer documento lo
redactó un camarero del joven soberano,
Dubois, quien apuntó con sobriedad lo que
133/339

acontecía en la jornada cotidiana del adoles-


cente. El segundo texto viene del marqués de
Dangeau, que escribió su Journal cuando el
monarca era ya el Rey Sol y manejaba de
forma total el enorme poderío interior y ex-
terior del Estado francés.
Estamos todavía en 1655, en el París del
gobierno de Mazarino, quien ha dirigido la
entronización del joven soberano. «Es un
joven piadoso —escribe el mayordomo—,
pero no es un beato, ni tampoco un introver-
tido.» El cardenal lo va iniciando, poco a
poco, en los negocios de Estado, pero quiere
dejarle tiempo libre para el ejercicio físico y
la diversión. Es un mozo fuerte, de complex-
ión atlética y de buen color. Practica la es-
grima; se ha estrenado en la caza; baila
garbosamente; le gustan el teatro y la
música. Vive en el palacio del Louvre, que se
halla en un período de obras de mejora. Y la
gran extensión del parque de las Tullerías y
el Cours, la Reine le dan la impresión de que
134/339

no se halla recluido en un castillo, sino en


contacto con la vida de la capital.
Cuando se despierta, reza el oficio del
Espíritu Santo y un par de misterios del ros-
ario. Madame de la Motte, su gobernanta,
nombrada por Ana de Austria, le habla de
historia sagrada y del pasado de la historia
de Francia para empezar el día. Una vez en
pie, se levantaba del todo y entraban los dos
camareros de servicio. Venía el número de la
chaise percée, antecedente público de los
waters privados. Terminado el episodio,
pasaba a un salón en el que se hallaban prín-
cipes, duques y grandes señores que le esper-
aban para presenciar el grand lever.
Envuelto en su bata, saludaba familiar-
mente a los invitados a la ceremonia. La toi-
lette regia consistía en lavarse las manos (au
moins) —escribe Dubois—, la boca y la cara.
Se quitaba después el gorro de dormir. Dos
capellanes se arrodillaban con él y rezaban
una corta oración con los demás presentes.
135/339

El rey se peinaba después y se vestía con un


traje sencillo, camisola de Holanda y se
ponía unas zapatillas de sarga. Marchaba a
su gimnasio-picadero, donde ejercía durante
una hora y media. Volvía al cuarto y se vestía
con traje formal y zapatos de elegante traza y
hebillas de plata y desayunaba solo. Subía
después a saludar a Mazarino, quien actuaba
de primer ministro y hacía que los secretari-
os que despachaban con él fueran explicando
al rey adolescente el contenido de los asuntos
de cada día.
De ahí bajaba a saludar a su madre, Ana
de Austria. Los dos esperaban la hora de la
misa de palacio, que era la una en punto.
Seguían ambos la ceremonia desde los re-
clinatorios de la tribuna. Y volvía a acom-
pañar a la regente a sus departamentos par-
ticulares. Algunos días salía a cazar en Saint-
Germain o en algunos otros lugares cercanos
a París. Más tarde llegaba la hora del dîner o
almuerzo tardío, que generalmente
136/339

compartía con su madre. Después del dîner,


el rey recibía algunos embajadores en audi-
encia. Les preguntaba muchas cosas con
sagacidad. Era prudente en sus respuestas y
no quería comprometerse. Terminadas esas
visitas, salía al Cours la Reine y saludaba al
pasar a las gentes que llenaban el parque y
sus senderos, diciendo una frase amable a los
transeúntes que conocía. Volvía a palacio y
cenaba en la intimidad con su madre. Más
tarde había una tertulia íntima de gente
joven de la real familia en la que se jugaba,
se escuchaba música y se bailaba hasta las
doce. A esa hora se retiraba a su alcoba y se
desnudaba para ponerse la camisa y el gorro
de dormir. Era el coucher du roi, semejante
en su ceremonial al lever de las mañanas,
con oraciones incluidas
El afecto del rey a su madre, Ana de
Austria, era profundo y se manifestaba, de
modo constante, a lo largo de la jornada. El
respeto que tenía hacia Mazarino no era
137/339

menos explícito. El cardenal sostenía la tesis


de que los reyes no necesitaban tanto la
formación libresca o erudita, sino el trato
con gentes que los instruyeran sobre la
marcha de los asuntos interiores o inter-
nacionales. Dubois subraya que el muchacho
regio tenía una creciente sociabilidad que se
traducía en una insistente curiosidad por la
cosa pública y un rápido entendimiento para
captar lo esencial de los asuntos debatidos
por complejos que fueran. Desde la mañana
a la tarde —escribe—, a través de las audien-
cias y las visitas, perfeccionaba rápidamente
su formación de soberano. Luis XIV apren-
dió a dialogar con la corte, entendiendo esta
palabra como un conjunto formado por los
ministros, los altos funcionarios, los emba-
jadores foráneos, la jerarquía episcopal y
eclesiástica, los grandes y pequeños nobles y,
por supuesto, la extensa —y difícil— familia
real. Y esa corte con la que tan bien se en-
tendía iba a ser llevada, para manejarla más
138/339

de cerca, al escenario grandioso de un con-


junto arquitectónico y paisajista, proyecto
que acariciaba en su mente y que sustituiría
a París como capital, de facto, de la monar-
quía francesa durante siglo y medio.

Han pasado treinta años desde este


primer apunte del día de un rey adolescente.
Luis XIV reina ahora en Versalles con todo
su esplendor. Tiene cuarenta años. Lleva
bajo su férula implacable al Estado, a los
ministros, a la justicia, a la cultura, al esta-
mento militar, a la diplomacia y las guerras
con la dirección de las paces exteriores. Pero
su vida personal, salvo algunos viajes, parti-
das de caza y visitas a los frentes de batalla
—cuando hay conflicto en marcha— es, en
general, monótona. Su jornada se halla re-
glamentada minuciosamente. El diario de
Dangeau nos da noticia exacta de esas ocu-
paciones cotidianas, de las que se deduce que
el rey tiene muy escaso tiempo dedicado a su
vida privada. El monarca es, ante todo y
139/339

sobre todo, un servidor de la cosa pública.


Trabaja durante horas, examinando asuntos,
tomando decisiones, escuchando opiniones y
recibiendo gentes. Inevitablemente, uno
piensa que es bisnieto de Felipe II, que regía
medio mundo desde un despacho en El
Escorial, después de haber examinado hasta
la saciedad el dossier correspondiente a cada
asunto.
El rey se levanta tarde y se acuesta
tarde. Después del petit lever y el grand
lever, que ya he descrito antes y que no han
cambiado en lo esencial en estos cuarenta
años, se reúne a las nueve y media de la
mañana con uno de sus consejos. El más im-
portante es el Consejo de Ministros. En él se
toman las grandes decisiones. Se celebran
estas sesiones una o dos o tres veces por se-
mana, según la premura de los asuntos de-
batidos. Incluso cuando es necesario, el
domingo. El monarca preside. Le acom-
pañan el delfín, Monsieur, el canciller Le
140/339

Tellier, Villeroy, varios ministros y los secret-


arios de Estado, así como el contralor gener-
al del reino.
El Consejo de las Finanzas se reúne los
martes y el Consejo de las Comunicaciones
de los Intendentes, que examina todos los in-
formes de las provincias del reino, se reúne
los lunes. Los viernes hay un «consejo de
conciencia», heredado con ese nombre desde
los tiempos de Richelieu y de Mazarino y que
se ocupa de los asuntos eclesiásticos.
Las figuras claves de este último consejo
eran el arzobispo de París y el confesor del
rey, que era entonces el padre de La Chaize.
Como se ve, eran unas mañanas de verda-
dero trabajo intensivo, fatigoso y que se ex-
tendía a toda la maquinaria del Estado. Ter-
minaba este género de reuniones a las doce y
media en punto. Y el rey —María Teresa
había fallecido ya— iba en busca de la delfina
para acompañarla a la misa diaria, que em-
pezaba a la una en punto. Toda la casa real y
141/339

numerosos nobles asistían a la ceremonia. La


capilla se iluminaba, la familia real se in-
stalaba en el coro y la música —seleccionada
por el monarca— era interpretada por la or-
questa y el orfeón de palacio.
Terminaba ese acto a la una y media. El
rey —estamos en 1684— se dirige entonces a
los apartamentos que ocupaba la marquesa
de Montespan, favorita de turno, y le hacía
una «visita de cortesía». De allí bajaba a la
antecámara de la delfina y almorzaba con
ella, en familia. Servían el dîner los tres o
cuatro gentilhombres de turno. Terminada la
comida, el rey salía de paseo, a pie, o en
calesa ligera, si el tiempo lo permitía y, en
ocasiones, se trasladaba en carroza hacia el
bosque de Marly para tirar unas piezas,
como cazador experto que era o pedir que le
acompañasen los halconeros de la casa real
con sus gerifaltes especializados.
El rey era un entusiasta del ejercicio al
aire libre. Diríamos en lenguaje actual que
142/339

tenía «talante deportivo». Pero todavía le es-


peraban en la jornada varias horas más de
trabajo directo con los ministros. El diálogo
con el de Marina, Seignelay, era uno de sus
despachos preferidos, ya que la Marina
francesa de guerra fue, en gran parte, obra
de Luis XIV y de Colbert. También Louvois,
el ministro encargado de los temas militares
y de fortificaciones de frontera, absorbían
buena parte de los despachos semanales
vespertinos.
Luis XIV tuvo el acierto de institucional-
izar los despachos del soberano con los
grandes jefes de los servicios públicos, ad-
elantándose, con ello, a las formas de mod-
ernización del Estado absoluto.
Llegada la noche, el monarca, que había
trabajado duramente durante el día con las
reuniones políticas y las discusiones con sus
colaboradores, tenía deseo de relajarse y pas-
ar un buen rato en la intimidad. Para ello in-
ventó un sistema de lo que se llamó entonces
143/339

el appartement; es decir, el privilegio de ser


invitado, los martes, jueves y sábados, a un
festejo íntimo en los salones privados del
monarca, soberbiamente decorados y reple-
tos de colecciones artísticas de exquisito
gusto. Los que tenían el privilegio de
pertenecer al appartement, sabían que em-
pezaba la reunión a las siete de la tarde. Los
invitados variaban cada día. Dangeau recoge
los nombres de una noche cualquiera: el
duque de Vendóme, el conde de Armagnac,
el duque de Gramont. Primero se jugaba una
partida de billar, que era una pasión favorita
del rey. Después venía el souper y la fiesta
nocturna, a la que asistían tres o cuatro do-
cenas de personas. Cada noche había un pro-
grama diferente: una comedia de teatro, un-
os juegos de azar y loterías, conciertos de
música, bailes de disfraces. Todo en petit
comité, sin los miles de invitados de las fies-
tas solemnes.
144/339

El rey se divertía como el que más.


Parecía olvidar los graves asuntos a los que
había dedicado ya horas enteras y tomaba
parte en el baile y en alguna ocasión como
actor en las comedias que se representaban.
Su salud resistía todo el vértigo y la fatiga
que esa vida representaba. Se cuenta que en
cierta ocasión en la que tuvo una fístula
grave, que la medicina de entonces «curaba»
con terapéuticas bárbaras, la delfina le
suplicó que suspendiese el appartement de
noche por entender que era incompatible
con el grave sufrimiento que padecía. Luis
XIV contestó con la conocida frase de que
«nosotros no somos particulares, nos de-
bemos enteramente al público». El rey se re-
tiraba a las doce en punto de la noche y em-
pezaba la ceremonia del coucher grande y
pequeño. Entre doce y media y la una se
apagaban las velas de la cámara real.
Este buscar un retiro de diversión, más
restringido, se fue acentuando a medida que
145/339

pasaban los años, y Versalles iba creciendo


en tamaño y en importancia arquitectónica, y
con ello las concurrencias festivas
aumentaban en número y publicidad. La
construcción del castillo de Marly tuvo como
origen ese deseo del rey de poner más dis-
tancia por medio entre el mastodóntico Gran
Versalles y las pequeñas fiestas nocturnas
que le servían de expansión y relajamiento.
La norma de Marly era invitar a no más de
cincuenta personas cada noche de
appartement.
Había unas listas de invitados perman-
entes, de la que eran seleccionados cada
noche de diversión unos cuantos. Además de
la familia real, figuraban, en esa relación de
privilegiados, los grandes cargos del reino,
los altos funcionarios, el arquiatra, Juan Ra-
cine, historiador oficial del reinado y cierto
número de damas de la corte con sus
maridos.
146/339

Marly constituyó el rincón escondido


que Luis XIV cuidaba con particular esmero
y en el que se divertía alejado de la
monótona cantinela de los asuntos de Estado
que se llevaban la mayoría del tiempo de
cada día. Es seguro que allí disfrutaba como
hombre independiente que deseaba olvidar
los eternos problemas que su reino le ofrecía
y las interminables guerras que amenazaban
el horizonte de sus fronteras, en gran parte
desencadenadas por él mismo y sus eternos
sueños de la hegemonía que deseaba para su
país.
Cuando llegaba algún príncipe o dig-
natario extranjero de alto nivel a Versalles,
su capricho era acercarlo al rincón de Marly
y, si el día estaba claro, mostrarle in extenso
las bellezas del bosque inmenso y las verdes
ondulaciones de los valles que concurrían
hacia el cauce del Sena.
Se dijo por algunos historiadores que es-
ta pasión por las jornadas informales de
147/339

diversión regia era negativa porque se perdía


en ellas el rigor del protocolo y, como con-
secuencia, el respeto a la majestad semi-
divina del monarca. Pero ello era un error de
óptica. Porque el Rey Sol seguía actuando
como tal, en medio del ambiente aparente de
llaneza y franquía que reinaba en las noches
de relajo regio. Tales eran las jornadas ha-
bituales del monarca contadas por los testi-
gos. Muchos historiadores se han pregun-
tado cuál era, en realidad, el «yo» profundo
de su personalidad. He aquí un ramillete de
esos juicios de valor de sus coetáneos.
Luis XIV se hallaba firmemente conven-
cido de su rango excepcional como rey abso-
luto. Tenía conciencia de ser a la vez Capeto
de Francia y Habsburgo de Austria. Era des-
cendiente de Enrique IV, el rey galante, y
también de Felipe II. Se sentía a la vez
francés y español de sangre. Era físicamente
parecido a su madre, bien entrado en carnes,
de tez rosada y de aspecto serio, altanero y
148/339

grave. Lujurioso y devoto. Ambicioso y dom-


inante. Orgulloso y endiosado. Su Escorial se
llamó Versalles y la severa melancolía
filipeña se hizo lujo, placer y diversión en el
hijo de Ana de Austria.
El derecho divino propugnado por
autores eclesiásticos y laicos para la función
real le hizo sentirse cercano al influjo directo
del cielo. Los dos cultos, el del rey y el de
Dios marchaban al unísono en la opinión de
la gente, que veía en el monarca la imagen de
un Ser Supremo al que era debida ciega
obediencia.
Luis XIV amaba la gloria por encima de
todas las cosas. Lo confiesa rotundamente en
sus Memorias, en las que reconoce que el
deseo de glorificar su reinado con éxitos de
toda clase, principalmente militares, le im-
pulsaba a la acción, y al mismo tiempo le
suscitaba el temor de caer en algún fracaso.
Confesaba su especial predilección por las
armas y por la guerra. De hecho, ese
149/339

arrollador instinto bélico le empujó a conflic-


tos interminables en los campos de batalla
de toda Europa.
Era un poco maligno en sus juicios;
tenía sentido agudo del deber, amaba la jus-
ticia y no era ni culto ni ilustrado. Pero tenía
el convencimiento de que su papel era rep-
resentar a la perfección el papel semidivino
de monarca, en el que se sentía a gusto. Solía
decir, con increíble petulancia, que debía
mostrar al mundo entero que todavía ex-
istían, en Europa, reyes de verdad. Deseaba
que su sistema absoluto de poder se imitara
por los demás soberanos de Europa. Un gran
historiador lo definió «como un documento
testimonial en la historia del poderío monár-
quico como forma de Estado, que es también
un ejemplo de la aptitud asombrosa de los
demás hombres a caer en la admiración y en
la sumisión».
Pienso también que en Luis XIV y en su
interpretación del gobierno están los
150/339

antecedentes directos de los regímenes abso-


lutos y totalitarios de distintas familias ideo-
lógicas, que han llenado la historia de
Europa hasta nuestros días.
CAPÍTULO VIII

LOS AMORES DEL REY

Los amores de Luis XIV han dado lugar


a crónicas y relatos conocidísimos. Fueron
un capítulo, a la vez brillante y escandaloso,
de su biografía. No sería ésta completa sin
abordar el tema por lo que tiene de sustan-
cial y explicativo a la vez. Revela un aspecto
importante de su carácter. Y también la ver-
tiente, a la vez hipócrita y tolerante, de sus
aventuras sexuales más conocidas. Es opin-
ión unánime de los testigos de aquel tiempo
que la reina María Teresa de Austria, hija de
Felipe IV y prima hermana suya, prenda vis-
ible del compromiso militar y político de la
isla de los Faisanes, no ocupó nunca un lugar
152/339

privilegiado en el corazón de su marido, el


Rey Sol. Acaso la novedad del acontecimi-
ento, la juventud casi infantil de la novia y el
auténtico amor que ella sintió hacia su arrol-
lador esposo, lograron durante algunos años
que el monarca la tratara con cariñosa del-
icadeza. Pero pronto ese sentimiento se con-
virtió en respetuosa y distante cortesía
—aunque compartían el lecho conyugal— y
en hacer que tuviera un lugar preeminente
en el protocolo de la corte.
Los miembros de la casa real, y en espe-
cial el sector femenino, comenzaron pronto a
criticar acerbamente a la reina española.
Decían que era enana, gordita y envarada.
Subrayaban su precario francés, sus errores
de pronunciación, su nulo ingenio, su re-
serva, que juzgaban como tontera. Se fue
convirtiendo a través de sus partos sucesivos
en una figura representativa del conjunto de
palacio que no tenía influencia alguna en las
decisiones del soberano.
153/339

Las inclinaciones amorosas de Luis XIV


formaban parte esencial de su carácter. Era
un tombeur de femmes irresistible y
perseguía sus objetivos femeninos, que eran
en muchas ocasiones «pasadas» episódicas,
intrascendentes, en ámbitos de distintos
niveles de sus extensos palacios y ser-
vidumbres. Pero al mismo tiempo gustaba de
enamorar a sus parejas más escogidas, con
las que tuvo romances notorios y semipúbli-
cos. Así, por no citar sino a un par de esas
aventuras, la sobrina de Mazarino, Olimpia
Mancini, esposa del príncipe de Saboya, con-
desa de Soissons y madre del célebre prín-
cipe Eugenio, fue la protagonista de uno de
esos largos trances sentimentales que acabó
con la expulsión de la bella italiana de la
corte en la que había logrado ser nombrada
para ejercer un cargo de importancia en el
escalafón de las damas de palacio.
Otro de esos raptos amorosos lo vivió
con la princesa Enriqueta de Inglaterra,
154/339

casada con su hermano Philippe, duque de


Anjou y futuro duque de Orleans,
«Monsieur» por otro nombre. «Henriette»,
como era llamada, era bellísima y «de en-
canto seductor irresistible», según explican
los cronistas del suceso. Se llevaba mal con
«Monsieur», desde que éste se inclinó de-
cididamente hacia los gustos homosexuales.
Luis XIV se encaprichó de ella profunda-
mente, con gran escándalo de la corte. As-
tutamente, el rey fingió hacer la corte a una
de sus damas de honor para hacer de
tapadera. Se llamaba Luisa de la Valliére y el
rey acabó enamorándose de ella. Luis XIV no
quiso perder el contacto con Henriette y le
encargó algunas misiones secretas con la
corte de Londres. En uno de sus viajes de re-
greso, murió repentinamente, al beber un
vaso de agua con achicoria. Bossuet dedicó a
«Madame» una memorable oración fúnebre.
El mentidero de Versalles se dedicó unos
días a buscar el nombre del probable autor
155/339

de la transmutación de la inocente hierba en


veneno fulminante.
Luisa de la Vallière, de la Baume, Le
Blanc, duquesa de San Cristóbal y de Vau-
jours, era nacida en Tours, en el castillo de
Amboise, del que era gobernador su padre. A
los diecisiete años entró al servicio de la
princesa Henriette. Fouquet se enamoró de
ella en el período de su apogeo, pero ella res-
istió el asedio con fortuna. Luis XIV pensó en
utilizarla como pantalla, pero en 1661 la hizo
su amante, manteniendo secreto el amorío,
aunque oficializándolo dos años después. La
colmó de bienes y de honores y la embarazó
cuatro veces. Dos hijos fallecieron pronto.
Los otros dos, los supervivientes, fueron le-
gitimados por el rey y recibieron los títulos
de Vermandois y de Blois.
Luisa de la Vallière era, según los con-
temporáneos, una mujer de grandes dotes
intelectuales, muy dada a temas espirituales
y con vocación de claustro. En pleno
156/339

romance amoroso regio, organizó una ver-


dadera fuga de palacio y, aconsejada por su
confesor, se escapó de Versalles, buscando
asilo en las monjas benedictinas de Chaillot.
Luis XIV, furioso y enternecido a la vez, la
visitó en el convento y, usando de su autorid-
ad, la trasladó de nuevo a palacio. Al apare-
cer, en el horizonte amoroso del rey, la in-
trigantona madame de Montespan, La Val-
lière se escapó por segunda vez. En esta
ocasión el soberano envió de emisarios, para
lograr el regreso, a dos de sus hombres de
confianza, Lauzun y Bellefonds, pero, como
fracasaran, mandó al todopoderoso Colbert
con instrucciones definitivas que resultaron
eficaces. Siguió en la corte, donde tuvo que
aguantar una feroz campaña de burlas y crít-
icas por su vocación monjil, lo que le humilló
sobremanera.
A los treinta años, obtuvo por fin la li-
cencia regia para abandonar Versalles y en-
trar definitivamente en el monasterio
157/339

carmelita de Saint-Jacques de París. Su


nombre en religión fue «Luisa de la Miseri-
cordia». Bossuet, que era su director de con-
ciencia, tomó parte en la ceremonia litúrgica
de su profesión. Escribió un libro de mística
titulado Reflexiones sobre la misericordia de
Dios.
Francoise-Athénais de Rochechouart era
otra de las damas de la reina, en la que puso
sus ojos el rey durante el período se-
mimístico de La Vallière. Era hija del duque
de Montemart y se había casado con el mar-
qués de Montespan. Los Rochechouart
venían de un antiguo linaje del Poitou.
Tenían un esprit de famille que les hacía ser
amenos, alegres, desenfadados, críticos, re-
pletos de humor y bastante iconoclastas en
su trato social. La Montespan era «hermosa
como la luz del día». Sus retratos nos la
muestran rubia, de grandes ojos azules, nariz
aquilina, boca breve y apetitosa, dentadura
perfecta. No era muy alta, pero sus andares
158/339

tenían una cadencia graciosa y un aire de se-


guridad y de aplomo. Madame de Sévigné
dice también que era «triunfante, capaz de
impresionar a los embajadores extranjeros».
Representaba el polo opuesto a madame de
la Vallière, tímida y encogida. La Montespan
se hizo famosa por sus críticas a los per-
sonajes de la corte, por sus burlas e im-
itaciones, por su desenfado y su enorme ca-
pacidad de intriga.
La coyunda oficial con la Montespan
duró diez años. Durante ella, Luis XIV tuvo
con la marquesa ocho hijos. Dos murieron de
corta edad. Los seis restantes fueron legitim-
ados y ennoblecidos por el monarca. El may-
or se llamó duque de Maine; el segundo,
conde de Vexin; la tercera fue duquesa de
Borbón; la cuarta, condesa de Tours; la
quinta, a la que llamaban «madame Luci-
fer», se casó con el duque de Orleans, futuro
regente; y el último fue conde de Toulouse.
El mando de la Montespan se hizo más
159/339

visible al ser nombrada superintendente de


la casa de la reina en 1680.
El rey, que según Saint-Simon acometía
con tremendas passades a otras mujeres,
durante la etapa de la Montespan, llegó a fat-
igarse de tanta intriga, prepotencia y ambi-
ción como demostraba la favorita. Aprovechó
un amorío breve con otra de las damas de la
reina, María Angélica de Scorraille, para in-
sinuar a la Montespan que estaba cansado de
sus impertinencias. La favorita cometió el er-
ror de suponer que la nueva aventura era
pasajera y convenía a sus intereses. Pero se
equivocó de medio a medio. A Luis XIV sólo
le duró la nueva amante un año y la liquidó
con un nuevo ducado, el de Fontanges,
rompiendo la relación amorosa con ella. La
«bella Angélica», enferma y desengañada, se
retiró a otro convento, a la abadía de Port-
Royal, que parecía ser destino obligado de
las amantes regias. Murió en seguida. La
160/339

corte lanzó el rumor de que había sido en-


venenada por la Montespan.
La Fontanges se desvaneció pronto en la
memoria de las gentes de la corte. Pero, dato
curioso, perduraron su nombre y su recuerdo
en la moda femenina del siglo XVII y del
XVIII. Tenía originalidad en sus peinados y
los diseñaba ella misma. Una de esas coif-
fures hizo fortuna y la llevaron casi todas las
damas de la corte en señal de adhesión a la
fugaz favorita. Una cinta de seda anudaba la
mata del pelo sobre la misma frente, a la cual
se añadía un pequeño gorro del que pendían
velos de encaje.
En pleno reinado de Luis XV, la
Angélica hacía furor sin que nadie se acor-
dase de la hermosa y desventurada duquesa
de Fontanges, flor de un día del jardín real
de Versalles.
Pero su enemiga mortal, la que terminó
con la secuela pública de las queridas ofi-
ciales del rey, fue precisamente una viuda,
161/339

hija de un notable poeta, Agrippa de Au-


bigné, que se hallaba encarcelada en Niort,
acusada de ser espía de los ingleses. Fran-
coise d'Aubigny nació en las dependencias de
la prisión y tuvo una juventud triste y desol-
ada hasta que murieron sus padres. Recogida
por varios parientes, fue enviada primero a
un colegio protestante y a un colegio católico
de Ursulinas después. Para salir de la miseria
en que se encontraba le obligaron las circun-
stancias a un matrimonio de conveniencia
con un poeta paralítico que le llevaba
muchos años, de apellido Scarron. Su con-
ducta fue irreprochable y, como tenía una
gran formación literaria, dados sus ante-
cedentes familiares, abrió un pequeño salón
en París, al que acudían personalidades
como madame de Sévigné y madame de La-
fayette. Al quedar viuda, se agravó su mala
posición y fue recomendada a Ana de Austria
con objeto de que recibiera una pensión. El
mariscal D'Albret, concurrente asiduo a su
162/339

salón, la recomendó a madame de


Montespan como mujer de gran formación y
responsabilidad.
La marquesa, omnipotente, le propuso
ser la educadora de los seis hijos bastardos
del rey, manteniéndolo en silencio. La viuda
de Scarron se ocupó durante cuatro años de
ese menester con gran éxito. Al ser legitima-
dos los seis por el rey, salió a relucir en la
corte y el monarca en recompensa la en-
nobleció con el título de marquesa de
Maintenon, en 1674. Saint-Simon hizo de
ella admirables retratos literarios. Era digna,
seria, piadosa y serena. El polo opuesto de la
Montespan. Como mujer, tenía más em-
paque que belleza, más equilibrio que auda-
cia. Se propuso conquistar al rey y rescatarle
a una vida más sosegada. Descubrió que den-
tro de la escasa religiosidad profunda del
monarca existía en el fondo de su carácter un
terror auténtico a las penas del infierno. La
nueva amante regia pensó en salvar el alma
163/339

de aquel desbordante y activísimo gigante


sexual. Luis XIV tenía treinta y seis años; la
Maintenon, treinta y nueve. Fue nombrada
dama de honor de la delfina, con lo cual en-
tró en el escalafón de palacio. Poco a poco
fue conquistando el corazón del rey.
La desgracia de la Montespan y la
muerte de la reina María Teresa hicieron
más íntima la aventura amorosa de la anti-
gua preceptora de los hijos bastardos con el
soberano.
El matrimonio secreto de Luis XIV con
madame de Maintenon no ofrece la menor
duda a los historiadores de aquel período.
Únicamente se discute la fecha exacta del
acontecimiento del que no han quedado
pruebas escritas. Saint-Simon, generalmente
bien ente rado, lo sitúa en 1684, cuando los
eventuales cónyuges tenían treinta y nueve
años el rey y cuarenta y nueve la viuda del
poeta Scarron.
164/339

Fue la unión de dos seres muy distintos


que se amaron mutuamente y que seguían
cohabitando, sexualmente, hasta los últimos
años de la vida del rey. La presencia de esta
mujer madura, formada en la tribulación, en
la miseria y en un primer matrimonio atroz,
con un viejo marido enfermo, fue un sedante
para los excesos de la corte misma, que a
partir de esa fecha mantuvo un tono de may-
or austeridad en los lujos y en el derroche de
las fiestas. Como mujer de profunda piedad,
estableció un estrecho contacto con los
poderes de la Iglesia, inclinándola a la lucha
contra los protestantes, aunque no es cierto
que fuera la impulsora del disparatado
Edicto de Nantes, que tantos desastres trajo
consigo. Los ministros la respetaron mucho y
buscaban su consejo. Colbert y los de su
grupo se entendían bien con ella. No así
Louvois, al que ella detestaba porque decía
con razón que empujaba al rey a las guerras
interminables.
165/339

Tenía la vocación de la enseñanza y fun-


dó varias instituciones pedagógicas. Su obra
preferida fue la casa de Saint-Cyr para la
educación de hijas de familia noble carentes
de fortuna. Al morir el rey se retiró a ese in-
stituto, donde falleció en 1719.
La serie de estas mujeres tan diversas en
su talante y condición, instaladas en la vida
cotidiana del monarca, que tenía acceso a sus
habitaciones privadas en el mismo palacio,
fueron objeto de interminables rumores,
comentarios, acerbas críticas y panfletos
satíricos. El propio rey ideó en Versalles toda
clase de artilugios y escaleras escondidas que
servían para entrar y salir en el dormitorio
de sus amantes, sin complicaciones, y en un
relativo ámbito de secreta intimidad.
Fue interesante la actitud de la Iglesia
ante este largo proceso de adulterios del rey
cristianísimo. Era difícil ignorarlos cuando
resultaban del dominio público. Pero la es-
trecha vinculación de la Corona y la
166/339

monarquía absoluta impedían determinadas


decisiones, que de tratarse de simples
ciudadanos hubieran sido fulminadas sin
contemplaciones.
El caso suscitaba preocupación y sugería
escapatorias casuísticas. El rey David y sus
concupiscencias, bien reseñadas en los textos
bíblicos, sirvió, en ocasiones, de apoyatura
dialéctica al prudente silencio de la Iglesia
galicana.
Un historiador del reinado escribe: «La
Iglesia fue clemente hacia los graves pecados
del monarca. Algún que otro predicador ais-
lado hablaba del asunto en forma velada.
Bossuet quiso plantear el tema en una en-
trevista privada: "No me digáis nada", fue la
cortante respuesta. La magistratura tampoco
abrió la boca ante las legitimaciones suce-
sivas de los bastardos. Los ministros servían
el interés del rey. Colbert, Louvois y el resto
del consejo adulaban, sin reparo, a cada una
167/339

de las amantes de turno para no perder el fa-


vor supremo.»
«Los amores de Luis XIV —escribe
Lavisse— revelaban la sumisión universal de
la Francia de aquel tiempo. El rey aparece
como un glotón amoroso, sin auténtica
ternura, excitado sensual, saciado hasta el
límite.
Cruel en el abandono y enorme egoísta.
Su crónica amorosa revela su absoluto de-
sprecio a las antiguas tradiciones del reino.
Hay momentos en que espera, simultánea-
mente, hijos de tres madres diferentes, unos
legítimos, otros bastardos, entremezclando
en una misma época seis descendientes legí-
timos y once ilegítimos, y haciéndoles vivir
juntos en palacio.» Era un espectáculo único
que en la historia de cualquiera de sus súbdi-
tos le hubiese llevado a pena de galeras. Pero
él no era un hombre como los demás. Es el
«primero de los mortales. Y si le nace un
hijo, no importa de qué madre proviene. Es
168/339

un Bortibón y le corresponde tener rango de


príncipe. Que la Iglesia y la justicia se las ar-
reglen como puedan». Sorprendentemente,
fue madame de Maintenon la que consiguió
hacer de Luis XIV un rey monógamo, aleján-
dole de nuevas aventuras amorosas. Su equi-
librio, su fuerte personalidad, su trato
prudente con la mezclada y difícil parentela
—legítima y legitimada— le hizo conquistar
la voluntad del rey con la ventaja de no tener
descendencia directa que proteger. Fue una
reina morganática de Francia que contribuyó
al equilibrio final de la vida del Rey Sol.
Voltaire, en su adulatorio Le siècle de Louis
XIV, escribe: «Este príncipe, colmado de
gloria, quiso compensar las fatigas del gobi-
erno con las inocentes dulzuras de una vida
privada.»
CAPÍTULO IX

RELIGIÓN Y MONARQUÍA

Tres aspectos muy diversos llenaron la


crónica de las relaciones de la Corona con el
mundo religioso francés. Fueron import-
antes y apasionaron en su desarrollo a la
corte, a la nobleza, a la clase dirigente y al
pueblo. El rey, que se consideraba a sí mismo
como un representante de Dios en el reino,
dedicó al asunto mucho tiempo, y en sus Me-
morias se autojustifica de las decisiones
graves que tomó a lo largo de su mando en
esa delicada materia. Los enemigos que era
necesario perseguir y eliminar eran, a su jui-
cio, dos sectas poderosas: el jansenismo y los
núcleos protestantes. El tercer asunto era el
170/339

galicanismo, es decir, las relaciones de la


Iglesia católica de Francia con el papado y
con la Corona.
El jansenismo, una interpretación rig-
urosa del antiguo problema de la gracia y de
la libertad del hombre en relación con la sal-
vación final del alma, fue un verdadero
drama interno del catolicismo francés en el
siglo XVII. Disminuir la importancia de esta
polémica es no conocer la realidad social de
ese siglo. La chispa inicial la dio un sacerdote
llamado Antonio Arnauld, discípulo pre-
dilecto de Jansenius, obispo de Ypres y de
Duvergier de Hauranne, abate de Saint-
Cyran. Arnauld publicó en 1643 un tratado
de piedad titulado: De la comunión
frecuente.
La «frecuente», como se llamó a la
obrita, era en realidad, más que teológica, un
código de conducta moral y un ataque a la
«religión de la gente mundana». Bossuet,
que fue su gran enemigo, declaraba que
171/339

había gustado al público porque le encontra-


ba cierto masoquismo predestinatorio y
resignado que ignoraba el lado voluntarista
del libre arbitrio. El jansenismo llevaba a un
rigor severo de las normas conventuales. El
abate de Saint-Cyran detestaba la primavera,
las flores, la lectura de filósofos, la poesía y
se encerraba en el contacto directo del alma
con Dios. Eran signos, según decían los je-
suitas, sus grandes enemigos, de «un calvin-
ismo recalentado». El Papa condenó la doc-
trina de Jansenius utilizando textos
conciliares.
El rey ordenó la persecución en 1661.
Las dos grandes figuras del feminismo
francés jansenista fueron la madre Angélica
y la hermana de Pascal, sor Santa Eufemia.
Las dos murieron ese mismo año, probable-
mente del disgusto del decreto papal. En
1664 el rey ordenó el cierre definitivo de
Port-Royal. Empezó entonces el desmantel-
amiento final de los que apoyaban a la secta.
172/339

Había un grupo de obispos y bastantes


núcleos de sacerdotes y monjas todavía re-
beldes. El rey escribió al Papa solicitando su
intervención. Fue un proceso curialesco y
largo, lleno de trampas jurídicas y de fórmu-
las de retractación que debían firmar los
jansenistas. En 1669 se dio por terminada
legalmente la persecución.
Los jesuitas habían triunfado aparente-
mente en toda la línea. Pero los perseguidos
fueron ocultados y defendidos por multitud
de gentes de la nobleza y de las clases pop-
ulares. El jansenismo causó una herida con-
siderable a la unidad de los cristianos de
Francia. Sus seguidores mantuvieron el
fuego sagrado de su interpretación de la fe,
en forma clandestina, a lo largo del siglo y
aun en pleno setecientos, con distintos
nombres y planteamientos. Pero había otro
enemigo más importante que combatir: el
protestantismo.
173/339

El Edicto de Nantes, de 1598, había


traído la paz y la libertad religiosa a Francia.
Fue una concesión regia a los hugonotes,
que, alarmados por la abjuración de Enrique
IV y su aceptación del catolicismo en 1593,
creaban una situación de peligrosa agitación
política y militar en todo el país. El edicto se
había negociado largamente, como un
tratado de paz entre beligerantes. Las conce-
siones de Enrique IV fueron generosas: liber-
tad de culto, devolución de los templos,
autorización de abrir nuevos, garantías
territoriales.
Durante la Fronda, la gran mayoría de
los hugonotes apoyó la causa de Luis XIV;
mas, a pesar de ello, el Rey Sol decidió ir
hacia la unificación religiosa por consider-
arla necesaria para la unidad política de su
monarquía. La campaña empezó en 1661 con
una restricción implacable de cuanto se
autorizaba explícitamente en el edicto a los
protestantes.
174/339

Otro de los capítulos qué puso en


marcha el rey fue «el negocio» de las conver-
siones al catolicismo con una prima en
metálico por cada alma que se pasaba de la
reforma al papado. Este método era promo-
cionado desde la Corona y se mejoró cuando
un personaje conocido, el académico Pellis-
on, hugonote de gran prestigio, anunció su
conversión y la creación de una «caja de con-
versiones al catolicismo» sufragada por las
rentas de los beneficios eclesiásticos va-
cantes. Cada cabeza de hugonote que se
pasaba a la religión oficial del reino era sub-
vencionada con seis libras. Sin embargo,
Luis XIV no estaba contento con el ritmo de
las conversiones y pensó en fórmulas más
expeditivas.
Un día en que el marqués de Remigny,
representante de los consistorios protest-
antes del reino, le hacía presente al monarca
la serie de presiones, violencias y abiertas vi-
olaciones del edicto que diariamente se
175/339

producían, Luis XIV pronunció su célebre


respuesta que ha pasado a la historia: «El rey
mi abuelo os amó; el rey mi padre os temió.
Yo ni os temo ni os amo.» Fue el comienzo
de lo irreparable. Sin abrigar la menor duda
acerca de la legitimidad moral y teológica de
la violencia, empezó por una persecución si-
lenciosa y sistemática. Se destruyeron, de
hecho, las cámaras previstas en el edicto de
Nantes; doscientos templos hugonotes fuer-
on derribados; se prohibió admitir protest-
antes en los cuerpos de policía y aduanas; se
obligó a los hugonotes enfermos a recibir la
visita de sacerdotes católicos que los ex-
hortaban a la conversión en el trance final; se
prohibieron los matrimonios mixtos. Pero el
ritmo relativamente lento de esas presiones
exasperó al rey, cuyo celo religioso no
conocía barreras.
Fue Louvois, hombre duro, partidario de
las guerras y de la violencia, quien animó a
Luis XIV a la última y terrible fase de la
176/339

persecución. La asamblea general del clero


católico francés votó una comunicación en
que se incitaba al soberano a convertirse en
«un nuevo Constantino».
Las dragonnades, de horrenda memor-
ia, sirvieron de preámbulo a la gran barbarie.
En primer lugar consistieron en obligar por
la fuerza a los hogares protestantes a recibir
en sus casas a soldados del cupo ordinario
con encargo de que llevaran a cabo brutalid-
ades sin cuento entre las familias que los al-
bergaban. El precio a pagar para librarse de
esa amenaza era sencillamente abjurar de la
fe protestante y bautizarse en el catolicismo.
El intendente de Poitiers, Marillac, se vana-
gloriaba de haber logrado con ese método el
ingreso en la nueva fe de treinta mil perso-
nas en un año. Las vejaciones y amenazas se
hicieron generales. En ocasiones, la pobla-
ción católica tomaba parte activa en la
represión. En el Languedoc y en el Delfinado
fueron los protestantes los que tiraron contra
177/339

los dragones, y ello desencadenó la campaña


final. Louvois autorizó al duque de Noailles,
gobernador del Languedoc, a hacer un escar-
miento, dejando el país «desolado». La or-
den se cumplió con creces. Hubo matanza
general y suplicios públicos en Grenoble y
otras ciudades. Los dragones asesinaron en
Nimes a toda la población protestante.
Noailles, satisfecho, comunicó a Luis XIV
que no quedaba ni un solo habitante hugo-
note vivo en toda la provincia.
Se dio «permiso» después a que los
niños de familia protestante pudieran
«optar» por el catolicismo al entrar en la
edad de la razón. Ello supuso el «rapto» lit-
eral de miles de adolescentes hugonotes que
eran llevados a los asilos y escuelas para
catequizarlos a la fuerza. Se completó la
campaña confiscando los hospitales, asilos y
templos, así como los bienes raíces de los
perseguidos. Fue una vuelta alas guerras de
religión de antaño. La asamblea del clero de
178/339

París quiso poner un freno a tanto disparate,


pero hubo quien pensó que, puesto que una
gran masa de los hugonotes había sido ex-
terminada o reducida a la obediencia
católica, el Edicto de Nantes no tenía
sentido.
El rey, tras algunas vacilaciones, decidió
revocar el edicto, en octubre del año 1685.
Pensó que la conversión del núcleo más res-
istente sería cuestión de poco tiempo. Para
asegurar el éxito, decidió enviar a todo el ter-
ritorio francés unas extrañas misiones mix-
tas de dragones y de clérigos con objeto de
rematar el asunto. Fue como una vuelta a los
peores tiempos de la Edad Media. Los prot-
estantes resistieron la invasión católica. Las
brutalidades de los dragones desbordaron
todo lo imaginable. Cientos de miles de prot-
estantes, con sus mujeres y niños, se lan-
zaron entonces al éxodo, fuera de las fronter-
as y marcharon al Brandeburgo germano, a
Holanda, a Suiza, a Inglaterra y a las colonias
179/339

de América. El éxodo hugonote tuvo con-


secuencias históricas notables. Fue una rup-
tura grave de la unidad moral de la nación
que desencadenó una larvada guerra civil in-
terna. Y lo que es más penoso, excitó a los
seguidores de la Reforma en Europa y en
América a mantener posiciones duras, irre-
ductibles, contra el catolicismo. Prusia y
Holanda se erigieron en protectores del ex-
ilio holandés. Las flotas rivales de Francia se
nutrieron de miles de marineros expertos. Y
los ejércitos enemigos recibieron inesperada-
mente refuerzos humanos considerables.
La mayoría católica francesa no pareció
apreciar debidamente ese tremendo saldo
negativo. Es seguro que, de haber sido con-
sultados, los ciudadanos hubieran aplaudido
la eliminación de esa minoría disidente. El
propio Bossuet, enemigo de la violencia,
habló de Luis XIV como «un nuevo
Teodosio, un nuevo Carlomagno» que había
180/339

logrado el milagro de la unidad espiritual del


reino.
Philippe Erlanger, en su admirable obra
Luis XIV, subraya, al tratar de ese dramático
acontecimiento, que solamente Saint-Simon,
con su pluma cortante y a pesar de su rig-
urosa ortodoxia católica, fue capaz de hacer
un juicio crítico certero y clarividente del
suceso: «Fue un complot horrendo que
despobló una cuarta parte del reino, lo debil-
itó gravemente, lo dejó durante un largo per-
íodo al arbitrio y saqueo de los dragones,
autorizó los suplicios, hizo morir a miles de
ambos sexos, arruinó a un sector numeroso
del país, destrozó un mundo de familias, en-
tregó industrias a los extranjeros y ofreció el
espectáculo de un pueblo entero prodigioso,
proscrito, desnudo, fugitivo, errante, sin
haber cometido crimen alguno, buscando as-
ilo lejos de su patria.
El galicanismo fue otro de los grandes
problemas religiosos planteados en esos
181/339

mismos años del reinado. La Iglesia de Fran-


cia se hallaba estrechamente unida a su rey
y, de hecho, identificada con el Estado. Sos-
tenía la tesis de que la potestad de la Iglesia
católica residía en los concilios ecuménicos,
por encima del Papa, y que el poder epis-
copal venía directamente de Dios. Al mismo
tiempo, el «Rey cristianísimo» alardeaba de
su incondicional adhesión a la Santa Sede. El
rey creía que la Corona había recaído en él
por voluntad directa de Dios. Dentro de sus
fronteras, su absolutismo le confería —según
él— plena autoridad sobre el episcopado y
mantenía una serie de prerrogativas
eclesiásticas que limitaban rotundamente la
jurisdicción del pontífice, según «tradición
inmemorial del reino».
Luis XIV se encontró con uno de los
problemas más agudos y delicados de la
política eclesiástica y de la política inter-
nacional: cómo mantener esa autonomía in-
sólita que invalidaba la autoridad de Roma
182/339

sin chocar abiertamente con los sucesivos


papas de la Iglesia católica.
Habían ya comenzado los malenten-
didos cuando, en la época de la rivalidad mil-
itar con España, Luis XIV tuvo la sensación
de que la Santa Sede se inclinaba hacia la
política de los Austrias de Madrid, lo cual le
hizo montar en cólera y acentuar las jurisdic-
ciones exentas de que disfrutaba la Corona
en una porción de aspectos relativos a los be-
neficios eclesiásticos episcopales vacantes
que manejaba directamente el monarca. Se
llamaron estos derechos del rey, la Regale, y
en torno a su vigencia se organizó un verda-
dero escándalo político-eclesiástico que tras-
cendió a toda Francia y a la Europa católica
en general.
El forcejeo de la Regale y su eventual
aplicación o derogación llenaron diez años,
desde 1673 a 1683, en términos de gran viol-
encia contenida, por la imposibilidad de en-
frentarse públicamente con el Papa, en
183/339

materia tan delicada que llevaba consigo


nada menos que la autoridad del Papa de
Roma sobre el rey de Francia. Fue un tira y
afloja, lleno de polémicas, casuismos, argu-
mentos teológicos y silencios deliberados.
Los últimos prelados jansenistas del reino le-
vantaron el primer problema al tomar
partido por la Santa Sede contra el galican-
ismo. Los jesuitas se pusieron del lado del
rey, si bien dentro de su tradicional respeto y
acatamiento a Roma.
Fue un período lamentable de la historia
eclesiástica de Francia y tuvo del lado ro-
mano un personaje extraordinario, el Papa
Inocencio XI. Era un hombre joven, de gran
fortaleza física, de linaje noble —los Odescal-
chi de Como— en el Milanesado. Sentó plaza
de militar y pasó a Nápoles, donde estudió
Derecho en la universidad. Sintió la vocación
eclesiástica y, gracias a sus relaciones, entró
en la curia vaticana, donde descolló por su
talento, dedicación y buen sentido. Al abrirse
184/339

el cónclave, tras la muerte de Clemente X,


una multitud romana entusiasta coreó su
nombre. Resultó elegido y adoptó el nombre
de Inocencio XI.
Su mandato vaticano se recuerda
siempre con admiración y respeto. Leopoldo
Ranke le dedica un largo capítulo en su His-
toria de los papas. Puso orden en el desba-
rajuste de las finanzas vaticanas y acabó con
el nepotismo. Era austero y piadoso. Y con
todo ello, finísimo y astuto negociador.
Se enfrentó con Luis XIV, dispuesto a no
ceder ni un ápice de terreno. El rey le hizo
ver que perseguía a los hugonotes. El Papa le
contestó: «Esos métodos no eran los de
Cristo. Bien está llevar a los protestantes a
nuestra Iglesia, pero nunca a la fuerza.» Luis
XIV le envió a su embajador, Estrées, con in-
strucciones y un sorprendente séquito: un
batallón de dragones de caballería de escolta
que irrumpieron en las calles de Roma.
185/339

«Viene usted con coche y caballos. Nosotros


vamos a pie, como lo hacía el Señor.»
El pulso diplomático fue épico y el furor
del rey aumentaba sin cesar. En uno de esos
lances, el monarca pidió al Papa que le
autorizase a dispensar la edad de uno de sus
hijos, bastardo legitimado, con objeto de que
entrase en la carrera eclesiástica. Probable-
mente era una trampa que le tendía, esper-
ando un rechazo que se tomaría en Francia
como escándalo y ofensa al rey. El Papa le
autorizó, sin comentario alguno, la dispensa
pedida.
El pleito de la Regale duró hasta 1691,
con gran número de incidentes por ambas
partes. Hubo que esperar al pontificado de
Inocencio XII —Antonio Pignatelli— para
que el desenlace y la abolición de la Regale
se produjeran finalmente. Se abolieron los
privilegios y lentamente las aguas volvieron a
su cauce. Luis XIV aprendió la lección de hu-
mildad y la Iglesia galicana dejó poco a poco
186/339

de ser una realidad. En rigor no jugó, de ahí


en adelante, papel relevante y quedó su me-
moria archivada entre los malos momentos
del reinado, al que las tres vertientes de la
«monarquía católica» supusieron factores
altamente negativos que se extendieron dur-
ante los años restantes, hasta muy entrado el
siglo XVII.
Hasta la Revolución francesa llegaron
las salpicaduras de estos tres graves episodi-
os que pusieron en tela de juicio la firme
solidez aparente del catolicismo francés.
Todo un sector del anticlericalismo revolu-
cionario se había nutrido de estas polémicas
y persecuciones y muchos de los descendi-
entes de exiliados y perseguidos se trocaron
en adversarios activos del catolicismo de los
reyes.
CAPÍTULO X

EL PODERÍO MILITAR

Aunque Francia había sostenido muchas


guerras desde siglos atrás, Luis XIV se en-
contró con la sorpresa de que no existía un
ejército francés organizado como tal. No
había más tropas permanentes que la
guardia personal del monarca, llamada tam-
bién la «Casa del Rey», un par de batallones
de gendarmes y media docena de regimien-
tos de infantería.
Las oficinas militares tenían un alto
grado de venalidad en su funcionamiento. Se
vendían y compraban compañías y regimien-
tos. Llegado el conflicto, se reclutaban los
soldados por los capitanes y coroneles entre
188/339

los campesinos, que recibían una prima de


enganche. Terminada la campaña se pro-
ducía la desbandada general. Además, en
materia de intendencia y venta de ropas de la
tropa, se producían escándalos grandes, con
lo que los servicios auxiliares resultaban
inexistentes.
El soldado, mal pagado y vestido, vivía
sobre el país —ajeno o propio— que ocupaba
su regimiento. Robaba y expoliaba a los
aldeanos, llevándose cuanto podía: el
ganado, el vino y parte de la cosecha. No
había sistema de municionamiento, ni de
víveres, ni de hospitales. El armamento era
malo y anticuado. El arma noble era la
caballería. La artillería y los ingenieros form-
aban sectores separados y sus mandos re-
spectivos eran independientes del ejército en
general. Las fortificaciones del reino en la
frontera del Pirineo y en las del Rin y el norte
flamenco se hallaban en un estado de gran
precariedad.
189/339

Todos los autores se hallan de acuerdo


en atribuir a tres personajes la puesta en
marcha de los ejércitos del reino. Además de
Luis XIV, verdadero promotor de la idea,
fueron los Le Tellier, padre e hijo, y Colbert
quienes llevaron a cabo la enorme e inver-
osímil tarea.
Le Tellier fue quien proyectó la gi-
gantesca operación en su conjunto. Había
empezado su carrera, como intendente de la
campaña del Piamonte italiano, en 1640 y
quedó estupefacto ante el desorden total que
existía en el seno de las tropas francesas.
Propuso al rey cambios drásticos y regla-
mentos nuevos, y tres años más tarde se le
nombró secretario de Estado de guerra. Diez
años después, en 1653, pidió al rey que su
hijo, el marqués de Louvois, le sucediera en
el cargo. Luis XIV dispuso que ambos traba-
jaran juntos en el gran empeño. Le Tellier
era un hombre de Estado de gran visión, un
constante buscador de las novedades
190/339

castrenses que se producían en los demás


ejércitos rivales de Europa. Su hijo Louvois
era un ordenancista implacable, un severo y
exigente reglamentarista, un realizador per-
fecto de las modernizaciones necesarias, y
tenía un carácter altanero, brutal, violento,
temido más que respetado por sus colabor-
adores. El rey escuchaba a los Le Tellier y les
pedía sin cesar datos, esquemas, proyectos
del gran designio: el ejército permanente.
Escribía al mariscal Turenne, la vieja gloria
de las armas del reino: «Tengo todo el nuevo
ejército dentro de mi cabeza.»
La idea de crear «un ejército nacional»
enteramente distinto de los anteriores, sin
trampas venales, sin soldados extranjeros
—suizos, alemanes o ingleses—, en que el
servicio de las armas fuera un deber público
y en el que la nobleza, la campesina sobre to-
do, hubiera ocupado un papel relevante, la
había puesto en marcha Louvois. Él había
entrevisto esta posibilidad modernizadora
191/339

—sin darle ese nombre, por supuesto— con


las llamadas «milicias provinciales», que le-
vantaron veinticinco mil hombres en su
primer ensayo en 1688 y resultaron ser tro-
pas de primer orden para el combate.
Pero Luis XIV, en su período de guerras
insensatas que refiero en el capítulo próx-
imo, no quiso renunciar a la recluta de solda-
dos extranjeros, que eran combatientes pro-
fesionales y cuya escala de mandos inferiores
era también foránea. En la disparatada
guerra de Flandes, de 1672, Luis XIV sólo
disponía de setenta mil hombres. Encargó a
Louvois una recluta implacable dentro y
sobre todo fuera de las fronteras. El ministro
le proporcionó ciento veinte mil hombres, y
en 1678 el rey tenía un ejército mixto de dos-
cientos ochenta mil hombres bajo su mando.
Louvois fue muy severo en materia de
disciplina, incluso con los oficiales que ser-
vían en la corte. La tenue de los jefes y ofi-
ciales, después de las reformas, causaba la
192/339

admiración de los ejércitos adversarios. La


paga, el uniforme, la subsistencia y el auxilio
a los heridos mejoraron de modo extraordin-
ario. Louvois sustituyó el mosquete, lento y
difícil de manejo, por el fusil germano, más
ligero, al que Vauban añadió el sistema de
sujetar en él la bayoneta, sin perder la visión
del tiro. Se organizó el cuerpo de granaderos,
antes inexistente, y la infantería montada. El
sable sustituyó a la espada. Apareció la cara-
bina rayada. Con todo ello, la capacidad de
fuego del ejército del rey se multiplicó de
forma notable.
La artillería y los ingenieros militares
eran armas separadas del mando supremo
de las campañas; pero Louvois comprendió
en seguida que, dándose las batallas muchas
veces, como sitio de una ciudad o como de-
fensa de una fortaleza, era necesario incor-
porar ambos elementos al mando unificado.
Así se acordó después de muchas resisten-
cias, a las que puso fin el propio rey.
193/339

En cuanto a las fortificaciones de


frontera del reino, las jurisdicciones se
hallaban repartidas entre Colbert y Louvois.
Este último designó a Vauban, quien en 1677
recibió el solemne título de «comisario gen-
eral de las fortificaciones». Colbert decía de
él «que era el ingeniero más hábil y enterado
que jamás se había conocido en Francia».
Los ingenieros tardaron tiempo en ser ad-
mitidos en las filas del ejército, que los con-
sideraba, con cierto despego, como «un
cuerpo extraño formado por hombres de
ciencia».
Vauban fue el que revolucionó de arriba
abajo el arte de atacar y defender una plaza.
Sus trincheras paralelas en zigzag, el uso
científico de los disparos de mortero y la mi-
nuciosa preparación del asalto final fueron el
contenido de esta técnica que, poco a poco,
se extendió a Europa entera. «Plaza sitiada
por Vauban, plaza tomada», era el refrán que
se repetía en París y en los salones de la corte
194/339

de Versalles. En cuanto a la operación de si-


gno opuesto —es decir, la defensa de una
plaza sitiada—, recibió del mismo jefe la idea
de construir un sistema de bastiones y cami-
nos cubiertos que permitieran a la artillería
de los defensores destrozar a los asaltantes.
El otro refrán parejo decía: «Ciudad defen-
dida por Vauban, ciudad inexpugnable.»
El rey gustaba de las fortificaciones y las
visitaba en persona minuciosamente. El
juego de los dibujos geométricos que
sobresalían en el terreno de los dispositivos
ideados por Vauban le cautivaba sobreman-
era. Los planes de la fortificación entera de
Francia para aniquilar una potencial ofens-
iva del enemigo exterior fue otra de las obras
maestras de Vauban. Decía en un memorial
famoso que había tres «boquetes» de posible
invasión del reino por el norte y este, que
eran las cuencas del río Oise, del Marne y del
alto Sena. Había, pues, que bloquear esas
eventuales rutas de ataque construyendo
195/339

plazas fuertes, en contacto estratégico con


otra serie de fortalezas secundarias y le-
vantar, a retaguardia, una segunda línea de
defensa. Era un lenguaje moderno y realista.
Se artillaron y defendieron en esa operación
Dunkerque, Lille, Metz, Estrasburgo, Bes-
ancon, y detrás, una línea de hasta treinta
fortalezas menores. Briancon defendía los
Alpes; Perpignan, el Pirineo. El historiador
Lavisse escribe: «La cadena de los fuertes de
Vauban cerraba la puerta a los ataques. En
los últimos años del reinado sirvieron para
impedir la invasión de Francia.»
No tuvo tanta eficacia la vieja idea de Le
Tellier de lograr un sistema de hospitales de
campaña. Fue difícil establecer y, más aún,
mantenerlos en buen funcionamiento. En
cambio, sí se logró convertir en realidad un
proyecto de Luis XIV para que los inválidos
de guerra tuvieran un asilo decoroso que los
albergara vitaliciamente. Louvois ayudó a
que ese carísimo proyecto fuera financiado
196/339

con diversos fondos. El hotel des Invalides,


debido a Mansard, con su inmensa cúpula, es
hoy un punto neurálgico de París que alberga
en su templo, entre otras, la tumba que con-
tiene el corazón de Vauban, el máximo forti-
ficador de la tierra de Francia.
Diremos también dos palabras de la
Marina real, que fue obra exclusiva de dos
personas, el rey y su ministro Colbert. Riche-
lieu fue el primero que, años antes, había
comprendido la necesidad imperiosa de que
un reino que se extendía desde el Atlántico
hasta el Mediterráneo debía poseer un mín-
imo de flota de guerra propia y unos puertos
adecuados para que le sirvieran de base. «No
podemos ser una potencia militar completa
si no estamos también presentes en la mar»,
era su frase favorita. Su proyecto se hizo
realidad cuando asumió el mando del almir-
antazgo de Francia. Llegó Richelieu a formar
una escuadra de sesenta navíos y veinte
galeras. Pero las guerras civiles ulteriores
197/339

dejaron la iniciativa a mitad de camino. Y fue


Colbert el que, en un memorial de 1663, ex-
puso al rey el estado lastimoso en que se en-
contraba la flota de guerra y la necesidad ur-
gente de que se llevara a cabo la gran
empresa —costosísima— de crear una fuerza
naval capaz de completar la reforma del ejér-
cito de tierra.
De modo análogo al que Le Tellier util-
izó a su hijo Louvois para organizar las
fuerzas de tierra, Colbert puso a su hijo, el
marqués de Seignelay, al frente de la ejecu-
ción de ese gran proyecto marítimo.
Seignelay era un hombre duro, organizador y
trabajador infatigable. Sus enemigos le acus-
aban de ser un juerguista empedernido, lo
cual era cierto. Pero una vez lanzado a la
tarea encomendada por Colbert, resultó ser
uno de los grandes artífices del poderío naval
de Francia.
Colbert rebuscó en las arcas de la
hacienda pública los muchos dineros
198/339

necesarios para echar a andar la difícil


empresa. No había en Francia ni astilleros, ni
fundiciones capaces de construir un navío de
guerra que pudiera enfrentarse con las otras
flotas en ambos mares. En vista de ello, com-
pró en Suecia, Dinamarca y Holanda una do-
cena de navíos disponibles. Quinientos
cañones, con munición suficiente, y toda
clase de elementos de navegación para que
estuvieran listos para entrar en combate en
un plazo brevísimo. Y con ese apoyo inicial
foráneo organizó un gigantesco plan de
nacionalización de la industria naval,
buscando maderas, minerales, cáñamo,
alquitrán, fundiciones, telares para el vela-
men y todo lo que sin salir del territorio del
reino pudiera servir al audaz propósito.
En menos de diez años se logró conver-
tir la industria de la construcción naval de la
flota en un proceso de total autonomía. Se le-
vantaron fábricas en el Nivernais, en Bor-
goña, en Forez, en Lyon, en Auvernia, en
199/339

Provenza, en Périgord, en Bretaña, en el


Delfinado y en el Médoc. Todos los elemen-
tos del navío de guerra eran de procedencia
autóctona, lo que garantizaba la autonomía
de la flota del rey. Los embajadores extran-
jeros comentaban entre sí, sorprendidos, la
milagrosa rapidez con que Colbert había lo-
grado montar una flota entera.
Complemento de esta operación, iba a
ser también la habilitación frenética de nue-
vos puertos y astilleros. Tolón iba a conver-
tirse en la base decisiva para la flota mediter-
ránea, con capacidad para albergar hasta
setenta navíos simultáneamente. Se in-
stalaron en la ciudad y sus alrededores astil-
leros, diques, talleres, almacenes, arsenales,
hospitales, depósitos de armas y una cordel-
ería junto a la sala de velas.
En el mar Atlántico, Colbert ofreció al
rey la construcción de dos puertos fortifica-
dos, enteramente nuevos, Rochefort y Brest.
Y en el Canal y sus cercanías, mandó a
200/339

Vauban que fortificase seriamente El Havre,


Calais y Dunkerque. Una nueva config-
uración de Francia, defendida por mar, em-
pezó a ser conocida por las marinas rivales:
la inglesa, la española, la holandesa, las es-
candinavas, la turca, la berberisca y la vene-
ciana. Colbert conocía «su marina» al pie de
la letra. En el memorial de su archivo se
guardan miles de comentarios técnicos de
cada navío y los resultados de sus pruebas de
navegación. Soñaba con alcanzar la perfec-
ción técnica, el sistema científico de lograr
un modelo de nave superior a todas las
demás.
Ya desde 1665, la flota de Luis XIV se
dio a conocer en la mar. «Los ingleses nos
ven con envidia y preocupación.» En 1677, la
flota tenía 116 navíos de gran porte, 28 frag-
atas, 24 correos y otras embarcaciones
menores. En total, 200 unidades con 6 460
cañones disponibles.
201/339

No paró ahí el celo constructor de los


Colbert, padre e hijo. Para una serie de ac-
ciones menores, sobre todo en el Mediter-
ráneo, eran todavía las galeras un navío
eficaz por su mayor precisión de maniobra y
su independencia de los vientos. Colbert con-
venció a Luis XIV de la utilidad de estos trir-
remes vetustos y, en menos de cinco años,
una flota de cuarenta galeras estaba dispon-
ible en Tolón. Ello planteaba el problema de
los tripulantes; es decir, los remeros. Los vol-
untarios eran pocos por la dureza de la tarea
y la mala experiencia de la tradición secular.
Se pensó recurrir de nuevo a la esclavitud. Se
compraron prisioneros turcos, esclavos
negros, indios de Canadá, rusos vendidos por
negociantes, bárbaros en Constantinopla;
pero finalmente fueron franceses en su may-
oría los seleccionados entre los cuales
abundaban los condenados a esa pena por
los tribunales del reino.
202/339

La Marina real iba a jugar un papel im-


portante desde entonces no sólo en el re-
inado de Luis XIV, sino en la historia de
Francia hasta nuestros días, condicionando
en gran medida el proceso de su política in-
ternacional en aguas de Europa y América.
El rey se hallaba fascinado por esta
nueva faceta de su reinado y de su poderío.
Mandó hacer, para navegar por los lagos de
Versalles, réplicas perfectas de sus mejores
navíos a escala reducida y los exhibía en las
fiestas como exponente de su grande
novedad militar. Sin embargo renunció, una
y otra vez, a embarcarse en las naves de
guerra. Colbert quiso llevarle a Tolón, a
Marsella, a Brest para que viese de cerca lo
que se había logrado. Pero una sola vez con-
siguió hacerle subir a uno de los grandes
navíos en el puerto de Dunkerque. Presenció,
visiblemente emocionado, un ejercicio
táctico de la tripulación. «Nunca he visto un-
os soldados tan bien instruidos y
203/339

conjuntados como estos marinos. Ahora en-


tenderé mejor los expedientes de la Marina
que recibo todos los días.»
Colbert, Le Tellier, Louvois y Seignelay
fueron los artífices del poderío militar del
reino de Francia. Luis XIV se percató de que
esa fortaleza le daba un puesto de importan-
cia decisiva en el equilibrio precario de la
Europa de fines del siglo XVII. Y con ello se
encendieron en su imaginación posibilidades
nuevas de acción militar que pusieran a
prueba los nuevos instrumentos logrados por
sus fieles colaboradores. Pensaba también
—y hay constancia escrita de ello— que una
perenne disponibilidad de las fuerzas arma-
das era también un sistema con el que la
nobleza se consideraba satisfecha de su
nueva misión: la de encabezar los mandos de
esos poderosos instrumentos de lucha exteri-
or, olvidando sus anteriores desvíos hacia las
Frondas, las conspiraciones y las guerras
civiles interiores.
204/339

Y, en general, el instrumento armado,


dirigido por el rey, fue, poco a poco, la fuerza
coactiva que impedía también cualquier
sublevación interna de grandes ciudades in-
quietas y en perpetua rebeldía latente, como
eran siempre Burdeos o Marsella.
La voluntad unitaria del poder real se
manifestaba visiblemente a través de los
nuevos ejércitos de índole permanente. Eso
en cuanto a la imagen interior. Pero en el
ámbito internacional, la decisión de Luis XIV
iba a tener repercusiones de muy largo al-
cance histórico. Sus ejércitos, de cientos de
miles de hombres, con carácter permanente,
obligaron a los otros Estados a llevar a cabo
rearmes semejantes, con lo que los riesgos de
conflictos se convirtieron en un mal en-
démico del Occidente europeo que había de
durar hasta nuestros días.
A continuación me propongo enumerar
en brevísima síntesis los conflictos de vari-
ada índole que se llevaron a cabo entre 1668
205/339

y el fin del siglo, debidos precisamente a esa


puesta a punto, precisa, poderosa e implac-
able de las fuerzas armadas del rey de Fran-
cia secundando las iniciativas de cuatro per-
sonajes decisivos en la consolidación del
reino como poderoso Estado moderno.
CAPÍTULO XI

LAS GUERRAS INTERMINABLES

El poderío militar y marítimo logrado


con tanta paciencia y tenacidad habían con-
vertido a Francia en una potencia de primer
rango que poco a poco iba a ser considerada
como una fuerza hegemónica ascendente en
toda Europa. Luis XIV, satisfecho con los
ejércitos numerosos y permanentes que se
hallaban bajo su mando, no resistió a la
tentación de realizar los sueños de gloria de
su reinado que debían lograrse por la vía de
la conquista y de la guerra.
Los conflictos bélicos que desencadenó
entre 1667 y 1700 fueron otras tantas mani-
festaciones de esa soberbia autoritaria y
207/339

expansiva. Alguien ha llamado a esos treinta


y tres años el capítulo de las «guerras inter-
minables», pues fue tan seguido y provocat-
ivo el proceso que perturbó gravemente el re-
lativo equilibrio logrado tras la paz de los
Pirineos y dejó abierta la puerta a una tre-
menda y generalizada guerra intereuropea,
cuya última parte se disputó en España,
entre 1702 y 1712, con el nombre de «guerra
de Sucesión».
El primer conflicto fue denominado «la
guerra de la Devolución» y tuvo por escen-
ario la frontera norte del reino. Fue una
lucha breve, de poco más de un año, y las
tropas de Luis XIV ocuparon la importante
ciudad de Lille y un trozo del Flandes fronte-
rizo. La paz se firmó en Aquisgrán y supuso
una «guerra de ensayo» para lo que iba a
venir después.
Henri de Lionne, el gran diplomático del
reinado, ministro de Exteriores, incansable
en el tejer y destejer las alianzas precisas,
208/339

recibió el encargo del rey de preparar un


conflicto que tuviese como enemigo principal
Holanda y, más concretamente, Guillermo
de Orange, que fue en esos años el adversario
más odiado de Luis XIV. La misión de
Lionne fue la de aislar al rey holandés y de-
jarlo solo en caso de ataque francés. Pero
Orange, advertido a tiempo, anudó una serie
de compromisos defensivos con el imperio
austríaco, el gobierno de Madrid y el
Brandeburgo germánico. Estalló la guerra,
feroz e implacable, con varia fortuna. A los
seis años de combates durísimos, batallas
ganadas y perdidas, ofensivas y retiradas, la
guerra quedó en tablas, y una larga ne-
gociación en Nimega, de dos años de
duración, llevó a la firma de unos tratados de
paz. Francia hubo de restituir Maestricht a
los Países Bajos. Pero logró, en un largo for-
cejeo diplomático con España, que ésta cedi-
era el Franco Condado y una serie de plazas
fuertes en el Flandes católico del Sur. Otro
209/339

protocolo retrajo la situación con el imperio


de Viena a las fronteras anteriores del
tratado de Westfalia con algunas leves
modificaciones. La paz de Nimega fue el
punto culminante del poderío francés, al
luchar sola con media Europa. El costo en
bajas resultó altísimo, pero la eficacia y el
poderío de las armas francesas resultaban
evidentes.
Entre las víctimas, la del gran Turenne,
«monsieur le Maréchal», el más respetado y
admirado jefe militar del reino. Gran es-
tratega, valeroso y audaz en la sorpresa,
conocedor de las argucias del adversario,
príncipe de Sedan, por su línea paterna y ni-
eto —por su madre— de Guillermo el Tacit-
urno, Turenne estuvo envuelto en las querel-
las de la Fronda, en su juventud, e incluso
luchó en las filas españolas contra el rey de
Francia. Durante la «guerra de la Devolu-
ción», que antes comenté, realizó una cam-
paña relámpago que le permitió conquistar
210/339

el territorio entero de Flandes en tres meses.


Fue asimismo responsable de la ocupación y
«devastación» del Palatinado germánico,
sembrando el odio fronterizo que ha durado
en aquella rica comarca hasta nuestros días.
Otro de sus últimos hechos de armas que se
recuerda como ejemplo histórico de audacia
repentina fue el ataque en pleno invierno de
1675 —época en que se suspendían de hecho
las hostilidades— al ejército imperial aus-
tríaco, acampado en sus cuarteles, que tuvo
que abandonar toda Alsacia como con-
secuencia de su total derrota.
Se hallaba Turenne, a sus sesenta y
cinco años, enfermo de melancolía, y pidió al
rey su relevo, que el soberano no le concedió.
En la batalla de Salzbach se enfrentó de
nuevo a los austríacos mandados por el gen-
eral Montecuccoli y murió alcanzado por una
bala de cañón. Luis XIV lo hizo enterrar en el
panteón de reyes de Saint-Denis, pero Bona-
parte, siglos después, lo mandó sepultar en el
211/339

panteón de la iglesia de los Inválidos de


París.
La guerra había dejado exhausto al te-
soro francés. El rey decidió operar en el ter-
reno diplomático, utilizando los servicios de
dos personalidades de gran prestigio en la
carrera, conocedores al último detalle de los
complejísimos entramados que se habían
producido en Europa occidental con motivo
de la devastadora y costosísima guerra de
Holanda. Arnauld de Pomponne fue uno de
ellos; Colbert de Croissi, el otro. El rey, per-
sonalmente, llevaba el hilo de las intrigas ex-
teriores, mientras llegase la hora de un
nuevo e inevitable conflicto. Croissi fue el
que sugirió al rey un terreno de juego menos
peligroso que la guerra, pero que podía dar
resultados positivos. Croissi había sido pres-
idente del Consejo de Alsacia y del Parla-
mento de Metz, y durante su mandato cono-
ció el hecho de que de las señorías territ-
oriales cedidas a Francia en la paz de
212/339

Westfalia habían sido desgajados territorios


y derechos, reclamados y obtenidos por los
duques de Lorena y de Bar y otros nobles del
territorio. La maniobra de Pomponne y de
Croissi, hábiles juristas, fue la de reclamar
legalmente esos territorios usurpados para la
Corona de Francia.
Los procesos reivindicatorios se llevaron
a cabo en los Parlamentos locales y en los
Consejos regionales. En 1679 se «reunieron»
a la Corona francesa ochenta pueblos del
Montbéliard. Los demás agrupamientos de la
Baja Alsacia siguieron, al poco tiempo, su
ejemplo. En Lorena se «reunieron», con más
dificultades, un número importante de villas
y señoríos. Estrasburgo se resistió durante
meses a la «reunión». Pero después de una
serie de fintas militares, llevadas a cabo por
las tropas imperiales sobre la ciudad, Luis
XIV actuó por la tremenda y marchó en per-
sona a Estrasburgo, después de haberse cel-
ebrado una ceremonia religiosa, tres días
213/339

antes, presidida por el obispo católico y pre-


via ocupación militar y rendición de Estras-
burgo a las tropas francesas de Louvois.
El rey entró en la ciudad en una carroza
dorada tirada por ocho caballos. El tedéum
fue solemne y en la oración final se invocó,
por el obispo, a Clovis y a Dagoberto,
fundadores de la catedral, llamándole al rey
de Francia «tercer fundador del rosado tem-
plo». El mismo día en que Estrasburgo se
«reunía» a la Corona de Francia, las tropas
del rey entraban en Casal, capital del Mont-
ferrato, feudo de los duques de Mantua. Cas-
al era una de las llaves estratégicas del Pia-
monte y del Milanesado español. «La corte
de Mantua no se ocupaba entonces sino de
amor», escribió un célebre historiador hab-
lando del asunto.
El duque Carlos, en efecto, reinaba bajo
la tutela de su madre, la archiduquesa Isabel
Clara, que se hallaba liada con su secretario,
Bulgarini. Carlos, que se había casado con
214/339

una hermosa princesa del linaje Gonzaga, se


dedicó después a la buena vida y se instaló
en Venecia, donde cobró fama de generoso y
mujeriego notable. Se decía que había co-
brado un altísimo precio por dejar invadir' la
ciudad-fortaleza y «reunirla» a la Corona de
Francia. El condado de Chiny, próximo a
Luxemburgo, pertenecía a la Corona de
España y, mediante la presión de fuerzas
militares francesas situadas en las cercanías,
con aire amenazador, hubo de plegarse tam-
bién a las reclamaciones de París. El male-
star se acrecentó en toda Europa, porque co-
incidió con la grave amenaza turca contra Vi-
ena, y el rey de Francia fue acusado de in-
solidario por las naciones católicas ante el
peligro del ejército herético que sitiaba la
capital del imperio.
Una vez más, Luis XIV maniobró con
gran audacia, fingiendo negociaciones para
buscar un arreglo y avanzando sus peones en
las fronteras del norte y oeste del reino, para
215/339

justificar el supuesto rescate jurídico de sus


derechos soberanos. El emperador de Viena
declaró entonces la guerra a Francia y a
España también. Intervinieron las demás po-
tencias, sugiriendo conferencias para super-
ar la grave crisis. Francia propuso una tregua
de veinte años, en vez de un tratado formal
de paz. En Ratisbona se negociaron ambas
treguas, las de la Corona francesa con el rey
de España y con el emperador de Viena.
Luis XIV consiguió que durante la
tregua se mantuviese su soberanía sobre
Estrasburgo, Kehl, las señorías de Alsacia,
Luxemburgo, Beaumont y Chimay. El pro-
ceso entero fue una maniobra conjunta de
astucia y violencia, dirigida por el propio
soberano. En Francia se celebró la noticia de
la tregua como un triunfo político sin preced-
entes. Racine, el poeta, dramaturgo y
cronista de Versalles, cantó las excelencias
de esta política de reuniones, como «un
216/339

círculo estrecho y cerrado» en que la habilid-


ad regia había encerrado a sus adversarios.
Pero sus adversarios, que eran muchos y
poderosos, se consideraron burlados y, lo
que era peor, amenazados por Francia. Em-
pezó un tejer y destejer de conversaciones,
pactos, entendimientos secretos y proyectos
de alianzas militares futuras, al día siguiente
de firmarse los protocolos de Ratisbona. Los
dos monarcas más activos en esta tarea fuer-
on el emperador de Viena y el rey de
Inglaterra, Guillermo de Orange, que se con-
sideraban amenazados en territorios neurál-
gicos de sus Estados. Los holandeses temían
los avances de Francia por sus fronteras de
Flandes. Y el emperador veía con enorme
preocupación la tendencia francesa a ocupar
el puesto más relevante en la hegemonía mil-
itar y política de Europa.
Así nació una curiosa operación de en-
gaños mutuos, que se llamó la Liga de Augs-
burgo, ya que se firmó dicho pacto el año
217/339

1685 en esa ciudad. Se declararon partícipes


del instrumento diplomático, el emperador
austríaco, el rey de España, Suecia, el prín-
cipe elector de Baviera, la Casa de Sajonia, el
círculo de Franconia, el del Alto Rin y el del
Palatinado. El texto era puramente defens-
ivo. Los Estados alemanes querían pro-
tegerse contra cualquier intento de alterar la
tregua de Ratisbona. En realidad fue un
pacto de solidaridad por si Luis XIV in-
tentaba alguna operación militar de sor-
presa. Inglaterra y Holanda lo vieron nacer
con simpatía, pero sin firmarlo, y el rey de
Prusia prometió su ayuda militar en caso de
agresión directa francesa. Luis XIV observ-
aba el desarrollo de la liga y trató de tor-
pedearla desde fuera con diversos pretextos.
Al cabo de dos años, el rey de Francia
decidió pasar a la acción, después de
mantener una fuerte disputa con el Papa, al
que acusaba de entenderse secretamente con
el emperador de Viena. En octubre de 1688,
218/339

las tropas francesas entraron en territorios


del Imperio, ocupando las plazas fuertes de
Colonia, Lieja, Philippsburgo, el Palatinado,
Maguncia y Heidelberg. Fue una invasión en
toda regla. Luis XIV pensó que Guillermo de
Orange evitaría que Inglaterra y Holanda en-
trasen en la contienda. Se equivocó de medio
a medio. La brutal destrucción de las
ciudades del Palatinado renano, desde
Heidelberg a Mannheim, pasando por Spira
y Worms, dejó para siempre una estela de
odio en esas poblaciones germanas, reduci-
das a escombros y ceniza. La muerte de la re-
ina de España, María Luisa de Orleans, en
Madrid, inclinó a Carlos II a ponerse del lado
del emperador austríaco, con lo que España
entró también en la guerra. Y poco después,
Guillermo de Orange optó asimismo por to-
mar parte en la guerra contra el enemigo
común: el rey de Francia.
Fueron dos años más de batallas sangri-
entas en torno al Rin y a las fronteras de
219/339

Flandes. Ninguna fue decisiva. Se organizó


una coalición militar antifrancesa. Viena
pactó con Holanda y, a su vez, el duque de
Saboya se unió a los coligados. La alianza era
considerable y militarmente poderosa por
tierra y por mar.
Francia se vio rodeada de un enorme
círculo armado de países enemigos. Y logró
sostener el pulso militar y naval contra to-
dos. Llegó a tener trescientos mil hombres
armados, bajo sus banderas, y doscientos
veinte navíos de línea en los dos mares. Sus
militares —una vez muertos Condé y
Créqui— eran de la nueva hornada: Catinat y
Luxembourg sobresalieron como grandes
jefes. Y en la mar, Tourville, Renault, Jean
Bart, Dugay-Trouin dejaron muy alto el pa-
bellón de las lises.
Los aliados tenían unos ejércitos de dos-
cientos veinte mil hombres, heterogéneos,
poco conjuntados, a los que faltaba la unidad
de mando. Ésta fue una de las razones de que
220/339

la interminable y sangrienta guerra de la lla-


mada Liga de Augsburgo no encontrase una
pronta decisión militar. Es difícil explicarlo
con motivos racionales, pero la «Guerra de la
Liga» duró hasta 1697, en que ambos beli-
gerantes, destrozados, cansados, arruinadas
sus tesorerías, muertos en combate sus me-
jores jefes, sin encontrarse salida militar al
conflicto, que duraba ya diez años, llegaron a
la conclusión de que era necesario abrir ne-
gociaciones para buscar un camino a la paz.
El reino de Suecia se ofreció como me-
diador debido a su lejanía y neutralidad.
Turín había hecho por su cuenta la paz con el
rey de Versalles. En mayo se reunió un con-
greso de plenipotenciarios en el castillo de
Niewbourg, de los príncipes de Orange, en
las afueras de Ryswick, no lejos de La Haya.
Hasta octubre no se llegó al acuerdo total.
Fueron unos diálogos largos y complejos, in-
terrumpidos, sin continuidad permanente,
debido al gran número de consultas que
221/339

había que evacuar para requerir la opinión


de los reyes y príncipes involucrados en la
contienda.
Luis XIV fue el responsable único de es-
ta atroz y estúpida lucha intereuropea. Creyó
posible lograr sus objetivos nacionales sin
que se produjera el conflicto total. Pudo de-
mostrar que la Francia militar era un poder
formidable, capaz de hacer ella sola frente al
resto de Europa. Pero al mismo tiempo se vio
claro que Francia no podía vencer a la no
menos fuerte coalición.
Es muy verosímil que el ánimo nego-
ciador que finalmente prevaleció en la volun-
tad del soberano francés fue debido a la
situación en que se hallaba entonces el reino
de España, según las muchas y seguras in-
formaciones que de su embajada en Madrid
recibía Luis XIV. Por si se abría pronto la
sucesión al trono de Carlos II, moribundo,
Luis XIV quería tener las manos libres para
lograr una solución favorable a sus intereses
222/339

en la problemática sucesión al eventual trono


vacante. Deseaba el rey que al menos los dos
grandes poderes marítimos, Inglaterra y
Holanda, no se opusieran a sus maniobras,
jugando la carta sucesoria del emperador de
Austria. Y que las casas de Saboya y de
Lorena pudieran ponerse también a su lado,
en la gran operación política sucesoria,
cuando llegara el momento de llevarla a
cabo.
El mapa de la Europa política occidental
se alteró, sin embargo, en detrimento de
Francia. Los austriacos, a través de la guerra
de la Liga, lograron granjearse el apoyo de
muchos príncipes alemanes protestantes, en
los que el reflejo patriótico germano pudo
más que el prejuicio religioso católico. La
devastación del Palatinado fue el hecho de-
cisivo para acentuar dicha situación.
La otra gran novedad del conflicto fue la
aparición del poderío británico en los mares,
por encima de Holanda y de la escuadra
223/339

francesa construida por Colbert. Y con ello se


produjo otra inesperada novedad ideológica
en Europa, que fue la siguiente: la Inglaterra
de Guillermo III era la de una monarquía en
que el rey se apoyaba en la voluntad de la
nación. El Parlamento británico definió y
precisó sus poderes y sus derechos, frente a
los del monarca. Las Cámaras de Londres se
reunían periódicamente y controlaban en
buena medida al poder ejecutivo. Las libert-
ades políticas y personales eran garantiza-
das, incluida la de prensa, que fue libre por
primera vez en el reino. El triunfo del parla-
mentarismo estaba asegurado y la monar-
quía de derecho divino de los Estuardos
había desaparecido para siempre.
En el pulso militar del poderío naval
entre la Inglaterra de Guillermo III y la Fran-
cia dé Colbert, la balanza se había inclinado
en favor de los isleños. La joven marina de
Luis XIV hizo un glorioso papel en los múl-
tiples combates que se libraron en los
224/339

distintos mares entre las lises y las armas de


Inglaterra. Pero el gran esfuerzo y el sueño
marítimo de Colbert no salieron adelante,
como él esperaba.
La paz de Ryswick dio paso en Francia al
gran problema que plantearía el trono va-
cante de España, del que dependían los
pueblos de medio mundo. La sucesión de
Carlos II y los conflictos militares que desen-
cadenó iban a llenar los últimos años del re-
inado del Rey Sol. España, como problema,
se convirtió en protagonista europea durante
quince años, hasta los pactos de Utrecht. A
continuación relato sintéticamente lo que
fueron ambos procesos que condicionaron
muchas cosas del futuro de nuestro país.
CAPÍTULO XII

EL TRONO DE ESPAÑA

Carlos II era el último vástago varón de


la dinastía española de la casa de Austria.
Era menudo de estatura, poco agraciado de
rostro, narigudo, el belfo abultado, la frente
estrecha, la mirada perdida y la salud más
que precaria. Tenía accesos frecuentes de
fiebre y cierta tendencia a la epilepsia. Era
un típico fin de raza y, según afirmaban los
médicos, incapaz de engendrar herederos del
trono. En su profunda melancolía cayó en
manos de curanderos y de religiosos que le
aportaban reliquias de santos para curar sus
males. Creía en los espíritus demoníacos y
tomaba extrañas iniciativas, como la de
226/339

acudir a El Escorial y exigir que se abriese la


sepultura de su primera esposa, María Luisa
de Orleans, para contemplar sus restos mor-
tales, años después de su fallecimiento. Su
segunda mujer, Mariana de Neoburgo, no
era guapa como la primera, sino altanera, in-
teligente y con gran capacidad de intriga. Lo
que tuvo la reina francesa de atractiva, le
granjeó una gran simpatía en la corte, a
pesar de que en los últimos veinte años Luis
XIV había guerreado con España y
saboteado los tratados de paz con ánimo de
obtener ventajas. La reina bávara, en cam-
bio, cayó mal a la corte y al público en gener-
al, por la prepotencia de los germanos en su
séquito y también por su avaricia con la
gente que le servía. La descendencia del em-
perador de Viena —los archiduques José y
Carlos— eran del linaje Neoburgo, por su
madre, y de ahí que la reina se inclinara
abiertamente por la solución no del elector
227/339

de Baviera, sino hacia el emperador de Aus-


tria, Leopoldo.
La muerte del rey era esperada por to-
dos: la corte, los ministros, la reina, la Iglesia
y, en último término, el pueblo español, que
no se hallaba al corriente de las infinitas y
complejas maniobras que se llevaban a cabo
en la Europa occidental, en los últimos dos
años del siglo XVII, para resolver el enigma
de la sucesión del moribundo rey de España.
Con objeto de aclarar el texto que sigue, he
juzgado útil para el lector ofrecerle un es-
quema genealógico de la espesa madeja de
enlaces dinásticos que se planteaban en esos
años en torno a la herencia de la Corona de
Madrid.
Había nada menos que cinco pretendi-
entes al trono que alegaban parentescos cer-
canos para reclamarlo: el duque de Saboya,
el duque de Orleans, el príncipe electo de
Baviera, el emperador de Austria y Luis XIV.
Los derechos más claros eran los de Francia,
228/339

Baviera y Austria. Luis XIV y Leopoldo eran


nietos de Felipe III y yernos de Felipe IV. El
gran delfín era hijo de Luis XIV y sobrino de
Carlos II. El príncipe de Baviera, sobrino ni-
eto de Carlos II. Y los archiduques de Viena
eran sobrinos nietos de Felipe IV.
Por orden de edad, la descendencia
francesa cesa era preferente. Pero existía la
renuncia expresa a los derechos hereditarios
de la Corona de España, aceptada en su día
por las dos infantas. Con ello, el mejor
derecho se situaba en el elector de Baviera.
Pero también allí había existido renuncia
previa a la Corona de España, con lo cual el
emperador Leopoldo se sintió vencedor legal
en la polémica genealógica desencadenada
en torno al difícil problema.
229/339
230/339

Se invocaron precedentes jurídicos, y


entre ellos — ¡cómo no!— el famoso texto de
la renuncia de la infanta María Teresa con el
vocablo «moyennant», cuyo propósito antes
relaté. España no había, en efecto, pagado un
solo céntimo de la dote de la infanta, con lo
que la renuncia no tenía validez jurídica. Si
ese criterio fuera aceptado, el orden de prela-
ción hubiera sido: Francia, Baviera y Austria.
Parecía que el candidato que menos
polvareda levantara en el resto de Europa era
el príncipe de Baviera, al que no se le
conocían pretensiones hegemónicas ni ambi-
ción militar. Carlos II, que se había
planteado el problema, convencido de que se
hallaba en un estado muy precario de salud,
con riesgo de morir en cualquier momento,
redactó un testamento en el que nombraba
heredero universal al elector de Baviera. La
reina se enteró de la existencia del docu-
mento y le obligó, bajo amenazas, a romperlo
y a no hablar del intento a nadie. En la corte
231/339

de Madrid las damas maledicientes asegura-


ban que en las frecuentes broncas semi-
públicas que se producían en palacio, entre
los regios cónyuges, el tono y la destem-
planza de la reina eran tales que «al rey le
temblaba el esqueleto».
Pero a partir de la paz de Ryswick, que
puso fin a «la guerra de la liga», es cuando
empezó la gran partida de ajedrez europeo
destinada a lograr el premio mayor de la in-
mensa herencia española.
Es oportuno enumerar someramente el
índice de la soberanía territorial del reino de
Carlos II. Además de la España peninsular y
las islas Baleares y Canarias, había, bajo el
pabellón hispano, la isla de Cerdeña, el
ducado de Milán, el reino de las Dos Sicilias,
el marquesado de Finale, junto a Génova y
los «presidios» fortificados de la Toscana. En
el norte de Europa, los Países Bajos católicos.
Además el Nuevo Mundo central y meridion-
al, menos Brasil, las Grandes Antillas en
232/339

América, las islas Filipinas y Marianas en


Asia y los presidios africanos de Orán, Ceuta,
Melilla, Larache y Mehdiga.
Los embajadores respectivos rivalizaban
en Madrid en buscar buenos asideros cortes-
anos, información verídica en las alturas y
círculos de influencia en la nobleza y en las
clases populares. El agente diplomático de
Baviera, Bertier, era un personaje ceremo-
nioso y cortés. Su tesis era la de asustar a sus
comensales explicándoles que los candidatos
francés y austríaco significaban la guerra
general inevitable y que el príncipe bávaro
sería la única solución pacífica.
El conde de Harrach era el embajador
enviado desde Viena en favor del archiduque
Carlos. Su apoyo central era la reina, y ello le
enajenó mucha opinión de la clase dirigente
madrileña, que era hostil a la Neoburgo. A
los pocos años Harrach fue llamado a la cap-
ital y lo sustituyó su hijo, diplomático
también.
233/339

El marqués de Harcourt fue el enviado


francés. Demostró una gran habilidad en
ganarse a un grupo de personalidades del
gobierno y a personajes del alto clero. El
cardenal Portocarrero no ocultaba su sim-
patía por el candidato francés. Aconsejó al
marqués que se hiciera presente en las corri-
das de toros y que utilizara carrozas de gran
lujo que se destacaran, frente a las mal teni-
das de los reyes, debido a la avaricia de la
reina.
Sin embargo, el rey hechizado no
soltaba prenda. Escribía cartas reservadas a
Luis XIV y al emperador para alentar sus es-
peranzas respectivas, pero no redactaba test-
amento alguno. Luis XIV, viejo marrullero,
buen conocedor de las artes del engaño, no
se fiaba de las buenas palabras de su cuñado,
ni tampoco de los despachos optimistas del
embajador. Y entonces empezó la parte más
inverosímil y escandalosa de la cuestión que
234/339

iba a durar hasta poco antes de la muerte del


rey.
El proyecto, o mejor dicho los proyectos,
de reparto del patrimonio soberano de los
territorios de la Corona de España por los
países aspirantes al festín del despiece fue un
episodio increíble de audacia, inverecundia y
vergonzoso pisoteo de las normas inter-
nacionales de la época. Se habían modificado
años antes fronteras y conquistado territori-
os en Europa como resultado de guerras
abiertas o larvadas. Pero aquí no se trató de
conflictos armados con vencedores y ven-
cidos, sino de repartirse el botín de las tier-
ras y pueblos de un imperio en decadencia,
aprovechando la circunstancia de un rey sin
descendencia directa que se hallaba en
trance de muerte.
Luis XIV fue el iniciador de las conver-
saciones —luego negociaciones— para
acordar un reparto que evitase la posible
235/339

guerra generalizada, si no existía un con-


senso entre los herederos en disputa.
Inglaterra y Holanda manifestaron su
conformidad a la iniciativa. Deseaban pro-
mover la candidatura del elector de Baviera
para eliminar a Francia y Austria respectiva-
mente de conseguir el trono español.
Y a partir de 1698 empezó un verti-
ginoso intercambio de visitas y documentos
de Francia con Inglaterra y Holanda. Unas
veces se repartía España e Indias al duque de
Anjou; al archiduque austríaco, el Mil-
anesado. Otro proyecto era otorgar Luxem-
burgo y las Dos Sicilias al hijo del delfín; el
Milanesado al archiduque y el resto de la
monarquía española al príncipe de Baviera.
A partir de ahí, el año entero se pasó en
discusiones sobre las distintas fórmulas de
reparto. En esto hubo una propuesta holan-
desa más ingeniosa: Francia se quedaría con
Navarra y Guipúzcoa y el resto de la penín-
sula española sería para Baviera. Se desechó
236/339

esta idea y cruzaron la siguiente com-


binación: Luxemburgo se cambiaba por la
provincia de Guipúzcoa, la que se «añadía»,
en el texto, Fuenterrabía, San Sebastián y
Pasajes. Fue un juego diplomático del que el
emperador de Austria quedó excluido por
suponer que no renunciaría en ningún caso a
las posesiones de Italia: el Milanesado y las
Dos Sicilias.
Lo cierto es que de tantas idas y venidas
llegó a Madrid el rumor o la noticia de
haberse concertado un pacto de partición del
Imperio español a espaldas de Carlos II y,
por supuesto, del pueblo español. La corte
entera vibró de cólera y la reina misma no
pudo defender la causa del archiduque. Car-
los II tomó la decisión de redactar un testa-
mento a favor del príncipe elector de Baviera
como heredero universal de sus Estados y de
sus derechos. El documento tenía fecha de 14
de noviembre de 1698.
237/339

La noticia del testamento se propagó en


seguida en Europa. El emperador amenazó
con invadir Baviera y propuso organizar una
gran alianza. Luis XIV, ladino supremo,
propuso protestar colectivamente en Madrid
y acudir al duque y príncipe de Baviera,
haciéndole ver que aceptara la partición para
evitar más conflictos en lo sucesivo.
Pero dos meses después, en febrero de
1699, ocurrió lo imprevisto: murió repentin-
amente el candidato bávaro, el joven prín-
cipe elector. Malas lenguas aseguraron que
había sido envenenado por un agente del
emperador Leopoldo. Francia y Austria
quedaban prácticamente solas en el duelo fi-
nal. Se habló de la posibilidad de una guerra
de sucesión larga e inevitable. Luis XIV,
siempre lúcido y maniobrero, volvió a sug-
erir repartos con diferentes soluciones para
enredar las cartas del naipe europeo y fingir
que en ningún caso dejaría de tener en
cuenta los intereses rivales de la herencia y
238/339

los puntos de vista de las dos potencias marí-


timas, Inglaterra y Holanda.
En junio de 1699 se llegó a un protocolo
de acuerdo sobre el reparto más equitativo
de las posesiones de Carlos II. Luis XIV fin-
gió solicitar ciertas modificaciones para
aceptarlo. Por fin, el tratado de reparto del
imperio español se firmó en marzo de 1700 y
fue registrado en el Parlamento de París. El
emperador Leopoldo fue notificado de lo
acordado y se le dio dos meses de plazo, des-
pués de que ocurriera el fallecimiento del rey
de España, para adherirse al mismo.
Las reacciones al documento se
produjeron en cadena. El duque de Saboya
pidió el Milanesado para garantizar su inde-
pendencia frente al poderío austríaco. El rey
don Pedro de Portugal aprovechó la ocasión
para solicitar la anexión de Alcántara y
Badajoz a la soberanía lusitana. Los prín-
cipes del norte italiano se declararon ajenos
al documento. Asimismo, la Iglesia de Roma,
239/339

que temía la presencia de Austria en el sur de


la península italiana y las potencias del
norte, Suecia y Rusia, se manifestó como
ajenas al documento.
En Madrid, el embajador de Francia se
consideró fracasado en su misión de lograr el
triunfo de su candidato, el duque de Anjou, y
pidió su relevo al rey. Luis XIV estaba con-
vencido de que finalmente el pretendiente
austríaco se saldría con la suya.
Pero ocurrió otra vez lo imprevisto, lo
que volvió a torcer el desenlace del enorme
pleito internacional. Carlos II montó en
cólera al saber que se había firmado el re-
parto de su patrimonio, y en la corte mad-
rileña se formó un partido que para defender
la integridad del imperio español declaró en
un memorial dirigido al rey que el duque de
Anjou era quien tenía mejores posibilidades
para hacerlo. El manifiesto lo firmaron el
marqués de Villafranca, el cardenal Porto-
carrero y un gran número de nobles y
240/339

personalidades de la vida política del reino.


Carlos II vacilaba todavía y quiso conocer la
opinión del Papa Inocencio XII. El pontífice
no veía con buenos ojos la solución imperial
austríaca, pero pidió consejo a varios
cardenales: Spínola, Albano y Spada. Los
tres fueron favorables al duque de Anjou. To-
davía, a pesar de la respuesta papal, Carlos II
dudaba. Pero la opinión unánime del Con-
sejo de Estado de España en favor del can-
didato francés inclinó por fin su voluntad a
redactar el esperado testamento. Escribió el
histórico documento el secretario de
Despacho Universal del Rey, don Antonio de
Ubilla, de noble linaje marquinés, de Viz-
caya, en su calidad de notario mayor de
Castilla, el 2 de octubre de 1700. Este proto-
colo fue depositado en Simancas, pero luego
se sacó de allí y fue a parar a los Archivos
Nacionales de Francia.
El rey murió cuatro semanas después, el
2 de noviembre. La embajada francesa en
241/339

Madrid no tuvo noticia del trascendental


testamento. Probablemente Luis XIV lo supo
por otro conducto. Se puso a reflexionar con
una reunión del gabinete de urgencia a la
que asistió madame de Maintenon, Tallard y
Torcy, jefes de la diplomacia real. Hubo to-
davía dudas sobre el pacto del reparto y su
vigencia, pero en una segunda reunión se
consideró que era imposible dar marcha at-
rás y convenía aceptar públicamente el testa-
mento sin ninguna salvedad. El delfín, padre
del duque heredero del trono español, fue el
más resuelto en aceptar el histórico legado.
El 12 de noviembre se comunicó, desde
París a Madrid, la conformidad del rey de
Francia y del joven duque de Anjou, hijo del
delfín. El día 16 de noviembre se avisó al em-
bajador español, marqués de Castelldos-rius,
para que acudiera al palacio de Versalles,
después del lever del rey. El joven duque se
hallaba junto a su abuelo. «Podéis saludarle,
señor embajador, como vuestro rey.» El
242/339

embajador se arrodilló y besó la mano del


joven príncipe, dirigiéndole una larga saluta-
ción en castellano. Luis XIV dijo: «No
conoce todavía el castellano. Pero yo contest-
aré en su nombre.» El rey ordenó entonces
abrir las puertas del despacho que comu-
nicaban con la Gran Galería, que se hallaba
repleta de nobles y cortesanos. «Señores, he
aquí al rey de España; su nacimiento le
llamaba a esta Corona; la nación entera me
lo ha pedido y yo se lo he concedido con gran
alegría; ha sido una orden venida del cielo.»
Y luego, dirigiéndose al duque de Anjou:
«Sed buen español; ése es vuestro primer de-
ber. Pero acordaos también que habéis
nacido francés para reforzar la unión de las
dos naciones, único medio de que sean fe-
lices y de que se conserve la paz de Europa.
El duque de Anjou saldrá para Madrid el
primero de diciembre.» El embajador rep-
licó: «Es un viaje que se ha convertido en
sencillo. Ahora los Pirineos se han fundido.»
243/339

En la carta que enviaba Luis XIV al em-


bajador Harcourt —exaltado al ducado del
mismo nombre—, y repuesto en su cargo en
Madrid, le insistía sobre la alianza estrecha
de las dos monarquías en la futura política
internacional.
El trono vacante estaba provisto. Europa
reaccionó con estupor en Viena. Con sor-
presa en Londres y en Holanda. Con male-
star en Baviera. Con diversidad de opiniones
en los principados italianos. Con preocupa-
ción en muchos círculos militares, que
suponían inevitable a corto plazo, alguna
chispa inicial de guerra en una de las muchas
fronteras intereuropeas. Viena hubiese em-
pezado el conflicto en seguida, pero miraba
de reojo a Inglaterra y Holanda, quienes no
parecían inclinadas a lanzarse a una guerra
larga, costosa y de resultados indecisos.
Sin embargo, Luis XIV se hallaba, según
los testimonios de esos días, como un
hombre en la plenitud de su gloria, que había
244/339

recibido en su familia la herencia completa


de la gran dinastía rival. Todavía no se di-
visaban los primeros resplandores de la luz
de las batallas. Ni los frenéticos movimientos
de los futuros protagonistas de la más san-
grienta, difícil y cruel guerra de coalición,
contra Francia y su flamante aliada, España,
que se desarrolló durante una larga década,
entre varios grandes ejércitos y flotas, de-
jando un saldo de bajas y destrucciones de
proporciones extraordinarias.
CAPÍTULO XIII

LA GUERRA DE SUCESIÓN

La herencia de Carlos II, rey de España,


parecía haber sido resuelta de forma definit-
iva a comienzos de 1701. El testamento del
último vástago de la dinastía Habsburgo de
España era terminante y no ofrecía dudas en
cuanto a la solución que daba al trono va-
cante. Por supuesto, representaba un consid-
erable aumento en el poderío de la casa de
Borbón en la Europa occidental y tenía que
despertar, lógicamente, odios, recelos y so-
spechas sin cuento. Pero los historiadores
franceses más imparciales reconocen que las
decisiones y actitudes tomadas por Luis XIV,
una vez hecha pública la decisión
246/339

testamentaria de Madrid, fueron erróneas y


provocadoras, creando un clima de rechazo
hacia Francia y una generalizada sospecha de
que el «tándem» de los dos reyes, abuelo y
nieto, iba a convertirse en una alianza polít-
ica poderosísima que establecería rápida-
mente una hegemonía militar y económica,
manejada desde Versalles.
Fueron una serie de golpes de efecto que
en el ambiente de la euforia y la soberbia del
Rey Sol, en esos momentos, significaban
otras tantas advertencias a las demás
naciones, de que la arrogancia política iba a
ser el talante de la política exterior de Fran-
cia. Por de pronto, en el registro de docu-
mentos públicos del Parlamento de París se
estipulaba que Felipe de Anjou no renun-
ciaba a sus derechos hereditarios a la Corona
de Francia en caso de fallecimiento del delfín
y del duque de Borgoña. Es decir, que la vía
teórica a la unión personal de las dos Coro-
nas era una hipótesis verosímil. Esta noticia
247/339

produjo una actitud de sospecha generaliz-


ada en la corte de Viena, en la de Baviera, en
el gobierno inglés y en las Provincias Unidas.
Pocas semanas más tarde se produjo un
incidente de mayor gravedad en la zona
fronteriza de la Holanda protestante y el
Flandes católico. Existían unos acuerdos
firmes que delimitaban las llamadas «bar-
reras» de plazas fuertes que tenían guarni-
ción de soldados holandeses. Luis XIV or-
denó que fueran evacuadas y sustituidas por
tropas suyas. La disputa se fue agravando, y
el rey francés movilizó unidades de su ejér-
cito para ocupar las ciudades en litigio. Fue
una provocación directa a los «perdedores»
del pleito de la herencia de la Corona es-
pañola y, uno tras otro, fueron dándose por
aludidos. Se empezó a fraguar una gran
coalición contra Francia y España que
acabaría pronto en una guerra general.
Las tropas del emperador, mientras
tanto, iban tomando posiciones sobre los
248/339

Alpes para invadir el Milanesado. Desde


Versalles se impartían instrucciones a Mad-
rid sobre movimientos de la flota francesa en
el Mediterráneo y en las costas de la América
española; y el marqués de Bedmar, jefe de
las tropas españolas en Flandes, recibía las
órdenes directamente desde París. La alianza
militar contra Francia y España se constituyó
en La Haya en 1701. Era, en realidad, un
nuevo «reparto» de los territorios del Imper-
io español, como los anteriores a la muerte
de Carlos II. La guerra formal empezó ese
mismo año, con el emperador. Holanda e
Inglaterra se situaron a la expectativa. La
campaña, dirigida por el príncipe Eugenio,
fue un éxito completo de los imperiales, que
derrotaron a los contingentes francés, es-
pañol y saboyano, conquistando gran parte
del ducado de Mantua.
Irritado Luis XIV por los contratiempos,
cometió un grave error político. Habiendo
fallecido en su exilio francés el rey Jacobo II,
249/339

de la dinastía católica de los Estuardos, el


soberano de Francia reconoció como rey
legítimo de Inglaterra a su hijo Jacobo III.
Toda la Inglaterra protestante se alzó contra
esa decisión y acusó a Luis XIV de injerencia
en sus asuntos internos. Muere Guillermo III
en esas fechas y ocupa el trono inglés la reina
Ana. Luis XIV piensa que la desaparición de
su gran rival «es un regalo del cielo». Pero en
mayo de 1702, Inglaterra y Holanda se unen
al emperador de Viena y la guerra de
Sucesión empieza en diversos frentes. Casi
todos los príncipes alemanes y los reyes de
Prusia y de Dinamarca se sumaron con sus
fuerzas a la coalición antiborbónica. Los fin-
anciadores del colosal empeño militar fueron
los holandeses y los banqueros de Londres,
que pagaban los ejércitos y esperaban resar-
cirse con creces, logrando, después de la
derrota franco-española, el «derecho de asi-
ento» en América y los privilegios comer-
ciales de la trata de negros africanos, pues la
250/339

esclavitud era ya uno de los grandes negocios


de las dos potencias marítimas.
Se calcula en trescientos mil soldados
los que formaban parte de los ejércitos coli-
gados en Europa. El mando militar y político
lo constituían tres personajes de notorio re-
lieve: un holandés, Heinsius; un príncipe
italiano, Eugenio de Saboya, y un militar
inglés, Márlborough. Ellos dirigieron la liga
en la guerra de Sucesión. Heinsius era un
gran político holandés, diputado de los Esta-
dos generales y más tarde encargado de las
relaciones exteriores de Holanda. Era el
hombre de confianza de Guillermo III y, al
desaparecer éste, siguió al frente de la polít-
ica exterior de La Haya. Era un protestante
austero; vivía modestamente; trabajaba sin
cesar y examinaba cuidadosamente todos los
expedientes. Fue el cerebro político de la liga
y tomó parte en las negociaciones finales del
largo conflicto. Odiaba a Francia y
251/339

especialmente a Luis XIV, al que calificaba


de «insolente».
El príncipe Eugenio, uno de los grandes
generales del siglo, era descendiente del
duque de Saboya-Carignan y de Olympia
Mancini, una de las guapas y divertidas
sobrinas del cardenal Mazarino. No quiso
utilizarlo Luis XIV en su ejército porque no
le caía bien y se ofreció entonces al em-
perador de Viena. Su fulgurante carrera le
convirtió, muy joven, en mariscal, después
de luchar con éxito contra turcos y magiares.
Tenía una intuición prodigiosa para captar la
situación del adversario y atacarlo con rap-
idez fulgurante. En la guerra de Sucesión
conquistó la Lombardía y el Milanesado para
el emperador. Y ganó en los frentes de Ale-
mania y Francia las batallas de Hóchstadt, de
Malplaquet y de Oudenarde, entre otras.
También fue hábil negociador en los tratados
de paz de Rastadt.
252/339

Y finalmente, Marlborough, el tercer


hombre del mando de la liga, era uno de los
militares de mayor reputación. Hijo de Win-
ston Churchill, ardiente partidario de los Es-
tuardos, protegido del futuro Jacobo II, era
el amante de su hermana Arabella. Inició su
aprendizaje con Turena y, al llegar al trono,
el rey le colmó de honores. Pero al triunfar
Guillermo de Orange, se pasó al bando del
vencedor, que le hizo conde de Marlborough
y, más tarde, duque.
Era un hombre corpulento y de gran ar-
rogancia física. Le llamaban el «guapo
inglés» y también «el demonio británico».
Tenía apoyos formidables en la corte y en el
Parlamento y manejaba mucho dinero, gra-
cias a su predicamento con los banqueros de
la City. Audaz y valeroso, no perdía nunca la
calma en los combates más difíciles. Este tri-
unvirato llevó la dirección de la feroz y lar-
guísima guerra, en los escenarios europeos
253/339

de Flandes y la frontera francesa, y en las


batallas por el dominio de la Italia del Norte.
Francia había sufrido mucho, en pérdida
de hombres y de riquezas, durante las guer-
ras de la liga; Turenne y Condé habían
muerto ya. También en este bando existía un
triunvirato militar importante: el duque de
Vendóme, el duque de Berwick y el mariscal
de Villars.
Vendóme —Luis José de Borbón— era
bisnieto de Enrique IV y ejerció sus primeros
mandos en las guerras de la liga con notable
éxito. En la guerra de Sucesión mandó,
primero en Italia, con varia fortuna y más
tarde en la frontera del norte de Francia,
donde fracasó en Oudenarde. Luis XIV lo en-
vió a España para ayudar a Felipe V, que
pasaba entonces sus peores momentos. Gra-
cias a su pericia y valentía rescató la capital
para Felipe V y derrotó en dos jornadas deci-
sivas —Brihuega y Villaviciosa de Tajuña— al
ejército austro-británico, en 1710, poniendo,
254/339

de hecho, final victorioso a la guerra en la


península. Murió en Vinaroz. Felipe V lo
mandó enterrar en el panteón de El Escorial
como príncipe de la sangre.
Berwick era otro de los generales
ilustres de los ejércitos británicos. Hijo ilegí-
timo de Jacobo II y de Arabella Churchill,
cuñado de Marlborough. Por razones per-
sonales se ofreció a Luis XIV, quien lo envió
a España, logrando la gran victoria de Al-
mansa, que dio entrada a Felipe V en Mad-
rid, y conquistó también Barcelona en 1714,
último reducto de los partidarios del
archiduque Carlos.
El mariscal de Villars, en fin, se destacó
por su valentía en los combates y su serenid-
ad ante los contratiempos. Fue criticado por
la dureza de las represiones y saqueos que
ordenaría en las ciudades ocupadas de
Europa. Cuando todo parecía adverso en el
campo de Luis XIV, obtuvo la rotunda e ines-
perada victoria de Denain sobre el príncipe
255/339

Eugenio, en 1712, lo que permitió a Luis XIV


que no fuera invadida Francia y negociar la
paz en mucho mejores condiciones que las
que temía.
Tales fueron las figuras claves del ta-
blero militar. Diremos ahora algunas palab-
ras sobre las tensas y difíciles relaciones
entre el Rey Sol y Felipe V durante el con-
flicto, lo que llevó a los dos monarcas a situa-
ciones inverosímiles y de gran tirantez, que
estuvieron a punto de hacer fracasar el to-
davía breve reinado de Felipe de Anjou en
España.
La guerra en la península fue desastrosa
desde sus comienzos para la causa del nieto
de Luis XIV. Los asesores de Felipe V, el
francés Louville, la princesa de los Ursinos y
los sucesivos embajadores del Rey Sol, no
supieron ponerse de acuerdo y el rey se en-
contró casi sin ejército y sin generales de
prestigio para hacer frente a las tropas del
archiduque. Su abuelo le mandó, en 1705,
256/339

doce mil hombres al mando del duque de


Berwick y ordenó a la flota de Tolón que
apoyase por mar las operaciones. No pudo
impedir que la flota inglesa tomara Gibraltar
al asalto y que el archiduque ocupara Bar-
celona y Cataluña se levantara en armas a su
favor. Valencia y Murcia siguieron su ejem-
plo y a fines de ese año de 1705 media
España se hallaba en manos del pretendiente
austríaco.
Luis XIV, sin recursos financieros y es-
caso de tropas para hacer frente a tantos en-
emigos, decidió iniciar negociaciones
secretas con Holanda para explorar un arre-
glo pacífico. Se volvió a estudiar un reparto
de territorios en Europa entera. Pero ese diá-
logo fracasó. En vista de ello, se reanudó con
ímpetu la guerra en 1706. Villeroy, un gener-
al con muchos años, fue literalmente arrol-
lado por Marlborough en Ramillies, dejando
abierto un portillo para una eventual in-
vasión de Francia. La corte de Versalles
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quedó muda de estupor. Luis XIV recibió al


mariscal derrotado y le dijo —según la ley-
enda—: «A nuestra edad no se puede ser
feliz.» Saint-Simon escribe que «había pas-
ado la época en que las frases, el aire de
soberbia y las sacudidas de la peluca ocu-
paban el lugar del razonamiento».
En las calles de París se cantaban can-
ciones derrotistas. Bélgica entera se perdió y
proclamó al archiduque como su rey. En
Madrid Felipe V hubo de abandonar la capit-
al y en junio de 1706 las tropas del
archiduque ocuparon la Villa y Corte pro-
clamando a «Carlos III» como rey de
España. Pero el pueblo recibió a los «austría-
cos» con frialdad, y en Castilla, los soldados
del pretendiente eran atacados por guerrillas
populares al grito de «¡Viva Felipe V!». En
agosto, Madrid fue evacuado por los anglo-
germanos. A pesar de ello, Luis XIV seguía
buscando el camino de la negociación
258/339

pacífica a base del reparto de los territorios


de la Corona de España.
1707 fue un año favorable a las armas de
Felipe V gracias a la victoria de Berwick en
Almansa, lo que le permitió rescatar las pro-
vincias mediterráneas y poner sitio a Bar-
celona, último baluarte del archiduque en
España. Sin embargo, Nápoles y Sicilia fuer-
on ganadas por los austríacos y la invasión
de Francia detenida en las fronteras. La
caída de Lille en manos de Marlborough
resonó, en cambio, como una campanada de
aviso del peligro mortal en que se hallaba el
reino francés. Las críticas ya no eran sólo
hacia los duques de Orleans y de Borgoña,
encargados de la defensa de la ciudad, sino
que iban contra la persona del rey, a quien se
hacía responsable de todos los reveses.
Saint-Simon escribe: «... la ceguera en las
decisiones, el orgullo de querer hacerlo todo,
los celos hacia ministros y generales para no
compartir la gloria de los éxitos son un
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sistema deplorable de gobernar que nos lleva


al desastre...».
En 1709, la negociación de paz se
reanudó a través de los holandeses. Éstos
presentaron sus exigencias, que eran implac-
ables, como de vencedores de la contienda.
En ellas figuraba, en primer término, la des-
posesión de Felipe V de su corona de España.
«Nunca aceptaremos, los aliados de la
coalición, que Felipe V sea rey de España, ni
que se le dé compensación alguna de otro
territorio.»
La situación de Francia era tan deses-
perada que Luis XIV no rechazó del todo esa
propuesta y decidió estudiarla. El frío y las
cosechas perdidas de ese mismo año crearon
en Francia una situación de verdadera
gravedad. Luis XIV envió a sus ministros
Torcy y Rouillé a entrevistarse con el prín-
cipe Eugenio y Marlborough en La Haya. El
Memorándum de los aliados contenía cuar-
enta puntos y fue analizado por Luis XIV y
260/339

sus consejeros íntimos en Versalles. Entre


sus cláusulas había una que obligaría a Luis
XIV a desposeer a su nieto Felipe V de la
Corona de España, incluso por la vía de la
presión militar, es decir, de la guerra de
Francia contra su nieto, el rey de España.
Luis XIV estuvo a punto de convocar los
Estados Generales para darles cuenta de la
situación. Pero no se atrevió, finalmente, a ll-
evarlo a cabo. Los detalles de la exigencia ali-
ada, sin embargo, trascendieron y causaron
escándalo e indignación en toda Francia, que
reaccionó en favor del rey.
Mientras tanto se había reñido la batalla
de Malplaquet, en la que tomaron parte
Marlborough y el príncipe Eugenio de una
parte y Boufflers —un mariscal francés viejo
y heroico— y Villars de la otra. Triunfaron
los aliados, pero la resistencia francesa,
durísima, les costó veintitrés mil bajas, de-
mostrándoles además que las tropas de Luis
XIV se hallaban bien de moral.
261/339

En marzo de 1710, las conversaciones se


iniciaron de nuevo. El rey envió a formar
parte en los diálogos a «un mariscal tacit-
urno, Huxelles, y un futuro cardenal, el abate
Polignac, un espíritu brillante y elocuente»,
según escribió Voltaire. En Gertruidenburg,
una pequeña fortaleza de los Países Bajos,
tuvo lugar la reunión. Los holandeses exigi-
eron la renuncia de Felipe V al trono de
Madrid, incluso obligándole por la fuerza.
Los franceses tomaron nota de la sugestión,
pero sin comprometerse. Alguien sugirió que
los aliados podrían financiar las operaciones
destinadas a obligar al rey de España a aban-
donar su trono. Luis XIV ordenó aceptar la
propuesta, pero sin comprometerse del todo.
La guerra iba a continuar. Luis XIV declaró a
su Consejo que «prefería continuar haciendo
la guerra a sus enemigos que a sus
descendientes».
Sin embargo, en ese año de 1710, en que
parecía inevitable la victoria de los coligados,
262/339

se produjeron situaciones inesperadas, fa-


vorables al interés de Luis XIV. En la
frontera norte de Francia y en los Alpes, la
guerra se hizo estacionaria. Y fue precis-
amente en los campos de batalla de la penín-
sula Ibérica donde se produjo el revirement
total de la angustiosa situación. Felipe V se
encontraba abandonado a sus propias
fuerzas. El archiduque recibió refuerzos con-
siderables de su hermano el emperador José
en Cataluña. Los generales Starhemberg,
austríaco, y Stanhope, inglés, lanzaron la que
pensaban ofensiva final contra Felipe V. Éste
fue derrotado junto a Lérida y más tarde en
Aragón. Felipe V no pudo quedarse en un
Madrid indefenso y trasladó la corte y el
mando militar a Valladolid. En setiembre de
1710 el archiduque volvió a Madrid, como
rey. Pero el pueblo español manifestó de
nuevo su violento rechazo.
Los soldados de la coalición austro-
inglesa eran perseguidos y asesinados por
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grupos de guerrilleros organizados de modo


espontáneo, sobre todo en Castilla. Felipe V,
desde Valladolid, autorizó una leva de volun-
tarios, a la que acudieron miles de españoles.
Luis XIV, para congraciarse con su nieto, que
había sabido de las negociaciones de Holan-
da, le envió al duque de Vendóme y a un con-
tingente importante de soldados franceses.
El archiduque Carlos, denominado Carlos
III, se situó en el Tajo para taponar las
fronteras de Portugal cuando recibió noticia
de que tropas francesas del Rosellón entra-
ban en Cataluña por la frontera. Se dirigió a
Barcelona con su hueste ligera por una ruta
difícil sembrada de emboscadas y paisanos
armados hostiles. El grueso del ejército
anglo-germano con sus generales marchó
más lentamente, en la misma dirección.
Vendóme, que había preparado su ejército,
formado por españoles y franceses en su casi
totalidad, siguió los pasos de las columnas
enemigas. Starhemberg iba en vanguardia y
264/339

Stanhope en retaguardia. Un ejército español


mandado por Valdecañas realizó un hábil
ejercicio táctico en Torija, mientras Stan-
hope se quedó en Brihuega. Vendóme dirigió
el asalto a la ciudad, que duró varias horas y
en la que hizo cinco mil prisioneros, incluido
el general Stanhope.
Al día siguiente, Vendóme atacó al otro
cuerpo de ejército, que mandaba Starhem-
berg, en Villaviciosa de Torija y le causó
cerca de siete mil bajas. El general austríaco
se retiró hacia Barcelona, donde sólo le
quedaban al llegar cinco mil soldados super-
vivientes. Esta fulminante campaña decidió,
con los hechos, que la «desposesión» de
Felipe V no era un empeño fácil, ni que se
pudiera decidir en unas conversaciones
secretas en Holanda. La opinión del pueblo
español era rotunda en favor de Felipe V.
La reina Ana adivinó que la opinión
pública británica estaba también dividida en
cuanto a proseguir la sangrienta y estéril
265/339

guerra. La City se quejaba de los gastos cuan-


tiosos del conflicto y las elecciones dieron la
mayoría al partido tory.
Como siempre ocurre, los acontecimien-
tos imprevistos dieron un giro definitivo al
conflicto en dirección a la paz negociada. En
abril de 1711, el emperador José de Austria
falleció a los treinta y tres años de edad. Su
heredero universal era su hermano el
archiduque Carlos, que se había hecho pro-
clamar en Madrid como rey de España. Las
Coronas de España y de Austria recaían,
pues, en la misma persona, como en tiempos
de Carlos V. Ni Inglaterra ni Holanda podían
aceptar cosa semejante. La coalición se veía
obligada a entablar de nuevo conversaciones
de paz con el rey de Versalles. Luis XIV, gran
experto en engaños y maniobras secretas,
inició esta vez el diálogo en Londres, en
agosto de 1711. Inglaterra quería entenderse
a solas, con Francia, en un protocolo secreto
y dejar luego al Rey Sol que lidiase sus
266/339

problemas con el imperio y los príncipes ale-


manes e italianos.
El primer texto, que se llamó «embrión
preliminar del Tratado de Utrecht», se firmó
en Londres en octubre de ese año. Luis XIV
reconocía a la reina Ana y a la dinastía prot-
estante; le ofrecía ventajas comerciales; le
cedía la isla de San Cristóbal, en las Antillas;
le garantizaba que Gibraltar y Mahón
quedaran en su poder y le apoyaría para ob-
tener la concesión de un acuerdo «de asi-
ento» de la trata de negros de África, en to-
dos los puertos y plazas de la América es-
pañola; es decir, el negocio de la venta de los
esclavos.
El ritmo de la guerra menguó notable-
mente. Todos se hallaban al corriente del
clima negociador que existía por doquier.
Cada beligerante pensaba en obtener alguna
ventaja del acuerdo final. Por fin, el 12 de
enero de 1712 se abrieron las sesiones del
Congreso de la paz de Utrecht. Todos los
267/339

plenipotenciarios fueron admitidos, menos


los de España y de Felipe V. Las discrepan-
cias fueron grandes y el congreso aplazó las
sesiones. Pero Inglaterra y Francia llegaron a
un acuerdo provisional y firmaron un
armisticio de cuatro meses, a cambio de que
Felipe V renunciara sin condiciones a ser
heredero de la Corona de Francia. La batalla
de Denain, ganada por Villars y el ejército
francés, dio nuevas alas a Luis XIV y retrasó
los acuerdos para la paz general.
Francia firmó la paz de Utrecht en trata-
dos diversos con Inglaterra, Holanda, Por-
tugal, Prusia y Saboya. El emperador se negó
a firmar. Él y Felipe V habían quedado al
margen de las negociaciones. Felipe V estaba
profundamente dolido al saber que Luis XIV
entregaba a los países rivales trozos import-
antes del patrimonio español. Pero como
Barcelona no había sido aún rescatada, sino
que se hallaba todavía sitiada por la tropa
francesa, hubo de admitir la componenda
268/339

general. Felipe V firmó la paz con Inglaterra


en julio de 1713, cediendo Gibraltar y Men-
orca. Cedió Sicilia al duque de Saboya. Y
firmó la paz con Holanda y Portugal.
En noviembre, Carlos VI se resignó a
pedir la paz. En Rastadt se reunieron el prín-
cipe Eugenio y el mariscal de Villars. Hubo
un grave forcejeo y el emperador no quería a
ningún precio abandonar su título de «rey de
España». Villars amenazó al príncipe dip-
lomático con romper el armisticio. Por fin,
en marzo de 1714 se firmó la paz. Y los Esta-
dos generales de Holanda obtuvieron
grandes ventajas territoriales y políticas de
su nuevo soberano limítrofe, el emperador
de Viena.
Todavía se luchaba en Cataluña, y Bar-
celona resistiría a Berwick y a la flota franco
española hasta setiembre de 1714. En 1715,
Felipe V ocupó las Baleares y la guerra de
Sucesión llegó a su fin.
CAPÍTULO XIV

LOS ÚLTIMOS AÑOS

Desaparecidos los grandes ministros del


reinado —Colbert, Louvois, Barbezieux—, el
rey tomó sobre sí la responsabilidad directa
de los, asuntos del Estado. Creyó que, ha-
biendo despachado durante tantos años con
los ministros, podía con éxito convertirse en
su propio primer ministro. Los hechos de-
mostraron lo erróneo de su razonamiento. El
absolutismo total de sus quince últimos años
de reinado condujo a notables desastres
políticos exteriores e interiores. Trabajaba
más horas que nunca en su despacho de
Versalles. Cuatro horas por la mañana y
otras cuatro o cinco por la tarde. Suprimió
270/339

las comidas nocturnas del apartamento y, en


ocasiones, la tertulia familiar del fin de jor-
nada. Cuando había campañas de guerra es
decir, casi siempre despachaba correos a los
mandos militares con instrucciones minucio-
sas y recibía los partes de campaña cotidi-
anos, los despachos de los embajadores, las
cartas de familiares, entre ellas las muy fre-
cuentes de Felipe V, desde España. Y tres
veces a la semana recibía, en audiencia, a ar-
zobispos, comisiones de provincias y person-
alidades, a los que dirigía breves palabras,
siempre bien medidas, en un francés im-
pecable que causaba gran impresión. Los
cortesanos y la real familia se llenaban de ad-
miración ante tanta dedicación.
La Bruyére, en su lenguaje adulador, es-
cribía que cuando las luces de Versalles se
apagaban, continuaba encendida una de las
ventanas del inmenso palacio, «donde el es-
píritu tutelar de Francia velaba sobre todos
nosotros y protegía al Estado». El rey de las
271/339

escandalosas aventuras sexuales se había


refugiado para siempre en la maternal envol-
tura de madame de Maintenon. No era reina
de Francia, pero reinaba de hecho en
Versalles y en el ánimo del rey. Se vestía con
elegancia discreta y no trataba de imponerse
o disputar un puesto protocolario a las dam-
as tituladas o a las princesas de la corte. Se
comentó mucho, cuando en una gran parada
militar de los ejércitos, después de la paz de
Ryswick, el rey, que presidía el acto, hizo que
se hallara en una silla de manos junto a él, y
de vez en cuando se acercaba a la ventanilla
para explicarle en detalle las características
de cada regimiento.
En su salón privado de Versalles, la mar-
quesa ocupaba un sillón preferente. El en-
jambre de los cortesanos le rendía homenaje.
Y asistía a ciertos despachos con ministros y
generales, sentada junto al rey. De vez en
cuando desaparecía para buscar su refugio
preferido: el colegio de Saint-Cyr, cercano a
272/339

París, fundación para educar mujeres


jóvenes de la nobleza carentes de medios de
fortuna. Fue su obra favorita, a la que el rey
también protegía generosamente. La
Maintenon tenía siempre a flor de piel su an-
tigua afición educativa y catequística. Sus en-
emigos decían que hablaba en el tono y con
vocabulario de institutriz. Era sumamente
piadosa y recibía las visitas, frecuentísimas,
de su director espiritual. Ello le hizo cometer
torpezas considerables, tomando partido en
las luchas interiores de la Iglesia católica
francesa, no siempre con acierto, pues
carecía de buen juicio en los graves asuntos
políticos.
Su jornada era dura: empezaba a las si-
ete de la mañana y, a medida que avanzaba
en años —tenía los ochenta bien cumplidos—
se cansaba de esperar al rey para la tertulia
última de la noche, frente a la chimenea. Era
frugal en la comida y despachaba un plato
único y algo de fruta en pocos minutos. La
273/339

desvestían sus doncellas y se metía en el


lecho conyugal. Cuando llegaba el rey, ella
misma corría las cortinas de la cámara regia.
¿Qué clase de influjo, seducción, arte o
ciencia poseía esta —aparentemente— me-
diocre y vulgar mujer, de extracción mod-
estísima, de religiosidad profunda, para con-
vertir a un irresistible y prolífico amador
universal, en marido ejemplar? El misterio
Maintenon no ha sido nunca desvelado. Ella
se quejaba a sus confesores de las exigencias
conyugales, que eran por lo visto cotidianas e
implacables y le producían agobio y rechazo.
A lo que los clérigos le replicaban que ofre-
ciese a Dios las incomodidades del débito so-
licitado, puesto que de esa manera, el apetito
de su marido —ya que estaban casados— se
satisfacía dentro de un espacio legítimo sin
causar pecado. La Maintenon se proponía
ofrecer al cielo su éxtasis pasivo de cada
noche pasada con el Rey Sol.
274/339

¿Era sincera en su fe, en su devoción, en


su beatería ostensible? ¿O se trataba de una
conveniencia obligada, de un matiz público
que compensaba el sorprendente éxito de su
ascenso social y político a la cumbre del
Estado? Hay opiniones diversas en los textos
de la época. Saint-Simon, agudo y perverso,
decía que su pasado de mujer atractiva y pic-
ante se había recubierto con el barniz de la
importancia social y de la devoción que se
convirtió en su cualidad primordial, siendo
necesaria para poder intervenir y manejar la
cosa pública.
El hermano de la Maintenon, el conde
d'Aubigné, libertino y juerguista que se hacía
llamar «cuñado del rey», la visitaba con fre-
cuencia y escuchaba sus quejas y sus es-
crúpulos monjiles con humor y paciencia.
«Hay veces —le dijo la Maintenon— que me
gustaría morir.» El conde le replicó: «¿Pien-
sas casarte con el Padre Eterno?»
275/339

El delfín, heredero del trono, era un bon


vivant, tragón, bebedor, cazador y dormilón,
«sumido siempre en su gordura y su torpeza
de expresión», decía Saint-Simon. Quiso su
padre darle mando militar, pero no servía
para ese oficio. No le gustaba tampoco des-
pachar con los ministros. Enviudó de María
Ana de Baviera y, después de muchas aven-
turas femeninas, se lió con una dama de hon-
or de la princesa de Conti, mademoiselle
Chouin. El cronista la describió así: «Es una
joven gorda, fea, ordinaria y maloliente, pero
audaz y violenta.» Mademoiselle Chouin no
iba mucho a Versalles porque odiaba a su
suegra, la Maintenon. En el revoltijo de los
descendientes bastardos que pululaban en
Versalles, la llamada mademoiselle Chouin
manejaba enteramente al delfín, que carecía
de todo prestigio en la corte y en el país.
Un día del carnaval de 1711, moría de
viruelas, en Meudon, el oscuro y tétrico per-
sonaje. Luis XIV se declaró muy satisfecho
276/339

de saber, a través del confesor, que la con-


ciencia, de Monseigneur se hallaba «en per-
fecto estado» para el supremo tránsito. Se
plantearon los problemas de protocolo y títu-
los. El hijo del delfín, hasta entonces duque
de Borgoña, pasaba a ser heredero del trono
y a denominarse «delfín» en lo sucesivo. La
«delfina» sería María Adelaida de Saboya, su
mujer, personaje alegre, infantil, lleno de
simpatía vital, capaz de hacer reír a la corte
entera con sus invenciones, sus juegos, sus
bailes y sus carantoñas a los más viejos. Luis
XIV y la Maintenon adoraban a esta
jovencísima princesa destinada a ser reina de
Francia el día de mañana.
El nuevo delfín, anteriormente duque de
Borgoña, era en cambio un ser recon-
centrado y extraño. De andares poco airosos,
una leve cojera y cierta tendencia a la
gibosidad de la espalda, estudiaba ciencias y
filosofía.
277/339

Era un joven piadoso. Tenía un ánimo


severo y violento. Amaba frenéticamente a su
princesa Adelaida. Era impopular por el aire
huraño de su carácter, y muchos cortesanos
comentaban el contraste de la joven pareja y
se preguntaban sobre la capacidad del nuevo
delfín en dirigir la inmensa y difícil nave del
Estado francés. La delfina dio a luz a tres hi-
jos, los que llamó con el mismo nombre de
su abuelo Luis. El primero falleció muy
pronto. El segundo, duque de Bretaña, era el
presunto heredero del trono.
Sus padres, los delfines, murieron ful-
minantemente de una escarlatina infecciosa
en el curso de una semana de febrero de
1712. Fue una de las pocas veces que se vio
llorar en público al Rey Sol. La epidemia
continuó llevándose por delante la descend-
encia del monarca, y en marzo fallecía el ter-
cer delfín, niño de pocos años que llevaba
también el título de duque de Bretaña.
278/339

Pasó a ser el cuarto delfín un niño, lla-


mado también Luis, que con los años rein-
aría en Francia como Luis XV. Sin embargo
tenía muy poca salud y la gente le auguraba
una escasa supervivencia. Ante esa per-
spectiva de que la línea mayor se extinguiera,
empezaron las intrigas de todo género con
miras a ese probable sucesor.
Por de pronto comenzaron los rumores
de que tantas muertes seguidas no eran debi-
das a enfermedad, sino a una siniestra con-
jura en la que el veneno sería protagonista.
Los envenenamientos habían sido centro de
un gran escándalo en París años antes, y ello
salpicó de lleno a la entonces favorita del rey,
la marquesa de Montespan, que fue objeto
de investigación y sospecha en el tenebroso
affaire. En esta ocasión el rumor buscó un
culpable y lo situó en el regente, Felipe de
Orleáns, sobrino de Luis XIV, hombre de
mala reputación, ateo manifiesto, famoso
por sus escándalos y que, enviado a España,
279/339

en la guerra de Sucesión, se propuso trai-


cionar a Felipe V. El rumor aseguraba que en
el palacio real de París, donde residía, había
un gabinete o laboratorio secreto dirigido
por un extranjero que fabricaba filtros amor-
osos y pócimas mortales de efectos inmedia-
tos. El regente se había casado con ma-
demoiselle de Blois, Francoise de Borbon,
hija ilegítima de la Montespan y de Luis XIV,
a la que por su capacidad de intriga y las
opiniones nada convencionales se la conocía
por «Madame Lucifer». El duque de Berry,
hijo del delfín, nieto del rey, era un buen
partido, por ser posible sucesor de la Corona.
Madame Lucifer trató por todos los medios
—y consiguió— casarla con su hija María
Luisa. Era ésta una mujer bellísima y se rev-
eló como una joven descocada, bebedora,
capaz de mantener amores con los lacayos
del servicio y finalmente tratando de enam-
orar a su propio padre, el regente. El incesto
fue la última novedad en los usos sexuales de
280/339

la corte de aquel reinado. Pero en mayo de


1714 había de ocurrir el último de esos
fallecimientos inesperados que azotaban a la
dinastía. El duque de Berry se sintió indis-
puesto en una reunión familiar de Versalles,
y en pocas horas murió allí mismo, en medio
de la consternación general. Ya no quedaban
como herederos del trono más que Felipe V,
impedido de serlo por sus obligadas renun-
cias a la Corona francesa, y el niño de cuatro
años y de endeble constitución, Louis, bisni-
eto de Luis XIV.
La consternación se apoderó del ánimo
del rey, quien fingió una serenidad aparente
ante aquella cadena de duelos en la familia.
El confesor le hacía reflexiones sobre esos
terribles y seguidos golpes que recibía de la
Providencia, asegurándole que estos sufrimi-
entos se los enviaba Dios para evitar los cas-
tigos del purgatorio a sus pecados anteriores.
Y Fénelon, el célebre arzobispo de Cambrai,
águila resplandeciente de la oratoria
281/339

sagrada, polemista notable, rival de Bossuet,


inspirador de un monarquismo conservador,
crítico de los malos usos de palacio y pre-
ceptor del fallecido duque de Borgoña, ín-
timo de Saint-Simon, alertaba sobre el pelig-
ro que se cernía sobre Francia si el duque de
Orleáns se convirtiese en regente del reino,
llevando a ese puesto decisivo el escándalo
de su vida sexual incestuosa y su conocido
ateísmo, sugiriendo que, de ser ciertas las
maquinaciones criminales que se le
suponían, nada le había de impedir que en-
venenara también al niño que era el here-
dero legítimo del trono.
Lo cierto es que el rey, convencido de
que la situación era grave y podía llegar a
plantear después de su muerte una etapa de
confusión dinástica capaz de sumir al país en
una sangrienta guerra civil, decidió, después
de largas reflexiones y seguramente también
de sus conversaciones con la Maintenon, or-
denar por un edicto de julio de 1714, que los
282/339

hijos del duque de Maine —hijo suyo y de la


Montespan— fueran también legitimados y
admitidos como eventuales herederos de la
Corona de Francia. Era un documento escan-
daloso que subvertía todas las leyes antiguas
de la monarquía francesa, confirmando que
en Francia no había más ley que la voluntad
del monarca absoluto. Pero el Parlamento,
que recibió el edicto, no hizo la menor obser-
vación sobre él y lo registró sin dificultad.
Hubo un momento en que Luis XIV vaciló,
consciente de que la eventual regencia de Or-
leáns, su sobrino, podía acarrear grandes
convulsiones a la monarquía futura. En-
tonces pensó en convocar los Estados gen-
erales para elegir, en vida suya, otro regente
para después de su muerte, con la esperanza
de que lo hicieran en la persona del duque de
Maine, su hijo bastardo, legitimado. Pero
después de pensarlo bien, desistió del
proyecto, por recelo hacia aquel cuerpo con-
stituido al que no había nunca convocado,
283/339

deliberadamente, para demostrar así que la


monarquía era, en su opinión, el Estado, y
que los cuerpos constitutivos de opinión eran
piezas superfluas que no debían ser tenidas
en cuenta.
Entonces decidió elegir otro camino, el
testamentario. El 2 de agosto de 1714 redactó
un largo documento con su última voluntad,
que entregó al presidente del Parlamento
para ser abierto después de su muerte. El
Parlamento lo selló y depositó en un nicho,
tallado en una de las columnas del viejo pala-
cio parisino, que era su sede oficial. Este
testamento instituía un consejo de regencia
de catorce personas. Entre ellas figuraban
sus dos hijos legitimados, el duque de Maine
y el conde de Toulouse. El consejo de regen-
cia decidiría todos sus acuerdos por el voto
mayoritario de sus componentes. El duque
de Orleáns tan sólo ejercería la regencia
nominalmente. El duque de Maine asumiría
284/339

la guarda y educación del rey y la Casa Real


quedaba bajo su mando.
Era un verdadero desafío al regente Or-
leáns. Con este consejo formado por gentes
incondicionales, el riesgo de que el so-
spechoso y mal reputado sobrino suyo lleg-
ara con malas artes a ocupar el trono parecía
eliminado. Luis XIV, sin embargo, no las
tenía todas consigo, recordando que, siendo
niño, su padre, Luis XIII, también había en-
viado un testamento que modificaba los
poderes de la regencia al Parlamento y que
fue anulado por la institución representativa.
Un Parlamento, como el de su tiempo, que
no había sido tenido en cuenta durante todo
el reinado, podía acaso buscar la revancha de
su larga humillación anulando el documento,
como así había de ocurrir.
CAPÍTULO XV

LA MUERTE DEL REY SOL

El rey declinaba de forma visible en el


verano de 1715. Se le veía ojeroso, pálido, ad-
elgazando rápidamente, y arrastrando los
pies con una leve cojera. Los médicos le
aconsejaron reposo y una dieta moderada,
con purgantes y sangrías que entonces es-
taban de moda en la terapéutica más
avanzada.
Siempre había sido glotón y aficionado a
los condimentos más indigestos. La noticia
del estado ruinoso de su salud corrió como la
pólvora por París y alcanzó, a través de los
despachos de los embajadores, a las capitales
de Europa. En Londres se tomaban apuestas
286/339

en la City sobre la fecha eventual de su


muerte. El embajador de Felipe V, Cel-
lamare, tenía instrucciones precisas de vigil-
ar al duque de Orleáns e impedir sus manio-
bras, como regente que iba a ser del reino, en
caso de fallecimiento. Madame de Mainten-
on vigilaba a su vez los movimientos de las
distintas facciones políticas que se disponían
a disputarse el poder en cuanto el rey
desapareciese.
Luis XIV, consciente del ambiente que
se estaba formando, trataba de mantenerse
en la normalidad de sus habituales jornadas.
Salía en una carretela a recorrer el bosque;
recibía una o dos visitas; escuchaba las
músicas de los regimientos; otorgaba audi-
encias; en alguna de ellas, se volvía colérico
si se le llevaba la contraria, y organizó, en los
jardines, una gran desfile de la guardia real,
que presidió, teniendo a su derecha al delfín,
de pocos años, y a su izquierda al duque de
Orleáns, con el que departió amablemente.
287/339

Los cortesanos, conscientes de la tragi-


comedia que representaba cotidianamente
aquel hombre moribundo, quisieron darle
una última oportunidad teatral que fuera
placentera y brillante. Había llegado a París,
desde la lejana Persia, un agente del sophi, o
sha, para negociar un convenio comercial
con el gobierno. Pontchartrain se reunió con
madame de Maintenon y sugirió que se in-
ventara la farsa de anunciar que había lleg-
ado un embajador extraordinario de aquel
reino y que era preciso recibirle con todos los
honores, dignos del fabuloso monarca ori-
ental que representaba. La falsa presentación
de credenciales tuvo lugar en la Galería de
los Espejos, y Luis XIV, consumado actor, se
encargó un terno negro y oro, revestido de
diamantes de su suntuosa colección y
aguantó toda la ceremonia, de pie, en medio
de las personalidades de la corte y ameniz-
ado con las músicas militares protocolarias.
288/339

Fue la última escena pública del gran actor


que era el monarca.
En su espléndida biografía, Philippe Er-
langer describe con detalle la secuela de esos
últimos días, a la que titula Los adioses de un
gran artista. Y, en efecto, Luis XIV lo fue
hasta el último minuto de su vida. Talleyrand
definió a los hombres públicos como
«hombres de teatro», es decir, conscientes
de representar un papel ante un escenario. El
monarca se preparó minuciosamente a
clausurar la enorme y dilatada tragicomedia
de su vida con un último acto que rebosara
tranquilidad, grandeza de espíritu, ánimo
templado y conformidad con la Providencia.
Saint-Simon añadió en sus descripciones
precisas de estas horas finales un ingrediente
de humor y poesía que le dan al acto un re-
lieve singular.
El rey era valeroso de temperamento y
sereno ante lo inevitable. Tenía el convenci-
miento de que su misión era conocida y
289/339

bendecida por Dios y de que el rey de Fran-


cia tenía, entre otras cosas, la obligación de
proteger y dirigir la Iglesia de su país. Así,
por ejemplo, persiguió con saña a los prot-
estantes, a los jansenistas, a los quietistas, al
arzobispo de París, Noailles, y a los seguid-
ores puritanos de Fénelon. Creía no haber
hecho lo suficiente en este delicado terreno y
que el Eterno le pediría cuentas rigurosas de
ello por ser un asunto de responsabilidad de
la Corona.
También le agobiaban los rumores que
circulaban sin cesar en Versalles sobre las
maniobras de su sobrino el duque de Or-
leans, cuya futura e inminente regencia daba
lugar a especulaciones sin fin. Se incitaba al
rey a tomar nuevas medidas a fin de evitar
que diese un golpe de Estado, inmediata-
mente después de su muerte. Pero el rey
prodigaba públicamente sus atenciones al
temido y odiado pariente con objeto de no
290/339

crear incidentes prematuros en la expectante


corte.
Los médicos celebraron, de nuevo, una
consulta, presididos por Fagon, médico may-
or de la Casa Real. Esta vez se le recetaron
cuarenta higos y tres vasos de agua helada a
continuación. Los doctores le recetaron tam-
bién quinquina, vino aromático y un baño
con leche de burra. Unas manchas en la pan-
torrilla revelaron la presencia de la temida
gangrena senil, síntoma definitivo de la cer-
canía de la muerte.
Las prácticas religiosas no se hicieron
esperar. El 25 de agosto, día de su santo, el
rey ordenó que se celebrara con el ritual de
costumbre, desfile, concierto de músicas mil-
itares y comida real en presencia de los
cortesanos. Por la noche se reunió con ma-
dame de Maintenon y su confesor y redactó
un codicilo secreto en virtud del cual confer-
ía el mando de la casa civil y militar del
delfín heredero al duque de Maine y, en su
291/339

defecto, al mariscal Villeroy, hombre de es-


caso relieve en el ambiente de la milicia, pero
favorito del rey. En virtud de este último
texto del anciano monarca, el regente se ver-
ía abocado a no tener ninguna influencia ver-
dadera sobre los puestos claves del futuro re-
inado de Luis XV.
Muchos historiadores se preguntan si el
viejo y enfermo soberano no estaba, en su
fuero interno, convencido de que Orleáns
buscaría por todos los medios de lograr la
nulidad de ese documento, como lo haría con
el testamento, guardado en el nicho del pala-
cio del Parlamento.
Después de la agotadora jornada del San
Luis, el rey tuvo un síncope. Pidió recibir los
sacramentos y previamente hacer una con-
fesión general. Mademoiselle de Aumale,
testigo y cronista del acontecimiento, nos
cuenta que la Maintenon le ayudó a hacer el
examen de conciencia, «recordándole
292/339

numerosos pequeños pecados que había


olvidado».
Decidió recibir al duque de Orleáns, su
sobrino y yerno. Sus palabras fueron afectuo-
sas y han sido recogidas con fidelidad por
varios testigos presenciales. «No encontréis
nada molesto ni negativo para vos en mi test-
amento. Me habéis servido bien y espero que
también lo hagáis con mi bisnieto, el niño
rey. A él os confío su protección y educación.
Y si un día viniese él a faltar, sin descenden-
cia, a vos corresponde, en primer lugar, la
herencia de la Corona, según las leyes del
reino. Yo he procurado dejar las cosas arre-
gladas de la mejor manera, pero si hay algo
que reformar o cambiar que se haga lo que
sea necesario...»
Este increíble texto, lleno de duplicidad
y dejando abierto el camino para anular el
testamento secreto —como así ocurrió en
efecto—, revela hasta qué punto el sentido
del egoísmo dinástico familiar predominaba
293/339

sobre el interés general en el ánimo del Rey


Sol.
La despedida fue digna de un drama de
Corneille: «Estáis ante un rey en la tumba y
otro rey en la cuna. Tened presente el re-
cuerdo del uno y el servicio del otro.» Or-
leáns, en las páginas, le juró proceder con
lealtad hacia el delfín convertido en sober-
ano. La aspiración de Felipe V de convertirse
en tutor del futuro Luis XV quedaba elimin-
ada. El Tratado de Utrecht sería respetado en
uno de sus artículos esenciales.
Todavía quedaba otra visita pendiente:
la de los cardenales de Rohan y Bissy. Se
habló del problema de la bula papal y de la
pasión con la que el rey había tomado
partido en la polémica. (La maledicencia sos-
tenía que el cardenal de Rohan era hijo ilegí-
timo del soberano.) El rey les soltó esta an-
danada: «En esa materia yo no he hecho otra
cosa sino seguir vuestros consejos. Si hice
294/339

algo mal será culpa vuestra y responderéis de


ello ante Dios.»
Entonces comenzó la gran escena final
del genial actor, la de las despedidas. Con
voz sonora, palabra elocuente y serenidad
absoluta empezó por los dignatarios y los
servidores. «Os doy las gracias. Os pido ex-
cusas. Os he pagado poco y mal, pero el mal
estado del tesoro no daba para más. Servid al
rey niño como a mí. Mi sobrino —Orleáns—
va a gobernar el reino. Obedeced sus
órdenes. Siento que me voy a emocionar.
Adiós, señores; acordaos alguna vez de mí.»
La emoción duró poco. Los dignatarios y ser-
vidores se precipitaron hacia los apartamen-
tos del duque de Orleáns a ofrecer sus servi-
cios, pues el rey había sido explícito en decir
que iba a gobernar el reino. Sus primeras
órdenes fueron las de bloquear la llegada a la
corte de Versalles de todo correo procedente
del extranjero. Había sobre todo que impedir
295/339

el que Felipe V reclamara la regencia, cosa


que en efecto quedó descartada.
Los príncipes y princesas de la sangre,
los Berry, Condé, Conti, entraron a continua-
ción. Para todos tuvo palabras de amor y
afecto. Después llamó al pequeño delfín y le
espetó un largo párrafo: «Vas a ser el mayor
rey del mundo. No olvides tus obligaciones
para con Dios. Y no me imites en el gusto
que yo he tenido de emprender guerras. Haz
que el pueblo francés mejore su condición
precaria. Toma por confesor al padre Tellier,
que ha sido el mío.» A continuación besó y
bendijo a su bisnieto.
Más tarde el monarca ordenancista or-
ganizó su propio entierro y funeral: el orden
del cortejo, el número de las carrozas, el
tamaño de las gualdrapas, el acompañami-
ento de músicas y regimientos y su traslado
al panteón de Saint-Denis.
El día siguiente fue el la despedida cony-
ugal. Por orden del rey, madame de
296/339

Maintenon destruyó papeles, abrió carpetas,


quemó en la chimenea los centenares de
cartas y pequeños «billetes» amorosos del
rey a ella y viceversa. Se perdió —escribe Er-
langer— una preciosa y trascendental docu-
mentación que, de ser conocida, podría des-
velar muchos secretos políticos del largo
reinado. Saint-Simon cuenta que «la voz de
institutriz de la Aubigné» cortaba, con sen-
tencias que parecían máximas de un libro de
piedad, las palabras cansadas del
moribundo. «No tengo que restituir a nadie
en particular. En cuanto a lo mucho que de-
bería restituir a mi reino, confío en la miseri-
cordia de Dios.»
«En cuanto a vos, no os he dado siempre
lo que debía, pero os he querido y respetado
siempre.» El rey sollozaba. La antigua
gouvernante se mantenía en silencio. En es-
to se oyó la voz del rey que decía: «¿Y vos?
¿Qué será de vuestro futuro? No tenéis
nada.» La madame contestó: «Ocupaos de
297/339

Dios, no de mí.» En un desesperado esfuerzo


de buscar una protección última, pidió al rey
que dijera una palabra al duque de Orleáns,
su mortal enemigo. Pero ella, con sus
ochenta años, se hallaba también exhausta y
quería huir de aquel escenario en el que el
telón iba a caer de un momento a otro. Pidió
consejo al padre Tellier y en una carroza pro-
tegida por un destacamento marchó a Saint-
Cyr, el orfanato de su predilección, dos días
antes de la muerte del rey.
El moribundo resucitó al día siguiente a
la plena lucidez y reclamó la presencia de la
Maintenon. Fue obligada a volver y a prestar
compañía al monarca. «Os agradezco vuestro
coraje y vuestra paciencia.» La «Sainte Fran-
coise» consultó a su confesor, el padre
Briderey qué debía hacer. El fraile se acercó
al enfermo y volvió diciendo estas palabras
de doble intención: «Ya no le sois ne-
cesaria.» La marquesa de Maintenon volvió a
298/339

Saint-Cyr, donde se encerró en un total mut-


ismo y falleció pocos años después.
Esta mujer de insólita biografía fue en-
terrada en la capilla de Saint-Cyr. En la se-
gunda guerra mundial, Saint-Cyr fue destru-
ido y los restos de la institutriz y amante de
Luis XIV fueron llevados a Versalles y se en-
cuentran hoy día en una sepultura de la ca-
pilla real del palacio.
El Rey Sol se acercaba a su fin. Recibió
la comunión y la extremaunción y entró en la
agonía, rodeado exclusivamente de médicos,
frailes y los mayordomos de servicio. Se reza-
ban en voz alta las preces de los agonizantes.
A ratos, la potente voz del rey resonaba unos
instantes uniéndose al coro: «¡Oh Dios mío!
¡Venid a mi encuentro, Ayudadme en este
trance!» A las ocho y cuarto de la mañana
del 1 de setiembre de 1715 se cernía el ocaso
vital sobre el Rey Sol. La noche anterior, el
duque de Maine celebraba, con una comida
alegre de amigos de uno y otro sexo, su
299/339

inminente entrada en escena y el logro quizá


de sus pretensiones máximas. En otra re-
unión culinaria más severa y siniestra, el
duque de Orleans se preparaba para dar un
golpe de Estado en cuanto se hiciera público
el testamento secreto.
La conducción de los restos del rey di-
funto a Saint-Denis tuvo un signo sorpren-
dente. El entierro de Luis XIII había dado
lugar, años antes, a manifestaciones pop-
ulares de respeto y simpatía unánimes. En
torno al cortejo del Rey Sol se produjo algo
inesperado. El pueblo cubrió de insultos,
burlas, chacotas, bailes y canciones atroces el
féretro del rey. Se producía una especie de
repulsa al monarca absoluto que había
mantenido tantas guerras, que arruinó al te-
soro y que convirtió a Versalles en un escen-
ario desafiante de lujo, placer, diversión y es-
cándalo, en medio de un país de nivel bajo de
vida. Las escenas revelaban un malestar pro-
fundo que llevaba dentro el signo de la
300/339

violencia. Hubo algunos que, setenta y


cuatro años después, en 1789, recordaban
este brote de rechazo póstumo al Rey Sol
como un anticipo de las conmociones revolu-
cionarias que acabaron con la monarquía
absoluta.
CAPÍTULO XVI

UN CRONISTA EXCEPCIONAL

De forma semejante a lo que ocurriría


varios siglos después con el novelista Marcel
Proust, que retrató de mano maestra al
mundo francés, de la Belle Époque, la corte
de Versalles del Rey Sol había de pasar en
buena parte a la historia literaria a través de
la pluma egregia de Louis de Louvroy de
Saint-Simon, en sus Memorias. Éste era un
noble de antiquísimo linaje cuyo padre había
sido, durante varios años, favorito del rey
Luis XIII. Cayó en desgracia ante el cardenal
Richelieu y perdió su alta posición palatina.
Quiso probar fortuna su joven vástago, con
Luis XIV, y entró, por la vía militar, en el
302/339

ascenso hacia un papel importante en la


corte. Tomó parte, como oficial de caballería,
en las guerras con el imperio austro-
germano de 1691 y compró, a sus expensas,
un regimiento entero de caballería. Fue nom-
brado duque y par de Francia. Pero no llegó
a disfrutar nunca de la confianza del Rey Sol.
Acaso este recelo se debía a la estrecha
amistad del joven duque con los hijos del
duque de Borgoña y con el futuro regente, el
duque de Orleans, que no dejaba de preocu-
par a Luis XIV.
Saint-Simon entró por fin, al cabo de
varios años, en la corte de Versalles, pero sin
ejercer especial relieve en las funciones im-
portantes del palacio. Era tenido por un
noble advenedizo, y al propio tiempo res-
ultaba un duque y par de Francia picajoso y
protestón que suscitaba, sin cesar, cuestiones
de protocolo y de prelación de puestos en las
numerosas ceremonias que tenían lugar cada
día. Lo curioso del caso era que sus peleas no
303/339

lo eran tanto por motivos de vanidad o de


envidia con otros personajes, sino por su ín-
timo convencimiento del papel que debía
corresponder a la antigua nobleza francesa
en el mecanismo institucional de la monar-
quía. SaintSimon creía en el honor, en la
amistad, en la lealtad y suponía que esas vir-
tudes eran suficientes por sí solas para
gobernar el reino. Consideraba un error de
tipo absolutista la Corona personalista del
Rey Sol, de exaltación innecesaria de la
figura del monarca, quien, a su vez, había
traído a muchos nobles de provincias al
recinto de Versalles para corromperlos,
«sujetándolos» con fiestas, bailes y aventur-
as sexuales, manteniéndoles al mismo
tiempo alejados de sus tierras, castillos y
feudos para evitar que armasen frondas y en-
trasen en conspiraciones. De otra parte, se
hallaba Saint-Simon convencido de que el
rey gobernaba, de hecho, con las gentes de la
«burguesía», como los Colbert, los Louvois,
304/339

los Fouquet, que se enriquecían de forma es-


candalosa y manejaban los asuntos públicos
con desdén absoluto hacia las viejas familias
de la aristocracia histórica sin hacer ningún
caso de sus eventuales opiniones.
Saint-Simon era, por otra parte, un
hombre de profunda religiosidad; apegado al
catolicismo más conservador, recelaba de los
jesuitas y veía con simpatía a figuras como el
abate de Saint-Cyr y al abate Rancé, austero
reformador de la orden de la Trapa. Los es-
cándalos sexuales de Luis XIV y la oficializa-
ción de sus amantes, la serie interminable de
sus aventuras de ocasión y la legitimación de
los bastardos del rey habidos con sus favor-
itas encendían cada día su cólera y su rep-
robación. En definitiva, su situación en la
corte —al cesar en su breve actividad milit-
ar— venía a ser la de un noble rancio, del
viejo estilo, cultísimo y lector impenitente,
mal visto por el rey y desdeñado por sus
colegas de la nobleza, que lo consideraban,
305/339

en el mejor de los casos, como un tipo estra-


falario, dedicado a las letras, petulante, in-
transigente y crítico, lenguaraz y burlón
hacia los personajes más destacados de la
corte.
El duque tenía, junto a estas facetas de
su personalidad, una gran pasión secreta que
alimentaba en silencio. Temperamental-
mente era un observador implacable, atento
y minucioso. Cotidianamente recogía todo
aquello que en la rumorosa colmena de la
corte de Versalles se comentaba sin cesar: es
decir, las noticias políticas de Francia y de
Europa; los adulterios más recientes y más
escandalosos; las enfermedades de la real fa-
milia; las fiestas deslumbrantes, frecuentísi-
mas; las miradas penetrantes del rey a de-
terminados personajes en las audiencias y la
hermenéutica de las mismas, que con-
firmaban los expertos; las opiniones de los
médicos de palacio sobre las alteraciones de
la fisiología del soberano y sus enfermedades
306/339

habituales; el número y rango de las audien-


cias concedidas a determinados emba-
jadores; los cambios de habitación y de piso
en el palacio de la Montespan y de la
Maintenon y los significados de esas mudan-
zas; la privanza del obispo Bossuet; la rival-
idad de éste con el obispo Fénelon; la apari-
ción de una secta quietista francesa, seguid-
ora de Miguel de Molinos, el autor de la Guía
espiritual; la piedad aparente —o real— del
rey cuando seguía el oficio de la misa diaria
desde lo alto del coro de la capilla de palacio.
El duque de Saint-Simon iba anotando en
cientos de libretas, celosamente guardadas,
cuanto recogía su infinita curiosidad, a lo
largo de muchos años. Era grande su cultura
histórica; había leído a los clásicos y a los
maestros de la lengua francesa y de otras
lenguas de la civilización europea. Iba poco a
poco almacenando, en su memoria y en sus
cuadernos, un gigantesco tesoro, puntual,
certero, implacable, cotidiano, de todo
307/339

aquello que veía, escuchaba y recogía o


adivinaba en el tráfago de la colmena ru-
morosa del palacio.
Pronto intuyó que el inmenso conjunto
de Versalles era lo más parecido a un recinto
secreto en el que se decidían las guerras, las
campañas militares, las batallas, la política
exterior del reino y la redacción de tratados,
concordatos, cambios de alianzas, paces fu-
turas, matrimonios regios, fortunas y privan-
zas, así como también persecuciones sini-
estras, además de las sentencias de muerte y
los crímenes horrendos. También se dispens-
aban muchos favores y prebendas cada día, y
no sólo por decisión del nivel máximo del
rey, sino en multitud de los escalones inferi-
ores a los que llegan, aunque fuera en pro-
porciones mínimas, las últimas gotas de la
voluntad del rey absoluto.
Saint-Simon no vaciló en tomar las me-
didas necesarias para saber más de lo que se
hallaba al alcance de la vista y del oído.
308/339

Organizó un complejo y extenso servicio de


espionaje que le traía, cada mañana y cada
noche., un conjunto de noticias que le per-
mitía seguir cuidadosamente el hilo de los
acontecimientos. Pajes, criados, soldados,
sirvientes y ayudantes bien remunerados en-
traron a formar parte de la enorme trama in-
formativa del duque.
Al morir Luis XIV, Saint-Simon creyó
llegado el momento de servirse de su
amistad con el regente para influir en la
política. Aunque fue nombrado miembro del
Consejo de la Regencia, no pudo nunca en-
trar en el alto nivel de las decisiones y aceptó
la embajada de España, en 1721, para llevar a
cabo un proyecto de nuevos matrimonios
entre las dos Coronas reales, que no
prosperó. La muerte del regente en 1723, le
hizo retirarse de la vida pública y residir en
París primero y más tarde en su castillo de la
Ferté-Vidame, dedicado a poner en orden el
inmenso archivo de sus papeles personales.
309/339

Seis años después, en 1729, cuando un amigo


suyo le envió confidencialmente una copia
del Diario de Dangeau, que revelaba numer-
osos detalles íntimos de la corte de Versalles,
que juzgaba poco fiables, es cuando tomó la
decisión de escribir sus propias Memorias.
Empezó la monumental tarea con tal brío y
novedad, que el lector de hoy se queda pas-
mado de la magnitud de esa obra maestra de
las letras francesas, que por cierto pudiera
haber quedado inédita o perdida para
siempre. Un eminente historiador francés,
José Luis Cabanis, en un bello trabajo sobre
Saint-Simon, le llama con justicia «Saint-Si-
mon el admirable». Es, en efecto, prodigioso
el esfuerzo que revela este memorial. Se trata
de un relato apasionado pero riguroso, que
arrastra al lector en su torbellino de estilo in-
confundible, con una serie interminable de
anécdotas, estampas, retratos, episodios, jui-
cios de valor, confidencias, divagaciones y
ojeadas históricas. Todo ello se halla
310/339

insertado en una prodigiosa galería o escen-


ario de sucedidos, de los personajes y de las
grandezas y miserias de la corte del Rey Sol.
¿Cómo escribe Saint-Simon? De una
forma insólita, no conocida antes de él. In-
ventó en realidad un estilo o quizá un género
nuevo. Elevó lo anodino a categoría y lo
mezquino a valor universal. Es a un tiempo
arrollador y severo. No tiene respetos hu-
manos. Desnuda. Fustiga. Critica. Un in-
genio español llamaba a las Memorias del
duque «un tratado de chismografía trascend-
ental». Y recordaba, con acierto, que el
hecho de que no pensara que fueran «public-
ables» antes de su muerte, conferían a la
pluma del autor una total libertad para des-
pacharse a su gusto.
Así sucedió, en efecto. Esta versión del
Versalles del Rey Sol, con su feroz realismo,
situó al «gran siglo» francés, acaso, en su
verdadera dimensión e imagen. Ni ditiram-
bos excelsos, ni denigración sistemática. Un
311/339

espejo, ni convexo, ni cóncavo, a lo largo de


un reinado. No lo pudo saborear el lector
francés hasta un siglo más tarde, en 1829, en
vísperas de la Revolución de julio que trajo a
Luis Felipe de Orleans al trono. A partir de
ahí, empezó el lento degustar de los textos
del prodigioso escritor. Fue leído, al comi-
enzo, con curiosidad, ensalzado por unos,
atacado por otros. Pero, al fin, el juicio res-
ultó unánime: la primera versión moderna,
crítica, auténtica, atroz y justificada del
Versalles del Rey Sol estaba servida. En vano
dijeron sus detractores que el autor era un
enfermo melancólico y resentido que daba
rienda suelta a su rencor.
Hoy día, Saint-Simon es un autor de
consulta obligada para quien desea analizar
con elementos de juicio fehacientes el siglo
que fascinó a Voltaire y que aún sirve de ex-
altada referencia a los integristas del capet-
ismo absolutista, dispuestos a la adoración
del tabú, antes de que se enciendan las velas
312/339

de tan disparatada liturgia. A continuación,


doy un ramillete de opiniones sacadas del
«océano» saint-simoniano para que el lector
pueda saborear el regusto agridulce de la
prosa del «pequeño duque», vencedor desde
la tumba, que por cierto fue profanada en las
jornada de la Revolución francesa.
«Los guardas suizos formaban parte es-
encial del cuerpo de policía, que lo escuchaba
y vigilaba todo en palacio. Estos hombres s
hallaban encargados de rondar por la noche
y de madrugada, en las galerías, pasillos,
corredores y pasajes y en los rincones más
oscuros. No hablaban, ni contestaban, si se le
dirigía la palabra. Su misión era escuchar,
seguir y esperar a los cortesanos. Y redacta:
después, minuciosamente, la actividad o el
visiteo de cada uno. Versalles era, pues, un
inmenso recinto vigilado por los espías del
soberano.»
El sistema de las visitas cotidianas del
rea a sus queridas es descrito
313/339

minuciosamente por el memorialista como si


de una novela policíaca a lo Agatha Christie
se tratara. Sólo falta en la relato un dibujo
adjunto para explicar gráficamente el laber-
into de las escaleras descansillos, desvanes,
cuartitos de espera y dormitorios que se util-
izaban para cubrir, hipócritamente, los
supuestos teóricos del ejercicio táctico, con el
que se iniciaba cotidianamente la regia
batalla amorosa. Pero no es eso sólo lo que
nos cuenta Saint-Simon, sino también nos
refiere los infames cubículos y buhardillas
que se asignaban, en ocasiones, a personajes
influyentes que aceptaban la feroz encer-
rona, con tal de acercarse físicamente al que
consideraban representante de Dios en la
monarquía versallesca.
«Los cortesanos se superaban unos a
otros en adulaciones y bajezas infinitas.»
«Ser un buen cortesano era como carecer de
humor y de honor al mismo tiempo.» El
duque trazó los retratos a fustazos. «El
314/339

cardenal Dubois tiene aire de hiena, cara de


barbián, movimientos de serpiente venenosa
y, cuando empezó a intrigar, parecía un
polluelo recién nacido, al que se le veían en
la piel trozos de su cascarón.» Al duque de
Lauzun, hombre violento y peligroso, que se
enfrentó con el rey a propósito de un mando
militar no conseguido y que acabó casándose
con una cuñada de Saint-Simon, lo describe
así: «Era un hombrecillo rubicundo, con aire
de gato desollado, ingenioso, arrogante,
ambicioso, lleno de caprichos, analfabeto,
descontento, amargo, solitario, salvaje, va-
liente, audaz, peligroso, adulador, insolente,
burlón y servil, temido, salaz. Y no respetaba
a nadie.»
He aquí la descripción de un desfile de
personajes en una ceremonia de la corte:
«Madame de Montchevreuil, larga criatura
seca y lívida, con dientes de caballo.» Ma-
demoiselle de Ponchartrain: «Una araña
venenosa.» El noble Nogent «semeja un
315/339

caballo de carroza»; el duque de Maine, «una


serpiente de cascabel»; Villeroy, «un perro
rabioso»; el obispo de Boulogne «vivió y
murió como un lobo»; el anciano duque de la
Rochefoucauld, que vivía en un pabellón en
el bosque de Versalles, era «el viejo perro
sarnoso que se distinguió en la ralea y al que
se le da de comer en vez de matarlo. Es un
ave de presa, una mosca perseguida por la
araña, un viejo gorila, con cara de rana
aplastada». La marquesa de Montespan
«había engendrado un enjambre de bastar-
dos». Parecía una colección de los animales
protagonistas de las fábulas de La Fontaine,
señala con acierto Cabanis.
Y así podríamos ir entresacando decen-
as, cientos, miles de siluetas rotundas, apa-
sionadas y decisivas para conocer una so-
ciedad, una época, un reinado, un período
decisivo de la historia de Francia y del Occi-
dente europeo. Saint-Simon era, sobre todo,
observador y escuchador. Comprendió que
316/339

su testimonio de narrador visceral era ne-


cesario, para contrapesar en el porvenir la
avalancha de adulaciones y falsedades que se
escribirían después de la muerte del Rey Sol.
Y quiso contribuir a ese esclarecimiento
póstumo.
Su vocación de escritor ya estaba en
marcha cuando fue enviado a la corte de
Felipe V en Madrid, probablemente para ser
alejado de la corte de Luis XV, en la que se
encontraba mal visto y desplazado. Sus Me-
morias correspondientes a la etapa española
son densas, irreverentes y sabrosas. Sus
descripciones de la corte, de los personajes
reales y del cardenal Alberoni son, en algun-
os aspectos, magistrales.
Existe una transcripción del manuscrito
del embajador Saint-Simon que figura en el
Archivo de Estado en París titulado Cuadro
de la corte de España hecho a fines de 1721 y
comienzo de 1722, realizada por don Vicente
Castañeda y publicada en 1933 en Madrid,
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donde el lector puede conocer el implacable


bisturí literario del duque francés.
CAPÍTULO XVII

BALANCE DE UN REINADO

Se han llevado a cabo infinidad de traba-


jos sobre Luis XIV y su obra como rey. Unos,
laudatorios hasta el ditirambo; otros, negat-
ivos, de censura total. La polémica sigue
abierta en nuestros días. La rebusca y
hallazgo de nuevos documentos y papeles en
distintos archivos de la época han arrojado
luz sobre capítulos oscuros y personajes mal
conocidos, con lo que la bibliografía dispon-
ible aumentó en forma considerable. Si se
quiere hacer un balance objetivo del reinado
habrá que mirar, en perspectiva, los setenta
años de duración de esta etapa decisiva para
la historia de Francia.
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La monarquía absoluta, como sistema


de gobierno, no duró más allá que otros
setenta y cinco años después de la muerte de
Luis XIV. El Rey Sol desgastó el conjunto de
las instituciones del reino, dejándolas heri-
das de muerte, sin posibilidad de resurrec-
ción. Las guerras continuadas, costosísimas
en hombres y dinero, fueron una sangría de
riqueza interminable. El lujo escandaloso de
la corte, los errores del régimen fiscal, el es-
caso estímulo de mejora social de la clase
baja, el disparate político y humano de la
persecución a los protestantes, que provocó
el exilio de cientos de miles de franceses de
alto nivel profesional, fueron otros tantos
factores que llevaron a la miseria a extensos
sectores de la población. La gestión de las
finanzas públicas del Estado estaba
planteada en términos de permanente défi-
cit, con apelaciones a gestos vacíos de opor-
tunismo como la venta de las vajillas de oro y
plata de Versalles o la hipoteca de las joyas
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de la Corona para sostener los gastos de una


guerra exterior.
Luis XIV llevó la tesorería del Estado a
una creciente ruina. Otro error enorme fue la
convicción, públicamente manifestada, de
que se creía obligado a defender la fe católica
con ideas propias, no siempre acordes con la
palabra y definición de Roma. Frente al Papa
ecuménico, se sentía como un Papa francés,
alentando así el galicismo autónomo y de-
safiando una y otra vez las censuras del Vat-
icano. Luis XIV se consideraba sinceramente
instrumento de Dios para mantener la fe
cristiana de su pueblo. Las persecuciones
contra los hugonotes y jansenistas y el pleito
galicano dejaron un rastro considerable de
enemigos mortales en la intelectualidad del
país que iba a manifestarse como fermento
activo de discordia en los movimientos
filosóficos y doctrinales que desembocarían
en la Revolución francesa. Los odios reli-
giosos son siempre un elemento de extensa
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duración y no tardaron en reaparecer des-


pués de la muerte del rey.
El dato más positivo del largo reinado
fue el sometimiento de los discrepantes o, di-
cho de otro modo, la obediencia civil im-
puesta por la fuerza y la sumisión. El Parla-
mento, el clero y la nobleza fueron también
sometidos, duramente, a la voluntad del
soberano. Luis XIV no concebía otra forma
dé Estado que la de imponer su voluntad
omnímoda de arriba abajo. Sus ministros,
los intendentes, los funcionarios, los al-
caldes, imitaron el sistema despótico en cas-
cada. Todos eran pequeños reyes absolutos
en el área de su jurisdicción. Fénelon, en sus
cartas y escritos, hablaba de los errores del
despotismo que conducía finalmente a la vi-
olencia y proponía una estructura de poder
equilibrada, en que los cuerpos sociales
diesen el contrapunto debido al poder de la
monarquía. Pero el rey se reía de las ideas de
Fénelon, al que llamaba «espíritu
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quimérico». En cuando al papel de esos esta-


mentos enmudecidos del pasado de la histor-
ia de Francia, el monarca los consideraba
«residuos del ayer» que no tenían cabida
posible en una monarquía como la suya. Sin
exageración, cabe definir a Luis XIV como
uno de los primeros estadistas totalitarios de
la historia de Europa, en el que la razón de
Estado se identificaba con su pensamiento y
su voluntad.
Cabe preguntarse si esa dictadura real
no producía rechazos, malestar social, re-
vueltas e insurrecciones. Las crónicas men-
cionan una serie de motines populares en
París y en las provincias, durante el reinado,
que se conocen mal. Los detalles de estas
asonadas refieren que enarbolaban peti-
ciones concretas, casi siempre de orden eco-
nómico. Fueron brutalmente reprimidas, en
ocasiones disparando la tropa contra los
amotinados o pasándolos a cuchillo. Y en
otros casos llevándolos al patíbulo o
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condenados de por vida a remar en las galer-


as. Generalmente los rebeldes eran «particu-
lares» de escasísimo nivel social —los
«miserables» de la época—, seres pobres y
desconocidos, por lo que ha sido difícil a los
investigadores averiguar el contenido detall-
ado de sus peticiones y el alcance y la pro-
fundidad de esos movimientos. Lavisse
sostiene que esos alzamientos aislados fuer-
on como un rumor subterráneo que anun-
ciaba la gran revolución futura. Pero nadie,
en aquel momento, era capaz de adivinar que
dentro del mismo siglo XVII, el reinado de
Francia iba a conocer, en su propia carne, el
acontecimiento subversivo político de mayor
trascendencia histórica de la edad moderna:
la Revolución francesa.
Luis XIV fue un rey despótico. Pero el
suyo no fue un despotismo ilustrado, ni re-
formista, proyectado hacia el porvenir. El
Ancien régime fue, en sus manos, un con-
junto de sistemas arcaicos de poder que no
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funcionaban en absoluto y se hallaban vacia-


dos de todo contenido.
Luis XIV extendió los límites jurisdic-
cionales de Francia. Obtuvo el Franco-
Condado, mejoró la frontera del norte, y con
el sistema de las «barreras» militares
desplegó una serie de plazas fuertes como
una cortina de protección contra las inva-
siones. Ese campo defensivo frente a la
agresión de las potencias rivales funcionó,
con varia fortuna, durante todas las guerras
siguientes hasta nuestro siglo. En cambio, la
idea colbertiana de hacer de Francia una
gran potencia naval no resultó hacedera por
un cúmulo de motivos. No parece tampoco
que el Rey Sol tuviese gran entusiasmo por
lograr el poderío marítimo, ni por convertir a
Francia en «nación anfibia».
Su política exterior no fue tanto in-
spirada por la fría consideración de obtener
ventajas geográficas o políticas para su reino,
sino que los sueños de gloria personales
325/339

eran, en él, la motivación fundamental de sus


decisiones. Examinando el contenido político
de sus guerras interminables, se sorprende
uno de que gozara más en humillar a un rival
exterior que en lograr un resultado favor-
able. En las negociaciones de paz o en los
planes de coalición para emprender una
guerra, se recreaba en urdir trampas, fingir
acuerdos, engañar a los interlocutores o des-
decirse de promesas anteriores, con lo que
sus adversarios iban aumentando en
número. Puede decirse sin exageración que
en la guerra de Sucesión española, Luis XIV
luchó contra Europa entera, la cual había
sido empujada a coligarse contra él. Un gran
historiador militar escribió, analizando las
campañas de su reino, que el Rey Sol «no era
ni un gran general, ni un buen soldado, sino,
a lo sumo, un buen oficial de Estado Mayor».
El Rey Sol fue admirado en vida y sus
palabras escuchadas como las de un oráculo.
Los escritores y artistas que se beneficiaron
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de su poderío le rindieron tremendos hom-


enajes de adulación y servilismo. En la glor-
ificación del rey, el pueblo francés se sentía
satisfecho en su patriotismo. Al morir y su-
cederle un monarca frívolo e insignificante
como Luis XV se trató de hacer una política
distinta, pero no se logró nada, sino la con-
fusión de los espíritus. Voltaire, que había
conocido el reinado de Luis XIV en su juven-
tud, volvió hacia el personaje su mirada y
cantó sus excelencias y las grandezas en su
prosa centelleante y cautivadora. Su pan-
egírico quedó ahí como la pieza maestra del
monumento al Rey Sol, del que se olvidaron
sus errores y limitaciones, para aceptar, en
cambio, los resplandores de su prestigio, su
empaque, su altanería; su serenidad, su len-
guaje sonoro y escogido, y su mecenazgo
artístico que inventó Versalles, ayer lujo y lo-
cura, y hoy motivo de asombro para millones
de visitantes del mundo entero.
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El Rey Sol ha entrado en la historia de


Francia y en la historia de Europa como un
personaje singular que representó un papel
determinado en un momento preciso. No fue
un genio, pero tampoco un monstruo de
maldad.: Era probablemente un ser de buen-
as cualidades, convencido de su misión
providencial. Tenía un apego constante y
ejemplar a su responsabilidad de mando
político. Sentía a Francia como cosa propia.
Si las cosas iban mal, fingía una serenidad
que devolvía la confianza a los demás. Nunca
aceptó la derrota o la humillación de su
pueblo. Encarnaba, físicamente, con su
majestad corpulenta, su aire dominador, su
actividad deportiva de cazador cotidiano al
monarca todopoderoso. Sus aficiones mu-
sicales y teatrales le convertían en un tipo de
rey que daba una brillante y alegre imagen a
su pueblo. Y, aún hoy, la Francia republicana
de nuestros días considera al Rey Sol como
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un punto de referencia obligado que


pertenece a todos.
Versalles fue un gran escenario in-
ventado por él, sobre un terreno inhóspito y
pantanoso, como dando testimonio con ello
de lo que puede hacer la voluntad humana,
para poblar la tierra con monumentos ex-
traordinarios de la historia del arte. En ese
conjunto teatral y gigantesco se representó la
gran función del Rey Sol. Empezó en alegre
comedia, siguió adelante con dramas y
amores encontrados. Fue decayendo su salud
y alcanzó en la tragedia final el más alto
grado de emocionada despedida. El protag-
onista había llenado el tablado, durante
muchos años, para asombro de su pueblo y
envidia de actores dinásticos foráneos. Una
inmensa compañía de actores y actrices,
secundarios y brillantes, y los cortesanos
completaban el reparto, como un coro de tra-
gedia griega sirviendo de trasfondo musical a
la función.
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Hay otro aspecto muy importante a re-


cordar en la forma de gobernar su Estado
autocrático. Luis XIV cometió el error de
concebir la realeza como un agobiante ejerci-
cio de poder que representaba un fardo de
imposible pesadez para un hombre normal.
Al concentrar en el oficio de rey absoluto
tantas y tan delicadas responsabilidades,
hizo del trono un eje de innumerables prer-
rogativas, pero que no era posible ejercitar
eficazmente en la tarea de una sola persona.
De ahí los validos, los sucedáneos de los
reyes, los generales ambiciosos, la forzosa
dejación del exceso de poder en manos
ajenas.
Francia perdió la hegemonía a la que as-
piraba en Europa, después de tantos conflic-
tos y batallas. Pero también hay que apuntar
en el haber de Luis XIV el lograr el éxito de
librar a Francia de la doble tenaza del imper-
io de los Austrias de Viena y de los Austrias
de Madrid. En un momento dado —en 1715,
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terminada la guerra de Sucesión—, tuvo la


intuición de proponer al emperador aus-
tríaco la idea de establecer una alianza per-
manente de Viena, Madrid y París, lo que él
llamaba «las viejas naciones de Europa». El
propósito era el de mantener la paz del con-
tinente y frenar el empuje de las «naciones
nuevas», las recién llegadas al poderío milit-
ar, como Prusia, Rusia y, por supuesto,
Inglaterra. Este proyecto hubiera sido, de ll-
evarse a cabo, un cambio decisivo en la his-
toria de Occidente. El Rey Sol nombró un
embajador, el conde de Luc, con el único
propósito de explorar esa idea ante Carlos
VI. Pero el antiguo pretendiente a la Corona
de España albergaba todavía un profundo re-
celo hacia su rival directo en la guerra de
Sucesión.
¡Qué serie de episodios históricos negat-
ivos de los siglos siguientes hubieran seguido
un curso distinto del que hemos conocido!
Pero la historia es implacable y no se
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detienen el «pudo ser» de las elucubraciones


de los que la estudian y la cuentan. La
muerte de Luis XIV, ese mismo año, dejó
olvidado este proyecto. Luis XV lo quiso re-
sucitar años después, pero las circunstancias
eran distintas y la guerra de Sucesión de
Austria cambió drásticamente los términos
del problema.
En este ramillete final de opiniones en-
contradas que recojo sobre la personalidad
del Rey Sol, quiero transmitir un juicio que,
como colofón de su libro, redactó el eximio
escritor y académico francés Michel Déon.
Su obra, aparecida en 1983, se titula Louis
XIV, par lui méme. Con un gran sentido
autobiográfico, ha recogido de Luis XIV,
apoyándose en las Memorias, una serie de
reflexiones del monarca sobre personas y
problemas que fueron claves y decisivas en
los episodios más interesantes de su largo
mandato. Las Memorias son, como casi
siempre ocurre, autojustificadoras, pero
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despiden un aire de veracidad indiscutible.


Éste es su gran interés. Déon resume su jui-
cio crítico en un párrafo que reproduzco
aquí: «Luis XIV fue el padre de la Francia
moderna, la de las industrias, la de las letras
y las artes. Le dio a Francia sus fronteras
geográficas naturales; obligó a Europa a res-
petar sus ejércitos y su Marina. Rompió y
forjó alianzas que, en algunos casos, llegaron
hasta nuestros días, con frutos consider-
ables. Dotó al país entero de una administra-
ción pública desconocida antes de él; sujetó
para siempre el espíritu revoltoso y con-
spirador de la nobleza. Resistió las presiones
que le empujaban a caer en la tentación de
un cisma religioso. Levantó palacios,
jardines y monumentos que parecieron ex-
cesivos y lujosos, pero cuyo esplendor es to-
davía hoy una de las glorias de universal al-
cance de Francia en el mundo.
»Sus errores sustanciales se debieron,
sobre todo, al aislamiento en que se fue
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encerrando a medida que entraba en años.


Sin contacto con la nación y ni con quienes
debieron ser sus voceros, fallecido Colbert,
que fue su extraordinario asesor y hombre de
Estado, Luis XIV no se dio cuenta de que la
auténtica revolución política, moral e indus-
trial de la que fue iniciador, había de tener
unas enormes consecuencias en la sociedad
francesa que era preciso prever. Cometió el
mismo error dramático en el que caen, casi
siempre, los gobernantes autoritarios cuando
envejecen en el ejercicio del poder.»
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336/339

notes
Notes
1
Memorias de madame de Motteville.
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